Está en la página 1de 380

Ciudad y Globalización:

De lo Letrado a lo Global-Mediático

Autor Compilador:
Carlos Ossa S.

Edición:
Federico Galende
Berenice Ojeda

Diseño y Diagramación:
Sandra Gaete Z.

* Sólo uso con fines educativos

Libertad 53 / Santiago / Chile


fono: (56-2) 386 6422
fax: (56-2) 386 6424
e-mail: meculturales@uarcis.cl
www.universidadarcis.cl
ÍNDICE

I Programa de la Asignatura 5
1.1. Descripción General 5
1.2. Objetivos 8
1.3. Fundamentación de las Unidades y Bibliografía 8
1.3.1. Unidad I: La Cultura Urbana y la Modernización 8
1.3.2. Unidad II: Poéticas y Prácticas Urbanas Modernas 14
1.3.3. Unidad III: Posciudad y Globalización Mediática 18

II Bibliografía Fundamental Organizada por Unidad 23

Unidad I: La Cultura Urbana y la Modernización 23


Lectura Nº 1
Gorelik, Adrián, “Lo Moderno en Debate: Ciudad, Modernidad, Modernización”,
en Universitas Humanistica Nº 56 23
Lectura Nº 2
Sennett, Richard, “Individualismo Urbano”, en Carne y Piedra. El Cuerpo y la Ciudad en
la Civilización Occidental 40
Lectura Nº 3
Ramos, Julio, “Decorar la Ciudad: Crónica y Experiencia Urbana”, en Desencuentros de la
Modernidad en América Latina. Literatura y Política en el Siglo XX 63
Lectura Nº 4
Rama, Ángel, “La Ciudad Modernizada”, en La Ciudad Letrada 91
Lectura Nº 5
Romero, José Luis, “Las Ciudades Masificadas”, en Latinoamérica: Las Ciudades y las Ideas 107
Lectura Nº 6
Ewen, Stuart, “Sentimientos Mecánicos”, en Todas las Imágenes del Consumismo.
La Política del Estilo en la Cultura Contemporánea 153
Lectura Nº 7
Berman, Marshall, “En la Selva de los Símbolos. Algunas Observaciones sobre el
Modernismo de Nueva York”, en Todo lo Sólido se Desvanece en el Aire 164
Unidad II: Poéticas y Prácticas Urbanas Modernas 212
Lectura Nº 1
Calvino, Ítalo, Las Ciudades Invisibles 212
Lectura Nº 2
De Certeau, Michel, “Andares de la Ciudad. Mirones o Caminantes”, en La Invención de lo
Cotidiano. I Artes de Hacer 223
Lectura Nº 3
García Canclini, Néstor, “Ciudades Multiculturales y Contradicciones de la Modernidad”,
en Imaginarios Urbanos 233
Lectura Nº 4
Sarlo, Beatriz, “Abundancia y Pobreza”, en Escenas de la Vida Posmoderna.
Intelectuales, Arte y Videocultura en la Argentina 246
Lectura Nº 5
Monsiváis, Carlos, “El Melodrama: “No te Vayas, mi Amor, que es Inmoral Llorar a Solas”, en
Herlinghaus, Hermann (editor), Narraciones Anacrónicas de la Modernidad. Melodrama e
Intermedialidad en América Latina 256
Lectura Nº 6
Lemebel, Pedro, “La Leva”, “Del Carmen Bella Flor”, “El Río Mapocho”,
“La Loca del Carrito”, “La Comuna de Lavín”, “El Metro de Santiago”, “Presagio Dorado
para un Santiago Otoñal”, “Los Tiritones del Temblor”, en De Perlas y Cicatrices 268

Unidad III: Posciudad y Globalización Mediática 278


Lectura Nº 1
Harvey, David, “Posmodernismo en la Ciudad: Arquitectura y Diseño Urbano”, en
La Condición de la Posmodernidad. Investigación sobre los Orígenes del Cambio Cultural 278
Lectura Nº 2
Jameson, Fredric, “El Ladrillo y el Globo: Arquitectura, Idealismo y Especulación con
la Tierra”, en El Giro Cultural. Escritos sobre el Posmodernismo 1983-1988 302
Lectura Nº 3
Martín-Barbero, Jesús, “De la Ciudad Mediada a la Ciudad Virtual. Transformaciones
Radicales en Marcha”, en
http://www.comminit.com/la/tendencias/lact/tendencias-15.html 323
Lectura Nº 4
Sassen, Saskia, “La Ciudad: Lugar Estratégico / Nueva Frontera”, en
http://www.ub.edu.ar/revistas_digitales/default.htm 332
Lectura Nº 5
Sassen, Saskia, “Las Mujeres en la Ciudad Global. Explotación y Empoderamiento”,
en http://www.lolapress.org/elec1/artspanish/sass_s.htm 345
Lectura Nº 6
Castells, Manuel, “El Espacio de los Flujos”, en El Surgimiento de la Sociedad de Redes,
en http://www.hipersociologia.org.ar/catedra/material/Castellscap6.html 349
I Programa de la Asignatura

1.1. Descripción General

La finalidad de este módulo es describir la relación que existe entre cultura urbana y moderniza-
ción, pues implica aceptar un proceso heterogéneo y disonante donde las luchas simbólicas y materia-
les por conquistar el sentido de la ciudad determinan no sólo la vida cotidiana, sino también los discur-
sos académicos, los trazados del dinero y las urgencias del poder.
La historia moderna es —fundamentalmente— urbana y, al interior de sus múltiples direcciones,
acontece una serie indeterminada de fenómenos que se cruzan, envuelven y dispersan con diferentes
velocidades y trayectos. Sin embargo, un rasgo de continuidad logra pervivir en el acto de pensar y
habitar la urbe, una característica inclemente pero constante alberga los diversos episodios que consti-
tuyen su lenguaje: la reestructuración permanente del paisaje, los cuerpos, las mercancías y los destinos. El
pensamiento racional, por ejemplo, ha concebido un modelo urbanístico a través del cual materializar
su plan filosófico, configurando espacios geométricos con patrones rectilíneos y cuadrículas perfectas
para celebrar un orden uniforme y abstracto. Desde el renacimiento, las influencias de las nociones car-
tesianas y los perspectivismos visuales impusieron una urbe regular y/o concéntrica que testimoniaba
el triunfo de la racionalización por encima de las marcas religiosas del retiro y la escatología. El sujeto,
eje de la circulación; el interés, objeto del viaje y, la producción, punto de encuentro exponencial, se
convirtieron en metas y planificaciones.
El ascenso de la modernidad ha estado unido a diferentes concepciones urbanísticas que estructu-
ran el tiempo y el espacio de acuerdo a una sucesión de problemas de movimiento, habitabilidad y pro-
yecto; el poder, la mirada, el flujo, la identidad, la segregación social, etc., son elementos de la disputa
por el control, la dirección o la ruina de la ciudad. En el siglo XIX, el trabajo industrial y una economía
neoimperial convierten a las urbes en centros definitivos de migración, progreso y desgracia. Por ellas
pasan (ahora) las riquezas, las hegemonías y los individuos definiendo los lugares de la prosperidad y el
déficit. En la actualidad podría decirse que la ciudad es un sitio destinado a la producción de subjetivi-
dades transnacionales que intentan realizar una diferencia dentro de las contiendas de la globalización.
La espacialidad urbana trama inéditos transcursos que van desde la secularización de la estética
hasta la abstracción del capital, haciendo que las transformaciones introducidas por la modernización
capitalista acrecienten la dimensión dramática y textual de la misma. De esta forma, la base territorial y
geográfica se convierten en un proscenio de conflictos donde se ponen a prueba las representaciones
de la política, la cultura y la sociedad. La ciudad registra y moviliza las rivalidades entre las aceleraciones
de la economía, las resistencias de las comunidades, los abandonos de la burocracia o la impunidad de
los poderes, haciendo evidente el resultado disímil que cada uno de ellos deja en la convivencia dia-

Sólo uso con fines educativos 


ria. Asimismo, las hablas estandarizadas de la comunicación ordenan redes que asimilan a los sujetos
a estructuras disciplinarias; modifican los desplazamientos e inauguran —permanentemente— áreas
singulares y masivas de distinción entre lo exclusivo y popular.
Desde la ciudad como teatro de la acción humana hasta la ciudad virtual, diversos autores han
intentado entender el sentido de los cambios que las urbes producen y cómo éstos afectan, no sólo
economías, sino también signos, aporías y estéticas. Las comunicaciones insertan lenguajes, pedago-
gías y modelos en las diversas formas culturales de la oralidad, la fiesta, el consumo, etc., reorganizan-
do el sensorium moderno con nuevas prácticas de visibilidad, transformación, ruptura y castigo. El afán
modernizador ha logrado vestir a la ciudad con distintas capas de un progreso desigual cuya violencia
fundante debe inaugurarlo todo, advirtiendo de esta forma que no hay un pasado cautivo que deba
protegerse de la huella o el sedimento. Sin embargo, esta memoria frágil que habita lo privado y lo
público, es compensada con una serie de escrituras literarias, científicas, culturales o mediáticas que se
apropian de nombres y lugares, disponen los recorridos y determinan la ocasión de los viajes. A pesar
de las certezas arquitectónicas y las vigilancias sociales, la ciudad siempre desborda sus superficies legi-
bles, al encontrarse con acciones de rompimiento que permiten la apertura hacia otros tropos, como lo
pensaba Kandinsky: “una gran ciudad construida según todas las reglas de la arquitectura y de pronto sacu-
dida por una fuerza que desafía los cálculos”.1
Mientras la literatura del siglo XIX se concentró en constituir las narrativas de la nación y la filosofía
intentaba descifrar la multiplicidad enigmática del lenguaje, las ciudades articulaban el nacionalismo, la
economía internacional y las comunicaciones industriales en una sola imagen de alteridad y confianza.
Entonces, la palabra urbana —escoltada por la forma científica— se convierte en un objeto de domina-
ción y libertad, pudiéndose someter a través de ella lo incivilizado, bárbaro y aciago, además de ampliar
la sensibilidad con nuevos inventos, placeres y tecnologías: leyes universales incuestionables y sistemas
de exclusión precisos diagraman la urbanización del capitalismo. La ciudad ya no es un territorio físico,
sino una rejilla clasificatoria de costumbres, clases, posiciones, figuras, temas, etc., donde una nueva
episteme del control, la voluntad y el deseo impone un concepto de naturaleza humana occidental que
acerca y distancia a las culturas no metropolitanas. El siglo XX, por su parte, es la edad de las metrópolis
complejas, donde el flujo, la fragmentación y las migraciones, unidos al capital global, despliegan, bajo
modos de producción urbana disímiles, una utopía errática que termina convertida en un régimen con-
centracionario de viviendas uniformes y vida social opaca que convierte los cuerpos cívicos en objetos
de intercambio. A su vez, el mercado, la política y el arte, tienen la posibilidad de realizar faenas híbridas
de obediencia y confrontación. “...La ciudad —indica Ángel Rama— empezó a vivir para un imprevisible
y soñado mañana y dejó de vivir para el ayer nostálgico e identificador. Difícil situación para los ciudada-
nos. Su experiencia cotidiana fue la del extrañamiento”.2 La evolución de las urbes modernas acrecienta
la doble convicción de encierro y bienestar, de conflictos inevitables derivados de un economicismo
irredento sin compasión ni mesura. En ese contexto, la investigación urbana clásica concentró su aten-

1 Kandinsky, Vasili, De lo Espiritual en el Arte, España, Editorial Gustavo Gili, 1974, p. 60.
2 Rama, Ángel, La Ciudad Letrada, Hanover, Ediciones del Norte, 1984, p. 96.

Sólo uso con fines educativos 


ción en los problemas de gestión, administración, violencia y democracia, siendo escasas las referencias
a “variables culturales”, mencionándose sólo como complemento para ilustrar ciertos problemas que
requerían retrato antropológico.
El interés por documentar a la ciudad desde relaciones más transversales —donde las lecturas
recogieran también lo asistémico o residual y permitieran historizar el recorrido, a veces esquivo, de las
identidades, los cuerpos y las hablas— resalta el papel de la cultura urbana como un sistema complejo
de poderes, saberes, instituciones y sujetos en permanente mutación, cruce y desigualdad. La preocu-
pación por estos aspectos es una de las bases de los estudios culturales, al identificar los trazos de este
espesor cultural, discursivo y mediático que usan los grupos cuando tratan de testimoniar su memoria,
con las claves del género, la etnia o la clase, rompiendo así con viejos clivajes y autoridades, en una ope-
ración que Raymond Williams definió como la “política del modernismo”.
En la actualidad no es posible imaginar un solo modelo para los fenómenos urbanos. Convertidas
en piezas intermitentes de un mapa movedizo —como afirma Juan Villorio— las ciudades se encade-
nan a lógicas y representaciones que tienen más de un significado. De todas maneras, la idea de una
red invisible organizada a través de estrategias informáticas parece ser la figura determinante de la pos-
ciudad, ahí donde se privilegia el flujo por sobre el encuentro y en donde las personas se relacionan
por medio del acceso, más que por la participación. Sin duda, las ciudadanías clásicas y republicanas
no son un modo de expresión de estos tiempos donde prolifera la atomización y el repliegue, pues la
transferencia de la escena política a las cadenas electrónicas de comunicación, ha dado a lo público una
dimensión cada vez más escenográfica, haciendo difícil precisar qué ciudadanías alimentan lo social
con sus pulsiones, arrebatos y querellas.
La ciudad encerrada en la metáfora de los negocios y las oportunidades produce diversos retratos
de sí misma para el turismo, el marketing y la inversión; a su vez, sigue interrumpida por noticias de
violencia, crimen y azar. La globalización redefine lo urbano e incrementa la percepción de ausencia
de centro; las corporaciones rigen el destino de las ciudades y la carencia de proyectos colectivos deja
a los ciudadanos fuera de cualquier meta solidaria. Por su parte, el deterioro ritual de las calles parece
entregarlas al mero ejercicio de los tráficos, las transacciones legítimas e ilegítimas, los tacos y la remo-
delación arquitectónica. La modernización ha permitido un tipo de cultura urbano-mediática que ya no
responde a funciones territoriales, menos a políticas de fronteras, mas bien mezcla y refunde, en la ace-
leración de los signos, las horas de lo económico, lo social y lo cotidiano, como si hubiera una comarca
diversa y propia donde suturar la dispersión y organizar por adelantado los acontecimientos, amonto-
nando residuos y pedazos de códigos periodísticos, radiales, publicitarios o televisivos que nombran y
posibilitan el ver.
Los textos recogidos por este escrito, organizan una lectura histórica y teórica de los impulsos y
configuraciones de la trama urbana en un intento por constatar el irregular tránsito de la cultura y el
poder por el mundo cotidiano, con sus nombres, actividades y labores más características.

Sólo uso con fines educativos 


1.2. Objetivos

a. Describir el proceso de construcción simbólica de la ciudad, a través del orden de la escritura y las
representaciones sociales que genera.
b. Describir y caracterizar disímiles discursos e identidades que operan en el formato urbano, con espe-
cial interés en los trazados de borde, resistencia y lectura crítica.
c. Explicar y definir los principales elementos de la transformación urbana y las implicancias económi-
cas, técnicas, estéticas y políticas que ocurren en el espacio, la circulación y la imagen de la ciudad.
d. Definir el papel que las comunicaciones juegan en la desurbanización contemporánea al coordinar
la ciudad desde redes y eficacias telemáticas.

1.3. Fundamentación de las Unidades y Bibliografía

1.3.1. Unidad I: La Cultura Urbana y la Modernización

La ciudad es materialidad y alegoría de la organización espacial de la cultura y la modernización.


Por este motivo es ella una red de estaciones, centros, caminos, viviendas y, al mismo tiempo, un len-
guaje explicativo, clasificatorio y normalizador de los símbolos, las mitologías y las representaciones
urbanas. El proceso modernizador se realiza en la ciudad mediante disímiles géneros textuales y polí-
ticos: una extensa malla de comunicaciones, mercancías, disciplinas y goces la ordenan y desarman de
acuerdo a la voluntad del poder y a luchas por su control y diseño. Es un tejido irregular de abstraccio-
nes y coyunturas, de pliegues y tensiones que hacen de la vida una zona de tránsito y postergación.
Legislaciones, burocracias, modelos de planificación, mapas y planos determinan la forma y regularidad
de la ciudadanía, autorizan la circulación de lo institucional y excluyen la otredad de discursos informes
o lenguas irredentas que habitan lo urbano.
En los trabajos de Adrián Gorelik, la modernización presta a la ciudad latinoamericana los signos
de lo nuevo y permite realizar la distancia histórica con la barbarie; una máquina de significantes traba-
ja en las leyes urbanas de lo moderno. Las reformas que acontecen privilegian las proyecciones de un
poder seguro e inexorable que celebra un futuro único, administrado por tecnologías del consenso y
poblaciones uniformadas en el trabajo. Desde el estado liberal clásico al nacional desarrollista, se urden
distintos planes para convertir la urbe en zona de armonías y ciclos regulares incapaces de ser desafia-
dos por las continuas mareas de desorden que el progreso causa en su arrolladora faena. Hay tres ciclos
expansivos —señala Gorelik— que determinan los procesos de urbanización:

“En el primer momento, el de las modernizaciones ‘liberal-conservadoras’ de finales de siglo,


el flamante estado coloca en la ciudad el objeto por excelencia de la reforma: la ciudad real
que se expande debe ser reconducida a su ideal civilizador, porque su desarrollo sin límites
lleva al caos y a la destrucción de los lazos sociales. Hay una idea de ‘ciudad moderna’ que
repele el desorden profundo que introduce la modernización urbana y que preside los inten-

Sólo uso con fines educativos 


tos de reforma pública en pos de ‘otra’ modernización. Ese es el doble juego que explica la
paradójica definición de ‘reformismo conservador’ para las elites estatales de finales de siglo:
el estado se construye en la onda expansiva que vuelve inevitables los procesos de universa-
lización racional de los derechos públicos y los potencia y cristaliza en nuevas instituciones,
pero su propia constitución es parte del intento supremo por reconciliarlos con un puñado de
valores pretéritos de la sociedad tradicional, de los que se considera custodio”.3

El segundo momento lo determina la vanguardia artística y política, que intenta reformar y alte-
rar los regímenes de ordenamiento con una intervención estética y social destinada a visibilizar lo
ausente y legitimar lo “otro”. La ciudad es un campo de reyertas que tiene la doble ventaja de servir
a los anhelos de porvenir y, a su vez, construir la tradición que lo resguarde. La vanguardia busca la
movilidad de los tiempos y la trasgresión de códigos y normas para justificar el advenimiento de una
etapa revolucionaria que necesita dar sentido —paradojalmente— a una esencia que no puede sacar
ni del pasado colonizado ni del presente enajenado. La tercera fase, marcada por el desarrollismo,
viene a consolidar la urgencia modernizadora que fuerza a todos los protagonistas urbanos a subsu-
mirse en las estructuras tecno-burocráticas y las depuraciones económicas. La planificación eficiente
y el diseño proyectivo se utilizan como fórmulas de contención de los crecimientos impensados y los
costos marginales, pero al final se configura una órbita de regulaciones, actos preventivos y señales
obligadas que protegen el control político y cultural, a pesar de las descalibraciones generadas por la
imaginación fáustica.
Las grandes capitales europeas del siglo XIX organizaron la homogeneidad individual, señala
Richard Sennett, como un modo de contener los peligros de las masas y sus aspiraciones enervantes.
El desplazamiento por anchas avenidas incrementaba la soledad cívica y estimulaba la indiferencia
social. Los individuos, convertidos en los destinatarios de una planificación urbana abstracta, eran
incorporados al movimiento de los centros fabriles y distanciados de sus rituales familiares. El cuer-
po era un objeto de velocidad que la economía necesitaba en circulación. El individualismo urbano
termina siendo, entonces, un sistema de relaciones de extrañamiento: los sujetos pueden vivir juntos
pero no compartir un sentimiento común de sociedad. Indica Sennett: “Los cuerpos individuales que se
desplazaban por el espacio urbano poco a poco se independizaron del espacio en que se movían y de los
individuos que albergaba ese espacio. Cuando el espacio se fue devaluando en virtud del movimiento, los
individuos gradualmente perdieron la sensación de compartir el mismo destino que los demás”.4 La urbe
logra construir un dispositivo de aislamiento capaz de mantener cohesionada a la población, pero
ello no se traduce en una vida urbana rica en experiencias sino al contrario, en la asimilación de rit-
mos productivos que subjetivizan el capital al interior de los cuerpos y limitan los gestos y poses a un
conjunto de ejemplos predeterminados. El ideal urbano es proteger a los individuos del movimiento
de las muchedumbres con su cadena de peligros y alteraciones. Los urbanistas dejan de ser meros
administradores para convertirse en estrategas de la circulación de los cuerpos, organizando intrinca-
dos juegos de llegada y salida que impidan a la multitud robar el tiempo para ejercitar la protesta y el

3 Gorelik, Adrián, Lo Moderno en Debate: Ciudad, Modernidad, Modernización, www.bazaramericano.com/


4 Sennett, Richard, Carne y Piedra, Madrid, España, Alianza Editorial, 1997, p. 344.

Sólo uso con fines educativos 


ocio. Un modo de impedir las amenazas de los sujetos estacionarios fue ampliar el uso de la calle para
el transporte, de esta forma, la velocidad creó nuevas formas de contacto y encomienda, la técnica se
puso al servicio de los desplazamientos rápidos, lo público se transformó en un orden orgánico regi-
do por horarios y compromisos y, lo privado, dispuso la intimidad y el reparo, pero también la exclu-
sión y lejanía de los beneficios modernos.
El valor de la palabra para describir la experiencia urbana encuentra en la crónica un momento
estético y reivindicativo, señala Julio Ramos. La escritura detallada y episódica de los momentos calleje-
ros donde lo monumental se encuentra con lo contradictorio, hace de ella una forma literaria anticanó-
nica de discursos periféricos, bajos y mundanos. Pero esta nueva estilística no resulta del afán de nove-
dad que traen las innovaciones literarias unidas a la creciente autonomía formal del arte modernista,
sino de la temporalidad fragmentaria que introduce la modernidad liquidando el anhelo de obras per-
manentes y detenidas en el tiempo. La crónica estiliza los trastornos de la modernización y media entre
productores y receptores con un texto frágil e inteligente que embellece la barbarie de la máquina y la
usura del comercio. La ciudad encuentra en estos relatos fúlgidos —como los llama José Martí— una
manera de documentar su mercantilización sin la vergüenza de la acusación utilitaria. La crónica, al pre-
tender una independencia discursiva respecto a la materialidad sin rostro que el capitalismo extiende
por sobre lo social, imagina una virtud inquisitiva y una moral trascendente. El cronista, al desviarse de
la escritura profesionalizada (periodismo), salva el “instante auténtico” que el lenguaje reserva para las
cosas significativas. Sin embargo, la distancia lograda muta en cosificación al convertirse en una activi-
dad compensatoria de la trivialidad citadina, asumiendo la imagen de una narratividad diferenciadora
ante la abultada oferta de mercancías serializadas.
La crónica, de acuerdo a Julio Ramos, expresa en su morfología y sintaxis la disposición ideológica
de la sociedad moderna y en última instancia, los tipos de representación y comunicación que en ella
habitan: “Es decir, al reescribir la fragmentariedad del periódico el cronista trabaja con la temporalidad seg-
mentada de la ciudad, en un plano estrictamente formal”.5 El cronista, al recuperar las ruinas de la vorági-
ne productiva y de los cuerpos diezmados por los patrones de orden, busca reconstruir la originalidad
destruida por la ciudad.
Si la escritura es un modo de recuperar lo arrasado por la producción, la investigación de Ángel
Rama, entonces, describe los dispositivos letrados que unifican el territorio a un sistema de textos que
disponen los significados y sus límites y hacen de la producción cultural un modo de poder invisible
y silencioso. Los mitos sociales que recorren la ciudad y la atraviesan con múltiples discursos de furia,
redención y fracaso, fomentan sujetos idílicos que sirven de ejemplo para enfrentar las dinastías y obe-
diencias surgidas de la conquista simbólica de los cuerpos y los espacios. En los sectores populares, la
modernización vista como expropiación y chantaje, motiva respuestas de bandolerismo o mesianismo
religioso: el rebelde y el santo alimentan los relatos de la periferia con simpatía o excomunión. Asimis-
mo, en el sector letrado, que defiende el esfuerzo individual de la intromisión del Estado disciplinario,
convierte en portadores de una resistencia heroica a periodistas y abogados. Verdad y ley moralizan lo

5 Ramos, Julio, Desencuentros de la Modernidad en América Latina, Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio, 2003, p. 165.

Sólo uso con fines educativos 10


público con demandas de racionalización, orden y denuncia de la arbitrariedad. La prensa se convierte
en la ampliación más importante de la letra moderna: el periódico controla los flujos y digresiones, nor-
maliza lo anodino e incorpora las novedades resultantes del creciente comercio internacional, además,
retiene a la ciudad con memorias cortas y episódicas que integran las fragmentaciones, los quiebres y
las crisis del modelo. La prensa es la artífice de la autonomización de aquellos signos que dan a la ciu-
dad una independencia respecto de sus coyunturas y particularidades, éstas —aunque son el conteni-
do diario de las noticias— sólo testimonian los efectos de la modernización sin alcanzarla ni reducirla.
La letra impresa y su régimen de credibilidad institucional establece las diferencias entre naturaleza y
discurso, obligando a la primera (tramada por las tradiciones de la cultura rural) a desintegrarse ante las
exigencias de las pautas civilizatorias: la oralidad es desplazada por la letra; el paisaje por la avenida; el
salvaje por el flaneur.
En una línea complementaria, José Luis Romero piensa la masificación urbana como el instante de
constitución de la sociedad moderna. Las corrientes migratorias que toman por asalto a la ciudad gene-
ran una novedosa fisonomía: la presencialidad de múltiples tradiciones, culturas y territorios compagi-
nados por un nuevo hábitat. Este hecho trastocará las mentalidades y formas de convivencia; no sólo la
extensión geográfica cambia, sino que nuevas yuxtaposiciones de viviendas, barrios, tránsitos y modos
sociales pasarán a insertarse en el diagrama de la vida cotidiana. El orden atemporal de la ciudad clási-
ca, sostenido por jerarquías estrictas y divisiones severas, da paso al vaivén de mercancías y sujetos de
procedencias diversas que las transportan. La mezcla de lugares, mitos y subjetividades que la ciudad
tolera, permite una especie de archipiélago simbólico donde compiten por sobrevivir muchedumbres
seducidas por la luz eléctrica, el cine, la radio, la moda y el ascenso social. La ciudad organiza y distri-
buye a las masas: en el campo industrial las convierte en proletariado; en el ámbito de la entretención
en consumidores; en los intersticios de la revuelta en clase peligrosa y en el regazo de la educación en
patriotas. El rápido crecimiento demográfico obliga a reestructuraciones continuas de los servicios, las
políticas de vivienda y las zonas de habitabilidad. Las masas se vuelven un problema y estimulan los
discursos filantrópicos del encauzamiento moral y los policiales de la vigilancia y el fichaje preventivo.
Los inmigrantes, las clases medias pauperizadas, los campesinos, la oligarquía y los millonarios recien-
tes, arman un complejo abanico de contactos, desconfianzas y utilidades recíprocas que dinamizaban
la urbe con tareas de bienestar, insurgencia y disciplinamiento. La fuerza que une a todos los grupos
no es estable, pues el desarraigo y la movilidad serán aspectos que —rápidamente— empujarán a los
sectores más débiles a la anomia, la desintegración identitaria y la sumisión. Así, las ciudades masifica-
das no tendrán una disposición compacta y la desafiliación pasará a convertirse en un rasgo urbano
perdurable que favorecerá una sociedad escindida. La ubicación espacial, económica y política de las
masas, señala Romero, fue transitoria y por lo mismo no representaba demandas estratégicas, aunque
sí tácticas, debido a que no eran una clase arraigada en una conciencia sino un colectivo multiforme a
la espera de una oportunidad. La industrialización contribuyó a normalizar a la multitud, con empleos
fijos y salarios regulares, y fortaleció los procesos de inclusión que minimizaron la primera agresividad
radical de los sectores populares.
El discontinuo e irregular comportamiento masivo es lentamente es transformado. La organización
de la ciudad es sometida a las reglas ingenieriles y una sincronización estilística convierte lo arquitec-

Sólo uso con fines educativos 11


tónico y social en citas de las armonías propuestas por la fábrica y la máquina. Un sentimiento mecá-
nico, afirma Stuart Ewen, impone una racionalidad urbanística fría, escueta y corporativa. Lo urbano se
compone de principios formales exactos y de tecnologías aplicadas que fusionan la vida práctica con lo
artificial en un solo proceso de creciente abstracción y funcionalidad. La arquitectura, el diseño y el arte
constructivista exaltan un arrogante “estilo modernista” que sustenta el emblema de la ciudad indus-
trial. El tiempo ya no está afuera ni es anterior a la dinámica urbana, que manifiesta su plena contem-
poraneidad con los avances científicos, las secuencias laborales y los mercados integrados mediante
nuevas concepciones de edificación que desafían (en magnitud y recursos) la serenidad del espacio: el
acero y el cemento describen la materialidad cultural de una época separada del pasado, de la decora-
ción fútil, promoviendo construcciones limpias y enérgicas justificadas por la ideología del industrialis-
mo. La sociedad, en su conjunto, es atravesada por las convicciones técnicas y estéticas del orden fun-
cional: la casa y el trabajo pertenecen a un mismo espíritu de programaciones y eficiencias incuestiona-
bles. En este contexto, el arte moderno imagina a la ciudad como un sistema de proyectos de diseño y:
“...las poblaciones urbanas y sus necesidades era algo que debía medirse sociológicamente, para llegar así a
las condiciones mínimas de vivienda que requerían. El visionario de Morris era el artesano creativo, recupera-
do de la ‘horrible e intranquila pesadilla de la ingeniería moderna’; el de Gropius era el ingeniero social culto,
el fabricante de políticas, el tecnócrata que distribuiría las necesidades vitales racionalizadas a una masa de
consumidores modernos”.6 La visualidad urbana está cargada de íconos de trabajo, producción y movi-
miento programado. Hombres y mujeres se adaptaban a la publicidad del consumo eficaz imaginando
la vida moderna como predecible, cambiante y ordenada.
El movimiento, señala Marshall Berman, es la base de las grandes transformaciones urbanísticas,
cuando descubre en la política inmobiliaria de los años sesenta, esa nueva conciencia del intercambio
de imágenes, que al separarse de sus fuentes históricas, se vuelven incorpóreas e impersonales. Una
política de códigos reemplaza las relaciones sociales y enmudece los conflictos con autopistas, parques,
avenidas, hipermarkets y desconexión filial. La propiedad urbana se desprende de la territorialidad
ancestral para entrar de lleno a los signos mercantiles y, la fase modernizadora, se expande para abar-
car a todo el mundo y coronar la cultura mundial del modernismo. Las ciudades acrecientan y dividen
en múltiples fragmentos las relaciones personales unidas por idiomas, extraordinariamente privados,
como es el caso del Nueva York reestructurado por Robert Moses, quien logra remodelar los centros
urbanos más antiguos de la capital norteamericana. Para Berman, la ciudad relata de modo inmejora-
ble los avatares del arte y el pensamiento, y reconociendo tres modernismos unidos entre sí: aparta-
do, negativo y afirmativo. El primero busca una fuga y aspira a un objeto puro de reflexión y estética;
el segundo opera como una revolución permanente contra la totalidad de la existencia moderna: era
“una tradición de tradición vencida” (Harold Roseriberg), “una cultura adversaria” (Lionel Trilling), una
“cultura de negación” (Renato Poggioli). La obra de arte moderna “no molesta con su agresiva estu-
pidez” (Leo Steinberg). La visión afirmativa del modernismo la desarrolló, en la década de los sesenta,
un grupo heterogéneo de escritores, incluyendo a John Cage, Lawrence Alloway, Marshall McLuhan,

6 Ewen, Stuart, Todas las Imágenes del Consumismo, México, Editorial Grijalbo, 1991, p. 169.

Sólo uso con fines educativos 12


Leslie Fiedler, Susan Sontag, Richard Poirier y Robert Venturi. Los temas de esta tendencia se relacio-
nan con el afán de unir todas las actividades humanas en un solo proceso de conjunción y novedad: se
animaba a los escritores, pintores, bailarines, compositores y cineastas a trabajar juntos en las produc-
ciones y realizaciones de comunicación mixta que crearían artes más ricas y multivalentes. Estas líneas
determinaron la cultura crítica del modernismo sesentesco que intentó revertir —en el plano político y
simbólico— las consecuencias de un capitalismo totalizante capaz de convertir su estructura y movili-
dad en el contenido de la vida urbana. Marshall Berman habla de las épicas contrahegemónicas que se
constituyen en respuesta a este acontecimiento, relacionándolas con las grandes transformaciones de
la espacialidad que modifican la percepción, el recorrido y la estetización de la mirada. Pensamiento crí-
tico, cultura alternativa y ciudad reformada se convierten en los materiales de discusión de una época
marcada por la plasticidad y la adaptación que busca conciliar lo vivido con lo pensado y mutarse sin
desgarros de continuidad.
En estos textos podemos constatar esa lógica totalizadora donde la forma de la ciudad es la forma
de su orden social, como ha dicho Lewis Munford. Allí, la escritura se despliega como una fuerza de
comprensión e integración que los individuos deben aprender en sus múltiples manifestaciones (gráfi-
cas, legales, estéticas, sociales, etc.) para mantener un sistema de valores colectivos, respetarlos y trans-
gredirlos. En conjunto, los autores convocados estructuran un pensamiento ramificado de problemas
culturales y políticos, pues establecen a la ciudad como una invención permanente, de carácter inabar-
cable pero susceptible de interpretación y lectura, donde pueden ser comprendidos los asuntos funda-
mentales de la vida contemporánea. Por ello, intentando sumarse a la movilidad de la ciudad más que
atraparla en la cosificación de la palabra, estos análisis enuncian relaciones, dominancias y torceduras.

Bibliografía Fundamental Unidad I: La Cultura Urbana y la Modernización

Gorelik, Adrián, “Lo Moderno en Debate: Ciudad, Modernidad, Modernización”, en Universitas Humanis-
tica Nº 56, Bogotá, Colombia, Pontificia Universidad Javeriana, 2003, pp. 10-27.

Sennett, Richard, “Individualismo Urbano”, en Carne y Piedra. El Cuerpo y la Ciudad en la Civilización Occi-
dental, Madrid, España, Alianza Editorial, 1997, pp. 338-377.

Ramos, Julio, “Decorar la Ciudad: Crónica y Experiencia Urbana”, en Desencuentros de la Modernidad en


América Latina. Literatura y Política en el Siglo XX, Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio/Ediciones
Callejón, 2003, pp. 149-184.

Rama, Ángel, “La Ciudad Modernizada”, en La Ciudad Letrada, Ediciones del Norte, Hanover, USA, 1984,
pp. 71-104.

Romero, José Luis, “Las Ciudades Masificadas”, en Latinoamérica: Las Ciudades y las Ideas, Argentina,
Siglo Veintiuno Editores, 2004, pp. 319-389.

Sólo uso con fines educativos 13


Ewen, Stuart, “Sentimientos Mecánicos”, en Todas las Imágenes del Consumismo. La Política del Estilo en la
Cultura Contemporánea, México, Grijalbo S.A., 1988, pp. 163-178.

Berman, Marshall, “En la Selva de los Símbolos. Algunas Observaciones sobre el Modernismo de Nueva
York”, en Todo lo Sólido se Desvanece en el Aire. La Experiencia de la Modernidad, Madrid, España, Editorial
Siglo XXI, 1997, pp. 301-367.

1.3.2. Unidad II: Poéticas y Prácticas Urbanas Modernas

La ciudad como despliegue de una racionalidad instrumental disciplinante, no puede retener al


interior de sus códigos la diglosia de los sujetos que entran y salen de la significación. El conflicto entre
las hablas ordenadoras y las lenguas alterantes permite revisar la diferencia que subyace en los cuerpos
y sus rituales cuando enfrentan al régimen de veracidad de lo urbano y su pedagogía visual. Lo cotidiano
se hace multiforme en las instrumentalidades menores de las razas, los géneros, las clases y las migracio-
nes: mientras una parte de las prácticas se somete al proyecto urbanístico y su dispositivo de normali-
dad, otra parte se hace ilegible y opaca en los ritos y procedimientos de uso y consumo de la urbe.
La parcelación de lugares sociales provocados las mercancías y las distancias estéticas impuestas
por la visualidad hegemónica del capital, comparten su dominio con sujetos y memorias que hablan
desde zonas no funcionales, donde el texto de la ciudad que se construye trata de explicar fisuras, mos-
trar desigualdades y recordar pérdidas. La uniformidad de los códigos dominantes se entremezcla con
las subculturas y los sujetos periféricos llevan todos los discursos sin ser ninguno en especial. La identi-
dad —de acuerdo a Celeste Olalquiaga— se hace transitoria y múltiple, y sin embargo, retiene peque-
ños símbolos de individualidad y contexto. De esta manera, lo urbano excede a la planificación laboral
y encuentra lugares de transgresión, placer y burla que unen el carnaval, la procesión, la exclusión, la
locura, el consumo y la negación. No es sólo el trazado oficial de cartógrafos, alguaciles y empresarios
con sus figuras regulares quienes administran las fuerzas productivas; por otras veredas circulan discur-
sos del asombro y la desazón buscando leer las marcas del cuerpo cuando no está en manos del trabajo
o del ocio inducido, para dejar así constancia del exceso y la degradación.
La urbe es un invento del poder y el deseo y, en cualquier parte, el conflicto entre ambos firma
y anula a quienes han trabajado por ellos. Así, Ítalo Calvino propone un recorrido metafórico por ciu-
dades indecibles, hechas de la conjetura, el diálogo y la imaginación, ciudades determinadas por un
contrato que deben mantener y justificar escritores y lectores; sin él, las ciudades se derrumbarían al
igual que los textos que las acompañan. Un emperador melancólico y un mercader ingenuo quedan
atrapados en la inmensidad de urbes exóticas, concéntricas, microscópicas, bidimensionales o arcaicas,
mientras intentan describirlas y retener el murmullo que las levanta. Calvino reflexiona sobre la ciudad
moderna y las “razones secretas” que llevan a hombres y mujeres a vivir en el centro de sus certezas y
derrotas. Una geografía de espejismos, donde los edificios no recuerdan ninguna piedra o los muertos
flotan entre los vivos, permite advertir entre líneas un punto de conexión donde historia y literatura
entretejen el tiempo urbano. “A veces —comenta Calvino— me basta una vista en escorzo que se abre
justo en medio de un paisaje incongruente, unas luces que afloran en la niebla, el diálogo de dos transeúntes

Sólo uso con fines educativos 14


que se encuentran en pleno trajín, para pensar que a partir de ahí juntaré pedazo por pedazo la ciudad per-
fecta, hecha de fragmentos mezclados con el resto, de instantes separados por intervalos, de señales que uno
envía y no sabe quién las recibe”. Inventadas por una conversación y recordadas por un libro, las ciudades
retienen objetos y palabras en lugares imposibles a los que sólo puede llegar un discurso autónomo y
fugitivo, ajeno a instrucciones, abierto a nuevos caminos...
Si los intervalos y las combinaciones no siempre obedecen a una transparencia racional, es porque
la ciudad no se reduce al panoptismo y la especulación. Existen otros poderes sin intención de totalidad
y de ellos habla Michel de Certeau cuando describe las estrategias y tácticas para vencer la presencia
anónima de la fuerza y rastrear conjuntos de intersubjetividad paralelos a los regímenes oficiales. Las
prácticas urbanas proponen desviaciones a las jerarquías, e incluso, no reproducen el deterioro de los
conceptos o el pánico de las instituciones. La enunciación peatonal, indica De Certeau, es una forma
presente, discontinua y fáctica de eludir la disciplina. Gracias a ella, el orden espacial se abre a otros sig-
nificantes, desvaneciendo las cosas obligatorias, las repeticiones inútiles y los actos sumisos. Una episte-
me urbana sería aquella donde la lengua no queda inmovilizada por las reglas de convivencia, sino que
vitaliza accidentados e ilegítimos lugares con una retórica del andar, es decir, con un impulso político y
estético que da habitabilidad a los sujetos y las remembranzas que elaboran. Las palabras, al sostener
una complicidad franca con el andar callejero, liberan nuevas cifras y recados. Los nombres adquieren
texturas insospechadas, mientras que las imágenes dejan de reseñar lo previsible y, a cambio, vuelven
significativa la calle al volverla próxima, horizontal y desconocida. En el paseo urbano el sujeto encuen-
tra una experiencia y un relato (cuando no rentabiliza ni ordena los signos) que produce hablas menos
técnicas y funcionalistas, urdidas por leyendas, recuerdos y sueños excedidos e ignotos. Los transeúntes
encuentran en las prácticas del andar un modo de demorarse y evadir esos espacios iluminados por la
vigilancia en el afán de interrumpir cualquier descanso, ardid o autonomía. El no lugar, señala De Cer-
teau, son los pasos dados en lo imprevisible y oscuro, donde “pasados robados a la legibilidad” y “tiem-
pos amontonados” vuelven a simbolizar el dolor y el placer del cuerpo.
La calle no es una comarca escenográfica para celebrar superficies y mercados; en litigio permanente
sus dialectos y posibilidades viven en ambigüedad y contradicción, recogiendo los saldos de moderniza-
ciones incompletas y sociedades desfasadas. Néstor García Canclini examina los contrasentidos entre la
homogenización productiva y la expresividad cultural que gestan un movimiento de diferencias y con-
frontaciones identitarias determinando lo visible e invisible de la urbanización. Los consumidores y ciu-
dadanos se mueven en un territorio desigual y aprenden a responder a la usura de la economía con prác-
ticas colectivas de encuentro. A pesar del deterioro o el abandono, hay ciertos sitios urbanos que sirven
a la cohesión y la demanda, resignificándose con fantasías heterogéneas. Mientras la cuadrícula urbana
reproduce el orden, múltiples ficciones la atraviesan y superan. Es en los viajes, dice Canclini, donde se
certifican mejor los desajustes entre lo vivido y lo imaginado. La narrativa urbana, segmentada por relatos
idílicos o depredatorios, propone diversas versiones de un mismo lugar: los citadinos, el de las agencias
de turismo o la crónica roja. Descripciones unidas a los signos de la cotidianeidad, el lujo o la violencia
delictual que proponen una ciudad hecha de imaginarios disímiles. El viaje pone en evidencia las muchas
ciudades que existen en un mismo nombre y el paisaje que ofrecen descifra los diversos orígenes, tramas
y trabajos que han debido realizarse para lograr esta yuxtaposición no buscada y, a veces, resultado de

Sólo uso con fines educativos 15


la equivocación, el odio o el descuido. El viaje, en todo caso, no refiere únicamente a un desplazamiento
físico, más bien señala un descalce imaginario, por medio del cual se puede pensar otra ciudad sin pro-
blemas ni injusticias, habitable y serena, dispuesta a acoger y no a expulsar. A su vez, el viaje delata las
formas de segregación barrial y privatización de las calles estimuladas por unas políticas del miedo y la
seguridad. Pobres y ricos se atrincheran para protegerse de alguna de las manifestaciones del mal; los
ritos y conversaciones familiares giran en torno de la inseguridad y los medios para defenderse. Lo públi-
co, convertido en zona de peligro, se desurbaniza, haciendo que las personas convergan hacia mundos
arquitectónicos específicos donde puedan cumplir con el anhelo de tranquilidad y decencia.
El mall, con su promesa de ciudad limpia y ordenada que niega y aplaza a la ciudad vandálica y
pobre, permite a Beatriz Sarlo describir las crisis del desarrollismo. Ya no existe un centro ni menos la
civilidad que escudriñaba sus símbolos de nación y progreso. En la actualidad hay muchos centros, con
ofertas diferentes según la ubicación y la condición socioeconómica; hechos de cristal, luz y dinero,
simulan una ciudad más ordenada, eficaz y específica. Los shopping-center (como otrora fueron llama-
dos) modifican la subjetividad y la mirada, al encapsularlas en los contornos de objetos que destellan
marcas. El diseño funcional y la racionalidad arquitectónica que los define, los convierte en miniaturas
urbanas en donde se consumen —a la misma velocidad— etiquetas, mercancías, identidades y sujetos.
El mall es el producto de una lógica totalitaria que garantiza que todos los sitios sean uno solo, y, como
dice Beatriz Sarlo, nadie puede perderse en su interior. Este hecho lo convierte en un artefacto ensimis-
mado, al cubrirse con las estéticas globales y locales que desde la publicidad, el estilo internacional o el
nacionalismo comercial, justifican su renuncia al exterior, convertido en intemperie masiva y calurosa.
La ciudad no es polis ni fin democrático, tan sólo escena audiovisual reproduciendo sin fatiga una serie
de discursos iguales donde cambian los personajes y la música. No hay un porvenir compartido. Encon-
trarse es visitar, en los malls, los deseos de acceso y movilidad social que la política no quiere cumplir.
Por ello: “El shopping es todo futuro: construye nuevos hábitos, se convierte en punto de referencia, acomo-
da la ciudad a su presencia, acostumbra a la gente a funcionar en él. (...) Se nos informa que la ciudadanía
se constituye en el mercado y, en consecuencia, los shoppings pueden ser vistos como los monumentos de
un nuevo civismo: ágora, templo y mercado, como en los foros de la vieja Italia romana. En los foros había
oradores y escuchas, políticos y plebe sobre la que se maniobraba; en los shoppings también los ciudadanos
desempeñan papeles diferentes: algunos compran, otros simplemente miran y admiran. En los shoppings no
podrá descubrirse, como en las galerías del siglo XIX, una arqueología del capitalismo sino su realización más
plena”.7 Mientras la ciudad no puede cumplir ninguna de sus promesas y obligaciones y sólo recuerda
la huida, el mall instala un “simulacro” de urbanidad compensatorio: allí la ciudad no tiene historia ni
cumple nada, pues todo está realizado y concluido por el mercado.
En el mall se desmovilizan los individuos ante el tráfico frío de un tiempo sin cualidades, pero en
la industria cultural encuentran las piezas emotivas que la racionalización les quita. Una estética hecha
de pedazos de heroísmo, moral y compasión repone las historias mínimas, que, celebradas por la cul-
tura, promueven el espectáculo del pluralismo. El mundo popular urbano, advierte Carlos Monsiváis,

7 Sarlo, Beatriz, “Abundancia y Pobreza”, en Escenas de la Vida Posmoderna. Intelectuales, Arte y Videocultura en la Argentina,
Buenos Aires, Argentina, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina, 1994, p. 18.

Sólo uso con fines educativos 16


tiene un discurso aporético que responde a los poderes con acatamiento o insubordinación, median-
te operaciones retóricas que mezclan lo sentimental, lo literario y lo comunicacional. El melodrama se
transforma en el texto central de este ejercicio donde hombres y mujeres populares condensan en el
drama una doble figura. Una primera, de negación, vinculada al carácter mítico y fatal del tiempo, a la
opresión histórica inmodificable y a la subordinación religiosa y, una segunda, de afirmación, ligada
a la modificación continua de los mensajes culturales, la conciencia de una etnicidad legendaria y la
hibridez estética del arte y la artesanía. En el melodrama se juntan diversas tramas literarias que dise-
ñan la ciudad: la cursilería plana, el grotesco político, la carencia interminable, la sexualidad liberada y
las emociones moralizadas. El melodrama deja de ser un género menor de la literatura industrial, para
convertirse en un sistema de enunciación y en una estructura narrativa que tiñe todo con el lento verbo
de la redención y la desgracia. La telenovela es, sin duda, el modo narrativo urbano sustancial que unifi-
ca los desencuentros sociales con las pasiones privadas, dándoles un momento de justicia que ninguna
institución puede alcanzar, pero también es un armazón de conformidad y prejuicio que busca reponer
un orden “natural” en el que cada cosa y significado ocupa una posición determinada. La telenovela
entreteje los mecanismos de representación de lo popular, los dispositivos de comercialización televisi-
va y los imaginarios del bien y el mal modernos, para construir una textualidad de estereotipos, fatalis-
mos, condenas y una estética de transgresiones moderadas, identidades reivindicadas y obstáculos sal-
vados. El melodrama trabaja con la luminosidad de la fantasía y el ocre realismo de las desigualdades,
reconstruye la voluntad, observa los sentimientos y exalta delirios de amor, decepción y regreso para
narrar esos tiempos de náusea y carnaval que inundan los barrios, los parques y avenidas.
Pedro Lemebel recorre, a través de breves crónicas, los baldíos y fulgores de la urbanización, tra-
zando la historia de cuerpos desvalidos y castigados por las acciones punitivas de la homogeneidad
social auspiciada por una cultura autoritaria, machista y auto referente. La sociedad chilena, con sus gla-
moures democráticos “aterciopelados” por una moral histérica y vengativa, hace de la ciudad el eco y
sombra de su mandato. Cuerpos entregados a la producción cumplen —simétricamente— los planes
de las clases dominantes; sistemas comunicacionales obsecuentes confirman la parodia de la autoridad;
economías depredadoras dividen el derecho al lujo y el horror. Y en los bordes cansinos de la ciudad,
otros sujetos habitados por la extrañeza intentan sobrevivir. Lemebel examina infinidad de matices,
palabras huérfanas y recorridos miserables que rodean a los discursos del bienestar. La ciudad, no es
buena ni mala, sólo está ahí, continua y reparada, aceptando los cambios de ropaje ideológico y el tris-
te oportunismo de verdugos y cómplices, mirando cómo los sexos se marchitan y las violencias moralis-
tas humillan lo diferente. El exitismo económico inventa un país reconciliado que ofrece una política de
pactos y consuelos disimulando lo periférico, retrasando su llegada, evitando su presencia. Las crónicas
urbanas recuperan esos lugares y Lemebel muestra cómo fuera del capítulo de la prensa, el cerco oficial
y la comodidad intelectual, muchos están a la deriva saboteándola con deleites escasos.
Los diversos textos reunidos en esta sección trazan un mapa azaroso e irregular de los relatos y las
acciones que se mueven por las orillas de la vigilancia, la cumplen y dispensan. Las actividades cotidia-
nas están marcadas por el control y el desorden de los desplazamientos, ritos, deseos e ideologías, que
mutan su tiempo y sentido en consonancia con la estructura urbana definida por su territorialidad nor-
mativa, diversión industrializada e insubordinación callejera.

Sólo uso con fines educativos 17


Bibliografía Fundamental Unidad II: Poéticas y Prácticas Urbanas Modernas

Calvino, Ítalo, Las Ciudades Invisibles, Madrid, España, El Mundo, Unidad Editorial S. A., 1999, pp. 19-39.

De Certeau, Michel, “Andares de la Ciudad. Mirones o Caminantes”, en La Invención de lo Cotidiano. I


Artes de Hacer, México, Ediciones de la Universidad Iberoamericana, 1996, pp. 103-115.

García Canclini, Néstor, “Ciudades Multiculturales y Contradicciones de la Modernidad”, en Imaginarios


Urbanos, Buenos Aires, Argentina, Ediciones Eudeba, 1999, pp. 69-104.

Sarlo, Beatriz, “Abundancia y Pobreza”, en Escenas de la Vida Posmoderna. Intelectuales, Arte y Videocultu-
ra en la Argentina, Buenos Aires, Argentina, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina, 1994, pp. 13-33.

Monsiváis, Carlos, “El Melodrama: “No te Vayas, mi Amor, que es Inmoral Llorar a Solas”, en Herlinghaus,
Hermann (editor), Narraciones Anacrónicas de la Modernidad. Melodrama e Intermedialidad en América
Latina, Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio, 2002, pp. 105-123.

Lemebel, Pedro, “La Leva”, “Del Carmen Bella Flor”, “El Río Mapocho”, “La Loca del Carrito”, “La Comuna
de Lavín”, “El Metro de Santiago”, “Presagio Dorado para un Santiago Otoñal”, “Los Tiritones del Tem-
blor”, en De Perlas y Cicatrices, Santiago de Chile, Lom Ediciones Ltda., 1998, pp. 36-38; 78-80; 119-120;
145-146; 169-170; 199-201; 202-203.

1.3.3. Unidad III: Posciudad y Globalización Mediática

La globalización impone un nuevo modelo de percepción urbanística, privilegia las interconexio-


nes y descuida los vínculos, favorece la velocidad de las mercancías y la desmovilización de los sujetos
debilitando las representaciones densas (pueblo, nación, futuro, etc.), mediatiza los acontecimientos
realzando la factura dramática y olvidadiza de lo real. El tiempo material del trabajo se anarquiza, mien-
tras que la presencia global del capital se concentra en redes financieras, en poderes corporativos y
economías especulativas que están interesadas en la democratización del acceso y la privatización de la
riqueza. La ciudad se parece a un plano informático que debe garantizar los flujos y distribuir los recur-
sos con eficacia y regularidad.
Lo cotidiano, preso de las diversas formas de la mediatización, con sus operaciones publicitarias de
lujo y consumo, refuerzan la lejanía social haciendo de lo urbano una experiencia fragmentada y disper-
sa que pone en crisis la promesa de razón y bienestar. Las identidades no sólo las reelaboran los colec-
tivos en su necesidad de afirmación y territorio, también las imágenes de “nosotros” y “los otros” ya no
provienen, exclusivamente, de los patrimonios y las tradiciones, sino de las redes de tráficos moneta-
rios, simbólicos y comunicativos que informan la economía y las finanzas, la cultura y el mercado de las
industrias, el turismo y las políticas migratorias.

Sólo uso con fines educativos 18


La extensa bibliografía sobre la sociedad global y el modelamiento que efectúa de lo urbano, hace
visibles ciertas tendencias: por ejemplo, la organización de una cultura internacional del consumo que
tiene en los jóvenes un destinatario principal por su interés en lo tecnológico, lo individual y lo transi-
torio. En acuerdo con lo anterior, David Harvey estudia los cambios de la espacialidad arquitectónica
como formas independientes y autónomas que fijan criterios de prestigio y esteticidad negados por
el modernismo funcionalista. El palimpsesto de la posmodernidad (fiel al retazo y lo efímero) reutiliza
las tradiciones vernáculas adaptándolas a los nuevos marketings urbanísticos. El espacio se convierte
en un texto flexible y fuertemente estetizado gracias a tecnologías de imitación que permiten simular
los viejos materiales de los estilos clásicos. La diversidad se presenta como la alternativa al concepto
monolítico del modernismo. A través de ella, las ciudades se despliegan en abigarradas mezclas, proce-
dimientos de concentración del parque inmobiliario y un eclecticismo radical que opera con los signos
del kitsch, la ostentación y los modelos informáticos. La arquitectura posmoderna privilegia el “diseño”,
pensando a la urbe como un conjunto discontinuo de proyectos, donde los códigos de la temporalidad
fracasan en su intento de una idea lineal del presente. La arquitectura se convierte en un producto his-
toricista de citas arbitrarias que subvierten el pasado más que continuarlo. En cierto sentido, tal como
lo afirma Charles Jenks, una “fuerza esquizofrénica” organiza la vida urbana con entradas disímiles que
mitigan cualquier deseo de totalidad o integración. Lo colectivo cede paso a un individualismo extre-
mo que sólo se interesa en las experiencias de la heterogeneidad, el gusto y la técnica. La predilec-
ción por los arcaísmos y las anarquías sugiere que la posmodernidad arquitectónica es más lúdica y
experimental,contraria a las regulaciones y zonificaciones del modernismo que limitaban la imagina-
ción con bloques monumentales de acero y cemento. El ornamento y la decoración se transforman
en una política que ayuda a soportar el desfase entre vivienda y sociedad, ambas desconectadas de lo
público y unidas por los caprichos de la moda, la exacerbación noticiosa del crimen, el entretenimiento
inducido y la especulación de la tierra.
Por su parte, Frederic Jameson destaca la filigrana estrecha entre la arquitectura y su respaldo a la
creciente abstracción del capital, al punto de invisibilizar las relaciones sociales por medio de discursos
neutros de progreso urbano. Las mediaciones arquitectónicas entre estética y economía sugieren nive-
les notoriamente intangibles del capital financiero que usa a la ciudad de mapa e interconexión. Los
grandes rascacielos conjugan la utopía mercantil de convertir al capitalismo en la comunidad: lo civil y
lo corporativo establecen una alianza formal e ideológica que sella el destino de las ciudades (como el
caso de Nueva York). Los movimientos dialécticos de la construcción y la destrucción de la propiedad
sirven a Jameson para estudiar las implicancias teóricas que la economía genera cuando transforma
los territorios y reorienta su valor más allá de su peso comercial. Los diferentes argumentos usados para
explicar este fenómeno se divorcian y segmentan, casi imitando el plano urbano, y tienden a justificar
las visiones esteticistas de los arquitectos, las lecturas conspirativas del sistema financiero o las cualida-
des históricas de los urbanistas. Sin embargo, ninguna de ellas condensa el problema del capital con-
vertido en un lenguaje multivocal que puede articular precios, discursos, modelos, estructuras, sistemas
y: “el tiempo y una nueva relación con el futuro como un espacio de necesaria expectativa de acumulación
de ingresos y capital —o, si lo prefieren, la reorganización estructural del tiempo mismo en una especie de
mercado de futuros— son ahora el último eslabón en la cadena que conduce desde el capital financiero, a

Sólo uso con fines educativos 19


través de la especulación con la tierra, a la estética y la producción cultural o, en otras palabras, en nuestro
contexto, a la arquitectura”.8
En la lectura de Jesús Martín-Barbero, la comunicación refuerza el paradigma informacional de
circuitos, enlaces y conexiones, cambiando los modos de acceder a la ciudad y de narrarla. Pero este
hecho tiene sus antecedentes en el modo visual que las muchedumbres practican a la hora de percibir
y conocer lo urbano. El sensorium une a la ciudad con la cultura popular y las imágenes del cine y los
sonidos de la radio entregan los protocolos necesarios para afincarse, modernizarse y trabajar. La cre-
ciente uniformación de los códigos comunicacionales deteriora la sociabilidad. A cambio, simulacros
de experiencia completan la pérdida, entonces la televisión concentra en sus programas fragmentados
una narratividad esquiva, disociada y mítica. La mirada se privatiza, replegándose al interior del hogar;
desde ahí observa la sustitución de lo público por paisajes catódicos centrados en breves y transversa-
les operaciones que unen el ocio, el trabajo, el juego, la compra o la investigación. El desarraigo urbano
es proporcional a las aceleraciones de los poderes de la información que tejen los episodios y travesías
distantes con las parábolas de una globalización ubicua y virtual. La comunicación logra unir los peda-
zos de convivencia social ahora desarticulados por crecimientos inorgánicos y desequilibrios políticos.
Los ciudadanos se enfrentan al dilema de la discontinuidad entre los territorios reales y los mediáticos.
Mientras en los primeros todavía hay expresiones de sociedad y proyecto, en los segundos la reducción
al consumo e individualismo contribuyen a la fragilidad constante de la ciudad y su verosímil. Al respec-
to, Barbero consigna tres movimientos de transformación de la urbe: la despacialización que reduce
la historia social a flujo; el descentramiento que vuelve equivalentes todos los sitios en función de su
utilidad informacional; y la desurbanización que restringe el uso social a favor de la volatilidad de las
mercancías y los mensajes. “En la hegemonía de los flujos y la transversalidad de las redes, en la heteroge-
neidad de sus tribus y en la masificada diseminación de sus anonimatos, la ciudad virtual resultaría no sólo
la más cumplida realización de la neutra y contradictoria ‘utopía de la información’ sino la metáfora del últi-
mo territorio sin fronteras”.9
Las nuevas demografías sociales, con sus rediseños del trabajo, permiten a Saskia Sassen reflexio-
nar sobre las condiciones de la lucha política y la contestación social organizada en las horquillas de la
economía mundial, viendo a las ciudades como fronteras en disputa. A su vez, la globalización concen-
tra en las mujeres novedosas mediaciones entre nuevos nichos profesionales y viejas maneras de subal-
ternidad y explotación. La ciudad global organiza y demanda servicios especializados que exigen pro-
fesionales de dedicación exclusiva, incapaces por sus jornadas horarias, de asistir un hogar por sí mis-
mos. Ello ha provocado el retorno de las “clases de servicios”, compuestas en su mayoría por hombres
y mujeres inmigrantes y migrantes. En paralelo, Sassen se pregunta si la globalización tiene un lugar
y cómo reconocerlo a fin de definir una política que lo resista, pues si existe un sitio donde se aloja el
poder global, éste, por más hipermóvil que sea, está enclavado en ciudades globales y en “zonas” de

8 Jameson, Frederic, “El Ladrillo y el Globo: Arquitectura, Idealismo y Especulación con la Tierra”, en El Giro Cultural, Buenos
Aires, Argentina, Editorial Manantial, 1999, p. 239.
9 Martín-Barbero, Jesús, “De la Ciudad Mediada a la Ciudad Virtual”, en http://www.comminit.com/la/tendencias/lact/ten-

dencias-15.html.

Sólo uso con fines educativos 20


procesamiento para el usufructo. La economía corporativa necesita descentralización y, al mismo tiem-
po, posiciones fijas que le ayuden a movilizar los inmensos recursos, infraestructura y empleados que
utiliza en la producción de capital. La ciudad global engarza a los trabajadores, los servicios y las indus-
trias en una serie de funciones que van desde la informalidad a la precarización, con empleos manuales
mal pagados, ejecutados por una fuerza laboral indefensa compuesta por inmigrantes y mujeres. Aun-
que las principales ciudades desarrolladas y en vías de hacerlo coinciden en la formación de una “nueva
geografía” de centros y márgenes, reforzando las desigualdades, la presencia creciente de inmigrantes
realizando las tareas de apoyo global tienden a generar un acontecimiento político no menor: el posco-
lonialismo. De esta manera, en las urbes globalizadas podemos presenciar contradicciones evidentes:
áreas de concentración exclusiva del poder corporativo y la sobrevaloración de sus fines como indis-
pensables y únicos, aglutinamiento desproporcionado de trabajadores desechables marcados por una
desvalorización estratégica que los une a bajos salarios y desprotección legal.
Siguiendo esa línea, el texto de Manuel Castells muestra el diseño de red impuesto por una eco-
nomía simbólica que transforma a la informática en la ruta inevitable de la sociedad contemporánea.
No habla sólo de un conjunto de núcleos urbanos que han alcanzado un nivel privilegiado, sino de un
sistema que puede enlazar, en grados distintos, centros de producción y mercados en línea. La red des-
plegada sobre el mundo reproduce, al interior de cada nación, un micro modelo global respaldado por
ideologías corporativas y estados neoliberales. El escenario propuesto no describe las funciones clásicas
que la ciudad ha jugado en favor del comercio y la banca, pues “…desde la perspectiva de la lógica espa-
cial del nuevo sistema, lo que importa es la versatilidad de sus redes. La ciudad global no es un lugar, sino
un proceso. Un proceso mediante el cual los centros de producción y consumo de servicios avanzados y sus
sociedades locales auxiliares se conectan en una red global en virtud de los flujos de información, mientras
que a la vez restan importancia a las conexiones con sus entornos territoriales”.10 Las empresas electrónicas
invaden el ámbito de la industrialización con un diseño laboral flexible, incrementan la oferta de ser-
vicios y operacionalizan múltiples funciones de registro, contabilidad y ordenamiento de información
que deja sin trabajo a miles de personas. El paradigma informacional se convierte en una estrategia
económica de máxima rentabilidad y las ciudades globales definen localizaciones, separadas por países
y continentes, para sus procesos de fabricación, ensamble y consumo. Así, los prototipos son realiza-
dos en centros industriales del primer mundo con estándares de vida muy altos para los operarios y
profesionales; la producción en serie, en plantas filiales de rango medio y con una población laboral
estacionaria y, el producto en venta, en las cadenas mundiales donde se adapta a la idiosincrasia del
cliente y absorbe a empleados con baja seguridad social y remuneraciones deficientes. Las tecnologías
de la información cambian la espacialidad cotidiana de la ciudad; sus efectos, sin embargo, todavía son
inciertos y motivan el aumento de tendencias que supuestamente debían eliminar, como por ejemplo,
el trabajo asalariado o la recuperación de los centros urbanos. En suma, la política, unida a un régimen
informático, han introducido singulares condiciones de habitabilidad y producción en la ciudad, sepa-
rando por un lado la materialidad de las relaciones sociales y, por otro, inaugurando un espacio-tiempo
virtual que autodespliega una economía de servicios y fantasías electrónicas.

10 http://www.hipersociologia.org.ar/catedra/material/Castellscap6.html

Sólo uso con fines educativos 21


Los autores seleccionados caracterizan el discurso de la globalización como totalizante y fragmen-
tario, indicando el desbalance entre la realidad social comprimida por grandes poderes y los imagina-
rios telemáticos presentados como oportunidades de expansión subjetiva y logro personal. La ciudad
global es un escenario extraño y desigual; concurren a él heterogéneos fenómenos para los cuales no
existe una explicación unificadora, a pesar de la indiscutible racionalidad capitalista que los define.

Bibliografía Fundamental Unidad III: Posciudad y Globalización Mediática

Harvey, David, “Posmodernismo en la Ciudad: Arquitectura y Diseño Urbano”, en La Condición de la Pos-


modernidad. Investigación sobre los Orígenes del Cambio Cultural, Buenos Aires, Argentina, Amorrortu
Editores, 1998, pp. 85-118.

Jameson, Fredric, “El Ladrillo y el Globo: Arquitectura, Idealismo y Especulación con la Tierra”, en El Giro
Cultural. Escritos sobre el Posmodernismo 1983-1988, Buenos Aires, Argentina, Editorial Manantial, 1999,
pp. 213-248.

Martín-Barbero, Jesús, “De la Ciudad Mediada a la Ciudad Virtual. Transformaciones Radicales en Mar-
cha”, en http://www.comminit.com/la/tendencias/lact/tendencias-15.html.

Sassen, Saskia, “La Ciudad: Lugar Estratégico / Nueva Frontera”, en http://www.ub.edu.ar/revistas_digi-


tales/default.htm

Sassen, Saskia, “Las Mujeres en la Ciudad Global. Explotación y Empoderamiento”, en http://www.lola-


press.org/elec1/artspanish/sass_s.htm

Castells, Manuel, “El Espacio de los Flujos”, en El Surgimiento de la Sociedad de Redes, en http://www.
hipersociologia.org.ar/catedra/material/Castellscap6.html

Sólo uso con fines educativos 22


II Bibliografía Fundamental Organizada por Unidad*

Unidad I: La Cultura Urbana y la Modernización

Lectura Nº 1
Gorelik, Adrián, “Lo Moderno en Debate: Ciudad, Modernidad, Modernización”,
en Universitas Humanistica Nº 56, Bogotá, Colombia, Pontificia Universidad Jave-
riana, 2003, pp. 10-27.

“La promesa alquímica del Modernismo de transformar cantidad


en calidad a través de la abstracción y la repetición ha sido un fracaso, un
engaño: magia que no funcionó. (...) Una vergüenza colectiva tras ese fiasco
ha dejado una importante laguna en nuestro entendimiento de la moderni-
dad y la modernización”, Rem Koolhaas.

Debatir lo moderno en América Latina es debatir la ciudad: la ciudad americana no sólo es el pro-
ducto más genuino de la modernidad occidental, sino que, además, es un producto creado como una
máquina para inventar la modernidad, extenderla y reproducirla. Así fue concebida durante la Colonia,
primero, para situar los enclaves desde donde producir el territorio de modo moderno; en las repúbli-
cas independientes, después, para imaginar en esos territorios las naciones y los estados a imagen y
semejanza de la ciudad y su ciudadanía; en los procesos de desarrollo, hace tan poco tiempo, para usar-
la como “polo” desde donde expandir la modernidad, restituyendo el continuo rural-urbano según sus
parámetros, es decir, dirigidos a producir hombres social, cultural y políticamente modernos.
Se sabe que Sarmiento, a mediados del siglo XIX, usó la ciudad como anclaje polar de la civili-
zación frente a la doble barbarie de la naturaleza americana y el pasado español; y se sabe también
que cuando escribió en el Facundo esa metáfora de tanta resonancia futura, todavía no había conoci-
do la ciudad “moderna” que le servía de modelo, Buenos Aires. Pero ese “desconocimiento” no hace
más que mostrar la funcionalidad ficcional del artefacto ciudad en el pensamiento sarmientino y, me
atrevo a decir, por extensión, en la cultura americana: no hace falta conocer la ciudad, ni hace falta

* La bibliografía que a continuación se presenta corresponde a la reproducción textual de los textos señalados. Sólo, en
algunos casos, y para efectos de la edición de este texto de estudio, se modificaron las notas al pie de página.

Sólo uso con fines educativos 23


que las ciudades realmente existentes cumplan efectivamente con los principios de ese imaginario,
ya que para él la ciudad es la modernidad y la civilización por definición, más allá de las característi-
cas reales que encarne en cada momento. La ciudad, como concepto, es pensada como el instrumen-
to para arribar a otra sociedad —a una sociedad precisamente moderna—; por lo tanto, su carácter
modélico, ideal, no puede ser puesto en cuestión por los ejemplos de ciudades sin duda imperfectas
que produce esta sociedad real: “Inventar habitantes con moradas nuevas” fue la consigna de Sar-
miento que con mayor capacidad de síntesis muestra la circularidad de la convicción iluminista sobre
las virtudes educativas de la modernidad urbana. Esto significa que, en América, la modernidad fue
un camino para llegar a la modernización, no su consecuencia; la modernidad se impuso como parte
de una política deliberada para conducir a la modernización, y en esa política la ciudad fue el obje-
to privilegiado. Podría hacerse una historia, por supuesto, de los múltiples vaivenes en la valoración
de esa identidad ciudad-modernidad: pocas décadas después de Sarmiento, hacia el Centenario, la
oposición a la palabra civilización que encarnaba la ciudad cambiaría de signo; ya no estaría emble-
matizada por la palabra barbarie sino por otra de connotaciones nada desdeñosas, cultura, bajo la
influencia del pensamiento alemán que comenzaba a computar las “pérdidas del progreso”. Pero es
evidente que se trata de vaivenes internos al pensamiento moderno, al intento plenamente moder-
no por conducir y controlar la modernización desde la cultura: no hay que olvidar que la última y
seguramente más audaz puesta en práctica de la oposición cultura-civilización fue la realizada por
un amplio sector de las vanguardias radicales, con figuraciones bastante diferentes de las del rege-
neracionismo nacionalista del Centenario, pero que sintonizaban un común malestar y buscaban dar
respuesta a problemas análogos.
Esta rápida introducción al problema de la relación ciudad/modernidad busca simplemente poner de
manifiesto algunos de los presupuestos del título que nos convoca, hacer evidente que someter a debate
“lo moderno” supone una instancia nueva, de ajenidad a ese pensamiento: lleva implícito una distancia
de la propia modernidad urbana, y es esa distancia lo que hace posible contemplarla como un artefacto
en reposo, ya incapaz de conducir a formidables procesos de transformación; como un escenario más
que como una máquina. Entonces, ¿terminó lo moderno?; ¿o estamos viviendo el momento de su máxi-
ma realización?; ¿o apenas una etapa más de su “proyecto inconcluso”? Es fácil reconocer en cada una
de esas preguntas posiciones aguerridas del debate cultural de apenas una década atrás: post-modernis-
mo, hipermodernismo (en sus variantes de crítica a la ideología o de antimodernismo heideggeriano) y
modernismo enragé. Es fácil coincidir, también, en que, al menos en lo que atañe a la ciudad y de acuerdo
al paisaje de ruinas que emerge del vendaval neoconservador, esas preguntas hoy suenan extrañas, como
suena un debate escolástico cuando se han perdido sus claves de inteligibilidad.
Debe reconocerse, sin embargo, que en América Latina ese debate implicó un regreso a la temati-
zación de la ciudad después de más de dos décadas de alejamiento. Uno de los ejes de esta ponencia
es mostrar que los años setenta implicaron en nuestra región una reacción antiurbana y antimoderna
de la que recién el debate suscitado por este clima de ideas post-moderno nos ha sustraído, producien-
do un retorno masivo del interés cultural por la ciudad como clave de lectura de la modernidad, inte-
rés del cual este mismo Encuentro es sin duda consecuencia. Pero voy a intentar mostrar, en segundo
lugar, que se trata de un regreso muy particular, que ya ha perdido todo contacto con aquella dinámica

Sólo uso con fines educativos 24


modernidad/modernización que, creo, le daba un sentido muy preciso a los imaginarios urbanos en
nuestra región. Hoy vemos la ciudad, en cambio, desde la perspectiva del flâneur: enfocamos en sus
fragmentos dispersos, la recorremos buscando el sentido autónomo de nuestros pasos, construyendo
significados liberados de toda marca de la propia ciudad, encontrando en sus proyectos las señas de
una modernidad que puede visitarse como las ruinas de las ciudades históricas; prestando casi exclu-
yente atención a las redes simbólicas, a los rizomas, a las prácticas desterritorializadas; leyendo de
modo vanguardista los productos de la más crasa realidad del consumo urbano, convirtiéndolos en una
nueva clase de “arte en las calles”, de happening para disfrutar entre conocedores. El interés actual por
la ciudad moderna se ha desprendido de la propia ciudad como dispositivo modernizador, es decir, de
lo que la ciudad ha significado históricamente en nuestras historias modernas.
Me propongo revisar cómo se produjo ese regreso y cuáles son sus implicancias actuales, al menos
en lo que toca a una perspectiva desde ese rincón sur de América que es la Argentina. Para que esa
revisión sea productiva, creo que debe hacerse por fuera de las coordenadas en que ese mismo regreso
post-moderno a la ciudad ha colocado la cuestión de la modernidad. Por eso, desde la cita inicial de
Koolhaas, intento realizar un deslinde específico entre el modernismo, la modernidad y la moderniza-
ción que merece alguna aclaración preliminar.
Al menos desde el conocido libro de Marshall Berman, “All that is solid melts into air”, se ha gene-
ralizado una definición en que la modernidad aparece como la dialéctica entre la modernización —los
procesos duros de transformación, económicos, sociales, institucionales— y el modernismo —las visio-
nes y valores por medio de los cuales la cultura intenta comprender y conducir esos procesos—; para
Berman, esa dialéctica fue muy rica e intensa en el siglo XIX y decayó en el XX por causa de la fragmen-
tación de las esferas. Fue, en cierto sentido, un nuevo planteo dentro del marco puesto por Max Weber,
en el que los valores culturales hacían de clave para entender el origen de los procesos de transforma-
ción moderno-capitalistas; un regreso culturalista a Weber —que había quedado cristalizado por tanto
tiempo en las lecturas funcionalistas—, análogo al que había realizado varios años antes de Berman,
con objetivos muy diferentes, Daniel Bell, en su lapidario juicio sobre una modernidad que había perdi-
do sus raíces culturales.
Es indudable el valor polémico que tuvo en su momento la caracterización de Berman —su Marx
modernista, por ejemplo, es brillante—: colocar la densidad de la experiencia moderna en la dialéctica
modernismo/modernización implicó una ingeniosa oposición al reduccionismo de las lecturas hege-
mónicas que mezclaban, por conveniencia pero sobre todo por ignorancia, diferentes momentos y ver-
tientes del modernismo y les transferían las connotaciones propias de los procesos de modernización,
proponiendo como novedad —como post-moderno— una serie de claves de lectura de esos procesos
que, en verdad, provenían de muchas de aquellas vertientes plenamente modernistas. Pero, aun coin-
cidiendo con aquella intención, creo que hoy conviene precisar el modernismo no como una respues-
ta “esencial” de la cultura moderna —verlo como “respuesta”, además, nos retrotrae a las posiciones
mecanicistas sobre la relación cultura/estructura—, sino como un manojo de movimientos fechados
en un ciclo agotado dentro de la modernidad. La situación creada después del agotamiento del moder-
nismo, bifurcada entre el propio modernismo que no se podía hacer cargo de su agotamiento, ya que
se autoconsideraba la “respuesta esencial”, y un post-modernismo que invirtió la valoración pero man-

Sólo uso con fines educativos 25


teniendo el reductivismo de considerar al modernismo como equivalente a la modernidad —y por lo
tanto sólo dijo “mal-mal” donde antes se había dicho “bien-bien”, sostuvo alguna vez Franco Rella—,
esa situación, es justamente lo que ha producido la laguna en nuestro entendimiento de la modernidad
y la modernización, a la que referimos en la cita inicial. El modernismo, en todo caso, debe ser analizado
como una de las canteras de respuestas explotadas en la modernidad para entender la modernización.
La modernidad es tomada aquí, entonces, como el ethos cultural más general de la época, como
los modos de vida y organización social que vienen generalizándose e institucionalizándose sin pausa
desde su origen racional-europeo en los siglos XV y XVI (y aquí me apoyo en un autor como Giddens), y
la modernización, como aquellos procesos duros que siguen transformando materialmente el mundo.
Colocar la ciudad como objeto de indagación, precisamente, por su combinación íntima y constitutiva
de procesos materiales y representaciones culturales, lleva a ver el funcionamiento conjunto de esas
dos categorías, obliga a tratar de entender sus lógicas recíprocas. En ese sentido, cuando digo que en
la ciudad latinoamericana la modernidad fue un camino para la modernización, intento presentar la
voluntad ideológica de una cultura para producir un determinado tipo de transformación estructural.
América se caracteriza, así, como un territorio especialmente fértil para los conflictos modernos: porque
si en Europa los conflictos de valores se van generando y densificando a lo largo del tiempo, en relación
más o menos directa con los estímulos que producen los procesos de transformación material, muchas
veces notamos en la historia americana que las cuestiones valorativas y conceptuales aparecen en el
mismo momento, o incluso antecediendo a los procesos que las generaron en sus lugares de origen.
Muchas veces, insisto, las ideas y los climas culturales demuestran viajar más rápido que los objetos y
procesos a los que refieren, y en eso radica buena parte de la riqueza potencial de una historia cultural
local, en la posibilidad de explotar ese desajuste permanente, para notar que sus resultados no pueden
sino ser originales y específicos.
Mi pregunta sobre el momento actual, en todo caso, es si no deberían buscarse nuevamente en la
cultura algunas de las claves para entender las traumáticas transformaciones en curso. Ya que mi hipó-
tesis es que, por el contrario, los estudios culturales actuales de la modernidad urbana se han distan-
ciado de toda posibilidad de comprender esa relación recíproca, esa producción mutua de sentido, y
enarbolando ese desinterés como oposición a la modernización, terminan acompañando —justifican-
do— la modernización actual que se niegan a comprender.

Si no es la modernidad como categoría de época, lo primero que habría que definir entonces es
qué es lo que ha terminado para que hoy podamos debatir “lo moderno”; cuál es ese paisaje que debe
observarse hacia atrás para ver los mensajes que guarda para nuestro tiempo. Especialmente refirién-
donos a la ciudad, creo que hoy puede afirmarse que lo que terminó es un ciclo fundamental de la
modernidad, que en el último siglo y medio se consustanció con ella; especialmente en América, por-
que en su transcurso se construyó casi toda nuestra historia moderna. Bernardo Secchi ha planteado
que en los años setenta de este siglo entró en crisis una serie de parámetros estructurales de todo un

Sólo uso con fines educativos 26


ciclo de la ciudad moderna: el crecimiento y la expansión ilimitada. Crecimiento que resultó por largo
tiempo concentración en el espacio: “concentración del trabajo en la fábrica, de la población en la ciu-
dad, del dominio en una clase...”; en la simetría de la expansión y la concentración se constituyó el ciclo
progresista de la ciudad moderna, su tensión adelante “como tentativa de dominio del devenir”.
A partir de ese diagnóstico, podría decirse que lo que caracterizó al ciclo expansivo fue una tri-
ple tensión reformista: hacia afuera en el territorio, hacia adentro en la sociedad y hacia adelante en
el tiempo. Es decir, la expansión urbana, la integración social y la idea de proyecto. En el marco de
esa triple tensión reformista, modernizante, progresista en sentido estricto, no sólo crecieron las ciu-
dades, sino que proliferaron en occidente los socialismos municipales y la urbanística como profesión,
como gestión e ideología pública. Ese marco de expansión continua definió las propias hipótesis fun-
dacionales de la modernidad urbana, formó su universo con la certeza tan íntima de la necesidad de
derribar las fronteras territoriales y sociales: se trata de una expansión que no puede imaginarse sino
como inclusiva porque el mercado urbano moderno, el mercado residencial, la clave que convierte a
la ciudad en una industria capaz de competir con las otras industrias y no sólo hacerles de sede, es
un mercado que supone un ciudadano; siguiendo a Weber, es un mercado que supone la ficción de
la equivalencia como parte necesaria de su dinámica expansiva. América Latina —el “otro Occiden-
te” según la figura de Merquior—, presenta una particularidad dentro de ese ciclo expansivo occiden-
tal, que podría resumirse en dos cuestiones culturales que lo recorren y definen: la cuestión del vacío,
como metáfora de la necesidad de reemplazo radical de una sociedad tradicional y de apropiación de
una naturaleza amenazante; y la cuestión del la reforma “desde arriba”, la definición del estado como
agente privilegiado de la producción de aquella triple expansión. Entre ambas se define la vocación
tan específicamente constructiva de la modernidad en la región, la relación íntima entre modernidad
y modernización encarnada en la ciudad. Creo que es importante, para analizar la peculiar “recupe-
ración” cultural de la ciudad en esta actualidad post-expansiva, revisar previamente, aunque sea de
modo sucinto y aún a riesgo de parcialidad y esquematismo, las claves principales de los tres momen-
tos que, a mi juicio, muestran la expansión en su máximo despliegue: el momento de la “moderniza-
ción conservadora” de finales del siglo XIX; el de las vanguardias de los años treinta; y el del desarro-
llismo de los años cincuenta y sesenta.

