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PERDIDOS EN REDONDA: JAVIER MARÍAS Y LO FANTÁSTICO

16º 56’ latitud norte y 62º 21’ longitud este. Esas son las coordenadas que

señalan la posición exacta de la pequeña isla caribeña de Redonda. Aunque debo

decir que la cartografía no parece ser una ciencia muy exacta porque dicha isla no

siempre aparece en los mapas, como si Redonda “no estuviese del todo”. Quizás

ello se deba a que esas mismas coordenadas sirven para señalar –paradójicamente

o no- la posición de un lugar imaginario: el celebrado Reino de Redonda, “reino

fantasmagórico y eminentemente literario”.1 Una doble dimensión –real e

imaginaria- que también caracteriza a su actual monarca, Xavier I, quien se

desdobla (todo parece desdoblarse en Redonda) en el escritor Javier Marías

cuando cruza a este lado de la línea de sombra, aquí donde el tiempo “transcurre

y fluye”.

Es bien conocido –casi como proyección de esa dimensión fantasmagórica

de Redonda- el interés de Javier Marías por la figura del fantasma. Y no sólo

como motivo fantástico sino también (una duplicación más) como metáfora de la

propia actividad escritora. Así, en muchos de sus artículos, recogidos en dos

libros de sugerente título - Vida del fantasma y Literatura y fantasma-,2 Marías

presenta dicha figura fantástica como un trasunto del escritor: “alguien a quien ya

no le pasan de verdad las cosas, pero que se sigue preocupando por lo que ocurre

1
J. Marías, “Sólo aire y humo y polvo (Nota previa)”, en M.P. Shiel, La mujer de Hughenin,
trad. de Antonio Iriarte, Barcelona, Reino de Redonda, 2000, pp. 11-12.
2
Literatura y fantasma, Madrid, Alfaguara, 2001 (ed. ampliada; original, 1993), y Vida del
fantasma. Cinco años más tenue, Madrid, Alfaguara, 2001 (ed. ampliada; original, 1995).
allí donde solían pasarle y que –aun no estando del todo- trata de intervenir a

favor o en contra de quienes quiere o desprecia”.3

Pero mi intención aquí no es comentar esa dimensión metafórica del

fantasma (la crítica se ha encargado repetidamente de ello), sino plantear una

breve reflexión sobre la presencia de lo fantástico en la obra de Marías, un

elemento ausente en sus novelas pero ampliamente desarrollado en su narrativa

breve. Una relación con lo fantástico que no termina ahí, puesto que se extiende

también a las labores como antologador y editor de Javier Marías (su tercera

identidad). Como es sabido, Marías publicó en 1989 la antología Cuentos únicos,

donde recopilaba cuentos fantásticos y de horror, y en el año 2000 creó el sello

Reino de Redonda (lo que también supone una tercera dimensión para la isla), en

el que ha publicando algunos volúmenes de textos fantásticos realmente

interesantes (muchos de ellos nunca antes traducidos al español), como La mujer

de Hughenin, de M. P. Shiel (primer rey de Redonda), o Bruma y otros relatos, de

Richmal Crompton.

Esa importante presencia de lo fantástico en la narrativa breve de Marías

se manifiesta en ocho relatos, en los que el autor juega con dos de los motivos de

más larga tradición en el género fantástico: el fantasma y el doble. 4 Dado que

Rebeca Martín ha realizado una detallada exposición sobre el tratamiento que

3
J. Marías, “Prólogo” a Vida del fantasma, p. 19. Asimismo, como advierte Fernando Valls (“Un
estado de crueldad o el opio del tiempo: los fantasmas de Javier Marías”, en Jaume Pont, ed.,
Brujas, demonios y fantasmas en la literatura fantástica hispánica, Lleida, Universitat de
Lleida, 1999, p. 364), hay otro aspecto importante acerca de esa identificación entre el escritor y
la figura del fantasma: el escritor y sus personajes habitan en dimensiones diferentes del tiempo
y del espacio (como los humanos y los fantasmas), que no deberían confudirse. En buena
medida ese es el tema de Negra espalda del tiempo.
4
A esos ocho relatos podría añadirse uno más: “El viaje de Isaac” (1978), recogido en Mientras
ellas duermen, donde lo sobrenatural también hace acto de presencia (a través de una
maldición), pero su desarrollo y temática lo alejan de los patrones del género fantástico.
Marías lleva a cabo del motivo del doble en sus relatos “Gualta” (1986) y “La

canción de Lord Rendall” (1989),5 no voy a volver a insistir sobre ello, por lo que

centraré este artículo en los cuentos en que Marías juega con el motivo del

fantasma. Esos cuentos son los siguientes: “La vida y la muerte de Marcelino

Iturriaga” (1968), “La dimisión de Santiesteban” (1975), “Una noche de amor”

