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Estructuras Básicas del Lenguaje Musical.

Texto 10.

La semana pasada les mostré cómo se ponen en juego muchas


de las cosas que estamos aprendiendo y lo hice señalando paso a
paso lo que ocurre en la pieza (mía, dicho sea de paso), ésto se llama
así y tiene ésta función, aquello otro se llama de tal otra manera y
sirve para ésto otro. Es decir, simple análisis. Se trata de desmontar
las piezas con las que está formado algo para ver cómo funcionan y
cómo están ensambladas y por qué.
Algunos les habrá servido de algo. A otros no, sobre todo,
aquellos que se preguntan ¿y todo ésto a mi de qué me sirve si lo
único que quiero es aprender a tocar un instrumento? Primero que
nada, sirve para saber, cuando tocamos, qué es lo que estamos
tocando, qué importancia tiene dentro del discurso musical y,
consecuentemente, buscar la mejor manera de tocarlo, en lugar de
sentarnos a nomás tocar notas esperando que ése sólo hecho haga el
milagro de que suene a música. Quizá ya alguien de ustedes se haya
dado cuenta: hacer música, lo que de veras se llama hacer música,
por supuesto que tiene qué ver con el hecho de dominar técnicamente
un instrumento y no ser intimidado por él, pero al mismo tiempo es
muchísimo más que eso; tiene qué ver con nuestras historias
personales, con cómo tocar las notas (pero, más importante aún, con
por qué decidimos tocarlas de una manera en lugar de otra).
La música que nos gusta en particular y a la que decidimos
prestarle nuestra mayor atención (con la aspiración de tocarla) tiene
qué ver con nuestras historias personales, con el medio en el que
crecimos y con las curiosidades que desarrollamos (o decidimos
ignorar) cuando empezamos a crecer. Eso es lo único que dicen sobre
nosotros, nuestros gustos y preferencias musicales en nada definen la
persona que somos. En otras palabras, nadie es más o menos
refinado, sofisticado, educado o conocedor por la música que le gusta
y elige tocar. Hay una inmensa diferencia entre sostener una idea por
pura y vil pose y muy otra decir esa misma idea con plena convicción
de ella. Y las convicciones, por muy sinceras que sean, pueden estar
equivocadas por entero. Descartemos a quienes sostienen ideas por
pura pose, esa actitud en que la mayoría de las veces ni siquiera
sabemos realmente de qué estamos hablando, pero hemos notado
que uno "queda bien" si dice tal o cual cosa, y lo hacemos porque,
digan lo que digan los sabiólogos, las apariencias juegan un papel
importantísimo en la vida real y todo mundo quiere aparentar que no
es ignorante y está enterado o lo que sea que haya qué aparentar
para encajar en la aceptación social.
Nos quedamos entonces con quienes, plenamente convencidos
de tener la razón, digan (por ejemplo) que escuchar Beethoven es de
gente culta, refinada, educada, mientras que escuchar a la Sonora
Dinamita es de pelados, ignorantes y atrasados. No me van a decir
que estoy exagerando porque todos hemos escuchado decir
semejantes o similares cosas y a veces las escuchamos de boca de
nuestros propios maestros. Sin embargo, tal idea no resiste mucho
que digamos el mínimo análisis crítico porque no encontramos una
sólida relación de causa-efecto (relación causal) entre el nivel
educativo y la música que escogemos escuchar o tocar.
Tenemos qué aprender a separar leyendas y lugares comunes
de hechos probados, probables y establecidos: el músico que se
dedica a tocar clásico no necesariamente es una persona educada ni
el músico que toca cumbias es obligatoriamente un asno, lo podemos
probar preguntándole al de las cumbias por qué toca cumbias y al que
toca clásico por qué toca clásico, además de hacerles otras preguntas.
Les aseguro que las repuestas serán, la mayoría de las veces,
inesperadas.
Por experiencia personal, he conocido a muchos músicos de
