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1 Los Tres Dialogos y El Relato Del Anticristo (149) - Vladimir Soloviev
1 Los Tres Dialogos y El Relato Del Anticristo (149) - Vladimir Soloviev
ISBN: 84-931097-1-1
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c. Comte dUrgell 141 - 08036 Barcelona, Telf. 933 23 74 17
Vladimir Soloviev
T E X T O S C L Á S I C O S
INDICE
PRIMER DIÁLOGO...........................................27
Vladimir Soloviev
1 Este prefacio fue publicado en su forma original en el periódico Rossije con el título:
D el verdadero bien.
2 Un primer acercamiento a esta cuestión se encuentra en los tres capítulos iniciales de
mi Filosofía teórica. (N. del A.)
ma que ya de por sí demuestra que aquí no se deben buscar ni
investigaciones científico-filosóficas ni una predicación religio
sa. El objetivo que me he propuesto es apologético y polémico:
he querido, en el límite de mis fuerzas, exponer los aspectos
vitales de la verdad cristiana ligados al problema del mal y so
bre los que, sobre todo en los últimos tiempos, existe una gran
confusión.
Hace muchos años leí que había nacido una nueva religión en
alguna de nuestras regiones orientales. Esta religión consistía
en el hecho de que sus adeptos -llamados «creyentes en el agu
jero» (vertidyrki) o «adoradores del agujero» (dyromoljai)- prac
ticaban en un ángulo oscuro de la pared de la izba3 un agujero
de tamaño mediano sobre el que aplicaban los labios, repitien
do con insistencia: «¡casa mía, agujero mío, sálvame!». Creo
que nunca antes el objeto de la veneración humana había al
canzado un nivel tan extremo de simplificación. Pero si la divi
nización de una común izba y de una simple fisura abierta en la
pared por manos humanas constituye un evidente error, hay
que decir, no obstante, que se trata de un error de alguna forma
verdadero: esos hombres, de hecho, habían perdido gravemente
la luz de la razón, pero no inducían a error, ya que llamaban a
la izba por su nombre y la fisura que practicaban en una de sus
paredes la llamaban, correctamente, agujero.
La religión de los «adoradores del agujero» ha experimentado,
no obstante, una rápida «evolución» y una profunda «transfor
mación». En su nuevo aspecto conserva la pasada debilidad de
pensamiento religioso y la estrechez de intereses filosóficos, pero
ha perdido su primitiva veracidad: la izba recibe ahora el nom
bre de «reino de Dios sobre la Tierra», el agujero ha empezado a
ser llamado «nuevo evangelio». Lo peor es que la sustancial
diferencia entre este falso evangelio y el auténtico -la misma
que existe entre una obertura practicada en una viga y un tron
co vivo e íntegro- ha sido ocultada, por todos los medios, por
parte de los nuevos evangelistas.
No quiero con esto afirmar que existe una relación directa, his
tórica y «genética», entre la secta de los «adoradores del aguje-
3 Casa tradicional rusa en el medio rural.
ro» y la predicación del falso reino de Dios y del falso evange
lio. Por otra parte, esto no tiene importancia para lo que consti
tuye mi modesto propósito: mostrar de manera evidente la iden
tidad sustancial de las dos «doctrinas», a excepción de la dife
rencia moral que ya he señalado. Una negatividad que consiste
en la completa negatividad e inconsistencia de ambas «con
cepciones del mundo». Entre estos sectarios los «intelectuales»
no se llaman a sí mismos «adoradores del agujero» sino cristia
nos, y llaman «evangelio» a su predicación4. Sin embargo el
cristianismo sin Cristo ni Evangelio (esto es, sin la buena nue
va), sin el único bien que merece ser anunciado -en particular,
sin la real resurrección ni la plenitud de la vida eterna- no es,
en definitiva, más que un vacío, exactamente como un agujero
en la pared de una izbá campesina. Acerca de todo esto se po
dría guardar silencio si sobre este agujero racionalista no fuera
enarbolado un falso estandarte cristiano que ha seducido y ex
traviado a una multitud de «pequeños». Cuando uno se en
cuentra ante personas que piensan o afirman que Cristo ha sido
superado, o bien que es un mito elaborado por el apóstol Pablo,
pero al mismo tiempo continúan definiéndose, tenazmente,
como «auténticos cristianos» y recubren con palabras evangé
licas manipuladas ad hoc la predicación de su propio espacio
vacío, no se puede mostrar indiferencia o sumisión: frente a la
contaminación de la atmósfera moral por medio de una menti
ra sistemática la conciencia social tiene el deber de exigir en
alta voz que el mal sea llamado por su verdadero nombre. El
verdadero fin de nuestra polémica no es pues confutar una falsa
religión, sino revelar un auténtico engaño.
Un engaño del todo injustificable. En lo que se refiere los obs
táculos externos que impiden una total sinceridad sobre estos
temas, no es posible comparar mi situación (tres obras prohibi
das por la censura eclesiástica) con la de quien ha publicado en
el extranjero una gran cantidad de libros, folletos y opúsculos.
El mantenimiento en nuestro país de limitaciones de la liber
tad religiosa constituye una de mis mayores penas, ya que veo
4 Soloviev se refiere, aquí y en adelante, muy especialmente a la predicación religiosa
deTolstoi.
y comprendo que todas estas restricciones externas son dañi
nas no sólo para quien es víctima, sino sobre todo para la vida
del cristianismo en Rusia y, en consecuencia, para el pueblo
ruso y, en última instancia, para el propio gobierno ruso.
Sin embargo, ninguna condición externa puede impedir a una
persona de buena fe exponer hasta el fondo sus convicciones.
Si esto no es posible en la patria, lo hará en el extranjero, ¿y
quién más que los propagandistas del falso evangelio se sirven
de esta posibilidad en lo que refiere a la religión? No obstante,
para resolver el importante y fundamental problema de cómo
abstenerse de la insinceridad y de la mentira, no es necesario
irse al extranjero. En realidad, ningún censor ruso pretende que
sean declaradas convicciones de las que se carece, que se finja
creer en cosas en las que no se cree, que se ame o se respete lo
que en realidad se desprecia y se odia. Para comportarse en
conciencia frente a un conocido Personaje histórico y su obra, a
los predicadores del vacío se les exige en Rusia una sola cosa:
guardar silencio sobre Él, ignorarlo. En cambio, por alguna ex
traña razón, en este caso estas personas no quieren utilizar ni
la posibilidad de callar en la patria ni la de hablar libremente
en el extranjero. Tanto aquí como allá prefieren asociarse exte-
riormente al Evangelio de Cristo y no quieren -ni directamente,
con una palabra decidida ni indirectamente, con un silencio elo
cuente- mostrar de forma verdadera cuál es su posición efectiva
frente al fundador del cristianismo. Y eso que Él es para ellos
completamente extraño, no necesario, incluso dañino.
Desde este punto de vista lo que predican resulta per se com
prensible, esperable y salvífico para todo hombre. Su «verdad»
se rige por sí misma y si cualquier célebre Personaje histórico
concuerda con ella, mejor para Él, pero esto no le confiere a sus
ojos ninguna autoridad superior, sobre todo cuando ese mis
mo Personaje dice y hace tantas cosas que para ellos no son
más que «lisonjas» y «absurdos».
Y si a causa de la debilidad humana estas personas sienten la
ineludible necesidad de fundar sus convicciones no sólo sobre
su propia «razón», sino también sobre algún personaje históri
co, ¿por qué no busca otro que se adapte mejor a sus creencias?
Además, existe y está disponible ya desde hace mucho tiempo
el fundador de una religión ampliamente difundida como es la
budista. Ha predicado realmente lo que estas personas consi
deran como necesario: la no resistencia, la impasibilidad, la in
acción, etc. Y ha sido también capaz de hacer que su religión
haya hecho una «brillante carrera»5 sin ningún martirio. Los li
bros sagrados del budismo anunciaban verdaderamente el va
cío y para hacerlo concordar plenamente con la nueva predica
ción sólo se necesitaría la simplificación de algunos detalles.
Por el contrario, la Sagrada Escritura de los judíos y los cristia
nos está completa e integralmente penetrada de un contenido
espiritual positivo que rechaza tanto el antiguo como el nuevo
vacío. Para unir esta predicación a los dichos de los evangelis
tas y de los profetas hay que lacerar con todo tipo de falseda
des el vínculo que une tales dichos con el libro completo y su
contexto inmediato, mientras que los sutras suministran abun
dantemente doctrinas y leyendas conformes a la nueva predi
cación y no hay absolutamente nada en el espíritu y en la sus
tancia de estos libros que se le oponga. Sustituyendo en su doc
trina al «rabino de Galilea» por el asceta de estirpe sakya, los
falsos cristianos de los que estamos hablando no perderían ab
solutamente nada y ganarían algo que, al menos en mi opi
nión, es extremadamente importante: la posibilidad de ser, in
cluso en el error, de buena fe y relativamente coherentes. Pero
no quieren ni oír hablar de ello...
La inconsistencia doctrinal de la nueva «religión» y sus contra
dicciones lógicas son demasiado evidentes, y respecto a ellas
no he necesitado hacer nada más que exponer (en el tercer diá
logo) una breve pero completa lista de sus afirmaciones que se
anulan las unas a las otras de manera del todo evidente y que
sólo pueden atraer a personas incorregibles como mi Príncipe.
Sin embargo, si consiguiera abrir los ojos de alguien que esté
en el otro lado de la cuestión y revelara a un alma engañada
pero aún viva toda la falsedad moral de dicha doctrina com
plejamente mortífera, el objetivo polémico de este pequeño li-
7 Metropolita de la Iglesia Rusa entre 1354 y 1378, san Alexis consiguió aplacar la ira
del khan tártaro Berdibek, evitando que devastase el país.
8 El Orda (de Oro) era el estado fundado por los tártaros, con capital en Saraj, en el
curso inferior del Volga, que durante más de dos siglos (XIII-X V ) dominó la tierra
rusa.
9 San Sergio de Radonez, figura cimera de la espiritualidad rusa.
10 Dimitri Donskoj, príncipe de Moscú, derrotó a los tártaros en la célebre batalla de
Kulikovo (1380), sin conseguir expulsar definitivamente el poder tártaro de Rusia
pero demostrando, por primera vez, su vulnerabilidad.
bro se habría alcanzado. Por otra parte estoy firmemente con
vencido de que si una obra de enmascaramiento de la falsedad
es realmente llevada hasta el final, aunque en un primer mo
mento no ejerza un influjo positivo sobre ninguno, constituye,
no obstante -más allá del cumplimiento subjetivo de un deber
moral por parte de quien habla-, una especie de medida sanita
ria que purifica el espíritu de toda la sociedad, tanto en el pre
sente como en el futuro.
La polémica de estos diálogos está ligada, en cualquier caso, al
fin positivo de presentar la cuestión de la lucha contra el mal y
del sentido de la Historia desde tres puntos de vista diferentes:
el primero, de carácter religioso-consuetudinario y pertenecien
te al pasado, aparece sobre todo en el primer diálogo, a través
de las palabras del General-, el segundo, que podríamos definir
como cultural-progresista y bastante fuerte en nuestro tiempo,
está expuesto y defendido por el Político principalmente en el
segundo diálogo; el tercer punto de vista, incondicionalmente
religioso y dirigido al futuro, debe todavía manifestar su signi
ficado decisivo y está expuesto en el tercer diálogo en las consi
deraciones del señor Z. y en el relato del padre Pansofij. Aun
que mi punto de vista es seguramente este último, reconozco
también en los dos primeros una verdad relativa y puedo pues
referir con idéntica imparcialidad las afirmaciones y reflexio
nes contrapuestas del Político y del General. La verdad superior
e incondicionada no excluye ni rechaza las condiciones preli
minares dé la propia manifestación, sino que las justifica, dán
doles significado y dignidad. Si desde un cierto punto de vista
la Historia universal es el juicio universal de Dios -Die Weltges-
chichte ist das Weltgericht6- este juicio debe ser entendido como
un largo y complejo proceso de conflicto entre las fuerzas his
tóricas del bien y las del mal. La solución definitiva de dicho
conflicto presupone necesariamente una viva lucha por la su
pervivencia entre estas fuerzas, y aún más, su desarrollo inte
rior y en consecuencia pacífico en un ambiente cultural común.
Es por esta razón por lo que ante la luz de la verdad suprema
tiene razón tanto el General como el Político y por lo que he
intentado, con absoluta sinceridad, ponerme de parte de am
bos. Solamente es completamente injusto el principio mismo
del mal y de la mentira, no los diferentes métodos de lucha
contra él: la espada del soldado o la pluma del diplomático.
Estas armas deben ser juzgadas en sus circunstancias singula
res, valorando en cada ocasión cuál sea la más eficaz y oportu
na a la vista de la obtención del bien. Tanto el santo metropoli
ta Alexis7, que intercedió pacíficamente por los príncipes rusos
presos en el Orda8, como el beato Sergio9, que bendijo las ar
mas de Dimitri Donskoj10 contra la misma Orda, eran servido
res del bien, único pero multiforme.
Estos «diálogos» sobre el mal y sobre la lucha contra él en paz
o en guerra deben concluir necesariamente con una indicación
precisa sobre la última y extrema manifestación del mal en la
Historia, con una presentación de su breve triunfo y de su de
rrota definitiva. En un primer momento traté este tema tam
bién en forma de coloquio y con la misma intromisión del ele
mento chistoso. Una crítica amigable me convenció de que una
exposición de este tipo habría sido inoportuna por partida do
ble: en primer lugar, porque las discusiones y las pausas exigi
das por un diálogo hubiesen obstaculizado el interés suscitado
por el relato. En segundo lugar, porque el tono cotidiano y so
bre todo chistoso no se correspondía al carácter religioso del
tema. Dado que esta crítica me pareció del todo fundada, mo
difiqué la rédacción del tercer diálogo, introduciéndole la lec
tura integral del Relato del Anticristo, extraído del manuscrito
de un monje difunto. Este relato (que ya había leído pública
mente con anterioridad) ha suscitado en la sociedad y en los
7 Metropolita de la Iglesia Rusa entre 1354 y 1378, san Alexis consiguió aplacar la ira
del khan tártaro Berdibek, evitando que devastase el país.
8 El Orda (de Oro) era el estado fundado por los tártaros, con capital en Saraj, en el
curso inferior del Volga, que durante más de dos siglos (X III-X V ) dominó la tierra
rusa.
9 San Sergio de Radonez, figura cimera de la espiritualidad rusa.
10 Dimitri Donskoj, príncipe de Moscú, derrotó a los tártaros en la célebre batalla de
Kulikovo (1380), sin conseguir expulsar definitivamente el poder tártaro de Rusia
pero demostrando, por primera vez, su vulnerabilidad.
periódicos no poca perplejidad e interpretaciones, sobre todo a
causa de nuestro insuficiente conocimiento de cuanto la Sagra
da Escritura y la tradición de la Iglesia afirman respecto del
Anticristo.
El significado interior del Anticristo, esto es, de un impostor
que se ha apropiado de la dignidad de Hijo de Dios no con una
«empresa espiritual», sino a través de una «rapiña»; su rela
ción con un falso profeta-taumaturgo que seduce a los hom
bres por medio de prodigios auténticos y mentiras al mismo
tiempo; el origen particularmente pecaminoso y oscuro del pro
pio Anticristo que, gracias a tina fuerza maligna, consigue la
condición exterior de monarca universal; el curso general y el
fin de su actividad, junto con algunos rasgos particulares que
le caracterizan tanto a él como a su falso profeta (por ejemplo,
«el fuego del cielo», el asesinato de dos testigos de Cristo y la
exposición de sus cuerpos en las calles de Jerusalén, etc.): pues
bien, todo esto se encuentra en la Palabra de Dios y en la tradi
ción más antigua. Para unir estos sucesos y hacer coherente el
relato ha sido necesario añadir otros detalles, algunos funda
dos sobre consideraciones históricas, otros sugeridos por la
imaginación. A los detalles de este último tipo (como los artifi
cios del mago universal, a medio camino entre espiritismo e
ilusionisimo, con voces subterráneas, fuego de artificios y otras
cosas de este tipo) no les he querido dar, naturalmente, ningún
significado serio y tengo derecho, creo, a esperar de mis «críti
cos» un tratamiento análogo. En lo que respecta a la caracteri
zación de las tres personas que encarnan las confesiones cris
tianas en el concilio ecuménico, se trata de una cuestión esen
cial, pero que sólo puede ser entendida y apreciada por quien
no es ajeno a la historia y a la vida de la Iglesia.
El carácter particular que la Revelación atribuye al falso profe
ta y la finalidad que le es claramente propia -engañar a los hom
bres para provecho del Anticristo-, obliga a atribuirle algún
artificio de tipo mágico o ilusionista. Se sabe con certeza que
dass sein Hauptiverk ein Feuerwerk sein wirdu. Y en el Apocalipsis
12 Ap 13, 13.
sario y moralmente indispensable, a fin de que el mundo no
sea engullido por sus elementos inferiores.
Para evitar que el relato resultase demasiado largo y complica
do he excluido del texto de los diálogos otra previsión a la que
dedicaré aquí un par de palabras. Creo que el éxito del pan-
mongolismo será favorecido por la feroz y extenuante lucha
que algunos estados europeos deberán sostener contra el des
pertar del Islam en Asia occidental y en África septentrional y
central. En este despertar, representará un papel más grande
de lo que se cree la incesante actividad secreta político-religio
sa de la Senussia13, una hermandad que tiene para el actual mo
vimiento de los musulmanes la misma función de guía que en el
mundo budista es asumida por la hermandad tibetana de los
Chelan14 de Lhasa, con sus ramificaciones en la India, China y
Japón. A pesar de no tener aversión por el budismo, y aún me
nos por el Islam, considero que soñ ya demasiados los que des
vían su mirada de la realidad de los hechos, presente y futura15.
Las fuerzas históricas que reinan sobre la humanidad están
destinadas a encontrarse y mezclarse antes de que sobre esta
fiera que se automutila crezca una nueva cabeza, esto es, el
poder universal del Anticristo, el cual, el día de su manifesta
ción definitiva «pronunciará palabras altas y sonantes» y re
vestirá con el brillante velo del bien y de la justicia el misterio
de la absoluta iniquidad. Y esto, según las palabras de la Sagra
da Escritura, a fin de inducir incluso a los elegidos, en cuanto
sea posible, a la gran apostasía. Mostrar, antes de que el tiempo
haya llegado, la máscara engañosa bajo la que se esconde el
13 La Senussia (Sanusiyya), hermandad musulmana fundada en 1837 por Muhammad
ibn Ali al-Sanusi y extendida por el África septentrional, tuvo un importante papel en
la resistencia a la ocupación francesa e italiana.
14 Esta hermandad, fundada a finales del siglo XIV por Tson-k’a-pa y conocida como
los «gorros amarillos» o «iglesia amarilla», ha tenido una gran importancia en la his
toria política y cultural del Tíbet.
15 Aprovecho aquí la ocasión, ya que continúan atribuyéndome escritos hostiles con
tra la fundadora del neobudismo, la difunta E. P. Blavatskaja, para declarar que nunca
nos encontramos, que nunca me he dedicado al estudio de su persona ni de los fenó
menos que ha producido y que nunca he publicado nada sobre tales cuestiones. En lo
que se refiere a la Sociedad Teosófica y su doctrina se puede ver mi artículo en el
Diccionario de Vengerov y la recensión al libro de la Blavatskaja K ey fo r the secret
doctrine publicada en la revista «Ruskoe Obozrenie» (N. del A.)
abismo del mal ha sido el intento supremo de mi escrito.
En conclusión, debo manifestar mi sincero reconocimiento a A.
P. Salomon, que ha corregido y mejorado mis conocimientos
sobre la topografía actual de Jerusalén, a N. A. Veljaminov, al
que debo el testimonio sobre la «escabechina» de los basi bozuk
(un episodio de 1877) y a M. M. Bibikov, que ha examinado
atentamente las palabras del General contenidas en el primer
diálogo, ayudándome a corregir algunos errores concernientes
al arte de la guerra.
