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INTRODUCCION A LA TEOLOGIA MORAL

Apunte para la Diplomatura en formación de Catequistas.


Instituto de Catequesis San Elías
A cargo del P. Dr. Javier Olivera Ravasi, SE
CLASE 2

2. LA FELICIDAD OBJETIVA.
La felicidad objetiva (llamada con mayor propiedad "bienaventuranza objetiva") se
define simplemente como "el objeto beatificante", es decir, la determinación de "aquella
realidad que puede hacernos felices".
San Agustín dice en su Ciudad de Dios que los antiguos dieron 280 respuestas
diferentes al respecto; y tal vez se quedasen cortos. Santo Tomás se percató de que todos
los hombres coinciden en afirmar que la felicidad es un bien.
Según la interpretación clásica, el Bien se divide de la siguiente manera:
-Creado o finito.
-Parcialmente considerado:
Externo:
a. Corporal: las riquezas
b. Espiritual:
-Personal: los honores
-Social: la fama y la gloria
c. Mixto: el poder
Interno:
a. Corporal: la salud, la belleza
b. Espiritual: virtud, ciencia
c. Mixto: el placer
-Suma de todos los bienes antedichos.
-Increado o Infinito: Dios.

Ahora bien, las condiciones que cualquiera de estos pretendidos bienes del hombre
deben reunir para ser el objeto o realidad que lo haga feliz, pueden reducirse a cuatro.
Expondremos éstas, y luego nos limitaremos a examinar cada uno de ellos para ver si se
cumplen con su finalidad. Bastará observar que uno de estos bienes queda manco de alguna
de estas propiedades para percatarse de su falacia. Las condiciones son las siguientes:

1
1) Que sea el supremo bien apetecible: es decir, que no haya otro bien más alto
que él; de lo contrario, una vez que el hombre alcance ese bien no podrá reposar en él
sabiendo que hay algo más alto y perfecto; querrá, evidentemente, lanzarse a lo superior.
2) Que excluya todo mal: de lo contrario la presencia de cualquier mal, por
pequeño que sea y de la naturaleza que sea, será causa de dolor y tristeza para el que posea
dicho bien.
3) Que sea plenamente saciativo: es decir, que no satisfaga alguna de las
aspiraciones del hombre sino todas, ya que la felicidad verdadera no se logra mientras
queden deseos humanos incumplidos e insatisfechos.
4) Que sea inamisible: es decir, que no pueda perderse, de lo contrario la sola
sospecha de su pérdida, caducidad o finalización, será causa de miedo y ansiedad, lo cual
se opone a la felicidad real.
1) Las riquezas
La Sagrada Escritura enseña que la riqueza, aun siendo un bien, no es más que un
bien relativo, y como tal puede ser pospuesto a los bienes que -en el mismo plano material-
son superiores a ella. Así, por ejemplo, antes que la riqueza es preferible la paz (Prov.
15,16), el buen nombre (Prov. 22,1), la salud (Sab, 30,14), la justicia (Prov. 16,8). Existen
fortunas injustas que, en cuanto tales, no aprovechan (Prov. 21,6). Los Santos Evangelios
condenan la riqueza que ahoga la Palabra de Dios (Mt. 13,22) y hace olvidar la soberanía
de Dios (Lc. 12,15-21).
La razón nos enseña que las riquezas no constituyen un bien por sí mismas sino
en orden a otras cosas que se pueden adquirir con ellas. Además no excluyen todos los
males (se puede ser rico y enfermo, rico y desdichado); no llenan por completo el corazón
y pueden perderse fácilmente por cualquier revés de la vida; y lo que es más importante:
no sirven para la otra vida.
Y esto es así aunque Quevedo haya inmortalizado los dones de los metales en sus
versos:
"... poderoso caballero
es Don Dinero".
https://www.youtube.com/watch?v=F21w6Ayw35c&t=5s
(letra en la descripción del vídeo)
2) Los honores, la fama y la gloria
El honor y la fama se distinguen como lo público y lo privado. La Escritura nos dice
que la gloria humana es sumamente frágil y perecedera (Sal. 49,17-19; 73,24); puede ser
una ilusión demoníaca, como en las tentaciones de Cristo en el desierto en las cuales
Satanás ofrece a Nuestro Señor todos los reinos del mundo y su gloria (Mt. 4,8).
La razón y la experiencia sobran para enseñarnos la inestabilidad de las loas del
mundo: el mundo aplaude hoy a quien mañana condena, o al revés. Nunca falta quien
aplauda los milagros aunque luego desagradecidamente pida la cruz para el taumaturgo.
Además, la fama depende con demasiada frecuencia no del mérito (ende, no de la verdad)
sino del capricho de los hombres, el cual no se guía por la verdad sino por las apariencias.
De hecho Cristo advirtió a los suyos: Si el mundo os aborrece, sabed que a Mí me ha
aborrecido primero que a vosotros. Si del mundo fuerais, el mundo amaría lo que es suyo
(Jn. 15,18-19).

