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Página Católica

Le invita a leer:

"Fructificar o Morir"
(Lecturas y Sermón de la XXª Domenica post Pentecosten)
Domingo 14 de Octubre de 2007

Predicado por el R.P. Dr. Alfredo Sáenz, SJ.

Síntesis a modo de presentación:

La Fe, fundamento de nuestra vida espiritual, es una virtud recibida como depósito
en el bautismo y destinada a fructificar o morir. Si es dócil a la gracia, superará las
crisis de la adolescencia, en que la fe serena del niño se transforma en audaz, noble y
militante, y de la adultez, cuando dominadas las desilusiones de la vida, se convierta
en madura, fiel y perseverante; para terminar siendo la fe venerable del anciano a la
luz de la cercana eternidad.
La Fe es como una semilla que cae en un campo pedregoso abrasado del sol de las
malas inclinaciones y sacudido por las tempestades de los criterios mundanos. Todo
hace prever que la vida que de ella nazca, se agotará irremediablemente. Pero tan frágil
planta triunfará del mundo porque viene de Aquel que lo ha vencido.
Nadie puede ignorar que en la Iglesia de hoy no pocos sienten temblar el piso bajo sus
pies. no pocos sacerdotes parecen dispuestos a usar su inteligencia más para demoler
que para edificar, para sembrar dudas que para confirmar. Por eso, sabiendo los que
hemos sido llamados a la fe que debemos ser más fuertes que nunca, digamos, como el
padre del niño enfermo: "Creo, Señor, aumenta mi fe". (Mc 9-24).

Lectura del Santo Evangelio según San Juan (4, 46 – 53)

En aquel tiempo, había en Capernaúm un áulico del rey, cuyo hijo estaba enfermo.
Este, habiendo oído que Jesús venía de Judea a Galilea, fue a él y le rogó que
descendiese y sanase a su hijo, porque estaba a punto de morir. Más Jesús le dijo: “Si
no veis milagros y prodigios no creéis”. El áulico repuso: “Señor, baja antes que muera
mi hijo”. Jesús le dijo: “Ve, que tu hijo vive”. Creyó el hombre a la palabra de Jesús, y
se fue. Y cuando regresaba, salieron a su encuentro sus criados, dándole la noticia de
que su hijo vivía. Pregúnteles la hora en que había comenzado a mejorar. Y le
respondieron: “Ayer a las siete ceso la fiebre”. Reconoció entonces el padre que era la
misma hora en que Jesús le dijo: “Tu hijo vive; y creyó él y toda su familia”.

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Homilía:

• El Evangelio de hoy nos inclina a decir algunas palabras sobre la fe, esa gran virtud
teologal que es fundamento de nuestra vida católica, de nuestra vida espiritual. A
la palabra de Jesús responde la fe de este funcionario. Es aquello de San Pablo:
“Fides es auditu” (“la fe entra por el oído”), creyendo en su palabra este hombre, este
ministro, este régulo, creyó en Jesús, en su persona que es la Palabra hecha carne.
• El Evangelista de hoy nos invita, pues, a hablar de la fe, de nuestra fe católica. La
vida de nuestra fe comenzó en el bautismo, pero sabemos por experiencia que esa
fe ha corrido diversos altibajos a lo largo de los años, porque la fe es una vida, es un
depósito que se recibe, pero no sólo un depósito que recibimos en el bautismo, y
sobre todo, no un depósito que debemos conservar inactivo hasta la muerte, sino
una virtud que siempre debe traducirse en acto, algo así como el amor que siempre
debe actualizarse. Este es su riesgo, pero esta es también su grandeza.
• En todos los hombres, la fe tiene una historia. Durante los primeros años de la vida,
el niño cree en base a la autoridad de sus padres. Todo le parece normal lo que le
han enseñado, sereno. Pero un día llega la adolescencia, el niño advierte que se va
haciendo hombre, quiere pensar por sí mismo y normalmente su fe pasa por una
prueba, por una crisis, y si fiel a la gracia, y la supera, esa fe ingenua se hace ahora
audaz, noble, militante, personal. Pero pronto esta fe exuberante del adolescente
deberá enfrentarse con una nueva crisis, la de su edad adulta, cuando ve que las
cosas no son tan fascinantes como lo creía antes, cuando ve, por ejemplo, que el
sacerdote a quien tanto admiraba tiene defectos como él. Si nuevamente es fiel a la
gracia y acepta esa realidad, su fe se hace madura, fiel y perseverante. Y cuando el
hombre se vuelva anciano, entonces, toma una conciencia más aguda de los valores
definitivos. Es la fe venerable del anciano transfigurada ya por la luz de la
eternidad cercana.
• También, nuestra fe, pues, es una vida y casi diríamos, es una conquista con la
gracia por cierto. Desgraciadamente, siempre quedan en nosotros, regiones
paganas que se resisten a la evangelización. Siempre debemos estar pasando de
una fe débil y tenue a una fe sólida e indestructible. Siempre debemos estar en
estado de disgregación de nuestro hombre viejo y en estado de reconstrucción del
nuevo, en Cristo.
• La fe trastorna siempre de nuevo nuestros cálculos muy humanos y mundanos.
Nos pide que nos perdamos para encontrar la salvación. La Escritura nos ofrece un
caso impresionante de “espíritu de fe”, el caso de Abraham. Por primera vez, Dios
trastocó sus cálculos humanos cuando inexplicablemente del cuerpo ajado de su
mujer, ya decrepita, le dio un hijo, Isaac, la flor de la promesa, hijo nacido de la fe y
de la fuerza divina que dio hervor al cuerpo congelado por la edad. Pero faltaba la
prueba suprema e increíble: “Abraham toma a tú hijo, el único, el que amas (pareciera
que Dios acentúa este afecto del padre al hijo), tómalo y ofrécemelo en sacrificio”. El
patriarca nos dice la Escritura, subió con su hijo el Monte de la Angustia, tres días y
el viaje más largo que los millares de años que nos separan de Abraham al conjuro
de una orden desconcertante, que parece poner en cuestión el conjunto de las leyes
humanas y divinas. Abraham caminaba encerrado en su mutismo, sin hablar
lengua humana alguna y a la ingenua pregunta de su hijito: “Padre, ¿dónde está el
cordero que vas a inmolar?”, respondió con un misterioso “Dios proveerá”.
Impresionante este viaje, donde se junta la curiosidad ingenua del niño que ignora
el mutismo oprimido del padre que sabe, y la patética subida en la fe. Cuando la
situación ya no tenía salida humana alguna, cuando ya el sacrificio interior estaba
consumado, Dios detuvo el brazo verdugo. La fe es eso precisamente, esperar en la

