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Seix Barral Biblioteca Breve Seria por los ultimos dias con entrafias, cuando el negro Johnny Sosa todavia se exta- siaba mirando a través del agujero en la pared de adobe, mientras esperaba con la ansiedad de los nifios que se hiciese la hora del espacio fértil de la madrugada. En estos ratos, contorneadas por el entre- suefo y la pequefia grieta, adivinaba mas que veia las azuladas siluetas de las tiltimas casas de Mosquitos. Agitadas por el severo bamboleo de los eucaliptos enfilados por el camino hacia el norte de ninguna parte, las viviendas podian envolverse en lo invisible o bien quedarse tan sin forma que Johnny debia forzar el ojo por el agujero y preguntarse, con la voz de pedre- y preg gullo de los recién levantados, si aquello que estaba viendo y que tanto se estiraba y volvia a recogerse eran casas, sombras 0 camiones. En ocasiones la oscuridad era tan densa que, por mas que se esforzara, por el aguje- ro no veia mas que ladridos dibujando perras conocidas y eso, para él, era més que bue- no. Cuando el tiempo era tan malo y las co- sas eran asf, se apostaba en la silla enana, el mate caliente y recién verde entre las manos, la caldera cercana a los tobillos, y se pasaba el rato cerrando un ojo, apenas dejandose ir y tratando con el otro los misterios del hueco, aquello de si las sombras eran casas 0 camio- nes, hasta que al fin se hacia la hora de encen- der la Spika de dos pilas y se deshacia de la ensonacién. A partir de entonces, entero, sin nada ni nadie que lo pudiese perturbar, mientras la rubia Dina dormia al otro lado de la cortina de arpillera sabiéndole sus suefios en voz alta, Johnny se entregaba religiosamente de siete a 10 ocho a escuchar la biografia de Lou Brakley y a echar cdlculos del tiempo que le faltaba para aproximarse a una historia semejante. En los tiltimos episodios Johnny habia esta- do pensando, con el entusiasmo que provocan los acontecimientos, que ambas infancias de al- gtin modo se aproximaban. A los efectos, poco importaba que él no hubiera ganado a los ocho afios una guitarra en un concurso de canciones dedicadas al verano, como le habja ocurrido al monstruo de Austin ante la cruel indiferencia de su padre, segtin el locutor un hombre de ojos bizcos entregado al alcohol y al Evange- lio, que gastaba el jornal a mansalva y recibia soberanas palizas en las cantinas, mientras su mujer, es decir, la madre de Lou, planchaba con ferocidad hasta altas horas de la noche y esperaba en vano. Johnny pensaba que esos destinos solo se daban en un pais como el de Lou Brakley. Sos- pechaba que aca, por mas que se lo hubiera propuesto cuando tenia diez o doce afios, ja- I mas hubiera tenido la oportunidad de compe- tir con sus canciones en uno de aquellos festi- vales de fonoplatea o en alguna de las playas de la Costa de Oro, como Los Titanes 0 Shangrila, balnearios que se le antojaban lejanos y habita- dos por los hijos del capitan Grant, y que tanto habia oido nombrar cuando comenzaron a ha- cerse famosos los festivales “de Costa a Costa” y, con ellos, también los elegidos. Tampoco era muy probable que un contra- tista de miisicos se dejara caer por Mosquitos, preguntando en el bar Euskalduna, con la boca lena de una milanesa al paso, por la existencia de un tal Johnny Sosa, cuyas mentas de gran garganta y angel sdlido habian Hegado hasta las orejas del contratista en alguna rueda de especialistas indolentes. De ese modo le serfa muy posible emparejar la leyenda que segin el locutor Melfas Churi corria por la ciudad de Austin, acerca de que Lou Brakley fue descu- bierto por un hombre que estuvo durante dos afios buscando a alguien con los suefios de un 12 negro, los sentimientos de un negro, la voz de un negro, pero que necesariamente tendria que ser blanco. “Macanas, eso no va a pasar en Mosquitos”, rezongaba en la soledad de la cocina, riendo bajito de su propia resignacion. Sencillamente porque era negro. Y de ahi en adelante, nada que