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La huella de Vitalie Rimbaud

La huella de Vitalie Rimbaud.

Introducción

En un breve prólogo escrito por el poeta español Gabriel Celaya para su traducción de
Una temporada en el infierno, aparecen en secuencia diversos rostros literarios que han
sido endosados a Arthur Rimbaud: “…hay que andarse con cuidado para no perderse
entre mil espejos deformantes. Tenemos al Rimbaud de los surrealistas… para Rolland
de Rennéville, mago y ocultista… Rimbaud anarquizante que simpatiza con la
Commune... «Místico en estado salvaje», según el católico Claudel. Y al Rimbaud amigo
de Verlaine, sucio, borracho y homosexual. Y al colegial, «Primero de clase»”.

Frente a estos rostros, en apariencia diversos, este breve trabajo pretende arrojar luces
acerca de un elemento común y definitorio de la poética de Rimbaud: la influencia que
ejerció sobre su obra su relación con Vitalie Rimbaud, su madre.

Los primeros años

Pensemos en el joven Rimbaud, deambulando por los bosques de las Ardenas en la


segunda mitad del siglo XIX. Llegar a Charleville al final del verano es hermoso. Nos
encontramos con el denso verdor de sus bosques, las aguas tranquilas del río Mosa que
atraviesa el norte de Francia y continúa hasta los Países Bajos, con la sensación, por
momentos, de que estamos en cualquier paraje tupido del trópico. En 1862, Jean Arthur,
de 7 años y su hermano mayor Frédéric entran en el Instituto Rossat. Aunque no es objeto
de este trabajo ahondar en las lecturas e influencias directas que recibió Rimbaud en su
formación literaria en Charleville, vale puntualizar al menos dos elementos relevantes: lo
primero es que el pequeño Rimbaud comienza a destacarse en el instituto como uno de
los estudiantes más brillantes, escribiendo obras que fueron ensalzadas por sus maestros
y merecedoras de premios y distinciones. Muchas de estas obras tempranas tuvieron un
profundo tinte religioso, como una oda que escribió en 1868, en ocasión de la primera
comunión del Príncipe Imperial de Francia. En esos tiempos, Arthur Rimbaud era un niño
creyente y practicante. Lo segundo es que, un poco más adelante, en la voz de Rimbaud
comienzan a fluir, en sus primeros poemas formales, fogosos y crueles vapores que
merodean su cuerpo lacerado y su entorno, pero proclamando al yo desde el mundo
interior; es más bien ese viaje íntimo del simbolismo que recrea la naturaleza desde el
ángulo personalísimo del ser y la vivencia, cuando Rimbaud crea su propio sol y sus
propios árboles. Esto se comienza a apreciar en Ofelia: “¡Oh pálida Ofelia! ¡Bella como
la nieve!/¡Sí, tú moriste, niña, arrastrada por un río!” Casi una descripción textual de la
tragedia. Pero también dice: “Los nenúfares heridos suspiran a su alrededor;/ ella
despierta a veces, en un aliso que duerme…/-un canto misterioso cae de los astros de
oro,” Es entonces cuando, tentado el lector a caer en el sopor romántico, el joven poeta
agrega: “Fue que un soplo, retorciendo tu gran cabellera,/llevó a tu espíritu extraños
ruidos/…tus grandes visiones ahogaron tu palabra/-¡y el terrible infinito asustó a tu
mirada azul!/” Aflora con todo su fulgor el simbolismo, que recrea la naturaleza a imagen
y semejanza de los dolores más agudos del ser.

Acerca de Vitalie Rimbaud

Marie-Catherine-Félicité-Vitalie Cuif, la futura señora Rimbaud, tenía en intensidad y


determinación lo que le faltaba de belleza y juventud. Según Enid Starkie, biógrafa de
Rimbaud, “quizás fue ella quien decidió que el capitán sería su esposo”. Cuando habla
del capitán, se refiere al padre de Rimbaud, Frédéric, “un hombre sentimental y solitario”.
Varios elementos se juntaron para encaminar esa relación: una buena dote de la familia
Cuif, el interés del Sr. Cuif, terrateniente, para que su hija se desposara con un militar
culto y de carrera relativamente destacada, y un ambiente pueblerino que rodeaba la
hermosa Place Ducale de Charleville.

Enrevesados acontecimientos se suceden rápidamente en la familia: la dote se desvanece


por las acciones descuidadas de los hermanos Cuif. Vitalie Rimbaud, mujer orgullosa y
exigente, se ve comprometida en lo económico, mientras que su marido solo aparece
como un cometa, huyendo de una mujer que, ya a esas alturas, mostraba su carácter
endemoniado. “Carecía por completo de sentido del humor”, puntualiza Enid Starkie.
Finalmente, después de duras peleas que hicieron insoportable la vida matrimonial, el
capitán Rimbaud abandona la familia. Jean Arthur, de seis años, se queda solo con una
madre amargada, estricta y poco cariñosa que, no hay que ocultarlo, luchó como pudo por
sacar adelante a sus hijos.

Pero Vitalie no era una persona normal. Cuidó a sus hijos de manera tan estricta que el
pueblo, los profesores y los compañeros de clase consideraban a los cuatro niños
Rimbaud, unos seres raros, beatos y sumisos. Incluso recurrió a la agresión física. Yves
Bonnefoy, en su ensayo Rimbaud por sí mismo, nos dice: “Sin duda, ella estuvo apegada
al niñito (Arthur)… Pero pronto Madame Rimbaud detestó que su hijo se volviera el
´hombrecito´ y él también le fuese robado por el espíritu y el mundo masculinos”, y
agrega algo lapidario: “Pero el ser negado como hombre lo obligó llegar a serlo frente a
ella, dispuesto a amar, dispuesto a reemplazar al padre y, pronto desencantado por una
frialdad sin tregua”. Rimbaud escapó de su hogar dos veces, en claro signo de rebelión y
búsqueda de la libertad.

