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[814] Marcet Proust -® A la busca del tiempo perdido esperaba febrilmente, que pasaban sin aportarme nada decisivo, sin haber sido ese dfa capital cuyo papel confiaba yo de inmediato al dia siguiente, y que tampoco éste habia de interpretar; y asi iban desmoro- nandose una tras otra, como olas, aquellas cimas reemplazadas ense- guida por otras. Un mes ms tarde, poco mas o menos, del dfa en que habiamos jugado al anillo, me dijeron que Albertine debia marcharse a la mafia- na siguiente para pasar cuarenta y ocho horas en Casa de Mme. Bon- temps, y que, obligada a tomar temprano el tren, irfa la vispera a pasar la noche en el Grand-Htel, desde donde con el émnibus podria, sin molestar a las amigas en cuya casa vivia, coger el primer tren. Selo dije a Andrée: «No me lo creo para nada, me respondid Andrée con aire contrariado. Ademas, no le servirfa a usted de nada, porque estoy total- mente segura de que Albertine no querré verle, si va sola al hotel. No seria protocolario, afiadié utilizando un adjetivo que, desde hacia poco, le gustaba mucho en el sentido de “lo que se hace”. Se lo digo porque conozco las ideas de Albertine. A mi ;qué quiere usted que me importe que la vea o no? Me da lo mismo». Se nos acered Octave, que no tuvo ningtin inconveniente en decirle a Andrée los puntos que habfa conseguido la vispera en el golf, y luego Albertine que paseaba manejando el diabolo como una monja su rosario, Gracias a ese juego, trirse. Tan pronto como se nos podia pasar sola horas y horas sin abu- unié me fijé en la punta traviesa de su nariz, que yo habia omitido cuando pensaba en ella los tiltimos dias; bajo el pelo negro, la verticalida mera vez, ala imagen indecisa d de su frente se opuso, y no era la pri- ue yo habia conservado, mientras con su blancura penetraba con fuerza en mis miradas; surgiendo del polvo del recuerdo, Albertine iba reconstruyéndose en mi presencia. El golf habittia a los placeres solitarios. diabolo, Sin embargo, después nud jugando con él mientras ha Lo es con seguridad el que procura¢l de habérsenos unido, Albertine conti- blaba con nosotros, como una sefioraa quien han ido a visitar unas amigas y no por eso abandona su labor de ganchillo. «Parece que Mme. de una reclamacién a su padre (y d Villeparisis, le dijo a Octave, ha hecho etrds de esa palabra?” of una de aque- las notas peculiares de Albertine; cada vez que comprobaba que sem habjan olvidado, me acordaba al mismo tiempo haber entrevisto J tras ellas el semblante decidido y francés de Albertine. Aunque hubies estado ciego, habria podido reconocer perfectamente algunas de sus cualidades vivaces y algo provincianas en aquellas notas lo mismo qu en Ja punta de su nariz. Unas y otra eran equivalentes y habrian podido sélo ha escrito a su padre, también ha escrito al alcalde de Balbe que no se vuelva a jugar al diabolo en el dique, porque le tiraron uno a lacara».— «Sf, he ofdo hablar de esa reclamacién. Es ridiculo. ;Con las pocas distracciones que hay aqui!» Andrée no intervino en la conversa- cidn, no conocia, como tampoco por otro lado Albertine ni Octave. a Mme. de Villeparisis. «No sé por qué ha armado tanto lio esa sefiora. dijo sin embargo Andrée, a la vieja Mme. Cambremer también le die- ron un pelotazo y no se ha quejado». — «Voy a explicarles la diferencia. respondid gravemente Octave rascando una cerilla, en mi opinidn Mme. de Cambremer es una dama del gran mundo y Mme. de Ville- parisis una arribista. ;Ira usted al golf esta tarde?» y se marché. lo mismo que Andrée. Me quedé solo con Albertine. «Ya ve, me dijo. ahora me peino como a usted le gusta, fijese en mi mech6n. Todos se burlan de esto y nadie sabe por qué lo hago. También mi tia va a reirse Albertine que.a menudo parecian pdlidas, pero, de aquella manera; estaban regadas por una sangre clara que las iluminaba, que les presta- ba ese brillo que tienen ciertas mafianas de invierno en que las piedras, parcialmente soleadas, parecen de granito rosa y exhalan alegria, La “queme daba en ese momento la vista de las mejillas de Albertine era igual de viva, pero conducfa a otro deseo que no era el de pasear sino el del beso. Le pregunté si los proyectos que le atribufan eran ciertos: «Si, me dijo, pararé esta noche en su hotel, y como estoy algo acatarrada me acostaré antes de cenar. Puede venir a presenciar mi cena, al lado de | mi cama, y luego jugaremos a lo que usted quiera. Me habria gustado que fuese usted mafiana por la mafiana