grupos tropicales que eran verdaderos virtuosos de sus instrumentos y
tocaban cumbias por la poderosa razón de que tenían la mala
costumbre de gustarles comer sabroso tres veces al día, cosa que no
hubieran podido hacer con tanta facilidad dedicándose de lleno a la
música que era verdaderamente su pasión, que a veces era el jazz, en
otros se trataba de géneros más folklóricos y hasta el caso de
percusionistas muy especializados en repertorio para percusiones del
siglo XX pero que de algo tenían qué vivir, o el caso, sorprendente, de
gente especializada en música renacentista pero que sabían que de
eso en éste país no se puede vivir. A veces era gente que hablaba
dos, tres o hasta cuatro idiomas, con licenciaturas a cuestas (y no
nada más la de música) y un enorme dominio de sus respectivas
materias (ahora cualquiera que se quiera pasar de listo puede
dárselas de experto en armonía de jazz bajando de la red algunos
libros y viendo uno que otro tutorial y ya con eso tiene para apantallar
despistados, pero hasta hace no mucho tiempo no era tan facilito).
Otro ejemplo: nuestro conservatorio nacional, como todas las
escuelas, es un fiel reflejo del país que somos (dejo para otra vez la
reflexión que explique el por qué de tal fenómeno), con sus virtudes y
defectos a la vista de todo mundo por sus pasillos y salones.
Cualquiera que se haya paseado por el conservatorio lo sabe:
¿quiénes son los que tocan trompetas, trombones, tubas, cornos y
demás metales? Usualmente, los oaxaqueños. ¿Dónde se juntan a
divertirse? En los jardines, por lo general en los que quedan cerca del
salón de percusiones. Se juntan allí porque es gente educada a
estudiar muy duro a mañana, tarde y noche, pero también porque
habitualmente viven lejísimos del conservatorio (Texcoco,
Nezahualcóyotl, Santa Marta o, cuando muy cerquita, cerca del metro
Pantitlán) y les resulta mejor quedarse aprovechando el tiempo, los
pasajes salen en un ojo de la cara.
Así que suelen juntarse donde les cuento. Y lo que uno llega a
escuchar es prodigioso: pasan, sin mayores transiciones, de estar
tocando en impecable estilo de la Segunda Guerra Mundial "in the
mood" de Glenn Miller, a tocar, con el más absoluto desparpajo, la
versión quebradita de la canción "la culebra" ("ibamoooooooooos,
aaaaaaa la molieeeeeendaaaaaaa... iiiiiiiiiiiiibamooooooooooo-oooo-
oooo-oooooo-oooos aaaaaaaaa la molieeeeeeeendaaaaaaa... de
pronto veo venir..." etc.) o se arrancan con cualquiera de la aterradora
Banda el Limón, volviendo a cambiar sin ningún exabrupto y tocaban
algo tan asquerosamente clásico como la "fanfarria para el hombre
común" de Aaron Copland o hasta el mero inicio del "Orfeo e Euridice"
de Claudio Monteverdi. Y así en general. Suelen ser músicos de
envidiable solvencia técnica, pero tienen algo de lo que muchos otros
carecen: no tienen prejuicios, disfrutan igualmente tocando cada una
de las piezas que acabo de enumerar y no sienten complejos de
ninguna clase haciéndolo. Son gente abierta a conocer, a
experimentar, son músicos que han comprobado en el campo de la
experiencia real (no en el de la teoría o el de las especulaciones
estéticas) que la música, toda la música, se divide en dos y sólo en
dos: buena y mala. Hay magnífica música clásica y pésima música
clásica, hay estupenda música popular y deplorable música popular. El
género no define, de ninguna manera, la calidad de la música.
Curiosamente, son la clase de músicos que no tratan de corregir
petulantemente a nadie por decir "música clásica" porque comprenden
que es un nombre sencillo con el que todos entendemos de inmediato
de qué estamos hablando, de la misma forma que decimos "canciones
rancheras" y todos sabemos al instante a qué nos estamos refiriendo.
Los "peros" y las correcciones de pretendida erudición, cuando las
hay, suelen venir de aquellos que ni idea tienen de la vida real, como
podrán ver a continuación.

