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Grandes multitudes iban con él; y volviéndose, les dijo: Si alguno viene a mí, y no aborrece a su

padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede
ser mi discípulo. Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo. Porque
¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos, a ver si
tiene lo que necesita para acabarla? No sea que después que haya puesto el cimiento, y no pueda
acabarla, todos los que lo vean comiencen a hacer burla de él, diciendo: Este hombre comenzó a
edificar, y no pudo acabar. ¿O qué rey, al marchar a la guerra contra otro rey, no se sienta primero
y considera si puede hacer frente con diez mil al que viene contra él con veinte mil? Y si no puede,
cuando el otro está todavía lejos, le envía una embajada y le pide condiciones de paz. Así, pues,
cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo. Buena es
la sal; mas si la sal se hiciere insípida, ¿con qué se sazonará? Ni para la tierra ni para el muladar es
útil; la arrojan fuera. El que tiene oídos para oír, oiga. (LC 14:25-35)

El evangelio llama a los pecadores al sacrificio, retándolos a tomar su cruz todos los días y seguir sin
reservas al Señor Jesucristo (Lc. 9:23). Este evangelio está centrado en Dios, no en el hombre; invita
a la autohumillación, no al amor propio; incita al sacrificio personal, no a la realización personal; es
espiritualmente centrado, no psicológicamente motivado. Quienes responden a él someten
voluntariamente todo al Señor Jesucristo.

Pero como observa el Pastor John Macarthur en su libro Difícil de creer, el verdadero evangelio ha
sido progresivamente sustituido por una falsificación para el consumidor:

La primera función de un mercadeo exitoso es dar a los consumidores lo que quieren. Si quieren
hamburguesas más grandes, hagan más grandes sus hamburguesas. ¿Bebidas con seis sabores de
frutas? Hecho. ¿Minifurgonetas con diez portavasos? Póngales veinte. Hay que mantener satisfecho
al cliente. Hay que modificar el producto y su mensaje para que supla sus necesidades si quiere
establecer mercado y mantener a raya a la competencia.

Hoy día, esta misma mentalidad consumista ha invadido al cristianismo. ¿Dicen que el culto de la
iglesia es demasiado largo? Pues acortémoslo (cierto pastor garantiza que sus sermones ¡nunca
duran más de siete minutos!) ¿Demasiado formal? Vístase con ropa deportiva. ¿Demasiado
aburrido? ¡Espere a oír nuestra banda de música!

Y si el mensaje es demasiado agresivo, acusador o exclusivista, que asusta, que es increíble, difícil de
entender, o demasiado lo que sea para su gusto, hay iglesias por todas partes que están ansiosas de
ajustar ese mensaje para que usted se sienta más cómodo. En esta nueva versión del cristianismo
usted es socio del equipo, diseñador de la vida de la iglesia, y se deja por fuera toda autoridad
anticuada, los sentimientos de culpabilidad, la responsabilidad y los absolutos morales.

Una iglesia envió hace poco una circular prometiendo “atmósfera informal y reposada con buena
música de nuestra banda”, y que los que asistan, “aunque usted no lo crea, se divertirán”. Eso sería
excelente si se tratase de un café o algo por el estilo, pero quienquiera que pretenda llamar a las
personas al evangelio de Jesús con tales cosas como prioridades, las llama a una mentira.

Es cristianismo para consumidores: cristianismo ligero, redirección, cristianismo diluido e


interpretación errónea del evangelio bíblico, en un intento por hacerlo más digerible y popular. Sabe
muy bien al tragarlo, y cae bien. Parece que amortigua lo que [usted] siente, y le rasca donde pica;
está hecho a la medida de sus preferencias. Pero esa ligereza jamás le llenará con el evangelio
verdadero y salvador de Jesucristo, porque está diseñado por el hombre y no por Dios, y es vacío y
no sirve para nada. A decir verdad, es peor que inútil, porque los que oyen el mensaje del
cristianismo ligero piensan que están oyendo el evangelio y creen que están siendo rescatados del
castigo eterno, cuando en verdad están siendo trágicamente descarriados.

El verdadero evangelio es un llamado a negarse uno mismo. No es un llamado a la autorrealización.


Eso lo pone contra la proclamación contemporánea del evangelio, en la que los ministros ven a Jesús
como genio utilitario. Uno frota la lámpara, Cristo sale y le dice que puede tener lo que se le antoje;
uno le da la lista, y él [la] cumple (Nashville: Grupo Nelson, 2011, pp. 3-4).