ver con Lou Brakley. Y menos posible atin, mas lejano incluso, estaba lo del disco propio. Por lo menos por un par de siglos, sospecha- ba que a nadie se le iba a ocurrir instalar en el pueblo uno de esos estudios de “grabate a ti mismo”, sitio caprichoso donde al parecer el contratista habia sorprendido al muchacho de Austin ensayando una versi6n envenenada de un conocido blues de Arthur Big Boy Crudup, llamado “That's All Right, Mama”. Seguin habia comentado el locutor de El es- pacio fértil de la madrugada, aquello era exacta- mente lo que el veterano rastreador de estre- llas habia estado buscando. Y como si tal cosa, mientras Johnny lo escuchaba con la mente 13 inundada por una vida paralela, el locutor dio un gran salto en el vacio de las edades, sacé al muchacho de su quejumbroso anonimato y lo afincé con una destreza impalpable en la época en que Lou Brakley pasé a ser ante los ojos del mundo nada menos que Lou Brakley. —Sin embargo, 1956 habria de ser un afo muy duro para el cantante —habia senten- ciado Melias Churi en la audicién anterior—. Pero esa etapa en la vida del autor e intérprete de “Motel de una estrella” la veremos mafana, si Dios quiere, por Radioemisora Mosquitos, cuando sean las siete, mis queridos oyentes. A las siete menos cinco, el camino seguia opaco en su pomada de barro frio y los arboles comenzaban a entregarse al perfileo loco del fin de la madrugada, a causa de ese viento car- gado de impertinencias que suele cambiarles el trote a los perros y hacerlos gemir en cualquier direccién. Johnny se inquietaba cuando entreveia esas escenas que apenas dejaban paso a una 14 forma verdadera, que no le permitian cono- cer el instante exacto, por mas que esforzara el ojo, en que dejaban de ser sombras 0 ca- miones para ser lo que eran. Una fila mévil, sombria y al mismo tiempo imperturbable que terminaba siempre por reducirlo a una modo- rra distinta, de la que solo el mate caliente lo sacaba y que desaparecia por completo cuan- do encendia la radiolita y clausuraba el aguje- ro en la pared. Al fin eché el ultimo vistazo al viejo Cronos de dos timbres, parado como un gordo capataz de aserradero sobre la lata de la yerba. Colocé cuidadosamente el mate sobre la boca abierta de la caldera y luego, en un goce preludiado por breves siseos entre labios, encendié la pe- quefia Spika roja. Su rostro perdié esa expresién blanda de los que esperan una buena entrada en la ma- fiana. La miisica abrié fuego sobre el silencio de la cocina, rispearon las cucarachas bajo los forros de los estantes y Johnny parpadeo. Pen- s6 que habia equivocado el sitio del locutor o que la rubia Dina podia haber alterado la hora en el relojazo o tal vez que Melfas Churi se ha- bia dormido y su espacio fértil de la madruga- da estaba siendo sustituido en la emergencia por una musica sin duefo. También podia ser que no, que la cortina musical tuviese que ver con una etapa impre- vista de la vida del gigante de Austin, como ha- bfa ocurrido en la Navidad triste en que Lou Brakley fue molido a pifiazos por su padre y el locutor inicié el programa una mafiana de marzo con los cascabeles de trineo de “Noche de paz”, en una lindisima version de cuerdas ejecutada por los indios de Hawai. Mientras la banda crecia y los trombones se enredaban en insinuaciones heroicas, Johnny respir6 hondo y volvié a largar el ojo por el agujero. Esper6é con buena paciencia, sospe- chando con seguridad creciente que aquello bien podia estar relacionado con el increible gesto de Lou Brakley, cuando a fines del cin- ro ora ha- ga- cia cuenta y siete el cantante de Austin se unié a los muchachos de Eisenhower y todos los diarios del mundo mostraron la tropelia de su jopo esplendoroso, arrasado por un barbero de los boinas verdes que lo aprestaba para cualquier guerra que pudiera sobrevenir en el planeta, mientras afuera de la peluqueria un grupo de jovencitas lloraba como si a Lou Brakley lo es- tuviesen decapitando en San Quintin. Pero a decir verdad, esa historia