En el primer momento, el de las modernizaciones “liberal-conservadoras” de finales de siglo,


el flamante estado coloca en la ciudad el objeto por excelencia de la reforma: la ciudad real que se
expande debe ser reconducida a su ideal civilizador, porque su desarrollo sin límites lleva al caos y a la
destrucción de los lazos sociales. Hay una idea de “ciudad moderna” que repele el desorden profundo
que introduce la modernización urbana y que preside los intentos de reforma pública en pos de “otra”
modernización. Ese es el doble juego que explica la paradójica definición de “reformismo conserva-
dor” para las elites estatales de finales de siglo: el estado se construye en la onda expansiva que vuelve
inevitables los procesos de universalización racional de los derechos públicos y los potencia y cristaliza

Sólo uso con fines educativos 27


en nuevas instituciones, pero su propia constitución es parte del intento supremo por reconciliarlos con
un puñado de valores pretéritos de la sociedad tradicional, de los que se considera custodio.
Esta radical ambigüedad del estado “liberal” se manifiesta especialmente en su modo de conside-
rar la ciudad: el fundamento de toda la normativa de intervención urbana desarrollada en el siglo XIX
es que la ciudad, librada a sus propios impulsos (es decir, a su “modernización” por el mercado), lleva a
la confusión y la enfermedad. Un fundamento sin analogías en ninguna de las certezas que dan lugar
a la mayoría de los instrumentos jurídicos liberales que se sistematizan contemporáneamente: simpli-
ficando, para los códigos civiles o penales los individuos no son naturalmente ladrones o criminales
que deban ser reformados por medio de acciones positivas que afecten al conjunto de la sociedad. En
todo caso, la reforma urbana es el resultado de la firme perduración, en los reformadores liberales, de
las ideas urbanas tan poco liberales que sustentaron desde temprano en la modernidad la creación de
imaginarios utópicos; comenzando, por supuesto, por la Utopía de Moro. A la pregunta de cómo orde-
nar la sociedad, cómo regularla, cómo legitimarla racionalmente una vez que los fundamentos externos
han caído, el pensamiento político respondió muchas veces con metáforas de ciudad; pero, al mismo
tiempo, colocó en la ciudad, a través de la tradicional metáfora organicista, la manifestación material
de la “enfermedad” moderna, de cuya curación depende la salud de la sociedad que la habita, estable-
ciendo una hipótesis de larga duración sobre las relaciones sociedad/forma urbana. La idea iluminista
—que preside hasta ahora buena parte de la fundamentación de la urbanística— de que la sociedad
puede transformarse a través de la ciudad, proviene tanto de los intentos de fundar otra sociedad, en
la que no existan desigualdades, como de la convicción de que la ciudad moderna ha introducido —o
es manifestación de— un desorden que debe ser resuelto para el mejor funcionamiento de la sociedad
tal cual es. Es por ello que, tradicionalmente, la vivienda digna y la ciudad sana han sido prerrequisitos
del orden social; pero, en el reverso de esta matriz explicativa del dominio (explorada por una larga y
diversa lista de teóricos que van desde Engels a Foucault), es importante entender que también es esa
tradición de reforma la que instituyó el derecho de ciudad como paso previo y necesario a la amplia-
ción de la ciudadanía.
En pleno ciclo expansivo, el estado liberal en formación reacciona oponiéndose a la expansión,
pero descubre azorado, en ese mismo gesto, que no dispone de los recursos técnicos, jurídicos o ideo-
lógicos para hacerlo, porque lo que está en juego es el laissez faire como interés y como doctrina, es
decir, su propia identidad. En esa tensión se debate la intervención urbanística finisecular, y los prin-
cipales dispositivos “modernos” que proyectan la ciudad son su mejor encarnación: el “Boulevard de
circunvalación”, como búsqueda de un freno y control para la expansión urbana pero, al mismo tiem-
po, como modo de distribución idealmente equivalente del territorio urbanizable y como disparador
del nuevo ciclo de especulación que terminaría por superarlo una y otra vez; el parque público, como
ámbito por excelencia de la figuración burguesa —el “intercambio de sombreros” en los paseos de
la elite—, pero también como territorio privilegiado de la figuración de futuros urbanos y sociales
alternativos —es decir, ámbito de reproducción de la figuración social como espectáculo de la ciudad
burguesa, pero también ámbito de producción de sociedades figuradas—; y, en ciudades plenamente
modernas como Buenos Aires, la grilla de calles regular amanzanada, tan repudiada por su monotonía
y por su funcionalidad a la racionalización capitalista del territorio, pero que fue a su vez la marca de la

Sólo uso con fines educativos 28


voluntad política del estado por guiar la expansión, y al hacerlo ofició de vía de propagación del espa-
cio público a toda la ciudad, de medio de integración potencial de los nuevos sectores populares al
corazón urbano, convirtiendo toda la ciudad en un tablero de mezcla cultural, de simultaneidad social
y manifestación pública, de fiesta y de protesta.
El espacio público de la ciudad decimonónica, inventado “desde arriba” por el estado con el fin de
integrar y sujetar una sociedad que percibe al borde de la disolución y la anarquía, es el producto de
esas tensiones, el medio moderno, productor de modernidad, con que se busca alcanzar una moderni-
zación armónica y sin conflictos, aunque el conflicto se muestra rápidamente como la contracara nece-
saria de la ampliación de la arena política que abre la nueva ciudad. Así se gesta el territorio público
de la expansión y, sobre él, el ideal de una relación orgánica entre modernidad y modernización, entre
determinados tipos de espacio público urbano y modalidades de la ciudadanía. Centros cívicos, boule-
vards, perspectivas con fachadas continuas clasicizantes, monumentos republicanos, parques: artefac-
tos que produce el discurso político y urbanístico moderno, que propone reformar la ciudad a través
de un modelo de intervención confiado en su capacidad de garantizar el pasaje de una sociedad tra-
dicional a otra moderna: no es fácil entender hoy esa confianza ni justificar las tantas injusticias que
se realizaron en su nombre, pero es indudable que ella produjo algunos de los paisajes urbanos más
memorables de la región.

El segundo momento es el de la vanguardia, clave para pensar algunas de las peculiaridades de


nuestra modernidad urbana. En principio, debe advertirse que colocar a la vanguardia en esta saga
constructiva, de producción de imaginarios urbanos modernos que figuren efectos modernizadores,
pone fuertemente en cuestión la acepción tradicional de vanguardia, de acuerdo a lo que se identificó
como el rasgo central en la vanguardia clásica: su negatividad, su carácter destructivo, el combate a
la institución. En América Latina, por el contrario, la principal tarea que se propuso la vanguardia fue
la construcción simultánea de un futuro y su tradición. Tarea que comienza en los años veinte y que,
a su manera, prefigura la del actor social que rápidamente se va a mostrar en condiciones de ponerla
en práctica: el estado nacionalista benefactor que surge de la reorganización capitalista post-crisis. En
los años treinta, vanguardia y estado confluyen en la necesidad de construir una cultura, una sociedad
y una economía nacionales, lo que termina por desmentir los otros dos postulados clásicos de la van-
guardia: su combate a la tradición, su internacionalismo.
Pero podría decirse que, justamente por eso, la vanguardia latinoamericana, lejos de ser una ver-
sión menor o degradada de la vanguardia clásica europea, nos permite en realidad comprender mejor
rasgos fundamentales de los procesos de renovación modernista centrales, revisar su propia historia a
la luz de uno de sus productos más legítimos. En principio, hay que entender que algunos de los mis-
mos autores que hoy parecen respaldar los paseos sin rumbo por la ciudad, especialmente Benjamin,
permitieron pensar hace treinta años el rol de la vanguardia en la metrópoli: entender la vanguardia
inmersa en el proceso de irrupción capitalista en la estructura de la morfología urbana. La recepción de

Sólo uso con fines educativos 29


Benjamin de los años sesenta permitió dilucidar la “dialéctica de la vanguardia” que había conducido a
los sueños luminosos desde la más radical negatividad. Una dialéctica constructiva que permite trazar
el puente que conecta a la vanguardia artística, definida por su carácter cáustico, con la ciudad moder-
nista, definida por su constructividad; el puente que va de la Zürich del Cabaret Voltaire a la Frankfurt
de la administración socialdemócrata; de las provocaciones de Duchamp a la Grobstadt descualificada
y homogénea de Hilberseimer, como analogía a la cadena de montaje; el puente que va de Breton,
como quería Benjamin, a Le Corbusier.
Pues bien, esta revisión de las vanguardias es lo que permite entender desde una nueva perspecti-
va la tensión existente entre arquitectura moderna / estado en los años treinta en Latinoamérica, como
momento constructivo por excelencia. Sólo desde una revisión a fondo del episodio de las vanguar-
dias históricas puede tener significado pensar el término en Latinoamérica, ver cómo se encarnaron sus
valencias de acuerdo a los diferentes procesos modernizadores que se ensayaron en el continente. Pero
no porque haya ocurrido el típico malentendido transculturador, en el que se “importa” desplazando
en tiempo y significado los contenidos “reales” de las vanguardias, sino porque América ocupa un lugar
activo en su desarrollo: si la arquitectura y la ciudad fueron el polo positivo de la dialéctica productiva
de la vanguardia, si fueron su polo modernizador frente a una modernidad que podía al mismo tiem-
po —como lo hicieron tantas figuras de la vanguardia— regodearse en aquello que esa moderniza-
ción hacía desvanecer, Latinoamérica, el Sur, fue el polo positivo en su dialéctica espacial: fue el lugar
donde la construcción más que posible era inevitable. Así se entiende el iter alternativamente optimista
y angustioso de los viajeros buscando interlocutores locales para ejecutar ese mandato: Lasar Segall,
Wladimiro Acosta, Richard Neutra, Le Corbusier, Hannes Meyer. El territorio americano no fue sólo el
lugar de la carencia (de sentido de lugar, de historia, de tradición): también, y justamente por eso, fue
el lugar donde lo nuevo podía emerger puro: “soto le stelle impassibili, sulla terra infinitamente deserta
e misterosa (...) non deturpato dall’ombra di Nessun Dio”, como señalaba el poeta Dino Campana en su
viaje alucinado por la pampa de comienzos de siglo.
Esta constructividad explica, por una parte, la principal característica de las vanguardias locales: la
búsqueda de orden, como queda expresado de modo magistral por las citas de dos figuras tan diferen-
tes en tantos otros aspectos como Lucio Costa y Alberto Prebisch

“As ‘revoluçôes’ —como os seus desatinos— sâo, apenas, o meio de vencer a encosta,
levando-nos de um plano já arido a outro, ainda fértil —exatamente como a escada que nos
interessa, quando cansados, em vista de alcançar o andar, onde estâo o quarto e a cama. Con-
quanto o simple fato de subi-la —dois a dois— já possa constituir, áqueles espíritos irrequietos
e turbulentos que evocam a si a pitoresca qualidade de ‘revolucionários de nascença, o maior
—quiçá mesmo o unico— prazer, a nós outros, espíritos normais, aos quais o rumoroso sabor
da aventura nâo satisfaz —interessa, exclusivamente, como meio de alcançar outro equilibrio,
conforme com a nova realidade que, inelutável, se impôe”,

escribió Costa en ese texto fundamental de la vanguardia carioca, “Razôes da nova arquitetura”, en
1930. Alcanzar otro equilibrio: parece el eco de Prebisch cuando afirmaba, en los textos con que intro-
ducía en Buenos Aires la renovación arquitectónica europea:

Sólo uso con fines educativos 30


“Cada hombre, cada época tiende a obedecer esta apremiante necesidad de orden. Orden que
resulta de un equilibrio armónico entre la vida exterior, el espíritu y la naturaleza, la idea y la
forma (...). Cada época busca su equilibrio. (...) Nuestra época busca realizar ese acuerdo, ese
equilibrio, busca un clasicismo, su clasicismo”.

No se trata de moderatismo, o al menos no sólo de eso, sino de la respuesta cultural a un problema


específico de la modernización americana: el clasicismo es la respuesta de la vanguardia a la necesidad
de producir una esencia de la cultura nacional. Es la misma respuesta que daba Borges en su celebración
del suburbio: en esos márgenes de la ciudad Borges le hace recuperar a la ciudad moderna sus claves
más arcaicas, las que provienen de la pampa, pero a través de una lengua que apuesta hacia el futuro:
por eso se caracterizó tan bien ese período borgiano con el oximoron de “criollismo urbano de vanguar-
dia”, cuyo carácter paradójico debe ser incluso potenciado con la inclusión de la vocación clasicista.
En segundo lugar, esa constructividad explica la apelación al estado, característica decisiva en las
dos vanguardias arquitectónicas y urbanas más importantes de Latinoamérica, la brasileña y la mexica-
na, donde más que en ninguna otra parte la arquitectura de vanguardia fue arquitectura de estado. En
su ruptura de lanzas con la arquitectura académica, las vanguardias van a encontrar un aliado funda-
mental en el estado, al que le ofrecen una serie de figuras con las cuales va a producir el imaginario de
la modernización territorial y urbana que estaba afrontando como desafío contemporáneo. Así como el
siglo XIX fue el de la construcción de los estados y, por su intermedio, de las naciones y las nacionalida-
des, es a partir de la consagración de los nuevos roles públicos en la década del treinta con la reestruc-
turación del sistema económico internacional, cuando se va a intentar la conformación de sistemas eco-
nómicos nacionales integrados: agua, caminos, aviones, comenzaron a señalar el interés estatal en des-
plegar tramas nacionales más extensas y complejas que las que habían cumplido su rol en la etapa de
la imposición del orden y el progreso; las figuraciones de esa modernización fueron las que llenaron las
formas vanguardistas con su apelación simultánea a la tradición que debía fundamentarlas; ese marco
de ambigüedad es el territorio común en el que estado y vanguardia se construyeron mutuamente.
La principal peculiaridad de las vanguardias en Latinoamérica, por ello, y desde allí hay que juz-
garlas, es que en la dialéctica constructiva de la vanguardia han arrancado desde el vamos del polo
constructivo, lo que fue tempranamente advertido por la crítica literaria: la propuesta más ambiciosa
y radical de los años veinte en cada país no fue la disolución de la autonomía o el combate a la institu-
ción Arte, sino la construcción de una lengua nacional. Aquí no podía plantearse la tabula rasa, porque
el problema local por excelencia era la tabula rasa: no había un pasado académico para aprovechar y
reciclar, sino un vacío a llenar, lo que explica el salto sin mediaciones por encima de la historia hacia
mitos de origen, para inventarle un pasado a una “comunidad nacional” que lo necesitaba para formar-
se como tal. Podría decirse que las vanguardias se imponen en nuestros países porque se hacen capa-
ces de disputar la autoridad para representar el pasado más que la eficacia para adecuarse a la trans-
formación técnica. Si para Brecht “lo que venga extinguirá su pasado”, para las vanguardias locales, lo
que venga lo construirá. Esa es la certeza que se proyecta veinte años más tarde en el mito de origen y
futuro por excelencia de Latinoamérica: Brasilia.

Sólo uso con fines educativos 31


5

El tercer momento del ciclo expansivo ya está, como muestra la mención de Brasilia, contenido en
esta revisión de las vanguardias: el momento desarrollista. Nunca antes la modernidad urbana presi-
dió de tal modo —de modo tan ideológico y prescriptivo— la modernización. Y nunca antes el estado
había asumido de modo tan completo el conjunto de las tareas culturales para producir la transforma-
ción social: si a fines del siglo XIX encontramos un estado que entronca en el ciclo expansivo a pesar
suyo (la modernidad aparecía allí como figura de orden que debía controlar la modernización); y si en
los años treinta la entente vanguardia/estado se produce en los hechos (la modernidad vanguardista
como constructora de identidad para conducir a una modernización nacional emprendida por el esta-
do); en el desarrollismo, el estado va a reunir toda la tradición constructiva, incorporando en su seno la
pulsión vanguardista: el estado se vuelve institucionalmente vanguardia moderna y la ciudad, su pica
modernizadora.
A partir de la certeza funcionalista de que la ciudad es una gigantesca fábrica de hombres moder-
nos, punto final del continuo rural-urbano que debía promoverse, en los años cincuenta la cultura urba-
na occidental formalizó en Latinoamérica una gran cuestión y una gran esperanza. ¿Cómo acelerar la
urbanización sin exacerbar los problemas que vienen asociados al crecimiento?: una planificación inte-
ligente y previsora debería poder evitar en estas tierras los problemas que la modernización de mer-
cado de los países centrales había engendrado décadas atrás. El vacío latinoamericano, planificación
mediante, devenía ahora pura potencialidad: América Latina aparecía ante la mirada del mundo occi-
dental como el laboratorio de una verdadera modernización, que pudiera eludir los costos que los paí-
ses desarrollados venían computando desde la posguerra. Sólo se necesitaba relevar los problemas y
formular las preguntas, capacitar a los técnicos y estudiar las respuestas apropiadas, para asentar sobre
esa base sólida, científica, los planes con que los gobiernos esperaban actuar. En ese gesto nacen y se
consolidan las ciencias sociales en la región, marcadas fuertemente por la vocación planificadora y en
íntimo contacto con la visión de la sociología norteamericana sobre el problema de “los países subde-
sarrollados”.
Y aquí conviene nuevamente establecer la especificidad latinoamericana de la relación moderni-
dad/modernización, porque este mismo período ha sido señalado como el momento clave de auto-
nomización de las esferas, cuando la modernización se vuelve un término exclusivamente técnico,
precisamente bajo inspiración del funcionalismo norteamericano que va a alimentar al desarrollismo.
Para Habermas, por ejemplo, es la teoría de la modernización funcionalista que se estiliza en los años
de posguerra, la que desgajó a la modernidad weberiana de sus orígenes culturales e históricos (el
moderno racionalismo occidental) para convertirla en un patrón de procesos de evolución social neu-
tralizados respecto del espacio y el tiempo: un conjunto de procesos acumulativos que se refuerzan
mutuamente; leyes funcionales de la economía y el estado, de la ciencia y la técnica, aunados en un
sistema autónomo no influenciable. Sin embargo, es posible afirmar que en América Latina las teorías
del desarrollo buscaron restaurar, a través de una preceptiva profundamente cultural y política sobre
la modernidad, la posibilidad del control de la modernización, la búsqueda de recuperar el comando
que el mundo desarrollado había perdido sobre los procesos que engendraba: la ciudad fue pensa-

Sólo uso con fines educativos 32


da nuevamente como una partera de cultura moderna, es decir, como la inventora de una sociedad
moderna.
La clave radicaba en esa fórmula casi mágica del período: la planificación. Se trataba de formar
especialistas (contra la generalización de la formación humanista); integrar equipos interdisciplinarios
en todas las ramas de la administración; y realizar estudios regionales aplicados como experiencias
piloto que produjeran fuerza ejemplificadora. La mística constructiva con que se autorrepresentaba ese
momento histórico —sólo comparable al momento épico de construcción de la nación en el siglo XIX—
otorgaba un rol destacadísimo al estado, pero dentro suyo a los técnicos, como su vanguardia. Y en el
imaginario desarrollista, la arquitectura y el urbanismo, a través justamente de la planificación, genera-
ron los epítomes del perfil técnico moderno comprometido; por eso, entre otras cosas, las oficinas más
variadas de planeamiento gubernamental en la región se colmaron en esos años de arquitectos jóvenes
que en el curso de esa experiencia devinieron sociólogos, demógrafos, economistas, geógrafos, como
parte de ese proceso de formación de las ciencias sociales.
Lo que se planteaba en los años sesenta, entonces, era una propuesta de expansión de la moder-
nidad —para extender sus beneficios o, en clave más de izquierda, la potencialidad de sus conflictos—
que aplicaría las fórmulas del estructural-funcionalismo panamericanizadas por las ciencias sociales
desde los años cincuenta: las relaciones centro/periferia implican en la estructura de la sociedad y de la
economía de los países latinoamericanos un dualismo tradicional/moderno que debía resolverse en la
universalización deliberada del sector modernizador, es decir, la ciudad. La ciudad, nuevamente como
figura de orden modernista, concebida a través de una ideología organicista enfrentada a la metrópoli
moderna realmente existente, a su modelo de modernización, desigual y excluyente. Hay que recordar
que la ideología dominante sobre la ciudad en el ethos desarrollista, y sobre todo en el de sus técnicos-
funcionarios que la leían en clave de izquierda, era el organicismo de matriz anglosajona, fortalecido
desde la posguerra por el suceso del Plan de Londres, con la casi aislada excepción de quienes proyec-
taron Brasilia, curiosamente, el gran emprendimiento urbano del período, y tal vez eso explique el poco
suceso que tuvo entre los planificadores de la región (y el blanco fácil que resultó, y resulta todavía,
para la crítica bienpensante).

Bien, hasta aquí el curso de la relación entre modernidad y modernización en el ciclo expansivo. Va
a ser precisamente de la refutación de aquella figura de la “planificación” como última derivación de la
preceptiva modernista, que nacería, muy poco tiempo después, en Europa y en los Estados Unidos, la
reivindicación de la ciudad realmente existente a través de una diversidad de lecturas que serían reuni-
das, bastante más tarde, bajo el nombre de “post-modernismo”.
Me refiero a comienzos de los años sesenta, al surgimiento de los movimientos de reacción contra
“la promesa alquímica del Modernismo”. Ya los años cincuenta habían visto el surgimiento de la revisión
de algunos fundamentos urbanísticos del modernismo, como los de la Carta de Atenas, iniciándose un
proceso de reivindicación de cualidades tradicionales de la ciudad que se habían despreciado en blo-

Sólo uso con fines educativos 33


que, como la vida bulliciosa favorecida por la vieja “calle corredor” y sus diferentes escalas de espacios
urbanos, en un intento explícito por volver a comprender, desde el interior de las propuestas modernis-
tas todavía, el fenómeno de la ciudad por fuera de la simplificación programática. Pero la crisis de una
idea sobre la ciudad moderna rápidamente se sobreimprimió a la crisis del crecimiento y la expansión,
es decir, al final del ciclo expansivo. ¿Qué hacer con la ciudad moderna y con las ideas sobre ella una
vez terminado ese ciclo? Indudablemente, las respuestas modernistas estaban asociadas muy directa-
mente a la expansión —para celebrarla o refutarla. ¿Se puede pensar la modernidad y la modernización
sin expansión? En ese caso, ¿qué significaría? ¿Cómo repensar la ciudad por fuera de los modelos de
pensamiento que ese ciclo había generado, en el nuevo marco de deslocalización industrial, desmem-
bramiento de los centros terciarios, flujos inversos entre la ciudad y el campo con el resultado de una
nueva urbanización difusa y la proliferación de periferias internas, vacíos en tejidos compactos, viejas
áreas industriales abandonadas como monumentos desoladores de una modernidad fracasada?
Este es el marco en que se produce el regreso a la ciudad en Europa en los años sesenta. Insis-
to: regreso no porque el modernismo no considerara a la ciudad, sino porque lo hacía bajo un “deseo
de ciudad” completamente diferente, atendiendo a su carácter proyectual abstracto; ahora se trataba
de un regreso a la ciudad considerada en sus cualidades existentes, históricas o contemporáneas. Creo
que en ese regreso deben leerse intentos por responder a aquellas preguntas generadas por la nueva
situación, aunque todavía no se habían formalizado de ese modo y estaban lejos de visualizar la ciu-
dad emergente. En este sentido, la intensa apelación a la historia en las nuevas propuestas podría verse
como una manera de reconocer la heterogeneidad y la dispersión provocada por el fin del ciclo “pro-
gresista”. La historia —y pienso en la obra de una figura clave como Aldo Rossi— procuraba funcio-
nar en la producción de un imaginario sobre la ciudad como el proyecto en la urbanística modernista:
como argamasa, como contención de las partes, como guía para reconducir una totalidad cuya prome-
sa de integración ya no podía buscarse en el futuro, sino en el pasado. Pero por eso suponía a la vez un
regreso a la ciudad, a aquella parte de la ciudad negada por el modernismo: los valores de la ciudad
tradicional como núcleo de sentido para el rediseño de la ciudad moderna.
Hubo otros caminos de regreso a la ciudad: el camino de la recuperación del espacio público de la
ciudad decimonónica, como instrumento de revitalización de la sociabilidad urbana en los viejos cen-
tros abandonados y tugurizados, frente a la promesa fallida de nuevos modos de sociabilidad en los
monótonos suburbios modernistas; y el camino, más asociado a experiencias norteamericanas como
las de Robert Venturi, del pop, que reivindicó lo popular urbano a través de la recuperación estética de
los productos de la industria cultural de masas, tan despreciados por la alta elaboración formal moder-
nista institucionalizada en la posguerra. En todos los casos, al final del ciclo expansivo la cultura arqui-
tectónica respondió volviendo a la ciudad, rechazando in todo aquella figura del técnico que suponía
una mutilación absoluta de la riqueza urbana a través de los intentos autoritarios de control planificado
que, para colmo, en la nueva situación parecían además de inmorales, ineficaces.
Como dije, esas fueron algunas de las diferentes tendencias que luego serían confusamente reuni-
das bajo la denominación de post-modernismo, aunque es fácil comprender el carácter moderno de
sus búsquedas en la ciudad. Lo cierto es que, a partir de esa amalgama, el post-modernismo quedó
asociado como categoría a los intentos de regreso a la ciudad, y es por eso que parece post-modernis-

Sólo uso con fines educativos 34


ta la revaloración cultural de la ciudad que comenzó en la última década en América Latina; un post-
modernismo que vendría a confirmar el típico desfasaje temporal periférico, ya que habría llegado con
dos décadas de atraso. Sin embargo, aquí hubo otro post-modernismo, hoy completamente olvidado
pero, me atrevería a decir, más literalmente post-moderno, en tanto fue una completa refutación no
sólo al modernismo, sino a la modernidad y la modernización. Es importante detenerse en este fenó-
meno si queremos comprender mejor nuestra cultura urbana actual, el tipo de desfasajes producidos
en la reciente “vuelta” a la ciudad.
En el mismo momento en que estallaba aquella rebelión contra la planificación en occidente, avan-
zados los años sesenta, en Latinoamérica también se produjo una crítica devastadora al planificador
desarrollista, pero muy diferente. En principio, se lo criticó no por el autoritarismo de la planificación
modernista, sino por su reformismo, por haber confiado en que a través del estado se podía llegar a dar
una verdadera planificación social, ya que eso era lo que se mantenía como objetivo final. En segundo
lugar, estas críticas radicalizaron otro aspecto de aquella figura: la visión organicista, que roto ya todo
lazo con sus moldes modernistas, impuso un rechazo radical a toda modernización, y particularmente a
la modernización que se afincaba en la ciudad. Lo que lleva al principal contraste con aquel redescubri-
miento de la ciudad en el pensamiento urbano europeo de esos mismos años: en nuestra cultura urba-
na, la ciudad se convirtió en el enemigo jurado de toda transformación verdadera, es decir, revolucio-
naria. La ciudad moderna, el motor de la transformación desarrollista, se equiparó a la mezquindad de
las clases que se habían identificado con ella: las clases medias, cuyo objetivo no habría sido otro que
domesticar el ímpetu revolucionario; éste, en definitiva, como parecía mostrar el ejemplo cubano, venía
del mundo rural, es decir, en todo caso —y así se tradujo en grandes metrópolis de la región, como
Buenos Aires— de las incrustaciones rurales en la ciudad moderna manifestadas en la “villa miseria”.
El ejemplo de Cuba, en este sentido, era completo: porque gracias a la revolución allí se había
logrado imponer la planificación organicista que tenía como modelo las experiencias progresistas
anglosajonas, el mismo modelo de toda la región pero que había fracasado en otras partes, especial-
mente en Chile, el otro gran laboratorio de la planificación en la década, donde se las había buscado
imponer a través del reformismo desarrollista, interrumpido por la reacción golpista.
El contraste entre esos dos ejemplos pareció probar que los errores de la planificación no habían
sido técnicos, sino políticos: confiar en el estado burgués para llevarla a cabo. Pero, justamente por eso,
en el pensamiento urbano latinoamericano las convicciones técnicas de la planificación no se modifi-
caron en esencia. Planificar seguía siendo lo correcto, pero para planificar, primero había que hacer la
revolución. Si el principal error había sido confiar en el estado burgués, la solución consistió en reem-
plazarlo por la figura del Pueblo, a través del uso polivalente y cuasi religioso de la noción de “partici-
pación popular”, en la que no se modificaba en absoluto la autoimagen del técnico como mediador
privilegiado. Viceversa, la identidad “de izquierda” de la planificación como marca disciplinar, explica-
da estructuralmente en el carácter “progresista” del ciclo expansivo que le da origen, y explicada ins-
titucionalmente en la larga maduración de la alianza constructiva con un estado modernizador, volvía
imposible la recusación de esas críticas por izquierda, si a su vez mantenían fundamentalmente sus pre-
supuestos de siempre.

Sólo uso con fines educativos 35


7

Todo ese ensamble de posiciones y situaciones históricas se tradujo en un momento fuertemente


antiurbano. Se ha señalado que el 68 europeo también tuvo sus episodios antiurbanos: es muy cono-
cido el grito de guerra a la ciudad que pronunciaban los estudiantes parisinos mientras levantaban los
adoquines para las barricadas: “sous le pavé, la plage”. Pero podría decirse que ese antiurbanismo estu-
vo radicado sólo en algunos sectores de la sociedad y la política, sin impactar en la cultura arquitectó-
nica europea sino excepcionalmente —que una de esas principales excepciones haya sido la sociología
urbana francesa no es secundario en este análisis, ya que ella fue tan influyente en las matrices con que
la ciudad ha sido pensada en las últimas décadas en América Latina—; no saldrían del clima de ideas
antiurbano los principales movimientos renovadores del pensamiento arquitectónico que, precisamen-
te, se afincarían en las diversas maneras del redescubrimiento de la ciudad.
Y ahora quizás podamos entender un poco mejor la imposibilidad local de introducir en esos mis-
mos años tal redescubrimiento, aunque pudiera coincidirse en los contenidos reivindicados. Como
vimos, el regreso a la ciudad se produjo en occidente a través de la reivindicación de la historia, el
espacio público o lo popular. Pero si en Europa la historia es la ciudad, como reservorio de cultura, la
historia aparecía entonces por aquí —al menos en la región del Río de la Plata— en su versión revisio-
nista, como la reivindicación de la barbarie que nuevamente nos coloca fuera de la ciudad. Asimismo,
el espacio público, como categoría principal de la política burguesa, ni siquiera podía pensarse como
problemática aunque, de haberse hecho, no habría sino ratificado el carácter contrarrevolucionario de
la ciudad frente al verdadero sujeto histórico latinoamericano que residía en el mundo rural —volver
sobre los pasos perdidos. Finalmente, así como el modo de trabajar la cultura popular de la estética
pop es hiperurbano, porque utiliza temas de la cultura de masas que se afinca en la ciudad, lo que se
iba a encontrar aquí como cultura popular, en cambio, era la “cultura de la pobreza”, es decir, la mani-
festación de los modos de vida alternativos a la ciudad burguesa en la “villa miseria”. (Y conviene dete-
nerse en ese pasaje curioso que se produjo de las ciencias sociales a la política, por el cual la “cultura
de la pobreza”, que había nacido como categoría antifuncionalista que buscaba explicar los mecanis-
mos culturales por los cuales se producía una eficaz adaptación de los sectores populares migrantes a
la ciudad, de la sociedad tradicional a la moderna, pasó a reivindicarse como una modalidad esencial
de resistencia de esos sectores, de la que había que extraer modelos de conducta para una sociedad
liberada).
Podrían señalarse diversas manifestaciones de esta sensibilidad antiurbana en otras instancias de
la cultura, por fuera de las disciplinas que se ocupaban de la proyectación de la ciudad. Por una parte,
en términos de la cultura académica, encontramos en esos años algunas obras muy influyentes, como
la de Richard Morse o la de Ángel Rama, que muestran una refinada elaboración de estas posiciones.
Morse venía proponiendo desde temprano la inversión de certezas que produciría la más radical rup-
tura con la teoría de la modernización: América Latina no era el lugar del cambio, sino un refugio de
los valores que el mundo occidental había perdido por culpa de la modernidad; la historia cultural de
la ciudad latinoamericana de Morse, que culminará con su deslumbramiento por el universo popular
carioca, fue el instrumento para identificar una edad dorada y a los sujetos que, precisamente a tra-

Sólo uso con fines educativos 36


vés de la carnavalización de todos los valores urbano-moderno-burgueses, podrían en la actualidad ser
portadores de su vitalidad revulsiva.
Rama es un caso más extraño, pero tal vez por eso más útil para ver hasta qué ámbitos llegó la
vena antiurbana. Si Morse produce su rebelión antimodernizadora como respuesta crítica a la mirada
paternalista dominante en el latinoamericanismo académico de su país, los Estados Unidos, desde un
país como el Uruguay, cuyos logros indudables en el siglo XX, sociales y culturales, estuvieron asocia-
dos a la temprana y exitosa extensión de una cultura moderna urbana, mesocrática y laica, Rama, ana-
lista agudo de los procesos de transculturación —es decir, de la riqueza de los contactos culturales—,
terminó produciendo en los años setenta un texto en el que opuso de modo maniqueo una cultura real
latinoamericana a otra impuesta por la ciudad letrada. Oposición que funciona en su último libro, pós-
tumo, como clave interpretativa de toda la historia latinoamericana: el triunfo de la ciudad letrada fue el
triunfo de la racionalidad moderna occidental que habría mantenido sumergidos los estratos esenciales
de la cultura popular tradicional local.
Por otra parte, hay un paralelo exacto en la cultura juvenil de la época, expresada en la recusa-
ción de la ciudad que realiza el hippismo; y aquí debo agregar, nuevamente, que al menos así fue en
la Argentina, donde se produjo esa paradoja tan peculiar que es la existencia de un movimiento de
rock mayormente antiurbano. Hay cantidad de canciones de esos años, de fuerte impacto e influencia,
que conjugaban en todas sus declinaciones los temas de la huída de la ciudad, como lugar del gris, del
encierro, de la corrupción de las conciencias: “El oso”, de Moris (la historia de un oso encerrado en un
circo como metáfora de la prisión urbana), o “Toma el tren hacia el sur”, de Spinetta (himno del hippis-
mo setentista que emigraba de Buenos Aires a los pueblos de la Patagonia), por citar algunas de las más
conocidas e influyentes en más de una generación, pero se me ocurre una larga lista que podría funcio-
nar para entender los distintos frentes de ataque de aquel extendido clima de ideas contra la ciudad.
De todos modos, lo que me interesa sostener con todos estos ejemplos, es que este clima antiurbano
debería ser nuestro post-modernismo legítimo: nuestro post-modernismo real, el análogo de lo que en
otros lugares significó la crítica al modernismo, aquí fue una recusación completa a la modernidad y la
modernización encarnadas en la ciudad.

Mi hipótesis, entonces, es que el ciclo expansivo en América Latina produjo la ciudad como artefac-
to capaz de realizar la articulación progresista de la modernidad y la modernización; el fin de ese ciclo,
que en Europa encontró una serie de respuestas que propusieron diferentes vueltas a la ciudad como
modo de revisar las versiones urbanas del modernismo, aquí produjo en cambio un clima de ideas radi-
calmente antiurbano, antimoderno y antimodernizador; por eso digo, más legítimamente post-moder-
no. Pero la post-modernidad, al menos en la cultura urbana, quedó asociada exclusivamente a aquellos
retornos a la ciudad; por eso, recién en los últimos años parece que el post-modernismo hubiera llega-
do a Latinoamérica, junto con una serie de enfoques que han recuperado la noción de modernidad y
en el marco de un clima de revaloración de la ciudad y de muchas de sus claves modernistas.

Sólo uso con fines educativos 37


Por eso creo que es posible decir que esta asunción reciente del post-modernismo —insisto: esta
vez como adecuación de algunos motivos de aquella rebelión contra el modernismo que en occidente
significó una revaloración de la ciudad— se montó sobre un borramiento completo. Espero que haya
quedado claro que no trato aquí de hacer una “reivindicación” póstuma de algunos de los momentos
del ciclo expansivo, ni de la ruptura que produjo el post-modernismo que llamo provocativamente
“real”; simplemente intento mostrar el borramiento sobre el cual se monta la actual vague moderna
y el sinsentido de tanto prefijo post. Porque como todos los borramientos, impide hacer explícitas las
discusiones, los conflictos, entender las continuidades o las rupturas; por lo tanto, lo que se produce es
una acumulación de motivos en capas superpuestas e incomunicadas, que favorece la utilización y la
mezcla indiscriminada de tópicos de las más disímiles canteras ideológicas o temporales.
Dije al comienzo que el interés actual por la ciudad moderna se ha desprendido de la propia ciu-
dad como dispositivo modernizador; este sí es un elemento de la tradición ideológica de la ciudad
moderna en Latinoamérica que me interesa recuperar: la relación, productiva, tensa, conflictiva, entre
modernidad y modernización. Nuestro “post-modernismo real” había roto en bloque con ambos térmi-
nos; ahora, en cambio, presenciamos una recuperación de la ciudad modernista pero que ha roto sus
lazos con la modernización. Me refiero especialmente a los recorridos de la crítica cultural por la ciu-
dad, quizás los que más han contribuido con esa superposición: así como en los setenta se había roto
con Parsons para pasar a Marx y, sobre todo, a la lectura engelsiana sobre “el problema de la vivien-
da”, así en los ochenta se superpusieron indiferenciadamente ambas, y se agregó a Marx, Foucault. Es
decir, se criticó simultáneamente a la ciudad por antirrevolucionaria y por autoritaria. Y desde allí se han
redescubierto en los noventa los encantos callejeros, a través de recorridos que apelan indistintamente
a Benjamin o a Michel de Certeau. Pues bien, para seguir con el juego de prefijos, esa debería ser llama-
da nuestra post-post-modernidad. Es decir, si nuestra postmodernidad se radica en la rebelión contra
la ciudad, en esta mezcla indiferenciada hay que entender nuestra situación contemporánea cuando
hablamos de la ciudad.
Nunca la cultura urbana estuvo más fragmentada, produjo tantas imágenes, reprodujo tantas figu-
ras. Pero no por el reconocimiento de posiciones enfrentadas inconciliables sobre diagnósticos comu-
nes, sino por la acumulación de visiones de la ciudad como estratos geológicos incomunicables entre
sí, que reproducen —y justifican— la mezcla de tiempos de la ciudad post-expansiva. Cortado el flujo
continuo del tiempo progresista, caída la tensión modernista que otorgaba un sentido y un proyecto a
la heterogeneidad material de la ciudad, el paisaje urbano aparece como una yuxtaposición de artefac-
tos efímeros con restos de infraestructura obsoleta, tejido decadente, fábricas abandonadas, enormes
vacíos, viviendas precarias en los intersticios y, de pronto, como enclaves autosuficientes, incrustaciones
radiantes de novedad técnica o social, con la trama invisible pero omnipresente de los medios electró-
nicos configurando nuevos recorridos, nuevas fruiciones; la ciudad es ya definitivamente un patchwork
en el que cada fragmento libera su sentido, pero en esa libertad no predomina la “diferencia”, sino el
contraste y la desigualdad. Esa es la modernización actual, post-expansiva, cuya mezcla de tiempos
replica la lectura cultural de la ciudad como ruina de la modernidad.
Este retorno de la mirada cultural actual a la ciudad está marcado por los patrones del debate post-
moderno, pero no ha hecho las cuentas con él, ni con las posiciones anteriores de rechazo a la ciudad.

Sólo uso con fines educativos 38


De hecho, convive con la mirada planificadora que reaparece con sus presupuestos técnicos autono-
mizados de toda fundamentación cultural o política en la actual reestructuración de la ciudad por el
mercado, tanto como con los procesos de reterritorialización que esas intervenciones producen, y que
son alimentados —y a su vez la potencian— por la ideología antiurbana del suburb y la autopista, hija
dilecta de nuestra pastoral post-moderna real, hoy travestida al ecologismo.
Es, como se ve, un retorno a la ciudad que prescinde de las transformaciones ocurridas en la ciu-
dad. Un retorno que ha fijado un conjunto de modalidades de abordaje del fenómeno urbano —el
elogio de la fragmentación y el recorrido aleatorio, que en Benjamin tiene un rol interpretativo de los
estratos más profundos en la relación modernidad/modernización, y en de Certeau es una modalidad
de resistencia populista a los supuestos foucaultianos del dominio absoluto— que prescinden de las
preguntas que los originaron, sin advertir los cambios en la propia ciudad y los efectos sobre nuestro
modo de pensar y procesar esos cambios. Es decir: el recorrido del flâneur, fragmentario y disperso, hoy
no hace más que reproducir y celebrar la fragmentación y la dispersión, la mezcla de tiempos de la ciu-
dad que resulta de la modernización conservadora; en ese escenario, tales recorridos no implican una
liberación del “proyecto” autoritario de la modernidad, sino una sujeción al “destino” —aun más auto-
ritario porque elude por definición el designio de los hombres— dictado por la economía de mercado
como ideología única.
¿Qué es la ciudad moderna en América Latina? ¿Cómo se vincula con los procesos de moderniza-
ción? ¿Qué significa la tradición de intervención estatal como vanguardia? ¿Cómo articularla con los
otros procesos de producción de la ciudad? Estas son algunas de las preguntas ausentes en el actual
clima cultural de revalorización de la ciudad que propongo retomar. Para ello, creo que es necesario,
en primer lugar, desarmar esa superposición de momentos, la naturalidad de la mezcla actual, revisan-
do las claves del ciclo expansivo pero, sobre todo, el pasaje clave de los años sesenta-setenta, notando
cuáles fueron sus peculiares modalidades locales de enfrentar el fin de la expansión, para volver a dis-
cutir cuál podría ser el sentido de una revalorización de la ciudad, en términos culturales pero también
políticos, en un nuevo ciclo que también espera de definiciones complejas. Caídas al parecer definitiva-
mente las respuestas que dio el modernismo, fechadas como están por necesidad en el ciclo expansivo,
queda por ver, en definitiva, cómo se salva en la ciudad post-expansiva la laguna que produjo en nues-
tro entendimiento sobre la modernidad y la modernización.

Sólo uso con fines educativos 39


Lectura Nº 2
Sennett, Richard, “Individualismo Urbano”, en Carne y Piedra. El Cuerpo y la Ciu-
dad en la Civilización Occidental, Madrid, España, Alianza Editorial, 1997, pp. 338-
377.

CAPÍTULO DIEZ

Individualismo Urbano

El Londres de E. M. Forster

1. LA NUEVA ROMA

A un hombre de negocios americano que caminara por Londres en vísperas de la Primera Guerra
Mundial se le podría haber perdonado que pensara que su país nunca debería haberse rebelado contra
Gran Bretaña. El Londres eduardino exhibía su esplendor imperial en hileras de impresionantes edifi-
cios que se prolongaban milla tras milla, magníficos edificios del gobierno en el centro flanqueados
por las densas células financieras y comerciales de la City al este y, al oeste, las imponentes mansiones
de Mayfair, Knightsbridge y Hyde Park, que hacia el oeste iban dejando lugar a residencias más de clase
media pero aún imponentes, todas ellas en estuco ornamentado. Las ciudades americanas como Bos-
ton y Nueva York tenían avenidas impresionantes, por supuesto —las mansiones de la Quinta Avenida
de Nueva York, la nueva Back Bay en Boston— pero Londres exhibía los despojos de un dominio glo-
bal desconocido desde el Imperio Romano. Henry James había denominado al Londres eduardino “la
Roma moderna”, y por sus dimensiones y riqueza la comparación parecía correcta. Al contrario que en
la ciudad antigua y que en los islotes de riqueza de Boston y Nueva York, en la moderna capital imperial
la continuidad inexorable de su tejido ceremonial parecía aislada de los escenarios, igualmente vastos,
de pobreza y miseria social.
Un político francés podía envidiar la ciudad por otras razones. Aunque la cocina inglesa hacía que
fuera impensable residir en Londres de manera permanente, el francés que se arriesgaba a visitar la
ciudad podía sorprenderse por el orden político de la ciudad, pues la envidia de clase parecía entre los
ingleses más fuerte que la lucha de clases y las clases altas esperaban y obtenían el respeto de las clases
bajas en la vida cotidiana. En efecto, muchos visitantes continentales se percataban de la gran corte-
sía de los trabajadores ingleses con los desconocidos y extranjeros, cortesía que no encajaba ni mucho
menos con el estereotipo del inglés que detestaba “lo extranjero”. El visitante procedente de París podía
comparar Londres, que nunca había conocido una revolución, con los estallidos que habían acontecido
en París desde 1789, en 1830, 1848 y 1871. El joven Georges Clemenceau, por ejemplo —que, pese a

Sólo uso con fines educativos 40


ser un mártir gástrico, recorría las calles de Londres en un estado de asombro sociológico—, relacionó
el orden interno de la ciudad con su fortuna imperial. Esta ciudad inimaginablemente próspera había
aplacado, pensaba Clemenceau, a sus pobres con los despojos de la conquista.
Por supuesto, las primeras impresiones son engañosas respecto a la felicidad de los lugares y de la
gente, y a menudo son preferibles precisamente por esa razón. Estas falsas impresiones son, sin embar-
go, instructivas. Comparemos Londres y Roma.
La Roma de Adriano se encontraba en el centro de un imperio que los emperadores y sus inge-
nieros mantenían unido, física y socialmente, mediante una enorme red de carreteras. Los destinos de
la capital y de las provincias eran mutuamente dependientes. El Londres eduardino tenía una relación
diferente con sus posesiones. Con el crecimiento de Londres y de otras ciudades británicas a finales
del siglo XIX, el campo inglés se vació rápidamente, víctima de una crisis impulsada por el comercio
internacional. Las ciudades inglesas se alimentaban cada vez más con el grano que crecía en América y
se vestían con la lana de Australia y con el algodón de Egipto y de la India. Esta discontinuidad se pro-
dujo rápidamente, en una generación del periodo eduardino. “Todavía en 1871 más de la mitad de la
población vivía en pueblos o en ciudades de menos de veinte mil personas —señala un observador— y
solamente una cuarta parte en las ciudades, mientras que en ese cálculo se empieza a hablar de ciudad
a partir de los cien mil habitantes”.1 Cuarenta años después, cuando E. M. Forster escribió Howards End,
la gran novela en la que contrasta la ciudad y el campo, tres cuartas partes de la población inglesa vivía
en las ciudades y una cuarta parte se hallaba en la órbita del gran Londres, dejando una estela de cam-
pos desolados y pueblos en la miseria. La Roma de la época de Adriano necesitó seiscientos años para
alcanzar las dimensiones del Londres de Eduardo VII.
La transformación geográfica contemporánea alcanzó a todas las naciones occidentales durante
la última mitad del siglo XIX. En 1850, Francia, Alemania y Estados Unidos, al igual que Gran Bretaña,
eran sociedades predominantemente rurales. Un siglo más tarde eran predominantemente urbanas,
con una considerable concentración en sus núcleos. Berlín y Nueva York crecieron aproximadamente al
mismo ritmo que Londres cuando el campo nacional se sometió al flujo del comercio internacional. Los
cien años que van de 1848 a 1945 se denominan con razón la época de la “revolución urbana”.
No obstante, el crecimiento de las manufacturas y de los mercados libres, tal y como lo previó Adam
Smith, no puede explicar por sí solo un cambio urbano tan rápido. Lo mismo que Nueva York, París o
Berlín, Londres no era predominantemente una ciudad de grandes empresas manufactureras, ya que
el terreno urbano era demasiado caro. Tampoco eran estas ciudades centros de libre mercado, sino los
lugares donde los gobiernos, los grandes bancos y los trusts intentaban controlar los mercados para sus
mercancías y servicios a nivel nacional e internacional. Las ciudades no crecieron solamente porque atra-
jeran víctimas —víctimas de los desastres rurales o de las persecuciones políticas o religiosas, aunque las
hubiera en abundancia. También acudían voluntariamente numerosos jóvenes sin ataduras, empresarios
de sus propias vidas que no se desanimaban por la falta de capital o trabajo. La “revolución urbana”,
como la mayoría de los cambios sociales repentinos, fue un acontecimiento predeterminado que inicial-
mente se experimentó como un crecimiento casi incomprensible. Por una parte, Londres parecía ejem-
plificar el fuerte crecimiento repentino que estaba produciéndose en las ciudades del mundo occidental
y, por otra, parecía prometer que semejante situación no tenía por qué ser un desastre.

Sólo uso con fines educativos 41


El segundo contraste entre la Roma imperial y el Londres imperial era que Roma sirvió de modelo a
ciudades por todo el Imperio romano. Durante la gran explosión urbanizadora que se produjo a finales
del siglo XIX, Londres se fue distanciando cada vez más de las ciudades inglesas, particularmente de
las situadas en el Norte y en los Midlands como Manchester y Birmingham. Clemenceau imaginó que
la ciudad inglesa era un lugar estable, donde el progreso de la industria había colocado a las personas
en un lugar fijo de acuerdo con la ley del más fuerte. Su ilusión habría estado más justificada en las
ciudades industriales llenas de molinos, fábricas y astilleros que en Londres. Aquí la economía reunía
compañías navieras, la artesanía, la administración de la industria pesada, de las finanzas y del imperio,
además de un comercio muy activo en artículos de lujo. Así, el crítico Raymond Williams afirma que
sus “relaciones sociales... eran más complejas, estaban más mistificadas” que en el norte.2 En Howards
End, Forster escribe acerca de Londres de manera similar señalando que “el dinero se había gastado y
recuperado, las reputaciones se habían ganado y perdido, y la ciudad misma, emblemática de sus vidas,
crecía y decaía en un movimiento continuo”.3
La comparación ilusoria con Roma podía haber sugerido al visitante impresionado por la grandeza
de Londres que un gobierno firme tenía controlado al pueblo. Un control central de ese tipo era lo que
las ciudades de los visitantes buscaban para sí: después de las agitaciones de la Comuna de 1871, las
autoridades de París habían perfeccionado los instrumentos de un gobierno eficiente y centralizado de
la ciudad; en Nueva York, tras la eliminación de la organización Boss Tweed, los reformadores también
estaban intentando forjar esas herramientas de control cívico racional.
No obstante, al contrario que Nueva York o París, Londres carecía de una estructura de gobierno
central. Hasta 1888, Londres “no tuvo más gobierno ciudadano que la Junta Metropolitana de Obras,
docenas de pequeñas juntas parroquiales y parroquias, y cuarenta y ocho consejos de tutelaje”.4 Su
gobierno central siguió siendo comparativamente débil después de las reformas de 1888. Sin embar-
go, la ausencia de una autoridad política central no significaba la ausencia de poder central. Ese poder
estaba en manos de los grandes terratenientes que controlaban importantes extensiones de terrenos
de la ciudad.
Desde la construcción de las primeras plazas de Bloomsbury en el siglo XVIII, el desarrollo urbano
de Londres eliminó invariablemente las casas y las tiendas de los pobres para crear hogares destinados
a la clase media o a los ricos. El hecho de que los terratenientes hereditarios controlaran extensos terre-
nos posibilitó estas repentinas transformaciones, con escasas restricciones públicas. Los aristócratas
terratenientes tuvieron libertad para construir y el resultado de sus planes urbanos de “renovación” fue
una mayor concentración de los pobres, que cada vez vivían más hacinados. Como una Comisión Real
sobre la Vivienda de las Clases Trabajadoras observó en 1885:

Son demolidos los tugurios, lo que en general redunda positivamente para la vecindad desde
el punto de vista sanitario y social, pero no han sido sustituidos por ningún tipo de alojamien-
to para los pobres... En consecuencia, la población sin techo se aglomera en las calles y patios
vecinos cuando comienzan las demoliciones, y cuando se construyen los nuevos edificios poco
se hace para aliviar esta nueva presión.5

Sólo uso con fines educativos 42


Durante el siglo XIX, los planes de desarrollo urbano empujaron la pobreza hacia el este de la City
financiera de Londres, al sur del Támesis y al norte de Regent’s Park. En los lugares del centro en que
persistió la pobreza, siguió dándose en bolsas concentradas, ocultas por el estuco. Antes que en París,
de manera más global que en Nueva York, Londres creó una ciudad de espacios separados y homogé-
neos desde el punto de vista de la clase.
En su desarrollo Londres reflejó las grandes diferencias de riqueza que caracterizaban a Inglaterra,
Gales y Escocia en su conjunto. En 1910, el 10 por ciento de la población formado por las familias más
acomodadas de Gran Bretaña poseía aproximadamente el 90 por ciento de la riqueza nacional. El uno
por ciento más rico ya poseía por sí solo el 70 por ciento. La sociedad urbanizada mantuvo las divisio-
nes preindustriales entre pobreza y riqueza, aunque de nuevas formas. En 1806, el 85 por ciento de la
riqueza de la nación estaba en manos del 10 por ciento más rico y el uno por ciento poseía el 65. A lo
largo del siglo, algunos magnates terratenientes se empobrecieron y su lugar en esa clase superior fue
ocupado por industriales y hombres de negocios imperiales. Por contraste, la mitad de la población
vivía de ingresos que sólo comprendían el 3 por ciento de la riqueza nacional y muy pocos londinenses
no se veían afectados por la escasez.6 Por lo tanto, Clemenceau estaba equivocado: los despojos de la
conquista no habían llegado a la masa de la población.
Si se tienen en cuenta estos datos relativos a la moderna ciudad imperial, ¿cómo puede explicarse
la sensación de satisfacción y de orden público que tenía el visitante? Aunque la inquietud social sin
duda se dejaba sentir, también había muchos londinenses que estaban impresionados por el hecho de
que su capital hubiera conseguido cosechar los beneficios del capitalismo sin los desafíos de la revolu-
ción. Esta estabilidad no podía explicarse por la indiferencia inglesa hacia el sistema de clases. Aunque
“no se puede decir que la lucha de clases sea una prerrogativa inglesa”, como señala el crítico Alfred
Kazin, los ingleses han sido mucho más sensibles a la idea de clase que los americanos y los alemanes.
Kazin piensa, por ejemplo, en lo que George Orwell escribió en 1937: “Adonde quiera que te vuelvas, te
das con esta maldición de la diferencia de clases como si fuera un muro de piedra. Pero no es tanto un
muro de piedra como la pared de cristal de un acuario”.7
Otras fuerzas parecían mantener a esta ciudad, grande y desigual, alejada de la revolución abierta.
El urbanista Walter Benjamin denominó a París “la capital del siglo XIX”, basándose en su cultura ejem-
plar. Londres también puede considerarse la capital del siglo XIX por su individualismo ejemplar. El siglo
XIX frecuentemente se ha denominado la “era del individualismo”, una expresión que Alexis de Tocque-
ville acuñó en el segundo volumen de La democracia en América. El lado agradable del individualismo
puede ser la confianza en uno mismo, pero Tocqueville vio su lado más negativo, que concibió como
una especie de soledad cívica. “Cada persona —escribió— se comporta como si fuera una extraña res-
pecto al destino de los demás... Por lo que se refiere a su intercambio con sus conciudadanos, puede
mezclarse con ellos, pero no los ve; los toca, pero no los siente; existe sólo en sí mismo y para sí mismo.
Y si sobre esta base sigue existiendo en su mente un sentimiento de familia, ya no existe un sentimien-
to de sociedad”.8
Según Tocqueville, esta clase de individualismo puede aportar un cierto orden a la sociedad: la
coexistencia de personas replegadas sobre sí mismas, que se toleran entre sí por indiferencia. Semejan-
te individualismo tenía un significado particular en el espacio urbano. La planificación urbana del siglo

Sólo uso con fines educativos 43


XIX intentó crear una masa de individuos que se desplazaran con libertad y dificultar el movimiento de
los grupos organizados por la ciudad. Los cuerpos individuales que se desplazaban por el espacio urba-
no poco a poco se independizaron del espacio en que se movían y de los individuos que albergaba ese
espacio. Cuando el espacio se fue devaluando en virtud del movimiento, los individuos gradualmente
perdieron la sensación de compartir el mismo destino que los demás.
El novelista E. M. Forster tenía en mente el individualismo tocquevilliano cuando en 1910 escribió
Howards End. Su libro comienza con la frase: “Sólo conecta...”, una orden tanto social como psicológica.
La novela de Forster nos muestra una ciudad que parece mantenerse unida socialmente precisamente
porque las personas no están conectadas de manera personal. Viven vidas aisladas e indiferentes que
establecen un desafortunado equilibrio en la sociedad.
La novela refleja la transformación extraordinariamente rápida experimentada por Londres duran-
te la gran revolución urbana. Al igual que a muchas otras personas de su época, a Forster le pareció que
la velocidad era el hecho central de la vida moderna. El ritmo del cambio lo epitomiza la aparición de los
automóviles y Howards End está repleta de anatemas contra la nueva máquina. La tendencia tocquevi-
lliana aparece cuando Forster describe el Londres eduardino como una ciudad muerta aunque latiendo
con cambios frenéticos —si Londres es una ciudad de “ira y telegramas”, dice, también está llena de
escenas de “estúpida insensibilidad”. Forster pretende evocar la omnipresente, aunque oculta, apatía
de los sentidos como resultado de la vida cotidiana de la ciudad —algo invisible para el turista que
pasea—, apatía que se da tanto entre la gente acaudalada y elegante como entre la masa de pobres
inmersos en el flujo de la vida. El individualismo unido a la rapidez tiene un efecto letal sobre el cuerpo
moderno. Éste carece de conexiones.
Howards End describió todo esto a partir de una historia un tanto sensacionalista de un niño ilegí-
timo, una herencia disputada y un asesinato. Como Virginia Woolf —que no era una entusiasta de la
novela— comentó, Forster nos invita a leerla como un crítico social más que como un artesano de su
arte. “Nos da un golpecito en el hombro —observó— y tenemos que notar esto, que atender a aque-
llo”.9 De hecho, Howards End frecuentemente presenta al lector en unos pocos párrafos acontecimien-
tos cataclísmicos que alteran la suerte de las personas, de manera que el autor puede volver a reflexio-
nar sobre su significado a su tiempo. Si bien el novelista de ideas a menudo pagó un precio artístico
por pensar demasiado, esta novela concluye con una idea sorprendente que sigue siendo provocativa:
el cuerpo individual puede recuperar una vida capaz de percibir por los sentidos si experimenta el des-
plazamiento y la dificultad. El mandato de “Sólo conecta...” sólo pueden obedecerlo quienes reconocen
que existen impedimentos reales para su movimiento individual rápido y libre. Una cultura viva trata la
resistencia como una experiencia positiva.
En este capítulo examinaremos más de cerca la evolución de la sociedad moderna que condujo a
la condena del individualismo urbano por parte del novelista —las experiencias del movimiento y de la
pasividad corporales sobre las que basa su relato. Su sorprendente desenlace sugiere una nueva forma
de pensar acerca de la cultura urbana.

Sólo uso con fines educativos 44


2. ARTERIAS Y VENAS MODERNAS

El diseño urbano del siglo XIX facilitó el movimiento de un gran número de individuos en la ciu-
dad y dificultó el movimiento de grupos, los amenazadores grupos que aparecieron en la Revolución
Francesa. Los planificadores urbanos del siglo XIX se basaron en sus predecesores ilustrados, que con-
cibieron la ciudad como arterias y venas de movimiento, pero dieron un nuevo uso a esas imágenes.
El urbanista de la Ilustración había imaginado individuos estimulados por el movimiento de la muche-
dumbre de la ciudad. El urbanista del siglo XIX imaginó individuos protegidos por el movimiento de
la muchedumbre. Tres grandes proyectos marcan este cambio a lo largo del siglo: la construcción de
Regent’s Park y Regent Street en Londres, a inicios del siglo XIX; la reconstrucción de las calles parisinas
en la época del barón Haussmann a mediados de siglo y la construcción del metro de Londres a fina-
les de siglo. Las tres fueron empresas de enorme magnitud. Aquí sólo estudiaremos la manera en que
estos proyectos enseñaron a la gente a moverse.

Regent’s Park
En el París y el Londres del siglo XVIII, los planificadores habían creado parques como pulmones de
la ciudad, más que como refugios, al estilo de los jardines urbanos de la Edad Media. El parque-como-
pulmón del siglo XVIII exigía vigilar las plantas. En París, a mediados del siglo XVIII, las autoridades
cerraron con verjas el parque real de las Tullerías, que antes era público, para proteger las plantas que
proporcionaban el aire saludable a la ciudad. Las plazas urbanas del gran Londres comenzadas durante
el siglo XVIII también fueron rodeadas con verjas a inicios del siglo XIX. La analogía del parque con un
pulmón era, como observa el urbanista contemporáneo Bruno Fortier, sencilla y directa: la gente que
circulaba por las calles-arterias de la ciudad podía pasar alrededor de estos parques cerrados, respiran-
do su aire fresco igual que la sangre se renueva en los pulmones. Los planificadores del siglo XVIII se
basaron en la premisa médica contemporánea de que, en palabras de Fortier, “nada de lo que es móvil
y forma una masa puede corromperse”.10 La mayor obra de planificación urbana de Londres, la creación
de Regent Street y Regent’s Park a inicios del siglo XIX, emprendida por el futuro rey Jorge IV con el
arquitecto John Nash, se basó en el principio del parque-como-pulmón, pero adaptado a una ciudad
donde era posible una mayor velocidad.
Configurado a partir del antiguo Marylebone Park, la extensión total del Regent’s Park es enor-
me. Nash deseaba que esta gran extensión de tierra estuviera nivelada y decidió hacer el pulmón de
Regent’s Park principalmente de hierba, más que de árboles. Muchos de los árboles que ahora vemos
en el parque, como los que rodean la rosaleda que lleva el nombre de Queen Mary’s Rose Garden son
de origen posterior. Un espacio abierto grande, llano y con hierba podía parecer una invitación a los
grupos organizados, y durante la era victoriana esa invitación a veces fue aceptada. Pero el plan de
Nash estaba concebido para impedir semejante uso del espacio formando un muro con el considerable
volumen de tráfico que circulaba rápidamente por la carretera que rodeaba el parque. Muchas plantas
y edificios dispersos a lo largo del cinturón fueron eliminados para que los carruajes pudieran despla-
zarse con fluidez y finalmente el lecho de un canal que surcaba Regent’s Park se vio también alterado
para que no obstaculizara el tráfico. Dickens pensaba que el cinturón que circundaba el parque parecía

Sólo uso con fines educativos 45


una pista de carreras. Asimismo se construyeron algunas carreteras interiores para que pudiera despla-
zarse con rapidez un volumen considerable de tráfico de carruajes.
Si el Londres de Nash era un lugar para la velocidad, parecía un espacio poco adecuado para indi-
viduos. Las plazas urbanas que aparecieron en Londres en el siglo XVIII aparentemente desmienten el
hecho de que Londres es fundamentalmente una ciudad de casas individuales. Las imponentes casas
que daban a las plazas estaban construidas en amplias manzanas de quince a veinte edificios para dar
la impresión de una severa unidad. Las ordenanzas de edificación de Londres, especialmente una ley
promulgada en 1774, prohibían las señales u otras marcas individuales. En Bloomsbury los sencillos blo-
ques de viviendas contrastaban con la profusión floral de las plazas. Los mismos también trazaban una
clara delimitación entre lo externo y lo interno, lo público y lo privado.
Aunque Regent’s Park es mayor que estas primeras plazas, en el diseño de Nash, las casas indivi-
duales daban a Regent’s Park a través del tráfico, como si el parque fuera una suerte de plaza. Nash dio
congruencia a las casas empleando generosamente el estuco, el medio del que se servía el arquitecto
para crear ilusión. Cuando está húmedo, puede moldearse como las grandes piedras que sustentan los
palacios renacentistas o se puede derramar en moldes para crear elaboradas columnas con delicados
detalles. En las hileras de casas de Regent’s Park Nash empleó el estuco en las fachadas a fin de armoni-
zar estos inmensos bloques y darles una especie de ritmo.
Sin embargo, este material de construcción podía significar también separación social. Los bloques
que rodeaban Regent’s Park eran magníficos de una manera casi arrogante. Por la complejidad de sus
adornos trazaban una línea entre el espacio del parque y el tejido urbano exterior. Ese tejido era des-
igual, pobre y caótico. En las áreas que rodeaban Regent’s Park, el plan de Nash empujó hacia el norte
a los pobres que habían vivido en esos terrenos, en dirección a los distritos de Chalk Farm y Camden
Town. El inmenso espacio delimitado por las grandes mansiones con fachadas de estuco, así como
el flujo de tráfico, hicieron que fuera difícil penetrar en el parque. Por lo tanto, en sus primeros años
Regent’s Park estuvo en buena medida vacío. El diseño vinculaba el movimiento rápido con el “descon-
gestionamiento”, un útil término en la jerga de los planificadores. Este movimiento rápido, además, era
un transporte individualizado en cabriolés y carruajes.
En el plan de Nash, el tráfico no venía al parque desde los alrededores inmediatos —porque más
allá de las magníficas fachadas pocas personas se podían haber permitido un carruaje—, sino desde el
centro de la ciudad. En su extremo sur, Regent’s Park se comunica con el gran bulevar creado por Nash,
Regent Street. Para crear este bulevar Nash tuvo que enfrentarse con una serie de obstáculos insalva-
bles —como una iglesia que no podía ser derribada—, que se vencieron mediante el expediente de
trazar una calle que rodeaba lo que no pudiera destruir. Una vez más, la calle fue diseñada para un
tráfico abundante, en este caso tanto peatonal como de carruajes. Y también aparecieron las inmen-
sas manzanas de edificios uniformes. En Regent Street éstos también cumplían funciones comerciales,
porque Nash planificó un espacio comercial continuo al nivel de la calle —mientras que las tiendas en
las casas más antiguas de Londres habían sido adaptadas de una manera más irregular a partir de sus
intenciones domésticas originales. Nash trasladó a la calle el principio de las galerías comerciales de
Londres, que eran basílicas de techo de cristal con tiendas a lo largo del eje.
Regent Street fue un acontecimiento trascendental en la historia del diseño urbano. Unía un tráfico

Sólo uso con fines educativos 46


continuo y abundante a una función única al nivel de la calle. Esta disposición creó una división entre
la calle y la zona que se encontraba detrás de los edificios que daban a la misma, como sucedió en el
parque que Nash construyó al norte. El comercio no invadió las calles laterales, el tráfico de carruajes no
podía penetrar mucho en la antigua maraña y la orientación del flujo peatonal de la calle discurría a lo
largo del eje, como en una basílica, en lugar de transversalmente a la misma. La calle de una sola fun-
ción creó una división espacial similar a la del trabajo. Así, el trazado de la calle sólo servía para el tráfico
comercial, mientras que los espacios cercanos se utilizaban con fines artesanales o comerciales que no
tenían por qué guardar relación con la calle.
El conjunto formado por Regent’s Park y Regent Street dio un nuevo significado social al movimien-
to. La utilización del tráfico para aislar y descongestionar el espacio, como sucedió en Regent’s Park,
impidió la reunión de una muchedumbre con un fin determinado. La presión del movimiento peatonal
lineal en Regent Street dificultó, y aún lo sigue haciendo, que, por ejemplo, se reuniera una muche-
dumbre para escuchar un discurso. Por el contrario, tanto la calle como el parque privilegiaron el cuer-
po individual en movimiento. Desde luego, Regent Street nunca ha sido, ni antes ni ahora, un lugar sin
vida. Además, Nash apenas dejó algo escrito que indicara cuáles debían ser las consecuencias sociales
de sus diseños. Como muchos urbanistas ingleses, aborrecía la clase de teorización a la que se dedicó
Boullée. Sin embargo, el movimiento de masas en una calle con una sola función era el primer paso que
había que dar para privilegiar a los individuos con sus propios intereses en medio de una multitud.

Las tres redes de Haussmann


La obra de Nash en Londres prefiguró los proyectos que el emperador Napoleón III y su principal
planificador urbano, el barón Haussmann, llevaron a cabo dos generaciones después en París. Tenían
en mente los movimientos de masas, pues habían vivido las revoluciones de 1848 y 1830, y conserva-
ban vivos recuerdos de la Gran Revolución de la época de sus abuelos. Mucho más de lo que sabemos
en el caso de Nash, conscientemente trataron de privilegiar el movimiento de los individuos para repri-
mir el de las masas urbanas.
El plan de remodelación de París en los años cincuenta y sesenta se debió al propio Napoleón III.
En 1853, “el día que Haussmann prestó el juramento como prefecto del Sena”, el historiador David Pinc-
kney escribe:

Napoleón le entregó un mapa de París en el que había trazado con cuatro colores diferentes
(que indicaban la urgencia relativa de cada proyecto) las calles que se proponía construir. Este
mapa, obra de Luis Napoleón solo, se convirtió en el plano básico para la transformación de la
ciudad en las dos décadas siguientes.11

Con esta guía, Haussmann llevó a cabo el mayor proyecto de renovación urbana de los tiempos
modernos, destruyendo buena parte del tejido urbano medieval y renacentista, construyendo nuevas
fachadas uniformes en calles rectas y envolventes por las que discurría un considerable volumen de
tráfico rodado y conectando el centro de la ciudad con sus distritos exteriores. Reedificó el mercado
central de París utilizando un nuevo material de construcción, el hierro colado —gritaba a su arquitecto

Sólo uso con fines educativos 47


Baltard: “¡Hierro! ¡Hierro! ¡Nada más que hierro!”.12 Construyó grandes monumentos como la Ópera de
París, rediseñó los parques de la ciudad y creó una nueva red subterránea de gigantescas cloacas.
En el trazado de las calles, Haussmann volvió a aplicar los principios romanos de linealidad, aun-
que de nuevas maneras. Napoleón III había entregado a su prefecto poco más que un cuidado bos-
quejo. Para hacer las calles reales del plano Haussmann construyó altas torres de madera a las que se
subían sus ayudantes —a los que llamaba “geómetras urbanos”— a fin de trazar con compás y regla
unas calles rectas sobre los antiguos muros de la ciudad. Los geómetras urbanos dirigían su atención,
especialmente al norte y al noreste, a zonas de casas de obreros, talleres y pequeñas fábricas. Al atrave-
sar estos territorios, Haussmann separó y dividió las comunidades de los pobres con bulevares por los
que discurría el tráfico.
Como en el cinturón de Nash que circundaba Regent’s Park, el tráfico creó un muro de vehículos en
movimiento, tras el cual se hallaban fragmentados los distritos pobres. Además, la anchura de las calles
estaba calculada teniendo en cuenta los temores de Haussmann a la movilidad de una multitud suble-
vada. La anchura de la calle permitía que dos carros del ejército se desplazaran en paralelo, lo que per-
mitiría que la milicia, en caso necesario, disparara hacia los lados de la calle. Como en torno a Regent’s
Park, las calles estaban delimitadas por un bloque continuo de edificios, con tiendas a la altura de la
calle y viviendas sobre las mismas, los inquilinos más ricos más cerca de la calle y los más pobres más
cerca del cielo. La renovación de los distritos más pobres afectó casi exclusivamente a las fachadas de
los edificios: “Los constructores tenían que ajustarse a ciertos límites de altura y levantar las fachadas
prescritas, pero detrás de esas fachadas podían construir viviendas estrechas y sin ventilación, y muchos
de ellos lo hicieron”.13
Haussmann y sus geómetras dividieron la ciudad en tres “redes”. La primera consistía en el labe-
rinto de calles que formaban originalmente la ciudad medieval. La reforma de Haussmann se centró
en cortar edificios y enderezar calles en las proximidades del Sena, para que el tráfico rodado pudiera
pasar por la ciudad vieja. La segunda red consistía en calles que comunicaban la ciudad con la periferia,
más allá de sus muros, denominados octroi. Cuando las calles llegaron a la periferia, la administración
de la ciudad empezó a controlar efectivamente localidades que ahora estaban conectadas con el cen-
tro. La tercera red era más amorfa. Consistía en calles que comunicaban las principales vías de la ciudad
y las redes primera y segunda.
De acuerdo con el proyecto de Haussmann, las calles de la primera red eran arterias urbanas como
las que L’Enfant había construido en Washington. La relación entre la forma edificada y el cuerpo en
movimiento era importante y el avance de los vehículos o los individuos estaba marcado por monu-
mentos, iglesias u otras estructuras. La calle que unía el Palais Royal, justo al norte del Louvre, con la
nueva Ópera era una arteria de la primera red, igual que la rue de Rivoli, que unía el ayuntamiento con
la iglesia de Saint-Antoine.
Las calles de la segunda red eran las venas de la ciudad. Su movimiento sería principalmente de
salida de la ciudad, orientado al comercio y la industria ligera, porque Haussmann no deseaba atraer
a más pobres al centro. Aquí importaba menos la naturaleza precisa de las edificaciones de la calle. El
Boulevar du Centre, que hoy conocemos como Boulevar de Sébastopol, era una vena de este tipo, que
se extendía desde la Place du Châtelet a la puerta de Saint-Denis, al norte de la ciudad. Esta gran calle

Sólo uso con fines educativos 48


ejemplificó el control social que implicaba la forma lineal. Con una anchura de casi 30 metros y más
de un kilómetro y medio de longitud, el Boulevar de Sébastopol dividió en dos una zona congestio-
nada, irregular y pobre. Las antiguas calles y el tejido de edificios no se comunicaban con esta vena,
pues con frecuencia desembocaban en el bulevar en ángulos difíciles o incluso intransitables. El Boule-
var de Sébastopol tampoco tenía la misión de alimentar esos espacios fragmentados que se encontra-
ban detrás de sus fachadas. Por el contrario, su finalidad era transportar mercancías hacia el norte. De
hecho, Haussmann lo concibió como una calle de un solo sentido en esa dirección. En este tipo de vías
la segunda red debía ser un espacio donde los vehículos pudieran moverse con rapidez.
La tercera red constaba tanto de arterias como de venas. La propuesta de Haussmann —que no se
llevó a cabo— para la rue Caulaincourt es típica de este modelo. Abordaba el problema de cómo des-
plazar carretas cargadas con mercancías rodeando el cementerio de Montmartre, en el extremo norte
de la ciudad, comunicando las venas de la segunda red al este y al oeste. Aquí Haussmann se vio obli-
gado a perturbar a los muertos en lugar de a los vivos, trazando parte de la vía por el cementerio. En un
estilo inimitablemente francés, ello le condujo a prolongados pleitos con las familias de los difuntos, en
los que se regateó el precio por disponer del aire sobre los muertos. Pero el proyecto de la calle Cau-
laincourt despertó una oposición más seria, porque expresaba de manera patente cómo la nueva geo-
grafía parisina de la movilidad violaba todos los aspectos de la vida urbana.
En su gran estudio sobre la cultura parisina del siglo XIX, Walter Benjamin describió las galerías de
techo de cristal como “capilares urbanos”, pues todos los movimientos que daban una vida vibrante a la
ciudad estaban concentrados en estos angostos pasajes cubiertos llenos de singulares tiendas, peque-
ños cafés y grupos de gente. El Boulevar de Sébastopol fue escenario de otro movimiento, un impulso
divisor, un movimiento direccional demasiado rápido, demasiado apremiado, como para vincularse con
esos remolinos de vida. Una vez más como Regent Street, el Boulevar de Sébastopol constituía, en su
forma primitiva, un espacio vivo. Si bien dividía a la multitud urbana como grupo político, arrojaba a los
individuos que iban en carretas, carruajes o a pie a un remolino casi frenético. Sin embargo, su trazado
también resultó ser ominoso, pues, al privilegiar el movimiento por encima de los derechos de la gente,
se habían dado dos nuevos pasos: el tráfico quedó divorciado del diseño de los edificios situados a lo
largo de la calle, sólo importaba la fachada; y la vena urbana convirtió la calle en un medio de escapar
del centro urbano, más que de habitar en él.

El metro de Londres
Se suele relacionar con el metro de Londres la revolución social que llevó a la gente a la ciudad.
Pero los ingenieros del metro habían aprendido del sistema de redes de Haussmann y su objetivo era
tanto sacar a la gente de la ciudad como llevarla a ella. Ese movimiento hacia afuera tuvo un carácter
clasista con el que incluso el más resuelto flâneur de las calles debe simpatizar.
Los sirvientes domésticos eran el grupo individual más amplio de trabajadores pobres que existía
en Mayfair, Knightsbridge, Bayswater y otros distritos acaudalados de Londres a finales del siglo XIX,
como en las zonas acomodadas de París, Berlín y Nueva York. Relacionado con los sirvientes domés-
ticos existía un ejército secundario de trabajadores de servicios: reparadores de aparatos domésticos,
proveedores, tratantes de coches, caballos, etc. Los sirvientes que vivían en los hogares de sus patrones

Sólo uso con fines educativos 49


compartían con ellos la intimidad de la vida familiar. Durante la temporada social londinense, que cada
año duraba desde finales de mayo hasta agosto, llegaba del campo un tercer ejército de unas veinte mil
muchachas para asistir a las damas jóvenes en el arreglo de sus vestidos y cabellos cuando eran presen-
tadas en sociedad. El Londres eduardino es la última época de la historia europea en que los ricos y los
pobres vivían en esa intimidad doméstica. Después de la Gran Guerra las máquinas irían desplazando
paulatinamente a los sirvientes.
Sin embargo, la mayor parte del ejército secundario de trabajadores que servía a los hogares aco-
modados, así como el gran número de administrativos y empleados de menor categoría requeridos por
la burocracia imperial y la ciudad, vivían hacinados en las congestionadas bolsas del viejo Londres que
habían dejado intactas los proyectos de los grandes terratenientes. A mediados del siglo XIX, muchos
de estos trabajadores pobres pero con empleo se hacinaban en zonas del East End y del South Bank
anteriormente habitadas sólo por delincuentes o por inquilinos temporales como los marineros.
Las bolsas de pobreza del centro y las casas de East End y del South Bank revelaban una ciudad
muy diferente de los monumentos de estuco imperial. Aquí cabría pensar que finalmente se había lle-
gado a una ciudad que se parecía a la antigua Roma, la Roma de la miseria masiva. Sin embargo, en
contraste con las viviendas, insulae, de la antigua Roma y, desde luego, con los vastos suburbios que
habían surgido en otras ciudades europeas, Londres construyó la miseria a una escala arquitectónica
más reducida. En Inglaterra, como escribe el urbanista Donald Olsen: “La unidad de vivienda y la uni-
dad de construcción suelen coincidir, mientras que en el continente la primera es sólo una parte de
la segunda”, y consiste en hileras de casas individuales a lo largo de la calle.14 En las zonas realmente
míseras del East End, vivían familias enteras en habitaciones individuales de pequeñas casas. El metro
contribuyó a transformar su condición.
En la mitad superior del 50 por ciento que tenía acceso al 3 por ciento de la riqueza nacional, el
transporte barato que proporcionaba el metro permitió explorar la posibilidad de vivir mejor en otro
sitio. El desarrollo de las cooperativas de viviendas facilitó el capital para realizar ese sueño. En la penúl-
tima década del siglo XIX, la marea urbana que había anegado Londres comenzó a fluir hacia el exterior.
Gracias a la mejora del transporte público, los trabajadores pobres que podían reunir el dinero tenían la
posibilidad de abandonar el centro de la ciudad para vivir en casas adosadas propias al sur del Támesis
y al norte del centro en distritos como Camden Town. Como las viviendas de los privilegiados, estas
modestas casas adosadas consistían en bloques uniformes, con pequeños patios individuales y retretes
en la parte de atrás. Para Forster y sus contemporáneos de clase media, su calidad arquitectónica era
terrible. Las casas eran deprimentes y húmedas, estaban mal construidas y sus retretes exteriores apes-
taban. Sin embargo, según los parámetros de la clase trabajadora, representaban un logro inmenso. La
gente no dormía en el mismo piso que en el que comía. El olor a orina y de heces ya no impregnaba el
interior.
Ciertamente, el metro sirvió tanto de arteria como de vena. Contribuyó a hacer accesible el centro
de Londres, especialmente al consumo masivo en los nuevos grandes almacenes que aparecieron en
las dos últimas décadas del siglo XIX. Hasta entonces había sido posible vivir en el acaudalado West End
de Londres aislado de los pobres que no formaran parte del servicio doméstico, que vivían en el East
End. Sin embargo, como observa la historiadora Judith Walkopwitz, desde los años ochenta, “el paisaje

Sólo uso con fines educativos 50


imaginario predominante en Londres ya no estaba geográficamente limitado, sino que sus límites eran
transgredidos indiscriminada y peligrosamente”.15 No obstante, los transgresores eran más a menudo
compradores que ladrones.
No obstante, si el metro, como sistema de arterias y venas de Londres, creó una ciudad más mez-
clada, esta mezcla tenía límites bien delimitados. Durante el día, la sangre humana de la ciudad fluía
bajo tierra hacia el corazón. Por la noche, estos canales subterráneos se convertían en venas que vacia-
ban el centro, cuando la gente cogía el metro para ir a su casa. Con el tránsito masivo, según el modelo
del metro, había cobrado forma la geografía temporal del centro urbano moderno: congestión y diver-
sidad por el día, descongestión y homogeneidad por la noche. Y esa mezcla por el día no implicaba un
contacto humano significativo entre las clases. La gente trabajaba y compraba, y después regresaba a
su casa.