(1989), “Cuando fui mortal” (1993), “No más amores” (1995) y “Serán

nostalgias” (1998; se trata de una versión del cuento anterior).6

En los textos citados Marías se sitúa en una tradición bien definida: la

ghost story, el cuento de fantasmas, un tipo de relatos fantásticos cuyo elemento

central es, evidentemente, la irrupción fantasmal. No hace falta insistir en la

evidente dimensión fantástica del fantasma: se trata de un ser que retorna del más

allá y se instala en el mundo de los vivos, rompiendo, de ese modo, los límites

entre dos órdenes de realidad discontinuos, y planteando con ello una

transgresión absoluta de nuestros códigos sobre el funcionamiento de lo real. 7 Y

no sólo por su presencia imposible, sino por su especial naturaleza, a la que no

afectan ni el tiempo ni el espacio humanos. Sin olvidar, además, que la irrupción

del fantasma resulta también terrorífica porque tiene que ver con el miedo

ancestral a los muertos, pues representan lo otro, lo no humano. Esto justifica

uno de los factores fundamentales que determinan la conducta del fantasma en la

5
Véase su artículo “La destrucción de la biografía. El motivo del doble en dos cuentos de Javier
Marías”, recogido en este mismo volumen.
6
A excepción de “Cuando fui mortal” y “No más amores”, recogidos en el volumen Cuando fui
mortal (Madrid, Alfaguara, 1996), el resto de cuentos están incluidos en la edición ampliada de
Mientras ellas duermen (Madrid, Alfaguara, 2000; la edición original apareció en 1990). Las
citas reproducidas provienen de estas ediciones.
7
Acerca del tratamiento literario del fantasma y su historia, véase D. Roas, “Voces del otro lado:
el fantasma en la narrativa fantástica”, en J. Pont (ed.), Brujas, demonios y fantasmas en la
literatura fantástica hispánica, Lleida, Universitat de Lleida, 1999, pp. 93-107.
ghost story: como dice Gillian Beer, “Ghost stories are to do with the

insurrection, not the resurrection of the dead”. En otras palabras, el regreso del

muerto en forma de fantasma va ligado indefectiblemente a la perturbación de la

tranquilidad de los vivos. El fantasma –cito las palabras de M. R. James, uno de

los grandes maestros del género- debe ser siempre “malévolo o aborrecible; las

apariciones amistosas y milagrosas están muy bien en los cuentos de hadas y en

las leyendas locales, pero no sirven para nada en las historias de fantasmas”. 8 De

ese modo, como advierte Edith Warton, el éxito de una historia de fantasmas

debe juzgarse por su “cualidad termométrica; si hace que nos corra un escalofrío

por el espinazo, ha cumplido con su función y lo ha hecho bien”.9

Si bien Marías se sitúa en esta tradición, sus relatos proponen una

interesante renovación de las convenciones del cuento de fantasmas, una

renovación basada en un aspecto esencial: la integración entre el mundo

fantasmal y el mundo de los vivos. Aunque eso no supone, como veremos, que

los cuentos pierdan su dimensión fantástica: por muy cercano que se lo muestre,

el fantasma siempre estará más allá de lo real. Lo interesante de estos relatos (y

ello explica que Marías los despoje de la tópica parafernalia macabra y

terrorífica) es que los fantasmas nunca se muestran amenazantes, sino que o bien

generan en el protagonista el deseo de ser uno de ellos (como solución a los

sinsabores y problemas del mundo real), o bien se convierten en una presencia

que da sentido a la vida de los protagonistas. A lo que hay que añadir otra

8
Cito de Bernhardt J. Hurwood, Pasaporte para lo sobrenatural. Relatos de vampiros, brujas,
demonios y fantasmas, Madrid, Alianza, 1974, p. 13.
9
Cito de Michael Cox y R. A. Gilbert (eds.), Historias de fantasmas de la literatura inglesa,
Barcelona, Edhasa, 1989, vol. I, p. 12.
variante, mucho más sorprendente: aquellos textos en los que se da voz al

fantasma, recurso muy poco habitual en la narrativa fantástica.

