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MORITZ - Teorías racistas en Brasil entre 1870 y 1930

Incluimos estas lecturas para analizar, para el caso de Brasil, cómo se construye en el plano
ideológico un orden simbólico que coexiste y contribuye a la consolidación del régimen
oligárquico en el marco de la República Velha.

Más específicamente, cómo convive el liberalismo político con las teorías racistas a fines de
siglo XIX y principios del XX.

Cuando hablamos de plano simbólico para este período, nos referimos al marco de ideas
positivistas que estuvo en boga en estos años en todo el mundo occidental y que fue adoptado
por las elites de Brasil, de manera peculiar.

Recordemos un poco algo de la dimensión simbólica del Brasil Imperial, es decir durante los
años previos a la República. Ustedes habían visto que el sistema esclavista funcionaba no sólo
como engranaje económico sino también como amalgama identitaria, como elemento
fundamental de la cultura brasileña. Con la abolición de esclavitud, esto, obviamente, entró en
crisis y fue necesario buscar un nuevo sistema de ideas, una nueva manera de entender al
Brasil, en toda su diversidad y, sobre todo, en sus jerarquías. Una nueva forma de entender las
diferencias sociales será elaborada por intelectuales brasileños a partir de la recepción y
adaptación novedosa de teorías racistas.

Sobre eso trata justamente el libro de Moritz Schwarcz, sobre cómo la elite brasileña adoptó
teorías raciales dentro de un marco cientificista para explicar la sociedad y la cultura de
Brasil. Para explicar, las particularidades de un país que étnica y socialmente era muy
complejo, pero, fundamentalmente, y esta es la clave de lectura principal a tener en cuenta,
para legitimar las jerarquías y el orden social que venían de la colonia y el imperio, desde un
marco “científico” y “moderno”, apropiado para acompañar el emplazamiento de este nuevo
orden político liberal que era la República Velha.

Entonces, veamos bien, en primer lugar, en qué consistía esa complejidad étnica y social que
caracterizaba a Brasil en los inicios del régimen republicano. Desde que Brasil ingresa, como
socio comercial al sistema capitalista mundial, la mirada extranjera sobre el nuevo país
independiente la marcó como una “nación mestiza”, derivada de un entrecruzamiento de
razas. Pero este “mestizaje”, caracterización que contribuía a las miradas exotistas de los
europeos (quiero decir: el mestizaje era un elemento más del paisaje exótico de Brasil), era
también lo que explicaba el atraso del país.

En este sentido, la autora enfatiza que por ese motivo el mestizaje era un tema polémico para
las élites intelectuales locales. Las teorías raciales europeas, fueron tomadas por los
intelectuales locales a destiempo (de forma tardía). Es decir, recién a partir de 1870, cuando
con la Ley del Vientre Libre (1871) se vislumbró como algo cercano e inevitable el fin de la
esclavitud se adoptaron estas concepciones que tenían circulación previa en el mundo
occidental.

Así, las élites intelectuales locales adoptaron el pensamiento racial europeo de manera
novedosa y diferente a como aquel había circulado en Europa y Estados Unidos. Como dice la
autora en las páginas 27-28: “En un contexto caracterizado por el debilitamiento y el fin de la
esclavitud, y la realización de un nuevo proyecto político para el país, las teorías raciales
parecían un modelo teórico viable en la justificación del complicado juego de intereses que se
estaba configurando. Más allá de los problemas apremiantes relativos a la sustitución de la
mano de obra o incluso a la conservación de una jerarquía social bastante rígida, parecía
necesario que se establecieran criterios diferenciados de ciudadanía”.

Con la llegada de la familia real a Brasil había comenzado un proceso de creación de


instituciones de carácter cultural que sirvieron como antecedente a la fundación del primer
Instituto Histórico y Geográfico en 1938, vinculado a la monarquía de Rio.

Ya en la segunda mitad del siglo XIX las élites intelectuales comenzaron a diversificarse e
intentaron albergar sus posiciones en las instituciones científicas de las que participaban.

Con el surgimiento de una nueva élite profesional liberal se comienza a adoptar un discurso
científico evolucionista como modelo de análisis local. Es que este fue, precisamente, el
momento en que el ideario científico se difunde y la ciencia se especializa y las concepciones
científicas se valorizan y se vuelven disruptivas al impugnar antiguas creencias. Así,
específicamente, en Brasil se consumirán modelos evolucionistas y darwinistas sociales que ya
habían servido para legitimar científicamente la dominación europea en Asia y África.

A su vez, el abordaje local de estos modelos era superficial ya que se los estudiaba a partir de
manuales y libros de divulgación; como dice la autora, más como “moda” que como “práctica y
producción”.

Esto se ve, por ejemplo, en el hecho de que Brasil busca cambiar su imagen internacional en
las exposiciones universales. Así: “ya no deberían ser la selva y el salvajismo la carta de
presentación de la nación, sino una imagen moderna, industriosa, civilizada y científica” (p.
45).

También, de la mano de esta moda, surgió la necesidad de incluir programas de higiene y


saneamiento. Pero lo cierto es que no hubo un interés auténtico por la producción científica
local, sino más bien un aprovechamiento de las categorías deterministas, la valorización de
ciertas hipótesis científicas y un interés de usarlas convenientemente en el contexto local. Lo
interesante es que esto abría la paradoja sobre el mestizaje. Es decir, si las diferencias raciales
podían ser explicadas científicamente, en un marco que valoraba la blancura, el mestizaje, que
parecía definir al Brasil, daba entonces también cuenta de su debilidad estructural.