3. COMODIDAD

En la poesía de Baudelaire, la velocidad aparecía como una experiencia frenética y el hombre urba-
no como si viviera al borde de la histeria. De hecho, la velocidad fue adquiriendo un carácter distinto
durante el siglo XIX, gracias a las innovaciones técnicas introducidas en el transporte. Éstas proporcio-
naron comodidad al cuerpo que viajaba. La comodidad es un estado que asociamos con el descanso
y la pasividad. La tecnología del siglo XIX fue extendiendo esta clase de experiencia corporal pasiva.
Cuanto más cómodo se encontraba el cuerpo en movimiento, tanto más se aislaba socialmente, viajan-
do solo y en silencio.
Por supuesto, la comodidad es una sensación que se puede despreciar con facilidad. Pero el deseo
de comodidad tiene un origen digno: la búsqueda de descanso para los cuerpos fatigados por el tra-
bajo. En las primeras décadas de trabajo fabril e industrial durante el siglo XIX, los trabajadores perma-
necían en sus tareas sin descanso a lo largo del día mientras pudieran mantenerse de pie o mover sus
miembros. A finales de siglo, era evidente que en esas condiciones la productividad disminuía a medida
que avanzaba el día. Los analistas industriales percibían el contraste entre los trabajadores ingleses, que
a finales de siglo trabajaban generalmente jornadas de diez horas, y los obreros alemanes y franceses,
que trabajaban jornadas de doce o catorce horas: los obreros ingleses eran mucho más productivos por
hora. La misma diferencia de productividad se daba entre los trabajadores manuales que trabajaban en
domingo en contraste con aquellos a los que se les daba un día de descanso. Los obreros que descan-
saban el domingo trabajaban con más ímpetu el resto de la semana.
La lógica del mercado sugería a los capitalistas puros como Henry Clay Frick que “la mejor clase de
trabajador” era el que deseaba trabajar todo el tiempo, aquel cuyas energías eran estimuladas por la
posibilidad de llevar su cuerpo hasta el límite para hacer dinero. Pero el cansancio atestiguaba una eco-
nomía diferente en la realidad. En 1891, el fisiólogo italiano Angelo Masso explicó la relación entre fati-
ga y productividad. En su libro La Fatica demostró que la gente se siente cansada mucho antes de que
sea incapaz de realizar más esfuerzos. La sensación de fatiga es un mecanismo de protección en virtud
del cual el cuerpo controla sus propias energías, protegiéndolo del daño que una “sensibilidad menor”

Sólo uso con fines educativos 51


causaría al organismo.16 Esta sensación protectora de fatiga marca el momento en que la productividad
comienza a disminuir drásticamente.
La búsqueda de la comodidad en el siglo XIX tiene que entenderse en este contexto. Las carreteras
cómodas para viajar, igual que los muebles y lugares cómodos para descansar, inicialmente tenían la
función de facilitar la recuperación de los excesos corporales que marcaba la sensación de fatiga. No
obstante, la comodidad tomó desde el principio otro rumbo, en el que se convirtió en sinónimo de
comodidad individual. Si la comodidad reducía el grado de estimulación y receptividad de una perso-
na, podía servir para aislarse de los demás.

La silla y el carruaje
El antiguo griego en su andrón, o la pareja romana en su triclinio estaban reclinados o en pie de
manera sociable. Esta postura sociable del cuerpo para descansar contrastaba con la postura sedente
“patética” o vulnerable, como en el teatro antiguo. En el período medieval, el sentarse casi en cuclillas
se convirtió en una postura sociable, aunque dependiente del rango del que se sentaba. El mueble más
común para el descanso era el taburete bajo sin respaldo o los arcones bajos. Las sillas con respaldo
estaban reservadas para los personajes importantes. En el siglo XVII ya había complejas normas de eti-
queta que determinaban cómo, cuándo y con quién se sentaba la gente, como en el Versalles de Luis
XIV. Una condesa tenía que permanecer de pie ante una princesa de sangre, pero podía sentarse en un
taburete ante una princesa que no estuviera emparentada colateralmente con el rey. Las princesas de
ambas clases se sentaban en sillas con brazos, excepto en presencia del rey o de la reina. En ese caso la
princesa nocolateral debía permanecer en pie y la de sangre real podía permanecer sentada, pero sólo
en una silla sin brazos. El estar de pie se convirtió en una postura respetuosa. Todos, desde las princesas
a los sirvientes, debían permanecer de pie en presencia de sus superiores sociales, que disfrutaban de
la comodidad de sentarse.
En la Era de la Razón, las sillas permitieron posturas sedentes más cómodas, reflejando así una
relajación gradual de las formas cortesanas de Versalles. El respaldo de la silla se convirtió en algo tan
importante como el asiento y además se curvó de tal manera que fuera posible apoyarse en él. Los bra-
zos se bajaron para moverse con libertad a uno y otro lado. Este cambio se acentuó alrededor de 1725
y apareció en sillas informales con nombres evocadores de la naturaleza como bergère, la “silla del pas-
tor”, en la que probablemente no se sentó nunca ningún pastor. El fabricante de muebles Roubo señaló
que en esas sillas una persona podía descansar el hombro contra el respaldo “mientras que la cabeza
queda completamente libre a fin de que no se desarregle el peinado de las damas o los caballeros”.17 La
comodidad del siglo XVIII, por lo tanto, significaba libertad de movimientos incluso estando sentado,
de manera que fuera posible apoyarse a uno u otro lado y hablar cómodamente con los que estaban
alrededor. Esta libertad para volverse y moverse caracteriza tanto a las sillas más sencillas como a las
más caras del siglo XVIII. Las preciosas sillas de madera “Windsor”, que adornaron las casas pobres de
ingleses y americanos de la época, sostenían la espalda, como la aristocrática bergère, si bien estaban
abiertas para permitir libertad de movimientos.
Las sillas del siglo XIX cambiaron sutil pero poderosamente esta experiencia de sentarse llanamen-
te gracias a las innovaciones introducidas en la tapicería. Hacia 1830, los fabricantes de sillas colocaron

Sólo uso con fines educativos 52


muelles debajo de los asientos y en los respaldos. Sobre los muelles pusieron gruesos almohadillados,
empleando crines de caballos plegadas o la lana cardada que se obtenía con las nuevas máquinas de
hilar. Las sillas, los divanes y los sofás adquirieron así un tamaño enorme y su diseño se sobrecargó. El
tapicero francés Dervilliers comenzó a fabricar ese tipo de sillas en 1838, denominándolas “confortables”.
Siguió con varios modelos como el confortable senateur de 1863 y la confortabe gondole de 1869, que se
parecía a una barca en la que era posible inclinarse a los lados. En todas estas sillas “confortables” el
cuerpo se hundía en la estructura envolvente y tenía dificultades para moverse. Con el avance de los
procesos de fabricación en masa, particularmente con el tejido mecánico de cojines, las sillas quedaron
al alcance de un público amplio. La “silla confortable” en el hogar de un obrero o de un empleado era
un motivo de orgullo y lugar de descanso de las preocupaciones del mundo. La comodidad en esas
sillas implicaba un tipo de postura que, según el historiador Sigfried Giedion, “se basaba en la relaja-
ción... en una actitud libre y natural que no puede describirse como estar sentado ni como estar tumba-
do” en comparación con épocas anteriores.
En el siglo XIX sentarse implicaba un ritual de relajación, pues el cuerpo se hundía en la silla tapi-
zada y quedaba inmovilizado. Esta misma capitulación caracterizó la mecedora del siglo XIX. En su
forma del siglo XVIII, como en la mecedora Windsor, el suave movimiento derivaba del impulso de los
pies de la persona sentada. Cuando los fabricantes del siglo XIX les añadieron muelles se produjeron
movimientos mecánicos más complicados. En 1853 se registró la primera patente americana de lo que
ahora denominamos “silla reclinable de oficina”, en aquella época conocida simplemente como silla. Su
movimiento mediante muelles y espirales significaba que la “relajación” provenía de pequeños y con
frecuencia “inconscientes cambios de posición”.18 Apoyar la espalda en una silla de oficina reclinable
sustentada por muelles es una experiencia física diferente de la de recostarse en una silla mecedora de
madera. Para experimentar comodidad, el cuerpo se mueve menos y los muelles realizan el trabajo de
los pies.
La unión de comodidad y pasividad corporal hizo acto de presencia en el más privado de los actos
que se realizan sentados. El desarrollo de los retretes a mediados del siglo XIX continuó la tendencia a la
higiene del siglo XVII. Pero las tazas de cristal-vítreas y los asientos de madera de la era victoriana sobre-
pasaron las inquietudes utilitarias. Con los imaginativos diseños de las tazas y la porcelana pintada, los
más exuberantes de estos retretes se consideraban parte del mobiliario. Sus fabricantes previeron que
la gente descansaría cuando se sentara en ellos, igual que descansaba en otros asientos. Algunos esta-
ban provistos de anaqueles para revistas, otros de estantes para vasos y bandejas. Incluso se botó un
ingenioso “mecedor Crapper” —llamado así por su inventor— a los mares del comercio victoriano.
La defecación se convirtió en una actividad privada en el siglo XIX —al contrario que un siglo antes,
cuando era habitual charlar con amigos mientras uno se sentaba en una chaise-percé bajo la cual había
un orinal. En el aseo, que ahora contenía un baño, un lavabo y un retrete, uno se sentaba tranquila-
mente, pensando, quizás leyendo o bebiendo algo, sin ser molestado. Este mismo retiro era posible en
sillones en otros lugares más públicos de la casa, sillones en los que una persona exhausta después del
trabajo tenía derecho a no ser molestada.
El asiento para viajar siguió la misma trayectoria de comodidad individualizada. Las técnicas de
tapicería de Dervilliers también se aplicaron al diseño de los interiores de carruajes. Los muelles que

Sólo uso con fines educativos 53


había en la parte inferior de los carruajes se acolcharon cada vez más para amortiguar el traqueteo. La
comodidad del carruaje hizo que el aumento de velocidad fuera llevadero para los pasajeros, que en los
vehículos antiguos habían sufrido más cuando iban deprisa.
Estos cambios alteraron las condiciones sociales del viaje. En el siglo XIX, el vagón del ferrocarril
europeo llevaba de seis a ocho pasajeros situados unos frente a otros, disposición que derivaba de las
grandes diligencias tiradas por caballos. Cuando se aplicó al tren, argumenta el historiador Wolfgang
Schivelbusch, provocó “turbación en los viajeros, sentados frente a frente en silencio” porque el ruido
que hacía el carruaje tirado por caballos había desaparecido.19 Sin embargo, la cómoda uniformidad
del vagón de ferrocarril permitía que la gente leyera.
El vagón de ferrocarril, lleno de cuerpos apretados que leían o miraban en silencio por la ventana,
marcó un gran cambio social que se produjo durante el siglo XIX: el del silencio utilizado como una
protección de la intimidad individual. En las calles, al igual que en el vagón de tren, la gente comenzó
a considerar un derecho personal el que los extraños no la hablaran, a ver las palabras de los extraños
como una violación. En el Londres de Hogarth o en el París de David el hablar a un extraño no tenía nin-
guna connotación de violar su intimidad. En público la gente esperaba hablar y que la hablaran.
El vagón de ferrocarril americano, tal y como se desarrolló en los años cuarenta del siglo XIX, colocó
a los pasajeros de manera que prácticamente estaba asegurada la tranquilidad individual. Sin comparti-
mentos, el vagón de ferrocarril americano hacía que todos los pasajeros dirigieran la vista hacia adelan-
te, mirando a la espalda de los demás en lugar de a sus rostros. Los trenes americanos frecuentemen-
te surcaban distancias inmensas —desde la perspectiva europea—, pero para los visitantes del Viejo
Mundo resultaba chocante el que se pudiera cruzar el continente norteamericano sin tener que dirigir
ni una palabra a nadie, aunque no existieran barreras físicas entre los viajeros del vagón. Antes de la
aparición del transporte de masas, señaló el sociólogo Georg Simmel, rara vez se había visto obligada la
gente a ir sentada junta en silencio, simplemente mirando durante un tiempo prolongado. Esta manera
“americana” de sentarse en un transporte público apareció también en Europa en la forma de sentarse
en cafés y pubs.

El café y el pub
Los cafés del continente europeo deben sus orígenes a la coffeehouse inglesa de principios del siglo
XVIII. Algunas de estas coffehouses empezaron a aparecer como meros apéndices de las estaciones de dili-
gencias y otros como empresas autónomas. La compañía aseguradora Lloyd’s de Londres comenzó como
una coffeehouse y sus reglas caracterizaban la sociabilidad de la mayoría de los lugares urbanos. El precio
de una taza de café otorgaba a la persona el derecho a hablar con cualquiera en el local de Lloyd’s.
Lo que impulsaba a los extraños a charlar en el café iba más allá de la mera charlatanería. Hablar era
el medio más importante de obtener información acerca del estado de la carretera, o sobre la ciudad y
los negocios. Aunque las diferencias de rango social resultaban evidentes en la apariencia de la gente
y en su dicción, la necesidad de hablar con libertad dictaba el que las personas las ignorasen mientras
estuvieran bebiendo juntas. La llegada del periódico moderno a finales del siglo XVIII agudizó, si acaso,
el impulso de hablar. Colocados en anaqueles en los locales, los periódicos ofrecían temas de discusión,
pues la palabra escrita no parecía más cierta que la hablada.

Sólo uso con fines educativos 54


El café francés del Antiguo Régimen tomó su nombre de la coffehouse inglesa y funcionaba de
manera muy similar: los extraños discutían en él, murmuraban y se informaban con toda libertad. En
los años anteriores a la Revolución, a menudo surgieron grupos políticos de estos encuentros de café.
Al principio se encontraban en el mismo café muchos grupos diferentes, como era el caso del Café Pro-
cope en la orilla izquierda. Cuando se produjo el estallido de la Revolución, cada grupo político de París
tenía el suyo. Tanto durante como después de la Revolución la mayor concentración de cafés se daba
en el Palais-Royal. Aquí, a inicios del siglo XIX, se inició un experimento que iba a transformar el café
como institución social. El experimento consistió sencillamente en colocar unas cuantas mesas fuera
de la galerie de bois que discurría por el centro del Palais-Royal. Estas mesas exteriores privaron a los
grupos políticos de su cobertura. Los clientes se sentaban allí más para mirar a la gente que pasaba que
para conspirar.
El desarrollo de los grandes bulevares de París llevado a cabo por el barón Haussmann, particu-
larmente en las calles de la segunda red, estimuló ese uso del espacio exterior. Las anchas calles pro-
porcionaron mucho más espacio para que el café se extendiera. Aparte de los cafés de la segunda red,
había dos centros de vida de café en el París de Haussmann, uno ubicado en torno a la Ópera, donde se
encontraban el Grand Café, el Café de la Paix y el Café Anglais, y el otro en el Barrio Latino, cuyos cafés
más famosos eran el Voltaire, el Soleil d’Or y el François Premier. Durante el siglo XIX, los clientes de los
grandes cafés procedían de las clases media y alta, ya que el precio de las bebidas desanimaba a los
consumidores pobres. Además, en estos grandes cafés los parisinos actuaban igual que los americanos
en sus trenes. El que iba al café esperaba que se respetara su derecho a estar solo. El silencio en estos
amplios establecimientos resultó desagradable para las clases trabajadoras, que se aferraron a la anima-
ción de los cafés intimes que había en las calles laterales.
Se suponía que los que se sentaban a una mesa exterior de un gran café permanecerían allí cierto
tiempo. Los que preferían cambiar frecuentemente de escenario se quedaban de pie en la barra. El ser-
vicio a estos cuerpos fijos era más lento que a los parroquianos que estaban de pie. En los años setenta
del siglo XIX, por ejemplo, se convirtió en práctica común que los camareros mayores se vieran relega-
dos a las mesas exteriores de los cafés, de manera que su lentitud no fuera interpretada como un fallo.
En las terrazas, los clientes habituales permanecían en silencio contemplando cómo pasaba la gente; se
sentaban allí como individuos, absortos en sus propios pensamientos.
En la época de Forster había varios grandes cafés al estilo francés en Londres, cerca de Picadilly
Circus, pero el local más universal de la ciudad para beber sin duda era el pub. Pese a su ambiente aco-
gedor, los pubs eduardinos de Londres habían asimilado algunas de las maneras públicas de sus primos
continentales, los cafés. Si la gente charlaba de pie en la barra, se podía sentar en cualquier otro sitio
sola y en silencio. La mayoría de la gente en París iba al café que quedaba más cerca, igual que sucedía
con los pubs en Londres. “En el café del bulevar, de la Opera y del Barrio Latino la base del negocio era
el habitué más que el turista o el elegante de paseo con una demimondaine”.20 Por supuesto el pub no
tenía una relación espacial con la calle como la del café. Daba la impresión de ser un espacio de refugio,
en cuyo interior se mezclaban los familiares olores de la orina, la cerveza y las salchichas. Pero el parisi-
no que mataba el tiempo en la terraza de un café también estaba desconectado de la calle. Se hallaba
en un ámbito muy similar al del americano que atravesaba un continente en silencio, pero ahora era la

Sólo uso con fines educativos 55


gente de la calle la que aparecía como un paisaje, como un espectáculo. “Media hora en los bulevares o
en una de las sillas de los jardines de las Tullerías tiene el efecto de un espectáculo teatral infinitamen-
te entretenido”, escribió el viajero Augustus Hare.21 Ahora bien, tanto en el pub como en el café, este
espectáculo podía tener lugar en el teatro de los propios pensamientos mientras se estaba sentado.
La multitud exterior que constituía ese espectáculo ya no presentaba la amenaza de una turba
revolucionaria —ni tampoco la gente de la calle interpelaba a quien estuviera tomándose su cerveza o
su fine. En 1808, los espías de la policía que buscaban peligrosos elementos políticos en París pasaron
una buena parte del tiempo infiltrando cafés. En 1891, la policía desmanteló el departamento dedicado
a la vigilancia de los cafés. Este ámbito público de individuos que se movían y observaban —tanto en
París como en Londres— ya no formaba parte del terreno político.
Como la silla, el café proporcionaba un espacio de comodidad que unía lo pasivo y lo individual.
Sin embargo, pese a todo esto, el café era, y sigue siendo, intensamente urbano y cortés. Se estaba y se
está rodeado de vida, aunque uno se sienta distanciado. El espacio de comodidad dio un nuevo giro a
la introversión cuando la arquitectura urbana comenzó a estar sellada mecánicamente.

Espacio sellado
Los planificadores del siglo XVIII habían intentado crear una ciudad saludable a partir del modelo
de un cuerpo sano. Como ha observado el urbanista Reyner Banham, la tecnología constructiva de la
época no servía para ese propósito. Los edificios tenían corrientes de aire, pero estaban mal ventilados.
El movimiento de aire en su interior era irracional y la pérdida de calor, si había algún tipo de calefac-
ción, exagerada.22 A finales del siglo XIX, comenzaron a abordarse estas dificultades de respiración en
el interior de la piedra.
Puede parecer que la aparición de la calefacción central no sea un gran acontecimiento en la histo-
ria de la civilización occidental, no más que la silla mullida. Sin embargo la calefacción central, al igual
que adelantos similares relacionados con la iluminación interior, el aire acondicionado y la eliminación
de los desperdicios, creó edificios que cumplieron el sueño ilustrado de un entorno saludable —con un
coste social. Porque estas invenciones aislaron los edificios del entorno urbano.
Debemos a Benjamin Franklin la idea de caldear una habitación con aire caliente irradiado, más
que con un fuego. Franklin creó la primera “estufa Franklin” en 1742. El inventor de la máquina de vapor,
James Watt, caldeaba sus oficinas con vapor en 1784. A principios del siglo XIX empezaron a caldearse
con vapor edificios grandes. La caldera que producía el vapor también podía producir agua caliente,
que se distribuía por cañerías a cada habitación cuando era necesario, en lugar de ser llevada por sir-
vientes que calentaban el agua en la cocina. En 1877, Birdsill Holly realizó en Nueva York experimentos
encaminados a proporcionar a varios edificios calefacción de vapor y agua caliente a partir de una sola
caldera.
El problema de estas invenciones era doble: los edificios estaban tan mal aislados que el aire calien-
te se filtraba al exterior y estaban tan mal ventilados que el aire caliente permanecía estancado en el
interior. El problema de la ventilación podía ser resuelto, y lo fue en cierta medida, cuando la Sturtevant
Company puso en funcionamiento una calefacción por aire en los años sesenta del siglo XIX, pero esta
nueva tecnología seguía adoleciendo de los problemas derivados de los escapes. Cuando los arquitec-

Sólo uso con fines educativos 56


tos comenzaron a sellar los edificios, también se ocuparon del problema de una circulación eficaz del
aire, dirigiendo el aire fresco al interior del edificio y expulsando el viciado al exterior. La utilización de
materiales aislantes efectivos y flexibles vino con posterioridad, en la segunda y tercera décadas del
siglo XX; en el siglo XIX los métodos de sellar se centraron en el diseño. Uno de ellos fue el empleo
de materiales nuevos como hojas continuas de vidrio para cerrar los huecos de las ventanas, una inno-
vación que se introdujo en los grandes almacenes en los años setenta del siglo XIX; otro fue instalar
conductos de ventilación que cumplían la antigua función de las ventanas. El enorme Royal Victorian
Hospital, acabado de construir en 1903 en Belfast, Irlanda del Norte, contaba con tales conductos.
El sellado de los edificios también avanzó gracias a los progresos en el alumbrado. La luz de gas de
los edificios del siglo solía tener escapes, a menudo peligrosos. Los materiales utilizados por Thomas
Edison para producir luz eléctrica se convirtieron en 1882 en un punto de referencia de los construc-
tores británicos en los nuevos edificios, como sucedió en Francia y Alemania unos años más tarde. En
1882, la luz eléctrica también sustituyó a la de gas en el alumbrado de las calles. La utilización de la luz
eléctrica en los grandes edificios urbanos significó que los espacios interiores podían ser incluso más
utilizables e independientes de las ventanas que daban a la calle. Finalmente sería posible eliminar las
ventanas de edificios provistos de luz eléctrica uniforme. La nueva tecnología rompió el vínculo necesa-
rio en las construcciones anteriores entre la iluminación interior y el exterior.
Todas estas tecnologías podían ser aplicadas a los edificios urbanos existentes. La luz eléctrica, por
ejemplo, podía servirse de las antiguas salidas de gas; las cañerías de la calefacción y los conductos de
la ventilación podían instalarse en los pisos o en la escalera. La mayor fuente de incomodidad física en
los edificios grandes —la subida a pie de numerosos tramos de escaleras— generó una nueva forma
urbana. Cuando se eliminaron los rigores de la subida vertical mediante la tecnología del ascensor,
nació el rascacielos. El ascensor comenzó a utilizarse en edificios en 1846, al principio impulsado por
hombres que manipulaban los contrapesos, más tarde por máquinas de vapor. El edificio Dakota de
Nueva York y el hotel Connaught de Londres utilizaban energía hidráulica para subir y bajar el aparato.
La suerte del ascensor dependía de su seguridad y Elisha Graves Otis lo convirtió en 1857 en una máqui-
na segura al inventar unos frenos automáticos para el caso de que fallara el suministro de energía.
Estamos tan acostumbrados a los ascensores que no percibimos con facilidad los cambios que nos
han provocado en el cuerpo. El esfuerzo aeróbico del ascenso ha sido sustituido en buena media por la
inmovilidad. Además, el ascensor permitió que los edificios se convirtieran en espacios sellados en una
forma enteramente nueva: en pocos segundos es posible alejarse de la calle y todo lo que contiene. En
los edificios modernos, que llevan sus ascensores hasta garajes subterráneos, el cuerpo pasivo puede
perder todo contacto físico con el exterior.
De todas estas maneras, la geografía de la velocidad y la búsqueda de la comodidad condujo a
las personas a esa condición de aislamiento que Tocqueville denominó “individualismo”. Sin embargo,
en una época cuyo emblema arquitectónico es la sala de espera del aeropuerto, no parece que haya
muchas personas que pasearan por las adornadas calles del Londres eduardino pensando: “¡Qué insul-
so!” Además, los espacios y la tecnología de la comodidad han producido placeres reales en la ciudad
moderna. Un neoyorkino pensaría, por ejemplo, en un edificio muy admirado construido quince años
después de que Forster escribiera Howards End: la Ritz Tower, en la esquina noreste de la calle 57 y Park

Sólo uso con fines educativos 57


Avenue. Provisto de calefacción central y con una altura de cuarenta y un pisos, cuando la Ritz Tower
fue inaugurada en 1925, era el rascacielos más alto del mundo occidental y el primero que sólo alber-
gaba viviendas. Sus pisos retranqueados, de acuerdo con una ordenanza municipal de 1916, permitie-
ron la construcción de terrazas babilónicas a gran altura, mientras que los ruidos de la calle quedaban
amortiguados y las vistas daban en aquel tiempo a un espacio vacío. “Parecía verticalidad pura a medi-
da que se estrechaba —escribe la historiadora de la arquitectura Elizabeth Hawes—, como un telesco-
pio que, a través de sus pisos retranqueados, se elevara hasta las nubes”.23
La Ritz Tower era tan eficiente como espectacular. La instalación interna del sistema de calefacción
y de aire acondicionado, diseñado por el constructor, Emery Roth, era impecable, de tal manera que los
ocupantes de los pisos ya no dependían tanto de las ventanas. Incluso hoy, cuando la Ritz Tower está
rodeada de otros rascacielos y esa esquina de Park Avenue es un escenario horrible de congestión de
tráfico, dentro del edificio se tiene una gran sensación de calma y paz en el corazón de la ciudad más
neurótica del mundo, ¿Por qué habría que resistir? Howards End dio una respuesta,

4. LA VIRTUD DEL DESPLAZAMIENTO

Contra la organización social de la velocidad, la comodidad y la eficiencia, E. M. Forster invocó la


virtud de una clase de movimiento más psicológica, que impide a la gente sentirse segura. El autor
puede no parecer muy adecuado para esa tarea. El hombre que ordenó: “Sólo conecta...” también
declaró en Dos vivas por la democracia: “Odio la idea de las causas y si tuviera que escoger entre traicio-
nar a mi país y traicionar a mi amigo, espero que tendría los redaños suficientes como para traicionar a
mi país”.24 En Howards End la heroína reflexiona: “Hacer el bien a la humanidad era inútil; los variopintos
intentos realizados estaban extendidos como velos en esta inmensa área, produciendo un gris universal
como resultado”. Por el contrario, “hacer bien a una persona, o... a unas pocas, era lo más que se atre-
vía a esperar”.25 El mundo del artista parece particular y pequeño. Sin embargo, dentro de este ámbito
íntimo, surgen desafíos monumentales a la comodidad. El novelista nos convence de que tienen que
surgir.
Howards End describe la suerte de tres familias que se cruzan en la modesta casa de campo inglesa
Howards End. La familia Wilcox vive principalmente para el dinero y el prestigio, pero también posee
enorme energía y resolución. Es parte de la nueva elite urbana de la época eduardina. La familia Schle-
gel está compuesta por dos hermanas huérfanas y relativamente adineradas, Margaret y Helen, y su
hermano menor, que viven para cultivar el arte y elevadas relaciones personales. La tercera familia pro-
cede de un estrato mucho más bajo de la sociedad y está formada por el joven empleado Leonard Bast,
cuya amante se convertirá en su esposa.
Dado que Forster no era bueno ideando tramas, sus historias se leen como crucigramas abstractos,
con todos los elementos claramente elaborados. Helen Schlegel tiene un romance breve pero lamenta-
ble con el hijo menor de los Wilcox. La señora Wilcox muere; su esposo se casa con la mayor de las her-
manas Schlegel, Margaret; tanto Helen como los otros hijos de Wilcox odian el matrimonio. Helen traba
amistad y se acuesta con el empleado de clase obrera Leonard Bast, cuya repugnante esposa resulta

Sólo uso con fines educativos 58


que fue amante del anciano Mr. Wilcox durante su primer matrimonio. El desenlace de estas historias
se produce en Howards End cuando el hijo mayor de Wilcox ataca a Leonard Bast, que ha ido al campo
para encontrarse con su amada Helen. Leonard muere; el hijo de Wilcox es acusado de homicidio y va a
la cárcel; el desastre reconcilia a Wilcox padre con su esposa; la hermana soltera y su hijo se instalan en
Howards End, que se convierte en su hogar.
La novela se salva por los desplazamientos humanos que exige la acción, desplazamientos que
Forster describe con una prosa casi quirúrgica. Para comprenderlos, hay que ver Howards End como la
mitad de un proyecto más amplio, pues esta novela está relacionada con otra —Maurice— que Forster
comenzó a escribir inmediatamente después de publicar Howards End en 1910. La segunda novela con-
taba la historia de un amor homosexual entre un corredor de bolsa de la clase media alta y un sencillo
guardabosques. Una historia que transgrede los límites del sexo y de la clase debería, según los cáno-
nes de la época, acabar en desastre. Por el contrario, Maurice acaba con la felicidad del caballero, por lo
demás convencional y vinculado a su clase, en brazos de un sirviente. Forster dijo: “Se imponía un final
feliz... Estaba decidido a que al menos en la ficción dos hombres se enamoraran y siguieran estándolo
para el siempre jamás que permite la ficción”.26
Howards End también narra un relato de sexo ilícito entre personas de clases distintas: el affair de
una noche de Helen Schlegel con Leonard Bast. Howards End no acaba con el “para siempre” de amor
ficticio con el que concluye Maurice. Por el contrario, se produce un asesinato: el personaje más confor-
mista y respetable de la novela asesina a Leonard Bast y va a la cárcel. Se descubre la traición: Marga-
ret Schlegel se entera de que su esposo le ha mentido en cuanto al sexo y al dinero. Aunque también
se logra la felicidad: Helen Schlegel, la intrépida transgresora sexual, se traslada con su hijo ilegítimo
a la casa campestre de Howards End. Todos los personajes de Howards End se sienten inseguros de sí
mismos al final, no encuentran la confirmación de su identidad que Maurice encuentra en la homose-
xualidad. Sin embargo, aunque los personajes de Howards End pierden la seguridad en sí mismos, son
estimulados físicamente por el mundo en que viven y logran conocerse mejor mutuamente. Forster
concibió el desplazamiento en cierta manera como Milton la expulsión del Jardín del Edén en el Paraíso
perdido. En la novela de Forster, los desplazamientos personales tienen una dimensión social específica.
Los lectores de Forster podrían haber pensado al principio, por ejemplo, que comprendían muy
bien a las hermanas Schlegel, que encajaban con la imagen de la “Solterona glorificada”, un estereotipo
de la joven liberada que apareció en las páginas del Macmillan’s Magazine en 1888. Macmillan’s des-
cribió a la Solterona glorificada a la vez con admiración y con condescendencia. No deseaba vivir “en
una posición de dependencia y sometimiento”, quería extraer “la mayor cantidad posible de placer de
cada chelín”, pretendía “encontrar la felicidad y los placeres intelectuales y ocuparse comparativamente
poco del entorno social”.27 La Solterona glorificada pagaba su libertad con la pérdida de la sexualidad y
la maternidad.
En Howards End, Margaret y Helen Schlegel subvertían la figura de la Solterona glorificada de dis-
tintas maneras: Margaret, al encontrar su realización sexual con Wilcox aunque sigue siendo crítica e
independiente en relación con él; Helen, incluso más radicalmente al convertirse en una madre feliz-
mente soltera. Sin embargo, las hermanas no comprenden totalmente lo que han hecho y hacia el final
de la novela han dejado de intentar explicarse sus actos o de analizarse.

Sólo uso con fines educativos 59


Howards End es una novela poco usual porque los personajes repetidas veces intentan saber quié-
nes son mediante la mirada, el olor y el contacto con sus entornos. Como sucede con el sexo, los este-
reotipos del lugar se resquebrajan poco a poco. Cuando Margaret Schlegel ve por primera vez las habi-
taciones bajas con vigas de Howards End, por ejemplo, piensa que ha encontrado la Inocencia y la Paz:
“Salón, comedor y vestíbulo... eran sencillamente tres habitaciones donde los niños podían jugar y los
amigos refugiarse de la lluvia”.28 Esto contrastaba con “el espectro de la grandiosidad que Londres esti-
mula” y que “quedó [enterrado] para siempre cuando pasó del vestíbulo de Howards End a su cocina y
escuchó la lluvia a uno y otro lado donde las aguas del tejado la dividían”.29 Al final de la novela, estos
estereotipos ya no funcionan.
Forster prepara el camino para este cambio cuando Henry Wilcox declara a Margaret, abrumado
por sus propias desgracias y por las de su hijo: “No sé qué hacer. Estoy destrozado, estoy acabado”. En
ese momento la novela podría caer en la sensiblería sentimental. Forster lo evita gracias a la respuesta
de Margaret: “Ella no sintió ningún efecto repentino... no le rodeó con los brazos... [Wilcox] se acercó
a Margaret arrastrando los pies... y le pidió que hiciera lo que pudiera por él. [Margaret] hizo lo que
le pareció más fácil, se lo llevó a recuperarse a Howards End”.30 Aunque su esposo está destrozado, la
vida plena e independiente de ella comienza ahora. Para recuperarse, él debe vivir sin las beaterías que
dominaron su pasado: tiene que aceptar a la hermana “deshonrada” de Margaret y la independencia
de ésta. Será un lugar que lo ponga a prueba y lo transforme. Quizás la declaración más sutil de este
libro sea cuando Margaret dice a su hermana que en Howards End tienen que “luchar contra la uniformi-
dad. Diferencias, eternas diferencias, introducidas por Dios en una familia, para que siempre haya color;
quizá pesar, pero color en el gris cotidiano”.31 La casa de campo se ha llenado de las incertidumbres y
provocaciones de la vida viva.
Esta cambiante sensación de lugar es tan importante para el autor como para sus personajes. El
modelo de la casa de la novela fue el hogar en el que vivió de niño de los cuatro a los catorce años,
cuando él y su madre se vieron obligados a marcharse. Pese a todo le parecía providencial el haberse
separado de este hogar de la infancia: “Si el campo me hubiera acogido entonces, el lado conservador
de mi carácter se habría desarrollado y mi liberalismo se habría atrofiado”; o, como lo expresó de mane-
ra aún más contundente al final de su vida: “Las impresiones recibidas allí... todavía resplandecen... y
me han dado un punto de vista concreto sobre la sociedad y la historia. Es un punto de vista de clase
media... que ha sido corregido por contactos con aquellos que nunca han tenido un hogar en [este]
sentido y tampoco lo desean”.32
El desplazamiento se convierte así en algo muy diferente en esta novela del mero movimiento, del
movimiento detestable y carente de significado, que para Forster ejemplificaba el automóvil. Los des-
plazamientos humanos deben impulsar a las personas a ocuparse de los demás allí donde estén. Así,
la posibilidad de un desplazamiento positivo aparece incluso en las descripciones de Londres, cuando
las hermanas Schlegel pierden su hogar en la ciudad, como el joven autor en el campo. En ese momen-
to, Forster señala de manera más general: “El londinense rara vez comprende su ciudad hasta que le
corta... las amarras; los ojos de Margaret no se abrieron hasta que el alquiler de Wickham Palace [su
casa en la ciudad] expiró”.33
En cierta ocasión Forster dijo a su amigo Forrest Reid acerca de su propia vida: “Estuve intentan-

Sólo uso con fines educativos 60


do conectar y utilizar todos los fragmentos con los que nací”.34 Los personajes de sus novelas también
lo intentan. Sin embargo, los lugares donde la gente conecta en las novelas de Forster carecen de la
“sencilla unidad de las cosas” que el filósofo Martin Heidegger imaginó en una granja de la Selva Negra
alemana, una morada perdurable, “concebida para las distintas generaciones que se reúnen bajo un
techo, que muestra el carácter de su viaje a través del tiempo”.35 Howards End es un lugar donde la dis-
continuidad se convierte en un valor positivo.
Alfred Kazin escribe e acerca de la esperanza que Forster expresa en Howards End de que “una
sociedad con resentimiento de clase, con orgullo de clase y protectora de las clases pueda llegar a pen-
sar en una ‘camaradería’ más profunda y más antigua como uno de sus rasgos distintivos”.36 Tanto en
Maurice como en Howards End Forster trata de mostrarlo transgrediendo los límites sexuales y de clase.
Pero en Howards End también reflexiona sobre un posible significado moderno del lugar. Su idea de
lugar no es la de un santuario. Por el contrario, es un escenario donde las personas están vivas, donde
exhiben, reconocen y abordan las partes discordantes de sí mismas y de los demás.
¿Qué significado puede tener esta crítica para nosotros, que vivimos en ciudades discordantes,
rebosantes de diferencias, de razas, etnias, sexualidades, clases y edades distintas? ¿Cómo puede una
sociedad multicultural necesitar el desplazamiento más que la seguridad y la comodidad?

Notas

1. Raymond Williams, The Country and the City (Nueva York: Oxford University Press, 1973), p. 217.
2. Ibíd., p. 220.
3. E. M. Forsrer, Howards End (Nueva York: Vintage Books, 1989; Londres, 1910), p. 112.
4. Judith R. Walkowitz, City of Dreadful Delight: Narratives of Sexual Danger in Late-Victorian London (Chicago: University
of Chicago Press, 1992), p. 25.
5. Housing of the Working Classes, Royal Commission Report 4402 (1884-85); pp. 19-20; citado en Donald J. Olsen, Town Plan-
ning in London: The Eighteenth and Nineteenth Centuries, 2a ed. (New Haven: Yale University Press, 1982), p. 208.
6. Véase la tabla sobre la distribución del capital nacional elaborada a partir de las estadísticas estatales de impuestos en
Paul Thompson, The Edwardians: The Remaking of British Society, 2ª ed. (Nueva York: Routledge, 1992), p. 286.
7. Alfred Kazin, “Howards end Revisited”, Partisan Review LIX .1 (1992), pp. 30 y 31.
8. Véase Alexis de Tocqueville, Democracy in America, 4ª. ed., vol. II (Nueva York: H. G. Langley, 1845).
9. Virginia Woolf, “The Novels of E. M. Forster”, The Death of the Moth and Other Essays (Nueva York: Harcourt, Brace, 1970), p.
172.
10. Bruno Fortier, “La Politique de l’Espace parisien”, en La Politique de l’espace parisien a la fin de l’Ancien Régime, ed. Fortier
(París: Editions Fortier, 1975), p. 59.
11. David Pinckney, Napoleon III and the Rebuilding of Paris (Princeton: Princeton University Press, 1958), p. 25.
12. Véase G. E. Haussmann, Mémories, vol. 3 (París, 1893), pp. 478-483; citado en Pinckney, Napoleon III and the Rebuilding of
Paris, p. 78.
13. Pinckney, Napoleon III and the Rebuilding of Paris, p. 93.
14. Donald Olsen, The City as a Work of Art: London, Paris, Vienna (New Haven: Yale University Press, 1986), p. 92.
15. Walkowitz, City of Dreadful Delight, p. 29.
16. Angelo Masso, Fatigue (Londres, 1906), p. 156; citado en Anson Rabinbach, The Human Motor: Energy, Fatigue, and the
Origins of Modernity (Nueva York: Basic Books, 1990), p. 136.
17. Roubo; citado en Sigfried Giedion, Mechanization Takes Command (Nueva York: Oxford University Press, 1948), p. 313.
18. Ibíd., p. 404.
19. Wolfgang Schivelbusch, The Railway Journey (Berkeley: University of California Press, 1986), p. 75.
20. Ibíd., p. 216.

Sólo uso con fines educativos 61


21. Augustus J. C. Hare, Paris (Londres: Smith, Elder, 1887) p. 5; citado en Olsen, The City as a Work of Art, p. 217.
22. Véase Reyner Banham, The Well-Tempered Environment, 2ª ed. (Chicago: University of Chicago Press, 1984), pp. 18-44.
23. Elizabeth Hawes, New York, New York: How the Apartment House Transformed the Life of the City, 1869-1930 (Nueva York:
Knopf, 1993), p. 231.
24. E. M. Forster, Two Cheers for Democracy (Londres: Edward Arnold, 1972), p. 66.
25. Forster, Howards End, p. 134
26. E. M. Forster, Maurice (Nueva York: W. W. Norton, 1993), p. 250 (“terminal note”).
27. Anónimo, “The Glorified Spinster”, Macmillan’s Magazine 58 (1888) pp. 371 y 374.
28. Forster, Howard’s End, 209-210.
29. Ibíd., p. 210.
30. Ibíd., p. 350.
31. Ibíd., pp. 353-354.
32. Ambos comentarios se citan en Alistair M. Duckworth, Howards End: E. M. Forster’s House of Fiction (Nueva York: Twayne/
Macmillan, 1992), p. 62.
33. Forster, Howards End, p. 113
34. Carta a Forrest Reid, 13 de marzo de 1915, citada en P. N. Furbank, E. M. Forster: A Life (Nueva York: Harcourt Brace Jovano-
vich, 1978), vol. II, p. 14.
35. Martin Heidegger, “Building Dwelling Thinking”, en Heidegger, Poetry, Language, Thought (Nueva York: Harper & Row,
1975), p. 160. La cursiva es del original. Basado en la conferencia pronunciada en Darmstadt, Alemania, el 5 de agosto 5
de 1951.
36. Kazin, “Towards end Revisited”, p. 32.

Sólo uso con fines educativos 62


Lectura Nº 3
Ramos, Julio, “Decorar la Ciudad: Crónica y Experiencia Urbana”, en Desencuen-
tros de la Modernidad en América Latina. Literatura y Política en el Siglo XX, Santia-
go de Chile, Editorial Cuarto Propio/Ediciones Callejón, 2003, pp. 149-184.

V. DECORAR LA CIUDAD: CRÓNICA Y EXPERIENCIA URBANA

Con frecuencia, el racionalismo va de la mano del disfrute de la vida, pues,


en general, quien piensa racionalmente, descubre asimismo que los place-
res de la vida deben ser gozados. Por otra parte, el racionalismo exige una
visión del mundo sobria y clara, realista y desnuda, por lo que el raciona-
lismo no tarda en descubrir que la crueldad y la abominación impiden el
pleno disfrute de la vida: o bien hay que erigir en bello lo abominable [...]
para conseguir el pleno disfrute de la vida, o bien se han de cerrar los ojos a
la abominación y a la crueldad, y seleccionar lo bello para que, convertido
en estéticamente “selecto”, permita un disfrute sin perturbaciones. No obs-
tante, lo mismo en un caso que en otro —lo mismo en la afirmación de la
crueldad que en su repudio—, se trata siempre, pese a la pretensión racio-
nalista de autenticidad sin afeites, de un disfrazar estéticamente lo abomi-
nable, de su hipertrofia o de su acaramelamiento: se trata de un escamoteo
mediante la “decoración”.

H. Broch, Poesía e investigación

En varios sentidos, para los escritores finiseculares la crónica es una instancia “débil” de literatura.
Es un espacio dispuesto a la contaminación, arriesgadamente abierto a la intervención de discursos que
—lejos de coexistir en algún tipo de multiplicidad equilibrada— pugnan por imponer su principio de
coherencia. En el capítulo anterior vimos cómo a pesar de las quejas de los modernistas, que en general
idealizaban la totalidad —autónoma y “pura”— del libro, la heterogeneidad de la crónica cumplió una
tarea importante en el proceso de constitución de la literatura. Paradójicamente, el encuentro con los
discursos “bajos” y “antiestéticos” en la crónica posibilita la consolidación del emergente campo estético.
Ahora quisiéramos explorar otros usos de la crónica en el fin del siglo. Veremos cómo la crónica, en
tanto forma menor, posibilita el procesamiento de zonas de la cotidianidad capitalista que en aquella
época de intensa modernización rebasaban el horizonte temático de las formas canónicas y codifica-
das. Esto es algo, por cierto, que Martí notaba ya en el “Prólogo al Poema del Niágara” (1882). Para Martí,
la modernidad implicaba la experiencia de una temporalidad vertiginosa y fragmentaria, que anulaba
la posibilidad misma de “una obra permanente”, “porque las obras de los tiempos de reenquiciamiento

Sólo uso con fines educativos 63


y remolde son por esencia mudables e inquietas”.1 “De aquí esas pequeñas obras fúlgidas” (p. 209), que
como la crónica, surgidas de la misma fragmentación moderna, constituían un medio adecuado para la
reflexión sobre el cambio.
Sin embargo, no nos proponemos idealizar la “marginalidad” ni la “heterogeneidad” de la crónica.
Por el contrario, intentaremos ver cómo la flexibilidad formal de la crónica le permitió convertirse en un
archivo de los “peligros” de la nueva experiencia urbana; una puesta en orden de la cotidianidad aún
“inclasificada” por los “saberes” instituidos.
Retomaremos una pregunta que nos hicimos anteriormente: ¿por qué, en plena época de la racio-
nalización de la prensa, prolifera la crónica modernista? ¿Qué utilidad podía tener el emergente sujeto
estético, protuberante y enfático (por su ansiedad) en la crónica, para la moderna industria cultural?
Retórica del consumo. La crónica —como el periódico mismo— es un espacio enraizado en las ciu-
dades en vías de modernización del fin de siglo. Esto, primeramente, porque la autoridad (y el valor) de
la palabra del corresponsal se basa en su representación de la vida urbana de alguna sociedad desarro-
llada para un destinatario deseante —aunque a veces ya temeroso— de esa modernidad. De ahí, como
hemos señalado, la estrecha relación entre la crónica —y su forma epistolar— y la literatura de viajes,
fundamental entre los patricios modernizadores.
Aun en la época de Martí, el relato de viaje, la correspondencia, en términos temáticos, era suma-
mente heterogéneo. Con notable intensidad intelectual, Martí escribía sobre prácticamente cualquier
aspecto de la cotidianidad capitalista en los Estados Unidos, según comprobamos especialmente en sus
Escenas norteamericanas. Pero ya en la época en que Darío, Nervo y Gómez Carrillo, hacia los noventa,
son corresponsales modelos, las exigencias del periódico sobre el cronista han cambiado notablemen-
te. En esa época el cronista será, sobre todo, un guía en el cada vez más refinado y complejo mercado
del lujo y bienes culturales, contribuyendo a cristalizar una retórica del consumo y la publicidad. Vea-
mos:

Muebles de todos los estilos —descollante el modern style— certifican la rebusca de la ele-
gancia al par que el firme sentimiento de la comodidad. En todo hallaréis el don geométrico y
fuerte de la raza y la preocupación del hogar.
Es la muestra de todo lo logrado en la industria doméstica bajo el predominio de la preocupa-
ción casera [...].2

No habría que analizar a fondo la entonación, la disposición adjetival, la apelación a cierto tipo de
destinatario, muy del fin del siglo (burgués, refinado y doméstico) para reconocer ahí la emergencia
de una retórica publicitaria. Se trata, por cierto, de Rubén Darío, muy a gusto en la gran Exposición de

1 Martí, Obra literaria (Biblioteca Ayacucho, 1978), p. 207. Sobre la relación entre la crónica y la temporalidad moderna,
véase la valiosa lectura de las Escenas de Fina García Marruz, “El tiempo en la crónica norteamericana de José Martí”, en
García Marruz et. al., En torno a José Martí (Burdeos: Editions Bière, 1974).
2 Rubén Darío, Peregrinaciones (París y México: Librería de la Vda. de Ch. Bouret, 1901), p. 63. Las crónicas sobre París inclui-

das en ese libro aparecieron inicialmente en La Nación, como correspondencias de Darío sobre la Exposición de París de
1900.

Sólo uso con fines educativos 64


París (1900), donde percibía la realización de una de las utopías que atraviesan al modernismo (acaso
sin dominarlo): el ideal de una modernidad capitalista, tecnológica, y a la vez estética:

Más grande en extensión que todas las Exposiciones anteriores, se advierte desde luego en
ésta la ventaja de lo pintoresco. En la del 89 prevalecía el hierro —que hizo escribir a Huys-
mans una de sus más hermosas páginas—; en ésta la ingeniería ha estado más unida con el
arte; el color, en blancas arquitecturas, en los palacios grises, en los pabellones de distintos
aspectos, pone su nota, sus matices, el cabochón y los dorados, y la policromía que impera,
dan por cierto, a la luz del sol o al resplandor de las lámparas eléctricas, una repetida y variada
sensación miliunanochesca.3

La estilización en la crónica transforma los signos amenazantes del “progreso” y la modernidad


en un espectáculo pintoresco, estilizado. Obliterada la “vulgaridad” utilitaria del hierro, la máquina
es embellecida, maquillada, y el “oro” (léxico) modernista es aplicado a la decoración de la ciudad.
En la Exposición, antecedente directo de la moderna industria del entretenimiento, se silencia la
diatriba del arte contra la mercantilización. En cambio, el cronista es seducido por la promesa de su
encuentro con un nuevo público —masificado— cuyo contacto la industria cultural le facilitaría al
arte. Porque al menos en la Exposición —en la escena del entretenimiento y del ocio— el merca-
do mismo cubría su rostro utilitario, abriendo incluso un espacio para la “experiencia” de lo bello
en la ciudad. Benjamín señalaba que las “Exposiciones Universales son lugares de peregrinación al
fetiche que es la mercancía”.4 Habría que añadir, en cuanto a Darío, que el cronista es un fervoroso
peregrino:

Rodeado de un mar de colores y de formas, mi espíritu no encuentra ciertamente en dónde


poner atención con fijeza. Sucede que, cuando un cuadro os llama por una razón directa, otro
y cien más os gritan las potencias de sus pinceladas o la melodía de sus tintas y matices. Y en
tal caso pensáis en la realización de muchos libros, en la meditación de muchas páginas. Mil
nebulosos poemas flotan en el firmamento oculto de vuestro cerebro; mil gérmenes se des-
piertan en vuestra voluntad y en vuestra ansia artística [...].5

En la exposición de arte, como en las otras “novedades”, en infernal competencia los objetos inter-
pelan al consumidor. Ese es el llamado de la mercancía: “cuando un cuadro os llama por una razón
directa, otro y cien más os gritan las potencias de sus pinceladas”. El objeto de arte, incorporado al mer-
cado, ya no aparece como cristalización de una experiencia particularizada y “original”. Ahí Darío más
bien celebra la producción en serie de objetos bellos, ante los cuales el espectador figura claramente

3 “En París”, Peregrinaciones, en Obras completas, Viajes y crónicas, t. III, (Madrid: Afrodisio Aguado, S.A., 1950), pp. 382-383.
4 W. Benjamin, “París, capital del siglo XIX”, en Poesía y capitalismo. Iluminaciones II, traducción de J. Aguirre (Madrid: Taurus,
1980), p. 179.
5 Darío, “En el gran palacio”, Peregrinaciones, p. 46.

Sólo uso con fines educativos 65


como un virtual comprador. Y el desliz que sigue al “llamado” de las mercancías es aún más revelador:
“en tal caso pensáis en la realización de muchos libros, en la meditación de muchas páginas. Mil nebu-
losos poemas flotan en el firmamento oculto de vuestro cerebro”. Acaso también la poesía podría pro-
ducirse en masa, como los cuadros que buscaban comprador.
En las crónicas de Gómez Carrillo el carisma de la mercancía, siempre de lujo, es aún más intenso,
en una retórica —tan actual— en que el fetichismo es explícitamente erótico: “la suntuosidad de los
escaparates, con el perpetuo atractivo de lo lujoso, de lo luciente, de lo femenino”.6 El sujeto, en el con-
texto de esa cita, es un paseante en Buenos Aires:

Para prolongar el encanto de la hora me dejo guiar por un amigo y penetro en una tienda que,
desde afuera, no me ha parecido sino enorme. ¡Cuál no es mi sorpresa al hallarme de pronto
trasladado a la verdadera capital de las elegancias! ¿Es el Printemps, con sus mil empleados
gentiles y su perpetuo frou-frou de sedas ajadas por manos aristocráticas? [...] ¿Es el Louvre
y su interminable exposición de objetos preciosos? [...] Es todo eso junto; es el alcázar de los
ensueños femeninos, es el antro en que las brujas han amontonado lo que hace palpitar el
alma de Margarita; es, en una palabra, el palacio de las tentaciones (p. 67).

y luego añade:

No es la dulzura desinteresada que proporciona un museo, en efecto, lo que en lugares cual


éste se nota. Es el temible, el imperioso, el titánico deseo. ¿Cómo resistir a todo lo que atrae? En
las tiendas, en general, los objetos no aparecen ante la compradora sino a través de los crista-
les de las vidrieras [...] Aquí lo más raro y lo más caro, lo más frágil, lo más exquisito [...] está al
alcance de las manos. Y las manos, las pálidas manos, nerviosas, se acercan, tocan digo, no, aca-
rician, lo que la coquetería codicia, y poco a poco, al contacto con lo que es tibio y suave, una
embriaguez verdadera aduéñase del ánimo mujeril (p. 69).

A medida que la mercancía adquiere vida —en la palpitación erótica, “tibia y suave”— el consumi-
dor la pierde, en su “embriaguez” y pérdida del “ánimo”, ahí celebradas. Esa es, precisamente, la lógi-
ca del fetichismo. Más significativo aún, el fetichismo de la mercancía se representa como experiencia
estética. La tienda sustituye al museo como institución de la belleza, y la estilización —notable en el
trabajo sobre la lengua— opera en función de la epifanía consumerista. En Gómez Carrillo, de modo
un poco inflado y grotesco, encontramos una de las consecuencias extremas de la autonomización de
la esfera estética en la sociedad moderna: la separación de lo estético y cultural de la vida práctica, pre-
dispone el arte autonomizado, “desinteresado”, al riesgo de su incorporación por la misma racionalidad
opresiva de la que el arte buscaba autonomizarse.
En Gómez Carrillo, o antes en Darío, la estética del lujo, una de las ideologías de la autonomiza-
ción, bien podía representar una crítica a la economía utilitaria de la eficiencia y productividad dis-

6 E. Gómez Carrillo, El encanto de Buenos Aires (Madrid: Perlado, Páez y Cía., 1914), p. 32.

Sólo uso con fines educativos 66


tintiva del capitalismo; economía que atraviesa el uso mismo de los lenguajes desestilizados, tecno-
logizados, de la burocracia (y la bolsa) moderna. El lujo —la estética del derroche— en la economía
de la literatura finisecular, podría leerse como una subversión del utilitarismo de los otros discursos,
propiamente orgánicos del capitalismo (incluida la información). Pero a partir de ese momento crítico
de la voluntad autonómica, el espacio distanciado de lo estético se reifica, se objetiva (en el “estilo”) y
resulta fácilmente apropiable como actividad consolatoria, afirmativa, como compensación de la “feal-
dad” de la modernización. La estilización, en la poética del lujo, al rechazar el valor de uso de la pala-
bra, queda inscrita como la forma más elevada de fetichización, donde la palabra es estricto valor de
cambio, reconociendo en la joya (mercancía inútil por excelencia) un modelo de producción. Y esto,
ya a fin de siglo, preparaba el camino para el desarrollo de un arte kitsch, definitorio de la cultura de
masas moderna.
En un trabajo muy lúcido, María Luisa Bastos lee en las crónicas de Gómez Carrillo una apli-
cación del “estilo” modernista a las necesidades del emergente mercado del lujo, y la interpreta
como una especie de vulgarización de la estética inicialmente “alta”, autónoma, y acaso radical del
modernismo.7 En el fondo, coincide con la lectura de Rama, Jitrik y Pacheco que veían dos momen-
tos en el modernismo: uno crítico y radical, antiburgués, y una segunda etapa, en que el modernis-
mo, ya a comienzos de siglo, se convertía en la estética de los grupos dominantes. Las crónicas de
Gómez Carrillo, o mejor incluso, lo que él denominaba su literatura aplicada a la moda,8 vendría a
representar esa segunda etapa (que Pacheco reconoce, con simpatía, en los boleros de Agustín
Lara).
No obstante, la lectura de las dos etapas —una inicial de plenitud, otra involuntariamente paró-
dica o de trivialización en el kitsch— establece una cronología que disuelve la complejidad misma del
momento inicial. Darío, en su ambiguo “El rey burgués”, ya en Azul, reflexionaba sobre el peligro que
atravesaba, desde el comienzo, toda su producción: el recinto interior del rey burgués —allí visto con
gran desprecio— estaba colmado de objetos de lujo: el poeta, con su maquinita musical, corría el ries-
go de quedar incorporado como un objeto más.
El propio Martí, que anticipadamente criticó la voluntad autonómica, en sus sistemáticas críticas del
lujo, definía así uno de los posibles usos de la belleza, de lo estético autonomizado:

El amor al arte aquilata el alma y la enaltece: un bello cuadro, una límpida estatua, un juguete
artístico, una modesta flor en lindo vaso, pone sonrisas en los labios donde morían tal vez,
pocos momentos ha, las lágrimas. Sobre el placer de conocer lo hermoso, que mejora y fortifi-
ca, está el placer de poseer lo hermoso, que nos deja contentos de nosotros mismos. Alhajar la
casa, colgar de cuadros las paredes, gustar de ellos, estimar sus méritos, platicar de sus belle-

7 M. L. Bastos, “La crónica modernista de Gómez Carrillo o la función de la trivialidad”, Sur, 350-351, 1982, pp. 66-84.
8 El proyecto de Gómez Carrillo de generar una literatura aplicada, un arte “útil” para la emergente industria cultural,
encuentra una instancia privilegiada en La mujer y la moda. El teatro de Pierrot (Madrid: Mundo Latino, 1920). Ahí señala
Gómez Carrillo: “La moda es superior a la lógica, superior a la belleza misma” (p. 50).

Sólo uso con fines educativos 67


zas, son goces nobles que dan valía a la vida, distracción a la mente y alto empleo al espíritu.
Se siente correr por las venas una savia nueva cuando se contempla una nueva obra de arte.
[...] Es como beber en copa de Cellini la vida ideal.9

Ahí también la esfera de lo bello, reificada, es incorporada al mercado como objeto decorativo,
compensatorio, crítico del utilitarismo, si se quiere, pero en última instancia afirmativo de la misma lógi-
ca de la racionalización (y mercantilización del mundo). La literatura —en la misma crítica de la moder-
nización que dispone la voluntad autonómica— es reincorporada al campo del poder como mecanis-
mo decorativo de la “fealdad” moderna, sobre todo urbana: el escritor modernista como maquillador,
cubriendo el peligroso rostro de la ciudad. De ahí que desde la “primera etapa”, la “radicalidad” de la
voluntad autonómica —la lógica del derroche— fuera sumamente imprecisa y frágil. La cronología (pri-
mero la radicalidad y luego la incorporación) disuelve esas contradicciones. Y habría que poder hablar
de las contradicciones porque ya en el fin de siglo se debate la ambigua relación entre la literatura
(como discurso autónomo) y el poder que caracterizará el siglo XX.
El problema radica en pensar la cultura dominante como un bloque homogéneo y estático. El
campo del poder, sobre todo en la modernidad, es fluido y desterritorializador, lo que tampoco quiere
decir que no establezca redes de dominación. Para explicar más a fondo esa flexibilidad, y las contradic-
ciones que la misma presupone para la voluntad de autonomía estética, conviene retomar el problema
de la crónica en el periódico y la relación entre la literatura y la “fealdad” urbana.
Representar la ciudad. ¿Qué significaba, en el fin de siglo, la “ciudad”? Para Sarmiento —como para
muchos patricios modernizadores— la ciudad (casi siempre en negrillas) era un espacio utópico: lugar
de una sociedad idealmente moderna y de una vida pública racionalizada. De ahí que en Sarmiento
podamos leer etimológicamente el concepto de la “civilización” —y de la “política”— en su relación con
“ciudad”.
Hacia el último cuarto de siglo, en parte por el proceso real de urbanización que caracteriza muchas
de las sociedades latinoamericanas de la época, el concepto de la ciudad —que en buena medida sigue
legitimando el discurso del cronista— se ha problematizado.10 En Martí la ciudad aparecerá estrecha-
mente ligada a la representación del desastre, de la catástrofe, como metáforas claves de la moderni-
dad. La ciudad, para Martí y muchos de sus contemporáneos (particularmente, aunque no sólo, los lite-
ratos) condensa lo que podríamos llamar la catástrofe del significante. La ciudad, ya en Martí, espacializa
la fragmentación —que ella misma acarrea— del orden tradicional del discurso, problematizando la
posibilidad misma de la representación:

9 Martí, “Oscar Wilde”, La Nación, 10 de diciembre, 1882, Obra literaria, p. 292. En cuanto a la reificación de la esfera estética,
conviene recordar estas palabras de Benjamin: “If the concept of culture is a problematical one for historical materialism,
the desintegration of culture into commodities to be possessed by mankind is unthinkable for it [...]. The concept of cul-
ture as the embodiment of entities that are considered independently, if not of the production process in which they
arose, then of that in which they continue to survive, is fetichistic”. One Way Street (Londres: New Left Books, 1979), p.
360.
10 Cfr. Á. Rama, La ciudad letrada (Hanover, N. H.: Ediciones del Norte, 1984), particularmente el capítulo “La ciudad moder-

nizada”. Véase también Gutiérrez Girardot, Modernismo (Barcelona: Montesinos, 1983), particularmente pp. 73-157.

Sólo uso con fines educativos 68


En esta marejada turbulenta, no aparecen las corrientes naturales de la vida. Todo está oscu-
recido, desarticulado, polvoriento, no se puede [distinguir], a primera vista, las virtudes [de] los
vicios. Se esfuman tumultosamente mezclados (OC, XIX, 117).

La ciudad, en ese sentido, no es simplemente el trasfondo, el escenario en que vendría a repre-


sentarse la fragmentación del discurso distintiva de la modernidad. Habría que pensar el espacio de
la ciudad, más bien, como el campo de la significación misma, que en su propia disposición formal
—con sus redes y desarticulaciones— está atravesado por la fragmentación de los códigos y de los
sistemas tradicionales de representación en la sociedad moderna. Desde esa perspectiva, la ciudad
no sólo sería un “contexto” pasivo de la significación, sino la cristalización de la distribución de los
mismos límites, articulaciones, cursos y aporías que constituyen el campo puesto por la significa-
ción.
Por cierto, la metáfora de la catástrofe no era nueva en el momento de su inscripción martiana.
Fueron los propios iluministas los que situaron la metáfora en el centro mismo de su retórica. En 1851,
por ejemplo, Sarmiento interpreta los efectos de un terremoto en Chile:

Interesa esto tanto más cuanto que el temblor es un buen estimulante para que el público
ponga atención en asunto de arquitectura, en cuya solución lleva la vida, el reposo, cuanto no
la fortuna. Si la tierra gusta de temblar es éste un perverso gusto de que no debemos culpar ni
a la Providencia ni al gobierno. Nuestro único medio de hacer frente al amago, es extinguir el
peligro mejorando la construcción de los edificios, porque si no hubiese de caérsenos la casa
encima, un temblor sería ocasión de admirar sin miedo las sublimes luchas de la naturaleza.
Un temblor es, pues, para los hombres, una cuestión de arquitectura.11

Es significativo el desliz de la descripción a la inscripción metafórica del desastre: “Interesa toda-


vía este asunto, porque los temblores sobreviven en el momento preciso que una extraña revolución se
está operando a nuestra vida” (p. 347). El desastre, sin duda, podrá ser un fenómeno natural, externo al
discurso; su representación, sin embargo, transforma el acontecimiento en condensación de los dife-
rentes significados que el “caos” —el peligro, el desorden— pueden tener en una coyuntura dada. A
lo largo del XIX (por lo menos) la catástrofe es lo otro por excelencia de la racionalidad. En su extremo,
condensa el peligro del “caos” revolucionario.
Sin embargo, para Sarmiento, en su exacerbada fe en el orden virtual del discurso (en este caso
arquitectónico) el terremoto cumple una función positiva: desmantela el espacio tradicional, posibili-
tando la reorganización y modernización de Valparaíso y Santiago. La catástrofe problematiza la arqui-
tectura del orden tradicional, y así posibilita la construcción de la nueva ciudad, de la modernidad
deseada. En el relato sarmientino de la historia, la catástrofe no constituye una fisura insuperable. Por

11 D. F. Sarmiento, “Los temblores de Chile” (1851), Obras, vol. II (Buenos Aires 1900), p. 347.

Sólo uso con fines educativos 69


el contrario, la catástrofe registra el punto de una nueva fundación a partir del cual adquiere impulso el
devenir del progreso.
En Martí, particularmente en las Escenas norteamericanas, donde es central su reflexión sobre la
modernidad, la catástrofe también es una figura clave. Sin embargo, la carga de la metáfora —y su rela-
ción con la teleología iluminista— se complica notablemente. En sus notables crónicas, “El terremoto
de Charleston” e “Inundaciones de Johnstown”, por ejemplo, la representación de la catástrofe presu-
pone una crítica del iluminismo epitomizado por Sarmiento. Notemos, brevemente, el lugar del trans-
porte (icono del orden iluminista) en la siguiente descripción:

Los ferrocarriles no podían llegar a Charleston, porque los rieles habían salido de quicio, o
estallado, o culebreaban sobre sus durmientes suspendidos. Una locomotora venía en carrera
triunfante a la hora del primer temblor, y dio un salto, y sacudiendo tras sí como un rosario a
los vagones lanzados del canil, se echó de bruces con su maquinista muerto [...] Otra a poca
distancia seguía silbando alegremente, la lanzó en peso el terremoto, y la echó a un tanque
cercano (OC, XI, 71).

Ahí, evidentemente, la catástrofe no promueve el orden de la ciudad: destruye —insiste Martí—


todos los emblemas de la modernidad (sobre todo el mercado). Pero posibilita, mediante la destrucción
de la ciudad, el retorno al origen que el progreso obliteraba: “Los bosques aquella noche se llenaron de
gente poblana, que huía de los techos sacudidos, y que se amparaba de los árboles, juntándose en lo
obscuro de la selva para cantar en coro” (OC, XI, 71).
El desastre paradójicamente genera el reencuentro de la comunidad, la reconstrucción del coro. Y
son los negros (en plena época de conflictos raciales en EUA), los que guían el retorno a lo otro de la
ciudad, a la selva; retorno, a su vez, que implicaba la restitución del poder del mito y la imaginación (lo
propio de la literatura), interrumpido en la ciudad por el desencantamiento racionalizador: “el espanto
[del desastre] dejó encendida la imaginación tempestuosa de los negros” (p. 68). Inventar la tradición,
el origen; “recordar” el pasado de la ciudad, mediar entre la modernidad y las zonas excluidas o aplas-
tadas por la misma: ésa será una de las grandes estrategias de legitimación instituidas por la literatu-
ra moderna latinoamericana a partir de Martí. Porque en la literatura, como sugiere Martí en “Nuestra
América”, habla el “indio mudo”, el “negro oteado”. La literatura, en efecto, se legitima como lugar de lo
otro de la racionalización.
Por cierto, no sólo en Nueva York, Londres, o en la misma París (de Baudelaire) la ciudad condensa-
ba la problemática de “lo irrepresentable”, la “desarticulación”, la “turbulencia”, la crisis de las categorías
tradicionales de representación. También en muchas zonas de América Latina el proceso de urbaniza-
ción finisecular fue bastante radical y decisivo. Como señala J. L. Romero, no todas las ciudades cam-
biaron homogéneamente.12 Hubo “ciudades estancadas”, pero especialmente en las ciudades puertos,
como Río de Janeiro, La Habana, Montevideo, las transformaciones fueron notables. Y sobre todo en

12 J. L. Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas (Buenos Aires: Siglo XXI, Argentina, 1976), especialmente los capítulos
“Las ciudades patricias” y “Las ciudades burguesas”.

Sólo uso con fines educativos 70


Buenos Aires y la ciudad de México, ejes de la modernización literaria finisecular, los cambios fueron
intensos, tal como registra —de modo a veces mistificador— toda la literatura urbana del periodo, par-
ticularmente en las crónicas y en la ya emergente novela.
El proceso de transformación de las ciudades rara vez fue calculado, aunque particularmente en
la Buenos Aires del intendente Torcuato de Alvear, y en el México porfirista fue decisiva la influencia
del proyecto de racionalización (y previa demolición) del espacio urbano que el barón de Haussmann
realizó en el París de Napoleón III.13 Sobre todo en Buenos Aires, al decir de Romero, “se decidió por las
demoliciones”, cuyo primer foco fue la renovación radical de los centros tradicionales de la “gran aldea”.
Estas transformaciones, como sugería Lewis Mumford con respecto a las ciudades europeas del siglo
XIX, no fueron simplemente “físicas” o materiales: la reorganización y racionalización del espacio crista-
lizaba una transformación de los espacios simbólicos de la época.14 Observemos, en Apariencias (1892)
del mexicano Federico Gamboa, los deslices figurativos en la descripción de la ciudad “reconstruida”:

Era una calle en proyecto y como son en su mayoría las calles nuevas, situadas en el rumbo
elegante del ensanche de las grandes ciudades, que ofrecen un aspecto singular y caracte-
rístico: las aceras, anchas y recién embaldosadas; las casas en construcción, con su acumula-
miento de materiales, los huecos, sin andamios, sin marco, de puertas y ventanas, como cavi-
dades de cráneos antediluvianos; los andamios, que semejan arboladuras de navíos fantasmas;
los solares, cercados con empalizadas irregulares en las que se miran anuncios multicolores de
diversiones públicas y de medicinas de patente; a trechos una pequeña hondonada o diminu-
ta prominencia que todavía conservan un musgo verde y abatido [...]15 (énfasis nuestro).

“Conservar”, paradójicamente, ahí es una palabra clave; es una palabra insertada, como para enfa-
tizar su fragilidad, en ese paisaje configurado por la retórica del desastre. La ciudad, en Gamboa, es el
reverso de la conservación, es una fuerza que reorganiza el espacio, el mundo-de-vida, con un impulso
iconoclasta. Esto, literalmente: la ciudad es iconoclasta en tanto desarma los íconos, los sistemas tradi-
cionales de representación; “destruye” —si se quiere— las figuras, el espacio como figura, de la cultura
tradicional. Ese es también el tema de L. V. López en otra olvidada novela de la época, La gran aldea:
“¡Cómo habían cambiado en veinte años las cosas en Buenos Aires!”16 Escribir, para López, y en buena
medida para Gamboa, era recordar —o inventar la tradición— que la fuerza iconoclasta de la moderni-

13 La transformación de París posterior a 1848 fue un objeto privilegiado de W. Benjamin en su proyecto (inconcluso) sobre
los pasajes y las arcadas parisinas. Cfr. su “París capital del siglo XIX”, en Poesía y capitalismo. T. J. Clark estudia la relación
entre la “haussmannización” de París y los sistemas de representación en The Painting of Modern Life: Paris in the Art of
Manet and His Followers (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1985).
14 Sobre el cambio en la estructura urbana en Europa desde fines del siglo XVI, L. Mumford señala: “[las] nuevas fuerzas

favorecían la expansión y dispersión en todas las direcciones, desde la colonización de ultramar hasta la organización de
nuevas industrias, cuyos perfeccionamientos tecnológicos cancelaban, sin más ni más, todas las restricciones medievales.
La demolición de sus murallas urbanas era tanto práctica como simbólica”. La ciudad en la historia (1961), traducción de E.
L. Revol (Buenos Aires: Ediciones Infinito, 1979), p. 555.
15 F. Gamboa, Apariencias (Buenos Aires: Jacobo Peuser, 1892), pp. 369-370.
16 L. V. López, La gran aldea (Buenos Aires: Imprenta de Martín Biedna, 1884), p. 141.

Sólo uso con fines educativos 71


zación desmantelaba: la retórica del desastre es sistemáticamente nostálgica, aunque desde diferentes
ángulos y posiciones políticas.
Los testimonios finiseculares de la “crisis” generada por la urbanización se multiplican. Esos testi-
monios comprueban las tensiones desatadas por la modernización —al menos para la literatura— y
también para los grupos sociales identificados con las instituciones, los íconos y los espacios simbólicos
que la racionalización urbana deshacía. Sin embargo, también es notable, paradójicamente, cómo la
modernización, por el reverso de su impulso demoledor, promovió la “reconstrucción” de territoriali-
dades, a veces usando las máscaras, los disfraces de una tradición reificada. Así como la modernización
destruía los modos tradicionales de representación e identificación al mismo tiempo generaba nuevas
imágenes, frecuentemente pasatistas, simulacros de la tradición y del orden social, en respuesta —com-
pensatoria— a los cambios violentos que efectuaba.
Este aspecto “reconstructivo” y compensatorio de la modernización es notable, por ejemplo, en el
historicismo monumentalista que domina en la arquitectura del México finisecular. También la impor-
tancia que cierta noción de lo natural recobra en el periodo modernizador del porfiriato es índice de
ese impulso reconstructor en México. Israel Katzman señala:

Desde el año de 1880 se empiezan a construir casas de campo en el Paseo de la Reforma, y


como después se estaba perdiendo el ambiente campestre, en 1889 se decretó exención del
impuesto predial por cinco años a los que dejaran al frente de sus casas un jardín de ocho
metros por lo menos.17

También en el Buenos Aires del Intendente Pueyrredón, en los 1870, en plena época de urbaniza-
ción, se introdujeron muchos “espacios recreativos”, “lugares de esparcimiento” en la ciudad orientada
a la productividad y eficiencia tecnológica.18 Un notable cronista de la época, Eduardo Wilde, comenta
sobre la inauguración del novedoso Parque Tres de Febrero en 1875:

Buenos Aires te reclamaba [...] En el límite de su plantel, ni un árbol, ni un jardín, ni un sitio


desahogado, ni una ancha avenida; en sus pequeñas plazas, ni sombra ni frescura, ni vegeta-
ción que cambiara su vida con el veneno de nuestros pulmones.19

Aire puro en la ciudad maldita: ahí Wilde no sólo comenta sobre la invención de un espacio natu-
ral en la ciudad, sino sobre una de las funciones que su propio discurso, en la crónica, cumpliría en las
décadas finales del siglo. Aunque la modernización demolía los sistemas tradicionales de representa-
ción, causando tensiones sociales, a la vez fomentó la producción de imágenes resolutorias de esas con-
tradicciones; fomentó, incluso un discurso de la crisis y densificó la memoria de cierto pasado. Repre-

17 I. Katzman, La arquitectura del siglo XIX en México, vol. I (México: UNAM, 1973), p. 35.
18 Cfr. Instituto de Arte Americano. La arquitectura de Buenos Aires (Buenos Aires: Universidad Nacional, 1965), pp. 33-35.
19 E. Wilde, Páginas escogidas (Buenos Aires: Ángel Estrada y Cía, s.f.), p. 206.

Sólo uso con fines educativos 72


sentar la ciudad, representar, es decir, lo irrepresentable de la ciudad, no fue entonces un mero ejercicio
de registro o documentación del cambio, del flujo, constituido por la ciudad. Representar la ciudad era
un modo de dominarla, de reterritorializarla, no siempre desde afuera del poder. Así como Haussmann
en París, o Alvear y Limantour, en Buenos Aires y México, demolieron a la vez que reorganizaron los
espacios urbanos en función de un monumentalismo espectacular y pasatista, la industria cultural (en
el periódico) pudo encontrar en los nuevos literatos agentes de producción de imágenes reorganizado-
ras de los discursos que la ciudad —y el periódico mismo, en otras de sus facetas— desmantelaban.20
Periodismo, fragmentación, narrativización. El periódico moderno, como ningún otro espacio dis-
cursivo en el siglo XIX, cristaliza la temporalidad y la espacialidad segmentadas distintivas de la moder-
nidad. El periódico moderno materializa —y fomenta— la disolución del código y la explosión de los
sistemas estables de representación.21 El periódico no sólo erige lo nuevo —lo otro de la temporali-
dad tradicional— como principio de organización de sus objetos, tanto publicitarios como informati-
vos; también deslocaliza —incluso en su disposición gráfica del material— el proceso comunicativo. En
el periódico la comunicación se desprende de un contexto delimitado de enunciación, configurando
un mundo-de-vida abstracto, nunca totalmente experimentado por los lectores como el campo de su
existencia cotidiana. En ese sentido, el periódico presupone la privatización de la comunicación social,
así como epitomiza el sometimiento del sujeto —en el proceso de esa privatización— bajo una estruc-
tura de lo público que tiende a obliterar, cada vez más, la experiencia colectiva. En ese sentido, el perió-
dico hace con el trabajo sobre la lengua lo que la ciudad hacía con los espacios públicos tradicionales.
No está de más, por eso, leer el periódico como la representación (en la superficie misma de su forma)
de la organización de la ciudad, con sus calles centrales, burocráticas o comerciales, con sus pequeñas
plazas y parques: lugares de ocio y reencuentro.
Se trata, en parte, de que el periódico es una condición de la “unidad” de la nueva ciudad. Ahí el
comerciante, el político y hasta el literato, se comunican con el sujeto privado. En el periódico se esta-
blecen las articulaciones que posibilitan pensar la ciudad —desterritorializadora— como un espacio
social congruente: el sujeto urbano experimenta la ciudad, no sólo porque camina, por zonas reduci-

20 En The Painting of Modern Life, T. J. Clark señala: “The city was eluding its various forms and furnishings, and perhaps
what Haussmann would prove to have done was to provide a framework in which another order of urban life —an order
without an imaginery— would be allowed its mere existence [...]. Capital did not need to have a representation of itself
laid out upon the ground in bricks and mortar, or inscribed as a map in the minds of its city-dwellers. One might even
say that capital preferred the city not to be an image —not to have form, not to be accessible to the imagination, to rea-
dings and misreadings, to a conflict of claims on its space— in order that it might mass-produce an image of its own to
put in place of those it destroyed. On the face of things, the new image did not look entirely different from the old ones.
It still seemeed to propose that the city was one place, in some sense belonging to those who lived in it. But it belon-
ged to them now simply as an image, something occassionally and casually consumed in places expressly designed for
the purpose —promenades, panoramas, outings on Sundays, great exhibitions, and official parades. It could not be had
elsewhere, apparently; it is no longer part of those patterns of action and appropriation which made up the spectator’s
everyday lives. I shall call that last achievement the spectacle, and it seems to me clear that Haussmann’s rebuilding was
spectacular in the most oppressive sense of the word” (p. 36).
21 Ese es uno de los temas constantes en Marshall McLuhan. Haroldo de Campos señala la importancia que “las técnicas de

la espacialización visual y los títulos de la prensa cotidiana” tuvieron en Mallarmé. Cfr. H. de Campos, “Superación de los
lenguajes exclusivos”, América Latina en su literatura, edición de C. Fernández Moreno (México, Siglo XXI, 1979), p. 281.