En contraste con el “cristianismo ligero” o liviano, el verdadero evangelio cristiano no ofrece el cielo
en la tierra sino el cielo en el cielo. Dicho evangelio produce auténticos discípulos del Señor
Jesucristo, no simpatizantes superficiales. En esta sección, según indica la triple repetición del
término “discípulo” (vv. 26, 27, 33), es acerca de lo que significa ser un verdadero seguidor de Cristo.
Se trata de un llamado evangelístico hecho por Jesús para acudir a Él (v. 26), lo cual es ir en pos de
Él (v. 27) y ser un discípulo auténtico, no un aspirante, potencial o secundario.

La palabra griega traducida “discípulo” (mathētēs) es un término amplio que identifica a un aprendiz
o estudiante. En la antigua cultura judía los rabinos eran itinerantes, que viajaban en compañía de
sus discípulos. Aunque nunca se le reconoció como tal por parte del sistema religioso, a Jesús con
frecuencia lo llamaron Maestro (p. ej., Mt. 26:25; Mr. 9:5; 11:21; Jn. 1:38, 49; 3:2; 4:31; 6:25; 9:2;
11:8), en parte porque al igual que los rabinos, Él era un maestro ambulante que tenía discípulos.
Esos primeros discípulos se encontraban en diferentes niveles de compromiso, que van desde
totalmente comprometidos a nominalmente comprometidos y a curiosos no comprometidos. A lo
largo de su ministerio, Jesús dejó en claro los requisitos para ser un auténtico discípulo, y los
manifestó en los términos más absolutos. Como resultado, los discípulos superficiales comenzaron
a abandonarlo (Jn. 6:60, 66; cp. Lc. 8:13-14), especialmente porque la actitud de Israel hacia Él se
endureció en forma de incredulidad y rechazo. Para cuando su ministerio llegaba a su fin, Jesús se
había vuelto aún más categórico acerca del discipulado. El término “discípulo” sufrió una
metamorfosis y asumió un significado más puro y más restringido, por lo que en el libro de Hechos
se convirtió en un sinónimo de “cristiano” (11:26; cp. 26:28) y describía a aquellos que eran
verdaderos creyentes redimidos en Jesucristo (6:1-7; 9:1, 10, 19; 9:26, 36, 38; 11:29; 13:52; 14:20-
22, 28; 15:10; 16:1; 18:23, 27; 19:9, 30; 20:1, 30; 21:4, 16).

El capítulo anterior del Evangelio de Lucas concluyó con el pronunciamiento de juicio que el Señor
hizo sobre la nación de Israel y sus dirigentes por haberlo rechazado (véase la exposición de 13:34-
35 en el cap. 86 de esta obra). Pero Jesús todavía invitaba a individuos a convertirse en sus discípulos,
igual que hizo en este pasaje (cp. 12:8; 18:18-24). Esta sección se produce en un punto estratégico
en el Evangelio de Lucas. Por los pasajes anteriores es evidente que los dirigentes religiosos judíos,
confiados en el cumplimiento de la ley, las tradiciones y los rituales, no sabían cómo ser salvos, y por
consiguiente no podían llevar al pueblo a la salvación (cp. 6:39; Mt. 23:15). Confiaban en sus
ceremonias religiosas y sus logros morales, y se negaban a humillarse, lo cual dio como resultado
que se les excluyera del reino (14:24) junto con todos los que los seguían. Ellos no podían llevar a
nadie a la salvación. Solo producían hijos “del infierno” (Mt. 23:15).

A diferencia de la ignorancia condenatoria de los líderes religiosos, Lucas relata la enseñanza que
Jesús impartía con autoridad en cuanto al verdadero camino de salvación. El Señor usó varias
metáforas para describir la salvación, tales como entrar al reino de Dios (18:24), tener vida eterna
(18:18), y ser confesado por Él delante de Dios y los santos ángeles (12:8-9). Aquí comparó la
salvación con llegar a ser su discípulo. Por tanto, llegar a ser un discípulo de Cristo no es subir a un
plano superior en la vida cristiana sino llegar a ser salvo; pasar de muerte a vida (Jn. 5:24); de la
oscuridad a la luz (Hch. 26:18); del reino de Satanás al reino de Cristo (Col. 1:13).

