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“El pan nuestro de cada día...

[...]
La Santísima Eucaristía
La tercera y más sublime interpretación1 que la tradición cristiana ha dado desde
la más remota antigüedad a la cuarta petición del padrenuestro se refiere al santísimo
sacramento de la eucaristía, que es el verdadero pan del alma y debería ser el alimento
cotidiano de todos los hijos de Dios. Así lo afirma San Pío X en su famoso decreto
Sacra Tridentina Synodus sobre la comunión frecuente y diaria: «Casi todos los Santos
Padres enseñan que lo que se manda pedir en la oración dominical: El pan nuestro de
cada día, no tanto se ha de entender del pan material, alimento del cuerpo, cuanto de
la recepción diaria del Pan Eucarístico». Y añade todavía: «Los primeros fieles
cristianos... se acercaban todos los días a esta mesa de vida y fortaleza... Y esto se hizo
también durante los siglos siguientes, no sin gran fruto de perfección y santidad, según
nos lo dicen los Santos Padres y escritores eclesiásticos».
Más tarde, al decaer el fervor y abandonar los fieles la práctica primitiva de la
comunión diaria, empezaron las disputas sobre las disposiciones necesarias para
recibirla. Algunos sostenían que, además del estado de gracia y de la rectitud de
intención, se requerían otras disposiciones muy perfectas, que los jansenistas llevaron
a extremos tan rigurosos que hacían prácticamente imposible la digna recepción de la
eucaristía. La controversia que, según Petavio, se remonta al siglo IV, fue zanjada
definitivamente por San Pío X en el ya citado decreto Sacra Tridentina Synodus del 20
de diciembre de 1905, cuyos principales cánones recogemos a continuación:
«1. La comunión frecuente y cotidiana... esté permitida a todos los fieles de Cristo
de cualquier orden y condición, de suerte que a nadie se le puede impedir, con tal que
esté en estado de gracia y se acerque a la sagrada mesa con recta y piadosa intención.
2. La recta intención consiste en que quien se acerca a la sagrada mesa no lo
haga por rutina, por vanidad o por respetos humanos, sino para cumplir la voluntad
de Dios, unirse más estrechamente con Él por la caridad y remediar las propias
flaquezas y defectos con esa divina medicina.
3. Aun cuando conviene sobremanera que quienes reciben frecuente y hasta
diariamente la comunión estén libres de pecados veniales, por lo menos de los
plenamente deliberados y del apego a ellos, basta, sin embargo, que no tengan culpas
mortales, con propósito de no pecar más en adelante...
4. Ha de procurarse que a la sagrada comunión preceda una diligente
preparación y le siga la conveniente acción de gracias, según las fuerzas, condición y
deberes de cada uno.
5. ...Debe pedirse consejo al confesor. Procuren, sin embargo, los confesores no
apartar a nadie de la comunión frecuente o cotidiana, con tal que se halle en estado
de gracia y se acerque con rectitud de intención...».
Este decreto del gran «Pontífice de la Eucaristía», abriendo el Sagrario a todas las
almas sedientas de Dios, produjo en la Iglesia beneficios inmensos y frutos
incalculables de perfección y santidad. Respondía, sin duda alguna, a los deseos del
mismo Cristo, claramente expresados en el mismo Evangelio al anunciar en la sinagoga
de Cafarnaúm la futura institución de la eucaristía como alimento indispensable para
obtener la vida eterna:
«Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y
murieron. Este es el pan que baja del cielo, para que el que lo coma no muera. Yo soy
el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan
que yo le daré es mi carne, vida del mundo.
Disputaban entre sí los judíos, diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su
carne? Jesús les dijo: En verdad en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo
del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne
y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne
es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi
sangre está en mí y yo en él. Así como me envió el Padre viviente, y vivo yo por mi
Padre, así también el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no
como el pan que comieron los padres y murieron; el que come este pan vivirá para
siempre» (Jn 6, 48-58).
La enseñanza de Jesús es clarísima y apenas se comprende cómo pudo olvidarse
esta divina doctrina u obscurecerse entre los absurdos rigores jansenistas. La comunión
diaria se impone como la cosa más natural y lógica para todos los cristianos. Es el pan