Empecemos por la primera de esas variantes mencionadas. “La dimisión

de Santiesteban” gira en torno a los esfuerzos de Derek Lilburn, profesor en un

colegio de Madrid, y persona “de escasa imaginación”, metódica y ordenada, por

descubrir la identidad y los motivos de la aparición fantasmal que se produce

(como es preceptivo) cada día y a la misma hora en ese colegio. Un fenómeno

que alguien como Derek no puede aceptar. Como tampoco puede aceptar la

reacción del resto de profesores, así como de los alumnos, quienes, conocedores

de la existencia del fantasma, pero sabiendo que no es peligroso ni molesta a

nadie, prefieren vivir ajenos a su presencia. La verdad es que el fantasma molesta

poco, puesto que lo único que hace es dar dos portazos, unos pasos y colgar cada

día, en el tablón de anuncios, una enigmática carta de dimisión. Aún así, Derek

necesita comprender los motivos de su presencia y sus acciones. Pero todas sus

tentativas fracasan, y, finalmente, como única manera de acercarse al fantasma,

Derek cruza –de forma voluntaria- al otro lado y se une al señor de Santiesteban

en su eterno vagar por la negra espalda del tiempo. Podríamos decir –jugando

con el título del relato- que Derek dimite de la realidad y busca refugio (sentido)

en la dimensión fantasmal, donde, a juzgar por el comportamiento metódico de

Santiesteban –no sé si con esto desvirtúo el sentido del relato-, todo parece más

ordenado, más acorde con la forma de ser del protagonista.10


10
En cierto modo, las palabras que aparecen en la carta de dimisión reflejan también lo que
siente Derek ante la situación creada por el fantasma (y, por extensión, ante su propia vida): “A
la vista de los lamentables acontecimientos de los últimos días, que por su índole no sólo van en
contra de mis costumbres sino también de mis principios, no se me ofrece otra alternativa, pese
a ser muy consciente de los graves perjuicios que le ocasionaré con mi decisión, que la de
dimitir de mi cargo de manera irrevocable. Y me permito hacerle saber, asimismo, que repruebo
El siguiente cuento, “Una noche de amor”, resulta mucho más

sorprendente, puesto que esa integración de lo fantasmal y humano desemboca en

la relación sexual (y enamoramiento posterior, podríamos decir) entre el

protagonista y el fantasma de una mujer. Una relación que le ofrece lo que él no

puede conseguir en el mundo real y por la que, al final del cuento, manifiesta el

deseo de ingresar –como Derek Lilburn- en la dimensión fantasmal y, de ese

modo, estar junto a la mujer amada por toda la eternidad. A la luz de esta idea

hay que leer el desconcertante inicio del cuento, en el que el narrador-

protagonista nos habla acerca de su vida sexual, señalando que su esposa es

“poco lasciva y poco imaginativa [...] Por eso a veces voy de putas” (p. 156).

El protagonista entra en contacto con esa fantasma de un modo puramente

accidental: tras la muerte de su padre, examinando unas cartas, descubre que éste,

poco después de enviudar, tuvo una relación amorosa con una tal Mercedes. La

misma mujer que ahora le escribe cartas a él para reclamar la presencia de su

padre, puesto que, seis meses después de morir, todavía “no se había reunido con

ella allí donde habían acordado, o quizá sería mejor decir cuando” (p. 158).

Mercedes apunta como posible explicación el hecho de que no lo incineraran,

como él dejo escrito. El protagonista, como es de esperar, se lo toma todo a

broma, puesto que no sólo no puede aceptar que sea una fantasma quien le

escriba, sino que además esas cartas lleven el prosaico matasellos de Gijón.

Después de esa carta llega una segunda, donde vuelve a exigir la incineración de

su padre, y tras ésa una tercera en la que se produce un cambio de táctica:

y condeno enérgicamente la actitud adoptada por usted con respecto a dichos acontecimientos”
(pp. 39-40).
Mercedes le ofrece su cuerpo (algo sorprendente, dado que como fantasma

debería ser incorpórea): “Podrás hacer lo que quieras conmigo [...] cuanto

imaginas y cuanto no te atreves a imaginar que puede hacerse con un cuerpo

ajeno, con el del otro. Si accedes a mi súplica de desenterrar e incinerar a tu

padre, de permitir que se pueda reunir conmigo, no volverás a olvidarme en toda

tu vida ni en toda tu muerte, te engulliré, y me engullirás” (p. 159). La llegada de

esta carta (que el protagonista no destruye) coincide con el cambio de actitud de

su esposa en el terreno sexual. Entramos así en otro motivo fantástico clásico, el

