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“Por la mayoría de los cueros que compramos pagamos unos tres y medio peniques por libra.
Tres meses después eran vendidos en Buenos Aires a unos cinco peniques y medio por libra;
y quizás seis meses después se vendían en Liverpool y Londres de nueve a diez peniques por
libra a los curtidores. Suponiendo que un cuero con otro diera veinte chelines, producía una
ganancia de diez veces el importe que el estanciero recibía por el animal en su establecimien-
to. Sin duda muchos de los cueros de novillo, de ternero y de yeguarizo así vendidos, y trans-
portados a Inglaterra, volvían por el mismo camino convertidos en botas y zapatos”.1

Junto con el desarrollo rural se produjo la expansión urbana: Buenos Aires fue el mercado de
consumo y centro de la comercialización de productos con el exterior, lo que implicó una inten-
sa actividad mercantil: funcionaron tiendas, cigarrerías, sastrerías. Numerosos comerciantes
extranjeros (ingleses, norteamericanos, franceses y portugueses) controlaron diferentes
circuitos. Los ingleses, por ejemplo, se dedicaron a importar manufacturas y a comercializar la
sal y la exportación ganadera; tenían casas comerciales con sucursales en Río de Janeiro,
Santiago de Chile, Montevideo, Lima, España y con el norte de África. Los norteamericanos
importaron harina y ron de las Antillas, a las que le vendían nuestro tasajo. También hubo crio-
llos que se dedicaron al comercio, muchas veces en sociedad con los extranjeros y otras limi-
tándose a la instalación de tiendas y pulperías. En general, hubo una división de tareas entre la
burguesía comercial nativa y la extranjera: la primera controló el comercio interior y la segun-
da, el exterior. A diferencia de la actividad mercantil, la manufacturera fue escasa y utilizó ma-
quinaria rudimentaria; se dedicó a la fabricación de coches, braseros, chocolates, jabón, peine-
tas. Estos pequeños talleres eran dirigidos por sus propios dueños y contaban con poco per-
sonal. La dinámica urbana estuvo caracterizada por una explosiva actividad comercial en
manos de la clase social dominante.

Las mujeres en los tiempos de la Revolución


Antes de la Revolución de Mayo ya pueden identificarse ciertas acciones que tienen como pro-
tagonistas a algunas mujeres y que ciertamente no son las que la historiografía oficial se ha
encargado de difundir. En contraposición si ha difundido otras, por ejemplo: durante las Inva-
siones Inglesas de 1806 y 1807, aquellas que convirtieron a las barrosas calles de Buenos
Aires y a las apenas mejor mantenidas de Montevideo en escenario de lucha armada, y a las
casas en centros de debates, abiertos o conspirativos, la imagen de las invasiones que más ha
perdurado con relación a las mujeres es un fragmento en que Mariquita Sánchez muestra su
fascinación por las tropas escocesas del Regimiento 71 a las que define como «las más lindas
que se podían ver, el uniforme más poético, botines de cinta punzó cruzadas, una parte de la
pierna desnuda, un pollerita corta».
En todo caso, si las mujeres y muchos hombres de las ricas familias porteñas se «acomoda-
ron» inicialmente a la convivencia y la colaboración con los ocupantes, la misma actitud no
estaba generalizada en toda la población. Con cierta vergüenza ajena, un oficial invasor,

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Alexander Gillespie, recordaba así su primer encuentro con una porteña:

Nos guiaron a la fonda de los Tres Reyes, en la calle del mismo nombre. Una comida de tocino
y huevos fue todo lo que nos pudieron dar, pues cada familia consume sus compras de la
mañana en la misma tarde, y los mercados se cierran muy temprano. A la misma mesa se sen-
taban muchos oficiales españoles con quienes pocas horas antes habíamos combatido, con-
vertidos ahora en prisioneros con la toma de la ciudad, y que se regalaban con la misma
comida que nosotros. Una hermosa joven servía a los dos grupos, pero en su rostro se acusa-
ba un hondo ceño. La cautela impidió por un tiempo que ella echase una mirada, esa chismosa
de los pensamientos femeninos, sobre su objeto, y lo consideramos causado por nosotros.
Ansiosos de disipar todo prejuicio desfavorable, […] valiéndome del señor Barreda, criollo civil
que había residido algunos años en Inglaterra […], le rogué hiciera confesión franca del motivo
de su disgusto. Después de agradecernos por esta declaración honrada, inmediatamente se
volvió a sus compatriotas […] dirigiéndose en el tono más alto e impresionante: «Desearía,
caballeros, que nos hubiesen informado más pronto de sus cobardes intenciones de rendir
Buenos Aires, pues apostaría mi vida que, de haberlo sabido, las mujeres nos habríamos levan-
tado unánimemente y rechazado los ingleses a pedradas».2