habia sido anunciada por Melfas Churi para dentro de dos 0 tres audiciones y no habfa el menor indicio de lo que ocurriria ese dia en la vida del gran muchacho, porque la marcha militar amenaza- ba convertirse en una cortina de nunca acabar. Al fin Johnny terminé por aceptar que aquello no ten{a relacién alguna con la vida de Lou Brakley. Que para ser justo, le hacia pen- sar mas bien en la tarde que estrenaron El puen- te sobre el ro Kwai en el cine Daguerre, cuando Capozoli apost6 una cadena de altoparlantes a lo largo de la cuadra, con la intencién de que la gente del pueblo escuchara la marcha militar de la pelicula y entrara a la funcién de las cinco a paso redoblado. Pero el duefio del cine se habia encandilado a tal punto con la memorable terquedad del pri- sionero inglés, que tomé asiento en un taburete contra el primer parlante y en la vereda se en- treg6 a tomar cerveza recalentada y a escuchar la marcha infinita con los brazos cruzados so- bre el pecho, tal como si esperase, con la misma dignidad de Alec Guinness, a que los japoneses hicieran su entrada salvaje por la calle Ellauri con las bayonetas entre los dientes. Esa noche, cuando ya habia terminado la ultima funcién y Capozoli seguia alli rodeado de envases de cer- veza, tuvo que ir la policia a decirle que apagara aquel coro de silbidos infernales, porque desde el rio Kwai hasta Mosquitos no habia un solo cristiano que pudiese conciliar el suefio. Para entonces, mientras todo eso le pasaba por la cabeza, la rubia Dina habia aparecido en 18 la cocina con la mirada oblicua y sus calzones floreados y fue ella quien apagé los hirientes estremecimientos de la radiolita de dos pilas. Con un fastidio friolento, preguntdé si se ha- brian salteado la batalla de Las Piedras 0 si en aquella helada mafiana de junio Capozoli se habria apoderado de la emisora de Mosquitos. Pero Johnny ni reparé en su piel semi- desnuda, agallinada por el frio vientillo que se colaba por las rendijas, ni le dijo buen dia mi rubia como siempre le decfa, ni tampoco pareci6 escuchar nada de lo que ella le habia comentado. Permanecia ausente, sumido con un solo ojo por el agujero en el adobe, pero sin ver ninguna de las confusas figuras que antes veia. —No son casas —confirmé sin sorpresa. Y como el negro Johnny sencillamente mi- raba y lo que estaba viendo estaba siendo, re- tiré el ojo del hueco y abrié el otro para dibu- jarle mejor la desnudez. Se enderezé en la silla enana y la observé con la extrafia reprobacién 19 de los que suponen que todas las intimidades de la vida habran de quedar por un golpe de gracia al descubierto sin que pueda hacerse nada a cambio. —Anda a vestirte —dijo entonces—. Esta vez son camiones. Los camiones del ejército no entraron en el pueblo; permanecieron en el mismo lugar donde los habia dibujado la cerraz6n de aque- lla mafiana de junio, alineados bajo la hilera de eucaliptos. Se quedaron asi, frios como un monumento, sembrando un gran misterio en las inmediaciones, sin que nadie bajara de ellos a modificar la escena. Recién al amanecer del segundo dia apare- ci, casi ocultando los vehiculos, un pufiado de carpas grises y gigantescas, asombrosamente tristes, como las de esos circos brasileros que estan a punto de actuar por ultima vez. Sobresaltados por el clarin de la madruga- da, muchos habitantes de las afueras termina- 20 ron por salir a los patios y durante los primeros dias tuvieron que rascarse las costillas bastante antes de la hora del habito. Con los mates en la mano, agolpados sobre los alambrados, sefiala- ban con el dedo las escabrosas maniobras de los soldados empefiados en remontar el cerro he- lado de barriga sobre las espinas o comentaban con inquietud los furiosos tiroteos entre ellos, asombrados de que existiesen batallas fragua- das que empezaban a las nueve de la mafiana y finalizaban justo a la hora de comer. En realidad la gente solo intercambiaba suposiciones, calculos inexactos tratando de interpretar a aquellos hombres que operaban