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La guerra como excusa

Jack Fuchs
Libro “Dilemas de la memoria”

Leo la prensa de este tiempo y encuentro en debate ideas que sólo refieren síntomas
de la enfermedad, pero escasamente la enfermedad. Que Bush quiera el petróleo de
Medio Oriente, con toda la contundencia material que implica esta interpretación, no
termina de satisfacerme. Quizá sea verdad, Bush quiere el petróleo, quiere dominar
injustificadamente la región para controlar durante veinte o treinta años más ese negocio
tan apreciado. Pero, pregunto, ¿el petróleo es todo el problema? ¿Nos quedamos
tranquilos así? Necesitamos explicarnos de un modo apaciguador los acontecimientos.
Y si encontramos un motivo que explique la violencia podemos cerrar el diario en paz.
No leo nada, en cambio, que avance sobre otro plano. Nada acerca de la irracionalidad
general, de los usos del terror y la violencia de Estado. Buscar una lógica al conflicto,
encontrar sus causas, situarlas en el orden histórico-social, económico, cultural o
religioso está muy bien para el analista político, es una tarea muy valiosa de
historiadores, de expertos en el tema; seguramente hay muchas razones, y todas
atendibles. Y a la vez, todas relativizables. Dar explicaciones lógicas a la dimensión del
instinto irracional, está muy cerca de justificarlo. No pienso que el problema entre
Arafat y Sharón se resuelva en la disputa por una mínima porción de tierra. Antes de
que se desatara la Segunda Guerra Mundial, se pensaba que el problema era la
expansión hitleriana en Polonia, en Austria. Llevó mucho tiempo comprender que en
realidad se trataba de otra cosa: hacer la guerra a cualquier precio, que ese era el motivo
central, el motor de los hechos.
Los intelectuales pro-palestinos construyen explicaciones que tienden a mostrar el
carácter, en esa perspectiva, inaceptable del Estado israelí, pondrán el acento en la
condición de enclave aliado con los intereses de los Estados Unidos en la zona, querrán
hacer parecer al pueblo palestino en tanto víctima de los excesos y del dominio
occidental, imperial, etc. De otra parte, algunos intelectuales judíos se niegan a
considerar toda posibilidad de convivencia pacífica, denuncian el sentido fanático y
antidemocrático de la política árabe. Naturalmente, entre estos extremos de
interpretación hay todo tipo de matices; hay corrientes que, más alejadas de los poderes
en juego, tanto del lado israelí como del lado palestino entienden que la paz es la única
garantía para ambos pueblos, y que no puede ni debe ser tan imposible recuperar una vía
de diálogo y entendimiento. Tengo la sensación de que otra vez el mundo se ha dividido
en bandos, que la construcción de “aliados” y “enemigos” es el paso previo al desastre;
y sé, también, que el callejón sin salida que parece plantearse en Medio Oriente no tiene
por ahora solución eficaz. Supongamos por un momento que Israel entrega su territorio,
desarma el Estado, ¿solucionaría esto el conflicto general en la región? Entiendo que no,
como tampoco entrañaría ninguna solución que los palestinos abandonaran sus
expectativas, sobre todo si se piensa que el mundo árabe está también dividido,
desgarrado en conflictos internos e intereses contrapuestos.
Quiero desdramatizar este conflicto particular, y ponerlo en un contexto que muestre,
a mi modo de ver, la tragedia verdadera que está en curso, que siempre estuvo y
probablemente esté en curso. La guerra entre Israel y Palestina no es muy diferente de
los conflictos que actualmente tienen lugar en Irlanda, en las dos Coreas, en Vietnam y
Camboya, en Colombia, no es tan distinto a la confrontación de los nacionalistas vascos
con el Estado central de España. Quiero decir: aun considerando las particularidades
singulares, históricas y políticas concretas de este tiempo, seguimos estando delante del
drama general de la guerra. ¿Y de qué habla esta perpetua inclinación de los hombres a