https://drive.google.com/file/d/1vIxqsMEB9lIQMhXRd2L0b4wA7sjnumI6/view?usp=sharing

En las vísperas de la Revolución de Mayo, en el periódico dirigido por Manuel Belgrano podía
leerse el siguiente artículo dedicado a la situación de la mujer en la agonía de los tiempos colo-
niales:

La naturaleza nos anuncia una mujer; muy pronto va a ser madre y presentarnos conciudada-
nos en quienes debe inspirar las primeras ideas, ¿y qué ha de enseñarles si a ella nada le han
enseñado? ¿Cómo ha de desenrollar las virtudes morales y sociales, las cuales son las cos-
tumbres que están situadas en el fondo de los corazones de sus hijos? ¿Quién le ha dicho que
esas virtudes son la justicia, la verdad, la buena fe, la decencia, la beneficencia, el espíritu, y
que estas calidades son tan necesarias al hombre como la razón de que proceden? Ruboricé-
monos, pero digámoslo: nadie; y es tiempo ya de que se arbitren los medios de desviar un tan
grave daño si se quiere que las buenas costumbres sean generales y uniformes. […] El bello
sexo no tiene más escuela pública en esta capital que la que se llama de S. Miguel, y corres-
ponde al colegio de huérfanas, de que es maestra una de ellas. Todas las demás que hay sub-

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sisten a merced de lo que pagan las niñas a las maestras que se dedican a enseñar, sin que
nadie averigüe quiénes son y qué es lo que saben. […] Nada valen las teorías; en vano las maes-
tras explicarán y harán comprender a sus discípulas lo que es justicia, verdad, buena fe y todas
las virtudes; si en la práctica las desmienten, ésta arrollará todo lo bueno, y será la conductora
en los días ulteriores de la depravación. ¡¡¡Desgraciada sociedad, desgraciada nación, desgra-
ciado gobierno!!! Séanos lícito aventurar la proposición de que es más necesaria la atención
de todas las autoridades, de todos los magistrados y todos los ciudadanos y ciudadanas para
los establecimientos de enseñanza de niñas que para fundar una universidad en esta capital,
porque tanto se ha trabajado, y tanto se ha instado ante nuestro gobierno en muchas y diferen-
tes épocas.3

Sin duda, pocas mujeres tuvieron un «alto perfil» en esos días, pero la politización en mayor o
menor medida alcanzó a muchas de ellas, ya que la política se había instalado en las conver-
saciones familiares, las charlas en los mercados y los atrios de las iglesias, las tertulias y
saraos. Un dato que surge de las diversas memorias, diarios y relatos privados conservados de
ese tiempo, es que las divisiones de «partidos» o facciones que marcaron desde las Invasiones
Inglesas en adelante todo el proceso revolucionario independentista se trasladaban al «seno
de la familia», con hijos criollos enemistados con sus padres peninsulares, o mujeres patriotas
disgustadas con sus maridos realistas o viceversa.
Producida la Revolución de Mayo y con la mayoría de los hombres volcados a la acción pública
(fuese por decisión propia, impulsados por la necesidad de proteger sus intereses o forzados
por las levas para los ejércitos) la posibilidad de que la política quedase «puertas afuera» era
muy baja.
Son de este tiempo revolucionario, y no de la «aburrida»5 vida colonial, los ejemplos de amas
de casa que eran el centro de tertulias politizadas, de las que Mariquita Sánchez es el caso
más recordado, pero no el único. En San Juan, por ejemplo, Ana María Sánchez de Loria tendrá
un papel igualmente destacado, o en Salta la célebre hermana de Martín Miguel de Güemes,
María Magdalena «Macacha» Güemes de Tejada. También lo es la aparición pública de las mu-
jeres como adherentes a la causa revolucionaria, adhesión que era impulsada como política
oficial y respondía a una multiplicidad de razones. La primera, más evidente, era el lograr y
mostrar una cohesión lo más amplia y sólida posible de la población en torno a los sucesivos
gobiernos y sus políticas, «unidad» que incluía a los habitantes de toda «condición». En este
sentido, el hecho revolucionario era que las mujeres eran tenidas en cuenta como un sector de
la sociedad, aunque sólo fuese como apoyo o acompañamiento de las decisiones tomadas por
hombres. Asimismo, pesaba la noción «ilustrada» del papel de las madres como formadoras
primarias de sus hijos, organizadoras del hogar y la familia e «influyentes» sobre sus maridos.
Como señalaba Héctor Iñigo Carrera,