como si estuviesen solos en medio de un de- sierto, sin importarles las interrogantes que dejaban detras de si. Nadie podia acercarse a mas de un par de cuadras del campamento para salir de dudas, debido al severo cordén de guardias armados a guerra que circunda- ba el predio, individuos plomizos, clavados a 21 la tierra bajo sus ponchos verdes, que cuando hablaban entre si lo hacian a grito pelado y sin ningtin indicio de simpatia por nada que fuera de este mundo. —Cada cual elige la vida que le parece —dijo una mafiana la rubia Dina, echando mano a su sentido practico y abandonando el alambrado desde donde todos miraban, para volver a la cocina. Sin embargo, por mas que no era posible atravesar la zona para obtener una explicacion y, a decir verdad, todos sentian que tampoco habia obligacién de darla, no habia una con- trapartida justa. En mas de una oportunidad, Johnny Sosa debié abandonar su sitio entre las piernas de la rubia Dina y apagar la vela de un trompazo, en raz6n de que los soldados sf se permitfan aventuras nocturnas entre los ranchos, incursiones con la misién aparente de asomar sus cabezas melladas a las ventanas y atemorizar a los desprevenidos moradores, después de avanzar pegados a las paredes. 22 Luego se iban. Desaparecian en la oscuri- dad sin haber golpeado ninguna puerta, ni ha- ber dado razones a nadie por el atropello de atravesar las quintas y aplastar los almacigos con sus botas adoquinadas. —Al proximo que aparezca por la ventana © meta sus pezufias en los canteros, le encajo un hachazo en la frente —amenazé enfurecido Johnny en una de las primeras noches, luego de sorprender un par de cejas increiblemente peludas al otro lado del vidrio empafado por el frio. —Son enfermos —dijo ella y se volvié a dormir: Como de todas formas Johnny no estaba hecho para estos misterios ni era un apasiona- do de las cosas divinas, el sabado mas préxi- mo, una fecha en que a toda hora se vio manar vapores tibios en el barro del camino, le pre- gunto a la rubia Dina qué gravedad tendria lo que estaba ocurriendo para que de un dia para otro la gente desordenase sus conversaciones iy o cotidianas, el almacenero Rulo quedase mudo ante los ecos de sus propios pasos y, entre otras cosas, quedara truncada la vida de Lou Brakley en la emisora de Mosquitos. —Lo mejor que pueden hacer es quedarse donde estan —contest6 ella, volviendo a mirar por la ventana oscura—. Como decfa mi ma- dre, Jestis y que comamos y que no vengan mas de los que estamos. El negro Johnny no supo qué decir a todo eso. Pero prometié, mientras acondicionaba sus motas alambricas con el peine de hueso, que esa noche traeria noticias frescas del Chan- tecler, que seguramente la Terelt le dirfa algo de esa mala historia en la madrugada del fin de semana. No obstante, anduvo dudando entre ir o quedarse, entre ponerse la vestimenta 0 espe- rar un rato mas a que surgiese algtin indicio de que podia marcharse con tranquilidad. Por un momento qued6 mirando sombriamente la dé- 24 bil cerradura de la entrada y comenté que temia dejarla sola a merced de los merodeadores. —No tengas miedo. No tienen forma de sa- ber que son tan malas nuestras puertas —dijo ella con una voz que traté de que fuera alegre, animandolo a lucir una vez mas el rompevien- to de lana negra y la cadena de plata falsa con medalla del santo de los marineros alrededor del cuello. Johnny supo valorar el gesto como corres- pondia, ya que las desavenencias mas feroces ocurrian los sabados de madrugada, mas bien cuando volvia de la noche y se encontraba con que a la rubia la habia envenenado el diablo imaginando, en las horas de soledad, los to- queteos y embelesos de las putas al sentir que Johnny cantaba para ellas. —Es un trabajo como cualquier otro —se defendia el negro todos los sdbados antes de partir, confiando en que en ese terreno las co- sas le saldrian siempre mejor que al desgracia- do de Lou Brakley, un artista acobardado de 25 que sus mujeres se le aparecieran por sorpresa en los