Sólo uso con fines educativos 73


dísimas, sino porque la lee en un periódico que le cuenta de sus distintos fragmentos. Pero más impor-
tante aún, nos parece, es el hecho de que el periódico (como las tiendas modernas), en su propia orga-
nización del lenguaje (o de las cosas) queda atravesado por una lógica del sentido que también sobre-
determina la disposición del espacio urbano. Lógica del sentido profundamente fragmentaria, desjerar-
quizadora, constituida por una acumulación de fragmentos de códigos, en que los lenguajes se sobre-
imponen, yuxtaponen o simplemente se mezclan, con discursos de todo tipo y procedencia histórica
imprecisable. El periódico, como la ciudad, es un espacio derivativo por excelencia, aunque es cierto
que en él también proliferan los intentos de recomponer el espacio, de articular la fragmentación.
Por otro lado, como sugiere Benjamin, la fragmentación no puede leerse simplemente en términos
formales o descriptivos. Para Benjamin, la forma del periódico cristaliza la disolución de lo social —de la
“experiencia” comunitaria— que él veía encarnada en la narrativa tradicional:

Las aspiraciones interiores del hombre no tienen por naturaleza un carácter privado tan irre-
mediable. Sólo lo adquieren después de que disminuyen las probabilidades de que las exte-
riores sean incorporadas a su experiencia. El periódico representa uno de los muchos indicios
de esa disminución. Si la Prensa se hubiese propuesto que el lector haga suyas las informacio-
nes como parte de su propia experiencia, no conseguiría su objetivo. Pero su intención es la
inversa y desde luego la consigue. Consiste en impermeabilizar los acontecimientos frente al
ámbito en que pudiera hallarse la experiencia del lector. Los principios fundamentales de la
información periodística (curiosidad, brevedad, fácil comprensión y sobre todo desconexión
de las noticias entre sí) contribuyen al éxito igual que la compaginación y una cierta conducta
lingüística. (Karl Krauss no se cansaba de hacer constar lo mucho que el hábito lingüístico de
los periódicos paraliza la capacidad imaginativa de sus lectores.) [...] La atrofia creciente de la
experiencia se refleja en el relevo que del antiguo relato hace la información y de ésta a su vez
la sensación.22

Resultaría difícil precisar el lugar histórico de ese tipo de comunicación narrativa, nostálgicamente
evocada por Benjamin. De cualquier modo, la lectura de Benjamin de la escritura moderna (en Baude-
laire y Proust, entre otros) como intento (siempre agrietado, en la alegoría) de reconstruir un ámbito
comunicativo orgánico, es un buen índice de una ideología que de hecho impulsó mucha producción
intelectual, sobre todo en esa etapa inicial del capitalismo avanzado.
La problemática de la fragmentación es fundamental para entender la función ideológica de la
crónica en el fin de siglo latinoamericano. La crónica sistemáticamente intenta re-narrativizar (unir el
pasado con el presente) aquello que a la vez postula como fragmentario, como lo nuevo de la ciudad y
del periódico. Por ejemplo, si la Exposición de París era el espectáculo de la novedad, el gesto de Darío
opera por el reverso, viendo en cada acontecimiento un fragmento articulable en la continuidad que la
visión impone:

22 W. Benjamin, “Sobre algunos temas de Baudelaire”, Poesía y capitalismo, p. 127.

Sólo uso con fines educativos 74


La moda parisiense es encantadora; pero todavía lo mundano moderno no puede sustituir
en la gloria de la alegoría o del símbolo a lo consagrado por Roma y Grecia. [...] Por la noche
es una impresión fantasmagórica la que da la blanca puerta con sus miles de luces eléctricas
[...] Es la puerta de entrada de un país de misterio y de poesía habitado por magos. Cierta-
mente, en toda alma que contempla estas esplendorosas féeries se despierta una sensación
de infancia. [...] Aquí lo moderno de la conquista científica se junta a la antigua iconoplastia
sagrada [...].23

Imponer la tradición, la experiencia arcaica, la “sensación de infancia” sobre lo moderno, ligado ahí
a la tecnología y a la ciudad: ése será el gesto distintivo del cronista y de la propia industria cultural que
ahí describe, y en la que participa.
En Martí, por otro lado, el acontecimiento —el fragmento de la temporalidad urbana— se relaciona
directamente con el discurso periodístico, informativo. Según sugerimos antes, Martí arma sus crónicas
como lecturas de las diferentes noticias que aparecen en el espacio fragmentado del periódico. Lee la
variedad del periódico y con el mismo movimiento reflexiona sobre la problemática de su fragmentación:

¿Cómo poner en junto escenas tan varias? Allá en las resplandecientes soledades del Ártico,
doblan al fin sobre su almohada de nieve la cabeza unos expedicionarios valerosos; aquí, en
colosal casa, resuenan ante millares de oyentes absortos, los acordes sacerdotales y místicos
de la música excelsa, la más solemne de las artes humanas. En los árboles, todo es verdor. En
los rostros, todo es alegría. En Irlanda, todo es susto. En San Francisco, vencieron los enemi-
gos de los chinos. En mostradores de las librerías, luce la obra monumental de un anciano de
ochenta y dos años. En torno a mesa rica, juntarse para celebrar glorias patrias los mexicanos
de Nueva York. Masas enardecidas se reúnen a protestar contra los asesinos de los ministros
ingleses en Irlanda y contra los asesinos de los patriotas de Irlanda por los soldados ingleses.
Ha habido festival grandioso. Guiteau entra ya en su celda de muerte. Susúrrase que va a haber
mudanza importante en puestos diplomáticos (OC, IX, 303).

A primera vista pareciera que se trata solo de un problema de composición, de la “sintaxis” de la


crónica. Pero el problema de la disposición de las noticias en la crónica está ideológicamente sobrede-
terminado, precisamente porque la información era un modo de representación, como sugería Benja-
min, que cristalizaba la problemática del orden y de la comunicación en la sociedad moderna. Es decir,
al reescribir la fragmentariedad del periódico el cronista trabaja con la temporalidad segmentada de
la ciudad, en un plano estrictamente formal. De ahí que la ciudad, en la crónica martiana, no sea sólo
“objeto” representado, sino un conjunto de materiales verbales, ligados al periodismo, que el cronista
busca dominar en el proceso mismo de la representación. El cronista sistemáticamente busca rearti-

23 Darío, “En París”, Peregrinaciones (Obras completas, III), pp. 385-386. En otra crónica sobre la Exposición señala: “Y como el
espíritu tiende a la amable regresión a lo pasado, aparecen en la memoria las mil cosas de la historia y de la leyenda que
se relacionan con todos esos nombres y lugares. Asuntos de amor, actos de guerra, belleza de tiempos en que la existen-
cia no estaba fatigada de prosa y de progreso prácticos cual hoy en día”, Peregrinaciones (París, 1901), p. 43.

Sólo uso con fines educativos 75


cular los fragmentos, narrativizando los acontecimientos, buscando reconstruir la originalidad que la
ciudad destruía.
A su vez, en la crónica —no sólo las martianas— esa voluntad de orden integradora de la frag-
mentación moderna, se semantiza en lo que podríamos llamar la retórica del paseo. Es decir, la narrati-
vización de los segmentos aislados del periódico y de la ciudad a menudo se representa en función de
un sujeto que al caminar la ciudad traza el itinerario —un discurso— en el discurrir del paseo. El paseo
ordena, para el sujeto, el caos de la ciudad, estableciendo articulaciones, junturas, puentes, entre espa-
cios (y acontecimientos) desarticulados. De ahí que podamos leer la retórica del paseo como una pues-
ta en escena del principio de narratividad en la crónica.
Paseo y privatización del sujeto urbano. A partir de la crónica sería posible armar una tipología de los
diferentes modos de representar la ciudad finisecular. Dos tipos de “miradas” son dominantes. La pri-
mera, totalizadora, presupone la distancia del sujeto como condición de la representación. Darío:

Visto el magnífico espectáculo como lo vería un águila, es decir, desde las alturas de la Torre
Eiffel, aparece la ciudad fabulosa de manera que cuesta convencerse de que no se asiste a la
realización de un ensueño. La mirada se fatiga, pero aún más el espíritu ante la perspectiva
abrumadora, monumental.24

En esa representación el espacio se encuentra notablemente jerarquizado: desde la altura, el sujeto


tiende a demarcar la heterogeneidad urbana, condensando su multiplicidad en el cuadro del “magnífi-
co espectáculo”. Esa mirada panóptica, al decir de Michel de Certeau, es un núcleo productor de la car-
tografía profesionalizada por la urbanística en el siglo XIX. Su sentido presupone la transformación del
hecho urbano en un concepto de la ciudad.25
No obstante, particularmente a fines del siglo XIX, el concepto de la ciudad se problematiza a medi-
da que la ciudad progresivamente pasa a ser el espacio del acontecimiento, de la contingencia instau-
rada por el flujo capitalista. La mirada panóptica, en la cita anterior de Darío, se “fatiga”: su capacidad
ordenadora es mínima. Caminar sería un modo alternativo, en la crónica, de experimentar —y domi-
nar— la contingencia urbana.26
En el paseo, la crónica representa (y se nutre de) un nuevo tipo de entretenimiento urbano, muy
significativo en términos de las transformaciones que sufre la disposición del espacio en el fin de siglo.
El paseo —la flanería, más bien— era una nueva institución cultural. En la Argentina de los ochentas, L.
V. López señala:

24 R. Darío, “En París” Peregrinaciones (Obras completas), p. 380.


25 M. de Certeau, The Practice of Everyday Life, traducción de S. F. Rendall (Berkeley: University of California Press, 1984), pp.
93-94.
26 En la siguiente exploración del paseo nos han resultado fundamentales los siguientes trabajos: W. Benjamin, “El flâneur”,

en Poesía y capitalismo, pp. 49-83; K. Stierle, “Baudelaire and the Tradition of the Tableau de París”, New Literary History
XI, 1980, 2, pp. 345-361; M. de Certeau, “Walking in the City”, en The Practice of Everyday Life, pp. 91-110; T. J. Clark, The
Painting of Modern Life (particularmente el capítulo “The View from Notre-Dame”, pp. 23-78); y Silvia Molloy, “Flâneries
textuales: Borges, Benjamin y Baudelaire”, en la edición de Lía Swartz e Isaías Lerner, Homenaje a Ana María Barrenechea
(Madrid: Castalia, 1984).

Sólo uso con fines educativos 76


En fin, yo, que había conocido aquel Buenos Aires de 1862, patriota, sencillo, semi-tendero,
semi-curial y semi-aldea, me encontraba con un pueblo con grandes pretensiones europeas
que perdía su tiempo en flanear en las calles, y en el cual ya no reinaban generales predesti-
nados, ni la familia de los Trevexo, ni la de los Berrotarán.27

Por supuesto, caminar en la ciudad, incluso pasear, era una actividad milenaria, seguramente liga-
da a la estructura de la plaza pública, centro de una ciudad relativamente orgánica y tradicional. Pero
como sugiere López, flanear era un tipo de entretenimiento distinto, que él mismo relaciona con la
modernización de Buenos Aires.
La flanería es un modo de entretenimiento distintivo de esas ciudades finiseculares, sometidas a
una intensa mercantilización que además de erigir el trabajo productivo y la eficiencia en valores supre-
mos, instituyó el espectáculo del consumo como un nuevo modo de diversión. El tiempo libre del
nuevo sujeto urbano también se mercantilizaba.
En México pintoresco, artístico y monumental (1880) Manuel Rivera Cambas señala el carácter de
clase del nuevo entretenimiento que amenazaba, incluso, con desplazar el teatro como centro de diver-
sión:

Actualmente es el paseo vespertino una necesidad para la clase social que puede dedicarse al
descanso; en otro tiempo no era el paseo sino el teatro, la diversión favorita y solicitada por la
sociedad mexicana [...] 28

La flanería es corolario de la industria del lujo y de la moda, en el interior de una emergente cultura
del consumo:

Las calles de Plateros encierran establecimientos con todo lo que puede satisfacer el más exi-
gente capricho del gusto o de la moda; grandes aparadores con muestras, tras enormes cris-
tales; multitud de damas elegantes recorren esas calles [...].29

Por otro lado, la flanería no es simplemente un modo de experimentar la ciudad. Es, más bien, un
modo de representarla, de mirarla y de contar lo visto. En la flanería el sujeto urbano, privatizado, se
aproxima a la ciudad con la mirada de quien ve un objeto en exhibición. De ahí que la vitrina se con-
vierta en un objeto emblemático para el cronista. Justo Sierra señala:

¿Cómo se traduce en castellano el verbo francés flâner [...]? Vaguear caprichosamente con
la seguridad de no ser cazado por el pensamiento interior, como una mosca por una araña;
vaguear con la certeza de la perpetua distracción para los ojos, con la certeza de objetivar

27 L. V. López, La gran aldea, p. 144.


28 M. Rivera Cambas, México pintoresco, artístico y monumental (1880) (México: Editora Nacional, 1967, reimp.) vol. I, pp. 258-
259.
29 M. Rivera Cambas, p. 198.

Sólo uso con fines educativos 77


siempre, de no caer en poder de lo subjetivo [...]; vaguear basculado por la gente, afianzándo-
se de los cristales de los escaparates [...] mirando al interior de las casas. 30

Incómodo entre la muchedumbre, aunque a la vez agotado por los límites del interior, el sujeto
privado sale a objetivar, a reificar el movimiento urbano mediante una mirada que transforma la ciu-
dad en un objeto contenido tras el vidrio del escaparate. La vitrina, en ese sentido, es una figura pri-
vilegiada, una metáfora de la crónica misma como mediación entre el sujeto privado y la ciudad. 31
La vitrina es una figura de la distancia entre ese sujeto y la heterogeneidad urbana que la mirada
busca dominar, conteniendo la ciudad tras el vidrio de la imagen y transformándola en objeto de su
consumo.
En Gómez Carrillo, la poética consumerista de la crónica es aún más enfática. También en él reen-
contramos la atracción que en el paseante ejerce “la suntuosidad de los escaparates, con el perpetuo
atractivo de lo lujoso, de lo luciente, de lo femenino”. El cronista-flâneur, agobiado por el ruido urbano
busca refugio. En las zonas del comercio de lujo (la calle Florida, en Buenos Aires), encuentra un lugar
alternativo:

[La calle Florida] está hecha con arte exquisito, de lo que hay en Europa de más distinguido, de
más animado, de más brillante, de más moderno. [...] Y, en efecto, eso es, con sus innumerables
tiendas de amenas suntuosidades, con sus letreros áureos que corren por los balcones anun-
ciando trajes y mantos, [...] con sus escaparates llenos de pedrerías, con sus numerosas exposi-
ciones de arte. Y al mismo tiempo es otra cosa más risueña y más íntima: es casi un salón en el
cual nadie tiene prisa (El encanto de Buenos Aires, p. 50).

En el paseo, el cronista transforma la ciudad en salón, en espacio íntimo, precisamente mediante


esa mirada consumerista que convierte la actividad urbana y mercantil, como señalamos antes, en obje-
to de placer estético e incluso erótico. Por el reverso del intento de contener la ciudad, de transformarla
en un espacio íntimo y familiar, la ansiedad del cronista-flâneur es notable. Esa ansiedad en varios sen-
tidos es el impulso que desencadena tanto la flanería como la escritura sobre la ciudad en la crónica.
La incomodidad del cronista-flâneur en la ciudad presupone la redistribución del espacio urbano de
acuerdo con la oposición entre las zonas de la privacidad y la vida pública y comercial. En el paseo el
sujeto privado sale de una zona residencial para hacer turismo en su propia ciudad, en los centros del
espacio público que progresivamente se han ido comercializando, convirtiéndose en “extraños” y “alie-

30 J. Sierra, Obras completas (México: UNAM, 1949) vol. VI, Viajes, p. 73.
31 Ph. Hamon, Introduction PH. Hamon, Introduction a l’analyse du descriptif (París: Hachette, 1981). Hamon señala: “Une
deuxième métaphore court également avec insistance dans le métadiscours sur le texte en général et le texte descriptif en par-
ticulier; celle du texte-magasin. La métaphore de la fenétre-vitrine peut d’ailleurs être considérée comme ‘filée’ a partir de celle
du magasin, ou inversement. Le magasin, c’est le lieu ou se vendent les produits d’un travail, des ‘articles’ (la description, nous
l’avons déjà noté, est aussi le lieu d’un “decoupage” et d’un ‘travail’ sur le lexique), magasin de ‘primeurs’, de ‘nouveautés’, ou
encore magasin de ‘détail’”.

Sólo uso con fines educativos 78


nantes” para el sujeto privado (burgués).32 El consumo —y los discursos de la cultura de masas que lo
sostienen— comenzará a mediar entre los dos campos de la experiencia urbana.
Conviene remitirse a la historia de esa polarización en la ciudad de Buenos Aires:

El comercio de Buenos Aires colonial, en gran parte producto del contrabando, se realizaba
en infinidad de pequeños locales incluidos en la misma vivienda, como cuartos que dieran a
la calle o zaguanes. Al irse extendiendo, este sistema fue tomando una a una de las casas más
importantes, por lo que comenzaron a construirse aquellas con locales especiales para alqui-
lar. Pero la intensificación de las actividades y el mayor volumen de mercaderías planteaban
problemas de espacio que hicieron correr las viviendas hacia atrás, y, finalmente, usar todo
el edificio como negocio. Las estructuras de hierro permitían techar los patios, con lo cual se
conseguía un amplio espacio cubierto e iluminado. Luego vino el próximo paso, consistente
en construcciones especiales para los comercios. Eran característicos de la época los almace-
nes de ramos generales, tanto en la ciudad como en la campaña; tenían vastos depósitos y
salones de exposición y venta de productos.33

La otra cara de esa división del trabajo sobre el espacio urbano fue el surgimiento de las nue-
vas zonas residenciales. En Buenos Aires, la primera calle propiamente habitacional o residencial
fue la Avenida Alvear, hacia 1885. Las zonas residenciales, hacia el norte de la ciudad, se distinguían
por su

introversión que traducen sus fachadas y las defensas de sus jardines delanteros. Son man-
siones para admirar de lejos [...]. Apenas el espectador se acerca a ellas, la espesura férrea de
la reja italiana o Luis XV, la tapia estriada o la balaustrada de gruesas pilastras le impiden la
visión. La casa puede ser vista de cerca sólo por quien tiene acceso a ella [...].34

El interior —fundamental para la literatura finisecular— es el espacio de una nueva individualidad


que presupone la progresiva disolución de los espacios públicos, comunitarios, en la ciudad moder-
na. En el paseo el sujeto privado —desde la extrañeza que implica su mirada turística sobre el espacio
urbano— busca salir del interior, en un gesto no necesariamente crítico, que en todo caso comprue-
ba la necesidad de construir y consolidar los campos de identidad colectiva, de clase. La propia ciudad

32 Incluso Sarmiento, para quien la ciudad había sido el lugar de un orden público deseado, escribe sobre el problema de la
“alienación” del nuevo sujeto urbano hacia 1885 en “Un gran Boulevard para Buenos Aires” (Obras, vol. XLII, Buenos Aires,
1900, pp. 246-253). Citamos: “El viejo Buenos Aires se lo arrendamos a los pulperos, al gobierno nacional, y los cuarteles,
hoteles, aduana, dependientes y gente ocupada de cosas vulgares, de trabajar como negros, y de otras ocupaciones” (p.
252). Ahí Sarmiento le pedía al intendente T. de Alvear que construyera un nuevo boulevard para conectar los barrios
residenciales con el centro, para que la gente de ‘bien’ “venga de vez en cuando a darse una vuelta por curiosidad, por
ese antiguo Buenos Aires, con gobierno, con aduana, con catedral, y todo género de negocios, almacenes y pulperías” (p.
252). Esa es la mirada turística del sujeto privado.
33 Instituto de Arte Americano, La arquitectura de Buenos Aires, p. 65.
34 B. Matamoro, La casa porteña (Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1977), p. 48.

Sólo uso con fines educativos 79


(conformando la capacidad reterritorializante del poder moderno) proveerá los medios para la reinven-
ción de la comunidad. Esa sería una de las funciones de la crónica y de la industria cultural en aquella
época de entrada a la modernidad.
Paseo y reinvención del espacio público. El paseante —sujeto curioso— sale en la crónica a expandir
los límites de su interioridad. De paseo, no sólo reifica el flujo de la ciudad, convirtiéndola en materia de
consumo, e incorporándola a ese curioso estuche —o vitrina— que es la crónica. Además, el cronista-
paseante, en el divagar turístico que lo individualiza y distingue de la masa urbana, busca —en el rostro
de ciertos otros— las señas de una virtual identidad compartida. En la respuesta a la soledad del interior,
el cronista investiga la privacidad ajena, convirtiéndose en voyeur: mirón urbano. En Gutiérrez Nájera
encontramos la gesticulación del voyeur: “He salido a flanear un rato por las calles [...] Tristes de aque-
llos que recorren las calles con su gabán abotonado, mirando por los resquicios de las puertas el fuego
de un hogar”.35 Si la ciudad (y el periódico mismo, como decía Benjamin) fragmentaba y privatizaba la
experiencia social, la crónica —por el reverso de la fragmentación— genera simulacros, imágenes de
una “comunidad” orgánica y saludable. Ésa es, por ejemplo, la función de la oralidad en la crónica, que
entre los discursos mercantilizados y tecnologizados del periódico, continuaba autorrepresentándose
como conversación o charla familiar.
“La novela del tranvía”, excelente cuento de Gutiérrez Nájera, es un buen ejemplo de cómo el cro-
nista, en su paseo por la ciudad, reinventa un espacio colectivo, en este caso mediante el chisme (modo
de representación tradicional, antiprivado por excelencia).36 En esa crónica el paseante toma un tranvía
y se encuentra en un ámbito radicalmente extraño y desconocido:

No, la ciudad de México no empieza en el Palacio Nacional, ni acaba en la calzada de la Refor-


ma. Yo doy a ustedes mi palabra de que la ciudad es mucho mayor. Es una gran tortuga que
extiende hacia los cuatro puntos cardinales sus patas dislocadas. Esas patas son sucias y vellu-
das (p. 109).

La extrañeza, más allá de la ciudad, se proyecta sobre las relaciones entre la gente misma en el
tranvía: “¿Quién sería mi vecino? De seguro era casado, y con hijas” (p. 110). El sujeto, a lo largo de la
crónica, no simplemente informa sobre la ciudad; por el reverso de la información, conjetura, inventa,
haciendo de la crónica, en última instancia, un relato de ficción.37 De nuevo ahí comprobamos el gesto
antinformativo de la crónica, que continuamente viola las normas de referencialidad periodística. Más
aún, la ficcionalidad ahí es concomitante a la voluntad de recrear (en el chisme) el espacio colectivo
precisamente desarticulado por la fragmentación y dislocación urbana. El narrador, en “La novela del

35 M. Gutiérrez Nájera, “Las misas de Navidad”, en Cuentos de cuaresmas del Duque Job, edición de F. Monterde (México: Edi-
ciones Porrúa, 1966), pp. 37-38.
36 “La novela del tranvía” aparece reimpresa en C. Monsiváis, A ustedes les consta. Antología de la crónica en México (México:

Era, 1980), pp. 109-114.


37 Es significativo que muchas de las crónicas de Gutiérrez Nájera, Rubén Darío, Eugenio Cambeceres, Casal o incluso Martí

operen en el límite entre la referencialidad y la ficción. La marginalidad funcional de la crónica consiste en ese juego con
las fronteras del género. En efecto, muchas de las “ficciones” de estos autores se publican inicialmente como crónicas.

Sólo uso con fines educativos 80


tranvía”, le inventa a cada uno de los pasajeros una vida, les inventa tramas en una impostura —siem-
pre irónica— que enfatiza el desconocimiento de la privacidad del otro, es decir, la creciente dificultad
de concebir una esfera vital colectiva, compartida, en la ciudad moderna.
Dada su brevedad, quisiéramos citar una crónica de Gutiérrez donde el dispositivo del chisme y del
voyeur (en respuesta a la soledad urbana), son aún más transparentes:

Una cita

Acostumbro en las mañanas pasearme por las calzadas de los alrededores y por el bosque de
Chapultepec, el sitio predilecto de los enamorados.
Esto me ha proporcionado ser testigo involuntario de más de una cita amorosa. Hace tres días
vi llegar en un elegante coche a una bella dama desconocida, morena, de ojos de fuego, de
talle esbelto y elegante. Un joven, un adolescente, casi un niño, la aguardaba a la entrada del
bosque. Apeóse ella del carruaje que el cochero alejó discretamente, acercóse el joven tem-
blando, respetuoso, encarnado como una amapola, demostrando en su aspecto todo que era
su primera cita, y fue necesario que la dama tomara su brazo que él no se atrevía a ofrecer-
le. Echaron a andar ambos enamorados por una calle apartada y sola. Interesóme la pareja y
seguílos yo a cierta distancia. Lloraba la dama, la emoción del niño subía de punto a medida
que se animaba la conversación que entre sí tenían. Algunas frases llegaron a mi oído: no eran
dos enamorados: eran madre e hijo. Sin quererlo supe toda una historia, una verdadera novela
que me interesó extraordinariamente, que me hizo ser no sólo indiscreto, sino desleal, porque
venciendo mi curiosidad a mis escrúpulos me hizo acercar más y más a la pareja que abstraída
en la relación de sus desdichas, no me apercibía, no oía mis pisadas sobre las hojas secas de
los árboles derramadas por el suelo. Aquella mujer era un ángel, un mártir; aquel niño un ser
digno de respeto, de interés y de compasión, que se sacrificaba al reposo y al respeto de la
sociedad por su madre. Había en aquella historia dos infames que merecen estar marcados
por el hierro del verdugo: dos hombres que han sacrificado a aquellos dos seres desgraciados
y dignos de mejor suerte.38

Ese “acercarse más y más” al otro es distintivo de la curiosidad chismosa. No sólo postula un oír, sino
un contar la vida del otro: el deseo de hacerla pública. Su reverso —su referente borrado— es la privaci-
dad urbana, la fragmentación de lo colectivo que hace de la ciudad un cruce de discursos enigmáticos,
a veces ilegibles, desde la perspectiva del sujeto privatizado. Por cierto, Gutiérrez ahí anticipa algunos
aspectos de “Las babas del diablo”. Pero si en el cuento de Cortázar el otro finalmente es un objeto
perdido e irrecuperable, en Gutiérrez Nájera se domestica el peligro y la sexualidad desatada de la ciu-
dad en la afirmación de la estructura familiar. La literatura —la ficción, ahí— todavía podía postular la
reinvención de un espacio orgánico estable, a contrapelo del peligro de la ciudad, que efectivamente
deshacía las formas tradicionales de la familiaridad.

38 M. Gutiérrez Nájera, “Una cita”, publicada originalmente en El Nacional el 3 de septiembre de 1882 y reimpreso en Cuen-
tos completos y otras narraciones, edición de E. K. Mapes (Fondo de Cultura Económica, 1958), p. 307.

Sólo uso con fines educativos 81


Por otro lado, habría que enfatizar el carácter de clase de la constitución de cualquier espacio públi-
co, en tanto campo de identidad. El “chisme” en última instancia no incluye a “todos”. En la misma dis-
posición oral de las crónicas, que generalmente, a fin de siglo, siguen organizándose como causeries o
conversaciones, es notoria la exclusividad que erige la voz del chisme y los límites ansiosamente prote-
gidos de la “comunidad” reconstruida. Gutiérrez Nájera:

La pobre crónica, de tradición animal, no puede competir con esos trenes-relámpago. ¿Y qué
nos queda a nosotros, míseros cronistas [...]? Llegamos al banquete a la hora de los postres.
¿Sirvo a usted, señorita, un pousse-café? [...]
En cambio, esa hora es propicia para las pláticas amenas, intencionadas y... de porvenir. Vuelve
a abrirse en vuestras manos, ¡oh hechiceras volubles! El abanico [...].39

La oralidad —la plática amena— bien puede oponerse al lenguaje tecnologizado de la informa-
ción, e incluso proyectarse como un simulacro de familiaridad, de (cierta) comunidad, en el interior
del ámbito fragmentado del periódico. Pero sobre todo es una oralidad que interpela —no sin iro-
nía, en Gutiérrez Nájera— a los lectores de una clase social capaz de identificarse con ese tipo de
“comunidad” cristalizada en la plática del club. Es decir, hay que evitar la idealización abstracta de los
“espacios de discusión” (Habermas), e incluso de sus modelos retóricos, siempre socialmente sobre-
determinados. La oralidad de la crónica es un procedimiento inclusivo, un dispositivo de formación
del sujeto social. Esa inclusión de cierto otro en la crónica tiene su reverso exclusivo. ¿Qué había en el
“exterior”?
Paseo y representación del “exterior” obrero. En su archivo de los “peligros” de la cotidianidad moder-
na, la crónica sitúa la “problemática” de la proletarización en un lugar prominente, siempre a la vista del
ansioso cronista. Incluso en Martí, quien a lo largo de los 1880 en Nueva York generalmente apoyaba
las luchas del activo movimiento sindical, la ambigüedad en la representación de las nuevas fuerzas
sociales es irreductible: “Tenía el Bowery, el Broadway de los pobres, un aire de campaña [durante una
huelga en 1886]: y tanto hombre robusto y sombrío inspiraba respeto, pero daba miedo [...]” (OC, X,
398). Ante otra muchedumbre obrera, la policía consuela al cronista: “Surgen de entre la masa negra los
cascos pardos de los policías” (OC, XI, 105) y “levántanse por entre la muchedumbre cubiertas de capu-
cha azul humilde las cabezas eminentes de los policías de la ciudad, que ordenan la turba” (OC, IX, 424).
Ante la energía física, incontenible, de las multitudes, el discurso en la crónica irá constituyendo sus
propios mecanismos disciplinarios.
Para el cronista, ante la emergente cultura obrera, una opción era la obliteración —mediante el
escamoteo decorativo— del peligroso cuerpo del otro. Todavía en la Argentina cercana al Centenario,
llena de inmigrantes, de un emergente movimiento sindical, muy marcado por el anarquismo, para
Gómez Carrillo era posible escribir lo siguiente:

39 M. Gutiérrez Nájera, Obras inéditas, edición de E. K. Mapes, p. 8.

Sólo uso con fines educativos 82


y si alguna duda me cupiese, no tendría más que ver los lindos desfiles de obreritas que mar-
chan, ligeras y rítmicas, en busca de alguna cercana rue de la Paix [...] Son las mismas de todos
los días, son las de ayer, son las de siempre: son las que, con sus gentiles coqueterías, alegran
las horas en que las damas ricas duermen; son las tentadoras humildes, que van acariciando
visiones de amor y de alegría [...].40

En Gómez Carrillo el gesto decorativo es exacerbado. En cambio, mucha de la literatura argentina,


desde los ochenta (Cambaceres, J. M. Miró), había relatado el terror que el nuevo “bárbaro” —según la
retórica de la época— producía en el interior de los grupos dirigentes. Después de describir el lujosísimo
interior de la vivienda de su protagonista, el narrador de La bolsa de Julián Martel (J. M. Miró) señala:

del otro lado de la verja de hierro sobredorado, esbozándose en la tiniebla, bultos de gente
[...]; bultos entre los cuales ve el doctor relumbrar, como los de un gato, dos ojos que quizás
pertenecen a algún ser hambriento de esos que vagan por las noches [...] con el puñal en el
cinto.41

El terror no necesariamente contradice el gesto decorativo; en cambio habría que pensar el embe-
llecimiento de la miseria urbana como uno de los efectos del terror, de la paranoia de una clase que
en su mismo proyecto modernizador —de erradicar la “barbarie” campesina— había generado nuevas
contradicciones, que ya a fin de siglo relativizan su hegemonía. La ciudad, no cabe duda, ya en la época
de la crónica modernista, era el espacio de esas contradicciones.
En respuesta a esas tensiones, la crónica elabora, en la figura del paseante, otros modos de repre-
sentación del “exterior” obrero. La divagación casi turística hacia los márgenes de la ciudad será otro
gesto distintivo del cronista-paseante. En esos paseos el cronista emerge nuevamente como un pro-
ductor de imágenes de la otredad, contribuyendo a elaborar un “saber” sobre los modos de vida de las
clases subalternas y así aplacando su peligrosidad.
Concentrémonos en una crónica de Eduardo Wilde, “Sin rumbo”, titulada como la novela posterior
de E. Cambaceres: “Caminando, caminando, me fui hasta las orillas de la ciudad, cerca de las quintas
[...]. Por los alrededores se ven hombres y mujeres que habitaron antes el centro y que la ciudad, en su
eterno flujo y reflujo, ha arrojado a las orillas”.42 La primera marca de diferenciación del otro es su caren-
cia de propiedad, su carencia del interior que define al sujeto que sale de paseo:

Más allá se diseminan las casas pequeñas y los pequeños ranchos, con sus ventanas micros-
cópicas y dislocadas, por las cuales se ve un interior vacío y desposeído, donde una familia sin
genealogía gestiona el expediente de su vida hambrienta (énfasis nuestro, p. 122).

40 E. Gómez Carrillo, El encanto de Buenos Aires, p. 28.


41 J. M. Miró, La bolsa (Buenos Aires: Guillermo Kraft, 1956), pp. 62-63.
42 E. Wilde, “Sin rumbo”, Páginas escogidas, edición de J. M. Monner Sans (Buenos Aires: Ángel Estrada y Cía, 1939), pp.

99-105.

Sólo uso con fines educativos 83


Desposesión y carencia de genealogía: por el reverso de la descripción del otro, se precisa el campo
propio de identidad. El sujeto va a la “orilla”, al límite de la ciudad, no a ser otro, sino a constatar su dife-
rencia, es decir, a consolidarse.
Si el otro, por definición, es el exterior del discurso —es lo particular-contingente por excelencia—
en Wilde encontramos (como antes en Sarmiento) la funcionalidad del cuadro, la escena generalizado-
ra, que condensa y clasifica la heterogeneidad y el peligro: “todos tienen la marca de la miseria y del
vicio en la cara y ese modo de mirar limosnero que choca y entristece” (p. 123). Pero incluso en Wilde la
contingencia de lo particular se resiste al dispositivo del cuadro estereotipo:

[un mendigo] me abordó, pidiéndome céntimos para completar [...] un capital destinado al
sustento de ese día. Yo había salido a ver la naturaleza siempre bella y a resolver ideas en mi
cabeza, mientras recogía con mis sentidos los variados aspectos. El pobre caballero me lo des-
compuso todo cambiando el curso de mis pensamientos (énfasis nuestro, p. 124).

El contacto con el mendigo impide el ensimismamiento, desarticulando el “todo” generalizador, el


estereotipo, que inventa el paseante, como modo de ordenar el “caos” de la ciudad, cada vez más pro-
letarizada.
Es significativo ese aspecto disciplinario, ordenador, del paseo que pasa a ser, luego, un mecanismo
narrativo de cierta criminología finisecular. En La mala vida en Buenos Aires (1908), por ejemplo, escribe
Eusebio Gómez, criminólogo:

Ahora internémonos en los bajos fondos de la ciudad de Buenos Aires; veamos cómo operan
los “caballeros del vicio” y del delito: sorprendámoslos en sus siniestros conciliábulos; recorra-
mos los antros en que se reúnen para deliberar o para gozar de los beneficios de su parasitis-
mo; escuchemos sus conversaciones; examinémolos en todos los detalles de su personalidad.
Será necesario, para ello, sacrificar muchas conveniencias y, sobre todo, vencer profundas
repugnancias; pero, hagámoslo, y al final de la jornada, de seguro que no habrá para aquellos,
en lo íntimo de nuestro yo, un sentimiento de odiosidad ni un deseo de venganza [...].43

La retórica del paseo, ya formalizada en la crónica, se convirtió en un modo paradigmático de


representación de los peligros de la nueva vida urbana.
Cronistas y prostitutas. Acaso ninguna figura social de la época encarne el “peligro” de la ciudad
proletarizada como la prostituta. La prostituta es una condensación, en los discursos sobre la ciudad (la
novela naturalista Santa, de F. Gamboa, sería un ejemplo clásico), de los “peligros” de la heterogeneidad
urbana. Como señalaba G. Simmel, la prostitución es el emblema del impacto de las leyes del intercam-
bio sobre las zonas más “íntimas” o “privadas” de la vida moderna.44 Es decir, la prostituta representa la
intervención del mercado en las zonas más protegidas del “interior”. La prostitución —lejos de ser una

43 Eusebio Gómez, La mala vida en Buenos Aires (Buenos Aires: Juan Roldán, 1908), pp. 39-40.
44 Georg Simmel, “Prostitution” (1907), On Individuality and Social Forms, edición de D. N. Levine (Chicago: The University of
Chicago Press, 1971), pp. 121-126.

Sólo uso con fines educativos 84


anomalía— puede verse como modelo de las relaciones humanas en el capitalismo. Los discursos sobre
la modernidad no cesaron de reflexionar sobre esto, condensando en la prostituta, no sólo un amenaza
a la vida familiar burguesa, y una “figura” de la sexualidad moderna, sino también la “peligrosidad” de
la nueva clase obrera.
En su lúcida lectura de la Olimpia de Manet, el historiador de arte T. J. Clark traza la relación entre la
cultura burguesa de París, la prostitución y la función ideológica —siempre tensa y contradictoria— del
impresionismo. Para Clark la representación de la prostituta era un lugar simbólico, donde se reflexio-
naba sobre una experiencia sexual desterritorializada, sumamente problemática para la cultura domi-
nante, no sólo por el hecho de la desnudez (y de la prostitución misma), sino porque esa desnudez, a
mediados del siglo pasado, era un “signo de clase”.45 El impresionista, de modo muy contradictorio, por
su lugar subalterno respecto de la cultura dominante, vendría a cubrir la desnudez, sometiendo su par-
ticularidad (y peligro) a las formas canónicas y procesadas del desnudo. (Según Clark, la radicalidad de
Manet está en la ambigüedad y en las aporías que confronta la puesta en forma del cuerpo del otro en
esa especie de desnudo irónico que es la Olimpia).
En el Buenos Aires del fin de siglo la prostitución comenzaba a ser un problema amenazante, en
que se debatía incluso la capacidad disciplinaria de la policía urbana. Las prostitutas —como sugiere el
propio Gómez Carrillo en El encanto de Buenos Aires— salían a la calle, incontenidas por los lugares ins-
titucionales del prostíbulo o la casa de citas. De ahí que la prostituta fuera uno de los objetos privilegia-
dos de la “ciencia” de la criminología, según comprueba la proliferación de libros como La mala vida en
Buenos Aires de Eusebio Gómez. Más aún, según señala Ernesto Goldar, ya en el Buenos Aires finisecular
comenzaba el flujo inmigratorio de prostitutas, muchas veces traídas involuntariamente por la siniestra
organización de Zwi Migdal que administró la trata de blancas, que estallaría luego en la década del 20
(y que sería fundamental para Arlt).46
Para nosotros ese trasfondo es significativo: remite a la ciudad borrada o mejor, decorada y domes-
ticada, por muchas crónicas finiseculares. Gómez Carrillo:

Antes de acostarme vuelvo a abrir mi ventana para contemplar el espectáculo de la calle


expresiva.
[...] El ir y venir lento, tan lento como en todas partes, de las vendedoras de caricias, sugie-
re ideas de infinita piedad. ¡Ah! ¡Las cortesanas de la Avenida de Mayo! [...] ¡Si por lo menos
tuvieran algo de provocador, algo de perversas, algo de diabólicas! [...] Pero van, las pobres,
una tras otra, sin coqueterías, casi sin aliento, y cuando, de trecho en trecho, se detienen para
atraer a un hombre que pasa precipitado o distraído, nótase que el movimiento de su cabeza,
que se yergue, es puramente mecánico. Desde mi observatorio no veo ni sus miradas ni sus
sonrisas. Pero bien sé cómo son [...].47

45 T. J. Clark, “Olympia’s Choice”, The Painting of Modern Life, pp. 78-146.


46 Ernesto Goldar, La “mala vida” (Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1971).
47 Gómez Carrillo, El encanto de Buenos Aires, p. 33.

Sólo uso con fines educativos 85


Ahí el sujeto no es un flâneur, el lugar de la “mirada” es mucho más seguro y protegido: un interior
desde el cual, nuevamente, se borra la particularidad del objeto —su aspecto amenazante— y se pro-
duce una escena generalizadora. La prostituta es “cortesana” que inspira “piedad”. A pesar de su “pie-
dad” el sujeto insiste en registrar la distancia: desde el “observatorio”, la mirada domestica la calle.
Por otro lado, más “empírica” que esa mirada distanciada, era la salida a las orillas prostibularias.
También Gómez Carrillo sale de paseo. En una crónica titulada “El tango” escribe:

Es un barrio lejano, sórdido y casi desierto. En el suelo, lleno de agua, las raras luces del alum-
brado público se reflejan con livideces espectrales.
Por la acera, verdadera “vereda”, como se dice aquí, marchamos a saltos sobre los charcos [...]
Mas no son muchachas de Francia, no, ni tampoco gracias finas y estilizadas lo que vamos a
ver, sino flores naturales del fango porteño y ondulaciones porteñas48 (énfasis nuestro).

No le hacía falta ver al cronista una prostituta estilizada: la estilización —carnet de identidad “lite-
rario”— es lo que su discurso le proveería al mundo representado, dominándolo. Sobre la miseria des-
piadada de la ciudad se impone el mapa de la otra ciudad, estrictamente libresca:

Pero lo extraño, lo inexplicable, es que el tango que esta noche veo en este bajo y vil bouge de
Buenos Aires no se diferencia del tango parisiense en ningún detalle esencial. Las bailadoras
de Luna-Park son, de fijo, más hermosas, más lujosas, más graciosas y más airosas que las de
aquí. El baile es el mismo. ¿Consistirá tal fenómeno en que la influencia del refinamiento pari-
siense ha llegado ya hasta tan miserable y lejano arrabal? (pp. 176-177).

Es el cronista quien le impone al miserable arrabal el refinamiento parisiense, la estilización de cier-


ta ciudad literaria. Porque:

¿Dónde está la ciudad? [...] –¿Dónde está la ciudad? [...] Yo también me lo pregunto cuando, en
ciertas tardes tibias, me pierdo gustoso, guiando un cochecito minúsculo, sin rumbo fijo, por
entre las frondas de las avenidas (p. 233).

La ciudad es borrada por el discurso estetizador.


Hay muchos encuentros entre cronistas y prostitutas, no siempre tan sublimados como el de
Gómez Carrillo. En sus crónicas sobre París (la ciudad ideal), Darío registra cierta ansiedad:

En la orilla derecha, por la enorme arteria del bulevar, los vehículos lujosos pasan hacia los tea-
tros elegantes. Luego son las cenas de los cafés costosos, en donde las mujeres del mundo que
se cotizan altamente se ejercen en su tradicional oficio de deslumbrar al pichón. [...]
Cerca de la Magdalena y de la plaza de la Concordia, está el lugar famoso que tentara la pluma

48 “El tango”, en El encanto de Buenos Aires, p. 171.

Sólo uso con fines educativos 86


de un comediógrafo. Allí esas “damas” enarbolan los más fastuosos penachos, presentan las
más osadas túnicas, aparecen forradas academias, o traficantes figurines [...]
Por la calle del Faubourg Montmartre y de Notre-Dame-de-Lorette, asciende todas las noches
una procesión de fiesteros, tanto cosmopolitas como parisinos, afectos al Molino-Rojo y a las
noches blancas. Nadie tiene ya recuerdos literarios y artísticos para lo que era antaño un refu-
gio de artistas y literatos. Además, se sabe de la mercantilización del Arte49 (énfasis nuestro).

¿No podría hablarse, partiendo de esa descripción de las prostitutas con “túnicas” y “fastuosos pena-
chos”, de una prostitución modernista? Por cierto, en esa crónica es notable cómo tras describir a la pros-
tituta, Darío reflexiona sobre la mercantilización del arte, uno de sus tópicos favoritos. Nuevamente:

París nocturno es luz y único, deleite y armonía: y, hélas delito y crimen [...] Sabe que con el oro
todo se consigue, en las horas doradas de la villa de oro, en donde el Amor transforma ese rin-
cón de alegría, en donde hace algunos años todavía se soñaba sueños de arte y se amaba con
menos interés [...] se dice que los artistas de hoy, los mismos artistas, no piensan más que en la
ganancia [...] (p. 1056).

De la prostitución a la mercantilización del arte: el desliz, en Darío, es constante, y nos obliga a sos-
pechar, de entrada, que en la prostituta el cronista proyectaba algunas de las condiciones de posibili-
dad de su propia práctica. Porque, ¿no es la crónica, precisamente, una incorporación del arte al mer-
cado, a la emergente industria cultural? ¿Y no era la mercantilización, según el idealismo profesado por
muchos modernistas, una forma de prostitución?
Un extraño paseo —paseo-esquizo, habría que añadir— del poeta Fernández en De sobremesa de
J. A. Silva, intensifica la sugerencia:

Eran las doce menos veinte minutos cuando salí al boulevard y me confundí con el río humano
que por él circulaba. [...] Caminé durante un cuarto de hora con paso bastante firme y... ¿Cartas
transparentes?, me dijo un muchacho, que guardó el obsceno paquete al volverlo a mirar.
La luz de las ventanas de una tienda de bronces me atrajo, y caminando despacio, porque sen-
tía que las fuerzas me abandonaban, fui a pararme al pie de una de ellas.
Una mujer pálida y flaca, con cara de hambre, las mejillas y la boca teñidas de carmín, me
hizo estremecer de pies a cabeza al tocarme la manga del pesado abrigo de pieles que me
envolvía, y sonó siniestramente en mis oídos el pssit, pssit, que le dirigió a un inglés obeso y
sanguíneo. [...] Me fijé luego en la ventana [...] Me pareció que estaba preso entre dos muros
de vidrio y que jamás podría salir de allí. [...] Espesa niebla flotó ante mis ojos, una neuralgia
violenta me atravesó la cabeza de sien a sien, como un rayo de dolor, y caí desplomado sobre
el hielo.50

49 Rubén Darío, “París nocturno”, Obras completas, cuentos y novelas, IV (Madrid, Afrodisio Aguado, 1955), pp. 1053-1054.
50 J. A. Silva, De sobremesa (1896) (Bogotá: Editorial de Cromos, 1920), pp. 156-158.

Sólo uso con fines educativos 87


El paseante inicialmente aparece protegido por un parapeto que lo “envuelve”, que lo interioriza en
ese “pesado abrigo de pieles”. Sin embargo, al pie de la vitrina, el contacto con la prostituta estremece
—saca de sí— al sujeto, que inmediatamente se contempla “preso entre dos muros de vidrio”.
El desplazamiento metonímico, de la prostituta al yo atrapado en la vitrina, es revelador. Como
señalamos anteriormente, la vitrina es uno de los objetos privilegiados por el paseante. La vitrina es un
objeto que nos remite al consumo, en tanto mediación entre el sujeto urbano y su mundo. Pero a la vez,
la vitrina es una metáfora mediante la cual cierta escritura finisecular (particularmente en la crónica)
autorrepresenta su sometimiento a las leyes del mercado.
El paseo de Fernández es doblemente significativo: sitúa al sujeto doblemente “atrapado” por el
cristal justo al lado de la prostituta que vende sus servicios. Y esto precisamente en una novela en que
el intercambio económico de objetos artísticos y el tema general de la mercantilización son funda-
mentales.
Fueron muchas las quejas —y las pequeñas obsesiones— de los modernistas contra el dinero. Por
el reverso de sus frecuentes y ansiosos reclamos de pureza (en la modernidad incluso la pureza es alta-
mente cotizable, como es el caso de inutilidad del lujo), el poeta figuraba, sobre todo en las crónicas,
como trabajador asalariado. Y en el momento en que el escritor —rotos los velos— se reconoce en el
interior de la vitrina, comienza a verse como otro —como prostituta, a veces— y se complica, entre
otras cosas, la disposición decorativa de la belleza. A partir de ese momento el literato, incluso el cronis-
ta, cesa de ser un flaneur.
Martí: crónica y cotidianidad. La crónica es un tipo de literatura menor; forma fragmentaria y deriva-
da, pero fundamental para el campo literario finisecular. Como forma menor, genéricamente imprecisa,
posibilita el procesamiento de zonas emergentes de la cotidianidad hasta el momento excluidas de los
modos más estables de la representación literaria (o artística). Pero, en abstracto, no es posible postular
el signo político de “lo menor”. Según hemos visto, en el caso de la crónica la misma indisciplina y flexi-
bilidad formal del género bien podía ser un dispositivo disciplinario, una puesta en orden de la cotidia-
nidad aún “inclasificada” por las formas instituidas.
Aun así es cierto que la heterogeneidad de la crónica, al menos en Martí, le permitió al literato una
salida del campo del “arte” y de la “alta cultura”. Esas salidas, en Martí, se resisten a producir una imagen
decorativa de la ciudad. Por el reverso de la función decorativa que tiende a cumplir la crónica moder-
nista, Martí registra la miseria, la explotación, que las formas entonces más avanzadas de la modernidad
(en los Estados Unidos) generaban:

De los techos de las casas de vecindad, que son las más en los barrios pobres, cuelgan racimos
de piernas.
De abajo, de muy abajo, se ve allá, en las alturas de un séptimo piso, una camisa colorada que
empina un jarro lleno de cerveza, como una gota de sangre en que ha caído otra de leche.
La luna da tintes de azufre a las cabelleras amarillas, y vetea de bilis las caras pálidas. De una
chimenea a otra, buscando ladrillos menos calientes donde reclinarse, pasan medio desnudos,
como duendes, los trabajadores exhaustos, enmarañado el pelo, la boca caída, jurando y tam-
baleando, quitándose con las manos los hilos de sudor, como si fuesen destejiendo las entra-

Sólo uso con fines educativos 88


ñas. En la acera donde los niños consuelan el vientre sediento echándose de bruces sobre
las baldosas tibias, se tienden al pie de un árbol canijo o en los peldaños de la escalinata, las
madres exangües, desfallecidas por la rutina de la casa, mortal en el verano: las mejillas son
cuevas; los ojos, ascuas o plegarias; de si se les ve el seno no se ocupan; apenas tienen fuerzas
para acallar el alarido lúgubre de la criaturita que se les muere en la falda (OC, XII, 22).

Ahí es comparable la distancia enfática que separa al sujeto del objeto representado, el cuerpo
obrero. Distanciamiento semántica e ideológicamente cargado, notable asimismo en el estilo grotesco
(nada celebratorio) de la descripción. La fragmentación, como rasgo del otro, atraviesa la disposición
descriptiva misma. Pero igualmente notable es la ausencia de embellecimiento de la miseria. El cuerpo
del otro —conjunto de fragmentos— aparece en oposición amenazante para el sujeto, pero permane-
ce indomesticado. La miseria ahí no es pintoresca o dócil, en contraste a la retórica del paseo de Wilde
o Gómez Carrillo. La crónica martiana no decora, no resuelve las tensiones de la ciudad: al contrario
—muy por el reverso de los patrones de la prosa estilizada que domina en la crónica modernista—
parecería que la fragmentación del cuerpo del otro contamina, con su violencia, el espacio mismo del
discurso, el lugar seguro del sujeto que a la vez reclama distancia.
Ya hacia 1881, sus primeros textos sobre Nueva York —donde Martí por cierto no era un turista—
registraban su ambigua posición ante las culturas marginales y obreras de la ciudad. Posición de distan-
cia, y hasta de miedo, pero al mismo tiempo de afiliación:

Amo el silencio y la quietud. El pobre Chatterton tenía razón cuando añoraba desesperada-
mente las delicias de la soledad. Los placeres de las ciudades comienzan para mí cuando los
motivos que les producen placer a los demás se van desvaneciendo. El verdadero día para
mi alma amanece en medio de la noche. Mientras hacía anoche mi paseo nocturno habitual
muchas escenas lastimosas me causaron pena. Un anciano vestido en aquel estilo que revela
al mismo tiempo la buena fortuna que hemos tenido y los tiempos malos que comienzan para
nosotros, se pasea silenciosamente debajo de un farol callejero. Sus ojos, fijos sobre las perso-
nas que pasaban, estaban cuajados de lágrimas [...]. No podía articular una sola palabra (OC,
XIX, 126).

El paseante busca un espacio alternativo en la ciudad, en la soledad de la noche. Pero en su bús-


queda de un lugar vacío —propio— en la ciudad, el sujeto es interpelado por la mirada del otro. Acaso
sea posible leer ahí no sólo un encuentro sino una proyección del sujeto en el otro. Otro que “revela
los buenos tiempos que hemos tenido y los malos tiempos que comienzan para nosotros”. En buena
medida esas palabras describen al propio Martí exiliado, recién llegado a Nueva York, y desde aquellos
primeros textos sometido al mercado como escritor asalariado. En efecto, a pesar de sus irreducibles
contradicciones, en el Martí neoyorquino opera el concepto del escritor como otro, el escritor como tra-
bajador. La crónica es el lugar donde se pone en práctica ese concepto.
Por otro lado, ese acercamiento de Martí a las zonas marginadas de la ciudad —a la materia “anties-
tética” de la ciudad— no puede explicarse solamente en términos de una experiencia personal. Esa
relación está mediada —como indicamos anteriormente— por las luchas en el interior del campo inte-

Sólo uso con fines educativos 89


lectual; pugnas entre diferentes posiciones y conceptos literarios. En Martí el rechazo del lujo y de la
escritura como decoración urbana supone una crítica de la incorporación de lo estético, como esfera
autónoma, por la industria cultural. Sin embargo, esa crítica a la vez se apoya en las formas “bajas” y
menores del periodismo para atacar a cierto tipo de intelectual “alto”:

La historia que vamos viviendo es más difícil de asir y contar que la que se espuma en los
libros de las edades pasadas: ésta se deja coronar de rosas, como un buey manso: la otra, res-
baladiza y de numerosas cabezas como el pulpo, sofoca a los que la quieren reducir a forma
viva. Vale más un detalle finamente percibido de lo que pasa ahora, vale más la pulsación sor-
prendida a tiempo de una fibra humana, que esos rehervimientos de hechos y generalizacio-
nes pirotécnicas tan usadas en la prosa brillante y la oratoria [...]
[Cuando] se habla mano a mano en las plazas con el desocupado hambriento, en el ómnibus
con el cochero menesteroso, en los talleres finos con el obrero joven, en sus mesas fétidas
con los cigarreros bohemios y polacos [...], entonces vuelven a entreverse con realidad terrible
las escenas de horror fecundo de la revolución francesa, y se aprende que en Nueva York, en
Chicago, en San Luis, en Milwaukee, en San Francisco, fermenta hoy la sombría levadura que
sazonó con sangre el pan de Francia.51

La crónica le permitió a Martí una salida —desterritorializada— a la calle. Le permitió una crítica
del libro, así como una reflexión, muy avanzada, sobre los riesgos de la voluntad autonómica de la lite-
ratura. Crítica del interior, ya proyectada en sus minuciosos testimonios de la cotidianidad capitalista,
hechos a veces con la misma materia verbal, fragmentada y derivada, de la ciudad moderna.

51 Martí, Nuevas cartas de Nueva York, edición de E. Mejía Sánchez (México: A Siglo XXI, 1980), p. 79.

Sólo uso con fines educativos 90


Lectura Nº 4
Rama, Ángel, “La Ciudad Modernizada”, en La Ciudad Letrada, Ediciones del Norte,
Hanover, USA, 1984, pp. 71-104.

IV
La ciudad modernizada

La modernización que se inaugura hacia 1870, fue la segunda prueba a que se vio sometida la ciu-
dad letrada, mucho más riesgosa que la anterior pero, al mismo tiempo, por la ampliación del circuito
letrado que presenció, más rica de opciones y de cuestionamientos.
Las gacetas populares de la imprenta de Antonio Vanegas Arroyo, en México, (muchas ilustradas
por José Guadalupe Posada), como las hojas sueltas y revistas gauchescas en el Río de la Plata, hicie-
ron fuego sobre los “doctores”. Nuevamente, como cuando la Emancipación, un sector recientemente
incorporado a la letra desafiaba el poder.
También lo hicieron los nuevos intelectuales, en especial los pedagogos que estaban surgiendo
y retomaban, sin haberla conocido, la lección de Simón Rodríguez. En su libro De la legislación escolar
(1876), el educador uruguayo José Pedro Varela, arremetía contra ellos y contra la Universidad que los
producía: “Como clase, los abogados no son mejores que las otras profesiones, ni más morales, ni más
justos, ni más desprendidos, ni más patriotas; pero son más atrasados en sus ideas y más presuntuo-
sos”.1 Los atacaba porque pertenecían a esas clases que, decía, “son las que hablan, las que formulan
las leyes, las que cubren de dorados la realidad”, comprobando la disociación entre las dos ciudades:
los universitarios no interpretaban ni representaban en sus escritos la realidad, sino que la cubrían de
dorados.
Con perspicacia mayor que la de José Martí, quien en 1891 hablaría de “letrados artificiales” opo-
niéndoles —fuera de tiempo— un “hombre natural” al que sabrían interpretar los caudillos que sobre
tales hombres naturales edificarían sus dictaduras, José Pedro Varela comprueba que los doctores uni-
versitarios habían venido engranando cómodamente en el poder de los caudillos y que “el espíritu uni-
versitario encuentra aceptable ese orden de cosas, en el que reservándose grandes privilegios y pro-
porcionándose triunfos de amor propio, que conceptúa grandes victorias, deja entregado el resto de la
sociedad al gobierno arbitrario”.2 Era la crítica, desde las nuevas tiendas racionalistas y, pronto, positivis-
tas, del medio siglo posterior a la Emancipación en que se había reconstruido la ciudad letrada median-
te dos equipos intelectuales —conservadores y liberales— que se turnaron en el poder y concluyeron
en una amalgama liberal-conservadora que ya reconocía hacia 1862 en Colombia, José María Samper.3
Bajó la advocación de Spencer, Pestalozzi o Mann, la manera de combatir a la ciudad letrada y dis-
minuir sus abusivos privilegios consistió en reconocer palmariamente el imperio de la letra, introdu-
ciendo en ella a nuevos grupos sociales: es el origen de las leyes de educación común que se extienden
por América Latina desde la que en 1876 redacta el mismo Varela y, desde la misma fecha, la progresi-
va transformación de la Universidad que al incorporarse al positivismo se amplía con escuelas técnicas
que atemperan la hegemonía de abogados y médicos. Dos curvas estadísticas remontan en el perío-

Sólo uso con fines educativos 91


do y explican la demanda de personal técnico o semipreparado: la demográfica y la de exportaciones,
aunque ninguna de ellas da el vertiginoso salto de la curva de urbanización que consagra el triunfo de
las ciudades, cumpliendo después de varios siglos con el cometido asignado e imponiendo sus pautas
al contorno rural: “casi todas las capitales latinoamericanas duplicaron o triplicaron la población en los
cincuenta años posteriores a 1880”.5
“These cities were primarily conceived as bureaucratic centers; commerce and industry had almost
no part in their formative period” ha dicho Claudio Véliz, explicando que sus habitantes “were emplo-
yed in the service, or tertiary sector of the economy and included domestic servants as well as lawyers,
teachers, dentists, civil servants, salesmen, politicians, soldiers, janitors, accountants, and cooks”.6 Una
parte considerable de ese terciario (nombre que en América Latina no es sino una modernización de
una costumbre que se remonta a los orígenes de la Conquista) correspondió a las actividades intelec-
tuales. A las ya existentes en la administración, las instituciones públicas y la política, se agregaron las
provenientes del rápido crecimiento de tres sectores que absorbieron numerosos intelectuales, estable-
ciendo una demanda constante de nuevos reclutas: la educación, el periodismo y la diplomacia. Sólo la
segunda pareció disponer de un espacio ajeno al contralor del Estado aunque salvo los grandes dia-
rios y revistas ilustradas, la mayoría de los órganos periodísticos, que siguieron siendo dominantemente
políticos como era ya la tradición romántica, retribuyeron servicios mediante puestos públicos, de tal
modo que las expectativas autónomas del periodismo se transformaron en vías de acceso al Congreso
o a la Administración del Estado. Aun con estas limitaciones, fue sin duda un campo autónomo respec-
to a la concentración del poder, como la fue también la función educativa en la medida en que creció
suficientemente como para no poder ser controlada rígidamente desde las esferas gubernamentales.
Es difícil estimar si este crecimiento del terciario se acompasó proporcionalmente con el desarrollo de
la economía, aunque el rasgo rumboso y nuevo rico que lo distinguió le dio una preeminencia pública
considerable que algunos historiadores interpretan como prueba de su excesivo crecimiento o de la
apropiación de riqueza que efectuó.
Con todo, lo realmente cierto fue la idealizada visión de las funciones intelectuales que vivió la ciu-
dad modernizada, fijando mitos sociales derivados del uso de la letra que servían para alcanzar posicio-
nes, si no mejor retribuidas, sin duda más respetables y admiradas: fue “la maestra normal” (Manuel Gál-
vez) que fijó los sueños de las jóvenes de la baja clase media o fue “el doctorado” (M’hijo el dotor, en la
feliz fórmula de Florencio Sánchez) que ambicionaron para sus descendientes tanto los estancieros ricos
como los tenderos inmigrantes, unos y otros analfabetos. La letra apareció como la palanca del ascen-
so social, de la respetabilidad pública y de la incorporación a los centros de poder; pero también, en
un grado que no había sido conocido por la historia secular del continente, de una relativa autonomía
respecto a ellos, sostenida por la pluralidad de centros económicos que generaba la sociedad burguesa
en desarrollo. Para tomar el restringido sector de los escritores, encontraron que podían ser “reporters”
o vender artículos a los diarios, vender piezas a las compañías teatrales, desempeñarse como maestros
pueblerinos o suburbanos, escribir letras para las músicas populares, abastecer los folletines o simple-
mente traducirlos, producción suficientemente considerable como para que al finalizar el siglo se esta-
blecieran las leyes de derecho de autor y se fundaran las primeras organizaciones destinadas a recaudar
los derechos intelectuales de sus afiliados. En el sector letrado académico, el ejercicio independiente de

Sólo uso con fines educativos 92


las profesiones llamadas aún “liberales”, o la creación de institutos que proporcionaban títulos habilitan-
tes (maestros, profesores de segunda enseñanza) instauraron un espacio más libre, menos directamen-
te dependiente del Poder, para las funciones intelectuales, y será en este cauce que comenzará a desa-
rrollarse un espíritu crítico que buscará abarcar las demandas de los estratos bajos, fundamentalmente
urbanos, de la sociedad, aunque ambicionando, obsesivamente, infiltrarse en el poder central pues en
definitiva se lo siguió viendo como el dispensador de derechos, jerarquías y bienes.
Los límites de este incipiente proceso autonómico originado por la ampliación de la base econó-
mica liberal, se pueden apreciar analizando los mitos sociales que irrumpieron en las ciudades, sobre
todo si se los coteja con los que por la misma fecha se desarrollaron en la zona norteamericana del
continente. Desde luego siguieron funcionando los grandes mitos sociales de las clases bajas y aun con
una intensidad desconocida, en la medida que la modernización alcanzó buena parte de su riqueza
sobre las espaldas de la clase campesina: de ahí que los dos grandes mitos, simbolizados en el rebelde
y el santo, cobraran una principalía que estuvo abonada por el bandolerismo y el mesianismo religioso
de la época, concitando la adhesión de los estratos inferiores que sacralizaron ambas figuras en tanto
portadores de la resistencia a la opresión de los poderes, figuras románticas que desafiaban el orden
injusto de la sociedad custodiado por las instituciones y figuras solitarias, en lo que representaban la
debilidad asociativa de los hombres de las zonas rurales.
Junto a estos mitos que invadieron los suburbios capitalinos y se prolongan hasta nuestros días
gracias a la masa de inmigrantes rurales que los pueblan, comienzan a diseñarse los mitos letrados y
urbanos a que hicimos referencia, pero ninguno de ellos alcanza supervivencia ni, sobre todo, se graba
hondamente en el imaginario popular. Si se cotejan dos zonas de intenso trasplante europeo, como son
los Estados Unidos y el Río de la Plata, se observa que en esta última no alcanzaron esplendor los mitos
individuales que se producen en la primera. Ya Darcy Ribeiro observó que “los descendientes de inmi-
grantes no consiguieron aún estampar su impronta en la ideología nacional”7 argentina, lo que se hace
evidente si se evoca la extraordinaria difusión del mito del pionero en los Estados Unidos, el conquis-
tador y colonizador de tierras de indios que ha originado toda la filosofía de la “frontera” ya cuyos pro-
totipos (el cowboy) se consagraron millares y millares de folletos populares en el XIX y se busca algún
equivalente de similar entidad en el sur. Su inexistencia impone reconocer la fuerza constrictiva que
en el sur ejerció la oligarquía dueña de tierras, paralizando el esfuerzo democratizador que en el norte
cumplieron los pioneros sedientos de tierras. La “conquista del desierto” en la Argentina sigue de cerca
a la “conquista del Oeste” en los Estados Unidos, pero la primera es llevada a cabo por el ejército y la
oligarquía, mientras que la segunda concedió una amplia parte a los esfuerzos de los inmigrantes, a los
que tuvo que recompensar con propiedades.
Este reconocimiento del esfuerzo individual, al margen y aun contra el poder del Estado, es el
mismo que alimentó los mitos urbanos norteamericanos que se definieron en el “self-made man”. En
el campo letrado proveyó de dos figuras heroicas y solitarias: el periodista y el abogado, que hasta el
día de hoy y contra toda evidencia realista dada la extraordinaria concentración del poder que se ha
efectuado en los Estados Unidos, siguen alimentando el imaginario popular. Ese periodista que escribe
en un pequeño diario pueblerino, en el cual denuncia las injusticias y las arbitrariedades de los pode-
rosos a los que concluye venciendo y ese abogado pobre que ante los tribunales vence las maquia-

Sólo uso con fines educativos 93


vélicas conjuras de los ricos y restablece los derechos o la inocencia del acusado, son mitos urbanos y
letrados que no se desarrollaron en América Latina. Contrariamente a un extendido prejuicio acerca del
individualismo anárquico de sus habitantes, parecen apuntar a una situación exactamente opuesta, al
enorme peso de las instituciones latinoamericanas que configuran el poder y a la escasísima capacidad
de los individuos para enfrentarlas y vencerlas. Los mitos parten de componentes reales pero no son
obviamente traducciones del funcionamiento de la sociedad sino de los deseos posibles de sus inte-
grantes. Son condensaciones de sus energías deseantes acerca del mundo, las cuales en la sociedad
norteamericana se abastecen con amplitud en las fuerzas individuales mientras que en las latinoame-
ricanas descansan sobre una percepción aguda del poder, concentrado en altas esferas, y simultánea-
mente sobre una subrepticia desconfianza acerca de las capacidades individuales para oponérsele.
Dicho de otro modo, la sociedad urbana latinoamericana opera dentro de modelos más colectivizados,
sus mitos opositores del poder pasan a través de la configuración de grupos, de espontáneas coinci-
dencias protestatarias, de manifestaciones y reclamaciones multitudinarias. Los mitos de campesinos-
obreros-y-estudiantes que poblaron los discursos de la izquierda, sobre todo la estudiantil, desde la
modernización en adelante, son visiblemente urbanos y letrados, descendientes del pensamiento euro-
peo también, sin equivalente en la sociedad norteamericana.
Efectivamente, comenzó a manifestarse desde fines del XIX una disidencia dentro de la ciudad letra-
da que configuró un pensamiento crítico.
Tuvo multiplicidad de causas, entre las cuales cuenta un sentimiento de frustración e impotencia
(que remedó el de los criollos respecto al poder español en la Colonia) y una alta producción de inte-
lectuales que no se compadecía con las expectativas reales de sociedades que parecían más dinámi-
cas de lo que lo eran, las que serían incapaces de absorber esas capacidades, forzándolas al traslado
a países desarrollados. Pero ese pensamiento no dejó de moldearse dentro de estructuras culturales
que aunque se presentaban modernizadas repetían las hormas tradicionales. Alguna vez señaló Vaz
Ferreira que quienes no habían llegado a tiempo para ser positivistas, habían sido marxistas, apuntan-
do más que a una crítica de cualquiera de ambas filosofías, a las adaptaciones que han experimentado
en tierras americanas las doctrinas recibidas del exterior: obligadamente se ajustaron a las tendencias
y comportamientos intelectuales elaboradas por las vigorosas tradiciones internas. Del mismo modo
que no tuvimos el romanticismo idealista e individualista alemán, sino el romanticismo social francés,
haciendo de Víctor Hugo un héroe americano, del mismo modo el sociologismo positivista engranó
con enorme éxito en la mentalidad latinoamericana, siendo Comte y Spencer pensadores a quienes
se rindió culto, no sólo por sus claras virtudes explicativas sino porque esa doctrina se adaptaba a los
patrones colectivizados de la cultura regional, permitía interpretarla por grupos y por clases como se
había hecho desde siempre, (salvo que con un instrumental modernizado más persuasivo), y, lo que
es más grave, permitía que se siguiera trabajando en un cerrado marco regional al que se aplicaba una
teoría que en cambio postulaba una interpretación universalista. Pues, a pesar de las admoniciones de
Simón Rodríguez, el espíritu colonizado seguía flotando sobre las aguas. Así fue que la disidencia crítica
siguió compartiendo acendrados principios de la ciudad letrada, sobre todo el que la asociaba al ejer-
cicio del poder. Aunque de hecho estaba produciendo un pensamiento opositor independiente, sólo
tangencialmente atacaba la tradicional concentración del poder. Dirigía la crítica a sus ejercitantes y a

Sólo uso con fines educativos 94


las filosofías que ponían en práctica, procurando suplantar a los unos y a las otras. Una divisa colonial
pareció regir este mecanismo que ha seguido funcionando hasta hoy y que en algunos países —Méxi-
co— tiene flagrantes expresiones: “Buen rey y mal gobierno”.
De todas las ampliaciones letradas de la modernización, la más notoria y abarcadora fue la de la
prensa que, al iniciarse el siglo XX, resultó la directa beneficiaria de las leyes de educación común pro-
puestas por abnegados pedagogos, tal como para Inglaterra ya observara Arnold Toynbee, proporcio-
nándonos una prensa popular, exitista y en ocasiones amarillista, como en Buenos Aires el diario Crítica
(Botana, 1913), aunque el mayor éxito les cupo a los periódicos-empresas que concluyeron siendo los
pilares del sistema y parte ostensible de la ciudad letrada: es el caso de La Nación en Buenos Aires u O
Estado de São Paulo, en el Brasil. Contrariamente a las previsiones de los educadores, los nuevos lectores
no robustecieron el consumo de libros sino que proveyeron de compradores a diarios y revistas. El com-
bate contra la ciudad letrada que encaraba José Pedro Varela, resultó en la ampliación de sus bases de
sustentación y en el robustecimiento de la escritura y demás lenguajes simbólicos en función de poder.
Este fue explícitamente el proyecto de Sarmiento, más avizor acerca de los efectos de la educación sis-
temática que los integrantes de la generación joven que apostaron a una democratización que cuestio-
nara sus poderes. Los integrantes de la generación modernizadora que vivieron lo suficiente ingresaron
a las alternativas de la cooptación, acompasada a las transformaciones que vivía el poder.
Es evidente en la evolución del mexicano Justo Sierra. En 1878, desde su juvenil periódico La liber-
tad atacaba a “esos milagros humanos que se llaman constituciones abstractas”, a “los espesos fan-
taseos de los fautores de códigos sociales y democráticos”, oponiéndoles el “hecho práctico de que el
derecho y el deber, en lo que tienen de humano y real, son un producto de la necesidad, del interés, de
la utilidad”.8 Sería Justo Sierra quien, al fin de largos esfuerzos, conseguiría la reconstitución de la Uni-
versidad, que fue siempre la joya más preciada de la ciudad letrada, dotándola de un explícito carácter
sacrosanto que se llamó autonomía, a la cual José Vasconcelos agregaría la divisa según la cual por su
boca racial hablaba nada menos que el Espíritu.
No de otro modo actuaron en 1918 los jóvenes rebeldes de la Universidad de Córdoba, en la
Argentina, al reclamar que fuera autónoma y el órgano de conducción de la sociedad, en una típica
estrategia del ascenso social de un nuevo sector o clase que busca alcanzar una instancia de poder.
La Universidad seguía siendo así el puente por el cual se transitaba a la ciudad letrada, como lo había
sido en el siglo XIX cuando preparaba a los equipos del poder, sobre todo ministros y parlamenta-
rios, dotándosela ahora de un campo operativo más libre que le permitiera cumplir tanto la función
modernizadora como la integradora de la sociedad. En un período agnóstico asumía plenamente las
funciones que le habían correspondido a la Iglesia, cuando integraba el poder bicéfalo (el Trono y la
Tiara). Más allá de los alegatos de la reforma universitaria cordobesa y de la intensa ideologización
democrática que desplegó, se trató de una sustitución de equipos y doctrinas pero no de un asalto a
los principios que estatuían la ciudad letrada, los cuales no sólo se conservaron, sino que se fortalecie-
ron al redistribuirse las fuerzas mediante nuevas incorporaciones. Los abogados debieron compartir el
poder con las nuevas profesiones (sociólogos, economistas, educadores) y la clase media se integró al
sistema, pero ni aún así los abogados fueron desplazados de una tarea primordial de la ciudad letrada:
la redacción de códigos y de leyes, para la cual obtuvieron la contribución del nuevo equipo filológico

Sólo uso con fines educativos 95


que se desarrolló, fortaleciendo el tradicionalismo, para compensar el trastorno democratizador que
se vivía.
La asombrosa y desproporcionada Réplica que formuló Rui Barbosa en 1902 al proyecto de código
civil que examinaba el Senado brasileño, no respondió a un capricho egotista como se ha dicho fre-
cuentemente, sino al cumplimiento cabal de la función letrada, que tendría consecuencias profundas
en la jurisprudencia brasileña. Invocando a Bentham (“Tales palabras, tal ley”) defendió el principio de
que “um código civil há de ser obra excepcional, monumento da cultura de sua epoca” pues “sôbre ser
um cometimiento científico, é urna grande expressao da literatura nacional”9 por lo cual su escritura
debía ser rigurosa, clara y, además, disipar todos los equívocos posibles. En el caso de los códigos y
las constituciones, el rígido sistema semántico de la ciudad letrada encontraba justificación plena, pues
resultaba obligado que respondieran a un unívoco sistema interpretativo. Este sólo podía fundarse en
los dos principios lingüísticos citados (origen etimológico y uso constante, o sea secular, por una comu-
nidad), por lo cual remitían fatalmente a la tradición de la lengua, religaban con los ancestros ultramari-
nos. De aquí procede la nota tradicionalista corrientemente anexa al funcionamiento de la ciudad letra-
da y también la importante contribución que a su sostén dieron los estudiosos de la lengua americana,
visto que era el instrumento que con mayor alcance regía el orden simbólico de la cultura.
El proceso modernizador desde 1870 fue acompañado —sutilmente compensado—por la creación
de las Academias de la Lengua que hasta ese momento no habían existido en América y que, tal como
se formularon y organizaron, fueron religaciones con las fuentes europeas. Todas las Academias hispa-
noamericanas nacieron como “correspondientes de la Academia española” desde la primera fundada, la
colombiana, de 1872. Sólo dos excepciones parciales podrían citarse, que correspondieron a las nacio-
nes más dinámicas: la brasileña (de 1896), de la que observó con sagacidad Oliveira Lima que “crio-
use mais para consagrar a futura língua brasileira do que a passada língua portuguesa”10 y la argentina,
estatuida como fraternidad de escritores simplemente, quizás reconociendo la pretendida autonomía
de una lengua que en 1900 el francés Abeille celebraba como “nacional”, no como “castellana”,
Al margen de la sabida ineficacia de estas academias, salvo la colombiana que contó con el mejor
equipo lingüístico americano, su aparición fue la respuesta de la ciudad letrada a la subversión que se
estaba produciendo en la lengua por la democratización en curso, agravada en ciertos puntos por la
inmigración extranjera, complicada en todas partes por la avasallante influencia francesa y amenazada
por la fragmentación en nacionalidades que en 1899 provocaba el alerta de Rufino José Cuervo: “Esta-
mos, pues, en vísperas de quedar separados, como lo quedaron las hijas del Imperio Romano”. Contra
esos peligros la ciudad letrada se institucionalizó.
Generó un equipo capacitado de lingüistas, que desarrolló un espléndido período de estudios filo-
lógicos, aunque su acción resultó más eficaz donde ejerció directamente la administración del Estado:
fue el caso colombiano en que el fundador de la Academia de la Lengua, Miguel Antonio Caro, también
habría de ser presidente de la República.
Pero a la ciudad letrada de la modernización le estarían reservadas dos magnas operaciones en las
cuales quedaría demostrada la autonomía alcanzada por el orden de los signos y su capacidad para
estructurar vastos diseños a partir de sus propias premisas, sustrayéndose a las coyunturas y particulari-
dades del funcionamiento vivo de la realidad. Una de ellas tuvo que ver con el vasto contorno de la Natu-

Sólo uso con fines educativos 96


raleza y las culturas rurales que se habían venido desarrollando autárquicamente. La otra con el propio
diorama artificioso que constituía la ciudad y que aun seguía trabando la independencia de los signos.
A la primera operación competía la extinción de la Naturaleza y de las culturas rurales, inicial pro-
yecto dominador que, por primera vez de modo militante, llevaron a cabo las ciudades modernizadas,
buscando integrar el territorio nacional bajo la norma urbana capitalina.
En su “Alocución a la Poesía” (1823) para que abandonara Europa y pasara a América, Andrés Bello
le había propuesto dos grandes temas: la Naturaleza y la Historia. Sólo el segundo fue atendido por los
poetas en tanto que el primero, a pesar de la suntuosidad de Heredia, no dejó de trasuntar la cosmética
de la escuela europea donde fue aprendido, sin alcanzar el acento auténtico que quedó reservado al
énfasis heroico o a las delicias amorosas. A pesar del programa romántico insistentemente proclama-
do, a pesar de que no hay lugar común más empinado en el pensamiento extranjero que la “ubérrima
naturaleza americana”, América Latina no contó en el XIX con una escuela literaria de la envergadura
del “trascendentalismo” norteamericano que dio Nature de Emerson ya en 1836, el Walden de Thoreau
en 1854 y los libros de viajes de Herman Melville, antes de publicar Moby Dick en 1851, ni contó con
un movimiento de artistas paisajistas como los de la Hudson River School que prohijó el “iluminismo”
pictórico con nombres que van de Thomas Cole y Albert Bierstadt hasta Frederick Church (1826-1900),
a quien le debemos espléndidos paisajes suramericanos como no los acometieron los pintores locales,
a quienes en cambio se les pidió la gran parada militar, las gestas heroicas o los retratos burgueses. Si
algo testimonia el ingénito espíritu urbano de la cultura latinoamericana es este desvío por las esplen-
dideces naturales, que si todavía fueron obligados compromisos románticos, rápidamente se agotaron
al llegar la modernización. Es característico que el venezolano Pérez Bonalde entonara una Oda al Niá-
gara, la que fuera prologada entusiastamente por el escritor que aun durante la modernización defen-
dió tenazmente el tema de la naturaleza: fue José Martí que vivió quince años en los Estados Unidos
y recibió el impacto tardío de los “trascendentalistas”, consagrando artículos admirativos a Emerson y
a Whitman. Entre los latinoamericanos no hubo en todo el siglo XIX un Thoreau que fuera a vivir en la
naturaleza, a proclamar sus glorias y a escribir su Diario; los escritores residieron en las ciudades, capita-
les si era posible, y allí hicieron sus obras, en ese marco urbano, aunque las espolvorearan del color local
de moda que exigía “naturaleza”.
Dada esta tradición urbana, no hubo mayor problema en trasladar la naturaleza a un diagrama
simbólico, haciendo de ella un modelo cultural operativo donde leer, más que la naturaleza misma, la
sociedad urbana y sus problemas, proyectados al nivel de los absolutos. Lo hicieron sagazmente los
dos mayores poetas de la modernización, Rubén Darlo y José Martí, quienes construyeron estructuras
de significación, más engañadoramente estéticas en el primero y más dramáticamente realistas en el
segundo.11 Pero seguía en pie otro problema, constituido por la producción cultural de los hombres
presuntamente naturales que vivían en esa Naturaleza, en realidad constituido por sus principales cons-
trucciones simbólicas, como la lengua, la poesía, la narrativa, la cosmovisión, los mensajes históricos, las
tradiciones largamente elaboradas, las cuales fluían dentro de un sistema productivo mayoritariamente
oral que tenía peculiaridades irreductibles a los sistemas de comunicación urbana.
En su carta-prólogo al Martín Fierro (1872), José Hernández describe detalladamente su tarea inves-
tigadora, como de novelista naturalista, para conocer los hombres y las costumbres de que trata en su