de la posesión fantasmal. Una posesión que todavía se hace evidente cuando el

protagonista accede –seducido por lo que intuye que va a pasar- a incinerar el

cadáver de su padre: esa noche su esposa “fue lasciva e imaginativa [...]. Eso

nunca lo olvidaré. No se ha vuelto a repetir. Fue una noche de amor. No se ha

vuelto a repetir” (p. 162). Días después recibe una cuarta carta que todavía no se

ha atrevido a abrir, puesto que se da cuenta de que se la manda su padre desde el

más allá (el sobre tiene el olor característico de la colonia que éste usaba en

vida). Lo más fascinante del cuento sucede al final, cuando el protagonista deja

indicado que a su muerte lo incineren, para, de ese modo, reunirse con Mercedes

y ocupar su puesto junto a ella. Aunque para hacerlo no le queda otra solución

que eliminar a su padre, pero, termina advirtiendo, “no sé cómo puede acabarse

con alguien que ya está muerto” (p. 164).

Otra variante distinta de esa intersección entre lo fantasmal y lo humano

sustenta el relato “No más amores”, cuya historia gira en torno al enamoramiento

de una mujer por un fantasma (la situación inversa respecto al cuento anterior),
asunto que tiene un claro precedente –así lo advierte el propio autor en el prólogo

al volumen Cuando fui mortal (pp. 12-13)- en El fantasma y la señora Muir, la

célebre película de Joseph L. Mankiewicz (y la favorita de Marías), y también en

el relato de Alfred Edgar Coppard, “Polly Morgan”, recogido en la antología

Cuentos únicos.11 Dichas fuentes se reflejan, además, de modo explícito en el

nombre de la protagonista del cuento: Molly Morgan Muir.

La aventura de Molly con el fantasma, como sucede en los dos cuentos

antes comentados, está desprovista de todo matiz amenazador o macabro. Si bien,

como advierte el narrador (y como es costumbre en la ghost story más

tradicional), los fantasmas suelen tener “por criterio contravenir los deseos de los

inquilinos mortales, apareciendo si su presencia no es bien recibida y

escondiéndose si se los espera y reclama [...] a veces se ha llegado a algunos

pactos” (p. 235). El cuento va a narrarnos uno de esos pactos, ocurrido a una

anciana de la localidad de Rye en 1910 (“según la documentación acumulada por

Lord Halifax y Lord Rymer en los años treinta”). Como verosimilización

extraliteraria de lo que va a narrar (y no sin cierta ironía), el narrador advierte que

en la casa donde sucedieron los hechos vivieron durante años Henry James y

Edward Frederic Benson, curiosamente “dos de los escritores que más y mejor se

han ocupado de tales visitas y esperas, o quizá nostalgias” (p. 235).

11
Asimismo, hay que advertir que la historia estaba contenida en un artículo previo de Marías
titulado “Fantasmas leídos” (1992), que aparece recogido en el volumen Literatura y fantasma.
Allí la historia se atribuye a un inexistente Lord Rymer, “de hecho el nombre de un personaje
secundario de mi novela Todas las almas [...], supuesto experto e investigador de fantasmas
reales, si es que estos dos vocablos no se repelen” (prólogo a Cuando fui mortal, pp. 12-13).
Marías escribió, como ya mencioné más arriba, otra versión del cuento, ésta con el título “Serán
nostalgias” (1998), fruto de un encargo para el volumen colectivo Las voces del espejo
(Publicaciones Premura, México, 1998). Ello motivó no sólo el cambio de ambientación
(México), sino también el cambio de identidad del fantasma original, que ahora pasa a ser el
espectro de Emiliano Zapata.
La relación entre Molly y el fantasma surge cuando ésta es contratada

como dama de compañía por la señora Cromer-Blake 12 para leerle novelas en voz

alta y así “disipar el tedio de su falta de necesidades y de una viudez temprana”

(p. 235). En una de esas sesiones el fantasma de “un hombre joven y de aspecto

rural, un mozo de cuadra o de establo” (p. 237) hace su aparición. Aunque Molly

está a punto de gritar al verlo (una reacción esperable ante un fenómeno

sobrenatural), el fantasma le hace señas tranquilizadoras de que continúe su

lectura. A partir de ese momento, y sin que Molly revele la presencia del

fantasma a su señora, éste asistirá a todas las sesiones de lectura (no se aparece

jamás en otro momento o lugar). Durante esos encuentros, Molly nunca tiene

ocasión de hablar con él, de “preguntarle quién era o había sido o por qué le

escuchaba” (pp. 237-238).