Lo que Jesús pidió en este pasaje es increíblemente extremo. No pidió un cambio de imagen, sino
que exigió una toma del poder. Retó a los pecadores a reconocerlo como Señor soberano, divino
dictador, gobernante, controlador, rey y maestro. Jesús nunca invitó a alguien a hacer una oración
corta y fácil para recibir vida eterna. Tampoco manipuló a nadie para que tomara una decisión
emocional, ni dio una falsa seguridad de salvación por interés superficial. Nunca enseñó que el
camino al cielo es amplio y fácil, sino que advirtió que “estrecha es la puerta, y angosto el camino
que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mt. 7:14), y afirmó que las personas tendrían que
esforzarse por entrar en él (Lc. 16:16). Jesús advirtió: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará
en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt. 7:21).
Solo quienes perseveran en su Palabra (Jn. 8:31) y cuyas vidas manifiestan el fruto de la salvación
(Jn. 15:8; cp. Mt. 3:8) son realmente sus discípulos, y solo ellos son salvos del juicio en el infierno.

I.- ESTE DISCIPULO DEBE ABANDONAR SUS PRIORIDADES DEL PASADO

Grandes multitudes iban con él; y volviéndose, les dijo: Si alguno viene a mí, y no aborrece a su
padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede
ser mi discípulo. Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo… Así,
pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.
(14:25-27, 33)

Jesús resumió las prioridades de los no regenerados en tres categorías principales: egoísmo,
relaciones y posesiones.

Pero el texto indica, si alguno viene a Jesús para salvación debe preferir a Dios antes que a su familia.
Llegar a Cristo es una terminología para la expresión inicial de la fe que salva. Jesús declaró que
quien hace eso debe aborrecer a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas. La
frase “a su” resalta la prioridad natural y el afecto normal por nuestra familia. La salvación trae
conmoción en el hogar cuando el nuevo creyente trata de coexistir con incrédulos. Los familiares
que rechazan el evangelio incluso pueden aislar a quienes lo creen. En Mateo 10:34-36, Jesús
advirtió que las familias se dividirían a causa de Él:

No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada. Porque
he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera
contra su suegra; y los enemigos del hombre serán los de su casa (cp. la exposición de Lc. 12:51-53
en el cap. 80 de esta obra).

La enseñanza del Señor de que es necesario aborrecer a nuestra familia no es incongruente con los
mandatos bíblicos de que los hijos deben honrar a sus padres (Éx. 20:12), que los esposos deben
amar a sus esposas (Ef. 5:25), que las esposas deben amar a sus esposos (Tit. 2:4), y que los padres
deben amar a sus hijos (Tit. 2:4; cp. Ef. 6:4). Aborrecer en este contexto es una manera semítica
(hebrea o judía) de expresar preferencia. Por ejemplo, Dios declaró en Malaquías 1:2-3: “Amé a
Jacob, y a Esaú aborrecí” (cp. Ro. 9:13). El punto no es que Dios tuviera rencor hacia Esaú, sino más
bien que prefirió a Jacob al haberle dado su promesa a través de él. De igual modo, cuando Génesis
29:31 relata que Lea fue menospreciada (la palabra hebrea literalmente significa “aborrecida”) por
Jacob, no significa que él la despreciara y la detestara, sino que amaba más a Raquel (cp. Dt. 21:15-
17).

Aborrecer a los propios familiares significa preferir a Dios por encima de ellos haciendo caso omiso
de lo que desean si eso entra en conflicto con lo que Dios requiere; significa amar más a Dios y
menos a ellos. Jesús manifestó: “El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el
que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt. 10:37). Todos los demás amores deben
estar subordinados a amar a Dios con todo el corazón, el alma, la mente y las fuerzas (Lc. 10:27).

Las palabras de Jesús se habrían entendido claramente en el contexto del siglo I. Cuando personas
judías se comprometían con Jesucristo a menudo sus familiares las aislaban, según observa Darrell
L. Bock:

En esa época una persona judía que se decidía por Jesús alejaba a su familia. Si alguien quería más
la aceptación familiar que la relación con Dios no podía llegar a Jesús, dado el rechazo que
inevitablemente seguiría. En otras palabras, en el siglo I no podía haber devoción casual a Jesús. Una
decisión por Cristo marcaba a la persona y automáticamente eso venía con un costo. (Las
comparaciones contemporáneas se podrían ver en ciertos ambientes de naciones ex comunistas de
Europa Oriental, en países musulmanes, o en familias asiáticas muy cerradas). El fenómeno
occidental moderno donde una decisión por Cristo es popular en la comunidad social más amplia no
era el caso en el escenario de Jesús, lo cual complica nuestra comprensión del significado de una
decisión de asociarse con Cristo. En la actualidad alguien puede asociarse con Cristo simplemente
porque eso es culturalmente apropiado, en vez de hacerlo por las verdaderas razones espirituales.
Tal “decisión” era imposible en el siglo I. Si alguien elegía asociarse con Jesús, tal persona recibía una
reacción negativa, a menudo desde el interior del hogar (Luke 9:51-24:53, Baker Exegetical
Commentary on the New Testament [Grand Rapids: Baker, 1996], p. 1285).