Soy bastante consciente de que incluso en esta versión revisa
da existen múltiples imperfecciones; igualmente presente está
la imagen, ya no lejana, de la pálida muerte, que me aconseja
no retrasar la publicación de este escrito a una época indeter
minada e incierta. Si me es dado el tiempo para afrontar nue
vos trabajos también los antiguos serán perfeccionados. O qui
zás no. He señalado las indicaciones del inminente resultado
histórico de la lucha moral en términos suficientemente claros
y breves. Entrego ahora esta pequeña obra con el sentimiento
gratificante de haber cumplido un deber moral.
PERSONAJES
El General
El Político
El Príncipe
El Señor Z.
La Señora
5 Epicuro (341-271 a.C.), filósofo griego que consideraba el placer como objeto de la
vida.
6 Voltaire (1 6 9 4 -17 78 ), escritor francés ilustrado, enciclopedista y anticlerical.
hibe utilizar los viejos títulos. ¿No ha continuado el último prín
cipe Lusignano, sin ningún impedimento, haciéndose llamar
rey de Chipre? Pero con toda certeza no ha gobernado sobre
Chipre; al contrario, su situación no le ha permitido ni tan si
quiera beber vino de esa isla. ¿Y por qué ahora el actual ejército
río debería continuar ostentando el título de cristiano?
EL GENERAL - ¡No se trata del título! ¿Blanco y negro son títu
los?, ¿y dulce y amargo?, ¿también son títulos héroe y villano?
EL SEÑOR Z. - No estoy hablando por mí; me limito a tener
presente el punto de vista legal.
LA SEÑORA, dirigiéndose al Político - ¿Pero por qué tanta insis
tencia sobre las palabras? El General seguramente entenderá
algo bien preciso con la expresión «ejército cristiano».
EL GENERAL - Se lo agradezco. He aquí lo que quería y quie
ro decir. Desde que el mundo es mundo, y si no desde hace
bastante tiempo, todo militar -soldado o mariscal de campo,
poco importa- sabía y sentía servir a una causa buena e impor
tante, una causa no solamente útil y necesaria, como pueden
serlo el expurgado de los pozos negros o el lavado de la ropa,
sino extraordinariamente buena, noble y respetable, a cuyo ser
vicio se han puesto en todo tiempo los mejores hombres, los
guías de los pueblos, los héroes. Y esta nuestra causa ha sido
siempre santificada y exaltada en las iglesias y universalmente
glorificada. Pero resulta que, una buena mañana, descubrimos
que debemos olvidamos de todo esto y repensarnos, a noso
tros mismos y nuestro lugar en el mundo creado por Dios, de
manera completamente opuesta. La causa que servíamos or-
gullosamente ha sido declarada perversa y nociva; se afirma
además que es contraria a los mandamientos divinos y a los
sentimientos humanos, que constituye una desgracia contra la
que todos los pueblos deben unirse y que su definitiva desapa
rición es sólo cuestión de tiempo.
EL PRÍNCIPE - ¿Quiere usted decir que no había oído antes
voces que condenaban la guerra y el servicio militar como resi
duos del antiguo canibalismo?
EL GENERAL - ¿Y cómo habría podido no oírlas? ¡Las he oído
y las he leído en varias lenguas! Pero todas estas voces tenían
para nosotros -y perdóneme la sinceridad- el mismo valor que
un trueno entre las nubes: se le oye y, después, no se le recuer
da más. Pero ahora la cuestión ha cambiado de aspecto y no es
posible continuar ignorándola. Y es por esto que me pregunto
cómo comportarme, que consideración debo tener de mí mis
mo y como debo verme: yo, como cualquier otro militar, ¿soy
un hombre auténtico o, por el contrario, un monstruo de la
naturaleza? ¿Debo respetarme a mí mismo por el fatigoso ser
vicio que presto a una causa buena e importante, o bien debo
contemplarme horrorizado, arrepentirme y pedir perdón a todo
civil por mi desalmada profesión?
EL POLÍTICO - Este planteamiento del problema es completa
mente fantasioso porque, en realidad, nadie le pide nada de
particular. La clave está en que las actuales exigencias ya no re
quieren personas como usted, sino diplomáticos y otros «civi
les» que se interesan más bien poco de su «perversidad» o de su
«ser cristiano». Hoy, como en el pasado, su obligación es siem
pre la misma: seguir sin objeción las órdenes de la autoridad.
EL GENERAL - Nó es tan fácil, precisamente porque no hay
interés por las cuestiones militares ni, por usar su expresión, ideas
completamente «fantasiosas». Usted ignora, evidentemente, que
la autoridad se basa en no esperar y no pedir sus órdenes.
EL POLÍTICO - ¿Qué intenta usted decir?
EL GENERAL - Imagínese, por ejemplo, que por voluntad de
la autoridad yo estuviera al cargo de una región militar entera.
Esto significaría que mi deber consiste en guiar en cualquier
circunstancia a mis tropas, manteniendo y reforzando en ellas
una determinada forma de pensar, actuando en una dirección
bien definida sobre sus voluntades, predisponiendo en cierto
sentido sus sentimientos, en una palabra, educándoles en el
sentido de su misión. Para conseguir este objetivo yo habré
dado a mis soldados, entre otras cosas, órdenes que llevan mi
firma y de las que soy personalmente responsable. Pues bien,
si me dirigiese a mis superiores para que me dijesen cuáles han
de ser esas órdenes o me indicasen las directrices generales, la
primera vez me considerarían como un «viejo imbécil», la se
gunda me enviarían sencillamente al retiro. Esto significa que
soy yo mismo quien debe actuar sobre mis tropas de acuerdo a
un cierto espíritu que se supone que ha sido aprobado y esta
blecido con anterioridad y de una vez por todas las autorida
des; de aquí que preguntar sobre este tema sea considerado o
estúpido o arrogante. Pero es precisamente este «cierto espíri
tu», que en sustancia es siempre el mismo, de Sargón y Asur-
banipal hasta Guillermo II, el que se pone en duda. Hasta ayer
yo sabía que debía sostener y reforzar en la tropa el espíritu
militar, esto es, la disposición de todo soldado a matar al ene
migo o morir en sus manos. Para conseguir este fin resulta ab
solutamente necesaria la convicción de que la guerra es una
cosa santa. Pero si a esta convicción se priva de todo funda
mento, la guerra pierde, para hablar en términos doctos, su
«sanción religiosa y moral».
EL POLÍTICO - Todo esto me parece terriblemente exagerado.
De hecho no ha habido ningún cambio así de radical, puesto
que en el pasado siempre se ha sabido que la guerra era un mal
y que con menos guerras se vive mejor. Por otra parte, sin em
bargo, todas las personas serias han comprendido que este mal
existe y que no podía aún ser eliminado por completo. El dis
curso, aquí, no busca la completa eliminación de la guerra, sino
sólo su limitación, de forma lenta y gradual, dentro de límites
más estrechos. Pero la concepción fundamental de la guerra se
mantiene como siempre: se trata de un mal inevitable, de una
desgracia aceptable únicamente en casos extremos.
EL GENERAL - ¿Eso es todo?
EL POLÍTICO - Eso es todo.
EL GENERAL, poniéndose en pie - ¿No ha dado nunca una ojea
da al santoral?
EL POLÍTICO - ¿Al calendario7? Ciertamente, me he detenido
11 Ciudad de Estonia en la que Pedro el Grande cayó derrotado en 1700 a manos del
ejército sueco de Carlos XII.
12 Se refiere a la célebre «batalla de los tres emperadores» (1805), en la que Napoleón
derrotó al ejército ruso-austríaco de Alejandro I y Francisco I.
13 Con este tratado (1721) se dio fin a la larga guerra entre suecos y rusos. Rusia
obtuvo Livonia, Estonia y Carelia, tierras que le dieron acceso al Mar Báltico.
14 Esta paz (1774) garantizó a Rusia una serie de bases estratégicas en el Mar Negro y
una especie de protectorado sobre la población cristiana residente en el Imperio Oto
mano.
o un hotentote, cuando le decía a un misionero: «conozco bien
la diferencia entre el bien y el mal. El bien es cuando soy yo el
que me llevo las mujeres y las vacas de los demás, el mal es
cuando se llevan las mías».
EL GENERAL - No olvide, sin embargo, que tanto su africano
como yo nos hemos hecho los chistosos, él casualmente, yo a
propósito. Pero querría escuchar cómo valoran las personas
inteligentes el problema de la guerra desde un punto de vista
moral.
EL POLÍTICO - A condición de que esas inteligencias no em
badurnen de escolástica y de metafísica una cuestión tan clara
e históricamente determinada.
EL PRÍNCIPE - ¿Clara desde qué punto de vista?
EL POLÍTICO - El mío es el punto de vista comtín en Europa
que, por otra parte, está empezando a ser asimilado por las
personas cultas de otras partes del mundo.
EL PRÍNCIPE - El núcleo de este punto de vista está, de todas
formas, en reconocer cualquier cosa como relativa y en negar
que exista una diferencia absoluta entre lo justo y lo injusto,
entre el bien y el mal. ¿No es así?
EL SEÑOR Z. - Pido perdón, pero me parece que se trata de
una discusión inútil para nuestra cuestión. Yo, por ejemplo, re
conozco sin sombra de duda la contraposición absoluta entre
el bien y el mal en el campo moral, pero al mismo tiempo com
prendo claramente que esto no se adapta a la guerra y a la paz;
de ningún modo es posible presentar la guerra como un todo
oscuro ni la paz como perfecta claridad.
EL PRÍNCIPE - ¡Pero aquí existe una contradicción intrínseca!
Si aquello que es mal por sí mismo, por ejemplo el homicidio,
puede ser un bien en determinados casos (cuando por comodi
dad lo llamamos guerra), ¿dónde acabará la diferencia absolu
ta entre bien y mal?
EL SEÑOR Z. - Pues es sencillo. «Todo homicidio es un mal
absoluto; la guerra es un homicidio; luego la guerra es un mal
absoluto». Se trata de un silogismo de primera figura15, pero
usted ha olvidado que también las premisas, mayores y meno
res, deben ser demostradas y que mientras no lo sean, su con
clusión queda suspendida en el aire.
EL POLÍTICO - Ya había dicho que acabaríamos en la escolás
tica.
LA SEÑORA - Pero exactamente, ¿de qué estamos discutiendo?
EL POLÍTICO - De expediciones16 mayores y menores.
EL SEÑOR Z. - Perdone. Volvamos a nuestra cuestión. ¿Usted
sostiene que matar, esto es, privar de la vida a alguien, es en
cualquier caso un mal absoluto?
EL PRÍNCIPE - Sin duda.
EL SEÑOR Z. - Y según usted, «ser matado» es un mal tam
bién absoluto, ¿verdad?
EL PRÍNCIPE - Para un hotentote, seguro. Pero nosotros esta
mos hablando del mal moral, y éste puede existir solamente en
las acciones personales de un ser dotado de razón y capaz tam
bién de controlarla, mientras que no es así para lo que sucede
independientemente de su voluntad. Esto significa que «ser
matado» es como morir de cólera y no puede ser considerado
como un mal, mucho menos como un mal absoluto. Esto ya lo
enseñaban Sócrates y los estoicos.
EL SEÑOR Z. - Bien, no puedo responder por hombres tan
antiguos. De todas formas, su categoricidad en la valoración
moral del homicidio me parece un poco coja. Tengo la impre
sión de que para usted el mal absoluto consiste en causar a los
otros algo que, de hecho, no se trata de un mal. Es usted muy
libre de pensar así, pero hay algo que no funciona en su razo
namiento. Dejemos sin embargo aparte esta debilidad, para así
no caer nuevamente en la escolástica. Así pues, según usted,
en el caso del homicidio el mal consiste no en el hecho físico de
15Aristóteles considera silogismo de primera figura a aquel silogismo donde el térmi
no medio es sujeto de la premisa mayor y atributo de la menor.
16 En el texto original hay un intraducibie juego de palabras. El término posylka signi
fica tanto «premisas» como «expediciones».
suprimir la vida, sino en la razón moral de este hecho y, para
ser más precisos, en la voluntad malvada del homicida. ¿Es
así?
EL PRÍNCIPE - Sí, eso es. De hecho, sin una voluntad malvada
no se puede hablar de homicidio, sino de desgracia o impru
dencia.
EL SEÑOR Z. - Esto está muy claro en el caso en el que la vo
luntad de matar está del todo ausente, como por ejemplo en
una operación quirúrgica sin éxito. Pero es posible imaginar
una situación en la que la voluntad, si bien no desea directa
mente privar a nadie de la vida, admite por anticipado esa ex
trema necesidad. ¿También un homicidio de este tipo será para
usted un mal absoluto? .
EL PRÍNCIPE - Sin duda, dado que la voluntad ha consentido
el homicidio.
EL SEÑOR Z. - ¿Pero no puede darse el caso de que la volun
tad, a pesar de estar dispuesta al homicidio, no sea aún malvada
y que entonces el homicidio no pueda ser considerado un mal
absoluto ni siquiera desde el punto de vista subjetivo?
EL PRÍNCIPE - Esto me resulta del todo incomprensible... Ah!
quizás lo haya adivinado: usted se refiere al famoso caso de un
padre que en un lugar desierto ve a un criminal abalanzarse
sobre su inocente hija (que, para mayor efecto, diremos que es
jovencísima) para cometer sobre ella su abominable crimen.
Entonces, el desgraciado padre, ante la imposibilidad de de
fender de otro modo a su hija, mata al agresor. ¡Este argumento
lo habrá escuchado mil veces!
EL SEÑOR Z. - Resulta interesante, de todos modos, que a pe
sar de que se haya abusado del mismo, quienes piensan como
usted jamás han conseguido oponerle una sola réplica válida o
consistente. .
EL PRÍNCIPE - ¿Pero a qué hay que replicar aquí?
EL SEÑOR Z. - ¡Pues a esto! De todas formas, si usted no desea
replicar, demuéstrenos al menos de manera sistemática y posi
tiva que en todos los casos, sin ninguna excepción, incluyendo
también los casos de los que estamos hablando, no oponerse al
mal con la fuerza es incondicionadamente mejor que recurrir a
la violencia con el riesgo de matar a un individuo malvado y
nocivo.
EL PRÍNCIPE - ¿Pero qué demostración particular puede ser
aplicada solamente a un caso? Ya que una vez admitido que el
homicidio es siempre un mal en sentido moral, está claro que
continuará siéndolo en todos los casos.
LA SEÑORA - Este argumento me parece más bien pobre.
EL SEÑOR Z. - Es realmente un argumento muy débil, Prínci
pe. Sobre el hecho de que, en general, no matar sea siempre mejor
que matar no se discute, tocios estamos de acuerdo. Lo que se
pregunta es si la regla de no matar, de por sí universalmente
aceptada, es incondicionada y no admite en consecuencia ningu
na excepción, en ningún caso singular ni en ninguna circuns
tancia particular, o bien si admite aunque sólo sea una única
excepción y no es entonces incondicionada.
EL PRÍNCIPE - No, no puedo aceptar un planteamiento tan
formal de la cuestión. ¿A qué conduce? Admitamos que este
caso es excepcional y que lo estudiamos expresamente para la
discusión...
LA SEÑORA, con tono de reproche - ¡Ay, ay!
EL GENERAL, irónicamente - ¡Oh, Oh!
EL PRÍNCIPE, sin prestar atención a estos comentarios - Admita
mos que en su caso arbitrario matar sea mejor que no matar -en
realidad yo no lo admito, pero supongamos que usted tenga
razón-, admitamos también que no se trate de un caso inventa
do sino real, aunque, estará de acuerdo, raro y excepcional. Pero
nosotros estábamos hablando de la guerra, es decir, de un fe
nómeno general y universal. ¿No querrá sostener que Napo
león, Von Moltke17 y Skobelev18 se hayan encontrado jamás en
17 H .K.B. von Moltke (18 00 -1 8 9 1 ), jefe del estado mayor prusiano en las guerras
contra Austria (18 6 6 ) y Francia (1870).
18 Mikhail Skobelev (1 8 4 3 -18 8 2), general ruso que conquistó Asia central.
unas condiciones parangonables a las de un padre obligado a
defender la inocencia de su hija de la violencia de un bruto?
LA SEÑORA - Ahora va mucho mejor. Bravo mon prince.
EL SEÑOR Z. - Efectivamente, ha esquivado muy hábilmente
una pregunta desagradable. Consiéntame, sin embargo, que
establezca una relación, tanto histórica como lógica, entre estos
dos fenómenos, un homicidio singular y la guerra. Volvamos
pues a nuestro ejemplo, pero cambiando todos aquellos deta
lles que parecen reforzar el significado pero que en realidad lo
debilitan. En efecto, no hay necesidad ni del padre ni de la hija
menor, pues con su presencia la cuestión pierde su auténtico
sentido ético y, de la esfera de la conciencia racional y moral, se
pasa a la de los sentimientos morales naturales: el amor pater
no impone de hecho a este padre el matar al criminal, sin que
haya lugar a la cuestión sobre si tenía derecho a realizar este
acto desde el punto de vista de los principios morales supre
mos. En lugar del padre, pongamos a un moralista sin hijos
que se encuentra ante la escena de un ser débil e indefenso agre
dido con violencia por un robusto criminal. ¿Según usted, mien
tras la fiera feroz despedaza a su víctima, el moralista en cues
tión debería cruzarse de brazos y predicar la virtud? ¿No cree
que este moralista sentirá dentro de sí el impulso moral de de
tener a la fiera recurriendo a la fuerza, a pesar de la posibili
dad, o la casi certeza, de matarla? ¿Y si, al contrario, consiente
que se cometa este crimen con el acompañamiento de sus be
llas palabras, según usted, la conciencia no se lo reprochará
hasta hacerle sentir asco de sí mismo?
EL PRÍNCIPE - Tan sólo un moralista que no crea en la concre
ción del orden moral y haya olvidado que Dios está en la justi
cia y no en la fuerza podría, tal vez, albergar los sentimientos
de los que usted habla.
LA SEÑORA - También esto es muy bonito. Y bien, ¿qué res
ponde ahora?
EL SEÑOR Z. - Respondo solamente esto: habría deseado que
tal respuesta fuese aún mejor, más directa, simple y relativa a
la pregunta. Quizás usted quería decir que un moralista que
cree efectivamente en la justicia divina no debería detener al
criminal con la fuerza, sino volverse hacia Dios para rogarle
que el crimen no se produzca: o por medio de un milagro mo
ral, como la imprevista conversión del delincuente al camino
de la verdad, o bien por medio de un milagro físico, una impre
vista parálisis o alguna cosa por el estilo...
LA SEÑORA - No hay necesidad de la parálisis, el malhechor
puede asustarse por cualquier cosa o distraerse de cualquier
forma abandonando su intento.
EL SEÑOR Z. - En cualquier caso, todo esto no cambia la cues
tión, ya que el milagro no reside en el hecho en sí mismo -sea
una parálisis física o una fuerte emoción psíquica- sino en su
relación con la oración y su objeto moral. En todo caso, el mé
todo propuesto por el Príncipe para impedir el mal lleva a im
plorar un milagro con la oración.
EL PRÍNCIPE - ¿En qué sentido?... ¿Por qué desemboca en la
oración y en el milagro?
EL SEÑOR Z. - ¿Y en qué otra cosa si no?
EL PRÍNCIPE - Desde el momento en que yo creo que el mun
do se halla gobernado por el principio, bueno y racional, de la
vida, creo al mismo tiempo que en el mundo puede únicamen
te suceder aquello que concuerda con este principio, esto es,
con la propia voluntad divina.
EL SEÑOR Z. - Perdone, ¿cuántos años tiene?
EL PRÍNCIPE - ¿Qué significa esta pregunta?
EL SEÑOR Z. - Nada ofensivo, créame. ¿Digamos que treinta?
EL PRÍNCIPE - Algo más.
EL SEÑOR Z. - Entonces habrá usted visto, u oído, o leído en
los periódicos, que en este mundo suceden a menudo acciones
malvadas e inmorales.
EL PRÍNCIPE - ¿Y pues?
EL SEÑOR Z. - ¿Y pues? Esto significa evidentemente que en
el mundo el «orden moral», la justicia y la voluntad divina no
son los únicos que se cumplen...