El ejemplo opuesto a lo anterior: hace muchos, muchos años,


(casi estaría tentado a decir "en una galaxia, muy, muy lejana"), mi
padre, que trataba de cumplir con sus funciones paternales, me llevó
el medio día de un soleadísimo Sábado a un concierto de un cuarteto
de cuerdas que ocurrió en el Museo de la Ciudad de México
(República del El Salvador y Pino Suárez, Centro Histórico). Edificio
Virreinal, patio colonial al que habían cubierto con una manta
plastificada oscura haciendo que aquello pareciera cueva de rateros,
hartas sillas alrededor de un punto y en el centro de éste punto, cuatro
sillas con sus cuatro atriles. Luego de un rato, entraron cuatro
hombres estirados, serios con cara de funeral, tendrían en ése
entonces casi treinta años cada uno de ellos. Y que se arrancan con el
primer movimiento del cuarteto "disonancias" de Mozart (cuarteto No.
19 en Do Mayor, Kv. 465). El inicio, los primeros minutos, se me
hicieron aburridísimos. Luego, la cosa mejoró, la música se puso muy
emocionante, no de pararse a bailar, pero sonaba enjundiosa. El
primer movimiento no acaba espectacularmente sino que termina
como apagándose, aunque en los últimos segundos se escucha
clarísimo eso que popularmente llamamos "tan-tán" como
onomatopeya de que algo ya se acabó y que en lenguaje técnico
musical llamaríamos "cadencia auténtica perfecta". O sea, tan-tán
(casi sin darse cuenta, la gente al decir tan-tán, lo que en realidad
hacen es cantar una cuarta justa ascendente... que es parte
fundamental de una cadencia auténtica perfecta).
Así que acaba el primer movimiento. ¿Qué hacemos los
entusiasmados escuchas? Aplaudimos. No lo hubiéramos hecho. El
fulano que ocupaba el puesto que muchos años después sabría que
se llama primer violín se levantó con mucha solemnidad y nos dijo, con
voz de locutor de entonces, que la gente educada aplaudía al final de
la obra, no al terminar cada movimiento, que era costumbre de
blablablablablablabla. A partir de ése momento dejé de prestar
atención y lo demás que tocaron me importó un sorbete de limón. Me
cayó en la punta del hígado su tonito de maestrito regañando a una
punta de imbéciles y, sobre todo, eso, que nos tratara como imbéciles.
Y en Sábado. Y no era la escuela. Ya era mucha la cara dura del
infeliz ése.
Diez años después de ése incidente comencé a estudiar música.
Y descubrí varias cosas curiosas: conocí a muchos violinistas que
tenían varias paredes de sus casas repletas de discos compactos,
todos con música para violín. Treinta grabaciones distintas, cuando
menos, del concierto para violín de Beethoven. Otras treinta versiones
distintas de la música para violín de Bach. Veinte del concierto para
violín de Sibelius. Como cuarenta versiones del concierto para violín
de Tschaikovsky, sueño de muchos de ellos. Y así en general, todo del
repertorio usual del violín. De lo demás no tenían mucho que digamos,
y lo que tenían era más bien lo habitual: las nueve sinfonías de
Beethoven, el Moncayo de José Pablo Huapango. No le hace, se ve
muy apantallador, éste cuate, pensaba, seguro sabe muchas cosas.
Le voy a preguntar. Allí empezaban las sorpresas. Tenían muchos
discos, pero igualmente tenían lagunas de conocimiento alarmantes
tratándose de músicos supuestamente profesionales. Y su
desconocimiento de otras áreas de las artes (ya no digamos del saber
humano) eran desconcertantes. Es decir, sabían algo de algunos
temas (porciones del repertorio para violín), pero no mucho más. Era
alarmante que, tratándose de violinistas clásicos mexicanos,
desconocían por entero el concierto para violín de Manuel M. Ponce,
nunca habían escuchado el concierto para violín de Rodolfo Halffter y
tampoco sabían que Carlos Chávez había escrito un (indigesto)
concierto para violín. A varios de ellos les pregunté de dónde venía la
costumbrita esa de no aplaudir hasta el final de la obra, de dónde
venía ésa manía de estar en un concierto con cara de cólico
estomacal y tan tieso como momia de Guanajuato. Ninguno me supo
responder y todos ellos se salieron por la tangente: empezaban a
cantinflear que daba gusto verlos. Es decir, no sabían. Y eso que
hasta titulados eran. Al mismo tiempo, hacían cara de fuchi-caca
cuando alguien mencionaba cualquier cosa referente a la música
popular. Lo que era pura pose, porque si uno se fijaba bien, tras las
filas y filas de discos compactos, había otras filas de discos más o
menos ocultos. Curioso que soy, que muevo unos discos, y detrás de
las obras completas para violín de Nuestro Padre Johann Sebastian
(Bach), que me encuentro los 20 Grandes Éxitos de Chamín Correa,
Las Inolvidables de Los Panchos, ¡A bailar y a gozar con Pérez
Prado!... Nomás me reí. En otra ocasión, uno de ésos violinistas me
dio un aventón, y al prender su coche, que se prende el stereo
rugiendo a todo lo que da con lo que se quedó puesto: "highway to hell
de AC/DC. Habría dado lo que fuera por tomarle una foto al
ultraclásico violinista al ser descubierto como un rockero de clóset...

