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Colegio Ntra. Sra.

del Buen Consejo


PP. Agustinos LENGUA CASTELLANA Y LITERATURA
4º DE ESO

LOURDES VENTURA PETROVELLO

Unidad 3

Antología de textos.

Juan Valera
Pepita Jiménez (fragmento)

" Como salí de aquí tan niño y he vuelto hecho un hombre, es singular la impresión que me causan todos
estos objetos que guardaba en la memoria. Todo me parece más chico, mucho más chico, pero también
más bonito que el recuerdo que tenía. La casa de mi padre, que en mi imaginación era inmensa, es sin
duda una gran casa de un rico labrador, pero más pequeña que el Seminario. Lo que ahora comprendo y
estimo mejor es el campo de por aquí. Las huertas, sobre todo son deliciosas. ¡Qué sendas tan lindas hay
entre ellas! A un lado, y tal vez a ambos, corre el agua cristalina con grato murmullo. Las orillas de las
acequias están cubiertas de hierbas olorosas y de flores de mil clases. En un instante puede uno coger un
gran ramo de violetas. Dan sombra a estas sendas pomposos y gigantescos nogales, higueras y otros
árboles, y forman los vallados la zarzamora, el rosal, el granado y la madreselva.
(...)
He pensado muchas veces sobre dos métodos opuestos de educación: el de aquéllos que procuran
conservar la inocencia, confundiendo la inocencia con la ignorancia y creyendo que el mal no conocido
se evita mejor que el conocido, y el de aquéllos que, valerosamente y no bien llegado el discípulo a la
edad de la razón, y salva la delicadeza del pudor, le muestran el mal en toda su fealdad horrible y en
toda su espantosa desnudez, a fin de que le aborrezca y le evite. Yo entiendo que el mal debe conocerse
para estimar mejor la infinita bondad divina, término ideal e inasequible de todo bien nacido deseo. Yo
agradezco a usted que me haya hecho conocer, como dice la Escritura, con la miel y la manteca de su
enseñanza, todo lo malo y todo lo bueno, a fin de reprobar lo uno y aspirar a lo otro, con discreto ahínco
y con pleno conocimiento de causa. Me alegro de no ser cándido y de ir derecho a la virtud, y en cuanto
cabe en lo humano, a la perfección, sabedor de todas las tribulaciones, de todas las asperezas que hay en
la peregrinación que debemos hacer por este valle de lágrimas y no ignorando tampoco lo llano, lo fácil,
lo dulce, lo sembrado de flores que está, en apariencia, el camino que conduce a la perdición y a la
muerte eterna.
(...)
Y, sin embargo, no sé qué extraño temor, qué singular escrúpulo, qué apenas perceptible e indeterminado
remordimiento me atormenta ahora, cuando tengo, como antes, como en otros días de mi juventud, como
en la misma niñez, alguna efusión de ternura, algún rapto de entusiasmo, al penetrar en una enramada
frondosa, al oír el canto del ruiseñor en el silencio de la noche, al escuchar el pío de las golondrinas, al
sentir el arrullo enamorado de la tórtola, al ver las flores o al mirar las estrellas. Se me figura a veces
que hay en todo esto algo de delectación sensual, algo que me hace olvidar, por un momento al menos,
más altas aspiraciones. No quiero yo que en mí el espíritu peque contra la carne; pero no quiero
tampoco que la hermosura de la materia, que sus deleites, aun los más delicados, sutiles y aéreos, aun
los que más bien por el espíritu que por el cuerpo se perciben, como el silbo delgado del aire fresco
cargado de aromas campesinos, como el canto de las aves, como el majestuoso y reposado silencio de las
horas nocturnas, en estos jardines y huertas, me distraigan de la contemplación de la superior
hermosura, y entibien ni por un momento, mi amor hacia quien ha creado esta armoniosa fábrica del
mundo. "

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Benito Pérez Galdós


Misericordia (fragmento)

" Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena educación, y su rostro moreno no
carecía de cierta gracia interesante que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas
perceptible. Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus ojos, grandes y oscuros, apenas tenían el
ribete rojo que imponen la edad y los fríos matinales. Su nariz destilaba menos que las de sus
compañeras de oficio, y sus dedos, rugosos y de abultadas coyunturas, no terminaban en uñas de
cernícalo. Eran sus manos como de lavandera y aún conservaban hábitos de aseo. Usaba una venda
negra bien ceñida sobre la frente; sobre ella, pañuelo negro, y negros el manto y vestido, algo mejor
apañaditos que los de las otras ancianas. Con este pergeño y la expresión sentimental y dulce de su
rostro, todavía bien compuesta de líneas, parecía una Santa Rita de Casia que andaba por el mundo en
penitencia. Le faltaban sólo el crucifijo y la llaga en la frente, si bien podía creerse que hacía las veces
de ésta el lobanillo del tamaño de un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como a media pulgada más
arriba del entrecejo. "