[…] son los tiempos del entusiasmo por la afirmación de la autonomía rioplatense y la toma de

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conciencia de su independencia inevitable. Los tiempos de los salones y de las damas patrio-
tas. Los de las grandes movilizaciones populares para nutrir ejércitos en las que las mujeres
humildes entregan todo lo poco que poseen: sus hogares y sus hombres. Y he aquí que esta
movilización de las masas, aunque dirigida y en cierta medida reglada por las elites (funciona-
rios y clases altas) patriotas de nuevo cuño, implica una respetable democratización de la vida
pública. Diríamos entonces que las argentinas de los suburbios y de los ranchos también son
actoras —aunque poco publicitadas— de esa participación de las gentes en las cosas naciona-
les. Porque de esos suburbios y ranchos sale el esfuerzo mayor que da a los salones y conexos
despachos de la nueva gente principal que dirige la revolución, los ejércitos y el consenso sin
los cuales nada serían. Antes habían sido las irrupciones británicas las que dieran un primer
impulso a la intervención descubierta de las argentinas en los problemas del país. Luego la
brega por la independencia se expande y multiplica ese impulso por todos los ámbitos riopla-
tenses contra las pretensiones de los españoles de Lima y de los portugueses de Brasil. Hasta
1815 más o menos, la euforia independentista engloba a las nuevas mentalidades y costum-
bres disidentes, a la juventud femenina que viste y danza en el nuevo estilo afrancesado revo-
lucionario con pinceladas de república grecolatina en la moda.4

Se trataba, en ese aspecto, del fenómeno que en el siglo XX sería conocido como el «frente
interno», la necesidad de contar con el apoyo de la población en el contexto de una guerra, que
se demostró prolongada y con todos los rasgos de una guerra civil. Ese apoyo requería tanto
la adhesión política a las decisiones tomadas, como el aporte material para poder llevarlas a
cabo.
Las mujeres ocupaban un doble papel: el de «ejemplo» a seguir —por lo que su abnegación,
patriotismo y fervor revolucionario solían ser destacados— y el de «retaguardia» de los hom-
bres movilizados, tanto como mano de obra en la producción, como auxiliares en el frente y
como principal sostén del hogar ante la ausencia de maridos e hijos.
Desde la primera suscripción de aportes para armar, vestir y proveer a los ejércitos patrios, los
efectuados por las mujeres son los que más suele destacar la recién fundada Gaceta de
Buenos Aires. Como cuenta Lily Sosa de Newton:

Adolfo P. Carranza, en su libro Patricias Argentinas6 consigna los nombres de todas las muje-
res que aparecen en las publicaciones de la Gaceta, señalando que la primera es doña Casilda
Igarzábal de Rodríguez Peña, quien contribuye con el «haber de dos hombres para la expedi-
ción». Es la esposa de Nicolás Rodríguez Peña, uno de los hombres de la revolución, de quien
es gran colaboradora. También se cuentan entre las donantes Bernardina Cavaría de Viamon-
te, esposa del general Juan José Viamonte; Mercedes Lasala de Riglos, que será unos años
después la primera presidenta de la Sociedad de Beneficencia; Manuela Otálora de Soler,
madre del general Miguel Estanislao Soler y del coronel Manuel José Soler; María Josefa Ace-
vedo de Belgrano, María Ignacia de Riglos y muchas otras que sería largo enumerar.