EL POLÍTICO - Oh, finalmente nos acercamos a la cuestión. Si
el mal existe, significa que los dioses no pueden o no quieren
impedirlo. En ambos casos los dioses, entendidos como fuer
zas buenas y omnipotentes, no existen. Una afirmación anti
gua, pero siempre verdadera.
LA SEÑORA - ¡Ah!, ¿pero qué está diciendo?
EL GENERAL - ¡A lo que hemos llegado! «Ponte a hacer de
filósofo y perderás la cabeza».
EL PRÍNCIPE - Se trata de una mala filosofía. ¡Cómo si la vo
luntad divina estuviera ligada a nuestras representaciones del
bien y del mal!
EL SEÑOR Z. - La voluntad divina no está ligada a ninguna
representación, pero sí lo está, y estrechamente, al auténtico con
cepto del bien. De otra manera, si la divinidad no distinguiese
el bien del mal, usted quedaría desmentido de forma definitiva.
EL PRÍNCIPE - ¿Por qué?
EL SEÑOR Z. - Porque si es cierto, como usted sostiene, que la
divinidad permanece indiferente ante un robusto criminal que,
bajo el influjo de una pasión bestial, masacra a un ser débil, no
puede ser concebido que esa misma divinidad sea contraria al
hecho de que uno de nosotros, movido por la compasión, mate
a ese criminal. A menos que no quiera sostener la tesis absurda
según la cual sólo el homicidio de un ser débil e inofensivo no
es un mal ante Dios, mientras sí es un mal el matar a la bestia
feroz y malvada.
EL PRÍNCIPE - Esta tesis le parece absurda sólo porque no
mira en la dirección correcta: desde un punto de vista moral no
importa quién muere, sino quién mata. Además, usted mismo
ha definido al criminal como una «bestia», esto es, un ser pri
vado de razón y conciencia cuyos actos no pueden por consi-
guíente conceptuarse como mal moral.
LA SEÑORA - ¡Ay, ay! ¡Pero aquí no estamos hablando de una
bestia en su sentido literal! Sería como si yo le dijera a mi hija:
¡qué tonterías estás diciendo, ángel mío! y ella me contestase
reprochándome que los ángeles no pueden decir tonterías. Me
parece una discusión sin sentido.
EL PRÍNCIPE - Perdóneme, sé bien que el criminal ha sido
llamado «bestia» en sentido metafórico y que no tiene cola ni
garras; está claro, sin embargo, que su falta de razón y concien
cia se entiende en sentido literal, ¡porque sólo un hombre pri
vado de ellos puede cometer tales acciones!
EL SEÑOR Z. - ¡Aquí tenemos otro juego de palabras! Cierto,
un hombre que se comporta como un animal pierde la concien
cia y la razón en cuanto cesa de escuchar la voz, pero que esa
voz no resuene dentro de sí, está aún por demostrarse. Y yo
continúo pensando que un hombre animalizado se distingue
de mí y de usted no por la falta de razón ni de conciencia, sino
únicamente por su decisión de actuar de otra manera, según
los caprichos de la bestia que hay en él. Una bestia que se en
cuentra también dentro de nosotros, pero que tenemos casi
siempre encadenada, mientras que este hombre del que esta
mos hablando la ha liberado y va a remolque de su cola; tam
bién él, sin embargo, posee la cadena, y si quisiera, podría uti
lizarla.
EL GENERAL - Así es. ¡Y si el Príncipe no está de acuerdo con
usted, golpéelo con sus mismas armas! De hecho, si el criminal
es sólo una bestia privada de razón y conciencia, matarlo es
como matar a un lobo o a un tigre que se abalanzan sobre un
hombre; cosa que la sociedad para la protección de los anima
les todavía no ha prohibido.
EL PRÍNCIPE - Pero usted olvida que, cualquiera que sea la
condición de este hombre -atrofia completa de la razón y de la
conciencia, o bien, si ello es posible, inmoralidad consciente-
no es de él de quien estamos hablando, sino de usted mismo:
en usted, de hecho, la conciencia y la razón no están atrofiadas
y, en consecuencia, no puede infringir conscientemente sus
deberes, cualesquiera que éstos sean.
EL SEÑOR Z. - En ningún caso lo mataría si la razón y la con
ciencia me lo impidieran incondicionadámente. Pero imagine
que la razón y la conciencia me dicen algo completamente dis
tinto y, creo yo, más sensato y consistente.
EL PRÍNCIPE - Expliqúese. Tengo curiosidad por lo que voy a
escuchar.
EL SEÑOR Z. - En primer lugar, la razón y la conciencia saben
contar al menos hasta tres...
EL GENERAL - ¿Cómo?
EL SEÑOR Z. - Y para decir toda la verdad, la razón y la con
ciencia no me dirán «dos» cuando en realidad se trata de «tres».,.
EL GENERAL, con impaciencia - ¡Resumiendo!... .
EL PRÍNCIPE - No entiendo nada.
EL SEÑOR Z. - Ahora me explico. Según usted la razón y la
conciencia me hablan solamente de mí mismo y del criminal, y
toda la cuestión se resuelve en el hecho de que no debo ni si
quiera tocarlo con un dedo. Pero en realidad hay también una
tercera persona, la más importante, esto es, la víctima de la vio
lencia bestial, que me pide ayuda. Su razonamiento olvida siem
pre esta tercera persona, Príncipe, pero la conciencia también
me habla de ella; es más, sobre todo me habla de ella. Y en este
caso la voluntad divina quiere que yo salve a esta víctima; in
tentando perdonar al malhechor, es cierto, pero es a la víctima
a quien debo ayudar siempre y en toda circunstancia. Si es po
sible con la persuasión, en caso contrario con la fuerza. Final
mente, si tengo las manos atadas -pero sólo ahora- podré recu
rrir al medio extremo (extremo de lo alto), aquel medio que us
ted ha indicado como el primero en el tiempo y después ha
abandonado, es decir, a la oración, aquel esfuerzo supremo de
la buena voluntad que, y lo creo firmemente, obra verdaderos
milagros cuando es necesario. Son las circunstancias internas y
externas las que me dicen qué tipo de ayuda debo prestar, pero
es absolutamente cierto que debo ayudar a la persona amena
zada. He aquí lo que me dice mi conciencia.
EL GENERAL - Tocado y hundido, ¡viva!
EL PRÍNCIPE - No puedo hablar de una conciencia tan am
plia. En este caso, mi conciencia habla de manera más simple y
definida: «no matarás», eso es todo. Por otra parte, no consigo
ver ningún progreso en nuestra contienda. Si admitiéramos nue
vamente que en la particular situación a la que usted continúa
refiriéndose incluso la persona moralmente más desarrollada19
y sabia, movida por la compasión y la falta del tiempo necesa
rio para valorar correctamente la cualidad moral de su acto,
podría verse empujada hasta el homicidio, ¿qué importancia
podría tener respecto a nuestra principal cuestión? ¿Quizás,
repito, Tamerlán, Alejandro Magno o lord Kitchener20mataban
y obligaban a matar para defender a los débiles de los asaltos
de los criminales?
EL SEÑOR Z. - El paralelismo entre Tamerlán y Alejandro Mag
no no me parece un buen auspicio para nuestras consideracio
nes históricas, pero dado que se trata de la segunda vez que
usted pasa impacientemente a este campo, me permitirá hacer
una referencia histórica que nos ayudará a enlazar la cuestión
de la defensa personal con la de la defensa estatal. El hecho
sucedió en Kiev, en el siglo XII. Los príncipes feudales, que ya
entonces habían escuchado evidentemente sus teorías sobre la
guerra, mantenían que era posible combatir solamente chez soi21,
y no deseaban emprender una campaña contra los polovcy22,
pues les desagradaba someter al pueblo a las desgracias de la
guerra. Entonces, el gran príncipe Vladimir Monomach23 les
habló con las siguientes palabras: «Tenéis piedad de los aldea
nos, pero no pensáis que la próxima primavera los aldeanos
irán a trabajar a los campos».
19 El autor utiliza el término desarrollo para hacer un juego de palabras entre el desa
rrollo en sentido moral y el desarrollo entendido como progresismo ilustrado.
20 Lord Herbert Kitchener (185 0-1916), derrotó a las fuerzas mahdistas en Jartum y
guió al ejército inglés en la guerra contra los boer.
21 En francés en el original: en su casa.
22 Población nómada de origen turco que en aquel entonces estaba instalada en el
territorio de Rusia meridional.
23 Gran Príncipe de Kiev desde 1113 hasta 1125, fue una de las más significativas
figuras de la antigua Rusia.
LA SEÑORA - Se lo ruego, no use estas palabras24.
EL SEÑOR Z. - ¡Pero si es una expresión de las Crónicas25'.
LA SEÑORA - Entonces no la repita tal cual, sino con sus pro
pias palabras. Por otra parte me parece del todo absurdo. Us
ted dice: «llegará la primavera» y uno espera que continúe «flo
recerán las flores, cantarán los pájaros» y nos sale con estos «al
deanos».
EL SEÑOR Z. - De acuerdo, como usted quiera. «Llegará la
primavera y los campesinos irán al campo con sus caballos,
para arar la tierra. Pero llegará el polovec, matará a un campesi
no y se llevará su caballos; y después los polovcy volverán e n .
gran número, masacrarán a todos los campesinos, capturarán
a las mujeres y a los niños, aniquilarán a los animales e incen
diarán el pueblo. ¿Y no tenéis compasión de esta gente? Yo sí
me compadezco de ellos y por ello os llamo a marchar contra
los polovcy». Entonces, los príncipes, avergonzados, le obede
cieron y bajo Vladimir Monomach la tierra rusa pudo respirar.
Más tarde volvieron a su pacifismo, evitando las guerras exter
nas para gozar de la vida en sus casas. Y así Rusia se encontró
bajo el «yugo mongol»26 y los descendientes de estos príncipes
bajo el tratamiento que les reservó Iván IV27.
EL PRÍNCIPE - Sigo sin entenderle. Primero nos explica un
hecho que jamás nos ha sucedido a ninguno de nosotros ni nos
sucederá, luego hace referencia a un cierto Vladimir Monoma
ch que tal vez ni siquiera haya existido y con el que no tenemos
nada que ver...
24 En el texto los campesinos son llamados con el término arcaico sm erd (que aquí
traducimos como aldeanos, que posteriormente tomó un significado fuertemente des
pectivo, semejante a “plebeyo” o “canalla” . De aquí la reacción de la Señora.
25 Se trata de los antiguos anales monásticos que han transmitido las vicisitudes de los
primeros siglos de Rusia.
26 Entre 1237 y 1240 Rusia cayó bajo el dominio de los mongoles de Gengis Khan,
cuyo ejército se nutría principalmente del pueblo turco de los tártaros. El periodo
siguiente de sumisión, que duró hasta 1480, fue extremadamente importante para la
evolución histórica del país y se le denomina como “yugo tártaro o mongol”.
27 Se trata del célebre Iván el Terrible (1530-1584), que llevó a cabo una feroz política
antinobiliaria para reforzar así su poder autocrático.
LA SEÑ O RA -Parlezpour vous, monsieur!28
EL SEÑOR Z. - Pero usted, Príncipe, ¿no es un descendiente
de Rjurik29?
EL PRÍNCIPE - Eso dicen, ¿pero no querrá que me ocupe de
Rjurik, Sineus y Truvor sólo por este motivo?
LA SEÑORA - En mi opinión, quien no conoce a sus propios
antepasados es como un niño que cree que ha sido encontrado
bajo una col.
EL PRÍNCIPE - ¿Y como lo harán para vivir aquellos que no
tienen antepasados?
EL SEÑOR Z. - Todos nosotros tenemos al menos dos grandes
antepasados, que nos han dejado para uso común sus detalla
das e instructivas memorias: la historia patria y la historia uni
versal.
EL PRÍNCIPE - Pero estas memorias no nos pueden decir de
ningún modo cómo debemos vivir y ser ahora. Admitamos tam
bién que Vladimir Monomach haya existido realmente, y no
sólo en la imaginación de un Lavrentij o un Ipatij30; admitamos
que quizás fuera una persona excepcional y que tuviera verda
dera compasión de los campesinos. En tal caso, habría hecho
bien en combatir a los polovcy, ya que en aquellos tiempos sal
vajes la conciencia moral no se había elevado aún por encima
de la tosca comprensión bizantina del cristianismo y consentía
que se matase a fin de obtener un bien aparente. Pero nosotros
no podemos comportarnos así; de hecho, una vez comprendi
do que el homicidio es un mal contrario a la voluntad de Dios,
prohibido por su mandato desde la antigüedad, no puede ya
ser consentido bajo ninguna forma o nombre, y no cesa de ser
un mal cuando, con el nombre de guerra, no muere ya sola
28 En francés en el original: hable por usted, señor.
29 Según la antigua Crónica de los tiempos pasados, Rjurik -de origen escandinavo-
habría sido el primer príncipe de la tierra rusa. Sineus y Truvor, citados justo después,
habrían sido sus hermanos.
30 Probablemente se trata de una referencia a los más antiguos manuscritos que contie
ne la Crónica de los tiempos pasados: el Lorenziano (en ruso Lavrent’evskij, del nombre
del copista Lavrentij) y el Ipaciano (en ruso Ipat’evskij, del monasterio de San Ipatij)
mente un hombre, sino millares. Se trata, en primer lugar, de
una cuestión de nuestra conciencia personal.
EL GENERAL - Si se trata de la conciencia personal, permíta
me añadir una cosa. En el ámbito moral, y también en los otros,
soy una persona absolutamente normal: ni negro ni blanco, sino
gris. No he demostrado nunca tener virtudes particulares ni
tampoco he cometido graves maldades. Por otra parte, aunque
miro a las buenas acciones que realizo, mi conciencia se pre
gunta siempre si realmente las llevo a cabo buscando el bien o
solamente por debilidad de ánimo, costumbre o incluso vani
dad. Pero esto importa poco. A lo largo de mi vida ha sucedido
un solo caso que no puedo considerar insignificante y en el
cual, con toda seguridad, no me movió ningún impulso dudo
so sino únicamente la fuerza del bien que se había adueñado
de mí por completo. Sólo en aquel único episodio de mi vida
he experimentado una completa satisfacción moral y una es
pecie de éxtasis, ya que en aquel momento actuaba sin ningún
tipo de reflexión o excitación. Y aquella buena acción ha per
manecido hasta el día de hoy, y estoy seguro de que permane
cerá hasta el fin de mis días, como mi recuerdo mejor y más
puro. Pues bien, señores, mi única acción verdaderamente bue
na fue un homicidio, y no uno insignificante, ya que en aquella
ocasión maté en un cuarto de hora a más de un millar de hom
bres...
LA SEÑORA - Quelles Magues! 31 Creía que estaba hablando en
serio.
EL GENERAL - He hablado completamente en serio y puedo
también aportar testigos. Es cierto que las que mataron a esos
hombres no fueron mis manos de pecador, sino la virtuosa y
benéfica metralla de seis puros e inmaculados cañones de acero.
LA SEÑORA - ¿Pero qué hay de bueno en esta acción?
EL GENERAL - Mire, yo no soy sólo un militar sino también,
como se dice ahora, un «militarista»; sin embargo no definiría
como una «buena acción» la simple masacre de un millar de
31 En francés en el original: ¡qué exageración!
civiles, sean éstos alemanes o húngaros, ingleses o turcos. Pero
el caso del que estoy hablando fue completamente particular y
me turba tanto que, aún hoy en día, no consigo explicarlo sin
conmoverme.
LA SEÑORA - ¡Siga, explíquelo sin hacerse de rogar!
EL GENERAL - He hablado de cañones, así pues podrían ha
ber adivinado que me refería a la última guerra contra los tur
cos32. Yo servía entonces en el ejército del Cáucaso y después
del tres de octubre...
LA SEÑORA - ¿Qué significa el «tres de octubre»?
EL GENERAL - Aquel día se libró una batalla en el altiplano
de Aladza, en la que por primera vez le rompimos los huesos
al «invencible» Ghazi Mukhtar pacha33... Después del tres de
octubre, por consiguiente, penetramos en aquellas regiones de
Asia. Yo formaba parte del flanco izquierdo y mandaba un ba
tallón avanzado de reconocimiento. Tenía conmigo a los dra
gones de Niznij Novgorod, tres centenares de cosacos del Ku-
ban y una batería de artillería a caballo. El país daba una triste
impresión; los montes eran bellos, es verdad, pero en los valles
se veían solamente pueblos incendiados y campos devastados.
Un día, era el veintidós de octubre, descendimos hasta un valle
donde, según nuestros planos, deberíamos haber encontrado
un pueblo armenio. En realidad no encontramos nada, aunque
sin duda había existido un pueblo, y hasta no hacía mucho tiem
po: el humo se podía ver a muchas verstasMde distancia. Orde
né a mis hombres romper la formación ya que, según algunas
voces, existía la posibilidad de que nos tuviéramos que enfren
tar con una importante unidad de caballería. Los cosacos esta
ban en la vanguardia, yo cabalgaba con los dragones. En las
32 Se trata de la guerra ruso-turca de 1877, que terminó con una completa victoria del
Imperio zarista, después neutralizada por la intervención de las potencias europeas
que, con el tratado de Berlín (1878) obligaron a Rusia a rebajar sus pretensiones. El
episodio narrado por el General no se refiere al principal frente bélico, el balcánico,
sino al caucásico, en el que la intervención rusa estuvo ligada a la naciente «cuestión
armenia».
33 Caudillo turco que comandaba las tropas otomanas.
34 La versta es una antigua medida lineal rusa que equivale a 1.607 metros.
inmediaciones del pueblo el camino hacía una curva. Vi enton
ces que mis cosacos, después de pasarla, se detenían, como
paralizados. Galopé con mi caballo hasta ellos. Antes aún de
ver nada, el olor de carne quemada me lo había ya dicho todo:
los basi bozu.1c35 habían abandonado allí los restos de su carnice
ría. Habían capturado un enorme convoy de fugitivos arme
nios que no habían logrado ponerse a salvo. Habían prendido
fuego a los carros y los armenios, atados a ellos por los brazos,
por la cabeza, por la espalda o por la barriga, se habían asado
vivos lentamente. Vi mujeres con el vientre descuartizado y los
senos cortados. Pero no quiero explicar todos los detalles, ex
cepto uno que siempre tengo en mente. Había una mujer tira
da por tierra, con la espalda y el cuello atados al eje de un ca
rro. No había sido quemada ni descuartizada; por su rostro
petrificado se comprendía que había muerto de terror. Ante ella
se erguía un largo palo clavado en el suelo, del que colgaba un
niño, con toda seguridad su hijo, desnudo, completamente car
bonizado y al que habían arrancado los ojos. Junto a él había
una parrilla con los tizones usados.
En un primer momento quedé como traspasado por una an
gustia mortal; actuaba como un autómata, como si ya no pu
diera volver a contemplar la creación de Dios. Di orden de avan
zar al trote y entramos en el pueblo incendiado. No quedaba
nada, todo había sido destruido. De repente, de un pozo seco,
salió una especia de espantapájaros, sucio y harapiento. Se tiró
a tierra, lamentándose en armenio. Hicimos que se levantara y
empezamos a hacerle preguntas. Era un muchacho inteligente,
llegado allí desde otro pueblo por su trabajo de comerciante.
Nos explicó que justo cuando los habitantes de aquel lugar se
disponían a huir cayó sobre ellos una multitud de basi bozuk;
cuarenta mil, nos dijo. Bueno, no había tenido tiempo de con
tarlos. Se había escondido en el pozo, pero por los gritos com
prendió lo que estaba sucediendo. Luego, oyó a los basi bozuk
35 Los basi bozuk eran tropas irregulares, mayoritariamente de etnia kurda, utilizadas
en la segunda mitad del siglo X IX por el gobierno otomano para realizar purgas en el
interior del imperio. Sus víctimas principales, como en el caso narrado por el General,
eran los armenios.
alejarse por otro camino. Seguramente, nos dijo, se dirigían hacia
su pueblo para volver a hacer lo que ya habían hecho allí. El
muchacho sollozaba y apretaba los puños.