2
3) El poder
El poder procede de Dios. Cristo fue inflexible en este punto y se lo dijo con firmeza
al liberal Pilato: No tendrías ningún poder sobre Mí si no te hubiese sido dado de lo alto
(Jn. 19,11); pero del poder se puede abusar, como se ve en el mismísimo diálogo entre el
Rey de reyes y el Procurador de romanos, que terminó con la frase lapidaria de éste último:
Ibis ad crucem, irás a la cruz. El abuso de poder conduce a la esclavitud: la del hombre por
el hombre (como atestigua el libro del Éxodo hablando de Faraón); y la del hombre por el
diablo, el cual se hace adorar idolátricamente y al final de los tiempos hará adorar como
hombre-dios al Anticristo, según se lee en la Epístola a los Tesalonicenses (2 Tes. 2,9) y en
el Apocalipsis (Ap. 13, 2-8).
Santo Tomás afirma que el poder es una realidad sumamente imperfecta en
cuanto no puede excluir ni el laceramiento de las preocupaciones de este mundo, ni el
aguijón del temor. El poder está estrechamente unido al miedo de perderlo y, en cuanto tal,
engendra la sospecha y la traición, la Biblia guarda ejemplos a docenas; nos basta el de
Herodes y la matanza de los inocentes por no hablar de la orden de matar a todos los hijos
de la nobleza el día de su propia muerte para que de este modo Israel vistiese luto en sus
funerales y no llorase de alegría. Por suerte no le hicieron caso.
4) Los bienes corporales
Por bienes corporales pueden entenderse muchas cosas; los griegos colocaban el
ideal en la belleza; los pueblos bárbaros en la fuerza; los gitanos en "salud y pesetas".
La doctrina bíblica fue magníficamente resumida por Jesucristo en el Sermón de la
Montaña, cuando nos exhortó a la confianza en la divina Providencia (Mt. 10,28 y
siguientes) recordándonos que debemos dejar nuestras preocupaciones materiales en
las manos de Dios, quien viste los lirios del campo y vigila sobre el más pequeño de los
gorriones de los aires.
La belleza y la salud son efímeras como la hierba que florece a la mañana y se
seca por la tarde, en el decir de la Escritura. El sentido común nos basta para advertir que
no pueden constituir el bien supremo, al no excluir todos los males, ni poder garantizar su
perpetuidad. Todas estas cosas (salud, belleza, vigor) son comunes a buenos y malos,
pueden usarse para bien o para mal, y en algunas de ellas algunos animales aventajan al
hombre.
5) Los placeres sensuales
El Nuevo Testamento enseña que los placeres pueden ahogar la Palabra de Dios;
son los placeres de la vida que en la parábola del sembrador Nuestro Señor graficó por
medio de las espinas entre las que cae parte de la simiente: "Lo que cayó sobre las espinas,
éstos son los que oyeron, y andando, andando, son ahogados por las ansiedades y la
riqueza y los placeres de la vida, y no llegan a dar fruto sazonado" (Lc. 8,14).
San Pablo, por su parte, escribió a Timoteo que la amistad con el placer distancia al
hombre de la amistad con Dios (cf. 2 Tim. 3,4); a Tito le recordó que hay placeres que
esclavizan (Tit. 3,3); San Pedro dijo que son los impíos lo que se dan por felices con el
placer (2 Pe. 2,13).
Boecio, en un célebre texto de La Consolación de la Filosofía recordado por Santo
Tomás, expresa: "Tristes resultados tienen los placeres, y cualquiera que recuerde sus
propias liviandades lo entenderá. Si los deleites pudiesen hacer felices, no habría motivo
para negar la beatitud a las bestias". Con más gracejo lo dijo Jorge Manrique en sus
“Coplas a la muerte de su padre”:

