El caimán movió su cola y empezó a chapotear en el
agua.
—¿No veo a nadie por aquí? ¿Te has perdido? —preguntó
la niña
El caimán dejó de chapotear y apoyó la cabeza en la
orilla.
—Si quieres puedes venir conmigo. ¡Te adoptaré como
mascota! ¿Te parece bien? —dijo Adriana.
El pequeño caimán empezó a chapotear de nuevo y a dar
vueltas sobre sí mismo. —¡Vale, amigo! Yo me llamo Adriana. ¿Cómo te llamas tú?
El pequeño caimán salió del estanque y se fue corriendo
hasta un montón de piedras que había cerca del estanque.
—¿Eso es una pista? ¿Te llamas Piedra? —preguntó
Adriana.
El caimán se quedó quieto y apoyó su gran cabeza en las
piedras.
—No, Piedra no. Entonces te llamas… ¡Roca!
El caimán dio dos golpes en el suelo con la cola y se
quedó quieto.
—No, Roca no, pero estoy cerca, ¿verdad?
El caimán dio tres golpes con la cola en el suelo.
—Vale, si no es Roca, entonces es… Ya sé. ¡Rocky!
El caimán empezó a dar vueltas y se fue corriendo al
estanque a chapotear de nuevo.
—¡Qué listo eres, Rocky! Vámonos a casa. Te prepararé
un gran estanque en el jardín para que siempre tengas agua y te enseñaré muchas cosas.
El caimán se quedó quieto y dio dos golpes con la cola.
—¡Vale! Tú también me enseñarás cosas a mí.
Rocky chapoteó y dio vueltas antes de salir del estanque.
A la familia de Adriana no le gustó mucho la idea de tener un caimán como mascota. Pero en cuanto vieron lo inteligente y lo bueno que era Rocky, lo consideraron uno más de la familia.
Cuando se hizo grande, Rocky tuvo que demostrar que
seguía siendo bueno. Porque un caimán es un caimán. Aunque no le costó mucho, porque le habían querido tanto de pequeño y que, al crecer, se había convertido en un caimán muy cariñoso y amable.