El título de este artículo estaba pensado en interrogantes. El asalto del
Capitolio de EEUU por parte de turbas trumpistas, algunos portando armas de fuego, ocurrido ayer en Washington ha determinado que se hayan caído por si solos los signos de interrogación.
El 14 de diciembre el Colegio Electoral confirmó a Joe Biden como el
ganador de las elecciones del 3 de noviembre. Trump, desde la misma noche electoral, lanzó infundadas acusaciones de fraude en algunos estados clave y trató de impugnar los votos electorales de esos estados (Arizona, Georgia, Michigan, Nevada, Pensilvania y Wisconsin) con una artera campaña de recursos legales. Una estrategia marrullera y falaz que fue desmontada por los reiterados fallos contra esas impugnaciones de la Corte Suprema, con mayoría conservadora. No estaban sustentadas en ninguna base real.
Estas acciones, si bien resultan extrañas en países con una dilatada
experiencia democrática, y con instituciones consolidadas, podrían considerarse parte del “mal perder” de Trump. Pero lo que sucedió a partir de entonces, y que culminó ayer con un intento fallido de golpe de Estado, ha supuesto cruzar una línea muy peligrosa, la que divide a los demócratas y a los fascistas.
Desde finales de diciembre Trump tuvo varias reuniones en la Casa Blanca
en las que se estuvo impulsando que el 6 de enero un buen número de congresistas republicanos impugnara la certificación de resultados en el Congreso. Trump ha intentado hasta el último minuto que su propio exvicepresidente, Mick Pence, actuara ilegalmente no validando los resultados. Incluso se estuvo valorando la aplicación de la Ley Marcial y desplegar las Fuerzas Armadas en aquellos estados claves que ganó Joe Biden, con el falso objetivo de buscar pruebas del “supuesto fraude electoral”. Con el Ejército desplegado se repetirían las elecciones en esos estados. Si eso no es un golpe de Estado se le parece mucho. Y todo culminó ayer cuando, después de un mitin de Trump en Washington junto al Capitolio, las enardecidas hordas trumpìstas tomaron el Senado de EEUU interrumpiendo la certificación de resultados En un artículo de hace cuatro años con este mismo título en interrogantes en la revista Pasos a la Izquierda el historiador británico Geoff Eley se plantea la pregunta ¿qué clase de crisis política genera fascismo?
En su opinión, se tienen que producir de forma paralela dos crisis
diferentes: 1) el sistema político genera una inestabilidad gubernamental permanente; y 2) esos gobiernos funcionan tan mal que pierden el consenso de la gente. Para que los líderes, grupos o partidos fascistas tengan éxito deben tener un alto respaldo social
Esto sucede si los gobiernos funcionan mal y cambiarlos no resuelve los
problemas, ya que una alta proporción de ciudadanos pierde la confianza en la base de la democracia: el poder del pueblo no sirve para nada porque sus representantes son intrínsecamente corruptos.
Trump ha demostrado que es un fascista pero, afortunadamente, no la
inmensa mayoría de la sociedad estadounidense. Las instituciones de EEUU han protegido la democracia, pero eso ha sido posible porqué esas instituciones están formadas por mujeres y hombres que creen en la democracia, incluidos todos aquellos que no aceptaron las presiones de Trump: los legisladores republicanos de Michigan, los altos mandos del Ejercito, los jueces conservadores de la Corte Suprema, gran parte de los líderes republicanos, el propio exvicepresidente...
No obstante, es preocupante que según el Huftington Post un 52% de los
votantes republicanos aun apoye a Trump en su enfrentamiento con los legisladores republicanos. Es decir 37 millones de estadounidenses con derecho a voto, casi un 25% del electorado de EEUU está próximo a las tesis fascistas de Trump. Unas cifras insuficientes pero espeluznantes.