Benito Pérez Galdós


Nazarín (fragmento)

" El portal del edificio era como de mesón, ancho, con todo el revoco desconchado en mil fantásticos
dibujos, dejando ver aquí y allí el hueso de la pared desnuda y con una faja de suciedad a un lado y otro,
señal del roce continuo de personas más que de caballerías. Un puesto de bebidas —botellas y garrafas,
caja de polvoriento vidrio llena de azucarillos y asediada de moscas, todo sobre una mesa cojitranca y
sucia—, reducía la entrada a proporciones regulares. El patio, mal empedrado y peor barrido, como el
portal, y con hoyos profundos, a trechos hierba raquítica, charcos, barrizales o cascotes de pucheros y
botijos, era de una irregularidad más que pintoresca, fantástica. El lienzo del Sur debió de pertenecer a
los antiguos edificios del corral famoso; lo demás, de diferentes épocas, pudiera pasar por una broma
arquitectónica: ventanas que querían bajar, puertas que se estiraban para subir, barandillas convertidas
en tabiques, paredes rezumadas por la humedad, canalones oxidados y torcidos, tejas en los alféizares,
planchas de cinc claveteadas sobre podridas maderas para cerrar un hueco, ángulos chafados,
paramentos con cruces y garabatos de cal fresca, caballetes erizados de vidrios y cascos de botellas para
amedrentar a la ratería; por un lado, pies derechos carcomidos sustentando una galería que se inclina
como un barco varado; por otro, puertas de cuarterones con gateras tan grandes que por ellas cabrían
tigres si allí los hubiese; rejas de color de canela; trozos de ladrillo amoratado, como coágulos de
sangre; y, por fin, los escarceos de la luz y la sombra en todos aquellos ángulos cortantes y oquedades
siniestras.
(...)
Subimos, al fin, deseando ver todos los escondrijos de la extraña mansión, guarida de una tan fecunda y
lastimosa parte de la Humanidad, y en un cuartucho, cuyo piso de rotos baldosines imitaba en las
subidas y bajadas a las olas de un proceloso mar, vimos a Estefanía, en chancletas, lavándose las
manazas, que después se enjugó en su delantal de arpillera; la panza voluminosa, los brazos hercúleos,
el seno emulando en proporciones a la barriga y cargando sobre ella, por no avenirse con apreturas de
corsé, el cuello ancho, carnoso y con un morrillo como el de un toro, la cara encendida y con restos bien
marcados de una belleza de brocha gorda, abultada, barroca, llamativa, como la de una ninfa de pintura
de techos, dibujada para ser vista de lejos, y que se ve de cerca. "

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Clarín
La Regenta (fragmento)

" En efecto, su tez blanca tenía los reflejos del estuco. En los pómulos, un tanto avanzados, bastante para
dar energía y expresión característica al rostro, sin afearlo, había un ligero encarnado que a veces
tiraba al color del alzacuello y de las medias. No era pintura, ni el color de la salud, ni pregonero del
alcohol; era el rojo que brota en las mejillas al calor de palabras de amor o de vergüenza que se
pronuncian cerca de ellas, palabras que parecen imanes que atraen el hierro de la sangre. Esta especie
de congestión también la causa el orgasmo de pensamientos del mismo estilo: En los ojos del Magistral,
verdes, con pintas que parecían polvo de rapé, lo más notable era la suavidad de liquen; pero en
ocasiones, de en medio de aquella crasitud pegajosa salía un resplandor punzante, que era una sorpresa
desagradable, como una aguja en una almohada de plumas. Aquella mirada la resistían pocos; a unos
les daba miedo, a otros, asco; pero cuando algún audaz la sufría, el Magistral la humillaba cubriéndola
con el telón carnoso de unos párpados anchos, gruesos, insignificantes, como es siempre la carne
informe. La nariz larga, recta, sin corrección ni dignidad, también era sobrada de carne hacia el extremo
y se inclinaban como árbol bajo el peso de excesivo fruto. Aquella nariz era la obra muerta en aquel
rostro todo expresión, aunque estricto en griego, porque no era fácil leer y traducir lo que el Magistral
sentía y pensaba. Los labios, largos y delgados, finos, pálidos, parecían obligados a vivir comprimidos
por la barba, que tendía a subir, amenazando para la vejez, aún lejana, entablar relaciones con la punta
de la nariz claudicante. Por entonces no daba al rostro este defecto apariencia de vejez, sino expresión
de prudencia de la que toca en cobarde hipocresía y anuncia frío y calculador egoísmo. Podía
asegurarse que aquellos labios guardaban como un tesoro la mejor palabra, la que jamás se pronuncia.
(...)
En la provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas partes montes de los que se pierden entre
nubes; pues a los más arduos y elevados ascendía el Magistral, dejando atrás al más robusto andarín, al
más experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga sentía fiebre que les daba
vigor de acero a las piernas y aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo
voluptuoso para De Pas. Ver muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los
pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver pasar un águila o un
milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por el sol, mirar las nubes
desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu altanero que De Pas se procuraba siempre que podía.
Entonces sí que en sus mejillas había fuego... "