Sólo uso con fines educativos 97


libro. Concluye diciendo que se empeñó en retratar “lo más fielmente que me fuera posible, con todas
sus especialidades propias, ese tipo original de nuestras pampas, tan poco conocido por lo mismo que
es difícil estudiarlo, tan erróneamente juzgado muchas veces, y que, al paso que avanzan las conquistas
de la civilización, va perdiéndose casi por completo”.12
En quien fue el más tesonero adalid de los hombres de la cultura rural rioplatense cuando recibie-
ron el impacto destructor de la política liberal, estas precisiones metodológicas al comienzo de su obra
testimonian dos cosas que veremos repetidas en otros libros de la llamada “literatura gauchesca” y, con
más amplitud, en muchos otros referidos a las costumbres y a las producciones culturales del campo
americano: (1) la aplicación de un instrumental que aspira a ser realista, probo y científico, cuya sola
existencia denota la distancia que existe entre el investigador y el objeto observado, entre dos diferen-
tes mundos a los cuales pertenecen, respectivamente, y que aun siguen siendo los de la civilización y la
barbarie, aunque ya no sea ésta la palabra que se usa para describir a los rurales; (2) la complementaria
comprobación de que el estudio se refiere a una especie que ya está en vías de extinción, a la manera
de las investigaciones antropológicas sobre remanentes de pueblos primitivos. La investigación civili-
zada se aplica a un universo cultural que está desintegrándose y que se perderá definitivamente pues
carece de posibilidad evolutiva propia.
En la medida en que ese universo agonizante funciona a base de tradiciones analfabetas y usa un
sistema de comunicaciones orales, puede decirse que la letra urbana acude a recogerlo en el momento
de su desaparición y celebra mediante la escritura su responso funeral, pues la operación de Hernán-
dez, como la de muchos costumbristas, fue escrituraria y, en principio, destinada al público alfabeto
urbano. El imprevisible éxito de El gaucho Martín Fierro situó al libro en la frontera entre ambas comuni-
dades: mientras unos —los menos— lo leyeron, los otros —los más— lo oyeron leer o recitar y comen-
zaron a conservarlo en la memoria como una lección fija que ya se rehusaba a los sistemas transforma-
tivos orales.
La modernización ejecuta similares operaciones en lugares entre sí apartados del continente, pues
con diversos grados, las culturas rurales golpeadas por las pautas civilizadoras urbanas comienzan a
desintegrarse en todas partes y los intelectuales concurren a recoger las literaturas orales en trance de
agostamiento. Por generoso y obviamente utilísimo que haya sido este empeño, no puede dejar de
comprobarse que la escritura con que se maneja, aparece cuando declina el esplendor de la oralidad
de las comunidades rurales, cuando la memoria viva de las canciones y narraciones del área rural está
siendo destruida por las pautas educativas que las ciudades imponen, por los productos sustitutivos
que ponen en circulación, por la extensión de los circuitos letrados que propugnan. En este sentido la
escritura de los letrados es una sepultura donde es inmovilizada, fijada y detenida para siempre la pro-
ducción oral. Esta es, por esencia, ajena al libro y a su rigidez individualizadora, pues se modula dentro
de un flujo cultural en permanente plasmación y transformación. Rige para este material la observación
de Levi-Strauss de que todas las variantes componen el mismo mito, lo que no sólo reconoce su adapta-
ción a diferentes circunstancias concretas, sino también la introducción dentro de él del factor histórico
(difícilmente medible en los mitos de las culturas primitivas pero fácilmente comprobable en las inven-
ciones verbales de las culturas rurales), el cual aporta variantes sobre el flujo tradicional, en cierto modo
atemporal adaptándolo a los requerimientos de las circunstancias históricas. A pesar del reconocido

Sólo uso con fines educativos 98


conservatismo de las culturas rurales, derivado del tempo lento de su evolución, y a pesar del apego a
la lección trasmitida por los mayores, derivado de su sistema educativo que concede rango superior a
la sabiduría de la experiencia, esas culturas nunca estuvieron inmóviles, ni dejaron nunca de producir
nuevos valores y objetos, ni se rehusaron a las novedades transformadoras, salvo que integraron todos
esos elementos dentro del acervo tradicional, rearticulándolo, eligiendo y desechando sobre ese conti-
nuo cultural, combinando sus componentes de distinta manera y produciendo respuestas adecuadas a
las modificaciones históricas. Se podría argumentar que no es radicalmente diferente el procesamien-
to cultural urbano aunque el ritmo de éste sea mucho más acelerado, las sustituciones más rápidas, la
individuación de los productos más exigente. Pero sobre todo es diferente el recorte que las culturas
urbanas introducen en su peculiar flujo, la nítida conciencia con que trazan los límites que separan del
conjunto a un producto y lo incorporan a un nivel distinto, superior, reclasificándolo dentro de casille-
ros diferentes que responden a demandas también diferentes. Así son producidas las obras literarias.
En el hemisferio brasileño de América Latina, la recopilación (segregadora y limitadora del conti-
nuo) estuvo a cargo de uno de los intelectuales de ardiente espíritu modernizado, imbuido de las dife-
rentes escuelas científicas europeas de su tiempo, de Gervinus, Buckle y Curtius, a Scherer y Julian Sch-
midt. Se trató del famoso San Pablo de la escuela teuto-sergipana, Silvio Romero (1851 - 1914) quien
procuró dominar el instrumental científico, riguroso y eficiente, de que era capaz la cultura europea
de la época,13 para aplicarlo a la recopilación de las literaturas orales del Brasil: los Contos populares do
Brasil en 1883, y los Contos populares do Brasil en 1885, precedidos por los Estudos sôbre a Poesia Popular
no Brasil aparecidos en la Revista Brasileira en 1879-80. Ya en éstos fue visible que había quedado atrás
la fe romántica en lo que Grimm llamara la “infalibilidad popular”, reemplazada por el análisis metódico
(científico) de un material que era desprendido de su función cognoscitiva, en cuanto sistema de vida
de una comunidad, para incorporarlo a lo que ya no podía ser otra cosa que literatura. Para este caso
André Malraux también habría dicho que los dioses entraban al Museo del Arte, como estatuas, simple-
mente.
Fue también ésa la norma que rigió la expansión del costumbrismo y de la novela realista. Sus
autores se basaron en parecidos preceptos, más o menos científicos, que fijaban la especificidad de un
nuevo campo, dentro de la estricta división del trabajo que propugnaba el pensamiento positivista al
servicio de la estructura económica y social en curso. Esta división del trabajo no sólo distribuía los paí-
ses para funciones diferenciales y dentro de ellas a los individuos para especialidades recortadas dentro
de la totalidad, sino que también fijaba rejillas ordenadoras y clasificadoras de los materiales. Por pri-
mera vez en América Latina, comenzaron a construirse las literaturas, obedeciendo a la redistribución
que había organizado el romanticismo y tardíamente se aplicaba al continente. En la época asistimos a
la eclosión de las primeras historias literarias (de la del mexicano Francisco Pimentel a la del brasileño
Silvio Romero) que diseñan urdimbres discursivas donde se reúne y organiza un material heteróclito,
articulando sus diversos componentes para que obedezcan a un plan previamente asignado. Ese fue el
cumplimiento del proyecto nacionalista.
Retrasadamente, ya dentro de otras perspectivas metodológicas, se cumplió con las proposiciones
románticas, nacidas en Europa cuando allí se establecieron las condiciones socio-económicas que par-
cialmente se repitieron en América medio siglo después. El concepto de literatura tomó cuerpo, susti-

Sólo uso con fines educativos 99


tuyendo al de bellas letras y, a la manera como lo habían interpretado Louis de Bonald y Madame de
Staël, se legitimó en el sentimiento nacional que era capaz de construir. Esta nueva especificidad deslin-
dó un campo del conocimiento con bases autónomas. Como les ocurriera a los románticos, este diseño
fue en parte consecuencia de, y en parte fortalecido por, las humildes producciones orales de las cul-
turas rurales, pues la concepción nacional se acrecentó con el ingrediente popular, cuya larga historia
y cuyo conservatismo otorgaron amplia base legitimadora a la nacionalidad. Era previsible que fuera el
Brasil, país cuya producción literaria más articuladamente había contribuido a la constitución nacional,
donde primero se recurriera a la rica aportación popular, aunque muy pronto lo reiteraría en la Argenti-
na Ricardo Rojas, como avanzado de un nacionalismo que se impondría en todo el continente entrado
el siglo XX.
No sólo había que diseñar una nueva rejilla clasificatoria, usando el concepto de literatura, para
incorporar esos materiales populares; era también necesario que estuvieran muriendo en cuanto for-
mas vivas de la cultura rural. Su agonía facilitó la demarcación de los materiales y su trasiego a la órbita
de las literaturas nacionales. Un crítico ha observado que “Nineteenth-century costumbristas, for instan-
ce, who were responsible for the collection and preservation of such material were activated by this
sense of imminent loss even when they also resigned themselves to its inevitability”,14 lo que debe
verse dentro del marco general que así sintetiza un historiador: “Elsewhere, progress as conceived and
implemented by the elites tended not only to impoverish but to deculture the majority. As the folk cul-
ture lost to modernization, the options for the majority diminished”.15
La constitución de la literatura, como un discurso sobre la formación, composición y definición de
la nación, habría de permitir la incorporación de múltiples materiales ajenos al circuito anterior de las
bellas letras que emanaban de las élites cultas, pero implicaba asimismo una previa homogenización e
higienización del campo, el cual sólo podía realizar la escritura. La constitución de las literaturas nacio-
nales que se cumple a fines del XIX es un triunfo de la ciudad letrada, la cual por primera vez en su
larga historia, comienza a dominar a su contorno. Absorbe múltiples aportes rurales, insertándolos en
su proyecto y articulándolos con otros para componer un discurso autónomo que explica la formación
de la nacionalidad y establece admirativamente sus valores. Es estrictamente paralelo a la impetuosa
producción historiográfica del período que cumple las mismas funciones: edifica el culto de los héroes,
situándolos por encima de las facciones políticas y tornándolos símbolos del espíritu nacional; disuelve
la ruptura de la revolución emancipadora que habían cultivado los neoclásicos y aun los románticos,
recuperando a la Colonia como la oscura cuna donde se había fraguado la nacionalidad (en el Brasil es
la obra pionera de Capistrano de Abreu); redescubre las contribuciones populares, localistas, como for-
mas incipientes del sentimiento nacional y, tímidamente, las contribuciones étnicas mestizadas; sobre
todo, confiere organicidad al conjunto, interpretando este desarrollo secular desde la perspectiva de la
maduración nacional, del orden y progreso que lleva adelante el Poder.16
La literatura, al imponer la escritura y negar la oralidad, cancela el proceso productivo de ésta y lo
fija bajo las formas de producción urbana. Introduce los interruptores del flujo que recortan la materia.
Obviamente no hace desaparecer a la oralidad, ni siquiera dentro de las culturas rurales, pues la descul-
turación que la modernización introduce da paso a nuevas neoculturaciones, más fuertemente mar-
cadas por las circunstancias históricas. Para éstas, la ciudad letrada será ciega; también para el similar

Sólo uso con fines educativos 100


proceso que ocurre dentro de la misma ciudad, donde se prolonga la producción oral mezclándose con
la escrita y dando lugar a nuevos lenguajes, sobre todo a través de la mezzo-música y del teatro.
La apropiación de la tradición oral rural al servicio del proyecto letrado concluye en una exaltación
del poder. Es ése claramente el objetivo de las conferencias que pronuncia Leopoldo Lugones en Bue-
nos Aires en 1913, delante de los miembros del Poder Ejecutivo, reunidas tres años después en su libro
El payador:

Titulo este libro con el nombre de los antiguos cantores errantes que recorrían nuestras cam-
pañas trovando romances y endechas, porque fueron ellos los personajes más significativos
en la formación de nuestra raza. Tal cual ha pasado en todas las otras del tronco greco-latino,
aquel fenómeno inicióse también aquí con una obra de belleza. Y de este modo fue su agente
primordial la poesía, que al inventar un nuevo lenguaje para la expresión de la nueva entidad
espiritual constituida por el alma de la raza en formación, echó el fundamento diferencial de la
patria.17

Es un manifiesto arcaizante e idealizante que combina los lugares comunes de la retórica patrióti-
ca, agregándoles énfasis: “cantores errantes”, “trovando romances”, “nuestra raza”, “tronco greco-latino”,
“entidad espiritual”, “alma de la raza”, patria al fin. En el mismo prólogo se comprueba la base realista
en oposición a la cual se formula este discurso: corresponde a los inmigrantes del sector inferior de la
sociedad que estaban metidos en la misma ciudad y habían demostrado su capacidad para la produc-
ción oral y escrita:

La plebe ultramarina que a semejanza de los mendigos ingratos, nos armaba escándalo en el
zaguán, desató contra mí al instante sus cómplices mulatos y sus sectarios mestizos. Solemnes,
tremebundos, inmunes con la representación parlamentaria, así se vinieron. La ralea mayorita-
ria paladeó un instante el quimérico pregusto de manchar a un escritor a quien nunca habían
tentado las lujurias del sufragio universal.18

Esta “plebe ultramarina” ya había producido los sainetes teatrales y sobre todo ya había modelado,
con múltiples y dispares contribuciones, una expresión musical y poética de arrasadora influencia en
la ciudad: el tango. Su vitalidad en la época en que hablaba Lugones, su plebeyismo urbano, su des-
enfadado encabalgamiento entre la oralidad y una torpe escritura, su ajenidad de los círculos cultos,
pero más que nada su incontenible fuerza popular, hacían que fuera imposible incorporar el tango a los
órdenes rígidos de la ciudad letrada. Tendría que esperar su ocaso a mediados de siglo para que tam-
bién fuera recapturado por la escritura y transportado a mito urbano.
La otra magna operación de la ciudad letrada tuvo que ver con la ciudad misma y fue por lo tanto
más ardua y sutil que la cumplida con las culturas orales de la vida rural. La concentración de la urbe
remedaba la concentración del poder que ocupaba su centro, pero también abarcaba dispares fuer-
zas que estaban en tensión y amenazaban sin cesar con una erupción de violencia que subvertiría la
estructura jerárquica. La ciudad real era el principal y constante opositor de la ciudad letrada, a quien

Sólo uso con fines educativos 101


ésta debía tener sometida: la repentina ampliación que sufrió bajo la modernización y la irrupción de
las muchedumbres, sembraron la consternación, sobre todo en las ciudades atlánticas de importante
población negra o inmigrante, pues en la América india el antiguo sometimiento que la Iglesia había
internalizado en los pobladores seguía sosteniendo el orden.
El período modernizado, bajo su máscara liberal, se apoyó en un intensificado sistema represivo,
aunque sus efectos drásticos se hicieron sentir más sobre la región rural que sobre la ciudad misma,
pues trasladó a los sectores inferiores urbanos, en especial a los organizados de los obreros, una peque-
ña parte de las riquezas derivadas de la intermediación comercial y de la incipiente industrialización. Más
eficaz que esas concesiones, posibles gracias al sometimiento rural, fue el plan educativo que se aplicó
primordialmente a los habitantes de las ciudades y les abrió perspectivas de ascenso social. En la misma
medida en que los cuadros sindicales compartían los principios básicos de la modernización, incluyendo
la política de los campos que fue vista desde la misma perspectiva urbana con que la evaluaron positi-
vamente los intelectuales (es excepcional en el continente el anarquismo ruralizado de los Flores Magón
en México), el proyecto educativo no sólo fue bien recibido sino reclamado ardientemente como una
palanca igualitaria. Tardíamente, hacia 1930, la frustración de estas expectativas condujo a intelectuales
y dirigentes sindicales de la baja clase media a enarbolar las reivindicaciones agrarias y aun indígenas o
negras, como una bandera persuasiva en que se cobijaban sus propias reclamaciones.19
Las ciudades en que se arracimaron ingentes migraciones rurales internas y a veces aún mayores
externas, comenzaron a cambiar bajo este impacto que desbordó las planificaciones fundacionales y
creó toda suerte de entorpecimientos a las comunicaciones, complicadas además por el funcionamien-
to intermediador de las ciudades-puertos en una economía exportadora-importadora vertiginosamen-
te aumentada. Por primera vez se presenció, en la corta duración de una vida humana, la desaparición o
trasmutación de los decorados físicos que la acompañaban desde la infancia. Lo que ocurrió en el París
de 1850 a 1870, bajo el impulso del barón de Haussman, e hizo decir a Baudelaire que la forma de una
ciudad cambiaba más rápidamente que el corazón de un mortal, se vivió hacia fines de siglo en muchas
ciudades latinoamericanas.20 La ciudad física, que objetivaba la permanencia del individuo dentro de
su contorno, se trasmutaba o disolvía, desarraigándolo de la realidad que era uno de sus constituyentes
psíquicos. Por lo demás, nada decía a las masas inmigrantes, internas o externas, que entraban a un
escenario con el cual no tenían una historia común y al que por lo tanto contemplaban, por el largo
tiempo de su asentamiento, como un universo ajeno. Hubo por lo tanto una generalizada experien-
cia de desarraigo al entrar la ciudad al movimiento que regía el sistema económico expansivo de la
época: los ciudadanos ya establecidos de antes veían desvanecerse el pasado y se sentían arrojados a
la precariedad, a la transformación, al futuro; los ciudadanos nuevos, por el solo hecho de su traslado
desde Europa, ya estaban viviendo ese estado de precariedad, carecían de vínculos emocionales con
el escenario urbano que encontraban en América y tendían a verlo en exclusivos términos de interés o
comodidad. Eran previsibles los conflictos y la literatura de la época los reflejó, aunque acentuando el
matiz xenófobo, pues fueron los ciudadanos ya establecidos, descendientes de viejas familias, quienes
escribieron. No obstante, el problema era más amplio y circunscribía a todos: la movilidad de la ciudad
real, su tráfago de desconocidos, sus sucesivas construcciones y demoliciones, su ritmo acelerado, las
mutaciones que introducían las nuevas costumbres, todo contribuyó a la inestabilidad, a la pérdida de

Sólo uso con fines educativos 102


pasado, a la conquista de futuro. La ciudad empezó a vivir para un imprevisible y soñado mañana y
dejó de vivir para el ayer nostálgico e identificador. Difícil situación para los ciudadanos. Su experiencia
cotidiana fue la del extrañamiento.
A reparar ese estado acude la escritura. Cumple una operación estrictamente paralela a la desem-
peñada con las culturas orales de los campos. Con los productos de éstas había logrado fundar persuasi-
vamente la nacionalidad y, subsidiariamente, la literatura nacional, beneficiándose de su desintegración
y de su incapacidad para reproducirse creativamente dentro de una vía autónoma. Analógicamente lo
hará con la propia ciudad, acometiendo la reconstrucción del pasado abolido con fingida verosimilitud,
aunque reconvirtiéndolo subrepticiamente a las pautas normativas, y además movedizas, de la ciudad
modernizada. Si con el pasado de los campos construye las raíces nacionales, con el pasado urbano
construye las raíces identificadoras de los ciudadanos. Y en ambos casos cumple una suntuosa tarea
idealizadora que infundirá orgullo y altivez a los auténticos descendientes de aquellos hombres de los
campos, de aquellos hombres de las grandes aldeas, forzando a los advenedizos pobretones llegados
del exterior a que asuman tales admirables progenitores. La escritura construyó las raíces, diseñó la iden-
tificación nacional, enmarcó a la sociedad en un proyecto, pero si por un momento los hombres con-
cernidos por esos designios se hubieran puesto a reflexionar, habrían convenido en que todo eso que
resultaba tan importante eran simplemente planos dibujados sobre papel, imágenes grabadas en acero,
discursos de palabras enlazadas, y aún menos y más que eso lo que las conciencias alcanzan a soñar a
partir de los materiales escritos, atravesándolos con la mirada hasta perderlos de vista para sólo disfrutar
del sueño que ellos excitan en el imaginario, desencadenando y encauzando la fuerza deseante.
De las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma a La gran aldea del argentino Lucio V. López, de los
Recuerdos del pasado del chileno Pérez Rosales al México en cinco siglos de V. Riva Palacios, durante el
período modernizado asistimos a una superproducción de libros que cuentan cómo era la ciudad antes
de la mutación. Es en apariencia una simple reconstrucción nostálgica de lo que fue y ya no es, la repo-
sición de un escenario y unas costumbres que se han desvanecido y que son registradas “para que no
mueran”, la aplicación de una insignia goetheana según la cual “sólo es nuestro lo que hemos perdido
para siempre”. Una investigación más detallada permite descubrir lo previsible, sabiendo que no hay
texto que no esté determinado por una situación de presente y cuyas perspectivas estructurantes no
partan de las condiciones específicas de esa situación: esa nutrida producción finisecular está signada
por la ideología del momento y más que un retrato de lo ya inexistente, que por lo tanto no puede acu-
dir a ofrecer la prueba corroborativa, encontramos en esos libros una invención ilusoria generada por el
movimiento, la experiencia del extrañamiento, la búsqueda de raíces, el afán de una normatividad que
abarque a todos los hombres.
Cuando la ciudad real cambia, se destruye y se reconstruye sobre nuevas proposiciones, la ciudad
letrada encuentra la coyuntura favorable para incorporarla a la escritura y a las imágenes que —como
sabemos— están igualmente datadas, trabajando más sobre la energía desatada y libre del deseo que
sobre los datos reales que se insertan en el cañamazo ideológico para proporcionar el color-real con-
vincente. Esta función ideologizante de la ciudad pasada se aprecia aún mejor si se observa que debe
componérsela con la otra parte del díptico que se produce en las mismas fechas y nos dota de las obras
utópicas sobre la ciudad futura. Esta otra parte complementaria de la actividad letrada sobre la ciudad

Sólo uso con fines educativos 103


ya se había producido en las letras occidentales, en especial bajo la inspiración de los utopistas (Robert
Owen, Saint-Simon, etc.) y nos dotó de piezas claves, como la de William Morris (News from Nowhere) o
la de Edward Bellamy (Looking Backward) así como innumerables proyectos de realización, muchos de
los cuales se orientaron hacia el “nuevo continente” como en el Renacimiento.21 Sin embargo, quizás el
vuelo más desembarazado de la imaginación haya que buscarlo en las visiones de ciudades soñadas de
lo que correctamente Rimbaud llamó Les Illuminations. Esta producción de utopías no entusiasmó en
América Latina a los grandes escritores cultos y frecuentemente fue obra de aficionados. Para el caso
del Uruguay una estuvo a cargo de un rematador, Francisco Piria (Uruguay en el año 2000) y otra de un
espléndido pintor, Pedro Figari (Historia Kiria).
La construcción de la ciudad futura no fue menos obra del deseo y la imaginación, no fue menos
respuesta al movimiento desintegrador del sólido escenario de los hombres, que la construcción de la
ciudad pasada, salvo que ésta pudo ser engalanada con el discurso verosímil del realismo decimonó-
nico. Por lo cual es imprudente manejar como referencias históricas rigurosas, las que aparecen en la
multitud de libros sobre Buenos Aires, Montevideo, Santiago, México o Río de Janeiro antiguos, que col-
maron la época. Más adecuado es leerlos como la parsimoniosa edificación de modelos culturales que
quiere establecer una nueva época, respondiendo al extrañamiento en que viven los ciudadanos. Su
fundamental mensaje no se encontrará en los datos evocativos, sino en la organización del discurso, en
los diagramas que hacen la trasmisión ideológica (tan intensa en libros que aparentemente sólo quie-
ren testimoniar la objetiva realidad del pasado), en el tenaz esfuerzo de significación de que es capaz
la literatura. Pues ésta —conviene no olvidarlo— no está sometida a la prueba de la verdad, sus propo-
siciones no pueden ser enfrentadas con los hechos externos; sólo pueden ser juzgadas interiormente,
relacionando unas con otras dentro del texto y por lo tanto registrando su coherencia más que su exac-
titud histórica. En el mismo momento en que se disolvían los hechos externos, naciendo de esa disolu-
ción liberadora, pudo desplegarse el discurso literario que edificaba una ciudad soñada. Un sueño el
futuro, un sueño el pasado, y sólo palabras e imágenes para excitar el soñar.
Desaparecidos los datos sensibles, esos significantes del lenguaje urbano, se conquista el derecho
de redimensionarlos de acuerdo a las puras significaciones que se quiere trasmitir a quien no será otra
cosa que un lector. Aún éste, desprendido de los asideros reales, parece ser absorbido por el universo
de los signos. La vida arraigada a que estaba acostumbrada se disuelve, es arrastrado por el movimiento
transformador que no cesa y sin duda pierde pie; sólo puede recuperarse, sólo puede reencontrar ana-
lógicas raíces, en el vicario mundo que construyen los signos. A la fijeza persuasiva que los distingue,
ellos agregan una condición que no es sólo hija de los tiempos que corren, sino de su peculiar naturale-
za: constituyen modelos culturales que es posible manipular con destreza, pueden ser acondicionados
a variadas estructuraciones de la significación, pueden reemplazarse fácilmente unos por otros, según
las pulsiones del imaginario. Trazan entre todos un movimiento continuo, aunque éste, como el de la
tierra, finge la solidez, la inmovilidad, el arraigamiento.
Cuando desde fines del XIX la ciudad es absorbida en los dioramas que despliegan los lenguajes
simbólicos y toda ella parece devenir una floresta de signos, comienza su sacralización por la literatu-
ra. Los poetas, como dijo el cubano Julián del Casal, son poseídos del “impuro amor de las ciudades” y
contribuyen al arborescente corpus en que ellas son exaltadas. Prácticamente nadie esquiva este come-

Sólo uso con fines educativos 104


tido y todos contribuyen a la tarea sacralizadora: “Mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver,
no habrá más penas ni olvido”.
Se diría que no queda sitio para la ciudad real. Salvo para la cofradía de los poetas y durante el
tiempo en que no son cooptados por el Poder. En esa pausa indecisa se los ve ocupar los márgenes
de la ciudad letrada y oscilar entre ella y la ciudad real, trabajando sobre lo que una y otra ofrecen, en
un ejercicio ricamente ambiguo a la manera en que lo veía Paul Valéry: “hésitation prolongée entre le
son et le sens”. Durante esa vacilación están combinando un mundo real, una experiencia vivida, una
impregnación auténtica con un orden de significaciones y de ceremonias, una jerarquía, una función
del Estado. El poder tiende siempre a incorporarlos y la traza de este pasaje queda registrada en la pala-
bra poética. Es la distancia que va de la tersura y el irónico temblor de “¿Recuerdas que querías ser una
Margarita Gautier?” al estruendo del Canto a la Argentina. Aun así, debe convenirse que los miembros
menos asiduos de la ciudad letrada han sido y son los poetas y que aun incorporados a la órbita del
poder, siempre resultaron desubicados e incongruentes.

Notas al Capítulo IV: La ciudad modernizada

1 De la legislación escolar. Montevideo, Imprenta de El Nacional, 1876, pp. 81-2. Asimismo, en p. 64, denuncia como falsa la
contradicción caudillaje-civilismo que enarboló el liberalismo: “Nuestra organización política, sin embargo, con su com-
plicado mecanismo, con su multiplicidad de funciones y funcionarios, supone una población ilustrada y educada en la
práctica de las instituciones democráticas, de manera que de aquella realidad y de esta suposición resulta que vivimos
en un engaño y una mentira permanente. Una cosa dicen las leyes y otra los hechos; a menudo las palabras son bellas y
los actos malos, y a menudo también la mentira oficial no es ni más audaz ni más evidente que la mentira de los partidos
que se hallan fuera del poder”.
2 Ibidem, p. 68. En el mismo sentido, en p. 85: “En las palabras suele haber pues, antagonismo: pero en la realidad existe
la unión estrecha de dos errores y de dos tendencias extraviadas, el error de la ignorancia y el error del saber aparente y
presuntuoso: la tendencia autocrática del jefe de campaña, y la tendencia oligárquica de una clase que se cree superior.
Ambos se auxilian mutuamente: el espíritu universitario presta a las influencias de campaña las formas de las sociedades
cultas, y las influencias de campaña conservan a la Universidad sus privilegios y el gobierno aparente de la sociedad”.
3 José María Samper, Historia de un alma, Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, 1948, 2 vols., t. II, pp. 171-78,
referidas a su amistad con Torres Caicedo: “yo iba creyendo que sí podía haber un liberalismo conservador o un conser-
vatismo liberal aceptable para todos los hombres patriotas, sinceros y desinteresados en su amor al bien”.
4 Richard M. Morse (con Michael L. Connif y John Wibel): The Urban Development of Latin America, 1750-1920. Stanford, Cen-
ter for Latin American Studies, 1971; Nicolás Sánchez Albornoz, La población de América Latina, Madrid, Alianza Universi-
dad, 1977, cap. 5 “Gobernar es poblar”.
5 José Luis Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, México, Siglo XXI, 1976, p. 252.
6 Claudio Véliz, The Centralist Tradition of Latin America, Princeton, Princeton University Press, 1980, pp. 234-5.
7 Darcy Ribeiro, Las Américas y la civilización, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1972 (2a ed. rev.) p. 468.
8 Justo Sierra, Obras Completas, México, UNAM, 1977 (ed. Agustín Yáñez), t. IV, Periodismo político. A su campaña política de
1878 en La libertad, corresponde también esta declaración de principios que puede vincularse a la citada del colombiano
Samper: “Declaramos, en consecuencia, no comprender la libertad, si no es realizada dentro del orden, y somos por eso
conservadores; ni el orden, si no es el impulso normal hacia el progreso, y somos, por tanto liberales” (t. IV, p. 146).
9 Rui Barbosa, Obras completas, Rio de Janeiro, Ministerio da Educação e Saúde, 1953, vol. XXIX, t.II, pp. 92-3: “Com que
outra coisa, a não ser comas palavras, se haviam de fazer as leis? Vida, propiedade, honra, tudo quanto nos é mais preci-
so, dependerá sempre da seleção das palabras” (Ibidem, t. III, p. 304).
10 V. su ensayo “As línguas castelhana e portuguesa na América” (1906) en Impressões da América Espanhola (1904-1906), Rio
de Janeiro, José Olympio, 1953 (ed. Manoel Da Silveira Cardozo).

Sólo uso con fines educativos 105


11 He estudiado el punto en mi prólogo a Rubén Darío, Poesía, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977 y en mi ensayo Indaga-
ción de la ideología en la poesía (Los dípticos seriados de Versos sencillos) en Revista Iberoamericana, 112-113, julio-diciembre
de 1980.
12 Poesía gauchesca, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977, p. 192.
13 V. Antonio Candido, O método crítico de Silvio Romero, São Paulo, FFCLUSP Boletim No. 266, 1963 (2a ed.).
14 Jean Franco “What’s In a Name? Popular Culture Theories and Their Limitations” en Studies in Latin American Popular Cul-
ture, vol. 1, 1982, p. 7.
15 E. Bradford Burns, “Cultures in Conflict: The Implications of Modernization in Nineteenth-Century Latin America” en Elites,
Masses, and Modernization in Latin America, 1850-1930, Austin, University of Texas Press, 1979, pp.76-7.
16 El mejor exponente mexicano fue la obra de Justo Sierra Evolución política del pueblo mexicano (1900), a la cual pare-
ce apuntar José C. Valadés, a pesar de exceptuarla, en su requisitoria contra la historiografía porfirista: “Fue durante el
régimen porfirista cuando la historia oficial tomó sólido asiento. Hija de una innatural paz, esa historia fraguada por los
adalides literarios del porfirismo, cubrió con el espeso manto de la autoridad, ideas, hombres y hechos que parecían con-
trarios al ensalmo pacifista; y si conservó algunas figuras y pensamientos fue a guisa de adorno para sus páginas” (El por-
firismo. Historia de un régimen. El crecimiento, México, Patria, 1948, p. XXV).
17 El payador, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1979, p. 14.
18 Ibidem, p. 15.
19 V. François Bourricaud “Algunas características de la cultura mestiza en el Perú contemporáneo” en Revista del Museo
Nacional, t. XXIII, Lima, 1954; también mi ensayo “El área cultural andina (hispanismo, mesticismo, indigenismo)” en Cua-
dernos Americanos, XXXIII, 6, México, nov-dic. 1974.
20 En Mi diario, del mexicano Federico Gamboa, esta queja del 25 de abril de 1895, “¡Mi México se va! El vetusto Café de
Iturbide tan lleno de carácter y de color local, propiedad de franceses desde su fundación, ya pasó a manos yanquis, con
brebajes de allá, y parroquianos de allá...” Y un año antes, el 12 de abril: “Como el mejor día vendrá una piqueta y ni ras-
tros dejará de ella, bueno es que quede siquiera un boceto de esta nunca bien ponderada botica en la calle del Coliseo,
que todo México conoce y ha conocido de algunos lustros más”. (Diario de Federico Gamboa, (ed. José Emilio Pacheco),
México, Siglo XXI, 1977, p. 54 y p. 52, respectivamente).
21 V. Utopismo socialista (1830-1893). Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977, (ed. Carlos M. Rama).

Sólo uso con fines educativos 106


Lectura Nº 5
Romero, José Luis, “Las Ciudades Masificadas”, en Latinoamérica: Las Ciudades y
las Ideas, Argentina, Siglo Veintiuno Editores, 2004, pp. 319-389.

7. LAS CIUDADES MASIFICADAS

La crisis de 1930 unificó visiblemente el destino latinoamericano. Cada país debió ajustar las rela-
ciones que sostenía con los que, en el exterior, le compraban y le vendían, y atenerse a las condiciones
que le imponía el mercado internacional: un mercado deprimido, en el que los más poderosos lucha-
ban como fieras para salvar lo más posible de lo suyo aun a costa de ahogar en el fango a sus amigos
de ayer. Comenzaba una era de escasez que se advertiría tanto en las ciudades como en las áreas rura-
les. La escasez podía negar a ser el hambre y la muerte. Pero fue, además, el motor desencadenante de
intensos y variados cambios. De pronto pareció que había mucha más gente, que se movía más, que
gritaba más, que tenía más iniciativa; más gente que abandonaba la pasividad y demostraba que esta-
ba dispuesta a participar como fuera en la vida colectiva. Y de hecho hubo más gente, y en poco tiem-
po se vio que constituía una fuerza nueva que crecía como un torrente y cuyas voces sonaban como un
clamor. Hubo una especie de explosión de gente, en la que no se podía medir exactamente cuánto era
el mayor número y cuánta era la mayor decisión de muchos para conseguir que se contara con ellos y
se los oyera. Una vez más, como en las vísperas de la emancipación, empezó a brotar de entre las grie-
tas de la sociedad constituida mucha gente de impreciso origen que procuraba instalarse en ella; y a
medida que lo lograba se trasmutaba aquélla en una nueva sociedad, que apareció por primera vez en
ciertas ciudades con rasgos inéditos. Eran las ciudades que empezaban a masificarse.
Todo se gestó desde la época de la primera guerra mundial y a lo largo de los diez años que le
siguieron. Los países europeos y los Estados Unidos ajustaban trabajosamente sus economías, en parte
para restañar sus heridas y en parte para situarlas en la posición más ventajosa desde allí en adelan-
te. Pero la tarea era difícil y en 1929 el complejo armazón financiero y monetario de los vencedores se
sacudió con inusitada violencia. El crac de la bolsa de Nueva York desarticuló todo el sistema y arrastró
casi instantáneamente a las piezas menores. Poco después comenzaron a advertirse las consecuencias
secundarias de la catástrofe, que afectaban a la economía misma, y los protagonistas del drama resol-
vieron actuar drásticamente para salvarse.
Entre los pasos que dieron, uno muy importante fue ajustar cada uno sus relaciones con los países
de su periferia, en los que vendían productos manufacturados y compraban materias primas. Las ven-
tas se retrajeron y los precios se desbarrancaron. El pánico multiplicó los efectos del nuevo plan y a las
consecuencias económicas de la crisis se sumaron los efectos sociales y políticos.
Era inevitable que los poseedores latinoamericanos de la riqueza repitieran la maniobra de que
habían sido víctimas. Reducidos a aceptar las condiciones del mercado internacional, procuraron ajus-
tar la vida interna de cada uno de sus países para que los perjuicios no tuvieran que pagarlos ellos solos
y, de ser posible, que los pagaran exclusivamente los demás. Hubo revoluciones, cambios en la política

Sólo uso con fines educativos 107


económica, modificaciones sustanciales en los mecanismos financieros y monetarios, y ajustes en las
relaciones entre el capital y el trabajo, muchas veces perfeccionados, cuando fue necesario, con una
enérgica política represiva de las clases populares. Para ellas no hubo misericordia y ni siquiera conse-
jo. Caídos vastos sectores en la miseria, buscaron en su horizonte cómo salir de ella. Una de las salidas
pareció a muchos la emigración hacia las ciudades.
En algunas comenzaban precisamente entonces a desarrollarse ciertas industrias, fuera para susti-
tuir importaciones, fuera porque los capitales extranjeros habían comenzado a radicarlas, fuera porque
al calor de esos primeros incentivos se despertara en los capitalistas locales la tentación de hacer inver-
siones industriales. Así había comenzado a aparecer una demanda de trabajo urbano con buenos sala-
rios que desató la imaginación de muchos desocupados rurales. Empezó una bola de nieve, cuyas con-
secuencias fueron amargas. Había desarrollo urbano y, al mismo tiempo, desempleo y miseria urbana,
porque la oferta de trabajo superaba siempre a la demanda. Algo mejoró la situación a partir de 1940,
cuando la segunda guerra mundial provocó una activación del aprovisionamiento de los beligerantes.
En poco tiempo aparecieron inusitadas fuentes de trabajo, aunque siempre la demanda de empleos fue
superior al número de plazas vacantes.
No fue difícil advertir en los años que siguieron a la segunda guerra mundial que, en casi todos los
países latinoamericanos, la vieja estructura socioeconómica resentida en 1930 no había logrado recu-
perarse y que se insinuaba en ella un cambio espontáneo e imprevisible. Hechos aislados revelaban
que se abrían nuevos caminos, pero era imperceptible el sistema en el que se insertarían. Y al cabo de
muy poco tiempo se advirtió que se cobraba conciencia de ese fenómeno, y que se empezaba a traba-
jar en proyectos de ordenación del desarrollo económico para corregir con un sentido nuevo y nuevas
posibilidades las viejas estructuras. Múltiples posibilidades parecían ofrecerse a los países latinoameri-
canos en la década de 1940.
La situación desmejoró luego un poco, pero, con todo, ciertas perspectivas quedaron abiertas para
muchos países latinoamericanos: sólo los viejos esquemas eran irrepetibles, y era necesario correr el
albur de elegir uno nuevo y de explorar sus posibilidades en los hechos. Fue una era de tanteos, aún no
agotados, para encauzar los nuevos problemas de una sociedad convulsionada. Pero, como en el caso
de la explosión social de fines del siglo XVIII, la que se produjo después de la crisis de 1930 consistió
sobre todo en una ofensiva del campo sobre la ciudad, de modo que se manifestó bajo la forma de
una explosión urbana que transformaría las perspectivas de Latinoamérica. Ciertamente hubo muchas
ciudades que no alteraron su ritmo de crecimiento y muchas que permanecieron estancadas. Pero Lati-
noamérica asistió al despegue de cierto número de ciudades, algunas de las cuales alcanzaron muy
pronto la categoría de metrópolis; otras, en cambio, comenzaron entonces su desarrollo, pero en con-
diciones tan favorables que asumieron precozmente una condición de grandes ciudades en potencia
y demostraron que lo llegarían a ser en un plazo no muy largo. De todos modos, unas y otras se trans-
formaron en polos de tal significación en su región y en su país que influyeron decisivamente sobre el
conjunto. Las regiones y los países giraron, aún más que antes, alrededor de las grandes ciudades, rea-
les o potenciales. Y cada una de ellas constituyó un foco sociocultural original en el que la vida adquirió
rasgos inéditos.
El fenómeno latinoamericano seguía de cerca al que se había producido en los países europeos y

Sólo uso con fines educativos 108


en los Estados Unidos, pero adquirió caracteres socioculturales distintos. En algunas ciudades comen-
zaron a constituirse esos imprecisos grupos sociales, ajenos a la estructura tradicional, que recibieron el
nombre de masas. Y allí donde aparecieron, el conjunto de la sociedad urbana comenzó a masificarse.
Cambió la fisonomía del habitat y se masificaron las formas de vida y las formas de mentalidad. A medi-
da que se masificaban, algunas ciudades de intenso y rápido crecimiento empezaron a insinuar una
trasformación de su fisonomía urbana: dejaron de ser estrictamente ciudades para transformarse en
una yuxtaposición de guetos incomunicados y anómicos. La anomia empezó a ser también una carac-
terística del conjunto.
Fue un proceso que se inició sordamente con la crisis de 1930 y que prosigue hoy, acaso más inten-
samente, hasta caracterizar y definir la situación contemporánea de Latinoamérica. Y acaso no sea
menos significativo que, por un efecto de demostración, comenzaron a masificarse también muchas
ciudades en cuyas sociedades no se habían constituido masas.

1. LA EXPLOSIÓN URBANA
En las primeras décadas del siglo XX se produjo en casi todos los países latinoamericanos, con dis-
tinta intensidad, una explosión demográfica y social cuyos efectos no tardaron en advertirse. Más se
tardó en identificar el fenómeno y más todavía en distinguir lo estrictamente demográfico de lo social.
Hubo, notoriamente, un crecimiento de la población con decidida tendencia a sostenerse y acrecentar-
se. Pero inmediatamente comenzó a producirse un intenso éxodo rural que trasladaba hacia las ciuda-
des los mayores volúmenes de población, de modo que la explosión sociodemográfica se trasmutó en
una explosión urbana. Con ese rostro se presentó el problema en las décadas que siguieron a la crisis
de 1930.
En México, la revolución de 1910 desató un proceso de desarraigo rural que se canalizó, a partir
de 1920, en una decidida marcha hacia las ciudades: documenta el fenómeno la vasta novelística de la
revolución, a partir de Los de abajo de Mariano Azuela, publicada en 1916, y de La sombra del caudillo,
que publicó Martín Luis Guzmán en 1929. En el Perú, en la década de 1920, comenzaron los serranos
a bajar hacia Lima por el camino que se había abierto desde Puquio. “Al mismo tiempo —relata José
María Arguedas en Yawar Fiesta— por todos los caminos nuevos bajaron a la capital los serranos del
Norte, del Sur y del Centro”. La crisis de las salitreras llevaron millares de desocupados a las ciudades
chilenas; la de la agricultura pampeana a las ciudades argentinas; la del café y la sequía de los sertones
a las ciudades brasileñas. En casi todas partes aparecieron los mismos hechos. Explosión demográfica
y éxodo rural se combinaron para configurar un fenómeno complejo e incisivo, en el que se mezclaba
diabólicamente lo cuantitativo y lo cualitativo, cuyo escenario serían las ciudades elegidas para la con-
centración de esos inmigrantes desesperados y esperanzados a un tiempo.
Prolíficos en sus lugares de origen, los inmigrantes lo siguieron siendo en las ciudades en las que
se fijaron y donde constituyeron un conjunto agregado, perdido en la complejidad de la sociedad tra-
dicional. Una vez instalados, siguieron aumentando en número. Familias numerosas se arracimaban en
los antiguos barrios pobres o en las zonas marginales de las ciudades, acaso agrupadas por afinidades
de origen los de un mismo pueblo o una misma región. Y a medida que el grupo crecía, su presencia se
hacía más visible y alertaba acerca del fenómeno demográfico que se estaba produciendo. Si alguno

Sólo uso con fines educativos 109


de los inmigrantes salía de su gueto y aparecía en otro barrio, llamaba la atención de la sociedad tradi-
cional y merecía un calificativo especial: era el “peladito” de la ciudad de México o el “cabecita negra”
de Buenos Aires. Se veía que la ciudad se inundaba, y el número de los recién llegados, de los ajenos a
la ciudad, siguió creciendo a una velocidad mayor que la que desarrollaron para alcanzar los primeros
grados de la integración.
Los inmigrantes internos traían vivo el recuerdo de su lugar de origen: las zonas rurales deprimi-
das o las aldeas y pequeñas ciudades empobrecidas. El brasileño Jorge Amado dio en Gabriela, cravo e
canela una imagen brillante de esos inmigrantes fugitivos de la sequía del sertón. Campesinos, muchos
querían seguir siendo campesinos y tentar fortuna con cultivos en alza. Pero otros, campesinos tam-
bién, adivinaban las posibilidades de la ciudad; y los que conocían algún oficio o tomaron la decisión
de aprenderlo, se quedaron en las ciudades. Así crecieron Ilheus, Bahía, Recife, y sobre todo San Pablo,
con la gente que empezaba a sentir la crisis del café sumada a la que emigró del Nordeste.
Pero no todos los inmigrantes venían del campo, Muchos se arrancaban de pequeñas o medianas
ciudades que acentuaban su decadencia: de Ayacucho o Cajamarca en el Perú, de los pueblos de la
sabana en Colombia, de San Carlos de Salta o Moisesville en Argentina. Así se creó la imagen de la ciu-
dad abandonada, como aquella de los llanos venezolanos llamada Ortiz por Miguel Otero Silva en su
novela Casas muertas, o la de Comala donde sitúa Juan Rulfo a Pedro Páramo, o, en fin, la ilusoria Macon-
do que evoca Gabriel García Márquez en Cien años de soledad. La miseria sin esperanzas echaba de la
ciudad a los jóvenes, a los que no se resignaban a enterrarse vivos en la ciudad que se moría, a los que
todavía tenían fuerza moral para intentar reconstruir su vida en otra parte. Y la vieja ciudad apuraba su
caída, abandonadas y en ruinas la mayoría de sus casas, y poblada solamente por viejos que arrastraban
sus trabajos y sus días.
Hubo, pues, pueblos y ciudades de diversa magnitud a los que la explosión urbana no contagió su
dinamismo ni benefició con la movilización sociodemográfica que produjo. Por el contrario, fueron sus
víctimas. A costa de su despoblación crecieron otros pueblos que empezaban desde la nada en regio-
nes donde aparecía una nueva fuente de riqueza que desataba las imaginaciones. “He oído decir a los
camioneros —explicaba el personaje de Casas muertas— que, mientras Ortiz se acaba, mientras Para-
para se acaba, en otros sitios están fundando pueblos”. Estos entraban en la explosión urbana, pero al
precio de la declinación de otros, que se acababan ante la impotencia de sus antiguos pobladores, que
no entendían quién movía los hilos de su destino.
Pero a veces no se acababan del todo. Quienes no emigraban solían encontrar ciertas débiles for-
mas de vida que sostenían, en parte al menos, el armazón del poblado. Una economía mínima lo ali-
mentaba. Pero los nuevos tiempos ofrecieron otras opciones a muchos de ellos, si el azar de una carre-
tera los ponía en la ruta del desarrollo. Y sobre todo, si alguien descubría que el somnoliento paraje
escondía algún encanto capaz de atraer el flujo del turismo. Signo de los tiempos, la vocación turística
crecía en las grandes ciudades y desbordaba sobre los pequeños rincones en los que se conservaba
alguna huella de ese pasado que se perdía irremisiblemente en las grandes ciudades. Y la prodigio-
sa organización de esa nueva industria del turismo orientaba la curiosidad, inventaba el indescripti-
ble encanto de un lugar, y de pronto insuflaba nueva vida a la vieja ciudad que parecía moribunda.
Un cuidado folleto con unas sugestivas fotografías redescubría un lugar: su silenciosa plaza, su vieja

Sólo uso con fines educativos 110


iglesia, sus añosas casonas alguna de las cuales alojaba un desvanecido recuerdo de la historia patria.
Las caravanas de turistas, extranjeros y nacionales, empezaron a alimentar la vida artificial de algunas
ciudades, entre las cuales estaban las que con justicia podían ser designadas como “ciudades-museo”,
como Taxco o Guanajuato en México, como Antigua Guatemala, como Villa de Leyva en Colombia o la
misma ciudad de Cuzco en Perú. Y a la inversa de las “ciudades-dormitorio”, éstas, deshabitadas por las
noches, lucían una bulliciosa actividad durante el día, entre el ir y venir de los autobuses de turismo, los
automóviles, los grupos que se desplazaban sacando fotografías o comprando souvenirs. Este disimulo
del estancamiento no sólo alcanzó a ciudades a las que la emigración había vaciado sino a muchas que,
quizá, arrastraban su inmovilidad desde mucho tiempo.
De otras muchas ciudades, ciertamente, no pudo decirse que se disimulara el estancamiento. Naci-
das durante la colonia o surgidas luego, en un momento favorable para la región, nada estimuló su cre-
cimiento. Sería imposible enumerarlas porque su cantidad supera de lejos al de las ciudades en proceso
de crecimiento; y sería ocioso porque sus nombres no resuenan fuera del país al que pertenecen. Pero
se puede recordar el nombre de algunas, elegidas al azar, o acaso entre las más significativas en las vís-
peras de la erupción urbana: Popayán, San Cristóbal, Ouro Preto, Maldonado, Concepción del Uruguay,
Loja, Sucre, León. Ni por ellas, ni por otras muchas como ellas, pasó la explosión urbana, porque los
movimientos migratorios y los fenómenos que los acompañaron no podían producirse sino donde exis-
tía un polo de atracción y una posibilidad, efímera o duradera, de desarrollo.
Como antes el oro y luego el caucho, el petróleo despertó por estos años una viva esperanza. Con
la ilusión del petróleo iban los inmigrantes venezolanos de Casas muertas, en busca de ese “oriente”
más allá del cual estaba Ciudad Bolívar, una ciudad que en la década del treinta no llegaba a 20.000
habitantes y que cuadruplicaría su población al llegar a 1970. Más espectacular era el crecimiento del
emporio petrolero de Venezuela, Maracaibo: apenas 100.000 habitantes en la década del treinta, y
luego, 235.000 en 1950, 420.000 en 1960 y 660.000 en 1970. Y de alguna significación fue el crecimiento
de la ciudad de Comodoro Rivadavia, levantada en el desierto petrolero de la Patagonia argentina, y
que pasó de 5.000 habitantes en la década del treinta a casi 90.000 en 1970.
Pero lo que más poderosamente atrajo la atención de los que querían abandonar las zonas rura-
les o las ciudades estancadas fue la metrópoli, la gran ciudad cuya aureola crecía en el impreciso
comentario de quien sabía algo de ella, y aun más a través de los medios masivos de comunicación:
los periódicos y revistas, la radio y, sobre todo, el cine y la televisión, que mostraban a lo vivo un
paisaje urbano que suscitaba admiración y sorpresa. La gran ciudad alojaba una intensa actividad
terciaria, con mucha luz, con muchos servicios de diversa índole, con muchos negocios grandes y
chicos, con mucha gente de buena posición que podía necesitar criados o los variados servicios pro-
pios de la vida urbana. La atracción era aún mayor si la ciudad había comenzado a dar el salto hacia
la industrialización. Era un buen signo. Quienes comenzaban a proyectar la instalación de fábricas
buscaban una infraestructura favorable, buena provisión de agua y energía, buenos transportes y
comunicaciones; esperaban hallar un aparato eficaz para la comercialización y quizá aspiraban a par-
ticipar en los privilegios acordados a ciertas zonas para localizaciones de industrias y a aprovechar
la proximidad de los grandes centros financieros, administrativos y políticos. Esa gran ciudad era la
preferida. Allí podría el inmigrante encontrar “trabajo urbano”: en los servicios, en el comercio o en

Sólo uso con fines educativos 111


la industria, y quizá con altos salarios si se alcanzaba el nivel de preparación suficiente como para ser
un trabajador calificado.
Pero el gran centro urbano ofrecía más. El trabajo urbano se hacía en compañía de otros trabajado-
res con quienes compartir, primero la tarea, y luego el comentario, las reacciones, quizá la lucha contra la
patronal a través de sindicatos que ofrecían la posibilidad de una intensa participación en la vida social.
El trabajador vivía en un ambiente urbano, compacto, tentador. De día las calles estaban llenas de gente
y sólo verlas era un espectáculo; de noche se iluminaban, y también encendían sus luces los negocios,
los cines, los teatros, los cafés. Había donde ir. Y los domingos se ofrecían diversiones populares que
reunían muchas gentes y en las que hasta se podían dejar de lado las represiones cotidianas. Quizá lo
más duro era tener un techo; pero a la larga se la conseguía, bueno o malo. Y desde la vivienda, prima-
ria quizá, pero urbana al fin, parecía que se tenía el derecho de reclamar todos los beneficios de la vida
urbana, aquellos de que gozaba el que ya estaba establecido e integrado. Hasta el consumo empezaba a
parecer posible: una radio, un refrigerador, quizá a la larga un televisor. Todo eso parecía ofrecer la gran
ciudad al inmigrante, que se acercaba a ella con esa encadenada esperanza del cuento de la lechera.
El problema era llegar, e inmediatamente después introducirse en el misterioso tejido social de la
ciudad. Era difícil conseguir un techo, un trabajo, un amigo familiarizado con la ciudad que iniciara al
recién llegado en sus secretos. Pero poco a poco se conseguía, unas veces en los núcleos deprimidos de
la ciudad y otras veces en las zonas marginales. Y cuando se conseguía, la masa inmigrante se encontra-
ba agregada al conjunto de las clases populares tradicionales y multiplicaba su número, esto es, acre-
centaba enormemente la proporción numérica de las clases populares en relación con las otras clases.
Muchos tuvieron la sensación de que la ciudad podía estallar en cualquier momento, porque, además,
la tasa de crecimiento vegetativo era alta en las clases populares. Y algunas estallaron. Las tensiones
sociales se intensificaron, porque el crecimiento desmesurado de la población urbana originó un círcu-
lo vicioso: mientras más crecía la ciudad más expectativas creaba y, en consecuencia, más gente atraía
porque parecía que podía absorberla; pero, en rigor, el número de quienes se incorporaban a la estruc-
tura urbana era siempre superior a lo que la estructura podía soportar. Era inevitable que la explosión
urbana, nacida de una explosión sociodemográfica, desencadenara a su vez graves explosiones socia-
les en el seno de las ciudades.
Las migraciones y el alto índice de aumento vegetativo concurrieron para provocar el crecimiento
cuantitativo de las ciudades. Otras circunstancias concurrirían para que se produjera, en la nueva estruc-
tura social de las ciudades que crecían, una transformación cualitativa que influiría sobre los caracteres
de la explosión urbana. Pero, de todos modos, lo más visible fue el aumento numérico de la población.
Sólo alrededor de diez ciudades superaban, en el año 1900, los 100.000 habitantes. Pero en 1940
cuatro ciudades —Buenos Aires, México, Río de Janeiro y San Pablo— sobrepasaban el millón, alcan-
zando la primera a los dos millones y medio; contaba pues, entre las mayores ciudades del mundo. Para
ese año, cinco ciudades sobrepasaban el medio millón: Lima, Rosario, La Habana, Montevideo y San-
tiago de Chile, de las cuales esta última tocaba ya el millón. Y once ciudades sobrepasaban los 200.000
habitantes: tres en Brasil —Recife, Salvador y Porto Alegre—, tres en Argentina —Avellaneda, Córdoba
y La Plata—, una en México —Guadalajara—, una en Bolivia —La Paz—, una en Colombia —Bogotá—,
una en Venezuela —Caracas— y otra en Chile —Valparaíso.

Sólo uso con fines educativos 112


En el curso de los treinta años siguientes la situación se precipitó. Ocho capitales no sólo sobrepa-
saron el millón sino que, derramándose sobre extensas áreas metropolitanas, alcanzaron cifras compa-
rables a las de las ciudades más pobladas del mundo: dos de ellas, México y Buenos Aires, sobrepasaron
los ocho millones y medio de habitantes. Cuatro capitales —Santiago, Lima, Bogotá y Caracas— tuvie-
ron un crecimiento vertiginoso. Santiago se acercaba al millón en 1940 y llegó a 2.600.000 treinta años
después; pero en el mismo plazo Lima pasó de 600.000 a 2.900.000, Bogotá de 360.000 a 2.540.000 y
Caracas de 250.000 a 2.118.000. Tan vertiginoso fue el crecimiento, que de todas ellas podría decirse
lo que Antonio Gómez Restrepo escribía de Bogotá muy al principio de este proceso: “Los bogotanos
vamos siendo una colonia cada día más pequeña en nuestra tierra natal; pero esta misma superabun-
dancia de gentes, si por una parte ha contribuido a la formación de los nuevos barrios residenciales
y de otros, muy bien acondicionados, para empleados y modestos funcionarios, ha arrojado sobre los
suburbios una masa confusa que ha buscado refugio en un conglomerado de habitaciones míseras, fal-
tas de toda higiene”. Las migraciones arrinconaban a la sociedad tradicional de la capital, se filtraban en
ella o acaso la cercaban. Menos se notó en las capitales que no llegaron por entonces a alcanzar los dos
millones de habitantes: Montevideo y La Habana.
Entretanto otras ciudades que no tenían rango de capitales habían alcanzado un crecimiento nota-
ble. Río de Janeiro, que dejó de ser la capital brasileña en 1960, había pasado de 1.800.000 habitantes
en 1940 a 6.700.000 en 1970 en el área metropolitana; pero su crecimiento fue menos intenso que el
de San Pablo, cuyo prodigioso desarrollo puso de manifiesto todos los elementos que contribuyen al
proceso latinoamericano de urbanización. Con una población de 1.326.000 en 1940, la ciudad industrial
extendida sobre una amplia área suburbana y rebasando esos límites inconteniblemente, alcanzó en el
conjunto de la zona metropolitana, en 1970, una población de 7.750.000. Otras ciudades brasileñas cre-
cieron considerablemente: de 1940 a 1970 Recife pasó de 250.000 a 1.200.000 habitantes; Porto Alegre
de 350.000 a poco más de un millón, y Salvador de Bahía de 350.000 a un millón.
A más de un millón llegó también hacia 1970 la población de dos ciudades colombianas del valle
de Cauca, Cali y Medellín, ambas constituidas en centros comerciales e industriales de zonas muy ricas,
pero cuya población rural optó por la emigración: más de 400.000 campesinos llegaron a Medellín
entre 1938 y 1968 para instalarse en los “barrios piratas” de la ciudad. Y a muy cerca de los dos millones
alcanzaron hacia 1970 dos ciudades mejicanas: Guadalajara, antigua capital del Estado de Jalisco y tra-
dicionalmente la segunda ciudad del país, que pasó de 229.000 en 1940 a un millón y medio en 1970, y
aun más si se considera su área metropolitana; y Monterrey, la nueva metrópoli industrial crecida al pie
del Cerro de la Silla, que contando apenas 150.000 habitantes en 1940 llegó a 1.200.000 en 1970.
No menos trascendental —a escala nacional y regional— fue el crecimiento de otras ciudades que
están cerca del medio millón de habitantes, como Guayaquil en Ecuador o Barranquilla en Colombia; y
aún otras que oscilan más allá o más acá del medio millón, como Maracaibo en Venezuela, Puebla en
México o Rosario o Córdoba en Argentina. En todos los casos el polo urbano funcionó como una opción
frente a la crisis de las áreas rurales y, en cada caso a su escala, provocó las migraciones, las concentra-
ciones de población y la explosión urbana. Pero lo más significativo fue que la misma influencia ejercie-
ron las innumerables pequeñas explosiones urbanas. Decenas y decenas de ciudades que tenían entre
veinte y cuarenta mil habitantes hacia 1930 multiplicaron su población por tres o por cuatro en cua-

Sólo uso con fines educativos 113


renta años, y a veces por más, produciéndose en pequeña escala los mismos fenómenos sociales que
en las grandes ciudades. Ciudades con 200.000 habitantes se sintieron masificadas y vieron su infraes-
tructura superada por el crecimiento de la población. Y casi podría agregarse que aun en ciudades más
pequeñas todavía pero de crecimiento acelerado se advirtieron los mismos efectos.
La explosión urbana modificó la fisonomía de las ciudades. Se quejaron de ello quienes las disfru-
taron antes, apacibles y sosegadas, pero, sobre todo, con una infraestructura suficiente para el núme-
ro de sus habitantes. Los invasores las desfiguraron e hicieron de ellas unos monstruos sociales que
revistieron además, por los mismos años, los caracteres inhumanos que les prestó el desarrollo técnico.
Alguien llegó a decir que las ciudades eran ya “invisibles”. Un testimonio es el del peruano Sebastián
Salazar Bondy, que reunió sus observaciones sobre su ciudad en un libro que tituló Lima, la horrible.
Y refiriéndose a la explosión urbana y a la masificación de la ciudad escribía en 1962: “Hace bastante
tiempo que Lima dejó de ser... la quieta ciudad regida por el horario de maitines y ángelus, cuyo acata-
miento emocionaba al francés Radiguet. Se ha vuelto una urbe donde dos millones de personas se dan
de manotazos, en medio de bocinas, radios salvajes, congestiones humanas y otras demencias contem-
poráneas, para pervivir. Dos millones de seres que se desplazan abriéndose paso... entre las fieras que
de los hombres hace el subdesarrollo aglomerante. El caos civil, producido por la famélica concurrencia
urbana de cancerosa celeridad, se ha constituido, gracias al vórtice capitalino, en un ideal: el país ente-
ro anhela deslumbrado arrojarse en él, atizar con su presencia el holocausto del espíritu. El embotella-
miento de vehículos en el centro y las avenidas, la ruda competencia de buhoneros y mendigos, las fati-
gadas colas ante los incapaces medios de transporte, la crisis del alojamiento, los aniegos debido a las
tuberías que estallan, el imperfecto tejido telefónico que ejerce la neurosis, todo es obra de la improvi-
sación y la malicia. Ambas seducen fulgurantes, como los ojos de la sierpe, el candor provinciano para
poder luego liquidarlo con sus sucios y farragosos absurdos. La paz conventual de Lima, que los viajeros
del siglo XIX, y aun de entrado el XX, celebraron como propicia a la meditación, resultó barrida por la
explosión demográfica, pero la mutación fue sólo cuantitativa y superficial: la algarada urbana ha disi-
mulado, no suprimido, la vocación melancólica de los limeños, porque la Arcadia colonial se torna cada
vez más arquetípica y deseable”.
Tales fueron los efectos de la explosión sociodemográfica. Pero nadie quiere renunciar a la ciudad.
Vivir en ella se convirtió en un derecho, como lo señalaba Henri Lefebvre: el derecho a gozar de los
beneficios de la civilización, a disfrutar del bienestar y del consumo, acaso el derecho a sumirse en cier-
to excitante estilo de enajenación. Las ciudades crecían, los servicios públicos se hacían cada vez más
deficientes, las distancias más largas, el aire más impuro, los ruidos más ensordecedores. Pero nadie
—o casi nadie— quiso ni quiere renunciar a la ciudad. Focos de concentración de fuerzas, las ciudades
ejercieron cada vez más influencia sobre la región y el país. Y en las ciudades adquirieron cada vez más
influencia las masas, esas formaciones sociales que las tipifican desde que se produjo la explosión urba-
na. Ciertamente, la explosión urbana ha desencadenado una revolución, latente y perceptible. O acaso
sea la forma en que se manifiesta una revolución ciega, nacida del proceso social. Pero la ciudad, fiel a
su vocación, comenzó a someter a severo tratamiento a la revolución ciega y fue abriéndole los ojos.
Poco a poco empezó a tentarla con el fruto agridulce de la ideología.

Sólo uso con fines educativos 114


2. UNA SOCIEDAD ESCINDIDA
En aquellas ciudades donde se produjo la concentración de grupos inmigrantes la conmoción fue
profunda. Muy pronto se advirtió que la presencia de más gente no constituía sólo un fenómeno cuan-
titativo sino más bien un cambio cualitativo. Consistió en sustituir una sociedad congregada y compac-
ta por otra escindida, en la que se contraponían dos mundos. En lo futuro, la ciudad contendría —por
un lapso de imprevisible duración— dos sociedades coexistentes y yuxtapuestas pero enfrentadas en
un principio y sometidas luego a permanente confrontación y a una interpenetración lenta, trabajosa,
conflictiva, y por cierto, aún no consumada.
Una fue la sociedad tradicional, compuesta de clases y grupos articulados, cuyas tensiones y cuyas
formas de vida transcurrían dentro de un sistema convenido de normas: era, pues una sociedad norma-
lizada. La otra fue el grupo inmigrante, constituido por personas aisladas que convergían en la ciudad,
que sólo en ella alcanzaban un primer vínculo por esa sola coincidencia, y que como grupo carecía de
todo vínculo y, en consecuencia, de todo sistema de normas: era una sociedad anómica instalada pre-
cariamente al lado de la otra como un grupo marginal.
Antes de que sufriera el complejo proceso social que lo convertiría en el núcleo fundamental de la
masa urbana, tal como apareció en las ciudades de Latinoamérica a partir de la primera guerra mun-
dial, el grupo inmigrante ofreció el aspecto de un conjunto humano heterogéneo: familias, mujeres y
hombres solos, todos entregados a una especie de azar del que dependía la nueva etapa de sus vidas.
Venían de áreas rurales —generalmente próximas, remotas algunas veces— o de pequeñas ciudades
que abandonaban convencidos de que no había horizontes para ellas, y llegaban a los bordes de las
ciudades que constituían su meta. En Lima —cuenta José María Arguedas— los que habían llegado pri-
mero consiguieron trabajo doméstico en casa de los ricos de su pueblo que también se habían despla-
zado hacia la capital. Y ya familiarizados con la ciudad, estos últimos acogieron a los que llegaban en
olas sucesivas. “Y sin que nadie lo organizara —escribe en Yawar Fiesta—, la entrada de los puquios,
como la de todos los serranos, se hizo en orden: los “chalos” ayudaron a los “chalos” [...] los “mistis” a
los “mistis” [...] relacionándolos con la sociedad [...] Los estudiantes también se ayudaron en el mismo
orden, según el dinero de sus padres; los pobres buscaron cuartitos, cerca de la Universidad o de la
Escuela de Ingenieros, se acomodaron en los cuartos para sirvientes, en las azoteas, bajo las escaleras
o en las casas señoriales, antiguas, que ahora que están a punto de caerse, son casas de alquiler para
obreros y para gente pobre”.
En algunas ciudades había lugares fijos para la concentración de los inmigrantes, como relata el
brasileño Jorge Amado en Gabriela, cravo e canela refiriéndose a la de Ilheus. Para llegar allí había que
salir del centro, dejar atrás la feria donde las barracas estaban siendo desmontadas y las mercaderías
recogidas, y atravesar los edificios del ferrocarril. “Antes de comenzar el Morro de Conquista —sigue
diciendo Jorge Amado— estaba el mercado de los esclavos. Alguien, hacía mucho tiempo, había llama-
do así al lugar donde los “retirantes” acostumbraban acampar, en espera de trabajo. El nombre había
pegado y ya nadie lo llamaba de otra manera. Allí se amontonaban los sertaneros huidos de la sequía,
los más pobres de cuantos abandonaban sus casas y sus tierras ante el llamado del cacao. En otras ciu-
dades la llegada era aun más formal. En las argentinas, la emigración era por tren y el arribo a las esta-
ciones ferroviarias, en las que descendían de cada convoy decenas de familias de extraño aspecto y

Sólo uso con fines educativos 115


estrafalario equipaje que buscaban al que esperaban que fuera a recibirlas: un inmigrante anterior que
tenía previsto algún acomodo. En otras partes los autobuses rurales volcaban la misma carga. Y desde
el apeadero empezaba la peregrinación, unas veces hacia los barrios viejos y deprimidos de la ciudad,
como el Tepito en México, y otras hacia los bordes despoblados, tierra de nadie en la que era posible
instalarse con la condición de renunciar a todos los servicios: los cerros que rodean a Caracas o a Lima,
las zonas bajas próximas a Buenos Aires, los basurales de Monterrey o las salitrosas tierras del desecado
lago Texcoco en México. Un rancho precario, quizá levantado en una noche, consolidaba la situación
del inmigrante que, desde el día siguiente, comenzaba la ardua labor de acercarse a la estructura en la
que reinaba la sociedad normalizada, un acercamiento que terminaría en su integración después de un
plazo imprevisible que, quizá, podía alcanzar a más de una generación.
En rigor, el grupo inmigrante no era todavía una sociedad y no podía contraponer un sistema a
otro. Lo que se oponía al sistema de la sociedad normalizada entre cuyos vericuetos quería entrar, era
el pecho descubierto de un conjunto humano indefenso, sin vínculos que lo sujetara, sin normas que
le prestaran homogeneidad, sin razones válidas para frenar, en última instancia, el desborde de los ins-
tintos o, simplemente, del desesperado apremio de las necesidades. Era un conjunto de seres humanos
que luchaban por la subsistencia, por el techo, esto es, por sobrevivir; pero que luchaban también por
tratar de vivir, aunque el precio de ese goce fuera alto. Y ambas luchas entrañaban la necesidad de afe-
rrarse en algún lugar de la estructura de la sociedad normalizada, seguramente sin autorización, acaso
contra determinada norma, quizá violando los derechos de alguien perteneciente a aquella sociedad y
que miraba asombrado al intruso.
Podía la otra sociedad ofrecer techo y trabajo al intruso, podía prestarle apoyo caritativo para
atender la salud y la educación de los hijos; pero pasaría mucho tiempo —nadie podría decir cuán-
to— hasta que los inmigrantes descubrieran y aceptaran que todo lo que constituía la estructura de la
sociedad normalizada les pertenecía también a ellos. Entretanto sus actitudes estaban presididas por
la certidumbre de que todo era de los otros: el grifo de agua, el banco del paseo, la cama del hospital,
todo era ajeno y para todo había otro que tenía mejor derecho.
La sociedad normalizada visualizó el conjunto inmigrante que se filtraba por sus grietas como un
grupo uniforme. Constituía a sus ojos la “otra sociedad”, cuya existencia se conocía de oídas pero cuya
presencia se rehuía. Cuando alguno de sus miembros aparecía fuera de su gueto, la sociedad norma-
lizada lo observaba con curiosidad, lo reconocía como diferente de la clase popular normalizada y lo
dejaba pasar. Fue diferente cuando la “otra sociedad” apareció formando un grupo. Para entonces
seguramente habían logrado los inmigrantes fortalecer ciertos vínculos que empezaban a aglutinarlos,
y acaso entrevieron que podían oponer a la estructura algo más que la expectativa individual: la fuerza
de un grupo, una fuerza multiplicada porque se ejercía sin sujeción a normas y de manera irracional. Era
la fuerza del que se siente ajeno a aquello que ataca y que carece de frenos para la acción. Se los vio en
las calles de México, Bogotá o Buenos Aires en grupos compactos, ajenos a las reglas de la urbanidad,
atropellando el sistema que para los demás era pactado y apoderándose o destruyendo lo que era de
“los otros”, de la sociedad normalizada.
Naturalmente, el efecto que la aparición de esa sociedad anómica operó sobre la sociedad norma-
lizada fue intenso, precisamente porque el centro del ataque del nuevo grupo era el sistema de normas

Sólo uso con fines educativos 116


vigentes, al que ignoró primero y desafió después. La sociedad normalizada sintió a los recién llegados
no sólo como advenedizos sino como enemigos; y al acrecentar su resistencia, cerró no sólo los cami-
nos del acercamiento e integración de los grupos inmigrantes sino también su propia capacidad para
comprender el insólito fenómeno social que tenía delante de los ojos. Quizá contribuyera a decidir esa
actitud el creciente número de la sociedad anómica y la impresión arrolladora que ofrecía no sólo por
el número sino también por su agresividad. También fue intenso y decisivo el efecto que la confronta-
ción con la sociedad normalizada tuvo sobre la sociedad anómica. Ésta la había elegido como presa,
pero al mismo tiempo como modelo. La confrontación se resolvió en una lenta y sostenida coerción de
la sociedad normalizada para obligar a la otra a aceptar el acatamiento de ciertas reglas básicas, y luego
para ofrecerle los mecanismos para una incorporación que, al cabo de cierto tiempo, resultaba forzosa.
Y a partir de esa situación, las dos sociedades trabajaron sordamente, y a su pesar, en un proceso de
integración recíproca, cuyas alternativas se manifestaron y se siguen manifestando en la vida cotidiana
y en las formas de la vida social y política de aquellas ciudades latinoamericanas donde, a distinta esca-
la, se produjo la irrupción inmigratoria.
La integración recíproca comenzó a partir del momento en que los grupos inmigrantes consiguie-
ron un techo y, sobre todo, un trabajo. De ello derivaron necesidades y obligaciones que forzaron el
contacto y la familiarización. Fue necesario aprender a tomar un autobús, a conocer las calles, a llegar
hasta el estadio de fútbol; quizá fue necesario gestionar un documento de identidad y llegar un día
hasta un puesto policial. Pero lo que puso en marcha la integración fue su progresiva inserción en el
tejido social de la sociedad normalizada. Fue, sin duda, una etapa importante aquella en que los grupos
inmigrantes tomaron contacto entre sí, afianzaron los vínculos que unían a los del mismo pueblo o la
misma región, adquirieron un principio de solidaridad que les prestaría confianza y fuerza en la difícil
operación de asediar la estructura. Pero la decisiva fue la siguiente, fue el contacto con quienes perte-
necían a la sociedad tradicional y estaban en condiciones de iniciarlos en los secretos. Fueron, natural-
mente, los sectores populares de la sociedad normalizada los que cedieron primero ante la presión de
los recién llegados y se abrieron a la comunicación, pero no faltaron grupos de la pequeña clase media
—tanto o más deprimidos que los sectores populares, y en cierto sentido marginales también— que se
mostraron benévolos y, finalmente, solidarios con los sectores inmigrantes.
No todos, sin duda. Hubo recelo, temor a la competencia y, sobre todo, ese mal expresado senti-
miento de superioridad que siempre alegan los urbanos frente a los rurales. Pero por allí aparecieron
las grietas por las que el nuevo grupo pudo introducirse, echar raíces y comenzar su emparentamiento
o su solidaridad con gente ya arraigada. Por lo demás, la situación de crisis favoreció la aproximación. Si
los inmigrantes eran desocupados, también había desocupados en las clases populares tradicionales de
la ciudad y en algunos sectores de la pequeña clase media. Si la miseria se extremaba y había que aban-
donar el cuarto para buscar refugio en un rancho del borde urbano, el arraigado se encontraba con el
recién venido; y se encontraba en las colas de los que buscaban trabajo, en las ocupaciones ocasionales
que uno y otro conseguían, y acaso en la olla popular que un gobierno o una institución caritativa ofre-
cía a los más miserables. Y luego estaban las mujeres, menos prevenidas, cuyo contacto solidario anu-
daba unos lazos a los que los hombres se plegaban luego.
Fue la fusión entre los grupos inmigrantes y los sectores populares y de pequeña clase media de la

Sólo uso con fines educativos 117


sociedad tradicional lo que constituyó la masa de las ciudades latinoamericanas a partir de los años de
la primera guerra mundial. El nombre con que se la designó, más frecuente que el de multitud, adquirió
cierto sentido restringido y preciso. La masa fue ese conjunto heterogéneo, marginalmente situado al
lado de una sociedad normalizada, frente a la cual se presentaba como un conjunto anómico. Era un
conjunto urbano, aunque urbanizado en distinta medida, puesto que se integraba con gente urbana
de antigua data y gente de extracción rural que comenzaba a urbanizarse. Pero muy pronto su fiso-
nomía fue decididamente urbana y lo fue su comportamiento: constituyó una sociedad congregada y
compacta que, en cada ciudad, se opuso a la otra sociedad congregada y compacta que ya existía. Así
se presentó el conjunto de la sociedad urbana como una sociedad escindida, una nueva y reverdecida
sociedad barroca.
La masa urbana fue no sólo anómica sino básicamente inestable. La constituían, en principio,
sectores inmigrantes y sectores ya arraigados que, en cierto modo, se desarraigaban de la sociedad
tradicional cuyas normas habían acatado hasta poco antes. Esto acentuaba la anomia. Pero acaso
la acentuaba aún más la aparición sucesiva de nuevas promociones en cada uno de los sectores
integrantes de la masa. Cada promoción nueva traía un nuevo índice de integración, nuevas expec-
tativas con respecto a la estructura de la sociedad tradicional, nuevas estrategias para enfrentarse
con el monstruo que ellas temían menos que la generación de sus padres. El juego se fue tornando
diabólico, porque a medida que crecía la integración crecía la anomia. Y sin embargo, la masa fue
adquiriendo cierta homogeneidad radical y, a poco, cierta claridad acerca de sus objetivos. Quedó
claro que la masa no quería destruir la estructura hacia la que se había lanzado; que, por el contrario,
tenía por ella un respeto absoluto, así como por los principios en que se sustentaba; que su plan no
era modificarla sustancialmente —como pensaban ciertos grupos arraigados y disconformistas de la
sociedad tradicional— sino, simplemente, aceptarla como estaba y corregirla solamente en lo nece-
sario como para que se abriera; que su objetivo final era que cada uno de sus miembros se fuera
incorporando a ella para gozar de sus bienes y luego para ascender de rango dentro de su escala.
Esos objetivos eran inequívocos; pero como no podían satisfacerse rápidamente, y como los que los
alcanzaban se separaban rápidamente de la masa, creció en ésta la agresividad contra la estructura y
la sociedad normalizada que dominaba en ella, entibiándose poco a poco el sentimiento primigenio
de adhesión. Al acentuarse la hostilidad de la masa se renovaba la de la sociedad tradicional, puesta
a la defensiva. El juego seguía siendo diabólico, y muchas políticas fueron imaginadas para romper
ese círculo vicioso.
La formación de la masa urbana —contemporánea en las ciudades latinoamericanas del proceso
de industrialización— adquirió cierta peculiaridad en relación con la nueva situación ocupacional. Para
muchos, especialmente mujeres, la esperanza de insertarse o de prosperar en la estructura se asoció a
la posibilidad de introducirse en el servicio personal de alguien que perteneciera a la estructura. Era la
esperanza de Gabriela en la novela de Jorge Amado. “Voy a quedarme en la ciudad; no quiero vivir más
en el campo. Me voy a contratar de cocinera, de lavandera, o para limpiar la casa de los otros... Agregó
en un recuerdo alegre: Yo anduve de empleada en casa de gente rica, aprendí a cocinar”. Por esa vía se
obtenía casa y comida, un salario, pero, sobre todo, un tutor, alguien de quien aprender cómo funcio-
naba la estructura, alguien con cuyo apoyo pudiera extenderse esa primera relación establecida en ella.