La lectura de la poesía de Rimbaud está impregnada de pasión; pero si hurgamos más, lo


que está embadurnando sus versos es ira, y por qué no, una ración intacta de inmundicia.
Fulgurante, atronadora y exultante inmundicia. Georges Izambard, maestro de retórica
que quiso y admiró sinceramente a Rimbaud, dijo que “cada nuevo enfrentamiento con
su madre traía una nueva floración de imágenes escatológicas en sus poemas”.

La lanza inexorable

La dolorosa madre atraviesa, con dureza de lanza, la literatura rimbaudiana. Son varios
los ensayistas y escritores que señalan esta circunstancia.

A sus quince años, en su primer poema publicado, Los aguinaldos de los huérfanos, la
madre tiene un papel preponderante. Pero en ausencia. Los niños sufren por una madre
que suponemos muerta. “¿No existe una madre para estos niñitos,/una madre de fresca
sonrisa, de miradas triunfantes?”, dice el poema. Vitalie amaba a su hijo profundamente.
Arthur se destaca en el instituto, pero no es premiado, más bien es presionado y hostigado
duramente. Arthur siempre se aproxima al amor sin esperanzas. Suprimamos entonces las
interrogaciones del poema, para descubrir el secreto: No existe una madre para estos
niñitos, una madre de fresca sonrisa, de miradas triunfantes.

Poco menos de un año más tarde, en los versos del joven poeta comienza a correr sangre
y agua oscura. Pero también la reflexión de quien ya hizo introspección de sus dolores.
En Los poetas de siete años, dice: “Y la madre, cerrando el libro del deber,/se iba
satisfecha y muy altiva, sin ver/en los ojos azules y bajo la frente llena de prominencias,/el
alma de su niño entregada a las repugnancias”. El niño que escribe, en alguna forma ya
no lo es. Se trata de un poeta-narrador que, evocando su tristeza, delata su verdad. “Todo
el día sudaba inteligencia;/…a pesar de los negros tics, de algunos rasgos/que parecían
probar en él acres hipocresías”. Hasta aquí la confesión de su pose tranquila, frente a la
madre dura y sobreprotectora. Luego, la confesión del sufrimiento: “En el verano…/…se
obstinaba/ en encerrarse en la frescura de las letrinas;/…En el invierno, purificado por los
olores del día,/se enlunaba, en la casa, en el huertecito,/tendido al pie de un muro,
sepultado en la marga,/anonadado de visiones su ojo aturdido”. Hasta las letrinas eran
frescas cuando se trata del ocultamiento. Además, en esa actitud de santo mendigo,
tenemos al niño tendido y sepultado en la marga, que no es más que la tierra más árida
posible, aquella que no da lugar a ningún renacimiento vegetal.

Encontramos en Noche del infierno, otro ángulo del dolor, esta vez con la des-iluminación
del alma, que pareciera regodearse en su perdición. “Me creo en el infierno, luego estoy
en él. Es la realización del catecismo. Soy esclavo de mi bautismo. Padres, habéis hecho
mi desgracia y habéis hecho la vuestra. ¡Pobre inocente! –El infierno no puede atacar a
los paganos”. En medio de sus contradicciones, Rimbaud busca deslastrarse, en tres o
cuatro líneas, del peso de las leyes de la religión revelada. La fe es esclavitud y
condenación. Odia la imposición de los “padres”. Pero es solo la madre, seguramente. La
madre que lo crio íngrima desde los seis años, velando por una recta formación de espíritu
y de carácter. Al final, el poeta vidente no logra escapar; “Dios mío, piedad, escóndeme,
no puedo sostenerme. –Estoy escondido y no lo estoy./Es el fuego que vuelve a alzarse
con su condenado”.

Finalmente vale la pena leer el poema El Herrero, texto de carácter épico que, en opinión
de Carlos Barbáchano, pudiera estar inspirado en un dibujo de la Revolución Francesa de
Thiers en el que aparece Luis XVI investido con el republicano gorro rojo por un
carnicero que tal vez Rimbaud sustituye por un herrero. En este discurso, el herrero
representa al pueblo indignado que se dirige al rey vencido. Las reivindicaciones y
derechos de los ciudadanos se presentan en el monólogo con una agudeza extraordinaria.
Y en medio de este poema, que llama a la reflexión social, encontramos en una de las
últimas estrofas a la mujer, como conductora del orden y la obediencia: “…trabajando
bajo la augusta sonrisa de una mujer a la que se ame con un noble amor… trabajaríamos
dignamente durante todo el día,/escuchando el deber como un clarín que
suena…/Tendríamos un fusil encima del hogar”. Es el fusil de Vitalie Rimbaud, que
seguirá activo hasta 1907, cuando es enterrada al lado de su amado Arthur.

BIBLIOGRAFÍA
- Arthur Rimbaud. Poesía (1869-1871). Edición Bilingüe. Alianza Editorial, Madrid, 2010.
- Arthur Rimbaud. Rimbaud. Obra Escogida. Teorema S.A., Barcelona, 1982.
- Jean Arthur Rimbaud. Una temporada en el infierno. Visor de Poesía, Madrid, 1985.
- Arthur Rimbaud. Iluminaciones. Poesía Hiperión, Madrid, 2008.
- Enid Starkie. Arthur Rimbaud. Una Biografía. Siruela, Madrid, 2007.
- Yves Bonnefoy. Rimbaud por sí mismo. Ensayo. Monte Ávila Editores, 1975.

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