3
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando:
cuán presto se va el placer,
cómo después de acordado
da dolor,
cómo a nuestro parecer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

Los placeres materiales pertenecen a la parte inferior del hombre, el cual es un


compuesto de alma y cuerpo, y no sólo cuerpo. Por ende no puede encontrar satisfacción
plena en algo que perfeccione sólo una parte de él, y encima la parte menos noble y más
imperfecta. Esto lo dice la filosofía. La experiencia agrega que el placer no satisface jamás
plenamente el corazón humano; por el contrario, el desenfreno sensual deja tal vacío en el
alma que el hombre hedonista se siente siempre más acicateado por la necesidad de placeres
cada vez más intensos y antinaturales.
6) La ciencia y la sabiduría
"Jactándose de sabios, los hombres se volvieron estúpidos", dice San Pablo (Rom.
1,22). Y la Escritura en general condena lo que llama "sabiduría del mundo", la cual -
afirma- Dios la entonteció (1 Cor. 1,20); la cual es "necedad a los ojos de Dios" (1 Cor.
3,19). Esto basta para enseñarnos que la ciencia y la sabiduría (o lo que los hombres llaman
sabiduría) no es, de por sí, garantía alguna. Además, la mayoría de quienes se creen sabios
no son más que petulantes.
El saber, y el "saber mucho" -o incluso saberlo todo, si se quiere- no puede ser nunca
el bien supremo (aunque mucho se aproxime a él); ante todo porque perfecciona una sola
de las facultades del hombre, la inteligencia. Y el hombre tiene inteligencia y voluntad. Se
puede ser un gran sabio y ser al mismo tiempo perverso o el más triste y desgraciado de los
hombres. Además, la ciencia también puede usarse para el mal.
7) La virtud
La práctica de la virtud es, en esta vida, lo que más se aproxima al cumplimiento de
las condiciones más arriba citadas. De hecho, lo propio de la virtud es el perfeccionar, al
ser ejercitada, a aquél que la practica. No puede, por tanto, producir ningún mal, ni ser
usada para el mal. Es lo que se llama una perfección pura, es decir: que no puede ser
malusada sin dejar de ser lo que es. Por algo Aristóteles colocó la vida dichosa (en esta
vida) en el ejercicio de las virtudes, y particularmente en las virtudes contemplativas.
Pero, sin embargo, debemos admitir que, con toda su nobleza, las virtudes no
constituyen en sí el fin último del hombre (aunque son el medio para alcanzarlo), ya que
nunca pueden excluir todos los males en esta vida (los males de orden físico y psíquico, se