Todo continuará igual a la muerte de la señora Cromer-Blake, puesto que

Molly sigue viviendo en la casa y leyendo para el fantasma: “Convencida de que

aquel muchacho rural deseaba tener la instrucción de la que seguramente había

carecido en vida, pero también temerosa de que no fuera así y de que su

presencia hubiera estado relacionada misteriosamente con la señora tan sólo,

decidió leer en voz alta para invocarlo, y no sólo novelas, sino tratados de

historia y de ciencias naturales” (p. 239). En esas sesiones Molly sigue

intentando establecer una conversación con el fantasma, pero éste nunca

responde. Como dice significativamente el narrador, “los fantasmas no siempre

pueden o quieren hablar” (p. 239).

12
Como se recordará, Cromer-Blake es el nombre que Javier Marías da a uno de los personajes
de su novela Todas las almas (1989).
Pero un día, cuando Molly es casi una anciana, el fantasma deja de

aparecer. Y la explicación de su ausencia la encuentra en una novela de Dickens

que estaba leyendo, al fijarse que la señal que había dejado ha cambiado de lugar.

En la nueva página marcada, Molly lee lo siguiente: “Y ella envejeció y se llenó

de arrugas, y su voz cascada ya no le resulta grata” (p. 240). Si bien Molly nunca

oye la voz del fantasma, éste se expresa a través de las palabras de un libro.

Molly reacciona indignada –“como una esposa repudiada”, dice

significativamente el narrador- y le reprocha al fantasma su injusticia:

“comprendo que puedas ir en busca de otras voces, nada te ata a mí y es cierto

que nunca me has pedido nada, luego tampoco nada me debes. Pero si conoces el

agradecimiento, te pido que al menos vengas una vez a la semana a escucharme y

tengas paciencia con mi voz que ya no es hermosa y ya no te agrada, porque no

va a traerme más amores. Yo me esforzaré y seguiré leyendo lo mejor posible.

Pero ven, porque ahora que ya soy vieja soy yo quien necesita tu distracción y

presencia” (p. 241). El fantasma accede a su petición y se reúne con ella cada

miércoles: “a partir de entonces, y hasta su muerte, Molly Morgan Muir esperó

con ilusión e impaciencia la llegada del día elegido en que su impalpable amor

silencioso accedía a volver al pasado de su tiempo en el que en realidad ya no

había ningún pasado ni ningún tiempo, la llegada de cada miércoles. Y se piensa

que quizá fue eso lo que la mantuvo viva todavía durante bastantes años, es decir,

con pasado y presente y también futuro, o quizá son nostalgias” (p. 241).

Se establece, así, una relación casi conyugal, semejante a la que

encontramos en El fantasma y la señora Muir, aunque en el relato de Marías no


se dice nada acerca de si esa relación prosigue en el Más Allá, como sucede en

dicha película. Claro que el relato de Marías es mucho menos desolador que el

film de Mankiewicz, articulado en torno a una continua renuncia, porque Lucy

Muir y el fantasma del capitán Gregg saben que su relación no puede llegar a

buen puerto: ambos habitan dimensiones diferentes y Lucy no puede renunciar a

vivir en la suya, porque –como afirma Marías en su espléndido artículo “El

fantasma y la señora Muir” (1995)-13 su tiempo “es limitado y debe ser

aprovechado, porque de esa clase ya no habrá otro, y el fantasma, que conoce

ambos, lo sabe bien: el tiempo en el que hay cuerpo y hay carne, el tiempo de los

vivos, el tiempo de la realidad no vuelve” (pp. 131-132). Lo terrible de la historia

es que cuando el capitán Gregg desaparece de la vida de Lucy para que ésta

pueda llevar una vida normal (y la hace olvidar todo lo que han pasado juntos),

los años que a ésta le quedan por vivir son años de soledad y vacío. Sólo la

muerte la liberará de esa nada y permitirá que vuelva a reunirse con el fantasma

del capitán Gregg en el otro lado, libre ya de cualquier apuro. No es extraño que

Marías concluya el citado artículo con las siguientes palabras: Mankiewicz

“logró la película que en mi opinión ha llegado más lejos –junto con Los muertos

de John Huston- en algo a lo que ni el cine ni la literatura se han atrevido a

menudo: la abolición del tiempo, la visión del futuro como pasado y del pasado

como futuro, la reconciliación con los muertos y el deseo sereno e íntimo de ser

por fin uno de ellos” (pp. 139-140).