La vida me pudo dar la sensacional venganza del payaso


violinista que nos regañó por aplaudir. Cuando ya di conciertos, me
dediqué a borrar las distancias entre el público y los músicos. Me
gusta hablarle a la gente desde el escenario. En el 2014 tenía un
grupo de conjuntos instrumentales (de nuestra misma escuela) tan
bueno que lo volvimos orquesta de cámara. Nos atrevimos a tocar la
séptima sinfonía de Beethoven, con resultados más que respetables.
En un evento llevado a cabo en el foro de la Biblioteca Vasconcelos,
tocamos el primer movimiento de la séptima de Beethoven, entre otras
cosas. En ése primer movimiento, hay una repetición después de lo
que es un pasaje que podría parecer un final. Si uno hace la
repetición, a la gente la toma por sorpresa y puede que aplaudan. Eso
estaba entre mis cálculos y en efecto, eso pasó, la gente aplaudió allí.
Los dejamos que aplaudieran, nosotros estábamos como las estatuas
de marfil, en parte para no reírnos y en parte para no perder el paso.
Cuando me pareció que ya habían aplaudido lo suficiente, sin
voltearme le hice a la gente con la mano el gesto de "gracias".
Inmediatamente les hice el gesto de "alto". Ahora quienes rieron fueron
ellos, el público. Eso era exactamente lo que quería, aproveché su risa
y continuamos. ¿Qué logramos con eso? Que nos ganamos a la
gente, nos acompañaron hasta el final del movimiento ya no desde la
lejanía de sus butacas sino sintiéndose parte activa del concierto. Ya
no nos veían como "los-cultos-músicos" sino como alguien parecido a
ellos. Cuando aplaudieron al final del movimiento había alegría por
haber compartido algo.

Y a pesar de todo lo anterior, seguimos insistiendo en que la


música clásica es sinónimo de educación, mientras que la música
popular es sinónimo de ignorancia.

Ése será mi tema de la próxima semana, pero antes de hacerlo


éste es su próximo trabajo y vale medio punto: contesten con sus
propias ideas y sus propias palabras (no me interesa lo que dijo el
erudito fulano o zutano, me interesan sus ideas), ¿por qué insistimos
en la idea de que la música clásica es sinónimo de educación,
mientras que la música popular es sinónimo de ignorancia?, ¿qué
piensan ustedes sinceramente al respecto?.
Ése es su nuevo trabajo, tienen una semana para hacerlo.

Leonardo de la Rosa.
Lunes 25 de Enero del 2021,
Ciudad de México.
https://soundcloud.com/leonardo-de-la-rosa-1/como-hacerse-tarugo-
con-4-notas-y-pasar-por-un-genio

https://soundcloud.com/leonardo-de-la-rosa-1/el-maldito-unisono-
maldito

https://soundcloud.com/leonardo-de-la-rosa-1/el-otro-lado-de-la-
moneda

https://soundcloud.com/leonardo-de-la-rosa-1/al-filo-de-la-luz-i

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