4
entiende), ni pueden garantizar su estabilidad (se pueden perder) ni llenan totalmente el
corazón del hombre.
8) La suma de todos los bienes citados
Alguno podrá decir: "si no consiste en ninguno de estos bienes aisladamente
considerados, quizá la felicidad esté en el poseerlos todos juntos". De este modo, dichoso
y bienaventurado sería el hombre "virtuoso y sabio que goce una salud de hierro, rico en
abundancia, dotado de una belleza proporcionada, honor, fama, poder y placeres siempre a
disposición". Es decir: muy raro en la realidad…
Afirmar esto equivale a condenar al infierno adelantado en la tierra y a la desdicha
a la mayoría de los hombres, por no decir a todos. La experiencia universal nos enseña que
no es posible conseguir todos estos bienes juntos; además, por más que algún privilegiado
los consiga, le estaría faltando uno: "la inmortalidad" para gozarlos siempre.
La razón última por la cual cada uno de estos bienes han sido descartados no
consiste (si nos fijamos bien) en que sean parciales o que no estén unidos a todos los demás,
sino en que son bienes creados. Y la suma de muchas cosas creadas no da por resultado
sino una cosa más grande, pero creada. Y todo lo que es creado es finito (o sea, que tiene
límites) y lo que tiene límites es imperfecto; y el corazón del hombre no se conforma con
algo limitado.
9) El Bien Increado
Por descarte queda solo el Bien sobrenatural, increado, perfecto e infinito, que
otro no es sino Dios mismo. Sólo Él reúne en grado rebosante todas las condiciones
requeridas para la verdadera bienaventuranza del hombre: no hay nada más grande que Él,
excluye todo mal, en sí mismo es eterno. Y quien lo tiene a Él, aunque le falten todos los
demás bienes materiales es feliz; como dijo San Agustín:
Desventurado el hombre que sabe todas las cosas (podemos decir también:
"quien posee todas las cosas") y no te conoce a Tí; y dichoso el varón que te conoce
aunque ignore todas las cosas. Y el que te conoce junto a todas las demás cosas,
no es más feliz porque conozca estas cosas, sino únicamente por que te conoce a
Tí1.
Por eso dijo Dios a Abraham: "Yo mismo seré tu recompensa, inmensamente
grande" (Gen. 15,1). Además, e esto es un punto clave, el verdadero problema no está en
que el hombre por su limitación no puede poseer conjunta y eternamente todos estos bienes,
sino en que, aun si Dios le concediese la inmortalidad y un paraíso terrenal pero sin Dios,
el hombre sería un desdichado. No necesitamos de Dios para que nos conceda bienes
creados sino que necesitamos de Dios para alcanzar a Dios mismo.
Hasta aquí entonces, la felicidad objetiva, es decir, de parte del “objeto” que puede
hacer feliz al hombre. Veamos ahora la felicidad de parte del sujeto.
3. LA FELICIDAD SUBJETIVA
Según acabamos de delimitar no hay ningún ser creado que pueda aspirar a saciar
completamente el deseo de felicidad del ser humano. Sólo Dios puede hacerlo: Nos hiciste,
Señor, para Tí, e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Tí2, dirá San Agustín.
Ahora bien, ¿cómo puede la creatura, pobre y limitada, entrar en contacto con
un Dios poderoso e increado? ¿cómo puede hacer el hombre para poseer a Dios, ya que

1
Cf. Confesiones V, 4.
2
Cf. San Agustín, Confesiones, I, 1.

5
de eso se trata? (la felicidad no consiste propiamente en saber cuál es el Bien que me hace
feliz, sino en poseerlo).
Vemos qué es la felicidad despejando lo que no es.
1) Lo que no es la Felicidad verdadera.
Siendo Dios mismo el ser que sacia al hombre, es evidente que la felicidad no puede
consistir en un contacto con Él a través de nuestras facultades materiales, ya sean éstas
nuestros sentidos, nuestra imaginación o nuestra memoria. Nuestros sentidos son
infinitamente inadecuados para alcanzar a Dios. Dios no se ve ni se toca. Los sentidos
materiales sólo pueden alcanzar el ser material, lo sensible; el ser espiritual resta, para ellos,
desconocido, como si fuera una cuarta dimensión. Nuestros sentidos son ciegos ante la luz
espiritual y trascendente.

2) La felicidad verdadera
La felicidad verdadera ha de consistir entonces, en la actividad de alguna de nuestras
facultades espirituales (o en todas). Éstas son dos: inteligencia y voluntad; y los actos
propios de las mismas son el entender y el ver intuitivo (inteligencia), el querer, desear y
gozar (voluntad).
Si nos atenemos a la doctrina de la Sagrada Escritura podremos constatar que
la misma habla de la felicidad última del hombre bajo diversas expresiones: visión intuitiva,
intimidad con Dios, amor y gozo de Dios (Cf. Catecismo, 1023-1029).
a) Visión intuitiva de Dios: "Carísimos -escribe san Juan- desde ahora somos hijos
de Dios, y todavía no se nos mostró qué seremos; sabemos que cuando se mostrare,
seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es" (1 Jn. 3,2). El texto habla
claramente de un estado futuro, en el cual la condición del hombre estará realmente
transformada, diferenciándose del estado actual (todavía no se mostró qué seremos); esta
transformación será una transmutación a semejanza de Dios y será efecto de la visión de
Dios en su Realidad íntima. Algo similar afirma San Pablo: "Ahora vemos por medio de
espejo y en enigma; mas entonces cara a cara" (1 Cor. 13,12). El Apóstol de las Gentes
opone, pues, un doble modo de conocimiento: el conocimiento mediato, a través de las
creaturas, que denomina "por espejo", y el conocimiento inmediato, la visión de Dios.
Nuestro Señor, por su parte, en el Sermón de la Ultima Cena afirmó: "Ésta es la vida eterna:
que te conozcan a Tí, el solo Dios verdadero, y a quien enviaste, Jesucristo" (Jn. 17,3).
b) Intimidad con Dios: en el Nuevo Testamento, la vida eterna es señalada también
como un estar con Cristo, con claro sentido de unión personal, particularmente destacable
en el discurso de despedida de Jesucristo (Jn. 14 y ss) y en muchos textos paulinos (cf. Fil.
1,23; 1 Tes. 4,18).
c) Amor y gozo de Dios: especialmente en el texto de 1 Corintios, capítulo 13, se
indica como consititutivo de la vida eterna la "caridad", el amor entre Dios y el hombre.
Esta unión es fuente de un gozo inefable que la Sagrada Escritura describe como el gozo y
algarabía de un banquete de bodas (cf. Lc. 22,29 ss; Mt. 25,21).

