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Etica
Etica
Cuando es un adulto quien hace esta pregunta, quizá lo hace porque los
golpes de la vida le llevan a pensar que actuar honestamente no
siempre produce felicidad. Incluso, porque cree que los malos, con su
aparente victoria y su sonrisa de triunfo, muestran que es posible ser
felices en medio del vicio y la injusticia.
La felicidad tiene que ser algo mucho más profundo y más noble. Según
pensadores como Platón, Aristóteles, san Agustín y santo Tomás, la
felicidad sería el resultado de alcanzar la plenitud humana. Es decir,
consistiría en vivir de acuerdo con lo que significa nuestra naturaleza
vista no de modo parcial (caprichos, ocurrencias), sino de modo
integral: con nuestra alma y con nuestro cuerpo, con nuestras
aspiraciones personales y con nuestra condición de hombres que viven
en sociedad y abiertos a lo eterno.
Este problema nos hace mirar más allá de la muerte, y preguntarnos por
lo que pueda haber detrás de la frontera. De lo contrario, tendríamos
que aceptar trágicamente que muchos hombres honestos han sufrido
enormes desgracias, mientras muchos malhechores presumen de
aparentes “alegrías”. Y que luego, unos y otros se pierden en la nada,
como si no hubiese ningún juicio que pusiese las cosas en su sitio, como
si no existiese ningún Dios que llene de gozo a los buenos y que
“castigue” a los criminales irredentos.
No basta, desde luego, con suponer y “esperar” que exista otra vida
para completar la idea de felicidad: sobre un punto tan importante hace
falta la máxima certeza posible. La misma filosofía ha ofrecido buenos
argumentos para mostrar que el hombre es un ser inmortal, que la
muerte no absorbe a quienes llegan a la tumba. Argumentos, hay que
reconocerlo, que no todos aceptan, pero eso no les priva de validez.
También hay quienes piensan que la violencia puede ser usada cuando a
uno le beneficia, y no por ello la idea contraria deja de ser verdadera y
defendible desde un punto de vista simplemente racional.
En este contexto, algunos han afirmado que es bueno aquello que nos
llena de una satisfacción más o menos profunda, que es malo aquello
que nos provoca inquietudes o sentimientos de fracaso. Si aceptásemo
esto, habría que reconocer que hay tantas visiones éticas como ideas
pasan por las cabezas y los corazones de millones de seres humanos
que viven de modos muy distintos entre sí.
Otros autores, más que fijarse en el sujeto que actúa, han elaborado sus
teorías éticas con la mirada puesta en la sociedad. Según estas teorías,
son los demás, los otros, esa “mayoría” que aprueba o condena lo que
hacemos, quienes imponen costumbres y normas, quienes dicen lo que
es bueno o lo que es malo. Lo cual lleva a un sinfín de problemas, pues
a lo largo de los siglos y a lo ancho del planeta, las normas han sido y
son sumamente diferentes. Para los antiguos griegos y romanos era
algo aceptable el eliminar a los niños defectuosos, el hacer esclavos a
los vencidos, el ver a la mujer como alguien inferior y sometido. Para
muchos modernos, el aborto es visto como un “derecho”, e incluso un
deber, cuando se trata de evitar el nacimiento de hijos no deseados. Y
los ejemplos se podrían multiplicar casi hasta el infinito.
Esa luz nos lanza hacia lo eterno, descubre que existe un Dios que no es
indiferente a la vida de sus hijos. Un Dios que acompaña a los débiles,
levanta a los caídos, ayuda a los necesitados, consuela a los tristes, da
la felicidad a los buenos, los justos, los sinceros, los limpios...
Vale la pena vivir a fondo los principios éticos. Vale la pena construir la
vida no según el capricho del instante, sino según aquello que no pasa.
Vale la pena arriesgarse a aparentes fracasos en el tiempo, cuando lo
eterno llena de esperanza y da una felicidad profunda que inicia aquí
abajo e ingresa, de un modo que aún no vislumbramos plenamente, en
el cielo.