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Queremos destacar, sin embargo, un nombre de la lista con la siguiente indicación: «La parda
Basilia Agüero, dos reales». Algunas acompañan la donación con expresiones de patriotismo,
como María Josefa Tapia, que entrega dos pesos fuertes, «con extraordinario sentimiento de
no poder donar gran cuantía», o Juana Pavón, «dos pesos fuertes, que los tenía destinados
para vestir, pero ha querido tener la satisfacción de cederlos para auxilios de los gastos de la
expedición». Petrona Delgado de Marchán da doce pesos fuertes al año, manifestando el
deseo de poseer grandes caudales para donarlos en beneficio de la patria. La esposa de Juan
Silverio Arriola, entrega dos pesos y su hijo José Nicolás (después coronel), para el servicio
que estime la Junta, sin haber alguno.7

Mariano Moreno tuvo el buen gesto de registrar para la historia en las páginas de la Gaceta el
nombre de las mujeres y niños del pueblo que respondieron a la convocatoria lanzada en el
número 1 del primer periódico patriota, como la esclava María Eusebia Segovia, con licencia de
su amo, ha donado un peso fuerte y se ofrece como cocinera de las tropas. El pardo Santos
González, de 10 años de edad, dona 4 reales. El niño Pedro Agüero, de 9 años, obló 2 pesos y,
con permiso, ofertó su persona para el servicio que le permitan sus tiernos años. El pardo
Julián José Agüero, de 5 años de edad, ha oblado 1 peso fuerte. Anastasio Ramírez ha donado
4 reales con expresiones dignas de elogio, y mucho más por ser referidas a su corta edad de 8
años, a los que ya manifiesta el amor y tributo que se le debe a la patria.
Decía Moreno en la misma Gaceta, comentando estos actos del más extremo desprendimien-
to:

Causa ternura el celo con que se esfuerza el Pueblo para socorrer al Erario en los gastos preci-
sos para la expedición. Las clases más pobres de la Sociedad son las primeras que se apresu-
raron a porfía a consagrar a la Patria una parte de su escasa fortuna: empezarán los ricos las
erogaciones propias a su caudal y de su celo, pero aunque un comerciante rico excite la admi-
ración por la gruesa cantidad de donativo, no podrá disputar ya al pobre el mérito recomenda-
ble de la prontitud de sus ofertas.8

También harán donativos y aportes para «armar a la Patria» las cordobesas, las cuyanas, las
tucumanas, santiagueñas, salteñas y correntinas a lo largo de las guerras de la independencia,
aunque es más frecuente en estos casos que sólo las más acomodadas aparezcan en los
registros.
Entre muchos ejemplos podemos mencionar a la hacendada Lorenza Luna en Santiago del
Estero, «Macacha» Güemes en Salta, las «vecinas» de San Juan Teresa Funes de Lloveras, Ber-
narda Bustamante de Cano y Jacinta A. de Rojo.
Gregoria Pérez Larramendi de Denis, «vecina» de Santa Fe, puso a disposición de Belgrano, en
su campaña hacia el Paraguay, su estancia entrerriana de las costas del Feliciano. Doña Tibur-
cia Haedo de Paz, madre del futuro general José María Paz, donó dos onzas de oro, y junto con

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su marido José de Paz, escribió esta carta a la Junta Provisional:

Don José de Paz, administrador de correos de esta capital, y mi esposa doña María Tiburcia de
Haedo, hacemos presente a V.E. que, a más de las ofertas que nuestros hijos José María Paz,
capitán comandante de artillería, y don Julián Paz, teniente del mismo cuerpo, impulsados del
más decidido patriotismo, han hecho a V.E, siendo destinados por exma. Junta a caminar con
su compañía por las provincias del Perú, a las órdenes de V.E., cediendo voluntariamente cual-
quiera parte, o la totalidad de sus sueldos, si los juzgase por conveniente, y las circunstancias
lo exigiesen: Oblamos unánimes y conformes a la disposición de V.E., movidos por la propia
adhesión y a beneficio de la común y justa causa todas las alhajas y propiedades que posee-
mos, para auxilio de las presentes urgencias; cuyo ofrecimiento tenemos el honor de elevarlo
a la noticia de V.E., para que unido al de nuestros dos hijos, V.E. se digne determinar lo que
fuere de su superior agrado, persuadido que lo cumpliremos puntualmente en obsequio de la
justa causa. Dios guarde a V.E. muchos años. Córdoba, septiembre 9 de 1811. José de Paz,
María Tiburcia de Haedo.9
En este mismo módulo ya hemos visto el caso tantas veces mal recordado de las damas men-
docinas que donaron algunas de sus joyas.

Tres años antes, en una suscripción promovida por el Triunvirato para pagar armas venidas de
Estados Unidos, un grupo de damas acaudilladas por Mariquita Sánchez y vinculadas a la
Sociedad Patriótica dirigida por Bernardo Monteagudo, decidió adherir e hizo publicar en la
Gaceta un llamado que expresa, a la vez, los cambios y las continuidades que se vivían en los
tiempos revolucionarios.

La causa de la humanidad con que está tan íntimamente enlazada la gloria de la patria y la
felicidad de las generaciones, debe forzosamente interesar con una vehemencia apasionada a
las madres, hijas y esposas que suscriben. Destinadas por la naturaleza y por las leyes a llevar
una vida retirada y sedentaria, no pueden desplegar su patriotismo con el esplendor que los
héroes en el campo de batalla. Saben apreciar bien el honor de su sexo a quien confía la socie-
dad el alimento y educación de sus jefes y magistrados, la economía y el orden doméstico,
base eterna de la prosperidad pública; pero tan dulces y sublimes encargos las consuelan
apenas en el sentimiento de no poder contar sus nombres entre los defensores de la libertad
de la patria. En la actividad de sus deseos han encontrado un recurso que siendo análogo a su
constitución, desahoga de algún modo su patriotismo. Las suscriptoras tienen el honor de pre-
sentar a V.E. la suma de … pesos que destinan al pago de … fusiles y que podrá ayudar al Estado
en la erogación que va a hacer por el armamento que acaba de arribar felizmente; ellas la subs-
traen gustosamente a las pequeñas pero sensibles necesidades de su sexo, por consagrarla a
un objeto el más grande que la patria conoce en las presentes circunstancias. Cuando el albo-
rozo público lleve hasta el seno de sus familias la nueva de una victoria, podrán decir en la

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exaltación de su entusiasmo: «Yo armé el brazo de ese valiente que aseguró su gloria y nuestra
libertad». Dominadas de esta ambición honrosa, suplican las suscriptoras a V.E. se sirva
mandar se graben sus nombres en los fusiles que costean. Si el amor de la patria deja algún
vacío en el corazón de los guerreros, la consideración al sexo será un nuevo estímulo que les
obligue a sostener en su arma una prenda del afecto de sus compatriotas cuyo honor y libertad
defienden. Entonces tendrá un derecho para reconvenir al cobarde que con las armas abando-
nó su nombre en el campo enemigo, y coronarán con sus manos al joven que presentando en
ellas el instrumento de la victoria dé una prueba de su gloriosa valentía. Las suscriptoras espe-
ran que aceptando V.E. este pequeño donativo se servirá aprobar su solicitud como un testi-
monio de su decidido interés por la felicidad de la patria. Buenos Aires, 30 de mayo de 1812.10