La felicidad verdadera ha de ser, por definición, la saciedad de todas nuestras


apetencias espirituales y no sólo de una de ellas, por lo que es evidente que ha de llenar
tanto la inteligencia cuanto la voluntad. El hecho de que el hombre pueda unirse con
Dios, Santo Tomás lo explica diciendo que siendo Dios el Bien y la Verdad espirituales e

6
infinitas y por esencia, y siendo el objeto propio de la inteligencia la verdad espiritual (o
abstraída de lo material) y el objeto de la voluntad el bien espiritual, se sigue que no hay
contradicción, sino sólo desproporción, es decir que el hombre no tiene que dejar de ser
hombre para ver y amar a Dios sino sólo más hombre u hombre más perfecto. Ahora bien,
Dios puede colmar esa desproporción elevando a la creatura racional a ver y a amar a Dios
sobrenaturalmente.
De estas dos facultades, la inteligencia realiza la posesión, en cuanto el conocer
y el ver es poseer, es enseñorearse de la realidad. La voluntad, sigue a la inteligencia,
amando lo conocido y gozándose en lo poseído: "como nadie puede amar sino lo que es
conocido, entonces el amor de caridad exige primero el conocimiento de Dios"3.

4. LA CONSECUCION DE LA FELICIDAD.
De lo dicho, se ve claramente que la felicidad perfecta no es posible en esta
vida, en la cual no es posible "ver a Dios" de modo intuitivo e inmediato, sino sólo en la
otra. En ésta si algo es posible no será otra cosa que una felicidad relativa e imperfecta. Que
el hombre puede alcanzar la felicidad eterna es una doctrina de fe y los textos del Magisterio
lo afirman claramente; la Constitución Benedictus Deus (29 de enero de 1336), del papa
Benedicto XII, hablando de la vida eterna en el sentido que ésta tiene en el Nuevo
Testamento y describiendo a aquellos que "estuvieron, están y estarán en el cielo", dice que
"vieron y ven la divina esencia con visión intuitiva y también cara a cara, sin mediación de
criatura alguna que tenga razón de objeto visto, sino por mostrárseles la divina esencia de
modo inmediato y desnudo, clara y patentemente, y que viéndola así gozan de la misma
esencia y que, por tal visión y fruición, las almas de los que salieron de este mundo son
verdaderamente bienaventuradas" (Dz 530).
De todos modos, hay que sostener dos verdades respecto de la relación que se
establece entre nuestro obrar y la consecución del estado beatífico: la insuficiencia de
nuestros méritos (contra el error del pelagianismo) y la necesidad de nuestras obras (contra
el error del luteranismo):
-Respecto de lo primero, entre nuestra acción natural y el Premio sobrenatural se
establece una desproporción infinita, que excluye toda posibilidad de que éste último sea
merecido por aquélla. A acciones naturales corresponden premios naturales y
proporcionados a ella.
-En cuanto a lo segundo, el apóstol Santiago afirma con toda claridad la necesidad
de obras nacidas de la fe (St. 2,18). El hombre alcanza su fin a través del movimiento, señala
el Angélico, que consiste en sus obras virtuosas. No se sigue de esto, que sean consecutorias
del estado beatificante, pero hacen a la rectitud de voluntad antecedente que es requerida
así como se requiere la buena disposición en la materia para recibir su forma correspon-
diente.
En el diálogo con un escriba que inquiría a Nuestro Señor sobre el modo de alcanzar
la vida eterna, Jesucristo se limitó a decirle: "Si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos" (Mt 19,16-19). La consecución de la vida eterna está, pues, vinculada a la
custodia y observancia de los mandamientos divinos. Para hacérsela posible al hombre,
Dios le ha provisto de toda clase de medios: algunos internos como la gracia santificante,