Sólo uso con fines educativos 118


A partir de esa relación toda una vasta parentela y una fila interminable de amigos y paisanos podía
beneficiarse con esa brecha abierta en la estructura.
Pero esa perspectiva no atraía a los hombres, y menos a los más ambiciosos. Fueron los altos sala-
rios industriales los que sedujeron a muchos, que no repararon en si tenían las condiciones necesarias
para alcanzarlos. Se necesitaba capacidad y voluntad para el aprendizaje. Y los que pudieron satisfacer
esas condiciones se incorporaron a la nueva aristocracia de los sectores populares, que fue el proletaria-
do industrial. Junto a ellos hubo los que no tenían una idea clara de lo que querían o, acaso, los que no
tenían capacidad suficiente para definir sus fines. Fueron muchos los que se conformaron con hallar un
trabajo no calificado, quizá en las obras públicas y en la construcción —obsesión de los gobiernos ase-
diados por estas renovadas y crecientes masas urbanas que pedían trabajo— o acaso en los servicios
municipales que se extendían a medida que crecía la población urbana. No faltaron los que intentaron
con diverso éxito el pequeño comercio ambulante que puede iniciarse casi sin capital, o los que apren-
dieron algunos oficios o artesanías para obtener un jornal diario. Y hubo los que aceptaron su destino
de marginales y cayeron en formas abyectas de abandono, acaso lindando con el delito: el tráfico ilegal,
la prostitución, el robo o el juego robustecieron sus posiciones en las ciudades en las que el crecimiento
de la población acrecentaba las posibilidades de anonimato.
Una gama tan amplia de posibilidades no ofrecía, sin embargo, mucha seguridad a los miembros
de esta nueva sociedad que se constituía en las ciudades: ni a los inmigrantes ni a los sectores popula-
res arraigados que se unieron a ellos en esta desesperada aventura del ascenso social. El juego seguía
siendo diabólico, y mientras crecían las posibilidades que la ciudad ofrecía, más crecía la demanda de
oportunidades que reclamaban los ya arraigados, los inmigrantes de la primera hora y los que suce-
sivamente se agregaban a ellos en ininterrumpidas olas. La ciudad seguía creciendo y la competen-
cia se hacía más despiadada: por lo demás, tanto como en el seno de la sociedad normalizada, pero
más al desnudo puesto que no existía para aquéllos un cuadro de normas ni un sistema convencio-
nal de formas. Y ese sentido competitivo —un verdadero “sálvese quien pueda” de los que marchaban
“abriéndose paso”— conspiró contra la homogeneidad de la masa, de la que se desprendían cada día
los “triunfadores”, esto es, aquellos que lograban insertarse firmemente en la estructura.
Así quedó al descubierto que la masa no era una clase sino un semillero del que saldrían los que
lograban el ascenso social y en el que quedarían los que, al no lograrlo, consolidarían su permanencia
en las clases populares acaso descendiendo algún peldaño en la escala.
Por eso la masa fue inestable. Sus miembros no se sintieron nunca miembros de ella, ni ella existió,
en rigor, sino para sus adversarios. Nunca quisieron sus miembros formar “otra” sociedad, sino incorpo-
rarse a ésa en la que se habían introducido e insertado trabajosamente, ésa que admiraban y envidia-
ban, ésa que, sin embargo, los rechazaba y a la que, por desdén, agredían. Drama de odio y amor que el
individuo conoce bien, pero que las sociedades sólo raramente llevan al plano de la conciencia.
Si el proyecto personal de cada uno de sus miembros no podía unir a la masa, sino, por el contrario,
desunirla, el sentimiento de fracaso de aquellos que quedaban en ella le prestó una ocasional homoge-
neidad. La sociedad normalizada —pacata, temerosa e inhibida para entender la magnitud del fenó-
meno social que tenía delante de sus ojos— la vio, por eso, como una sociedad enemiga. La observó en
ciertas calles céntricas los días de fiesta, acaso desde un balcón o desde un automóvil, y la vio como una

Sólo uso con fines educativos 119


hidra de mil cabezas. La vio en un estadio, enfervorizada hasta los límites de la irracionalidad, y acaso
la vio alguna vez en su propio ambiente —los tugurios y los rancheríos—, reducida de masa, abstracta
y colectiva, a angustioso conjunto de seres humanos individuales y concretos, agobiados por la miseria
y la desesperanza, impotentes frente al monstruo que los mantenía sometidos y cuyos designios no
alcanzaban a entender.
Si alguna vez expresaron sus sentimientos fue cuando operaron como masa, muchos unidos, los
recién llegados y aquellos ya integrados que se les sumaron para expresar su protesta. Así ocurrió algu-
nas veces en algunas ciudades, provocando fenómenos inusitados que revelaron la intensidad de las
transformaciones que la aparición de una masa, de una sociedad anómica, podía provocar en el seno
de una ciudad hasta poco antes controlada por una sociedad normalizada. Volcada hacia la violencia, la
masa ponía al descubierto la fuerza de que era capaz cuando lograba galvanizarse, y mostraba de paso
las debilidades y las grietas que presentaba la estructura de la sociedad tradicional. Así ocurrió en Bue-
nos Aires el 17 de octubre de 1945 y en Bogotá el 9 de abril de 1948. Ambas ciudades habían crecido
rápidamente en número a causa de las migraciones internas; ambas habían visto formarse alrededor de
la ciudad tradicional un cordón de barrios populares; y ambas verían polarizarse contra la sociedad tra-
dicional la nueva masa, en la que se fundían los grupos inmigrantes con los sectores de clase popular y
de pequeña clase media que más habían sufrido la crisis y la recesión económica.
La masa que se concentró en la Plaza Mayo de Buenos Aires el 17 de octubre, pidiendo la libertad
del coronel Juan Perón, provenía en gran parte de los distritos obreros del sur de la capital: Avellaneda,
importante centro industrial, Berisso, sede de la industria de la carne, Lanús, Llavallol y otros menores,
todos poblados por clases muy humildes y por trabajadores industriales de no muy larga data. Pero
provenía también de la ciudad misma, de los barrios populares y de pequeña clase media. El conjun-
to mostraba, acaso, un color de tez un poco más oscuro que el que solía verse hasta entonces en el
centro de Buenos Aires, más oscuro sin duda que el que predominaba en la sociedad tradicional. Y si
ésta identificó a la masa por el color de la tez, llamando a sus miembros “cabecitas negras”, el caudillo
popular la identificó con el nombre de “descamisados” que aludía a su condición marginal. La estructu-
ra, por entonces en manos de los partidarios de Perón, prestó su apoyo a la concentración de la masa a
través del ejército y la policía; pero también la Confederación General del Trabajo, en la que convivían
ya obreros arraigados y recién venidos, tomó partido declarando la huelga. El conjunto amenazó con la
violencia y la sociedad tradicional temió el saqueo; pero la masa se abstuvo de toda violencia excepto
el acto —simbólico para la sociedad tradicional— de lavar sus fatigados pies en las fuentes de la Plaza
de Mayo. Ciertamente, la masa no sabía bien lo que quería; pero una fractura producida en la estructu-
ra de la sociedad tradicional permitió que algunos de sus miembros le ofrecieran algo que parecía un
programa, resumido en la delegación de todo el poder en manos de aquel en quien depositaban su
esperanza.
En Bogotá, la masa que copó la ciudad como desesperada respuesta al asesinato de su caudillo,
Jorge Eliécer Gaitán, sorprendió a la sociedad tradicional no sólo por su número sino también por su
actitud. A diferencia de la del 17 de octubre porteño, tenía ya poco que esperar, puesto que aquél en
quien confiaba estaba muerto. No salió a defenderlo sino a vengarlo, y la cuota de violencia fue mucho
mayor. En la sociedad normalizada bogotana se conocían bien los ingredientes sociales que tradicional-

Sólo uso con fines educativos 120


mente la componían: eran, como se decía en el siglo XIX, los hombres de levita y los de ruana. Muchas
veces se habían enfrentado y la confrontación había llegado a alimentar la guerra civil, en los términos
clásicos de las sociedades patricias o burguesas. Ahora, en 1948, la sociedad tradicional descubrió que
la masa que llenaba la ciudad el día del bogotazo no se componía exclusivamente de los hombres de
ruana, arraigados y participantes, aunque marginalmente, de la sociedad normalizada. Era una multitud
diferente, en la que abundaban los recién llegados, inmigrantes originarios de las áreas rurales y para
quienes la ciudad era todavía algo que no les pertenecía. Fue su peso el que multiplicó la fuerza de los
sectores arraigados y marginales, dándole a la nueva masa un distinto comportamiento social caracteri-
zado por la indiscriminada agresividad contra la ciudad, que todos sus miembros —arraigados o recién
venidos— coincidían ahora en considerar como algo ajeno, como algo propio de la “otra sociedad”.
Cuando J. A. Osorio Lizarazo quiso, en su libro Gaitán, describir las fuerzas que constituían la multi-
tud del bogotazo, no hizo hincapié en la presencia del grupo inmigratorio, aunque seguramente estaba
incluido en varios de los factores que enumeró; pero describió el conjunto de los grupos, minoritarios
y sutiles, que se agregaron a ese cauce de los que todavía no eran nada para inspirarles unas actitu-
des radicales a través de fáciles consignas. “De todos los extremos llegaban presurosas gentes empu-
jadas por la angustia”, escribía. Y agregaba más adelante: “Las moléculas anónimas que componen el
pueblo eran arrebatadas por una vorágine. Y provenían de todas partes. Era el hombre de clase media,
condenado a vivir en la más indescifrable angustia, en una puja martirizada entre la ficción de su vida,
el hambre silenciosa, la necesidad de aparentar categoría social con un juego miserable, y que siente
minada la voluntad y depravada el alma ante la crueldad de la lucha. Era el obrero ingenioso y locuaz,
que busca estériles compensaciones a su miseria. Era el sombrío trabajador de pasiones tenebrosas,
embrutecido por el alcohol que le entregaba el estado para pervertir el ambiente moral con el instru-
mento de las recompensas burocráticas. Era el hampón envuelto en delincuencia, porque no disfrutó
de una instrucción para guiar sus instintos, que desde la infancia sufrió una enfurecida persecución, no
encontrando jamás un defensor, que sólo conoció el aspecto fúnebre y espantoso de la vida. Era el pue-
blo, multiforme, heterogéneo, monstruoso y quemado por todas las pasiones de la venganza, del odio
y de la destrucción”.
Fluida y numerosa, la nueva masa urbana fue perdiendo agresividad en el curso de las décadas
siguientes. El proceso de industrialización se acentuó y con él se multiplicaron las posibilidades ocupa-
cionales. Y si no todos, por cierto, muchos de los miembros de aquella masa inestable y desorientada
fueron encontrando los caminos para alcanzar o fortalecer su inserción en el tejido social. Tres décadas
es muy poco tiempo para que ese proceso se consume, de modo que el proceso empezó pero conti-
núa, y se manifiesta cada vez con caracteres diferentes. Eso sí, con caracteres menos dramáticos, aun-
que no menos inquietantes. Las masas son formaciones sociales virtuales, y una circunstancia cualquie-
ra puede operar como factor desencadenante de su aglutinación. Y es evidente que tanto las pequeñas
clases medias como los sectores populares han conservado la capacidad de masificarse, sobre todo en
aquellas sociedades urbanas que, por el volumen de su población, han perdido la capacidad de ejercer
el control social sobre los individuos. Ciudades multitudinarias, las masas existen virtualmente en ellas.
Pero independientemente de que puedan aparecer en algunas ocasiones comportamientos de masa,
sus miembros parecen tender cada vez más a integrarse como individuos en el tejido social.

Sólo uso con fines educativos 121


Evidentemente, tanto las pequeñas clases medias como las clases populares quedaron disloca-
das tras las primeras experiencias de su masificación. Quedó en duda si el individuo económicamente
deprimido podía mejorar su condición por su propio esfuerzo, como aseguraba la ideología del ascen-
so social, o si tenía que apelar a la presión colectiva, y esa duda influyó sobre las ideologías y los com-
portamientos. Pero toda la estructura social acusó el golpe de esa experiencia de masificación. Para
algunos sectores, quizá mayoritarios, sirvió paradójicamente para acentuar su preocupación por la con-
quista individual del éxito económico y del ascenso social, y en la medida en que la industrialización y
la reactivación económica los estimulaban, los límites entre las clases populares y las pequeñas clases
medias se hicieron más fluidos e indefinibles. Una decidida propaganda a favor del mayor consumo
contribuyó a desvanecerlos, pues los objetos que constituían signos de status quedaron, por una u otra
causa, al alcance de muchos.
No se detuvieron del todo las migraciones de población rural hacia las ciudades, y esa circunstancia
mantuvo la inestabilidad de las clases populares urbanas. Pero además fue produciéndose, entretanto,
la renovación generacional de esa masa fraguada en la agitada interpenetración de los grupos inmi-
grantes y los grupos arraigados. Nuevas promociones nacieron y se criaron en la protesta, en la progre-
siva clarificación de la situación de clase. Y como eran muchos los que nacían, fueron muchos natural-
mente los jóvenes que, llegados a cierta edad, empezaban a pedir trabajo en una estructura económi-
ca que crecía, pero nunca lo suficiente como para satisfacer totalmente la demanda. Hubo desempleo
juvenil, y mucho tuvo que ver con ello la formación de bandas que se deslizaron hacia la delincuencia,
como los “gamines” bogotanos, capaces de operar sin escrúpulos ni temores en la carrera Séptima. Pero
también hubo desempleo de adultos y, lo que es más grave y significativo, hubo un creciente subem-
pleo que ponía a miles de familias en la incertidumbre acerca del pan de cada día.
Sin ingresos fijos ni suficientes, alojados en viviendas precarias y generalmente sin los servicios
imprescindibles y sin posibilidad de conservar la unidad familiar, vastos sectores sociales —los últimos
estratos de la masa— constituyeron un mundo dos veces marginal: porque habitaban en los bordes
urbanos y porque no participaban en la sociedad normalizada ni en sus formas de vida. Ese mundo
marginal —el mundo de los rancheríos y acaso de algunos otros distritos— manifestó ostensiblemen-
te su condición anómica. No era exactamente una clase obrera, aunque hubiera algunos obreros en
su seno. El conjunto, pese al trabajo de las mujeres y los niños, era un complejo social por debajo del
nivel de la subsistencia. Constituía, para la sociedad normalizada, “otra sociedad”, irreductible e irre-
cuperable. Así se fijó físicamente la sociedad escindida, una sociedad barroca, y se podría decir que,
en algunas ciudades, el espectáculo de lujo ostentoso —como el de las cortes barrocas— que ofrecía
la sociedad normalizada era contemplado desde los rancheríos de los cerros por millares de seres que
componían la sociedad anómica. A la agresividad de la primera hora siguió cierta resignada domestici-
dad; pero entretanto, como en la parisiense “corte de los milagros”, nadie podría entrar a los rancheríos
sino protegido por un dispositivo de seguridad.
Quizá pertenecieran también a la “otra sociedad”, a la sociedad anómica, algunos sectores de
trabajadores de condición media: jornaleros o peones de trabajo esporádico, mal incorporados a la
estructura y proclives al descenso social. Pero los que sin duda no pertenecían a ella, sino a la socie-
dad normalizada, fueron los que se incorporaron a las nuevas y privilegiadas actividades de la industria.

Sólo uso con fines educativos 122


En muchas ciudades se constituyó en pocas décadas un proletariado industrial más o menos nume-
roso que se transformó en la élite de las clases populares, con tendencia a escapar de esos cuadros.
Con altos niveles de ingresos, considerable capacidad adquisitiva y cierta organización sindical, el pro-
letariado industrial pudo alcanzar una situación que le estaba vedada a otros sectores populares. En
poco tiempo se había transformado en un importante factor de poder capaz de obtener considerables
beneficios. Planes de vivienda largamente financiados por el estado o por los sindicatos aseguraban a
muchos discretos departamentos en buenos monobloques levantados en áreas urbanizadas que con-
trastaban con los rancheríos surgidos en los cerros, en las tierras anegadizas o en los basurales. Ser-
vicios de protección de la salud, clínicas excelentemente instaladas, seguros y vacaciones en buenos
hoteles de la costa o la sierra a precios accesibles, otorgaban al proletariado industrial sindicalizado una
situación que lo alejaba del resto de la clase trabajadora. Se insinuaba su desviación hacia los rangos
de la pequeña clase media, que se acentuó con la posibilidad de ofrecer a los hijos una educación de
nivel secundario y, eventualmente, de nivel universitario. De ese modo se consolidó la posición del pro-
letariado industrial dentro de la sociedad normalizada y su progresiva separación del resto de las clases
populares.
Un atajo para trasponer los límites entre las clases populares y las clases medias fue el acceso al sec-
tor terciario. Era éste, tradicionalmente, el reino de la mediana clase media; pero el creciente desarrollo
de la educación de nivel secundario permitió a muchos jóvenes de clase popular ponerse en condicio-
nes de buscar una salida hacia las actividades mercantiles o administrativas. La relación obrero-emplea-
do fue la expresión de la fluidez de los límites entre las clases populares y la mediana clase media. Sin
duda era importante la capacidad, pero con todo el tránsito no fue fácil. La manera de vestirse, el len-
guaje o las formas de trato social denunciaban el origen y acusaban una diferencia que servía para deci-
dir situaciones parejas. Quienes provenían de la clase media contaban con esa deletérea superioridad
que daba una educación de familia y algunas generaciones de asentada estabilidad en la sociedad nor-
malizada.
Por lo demás, el desarrollo industrial y la activación económica multiplicaron las posibilidades de
la mediana clase media: creció el número de sus miembros, pero creció el volumen de las actividades
terciarias en casi todas las ciudades. Quien contaba con un apoyo familiar o con vinculaciones impor-
tantes podía confiar en que tendría su empleo o en que empezaría su carrera profesional sin zozobras.
Empero, poco a poco la competencia se hizo más dura. El número de la mediana clase media siguió cre-
ciendo y fue sobrepasando las posibilidades de la estructura, porque no sólo aspiraban a las tradiciona-
les posiciones de clase media los que por su origen pertenecían a ella, sino todos aquellos que, desde
arriba o desde abajo, tenían expectativas de clase media: el hijo de obrero industrial o el joven de clase
alta descendido en sus aspiraciones y posibilidades. Así, se masificaba la mediana clase media, a medi-
da que perdía holgura y libertad de movimiento.
A diferencia de lo que ocurría dos generaciones antes, no fue fácil obtener graciosamente un
empleo para un hijo de familia sin otro título. El estado y las empresas sabían que podían elegir mejor
y empezaron a exigir ciertos estudios para cualquier trabajo: primarios al principio, luego secundarios,
acaso universitarios en muchos casos. Las profesiones empezaron a cerrarse también. Fuera de que las
universidades lanzaban millares de graduados, el ejercicio profesional se hizo más difícil. Las mutuali-

Sólo uso con fines educativos 123


dades restringieron el campo de acción de médicos y dentistas; la industrialización de los productos
medicinales el de los farmacéuticos; los grandes estudios el de los abogados y las grandes empresas
constructoras el de los arquitectos. No se tardó mucho en oír hablar de un proletariado profesional.
Hasta se masificó la actividad mercantil, oscilando entre el supermercado y la boutique. Sólo crecía, para
los imaginativos y los audaces, ese vasto campo de los servicios intermedios —las comisiones, los segu-
ros, la venta de inmuebles—, y especialmente aquellas actividades nuevas que crecían en los ambientes
urbanos: la de las modelos, la de los promotores de publicidad, la de los productores de espectáculos
en la radio, la televisión o el cine. Crecían también las posibilidades de los que se inscribían en los cua-
dros de la creciente tecnocracia. Las organizaciones empresariales, públicas o privadas, perfeccionaban
cada vez más su funcionamiento de acuerdo con nuevos métodos, y requerían mayor número de técni-
cos, desde los que operaban las computadoras electrónicas —pieza maestra de la nueva tecnocracia—
hasta los altos especialistas en estudios de costos, de factibilidad o de organización empresarial. Inge-
nieros, físicos, economistas, estadísticos, sociólogos y psicólogos eran requeridos por las grandes corpo-
raciones para constituir los equipos dedicados a planear y realizar las complicadas obras que requería
el desarrollo industrial. Y crecían también los cuadros dedicados a actividades que merecían cada vez
más atención: la salud, la asistencia social y la educación, campos en los que se multiplicó el número de
profesionales de especialidades cada vez más circunscriptas en apariencia, pero que, desprendidas de
otras más amplias, apuntaban a nuevos problemas creados por una sociedad cada vez más compleja y
cuyos nuevos y diversos engranajes requerían permanente atención. La sociedad entera se masificaba y
se masificaban las funciones que la sociedad requería: la asistencia social, una preocupación nueva que
aparecía en el mundo masificado; la atención médica, y no sólo para las clases populares sino también,
progresivamente, para las demás clases; y más aún la educación, cuyo desarrollo cuantitativo parecía
condenarla a cierto descenso del nivel, perceptible en todos los grados y especialmente en la universi-
dad, antes de élite y poco a poco masificada, especialmente en las grandes ciudades.
Era explicable, pues, que quienes se dedicaban a todas esas tareas no tuvieran —o no se preocu-
paran por tener— la convencional distinción del antiguo vendedor de una tienda de lujo, o del anti-
guo notario de familia, o del reposado médico de cabecera, o del prestigioso abogado. En la mediana
clase media de los profesionales y los empleados nadie tenía tiempo que perder, puesto que casi todo
el mundo tuvo que desempeñar dos funciones para poder sobrevivir. Trabajaba el marido y la mujer,
y aun así costaba trabajo sostener cierto tren de vida. Pero la masificación obligaba a modificar los
esquemas tradicionales y la mediana clase media llegó a desdeñar aquella pacata preocupación por las
apariencias que había sido su rasgo predominante dos generaciones atrás. Al masificarse se liberó de
muchos prejuicios y, como la de Londres, decidió abandonar el cuello blanco.
De lo que no se liberó fue de su anhelo de ascender económica y socialmente. Como en una insti-
tución jerárquica, había que alcanzar el grado superior. Y del desesperado esfuerzo pudo salir la ansia-
da promoción hacia la alta clase media, una clase que era casi alta. Pertenecían a ella todos los que
habían triunfado en las profesiones, en el comercio o en las actividades empresariales y, en consecuen-
cia, habían acumulado fortunas que les permitían independizarse del trabajo cotidiano y comenzar
tímidamente a deslizarse hacia la vida ociosa: poder jugar golf un día laborable o poder disponer de
tres semanas para hacer un viaje a las Bahamas fuera de la época convenida de vacaciones, eran triun-

Sólo uso con fines educativos 124


fos sobre la rutina que sólo podía conseguir quien estuviera ya en el más alto nivel de la estructura.
Otros, entretanto, habiendo llegado a ese mismo nivel, estaban todavía en la etapa de consolidación de
las posiciones y no podían insinuar su vocación por el ocio. Los ejecutivos de alto nivel, un sector que
creció considerablemente en esas décadas, se caracterizaron por su celosa dedicación a un trabajo que
solía sobrepasarlos, hasta hacer de ellos las víctimas predilectas del infarto. Era un trabajo diabólico,
porque agregaba a las tareas intelectuales de dirección las preocupaciones inherentes a la adopción de
decisiones importantes y comprometedoras; pero agregaba también toda la parafernalia de las rela-
ciones públicas, que incluía las diversiones forzosas: las comidas de cierta etiqueta, las reuniones de
night-club, los cocktails, los teatros, todo lo necesario para instalar a la vida de los grandes negocios en
un terreno que se asemejaba a la del ocio y aun a las formas de vida de la clase alta, pero que se realiza-
ba fuera de las horas de oficina y después de haber agotado las fuerzas en la discusión de un contrato
o el planeamiento de una operación importante. Una casi delirante persecución de los signos de status
—premonitorios de la situación a la que se aspiraba— agregaba a los compromisos y a las preocupa-
ciones de la vida societaria los que correspondían a la vida privada: era menester habitar en los barrios
altos, pertenecer a clubes exclusivos, frecuentar ciertos ambientes y poseer todo lo que se consideraba
indispensable. Porque, en rigor, el ejecutivo de alto nivel que quería consolidar su posición, aspiraba, él
también, al ascenso social y a su incorporación a la clase alta.
Era un proyecto algo difícil pero no imposible. Las clases altas habían sufrido también el impacto
de la masificación y estaban en plena crisis. El primer signo de ella fue la pérdida del papel de élite de
toda la sociedad que habían desempeñado hasta pocas décadas antes. Se había quebrado su unidad,
y se podía llegar a ella con más facilidad que antes, si se cumplían ciertos requisitos. Subsistía, cierta-
mente, en muchas ciudades una clase alta tradicional que defendía desesperadamente su posición de
privilegio: pero era solamente un privilegio social que consistía en abrir sus filas lo menos posible, en
acentuar su retracción y en conservar el culto de los linajes y los apellidos. De su mismo seno se despla-
zaban muchos de sus miembros hasta las nuevas clases altas, engrosando las filas de los empresarios
y los industriales para sobreponerse a la crisis de las viejas fortunas. Quedaba abierto, pues, el camino
que comunicaba a las antiguas y a las nuevas clases altas, desconcertadas todas frente a la sociedad
masificada de la que querían ser la élite y cuyo juego las sorprendía y las alarmaba. Pragmáticas, las
clases altas optaron por dirigir aquellos procesos que podían entender —los económicos y los políticos
principalmente— y se mantuvieron a la expectativa de los problemas sociales que, cada cierto tiempo,
irrumpían en la superficie de la vida cotidiana y alteraban sus planes. No lograron, pues, ser la élite del
conjunto de la sociedad escindida sino, solamente, de la sociedad normalizada, adoptando frente a la
otra una actitud defensiva, corregida con intentos de hegemonía cuando las circunstancias le indicaban
la necesidad de medidas coactivas o la posibilidad de aplacar al enemigo con sabias y oportunas con-
cesiones.
En la sociedad industrializada y de consumo masivo, las oportunidades de enriquecimiento aumen-
taron. Grandes fortunas se constituyeron, y sus poseedores se instalaron sin vacilación en la clase alta,
cualquiera fuera su origen. En poco tiempo se familiarizaron con los signos de status, y hasta la resisten-
cia de las clases altas tradicionales —que los periódicos conservadores seguían llamando aristocracia—
sucumbió frente a su poder económico. Los linajes se fueron desvaneciendo para dejar lugar precisa-

Sólo uso con fines educativos 125


mente, a los clanes económicos en los que se mezclaban fortunas de diverso origen, como lo probaban
las listas de los directorios de los bancos y las grandes empresas: un apellido de prestigio social valía la
presidencia, y atrás de él se entremezclaban otros que representaban distintas líneas de ascenso social.
Pero hasta las clases altas se masificaban. La fortuna no podía impedir que a su poseedor lo empujaran
en las calles, ni que tuviera que hacer cola en los ascensores. Viajar en la primera clase de un avión de
línea obligaba a casi tantas incomodidades como si se viajara en la clase turística. Y si surgían inconve-
nientes en el dispositivo propio de privilegio, nadie podía estar seguro de encontrar un taxi o una mesa
en el más exclusivo de los restaurants o de obtener una comunicación telefónica.
Era inevitable que la aparición de una masa, sometida a sucesivos cambios y operando de diversas
maneras, repercutiera sobre el resto de la sociedad urbana. La masa primigenia se decantó y constitu-
yó una sociedad marginal y anómica que se instaló al lado —y enfrente— de la sociedad normalizada.
Sufrió el impacto de la industrialización, como lo sufrió la sociedad normalizada. Pero ésta acusó tam-
bién las repercusiones de la presencia de la masa, en términos cuantitativos y cualitativos. La sociedad
normalizada no adquirió los caracteres de masa, pero se masificó cualitativamente, acaso en un proce-
so preparatorio de la integración, a plazo imprevisible.

3. METRÓPOLI Y RANCHERÍOS
En poco tiempo, aquellas ciudades donde se había constituido una sociedad escindida empezaron
a revelar en sus estructuras físicas la peculiaridad de su estructura social. Construida originariamente a
cierta escala, se había ensanchado luego para dar cabida a la sociedad burguesa, y había sido provista
de una moderna infraestructura de servicios suficiente para su número. Pero la explosión urbana modi-
ficó ese número y la ciudad física amenazó con explotar también.
En un principio —en el shock originario—, el número fue lo que alteró el carácter de la ciudad, y lo
que atrajo la atención acerca de que algo estaba cambiando. Se vio más gente en las calles; empezó a
ser trabajoso encontrar casa o departamento; comenzaron a aparecer viviendas precarias en terrenos
baldíos, que muy pronto constituyeron barrios; se hizo difícil tomar un tranvía o un autobús. Pero no
se tardó mucho en advertir que empezaba a cambiar el comportamiento de la gente en las calles, en
los vehículos públicos, en las tiendas. Antes se podía ceder cortésmente el paso. Ahora era necesario
empujar y defender el puesto, con el consiguiente abandono de las formas que antes caracterizaban
la “urbanidad”, esto es, el conjunto de reglas convencionales propio de la gente educada que habitaba
tradicionalmente la ciudad. De pronto se descubrió que para entrar en un cine había que hacer cola.
El número cambió la manera de moverse dentro de la ciudad. Las estrechas calles del casco viejo
resultaron insuficientes para la creciente concentración de personas. ¿Cómo detenerse a conversar con
un amigo en el centro financiero de la ciudad? Hasta las calles tradicionales de paseo —desde la calle
Florida de Buenos Aires hasta la calle del Conde en Santo Domingo— empezaron, más tarde o más
temprano, a ponerse nerviosas. Poco a poco se descubría que nadie conocía a nadie. El número sobre-
pasó las posibilidades del transporte urbano. Aumentaron los automóviles, desaparecieron los tranvías
para ser reemplazados por más ágiles autobuses, pero a casi todas las horas, y especialmente en las de
pico, hubo que contar con un rato largo para salir del centro con el propio automóvil y acaso con otro
más largo para hacer la cola en la parada del autobús. El subterráneo se transformó en una necesidad

Sólo uso con fines educativos 126


urgente, y México lo puso en funcionamiento. Hasta entonces sólo Buenos Aires lo poseía, desde 1914;
pero en las últimas décadas las autoridades de diversas capitales comenzaron a proyectar su trazado.
Entretanto, costosas redes viales de tránsito rápido —como las autopistas caraqueñas o el Periférico
mejicano— se construyeron para resolver los problemas del tránsito, sin poder evitar graves interfe-
rencias con el sistema tradicional de comunicaciones que correspondía a las viejas formas de convi-
vencia. Ensanches, repavimentaciones y severos controles de tránsito procuraron aliviar la gravedad de
los problemas creados, sobre todo, por el número inconteniblemente creciente de automóviles, y cuya
expresión fueron los endiablados embotellamientos que llegaron a ser parte del paisaje urbano de las
metrópolis latinoamericanas. Dónde dejar un automóvil se transformó en una cosa generalmente más
importante que aquello que se quería hacer cuando se emprendió la marcha en él.
El número alteró en las ciudades la densidad de población por hectárea. A la fisonomía tradicio-
nal de las ciudades, un poco chatas, reemplazó la que les confería la cantidad creciente de casas de
departamentos: en el centro, primero, y en los barrios poco a poco. Un día apareció, en Caracas, la
masa arquitectónica del El Silencio, y otro día la Torre Latinoamericana en México, como desafíos a la
ciudad colonial que quedó a sus pies. Eran monumentos erigidos en homenaje al poder del estado, de
los bancos, de las compañías de seguros, de las grandes empresas extranjeras. Enseguida aparecieron
las casas de departamentos propiamente dichas, nuevas formas de la vivienda familiar. En rigor, eran
expresión de una nueva forma de vecindad. La casa de departamentos de alto nivel atrajo a quienes
querían dejar las viejas casonas, con sus patios y sus numerosos cuartos, que exigían un abundante
servicio doméstico. Y por cada dos o tres casas demolidas surgía un edificio de ocho o diez pisos con
veinte o treinta departamentos para otras tantas familias. Pero la casa de departamentos no era sólo
un tipo de vecindad sino también un tipo de arquitectura. Su mole disminuía la cuota de sol que reci-
bían las calles y condenaba a los árboles de las aceras. Las calzadas parecieron más estrechas, y resul-
taron así de hecho al aumentar el número de vecinos que aspiraban a estacionar sus automóviles. La
ciudad empezó a tomar un aire monumental, lo que empezó a designarse como un aire moderno, con
los altos prismas de cemento.
Correlativamente, el número modificó el valor de la tierra urbana. Ante la perspectiva de que cre-
ciera la demanda, los terrenos grandes se subdividieron y, en las afueras, comenzaron a lotearse los
solares de las viejas quintas que, con el crecimiento de la ciudad, habían quedado enclavadas en zonas
de población creciente. Los valores subieron acentuadamente, sobre todo cada vez que la amenaza de
la inflación aconsejó la inversión en bienes raíces. Entonces los valores se tornaron especulativos. Se
supuso que la tendencia era poblar tal o cual barrio, tal o cual calle y, a veces, tal o cual cuadra de una
calle, señalada por el snobismo de los “buscadores de prestigio”; entonces el valor de la tierra subía
desmesuradamente, en parte porque aumentaba la demanda y en parte porque sobre esos puntos se
focalizaba la especulación. Sobre el valor de la tierra urbana y suburbana —loteada y ofrecida publi-
citariamente como la tierra prometida— había que cargar los gastos del loteo, de la publicidad, de la
promoción de las ventas, pero, sobre todo, la suma aproximada que debían compartir los que especula-
ban con el negocio de bienes raíces: los vendedores que promovían la primera venta y que pretendían
hacerle pagar al primer comprador una prima por las ganancias que obtendrían luego al revender. Y los
sectores de medianos y bajos ingresos que aspiraban solamente a adquirir una vivienda para alojarse

Sólo uso con fines educativos 127


debían dirigirse hacia los sucesivos anillos periféricos que iban apareciendo, donde todavía los precios
no hubieran entrado definitivamente en la espiral especulativa.
Finalmente, el número replanteó el problema de los servicios públicos. Previstos e instalados para
servir a un cierto radio con una determinada y estable densidad de población —generalmente en una
época en que los costos eran relativamente bajos—, la expansión de la zona edificada y, sobre todo,
el aumento de la densidad de población por hectárea empezó a someter a un desafío cotidiano a los
servicios públicos. Exigidos al máximo por la aparición y el crecimiento de los centros industriales de
intenso consumo, los servicios de agua, de drenaje y de energía empezaron a resultar insuficientes y fue
menester afrontar la renovación y ampliación de las redes prácticamente sin pausa y sin límites, puesto
que cada metrópoli tenía preanunciada a su alrededor un área metropolitana. Lo mismo pasó con los
servicios de recolección de basuras, pesadilla metropolitana cuyo descuido permitía que se acumula-
ran en dos días de huelga o feriados montañas de desperdicios mal acondicionados en los lugares más
céntricos y cuidados de la ciudad. El correo padeció de crónicas demoras, los teléfonos se saturaron de
llamadas a pesar del perfeccionamiento técnico de sus equipos, los bomberos se tornaron impotentes
para el cumplimiento de sus tareas específicas y de las nuevas que tuvo que afrontar en las complejas
metrópolis, y la policía se vio sobrepasada no sólo por el aumento de los delitos comunes sino también
por el incremento de nuevos peligros de los que la sociedad quería precaverse: el tráfico de drogas, las
agresiones de bandas juveniles, la guerrilla urbana. Ni las escuelas ni los hospitales dieron abasto. Hasta
los cementerios se vieron colmados de muertos y sin sitio disponible para los que morían cada día.
Tantos y tan profundos cambios no influyeron de la misma manera sobre todos los sectores de
la metrópoli, generalmente una ciudad ya vasta y compleja antes de que se desencadenaran. Influye-
ron particularmente en el casco antiguo, pero no siempre de la misma manera. Unas veces el centro
administrativo, comercial y financiero se desplazó rápidamente, y el casco viejo empezó a deteriorarse
y a descender de categoría. Quizá algún día llegaría a recuperar cierta dignidad, protegido por quienes
descubrieron que valía la pena restaurarlo, acaso pensando en la atracción del turismo; pero entretan-
to los negocios bajaron de nivel, las viejas casas quedaron semiabandonadas o se transformaron en
vecindades y las calles otrora aristocráticas y sosegadas se transformaron en bullicioso campamento de
los grupos juveniles que jugaban al fútbol o desarrollaban sus peligrosas andanzas por las proximida-
des. Solían quedar habilitados los edificios de los bancos, algunos negocios mayoristas, acaso algunas
dependencias gubernamentales y quizá la propia Casa de Gobierno, cerca de la Catedral y del Cabildo,
si subsistía como melancólico recuerdo de la ciudad colonial. Pero al terminar las horas de actividad el
barrio quedaba desierto y adquiría los rasgos de un rincón suburbano. Hubo algunas metrópolis en la
que el casco viejo no perdió nunca ni su función ni su dignidad y mejoró al compás del progreso de los
barrios más adelantados. Tal fue el caso de Santiago de Chile, el del sector norte del centro de Buenos
Aires, en cierto modo el de Río de Janeiro. Allí subsistieron buenos hoteles —si no los mejores—, y los
centros de tracción para turistas y viajeros, a los que se agregaron nuevas casas de departamentos y
edificios públicos. Una cierta continuidad se mantuvo en ellas entre el viejo centro modernizado y las
nuevas áreas de la ciudad.
Progresaron sin exceso las zonas vecinas al viejo centro, integradas de antiguo y habitadas gene-
ralmente por familias de pequeña clase media y clase popular en las que alternaban las casas de familia

Sólo uso con fines educativos 128


de medianos o escasos ingresos con las tradicionales casas de vecindad y con los comercios modestos.
Fueron zonas de paso, en un tiempo suburbios, que se beneficiaron con la marcha radial del desarrollo
urbano sobre todo a favor de las buenas comunicaciones. Pero lo significativo de su desarrollo fue la
influencia que ejerció su arraigada integración. Si urbanísticamente esas zonas aseguraron la continui-
dad de una ciudad que tendía a extenderse periféricamente, socialmente fueron el hogar de ciertas
avanzadas de los grupos inmigrantes que hicieron allí —en sus zonas más deprimidas— los primeros
ensayos de su integración. En un barrio así de la ciudad de México, cerca del Tepito, estaba “La Casa
Grande”, esa inmensa vecindad que describe Oscar Lewis en su Antropología de la pobreza. “Los inqui-
linos de La Casa Grande —dice— vienen de veinticuatro de las treinta y dos divisiones políticas de la
nación mexicana. Algunos, desde el lejano sur, de Oaxaca y Yucatán; otros de los estados norteños de
Chihuahua y Sinaloa. La mayor parte de las familias han vivido en la vecindad durante lapsos de quince
a veinte años, y otras, tantos como treinta años. Más de un tercio están ligadas por parentesco de con-
sanguinidad, y casi un cuarto de las mismas están emparentadas por maridaje y compadrazgo. Estos
lazos, así como las rentas congeladas y la escasez de viviendas que sufre la ciudad, ayudan a la esta-
bilidad del vecindario. Algunas familias de ingresos elevados, cuyas viviendas se atiborran de buenos
muebles y objetos eléctricos, esperan una oportunidad para mudarse a mejores barrios, pero la mayo-
ría están contentas y aún orgullosas de vivir en La Casa Grande. El sentido de comunidad es muy fuerte,
especialmente entre los jóvenes que pertenecen a los mismos grupos con amistad de toda la vida y que
asisten a las mismas escuelas, a los mismos bailes en los patios, y que con frecuencia se casan entre sí.
Los adultos tienen amigos a quienes visitan, con los que salen, y a los que piden dinero prestado. Gru-
pos de vecinos organizan rifas y participan en tandas, y juntos celebran las festividades de los patrones
de la vecindad, las posadas y otras fiestas”.
Precisamente porque en esos barrios se realizaron esas experiencias de integración, quedaron
incluidos en el ámbito de la “otra sociedad”. Eran barrios de masa, reductos de la sociedad anómica.
De ellos huía la sociedad normalizada, evitando el contacto con grupos que le parecían ajenos, y en su
huida estimulaba la formación de nuevos distritos residenciales de clase alta en los que funcionarían
reglas tácitas para preservar la intromisión de gente de condición social inferior, caracterización que
significó por mucho tiempo no sólo cierto nivel de ingresos sino también cierto arraigo y cierto proce-
so previo de ascenso.
La dispersión por clases caracterizó el desarrollo de las ciudades de sociedad escindida: no era un
fenómeno nuevo, sin duda, pero nunca había tenido caracteres tan netos y evidentes. Fue una disper-
sión hacia la periferia. En Río de Janeiro originó, sucesivamente, el desarrollo de Copacabana, Ipanema,
Leblón, Gavea y Tijuca; en Santiago de Chile, de Providencia y Tobalaba, en Caracas de Sabana Grande,
Chacaito y los barrios que surgieron más allá del Country Club; en Bogotá de Chapinero y Chicó; en
Montevideo, de Pocitos y Carrasco; en Buenos Aires, del barrio Norte y San Isidro; en Lima de Miraflo-
res y Monte Rico; en México, de San Ángel y el Pedregal. Coexistían en ellos el suburbio residencial y,
poco a poco, el refinado centro comercial de moda. Sus habitantes acusaban un deseo de tranquilidad
y reposo, pero era evidente que marchaban en busca de “exclusividad”, contando con que el precio de
la tierra y la distancia evitarían invasiones indeseables: era necesario poseer automóvil para poder vivir
tan lejos de los lugares de trabajo, y poco después se necesitó no sólo un automóvil por familia sino

Sólo uso con fines educativos 129


dos o tres. Surgieron los negocios de alto nivel, las boutiques de lujo, los bares y restaurants más sofisti-
cados, los clubes nocturnos exclusivos, los clubes de golf o tenis más cerrados, todo lo necesario, en fin,
para que, finalmente, el suburbio residencial se transformara en un gueto de clase alta con sus propias
convenciones y normas —lo que era necesario tener, lo que era necesario decir, lo que era necesario
pensar— y siempre preocupado por la aparición de un intruso, de gente, según una expresión revela-
dora, que no es “como uno”. Eran los distritos de la élite de la sociedad normalizada.
Sin duda, también pertenecían a la sociedad normalizada los barrios de clase media. Los había
antiguos y tradicionales, dentro de la ciudad algunos, como la Colonia Roma en México, el Cordón en
Montevideo, Belgrano o Flores en Buenos Aires, o suburbanos otros. Con el aumento del valor de la
tierra esos barrios consolidaron la posición de sus habitantes y muy pronto aparecieron en ellos casas
de departamentos con ciertas pretensiones que publicaban la condición ascendente de quienes com-
praban su vivienda en propiedad horizontal. Pero el desarrollo de las clases medias suscitó el problema
del alojamiento de los nuevos grupos, especialmente de los de medianos ingresos. Un empleado o un
profesional corriente, aun próspero, no podía alcanzar a satisfacer el costo de una vivienda de cierto
nivel. Ciertamente, pertenecían a la sociedad normalizada, pero tuvieron que aceptar soluciones más
modestas y poner sus ojos en barrios suburbanos. A veces fue el estado el que desarrolló una políti-
ca, más o menos eficaz, de construcción de viviendas, calificadas generalmente como “para emplea-
dos”, con lo que se quería indicar exactamente que no eran barrios obreros y populares. Sistemas de
préstamos y largos créditos permitían a un cierto número —o mejor, a un corto número— de benefi-
ciarios conseguir una casa adecuada a sus aspiraciones. Otras veces fueron empresas imaginativas las
que programaron loteos o construcciones para clase media —generalmente mediana—, con el mínimo
de comodidades y de aislamiento que pretendían. Solían ser chalets unifamiliares o grandes casas de
departamentos multifamiliares, monótonos quizá, pero dotados de comodidades e instalados en áreas
parquizadas que permitían hablar, con mayor o menor propiedad, de una “ciudad-jardín”. Y cuando la
empresa se emprendía en gran escala, generalmente con una fuerte inversión estatal, surgían verda-
deras ciudades completas y cerradas en su ámbito, como la Ciudad Satélite de México o como Ciudad
Kennedy en Bogotá.
Del proletariado industrial, no todos los miembros se radicaron en los suburbios específicamen-
te industriales. Los barrios construidos por los sindicatos se instalaban siguiendo otros criterios. Pero
muchos prefirieron la proximidad de las fábricas y, en todo caso, los permanentes y renovados proble-
mas habitacionales provocaron la aparición de conglomerados en sus cercanías. Necesitadas de la infra-
estructura urbana, las plantas industriales surgieron en ciertos barrios de la ciudad o acaso en algún
suburbio: rehuyendo el centro pero sin despegarse mucho de él. Sólo cuando el crecimiento de la ciu-
dad hizo difícil la permanencia o la expansión de la fábrica se decidió trasladarla a zonas más abiertas.
Así ocurrió que en algunas ciudades se desarrollaron zonas específicamente industriales. Unas veces
constituyeron un cordón que rodeaba a la ciudad, como en Buenos Aires; otras se prolongaron en algu-
na dirección, como en San Pablo, donde se alinearon sobre el camino a Santos. Pero otras ciudades que
nacieron con la industria misma crecieron consustanciadas con ella y crearon apretados complejos de
fábricas y viviendas que repetían el cuadro de los antiguos barrios industriales de las grandes ciudades.
Sólo allí donde se establecieron localizaciones preestablecidas para “parque industrial” se mantuvo un

Sólo uso con fines educativos 130


principio de sofisticación. De todos modos, resultó inevitable la formación de núcleos habitacionales
en las zonas industriales, tanto dentro de la ciudad como en su zona periférica. Pero fueron muy dis-
tintos los que se formaron espontáneamente de los que levantaron más tarde el estado o los sindica-
tos. Los primeros eran tugurios donde se hacinaba la gente en estrecha promiscuidad, pero también
en solidaria camaradería. Eran los conventillos como los que describía el chileno Nicomedes Guzmán
en Los hombres oscuros y en La sangre y la esperanza. Para ellos, más que para el resto de la ciudad, era
el ambiente malsano, las calles sucias, la existencia abigarrada. Los segundos, en cambio, se instalaron
en lugares parquizados y tenían ya los caracteres de las viviendas modernas e higiénicas. Eran, prácti-
camente, barrios de pequeña clase media, en los que solía no faltar el jardín de juegos para niños o la
artística fuente. Pero su número, aun en las ciudades ricas, fue siempre escaso en relación con el de los
aspirantes, y muchos obreros industriales tuvieron que seguir viviendo en zonas deprimidas, pues aun
con altos salarios no podían afrontar el desafío del valor especulativo de la tierra.
De todos modos, buena parte de los obreros industriales, con alta capacidad profesional, trabajo
estable, buenos salarios y poderosas organizaciones sindicales que los amparaban y les proporciona-
ban servicios sociales, fueron inscribiéndose en la sociedad normalizada, de la que recibían beneficios
y de la que esperaban recibir aun más. Sólo la vivienda seguía constituyendo un obstáculo insalvable,
como si la ciudad física se resistiera a consagrar su posición privilegiada. Y para otros trabajadores con
altos ingresos la situación fue semejante, como lo era para los que escapaban de la condición de asa-
lariados para trabajar por su cuenta: transportistas que llegaban a tener su propio camión, mecánicos
que instalaban un pequeño taller, pintores o albañiles que lograban trabajo independiente y termina-
ban formando pequeñas empresas constructoras. Todos ingresaron en la ciudad normalizada —en la
zona intermedia y difusa que separaba a la clase obrera de la pequeña burguesía—, esperando resolver
un día el problema de alcanzar una vivienda apropiada a su nueva condición.
Quienes, ostensiblemente, no pertenecían a la sociedad normalizada fueron los pobladores de los
rancheríos, esas formaciones suburbanas que, sin ser nuevas del todo, crecieron intensamente después
de la crisis de 1930. Su crecimiento se aceleró sobre todo después de 1940 y finalmente llegaron a ser
un polo en la estructura física de muchas ciudades, reflejo de su estructura social. Con nombres diver-
sos se los conoció en cada país: callampas en Chile, villas miseria, y luego, simplemente, villas en Argen-
tina, barriadas en Perú, favelas en Brasil, cantegriles en Uruguay, ciudades perdidas en México, pueblos
piratas en Colombia, y genéricamente, en casi todas partes, invasiones, construcciones paracaidistas y,
sobre todo, rancheríos. El nombre tenía casi siempre curiosas y significativas implicaciones: solía entra-
ñar una actitud irónica o una afirmación polémica de lo que, hasta entonces, sólo parecía merecer una
actitud vergonzante. Este último carácter tenía la población de los barrios pobres incluidos en la ciu-
dad, que evitaba el uso de la palabra callejón, corralón o conventillo. Pero la formación de los nuevos
barrios suburbanos reveló un cambio de actitud en los invasores.
Los rancheríos no fueron patrimonio exclusivo de las metrópolis. En ellas fueron más numero-
sos, más poblados, y su significación social fue mayor. Pero aparecieron en otras muchas ciudades de
diverso tipo. En México proliferaron en un balneario de lujo como Acapulco, desde cuyos cerros pare-
cían vigilar el desborde de la riqueza, mientras sus habitantes se introducían por entre las rendijas de
la sociedad ociosa tratando de obtener algún provecho. Crecieron también en Culiacán, la capital del

Sólo uso con fines educativos 131


estado de Sinaloa, una ciudad enclavada en una rica región agrícola y sin desarrollo industrial. Un cin-
turón de miseria que creció rápidamente reunió más de doce barrios de inmigrantes, compuestos de
tugurios insalubres y desprovistos de servicios públicos, en los que se especulaba con el agua pota-
ble y se robaba la luz de los cables públicos. Y se multiplicaron, naturalmente, en Monterrey, una ciu-
dad de 1.300.000 habitantes en la que se fueron instalando más de nueve mil industrias. Una densa red
de colonias miserables se apretó alrededor de la ciudad misma y a lo ancho de su área metropolitana,
calculándose que aumentaba cada año en 40.000 habitantes aproximadamente. Casuchas hechas con
cartones o con bolsas viejas de plástico alojaban una población creciente que carecía de todos los ser-
vicios, especialmente las cinco colonias constituidas en los basurales. Se calcula que vive en esas condi-
ciones el 40 % de la población, pero que el 70 % carece parcialmente de ellos.
Con caracteres semejantes podrían describirse los rancheríos de otras muchas ciudades. Como en
Monterrey, el desarrollo eruptivo de las industrias provocó la aparición de rancheríos en las ciudades
argentinas de Rosario y Córdoba, así como en otras que rondan apenas los 50.000 habitantes, como
Zárate y San Nicolás; en la mejicana de Puebla, donde en los barrios periféricos hay 100.000 personas
que carecen de agua y se ven sitiadas por los basurales; en las venezolanas de Maracaibo y de Santo
Tomé de Guayana, naciente emporio al que se calcula que llegan mil personas por mes y que ya ha
sobrepasado los 150.000 habitantes; en las colombianas de Medellín, que recibió alrededor de medio
millón de habitantes desde 1938, de Manizales que aloja una sexta parte de su población —unas 40.000
personas— en sórdidos barrios ubicados en cerros constantemente amenazados por deslizamientos de
tierras, de Barranquilla y de Cartagena; en las brasileñas de Porto Alegre y Belo Horizonte, invadidas,
como San Pablo, no sólo por migrantes de la región sino también del deprimido nordeste del país; en
la peruana de Chimbote, donde la industria metalúrgica se desarrolla desde 1958 y en la que un 20% de
la población se aloja en barriadas. Pero la aparición de los rancheríos tampoco fue exclusiva de las ciu-
dades que se industrializaron. Como Acapulco o Culiacán, otras razones determinaron en otras partes
su aparición. Las migraciones se dirigieron también hacia ciudades medianas e importantes cuya activi-
dad era fundamentalmente administrativa y comercial, por el solo hecho de ser centros activos donde
parecía verosímil encontrar trabajo y mejores condiciones de vida, y el resultado fue la formación de
cinturones de miseria. Aparecieron en las ciudades peruanas de Piura, Chiclayo, Huacho, Ica o Tacna, y
especialmente en Arequipa, donde sobre una población de alrededor de 120.000 habitantes, un 10%
habita en los barrios de emergencia; en la mejicana de Guadalajara, todavía eminentemente comercial
pese al empuje del suburbio de Tlaquepaque; en la ecuatoriana de Esmeraldas, puerto exportador que
de 15.000 habitantes en 1951 pasó a más de 50.000 en 1972, y cuyos barrios pobres —El Malecón, Vida
Suave, Pampón— alojan casi mil familias en condiciones subhumanas; la brasileña de Recife, en cuyos
mocambos —chozas de barro, ramas y chapas situadas en los mangués del río— sobrevive multitud de
familias —más de 100.000 personas— gracias a los cangrejos del repugnante barro del río impregnado
de sucios desperdicios según relata Josué Castro.
Pero los más numerosos, los más poblados y los más representativos fueron y siguen siendo los
rancheríos que se constituyeron en las grandes ciudades. En Buenos Aires, un censo de 1966 estima-
ba la población de las villas miseria del área metropolitana en 700.000 personas. En cada una de ellas
se repetían los mismos caracteres: las viviendas precarias, la promiscuidad familiar, la aglomeración

Sólo uso con fines educativos 132


infrahumana de vastos grupos en una extensión limitada, la falta de servicios elementales. El 35% de
los inmigrantes se concentró en esas villas miseria, pobladas con gentes provenientes no sólo del inte-
rior del país sino también de los países vecinos, especialmente Bolivia y Paraguay. Instaladas en zonas
periféricas —excepto alguna situada cerca del puerto—, son poco visibles para el porteño normal, que
puede pasar largos años sin verlas y hasta sin acordarse de ellas. Menos aún las ve el turista; y cuando
aparecieron cerca de la autopista que conduce al aeropuerto internacional de Ezeiza, se levantó pudo-
rosamente un muro que las ocultara.
Tampoco divisan fácilmente, ni el ciudadano común ni el turista, las ciudades perdidas de México.
Alguien debe advertir al despreocupado turista que se dirige a contemplar las bellezas de Puebla que,
mientras recorre la calzada Zaragoza, deja a su izquierda las colonias de Netzahualcóyotl. Terminado el
desecamiento del lago Texcoco, quedaron disponibles 6.500 hectáreas de tierras salitrosas que empe-
zaron a ser ocupadas por migrantes que venían del interior del país y gentes que habían tenido que
abandonar su vivienda en los barrios céntricos de la ciudad. Quizá llegaron las colonias de Netzahual-
cóyotl a albergar un millón de personas, para quienes tener agua potable, luz, drenaje o servicios de
comunicaciones constituyó una sostenida obsesión, frustrada una y otra vez. Allí observó Oscar Lewis
a la familia de Jesús Sánchez, un migrante veracruzano que había comprado un lote en la colonia para
construir en él la casa que “se levantaba al descubierto en la llanura sin árboles, a cierta distancia del
polvoroso camino, en un conjunto de cinco o seis casas”. Con el tiempo la edificación se fue haciendo
más apretada y se constituyeron barrios compactos, algunos de los cuales empezaron a tener algunos
servicios.
Pero Netzahualcóyotl no es, por cierto, la única ciudad perdida de la ciudad de México: se habla de
452, que alojarían cerca de dos millones de personas en parecidas condiciones. Pero crecen, porque el
número de pobladores aumenta, tanto de los que siguen viniendo del interior como de los que aban-
donan el centro para radicarse en las zonas periféricas, sobrepasando los límites administrativos de la
ciudad y extendiéndose por una creciente área metropolitana. Quizá la más sorprendente proyección
de ese proceso sea la formación de las 39 colonias que se han formado en Ecatepec, extendidas sobre
dos mil hectáreas y con una población de 180.000 habitantes. Ninguna de las calamidades propias de
los rancheríos faltan en ellas, pero agrega una más: en la época de las lluvias, las aguas inundan las
casas hasta un nivel de cincuenta centímetros.
En otras ciudades no se ven fácilmente los rancheríos: en Santiago de Chile, en San Pablo, en Gua-
yaquil. Hay que mirar con alguna atención o es necesario ir expresamente donde están instalados. Pero
en ciertas metrópolis el cuadro adquiere una particular intensidad porque han surgido en los cerros
que la rodean y la ciudad anómica forma una especie de anfiteatro que rodea a la ciudad normalizada.
Es agradable tomar cocktails en el hotel Tamanaco en Caracas; pero es inevitable que el que se cree
observador sea observado por cientos de millares de ojos desde los cerros. Y al anochecer, acaso resul-
ten pintorescas las luces que se encienden en las laderas: nada puede hacer olvidar, sin embargo, los
tugurios que iluminan y el cuadro urbano en el que se despliegan.
Una imagen semejante ofrece Lima, dominada por el cerro San Cristóbal. Por la falda de ese cerro
y de otros vecinos empezaron a trepar las barriadas, que se extendieron también por los arenales del
valle del Rimac. Era la obra de los migrantes rurales que llegaban a la capital, unas veces lenta y man-

Sólo uso con fines educativos 133


samente y otras de manera agresiva y en masa. Desde 1945, pero sobre todo después de 1950, el movi-
miento se fue haciendo cada vez más intenso. Precisamente en 1945 fundó un grupo decidido la barria-
da de San Cosme, en un cerro ocupado sin autorización. El presidente José Luis Bustamante y Rivero
expresó entonces la sorpresa de todos al juzgar el hecho en su Mensaje al Perú. “Este fenómeno social
—decía—, que no ha podido ser contenido por las autoridades, obedece fundamentalmente [...] al
aumento anormal de la población de la capital por la afluencia de forasteros provincianos [...] y el últi-
mo brote de este morbo demográfico ha sido la ocupación por más de quince mil personas de un para-
je de Atacongo para fundar la llamada ‘Ciudad de Dios’”. Pronunciadas estas palabras en los últimos
años de la década del cuarenta, el “morbo” siguió desarrollándose cada vez más. Acaso más de un 10%
de la población de la capital peruana habite en barriadas.
Quizá sean los de Lima los rancheríos más rápidamente organizados, y aquellos cuya población
demuestra más decidida voluntad de integrarse. “Al realizar la invasión de una zona determinada —
escribe José Matos Mar— lo primero que hacen es dividir el terreno en lotes de diversos tamaños y, pre-
via inscripción de familias, se los reparten. Cada familia procede inmediatamente a edificar su vivienda
en estos lotes, para la cual utilizan toda clase de materiales de construcción, a fin de asegurar con su
presencia un derecho. En esta forma organizada, que se repite en todos los casos, inician la vida de la
barriada y paralelamente fundan una asociación de pobladores, la cual en un primer momento es cons-
tituida por los promotores de la invasión, que generalmente son mestizos urbanos. Posteriormente, ya
instalados, elegirán sus propias autoridades”.
Esa capacidad de organización se debió a que, para hacer la invasión, se trasladaron desde sus pue-
blos de la sierra a la capital comunidades enteras, que luego conservaron no sólo su organización sino
también sus costumbres. Sus pobladores bajan al centro para ganarse la vida, pero su actitud es grega-
ria. Todos juntos constituyen la “otra sociedad”, cuyo espectáculo entristece y deprime a los limeños de
las clases acomodadas.
Una vasta expansión de la ciudad de Bogotá hacia el sur, después de la calle 1 A, de oriente a occi-
dente, se produjo sobre todo después de 1945. Los rancheríos ocuparon tanto las estribaciones de los
cerros como la parte llana, y crecieron como en todas partes: con viviendas precarias y sin servicios
públicos. Se calcula que la mitad de la población bogotana vive en tugurios, y buena parte de ella en
esos rancheríos periféricos cuyo conjunto constituye un panorama desolador. Pero el bogotano normal
no tiene por qué pasar de la calle 1 A hacia el sur. Su vida se desarrolla en otros lugares y, si es de clase
acomodada, se desplaza progresivamente hacia el norte, hacia la calle 57 si vive en Chapinero, hacia la
92 si vive en Chicó; son muchas calles las que lo separan de la expansión hacia el sur.
Tampoco son excesivamente visibles las favelas de San Pablo. Ciudad industrial, atrajo una nutri-
da inmigración tanto de la región circunvecina como del nordeste, especialmente del estado de Ceará.
Pero ni todos los migrantes obtuvieron trabajo en las fábricas, ni los salarios industriales permitieron
enfrentar el precio especulativo de la tierra. La ciudad creció en todas direcciones: hacia Santo Amaro,
hacia Santo André, más allá de la avenida Agua Branca, Rua Guaicurús y, sobre todo, más allá del Tieté,
tratando de trepar la sierra de Cantareira, en los barrios de Tremembé y Guarulhos. Una pobre edifica-
ción aloja cientos de miles de personas.
En cambio, en Río de Janeiro los cerros fueron de muy antiguo las zonas preferidas para las invasio-

Sólo uso con fines educativos 134


nes, y lo volvieron a ser cuando los veteranos de la guerra de Canudos buscaron dónde establecerse: se
quedaron en el cerro Providencia y allí surgió la palabra favela que luego se generalizaría.
Pero el crecimiento de las favelas empezó después de 1930 y fue acelerándose rápidamente. Quizá
alojen un 20% de la población de la ciudad. Cubrieron las faldas de los cerros, pero también algunas
zonas llanas dentro y fuera del perímetro urbano, e introdujeron el tipo de vivienda rural. Dato signi-
ficativo, no fue sólo la vivienda lo que denotó la supervivencia rural: fueron también las costumbres y
las creencias, tan vigorosas como el culto de San Jorge o el espiritismo y, sin duda, viejos resabios de las
culturas africanas. Acaso todo esto preste a la sociedad de los “favelados” una homogeneidad mayor
aún que la de los invasores limeños, cuyo vínculo es predominantemente social. Y en ambos casos la
homogeneidad se traduce en una contraposición con la sociedad normalizada.
Contrapuestas las dos sociedades en casi todas las metrópolis y ciudades donde se formó una
masa de doble origen, externo e interno, la oposición se materializa en el ámbito físico. La metrópoli
propiamente dicha es de la sociedad normalizada y los rancheríos de la sociedad anómica, aunque, en
el fondo, los dos ámbitos están integrados y no podrían vivir el uno sin el otro. Son dos hermanos ene-
migos que se ven obligados a integrarse, como las sociedades que los habitan. Pero del enfrentamiento
a la integración hay un largo trecho que sólo puede recorrerse en un largo tiempo.

4. MASIFICACIÓN Y ESTILO DE VIDA


Si el espectáculo de la fisonomía física de muchas ciudades latinoamericanas sugería la idea de que
alojaban una sociedad escindida, revelaba de inmediato una diversidad de estilos de vida. Sensación
muy distinta tuvieron, seguramente, los viajeros del siglo XIX que describieron ciudades de aspecto
homogéneo habitadas por sociedades compactas, cualesquiera fueran los grados de diferenciación
social que las caracterizaban. Pero el observador que se enfrentaba con las ciudades que sufrieron más
intensamente los efectos de la crisis posterior a 1930 no sólo percibió grados de diferenciación sino ver-
daderos abismos sociales.
Ciertamente, las migraciones y las polarizaciones sociales que enseguida se produjeron, trans-
formaron a las ciudades en una yuxtaposición de guetos, zonas urbanas poco comunicadas entre sí o
con contactos muy superficiales y convencionales. No se necesitaba mucho tiempo para descubrir que
en cada uno de ellos se vivía de distinta manera. Y no sólo era evidente que se diferenciaba el modo
de vida de las gentes que vivían en los suburbios aristocráticos del que llevaban los habitantes de los
rancheríos: aún dentro de cada uno de esos sectores se apreciaba una diferenciación que parecía más
profunda precisamente porque estaba a veces velada por ciertas engañosas coincidencias anteriores.
Quien miraba de cerca los rancheríos limeños aprendía pronto a distinguir los que se formaban con
gentes que venían de Ayacucho o Cajamarca; en México distinguiría los que reunían gentes de Tepozt-
lán de los que se constituyeron con gentes de Oaxaca o de Veracruz; y en Buenos Aires, los que se com-
ponían de bolivianos o paraguayos de los que estaban integrados por santiagueños o correntinos. Y no
sólo percibiría la diferenciación nacida del distinto origen geográfico, sino también la que se derivaba
de la diversa condición social originaria, de la aptitud para incorporarse a la vida urbana y al mundo
tecnológico, del grado de alfabetización o de la tendencia a dejarse arrastrar hacia la vida delictiva. Del
mismo modo, el observador de los distintos grupos de la sociedad normalizada advertiría la existencia

Sólo uso con fines educativos 135


de barrios “exclusivos”, diferentes unos de otros no sólo por los niveles de vida sino también por su esti-
lo. Grupos altos, medios o populares, semejantes en algunos rasgos exteriores, acentuaron su diferen-
ciación en el seno de la sociedad escindida según su grado de cosmopolitismo, de aceptación del cam-
bio, de tradicionalismo, o según el tipo de sus expectativas. Muchos vivían como querían, pero muchos
más vivían como podían, contrastando a cada momento sus tradiciones con las circunstancias creadas
por el cambio.
De todos modos, el contraste fundamental quedó patente entre la sociedad normalizada y la socie-
dad anómica: una y otra acusaban diferencias tan profundas que el espectáculo de su contigüidad
pareció explosivo. Tenía cada grupo, en conjunto, actitudes tan diferentes que podía suponerse que
eran dos mundos en contacto más que dos sectores de una sociedad que, en última instancia, vivía
en común. Detrás de esas actitudes había diversas concepciones del mundo y de la vida, tan diversas
que parecían irreductibles. La situación era, por cierto, muy compleja. La sociedad normalizada tenía un
estilo de vida de marcada coherencia. Era heredado y tradicional, y estaba sustentado por la experien-
cia cotidiana de algunas normas inamovibles y de ciertos cambios, lentos y bien asimilados, que le otor-
gaban flexibilidad y vigor al mismo tiempo. Legado de la vieja burguesía, un poco señorializada con el
tiempo, conservaba la consistencia necesaria como para enfrentar los nuevos cambios —éstos de ahora
muy acelerados— con la esperanza de no perder su coherencia. Pero los cambios fueron demasiado
acelerados y profundos. Pese a la recia contextura del legado recibido, las circunstancias cuestionaron
ciertas actitudes y pusieron en evidencia que eran insostenibles frente a las nuevas situaciones reales.
Una cierta duda hacía mella en esa sociedad normalizada, que hubiera querido defender hasta el fin su
estilo de vida pero que comprendía la necesidad de adecuarse a la nueva situación.
Fue esa misma crisis la que obligó a la sociedad normalizada, sacudida y dubitativa, a recibir en la
sociedad que hasta entonces era coherente a nuevos grupos que vivían de otro modo. No era, en rigor,
un solo modo, sino muchos. Y esta inserción de grupos de tan diversas actitudes terminó de sacudir a la
sociedad normalizada, que vio en la masa que se constituía la expresión de un mundo ajeno. No exage-
raría quien dijera que la primera sensación fue una extraña mezcla de asco y de desprecio. El que tenía
el hábito de ceder el paso quedó azorado frente al que atropellaba para conquistar un lugar, y el que se
bañaba todos los días tuvo un gesto de repugnancia frente al que ostentaba indiferente su desaseo. La
sociedad normalizada tardó algún tiempo en acostumbrarse a la idea de que se había incorporado a la
estructura en que antes se movía ella sola, un grupo diferente que, por el momento, parecía irreducti-
blemente distinto en cuanto a sus actitudes básicas y en cuanto a las normas a que se atenía.
En rigor, esa masa no tenía un sistema coherente de actitudes ni un conjunto armonioso de normas.
Cada grupo tenía las suyas, y era la sociedad normalizada la que le prestaba una unidad de que carecía.
Precisamente por eso constituía una sociedad anómica. No poseía ésta un estilo de vida, sino simple-
mente, muchos modos de vida sin estilo. Y acaso fuera esa anomia lo que más comprometía el juego de
las influencias recíprocas. En los cuarenta años que siguieron a la crisis de 1930 no avanzó mucho el pro-
ceso de integración profunda de las dos subsociedades que componían la sociedad escindida.
Pero, sin duda, avanzó algo, aunque por extraños caminos. Puede decirse que, aunque parezca
paradójico, avanzó en la medida en que, cada día, mayor número de miembros de la masa se sintie-
ron llamados a la participación y se enfrentaron con la sociedad normalizada. El diálogo empezó algu-

Sólo uso con fines educativos 136


nas veces con insultos y desafíos, pero empezó y no se detuvo. Se deslindaron los intereses comunes
y, sobre todo, se identificaron aquellos puntos de la estructura donde la masa podía morder. Aque-
llos que, en conjunto, constituían una sociedad anómica, poseían, en particular, una cultura originaria
que, en algunos casos, les permitió reducir sus propias normas a las de la sociedad normalizada. Por lo
demás, la necesidad obligaba. Muchos empezaron a imitar los modos de comportamiento de la socie-
dad normalizada: las fórmulas de cortesía que, sin duda, le eran familiares, los principios de acatamien-
to a las jerarquías, las reglas del juego para cierto tipo de relaciones. Pero acaso imitaron más: la mane-
ra de tomar un vaso o un tenedor, o de poner un mantel en la mesa, o de vestir a un niño. Y acaso más
aún, cómo actuar frente al estado y sus agentes, cómo exigir. Y todavía más: cómo juzgar ciertos actos,
cómo decidirse ante ciertas opciones, cómo pensar sobre ciertos temas que entrañaban un compromi-
so. Esa imitación no implicaba haber internalizado los supuestos de la estructura: era, generalmente,
una repetición superficial de actitudes que habían sido observadas y juzgadas convenientes y benefi-
ciosas. La imitación era una defensa típica de quien pasaba tímidamente al ataque. Por esa vía la inte-
gración comenzaba, difícilmente, a través de una adaptación cautelosa a las exigencias primarias de la
estructura propia de la sociedad normalizada.
Algo identificaba, sin embargo, a estas dos sociedades tan diversas: la coincidencia en la revolución
de las expectativas. El migrante recién llegado se parecía al más alto ejecutivo en que los dos querían
dejar de ser lo que eran. Eso había instaurado la crisis: el triunfo definitivo de la filosofía del bienestar,
definitivo sobre todo por la incorporación multitudinaria a ese credo de gentes que hasta la víspera no
se hubieran atrevido a acariciar la esperanza de romper el círculo de fuego de la miseria. Pero una vez
en la ciudad, aun en el último peldaño del sector deprimido de la sociedad, parecía legítimo esperar el
éxito económico y el ascenso social. Mejores salarios deseaba el que aún no había conseguido su pri-
mer trabajo, porque ya sabía en qué iba a gastar el primer dinero que llegara a sus manos: una cama,
una ropa, una sortija, y luego quizá una radio, y quizá una batidora, y quizá un refrigerador. Y mejores
salarios o mayores rentas deseaba el alto ejecutivo porque hacía tiempo que sabía en qué gastarlos: un
departamento en un barrio de más alto nivel, un segundo coche para su esposa, un yate, una casa de
fin de semana con pileta de natación, dos criados para que ostentaran su chaleco a rayas o su impeca-
ble saco blanco. Los proyectos no tenían límite una vez producida la revolución de las expectativas, y
en ese cauce común se encontraron la sociedad anómica y la sociedad normalizada.
Ciertos rasgos comunes acercaban a todos los sectores de la sociedad normalizada. Todos, cual-
quiera fuera su nivel, se sentían poseedores de un derecho preexistente no sólo a lo que cada uno
tenía, sino también al conjunto de la estructura, a la que le habían impreso su sello y se habían acos-
tumbrado a usar según un sistema aceptado de normas. Había una manera de circular por la carrera
Séptima de Bogotá, y se sabía quiénes podían detenerse a conversar en el Altozano, como había en
Buenos Aires una manera de discurrir por la calle Florida o de conducirse en el teatro Colón; y había una
manera de comportarse en la limeña plaza de toros de Acho o en la fiesta del Grito en la mejicana Plaza
del Zócalo. Cada uno creía tener su puesto definitivamente adquirido y sabía a qué reglas debía some-
terse para disfrutarlo y mantenerlo. Era un derecho adquirido. Pero la conmoción social que siguió a la
crisis de 1930 le opuso a quienes se sentían usufructuarios de la estructura en cualquiera de sus niveles,
un grupo social inesperado que reclamaba un sitio en ella sin que pareciera tener otro derecho que el

Sólo uso con fines educativos 137


de un asaltante de caminos. La primera actitud de la sociedad normalizada, en todos sus niveles, fue de
rechazo a los que consideraba intrusos, y se unificó con tal fuerza en la defensa de un estilo de vida tra-
dicional que la unión llegó a derivar en extrañas alianzas políticas policlasistas.
Pero los efectos del impacto de la nueva masa fueron variados y contradictorios, quizá porque se
produjo en medio de una crisis que obligaba a rever otras muchas cosas. Mientras la mayoría se con-
gregaba en defensa del mundo del pasado, otros —acaso de las nuevas generaciones— descubrieron
en la nueva situación otras opciones vitales. Cuestionado desde fuera el estilo de vida de la sociedad
normalizada, también empezó a ser cuestionado desde adentro. El cuestionamiento iluminaba lo que
había de caduco y de irrecuperable en aquel estilo de vida, y restaba autoridad y argumentos a sus
defensores. Un día aparecieron en el seno de la sociedad normalizada algunos —jóvenes, generalmen-
te— que se declararon en libertad frente al estilo de vida que sus padres se empeñaban en conservar
incólume. Fueron los rebeldes, en quienes indirectamente resonaba de singular manera el clamor de
la sociedad anómica. Si hubo normas que empezaron a parecer caducas e irrecuperables a los ojos de
algunos miembros de la sociedad normalizada, no debía extrañar la tolerancia que éstos empezaron
a mostrar para aquellos que las violaban o las desconocían. Los rebeldes se transformaron en aliados
objetivos de la sociedad anómica. Pero algunos fueron más lejos y acusaron una tendencia radical,
transformándose en aliados subjetivos en la medida en que empezaron a sentir vivamente la seducción
de la anomia, que era como una puerta abierta para escapar de una sociedad que se hacía más estre-
cha y rígida a medida que crecían sus temores y acentuaba su actitud defensiva. Quizá la seducción
de la anomia liberara, sobre todo en las nuevas generaciones, los impulsos primarios y los designios
irracionales que toda sociedad constriñe eficazmente. Frente a la estructura cuestionada y amenazada,
pareció lícito a algunos buscar su salvación individual dando libertad a su vocación no comprometida
con la estructura, a sus sentimientos antes tan controlados, a los impulsos de una voluntad que no que-
ría ser constreñida.
La crisis generó una visión crítica de la sociedad, y de ésta nació una actitud disconformista más
o menos extendida. Como el fenómeno social latinoamericano prolongaba el que se había producido
con análogas características en los países europeos después de la primera guerra mundial, muchas res-
puestas para las nuevas situaciones llegaron de allí antes de que las situaciones se hubieran presentado.
Pero también hubo respuestas originales ante la crisis. Quizá la más notoria en la turbada Latinoaméri-
ca de las décadas del treinta y del cuarenta fue un creciente escepticismo que ganó a las nuevas gene-
raciones. Pero el disconformismo creció más tarde, cuando el efecto de la conmoción se hizo patente
en las ciudades y se acentuó el repliegue de la sociedad tradicional. Fue entonces cuando empezó a
difundirse en el seno de las nuevas generaciones de la sociedad normalizada la tentación de una vida
sin barreras. Se manifestó como una exacerbación del disconformismo tradicional, de la bohemia artís-
tica y literaria, de la bohemia estudiantil. Creció en las ciudades el número de los que practicaron el
“vive como quieras” y se vio liberarse a las mujeres de viejos prejuicios: aumentó el número de las que
seguían carreras universitarias, de las que tenían empleos o ejercían profesiones, de las que concu-
rrían con amigas y amigos a cafés y restaurants y llegaban tarde a sus casas, de las que se vestían con
una audacia inusitada cinco años antes. Cuando se difundió el uso del pantalón y la minifalda, fueron
muchachas de todas las clases sociales las que acataron los nuevos usos. Y empezó a parecer normal, en

Sólo uso con fines educativos 138


las familias de clase media o alta, que los jóvenes de ambos sexos quisieran dejar la casa paterna para
instalarse en un departamento que quería tener aire de atelier. ¿A qué norma había que sacrificar la
libertad, la vocación o, simplemente, las tendencias espontáneas, si todas estaban cuestionadas y muy
pocas parecían resistir el embate de la masificación? Un día aparecieron los hippies y empezó a crecer el
número de los drogadictos, reunidos en los bares, en las disquerías o en los clubes nocturnos que prac-
ticaban el culto de la media luz.
El disconformismo se manifestó en el abandono de la preocupación por un futuro “normal”, según
el criterio de las personas mayores y conservadores. Fueron muchos los que no se sintieron obligados a
seguir una “carrera de provecho” y se volcaron al estudio de la psicología o la sociología. Muchos quisie-
ron hacer cine, o tocar la guitarra, o, simplemente, no hacer nada fijo, y experimentar las delicias, antes
prohibidas, de la vida del juglar. Muchas familias empezaron a consentir una vida mixta, entre familiar y
juglaresca, que acalló los escrúpulos y estimuló el disconformismo de los menos audaces.
Los más audaces se deslizaron muchas veces hacia un disconformismo peligroso. La vieja estructu-
ra estaba cuestionada, sin duda, y no podía sostener la vigencia de cierto estilo de vida ni el primado de
cierto tipo de normas. Pero no estaba muerta, y a medida que crecía la impotencia de los que querían
defenderla con argumentos crecía también el dispositivo de seguridad para proteger las últimas líneas
del sistema. Un desafío al sistema mismo acarreaba automáticamente el funcionamiento de ese disposi-
tivo. La estructura toleraba que sus normas fueran violadas, pero no que se atacaran sus fundamentos;
y el disconformista que se hacía cargo del desafío solía pagar cara su audacia: el rechazo ostensible o
silencioso que significaba su extrañamiento. No menos caro, y acaso más, solía ser el precio impuesto
a quien se deslizara hacia una política radicalizada. Si el disconformista adoptaba el género de vida del
activista revolucionario, el dispositivo de seguridad funcionaba, y no sólo era extrañado del seno de la
sociedad normalizada sino perseguido y duramente castigado por el estado.
Las clases altas y las clases medias fueron, sin duda, las más celosas defensoras de los últimos bas-
tiones de la estructura; pero no todos sus sectores defendieron con el mismo vigor el estilo tradicio-
nal de vida. Hubo grupos tradicionalistas: quizá los más conservadores o los de más viejo arraigo, que
se sentían depositarios de un legado que se consustanciaba con su posición aristocratizante. Encerra-
dos en un círculo cada vez más estrecho, velaban por el prestigio de sus apellidos y conservaban lo
que podían de aquellas costumbres y formas de vida que heredaron de sus mayores. En los viejos clu-
bes o en las sociedades de beneficencia, en los conciertos y las fiestas, una vaga atmósfera decadente
impregnaba la convivencia de quienes se resistían a ceder a la presión de los cambios.
Los sectores no tradicionales, en cambio, se manifestaron más ágiles, en parte porque muchos de
sus miembros habían llegado a sus filas no hacía mucho tiempo. Quizá por eso algunos intentaron asi-
milar lo que podían de esas formas de vida de los sectores conservadores. Pero estaban demasiado
urgidos por establecer y consolidar el control de lo que parecía una nueva estructura y no era sino una
metamorfosis de la antigua. Sin duda lo lograron, y esa conquista repercutió sobre el estilo de vida que
elaboraron y adoptaron, invistiéndolo del prestigio que le proporcionaba su posición eminente y, sobre
todo, su poder. Era el estilo de vida que correspondía a una cultura cosmopolita, creación de las metró-
polis, o mejor dicho, de una capa común a muchas metrópolis de las que integraron el nuevo mundo
urbano de Latinoamérica, relacionado, sobre todo, con los Estados Unidos. En todas ellas crecían los

