Está en la página 1de 6

1. LA ÉTICA COMO SABER VIVIR BIEN.

  No es lo mismo  el “vivir bien”  que la “vida buena”.


El hombre que “vive bien” es el que vive obedeciendo a sus inclinaciones más íntimas, no así el “vida
buena”, que  actúa a merced de su capricho.   Veamos  un ejemplo: ( un músico que se agita en
medio de las luces y como enloquecido asume y hace asumir actitudes frenéticas, millones de pesos
entran a su patrimonio que más tarde utilizará  para satisfacer su frenesí, como sucede con la obra el
éxito también termina, pues el éxito no llena totalmente.)  otro ej.:  (Un hombre o mujer que hace de
su cuerpo un instrumento de placer, toma licor , se entrega con pasión desenfrenada a todo aquello
que le proporciona bienestar fisiológico y el sentido de su vida lo fija en la locura, pero el cuerpo
humano sensible como es, se vuelve contra la persona y se convierte en fuente de dolor cuando se
han sobrepasado los límites.
“Vivir bien es proponerse vivir al ritmo de sus impulsos, y en buen uso de su propósito cede a sus
deseos de pasear cuando debe ponerse a trabajar.  El “buena vida” es el que vive al día, se agita,
golpea, hiere y es holgazán.  Vivir así siguiendo los impulsos inmediatos se asemeja más a vivir como
animal, superficial, egoísta, diferencia del que  como ser humano, planea y proyecta su vida para un
futuro mejor.
VIVIR BIEN,  por el contrario, es fundamentar toda nuestras acciones, en la realidad, de tal forma que
sea la realidad la que las dirija y no nuestros caprichos; es también extraer de la realidad lo que no se
debe hacer y no al contrario;  querer hacer las cosas contrariando las exigencias de la realidad.  VIVIR
BIEN, es tanto como saber que las cosas son y tienen que hacerse como son, porque de lo contrario al
hombre, al ignorar el ser de las cosas, lo único que le puede fundamentar sus acciones es su propia
inventiva, lo cual conduce  a una moral hecha  o inventada por uno mismo ( moral autónoma).   Una
gran patología o problemas síquicos residen en la falta de objetividad; de ahí la conexión entre la
salud espiritual y el VIVIR BIEN, y la conexión contraria es decir, la enfermedad y el vivir mal o ser un
“buena Vida”
Es una realidad, por ejemplo, que el hombre necesita comer para poder subsistir; el hombre debe, en
consecuencia, extraer su conducta de esa realidad, es decir, debe comer todo lo que necesita para
mantenerse en la existencia; pero si el hombre, por capricho, por gula, come más de lo que necesita,
excediéndose en la cantidad, en consecuencia irrespetando la exigencia de la realidad, lo que está
provocando  es su propia aniquilación o destrucción.
La Ética  enseña a “VIVIR BIEN”, porque se  fundamenta en la realidad y tiene su principio en el
conocimiento de ella, permitiendo así el conocimiento de las acciones que se ajustan a la realidad,
constituyéndose por tanto en fuente de salud para el hombre en todo el sentido de la palabra,
material y espiritualmente.
La ética es enemiga de la autosugestión (el querer cambiar la realidad) y de la muy común opinión de
que las cosas están mandadas.   La ética no enseña CUAL ES LA RAZÓN POR LA QUE LAS COSAS SE
MANDAN.   Que no es otra que la conexión con la realidad.   Un hombre que VIVE BIEN, puede hacer
lo que quiera, sin que se pierda el sentido de su existencia; es un ser que acción tras acción, está
afirmándose en su propio ser, y esa fortaleza que adquiere es como un escudo de acero que le
protege de engañarse hasta así mismo, es un hombre que vive seguro de sí, y no a merced del
capricho ni del placer; es el hombre que puede aceptar tranquilo el atentado que los demás hagan
contra su verdad, es un hombre que no pierde su serenidad, ni ante el éxito ni ante el fracaso, pues
lo coloca en el lugar que le corresponde dentro del plano de la existencia, es un ser que, en
definitiva, puede dar cuenta de su vida en un minuto.    Un hombre así será necesariamente feliz.
¿Qué gano si me porto bien?
Existe un Dios que no es indiferente a la vida de sus hijos

Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net 

“¿Y qué gano si me porto bien?” Cuando un adolescente o un joven


pregunta esto, quiere que le demos un motivo para portarse bien, para
vivir éticamente, para ver si realmente vale la pena no seguir sus gustos
sino lo que le dicen (o ya sabe) que es correcto.