matar y a dejarse matar? Hay demasiados sobrentendidos. Admiro a los sociólogos, los
psicólogos o los intelectuales que tienen respuestas para todo. Yo me excuso, no tengo
respuestas, todo lo contrario, quiero pensar cuál es ahora el mejor modo de seguir
formulando preguntas, aunque las preguntas que me hago no tengan, al menos para mí,
ninguna explicación.
No sé si es este el modo y el momento de evocarlo, pero en medio de la violencia
que hoy recorre el mundo, no me parece impertinente interrogar la esencia de la guerra,
el modo en que a través de todas las épocas y con el nivel de desarrollo tecnológico que
cada período histórico alcanza, los hombres han puesto de manifiesto sin cesar la
vigencia de sus impulsos asesinos. Son breves y espasmódicos los tiempos de paz. En
Yugoslavia, por ejemplo, un período de convivencia pacífica que duró 50 años se
quebró de un día para el otro, y el país fue un campo de masacres y exterminios. Con
una regularidad pasmosa, la historia pone en evidencia que la condición humana, su
teatro último, es la crueldad, el horror, el derramamiento de sangre. Al término de la
Primera Guerra Mundial las ciudades europeas habían quedado recubiertas de imágenes
de ruina, mutilación y espanto. La memoria inmediata de los acontecimientos no fue sin
embargo suficiente para que 20 años más tarde los mismos actores o sus hijos volvieran
a cubrir Europa con millones de cadáveres.
Auschwitz o Hiroshima no impusieron ninguna limitación a la guerra durante el siglo
XX, le siguieron Corea, Argelia, los Seis Días, Vietnam, la amenaza sistemática de
catástrofe nuclear, también entre nosotros, en el marco del horror de la última dictadura,
la Guerra de Malvinas, la guerra entre Irán e Irak, el Golfo, Bosnia; y este nuevo siglo
se abre, desgraciadamente, con nuevas formas de guerra: el atentado a las Torres, la
segunda Intifada, la extensión y el descontrol terrorista, las tensiones entre India y
Pakistán, los conflictos en África y la posibilidad de un segundo ataque sobre Irak. En
todos los estados de desarrollo de la humanidad, desde la barbarie primitiva, tribal, hasta
las civilizaciones más refinadas y exquisitas, el derramamiento de sangre ha sido una
constante para el género humano. La cultura, el impulso civilizatorio, el desarrollo
técnico y el progreso económico, los sistemas políticos más abiertos, más libres y
democratizados no han constituido ningún obstáculo para detener la guerra. ¿Cómo
pensar entonces esta continuidad? ¿Qué es la guerra? ¿Un medio de purificación y
sacrificio? ¿Un instrumento de compensación y distribución de bienes? ¿Un lazo con las
formas más antiguas de disputa alrededor de la necesidad? ¿Un mecanismo de
prolongación de las contradicciones sociales, políticas? ¿El modo que tienen los
hombres de justificar y dar sentido a su más ciego impulso criminal?
A mi edad, y con la experiencia de haber sobrevivido el infierno de Auschwitz,
desentrañar estas preguntas es una de mis mayores obsesiones. He leído todo lo que
pude a propósito del tema, hablé y pensé con amigos; sólo llego a una conclusión
modesta, modestísima: mientras sigamos atribuyendo causas superficiales, coyunturales,
mientras sigamos sin entender el fondo del conflicto humano, mientras permanezca
oculto y secreto, como una roca inamovible, el fundamento de la guerra, vamos a errar,
irremediablemente, en el proyecto que nos permita controlar, limitar o sofocar la
violencia constitutiva de nuestras sociedades; de modo que, si restringimos nuestras
preguntas a lo que tiene forma de excusa, no podremos avanzar en nada que despeje
nuestras ilusiones, que nos haga ver con mayor realismo los efectos de la agresividad y
de la guerra. Hay tantas razones para la guerra como para la paz, pero me pregunto
entonces ¿por qué los hombres elegimos siempre la violencia antes que el diálogo?

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