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paciencia la acción que Dios se reserva para el último momento y ascender en el
seno del presente doloroso y en la brumosidad del futuro por las laderas del Moria.
• Nosotros estamos acostumbrados a la fe y sin embargo, la fe es algo impresionante,
digno de admiración. Imaginemos una tierra pedregosa, abrazada en verano por el
sol, congelada de frío durante el invierno, sacudida por las tempestades y un día un
granito de trigo cae en ella y prende. Con qué emoción contemplaríamos la vida
frágil de esa platita tímida contra la cual parecen coaligarse todos los elementos de
la naturaleza. Así es nuestra fe. En el bautismo, cayó en nuestra tierra la semilla de
la fe. El mundo fue y sigue siendo para ella, roca y ardor y sol. Las malas
inclinaciones, los acontecimientos, los criterios mundanos, no pocas veces son de
hecho tempestad. Todo deja prever que la tenue planta de nuestra fe se agotará
irremediablemente, y sin embargo, es Dios mismo quien nos mantiene. Es Dios
mismo quien se emociona, podríamos decir, al reconocer nuestra fidelidad a toda
prueba. Esa es la fe. La fidelidad es eso, es la fe que se mantiene en medio de
huracanes y por eso, no podemos, no debemos separar nuestra fe de la esperanza,
de la certeza de que esa planta, tan frágil de la fe, triunfará del mundo, porque
viene de Aquel que ha triunfado sobre el mundo.
• La esperanza es la certeza de que esta vida divina, tan profundamente amenazada,
subsistirá a pesar de todo. La fe debe, pues, unirse a la esperanza y también, a la
caridad, porque una fe sin caridad, será muerta, está muerta, como la fe del
demonio, que cree pero tiembla, cree pero odia.
• La caridad es la respiración de la fe y su flor más hermosa. Podríamos
preguntarnos: ¿Cómo puedo yo amar sí no veo? Seguramente creo como ama la
madre a su hijo que aún no ha nacido, lo siente vivir en su seno y su amor se
acrecienta, y cuando lo pone en el mundo y lo contempla por vez primera, sus ojos
son entonces capaces del más profundo conocimiento porque ha pasado por la
larga escuela de la paciencia y del amor escondido. Creer significa eso, Dios se ha
hecho mi Dios, Dios ha nacido para mi. La fe es fomentada por la caridad y la
caridad rebrota siempre de nuevo de la fe.
• Amados hermanos, el Evangelio de hoy, de este hombre, de este régulo, de este
funcionario que cree al Cristo, es una invitación a ser “fortes in fides”, como dice San
Pablo, “fuertes en la fe”. Nadie puede ignorar que en la Iglesia de hoy, no pocos
sienten que el piso tiembla bajo sus pies. No pocos, incluso sacerdotes, parecen más
hábiles para sembrar dudas que para confirmar a sus hermanos en la fe, más
dispuestos a usar su inteligencia para demoler que para edificar, y por eso,
debemos ser más fuertes en la fe que nunca.
• Nosotros hemos sido llamados a la fe; el mundo eso es lo que espera de nosotros.
Una fe, pues, vigorosa, es gracia de Dios. Recordemos la oración de aquel hombre
que le pidió a Cristo un milagro, en otra ocasión del Evangelio, y Cristo le preguntó
sí creía, y él le respondió: “Creo, pero aumenta mi fe”. Todos los que estamos aquí,
tenemos fe y creemos, por eso, venimos a la Santa Misa, pero nuestra fe puede
tener distintas graduaciones, por así decirlo. “Creo Señor, pero aumenta la fe”, la fe
sufre aumento o detrimento, es una vida. No es comparable a un tesoro que esta o
no esta. Uno tiene fe o no tiene fe, sino que es una vida; puede crecer, puede
disminuir. “Creo Señor, pero aumenta mi fe”.
• Ahora en el Santo Sacrificio de la Misa, donde se renueva la Pasión y la
Resurrección del Salvador, acerquémonos con confianza en el momento de la
comunión, si estamos para ello preparados. En el sacramento de la Eucaristía, que
es el Misterio de la Fe, el sacramento de la fe, apoyemos nuestros labios sobre el
costado de Cristo crucificado para beber su sangre santificante, y pidámosle que

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confirme nuestra fidelidad en su servicio de manera que creciendo siempre en el
espíritu de fe, podamos un día pasar de la fe a la visión. Que así sea.

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