Cuando es un adulto quien hace esta pregunta, quizá lo hace porque los
golpes de la vida le llevan a pensar que actuar honestamente no
siempre produce felicidad. Incluso, porque cree que los malos, con su
aparente victoria y su sonrisa de triunfo, muestran que es posible ser
felices en medio del vicio y la injusticia.

Necesitamos demostrar que no hay verdadera felicidad sin vivir


éticamente. Lo cual implica tres cosas. Primero, tener una idea clara de
lo que es la felicidad. Segundo, comprender bien lo que es la ética. Y
tercero, ver que el único camino para ser felices es vivir éticamente.

¿Qué es la felicidad? Alguno podría pensar que la felicidad coincide con


satisfacer cualquier deseo de las personas, o con vivir según las
opiniones que están de moda. Entonces sería feliz el que realiza sus
sueños de pirómano, o el que abusa de los pobres a través de la usura,
o los que simplemente se contentan con escuchar mil veces la música
de moda sin molestar a nadie y sin dejar que nadie les moleste.

Intuimos que esta respuesta es muy insuficiente, pues si identificamos


la felicidad con seguir cualquier deseo, cualquier capricho, millones de
personas que no logran lo que anhelan serán infelices. A la vez, serían
felices quienes llevan a cabo fechorías sin nombre, como los criminales o
los terroristas que “gozan” y aplauden cada vez que consiguen matar a
víctimas inocentes.

La felicidad tiene que ser algo mucho más profundo y más noble. Según
pensadores como Platón, Aristóteles, san Agustín y santo Tomás, la
felicidad sería el resultado de alcanzar la plenitud humana. Es decir,
consistiría en vivir de acuerdo con lo que significa nuestra naturaleza
vista no de modo parcial (caprichos, ocurrencias), sino de modo
integral: con nuestra alma y con nuestro cuerpo, con nuestras
aspiraciones personales y con nuestra condición de hombres que viven
en sociedad y abiertos a lo eterno.

Estos grandes pensadores griegos y cristianos reconocieron que el


hombre es sensible y espiritual, “solitario” y miembro de un grupo,
temporal y eterno, necesitado de bienes materiales y capaz de
prescindir de los mismos por motivos superiores. Su felicidad sólo es
posible si alcanza su plenitud en todos esos campos.

Definir así la felicidad no evita, sin embargo, un serio problema:


cualquier vida humana está continuamente sometida a imprevistos, en
todos los niveles, personal y social, corporal y espiritual. ¿No era otro
griego, Solón, quien afirmaba que no podemos llamar a nadie feliz
mientras viva, sino sólo cuando haya cerrado la historia de su existencia
terrena?

Este problema nos hace mirar más allá de la muerte, y preguntarnos por
lo que pueda haber detrás de la frontera. De lo contrario, tendríamos
que aceptar trágicamente que muchos hombres honestos han sufrido
enormes desgracias, mientras muchos malhechores presumen de
aparentes “alegrías”. Y que luego, unos y otros se pierden en la nada,
como si no hubiese ningún juicio que pusiese las cosas en su sitio, como
si no existiese ningún Dios que llene de gozo a los buenos y que
“castigue” a los criminales irredentos.

No basta, desde luego, con suponer y “esperar” que exista otra vida
para completar la idea de felicidad: sobre un punto tan importante hace
falta la máxima certeza posible. La misma filosofía ha ofrecido buenos
argumentos para mostrar que el hombre es un ser inmortal, que la
muerte no absorbe a quienes llegan a la tumba. Argumentos, hay que
reconocerlo, que no todos aceptan, pero eso no les priva de validez.
También hay quienes piensan que la violencia puede ser usada cuando a
uno le beneficia, y no por ello la idea contraria deja de ser verdadera y
defendible desde un punto de vista simplemente racional.