de vida, sin el cual las almas desfallecen prontamente de inanición y de miseria. Sobre
todo es inconcebible que tantos y tantos cristianos se limiten a «oír misa» sin participar
personalmente en el sagrado banquete del altar. Ya el santo concilio de Trento advirtió
expresamente que «desea el sacrosanto Concilio que en cada una de las misas
comulguen los asistentes no sólo espiritualmente sino también con la recepción
sacramental de la Eucaristía». Y el Catecismo Romano de San Pío V recomendaba
también que, así como juzgan los fieles necesario dar cada día su alimento al cuerpo,
así tampoco pierdan el cuidado de alimentar y mantener cada día su alma con esta
augustísimo sacramento de la eucaristía. He aquí las propias palabras del famoso
Catecismo:
«No es posible fijar con precisión una regla igual para todos: ¿una vez al mes?,
¿a la semana?, ¿cada día? Convendrá, sin embargo, tener siempre presenta la máxima
de San Agustín: “Vive de tal manera que puedas comulgar cada día” (Hom. 4,1,50).
Como cada día necesitamos dar a nuestro cuerpo el alimento suficiente, así también
el alma cada día reclama el ser sostenida por este vital alimento, porque es evidente
que no está de menos necesitada el alma del alimento espiritual que el cuerpo del
material. Mucho más si consideramos los inmensos beneficios que de la Eucaristía se
derivan para nuestra vida espiritual. Los judíos debían reparar sus fuerzas cada día
en el desierto con el maná. Y los Padres de la Iglesia alaban y aprueban con toda su
autoridad el uso frecuente de este sacramento. No fue sólo San Agustín el que escribió:
“Cada día pecas, cada día debes comulgar” (idem.); quien conozca las obras de los
Padres, fácilmente encontrará este argumento unánimemente expresado por todos»
(CR, II, 3, 8c.).
La comunión diaria es el medio más rápido y eficaz para lograr nuestra plena
transformación en Cristo, en la que consiste esencialmente la santidad; puesto que, a
diferencia de lo que ocurre con el alimento material, no somos nosotros los que
asimilamos a Cristo, sino que es Cristo quien nos transforma en Él. Escuchemos a Dom
Columba Marmion explicando esta sublime doctrina:
«Los Padres de la Iglesia hicieron notar la enorme diferencia que hay entre la
acción del alimento que da vida al cuerpo y los efectos que en el alma produce el pan
eucarístico.
Al asimilar el alimento corporal, lo transformamos en nuestra propia sustancia,
en tanto que Cristo se da a nosotros a modo de manjar para transformarnos en Él. Son
muy notables estas palabras de San León: “No hace otra cosa la participación del
cuerpo y sangre de Cristo, sino trocarnos en aquello mismo que tomamos” (sermo.64,
de passione 12 c.7). Más categórico es aún San Agustín, quien pone en boca de Cristo
estas palabras: “Yo soy el pan de los fuertes; ten fe y cómeme. Pero no me cambiarás
en ti, sino que tú serás transformado en mí” (Confess., Lib. VII, c. 4). Y Santo Tomás
condensa esta doctrina en pocas líneas, con su habitual claridad: “El principio para
llegar a comprender bien el efecto de un Sacramento no es otro que el de juzgarlo por
analogía con la materia del Sacramento... La materia de la Eucaristía es un alimento;
es, pues, necesario que su efecto sea análogo al de los manjares. Quien asimila el
manjar corporal, lo transforma en sí; esa transformación repara las pérdidas del
organismo y le da el desarrollo conveniente. No ocurre así en el alimento eucarístico,
que, en vez de transformarse en el que lo toma, transforma en sí al que lo recibe. De
ahí que el efecto propio de ese Sacramento sea transformar de tal modo al hombre en
Cristo, que pueda con toda verdad decir: ‘Vivo yo; mas no yo, sino que vive Cristo en
mí’ (Gál 2,20)”»
Al rezar el padrenuestro, no olvidemos referirnos mentalmente a esta tercera y
sublime interpretación de la cuarta petición referente al pan vivo, que es el mismo
Cristo verdadero alimento y vida del alma en la eucaristía.

*De Fray Antonio Royo Marín O.P., en «La oración del cristiano»
Biblioteca de Autores Cristiano, Madrid 1975.

1
La tercera interpretación de la petición de El Padrenuestro, referida a «el pan nuestro...», es precisamente la aquí
publicada. En el libro mencionado el P. Royo Marín menciona, como los otros significados de ese «pan nuestro», en
primer lugar, al «pan material», y en segundo lugar a la «palabra de Dios». (Nota de «Panis angelorum»).

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