escenarios, con la intencién de armar un escandalo de padre y sefior nuestro en torno a la propiedad del corazén. —Sos un caso, negro mio —dijo ella a la hora de la despedida, un débil reproche que se contradecia con su mano aprisionandole la nuca. A esa altura aceptaba el tema sin rencor y era evidente que le impresionaba su presen- cia toda negra, la cabeza acaballada y enhiesta, como si estuviese continuamente recostado en una almohada de piedra, mientras sostenia la guitarra de funda bordada en una mano y el bongocito verde en la otra. Entonces él preguntaba por qué considera- ba que “era un caso” y ella recriminaba suave para alguien que parecia no ser Johnny: —No habra un cobre para comprar una buena pala de dientes para la quinta —decia—, pero que no falte el cintur6n con tachas de lata blanca. Ni habra un frasquito de Embrujo con palitos para la rubia de este rancho, pero a que 26 si un par de botas repujadas y punta fina. Y ni siquiera nada de remedios para las encias del cantante y eso que siempre anda pensando en la presencia y nada mas que en la presencia. Por eso digo es un caso este hombre... Invariablemente, las Ultimas frases las decia temblando contra el marco de la puerta abier- ta, mientras Johnny se esfumaba por el pedre- gal, sin darse vuelta ni saludar, porque la hora de la actuacion se hacia. El negrazo no supo sino hasta bien entrada la noche, poco antes de su versién descabellada de “Tuti-fruti”, que aquel hombre de ojos em- botellados, peinado hacia atras y destellando en aceite de Glostora, no era otro que el locu- tor de El espacio fértil de la madrugada. De no haber sido por esa inquietante im- presién que causan los que estan superando la frontera de los grandes miedos, sea a marchar al calabozo por una decena de afios 0 a la muer- te, Melfas Churi hubiera pasado por cualquier ey o sujeto oscuro del pueblo. Tal vez un melancé- lico aficionado a las historias de quilombo, re- cogido en una mesa arrinconada y carente de significacién mas alla de la medianoche. Desde la puerta daba la impresién de es- tar dormido. Desde el escenario parecia existir demasiado. Pero si alguien se tomase el traba- jo de sentarse frente a él en la mesa, veria sin duda a un hombre a la deriva, amparado en la jarana desplegada en los sitios vecinos por las mujeres de la vida y los funcionarios del Co- rreo, pero sin dificultad para trabarse consigo mismo a sismar sobre las préximas catastrofes. Que pronto estaria al alcance de las des- gracias, el locutor no tenia la menor duda. Es mas, sabia perfectamente que estaba tomando el café con leche del ahorcado, desde el mo- mento en que enfund6 su cabeza en una me- dia de mujer y se apersoné por sorpresa en el corazon de la emisora de Mosquitos, junto con dos compafieros armados a quienes solo cono- cfa por sus alias de guerra. A punta de revélver 28 obligaron al locutor Fuentes a leer una breve proclama contra el flamante gobierno militar, cosa que el desprevenido cumplié al pie de la letra, sin sospechar que todas las madrugadas de los Ultimos tiempos habia estado compar- tiendo los bizcochos del mate con aquel silen- cioso enmascarado que puso ante sus ojos el explosivo mensaje. Pero la seguridad de que nadie iba a adivi- nar el origen de la cuidada caligrafia con que fuera redactada la proclama se fue debilitan- do desde el instante en que empezé a seguir- lo, a sol y a sombra, aquel alcahuete de un metro y medio de altura y bigotillos erizados. Unico investigador de la policfa de Mosquitos que atin creia en la eficacia de las ropas ci- viles, aquel sujeto habia decidido, sin embar- go, quebrantar las normas de la prudencia y el secreto del oficio. Parado como una estaca frente al mostrador del Chantecler, no hizo ningtin esfuerzo aquella noche por sustraerse al placer de observar con descaro al locutor y trasmitirle, de algtin modo, que tenja la santa intencién de joderle la vida hasta las Ultimas consecuencias. No obstante, por mas que intenté no per- der de vista aquella