13
Publicado originalmente en el libro Écrire le cinéma, Éditions Cahiers du Cinéma, 1995, se
recogió ese mismo año en el volumen Vida del fantasma. Cito de la edición ampliada (2001).
El cuento de Marías también centra su historia en el lado terrenal de la

relación entre la mujer y el fantasma, pero en este caso la compañía del fantasma,

como dije, es la que da sentido a una vida vacía de amor humano (de ahí el título

del cuento).

Los tres relatos comentados nos ofrecen, como se ha podido comprobar,

una visión positiva del fantasma. Esa visión, sin embargo, cambia drásticamente

en los otros dos relatos en los que Marías juega con dicho motivo: “La vida y la

muerte de Marcelino Iturriaga” (1968) y “Cuando fui mortal” (1993). En estos

cuentos se produce, además, otro cambio radical respecto a los anteriores, puesto

que Marías da voz al fantasma, convirtiéndolo en el narrador de su propia

historia. De ese modo, la perspectiva se invierte y vemos al fantasma desde

dentro. Un recurso, como dije antes, muy poco habitual en la narrativa fantástica.

De “La vida y la muerte de Marcelino Iturriaga”, escrito por Marías con

catorce años, sólo me interesa destacar la terrible revelación que el protagonista

expresa una vez ha cruzado a la dimensión fantasmal: “Entonces me di cuenta de

que estaba muerto, de que detrás de la muerte no había nada, y que lo único que

me quedaba era quedarme en mi tumba para siempre, sin respirar, pero viviendo;

sin ojos, pero viendo; sin oídos, pero oyendo” (p. 20). En otras palabras, la

muerte no supone desaparecer, puesto que la conciencia permanece. Una idea

sobrecogedora.

Pero es en su relato “Cuando fui mortal” donde Marías lleva el recurso del

fantasma narrador a su mejor expresión. 14 En él, la condición fantasmal se


14
Acerca de dicho cuento véanse Fernando Valls, “Un estado de crueldad o el opio del tiempo:
los fantasmas de Javier Marías”, op. cit., y Enrique Turpin, “La sutil omniscencia del fantasma:
‘Cuando fui mortal’, de Javier Marías”, La nueva literatura hispánica, núm. 2 (1998), pp. 127-
142.
convierte en una auténtica maldición, porque, a semejanza del cuento antes

citado, la conciencia permanece: “Cuantos han especulado con la ultratumba o la

perduración de la conciencia más allá de la muerte –si eso es lo que somos,

conciencia- no han tenido en cuenta el peligro o más bien horror de recordarlo

todo, hasta lo que no sabíamos: de saberlo todo, cuanto nos atañe o nos tuvo en

medio, o tan sólo cerca” (p. 93). Eso es lo que le sucede al protagonista de esta

historia: la muerte le otorga un conocimiento absoluto de su vida, “incluyendo lo

que entonces no veía ni sabía ni oía ni estaba a mi alcance, pero me afectaba a mí

o a quienes me importaban y acaso me configuraban” (p. 86). Así, una vez

adquirida su condición fantasmal, el protagonista –hablando en términos

narratológicos- amplia su focalización respecto a su propia historia, puesto que

conoce detalles que nunca antes pudo saber. Entre ellos destacan tres hechos

fundamentales sobre los que articula la narración de su vida: el chantaje al que el

doctor Arranz sometió a su padre durante años (y donde el pago era su madre), el

adulterio de su mujer (Luisa), y, finalmente, su propio asesinato, ordenado por

ésta y su amante.15 Con ello, el personaje descubre el continuo engaño que ha

bañado toda su existencia, la verdad sobre su vida.16

15
En Corazón tan blanco, la mujer del protagonista también se llama Luisa y hay una curiosa
semejanza entre el apellido de su padre, Ranz, y el del doctor Arranz del cuento. Como ha
señalado Fernando Valls (op. cit., p. 364), el protagonista de dicha novela “no quiere saber, pero
al casarse –el matrimonio aparece en la novela como una institución para contarse cosas entre
los cónyuges- empieza a querer saber y Luisa, su esposa, tirará de la lengua a Ranz, su suegro.
Para Juan, el conocer lo ajeno es una salida para no saber lo propio, lo que durante su ausencia
hace su mujer. Así, esa idea de alguien que no ha querido saber pero que ha sabido, que repite el
narrador y protagonista, se convierte en uno de los leit motive de la obra”.
16
No hay duda de que este cuento, más allá de su dimensión fantástica, sirve también a Marías
para reflexionar sobre uno de sus temas preferidos: la posibilidad de contar una vida, de contar
la verdad de una vida. Basta recordar lo que él mismo dice de dos de sus novelas: “al escribir
ese libro [El monarca del tiempo] comprendí o creí comprender que si mis dos primeras novelas
habían tratado de algo, más allá de las parodias, los homenajes, las peripecias y la ejercitación,
había sido igualmente el tema de la verdad. No se alarmen, por favor: no de la Verdad con
mayúscula, sino de la verdad cotidiana, de la verdad que incluso podríamos llamar política o
Pero ahí no termina el tormento del fantasma, puesto que la revelación de