Entonces fue como si recibiese una iluminación; el corazón se
liberó y el mundo creado por Dios volvió a sonreírme. Pregun
té al armenio cuánto tiempo hacía que aquellos diablos habían
partido. Creía que hacía unas tres horas.
- ¿Y cuánto tiempo se necesita para ir a caballo hasta tu
pueblo?
- Algo más de cinco horas.
- En sólo dos horas no conseguiremos alcanzarles. ¡Ah,
Señor! ¿Y no hay un camino más corto?
- Sí, sí. -Respondió el muchacho. Yo me sobresalté por la
emoción-. Hay un camino que atraviesa las montañas. Se va
por allí y pocos lo conocen.
- ¿Se puede ir a caballo?
-Sí.
- ¿Y con los cañones?
- Es difícil, pero se puede intentar.
Ordené que le dieran un caballo al armenio y todo el ba
tallón le seguimos por entre las montañas. Casi no recuerdo
cómo trepamos hasta aquellos lugares escarpados. Actuaba
mecánicamente, como poco antes, pero en el alma me sentía
ligero, tenía la impresión de volar. Y estaba absolutamente con
vencido de mis acciones: sabía lo que debía hacer y estaba se
guro de que estaba bien hecho.
Acabábamos de salir de la última garganta e íbamos a tomar el
camino principal cuando el armenio volvió hasta nosotros al
galope, agitando frenéticamente los brazos: "¡Ahí están, están
allí!". Hice volver a la patrulla más avanzada de mi formación
y apuntamos con los cañones: podían verse los jinetes en la
lejanía. Es cierto que no eran cuarenta mil hombres, pero sí tres
o cuatro mil, tal. vez cinco mil. También aquellos hijos del dia
blo vieron a nuestros cosacos y se volvieron contra nosotros.
Salimos de la garganta dejándolos en nuestro flanco izquierdo.
Una fuerte carga de fusilería se abatió sobre los cosacos. ¡Aque
llos monstruos asiáticos nos hacían fuego con fusiles europeos!
Aquí y allá algunos cosacos caían de sus sillas de montar. El
más veterano de entre los capitanes de compañía vino hasta mí
al galope y me dijo:
- Dé la orden de atacar, excelencia, si no, antes de que los
cañones estén en posición, estos malditos nos mataran como
conejos. Podemos dispersarlos con nuestras propias fuerzas.
- Tenga un poco de paciencia, querido amigo. Es verdad,
podríamos dispersarlos, ¿pero qué conseguiríamos? Dios me
ordena que los exterminemos, no que los dispersemos.
Di la orden a los capitanes de dos compañías de avanzar en
orden abierto, respondiendo al fuego de esos diablos para des
pués, tras haber entablado combate con ellos, replegarse hacia
los cañones. Dejé una compañía para ocultar los cañones y dis
puse a los dragones de Niznij Novgorod a la izquierda de las
baterías. Me estremecía por la impaciencia. El niño carboniza
do y con los ojos arrancados estaba en todo momento frente a
mí, y mis cosacos continuaban cayendo. ¡Dios mío!
LA SEÑORA - ¿Y cómo acabó?
EL GENERAL - ¡De la mejor de las maneras! Después de haber
sostenido un intercambio de fusilería, los cosacos empezaron a
retirarse lanzando sonoros gritos. Excitados, aquellos seres dia
bólicos se lanzaron a perseguirles, sin más dilación, dirigién
dose en masa hacia nosotros. Los cosacos galoparon en grupo
cerca de doscientas sazenas36, después se dispersaron en todas
las direcciones como pájaros asustados. La hora de la voluntad
de Dios había llegado. ¡Compañía, dispersión! Las tropas de
cobertura se dividieron entonces en dos partes, una a la izquier
da, otra a la derecha. Todo estaba listo. Pedí su bendición al
Señor y ordené a las baterías hacer fuego.
Y Dios nos bendijo y fue nuestro guía. En toda mi vida no ha
bía jamás oído tal griterío diabólico. Antes de que se pudieran
reponer ya tenían encima otra descarga de metralla. La horda
al completo giró las riendas; la tercera descarga los alcanzó
mientras se daban a la fuga. El pánico fue total, como cuando
se lanzan cerillas encendidas en un hormiguero. Chocaban por
36 La sazena es una antigua medida lineal rusa, equivalente a 2 ,134 metros.
todas partes, golpeándose los unos con los otros. Entonces no
sotros, con los cosacos y los dragones, nos lanzamos sobre su
flanco izquierdo. Los que se habían librado de la metralla caye
ron bajo nuestras armas. Pocos consiguieron escapar. Algunos
lanzaron el fusil, bajaron del caballo y pidieron que se les res
petara la vida. Bueno, yo no di ninguna orden al respecto, pero
mis hombres comprendieron bien que no se podía perdonar la
vida. Los cosacos y dragones mataron hasta el último.
Y pensar que si, tras la segunda descarga a quemarropa, estos
diablos sin cerebro, en vez de huir, se hubieran lanzado sobre
los cañones, no hubiéramos tenido salvación porque no hubie
ra habido tiempo de disparar de nuevo.
Bueno, ¡Dios nos ayudó! Todo había acabado y mi alma res
plandecía de alegría, como en la Pascua del Señor. Recogimos
a nuestros caídos: treinta soldados habían entregado su alma a
Dios. Les pusimos uno al lado del otro en un lugar plano y les
cerramos los ojos. En la tercera compañía había un viejo sub
oficial, un tal Odarcenko, hombre religiosísimo y de gran capa
cidad. En Inglaterra habría llegado a primer ministro y sin
embargo acabó en Siberia al oponerse a las autoridades por la
clausura de un monasterio de cismáticos37 y en la destrucción
de la tumba de uno de sus venerados stárets38. Lo hice llamar y
le dije: «Odarcenko, ya lo sabes, estamos en guerra y no tene
mos un sacerdote para cantar los himnos por nuestros caídos.
¡Hazlo tú!». Obviamente no podría haberle dado una satisfac
ción mayor. «Lo haré lo mejor que pueda, excelencia». Aquel
hombretón estaba radiante. Encontramos también cantantes
para el coro y todo se hizo de la mejor de las maneras. No se
pudo dar la absolución sacerdotal, pero no era necesaria: los
caídos habían sido ya absueltos por las palabras de Cristo so
bre aquellos que dan la vida por sus amigos. Así es como re
Dirigiéndose al Político
69 Aquí y a continuación se entiende por «etíopes» a los pueblos cristianos que vivían
en el imperio otomano.
fieros soldados; personalmente yo veo en ellos a los custodios
de la paz y del orden en Oriente.
LA SEÑORA - ¡Una bonita paz y un bonito orden cuando, de
un día para otro, masacran a decenas de miles de personas!
Prefiero cualquier tipo de desorden.
EL POLÍTICO - Como le he dicho hace poco, las masacres fue
ron determinadas por una agitación revolucionaria. ¿Por qué
pedirles a los turcos un alto grado de mansedumbre y miseri
cordia cristiana que no se les exigen a ninguna otra nación, ni
siquiera cristiana? Dígame un solo país en el que una revuelta
armada haya sido reprimida sin recurrir a medidas crueles e
injustas. Tengamos presentes varias cosas: en primer lugar, los
instigadores de las matanzas no fueron los turcos, quienes, por
otra parte, apenas tomaron parte en ellas, sino que fueron lle
vadas a cabo, en su mayor parte, por «diablos» de los del Ge
neral; en fin, también yo estoy de acuerdo sobre el hecho de
que en esta ocasión, dando carta blanca a esos «diablos», el go
bierno turco ha exagerado, como también exageró entre noso
tros Iván IV cuando hizo ahogar a diez mil pacíficos ciudada
nos de Novgorod70, o los comisarios de la Convención francesa
con sus noyad.es y fusillades71, o los ingleses en la India en la re
presión de la revuelta de 1857. Y no obstante, no hay duda de
que en el caso de tener la posibilidad, los «etíopes» de nuestra
misma raza y fe, como los llama el General, se abandonarían a
matanzas mucho mayores que las cometidas por los turcos.
EL GENERAL - ¡Pero si yo nunca he pensado en poner a los
etíopes en el lugar de los turcos! Lo que quiero es que Rusia
tome Constantinopla y Jerusalén y que, en el lugar del imperio
turco, instituya un gobernador militar como los de Samarcan
da y Aschabad; y que los turcos, una vez depuestas las armas,
sean tratados de la mejor de las maneras posibles, tanto en lo
que atañe a la religión como en todo lo demás.
70 Iván IV, el Terrible, para consolidar su poder autocrático, realizó una feroz política
de represión de la nobleza y de las ciudades libres, especialmente sobre Novgorod.
71 Ahogamientos y fusilamientos, métodos empleados por la República Francesa en la
represión de los movimientos contrarrevolucionarios.
EL POLÍTICO - Bueno, espero que no esté hablando seriamen
te, en caso contrario estaré obligado a dudar de su... patriotis
mo; de hecho, si iniciásemos una guerra con unos objetivos tan
radicales provocaríamos nuevamente una coalición europea en
contra nuestra en la que participarían incluso nuestros etíopes,
liberados o aspirantes a la liberación. Éstos comprenden bien
que bajo la dominación rusa no será muy fácil manifestar aque
llo que los búlgaros llaman «la propia fisonomía nacional». Y
en vez de destruir el imperio turco seremos nosotros los que
sufriremos una nueva y mayor derrota que la de Sebastopol.
No, aunque habitualmente nos empeñamos en malas políticas,
estoy convencido de que no llegaremos a la locura de una nue
va guerra con Turquía; y si lo hiciésemos, todo patriota debería
decir con desesperación: quem Deus vult perdere, prius demen-
tat72.
LA SEÑORA - ¿Y qué significa eso?
EL POLÍTICO - Significa que Dios quita la razón a quien quie
re perder.
LA SEÑORA - Bueno, la historia no se hace según este tipo de
razón; usted, presumiblemente, no está sólo con Turquía, sino
también con Austria.
EL POLÍTICO - No es necesario que me alargue sobre esta cues
tión, puesto que personas más competentes que yo -por ejem
plo los líderes nacionales de Bohemia- afirman desde hace
mucho tiempo que «si Austria no existiera, habría que inven
tarla». La reciente disputa en el parlamento de Viena constitu
ye una óptima ilustración de este aforismo y también una pre
figuración en miniatura de lo que ocurriría en esos países si se
hundiera el imperio de los Habsburgo.
LA SEÑORA - ¿Y qué piensa usted de la alianza franco-rusa73?
Tengo la impresión de que no habla de ella a propósito.
EL POLÍTICO - No querría adentrarme en los detalles de una
77 Se refiere a la quinta y sexta guerra ruso-turca causadas por las disputas balcánicas
en tiempos del zar Alejandro II.
nar a estos últimos; y así continuará cuando la guerra entre las
naciones no sea más que un recuerdo histórico remoto.
EL GENERAL - Usted compara la policía con el coxis que per
siste en el hombre. Muy divertido, ¿pero no cree que ha ido
demasiado deprisa al comparar a los militares con los vestigios
de la cola? El hecho de que esta o aquella nación esté en deca
dencia y combata mal significa, según usted, que en todo el
mundo las virtudes militares se han extinguido. Debo admitir,
no obstante, que incluso el soldado ruso puede estar algo es
tropeado por ciertas «disposiciones» y «sistemas».
LA SEÑORA, dirigiéndose al Político - Y todavía no nos ha ex
plicado de qué manera pueden resolverse sin guerra algunas
situaciones históricas, por ejemplo la cuestión de Oriente. Aún
siendo todo lo malos que quieran los pueblos cristianos de
Oriente, en el caso de que decidieran liberarse por sí solos y los
turcos empezaran a masacrarlos, ¿deberíamos quedarnos con
los brazos cruzados? Admitamos que sus críticas precedentes
a la guerra están del todo justificadas, querría preguntarle -
como el Príncipe, aunque en otro sentido- ¿qué deberíamos
hacer si esas matanzas volvieran a empezar?
EL POLÍTICO - En primer lugar, hasta que esas matanzas no
se verifiquen, debemos abandonar nuestra errónea política y
apostar por otra, quizás de aspecto alemán, pero eficaz: no de
rrotar a los turcos, no gritar como borrachos que queremos ele
var cruces sobre las mezquitas, sino intentar civilizar pacífica y
amigablemente a Turquía, por su interés y por el nuestro pro
pio. Depende esencialmente de nosotros que los turcos com
prendan cuanto antes que despedazar a la población del pro
pio país es algo no sólo malo, sino sobre todo inútil y dañoso.
EL SEÑOR Z. - Bien, en lo que se refiere a la civilización ligada
a las concesiones ferroviarias y a todo tipo de empresas comer
ciales e industriales, los alemanes nos han precedido78; compe
tir con ellos en este terreno es una operación desesperada.
78 Estas palabras, escritas en octubre de 1899, fueron confirmadas pocos meses des
pués por la convención turco-alemana para los asuntos de Asia Menor y el ferrocarril
de Bagdad (N. del A.)
EL POLÍTICO - ¿Y por qué deberíamos competir con ellos? Si
alguien hiciera en mi lugar un trabajo pesado, yo estaría bien
contento e iría a agradecérselo. Si, por el contrario, me irritase
con él porque ha hecho algo que yo hubiera querido hacer, en
este caso no me estaría comportando como una persona de bien,
pues del mismo modo no es digno de una nación como Rusia
hacer como el perro que duerme del hortelano que ni come ni
deja comer a los demás. Si otros consiguen concluir mejor y
más rápidamente que nosotros un buen asunto de interés co
mún, ¡mucho mejor! ¿Por qué otro motivo hemos combatido
contra Turquía si no es por salvaguardar los derechos huma
nos de sus súbditos cristianos? ¿Y si los alemanes tuvieran
mayor fortuna y alcanzaran este resultado, pero con métodos
pacíficos, civilizando Turquía? No hay duda de que si en 1895
los alemanes hubieran estado tan sólidamente asentados en
Turquía como lo estaban los ingleses en Egipto, las matanzas
contra los armenios no hubieran ocurrido.
LA SEÑORA - ¿Esto significa que, según usted, deberíamos
renunciar a Turquía solamente para que los alemanes se la co
man mejor?
EL POLÍTICO - No, no es eso. Creo que la política alemana es
sabia porque no se propone comer esos alimentos indigestos;
su fin es más sutil: introducir a Turquía en el ámbito de las
naciones civilizadas, ayudar a los turcos a educarse y a llegar a
ser capaces de gobernar con justicia y humanidad a aquellos
pueblos que, por su recíproca hostilidad, no están en situación
de vigilar pacíficamente sus propios asuntos.
LA SEÑORA - ¡Todo esto son cuentos chinos! ¿Cómo es posi
ble entregar para siempre un pueblo cristiano a los turcos? Tam
bién a mí me gustan los turcos por muchas cosas, pero se trata
a fin de cuentas de bárbaros cuya última palabra será siempre
la violencia. Y la civilización europea no les afecta para nada.
EL POLÍTICO - Esto mismo se podría decir de la Rusia de Pe
dro el Grande y también de tiempos mucho más cercanos a
nosotros. Siempre nos acordamos de las «atrocidades turcas»,
¿pero cuánto hace que atrocidades de este tipo eran cometidas
por Rusia y por otros países? «Los desgraciados cristianos gi
men bajo el yugo musulmán» ¿Y todos aquellos que gimen bajo
nuestro yugo de crueles terratenientes, sean cristianos o mu
sulmanes? ¿Y los soldados gimiendo bajo el yugo de la leva?
La respuesta a estos lamentos de los cristianos rusos ha sido la
abolición de los siervos de la gleba y del castigo físico, no la
destrucción del imperio ruso. ¿Y por qué ahora a los lamentos
de los btilgaros y armenios hay que responder necesariamente
con la destrucción del estado desde el que dichos lamentos son
lanzados?
LA SEÑORA - Porque no es posible poner en el mismo plano,
la existencia en un estado cristiano, y en consecuencia fácil
mente reformable, con la opresión de un pueblo cristiano por
parte de uno no cristiano.
EL POLÍTICO - La imposibilidad de reformar Turquía no es
más que un prejuicio hostil que los alemanes han empezado a
destruir ante nuestros propios ojos, exactamente del mismo
modo como contribuyeron a hacerlo respecto de la innata bar
barie del pueblo ruso. En lo que respecta a sus «cristianos» y
«no cristianos», creo que a los ojos de las víctimas de cualquier
atrocidad la question manque d'intérét79. Si alguien me despelleja
estoy seguro de que no le preguntaré: «¿y usted, egregio señor,
a qué confesión religiosa pertenece?». Y no me consolará para
nada si resulta que la persona que me está masacrando no es
solamente odiosa y amenazadora, sino también inconcebible
mente deshonesto en su calidad de cristiano ante su propio Dios,
cuyos mandamientos infringe. Y, hablando objetivamente, ¿no
resulta suficientemente claro que el cristianismo de Iván IV, de
la Saltycicha80 y de Arakceev81 no constituye ningún mérito,
sino al contrario, un abismo de inmoralidad que en las otras
religiones parece imposible? Ayer el General nos explicó las
atrocidades de los salvajes kurdos, recordándonos que se tra-
79 En francés en el original: la cuestión carece de interés.
80 Apodo de Darija Saltykova, una terrateniente del siglo XV III, tristemente célebre
por la crueldad con que trataba a sus campesinos.
81 Cfr. la nota 58.
taba de adoradores del diablo82. No hay duda de que quemar a
fuego lento a alguien -un niño, por supuesto, pero también un
adulto- es una acción malvada, diabólica si queremos. Es sabi
do, sin embargo, que también a Iván IV le gustaba quemar a la
gente a fuego lento y que incluso reavivaba las brasas con su
propio bastón. Y no se trataba ciertamente de un salvaje ni de
un adorador del demonio, sino de un hombre de mente des
pierta y de una cultura bastante vasta para su tiempo. Y ade
más era un teólogo de intachable ortodoxia. Y si no queremos
retroceder tanto en la historia, ¿eran el búlgaro Stambulov83 y
el serbio Milán84 turcos o representantes de los llamados pue
blos cristianos? Y entonces, ¿qué es este «cristianismo» del que
usted habla si no una palabra vacía y que no ofrece ninguna
garantía?
LA SEÑORA - ¡Juicios así encajarían bien en boca del Príncipe!
EL POLÍTICO - Cuando, la verdad es así de evidente, no me
importa compartir mi opinión no sólo con nuestro estimadísi
mo Príncipe, sino incluso con el asno de Balaam85.
EL SEÑOR Z. - No obstante, no creo que su excelencia se haya
dignado benévolamente a asumir el papel de protagonista en
el diálogo para hablar del cristianismo o de los animales bíbli
cos. Resuena todavía en mis oídos el grito profundo del corazón
que lanzó ayer: «¡por el amor de Dios, un poco menos de reli
gión!». No sé si tal vez querrá volver al objeto de nuestra con
versación para explicarme un punto que me quedó oscuro. He
aquí de lo que se trata: si, como usted ha dicho, no debemos
destruir el imperio turco, sino «civilizarlo»; y si, por otra parte,
como ha admitido con conocimiento de causa, los alemanes
han empezado ya a ocuparse del progreso material de Turquía
bastante mejor de lo que lo podríamos hacer nosotros, ¿en qué
consiste exactamente la tarea de la política rusa en la cuestión
de Oriente?
82 Cfr. la nota 39.
83 Stefan Stambulov (1 85 4-1 89 5), político búlgaro que gobernó durante un decenio de
manera despótica. Murió en un atentado.
84 Milán Obrenovic (1 8 54 -19 01 ), rey de Serbia.
85 Cfr. Nm 24.
EL POLÍTICO - ¿Qué en qué consiste? Absolutamente en nada,
me parece claro. Sobre todo si por tarea particular de la política
rusa se entiende una dirección asumida y sostenida aislada
mente por parte de nuestro país, en contraste con las tenden
cias de todas las demás naciones europeas. Por otra parte le
puedo decir que no ha existido jamás tal política particular.