En segundo lugar, para que una persona llegara a Jesús debía aborrecer incluso también su propia
vida (cp. Jn. 12:25), o no podría ser su discípulo. El llamado a la salvación es una invitación al sacrificio
(cp. Lc. 17:33); marca el final de que los pecadores sean las autoridades reinantes en sus vidas y en
vez de eso los invita a someterse como esclavos a la autoridad de Jesús como Señor, Rey y Maestro.
Tal desinterés se extiende hasta el punto de la muerte, según deja en claro la siguiente declaración
de Jesús: Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo (cp. 9:23-25; Mt.
16:24).
El tesoro celestial es tan valioso (Mt.13:44), y la perla de la salvación tan preciosa (v. 46), que los
verdaderos discípulos deben estar dispuestos a renunciar a sus existencias, si Dios lo desea, con el
fin de obtener la vida eterna. Jesús pide abandono total.

Se debe observar que esta no es una obra meritoria previa a la salvación por la que alguien obtiene
justificación. Pablo insistió en que la salvación es “por gracia… por medio de la fe; y esto no de
vosotros, pues es don de Dios” (Ef. 2:8). Jesús declaró “que ninguno puede venir a [Él], si no le fuere
dado del Padre” (Jn. 6:65). Sin embargo, la salvación no está separada de la voluntad del pecador.
Jesús ordenó a las personas: “Arrepentíos, y creed en el evangelio” (Mr. 1:15), y advirtió a los
incrédulos: “Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (Lc. 13:3, 5). Pedro retó a sus oyentes:
“Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados” (Hch. 3:19), y Pablo predicó
que “Dios… ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (Hch. 17:30; cp.
26:20). Tales mandatos presuponen la responsabilidad del pecador de obedecerlos, porque ahora
tiene el poder otorgado por el Espíritu de Dios.

Alguien que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser discípulo de Cristo. Aquí Él está
abarcando la totalidad de personas, y la palabra “todo” abarca no solo dinero, sino también bienes
materiales. No hay excepciones ni privilegios para estos requisitos absolutos e incondicionales.

Apotassō (renuncia) literalmente significa “alejarse de” (Hch. 18:18, 21; 2 Co. 2:13), o “despedirse
de” (Mr. 6:46; Lc. 9:61). Fue la falta de voluntad del joven rico para renunciar a sus posesiones lo que
hizo que se alejara de Cristo (Lc. 18:18-23) y se perdiera eternamente. Jesús no está abogando por
el socialismo, ni por desprenderse de todo y llevar una vida de pobreza. Su propósito es que aquellos
que han de ser sus discípulos deben reconocer que son administradores de todo y que no poseen
nada. Y si el Señor les pide que renuncien a todo, deben estar dispuestos, porque amar la obediencia
es el mayor deseo y gozo de ellos. Leon Morris nos muestra las implicaciones de la enseñanza del
Señor:

La lección es clara. Jesús no quiere seguidores que se lancen al discipulado sin pensar en lo que esta
decisión implica. También es claro con relación al costo. El hombre que llegue a Jesús debe renunciar
a todo lo que tiene… Estas palabras condenan a todos los tibios. Desde luego, Jesús no está
desalentando el discipulado sino que está advirtiendo contra el apego irreflexivo y cobarde a fin de
que los seres humanos conozcan la verdad. Él desea que consideren el costo y calculen todo lo que
pierden por causa de Jesús para que puedan entrar al discipulado con alegría y vigor (The Gospel
According to St. Luke, The Tyndale New Testament Commentaries [Grand Rapids: Eerdmans, 1975],
pp. 236-37).

II.- EL COSTO DEL SER DISCIPULO

Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos,
a ver si tiene lo que necesita para acabarla? No sea que después que haya puesto el cimiento, y
no pueda acabarla, todos los que lo vean comiencen a hacer burla de él, diciendo: Este hombre
comenzó a edificar, y no pudo acabar. ¿O qué rey, al marchar a la guerra contra otro rey, no se
sienta primero y considera si puede hacer frente con diez mil al que viene contra él con veinte mil?
Y si no puede, cuando el otro está todavía lejos, le envía una embajada y le pide condiciones de
paz. (14:28-32)
Estos dos ejemplos demuestran la importancia de entender el sacrificio requerido al hacer un
compromiso con Cristo. Tal y como sucede con todas las ilustraciones y parábolas de Jesús, estas dos
describen situaciones conocidas para sus oyentes. El punto es que las personas deben considerar el
costo antes de emprender cualquier tarea importante en la vida. ¿Cuánto más importante es
considerar el precio antes de comprometerse con Él?