3
Santo Tomás, Comentario a I Corintios, XIII, IV, n1 806. Sobre este tema se puede consultar
provechosamente el estudio de Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual, Rialp, Madrid, 1983, especialmente
pp. 229 y siguientes.

7
las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo y las divinas mociones; otros externos
como la Iglesia católica, los sacramentos, el Magisterio.

CAPITULO SEGUNDO
LOS ACTOS HUMANOS

"Luego hay que considerar aquellas cosas


por las que el hombre puede llegar a su fin
[último] o alejarse de él" (S. Th., I-II, 1,
introducción). "Hay que considerar sobre los
actos humanos, para saber por cuáles actos se
llega a la bienaventuranza o queda impedido el
llegar a ella" (S. Th., I-II, 6, introducción".

LECTURAS
-S.Th., I-II, 6, 1-8.

Habiendo ya delimitado el fin al que todo hombre está ordenado, hemos de


considerar qué medios tiene para alcanzarlo. Este es el papel de los actos que realiza
el hombre; ellos son los pasos que nos acercan o alejan de nuestro Fin Ultimo, Dios.

1. NOCION Y ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ACTO HUMANO.


Hablamos de acto humano refiriéndonos a aquellos actos que proceden de la
voluntad deliberada del hombre. Escribe Santo Tomás: "Como el hombre es señor de
sus obras por la razón y la voluntad... se llaman actos humanos los que proceden de la
voluntad deliberada"4. Como podemos percatarnos del texto aducido, Santo Tomás
considera "acto humano" a aquel acto del cual el hombre es "señor", "dueño" de ponerlo
o no ponerlo, de hacerlo u omitirlo. Por tanto, esta primera consideración nos lleva a
distinguir el acto humano de ciertos actos que no son plenamente humanos, sino que
guardan sólo una cierta semejanza con ellos, a saber:
1 Los actos meramente naturales, que son lo que proceden de nuestras potencias
vegetativas (el crecer, la nutrición) o de nuestras potencias sensitivas (el sentir dolor),
sobre los cuales nuestra voluntad no tiene ningún dominio. La moral no los estudia sino
indirectamente.
2 Los actos del hombre: llamamos así (para distinguirlos de los actos humanos) a
aquellos actos que proceden del hombre sin ninguna deliberación o voluntariedad por
alguna circunstancia (como es el caso de los locos, o de niños sin uso de razón,
hipnotizados, dormidos, distraídos).
3 Los actos violentos: los que realiza el hombre pero por coacción de un agente
exterior. Estudiaremos más largamente el problema que plantean para la moralidad.