a la estacién, pero me temo que parezca raro, no digo a Andrée que es inteligente, sino a las otras que estaran allf; traerfa problemas si se lo contasen a mi tia; pero podriamos | pasar juntos esta velada. De eso, mi tia no se enterara. Voy a decirle | adiés a Andrée, Entonces, hasta luego. Vaya pronto, asi tendremos mas horas para nosotros», afadié sonriendo. Estas palabras me remontaron a tiempos todavia mas lejanos de aquellos en que amaba a Gilberte, a los tiempos en que el amor me parecfa una entidad no simplemente externa sino realizable. Mientras_la_Gilberte que yo veia en los Champs-Elysées era distinta de la que encontraba en mi cuando estaba Solo, de improviso en la Albertine real, la que veia cada dia, ala que {tia llena de prejuicios burgueses y tan sincera con su tia, acababa de ‘carnarsé la Albertine imaginaria, aquella por la que, cuando atin no ey eg [816] Marcet Proust + A la busca del tiempo perdido la conocia, me habfa crefdo furtivamente observado en el dique, aque- lla que parecia volver a casa de mala gana mientras me vefa alejarme, Fuia cenar con mi abuela, sentia dentro de mi un secreto que ella no conocia. Lo mismo le pasaba a Albertine, mafiana sus amigas esta- rian con ella sin saber la novedad que hab{a entre nosotros, y cuando besase a su sobrina en la frente, Mme. Bontemps ignoraria que yo esta- ba en medio de ellas dos, en aquel arreglo del pelo cuyo objeto, oculto a todos, era agradarme, a mi, a m{ que tanto haba envidiado hasta entonces a Mme. Bontemps porque, emparentada con las mismas per- sonas que su sobrina, tenfa que llevar los mismos lutos y hacer las mis- mas visitas de familia; y ahora yo resultaba ser para Albertine més que su propia tia. Al lado de su tfa, estarfa pensando en mi. No sabia yo demasiado bien qué iba a pasar dentro de un rato. En todo caso, ¢l ~ Grand-Hétel y la velada ya no me parecfan vacfos; contenian toda mi felicidad. Llamé al Jif para subir a la habitacién que Albertine habia tomado, en el lado del valle. Los menores movimientos, como sentar- me en la banqueta del ascensor, me parecian deliciosos, porque estaban en relacién inmediata con mi corazén; y en los cables con cuya ayuda se elevaba la cabina, en los pocos peldafios que me quedaban por subir, no veia mas que los engranajes, los escalones materializados de mi ale- gria. Sdlo tenia que dar dos o tres pasos en el corredor para llegar a aquella habitacién donde se encerraba la sustancia preciosa de aquel cuerpo rosa — aquella habitacién que, incluso si en ella debian ocuttir actos deliciosos, conservaria aquella permanencia, ese aire de ser, para un transetinte no informado, semejante a todas las demas, que hacen de las cosas los testigos tercamente mudos, los escrupulosos confiden- tes, los inviolables depositarios del placer. Aquellos pocos pasos de! descansillo a la habitacién de Albertine, aquellos pocos pasos que yt nadie podia detener, los di lleno de voluptuosidad, con cautela, como sumido en un elemento nuevo, como si al avanzar hubiese desplazado lentamente la felicidad, y al mismo tiempo con una sensacién desco- nocida de omnipotencia, de entrar al fin en posesién de una herencia que me hubiese pertenecido desde siempre. Luego, de improviso, pensé que hacia mal en tener dudas, ella misma me habia dicho que fuese cuando se hubiera acostado. Estaba claro, temblaba de alegria, casi derribé a Frangoise que se me puso delante, corria, chispeantes os ojos, hacia el cuarto de mi amiga. Encontré a Albertine en su cama. Dejando el cuello al descubierto, su camisén blanco cambiaba las pro porciones de un rostro que, congestionado por la cama, 0 el catarro 0 la cena, parecfa mas rosa; pensé en los colores que horas antes habit A la sombra de las muchachas en flor, II [817] tenido yo a mi lado, en el dique, y cuyo sabor iba a conocer al fin; su mejilla estaba cruzada de arriba abajo por una de sus largas trenzas negras y rizadas que para agradarme habia deshecho por completo. Me miraba sonriendo. A su lado, en la ventana, el valle estaba thuminado por el claro de luna. llas mejillas demasiado rosas, me habia pr decir, habia situado de tal manera p sola ecipitado enta Iebiedad- es ara méla realidad del mundo no no ya cule sino en el torrente de sensaciones que a-duras penas ue aquella vista habia roto el equilibrio entre la vida le que-circulaba en mi ser y la vida del universo, ventana, los senos abombados de las primeras escolleras de Maineville, el cielo donde la luna atin no habia ‘Keane su cenit, todo