Hemos dado más bien bandazos en esa dirección, primero en
los años 50 y después en los años 70; pero esos tristes banda
zos, que son justamente la causa de lo que yo llamo nuestra
mala política, llevan inmediatamente consigo una némesis de
fracaso más o menos grave. Hablando en general, la política
rusa en Oriente no puede ser considerada como autónoma o
aislada. Desde el siglo XVI hasta, quizás, el XVIII, su misión
fue defender, junto con Austria y Polonia, el mundo civilizado
de los asaltos, entonces peligrosos, de los turcos. Y ya que en
esta obra defensiva Rusia debía actuar, aunque fuera sin una
alianza formal, junto a polacos, imperiales y venecianos, está
claro que se trataba de una política común y no particular. Tam
bién en el siglo XIX, y mucho más en el venidero siglo XX, este
carácter general permanecerá inmutable, aunque necesariamen
te hayan de cambiar tanto el fin como los medios. Ahora ya no
hay que salvar a Europa de la barbarie turca, sino europeizar a
los propios turcos. El fin anterior implicaba los medios de la
guerra, el futuro, los medios de la paz. Pero la tarea en sí mis
ma, tanto en el primer caso como en el segundo, es común a
toda Europa: así como en el pasado las naciones europeas eran
solidarias en los intereses de la defensa militar, así hoy son so
lidarias en los intereses de la difusión de la civilización.
EL GENERAL - Y sin embargo la antigua solidaridad militar
no impidió a Richelieu y a Luis XIV aliarse con Turquía contra
los Habsburgo.
EL POLÍTICO - Sí, pero esta mala política exterior de los Bor-
bones, junto con la insensatez de su política interior, recibió a
su debido tiempo su merecido castigo por parte de la Historia.
LA SEÑORA - ¿Y lo llama Historia? Antes se hablaba de régicide.
EL SEÑOR Z. - Digamos que fue una fea historia.
EL POLÍTICO, dirigiéndose a la Señora - Aquí no se trata de pa
labras, sino del hecho de que todo error político tiene sus con
secuencias. Y quien quiera es libre de ver en este hecho un sig
nificado místico. En lo que a mí respecta hay bien poco de mís
tico. Es como si, por ejemplo, a mi edad, en vez de comer yo
gur, me atracase de champagne como un jovencito: enfermaría
con toda seguridad.
LA SEÑORA - Debe admitir sin embargo que, a la longue, esta
política suya del yogur resulta un poco fastidiosa.
EL POLÍTICO, ofendido - Si usted no me interrumpiera cons
tantemente ya hace tiempo que habría acabado mi disertación
y cedido la palabra a otro interlocutor más interesante.
LA SEÑORA - Siga, no se ofenda, sólo quería bromear. Al con
trario, usted me parece verdaderamente brillante... para su edad
y su posición.
EL POLÍTICO - Estaba diciendo que hoy somos solidarios con
el resto de Europa en la obra de civilizar a Turquía y que no
tenemos, ni debemos tener, una política particular. Hay que
añadir además que, a causa de nuestro relativo atraso en el
ámbito social, industrial y comercial, la participación de Rusia
en esta obra de civilización no puede ser, por el momento, sig
nificativa. Por otra parte, no se puede olvidar el lugar elevadí-
simo que nuestro país ha conquistado en la esfera militar. Un
lugar que no hemos conseguido gratis, sino gracias a nuestros
méritos. Y así como este prestigio militar no ha sido obtenido
con palabras grandilocuentes, sino con batallas y campañas
concretas, del mismo modo debemos merecer un significado
cultural por medio de obras y éxitos efectivos en los diversos
ámbitos de la paz. Si los turcos han cedido a nuestra superiori
dad militar, también en lo que se refiere a la civilización cede
rán a quien sea más fuerte en este campo. Entonces, ¿qué debe
mos hacer? Ya va siendo difícil encontrar entre nosotros a per
sonas tan idiotas que sean capaces de oponer una imaginaria
cruz sobre Santa Sofía a las reales capacidades laborales de los
alemanes.
EL GENERAL - Justamente, ése es el punto clave: hacer que la
cruz no sea sólo imaginaria.
EL POLÍTICO - Pero, ¿quién materializará esa cruz? Mientras
usted no encuentre el médium idóneo, lo único que nos pide
nuestro orgullo nacional, y siempre en los límites razonables
dentro de los que este sentimiento es admisible, es redoblar
nuestros esfuerzos para alcanzar a las otras naciones en todos
los campos en los que se han distanciado, concentrando la fuer
za dispersa en los varios comités eslavos y en otras estupideces
del mismo género. Además, si en Turquía somos actualmente
impotentes, podemos por el contrario jugar un excepcional
papel civilizador en Asia central y en el Extremo Oriente, es.
decir, en regiones hacia las que la historia está desplazando su
centro de gravedad. Por su posición geográfica y por otra serie
de razones Rusia puede hacer aquí más que cualquier otra na
ción, excepto, obviamente, Inglaterra. Esto significa que la ta
rea de nuestro país en este campo consiste en un constante y
sincero acuerdo con los ingleses a fin de que nuestra colabora
ción civilizadora con ellos no degenere en una hostilidad sin
sentido y en una indigna competencia.
EL SEÑOR Z. - Desgraciadamente, tanto entre los hombres
como entre los pueblos, esta degeneración acaba siempre por
suceder, de manera fatal.
EL POLÍTICO - Sí, sucede. Por otra parte, sin embargo, no co
nozco en la vida de los hombres ni en la de los pueblos un solo
caso en el que una relación de colaboración convertida en hos
til y llena de envidia haga más fuerte, rico y afortunado. Esta
experiencia universal y sin excepción es observada por las per
sonas inteligentes, y yo espero que también por un pueblo sen
sato como el ruso. Enfrentarse con un inglés en el Extremo
Oriente sería el colmo de la locura, aunque sólo sea porque no
está bien que los familiares se peleen en presencia de extraños.
¿O acaso cree usted que los rusos estamos más cerca de los chi
nos que de nuestros compatriotas Shakespeare y Byron?
EL SEÑOR Z. - Bueno, es una pregunta difícil.
EL POLÍTICO - Entonces dejémosla de lado, al menos por aho
ra. Pero ponga atención en lo que voy a decir. Si se acepta mi
punto de vista hay que admitir que, actualmente, la política
rusa debe tener solamente dos fines: en primer lugar, el mante
nimiento de la paz en Europa, puesto que en el actual grado de
desarrollo histórico todo conflicto europeo sería una insensata
y criminal guerra civil; en segundo lugar, el influjo cultural so
bre los pueblos bárbaros que se encuentran en nuestra esfera
de influencia. Ambos fines, además de su intrínseca dignidad,
se sostienen maravillosamente el uno al otro, condicionando
recíprocamente su existencia. Está claro que trabajando con
cienzudamente por el progreso cultural de los estados bárba
ros (en lo que está interesado también el resto de Europa) hace
mos más estrechos los vínculos de solidaridad que nos ligan a
las otras naciones europeas, mientras que la consolidación de
esta unidad europea refuerza a su vez nuestro influjo sobre los
pueblos bárbaros, extirpando en ellos la idea de ofrecer resis
tencia. ¿Cree usted que en Asia encontraríamos obstáculos si el
hombre amarillo supiese que detrás de Rusia está Europa? Y si,
por el contrario, viese que Europa no está con Rusia, sino con
tra ella, ¿no empezaría a considerar la posibilidad de una agre
sión armada sobre nuestra frontera? Y en este caso deberíamos
defendernos en dos frentes que se extienden por diez mil vers-
tas. No creo en el espantapájaros de una invasión mongola pre
cisamente porque rechazo la posibilidad de una guerra euro
pea; no obstante, si por un absurdo estallase una guerra euro
pea, en ese caso sí deberíamos realmente temer a los mongoles.
EL GENERAL - Usted piensa que una guerra europea y una
invasión mongola son del todo inverosímiles, pero por mi par
te no consigo creer en su «solidaridad de las naciones euro
peas» y en la inminente «paz universal». Ni es natural ni es
verosímil. No sin motivo, en Navidad, en las iglesias se canta
«paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad». Esto signi
fica que en la Tierra tendremos paz sólo cuando entre los hom
bres se difunda la buena voluntad. ¿Y dónde está esa buena
voluntad?, ¿la ha visto alguna vez? A decir verdad, usted y yo
manifestamos una auténtica buena voluntad únicamente res
pecto del principado de Monaco, al que no declararemos nun
ca la guerra. Pero antes de considerar como a uno de los nues
tros a los alemanes o a los ingleses y creer íntimamente que su
bien es también nuestro bien y que su satisfacción es también
la nuestra... bueno, eso ya es otra cuestión; me parece muy pro
bable que dicho tipo de «solidaridad», como usted la llama,
con las naciones europeas no se conseguirá nunca.
EL POLÍTICO - ¿Pero cómo puede decir que esa solidaridad
no se alcanzará jamás, cuando ya existe en la naturaleza de las
cosas? Somos solidarios con los europeos por la sencilla razón
de que nosotros mismos somos europeos. Esto es un fait accom-
pli86 desde el siglo XVIII, y ni la tosquedad de las masas popu
lares rusas ni las quimeras de los eslavófilos87 pueden evitarlo.
EL GENERAL - ¿Pero usted cree en serio que los europeos son
solidarios entre ellos, por ejemplo, los franceses con los alema
nes, o los ingleses con los unos y los otros? ¡He escuchado que
ni siquiera los suecos son ya solidarios con los noruegos!
EL POLÍTICO - Parece una argumentación sólida... Lástima
que toda su fuerza esté sobre una base frágil: el desinterés por
la concreta situación histórica. Y yo le pregunto: ¿era solidaria
Novgorod con Moscú en los tiempos de Iván III88e Iván IV? Sin
embargo, no querrá negar que actualmente los gobernadores
de Moscú y Novgorod son solidarios por el bien común del
estado.
EL GENERAL - No, yo sólo quiero decir esto: antes de decla
rarnos europeos, esperemos al menos el momento en el que las
naciones europeas estén tan sólidamente unidas entre sí como
86 En francés en el original: hecho consumado.
87 L a concepción eslavófila, formulada en torno a la mitad del siglo X IX por algunos
pensadores rusos (entre quienes destacan Komiakov y Kireevski) contraponía al ra
cionalismo ilustrado europeo el ideal de una Rusia ortodoxa y comunitaria.
88 Iván III (1 46 2-1 50 5) llevó a buen término la secular obra de reunificación de la
tierra rusa en torno a Moscú, derrotando y absorbiendo a las ciudades rivales de No
vgorod y Tver y liberando definitivamente el país de la sumisión a los tártaros. Su
matrimonio (1 482) con Zoé, nieta del último emperador bizantino, sancionó simbóli
camente la translatio imperii de Constantinopla a Moscú.
lo están las regiones del estado ruso. Antes de esto no vale la
pena sacrificarse y mostrarse solidarios con los europeos mien
tras éstos se dedican a pelearse entre sí.
EL POLÍTICO - Pelearse, ¡qué exageración! Esté tranquilo, no
deberá sacrificarse por Suiza o por Noruega, ni tan siquiera
por Francia o Alemania, porque está bastante claro que no se
llegará a una guerra entre ellas. La clave está en que en Rusia
tomamos a Francia por un insignificante grupo de aventureros
que deberían acabar en prisión, desde donde continuarían
manifestandó su nacionalismo y predicando la guerra contra
Alemania.
LA SEÑORA - Sería muy bonito si todo el odio entre las nacio
nes pudiera ser encarcelado, pero creo que se equivoca.
EL POLÍTICO - Bien, es verdad que he hablado cum grano sa
lís89. Aparentemente Europa no se ha fusionado aún en un solo
conjunto, pero querría retomar mi analogía histórica. Entre
nosotros, por ejemplo, existía aún en el siglo XVI el separatis
mo de las regiones, pero estaba ya cercana su extinción, mien
tras que la unidad estatal ya no constituía un sueño, sino que
se manifestaba concretamente en formas bien definidas. De la
misma manera, en la Europa actual, aunque el antagonismo
nacional continúa existiendo, sobre todo entre las masas y los
políticos incultos, es incapaz de una acción efectiva y mucho
menos aún de desencadenar una guerra europea. En lo que se
refiere a la buena voluntad de la que ha hablado el General,
puedo decir que observo poca, no solamente entre los pueblos,
sino también en el interior mismo de las naciones singulares e
incluso en las propias familias. Y cuando existe, no se da con
mucha intensidad. ¿Pero qué se deriva de esto? Estoy comple
tamente seguro de que no constituye una buena razón para
provocar guerras civiles y fratricidas. Y lo mismo vale para las
relaciones internacionales. Franceses y alemanes son muy li
bres de no amarse, con tal de que no se peleen entre ellos. Y
creo que esto último no sucederá.
100 Juego de palabras entre buryj (rubios) y bury (boers), palabras qué en ruso son casi
idénticas fonéticamente.
101 Otro juego de palabras: en ruso «brunos» y «calembours» suenan respectivamente
bury y calembury.
102 En francés en el original: esto no tiene nombre.
esto es, de los boers, pues bien, no podré hacer otra cosa que
desear su conclusión con una completa sumisión de los pen
dencieros africanos; y que no se hable más de su independen
cia. De hecho, su éxito, no imposible si consideramos la extre
ma lejanía de esos territorios, representaría el triunfo de la bar
barie sobre la cultura, y para mí, como ruso y como europeo,
sería un día de doloroso luto nacional.
EL SEÑOR Z., lentamente al General - Qué bien hablan estos
dignatarios; igual que aquel francés que decía: ce sabré d'honneur
est le plus beau jour de ma vie103.
LA SEÑORA, al Político - No, no estoy de acuerdo. Si tenemos
simpatía por Guillermo Tell, ¿por qué no deberíamos tener sim
patía por estos transboers?
EL POLÍTICO - Esto sólo podría suceder en el caso de que
fuese creada su propia leyenda nacional, inspirando a artistas
como Schiller104 y Rossini105, o bien si hubieran producido un
Jean-Jacques Rousseau106 u otros escritores y estudiosos.
LA SEÑORA - Todo esto, no obstante, ha venido después. En
un principio también los suizos eran simples pastores... Pero
dejemos aparte a los suizos. Dígame: ¿los americanos se distin
guían tal vez por su cultura cuando se rebelaron contra los in
gleses? En absoluto. No eran brunos, sino de piel roja y deso-
lladores, como nos cuenta Mayne Reid107. Sin embargo Lafa-
yette108tenía simpatía por ellos, y tenía razón. Por ejemplo, ahora
han conseguido reunir en Chicago a todas las religiones del
mundo y organizar una gran muestra con ellas. No se había
visto jamás nada parecido. En París han querido hacer lo mis-
103 En francés en el original: este sable de honor es el más bello día de mi vida.
104 Federico Schiller (1 7 59 -18 05 ), poeta romántico alemán.
105 Giacomo Rossini (1 7 92 -18 68 ), compositor italiano especialmente conocido por
sus óperas.
106 Jean-Jacques Rousseau (171 2-1738), filósofo, pedagogo y escritor suizo, autor del
famoso Contrato social.
107 Novelista inglés (1813 -18 83 ), que vivió durante largo tiempo en América y escri
bió novelas de aventuras.
108 Lafayette (1 7 57 -18 34 ), marqués, general y político francés que combatió en las
colonias inglesas de América del Norte junto a los sublevados, siendo nombrado ge
neral del ejército por el Congreso norteamericano.
mo con motivo de la próxima exposición, pero no ha habido
nada que hacer. El único en empeñarse en este intento fue el
abate Charbonnel109, una persona muy simpática que incluso
me ha escrito varias cartas. Sin embargo, todas las confesiones
han rechazado la invitación. El gran rabino ha declarado: «para
la religión tenemos la Biblia y con una muestra no sabemos
qué hacer». Por su desesperación, el pobre Charbonnel ha re
negado de Cristo, declarando a los diarios que había arrojado
la túnica y que respetaba mucho a Renán110. Y ha acabado mal,
así me han escrito: ha tomado mujer o se ha dado a la bebida,
no recuerdo bien. También nuestro Nepljuev ha intentando con
mucha convicción hacer algo parecido, pero se ha desilusiona
do de todas las confesiones. Me ha escrito diciéndome que pone
todas sus esperanzas únicamente en la humanidad entera. ¡Qué
idealista! ¿Cómo se puede exponer a la humanidad entera en
París? No es más que una fantasía. Y sin embargo los america
nos lo han conseguido. Todas las confesiones han enviado a
personalidades espirituales y un obispo católico, elegido presi
dente, ha recitado el Padre Nuestro en inglés. Y los budistas y
los sacerdotes chinos idólatras han respondido respetuosamen
te: «Oh, yes! All right, sir! Nosotros no queremos nada malo,
pedimos solamente que vuestros misioneros estén lo más lejos
posible. Y esto porque vuestra religión nos parece extraordina
riamente buena para vosotros, y no es culpa nuestra si no ob
serváis vuestros mandamientos; pero para nosotros, nuestra
religión es la mejor de todas». Y la cosa concluyó de la mejor de
las maneras, sin peleas, entre la maravilla general. Así es como
han evolucionado los americanos. Y, quién sabe, también tal
vez estos africanos llegarán a ser como ellos.
EL POLÍTICO - Cierto, todo es posible. De cualquier Gavro-
109 Charbonnel, nacido en 1863, sacerdote, literato y periodista francés que apoyó las
tesis del catolicismo liberal y colaboró en el intento de reunir un Congreso universal
de las religiones. Acabó secularizado, casado y realizando conferencias anticlerica
les.
110 Ernesto Renán (182 3-1 89 2), escritor francés positivista que profesaba una fe utó-
pico-idealista en la ciencia como sustituto de la religión y autor de una célebre Vida de
Jesús.
chem puede nacer un gran estudioso. Pero mientras tanto, por
su propio bien, lo mejor es machacarlo a deberes...
LA SEÑORA - ¡Qué expresiones! Décididément vous vous enca-
naillez112. ¡Y todo por culpa de Montecarlo! Qui est que vousfré-
quentez la bas? Lesfamilles des croupiers sans doutem . Pero es asunto
suyo. Sólo querría rogarle que ponga un límite a su sabiduría
política o no conseguiremos cenar. Hace ya un buen rato que
deberíamos haber acabado.
EL POLÍTICO - Querría no obstante resumir y unir el fin del
discurso con su inicio.
LA SEÑORA - ¡No le creo! Usted solo no lo conseguirá jamás.
Es necesario que le ayude a explicar sus ideas. Usted quiere
decir, en esencia, que los tiempos han cambiado: primero eran
Dios y la guerra, mientras que ahora, en su lugar están la cultu
ra y la paz. ¿Es así?
EL POLÍTICO - Más o menos.
LA SEÑORA - Magnífico. Yo no sé qué es Dios ni soy capaz de
explicarlo, pero lo siento. Pero eso que usted llama cultura no
suscita en mí ninguna sensación. ¿Por qué no intenta explicar
me en dos palabras de qué se trata?
EL POLÍTICO - De qué está hecha la cultura y qué contiene, lo
sabe usted perfectamente: cultura son todos los tesoros del pen
samiento y del genio creados por las mejores mentes de todos
los pueblos.
LA SEÑORA - Pero yo no veo unidad, sino más bien deformi
dad. Voltaire y Bossuet114, la Virgen y Nana115, Alfred de Mus-
111 Protagonista de la obra homónima de Víctor Hugo cuya vida transcurre en las
barricadas de la Francia revolucionaria y que es utilizado en el habla popular con el
significado de pilluelo o golfo.
112 En francés en el original: decididamente, usted está volviéndose malvado.
113 En francés en el original: ¿A quién frecuenta allá abajo? A las familias de los
croupiers, sin duda.
114 Bossuet (1 6 27 -17 04 ), obispo de Meaux, famoso orador, escritor y filósofo católi
co.
115 Protagonista de la novela homónima de Zola.
set116 y Filarete117. ¿Cómo es posible hacer de cada hierba un
ramo y sustituir a Dios con esas hierbas?