Podríamos decir, como una primera conclusión, que la felicidad consiste


en la plenitud integral del hombre. Una plenitud que le permite
desarrollar armónicamente sus distintas dimensiones, sea como persona
individual, sea como persona en sociedad, sea en el tiempo, sea en la
eternidad. Cuando la plenitud se consigue, somos felices. En el cuerpo y
en el alma, con los bienes materiales y con los amigos verdaderos, con
las satisfacciones de una vida plena que pone orden a tendencias no
siempre orientadas a lo bueno, y que acrecienta las potencialidades
espirituales de quienes buscan lo noble, lo bello.
Lo anterior nos pone ya en camino para buscar una definición de lo que
sea la ética. Si la felicidad consiste en lograr esa plenitud integral a la
que todos estamos llamados, la ética no podrá ser un conjunto de
normas, leyes o costumbres que nos aparten de ese objetivo, sino que
tiene que orientarnos necesariamente a conseguir una meta tan valiosa.

Por desgracia, a lo largo de los últimos 300 años se han elaborado


teorías sobre la ética que han dejado de lado un profundo y serio
estudio sobre el hombre. En vez de reconocer las dimensiones
fundamentales que componen la naturaleza humana, se han limitado a
analizar deseos, sentimientos, estados psicológicos de las personas.

En este contexto, algunos han afirmado que es bueno aquello que nos
llena de una satisfacción más o menos profunda, que es malo aquello
que nos provoca inquietudes o sentimientos de fracaso. Si aceptásemo
esto, habría que reconocer que hay tantas visiones éticas como ideas
pasan por las cabezas y los corazones de millones de seres humanos
que viven de modos muy distintos entre sí.

Otros autores, más que fijarse en el sujeto que actúa, han elaborado sus
teorías éticas con la mirada puesta en la sociedad. Según estas teorías,
son los demás, los otros, esa “mayoría” que aprueba o condena lo que
hacemos, quienes imponen costumbres y normas, quienes dicen lo que
es bueno o lo que es malo. Lo cual lleva a un sinfín de problemas, pues
a lo largo de los siglos y a lo ancho del planeta, las normas han sido y
son sumamente diferentes. Para los antiguos griegos y romanos era
algo aceptable el eliminar a los niños defectuosos, el hacer esclavos a
los vencidos, el ver a la mujer como alguien inferior y sometido. Para
muchos modernos, el aborto es visto como un “derecho”, e incluso un
deber, cuando se trata de evitar el nacimiento de hijos no deseados. Y
los ejemplos se podrían multiplicar casi hasta el infinito.

Ni el subjetivismo ni el sociologismo nos llevan a comprender lo que es


la ética. Entonces, ¿qué es la ética? En su definición más profunda, es
una disciplina que nos ayuda a orientar nuestros actos libres en orden a
conseguir, en la medida de lo posible, la realización completa de nuestra
humanidad. Aunque tengamos que sacrificar algún deseo no muy loable,
aunque tengamos que enfrentarnos a las ideas de los que viven a
nuestro lado.

Esta definición se apoya en una antropología integral: una antropología


que no deje de lado lo corpóreo, como en ciertas corrientes “angelistas”.
Ni tampoco lo espiritual, como en los materialismos que han querido
sofocarnos durante más de 200 años, y que no acaban de desaparecer
en las cabezas de algunos pensadores que se declaran “iluminados” en
medio de la oscuridad de sus dudas y sus errores...

Con las definiciones de ética y de felicidad que acabamos de esbozar en


cierto modo ya estamos en vías de entrever el nexo entre ética y
felicidad. Si la felicidad consiste en la plenitud del vivir humano, y si la
ética nos ayuda a orientar nuestros actos hacia esa plenitud, entonces la
ética nos debería llevar a ser felices. Es decir, quien vive éticamente se
pone en marcha para vivir plenamente su condición humana, y en la
medida en que lo logra alcanzará la deseada felicidad.