esa verdad (de ese engaño) va unida a algo todavía peor: el recuerdo incesante de

todos los detalles de su vida. Un “estado de crueldad”, como él mismo lo califica,

donde no es posible olvidar nada. Por eso la vida es siempre evocada por el

fantasma con nostalgia, calificada de “piadosa”, porque en ella “casi todo se

olvida” (p. 96). Como advierte Fernando Valls, “para el mortal el tiempo actúa

como un lenitivo que mitiga el dolor porque trae el olvido” (op. cit., p. 364).17

En conclusión, en este cuento la condición fantasmal es una maldición,

puro sufrimiento, a diferencia de los cuentos antes comentados, donde los

protagonistas, como vimos, quieren alcanzar dicha condición, o bien donde la

compañía del fantasma es algo que da sentido a la vida. El protagonista de

“Cuando fui mortal” está condenado a una eternidad en la que no se puede

escapar jamás –como el Funes borgesiano- del recuerdo incesante y completo de

lo vivido. En la muerte no hay descanso. En cierto modo, lo que anhela el

narrador de este cuento es lo mismo que plantea Oscar Wilde en su relato “El

fantasma de Canterville”: dicho fantasma, condenado, por una maldición, a un

eterno vagar imposibilitado de todo descanso, expresa (y finalmente consigue) su

deseo de escapar a la condición de fantasma, de morir de verdad, porque morir,

social, de lo verdadero, de la posibilidad de averiguar hechos y la imposibilidad de saber cosas a


ciencia cierta” (“Desde una novela no necesariamente castiza”, en Literatura y fantasma, p. 65);
“En mi última novela, Corazón tan blanco, he logrado averiguar (pero sólo tras terminarla) que
trataba del secreto y de su posible conveniencia, de la persuasión y la instigación, del
matrimonio, de la responsabilidad de estar enterado, de la imposibilidad de saber y la
imposibilidad de ignorar, de la sospecha, del hablar y el callar” (“Errar con brújula”, en
Literatura y fantasma, p. 109).
17
No es extraño que Marías afirme, en relación a El fantasma y la señora Muir, que cuando el
capitán Gregg borra de la memoria de Lucy su recuerdo le hace “un regalo extraordinario, el
más delicado: eximirnos de recordar” (“El fantasma y la señora Muir”, en Vida del fantasma, p.
137).
en el relato de Wilde, significa olvidar, desaparecer, ser nada: “No tener ayer ni

mañana. Olvidarse del tiempo y de la vida; morar en paz”.18

Sometido a su eterno tormento, uno de los pocos consuelos –quizás el

único- que le queda al protagonista de “Cuando fui mortal” es imaginar a su

mujer sometida al mismo trance: “Ahora Luisa recordará y sabrá cuanto no supo

en vida ni tampoco en mi muerte” (pp. 100-101). Es decir, ella también accederá

al conocimiento total y al dolor. Claro que si el protagonista da por sentado que

su mujer alcanzará la condición fantasmal sin postular posibles causas o

justificaciones para ese proceso, podría pensarse que eso es lo que nos espera a

todos. Lo que hace a la muerte todavía más terrible.

Como dije antes, en “Cuando fui mortal” Marías rompe uno de los tópicos

del cuento fantástico al otorgar voz al fantasma. Y esto es así porque el fantasma,

considerado como lo “otro”, lo no humano, no suele estar dotado de voz. Por una

razón muy sencilla: como advierte Rosalba Campra, “el otro, tanto histórica

como ficcionalmente, resulta afásico para los que lo juzgan a partir de la propia