EL POLÍTICO - Quiero únicamente decir que no tenemos ra
zón para preocuparnos por lo que se refiere a la cultura como
patrimonio histórico: ha sido creada y existe, gracias a Dios. Se
puede esperar que nazcan nuevos Shakespeare y nuevos
Newton, pero esto no depende de nosotros y no presenta nin
gún interés práctico. En la cultura, no obstante, existe también
un aspecto práctico o, si se quiere, moral, y es aquello que en la
vida privada se llama cortesía o educación. Para una mirada
superficial este aspecto podrá parecer de poca importancia, pero
posee un significado extraordinario justamente porque sólo él
puede ser universalmente necesario. No se puede pretender
de nadie el genio o una virtud sublime o un intelecto superior,
pero es posible, y deberíamos pretender de todos, la educa
ción, es decir, aquel mínimo de razonabilidad y moralidad gra
cias a las cuales los hombres pueden vivir humanamente. Ob
viamente la cortesía no es toda la cultura, pero constituye el
fundamento necesario de cualquier vida civilizada, de la mis
ma manera que el saber leer y escribir no agotan la educación
intelectual pero constituyen su fundamento insustituible. La
cortesía es cultura a l'usage de tout le monde118. No es pues extra
ño que de las relaciones privadas entre las personas de una
misma clase se difunda también a las relaciones sociales entre
las distintas clases y, finalmente, hasta en las relaciones inter
nacionales. ¿Recuerdan? Cuando éramos niños era lícito a las
personas de nuestra clase mostrarse descorteses con el popula
cho; hoy, por el contrario, la educación ha sobrepasado esta
convención social y está a punto de superar incluso las barre
ras existentes entre naciones.
LA SEÑORA - Sea breve, se lo ruego. Usted quiere afirmar,
116Alfred de Musset (181 0-1 85 7), literato y poeta francés que frecuentó los ambientes
románticos de la mano de Víctor Hugo.
117 No está claro si se trata de Filarete, patriarca (1613-1633) de Moscú y padre del zar
Miguel, primer soberano de la dinastía Romanov, o bien de Filarete Drozdov (1782-
1867), metropolitano de Moscú y figura dominante de la vida eclesial rusa del siglo
X IX .
118 En francés en el original: al alcance de todos.
evidentemente, que una política de paz entre los estados se co
rresponde con la cortesía entre los hombres.
EL POLÍTICO - Justamente. No por nada en francés la palabra
politesse y politique119 son tan parecidas. Vea como esto no nece
sita sentimientos particulares, ni siquiera aquella buena volun
tad a la que ha hecho referencia el General. El hecho de que yo
no agreda a un individuo ni le muerda en la cabeza no significa
que yo esté animado por la buena voluntad. Al contrario, pue
do alimentar hacia él sentimientos de la mayor hostilidad, pero
entre personas civilizadas produce desagrado una riña de este
tipo. Por otra parte, y esto es muy importante, comprendo que
de un comportamiento violento no podrá salir nada bueno,
mientras que si me controlo y me comporto cortésmente con
esa persona no perderé nada, al contrario, ganaré mucho. Del
mismo modo, por muy grandes que sean las antipatías nacio
nales entre dos pueblos, a un cierto nivel de cultura no se llega
rá nunca a las voies de fait120, esto es, a la guerra. Y esto por dos
razones. En primer lugar porque el mismo procedimiento de la
guerra, no como viene presentada en la poesía y en los cuadros
sino como es en realidad -cadáveres, heridas malolientes, mul
titudes humanas aglomeradas en la suciedad, interrupción del
curso normal de la existencia, destrucción de los edificios y de
las instituciones útiles, de los puentes, de los trenes, de los telé
grafos- todo este desbarajuste repugna por completo a un pue
blo civilizado, del mismo modo que a mí y a todos ustedes les
repugnan los ojos salidos de las órbitas, los pómulos secciona
dos y las narices cortadas. En segundo lugar, porque alcanza
do un cierto grado de desarrollo intelectual, el pueblo compren
de las ventajas de vivir respetando a las otras naciones y cuán
desastroso es pelearse con ellas. También aquí, es cierto, existe
una gradación; un puñetazo es más civilizado que un mordis
co, un bastonazo más civilizado que un puñetazo, un bofetón
simbólico aún más. Del mismo modo, la guerra puede ejecu
tarse de manera más o menos salvaje. Las guerras europeas del
siglo XIX se han parecido más a un duelo formalmente decla-
119 En francés en el original: educación y política.
120 En francés en el original: situaciones de hecho.
rado entre dos personas bien educadas que a una reyerta de
capataces borrachos, pero también esto no es más que un mo
mento de transición. Dense cuenta de que en las naciones avan
zadas el duelo está desapareciendo. Mientras la atrasada Rusia
llora a sus dos mejores poetas, caídos en duelo121, en la más
civilizada Francia el duelo hace ya tiempo que se ha transfor
mado en un sacrificio incruento, en una tradición muerta.
Quand'on est mort c'est qu'on n'est plus en vieul, habría dicho el
señor de La Palisse. Y sin ninguna duda ustedes y yo veremos
que, igual que la guerra, el duelo será sepultado definitivamente
en los archivos de la historia. En estos casos el compromiso no
puede durar por mucho tiempo. La verdadera civilización re
clama que todo tipo de enfrentamiento entre hombres y nacio
nes sea eliminado por completo. En todos los casos una políti
ca de paz es la medida y el síntoma del progreso cultural. He
aquí el motivo por el que, a pesar de mi sincero deseo de resul
tar agradable a nuestro respetabilísimo General, confirmo que
la agitación literaria contra la guerra me parece un fenómeno
del todo reconfortante; un fenómeno que no sólo anticipa, sino
que también facilita la solución definitiva de una cuestión bas
tante madura. A pesar de toda su extrañeza y agitación, esta
propaganda es importante porque subraya en la conciencia
social el camino maestro del progreso histórico. La solución
pacífica, esto es, cortés y ventajosa para todos, de los conflictos
y de los problemas internacionales constituye la norma inque
brantable de una sabia política de la humanidad civilizada.
¿Cómo?
Dirigiéndose al señor Z.
¿Quiere decir algo?
EL SEÑOR Z. - Solamente que su afirmación según la cual una
política de paz es un síntoma de progreso me ha recordado
aquel personaje de Turguéniev123 que en Humo124 dice: «¡el pro
125 En francés en el original: me parece, por otra parte, que la cultura y el arte culinario
forman buena pareja.
TERCER DIÁLOGO
126 En latín en el original: un poco de religión puede persuadir del mal, Lucrecio, De
rerum natura, 1 , 111.
EL PRÍNCIPE - No sucederá ninguna desgracia. Haré todo lo
posible para volver a las nueve, pero ahora debo marcharme
sin excusa.
LA SEÑORA - ¿Pero por qué esta prisa de improviso? ¿Por
qué razón no me había dicho nada antes de esos asuntos tan
importantes? ¡No le creo! Admita que el Anticristo le ha provo
cado un gran miedo.
EL PRÍNCIPE - Ayer escuché durante tanto rato que la cortesía
es la más importante entre las virtudes que decidí mentir en su
nombre. Lo he hecho mal, lo reconozco, y digo sinceramente
que, a pesar de que tengo verdaderamente muchos asuntos
importantes, si abandono esta conversación es sobre todo por
que considero inadmisible derrochar mi tiempo hablando de
cuestiones que pueden tener sentido sólo para los papúes.
EL POLÍTICO - Y con esto usted ha expiado también el grave
pecado de excesiva cortesía.
LA SEÑORA - ¿Pero por qué irritarse? Si somos estúpidos, ilu
mínenos. Yo no me enfado, aunque me haya comparado con
los papúes; por otra parte, también los papúes pueden tener
ideas justas y Dios concede la sabiduría a los sencillos127. No
obstante, si a usted le resulta difícil escuchar una exposición
sobre el Anticristo, intentemos encontrar otra solución. Vaya a
ocuparse de sus asuntos, pero vuelva aquí al final de la conver
sación, después del Anticristo.
EL PRÍNCIPE - De acuerdo, volveré.
EL GENERAL, riendo, cuando el Príncipe se ha alejado ya bastante
de los contertulios - Sabe bien el gato quién se ha comido la carne.
LA SEÑORA - ¿Usted cree de veras que nuestro Príncipe es el
Anticristo?
EL GENERAL - Bueno, él no, no personalmente al menos. Pero
su línea es justo ésa. Ya en las cartas de san Juan está escrito:
«tened cuidado, hijitos, que llegará el Anticristo, y ahora hay
muchos Anticristos»128. Pues bien, entre todos esos Anticristos...
127 Cfr. Mt 13.
128 Cfr. l J n 4 y 2 Jn 7.
LA SEÑORA - Sí, pero entre tantos uno puede encontrarse de
forma involuntaria. Dios no le pedirá cuentas de nada porque
ha perdido el juicio. Sabe bien que no ha inventado nada nue
vo, pero le gusta llevar un uniforme a la moda, una distinción,
es como pasar de la infantería a la guardia. Para un general no
tiene ninguna importancia, pero no es así para un oficialillo.
EL POLÍTICO - ¡Qué sutil psicóloga! Y sin embargo no consi
go comprender por qué se ha molestado tanto por el Anticris
to. Yo, por ejemplo, no creo en nada místico, pero no por ello
me irrito, al contrario, muestro interés desde un punto de vista
universalmente humano. De hecho, sé bien que para muchos
se trata de algo serio y esto significa que expresa un aspecto
importante de la naturaleza humana; un aspecto que quizás se
ha atrofiado en mí, pero que aún conserva desde mi punto de
vista un interés objetivo. Tampoco para la pintura estoy bien
dotado; no sé dibujar, ni siquiera una línea o un círculo, y no
distingo un cuadro bien pintado de uno insignificante. No obs
tante, me intereso de la cuestiones relacionadas con la pintura
por razones generales de cultura y de estética.
LA SEÑORA - No se puede uno irritar por algo tan inocuo;
también usted, sin embargo, odia la religión y hace un momen
to ha lanzado una invectiva latina.
EL POLÍTICO - Bueno, ¡no se trataba de una invectiva! Yo,
como mi amado Lucrecio, repruebo a la religión sus altares en
sangrentados y los gritos de sus víctimas humanas. Un eco de
esta crueldad sanguinaria se ha escuchado en las afirmaciones
oscuras e intolerables del interlocutor que nos ha dejado. No
obstante, las ideas religiosas me interesan en cuanto tales, tam
bién la del Anticristo. Desgraciadamente he llegado a leer so
bre este tema sólo un libro de Renán, pero se funda exclusiva
mente sobre la erudición y lo reconduce todo a Nerón. Pero
esto no basta, porque la idea del Anticristo existía entre los ju
díos mucho antes de Nerón, a causa del rey Antíoco Epifanes,
y continúa existiendo todavía hoy, entre nuestros cismáticos129
LA SEÑORA - ¡Qué Dios sea con usted! ¿Pero por qué quiere
confundir al Príncipe? En el Evangelio está, sin ninguna duda,
la parábola de los viñadores.
EL SEÑOR Z. - Hay algo parecido en la trama exterior, pero
muy diferente en su contenido y significado.
LA SEÑORA - ¿Pero qué dice? Déjelo, por favor. A mí me pare
ce que la parábola es justamente así y usted lo único que quiere
es buscarle tres pies al gato. No creo nada de lo que dice.
EL SEÑOR Z. - No es necesario que crea lo que digo; tengo
aquí el librito en cuestión.
Diciendo esto extrae de su gabán un
Nuevo Testamento de pequeño formato
y empieza a hojearlo.
144 Me 1 1 ,2 7 -3 3 .
gálica de los viñadores está en esta acusación a los indignos
guías nacionales del pueblo hebreo por su oposición al Mesías.
Lee
«Tras esto empezó a proponer al pueblo la siguiente parábola:
Un hombre plantó una viña, la arrendó a unos colonos y se ausentó
por mucho tiempo. En su debido momento envió un criado a los viña
dores para que le dieran parte del fruto de la viña. Pero los colonos,
después de golpearle le despidieron con las manos vacías. Volvió a
enviarles otro criado, pero ellos, después de haberle azotado y ultraja
do, lo despidieron también sin nada. Todavía les envío un tercero,
pero ellos le hirieron y le echaron fuera. Dijo entonces el dueño de la
viña: "¿Qué haré? Enviaré a mi hijo amado, quizás a él lo respeta
rán". Pero los colonos al verlo comentaron entre ellos: "Este es el
heredero; matémosle, para que sea nuestra la heredad". Y echándole
fuera de la viña, lo mataron. ¿Qué hará pues con ellos el dueño de la
viña? Vendrá y exterminará a esos colonos, y dará la viña a otros. Al
oír esto, dijeron: ¡De ningún modo! Pero fijando en ellos su mi
rada dijo: ¿Pues qué significa lo que está escrito: "La piedra que
rechazaron los constructores, ésta se ha convertido en piedra angu
lar"? Todo lo que caiga sobre esa piedra se estrellará, y a aquél sobre
quien ella caiga, lo aplastará. Los escribas y los príncipes de los
sacerdotes intentaron echarle mano en ese mismo momento,
pero temieron al pueblo, pues comprendieron que la parábola
la había dicho por ellos»145. Le pregunto entonces: ¿a qué se
refiere la parábola de los viñadores?
EL PRÍNCIPE - No comprendo el significado de su réplica. Los
sumos sacerdotes y los escribas judíos se ofendieron porque
eran, y lo sabían, el modelo de los malvados de los que habla la
parábola.
EL SEÑOR Z. - ¿Pero de qué eran acusados en esencia?
EL PRÍNCIPE - De no haber observado la verdadera doctrina.
EL POLÍTICO - Está claro: esos gandules vivían sólo para su
propia felicidad, como los hongos, fumando tabaco, bebiendo
vodka, comiendo carne y al mismo tiempo ofreciéndola a su
145 Me, 12, 1-12.
mismo Dios. Y eso no es todo: se casaban, presidían los tribu
nales y participaban en las guerras.
LA SEÑORA - ¿Le parece bonito bromear de este modo a su
edad y en su posición? No le escuche, Príncipe. Intentemos
hablar en serio. Dígame, ¿no es verdad que en la parábola evan
gélica los viñadores mueren porque habían matado al hijo y
heredero del dueño? Y esto es, para el Evangelio, lo principal.
¿Por qué lo omite?
EL PRÍNCIPE - Lo omito pórque se refiere a la suerte personal
de Cristo, la cual tiene ciertamente su importancia y su interés,
pero no es esencial resp ectóle lo único verdaderamente nece
sario.
LA SEÑORA - ¿Es decir...?
EL PRÍNCIPE - Es decir, la observancia de las enseñanzas evan
gélicas, a través de las que se consigue el Reino de Dios y su
justicia.
LA SEÑORA - Un momento, por favor. Estoy un poco confu
sa. ¿De qué se trata?... Ah, sí.
dirigiéndose al señor Z.
Usted que tiene el Evangelio a mano, dígame: ¿de qué se habla
en este capítulo después de la parábola de los viñadores?
EL SEÑOR Z., hojeando el librito - Se habla de dar al César lo
que es del César, después se habla de la resurrección de los
muertos: los muertos resucitarán porque Dios no es un Dios de
muertos, sino de vivos; así se demuestra que Jesús no es sólo
Hijo de David sino también Hijo de Dios. Finalmente, en los
dos últimos versículos, se critica la hipocresía y la vanidad de
los escribas.
LA SEÑORA - Vea, Príncipe, también esto es enseñanza evan
gélica: reconocer la legitimidad del Estado en los asuntos de
este mundo, creer en la resurrección de los muertos y en el he
cho de que Cristo no es un simple hombre, sino el Hijo de Dios.
EL PRÍNCIPE - ¿Pero es posible extraer conclusiones en base a
un solo capítulo, escrito quién sabe dónde y por quién?
LA SEÑORA - ¡Claro que no! Sé bien, sin necesidad de pedir
explicaciones, que no en un solo capítulo, sino en muchos pun
tos de los cuatro evangelios se habla tanto de la resurrección
como de la divinidad”de Cristo, sobre todo en San Juan. Lo
leemos hasta en los funerales.
EL SEÑOR Z. - Y en lo que se refiere a cuándo y por quién han
sido escritos, no se trata de algo desconocido; la crítica libre
alemana ha reconocido ya que los cuatro evangelios son de ori
gen apostólico y se remontan al siglo I.
EL POLÍTICO - Sí, en la decimotercera edición de la Vie de
Jesús146he visto una especie de retractación respecto del cuarto
evangelio.
Eli SEÑOR Z. - Ya, no se puede uno quedar detrás de los pro
pios maestros. Pero el peor problema para usted, Príncipe, no
es qué cosa sean nuestros cuatro evangelios y quién y cuándo
haypn sido escritos; no, la cuestión es que otro evangelio, más
comprensible y más conforme a su «doctrina», desgraciadamen
te no existe.
EL GENERAL - ¿Cómo que no existe? ¿Y el quinto evangelio?
¿Aquel en el que no se habla de Cristo, sino sólo de su doctrina
respecto de la carne y el servicio militar?
LA SEÑORA - ¿También se mete usted? Déjelo ya. Sepa que
cuanto más usted y el consejero de estado ataquen al Príncipe,
tanto más le defenderé. Estoy convencida, Príncipe, de que us
ted quiere tomar el cristianismo por su lado mejor. Cierto, su
evangelio no es el nuestro, pero igual que hace tiempo se escri
bían libros como L'ésprit de M. de Montesquieu o L'ésprit de Féne-
lon, así usted y sus maestros se proponen escribir L'ésprit de
l'Évangile. Es un pecado que ninguno de ustedes haya escrito
un libro que se habría podido titular El espíritu del cristianismo
según fulanito de tal. Usted necesita un catecismo para impedir
que personas simples como nosotros se pierdan con todas es
tas variaciones. Ahora oímos decir que lo más importante es el
Sermón de la montaña, pero justo después nos dicen que antes
146 Se trata de la célebre obra de Ernesto Renán, cfr. nota 110.
que nada hay que trabajar la tierra con el sudor de la frente
(esto, en realidad, no se encuentra en el Evangelio, sino en el
Génesis, allí donde se dice también: «parirás con dolor»; pero
esto no es un mandamiento, sino sólo un triste destino); unas
veces nos dicen que hay que darlo todo a los pobres, otras que
no es necesario hacerlo, porque el dinero es un mal y no se
puede hacer nada malo a nadie, sino solamente a uno mismo y
a su propia familia; después dicen: no se debe hacer nada, sola
mente pensar; y otros dicen: la vocación de la mujer es traer al
mundo el mayor número posible de hijos, y de repente algún
otro afirma justamente lo contrario; luego sostienen que no se
debe comer carne (es el primer grado, dicen, pero nadie sabe
por qué es justamente el primero), después es el turno del vo
dka y del tabaco, después de los fritos; luego le llega el turno al
servicio militar que, dicen, es el peor de los males y el cristiano
debe rechazarlo absolutamente; aquel que es descartado para
la leva se convierte en un santo. Tal vez diga alguna tontería,
pero no es culpa mía, porque no consigo aclararme en medio
de todo esto.
EL PRÍNCIPE - También yo creo que sería necesario un breve
resumen de la verdadera doctrina; de hecho, al parecer, se está
preparando algo por el estilo.
LA SEÑORA - Bueno, mientras lo preparan, dígame en dos
palabras: ¿cuál es, según usted, la sustancia del Evangelio?
EL PRÍNCIPE - Se trata, evidentemente, del gran principio de
la no resistencia al mal.
EL POLÍTICO - ¿Y dónde entra aquí el tabaco?
EL PRÍNCIPE - ¿Qué tabaco?
EL POLÍTICO - ¡Ah, Dios mío! ¡También yo querría saber la
relación entre el principio de la no resistencia al mal y la pre
tensión de hacer abstenerse del tabaco, del vino, de la carne y
de los asuntos amorosos!
EL PRÍNCIPE - La relación me parece clara: estos hábitos vi
ciosos estupidizan al hombre, sofocando en él las exigencias
del intelecto y de la conciencia. He aquí por qué los soldados
son habitualmente enviados a combatir borrachos.
EL SEÑOR Z. - Sobre todo en las guerras desafortunadas. Pero
esto no tiene importancia. Justifique o no las exigencias ascéti
cas, el principio de la no resistencia al mal es importante per se.
Usted cree que en cuanto cesemos de oponernos al mal con la
fuerza, el mal desaparecerá inmediatamente. Esto significa que
el mal existe solamente a causa de nuestra oposición o de las
medidas que tomamos contra él, pero que no posee fuerza pro
pia. En sustancia, según usted, el mal no existe por sí mismo,
sino sólo como consecuencia de nuestra errada opinión en base
a la cual suponemos que existe y que es necesario actuar de
acuerdo a esta convicción. ¿Es así?