Benito Pérez Galdós


Miau (fragmento)

A las cuatro de la tarde, la chiquillería de la escuela pública de la plazuela del


Limón salió atropelladamente de clase, con algazara de mil demonios. Ningún himno a
la libertad, entre los muchos que se han compuesto en las diferentes naciones, es tan
hermoso como el que entonan los oprimidos de la enseñanza elemental al soltar el
grillete de la disciplina escolar y echarse a la calle piando y saltando. La furia insana
con que se lanzan a los más arriesgados ejercicios de volatinería, los estropicios que
suelen causar a algún pacífico transeúnte, el delirio de la autonomía individual que a
veces acaba en porrazos, lágrimas y cardenales, parecen bosquejo de los triunfos
revolucionarios que en edad menos dichosa han de celebrar los hombres... Salieron,
como digo, en tropel; el último quería ser el primero, y los pequeños chillaban más que
los grandes. Entre ellos había uno de menguada estatura, que se apartó de la bandada
para emprender solo y calladito   -6-   el camino de su casa. Y apenas notado por sus

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compañeros aquel apartamiento que más bien parecía huida, fueron tras él y le acosaron
con burlas y cuchufletas, no del mejor gusto. Uno le cogía del brazo, otro le refregaba la
cara con sus manos inocentes, que eran un dechado completo de cuantas porquerías hay
en el mundo; pero él logró desasirse y... pies, para qué os quiero. Entonces dos o tres de
los más desvergonzados le tiraron piedras, gritando Miau; y toda la partida repitió con
infernal zipizape: Miau, Miau.

El pobre chico de este modo burlado se llamaba Luisito Cadalso, y era bastante
mezquino de talla, corto de alientos, descolorido, como de ocho años, quizá de diez, tan
tímido que esquivaba la amistad de sus compañeros, temeroso de las bromas de algunos,
y sintiéndose sin bríos para devolverlas. Siempre fue el menos arrojado en las
travesuras, el más soso y torpe en los juegos, y el más formalito en clase, aunque uno de
los menos aventajados, quizás porque su propio encogimiento le impidiera decir bien lo
que sabía o disimular lo que ignoraba. Al doblar la esquina de las Comendadoras de
Santiago para ir a su casa, que estaba en la calle de Quiñones, frente a la Cárcel de
Mujeres, uniósele uno de sus condiscípulos, muy cargado de libros, la pizarra a la
espalda, el pantalón hecho una pura rodillera, el calzado   -7-   con tragaluces, boina
azul en la pelona, y el hocico muy parecido al de un ratón. Llamaban al tal Silvestre
Murillo, y era el chico más aplicado de la escuela y el amigo mejor que Cadalso tenía en
ella. Su padre, sacristán de la iglesia de Montserrat, le destinaba a seguir la carrera de
Derecho, porque se le había metido en la cabeza que el mocoso aquel llegaría a ser
personaje, quizás orador célebre, ¿por qué no ministro? La futura celebridad habló así a
su compañero:

«Mia tú, Caarso, si a mí me dieran esas chanzas, de la galleta que les pegaba les
ponía la cara verde. Pero tú no tienes coraje. Yo digo que no se deben poner motes a las
presonas. ¿Sabes tú quién tie la culpa? Pues Posturitas, el de la casa de empréstamos.
Ayer fue contando que su mamá había dicho que a tu abuela y a tus tías las llaman las
Miaus, porque tienen la fisonomía de las caras, es a saber, como las de los gatos. Dijo
que en el paraíso del Teatro Real les pusieron este mal nombre, y que siempre se sientan
en el mismo sitio, y que cuando las ven entrar, dice toda la gente del público: 'Ahí están
ya las Miaus'».

Luisito Cadalso se puso muy encarnado. La indignación, la vergüenza y el estupor


que sentía, no le permitieron defender la ultrajada dignidad de su familia.

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