realidad”.19 El fantasma es algo que está más allá de lo real, representa –como

criatura fantástica- la otredad absoluta. Darle voz supone, por el contrario,

acercarlo al lector, humanizarlo, atenuar esa “otredad”. Algo que podemos

encontrar en bastantes relatos, pero en ellos lo habitual es que el fantasma se

exprese a través de una voz humana: “la del protagonista –víctima de esos

indeseables encuentros con las criaturas del otro lado- o la de un narrador externo
18
Oscar Wilde, El fantasma de Canterville y otros cuentos, Madrid, Alianza, 19846, p. 34.
19
Rosalba Campra, “Los silencios del texto en la literatura fantástica”, en E. Morillas Ventura
(ed.), El relato fantástico en España e Hispanoamérica, Madrid, Sociedad Estatal Quinto
Centenario-Editorial Siruela, 1991, p. 59. Véase asimismo Gerard Stein, “Dracula ou la
circulation du ‘sans’” (Littérature, 8, diciembre de 1972), donde pone de relieve la falta de
discurso del vampiro sobre sí mismo.
y neutro, pero que de todos modos se coloca en un espacio homogéneo al de la

humanidad, espacio metafórico al que pertenece también el lector”. 20

Javier Marías va mucho más lejos en este relato, puesto que no sólo nos

permite oír la voz del fantasma, sino que deja que sea éste quien cuente su propia

historia, lo que todavía lo humaniza más. Y esto es así porque a Marías no le

interesa la visión tópica del fantasma como ser malévolo o aborrecible. Su idea es

muy diferente, y aparece plasmada en esa identificación antes planteada entre

fantasma y escritor: se trata de un ser que no acaba de separarse del mundo real,

que sigue preocupado por lo que allí ocurre. Eso justifica la evocación nostálgica

de su vida anterior, algo que también podemos encontrar en otros (pocos) cuentos

narrados por fantasmas, como, por ejemplo, “El espectro” (1921) y “Más allá”

(1925), de Horacio Quiroga,21 “El fantasma” (1946), de Enrique Anderson

Imbert, o “The Portobello Road” (1960), de Muriel Spark. En todos ellos, como

en el cuento de Marías, la transformación fantasmal no implica una ruptura

definitiva con lo humano. Podrían citarse asimismo dos películas que utilizan ese

mismo recurso, aunque en este caso no sea uno de los elementos fundamentales

de la trama: El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), de Billy

Wilder, o American Beauty (1999), de Sam Mendes.

Asimismo, también coinciden los relatos citados en alejarse de los tópicos

de la ghost story, trasladando la atención del lector a la reconstrucción

autobiográfica de la vida pasada del fantasma, y dejando, de ese modo, en un

20
Campra, op. cit., p. 57.
21
Resulta cuando menos curioso que Javier Marías no llame la atención sobre esa coincidencia
con Quiroga en su artículo “Pasada vida o muerte” (1995, recogido en Literatura y fantasma,
edición ampliada), donde lleva a cabo una interesante reflexión sobre la vida y la obra del
escritor uruguayo.
segundo plano el choque transgresor que siempre supone la presencia de la

criatura fantástica. El fantasma, además, mediante su discurso, nos hace

cómplices de sus pesares, de su añoranza de su estado anterior, una vez exiliado

del mundo de los vivos. Son todos ellos, aunque cada uno a su modo, fantasmas

aquejados de una dolorosa nostalgia. Y eso los humaniza, reduce, como antes

dije, su otredad.

Claro que eso no implica que el lector asuma la situación planteada en el

relato como algo normal (es decir, no fantástico), puesto que es evidente que la

comunicación con el fantasma entra de lleno en el terreno de lo imposible. Es una

voz que viene del otro lado, de una dimensión más allá de lo real. Y su sola

presencia –el que nosotros podamos oírla- altera los códigos que hemos diseñado

para pensar y comprender la realidad. En estos textos, lo fantástico surge de la

propia emisión del relato, que, al mismo tiempo, convierte también la lectura en

un acto fantástico. Aunque, como advierte Rosalba Campra (op. cit., p. 79), si el

fantasma da por sentado que su destinatario aceptará la historia que éste narra,

¿no nos lleva eso a postular también una audiencia de fantasmas?

Como la isla de Redonda, presente y ausente en los mapas, espacio real y

reino imaginario, el fantasma es un ser que convive de forma simultánea en dos

mundos sin pertenecer estrictamente a ninguno de ellos. Y en su vagar

intemporal, no duda, de ahí su evidente nostalgia de lo humano, en inmiscuirse

en los asuntos terrenales. Eso lo convierte en un recurso ideal en los textos de

Javier Marías, no sólo para jugar con la ghost story -para reinventarla-, sino
también para desarrollar una reflexión sobre algunos de sus temas predilectos: el

tiempo y el espacio, el amor y el adulterio, el conocimiento y el olvido, la

posibilidad de contar una vida... Pero eso, claro, es ya otra historia.

DAVID ROAS

Universidad Autónoma de Barcelona

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