aguello ” tan misera en n comparacion. EL mar, que divisaba yo junto al valle en la~ ytTos pesos, todas is las montafias del mundo. sobre su i delcada superficie. Nila esfera misma del horizonte bastaba para llenar sufi- cientemente su orbita. Y voda la vida que hubiese podido aportarme la haturalez hubieran parecido bien cortos para la inmensa 2 aspiacoh que henchia mi pecho. Me incliné hacia Albertine para besarla. Sila mue bies se debido golpearme en ese momento, me hubiera parecido indiferen; teo mas bien imposible, porque la vida no estaba fuera de mi, estal en mi; habria sonrefdo de conmiseracién si un filésofo hubiera emitido la idea de que un dia, incluso lejano, yo habria de morir, de que me sobrevivirfan las fuerzas eternas de la naturaleza, las fuerzas de aquella naturaleza bajo cuyos pies divinos yo sdlo era una mota de polvo; de que después de mi, jseguirfan existiendo aquellos acantilados redondeados y abombados, aquel mar, aquel claro de luna, aquel cielo! Como iba a ser posible, cémo ibaa poder durar mas el mundo que-yo, siyo no no estaba perdido en dl, si era el mune el ue estaba encertado | ‘tendo que atin hab{a espacio para amontonar tantos otros tesoros, yO. | mismo arrojaba desdehosamente a un rincdn cielo, mar y acantilados? ‘ erhe 0 lamar, exclamé Albertine al ver que me lanzaba sobre ella” a besarla i i i lidas para besarla. Mas yo me decia que si una muchacha invita a escond un joven a su cuarto, arreglandoselas para que su tia no se entere, no &s para no hacer nada, y que por otra parte la audacia premia a los que saben aprovechar las ocasiones; en el estado de exaltacidn en que me encontraba, la cara redonda de Albertine, iluminada por un fuego [818] Marcet Proust -® A la busca del tiempo perdido interior como una lamparilla de noche, cobraba para mi tal relieve que, imitando la rotacién de una esfera ardiente, me parecia gitar como esas figuras de Miguel Angel que arrastra un inmévil y vertigi- noso torbellino™”. [ba a conocer el olor, el sabor que tenia aquel desco- nocido fruto rosa. Of un sonido precipitado, prolongado y estridente, Albertine habia tirado de la campanilla con todas sus fuerzas._ Habja creido yo que mi amor por Albertine no se fundaba en la esperanza de la posesién fisica. Sin embargo, cuando de la experiencia de aquella noche cref deducir que esa posesién era imposible y que des- pués de no haber dudado el primer dia, en la playa, de que Albertine no fuese desvergonzada, y luego de haber pasado por suposiciones intermedias, me parecidé sentado de manera definitiva que era absolu- tamente virtuosa; cuando al regreso de casa de su tia, ocho dias més tarde, me dijo frfamente: «Le perdono, hasta siento haberle hecho sufrir, pero no vuelva a hacerlo nunca», contrariamente a lo que habia ocurrido cuando Bloch me habfa dicho que se podia poseer a todas las mujeres, y como si en lugar de una muchacha real hubiese conocidoa una mufieca de cera, sucedié que poco a poco fue apartandose de ella mi deseo de penetrar en su vida, de seguirla a los paises donde habia pasado su infancia, de ser iniciado por ella en una vida de sport; mi curiosidad intelectual sobre lo que ella pensase acerca de tal 0 cual tema no sobrevivid a la creencia de poder besarla. Mis suefios la aban- donaron en cuanto dejaron de ser alimentados por la esperanza de una posesibn de la que los habfa crefdo independientes. Desde aquel momento volvieron a ser libres para dirigirse — segtin el encanto que yo le habia encontrado un d{a concreto, sobre todo segtin la posibilidady las oportunidades que vislumbraba de ser correspondido — hacia talo cual amiga de Albertine, y en primer lugar hacia Andrée. Sin embargo, si Albertine no hubiese existido, quiza no habria experimentado yo ¢! placer que empecé a sentir cada vez mas, los dfas siguientes, con la gen- tileza que me demostraba Andrée. Albertine no conté a nadie el fracaso que yo habia sufrido a su lado. Pertenecia a esa clase de hermosas muchachas que, desde muy jovencitas, por su belleza, pero sobre todo por un atractivo y un encanto que siempre quedan envueltos en miste- tio y que acaso manan de las reservas de vitalidad adonde van a sed los menos favorecidos por la naturaleza, siempre agradan més ~ € su familia, entre sus amigas, en sociedad — que otras mas bellas, mas ricas; era uno de esos seres a los que, antes de la edad del amor y tod via mucho mas cuando ha llegado, se les pide mas de lo que ellos piden

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