mirada vacua que le patea- ba el nervio, Melfas Churi termin6é por relajar la musculatura y cuando se hicieron las doce en punto, sin esperar nada a cambio, se dejé anegar por los subterfugios del negrazo que trepado alli, sobre la colorida tarima del sal6n, se presentaba como un verdadero camino para el alma. Desde su altura, dispuesto a transfor- marlo todo, Johnny se inclind lentamente para el saludo y a continuacion, delante de su bota izquierda, colocé la brillante lata de dulce de membrillo de modo que quedara hacia el pt- blico la etiqueta que, en letra muy pareja, reza- ba: “El caché a voluntad”. Luego, con la guitarra cruzada sobre el pe- cho y el aire desmafiado de quien tiene una existencia errante, esperé a que los funcio- narios del Correo giraran sobre los codos 0 a 30 que Maria Teresa de Australia terminase de payasear con su cadera, como hacia siempre mientras se bajaba los breteles, hasta que por fin sobrevivieran unos pocos murmullos por el solo hecho de encontrarse él alli arriba. Cuan- do tuvo la certeza de que a nadie quedaba por saber que la hora de la magia habia llegado, tal como era su estilo, Johnny hizo descender los parpados al tiempo que retrocedia al fondo de su caverna para dar el alarido inicial. Golpeé casi de pufio cerrado sobre el en- cordado de la Black Diamond y comenzé a ro- gar con lenta, intima gravedad, que “dont cruai fora blac jet, beiby, ai seid”, para luego bajar a ras de tono con ligeras variantes en la estrofa y en- trarle al blues y al silbido significante. Un lento sonido de vida a medias, que tanto apenas se encendia como abrasaba el bajo vientre en una llama fina y punzante, dejando a todos con la duda de que aquello fuese una criatura huma- nao una sombra azul. 31 Melias Churi tenia los ojos muy abiertos y, con los brazos extendidos sobre la mesa, apre- taba entre las manos el vaso de cerveza. Pen- saba que lo que estaba viendo era una mez- cla aventurada, por momentos desastrosa, de Frankie Avalon, Ray Charles y los peores vene- nos de Lou Brakley. Pero como no tenia mayor sentido persistir en la consideracién y la cabe- za se le iba, sucumbié ante la leve inmovilidad que en ese instante precedié el tarareo de Jo- hnny. Una quietud a flor de piel en la que solo los ojos vivian sobre la sonrisa sin necesidad de dientes, casi muerta en los labios arrifionados. Que en realidad era bien de Johnny cuando se aprestaba al abordaje de “Melancolia sobre tus rodillas”, momento en que el misterioso signifi- cado de la cancién se suspendia, para cambiar de instrumento. Entonces abandonaba la guitarra a un lado, un lagarto aletargado de invierno contra el ta- burete, para enseguida menear al rojo el bongo- 32 cito verde, mientras aullaba de modo decrecien- te hacia el cielorraso del Chantecler. Un piadoso gesto de extrafieza ante la vida, que terminaba por convertir a las mujeres en virgenes entriste- cidas, hasta que por fin las hacia llorar. Asi era Johnny con la tristeza ajena. —IAsi no, carajo! Asi no debe ser... —pro- testé Melfas Churi en medio de los aplausos, a gritos desde la mesa del rincén. Enfurecido por lo que crefa era un desa- forado embrollo, el locutor de la emisora de Mosquitos se negaba a aceptar la existencia de un idioma como el de las canciones que ha- bia escuchado. Un lenguaje indescifrable en el que apenas los titulos que el negrazo habia anunciado desde la tarima tenian palabras co- nocidas. Cuando terminé6 de cantar, Johnny no re- cogié enseguida las monedas de la lata de dul- ce de membrillo dispuesta al borde del esce- nario. Permanecié con los ojos fijos en la mesa 33 ¥ del rincén donde Melfas Churi, echado sobre sus brazos, se empefaba en gritar, con voz cada vez mas débil, que no era asi que se cantaba. De pronto Johnny respiré hondo, bajé de la tarima y se acercé a la mesa masajeando su pla- teado medallén con el santo de los marineros, hasta que pudo prensarle el hombro con su mano de rasguear. —

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