4
Suma Teológica I-II, 1, 1.

8
Ahora bien, el hombre solamente tiene señorío sobre aquellos actos que emanan
de su inteligencia y de su voluntad. Por tanto, estos son los dos elementos esenciales
constitutivos del acto propiamente humano.
1) Influjo del conocimiento en el acto humano.
Todo acto plenamente humano va acompañado de la conciencia intelectual o
advertencia, que es "el acto por el que la mente capta una acción propia y su moralidad".
Lo propio de un acto moral es el conocimiento o advertencia no sólo del acto que estoy
realizando, sino de su moralidad, es decir, de su bondad o malicia. Normalmente la
advertencia del acto humano y moral se identifica con el juicio actual de la conciencia
moral.
Esta advertencia puede ser plena o semiplena. Se da advertencia plena cuando el
hombre conoce perfectamente lo que hace y la moralidad de su acción. Es semiplena
cuando ese conocimiento encuentra algún obstáculo (estado de somnolencia, ebriedad).
Para que un acto sea perfecto se requiere la plenitud de la advertencia.
2) Influjo de la voluntad en el acto humano.
Para que se dé un acto plenamente humano no basta la inteligencia. Hace falta
también la intervención de la voluntad. Una vez que la inteligencia ha mostrado el objeto
y su cualificación moral (si es bueno o malo), la voluntad se mueve hacia el objeto
(consentimiento) o lo rechaza. Por eso, podemos decir que el consentimiento es el acto
de la voluntad por el que ésta tiende a algo como su fin.
En primer lugar el consentimiento puede ser perfecto o imperfecto. El
consentimiento es perfecto cuando la voluntad adhiere plenamente al bien, real o
aparente, que le propone la razón: es el modo normal de obrar del hombre cuando realiza
sus actos (es decir, sabiendo lo que hace y queriéndolo hacer). Es imperfecto, si la
voluntad se adhiere al objeto sólo de un modo parcial, sea porque hubo una advertencia
semiplena, sea porque la voluntad misma no acabó de adherir al objeto.
En segundo lugar, el consentimiento puede ser directo, indirecto o en su causa.
Directo es aquél que versa sobre algo que es querido directamente por la voluntad.
Indirecto, es aquél que versa sobre algo que no es querido por sí sino por razón de
otro bien que se busca o de un mal que se trata de evitar (así por ejemplo, el que en una
tormenta "quiere" arrojar todas sus pertenencias al mar con tal de que no se le hunda la
nave).
En su causa ("in causa") se dice cuando la voluntad quiere un objeto que traerá como
consecuencia ciertos efectos (así el que se emborracha previendo que cometerá un
homicidio: se dice que consintió in causa al homicidio -aunque cuando lo hizo estaba
borracho- al querer la causa del homicidio, la borrachera, o al menos al no evitarla,
pudiendo).
2. LA LIBERTAD Y LOS IMPEDIMENTOS DEL ACTO HUMANO.
LECTURAS:
-Catecismo, 1730-1742
-VS, 35-53

1) La libertad humana.

9
En base a la noción que hemos dado del acto humano, puede deducirse con facilidad
la noción de "libertad". La libertad es la capacidad que tiene la criatura de dirigirse por
sí misma a su fin. Esto se expresaba antiguamente diciendo que la libertad es la
"capacidad electiva de los medios mientras se conserva el orden al fin".
Lo propio de la libertad es la "capacidad" o energía que resulta de la conjugación de
la inteligencia y la voluntad y tiene como dos expresiones: 1) la conservación del orden
al fin, 2) la elección de uno entre los medios posibles para tender al mismo.
En cuanto a lo primero, en ello se manifiesta la plena libertad y se distingue de la
libertad aparente que consiste en la elección de un medio que nos separa del fin, lo cual
no es verdadera libertad sino defecto de la misma (así como no decimos que pertenece a
la perfección del avión la posibilidad de estrellarse). La elección entre el bien y el mal no
es propiamente una expresión de la libertad sino de la limitación de "nuestra libertad"
creada y falible que puede elegir entre los bienes verdaderos y bienes falsos.
Lo segundo (elección de los medios) expresa lo propio de la libertad, a saber, el
señorío o dominio sobre todo lo que no es el fin. La libertad, por tanto, no es determinada
por aquello que no se identifica con el fin.
Este modo de comprender la libertad puede ser aplicado incluso a la libertad de Dios.
Los que creen que la libertad es sólo la capacidad de elegir entre el bien y el mal deben,
consecuentemente, negar la libertad a Dios.
En cuanto a la doctrina revelada sobre este argumento consta por la Sagrada Escritura
y el Magisterio la existencia de la libertad humana:
Eclo 15,14-18: "Dios hizo al hombre desde el principio y le dejó en manos de su libre
albedrío. Si tú quieres puedes guardar sus mandamientos, y es de sabios hacer su
voluntad. Ante ti puso el fuego y el agua; a lo que tu quieras tenderás la mano. Ante el
hombre está la vida y la muerte, y lo que cada uno quiere le será dado.
Concilio de Trento: "Si alguno dijere que el libre albedrío del hombre se perdió y
extinguió después del pecado de Adán, o que es solo título sin cosa..., sea anatema" (Dz
815).

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