Luego de 1870, los intelectuales se encolumnaron detrás de institutos de investigación, así, se


iban a desvincular gradualmente de sectores agrarios hegemónicos y se iban a especializar
como “hombres de ciencia”. Estos nuevos profesionales comenzaron hacia fines de siglo,
entonces, a hacer lecturas eclécticas de positivismo y darwinismo social; es decir que
seleccionaban lo que les servía para construir interpretaciones que justificasen una especie de
jerarquía natural que determinase la inferioridad de determinadas “razas”. En este sentido: “el
pensamiento racial europeo que se adoptó en el Brasil no parece haber sido fruto del azar.
Introducido de forma crítica y selectiva, se convierte en un instrumento conservador e
incluso autoritario en la definición de una identidad nacional y en el sostenimiento de
jerarquías sociales ya bastante cristalizadas” (p. 60). Sintéticamente, entonces, las doctrinas
que fueron “traducidas” al contexto local fueron el positivismo, el evolucionismo y el
darwinismo.
¿Cuál fue la selección que se hizo?

Dejando de lado el humanismo de Rousseau, se toma de Buffon el sentido de jerarquía que


sostenía una concepción étnica y cultural etnocéntrica. De de Pauw se toma la idea de
“degeneración”, del monogenismo, la idea de la humanidad como gradiente (de lo más a lo
menos perfecto, según la cercanía a la divinidad) y del poligenismo, directamente, la idea de
“raza” y el biologicismo que daba cuenta de todos los comportamientos humanos y sus
“desviaciones” (la frenología, la craneología técnica y la antropología criminal, facilitaron y
enriquecieron estos desarrollos).

Con la publicación de El Origen de las Especies, de Darwin (1859), se unificaron el


monogenismo y poligenismo en el paradigma evolucionista que también invadió la esfera de
las ciencias sociales.

Asimismo, los darwinistas sociales apelaban a la idea poligenista de mezcla de razas para
hablar de una “degeneración”, una suerte de involución de la especie (esto derivaría, a su vez,
en posturas eugenésicas). En este marco, los teóricos raciales (Renan, Le Bon, Taine y
Gobineau) iban a proponer una relectura de la historia de los pueblos (pp. 89-90).

En conjunto, entonces, en Brasil, como dice la autora “el modelo racial servía para explicar las
diferencias y jerarquías, pero hechos ciertos arreglos teóricos, no impedía pensar en la
viabilidad de una nación mestiza” (92). Para explicar esto, ya adaptando esas teorías al
contexto local, se crearon museos etnográficos, entre otras instituciones científicas, que
“daban muestra de las características específicas de ese país exótico y, al mismo tiempo, del
origen del problema racial” (p. 325). En este sentido, la ciencia brasileña se abocó a traducir
estas teorías y desechar lo que no servía. Así, por ejemplo, “evolución humana” se combinó
con el concepto de “razas”; la “perfectibilidad” se destituyó de su contenido humanista
rousseauniano original y se lo asignó a determinadas “razas”, excluyendo otras. Las teorías
raciales también sirvieron para legitimar discursos laicizantes y proyectos políticos basados en
la modernidad y el progreso. En este sentido, se ve que la convivencia entre el discurso liberal
y racial no es conflictiva en ese contexto.

Y acá volvemos al tema de la oligarquía como clase social y política. Un sector que también
desde la época del imperio, se venía reafirmando como económicamente dominante y que,
con la República, ve su ventana de oportunidad para alcanzar el esplendor. Así, durante la
República la élite reafirma su predominancia social, no sólo a partir de las teorías raciales
mencionadas, sino a partir de la diferenciación de clase que les daba el lustre de sus consumos
gustos europeos, ingleses y franceses. Es que ya desde la infancia los miembros de la clase alta
brasileña incorporaban y comenzaban a entender y valorar el sentido de la jerarquía racial que
los encumbraba. En este sentido, recordemos lo que vieron sobre el rol de las amas de leche
negras durante la época del imperio y cómo también, los hijos de estas esclavas negras,
servían como juguetes de los niños de las casas (recuerden a escena que describe Machado de
Assis). Es que, efectivamente, la historiografía especializada reconoce que estas primeras
nociones de afecto del niño de la elite, a la vez, lo introducían a través del juego al tipo de
relaciones raciales que después iba a encontrar en la sociedad. Al mismo tiempo, a esta crianza
se le superponía la socialización en la alta cultura, el idioma, la “civilización” europea, a través
de la institutriz extranjera, que en general era francesa.

La élite naturalizaba un funcionamiento de la sociedad en términos de jerarquías raciales, en


las que lo emocional era del mundo de los negros y lo “civilizado”, lo superior era blanco. Con
las teorías raciales de las que hablamos, se logró legitimar desde un discurso “civilizado” y
moderno, la naturaleza y la educación de la élite que ya no podía albergarse bajo los beneficios
de una sociedad esclavista. Al mismo tiempo, la valorización de la cultura europea también
puede ser vista como una continuidad del lazo colonial con Europa (esto es lo que sostiene
Needell), en términos, como dice Halperín Donghi, de un nuevo pacto neocolonial que se
rompe en términos, sobre todo, culturales con las noticias de los horrores de la Primera Guerra
Mundial.

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