Catorce mujeres tuvieron esa «ambición honrosa» de ver sus nombres grabados en esos fusi-
les: Tomasa de la Quintana, Remedios de E scalada, Nieves de Escalda, María de la Quintana,
María Eugenia de Escalada, Ramona Esquivel y Aldao, María Sánchez de Thompson, Petrona
Cárdenas, Rufina de Orma, Isabel Calvimontes de Agrelo, María de la Encarnación Andonaégui,
Magdalena de Castro, Ángela Castelli de Igarzabal y Carmen Quintanilla de Alvear.
Mayor empeño puso una salteña, Martina Silva de Gurruchaga, que en su hacienda de Los
Cerrillos organizó a comienzos de 1813 una fuerza armada con sus peones, que personalmen-
te llevó a sumarse a las fuerzas del general Belgrano, poco antes de la batalla por recuperar
Salta.
Cuenta Adolfo P. Carranza, que el creador de la Bandera le dijo: «Señora, si en todos los corazo-
nes americanos existe la misma decisión que en el vuestro, el triunfo de la causa porque
luchamos será fácil» y le dio, a título honorario, el grado de capitana.11
Pero estos aportes de las «patricias», que al menos quedaban registrados en las páginas de la
Gaceta, fueron mucho menos significativos que los realizados diariamente por miles de muje-
res, que cargaron en sus espaldas el peso de las guerras de la independencia, por lo general,
de manera anónima. En la retaguardia, en chacras, puestos de estancia, mercados, pulperías,
talleres, tiendas y casas, el trabajo de las mujeres tuvo que sumar, a las que ya realizaban, las
tareas que ocupaban a sus maridos e hijos, enviados a los ejércitos. No sólo fueron mujeres
quienes cosieron los uniformes y camisas de los soldados, como suele recordarse, sino que
las levas recurrentes las llevaban a multiplicar sus ocupaciones de todo tipo, para mantener a
sus familias y la marcha de la economía. Recordemos que incluso en zonas donde práctica-
mente no hubo combates, como Buenos Aires y su campaña, contingentes de centenares y
miles de hombres en edad de trabajar eran reclutados casi constantemente para servir en los
ejércitos. Estas levas afectaban sobre todo al «bajo pueblo», «chusma» o sectores «plebeyos»,
es decir, a los trabajadores, peones y artesanos menos calificados, además de un número
significativo de esclavos y libertos, mano de obra que fue reemplazada por el trabajo de muje-
res y niños.
En las áreas de combate (fuese contra los realistas o en las guerras civiles que fueron cons-

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tantes desde 1813), como fueron el Alto Perú, la Banda Oriental, casi todo el litoral y la mayor
parte del actual noroeste argentino, se sumaban los efectos de la guerra. No se han estudiado
todavía en detalle los vejámenes, violaciones y maltratos padecidos sobre todo por las muje-
res ante el avance y retroceso de los ejércitos enfrentados, excepto en el Alto Perú y las provin-
cias norteñas argentinas (con denuncias, sobre todo, contra las tropas realistas). Pero los cas-
tigos ejemplares que jefes como Belgrano o San Martín impusieron en sus órdenes y regla-
mentos sugieren que esas prácticas estaban bastante difundidas.
Un párrafo aparte merece dos de las verdaderas gestas de esas guerras: los éxodos oriental y
jujeño, dirigidos por Artigas y Belgrano, respectivamente. Para ambos cabe el comentario que
hace Vera Pichel respecto del conducido por Belgrano:

El operativo de tierra arrasada, conocido en la historia como «Éxodo jujeño» evidenció una vez
más el combativo espíritu de mujeres. Con sus ancianos padres y sus hijos chicos de la mano,
abandonando casas, predios y pueblos, integraron la caravana de la esperanza, bajo expresas
órdenes del general Belgrano. Este solo episodio dio un nuevo matiz a la lucha, y esa gesta de
agosto de 1812 fue decisiva para la marcha de los acontecimientos. Este aspecto fue recono-
cido incluso en los partes militares realistas, que con el regreso de sus jefes a España, daban
cuenta con asombro de la coordinación en la participación del pueblo y el «odio femenino»
demostrado en cualquier oportunidad.12

Historias de Nuestra Historia - Programa Nº 111 “El éxodo jujeño”


https://drive.google.com/file/d/1VHTZ6BylWthpfiSqeSjN5e4cOoqacw6X/view?usp=sharing

Algo Habrán hecho por la Historia Argentina (fragmento)


https://drive.google.com/file/d/1cSHFeNF-4UIxrJka07ACejUHAODXJPLT/view?usp=sharing

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