EL PRÍNCIPE - Sí, cierto, es así.
EL SEÑOR Z. - Pero si el mal no existe, ¿cómo explicar la sor
prendente derrota de la obra de Cristo en la historia? Desde su
punto de vista, de hedió, esta obra ha fracasado porque final
mente no ha conseguido nada, o mejor, de ella se ha derivado
más mal que bien.
EL PRÍNCIPE - ¿Y por 'qué?
EL SEÑOR Z. - ¡Qué pregunta tan extraña! En cualquier caso, si
esto no le resulta claro, será mejor proceder con orden. Usted
cree que Cristo predicó el verdadero bien más claramente, efi
cazmente y convincentemente que cualquier otro, ¿no es cierto?
EL PRÍNCIPE - Sí.
EL SEÑOR Z. - Y el verdadero bien consiste en no resistir con
la fuerza al mal, esto es, a un mal imaginario, en cuanto el mal
no existe.
EL PRÍNCIPE - Exacto.
EL SEÑOR Z. - Cristo no sólo predicó, sino que al final puso en
práctica la exigencia de este bien, sometiéndose sin oposición a
una pena tormentosa. Cristo, según usted, murió sin resucitar
después. Muy bien. Siguiendo su ejemplo, muchos de sus se
guidores han sufrido la misma pena. ¿Y todo esto, según us
ted, para qué ha servido?
EL PRÍNCIPE - ¿Quiere usted decir quizás que los ángeles han
puesto coronas luminosas sobre estos mártires, conduciéndo
les después a los jardines del paraíso como recompensa por su
actuación?
EL SEÑOR Z. - No, ¿por qué hablar de este modo? Ciertamen
te, yo, como usted, espero, deseo para nuestro prójimo, tanto
para los muertos como para los vivos, lo mejor y más placente
ro. Pero aquí no se trata de nuestros deseos, sino de lo que a su
juicio se ha derivado efectivamente de la predicación y de la
empresa de Cristo y de sus seguidores.
EL PRÍNCIPE - ¿Para quién? ¿Para sí mismo?
EL SEÑOR Z. - Bueno, en lo que se refiere a él se sabe bien que
se derivó una muerte tormentosa, que afrontó, sin embargo,
voluntariamente, con heroísmo moral y no para recibir como
premio coronas luminosas, sino para manifestar el verdadero
bien a los demás, a la humanidad entera. Y ahora yo le pregun
to: ¿qué bienes ha aportado a los demás el martirio de estas
personas, a la humanidad en conjunto? Según la vieja expre
sión, la sangre de los mártires ha sido la semilla de la Iglesia147.
Esto es indudablemente cierto, pero según usted la Iglesia ha
representado la traición y la ruina del auténtico cristianismo, el
cual, finalmente, ha sido olvidado por la humanidad hasta el
punto de que, después de dieciocho siglos, ha habido que re
construirlo completamente, y además sin ninguna garantía de
éxito, esto es, sin ninguna esperanza.
EL PRÍNCIPE - ¿Por qué sin esperanza?
EL SEÑOR Z. - Usted no negará que Cristo y la primera gene
ración de cristianos habían puesto toda su alma en esta obra y
sacrificado su vida por ella; pues bien, si todo esto no ha dado
resultado, ¿sobre qué se puede fundar la esperanza de un éxi
to, en su opinión? De toda esta obra sólo hay una cosa induda
ble y constante, idéntica para quien la ha iniciado y para quien
la ha deformado, para quien la ha destruido y para quien quie
147 Referencia a la conocida frase acuñada por el apologeta cristiano Tertuliano (circa
160- 220). .
re reconstruirla: todos, según usted, han muerto en el pasado,
mueren en el presente y morirán en el futuro; y de la obra del
bien y de la predicación de la verdad no se ha derivado nada si
no es la muerte, ni parece que se vaya a derivar algo diferente
hoy o mañana. ¿Y esto qué significa sino que el mal, que no
existe, triunfa siempre, mientras el bien sale derrotado y queda
anulado?
LA SEÑORA - Pero también los malvados mueren...
EL SEÑOR Z. - Cierto, sólo que mientras que la fuerza del mal
es reforzada por el reino de la muerte, la del bien es debilitada.
En efecto, el mal es claramente más fuerte que el bien, pero si
esta situación es aceptada como la única realidad, entonces es
necesario considerar el mundo como un producto del princi
pio del mal. Pero en qué modo, manteniéndose exclusivamen
te sobre el terreno evidente de la realidad actual y en conse
cuencia reconociendo el manifiesto predominio del mal sobre
el bien, se puede afirmar que el mal no existe y que, en conse
cuencia, no es necesario combatirlo; esto mi razón no consigue
entenderlo en absoluto y espero por eHo una aclaración por
parte del Príncipe.
EL POLÍTICO - Muéstrenos primero cómo, según usted, es
posible superar esta dificultad.
EL SEÑOR Z. - Es bastante sencillo. En realidad el mal existéy
no se manifiesta solamente en la simple ausencia de bien, sino
también en la concreta y victoriosa oposición de las cualidadeísj
inferiores a las superiores en todos los planos del ser. Existe e]
mal individual: la parte inferior del hombre, con todas sus pa
siones animales, se opone a las tendencias mejores del alma y
en la enorme mayoría de los hombres consigue derrotarlas. Está
después el mal social: la muchedumbre humana, individual
mente entregada al mal, combate y derrota los esfuerzos salví-
ficos operados por un pequeño número de personas. Existe tam
bién, obviamente, el mal físico del hombre: cuando los elemen
tos inferiores de su cuerpo materia^ se oponen a la fuerza vital
y luminosa que le armonizan en la forma magnífica del orga
nismo y la destruyen, aniquilando de esta forma la base real de
toda realidad superior. Este mal extremo es llamado muerte. Y si
debemos considerar definitiva e incondicionada la victoria de
este mal físico extremo, entonces es imposible considerar como
realmente significativas las ficticias victorias que el bien obtie
ne en la esfera moral, individual o social. Imaginemos que un
hombre dedicado al bien, Sócrates por ejemplo, consiguiera
derrotar no sólo a sus enemigos internos, esto es, las pasiones
malvadas, sino también a sus enemigos sociales, reformando
así la politeia griega; pues bien, ¿cuál sería la ventaja de esa efí
mera y superficial victoria sobre el mal cuando éste último triun
fa definitivamente en el estrato más profundo del ser, en el
mismo fundamento de la vida? Tanto al reformador como al
reformado les tocará un mismo fin: la muerte. ¿Según qué lógi
ca sería posible estimar en alto grado las victorias morales que
el bien reportó en Sócrates sobre los microbios morales de sus
pasiones malvadas y sobre los microbios morales de las plazas
atenienses, si los verdaderos vencedores fueran en realidad los
malvados y mezquinos microbios de la disolución física? Si
fuera verdaderamente así, ninguna retórica moral podría con
testar la desesperación y el pesimismo más radical.
EL POLÍTICO - Esto ya lo hemos oído. ¿Pero sobre qué se quiere
fundar para oponerse a la desesperación?
EL SEÑOR Z. - Nuestro sostén es sólo uno: la resurrección real.
Sabemos que la lucha entre el bien y el mal no se desarrolla
sólo en el alma y en la sociedad, sino también a mayor profun
didad, en el mundo físico. Sabemos que ya ha habido una vic
toria del principio bueno de la vida a través de la resurrección
personal y esperamos el futuro triunfo de la resurrección uni
versal. De este modo, también la existencia del mal tiene un
sentido y una explicación definitiva, en cuanto que sirve a una
victoria mayor, reforzando el bien y llevando a su plena reali
zación: si la muerte es más fuerte que la vida mortal, la resu
rrección a la vida eterna es más que fuerte que ambas. El Reino
de Dios es el reino del triunfo de la vida a través de la resurrec
ción: he aquí pues el bien concreto, realizado y definitivo en el
que se reencuentra toda la potencia de la obra de Cristo y se
revela su amor real hacia nosotros y el nuestro hacia Él. Todo lo
demás es mudable y pasajero. Sin la fe en la aventura de la
resurrección de Uno y sin la espera de la futura resurrección de
todos, podemos charlar sobre un futuro Reino de Dios, pero en
realidad todo se reduce al reino de la muerte.
EL PRÍNCIPE - ; En aué sentido?
EL SEÑOR Z. - ¿Por qué no se limita usted a reconocer aquello
que todos reconocemos, esto es, el hecho de la muerte, que los
hombres han muerto, mueren y morirán? No, usted reconduce
este hecho a una ley incondicionada que no conoce ni siquiera
una excepción; ¿y cómo no llamar «reino de la muerte» a un
mundo en el que ésta es una ley incondicionada y eterna? ¿Y
qué es su Reino de Dios sobre la Tierra si no un arbitrario y
vano eufemismo para el reino de la muerte?
EL POLÍTICO - También yo pienso que es vano, pues no se
puede sustituir una grandeza conocida por una desconocida.
Nadie ha visto nunca a Dios y nadie sabe qué puede ser su
Reino; pero todos nosotros vemos la muerte de los hombres y
de los animales y sabemos bien que es la ley suprema de este
mundo y que nadie puede huir de ella. ¿Y por qué deberíamos
poner una x en el lugar de esta y? De esta forma lo único que se
consigue es crear confusión y se induce a los «pequeños» a ten
tación.
EL PRÍNCIPE - No consigo entender de qué se está hablando.
La muerte es, ciertamente, un fenómeno interesante, qu,e se
puede también llamar ley, es decir, regla constante e inevitable
para todos los seres de la Tierra; se puede también decir que
esta ley es incondicionada, puesto que hasta ahora no se ha
constatado ninguna excepción reseñable, pero ¿qué importan
cia sustancial y vital puede tener todo esto para las auténticas
enseñanzas cristianas que nos dicen sólo una cosa: lo que de
bemos hacer y lo que no debemos hacer aquí y ahora? Está claro
que la voz de la conciencia puede referirse solamente a aquello
que podemos hacer o no hacer; por tanto, la conciencia no sólo
no dice nada respecto de la muerte, sino que ni siquiera podría
hacerlo. No obstante su enorme importancia para los sentimien-
tos y los deseos de nuestra vida, la muerte no depende de nues
tra voluntad y así pues no puede tener ninguna significación
moral para nosotros. Desde este punto de vista -y es el único
realmente significativo- la muerte es un hecho impersonal como,
por ejemplo, el mal tiempo. El hecho de que yo reconozca la
existencia periódica e inevitable del mal tiempo y lo sufra en
mayor o menor medida no me obliga a decir «Reino del mal
tiempo» en vez de Reino de Dios.
EL SEÑOR Z. - Claro que no; en primer lugar porque el mal
tiempo domina tan sólo en San Petersburgo y nosotros, que
hemos venido al Mediterráneo, nos reímos de su reino; en se
gundo lugar, porque su comparación resulta inadecuada ya que,
incluso con mal tiempo, es posible alabar a Dios y sentirse es
su Reino, mientras que los muertos -como dice la Escritura- no
alaban a Dios. Además, como ha señalado también su excelen
cia/este triste mundo es más oportuno llamarlo reino de la
muerte antes que Reino de Dios.
LA SEÑORA - ¡Qué aburrimiento, todas estas definiciones! Pero
la cuestión no se reduce solamente a esto. Príncipe, ¿por qué
no nos dice que son exactamente el Reino de Dios y su justicia?
EL PRÍNCIPE - Por estas expresiones entiendo una condición
en la que los hombres actúan solamente según una conciencia
pura y observan de este modo la voluntad de Dios que les pres
cribe solamente el bien.
EL SEÑOR Z. - Y no obstante, según usted, la voz de la con
ciencia nos habla indefectiblemente sólo del cumplimiento de
nuestro deber aquí y ahora.
EL PRÍNCIPE - Se entiende que sí.
EL SEÑOR Z. - ¿Y su conciencia calla del todo respecto a aque
llo que no habría debido hacer pero que en cambio hizo en la
infancia, por ejemplo, en los enfrentamientos con personas que
ya están muertas desde hace tiempo?
EL PRÍNCIPE - En este caso, el sentido de tales reminiscencias
consiste en no hacerme realizar ahora acciones parecidas a las
de entonces.
EL SEÑOR Z. - No es exactamente así, pero no vale la pena
discutirlo ahora. Quiero tan sólo recordarle otro límite más evi
dente de la conciencia. Ya desde hace mucho tiempo los mora
listas comparan la voz de la conciencia con el genio, o demo
nio, que acompañaba a Sócrates disuadiéndolo de las acciones
inoportunas, sin jamás darle, por el contrario, indicaciones po
sitivas sobre lo que debiera hacer: lo mismo puede decirse de
la conciencia.
EL PRÍNCIPE - ¿Y por qué? ¿No me sugiere la conciencia ayu
dar a mi prójimo en ciertos casos de necesidad o de peligro?
EL SEÑOR Z. - Da gusto escuchar estas cosas de usted, pero si
examina con atención los casos en cuestión verá que también el
papel de la conciencia es puramente negativo: la conciencia le
pide de hecho solamente no permanecer inactivo o indiferente
ante la necesidad del prójimo, pero no le dice de qué modo
debe usted actuar.
EL PRÍNCIPE - Cierto, porque esto depende de las circunstan
cias, de mi situación y del prójimo a quien quiero ayudar.
EL SEÑOR Z. - Evidentemente, pero en estos casos la valora
ción de esas circunstancias y situaciones dependen del intelec
to, no de la conciencia.
EL PRÍNCIPE - ¿Pero cómo se puede separar el intelecto de la
conciencia?
EL SEÑOR Z. - No es necesario separarlos, pero si distinguir
los, y esto justamente porque en la realidad sucede que no sólo
el intelecto se distingue de la conciencia, sino que se le contra
pone. Si fueran una sola cosa, ¿cómo podría el intelecto poner
se al servicio de acciones no sólo ajenas a la moral, sino del
todo inmorales? No obstante sucede con frecuencia. Se puede
ayudar a alguien en base a los cálculos del intelecto pero en
contra de la conciencia, por ejemplo, si me prodigo frente a una
persona necesitada con el único fin de transformarla en cóm
plice indispensable de un fraude o de cualquier otra empresa
criminal.
EL PRÍNCIPE - Sí, esto es elemental. ¿Pero qué concluye de
aquí?
EL SEÑOR Z. - Concluyo que si la voz de la conciencia, a pesar
de su significado como factor de atención y reproche, no sumi
nistra indicaciones prácticas y positivas a nuestra actividad, si
nuestra buena voluntad tiene necesidad de la intervención del
intelecto, que es un servidor engañoso, pues es capaz y está
dispuesto a servir indiferentemente a dos señores, el bien y el
mal, todo esto significa que para hacer la voluntad de Dios y
conseguir su Reino además de la conciencia y del intelecto es
preciso algo más.
EL PRÍNCIPE - ¿Qué?
EL SEÑOR Z. - En pocas palabras, lo que puede llamarse inspi
ración del bien, es decir, la acción directa y positiva del principio
del bien en nosotros y sobre nosotros. En presencia de esta in
fluencia de lo alto tanto el intelecto como la conciencia se con
vierten en colaboradores del bien. Al mismo tiempo la moral,
en vez de un discutible «buen comportamiento», se convierte
en una vida concreta en el mismo bien, un crecimiento orgáni
co y un perfeccionamiento del hombre completo, interior y ex-
teriormente, tanto de la persona como de la sociedad, del pue
blo singular como de la humanidad en su conjunto. Así es rea
lizada la unidad viviente del pasado que espera la resurrección
y del futuro en el eterno presente del Reino de Dios, que está
siempre sobre la Tierra, pero en una nueva Tierra, amorosa
mente unida a un cielo nuevo148.
EL PRÍNCIPE - No tengo nada en contra de estas metáforas
poéticas, pero querría saber por qué supone que en las perso
nas que hacen la voluntad de Dios siguiendo sus mandamien
tos evangélicos está ausente lo que usted llama «inspiración
del bien».
EL SEÑOR Z. - Sobre todo porque su actividad carece de los
signos de esta inspiración, es decir, aquel impulso de amor li
bre e ilimitado que el Espíritu de Dios da sin medida; pero tam
156 En el texto ruso hay un juego de palabras entre prynjatyj (acogido) y prijatnyj
(agradable).
manos de una única persona dotada del poder necesario. El
principal candidato era precisamente el «hombre del futuro»,
miembro secreto de la orden y única personalidad de fama
universal. Por otra parte, por su profesión de experto en balís
tica y por su condición de rico capitalista, tenía relaciones de
amistad con los círculos financieros y militares del mundo en
tero. En otros tiempos menos ilustrados podría haberle perju
dicado su origen, que se presentaba borroso e incierto. Su ma
dre, de hecho, era un mujer de costumbres disolutas bien cono
cida en ambos hemisferios y no pocas personas tenían idénti
cos motivos para considerarlo como hijo suyo. Esta circunstan
cia no podía obviamente tener ningún tipo de importancia en
un siglo tan avanzado que era también el último. El «hombre
del futuro» fue pues elegido de forma casi unánime como pre
sidente vitalicio de los Estados Unidos de Europa. Y cuando,
apareciendo en la tribuna con todo el esplendor de su belleza
sobrehumana, expuso con fuerza juvenil y elocuencia inflama
da su programa universal, el Comité, en un arrebato de entu
siasmo, decidió otorgarle el honor supremo sin necesidad de
votación: el título de emperador romano. El congreso terminó
con la exultación general y el gran elegido hizo publicar un
manifiesto que empezaba así: «¡Pueblos de la Tierra! ¡Os doy
mi paz!» y terminaba con estas palabras: «¡Pueblos de la Tie
rra! ¡Las promesas se han cumplido! Se ha inaugurado la paz
universal y eterna; cualquier intento de infringirla encontrará
una oposición insuperable porque ahora existe en la Tierra un
poder central más fuerte que todos los otros poderes, tomados
singularmente o en conjunto. Y este poder preponderante e in
superable me pertenece a mí, que he sido elegido plenipoten
ciario de Europa y emperador de todas sus fuerzas. El derecho
internacional posee finalmente aquella sanción de la que había
carecido hasta ahora. De ahora en adelante ninguna potencia
osará decir "guerra" cuando yo digo "paz". ¡Pueblos del Mun
do, la paz es vuestra!». Este manifiesto produjo el efecto desea
do. En todos los lugares de Europa, pero sobre todo en Améri
ca, se formaron partidos imperiales que obligaron a los dife
rentes estados a unirse, con diversas condiciones, a los Estados
Unidos de Europa, bajo la autoridad suprema del emperador
romano. Permanecieron independientes solamente algunas tri
bus y potencias en Asia y África. Entonces, el emperador, con
un pequeño pero selecto ejército (compuesto por regimientos
rusos, alemanes, polacos, húngaros y turcos) llevó a cabo un
«desfile» militar desde el Extremo Oriente hasta Marruecos, y
sin gran derramamiento de sangre sometió a los últimos recal
citrantes. En todos los estados de los dos hemisferios puso en
tonces gobernadores fieles, escogidos entre los magnates loca
les educados a la europea. Derrotada y deslumbrada, la pobla
ción de todos los países paganos le reconocieron como divini
dad suprema. En un solo año fundó la monarquía universal, en
el sentido más completo y auténtico del término. Los gérme
nes de la guerra fueron extirpados de raíz. La Liga Universal
de la Paz se reunió por última vez y, después de haber dirigido
un panegírico al gran fundador de la paz, se autodisolvió pues
ya no tenía razón de existir. En el segundo año de su reinado el
emperador romano y universal hizo publicar un nuevo mani
fiesto: «¡Pueblos de la Tierra! Os prometí la paz y os la he dado.
Pero la paz sólo es buena para quienes viven con bienestar y no
da alegría a quien vive en la miseria. Venid pues a mí, todos los
que sufrís hambre y frío, y yo os saciaré y os calentaré». Y se
guidamente anunció la simple y completa reforma social que
ya había trazado en su célebre libro y que había merecido el
favor de todas las mentes sensatas y nobles. Ahora, gracias a la
concentración en sus manos de las finanzas universales y de
colosales propiedades inmobiliarias, pudo realizar esta refor
ma según el deseo de los pobres y sin descontentar gravemen
te a los ricos, y todos empezaron a recibir según su capacidad.
