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La innovación se ha estancado y la academia es responsable

La innovación en el mundo se ha estancado. Desde mediados del siglo XX, la tasa de


crecimiento de la tecnología ha permanecido constante alrededor del 2% anual pese a que
los recursos usados en investigación son cerca de 20 veces mayores a los que eran en ese
momento. Es difícil sobredimensionar cuán grave es esto ya que el progreso tecnológico es
el gran motor del crecimiento económico. Si este se agota, el crecimiento económico
también lo hará.
Existen varias razones por las cuales la innovación parece estarse agotando. Hoy quisiera
hablarles de una que conozco de primera mano: la decadencia de la academia como
generadora de conocimiento relevante. Para ser más puntual, tenemos evidencia de que la
academia cada vez genera investigación menos disruptiva. Y esto, en mi opinión, es
producto de un deterioro progresivo en los principios y prácticas dentro de ella.
El primer elemento que está fallando en la academia es su aislamiento de la realidad. La
mayoría de las organizaciones en el mundo sobreviven porque responden a las necesidades
de fragmentos amplios de la sociedad. Los equipos de fútbol que no tienen una gran
fanaticada tienden a desaparecer, al igual que las empresas que no tienen clientes o los
gobiernos que no consiguen electores. Esto los lleva a ofrecer cosas que son ampliamente
solicitadas por la sociedad. La academia, por el contrario, responde a las demandas de ella
misma.
Por supuesto que las universidades también dependen de la aceptación del mercado para
sobrevivir. En ese sentido, sí responden a una necesidad amplia de la sociedad. Sin
embargo, esta necesidad es la de enseñanza. Cuando se trata del rol investigativo de la
academia, el cual domina el prestigio dentro del gremio, el único mercado que importa es
aquel compuesto por académicos mismos. Así, un académico no es exitoso si sus
estudiantes dicen que es un gran maestro. Un académico es exitoso si sus pares lo
consideran así, no importa que nadie fuera de la academia piense algo equivalente. Y quizá
sobre decirlo, pero, con frecuencia, las personas e ideas que valoramos los académicos
tienen poco que ver con el valor social que generan.
El segundo elemento que anda mal en la academia es su tribalización. Cuando digo que
nuestros pares son quienes juzgan nuestro éxito, realmente estoy hablando de un puñado de
personas. En la medida en la que la especialización del conocimiento se ha profundizado, la
academia se ha fragmentado en comunidades cada vez más angostas, en tribus que, por
cierto, suelen hablar bastante poco entre ellas.
He visto sus investigaciones presentarse en eventos, somos amigos en redes sociales, y
vamos a comer cada vez que podemos. El punto es que pertenecer a esta tribu no es ni
aleatorio Esto no solo hace que respondamos a las necesidades de una población poco
representativa del resto de la sociedad, sino que llena de incentivos sociales (y no
científicos) el proceso de aceptación de lo que, eventualmente, llamamos ideas válidas. Por
ejemplo, aunque el anonimato se supone esencial en el proceso de evaluación de pares en
revistas académicas, yo suelo saber quiénes son los autores de la mayoría de los artículos
que aquellas me solicitan evaluar. Lo sé porque somos un grupo pequeño de expertos en el
tema y todos nos conocemos personalmente., ni producto exclusivo de la calidad objetiva
de las ideas generadas por sus miembros. Es producto de un proceso de socialización donde
suelen primar códigos de prestigio y oportunidades de interacción asociadas al origen social
de las personas, como los lugares donde estudiaron. En medio de estos filtros de
pertenencia a la tribu, muchas de las ideas disruptivas son abandonadas.
Finalmente, la academia mantiene una escala de valores donde el prestigio es,
fundamentalmente, individual. Esto, a pesar de que la investigación moderna cada vez se
hace en equipos más grandes. Por ejemplo, los premios Nobel suelen exaltar la
contribución de investigadores puntuales y no la de sus equipos. Y no existe nada de malo
en celebrar líderes, si estos son reconocidos como tal, como personas que canalizan los
esfuerzos de grandes grupos, y no como genios solitarios. El culto al genio solitario es una
de las cosas que ha dificultado la reorganización de la academia en equipos de trabajo con
mayor conexión entre disciplinas, reforzando aquella problemática tribalización.
En vez de funcionar como empresas donde los equipos se especializan en procesos o
técnicas que buscan, conjuntamente, generar un producto de la mayor calidad, la academia
está estructurada a lo largo de departamentos especializados por tradiciones intelectuales,
en los que los profesores tienen mucho poder y manejan agendas independientes donde se
cocina desde cero la mayoría de su investigación. Así, yo que soy un economista en un
departamento de ciencia política veo todos los días cómo muchos de mis colegas en
economía y ciencia política están reinventando la rueda que ya se creó en el edificio del
frente décadas atrás.
En conjunto, la profundización de estos tres elementos ha ido transformando a la academia
en un universo que premia la banalidad de complacer a un grupillo de personas muy
parecidas entre sí y muy desconectadas de los problemas reales de la sociedad. Esto debe
cambiar y debe empezar por los académicos mismos, por aquellos que estamos dentro del
sistema. Debemos reevaluar nuestros principios y centrarlos alrededor de generar más valor
para la sociedad. Debemos empezar a apreciar más actividades con alto valor social que no
generan citas, como la publicación de códigos o bases de datos. Debemos prestar más
atención a la enseñanza. Debemos participar más activamente en proyectos
interdisciplinarios. Debemos volvernos mejores difusores de nuestras ideas, enfatizando en
la importancia de llegar a audiencias amplias. Debemos hacer lo que se supone es nuestra
misión: generar más y mejor conocimiento para la sociedad.

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