Sólo uso con fines educativos 139


grupos que se envanecían de ser cosmopolitas, de hablar varias lenguas de las que intercalaban pala-
bras en la conversación cotidiana, de vestir como en las grandes capitales, de deslizarse toda la jornada
a través de un sistema de actividades que suponían su inserción en el mundo y no en su país o su ciu-
dad. Era una cultura en la que la amistad y el diálogo iban siendo reemplazados por las formas conven-
cionales de las relaciones públicas, y en la que la espontaneidad parecía tan inadecuada y peligrosa
como en una corte barroca. Era una cultura de secretarias ejecutivas, de cocktails, de reuniones de alto
nivel realizadas en una sala a la que un móvil de acrílico prestaba su frialdad, de agendas saturadas
de fechas comprometidas y de decisiones adoptadas en complicidad con la computadora amiga. Esa
cultura era, sin duda, propia de las metrópolis, pero no específica de cada metrópoli. Era la que habían
creado entre todas bajo la seducción del modelo elaborado en las grandes ciudades de los Estados Uni-
dos, y en la que quedaron sumergidos y atrapados sus creadores, víctimas y usufructuarios a un tiem-
po: los grandes empresarios, los abogados influyentes, los científicos enloquecidos por el paper que
debían presentar a un congreso con el objeto de que no dejaran de invitarlos al próximo, los gestores
de las grandes empresas multinacionales, los artistas de éxito, los promotores de la parafernalia publi-
citaria, los organizadores de grandes espectáculos, las reinas de la belleza que aspiraban a ser modelos
internacionales, y todos los que trataban de ser internacionales antes de ser o acaso olvidados de ser.
Toda una corte de imitadores y de aspirantes a ingresar en sus filas alimentaba esa cultura cuya reso-
nancia multiplicaba los medios masivos de difusión y consagraba el creciente prestigio del poder social.
Era, acaso, la cultura que correspondía al mundo industrial y especialmente a la era tecnológica; pero
era una cultura que subestimaba la vida privada y la espontaneidad. Típica de una sociedad escindida y
barroca, las élites habían aceptado el sacrificio de ofrecerse como espectáculo a los demás.
Las torres modernas —vidrio y aluminio, de ser posible— se transformaron en los baluartes de esta
cultura cosmopolita o, si se quiere, multinacional. Porque no sólo la economía se fue haciendo multina-
cional, sino también la peculiar cultura creada en gran parte por quienes la manejaban y por los creyen-
tes de esa nueva fe, en la que se trasmutaba, sin diferenciarse demasiado, la antigua fe del siglo XIX en
el progreso. Baluartes y símbolos de ella eran también los Sheraton internacionales y los Hilton interna-
cionales, entre los que se desplazaban los habitantes de las torres de vidrio y aluminio, quizá sin saber
bien si estaban en México, San Pablo o Buenos Aires, porque las diferencias desaparecían en el ambien-
te cosmopolita e internacional. Sólo el perfil y el color de la tez del personal de servicio podía sembrar
alguna duda. Y acaso algún viajero llegara a sospechar que la camarera que lo atendía regresaba a un
rancherío periférico cuando terminaba su escrupuloso trabajo.
Un estilo de vida tan decididamente fundado en la dependencia de una sociedad exigente recha-
zaba la posibilidad de que aquellos que habían optado por la extroversión se reencontraran en algún
momento consigo mismos. La renuncia a un estilo interior de vida era el precio que había que pagar
por el éxito. Se inventó una cultura convencional para paliar la dura experiencia de la orfandad interior.
Fue la cultura de los best-sellers, de los espectáculos que no había que dejar de ver, de la exposición que
era necesario haber visitado. Hasta se inventó un uso convencional del ocio, dedicado a un golf ejerci-
tado como un rito o a unos viajes a los lugares en los que convenía haber estado. Era exterior y enaje-
nadora, pero era, en el fondo, una cultura y acaso la única compatible con el estilo de vida de una élite
enajenada. Quizá su expresión más diáfana fuera la preocupación por el status y por la posesión de sus

Sólo uso con fines educativos 140


signos. Las cosas perdieron valor por sí mismas y se convirtieron en símbolos. Era una alegría diabólica
—en el más estricto sentido de la palabra— la que producía gozar las cosas saboreando al mismo tiem-
po la envidia de los que no las poseían.
Sólo una nube enturbiaba la sensación de poderío que experimentaban las nuevas élites: su masi-
ficación inevitable e incontenible. Sus miembros eran, sin duda, los privilegiados de la nueva sociedad,
pero los privilegiados eran muchos. Alguno pudo tener su avión particular. Acaso un Boeing que le per-
mitía hacer viajes intercontinentales. Pero aun ése tuvo, alguna vez, que someterse al rigor cósmico de
la cola. Nada tan revelador de la nueva sociedad como la cola de los privilegiados. Y aun en los lugares
más exclusivos y manejados por la propia élite, se vio instalar el self-service en el elegante buffet y se vio
a los privilegiados hacer cola ante la seductora mesa de los platos fríos. Fue un doloroso descubrimien-
to comprobar que había muchos más privilegiados que localidades en un teatro de revistas semiporno-
gráficas y lujosas o en el ring-side de un estadio de box. Triste cosa fue para un gran empresario tener
que confesar a su huésped que no había podido conseguir localidades, a pesar de la intervención de
todos los gestores oficiosos que manejan los hilos de la gran ciudad. Pero nadie podría sorprenderse de
su impotencia: en el proceso de masificación de la gran ciudad hay un momento en que no hay hilos ni
quien los maneje. Es el momento en que vuelve a la memoria el viejo símbolo de Babel.
Fueron las clases altas y las altas clases medias —las nuevas élites— las que introdujeron un nuevo
estilo de vida en las ciudades latinoamericanas, sin duda luego de un progresivo reemplazo de las
influencias europeas por la de los Estados Unidos. Tanto en el resto de las clases medias como en las
clases populares, por el contrario, se advirtió cierta apelación a las formas tradicionales de vida, quizá
porque sus miembros deseaban que quedara bien claro que pertenecían a la sociedad normalizada.
Eran, por lo demás, clases necesariamente conservadoras, no en el sentido político de la palabra sino
en cuanto a respetar ciertos valores acuñados de antiguo: se podía ser liberal, socialista o comunista
y seguir siendo conservador de esos valores. Se notaba, precisamente, en la perpetuación de su estilo
de vida tradicional. Cierto terror a un salto en el vacío que pusiera en peligro un ascenso difícilmente
conquistado —o, en todo caso, estimado suficientemente como para no comprometerlo en balde—,
aconsejaba moderar las acciones. La casa siguió siendo lo que había sido, aunque el tocadiscos o el
aparato estereofónico reemplazara al piano. La lucha por el ascenso siguió perturbando las mentes,
pero el nivel de la aventura no sobrepasó nunca el de la seguridad. Y si creció la tentación del consumo,
raramente el monto de las cuotas mensuales que debía pagar la familia sobrepasaba las posibilidades
de su presupuesto.
Frente al delirio de las clases altas y de las altas clases medias, frente a la modestia de las clases
populares normalizadas y frente a la pujanza sin canales de la nueva masa, las medianas clases medias
constituyeron el sector más estable. Renovaron el estilo de vida burgués dentro de una concepción
entre antigua y moderna, en el que el sentido de la medida no impedía del todo cierto alarde de auda-
cia; y como que era burgués de origen, se mostró sólido y equilibrado. En el fondo, ese estilo de vida
del núcleo central de las clases medias se fundaba en el reconocimiento de que en ninguna sociedad
—ni en la antigua mercantil ni en la nueva industrial y tecnológica— eran incompatibles el ocio y el
trabajo; no estaba en sus posibilidades ni en sus tendencias, ciertamente, desdeñar el trabajo; pero su
filosofía se dirigía a alcanzar una cultura del ocio, o mejor, un estilo interior de vida en el que el ámbito

Sólo uso con fines educativos 141


de lo privado constituyera el reducto eficaz contra la masificación. En el seno de ese estilo de vida se
reelaboró un nuevo sistema de normas, elástico y firme al mismo tiempo, y sobre todo un conjunto de
pautas para la vida individual que entrañaba la reivindicación de ciertos valores antiguos: los morales,
los estéticos, los intelectuales. Clase consumidora como todas, formó parte de su estilo de vida el con-
sumo de los productos de cultura y la preocupación por la calidad de la vida.
Conservadoras también a su manera, las clases populares fieles a las normas de la sociedad norma-
lizada persistieron en su forma de vida tradicional. Fuera de su incorporación al consumo, poco cambió
en sus actitudes, que acusaron la influencia de las medianas clases medias a las que anhelaron incorpo-
rarse y trataron de imitar. Fue expresión de esa tendencia la adopción prematura, por parte de quienes
aspiraban al ascenso social, de las formas de vida y de mentalidad de las clases medias, cada uno a la
espera de que su ascenso se materializara en su nivel de ingresos y le fuera posible transformar sus
expectativas en realidad. Pero esas clases populares fueron las más sensibles y las más indefensas fren-
te a las nuevas situaciones, y sufrieron rápidamente el proceso de masificación. Aceptarla fue para ellas
un problema de supervivencia, fuera de que no tuvieron otra alternativa. Engrosaron las filas de los
sindicatos y pudieron remediar parte al menos de sus carencias gracias al apoyo colectivo. Ciertamen-
te, poco tenían que perder y mucho que ganar cediendo a la masificación. Fue distinto el caso de las
medianas clases medias. La masificación fue para ellas una experiencia dolorosa porque atacaba, pre-
cisamente, ese anhelo de interioridad que caracterizaba a sus miembros, celosos de su individualidad y
de su condición de personas diferenciadas. Duro fue para el pequeño burgués que cultivaba amorosa-
mente su ámbito privado avenirse a las nuevas y ásperas condiciones de la vida colectiva; y encontrarse
sumido en una multitud o agregado a una cola le pareció un agravio a su dignidad.
Unidos por una condición común y por un proceso de cambio que todos sufrieron por igual, los
distintos estratos de la sociedad normalizada mantuvieron cierta homogeneidad que se manifestó en
ciertas coincidencias en sus estilos de vida. Pero la sociedad anómica que se constituyó a su lado, y
frente a ella, careció de supuestos comunes que integraran a sus diversos grupos. Era, pues, inverosímil
que pudieran ostentar un estilo de vida definido. Tuvo cada grupo su modo de vida, pero el conjunto
se definió, en cada ciudad, por su aire abigarrado y, finalmente, por su anomia.
El conjunto fue anómico. Pero no porque lo fuera cada grupo, sino como resultado de su azarosa
yuxtaposición en el ámbito urbano en el que habían coincidido. Cada grupo traía, en rigor, un estilo de
vida, bien definido, por cierto, puesto que correspondía a tradiciones casi seculares, inclusive los tradi-
cionales grupos populares urbanos que más pronto cedieron a la presión de los grupos inmigratorios.
Pero el nuevo ambiente de las ciudades y las duras condiciones creadas por la incorporación de los gru-
pos recién llegados disolvieron rápidamente esos estilos de vida hibridándolos y destruyendo su armo-
nía interna. Quedó en el seno de cada grupo, quizá, un conjunto de hábitos y creencias, de normas y
actitudes que provenían de su tradición; pero los principios básicos fueron quebrados por la adopción
de otros muy disímiles, de los que no podían prescindir quienes afrontaban la dura experiencia del tras-
plante y la forzosa adecuación a nuevas situaciones.
Acaso en un plano muy profundo pudiera descubrirse que el inmigrante optaba, secreta o incons-
cientemente, por el estilo de vida de la sociedad a la cual decidía incorporarse. Si abandonaba el ámbi-
to rural por el urbano, abandonaba también su estilo de vida tradicional y aceptaba el cuadro de posi-

Sólo uso con fines educativos 142


bilidades que la ciudad podía ofrecerle. Pero su opción no estaba situada en el plano de la concien-
cia, puesto que las motivaciones de su éxodo eran elementales y se relacionaban la mayor parte de las
veces con el duro problema de la subsistencia. Conservaba, pues, lo que podía de su bagaje cultural,
abandonaba lo que no podía conservar y adoptaba lo que era imprescindible para sobrevivir. Pero, sin
duda, a partir de una predisposición favorable a su incorporación al mundo urbano.
Por eso fue contradictoria la actitud de los grupos migratorios frente a la sociedad normalizada y
a la estructura a la que se incorporaban. Objetivamente, esa estructura era el sistema elegido, la mejor
de las opciones posibles, la meta capaz de provocar una decisión tan grave y difícil como era la del
desarraigo del hogar ancestral. Los grupos migratorios adhirieron a ella, con tanta más facilidad cuanto
que compartían sus fundamentos sociales, políticos y religiosos. Y llegaron a ella no para destruirla ni
modificarla, sino, simplemente, para incorporarse y disfrutar de los bienes que ofrecía compartiéndolos
con los que formaban parte de ella. Pero no era fácil llegar a esa participación. Quienes detentaban la
estructura se mostraron recelosos y esquivos, y los recién llegados sintieron el rechazo y comprobaron
la fortaleza del dispositivo de resistencia que se montaba contra ellos. Contra esa resistencia fue el odio,
no contra la estructura misma. Y cuando la resistencia pareció insuperable, hubo estallidos de inconte-
nible cólera destructiva que parecieron actos de hostilidad profunda. Eran, acaso, actos de despecho y
resentimiento, y por eso mismo de adhesión secreta. Frente a la sociedad normalizada y a la estructura,
la nueva masa —los grupos migratorios y los sectores a los que primero se integraron— había adopta-
do la actitud de pedir y esperar: fue la espera inútil la que provocó su irritación y su estallido.
Sin duda la anomia que caracterizaba a esa masa permitía la irrupción temperamental de los más
violentos. Hubo, luego, un acostumbramiento a la violencia, acaso estimulado por el sentimiento de que
sólo la violencia podía inducir a los más obstinados custodios de la estructura a conceder lo que se les
pedía. Pero la violencia pública fue accidental, y la violencia privada no sobrepasó los límites de lo que
podía esperarse de una sociedad urbana que rápidamente se tornaba multitudinaria. En la existencia
cotidiana la nueva masa trabajaba oscuramente para conquistar un lugar en la estructura, y cada uno de
sus miembros competía con sus iguales para obtener un trabajo, un techo y el alimento de cada día.
En esa existencia cotidiana, la nueva masa elaboró un modo de vida dentro del cuadro de la más
sostenida miseria. Pero no era una miseria cualquiera: era la peor de las miserias, puesto que estaba
enclavada en el seno de ciudades en las que señoreaba una poderosa plutocracia de cuya concep-
ción del mundo formaba parte el uso de un lujo ostentoso y agresivo. Ciertamente, sin esa riqueza no
se hubiera podido constituir este modo de vida de la miseria, puesto que se desarrolló a costa de las
sobras de una sociedad opulenta. Fue llamativo el espectáculo de todo lo que se pudo crear con los
desperdicios sin valor de la sociedad industrial, de todo lo que pudo obtenerse con una mínima capa-
cidad adquisitiva, de todo lo que se le pudo arrancar a las sociedades de consumo, acaso explotan-
do sabiamente el complejo de culpa que las embargaba. Vivir casi sin nada en una sociedad monta-
da sobre la escala del valor del dinero constituyó una extraordinaria proeza de esta nueva masa. Casi
se inventó una cultura material de los desperdicios: casas, muebles, utensilios, todo salió de lo que les
sobraba a otros. Y en ese marco se constituyeron familias, se criaron niños y crecieron adolescentes,
confrontando lo que les faltaba con lo que les sobraba a otros, o peor aún, a ese mundo indefinido de
los productos industriales que dejaba en los vaciaderos de basura bolsas de nylon, pedazos de madera.

Sólo uso con fines educativos 143


chapas inservibles, latas diversas, trapos o prendas de vestir, y hasta sobras de alimentos, que podían
llegar a ser suculentas si provenían de restaurantes de lujo.
Hubo un modo de vida material, subsidiario de los desperdicios del mundo industrial. Pero hubo
también un modo de vida moral, subsidiario de una sociedad de consumo. Como las “Marías” mejica-
nas, hubo en todas partes los mendigos especializados en conmover a los ricos. Sin duda hubo otros
muchos mendigos. Pero estos eran expresión inequívoca de la sociedad escindida. Una moral del aba-
timiento nació de esa conducta dictada por la necesidad. Su regla de oro fue que la necesidad lo justifi-
caba todo: los métodos refinados del engaño, la astucia delicada para sortear dificultades que parecían
insuperables, la apropiación de los bienes del prójimo, la venta de sí mismo si era necesaria.
A veces, la estructura misma atacaba a las víctimas de la pobreza, a través del ignominioso chanta-
ge de funcionarios o policías que explotaban la inseguridad de sus víctimas para empujarlas o mante-
nerlas en la vida delictiva. Y el descreimiento creciente acerca de las posibilidades de salir del círculo de
la miseria empujaba al delito a quien no quería caer en él, como empujaba a las muchachas a la prosti-
tución, a los jóvenes a la formación de agresivas bandas de rateros, a los hombres y mujeres desencan-
tados al alcohol. Todo eso formó parte del modo de vida de la sociedad anómica.
Pero no fue todo. A medida que se consolidó el proceso de integración comenzaron a aparecer
individuos y grupos que lograron escapar del círculo de la miseria total. Llegaron a ser, simplemente,
pobres. Aun con bajos salarios mejoraron sus viviendas y sus condiciones de vida. Algunos comenza-
ron a tener conciencia de su situación y llegaron a tener opiniones. Un lento trabajo de personalización
comenzó a arrancar de la masa a algunos de los que habían inaugurado su nueva vida incluyéndose en
ella.
Algunos llegaron a tener opiniones políticas, y en su modo de vida quedó incluida una suerte de
militancia. Rara vez con autonomía y claridad frente a sus objetivos: generalmente pasaron a ser clien-
tela política de quien veía en ellos una fuerza potencial para lanzarla como catapulta en una sociedad
que cuestionaba los sistemas tradicionales de representatividad. Y de ese modo dieron un paso más en
la estructura incidiendo en una de sus brechas, llevados de la mano de quienes las estaban abriendo.
No llegó a elaborar la sociedad anómica un estilo de vida. Pero en los tortuosos caminos de la inte-
gración empezó a vislumbrar un conjunto de nociones que recibieron el apoyo de sus protectores, de
los que los adulaban o de los que los inducían a nuevas actitudes. No llegó a elaborar la masa anómica
un estilo de vida, pero en el turbio trajín de sus contactos con la estructura comenzaron a macerarse
algunas tendencias oscuras —como en todos los orígenes— con las que poco a poco se elaboraría, o se
está elaborando, un estilo de vida nuevo al que parecen concurrir ciertas actitudes que cobraron vigen-
cia en el seno de la sociedad normalizada.

5. MASIFICACIÓN E IDEOLOGÍA
No sólo suscitó la masificación esas transformaciones que se operaron en las formas de vida de los
distintos grupos de la sociedad escindida. También suscitó una renovación profunda y sutil de las ideo-
logías que sustentaron a las nuevas situaciones y les propusieron vías de salida en relación con el juego
de los distintos factores que operaban en la vida social, económica y política. Nadie quedó ajeno a esa
sacudida que conmovió las opiniones tradicionales.

Sólo uso con fines educativos 144


Sin duda la crisis despertaba una urgente curiosidad por entender sus términos, por adivinar sus
secretos y avizorar sus perspectivas. Como en todas las crisis, la tendencia a la concientización creció
intensamente, y las interpretaciones se sucedieron, las fórmulas explicativas se simplificaron y los cri-
terios interpretativos terminaron en vagas apelaciones a palabras clave. En un torrente de palabras
desembocó la aguda concientización que produjo la crisis, repetidas unas veces como estribillos, otras
veces como argumentos y muchas como expresiones convenidas que identificaban a amigos y enemi-
gos. Eran, a veces, palabras vulgares provistas de una significación especial; pero otras veces quisieron
ser palabras técnicas de la ciencia política, de la economía o la sociología, empobrecidas y degrada-
das en sus contenidos. Muchas ideas quedaron sepultadas en el mar de palabras que suscitó esa forma
maligna de concientización, estimulada por una crisis difícil de entender.
La dificultad consistía sustancialmente en que la masificación renovaba el problema de las relacio-
nes entre individuo y sociedad. En Latinoamérica no se había producido una crisis social e ideológi-
ca semejante desde la irrupción de la sociedad criolla. Y al repetirse, se reanudó una discusión en la
que se echó mano de viejos argumentos. Y no era correcto, porque si morfológicamente las situaciones
se parecían, los protagonistas del proceso social se diferenciaban profundamente. Hubiera sido difícil
establecer otra cosa que una analogía superficial entre los grupos criollos que emergieron con la Inde-
pendencia, algunos constituidos en montoneras, y las nuevas masas urbanas. Pero lo cierto es que las
nuevas masas obligaron a pensar en las relaciones entre individuo y sociedad, y esos pensamientos cris-
talizaron en opiniones que arraigaron tanto en los sectores de la sociedad normalizada como en los de
la sociedad anómica.
La iniciativa de esa revisión de las relaciones entre individuo y sociedad partió, naturalmente, de la
sociedad normalizada, y en particular de los grupos más preocupados por la política y la economía. La
aparición de las masas cuestionó su propia ideología y, en consecuencia, se apresuraron a examinarla,
unos con ánimo de defenderla hasta el fin y otros para establecer si convenía corregirla y adaptarla a
las nuevas circunstancias. Era una tarea que no se emprendía de modo tan vehemente desde los tiem-
pos de la irrupción de la sociedad criolla y de la Independencia. Entretanto, la masa anómica cuya for-
mación provocaba tantas reacciones permanecía ajena a esta ahincada preocupación de interpretar las
situaciones sociales y de definir su propio papel. Cada uno de los grupos que la componían arrastraba
cierta cosmovisión originaria pero se mostraba incapaz de adecuarla a las condiciones reales o de revi-
sarla críticamente: un haz de nociones heterogéneas y de prejuicios componían el confuso esquema
con el que la masa en formación, como conjunto, comenzó a enfrentarse con el casi lóbrego mundo
urbano. Sólo algunas experiencias felices en el camino de la compenetración más profunda de los gru-
pos migrantes con ciertos sectores de la sociedad tradicional pudieron ayudar a organizar una ideolo-
gía ajustada no sólo a las necesidades y deseos de la masa sino también a las posibilidades de respues-
ta de la sociedad normalizada y, en general, de la estructura. La masa empezó a aprender el arte difícil
de alternar el ruego y la exigencia, precisamente porque empezó a intuir que su mayor fuerza iba a ser,
poco a poco, no la suya propia, sino la convicción que se arraigaba progresivamente en la sociedad nor-
malizada acerca de los derechos y de la legitimidad de las aspiraciones de la masa.
Esa convicción debilitaría, ciertamente, el frente ideológico de la sociedad normalizada. Pero no
arraigó rápidamente. Aun después de percibir la presencia de la nueva masa persistió la vieja ideología

Sólo uso con fines educativos 145


en la sociedad normalizada, dentro de la cual se contraponían sin excluirse conformistas y disconfor-
mistas. Tradicional y fuerte, la ideología conformista mantenía su apoyo a una concepción liberal de la
sociedad, y proponía a cada uno de sus miembros el camino del ascenso social individual por la vía del
esfuerzo, la capacidad y la competencia. Era una ideología que se tornaba cada vez más conservadora a
medida que crecía el número de los competidores. En respuesta, la ideología disconformista proponía
un cambio estructural destinado a generalizar la participación: tímidamente los partidarios del progre-
so a la manera del siglo XIX y más audazmente los que no vacilaban en afirmar la necesidad de una
reforma socialista o una revolución.
Excepto algunos espíritus perspicaces —por lo demás, alertados por la experiencia europea de
posguerra—, la mayoría de la sociedad normalizada tardó en imaginar y prever la magnitud del impac-
to que produciría la presencia de la masa. Pero a medida que el impacto se manifestaba sobre sectores
particulares de la estructura, distintos grupos de las élites comenzaron a abandonar su fluidez y se dis-
pusieron a revisar sus posiciones. Poco a poco, corrientes más o menos nutridas de opinión empezaron
a plegarse a sus actitudes y proyectos, y compusieron al fin un cuadro ideológico nuevo en el que se
disolvía la problemática tradicional para dejar paso a la que suscitaba la trasformación social desenca-
denada por la presencia de la masa. Dos tipos de actitudes quedaron esbozados: la de los que se nega-
ban a reconocer su significación y la subestimaban y la de los que decidieron aceptar el hecho consu-
mado de su aparición como un dato insoslayable de la realidad.
Los primeros —los que subestimaron el nuevo hecho social— reaccionaron según su condición de
conformistas o disconformistas. Celosos de la conservación incólume de la estructura, los conformistas
adoptaron una actitud despectiva frente a la masa, estrecharon sus filas, se resistieron a toda concesión
y pasaron a la defensiva sin intentar otra estrategia: fueron los conservadores clásicos, liberales origina-
riamente pero volcados cada vez más hacia la defensa sin concesiones de sus privilegios. Por su parte,
los disconformistas tradicionales, partidarios de una transformación de la estructura según las reglas
que consideraban inconmovibles del mundo industrial, identificaron a la masa como un proletariado
lumpen, sin conciencia de clase ni vocación de lucha, y dedujeron que, en última instancia, la masa era
objetivamente un aliado potencial de la estructura vigente. Así, coincidiendo en eso con los conserva-
dores clásicos, adoptaron también una actitud despectiva frente a la masa: fueron los progresistas, los
reformistas y los revolucionarios cuyos esquemas ideológicos respondían a los principios del radicalis-
mo o del marxismo, en los cuales vibraban las indestructibles reminiscencias del pensamiento ilustrado
y del liberalismo filosófico.
Los segundos —los que aceptaron el nuevo hecho social— comenzaron a revisar tanto su estra-
tegia como su interpretación de la sociedad y sus proyectos futuros. Atentos a los pequeños hechos
para adivinar cuanto antes el sentido general del proceso que se desenvolvía ante sus ojos, aguzaron
el análisis y la imaginación, ayudados por la experiencia de los fenómenos sociales europeos de pos-
guerra. Pero muchos pusieron principalmente sus miras en lo que el fenómeno tenía de particular y de
local, y lograron esbozar los principios de una ideología nueva para canalizar las tendencias eruptivas
de la masa dentro de normas que aseguraran la conservación de lo fundamental de la estructura. Coin-
cidiendo con los disconformistas, intuyeron que la masa era objetivamente un aliado potencial de la
estructura y elaboraron, por una parte, una estrategia para mantenerla satisfactoriamente adherida a

Sólo uso con fines educativos 146


ésta, y por otra, una ideología inédita que significara una interpretación válida de las situaciones reales
y que pudiera alcanzar el consenso de aquellos a quienes proponía un cambio: fue el populismo.
El cambio propuesto seguía las líneas del que se realizaba espontáneamente, mediante la lenta
integración de grupos o individuos de la masa en la sociedad normalizada. Acaso el cambio propuesto
sólo consistiera en facilitar y acelerar esa tendencia espontánea. Pero lo verdaderamente importante
era que la nueva ideología exigía que el cambio se realizara dentro de las líneas fundamentales de desa-
rrollo de la estructura según su propio sistema de fines. Para asegurar ese objetivo, el cambio debía ser
manejado desde la estructura, por mano de quienes fueran sus notorios e insospechables defensores.
Esos defensores componían el estado, concebido como una entidad abstracta de la que no se puntuali-
zaba cuál era la filiación social. Así aparecía como tutor del proceso de cambio en el programa del Movi-
miento Nacionalista Revolucionario de Bolivia cuando proponía “construir la nación sobre un régimen
de verdadera justicia social boliviana, sobre bases económica y políticamente condicionadas con suje-
ción al estado”. Un régimen autoritario garantizaría el ejercicio de esa tutela, que el general colombiano
Rojas Pinilla identificaba con la verdadera democracia. “Democracia —decía— es la mejor interpreta-
ción de la voluntad soberana del pueblo; democracia es oportunidad para que todos trabajen honrada
y pacíficamente; democracia es el otorgamiento de garantías sin discriminación alguna; democracia es
gobierno de las fuerzas armadas. ¿Quién puede dar oído a las voces que hablan de gobierno despótico
y de poderes omnímodos? Vosotros diréis ahora si preferís la democracia de parlamentos vociferantes,
prensa irresponsable, huelgas ilegales, elecciones prematuras y sangrientas y burocracia partidista, o
preferís la democracia que los resentidos llaman dictadura, de tranquilidad y sosiego ciudadano, obras
de aliento nacional, garantías para el trabajo, técnica y pulcritud administrativa y mucho campo para la
verdadera libertad y las iniciativas del músculo y de la inteligencia”.
Tales condiciones propuso la nueva ideología del populismo para que la estructura promoviera la
aceleración del moderado cambio a que aspiraban aquellos que pretendían incorporarse a ella: eran los
que componían la nueva masa urbana y que, en principio, sólo parecían querer ayuda para alcanzar el
nivel de la subsistencia y la seguridad, cualesquiera fueran las condiciones que se le impusieran. Pero la
nueva ideología buscaba más que una resignada aceptación de esas condiciones. Buscaba el consenso
de aquellos a quienes proponía el cambio, y lo persiguió despertando en la masa los legítimos motivos
de resentimiento que tenía frente a ciertos sectores de los que ya pertenecían a la estructura y estaban
arraigados en ella. Fue una ideología combativa, y en sus principios estaba la pulcra identificación de
los adversarios y enemigos. El programa del Movimiento Nacionalista Revolucionario boliviano de 1941
los enumeraba: “Denunciamos como antinacional toda posible relación entre los partidos políticos
internacionales y las maniobras del judaísmo, entre el sistema democrático liberal y las organizaciones
secretas y la invocación del socialismo como argumento tendiente a facilitar la intromisión de extranje-
ros en nuestra política interna o internacional, o en cualquier actividad en la que perjudiquen a los boli-
vianos”. Judíos y masones, pero sobre todo liberales y socialistas, fueron reconocidos como hostiles a la
nueva ideología que, efectivamente, se declaraba antiliberal y antisocialista. Se declaraba, en rigor, ene-
miga de los que se resistían a aceptar el nuevo hecho social, tanto conformistas como disconformistas.
La ideología del populismo fue implacable frente al marxismo, precisamente porque proponía otro
modelo de cambio, fundado en el abandono de las líneas fundamentales del desarrollo de la estructu-

Sólo uso con fines educativos 147


ra según su propio sistema de fines. Casi tan implacable, pero menos, fue con el liberalismo, combati-
do más de manera verbal que efectiva. Jorge González von Marées, fundador del Movimiento Nacio-
nal Socialista Chileno elogiaba el fascismo italiano, del que afirmaba que era un movimiento mundial.
Y explicaba: “Significa el triunfo de la ‘gran política’, o sea, de la política dirigida por los pocos hombres
superiores de cada generación, sobre la mediocridad, que constituye la característica del liberalismo; sig-
nifica también el predominio de la sangre y de la raza sobre el materialismo económico y el internacio-
nalismo”. Cauto y realista, el brasileño Getulio Vargas aludía a la necesidad de moderar el liberalismo sin
condenarlo del todo. “El individualismo excesivo que caracterizó al siglo pasado —decía en 1932— nece-
sitaba encontrar límite y correctivo en la preocupación predominante del interés social”. Para los grupos
que intuyeron y elaboraron la ideología del populismo, la presencia de la masa urbana constituyó una
experiencia imborrable. Fue su fuerza potencial y presumiblemente incoercible lo que los instó a pro-
curar su consenso, y tanto como identificar a sus enemigos pareció importante exaltar los valores tradi-
cionales que conservaban los miembros de la masa urbana insertos en sus ideas y creencias. Los grupos
migratorios, sobre todo, pero también los grupos populares arraigados que se mezclaron con ellos, con-
servaban casi incólume su patrimonio cultural y se necesitaba poco para suscitar su reavivamiento. Una
apelación al fondo telúrico que sin duda yacía en su cultura, a calidades básicas de los grupos autóc-
tonos y, sobre todo, a los contenidos vivientes del criollismo, pareció —y resultó— eficaz para volcar a
favor de la nueva ideología el consentimiento de vastos grupos que, en la ciudad que les era ajena, oían
exaltar lo que les era propio y habían sentido hasta poco antes menospreciado. “La cultura no es sino la
expresión de lo telúrico”, decía el filósofo boliviano Roberto Prudencio; y su compatriota Jaime Mendoza
declaraba: “Cuando se habla del indio implícitamente se alude a la tierra”. Dicho en las ciudades, para
quienes añoraban sus lares y se sentían impotentes frente al monstruo que los atraía y los rechazaba a
un tiempo, palabras como ésas sacudieron las conciencias y atrajeron la voluntad de muchos, que acaso
lloraran al escucharlas. Un decidido paternalismo, sincero, espontáneo y sentimental en unos, calculado
y artero en otros, fue acogido como el único camino eficaz para acelerar el proceso de incorporación
de los marginales a la estructura. La figura de los protectores se agigantó a los ojos de los indefensos, y
la esperanza en Dios y acaso en un ocasional y carismático caudillo que parecía encarnar su misericor-
dia sedujo a quienes, inmersos ya irremediablemente en el mundo industrial, ignoraban los diabólicos
secretos que se ocultaban en el revés de su trama. El populismo fue consentido.
Una apelación de éxito indudable y legítimo fue la que se hizo al nacionalismo. Unos más que
otros, todos los países latinoamericanos habían sufrido la ofensiva del capital internacional, y la figura
del “gringo” constituía uno de los elementos de la mitología popular. El populismo se volvió contra ellos
y exaltó el sentimiento de patria. Fue, a veces, una apelación retórica, pero en todo caso suscitó una
doble respuesta: revivió el espontáneo y profundo sentimiento de adhesión de los nativos que amaban
su tradición, y despertó en los recién llegados o en sus hijos el deseo de manifestar polémicamente que
ellos también eran solidarios con ese patrimonio que constituía la nacionalidad. Una ola de fervorosa
adhesión a la patria impregnó a la nueva masa urbana, seducida por la inesperada revelación de que
los que antes los menospreciaban, los consideraban ahora como sus iguales en la fraternal unión de
la nación que todos esperaban recuperar de manos de los conquistadores, de los explotadores apátri-
das, de los representantes del imperialismo y del capital multinacional. Fue un sentimiento creciente

Sólo uso con fines educativos 148


que condenó, bajo el estigma de “cipayos”, a quienes medio siglo antes creyeron que la salvación de
los países latinoamericanos —de la ignorancia, de la miseria— sólo podía lograrse aceptando el papel
de núcleos periféricos en el mundo industrial. Se manifestó en cierta reivindicación de los principios
del criollismo, de los caudillos que los habían adoptado y defendido en la época que siguió a la Inde-
pendencia, y de sus tradiciones culturales: un intencionado retorno al folklore reveló cuánto había de
polémico en ese culto del nacionalismo que pareció identificarse con formas políticas consustanciadas
con el propósito de no perder el control de esa masa que, con su sola presencia, parecía amenazar a la
estructura. Ya lo habían dicho los nacionalistas argentinos: “Los movimientos nacionalistas actuales se
manifiestan en todos los países como una restauración de los principios políticos tradicionales, de la
idea clásica del gobierno, en oposición a los errores del doctrinarismo democrático, cuyas consecuen-
cias desastrosas denuncia. Frente a los mitos disolventes de los demagogos erige las verdades funda-
mentales que son la vida y la grandeza de las naciones: orden, autoridad y jerarquía”.
Quizá algunos creyeron que para asegurar el triunfo de la nueva ideología era necesario abando-
nar todo el sistema de la tradicional democracia consagrada en casi todos los países latinoamericanos
por sus constituciones al comenzar la crisis. Pero sólo en Brasil, con el Estado Novo impuesto por Getu-
lio Vargas después del golpe de estado de 1937, llegó a intentarse una organización corporativa, por
lo demás muy efímera. En rigor, la fuerza de la estructura capitalista y la influencia de los esquemas
liberales y neoliberales que alimentaban el sistema mundial, impidieron que se fuera demasiado lejos
en la busca de los mecanismos para instrumentar el populismo. Y la crisis de los países nazifascistas en
1945 desalentó nuevos experimentos. Quedó, pues, en pie lo que la nueva ideología no había negado
nunca: la antigua ideología del ascenso social, que suponía, en el fondo, una concepción liberal de la
sociedad apenas alcanzada por los dardos de los nuevos ideólogos, robustecida acaso por la decisión
del populismo de fortalecer y modernizar el sistema capitalista. “No hay en esa actitud —decía el bra-
sileño Getulio Vargas refiriéndose a la suya— ningún indicio de hostilidad al capital, que, al contrario,
necesita ser atraído, amparado y garantizado por el poder público. Pero la mejor manera de garanti-
zarlo está, justamente, en transformar el proletariado en una fuerza orgánica de cooperación con el
estado y no dejarlo que, por el abandono de la ley, se entregue a la acción disolvente de elementos
perturbadores, privados de sentimiento de patria y de familia”. Era un pensamiento inequívoco, expre-
sado en términos semejantes por el argentino Juan Perón cuando afirmaba que “nosotros defendemos
la posición del trabajador y creemos que sólo aumentando enormemente su bienestar e incrementan-
do su participación en el estado y la intervención de éste en las relaciones del trabajo, será posible que
subsista lo que el sistema capitalista de libre iniciativa tiene de bueno y de aprovechable frente a los
sistemas colectivistas”.
Algo sacudió, sin embargo, la ideología del ascenso social. Si el populismo invitaba a cada uno de
los miembros de la masa a esforzarse por ascender, su número, la competencia entablada y la rigidez
del sistema tornaban impracticable para muchos la invitación. Entretanto, las necesidades de la masa
urbana eran cada vez más urgentes y mayores, hasta adquirir los caracteres de una amenaza, no sólo
porque provocaron reacciones multitudinarias y agresivas sino porque podían estimular deslizamien-
tos hacia tendencias y doctrinas revolucionarias. Atento a esa amenaza, y para neutralizarla, el populis-
mo proclamó el principio de que la sociedad estaba obligada a subvenir a las necesidades primarias de

Sólo uso con fines educativos 149


quienes carecían de recursos y de protegerlos contra la explotación de que los hacía víctimas el siste-
ma. En esos términos quedaba expresada la ideología de la justicia social, tal como debía ser puesta en
práctica por un estado paternalista y benefactor: su objetivo debía ser el bienestar social. Pero una vez
enunciada, la ideología del ascenso social quedaba cuestionada. ¿Hasta dónde llegaba la obligación de
la sociedad que aspiraba a la justicia social? ¿No debería llegar, acaso, a ofrecer todo aquello por lo que
se afanaba el que luchaba por su ascenso social? La cuestión quedó planteada casi como un juego pen-
dular entre dos ideologías, la liberal y la populista. No una oposición excluyente, como ocurría entre la
ideología liberal y la marxista, sino, simplemente, como un equilibrio inestable entre dos concepciones
mal delimitadas que parecían ser compatibles: la justicia social acudía en apoyo de los que no logra-
ban el ascenso social; o, quizá, perfeccionaba la condición de los que empezaban a ascender. El pro-
blema consistía en que cada vez podía exigirse más de la justicia social del populismo, en tanto que la
plena vigencia del sistema capitalista y de la sociedad de consumo invitaba a cada uno a la aventura
del ascenso social. Para muchos, la justicia social del populismo fue un trampolín para lograrlo, en tanto
que para otros fue un trampolín para tratar de profundizarla más allá de los límites tolerados por el
populismo. ¿Cuáles eran esos límites? La respuesta del populismo era inequívoca: aquellos que separa-
ban su teoría de la justicia social de la que sustentaba el marxismo, fundada en el principio radical de la
socialización de los medios de producción. Los sostenedores de la ideología del populismo sabían que
marchaban sobre el filo de una navaja y vigilaban cuidadosamente los deslizamientos peligrosos. Era
imprescindible para ellos que la ideología de la justicia social no pusiera en peligro a la ideología del
ascenso social, consustanciada con la sociedad liberal y el sistema capitalista.
Proclamada desde la estructura —cuyo símbolo podía ser un balcón del palacio presidencial—,
sostenida por lúcidos sectores de la economía, de la iglesia y de las fuerzas armadas, esta ideología en
la que se combinaban transaccionalmente la del ascenso social y la de la justicia social fue acogida con
vehemente entusiasmo por la masa anómica. Multitudes enardecidas exteriorizaron su apoyo en las
plazas públicas de muchas ciudades, y en casi todas hubo vastos grupos que se sorprendieron viéndo-
se acariciar una esperanza. Era, en verdad, por lo que suspiraba el marginal, migrante o arraigado, que
arañaba el nivel de la subsistencia: una ayuda inmediata para subvenir a sus necesidades, una oportuni-
dad para incorporarse a la estructura y un apoyo para ascender dentro de ella. Así, la sociedad anómica
empezó a elaborar oscuramente su propia ideología, caracterizada por una ambivalencia imperceptible
todavía, puesto que se fundaba simultáneamente en una concepción individualista y competitiva de
la sociedad —liberal en última instancia— y en una concepción gregaria o colectivista que buscaba
antes la justicia que el éxito y que hundía sus raíces en el romanticismo social. Eran dos concepciones
intrínsecamente incompatibles. Pero la incompatibilidad era de principios y, en consecuencia, concep-
tual, profunda y difícilmente perceptible sin un atento examen. No fue, pues, descubierta de inmediato.
La ideología de la justicia social fue entrevista, simplemente, como una nueva forma de la caridad y la
beneficencia, sobre todo allí donde fue utilizada para respaldar una política demagógica y era obliga-
torio dar las gracias al benefactor. En nombre de la justicia social recibió la masa lo que se le quiso otor-
gar —mejores salarios, beneficios sociales, quizá una vivienda para algunos—, pero cada uno de sus
miembros siguió pensando que su verdadero objetivo era su integración en la estructura y su ascenso
personal dentro de ella.

Sólo uso con fines educativos 150


Ese sentimiento era lo que determinaba los movimientos de cada uno, aunque ocasionalmente
se sumara a ciertas formas masificadas de comportamiento para expresar sus reacciones y sus deseos,
quizá porque se lo permitía el ambiente multitudinario que se constituía en algunas ciudades. Oscura-
mente quizá, cada uno de los miembros de la masa aspiraba a dejar de serlo, y sus aspiraciones no se
detenían en los niveles de la clase popular sino que tocaban los de las pequeñas burguesías. Sin duda
amaba y admiraba la estructura, y más aún si oía que desde ella se lo llamaba a participar más intensa-
mente en sus responsabilidades y en sus bienes, si escuchaba desde ella la defensa de sus propias ideas
y creencias antes subestimadas, si descubría que no era despreciable por ser mestizo o, simplemen-
te, por ser pobre. Ese amor y esa admiración se manifestaron en la exaltación de una patria que antes
consideró injusta porque lo rechazaba y ahora consideraba justa porque lo contaba manifiestamente
entre sus hijos. ¿Cómo no amar y admirar una estructura cuyos enardecidos defensores declaraban que
ellos, antes condenados por incapaces para incorporarse al proceso de modernización, eran en reali-
dad sus verdaderos sostenedores y los imprescindibles artífices de su grandeza? Así lo declaraba, por
ejemplo, el programa del Movimiento Nacionalista Revolucionario de Bolivia: “Afirmamos nuestra fe en
el poder de la raza indomestiza; en la solidaridad de los bolivianos para defender el interés colectivo y
el bien común antes que el individual, en el renacimiento de las tradiciones autóctonas para moldear
la cultura boliviana”. Un vigoroso sentimiento nacionalista impregnó la nueva ideología de las masas
anómicas, para quienes su devoción patriótica significaba la esperanza de alcanzar una patria justa y,
sobre todo, el reconocimiento de que no se sentían marginales sino integrados en la estructura. En ella
podría ahora cada uno intentar su personal aventura de ascenso social como los que pertenecían a ella
de antiguo.
Pero la adhesión de la masa anómica a la estructura no era pasiva ni estable, acaso como resultado
de la intensa politización que fue ganando las ciudades. Dependía de que siguiera funcionando como
lo proponía el populismo, de que se profundizara y acentuara esa línea; y creció la conciencia de que
se oponían a ello otros sectores ideológicos que, de predominar, devolverían a la estructura su orienta-
ción anterior. Era, pues, una adhesión condicionada, y sus términos fueron cambiando no solamente al
compás de las situaciones de hecho —críticas, cada cierto tiempo— sino también al de cierto esclare-
cimiento doctrinario logrado en la comunicación con otros grupos urbanos de distinta tendencia polí-
tica, especialmente en las ciudades que se industrializaban. La ambivalencia ideológica del comienzo
comenzó a desplegarse poco a poco, y con el tiempo creció el número de los que descubrieron la con-
tradicción: no eran concurrentes ni compatibles la vieja ideología del ascenso social y la nueva de la
justicia social.
Confusamente combinadas en el populismo, las dos ideologías se fueron identificando y entra-
ron en conflicto, porque, llevadas hasta sus últimas consecuencias, una conducía al fortalecimiento de
la estructura y otra la debilitaba más de lo que podían tolerar quienes la habían propuesto, al fin, por
razones de estrategia. Más allá de cierto punto, ese debilitamiento comportaba el riesgo de su destruc-
ción revolucionaria, y los defensores de la estructura empezaron a pensar si no habrían ido demasiado
lejos. Pero en la masa anómica algunos empezaron a pensar, por el contrario, que era necesario lle-
gar hasta las últimas consecuencias que comportaba la ideología de la justicia social, sobrepasando los
límites previstos por el populismo.

Sólo uso con fines educativos 151


El enfrentamiento sería inevitable, tarde o temprano. Los que optaron por llevar hasta sus últimas
consecuencias la ideología de la justicia social comenzaron a deslizarse desde las filas de la masa anó-
mica hasta los sectores disconformistas de la sociedad normalizada. Se vio en Brasil después de 1961,
en Bolivia después de 1964. Y en esta fluctuación de los grupos sociales y de las posiciones ideológicas
se exteriorizaba la magnitud y profundidad del impacto de la masificación urbana.

Sólo uso con fines educativos 152


Lectura Nº 6
Ewen, Stuart, “Sentimientos Mecánicos”, en Todas las Imágenes del Consumismo.
La Política del Estilo en la Cultura Contemporánea, México, Grijalbo S.A., 1988, pp.
163-178.

Capítulo VII
SENTIMIENTOS MECÁNICOS

En su novela A Rebours (1880), J. K. Huysmans anunció el ascenso de un nuevo e impecable orden:

¿Existe, en cualquier parte de la Tierra, un ser concebido en los placeres de la fornicación y


nacido en los dolores de la maternidad que sea más deslumbrante y más destacadamente her-
moso que las dos locomotoras puestas en servicio recientemente por la Northern Railroad?...
Naturaleza... ha pasado su día.1

“Lentamente, a través de una mezcla de moralidad, espíritu práctico e insatisfacción ante el gusto
burgués”, observa Brent Brolin, historiador de los estilos arquitectónicos, “la estética de las formas exac-
tas de la máquina ha ganado prestigio”. Presagiando el argumento de Adolf Loos en “Ornamento y Cri-
men”, el darwinista social Herbert Spencer vio el desarrollo de una estética de la máquina como signo
del avance de la civilización, el emblema de un orden superior.2 Antes consideradas simples y utilitarias,
las fábricas y las plantas de energía comenzaron a asumir una posición “clásica”, como modelos de “sim-
plicidad estructural y proporción armoniosa”.3
Para muchos europeos, Norteamérica sirvió como un faro que iluminaba el futuro estético. Europa
cargaba aún el fardo de su pasado feudal. Su imaginería estaba aún directamente influida por una aris-
tocracia poderosa, aunque “degenerada”. Sin embargo, Estados Unidos ofrecía una conexión más pro-
gresiva con la historia, que miraba más hacia el futuro que hacia el pasado. Mientras los estaduniden-
ses advenedizos intentaban rodearse de los elementos de la cultura europea “elevada”, su linaje estaba
cuestionado. Sus vínculos con las tradiciones de la elegancia y el lujo resultaban intentos poco convin-
centes. Por otra parte, la separación de América y Europa permitía a esta última desarrollar una cultura
utilitaria por sí misma, sin tener que permanecer, continuamente, en ceremonias.
En 1864, un inglés que visitaba Estados Unidos descubrió las semillas no deliberadas de una nueva
estética en los surcos regulares de la tecnología industrial:

El estadunidense, aunque adhiriéndose a sus principios utilitarios y económicos, ha desarrolla-


do involuntariamente, en algunos objetos a los que se ha dedicado el corazón tanto como la
mano, un grado de belleza que no iguala ninguna otra nación... [un] equilibrio de líneas, pro-
porciones y masas que puede contarse entre las causas fundamentales de la belleza abstracta.4

Sólo uso con fines educativos 153


Las grandes exposiciones industriales de fines del siglo XIX proporcionaron a los europeos más
razones de excitación. A pesar del pretencioso ornamentalismo de los salones de exhibición en sí, los
salones estaban llenos de implementos simples —incluso herramientas de granja— interpretados por
los europeos como poseedores de una estética particular estadunidense. A diferencia de los motivos
decorativos, que rendían homenaje a la jerarquía hasta en la más humilde de las apariencias europeas,
la simplicidad liberada que adornaba las herramientas norteamericanas sugería, no sólo modernidad,
sino democracia: una liberación ante las inequidades del pasado.
En la Centennial Exposition de Filadelfia, en 1876, un espectador alemán se vio pasmado por la
simplicidad no premeditada del diseño utilitario de los productos. Para él esto presagiaba el futuro. “La
industria estadunidense en su progreso”, reportó, “rompe con toda tradición y toma nuevos senderos
que nos parecen fantásticos”.5
De modo evidente, la historia europea también ofreció prototipos para delinear una estética
moderna. Los historiadores de la arquitectura y el diseño señalaron repetidamente al Palacio de Cristal,
en la exposición de Londres de 1851, como una de las primeras estructuras “funcionalistas”, diseñada
por Joseph Paxton con partes prefabricadas de hierro colado, hierro forjado y vidrio.6 Otros comenta-
ron un molino de algodón de siete pisos, erigido en Manchester en 1801, o los diseños de Claude Nicho-
las LeDoux, el arquitecto del “proyecto de las salinas”, una ciudad industrial —construida por encargo
de Luis XVI— en la Francia del siglo XVIII.7 Algunos historiadores han hurgado incluso más atrás para
localizar a los progenitores del diseño moderno.8
Pero debido a que la búsqueda de un estilo moderno a fines del siglo XIX y principios del XX se
hallaba tan cargada ideológicamente, tan comprometida con una separación del pasado, la distante,
“joven” e “inculta” Norteamérica proporcionó a muchos europeos un símbolo más poderoso de orien-
tación y nuevo compromiso. La innovación que se fomentaba entre las grietas del ornamentalismo
europeo podía ser significativa, pero la celosa búsqueda del futuro encontró mayores posibilidades en
la “tierra virgen” estadunidense.
Laszlo Moholy-Nagy, el diseñador constructivista húngaro y profesor de la Bauhaus, por ejemplo,
localizaba las raíces de su visión modernista en su temprana visión del perfil de Manhattan en revistas
de viajes, que le compraba en Hungría su tío, Gusti Bacsi. “Me parecía entonces”, recordaba en una carta
a su esposa Sibyl (8 de julio de 1937), “que los rascacielos de Nueva York eran el destino de mi vida”.9
Muchos estadunidenses concordaban con esta localización del destino. Los nuevos edificios, como el
Flatiron, en la Calle Veintitrés y la Quinta Avenida de Manhattan, se concebían como un monumento
colectivo a la nueva era. Del edificio Flatiron, una cuña saliente y afilada que todavía domina el Parque
James Madison, Edgar Saltus comentó que este rascacielos temprano era un punto de referencia visible,
dramático, histórico: “Su frente se eleva hacia el futuro. Su parte trasera está vuelta hacia el pasado”.10
Cualquiera que sea la fuente de inspiración, las primeras décadas del nuevo siglo atestiguaron
una aceleración en las descripciones de lo moderno, tanto en Europa como en Estados Unidos. Peter
Behrens, en su trabajo de diseño para la Allgemeine Elektricitäts-Gesellschaft, intentó investir todos los
elementos del diseño corporativo con los principios desnudos, aunque estetizados, de la producción en
serie. Incluso el trabajo de publicidad que realizó (carteles, logotipos, folletos, etcétera) estaba imbui-
do de sensibilidad industrial. Sus diseños de tipografía y bocetos de carteles sugerían deliberadamente

Sólo uso con fines educativos 154


“armonía matemática... precisión absoluta de todos los elementos... unidad de todas las partes ensam-
bladas”.11 El estudio de Behrens, arquetipo de diseñador industrial (corporativo) moderno, tenía impac-
to inmediato en la codificación de un estilo moderno. Trabajando como asistente de Behrens, Le Corbu-
sier desarrolló algunas ideas sobre formas que después moldearían la visualización del progreso por la
gente del siglo XX.
En su manifiesto Towards a New Architecture, Le Corbusier resumió su concepción referida a la nece-
sidad de un estilo moderno. “La vida moderna”, afirmaba, “demanda, y está esperando, un nuevo tipo
de planeación”. El pensamiento arquitectónico ofrecía pocos consejos. Para Le Corbusier, el arquitecto
se hallaba empantanado en “un desdichado estado de retrogresión”, el cual aprisionaba todas las artes
decorativas.12
El involuntario profeta del nuevo estilo, el héroe de la época moderna, sostenía, era el ingeniero.
Su frío ojo matemático construía un nuevo orden mundial sobre el caparazón decadente del antiguo. El
ingeniero nos coloca “en armonía con la ley universal”, “logra la armonía”.13 En un mundo dominado por
mentiras estilísticas, el ingeniero era el heraldo de una verdad universal transhistórica. Su visión no se
encadenaba a ninguna sensibilidad particular de un momento o un lugar. Trascendía la especificidad;
su gloria descansaba sobre el eterno “placer de las formas geométricas”.14
Pero contra la pulcra geometría que el ingeniero aplicaba a la maquinaria o la fábrica, el manto del
viejo mundo todavía dominaba los reinos de la vida social y privada. Para Le Corbusier, la tensión entre
las estructuras materiales del industrialismo y las imágenes del pasado que aún se aferraban al hogar y
a gran parte de la esfera pública, constituían una mezcla peligrosa:

El desconcierto se apodera de nosotros... si fijamos la vista en los viejos y carcomidos edificios


que forman nuestra concha de caracol, nuestra habitación; nos aplastan en nuestro diario con-
tacto con ellos, pútridos, inútiles e improductivos. En todas partes pueden verse máquinas que
sirven para producir algo y producirlo admirablemente, de una manera pulcra... No existe un
vínculo real entre nuestras actividades diarias en la fábrica, la oficina o el banco, las cuales son
sanas, útiles y productivas, y nuestras actividades en el seno familiar, las cuales son desdeñadas
a cada paso. La familia está siendo aniquilada en todas partes y las mentes de los hombres son
desmoralizadas por la servidumbre frente a los anacronismos.15

Para Le Corbusier, la esfera visual de la vida cotidiana necesitaba reconciliarse con las realidades
de la fábrica, reformulada en torno a los principios estéticos derivados de las prioridades de la inge-
niería corporativa. “Inspirado por la ley de la economía y gobernado por el cálculo matemático”, el
ingeniero representaba la vanguardia fortuita de un nuevo, y cada vez más “universal”, orden social.
Su misión escueta —coordinar elementos dispares de producción en un aparato bien aceitado y de
funcionamiento perfecto— era generar dispositivos y estructuras adecuados para lograr la armonía
social. Entendiendo el estilo moderno como un recurso para la socialización bien regulada, él proponía
como esencial “crear el espíritu de la producción en serie” en la vida diaria de la población industrial.16
“Si desafiamos el pasado, aprenderemos que los ‘estilos’ ya no existen más para nosotros, que ha apa-
recido un estilo perteneciente a nuestro propio periodo; y que ha ocurrido una revolución”. El hogar

Sólo uso con fines educativos 155


moderno, afirmaba, debe sincronizarse con el orden del día. No sólo debe ser “hecho en la fábrica”;
debe convertirse en una “máquina para vivir”.17
La creencia de Le Corbusier en la sincronización estilística del trabajo y la vida coincidía con una
apreciación más general del estilo moderno como un medio para la integración social. El crecimiento
del industrialismo desde el XIX expandió exponencialmente la capacidad de la sociedad para producir,
pero sus ritmos habían engendrado también el desarrollo de una clase trabajadora cada vez más mili-
tante y organizada. En las primeras décadas del siglo XX, Europa y Estados Unidos fueron sacudidos por
explosiones de violencia laboral, por el surgimiento de un movimiento obrero en gran parte socialista.
Como la fábrica intentaba introducir un orden calculable a la esfera de la producción, algunos razo-
naron que sus motivos podían inspirar orden y armonía en el efímero teatro de la vida cotidiana. Un
mundo social, que reforzara los valores industriales en el hogar y en el trabajo, fue previsto como el
complemento y la reiteración de la promesa del progreso industrial. Si la continua tensión entre los vie-
jos caparazones y las nuevas realidades daría por resultado, sin obstáculos, la destrucción revolucio-
naria, un estilo que reflejara los principios de la fábrica podría domesticar a las masas cada vez más
peligrosas. Como proclamó Le Corbusier una y otra vez a lo largo de las páginas de su manifiesto apa-
sionado:

Arquitectura o Revolución.
La Revolución puede ser evitada.18

Las pautas utilitarias que regían la ingeniería, arraigadas en el ascenso de la corporación industrial
moderna, provocaban el surgimiento de una nueva estética del poder: calibrada, francamente geomé-
trica, escueta, sustentada en la sincronía de las partes móviles. Contra los restos osificados del pasado
ornamental, ésta proyectaba un aura de vitalidad y movimiento. Particularmente en Europa, donde el
bagaje de la historia había elevado los estilos aristocráticos a un pedestal sagrado, este nuevo universo
prometía conceder honores al presente, glorificar las demandas corporativas al futuro. Desde principios
del siglo XX, las corporaciones europeas y norteamericanas siguieron la directriz establecida por Peter
Behrens y Walter Rathenau en la AEG, adoptando y promulgando la estética de la línea fundamental.
Alguna vez rebajado como imitador advenedizo de grandezas a las que no tenía derecho legítimo, el
capitalista tomó posesión de lo suyo. Los valores y prioridades corporativas no tenían que ocultarse
más en un escudo de respetabilidad inapropiada, sino que comenzaban a asumir su propia iconografía,
que encerraba los contornos modernos de la vida económica.
Pero no sólo los diseñadores corporativos veían en la estética mecánica el estilo del futuro, el esti-
lo para todas las épocas. Como en la mayoría de los movimientos revolucionarios, las fuerzas que se
combinaron para atacar al antiguo régimen estaban compuestas por una alianza extraña y agitada. Si
la nueva estética ponía en primer plano las estructuras de la corporación industrial, también se dirigía a
muchos otros que buscaban liberar al futuro de las cargas del pasado.
Para algunos, el atractivo de la estética mecánica estaba en su abierto ataque a la imaginería de
la inequidad social, su celebración de un aparato industrial que podía producir, como nunca antes, los
recursos del bienestar material universal. Dentro del moderno aparato de producción —a pesar de sus

Sólo uso con fines educativos 156


muchas implicaciones opresivas en el presente— veían los fundamentos estructurales de una nueva
sociedad igualitaria en la cual surgirían nuevas normas de calidad.
La escuela de diseño Bauhaus, fundada en Dessau, Alemania, por Walter Gropius (1919), estuvo
motivada por tales visiones. Esta escuela, “para preparar a los jóvenes estudiantes en el trabajo manual,
el trabajo mecánico y, a la vez, como diseñadores”, estaba influida por una conjunción de fuerzas.19 La
geometría simple y la eficiencia se volvieron el emblema de sus productos e indicaban una relación
con el diseño industrial a gran escala. Como en el caso de Le Corbusier, la práctica de Gropius con Peter
Behrens (que comenzó en 1908) le proporcionó un vínculo poderoso con los principios de la ingeniería
y la economía. “Fue Behrens”, recordaría Gropius en 1965, “quien me introdujo primero en la coordina-
ción lógica y sistemática” de los proyectos de diseño.20
Pero al lado de las lecciones que extrajo de la AEG, Gropius y sus asociados estaban profundamente
influidos por las ideas socialistas de los “artes y oficios” de William Morris. Buscaban contribuir al desa-
rrollo de una sociedad en la que la creatividad sería fomentada, y en la cual las necesidades humanas
definirían las fuerzas de producción. Después de rechazar el elitismo y decadencia del arte académico,
o de “salón”, la Bauhaus se interesó en revigorizar “el arte espontáneo tradicional que ha impregnado
la vida de todos” dentro de las tradiciones locales de la manufactura anterior al siglo XIX. La Bauhaus
declaró continuar el espíritu de Williams Morris (y John Ruskin), y buscar “un medio para reunificar el
mundo del arte con el mundo del trabajo”. Sin embargo, el empeño de Morris estaba absolutamente
atado al pasado. Para 1919, era claro para Gropius que la animosidad inquebrantable de Morris contra la
máquina, y su afinidad con la manufactura preindustrial, relegaba al olvido las alternativas propuestas.
“La oposición de Morris frente a la máquina”, apuntaba con un dejo de resignación, “no podrá contener
las aguas”. El mundo de la máquina de producción en serie había llegado para quedarse.21
Si la Bauhaus aceptaba el modo industrial de producción como su contexto inevitable, su proyecto
era humanizar el mundo de la máquina. El adiestramiento en diseño y construcción, afirmaba Gropius,
debe comenzar con una comprensión del ser humano. Sólo en “su disposición natural para entender
la vida como un todo” sería capaz el diseñador de dar una dirección positiva al proceso industrial. Sin
embargo, conforme al espíritu sobrevalorado de la estética mecánica, la propia comprensión de Gro-
pius de la “vida como un todo” estaba definida, esencialmente, por frías herramientas de medición.
Mientras que las ideas de Morris suponían una clase obrera que guiara su propio futuro, Gropius man-
tenía una perspectiva gerencial. Las poblaciones urbanas y sus necesidades eran algo que debía medir-
se sociológicamente, para llegar así a las condiciones mínimas de vivienda que requerían. El visionario
de Morris era el artesano creativo, recuperado de la “horrible e intranquila pesadilla de la ingeniería
moderna”; el de Gropius era el ingeniero social culto, el fabricante de políticas, el tecnócrata que dis-
tribuiría las necesidades vitales racionalizadas a una masa de consumidores modernos. Gropius habla-
ba de la Bauhaus como un regreso “a la honestidad del pensamiento y el sentimiento”; pero sus ideas
estaban inextricablemente unidas a un apuntalamiento de cálculo racional y eficiencia industrial.22 Al
aceptar un enfoque economicista de las necesidades humanas, Gropius, y gran parte de lo que produjo
la Bauhaus, permanecieron íntimamente ligados a las premisas subyacentes de la moderna ideología
corporativa.
Para otros miembros de la Bauhaus, la estética de la máquina podía ayudar a lograr el socialismo.

Sólo uso con fines educativos 157


Al comienzo de su carrera, el diseñador húngaro Laszlo Moholy-Nagy participó en el movimiento cons-
tructivista, un grupo de vanguardia que veía en las imágenes de la máquina una sugestión y posibilidad
de transformación social. En su biografía de Moholy-Nagy, su esposa Sybil habla de su común “fe en la
salvación del hombre a través de la realización de imágenes”. La imagen de la máquina, sostenía Moho-
ly-Nagy, refleja la fuerza espiritual de la era moderna: “La realidad de nuestro siglo es la tecnología: la
invención, construcción y mantenimiento de las máquinas. Ser un usuario de éstas es poseer el espíritu
del siglo. Ha remplazado al espiritualismo trascendental de épocas pasadas”. Así, veía la máquina como
una fuerza de democratización. Bajo su poder abrumador, “todos son iguales ante la máquina”.23 Barría
las viejas estructuras del pasado porque no tenía lealtad intrínseca con ninguna tradición o clase.
Para Moholy-Nagy, la “idea constructivista” representaba el pensamiento de una vanguardia artís-
tica, un faro para el proletariado. Puesto que las corporaciones abrazaban la estética mecánica como
una personificación de los ideales corporativos, muchas tendencias dentro de la vanguardia izquierdis-
ta vieron la máquina como la creadora de condiciones históricas para el socialismo, para la revolución
proletaria. En su artículo de 1922, “Constructivism and the Proletariat”, Laszlo Moholy-Nagy habló de la
máquina, y su imaginería, como una fuerza inexorable para el cambio:

Ésta es la raíz del socialismo, la liquidación final del feudalismo. Es la máquina que despertó al
proletariado. Debemos eliminar la máquina si queremos eliminar el socialismo. Pero sabemos
que no hay una cosa semejante al retroceso de la evolución. Éste es nuestro siglo: tecnología,
máquina, socialismo. Fabriquen su tranquilidad con ello; carguen con su tarea.24

Si la máquina había creado las condiciones inevitables para el socialismo, el arte constructivis-
ta podía despertar una nueva conciencia comunitaria entre el proletariado. Esbozando ideas después
popularizadas por Marshall McLuhan, Moholy afirmaba que la era de la palabra impresa había llegado a
su fin. “Las palabras son pesadas, oscuras”, sostenía. “Su significado es evasivo para la mente no entrena-
da”. La imaginería visual, por otra parte, habla “el lenguaje de los sentidos”. El constructivismo, como la
expresión visual de la era de la máquina, habla el lenguaje desencadenado de las verdades esenciales.

El constructivismo no es proletario ni capitalista. El constructivismo es primordial, sin clase ni


antepasado. Expresa la forma pura de la naturaleza, el color directo, el ritmo espacial, el equili-
brio de la forma.
El nuevo mundo de las masas necesita el constructivismo porque requiere fundamentos sin
engaños. Sólo el elemento básico natural, accesible a todos los sentidos, es revolucionario.
En el constructivismo, la forma y la sustancia son uno... El constructivismo es sustancia pura... El
constructivismo es el socialismo de la visión.25

Aunque sus obras e ideas juveniles estaban identificadas con los ideales socialistas, la carrera pos-
terior de Moholy-Nagy sólo nos recuerda la afinidad entre los modernismos corporativo y radical. Las
mismas imágenes que al principio de su vida habían arrancado las fachadas del pasado, para revelar
la inevitabilidad del socialismo, se volvieron esenciales para las visiones del futuro que fueron promul-

Sólo uso con fines educativos 158


gadas, desde los años veinte, por las enormes corporaciones industriales y sus asistentes industrias de
imagen.
La máquina, sus líneas claras, angulares, y su avance en apariencia perpetuo proporcionaron la
metáfora más palpable para la fuerza y el progreso de la era de la máquina. Como un símbolo “trascen-
dental”, podía ser empleada —simultáneamente— por una variedad de intereses opuestos.
Diego Rivera, el muralista mexicano, veía en la máquina un componente esencial dentro de la
nueva iconografía revolucionaria de la clase obrera. Comunista, Rivera colocaba a los trabajadores y la
maquinaria tomados del brazo en sus murales; ellos constituían un moderno “héroe colectivo, hom-
bre y máquina”, que, imaginaba, remplazaría a “los héroes tradicionales antiguos del arte y la leyenda”.
Comprendían “la nueva raza de la era del acero”. A pesar de estas intenciones, el poder de su obra cruzó
las líneas de clase de la sociedad capitalista. Llevado a Detroit en 1932 por Henry Ford, para decorar el
Garden Court con techo de vidrio del Instituto de Artes de Detroit, Rivera pintó una “maravillosa sin-
fonía” que reconciliaba las enormes fuerzas productivas del capitalismo con los ideales visionarios del
marxismo. “Marx hizo la teoría”, decía él, “Lenin la aplicó con su sentido de la organización social a gran
escala... y Henry Ford hizo posible el trabajo del Estado socialista”.26 La imaginería de la máquina, la cual
para un artista comunista describía la llegada al poder de la clase trabajadora, era, al mismo tiempo,
consolidada por los capitalistas estadunidenses para glorificar al coloso industrial que gobernaban. Ver-
daderos herederos de una sabiduría decimonónica, estos desolladores del mundo visual no dudaron en
apropiarse de cualquier imagen —sin importar sus orígenes—, a fin de representarse a sí mismos ante
un mundo en libertad.
De acuerdo con los pronósticos modernos de Oliver Wendell Holmes respecto a la autonomía, e
intercambiabilidad, de las imágenes, la verdad “primordial” de la máquina era adaptable a una multi-
tud de usos. Quizá no sorprenda que Moholy-Nagy, quien en su juventud delineó una visión moderna
de la rebelión proletaria, finalizara empleando esta visión como un diseñador de publicidad y exhibicio-
nes corporativas. Moholy-Nagy, y otros, supusieron que su arte había desarmado la realidad moderna
hasta la sustancia, pero ayudaron a inventar la visión del futuro que, en sí misma, iba a convertirse en
una fachada, una apariencia para expresar un sentimiento de posibilidad trascendente y de logro tecno-
lógico.
Para mediados de los veinte se institucionalizó la interacción del modernismo radical y el comercial.
Aprovechando “el poder del artista para decir cosas que no podrían decirse con palabras”, la publicidad,
el diseño industrial y la industria de la moda comenzaron a trazar la imaginería futurista del movimiento
del arte moderno. Al referirse a los usos comerciales potenciales del arte moderno, Earnest Elmo Calkins
apuntó “la conveniencia innata de las nuevas formas para expresar el espíritu del industrialismo moder-
no”.27 Al tratar de “librarse de los lazos de la tradición y ponerse en camino hacia mundos de imagina-
ción nuevos y desconocidos”, razonaba, el modernismo artístico ha proporcionado a la publicidad y el
diseño industrial una gramática irresistible de sugestión, una gramática que podía ofrecer un vínculo
sigiloso, pero persuasivo, entre los productos por vender y las aspiraciones populares. En las líneas esca-
sas y geométricas que se imponían en la moda femenina, en las abstracciones simples que comenzaron
a adornar los empaques, en la nítida claridad del escaparate de la tienda, podía verse la influencia de la
estética mecánica que moldeaba los contornos visibles de la vida diaria. En un escrito de 1927, Calkins

Sólo uso con fines educativos 159


apuntaba que la influencia del “nuevo arte” se estaba volviendo casi universal, lo empleaban incluso
fabricantes “cuyos bienes se hallan lejos de los influidos ordinariamente por el estilo”:

El color y el diseño modernos estilizan, no sólo productos hasta ahora habituales en la clase del
estilo —sedas, grabados, telas, textiles, trajes, sombreros, zapatos y ropa deportiva—, sino tam-
bién papeles para escribir y sobres sociales, alimentos, automóviles, materiales para construc-
ción, muebles para el hogar, portadas de libros, decoración de interiores, mobiliario y baratijas.28

Los ángulos funcionales de la planta de energía, la fábrica, la columna de ganancias y pérdidas, se


convertían en un signo de la época. Con el surgimiento del ahora familiar “estilo internacional” de la
arquitectura —al iniciarse la década de los treinta—, esta perspectiva moderna tuvo un alcance glo-
bal. Las oficinas centrales corporativas alrededor del mundo comenzaron a proyectar un compromiso
devoto con los principios de la eficiencia económica y la racionalidad instrumental. Como ha descrito
el estilo internacional el arquitecto Philip Johnson, “las estructuras de acero y concreto al fin se volvie-
ron la esencia de un nuevo estilo”. Llevando las invocaciones de Louis Sullivan a su resultado lógico, “el
ornamento fue rechazado por completo, los techos eran planos, las columnas expuestas... La máquina
se volvió un objeto de culto —el fervor a los silos de cereales con elevador”.29 Como escribió en 1933
Talbot Hamlin, un crítico de la escuela internacional, ésta era una arquitectura motivada por considera-
ciones puramente “sociológicas y económicas, interesadas principalmente en la economía, la eficiencia
y lo escueto... una rendición completa a la máquina industrial”.30
Entre el inicio de los años veinte y fines de los treinta, la estética mecánica sufrió una metamorfo-
sis significativa. Surgida de las invenciones imaginativas de futuristas, constructivistas, dadaístas y otras
tendencias del modernismo,* la primera concepción de la máquina horadó un borde claramente polí-
tico. En sus movimientos hipercinéticos o las líneas geométricas proyectadas, unificaba la belleza de la
máquina con un asalto agresivo sobre las desigualdades, la decadencia y la decepción del orden anti-
guo. Era, tímidamente, un arte de conflicto y desorden. Esto puede verse en las construcciones nausea-
bundas de El Lissitzky, o escucharse en la disonancia de doce tonos de Schoenberg o Bartok. Incluso la
“armonía” de la ingeniería de Le Corbusier sólo podía realizarse a través del derrocamiento de un pasa-
do viejo y putrefacto. El atractivo de las cosas por venir, tal y como las concebían Moholy-Nagy y otros,
expresaba una sensación de desafío, de contradicción, de alternativas críticas. Aun cuando los capitalis-
tas patrocinaron a Diego Rivera, sus murales estaban llenos de “martillos y hoces, estrellas rojas y retra-
tos poco halagüeños de Henry Ford, John D. Rockefeller, J. P. Morgan y otros capitalistas enriquecidos
por la explotación”.31 Una presentación en rápido cambio, a veces caótica, de la vida social moderna era,
en su obra, transformada en formas simbólicas imaginísticas. El filo mellado marcó un límite muy dispu-
tado entre las energías del presente y las promesas utópicas del futuro.
En los treinta, mucho de esto cambió. Las primeras angustias del estilo modernista brotaron en
Europa, pero estuvieron influidas dramáticamente por Norteamérica; sus ciudades, diseños locales, su

* En los países anglosajones, el término modernism (modernismo) designa en general a las vanguardias artísticas de prin-
cipios de siglo. (N. del E.)

Sólo uso con fines educativos 160


carácter democrático. La siguiente ola modernista dominó en Estados Unidos conforme las empresas
comerciales comenzaron a inspirarse en los cambios artísticos de Europa. Irónicamente, a la sociedad
industrial estadunidense se le presentaban visiones de su propia vitalidad moderna, de su propia y
abundante energía, mediada a través de las visiones de arquitectos, artistas y diseñadores europeos
que buscaban un lenguaje para el futuro. La primera de tales confrontaciones llegó en 1913, con el
Seventh Regimen Armory Show; los neoyorquinos tuvieron ahí una primera mirada escandalizada fren-
te a la trayectoria del arte moderno. Para los años veinte, el escándalo había desaparecido. Como parte
del surgimiento de la “ingeniería de consumo”, las concepciones modernistas de estructura y orden, de
relaciones de forma elemental, se integraban a la imaginería comercial de la publicidad, el empaque y
el diseño de productos.
En el reino del estilo, Norteamérica había mirado hacia Europa para establecer sus normas. Ahora,
conducida por la lógica del mercado, comenzaba a tomar parte activa en la definición estilística de la
modernidad, que dejaba su huella en casi todos los aspectos de la vida cotidiana. Sin embargo, confor-
me el modernismo se convirtió en un mecanismo de comercialización, sus afinidades cambiaron. Como
la voz de la resistencia ante la imaginería invasora del viejo orden, el modernismo representó una bús-
queda de las verdades elementales, de la “honestidad de una expresión” apropiada para la nueva era.
Como un revestimiento del mercado de consumo, sus intenciones se volvieron cada vez más pasivas;
su contenido político radical enmudeció. La forma principal de cambio que alentaba se circunscribía a
la prevista “obsolescencia del estilo”. El término “modernización” había sido despojado de gran parte de
su imperativo social y reducido a una “nueva cualidad o carácter otorgado a un producto”.32
La trasvaloración de lo moderno se hizo tangible cuando los diseñadores industriales regresaron a
los tableros de dibujo durante los treinta. Con la Depresión, la máquina se había roto; su lustre se había
empañado. Las personas no tenían trabajo; el carácter distintivo del consumidor boyante de los veinte
se había agotado. En un intento por estimular los mercados, las industrias estadunidenses de consumo
se comprometieron cada vez más con el brillo del diseño industrial.33 Dentro de este contexto, las líneas
afiladas y agudas de la resistencia dieron paso al aspecto suave y lubricado de la línea aerodinámica.
La línea aerodinámica se convirtió en el aspecto del futuro, el “primer enfoque nuevo y sólo estadu-
nidense de la forma”.34 Mientras heredaba el manto de lo moderno, también rechazaba gran parte de lo
que, hasta ese momento, había definido al modernismo. Aunque obtuvo sus puntos de referencia de
las máquinas (particularmente aeroplanos), representaba un dramático rompimiento con los compro-
misos anteriores de la estética mecánica. Ya para finales de los veinte, Calkins había apuntado los lími-
tes que la estética mecánica colocaba ante las prioridades de la comercialización. “La eficiencia”, declaró,
“no era suficiente. La máquina no satisfizo al alma”.35 Con la línea aerodinámica, la máquina era dotada
de un espíritu. Sus apariencias eran decididamente metálicas, pero las formas aparecían sin intersticios
y redondeadas, orgánicas. En un periodo de crisis industrial, cuando la confianza en las capacidades
progresivas de la máquina menguaba, ésta era una visión mecánica más esférica, suavizada, humaniza-
da; purificada de las complejidades mecánicas y la angularidad amenazadora.
Si la misión inicial del modernismo fue despojar de engaños al mundo de los objetos, revelar y
estetizar su funcionamiento interno, la línea aerodinámica representó un regreso al encubrimiento. La
conexión entre ingeniería y diseño, tan esencial para la fe del movimiento moderno, había sido rota.

Sólo uso con fines educativos 161


“Cuando la ingeniería dirige la estilización”, afirmó J. Gordon Lippincott, “los diseñadores pierden gran
parte de su creatividad”.36 El modernismo hizo una vez un llamado a la unidad de la forma y la sustan-
cia; ahora se convertía en un caparazón fluidamente sugestivo, envuelto alrededor de un mecanismo
interior y oculto que era mistificado. Para 1940, el diseñador Harold Van Doren señaló que “la tendencia
hoy es definitivamente ‘cubrir las cosas’, haciéndolas ver cada vez menos mecánicas, ‘aerodinamizándo-
las’... Estamos envolviendo todo en empaques, empaques de metal”.37
Los diseñadores y otros guías industriales continuaron empleando el lema publicitario “diseño fun-
cional” para imprimir a sus productos la fe moderna; pero la función estaba cada vez menos conectada
con la utilidad y resultaba cada vez más ideológica. Refrigeradores, tostadores, radios, calentadores de
agua y sacapuntas, todo se estampaba con un aspecto moderno. Las capacidades aerodinámicas de
cada uno eran irrelevantes en relación con su uso, pero relevantes en cuanto a la imagen de estar al
día, y a sus ventas. Henry Dreyfuss, un actor principal en el teatro de lo moderno, admitió sin dificultad
que la “forma de lágrima”, la cual adornaba muchos productos aerodinamizados, no tenía nada que ver
con las realidades aerodinámicas.38 “La verdadera aerodinamización”, coincide Van Doren, “no es, ni con
mucho, tan importante ni tan a menudo lograda en los problemas del diseño industrial como piensa el
público. Pero es un fenómeno que ningún diseñador puede ignorar”.39 La forma principal de resistencia
para la que se diseñó el producto aerodinamizado fue la resistencia a las ventas de parte del cliente.
Mientras el grito de batalla “la forma busca la función” seguía escuchándose —principalmente como un
lema publicitario—, las prioridades del mercado garantizaban que el nuevo imperativo rector sería el
de la forma busca la ganancia.
El siglo que comenzó con una visión impetuosa de arriesgarse más allá del ornamento y descu-
brir la belleza de la verdad esencial, había redescubierto la mentira. Fuera de las excrecencias del movi-
miento moderno, la máquina de la ingeniería de consumo creó una exhibición de ritmo rápido de apa-
riencias siempre en evolución, cada una comprometida con el futuro, cada una destinada a convertirse
en el pasado.
Con el desarrollo de la línea aerodinámica (y de lo que la siguió), el siglo XX se comprometía con
una nueva forma abstracta de ornamentación, que reflejaba, en gran medida, las estructuras, relaciones
de poder y nociones de valor intrínseco de una sociedad de mercado mundial. Mientras la economía
requiera conceptos de valor que sean inherentemente móviles y abstractos, mientras las corporaciones
y burocracias luchen por imaginar el mundo como un mecanismo comprensible y controlable, mientras
el mercado de consumo demande la destrucción perpetua de bienes e imágenes a fin de continuarse,
cada una de estas prioridades estará uncida a la estética dominante. En tanto alguna recuperación del
estilo tradicional seguía marchando en el desfile progresivo de los sueños que pronto serían obsoletos,
nuevos contornos de visión también emergían, y derivaban su poder, no de asociaciones con una élite
del pasado, sino de la potente demanda de propiedad del futuro. Así como las tradiciones aristocrá-
ticas de la ornamentación suscribieron las prerrogativas hierocráticas de la sociedad que las generó,
el moderno itinerario del estilo estetizó los contornos modernos del poder. Nos ocuparemos ahora de
estos contornos.