El nuevo señor de la Tierra era ante todo un compasivo filán
tropo; así, su amor no se limitaba a los hombres, sino que se
extendía también a los animales. Era vegetariano y prohibió la
vivisección, sometiendo a los mataderos a una severa normati
va y animando a diversas sociedades protectoras de animales.
Más importante que todos estos detalles fue la instauración en
toda la humanidad de la igualdad fundamental, la igualdad de
la saciedad universal. Esto sucedió durante el segundo año de su
reinado. La cuestión socioeconómica fue de este modo definiti
vamente resuelta, pero si la saciedad constituye el primer inte
rés de los hambrientos, los saciados tienen necesidad también
de otras cosas. Si los mismos animales saciados no se limitan a
dormir, sino que también quieren jugar, mucho más los seres
humanos, que post panem piden circenses.
El emperador-superhombre comprendía muy bien lo que le
sucedía a la multitud a él sometida. En ese momento se presen
tó ante él, en Roma, un gran taumaturgo, proveniente del Ex
tremo Oriente y rodeado de un aura de extrañas aventuras y
relatos fabulosos. Según ciertos rumores difundidos entre los
neobudistas, este personaje sería de origen divino, engendra
do por el dios del sol Surya157 y una ninfa fluvial.
Este taumaturgo, de nombre Apolonio, un individuo sin duda
genial, mitad asiático y mitad europeo, obispo católico in parti-
bus infidelium158, reunía en sí de manera extraordinaria el domi
nio de las últimas conclusiones de la ciencia occidental y de
sus aplicaciones técnicas con el conocimiento y la plena pose
sión de cuando de sólido y significativo existe en la tradición
mística de Oriente. Los resultados de tal fusión fueron sorpren
dentes. Apolonio logró, entre otras cosas, desarrollar una téc
nica de control de la electricidad atmosférica a medio camino
entre ciencia y magia, de forma que el pueblo lo consideraba
capaz de hacer descender fuego del cielo. A pesar de que impresio
naba la imaginación de la multitud con diversos e inauditos
prodigios, no abusaba de su poder para fines particulares. Así
pues, este personaje se presentó ante el gran emperador, pos
trándose ante él y llamándole verdadero hijo de Dios, decla
rando haber encontrado en los libros secretos de Oriente profe
cías claras sobre él, el emperador, último salvador y juez, y
poniendo sus artes a su servicio. Fascinado por este personaje,
el emperador lo acogió como un don celestial y después de
haberle concedido los títulos más solemnes ya no se separó de
él. De esta forma, los pueblos de la Tierra, colmados de los be
161 El nombre de este segundo y último Pedro se relaciona con el del primero, Simón
hijo de Juan (B a r Ion significa hijo de Juan, de donde se deriva Barionini).
difundidas en San Petersburgo y sus alrededores, habían ex
traviado no sólo a muchos ortodoxos sino también a algunos
católicos. Nombrado arzobispo de Moghilev y posteriormente
creado cardenal, aparecía como predestinado a la tiara. Era un
hombre de cerca de cincuenta años, robusto, de mediana esta
tura, con la nariz ganchuda y cejas tupidas. Apasionado e im
petuoso, hablaba con fogosidad, acompañándose con gestos,
arrastrando más que persuadiendo a quienes le escuchaban. El
nuevo Papa mostraba desconfianza y antipatía hacia el amo
del mundo, sobre todo después de que su predecesor, mientras
se dirigía al concilio, hubiera cedido a las presiones del empe
rador, creando cardenal al canciller imperial y gran mago uni
versal, es decir, al exótico obispo Apolonio, que Pedro II consi
deraba como católico dudoso e indudable impostor.
El jefe efectivo, aunque no oficial, de los ortodoxos era el stárets
Juan, muy conocido entre el pueblo ruso. A pesar de ser oficial
mente un «obispo emérito», no residía en ningún monasterio,
sino que vagabundeaba continuamente de un lugar a otro,
acompañado de varias leyendas. Algunos afirmaban que se tra
taba de Fédor Kuzmic resucitado, es decir, del emperador Ale
jandro I162, muerto tres siglos antes. Otros iban más allá, afir
mando que era el auténtico stárets Juan, esto es, el apóstol Juan
que no había muerto y que se manifestaba nuevamente en los
últimos tiempos. Él, por su parte, no hablaba nunca de sí mis
mo ni de su juventud. Era un hombre anciano pero aún robus
to, con el pelo canoso y una barba que tiraba a un color amari
llento e incluso verde, de alta estatura, las mejillas ligeramente
rosadas, los ojos vivaces y brillantes, la expresión de la voz y
del rostro dulce y siempre vestía un sayal blanco y una capa.
El jefe de la delegación evangélica en el concilio era un erudito
teólogo alemán, el profesor Ernst Pauli163, un viejecito pequeño
167 En latín en el original: ¡Venga! ¡Venga pronto! ¡Ven, Señor Jesús, ven!
168 En latín en el original: por testigo de los dos difuntos se tiene Ernst Pauli.
mún, de vivir en las ciudades y lugares poblados para que así
no puedan seducir con sus perversidades a las gentes sencillas
e ingenuas». En cuanto acabó de leer, ocho soldados, siguien
do las instrucciones de un oficial, se acercaron a las andas en
las que yacían los cuerpos.
«Que se cumpla lo que ha sido escrito», dijo el profesor Pauli, y
los cristianos que llevaban las andas las entregaron sin ofrecer
la más mínima resistencia a los soldados, que se alejaron por la
puerta del nordeste. Los cristianos, saliendo también por la
misma puerta, se dirigieron rápidamente hacia Jericó, pasando
cerca del Monte de los Olivos y finalmente se detuvieron en las
colinas desiertas cercanas a Jericó. El día siguiente por la ma
ñana llegaron a Jerusalén peregrinos cristianos.... Después de
la comida, todos los miembros del concilio fueron convocados
en la inmensa sala del trono, donde se suponía que estaba el
trono de Salomón, y el emperador, dirigiéndose a los represen
tantes de la jerarquía católica, explico que el bien de la Iglesia
exigía que se procediese a la inmediata elección de un digno
sucesor del apóstol Pedro y que las presentes circunstancias la
elección debía realizarse siguiendo un procedimiento sumario.
La presencia del emperador, guía y representante de todo el
mundo cristiano, compensaba con abundancia la omisión de
las formalidades rituales.
El emperador, en nombre de todos los cristianos, proponía que
el Sacro Colegio eligiera a su querido amigo y hermano Apolo-
nio para que de este modo la estrecha relación que existía entre
ambos hiciera duradera e indisoluble la unión entre la Iglesia y
el Estado en orden al bien común. El Sacro Colegio se retiró a
una cámara particular para celebrar el cónclave y después de
hora y media salió con el nuevo Papa Apolonio. Mientras se
procedía a la elección, el emperador trataba de persuadir con
palabras llenas de dulzura, sabiduría y elocuencia a los repre
sentantes de los ortodoxos y de los evangélicos para que pusie
ran fin a las viejas disensiones con vistas a una nueva época
histórica del cristianismo y afirmaba que él se haría garante de
que Apolonio aboliría para siempre los abusos históricos del
poder papal. Convencidos por sus palabras, los representantes
de la ortodoxia y del protestantismo redactaron un acta de unión
de las Iglesias y cuando apareció Apolonio en la sala acompa
ñado por los cardenales en medio de los gritos de júbilo de
toda la asamblea, un obispo griego y un pastor evangélico le
presentaron el documento. Accipio et approbo et laetificatur cor
meum169, dijo Apolonio estampando su firma. «Yo soy al mismo
tiempo verdadero ortodoxo, verdadero evangélico y también
verdadero católico», añadió intercambiando un amistoso abra
zo con el griego y con el alemán. Después se acercó al empera
dor, quien le abrazó y le tuvo largo tiempo entre los brazos. En
aquel momento, pequeños puntos luminosos comenzaron a
revolotear en todas las direcciones en el palacio y en el templo,
que se agrandaron y se convirtieron en sombras luminosas de
seres extraños. Flores nunca vistas sobre la Tierra caían desde
lo alto, llenando el aire de un perfume arcano. Llegaban tam
bién desde lo alto deliciosas sonidos de instrumentos musica
les hasta entonces desconocidos, mientras voces angélicas de
invisibles cantores glorificaban a los nuevos soberanos del cie
lo y de la Tierra. Mientras tanto, un espantoso ruido subterrá
neo resonaba en la parte nordeste del palacio central, debajo
del kubbet-el-aruach, es decir, debajo de la cúpula de las almas,
donde según la tradición musulmana se encontraba la entrada
del infierno. Cuando los presentes, por indicación del empera
dor, se acercaron a aquella parte, oyeron claramente innumera
bles voces agudas y penetrantes, en parte infantiles y en parte
diabólicas, que exclamaban: «La hora ha llegado, liberadnos,
¡oh salvadores!, ¡oh salvadores!». Pero cuando Apolonio, apo
yándose sobre la roca, gritó tres veces unas palabras en una
lengua desconocida, las voces callaron y el ruido cesó. Mien
tras tanto, una multitud, que provenía de todas partes, había
rodeado Haram-es-Sharif. Al caer la noche hizo su aparición el
emperador acompañado del nuevo papa en la escalinata orien
tal, provocando una oleada de entusiasmo. El emperador salu
dó amablemente en todas las direcciones y Apolonio puso de
lante de los cardenales secretarios unos cestos grandes y lanza-
169 En latín en el original: acepto y apruebo y se alegra mi corazón.
ba por el aire sin cesar magníficas cadenas romanas y cohetes
que se encendían al sonido de sus manos y se transformaban
en perlas fluorescentes y en luminosos arcos iris. Cuando todo
esto caía a tierra se convertía en innumerables hojas de papel
de varios colores que contenían las indulgencias plenarias sin
condiciones para todos los pecados pasados, presentes y futu
ros. El regocijo popular superó todo límite. En realidad algu
nos afirmaban haber visto con sus propios ojos cómo aquellas
hojas de indulgencias se transformaban en sapos y serpientes
nauseabundas. Sin embargo, la gran mayoría de los presentes
se extasiaban y la fiesta popular duró algunos días. Durante
este tiempo el nuevo papa-taumaturgo realizó prodigios tan
sorprendentes e increíbles que sería imposible narrarlos.
En las alturas desiertas de Jericó los cristianos se dedicaban al
ayuno y a la oración. El cuarto día, al atardecer, el profesor Pauli
y nueve compañeros entraron en Jerusalén montados en asnos
y tirando de una carreta. Por calles secundarias, cerca de Ha-
ram-es-Sharif, desembocaron en Haret-en-Nazara y llegaron a
la entrada del templo de la Resurrección donde yacían los cuer
pos del papa Pedro II y del stárets Juan. A esa hora las calles
estaban desiertas pues toda la ciudad se encontraba en Haram-
es-Sharif. Los soldados dormían profundamente. Los recién lle
gados notaron que los cuerpos no habían sido afectados por el
proceso de descomposición y que no estaban rígidos ni duros.
Los colocaron en unos féretros, los envolvieron con lienzos que
habían traído consigo y recorriendo las mismas calles de antes
regresaron a donde estaban sus hermanos. Apenas posaron las
andas en el suelo, el espíritu de vida entró de nuevo en los dos
muertos que empezaron a moverse intentando librarse de los
lienzos. Todos les ayudaron con gritos de alegría y enseguida
los dos resucitados se pusieron en pie, sanos y salvos. El resu
citado stárets Juan les dijo: «Hijitos míos, veis que no nos he
mos separado; escuchad lo que os voy a decir: ha llegado la
hora de que se cumpla la última oración de Cristo por sus após
toles; que sean uno como Él y el Padre son uno. Y por esta uni
dad en Cristo, hijitos míos, veneramos a nuestro queridísimo
hermano Pedro. Se le ha de conceder finalmente el apacentar a
las ovejas de Cristo. ¡Sí, precisamente así, hermano!». Y abrazó
a Pedro. En ese momento se acercó el profesor Pauli: «Tu est
Petrus», dijo dirigiéndose al Papa, «jetzt ist es ja gründlich erwie-
ser und ausser jedem Zweifel gesetzt»170. Estrechó su mano fuerte
mente mientras daba la mano izquierda al stárets Juan dicién-
dole: «So also, Vaterchen, nun sind wir ja gründlich erwieser und
ausser jedem Zweifel gesetst»m. De esta forma se realizó la unión
de las Iglesias en el corazón de una noche oscura en un alto
solitario. Pero la oscuridad de la noche fue rasgada de repente
por un resplandor y en el cielo apareció una gran señal: una mujer
vestida con el sol y la luna a sus pies, y el la cabeza una corona de doce
estrellas172. La aparición se quedó quieta durante unos instan
tes, luego se dirigió lentamente hacia el Sur. El papa Pedro alzó
el báculo pastoral y exclamó: «¡Ésta es nuestra enseña! ¡Sigá
mosla!». Y se dirigió hacia la aparición acompañado de los dos
venerables ancianos y de toda la multitud de cristianos, hacia
el monte de Dios, el Sinaí...
Aquí el lector se detiene
LA SEÑORA - ¿Por qué no continúa?
EL SEÑOR Z. - El manuscrito acaba así. El padre Pansofij no
consiguió acabar su relato. Estaba ya bastante enfermo cuando
me contó lo que pensaba escribir «en cuanto se hubiese cura
do». Pero no se curó y el final de su relato fue sepultado junto
con él en el monasterio de San Daniel.
LA SEÑORA - Pero usted se acordará de lo que le dijo; cuénte-
noslo pues.
EL SEÑOR Z. - Me acuerdo sólo a grandes trazos. Después de
que los guías espirituales y los representantes de los cristianos
se internaran en el desierto árabe, donde se les unieron multi
tudes de cristianos fieles a la verdad provenientes de todo el
mundo, el nuevo papa pudo corromper fácilmente con sus ex
traordinarios prodigios a todos los demás cristianos, que en su
superficialidad no habían creído en la llegada del Anticristo.
170 En alemán en el original: ahora está probado y fuera de toda duda.
171 En alemán en el original: y así, Padre, ahora somos verdaderamente uno en Cristo.
172 Ap 12, 1.
Declaró que con el poder de sus llaves había abierto las puertas
que separaban el mundo terreno del de ultratumba, y efectiva
mente, la comunicación entre vivos y muertos, e incluso entre
hombres y demonios se convirtió en habitual; se desarrollaron
también formas nuevas e inauditas de orgías místicas y de de-
monolatría. Pero justo cuando el emperador empezaba a creer
se seguro en el campo religioso tras haberse declarado única y
verdadera encarnación de la suprema divinidad universal, si
guiendo las apremiantes insinuaciones de la misteriosa voz del
«padre», una nueva desgracia se abatió sobre él, precisamente
por donde nadie lo esperaba: los judíos se rebelaron. Esta na
ción, que había llegado a los treinta millones, no era del todo
ajena a la preparación y a la consolidación de los éxitos univer
sales del superhombre. Cuando el emperador se trasladó a Je-
rusalén hizo correr la voz en los círculos judíos de que su obje
tivo principal era instaurar el dominio universal de Israel so
bre todo el mundo. Los judíos, entonces, le reconocieron como
Mesías y su fidelidad no tuvo límites. Pero de repente los ju
díos se sublevaron furiosos y clamando venganza. Es probable
que el padre Pansofij haya presentado de manera demasiado
simple y realista este cambio que ya está profetizado en la Es
critura y en la Tradición. El caso es que los judíos, que conside
raban al emperador un israelita puro y perfecto, descubrieron
casualmente que ni siquiera estaba circuncidado. Ese mismo
día Jerusalén se sublevó y al día siguiente lo hizo toda Palesti
na. La devoción ardiente e ilimitada en el salvador de Israel, el
Mesías largamente anunciado, se transformó en un odio igual
mente ardiente e ilimitado hacia el astuto impostor. La totali
dad del mundo hebreo se sublevó como un solo hombre y sus
enemigos descubrieron con sorpresa que el alma profunda de
Israel no vive de los cálculos ni de las pasiones de Mamón, sino
de la fuerza de un sentimiento sincero, de la esperanza y el
deseo de su milenaria fe mesiánica. El emperador, que no espe
raba semejante estallido, perdió el control de sí mismo y decre
tó un edicto que condenaba a muerte a todos los rebeldes ju
díos y cristianos. Miles de personas que no tuvieron tiempo de
armarse fueron masacrados sin piedad. Pero en seguida un ejér
cito compuesto por un millón de judíos se adueñó de Jerusalén
y obligó al Anticristo a encerrarse en Haram-es-Sharif. Sólo dis
ponía de una parte de la guardia, incapaz de dominar a la masa
de sus enemigos. Sin embargo, con la ayuda de las artes mági
cas de su papa, el emperador consiguió atravesar las filas de
los sitiadores y se refugió en Siria, poniéndose al frente de un
inmenso ejército de paganos de diversas nacionalidades. Los
judíos fueron a su encuentro con escasas posibilidades de vic
toria. Pero en cuanto las vanguardias de ambos ejércitos entra
ron en contacto se produjo un terremoto de inaudita violencia:
en el fondo del Mar Muerto, cerca del cual se encontraban las
tropas imperiales, se abrió el cráter de un enorme volcán y to
rrentes de lava reunidos en un único lago llameante se traga
ron al emperador, a su inmenso ejército y a su inseparable papa
Apolonio, a quien toda su magia de nada le sirvió. Mientras
tanto los judíos habían huido hacia Jerusalén, llenos de angus
tia y de miedo, invocando la salvación al Dios de Israel. Cuan
do apareció la Ciudad Santa ante sus ojos, un gran relámpago
rasgó el cielo de Oriente a Occidente y vieron a Cristo venir a
su encuentro con vestiduras reales y con las llagas de los clavos
en las palmas de sus manos. En ese mismo momento apareció
en el monte Sinaí una multitud de cristianos guiados por Pe
dro, Juan y Pablo, y de todas partes llegaban otras multitudes
triunfantes: eran los judíos y los cristianos que el Anticristo había
martirizado y que, resucitados, iban a reinar con Cristo por miles
de años.
Así quería el padre Pansofij acabar su relato, cuyo objeto no era
la catástrofe universal de la Creación, sino el fin de nuestro pro
ceso histórico: la aparición, el triunfo y la destrucción final del
Anticristo.
EL POLÍTICO - ¿Y usted piensa que este final está tan cercano?
EL SEÑOR Z. - Bien, todavía habrá mucha palabrería y mucha
vanidad en el escenario, pero el drama ya ha sido escrito hasta
el final hace mucho tiempo y ni los actores ni los espectadores
pueden modificarlo.
LA SEÑORA - ¿Pero cuál es el sentido último de este drama?
No entiendo por qué su Anticristo, que en el fondo no es malo
sino bueno, odia tanto a Dios.
EL SEÑOR Z. - El sentido de todo esto es precisamente que en
el fondo no es bueno. El Anticristo no se explica sólo con prover
bios, dije antes. Pues bien, ahora puedo retractarme de estas
palabras, porque en realidad puede ser explicado con un solo y
extraordinariamente sencillo proverbio: «no es oro todo lo que
reluce». El resplandor de un bien falseado alumbra un poco,
pero no posee ninguna auténtica fuerza.
EL GENERAL - Fíjese, no obstante, sobre qué acontecimientos
se baja el telón de este drama histórico: ¡una guerra! ¡Un en
frentamiento entre dos ejércitos! Al final de nuestro coloquio
hemos vuelto al punto de partida. ¿Qué le parece, Príncipe?...
¡Santo cielo!, pero ¿dónde está el Príncipe?
EL POLÍTICO - ¿No se ha dado cuenta? Huyó furtivamente
en el momento patético cuando el stárets Juan ponía al Anti
cristo contra la pared. Entonces no quise interrumpir la lectura
y después me olvidé del asunto.
EL GENERAL - Dios mío, ha huido. Ha huido por segunda
vez. Consiguió dominarse, pero no ha podido soportarlo. ¡Dios
mío!