El primer ejemplo muestra a un hombre que piensa edificar una torre. Pudo haberse tratado de una
atalaya de vigilancia para protección de sus enemigos, o de una torre para almacenar sus bienes.
Cualquiera de las dos sería un proyecto visible de construcción, y todos en la comunidad lo habrían
sabido. Preservar el honor y evitar la deshonra personal y familiar eran asuntos sublimes en el
antiguo Cercano Oriente. Por tanto, que este hombre haya puesto el cimiento, y luego no pudiera
acabar la torre lo habría puesto en vergüenza. Habría sido el hazmerreír de la comunidad cuando
todos los que hayan visto la torre inconclusa hubieran comenzado a hacer burla de él, diciendo: Este
hombre (una expresión de desprecio y desdén; cp. 5:21; 7:39) comenzó a edificar, y no pudo acabar
(ekteleō; terminar completa o totalmente una tarea)”. Para evitar un golpe tan devastador a su honor
y prestigio, un hombre que piense construir una torre primero debe sentarse a calcular los gastos, a
ver si tiene lo que necesita para acabarla.

Mientras que la primera ilustración muestra un acto voluntario, la segunda describe a un hombre
lanzado involuntariamente a un dilema fuera de su control. Jesús pidió a sus oyentes que pensaran
en un rey que se prepara a marchar a la guerra contra otro rey que está a punto de atacarlo con una
fuerza superior. Antes de enfrentarse en combate al rey atacante, ¿no se sienta primero y considera
si puede hacer frente con diez mil al que viene contra él con veinte mil? ¿No evaluaría el primer rey
qué logística, terreno, armamento, estrategia o ventajas tácticas podrían compensar la superioridad
numérica de su oponente? En caso contrario, ir a la batalla sería una locura suicida tanto para el
monarca como para sus hombres. Si no tiene ninguna posibilidad de victoria, su único recurso
sensato sería, cuando el otro esté todavía lejos, enviarle una embajada y negociar condiciones de
paz.

En ambas historias Jesús mostró la sabiduría para evaluar cuidadosamente el compromiso que
conlleva seguirlo. Él no quiere seguidores superficiales, egoístas, llevados por las emociones,
temporales y efímeros, como aquellos representados por las tierras rocosas y llenas de espinos en
la parábola del sembrador (Mt. 13:20-22). La verdadera fe se mantiene firme hasta el final (Mr.
13:13; cp. 1 Jn. 2:19).

CONCLUSION

John Stott escribe acerca de la importancia de tener en cuenta el costo del compromiso:

El paisaje cristiano está lleno de torres abandonadas a medio construir: las ruinas de quienes
comenzaron a construir y no pudieron terminar, porque miles de personas siguen haciendo caso
omiso a la advertencia de Cristo y planifican seguirlo sin primero hacer una pausa para reflexionar
en el costo de hacerlo. El resultado es el gran escándalo de la cristiandad de hoy, llamada
“cristianismo nominal”. En países en que la civilización cristiana se ha extendido, grandes cantidades
de personas se han cubierto con un barniz decente pero delgado de cristianismo. En cierta manera
han llegado a involucrarse lo suficiente como para ser respetables pero no lo suficiente como para
estar incómodos. Su religión es un cojín grande y suave. Los protege de las situaciones desagradables
de la vida, mientras cambian el lugar y se adaptan a la conveniencia que desean. No extraña que los
cínicos hablen de hipócritas en la iglesia y desestimen a la religión como escapismo (Basic
Christianity [Downer’s Grove, Ill.: InterVarsity, 1978], p. 108).

Evitar la fe temporal y falsa exige que los pecadores evalúen sinceramente sus motivos, que
examinen la autenticidad de su arrepentimiento, y que determinen si en realidad están manteniendo
el compromiso que Cristo demanda de sus seguidores. Según se indicó antes, ninguna de estas cosas
son obras humanas que puedan ganar la salvación, la cual solo llega por medio de la fe. Más bien
son señales características de la verdadera fe, sin la cual no es más que un engaño que no salva (Stg.
2:14-26).

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