Aquí, sin embargo, hay que reconocer de nuevo que un sinfín de


obstáculos nos separa de la meta. De modo especial, podemos fijarnos
en dos aspectos ya en parte mencionados anteriormente.

El primero consiste en la fragilidad de nuestro cuerpo. Vivimos una


existencia temporal en la que la enfermedad, los imprevistos, los
peligros de todos los días, ponen en juego nuestra integridad física y
nuestras posibilidades de llevar a cabo aquello que desearíamos hacer.

Si una madre o un padre anhelan cuidar a sus hijos y se enferman, la


debilidad del cuerpo les aleja de su deseo paterno. No podrán mostrar
su amor y su generosidad con aquellos actos con los que antes atendían
a cada hijo. La pena profunda que experimentan nace de ese sentirse
impedidos, “fracasados”, ante un deseo vehemente, profundo, noble.

En segundo lugar, constatamos la fragilidad de nuestra voluntad. Hay


momentos en los que vemos con claridad que un acto nos conviene, que
es bueno, que beneficia a otros. Luego, el cansancio, la pereza, el miedo
al fracaso o a las críticas, nos acorralan, y no hacemos aquello que
deberíamos y que nos habíamos propuesto.

Los casos son infinitos. Un señor que se había comprometido a visitar a


un amigo enfermo termina la tarde en el bar junto a sus amigos. Un
joven que estudia medicina y tiene que pasar un examen vuelve a
suspender porque prefirió ir a la discoteca en vez de dedicar la tarde
para hacer sus deberes universitarios. Un político sabe que esta decisión
le quitará votos pero beneficiaría al país, y al final prefiere ceder al
miedo y opta por otra decisión más cómoda que le permita mantenerse
en el poder aunque a la larga provocará muchos males sociales. Estos y
otros miles de ejemplos muestran la debilidad que nos asalta, sea por
miedo, sea por intereses turbios, sea por otros factores.

Por eso, el camino hacia la felicidad está lleno de baches, de accidentes,


de fracasos. Unos, que escapan a nuestro control. Nos llegan, previstos
o imprevistos, y parecen truncar proyectos profundamente acariciados.
Otros, que pudimos haber evitado, y no lo hicimos porque no quisimos o
no supimos vencer perezas, deseos de placer o ambiciones de poder,
porque nos dejamos esclavizar por un “triunfo” aparente.

Al mirar hacia atrás, y al ver nuestro presente, pensamos: ¡qué difícil


resulta llegar a la plenitud humana! Parece un camino lleno de insidias,
parece que no hay posibilidad alguna de ser felices. Sin embargo, quien
es capaz de orientarse siempre hacia el bien, quien forma su conciencia
y la sigue gustosamente, quien antepone la verdad y la justicia a
cualquier interés egoísta, podrá quizá no realizar algunos de sus
sueños... Pero sentirá en su corazón que, a pesar de todo, ha querido
hacer el bien, y ello produce una felicidad profunda, que permite brillar
en una cama de dolor, en un campo de exterminio, en una casa
mientras se vive abandonado por familiares y amigos, con una luz que
es propia de almas grandes.

Esa luz nos lanza hacia lo eterno, descubre que existe un Dios que no es
indiferente a la vida de sus hijos. Un Dios que acompaña a los débiles,
levanta a los caídos, ayuda a los necesitados, consuela a los tristes, da
la felicidad a los buenos, los justos, los sinceros, los limpios...

Vale la pena vivir a fondo los principios éticos. Vale la pena construir la
vida no según el capricho del instante, sino según aquello que no pasa.
Vale la pena arriesgarse a aparentes fracasos en el tiempo, cuando lo
eterno llena de esperanza y da una felicidad profunda que inicia aquí
abajo e ingresa, de un modo que aún no vislumbramos plenamente, en
el cielo.

También podría gustarte