Sólo uso con fines educativos 162


Notas

1 Citado en Brent C. Brolin, The Failure of Modern Architecture, 1976, p. 46.


2 Ibid., p. 49.
3 Basset Jones, “The Modern Building Is a Machine”, en The American Architect-Architectural Review, núm. 125, 30 de enero de
1924, p. 97.
4 Sheldon Cheney y Martha Candler Cheney, Art and the Machine, 1936, portada.
5 Arthur J. Pulos, American Design Ethic, 1983, pp. 159-160.
6 Alfred Auerbach, “What Is Modern?”, en Arts and Architecture, núm. 65, marzo de 1948, pp. 9, 28, 62.
7 Frank A. Randall, History of the Development of Building Construction in Chicago, 1949, p. 12. Véase también Philip Johnson,
Writings, 1979, p. 218.
8 Véase, especialmente, Siegfried Giedion, Mechanization Takes Command, 1948; también Joseph Rykwert, The First Moderns,
1980.
9 Sibyl Moholy-Nagy, Moholy-Nagy: Experiment in Totality, 1950, pp. 141-142.
10 Munsey’s Magazine, julio de 1905, p. 390.
11 Tilmann Buddensieg y Henning Rogge, Industriekultur: Peter Behrens and the AEG, 1984, p. 187.
12 Le Corbusier, Towards a New Architecture, 1927, p. 45.
13 Ibid., p. 1.
14 Ibid., p. 41.
15 Ibid., pp. 276-277.
16 Ibid., pp. 11, 13.
17 Ibid., pp. 4-7.
18 Ibid., p. 289.
19 Walter Gropius, “Education Toward Creative Design”, en American Architect, núm. 150, mayo de 1937, p. 27.
20 Ibid, The New Architecture and the Bauhaus, 1965, p. 47.
21 Ibid, “Education Toward Creative Design”, p. 27.
22 Ibid, “Sociological Premises for the Minimum Dwelling of Urban Industrial Populations”, 1929, reditado en Scope of Total
Architecture, 1961.
23 Sybil Moholy-Nagy, op. cit., p. XII.
24 Ibid., p. 19.
25 Ibid., p. 21.
26 Hayden Herrera, Frida, 1983, pp. 134-135.
27 Earnest Elmo Calkins, “Beauty: The New Business Tool”, en The Atlantic Monthly, núm. 140, agosto de 1927, p. 153.
28 Ibid., p. 154.
29 Philip Johnson, Writings, 1979, p. 29.
30 Talbot Faulkner Hamlin, “The International Style Lacks the Essence of Great Architecture”, en American Architect, núm. 143,
enero de 1933, pp. 12-16.
31 Hayden Herrera, op. cit., p. 115.
32 Roy Sheldon y Egmont Arens, Consumer Engineering, 1932, p. 2.
33 Harold Van Doren, Industrial Design, 1940, p. 13.
34 Arthur J. Pulos, op. cit., p. 393.
35 Earnest Elmo Calkins, op. cit., p. 147.
36 J. Gordon Lippincott, Design for Business, 1947, p. 209.
37 Harold Van Doren, op. cit., pp. 90-91.
38 Henry Dreyfuss, Designing for People, 1955, p. 77.
39 Harold Van Doren, op. cit., p. 137.

Sólo uso con fines educativos 163


Lectura Nº 7
Berman, Marshall, “En la Selva de los Símbolos: Algunas Observaciones sobre
el Modernismo en Nueva York”, en Todo lo Sólido se Desvanece en el Aire. La
Experiencia de la Modernidad, Madrid, España, Siglo Veintiuno Editores, 1988, pp.
301-367.

La Ciudad del Globo Cautivo [...] es la capital del Ego, donde la ciencia, el
arte, la poesía y ciertas formas de locura compiten en condiciones ideales
por inventar, destruir y restaurar el mundo de la realidad fenomenal [...].
Manhattan es el producto de una teoría no formulada, el manhattanismo,
cuyo programa [es] existir en un mundo totalmente fabricado por el
hombre, vivir dentro de la fantasía [...]. La ciudad entera se convirtió en
una fábrica de experiencia hecha por el hombre, donde lo real y lo natural
dejaron de existir.
[...] La disciplina bidimensional de la Cuadrícula crea una libertad nunca
soñada para la anarquía tridimensional [...]. La ciudad puede ser al mismo
tiempo ordenada y fluida, una metrópoli de rígido caos.
[...] Una isla mítica donde la invención y la comprobación de un estilo de
vida metropolitano, y su arquitectura concomitante, podrían ser realizadas
como experimento colectivo [...]. Unas islas Galápagos de nuevas tecnolo-
gías, un nuevo capítulo en la supervivencia de los más aptos, esta vez una
batalla entre especies de máquinas [...].
Rem Koolhaas, Delirious New York

Al salir de paseo después de una semana en cama, los encuentro demolien-


do parte de mi manzana y, completamente helado, aturdido y solitario, me
uno a la docena de personas
que, en actitud humilde, observan a la enorme grúa hurgar voluptuosa-
mente en la mugre de años [...]
Como de costumbre en Nueva York, todo se derriba antes que hayas tenido
tiempo de tomarle cariño [...]
Se podría pensar que el simple hecho de haber durado amenaza a nuestras
ciudades como fuegos misteriosos.

James Merrill, “An urban convalescence”

“¡Ustedes trazan líneas rectas, llenan los huecos y nivelan


el suelo, y el resultado es nihilismo!” (Del irritado discurso
de la autoridad que presidía la Comisión que informaría sobre los planes

Sólo uso con fines educativos 164


de ampliación).
Repliqué: “Perdóneme, pero eso, hablando en propiedad, es justamente lo
que debe ser nuestro trabajo”.

Le Corbusier, L’urbanisme

Uno de los temas centrales de este libro ha sido el destino de “todo lo sólido” en la vida moderna:
“desvanecerse en el aire”. El dinamismo innato de la economía moderna, y de la cultura que nace de
esta economía, aniquila todo lo que crea —ambientes físicos, instituciones sociales, ideas metafísicas,
visiones artísticas, valores morales— a fin de crear más, de seguir creando de nuevo el mundo
infinitamente. Esta fuerza arrastra a todos los hombres y las mujeres modernos a su órbita, y los obliga
a abordar la cuestión de qué es esencial, qué es significativo, qué es real en la vorágine en que vivimos
y nos movemos. En este capítulo final, quiero incluirme en el cuadro y explorar y situar algunas de las
corrientes que fluyen por mi propio entorno moderno —la ciudad de Nueva York— y que han dado
forma y energía a mi vida.
Durante más de un siglo, la ciudad de Nueva York ha servido como centro internacional de
comunicaciones. La ciudad no solamente se ha convertido en un teatro, sino en una producción, en
una presentación en diversos medios cuyo público es el mundo entero. Esto ha dado una resonancia
y una profundidad especial a mucho de lo que aquí se hace y dice. Buena parte de la construcción y
el desarrollo de Nueva York durante el siglo pasado debe ser visto como una acción y comunicación
simbólica: no ha sido concebida y ejecutada simplemente para satisfacer unas necesidades políticas y
económicas inmediatas, sino —lo que es al menos igual de importante— para demostrar al mundo
entero lo que pueden construir los hombres modernos y cómo puede ser imaginada y vivida la vida
moderna.
Muchas de las estructuras más impresionantes de la ciudad fueron planificadas específicamente
como expresiones simbólicas de la modernidad: Central Park, el puente de Brooklyn, la Estatua de la
Libertad, Coney Island, muchos rascacielos de Manhattan, el Rockefeller Center y muchas más. Otras
áreas de la ciudad —el puerto, Wall Street, Broadway, el Bowery, el Lower East Side, Greenwich Village,
Harlem, Times Square, Madison Avenue— han adquirido peso y fuerza simbólicos con el transcurso del
tiempo. El impacto acumulativo de todo esto es que el neoyorquino se encuentra en medio de una
selva de símbolos baudelairiana. La presencia y profusión de estas formas gigantescas hacen de Nueva
York un lugar extraño y rico para vivir. Pero también hacen de ella un lugar peligroso, pues sus símbolos
y simbolismos luchan interminablemente entre sí por el sol y la luz, se esfuerzan por aniquilarse unos
a otros y se desvanecen juntos en el aire. Por lo tanto, si Nueva York es una selva de símbolos, es una
selva en la que las hachas y las excavadoras están siempre en funcionamiento y las grandes obras caen
constantemente por tierra, en la que los marginados pastorales encuentran ejércitos fantasma, y los
Trabajos de amor perdidos se interrelacionan con Macbeth, en la que surgen continuamente nuevos
significados junto con los árboles edificados y caen con ellos.
Comenzaré esta sección con un análisis de Robert Moses, cuya carrera pública se extiende desde

Sólo uso con fines educativos 165


comienzos de la década de 1910 hasta finales de la de 1960, que es probablemente el mayor creador de
formas simbólicas de Nueva York en el siglo XX, cuyas construcciones tuvieron un impacto destructivo
y desastroso sobre mis primeros años y cuyo espectro, todavía hoy acosa a mi ciudad. A continuación
analizaré la obra de Jane Jacobs y de algunos de sus contemporáneos, quienes, enzarzados en combate
con Moses, crearon un orden de simbolismo urbano radicalmente diferente durante los años sesenta.
Finalmente delinearé algunas de las formas y de los ambientes simbólicos que han surgido en las
ciudades de los setenta. Al desarrollar la perspectiva de las metamorfosis urbanas de las cuatro últimas
décadas, pintaré un cuadro en el que pueda situarme, tratando de captar las modernizaciones y los
modernismos que han hecho de mí, y de muchos de los que me rodean, lo que somos.

I. ROBERT MOSES: EL MUNDO DE LA AUTOPISTA

Cuando actúas en una metrópoli sobreedificada,


tienes que abrirte camino
con un hacha de carnicero.
Simplemente voy a seguir construyendo.
Puedes hacer todo lo posible por detenerme.

Máximas de Roben Moses...

... Ella fue quien me abrió los ojos


acerca de la ciudad cuando dije:
Me pone enfermo verlos levantar
un nuevo puente como ése en pocos meses
y yo no puedo encontrar tiempo siquiera
para escribir un libro. Ellos tienen el poder,
eso es todo, replicó. Es lo que todos
queréis. Si no lo puedes tener, reconoce
por lo menos lo que es. Y ellos no
te lo van a dar

William Carlos Williams, “The flower”

¿Qué esfinge de cemento y aluminio


abrió su cráneo de un hachazo
y devoró sus cerebros y su imaginación [...]
¡Moloch cuyos edificios son el juicio!

Allen Ginsberg, “Howl”

Sólo uso con fines educativos 166


Entre los muchos símbolos e imágenes con que Nueva York ha contribuido a la cultura moderna,
en los últimos años uno de los más llamativos ha sido la imagen de la ruina y la devastación modernas.
El Bronx, donde yo crecí, se ha convertido en la contraseña internacional de las pesadillas urbanas
de nuestra época: drogas, pandillas, incendios premeditados, asesinatos, terror, miles de edificios
abandonados, bloques transformados en solares cubiertos de basuras y ladrillos. Diariamente, cientos
de miles de conductores, al utilizar la autopista del Bronx que pasa por el centro del barrio, ven la
horrible suerte corrida por el Bronx, aunque quizá no la comprendan. Esta vía, aunque atascada noche
y día por el tráfico pesado, es rápida, mortalmente rápida; los límites de velocidad son transgredidos
rutinariamente, incluso en las rampas de entrada y salida, con pasos a nivel y peligrosas curvas;
convoyes ininterrumpidos de enormes camiones, con conductores ceñudamente agresivos, dominan
el campo de visión; los coches zigzaguean insensatamente entre los camiones: es como si en esta
autopista se apoderara de todos una prisa desesperada e incontrolable por salir del Bronx a la mayor
velocidad que les permitan sus ruedas. Una ojeada al paisaje urbano del norte o del sur —es difícil
hacer algo más que echar rápidas ojeadas, pues buena parte de la autopista está bajo el nivel del suelo,
enmarcada por muros de ladrillo de una altura de tres metros— sugerirá la causa: cientos de edificios
abandonados y tapiados y esqueletos de construcciones consumidas y carbonizadas; docenas de
manzanas donde no hay nada más que desperdicios y ladrillos rotos.
Diez minutos por esta ruta, dura prueba para cualquiera, es algo especialmente horrible para
aquellos que recuerdan el Bronx tal como era antes: que recuerdan estos barrios tales como en otros
tiempos eran y se desarrollaban, hasta que esta misma autopista atravesó su corazón, haciendo
del Bronx, por encima de todo, un lugar del que hay que salir. Para los hijos del Bronx, como yo, esta
autopista lleva una carga especial de ironía: mientras corremos a través del mundo de nuestra infancia,
apresurándonos por salir de él, aliviados a la vista del final, no somos meros espectadores, sino también
partícipes activos en el proceso de destrucción que nos rompe el corazón. Dominamos las lágrimas y
pisamos el acelerador.
Robert Moses es el hombre que hizo posible todo esto. Cuando oí a Allen Ginsberg preguntar a
finales de la década de 1950: “¿Quién fue esta esfinge de cemento y aluminio?”, de inmediato tuve la
seguridad de que, aunque el poeta no lo supiera, Moses era su hombre. Como el “Moloch que entró
tempranamente en mi alma” de Ginsberg, Robert Moses y sus obras públicas entraron en mi vida justo
antes de mi Bar Mitzvah,* contribuyendo a poner fin a mi infancia. Ha estado siempre presente, de
una manera vagamente subliminal. Todas las grandes edificaciones, dentro o alrededor de Nueva York,
parecían ser, de alguna manera, obras suyas: el puente Triborough, la autopista del West Side, docenas
de vías-parque en Westchester y Long Island, las playas de Jones y Orchard, innumerables parques,
urbanizaciones, el aeropuerto Idlewild (ahora Kennedy), una red de enormes pantanos y centrales
eléctricas cerca de las cataratas del Niágara; la lista parecía extenderse infinitamente. Había sido el
inspirador de un acontecimiento que tuvo una magia especial para mí: la Feria Mundial de 1939-1940,
a la cual asistí desde el vientre de mi madre y cuyo elegante logotipo adornó nuestro apartamento

* Festividad judía que señala el momento en que un niño —a los trece años— puede ser considerado adulto en algunos
aspectos. [N. T.].

Sólo uso con fines educativos 167


de muchas maneras —programas, banderines, tarjetas postales, ceniceros—, simbolizando la aventura
humana, el progreso, la fe en el futuro y los heroicos ideales de la época en que me tocó nacer.
Pero entonces, en la primavera y el otoño de 1953, Moses comenzó a hacerse presente en mi vida
de un modo diferente: proclamó que estaba a punto de abrir una inmensa autopista, cuya escala,
costos y dificultades no tenían precedentes, a través del corazón de nuestro barrio. En un principio no
podíamos creerlo; parecía venir de otro mundo. Ante todo, casi ninguno de nosotros era propietario
de un coche: el propio barrio y las líneas de metro que llevaban al centro definían el flujo de nuestras
vidas. Además, incluso si la ciudad necesitaba esa autopista —¿O era el Estado el que la necesitaba?
(en las operaciones de Moses, nunca estuvo claro el lugar que ocupaban el poder y la autoridad,
salvo para el propio Moses)—, los rumores ciertamente no podían querer decir lo que parecían decir:
que la autopista avanzaría como un ariete a través de una docena de barrios sólidos, asentados y
densamente poblados como el nuestro; que unas 60 000 personas de clase obrera o media baja, en su
mayoría judíos, pero con muchos italianos, irlandeses y negros entremezclados, serían expulsadas de
sus hogares. Los judíos del Bronx estaban perplejos: ¿podía un judío como nosotros querer hacernos
esto? (Teníamos poca idea de la clase de judío que era, o de lo mucho que nos interponíamos en su
camino). E incluso si quería hacerlo, estábamos seguros de que eso no podía suceder aquí, en Estados
Unidos. Todavía nos llegaban los últimos rayos del New Deal: el gobierno era nuestro gobierno, y en el
último momento se haría presente para protegernos. Y sin embargo, antes de que llegáramos a darnos
cuenta, allí estaban las palas mecánicas y las excavadoras, y la gente estaba siendo avisada de que era
mejor que se fuera deprisa. Los vecinos miraron aturdidos a los demoledores, miraron las calles que
desaparecían, se miraron unos a otros, y se fueron. Moses avanzaba, y no había poder temporal o
espiritual que le pudiera cerrar el paso.
Durante diez años, desde fines de los cincuenta hasta mediados de los sesenta, el centro del
Bronx fue machacado, perforado y aplastado. Mis amigos y yo solíamos subirnos al parapeto del
Grand Concourse, donde había estado la calle 174, para vigilar el progreso de las obras —las inmensas
excavadoras y palas mecánicas y las vigas de acero y madera, los cientos de obreros con sus cascos
de diversos colores, las grúas gigantes que se elevaban muy por encima de los tejados más altos del
Bronx, las explosiones y los temblores de la dinamita, los hirsutos y dentados peñascos de roca recién
arrancada, los paisajes de la devastación que se extendían a lo largo de kilómetros hacia el este y el
oeste, hasta donde alcanzaba la vista—, y nos maravillábamos de ver nuestro bello barrio transformado
en ruinas sublimes, espectaculares.
En el instituto, cuando descubrí a Piranesi, me sentí inmediatamente identificado. También solía ir,
de regreso de la biblioteca de Columbia, al sitio de la construcción y creía estar en medio del último
acto del Fausto de Goethe. (Tendrías que habérselo agradecido a Moses: sus obras te dan ideas). Sólo
que aquí no había un triunfo humanista que compensara la destrucción. De hecho, una vez que las
obras hubieron concluido fue cuando realmente comenzó la ruina del Bronx. Kilómetros de calles a
lo largo de la autopista quedaron sofocados por el polvo, los humos y el ruido ensordecedor: lo más
impresionante era el rugido de los camiones de una potencia y un tamaño que el Bronx no había
visto nunca, arrastrando sus pesados cargamentos a través de la ciudad, con destino a Long Island o
Nueva Inglaterra, a Nueva Jersey y a todos los puntos del sur, noche y día sin interrupción. Edificios de

Sólo uso con fines educativos 168


apartamentos que durante veinte años estuvieran habitados de manera estable se vaciaron, a menudo
prácticamente de la noche a la mañana; numerosas y empobrecidas familias negras e hispanas, que
huían de suburbios todavía peores, fueron trasladadas masivamente, con frecuencia bajo los auspicios
del Departamento de Bienestar, que llegó a pagar rentas excesivas, propagando el pánico y acelerando
la huida. Al mismo tiempo, la construcción había destruido muchas manzanas comerciales, separado
a otras de la mayoría de sus clientes y colocado a los comerciantes al borde de la bancarrota, además
de hacerlos, por su forzado aislamiento, mucho más vulnerables al delito. El gran mercado abierto
del distrito, en la avenida Bathgate, todavía floreciente a finales de la década de los cincuenta, fue
diezmado. Un año después de que se abriera la autopista, lo que quedaba se esfumó. De este modo,
despoblado, económicamente reducido, emocionalmente destrozado —por grave que fuera el daño
físico, peores fueron las heridas internas—, el Bronx estuvo en condiciones de caer en la temible espiral
de las plagas urbanas.
Moses parecía complacerse en la devastación. Cuando se le preguntaba poco después de que
se terminara la vía a través del Bronx, si las autopistas urbanas como ésta no planteaban problemas
urbanos especiales, replicaba impacientemente que “la cosa tiene muy pocas dificultades. Existe un
cierto malestar, pero hasta eso se ha exagerado”. En comparación con sus anteriores autopistas rurales
y suburbanas, la única diferencia en este caso consistía en que “hay más casas que se interponen... más
gente que se interpone, eso es todo”. Se jactaba de que “cuando actúas en una metrópoli sobreedificada,
tienes que abrirte camino con un hacha de carnicero”.1 Aquí la equiparación subconsciente —entre
animales muertos que serán descuartizados y comidos y “gente que se interpone”— es suficiente para
dejarnos sin respiración. Si Allen Ginsberg hubiese puesto tales metáforas en boca de su Moloch, nunca
se le habría permitido expresarlas impunemente: simplemente habrían parecido excesivas. El talento
de Moses para la crueldad extravagante, junto con su brillantez visionaria, su energía obsesiva y su
ambición megalomaníaca, le permitieron labrarse, a lo largo de los años, una reputación casi mitológica.
Se le veía como el último de una larga serie de constructores y destructores titánicos en la historia y la
mitología cultural: Luis XIV, Pedro el Grande, el barón Haussmann, José Stalin (aunque fanáticamente
anticomunista, Moses era muy aficionado a citar la máxima estalinista: “No se puede hacer una tortilla
sin romper los huevos”), Bugsy Siegel (constructor magistral de la masa, creador de Las Vegas), “Kingfish”
Huey Long; el Tamburlaine de Marlowe; el Fausto de Goethe; el capitán Ahab; Mr. Kurtz; el ciudadano
Kane. Moses hizo todo lo que pudo por elevarse a una altura de gigante e incluso llegó a disfrutar de su
creciente reputación de monstruo, la cual creía intimidaría al público y mantendría a raya a sus posibles
oponentes.
Sin embargo, al final —después de cuarenta años— la leyenda que cultivara contribuyó a

1 Estas declaraciones son citadas por Robert Caro en su monumental estudio, The power broker: Robert Moses and the fall of
New York, Knopf, 1974, pp. 849, 876. El pasaje del “hacha de carnicero” ha sido tomado de las memorias de Robert Moses,
Public works: a dangerous trade, McGraw-Hill, 1970. La valoración de Moses de la autopista del Bronx fue realizada en una
entrevista con Caro. The power broker es la fuente principal de mi relato acerca de la carrera de Moses. Véase también mi
artículo sobre Caro y Moses, “Buildings are judgement: Robert Moses and the romance of construction”, Ramparts, marzo
de 1975, y el simposio en el número de junio.

Sólo uso con fines educativos 169


acabar con él: le acarreó miles de enemigos personales, algunos de ellos tan resueltos y llenos de
recursos como el propio Moses, que, obsesionados con él, se dedicaron apasionadamente a poner
coto al hombre y sus máquinas. A finales de la década de 1960 lo consiguieron finalmente: Moses fue
paralizado y privado de su poder para construir. Pero su obra nos rodea todavía, y su espíritu continúa
acosando nuestras vidas públicas y privadas.
Resulta fácil especular sobre el poder personal y el estilo de Moses. Pero hacer hincapié en esto
tiende a oscurecer una de las fuentes primarias de su amplia autoridad: su habilidad para convencer
a un público masivo de que era el vehículo de fuerzas impersonales de la historia, el espíritu en
movimiento de la modernidad. Durante cuarenta años fue capaz de apropiarse de la visión de lo
moderno. Oponerse a sus puentes, túneles, autopistas, urbanizaciones, embalses, estadios, centros
culturales, era —o así lo parecía— oponerse a la historia, al progreso, a la propia modernidad. Y pocas
personas, especialmente en Nueva York, estaban dispuestas a hacerlo. “Hay personas a las que les
gustan las cosas tal como están. No puedo darles ninguna esperanza. Tienen que seguir avanzando.
Este es un gran Estado, y hay otros Estados. Que se vayan a las Rocosas”. 2 Moses tocó una cuerda que
durante más de un siglo ha sido vital para los neoyorquinos: nuestra identificación con el progreso, con
la renovación y la reforma, con la perpetua transformación de nuestro mundo y de nosotros mismos.
Harold Rosemberg lo llamó “la tradición de lo Nuevo”. ¿Cuántos judíos del Bronx, semillero de todas
las formas de radicalismo, estaban dispuestos a luchar por el carácter sagrado de “las cosas tal como
están”? Moses estaba destruyendo nuestro mundo, y sin embargo parecía estar actuando en nombre
de los valores que nosotros habíamos abrazado.
Puedo recordarme contemplando desde arriba las obras de la autopista del Bronx, llorando por mi
barrio (cuya suerte preví con la precisión de una pesadilla), jurando guardar la memoria y el espíritu de
venganza, pero luchando asimismo con algunas de las perturbadoras ambigüedades y contradicciones
expresadas por la obra de Moses. El Grand Concourse, desde cuyas alturas observaba y pensaba, era
en nuestro distrito lo más parecido a un bulevar de París. Entre sus rasgos más destacados estaban
las hileras de grandes y espléndidos bloques de apartamentos de los años treinta: simples y claros
en sus formas arquitectónicas, ya fueran geométricamente angulosas o biomórficamente curvas; de
brillantes colores con sus ladrillos en contraste, sus aplicaciones de cromo y sus amplias superficies de
vidrio, bellamente intercaladas; abiertos al aire y la luz, como si quisieran proclamar la buena vida que
se ofrecía no sólo a los residentes de elite, sino a todos nosotros. El estilo de esos edificios, conocido
hoy día como art decó, en su origen fue llamado “moderno”. Para mis padres, que orgullosamente
describían a nuestra familia como una “familia moderna”, los edificios del Concourse representaban
el colmo de la modernidad. No podíamos permitirnos vivir en ellos —aunque vivíamos en un edificio
pequeño y modesto, pero aun así arrogantemente “moderno”, mucho más abajo— pero podían ser
admirados gratis, como las filas de maravillosos transatlánticos en el puerto (los edificios, hoy en día,
parecen buques de guerra ametrallados en el dique seco, mientras que los transatlánticos casi han
desaparecido).

2 Discurso ante la Junta de Urbanismo de Long Island, 1927, citado en Caro, p.275.

Sólo uso con fines educativos 170


Al ver cómo era derribado uno de los más encantadores de estos edificios para dejar paso a la
autopista, sentí una tristeza que, ahora puedo verlo, es endémica de la vida moderna. Pues a menudo
el precio de hacer avanzar y expandir la modernidad es la destrucción no sólo de instituciones y
ambientes “tradicionales” y “premodernos”, sino también —y aquí reside la verdadera tragedia— de
todo lo más vital y hermoso del propio mundo moderno. En el caso del Bronx, gracias a Robert Moses, la
modernidad del bulevar urbano fue sentenciada por obsoleta y hecha pedazos por la modernidad de
la autopista interestatal. ¡Sic transit! Ser moderno resultaba mucho más problemático y más peligroso
de lo que yo había pensado.
¿Cuáles fueron los caminos que llevaron a la autopista del Bronx? Las obras públicas organizadas
por Moses a partir de la década de 1920 expresaban una visión —o mejor dicho, una serie de visiones—
de lo que podía y debía ser la vida moderna. Quiero articular las formas características de modernismo
que Moses definió y realizó, para señalar sus contradicciones internas, sus amenazadoras corrientes
subterráneas —que salieron a la superficie en el Bronx— y su significado y valor perdurables para la
humanidad moderna.
El primer gran logro de Moses, hacia fines de la década de 1920, fue la creación de un espacio
público radicalmente diferente de todo lo que había existido con anterioridad: el parque estatal de
Jones Beach, en Long Island, justo fuera de los límites de la ciudad de Nueva York, a orillas del Atlántico.
Esta playa, que fue abierta en el verano de 1929 y ha celebrado recientemente su cincuentenario, es tan
enorme que fácilmente podría contener medio millón de personas en un tórrido domingo de julio, sin
dar la sensación de estar congestionada. Como paisaje, su característica más notable es la sorprendente
claridad del espacio y la forma: extensiones de arena absolutamente planas, deslumbrantemente
blancas, se extienden hacia el horizonte en una amplia banda recta, cortada por un lado por el claro,
puro e infinito azul del mar, y, por el otro, por la precisa línea ininterrumpida, de color marrón, del
paseo de acceso. El gran despliegue horizontal está jalonado por dos elegantes casas de baño art
decó, de madera, ladrillo y piedra, y a medio camino entre ellas, en el centro del parque, por un surtidor
monumental, en forma de columna, visible desde todas partes, que se eleva como un rascacielos,
evocando la grandeza de las formas urbanas del siglo XX simultáneamente complementadas y
negadas por este parque. Jones Beach ofrece un despliegue espectacular de las formas primarias
de la naturaleza —tierra, sol, agua, cielo— pero aquí la naturaleza aparece con una abstracta pureza
horizontal y una claridad luminosa que sólo la cultura puede crear.
Podemos apreciar la creación de Moses todavía más cuando nos damos cuenta (como explica Caro
con claridad) de que buena parte de este espacio era antes terreno pantanoso y baldío, inaccesible
e intransitable, hasta la llegada de Moses, y de que éste realizó una espectacular metamorfosis en
escasamente dos años. En Jones Beach hay otro tipo de pureza que es crucial. Allí no hay intrusión de
negocios o comercios modernos: no hay hoteles, casinos, transbordadores, lanchas costeras, saltos de
paracaídas, máquinas tragaperras, burdeles, altavoces, puestos de perritos calientes, letreros de neón;
no hay suciedad, ruidos, ni desorden.* De ahí que incluso cuando Jones Beach está ocupada por una

* Pero el espíritu de empresa norteamericano nunca se da por vencido. Los fines de semana, una procesión ininterrumpida
de avionetas vuela por encima de la orilla, escribiendo en el cielo o llevando carteles que anuncian las glorias de diversas

Sólo uso con fines educativos 171


multitud del tamaño de la población de Pittsburgh, su ambiente consigue seguir siendo notablemente
sereno. Contrasta radicalmente con Coney Island, sólo a unas pocas millas al oeste, a cuyo público
de clase media cautivó inmediatamente desde su apertura. Toda la densidad e intensidad, el ruido y
el movimiento anárquicos, la vitalidad desharrapada que se expresan en las fotografías de Weegee y
en los grabados de Reginald Marsh y son celebrados simbólicamente en “A Coney Island of the mind”,
[“Una Coney Island mental”] de Lawrence Ferlinghetti, son borrados del mapa en el paisaje visionario
de Jones Beach.**
¿Qué aspecto tendría una Jones Beach mental? Sería difícil de expresar en poesía, o en cualquier
clase de lenguaje simbólico que dependiera del movimiento dramático y del contraste para causar
impacto. Pero podemos ver sus formas en las pinturas diagramáticas de Mondrian, y más tarde en
el minimalismo de los años sesenta, en tanto que las tonalidades de su color pertenecen a la gran
tradición del paisaje neoclásico, desde Poussin, pasando por el joven Matisse, hasta Milton Avery. En un
día de sol, Jones Beach nos transporta el gran romance del Mediterráneo, de la claridad apolínea, de la
luz perfecta sin sombras, la geometría cósmica, las perspectivas ininterrumpidas que se extienden hacia
un horizonte infinito. Este romance es por lo menos tan viejo como Platón. Su devoto más apasionado
e influyente en el mundo moderno es Le Corbusier. En este texto, escrito el mismo año en que se abrió
Jones Beach, justo antes de la gran quiebra, delinea su sueño moderno clásico:

Si comparamos a Nueva York con Estambul, podemos decir que una es un cataclismo y la otra
un paraíso terrenal.
Nueva York es excitante y perturbadora. También lo son los Alpes; también lo es una tem-
pestad; también lo es una batalla. Nueva York no es hermosa, y si estimula nuestras actividades
prácticas, hiere nuestro sentido de la felicidad [...].
Una ciudad puede abrumarnos con sus líneas quebradas; el cielo es desgarrado por sus
perfiles hirsutos. ¿Dónde encontraremos reposo?
Si vas al Norte, las agujas festoneadas de las catedrales reflejan la agonía de la carne, los
sueños punzantes del espíritu, el infierno y el purgatorio, los pinares vistos a través de la luz
pálida y la niebla fría.
Nuestros cuerpos piden sol.
Hay ciertas formas que dan sombra.3

marcas de soda, vodka, dicos y sex-clubs, políticos y proposiciones locales. Ni siquiera Moses pudo encontrar la forma de
impedir el acceso de los negocios y los políticos al cielo.
** Coney Island compendia lo que el arquitecto holandés Rem Koolhaas llama “la cultura de la congestión”: Delirious New
York: a retrospective manifesto for Manhattan, especialmente pp. 21-65. Koolhaas ve en Coney Island un prototipo, una
especie de ensayo, de la “ciudad de torres”, intensamente vertical, de Manhattan; compárese con el despliegue radical-
mente horizontal de Jones Beach, sólo acentuado por el surtidor, la única estructura vertical permitida.
3 L’urbanisme, pp. 64-66. Véase Koolhaas, pp. 199-223, acerca de Le Corbusier y Nueva York.

Sólo uso con fines educativos 172


Le Corbusier quiere estructuras que opongan la fantasía de un sur sereno y horizontal a
las realidades sombrías y turbulentas del norte. Jones Beach, justo más allá del horizonte de los
rascacielos de Nueva York, es una concreción ideal de este romance. Es irónico que, aunque Moses
vivió en perpetuo conflicto, lucha, Sturm und Drang, su primer triunfo y aquel del cual parecía estar más
orgulloso medio siglo más tarde, fue un triunfo de luxe, calme, et volupté. Jones Beach es el Rosebud
gigantesco de este ciudadano Cohen.
Las parkways (vías-parque) de Northern y Southern State, de Moses, que llevan desde Queens
a Jones Beach y más allá, abrieron una dimensión nueva a la pastoral moderna. Estas vías, con su
artístico paisaje y su fluida circulación, aunque un tanto raídas después de medio siglo, todavía están
entre las más bellas del mundo. Pero su belleza no emana (como, por ejemplo, la de la autopista de
la costa de California o la senda de los Apalaches) del entorno natural que rodea la ruta: surge del
ambiente creado artificialmente por la propia ruta. Incluso si estas vías-parque no unieran nada ni
llevaran a ninguna parte, seguirían constituyendo una aventura en sí mismas. Esto es especialmente
válido para la vía-parque de Northern State, que atraviesa la zona de las suntuosas fincas que Scott
Fitzgerald inmortalizara en El gran Gatsby* (1925). Los primeros paisajes viales de Moses en Long Island
representan un intento moderno de recrear lo que el narrador de Fitzgerald, en la última página de
la novela, describe como “la vieja isla que en otros tiempos floreciera ante los ojos de los marineros
holandeses: el pecho fresco y verde del nuevo mundo”. Pero Moses hizo que este pecho sólo fuera
asequible por mediación de ese otro símbolo tan querido para Gatsby: la luz verde. Sus vías-parque sólo
podían ser conocidas desde el coche particular: sus pasos a nivel fueron construidos deliberadamente
demasiado bajos para que los autobuses pasaran por ellos, de modo que el transporte público no
pudiera llevar grandes masas de la ciudad a la playa. Este era un jardín característicamente tecno-
pastoral, abierto únicamente a quienes estuvieran en posesión de las máquinas más recientes —era,
recordemos, la época del Ford T—, y una forma de espacio público singularmente privatizada. Moses
utilizó el diseño físico como medio de criba social, para cribar a todos aquellos que no tuvieran sus
propias ruedas. Moses, que nunca aprendió a conducir, se estaba convirtiendo en el hombre de
Detroit en Nueva York. Para la gran mayoría de los neoyorquinos, no obstante, su verde nuevo mundo
solamente ofrecía una luz roja.
Jones Beach y las primeras vías-parque de Moses en Long Island deben ser situados en el contexto
del crecimiento espectacular de las actividades e industrias del esparcimiento durante el boom
económico de los años veinte. Estos proyectos en Long Island tenían por finalidad abrir un mundo
pastoral justo más allá de los límites de la ciudad, un mundo hecho para las vacaciones, el juego y
la diversión... para quienes tuvieran el tiempo y los medios para salir. Las metamorfosis de Moses
durante los años treinta deben de ser vistas a la luz de las grandes transformaciones en el significado

* Esto generó encarnizados conflictos con los propietarios de las fincas, y permitió que Moses adquiriera fama de defen-
sor del derecho del pueblo al aire puro, el espacio abierto y la libertad de movimientos. “Era estimulante trabajar para
Moses”, recordaba uno de sus ingenieros medio siglo más tarde. “Hacía que te sintieras como parte de algo grande. Eras
tú el que luchabas por el pueblo, contra esos ricos propietarios de fincas y legisladores reaccionarios [...]. Era casi como
una guerra” (Caro, pp. 228, 273). De hecho, sin embargo, como demuestra Caro, prácticamente todas las tierras de las
que Moses se apropió eran pequeñas viviendas y granjas familiares.

Sólo uso con fines educativos 173


de la construcción misma. Durante la gran depresión, mientras las industrias y los negocios privados
se hundían y el desempleo masivo y la desesperación se incrementaban, la construcción dejó de ser
una empresa privada para convertirse en una pública, y en un imperativo público, serio y urgente.
Prácticamente todas las obras importantes realizadas en los años treinta —puentes, parques, carreteras,
túneles, embalses— fueron realizadas con dinero federal, bajo los auspicios de los grandes organismos
del New Deal: CWA, PWA, CCC, FSA, TVA. Estos proyectos fueron planificados en torno a objetivos sociales
complejos y bien articulados. Primero, tenían por fin crear negocios, aumentar el consumo y estimular
el sector privado. Segundo, darían trabajo a millones de desempleados, contribuyendo a comprar la paz
social. Tercero, acelerarían, concentrarían y modernizarían las economías de las regiones en que eran
construidas, desde Long Island a Oklahoma. Cuarto, ampliarían el significado de “lo público”, haciendo
demostraciones simbólicas de cómo la vida en Estados Unidos podía ser enriquecida, tanto material
como espiritualmente, a través de las obras públicas. Finalmente, con su utilización de estimulantes
nuevas tecnologías, los grandes proyectos del New Deal encarnaban la promesa de un futuro glorioso
que comenzaba a surgir en el horizonte, un nuevo día no sólo para unos cuantos privilegiados, sino
para la totalidad de la nación.
Moses fue quizá la primera persona en Estados Unidos que captó las inmensas posibilidades
del interés de la Administración Roosevelt por las obras públicas; captó también la medida en que el
destino de las ciudades de Estados Unidos iba a ser fraguado, a partir de entonces, en Washington.
Ahora en posesión del cargo de comisionado de parques estatales y urbanos, estableció vínculos
estrechos y duraderos con los planificadores más enérgicos e innovadores de la burocracia del New
Deal. Aprendió cómo liberar millones de dólares de fondos federales en un tiempo notablemente
breve. Luego, contratando un equipo de planificadores e ingenieros de primera fila (principalmente
procedentes de las filas del desempleo), movilizó un ejército laboral de 80 000 hombres y se puso a
trabajar en un gran programa de choque para regenerar los 1 700 parques de la ciudad (todavía más
degradados en el nadir de la Depresión que hoy) y crear cientos de parques nuevos, además de cientos
de campos de juego y varios zoos. A finales de 1934, Moses acabó el trabajo. No solamente hizo gala
de sus dotes para una brillante administración y ejecución; también comprendió el valor de realizar las
obras públicas como si fuesen espectáculos públicos. Llevó a cabo el reordenamiento de Central Park
y la construcción de su zoo y su estanque trabajando veinticuatro horas diarias, durante los siete días
de la semana: brillaban los focos y refulgían los martillos mecánicos durante toda la noche, con lo que
no sólo se aceleraban las obras, sino que también se creaba un nuevo espacio de representación que
mantenía cautivado al público.
Los mismos obreros parecían contagiados de su entusiasmo: además de mantener el ritmo
infatigable impuesto por Moses y sus capataces de paja, en realidad se adelantaban a ellos, tomando la
iniciativa, aportando ideas nuevas y yendo por delante de los planes, de manera que los ingenieros se
veían obligados una y otra vez a volver a sus mesas a la carrera y reelaborar los planes para incluir los
progresos que los obreros habían realizado por su propia cuenta.4 Este es el romance moderno de la
construcción en su mejor momento, el romance celebrado por el Fausto de Goethe, por Carlyle y Marx,

4 Para detalles sobre este episodio. Caro, pp. 368-372.

Sólo uso con fines educativos 174


por los constructivistas de los años veinte, por las películas sobre la construcción soviética del período
del plan quinquenal, y los documentales de la TVA y la FSA y los murales de la WPA de finales de los
años treinta. Lo que en este caso dio autenticidad y realidad especial al romance que el hecho de que
inspiró efectivamente a los hombres que ejecutaron las obras. Al parecer fueron capaces de encontrar
sentido y estímulo en un trabajo físicamente agotador y mal pagado, porque tenían una cierta visión
de la obra en su totalidad y creían en su valor para la comunidad de la cual formaban parte.
El tremendo aplauso público que Moses recibió por sus obras en los parques de la ciudad le sirvió
como trampolín hacia algo que para él significaba mucho más que los parques. Se trataba de un
sistema de autopistas, vías-parque y puentes que entrelazarían toda el área metropolitana: la autopista
elevada del West Side, que se extendería a lo largo de Manhattan, cruzando el nuevo puente Henry
Hudson de Moses, hasta el Bronx, y a través de éste, hasta Westchester; el Belt Parkway, que rodearía la
periferia de Brooklyn desde el East River al Atlántico, unido a Manhattan a través del Brooklyn-Battery
Tunnel (Moses habría preferido un puente) y al Southern State; y —éste era el meollo del sistema— el
proyecto Triborough, una red enormemente compleja de puentes, accesos y vías-parque que unirían a
Manhattan, el Bronx y Westchester con Queens y Long Island.
Estos proyectos eran increíblemente caros, pero Moses se las arregló para convencer a Washington
de que pagara la mayoría de ellos. Técnicamente eran brillantes: la ingeniería de Triborough todavía
es un texto clásico en nuestros días. Contribuyeron, al decir de Moses, a “entretejer los cabos sueltos y
los márgenes deshilachados de la tapicería arterial metropolitana de Nueva York” y a dar a esa región
enormemente compleja una unidad y una coherencia que nunca había tenido. Crearon una serie de
nuevos y espectaculares accesos visuales a la ciudad, mostrando la magnificencia de Manhattan desde
muchos nuevos ángulos —desde el Belt Parkway, el Gran Central, el alto West Side— y nutriendo a
toda una nueva generación de fantasías urbanas.* La ribera del Hudson, en la parte alta de la ciudad,
uno de los más bellos paisajes urbanos de Moses, es especialmente impresionante cuando nos damos
cuenta de que (como muestra Caro en imágenes) era un erial con chabolas y basureros hasta que él
llegó. Cruzas el puente George Washington, y bajas, das la vuelta y te deslizas por la suave curva de la
autopista del West Side; las luces y las torres de Manhattan relampaguean y resplandecen ante tus ojos,
elevándose sobre el verdor lozano del Riverside Park, y aun si eres el más mortal enemigo de Moses
—o, en este caso, de Nueva York— te sientes conmovido: sabes que estás en casa una vez más, que la
ciudad está ahí para ti, y puedes agradecer esto a Moses.
En los últimos años de la década de 1930, cuando Moses estaba en la cúspide de su creatividad,
fue canonizado en el libro que, más que cualquier otro, estableció el modelo del movimiento moderno
en arquitectura, urbanismo y diseño: Space, time and architecture, de Sigfried Giedion. La obra de

* Por otra parte, estos proyectos hicieron una serie de incursiones drásticas y casi fatales en la cuadrícula de Manhattan.
Koolhaas, en Delirious New York, p. 15, explica incisivamente la importancia de este sistema para el ambiente neoyorqui-
no: “la disciplina bidimensional de la cuadrícula crea una libertad nunca soñada para la anarquía tridimensional. La cua-
drícula define un nuevo equilibrio entre el control y el descontrol [...]. Con su imposición, Manhattan está inmunizado
para siempre contra toda [nueva] intervención totalitaria. En una sola manzana —el área más amplia posible que puede
caer bajo el control arquitectónico— desarrolla una unidad máxima de ego urbanístico”. Fueron precisamente estas fron-
teras del ego urbano las que el ego del propio Moses intentó hacer desaparecer.

Sólo uso con fines educativos 175


Giedion, que se dio a conocer primero en forma de conferencias en Harvard en 1938-1939, desarrollaba
la historia de tres siglos de diseño y planificación modernos y presentaba la obra de Moses como su
culminación. Giedion ofrecía grandes fotografías de la recién terminada autopsia del West Side, el
cruce de trébol de la isla de Randall y el cruce de corbata del Grand Central Parkway. Estas obras, decía,
“demostraron las grandes posibilidades inherentes a nuestra época”. Giedion comparaba las vías-parque
de Moses con la pintura cubista, con las esculturas y los móviles abstractos y con las películas. “Como
sucede con muchas de las creaciones nacidas del espíritu de esta época, la belleza y el significado de
la vía-parque no pueden ser captados desde un único punto de observación, como era posible hacerlo
desde una ventana del castillo de Versalles. Sólo el movimiento puede revelarlos, siguiendo el flujo
permanente, como prescriben las reglas del tráfico. La sensación de espacio-tiempo de nuestra época
raras veces se puede sentir con tanta precisión como cuando se conduce”. 5
Así pues, los proyectos de Moses no sólo marcaron una nueva fase en la modernización del espacio
urbano, sino también un nuevo paso en la visión y el pensamiento modernistas. Para Giedion y toda la
generación de los años treinta —formalistas y tecnócratas seguidores de Le Córbusier o del Bauhaus,
marxistas, incluso neopopulistas agrarios— estas vías-parque crearon un campo mágico, una especie
de cenador romántico en el que podían entrelazarse el modernismo y el pastoralismo. Moses parecía
ser la única figura pública mundial que comprendía “la concepción espaciotemporal de nuestra época”;
además tenía “la energía y el entusiasmo de un Haussmann”. Esto lo hacía ser “singularmente capaz,
como lo fue el propio Haussmann, de responder a las oportunidades y necesidades de la época” y
estar singularmente capacitado para construir “la ciudad del futuro” en nuestros días. En 1806, Hegel
consideró a Napoleón el Weltseele [alma del mundo] a caballo; en 1939, para Giedion, Moses tenía la
apariencia del Weltgeist [espíritu del mundo] sobre ruedas.
Otra apoteosis de Moses fue la de la Feria Mundial de Nueva York, en 1939-1940, inmensa
celebración de la tecnología y la industria modernas: “Construyendo el Mundo de Mañana”. Dos de los
pabellones más populares de la feria —el Futurama de la General Motors, de orientación comercial,
y el utópico Democracity— mostraban autopistas urbanas elevadas y vías-parque arteriales que
unirían el campo y la ciudad, precisamente como las recién construidas por Moses. Los visitantes, en el
camino de ida y vuelta de la feria, mientras recorrían las rutas de Moses y cruzaban sus puentes, podían
experimentar directamente parte de ese futuro visionario, y ver que aparentemente, funcionaba.*
Moses, en su calidad de Comisionado de Parques, había reunido el terreno en el que se realizaría la
feria. Con la velocidad del relámpago, unos costes mínimos y su típica mezcla de amenaza y amabilidad,
había arrebatado a cientos de propietarios un terreno de las dimensiones del centro de Manhattan.

5 Space, time and architecture, pp. 823-832 [Espacio, tiempo y arquitectura, Barcelona, Dossat, 6ª ed. 1979].
* Walter Lippmann parece haber sido uno de los pocos en comprender las implicaciones a largo plazo y los costes ocul-
tos de este futuro. “La General Motors ha gastado una pequeña fortuna en convencer al público norteamericano”, escribía,
“de que si desea disfrutar del pleno beneficio de la empresa privada en la fabricación de automóviles, tendrá que recons-
truir sus ciudades y sus carreteras a través de la empresa pública”. Esta correcta profecía es citada por Warren Susman en
su excelente ensayo “The people‘s fair: cultural contradictions of a consumer society”, incluido en el catálogo del Queens
Museum, Dawn of a new day: the New York World’s Fair, 1939/40, NYU, 1980, p. 25. Este volumen, que incluye interesantes
ensayos de diversos autores y espléndidas fotografías, es el mejor libro sobre la feria.

Sólo uso con fines educativos 176


En este asunto, el logro que más lo enorgullecía fue haber destruido los memorables montículos de
cenizas y basura de Flushing, inmortalizados por Scott Fitzgerald como uno de los grandes símbolos
modernos del desperdicio industrial y humano:

un valle de cenizas, una granja fantástica donde las cenizas crecen como trigo, formando
lomas, colinas y jardines grotescos; donde las cenizas toman forma de casas y chimeneas y
humo que se eleva y, finalmente, con un esfuerzo trascendente, de hombres que se mueven
vagamente y se desmoronan en el aire polvoriento. Ocasionalmente, una línea de coches gri-
ses se arrastra siguiendo una huella invisible, emite un crujido horrible y queda en reposo, e
inmediatamente los hombres gris ceniza se arremolinan con sus espaldas de plomo, y levan-
tan una nube impenetrable, que oculta a nuestra vista sus oscuras operaciones.

(El gran Gatsby, capítulo 2)

Moses hizo desaparecer esta escena espantosa, transformando el lugar en el núcleo del recinto
ferial, y más tarde en Flushing Meadow Park. Esta acción provocó en él una rara efusión de lirismo
bíblico; invocó el hermoso pasaje de Isaías (61:1-4) que dice: “el Señor me ha ungido y me ha enviado
para predicar la buena nueva a los abatidos, y sanar a los de quebrantado corazón; para anunciar la
libertad de los cautivos y la liberación a los encarcelados [... para darles] en vez de cenizas una corona
[...] Restaurarán las ciudades asoladas, los escombros de muchas generaciones”. Cuarenta años más
tarde, en sus últimas entrevistas, todavía señalaba este hecho con especial orgullo: “Soy el hombre que
destruyó el Valle de las Cenizas, poniendo en su lugar una corona”. Con esto —con la fe ferviente de que
la tecnología y la organización social modernas podían crear un mundo sin cenizas— llegó a su fin el
modernismo de los años treinta.
¿Qué hizo que las cosas fueran mal? ¿Cómo se volvieron amargas las visiones modernas de los
años treinta en el curso de su realización? La totalidad de la historia exigiría mucho más tiempo para
ser descifrada y mucho más espacio para ser contada de los que tengo aquí y ahora. Pero podríamos
replantear las preguntas de manera más limitada, que encaje en la órbita de este libro: ¿Qué fue lo
que llevó a Moses —y a Nueva York y a los Estados Unidos— de la destrucción del Valle de las Cenizas
en 1939 a la creación de unos eriales modernos mucho más espantosos y más incultivables una
generación más tarde, a sólo unos cuantos kilómetros de distancia? Debemos buscar las sombras en las
visiones luminosas de los propios años treinta.
El lado oscuro estuvo siempre presente en el propio Moses. He aquí el testimonio de Frances
Perkins, ministra de Trabajo con Franklin Delano Roosevelt, quien durante muchos años trabajó
junto a Moses y admiró durante toda su vida. Recuerda el sincero cariño popular por Moses durante
los primeros años del New Deal, cuando construía patios de juego en Harlem y el Lower East Side; sin
embargo la perturbó descubrir que él, por su parte, “no quiere a la gente”.

Esto me perturbaba, porque él hacía todas esas cosas por el bienestar del pueblo [...]. Para él,
eran personas deleznables, sucias, que tiraban botellas en Jones Beach. “¡Ya verán! ¡Les ense-

Sólo uso con fines educativos 177


ñaré!” Ama al público, pero no como personas. El público es para él [...] una gran masa amorfa
que necesita bañarse, que necesita airearse, que necesita esparcimiento, pero no por motivos
personales, sino simplemente para ser un público mejor.6

“Ama al público, pero no como personas.” Dostoievski nos advirtió repetidamente que la
combinación de amor a la “humanidad” y odio a las personas reales era uno de los riesgos fatales de
la política moderna. Durante la época del New Deal, Moses consiguió mantener un equilibrio precario
entre los dos polos ofreciendo una felicidad real no sólo al “público” al que amaba, sino también a las
personas a las que aborrecía. Pero nadie puede mantener semejante equilibrio para siempre. “¡Ya verán!
¡Les enseñaré!” Aquí la voz es inconfundiblemente la de Mr. Kurtz: “Era muy sencillo”, dice el narrador
de Conrad, “y al fin de cada sentimiento idealista, resplandecía ante ti, brillante y terrorífico, como un
relámpago en un cielo sereno: ‘¡Exterminad a todas las bestias’!”. Debemos saber cuál fue para Moses
el equivalente al comercio de marfil africano de Mr. Kurtz, qué oportunidades históricas y fuerzas
institucionales abrieron las compuertas de sus impulsos más peligrosos: ¿Cuál fue el camino que lo
llevó del radiante “darle en vez de cenizas una corona” a “tienes que abrirte camino con un hacha de
carnicero”, a la oscuridad que desgarró el Bronx?
En parte la tragedia de Moses fue que uno de sus grandes logros no sólo lo corrompió, sino que
finalmente lo minó. Este triunfo, al contrario que las obras públicas de Moses, en su mayor parte fue
invisible: sólo a finales de la década de 1950 comenzó a ser percibido por los periodistas. Fue la creación
de una enorme red interrelacionada de “autoridades públicas” capaces de reunir sumas de dinero
prácticamente ilimitadas para destinarlas a obras, de las que no se rendía cuentas a ningún poder,
ejecutivo, legislativo o judicial.7
La institución inglesa de la “autoridad pública”, fue injertada en la Administración pública
de los Estados Unidos a comienzos del siglo XX. Se le otorgó poderes para vender bonos para la
construcción de determinadas obras públicas, como por ejemplo puentes, puertos, ferrocarriles.
Una vez terminado el proyecto, cobraría peajes por su uso hasta que los bonos fueran pagados; en
ese punto normalmente dejaría de existir, y cedería la obra pública al Estado. Moses, sin embargo,
comprendió que no había razones para que una autoridad se limitara en el tiempo y el espacio:
mientras entrara dinero —digamos de los peajes del puente de Triborouhg— y mientras el
mercado de bonos fuese estimulante, una autoridad podría cambiar sus antiguos bonos por otros
nuevos, cobrar más dinero, construir más obras; mientras siguiera entrando dinero (todo él libre
de impuestos), los bancos y las instituciones inversoras estarían encantados de suscribir nuevas

6 Frances Perkins, Oral history reminiscences, Columbia University Collection, citado en Caro, p. 318.
7 Un análisis definitivo de las autoridades públicas en Estados Unidos se puede encontrar en Annemarie Walsh, The public’s
business: the politics and practices of government corporations, MIT, 1978, especialmente capítulos 1, 2, 8, 11, 12. El libro de
Walsh contiene bastantes materiales de interés acerca de Moses, pero Walsh sitúa la obra de Moses en un vasto contexto
social e institucional que Caro tiende a dejar de lado. Robert Fitch, en un perspicaz ensayo de 1976, “Planning New York”
trata de deducir todas las actividades de Moses de la agenda de cincuenta años establecida por los financieros y funcio-
narios de la Regional Plan Association; aparece en Roger Alcaly y David Mermelstein, comps., The fiscal crisis of American
cities, Random House, 1977, pp. 247-284.

Sólo uso con fines educativos 178


emisiones de bonos, y la autoridad podría seguir construyendo indefinidamente. Una vez que los
bonos iniciales estuviesen pagados, no sería necesario acudir al gobierno federal, estatal o municipal
o a personas, en busca de dinero para construir. Moses probó en los tribunales que ningún gobierno
tenía derecho legal ni siquiera a mirar los libros de una autoridad. Entre finales de la década de 1930 y
finales de la de 1950, Moses creó o se hizo cargo de una docena de estas autoridades —para parques,
puentes, autopistas, túneles, centrales eléctricas, renovación urbana, etcétera—, integrándolas en una
máquina inmensamente poderosa, una máquina con innumerables ruedas dentro de otras ruedas,
que transformó a sus engranajes en millonarios, incorporando a miles de hombres de negocios y
políticos a su cadena de producción, arrastrando inexorablemente a millones de neoyorquinos en su
rotación cada vez más amplia.
En la década de 1930, Kenneth Burke sugirió que, pensemos lo que pensemos del valor social
de Standard Oil y U. S. Steel, la obra de Rockefeller y Carnegie como creadores de estos complejos
gigantes tenía que ser valorada como triunfo del arte moderno. La red de Moses de autoridades
públicas claramente no desentona en esta compañía. Cumple uno de los primeros sueños de la
ciencia moderna, sueño renovado en muchas formas del arte del siglo XX: la creación de un sistema en
movimiento perpetuo. Pero el sistema de Moses, aun cuando constituye un triunfo del arte moderno,
comparte algunas de las ambigüedades más profundas de ese arte. Lleva tan lejos la contradicción
entre “el público” y las personas que finalmente ni siquiera las personas que están en el centro del
sistema —ni siquiera el propio Moses— conservan la autoridad para dar forma al sistema y controlar
sus movimientos en perpetua expansión.
Si volvemos a la “biblia” de Giedion, comprenderemos algunos de los sentidos más profundos de la
obra de Moses, que el propio Moses nunca captó realmente. Giedion veía en el puente de Triborough,
el Grand Central Parkway, la autopista del West Side, expresiones de “la nueva forma de la ciudad”. Esta
forma exigía “una escala diferente a la de la ciudad existente, con sus rues corridors [calles corredores] y
su división rígida en pequeñas manzanas”. Las nuevas formas urbanas no podían funcionar libremente
dentro del marco de la ciudad del siglo XIX: por lo tanto, “es la actual estructura de la ciudad la que
debe cambiar”. El primer imperativo era éste: “Ya no queda lugar para la calle de la ciudad; no se puede
permitir que persista”. Giedion adoptaba un tono de voz imperial en este punto que recordaba mucho
al del propio Moses. Pero la destrucción de las calles de la ciudad era, para Giedion, únicamente un
comienzo. Las autopistas de Moses “miran hacia adelante en el tiempo, cuando, una vez realizada la
necesaria cirugía, la ciudad hinchada artificialmente se vea reducida a su tamaño natural”.
Dejando a un lado las peculiaridades de la visión de Giedion (¿qué hace que un tamaño de una
ciudad sea más “natural” que cualquier otro?), vemos aquí cómo el modernismo toma una nueva y
espectacular dirección: el desarrollo de la modernidad ha hecho que la ciudad moderna misma resulte
pasada de moda, obsoleta. Ciertamente, las personas, visiones e instituciones de la ciudad han creado
la autopista: “A Nueva York corresponde el honor de la creación de la vía-parque”. 8 Ahora, sin embargo,
por una dialéctica aciaga, porque la ciudad y la autopista no van juntas, la ciudad debe desaparecer.

8 Space, time and architecture, pp. 831-832.

Sólo uso con fines educativos 179


Ebenezer Howard y los discípulos de su “ciudad jardín” han estado sugiriendo algo así desde comienzos
de siglo (véase supra, capítulo 4). La misión histórica de Moses, desde su perspectiva, es crear una nueva
realidad superurbana que deje bien claro el carácter obsoleto de la ciudad. Para Giedion, atravesar el
puente de Triborough es entrar en un nuevo “continuo espacio-tiempo” que deja atrás, para siempre,
la metrópoli moderna. Moses ha demostrado que es innecesario esperar un futuro remoto: tenemos la
tecnología y los medios organizativos para enterrar la ciudad aquí y ahora.
Moses nunca tuvo la intención de hacer esto: a diferencia de los diseñadores de la “ciudad jardín”,
sentía un auténtico cariño por Nueva York —a su manera ciega— y nunca quiso hacerle daño. Sus
obras públicas, cualquiera que sea la opinión que nos merezcan, tenían por objeto agregar algo
a la vida ciudadana, no sustraérselo a la propia ciudad. Seguramente habría retrocedido ante la idea
de que la Feria Mundial de 1939, uno de los grandes momentos de la historia de Nueva York, sería el
vehículo de una visión que, tomada literalmente, representaría la ruina de la ciudad. Pero ¿cuándo
han comprendido las figuras históricas mundiales el significado a largo plazo de sus actos y obras?
Sin embargo, las grandes construcciones de Moses de los años veinte y treinta, en y alrededor de
Nueva York, sirvieron como ensayo para la reconstrucción infinitamente mayor de todo el tejido de
Norteamérica después de la segunda guerra mundial. Las fuerzas motrices de esta reconstrucción
fueron el Federal Highway Program, dotado con muchos miles de millones de dólares, y las amplias
iniciativas suburbanas en el campo de la vivienda de la Federal Housing Administration. Este nuevo
orden integró a toda la nación en un flujo unificado cuya alma fue el automóvil. Este orden concebía
las ciudades principalmente como obstáculos al tráfico y como escombreras de viviendas no unificadas
y de barrios decadentes, para escapar de los cuales se daría a los norteamericanos todas las facilidades.
Miles de barrios urbanos fueron dejados a un lado por este nuevo orden; lo que sucedió con mi Bronx
fue únicamente el ejemplo más importante y más espectacular de algo que estaba ocurriendo en todas
partes. Tres décadas de construcción masivamente capitalizada de autopistas y suburbanizaciones de
la FHA servirían para llevar a millones de personas y puestos de trabajos, y miles de millones de dólares
de capital invertido, fuera de las ciudades de Norteamérica, hundiendo a esas ciudades en la crisis y el
caos crónicos que hoy en día atenazan a sus habitantes. Este no era en absoluto el objetivo de Moses;
pero fue lo que inadvertidamente contribuyó a producir.*
Los proyectos de Moses de los años cincuenta y sesenta no tenían prácticamente nada de la belleza
de diseño y la sensibilidad humana que habían distinguido sus obras tempranas. Conduzca treinta
kilómetros más o menos por el Northern State Parkway (años veinte), gire entonces y cubra la misma
distancia siguiendo la Long Island Expressway paralela (años cincuenta/sesenta), reflexione y aflíjase.
Casi todo lo que Moses construyó después de la guerra fue construido en un estilo indiferentemente
brutal, hecho para abrumar e imponer respeto: monolitos de cemento y acero, desprovistos de visión,

* Por lo menos Moses fue lo suficientemente honesto como para llamar al hacha de carnicero por su nombre real, como
para reconocer la violencia y la devastación que había en el corazón de sus obras. Mucho más típica de la planificación
de la posguerra es una sensibilidad como la de Giedion, para quien “una vez realizada la necesaria cirugía, la ciudad hin-
chada artificialmente se veía reducida a su tamaño natural”. Este autoengaño genial, que supone que las ciudades pue-
den ser descuartizadas sin sangre, heridas, o gemidos de dolor, señala el camino a la “precisión quirúrgica” de los bom-
bardeos de Alemania, Japón y, más tarde, Vietnam.

Sólo uso con fines educativos 180


sutileza o juego, aislados de la ciudad que los rodea por grandes fosos de espacio vacío, impuestos
al paisaje con un feroz desprecio por cualquier clase de vida humana o natural. Ahora Moses parecía
burlonamente indiferente a la calidad humana de lo que hacía: la pura cantidad —de vehículos
en movimiento, toneladas de cemento, dólares recibidos y gastados— parecía ser lo único que lo
impulsaba. En esta última, y peor, de las fases de Moses, aparecen tristes ironías.
Las crueles obras que rompieron el Bronx (“más gente que se interpone, eso es todo”) formaron
parte de un proceso social cuyas dimensiones hicieron que hasta la megalomaníaca ansia de poder
de Moses pareciera insignificante. En los años cincuenta ya no construía de acuerdo con sus propias
visiones; más bien encajaba bloques enormes dentro de un molde preexistente de reconstrucción
nacional e integración social que él no había hecho ni había podido cambiar sustancialmente. Moses
fue en su mejor momento un auténtico creador de nuevas posibilidades materiales y sociales. En su
peor momento se volvería no tanto un destructor —aunque destruyó bastante— como un ejecutor
de directrices e imperativos que no eran los suyos. Había ganado el poder y la gloria abriendo nuevas
formas y medios para experimentar la modernidad como una aventura; utilizó ese poder y esa gloria
para institucionalizar la modernidad en un sistema de tristes e inexorables necesidades y aplastantes
rutinas. Irónicamente se convirtió en foco de la obsesión y el odio personales de la masa, incluyéndome
a mí, justo cuando había perdido la visión y la iniciativa personales y se había convertido en un Hombre
de la Organización; llegamos a conocerlo como el capitán Ahab de Nueva York en un punto en que,
aunque todavía llevaba el timón, había perdido el control del barco.
La evolución de Moses y sus obras en los años cincuenta subraya otro hecho importante en
relación con la evolución de la cultura y la sociedad de la posguerra: la escisión radical entre el
modernismo y la modernización. A lo largo de este libro he tratado de mostrar una interacción
dialéctica entre el despliegue de la modernización del medio —y particularmente del medio urbano—,
y el desarrollo del arte y el pensamiento modernistas. Esta dialéctica, crucial a lo largo de todo el siglo
XIX, siguió siendo vital para el modernismo de los años veinte y treinta; es fundamental en el Ulises de
Joyce, en Tierra baldía de Eliot, en Berlín, Alexanderplatz de Döblin, en El sello egipcio de Mandelstam,
en Léger, Tatlin y Eisenstein, en William Carlos Williams y Hart Crane, en el arte de John Marin y Joseph
Stella y Stuart Davis y Edward Hopper, en la ficción de Henry Roth y Nathanael West. En los años
cincuenta, no obstante, después de Auschwitz e Hiroshima, este proceso de diálogo había llegado a un
punto muerto.
No es que la cultura misma se hubiese estancado o vuelto regresiva: había abundancia de brillantes
artistas y escritores, en la cima de sus capacidades o cerca de ella. La diferencia es que los modernistas
de los años cincuenta no sacaban su inspiración o energía del medio moderno que los rodeaba. Desde
el triunfo de los expresionistas abstractos a las iniciativas radicales de Vavis, Mingus y Monk en jazz, La
caída de Camus, Esperando a Godot de Beckett, El barril mágico, de Malamud; y El yo dividido de Laing,
las obras más estimulantes de esta época están marcadas por la distancia radical de cualquier medio
común. El medio no es atacado, como lo fuera en tantos modernismos anteriores; simplemente no
existe.
Esta ausencia es dramatizada indirectamente en las que probablemente sean las novelas más
ricas y profundas de los años cincuenta, El hombre invisible de Ralph Ellison (1952) y El tambor de

Sólo uso con fines educativos 181


hojalata de Günter Grass (1959): ambos libros contenían manifestaciones brillantes de la vida política
y espiritual vivida en las ciudades del pasado reciente —Harlem y Danzig en los años treinta— pero
aunque ambos escritores se adelantaron cronológicamente, ninguno de los dos fue capaz de imaginar
o describir el presente, la vida de las ciudades y sociedades de la posguerra en que aparecieron sus
libros. Esta ausencia puede ser en sí misma la prueba más notoria de la pobreza espiritual del nuevo
ambiente de la posguerra. Irónicamente, esa pobreza podría haber nutrido efectivamente el desarrollo
del modernismo al forzar a los artistas y pensadores a echar mano de sus propios recursos y explorar
nuevas profundidades de espacio interior. Al mismo tiempo, corroyeron sutilmente las raíces del
modernismo al aislar su vida imaginaria del mundo moderno cotidiano en el que los hombres y las
mujeres reales tenían que moverse y vivir.9
La escisión entre el espíritu moderno y el entorno modernizado fue una fuente primaria de
angustia y reflexión a finales de la década de 1950. Al avanzar la década, las personas imaginativas se
empeñaron, cada vez más, no solamente en comprender este gran abismo, sino también, mediante el
arte, la acción y el pensamiento, en saltar por encima de él. Este fue el deseo que animó a libros tan
diversos como La condición humana de Hannah Arendt; Advertisments for myself de Norman Mailer, Life
Against Death de Norman O. Brown y Growing up absurd de Paul Goodman. Se convirtió en la obsesión
que los consumía, pero que no se consumaba, compartida por dos de los protagonistas más vitales de
la literatura de ficción de finales de la década de 1950: la Anna Wolf de Doris Lessing, cuyos cuadernos
rebosaban de confesiones incompletas y manifiestos inéditos en favor de la liberación, y el Moses
Herzog de Saul Bellow, cuyo medio de comunicación eran unas cartas inconclusas y nunca enviadas a
todos los grandes poderes de este mundo.
Finalmente, no obstante, las cartas fueron terminadas, firmadas y enviadas; gradualmente surgieron
nuevas formas del lenguaje modernista, a la vez más personal y más político que el lenguaje de los años
cincuenta, con el que los hombres y mujeres modernos pudieron enfrentarse a las nuevas estructuras
físicas y sociales que habían crecido en torno a ellos. En este nuevo modernismo, los motores y sistemas
gigantescos de la construcción de la posguerra desempeñaron un papel simbólico central. Por ejemplo,
en “Howl”, de Allen Ginsberg:

¿Qué esfinge de cemento y aluminio abrió su cráneo de un hachazo y devoró sus cerebros y
su imaginación? [...]
¡Moloch, la prisión incomprensible! ¡Moloch, la cárcel sin alma de las tibias cruzadas y el Con-
greso de las penas! ¡Moloch, cuyos edificios son el juicio![...]
¡Moloch, cuyos ojos son mil ventanas ciegas! ¡Moloch, cuyos rascacielos se levantan en las lar-
gas calles, como Jehovás infinitos!
¡Moloch, cuyas fábricas sueñan y graznan en la niebla! ¡Moloch, cuyas chimeneas y sus antenas
coronan las ciudades!

9 Acerca de los problemas y paradojas de ese período, el mejor análisis reciente es el ensayo de Morris Dickstein, “The cold
war blues”, que aparece como el capítulo 2 de sus Gates of Eden. Para una polémica interesante acerca de la década de
1950, véase el ataque de Hilton Kramer a Dickstein, “Trashing the fifties”, en The New York Times Book Review, 10 de abril de
1977, y la respuesta de Dickstein del 12 de junio.

Sólo uso con fines educativos 182


¡Moloch! ¡Moloch! ¡Apartamentos robot! ¡Suburbios invisibles! ¡Tesoros de esqueleto! ¡Capita-
les ciegos! ¡Industrias demoníacas! ¡Naciones espectrales!
¡Manicomios invisibles! ¡Veletas de granito!
¡Se deslomaron llevando a Moloch al Cielo! ¡Pavimentos árboles, radios, toneladas! ¡Llevando la
ciudad al Cielo que existe y está en todas partes, rodeándonos! [...]
¡Moloch, que temprano entrara en mi alma! ¡Moloch, en quien soy una conciencia sin cuer-
po! ¡Moloch, que asustándome me sacó de mi éxtasis natural! ¡Moloch, a quien me abandono!
¡Despertad en Moloch! ¡Desde el cielo la luz se derrama!

Aquí suceden muchas cosas notables. Ginsberg nos insta a que experimentemos la vida moderna
no como un yermo vacío, sino como una batalla épica y trágica de gigantes. Esta visión dota al
medio moderno y a sus hacedores de una energía demoníaca y de una talla histórica mundial que
probablemente supera incluso la que los Robert Moses de este mundo reclamarían para sí. Al mismo
tiempo, la visión tiene por objeto despertarnos, como lectores, para hacernos igualmente grandes,
ampliando nuestros deseos y nuestra imaginación moral hasta tal punto que nos atrevamos a
medirnos con los gigantes. Pero no podremos hacerlo hasta que reconozcamos sus deseos y poderes
en nosotros mismos: “Moloch, que temprano entrara en mi alma”. A partir de aquí, Ginsberg desarrolla
unas estructuras y unos procesos del lenguaje poético, una interacción entre relámpagos de luz y
estallidos de un mundo de imágenes desesperado, y una acumulación de líneas y más líneas solemnes,
repetitivas, salmódicas, que recuerdan y rivalizan con los rascacielos, las fábricas y las autopistas que
detesta. Irónicamente, aunque el poeta retrata el mundo de la autopista como la muerte de los cerebros
y la imaginación, su visión poética da vida a su inteligencia y su fuerza imaginativa subyacente: de
hecho, les da una vida más completa de la que sus propios constructores fueran capaces de darle.
Cuando mis amigos y yo descubrimos el Moloch de Ginsberg, y pensamos de inmediato en Moses,
no sólo estábamos cristalizando y movilizando nuestro odio; también estábamos dando a nuestro
enemigo la talla histórica mundial, la terrible grandeza que siempre había merecido, pero que nunca
recibió de quienes más lo amaban. No podían soportar dirigir la mirada al abismo nihilista que sus
palas mecánicas y sus apisonadoras habían abierto: de ahí que se les escaparan sus honduras. Por lo
tanto, sólo cuando los modernistas comenzaron a enfrentarse a las formas y sombras del mundo de la
autopista fue posible ver ese mundo tal como era.*
¿Comprendió Moses algo de este simbolismo? Difícil es saberlo. En las escasas entrevistas que
concedió durante los diez años transcurridos entre su retiro forzado10 y su muerte a los noventa y dos
años, todavía fue capaz de prorrumpir en denuestos hacia sus detractores, mostrarse desbordante de
ingenio, energía y tremendos proyectos, negarse, como Mr. Kurtz, a ser descartado. (“Todavía realizaré
mis ideas [...]. Les mostraré la que se puede hacer [...]. Volveré [...]”). Llevado incesantemente en su
limusina (uno de los pocos lujos que conservaba de sus años de poder) de arriba abajo por Long Island

* Para una versión ligeramente posterior de este enfrentamiento, muy diferente en sensibilidad, pero de igual poder inte-
lectual y visionario, véase “For the union dead”, de Robert Lowell, publicado en 1964.
10 Un relato detallado de este asunto se puede encontrar en Caro, pp. 1132-1144.

Sólo uso con fines educativos 183


soñaba con una gloriosa escollera azotada por las olas a lo largo de 150 kilómetros, o con el puente
más largo del mundo, que uniera Long Island con Rhode Island, cruzando el Sound.
Este anciano poseía una grandeza trágica innegable; pero no está claro que alcanzara alguna vez
el conocimiento de sí mismo que supuestamente acompaña a esa grandeza. Replicando a The power
broker, Moses apelaba dolidamente a todos nosotros: “¿No soy el hombre que destruyó el Valle de las
Cenizas, poniendo en su lugar una corona para la humanidad?” Es cierto, y por ello le debemos rendir
homenaje. Y sin embargo no destruyó realmente las cenizas, sólo las trasladó a otro lugar. Porque las
cenizas son parte de nosotros, por rectas y suaves que hagamos nuestras playas y autopistas, por
velozmente que conduzcamos —o nos conduzcan—, por lejos que lleguemos recorriendo Long Island.

II. LOS AÑOS SESENTA: UN GRITO EN LA CALLE

–La historia —dijo Stephen— es una pesadilla de la que trato de despertar.


Desde el campo de juego, los muchachos levantaron un griterío. Un silbato
vibrante: gol ¿Y si esa pesadilla te tirase una coz?
–Los caminos del Creador no son nuestros caminos —dijo el señor Deasey.
Toda la historia se mueve hacia una gran meta, la manifestación de Dios.
Stephen sacudió el pulgar hacia la ventana, diciendo:
–Eso es Dios.
¡Hurra! ¡Ay! ¡Jurrují!
–¿Qué? —preguntó el señor Deasy.
–Un grito en la calle —contestó Stephen.

James Joyce, Ulises

Estoy por un arte que te diga qué hora es o dónde está la calle tal. Estoy por
un arte que ayude a las ancianitas a cruzar la calle.

Claes Oldenburg

El mundo de la autopista, el medio moderno surgido después de la segunda guerra mundial,


alcanzaría la cima del poder y la confianza en sí mismo en los años sesenta, en los Estados Unidos
de la Nueva Frontera, la Gran Sociedad, el Apolo en la luna. Me he centrado en Robert Moses como
agente neoyorquino y encarnación de ese mundo, pero el secretario de Defensa, McNamara, el
almirante Rickover, el director de la NASA, Gilruth, y muchos otros, estaban librando batallas similares
utilizando la misma energía y crueldad, mucho más allá del Hudson, e incluso más allá del planeta
Tierra. Los desarrollistas y los devotos del mundo de la autopista lo presentaban como el único mundo
moderno posible: oponerse a ellos y a sus obras era oponerse a la modernidad misma, luchar contra la
historia y el progreso, ser un ludista, un escapista atemorizado ante la vida y la aventura, el cambio y el

Sólo uso con fines educativos 184


crecimiento. Esta estrategia fue eficaz porque, efectivamente, la gran mayoría de hombres y mujeres
modernos no quieren oponerse a la modernidad: sienten su estímulo y creen en sus promesas, aun
cuando obstaculizan su camino.
Antes de poder luchar eficazmente contra los Molochs del mundo moderno, era necesario
desarrollar un vocabulario modernista de oposición. Esto fue lo que Stendhal, Buechner, Marx y Engels,
Kierkegaard, Baudelaire, Dostoievski, Nietzsche, hicieron hace un siglo: esto fue lo que Joyce y Eliot,
los dadaístas y los superrealistas, Kafka, Zamiatin, Babel y Mandelstam, hicieron a comienzos de este
siglo. Sin embargo, dado que la economía moderna tiene una capacidad infinita para desarrollarse de
nuevo, autotransformarse, la imaginación modernista también debe renovarse y reorientarse una y otra
vez. Una de las tareas cruciales para los modernistas en los años sesenta fue enfrentarse al mundo de
la autopista; otra fue demostrar que éste no era el único mundo moderno posible, que había otras y
mejores direcciones en las que podía moverse el espíritu moderno.
Invoqué “Howl” de Allen Ginsberg al final del capítulo anterior, para mostrar cómo, hacia finales
de la década de 1950, los modernistas estaban comenzando a enfrentarse al mundo de la autopista
y a combatirlo. Pero este proyecto no podía llegar muy lejos a menos que los nuevos modernistas
fueran capaces de generar visiones afirmativas de unas formas de vida moderna alternativas. Ginsberg
y su círculo no estaban en condiciones de hacerlo. “Howl” fue un modo brillante de desenmascarar el
nihilismo demoníaco que habita el corazón de nuestra sociedad establecida y de revelar lo que hace un
siglo Dostoievski llamaba “el desorden que es en realidad el grado más alto del orden burgués”. Pero lo
único que Ginsberg podía sugerir como alternativa para llevar a Moloch al cielo era su propio nihilismo.
“Howl” comenzaba con un nihilismo desesperado, una visión de “jóvenes excéntricos con cabezas de
ángel [...] las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, famélicas, histéricas, desnudas,
arrastrándose por las calles de los negros al amanecer, buscando una dosis de droga”. Finalizaba con un
nihilismo sentimental y sensiblero, una afirmación global y estúpida: “¡El mundo es sagrado! ¡El alma
es sagrada! [...]. ¡La lengua y la polla y la mano y el culo son sagrados! / ¡Todo es sagrado! ¡Todas las
personas son sagradas! ¡Todos los lugares son sagrados!”, etc. Pero si los modernistas incipientes de la
década de 1960 querían dar la vuelta al mundo de Moloch y Moses, tenían que ofrecer algo más.
No pasaría mucho tiempo antes de que encontraran algo más, una fuente de vida, energía
y afirmación que era tan moderna como el mundo de la autopista, pero radicalmente opuesta a las
formas y los movimientos de ese mundo. Lo encontrarían en un lugar donde muy pocos de los
modernistas de los años cincuenta habrían soñado con buscarlo: en la vida cotidiana de las calles.
Esta es la vida que el Stephen Dedalus de Joyce señala con su pulgar, la que invoca frente a la historia
oficial que enseña el señor Deasy, representante de la Iglesia y el Estado: Dios está ausente de esa
historia de pesadilla, da a entender Stephen, pero está presente en los gritos fortuitos, aparentemente
rudimentarios, que llegan de las calles. Wyndham Lewis estaba escandalizado por esta concepción
de la verdad y el contenido, que él llama despreciativamente “simplismo”. Pero ésta era justamente la
intención de Joyce: sondear las profundidades inexploradas de las ciudades de los simples. Desde la
época de Dickens, Gogol y Dostoievski hasta la nuestra, en eso ha consistido el humanismo modernista.
Si hay una obra que expresa perfectamente el modernismo de las calles de los años sesenta, es
el notable libro de Jane Jacobs The death and life of the great American cities. Frecuentemente se

Sólo uso con fines educativos 185


ha valorado la obra de Jacobs por su papel en el cambio de orientación de la planificación urbana y
comunitaria. Esto es cierto y admirable, pero sólo sugiere una pequeña parte del contenido del libro. Al
citar extensamente a Jacobs en las páginas siguientes, quiero transmitir la riqueza de su pensamiento.
Creo que su libro ha desempeñado un papel crucial en el desarrollo del modernismo: su mensaje es
que buena parte del sentido que los hombres y mujeres modernos buscaban con desesperación,
estaba, de hecho, sorprendentemente cerca, cerca de la superficie y proximidad de sus vidas: todo
estaba allí, sólo con que aprendiéramos a excavar.11
Jacobs desarrolla su punto de vista con una modestia engañosa: todo lo que hace es hablar de
su vida cotidiana. “El trozo de la calle Hudson donde vivo es cada día el escenario de un intrincado
ballet en la acera”. Continúa describiendo veinticuatro horas de la vida de su calle y, por supuesto, de
su propia vida en esa calle. A menudo su prosa resulta simple, casi torpe. No obstante, cultiva, de hecho,
un género importante del arte moderno: el montaje urbano. A medida que avancemos en su ciclo de
veinticuatro horas es probable que tengamos la sensación de lo déjà vu. ¿No hemos pasado antes por
esto en alguna parte? Pues sí, si hemos leído, o escuchado, o visto “Nevski Prospekt” de Gogol, Ulises de
Joyce, Berlín, sinfonía de una gran ciudad de Walter Ruttmann, El hombre con la cámara cinematográfica
de Dziga Vertov, Bajo el bosque de leche de Dylan Thomas. De hecho, cuanto mejor conozcamos esa
tradición, más apreciaremos lo que Jacobs hace con ella.
Jacobs comienza su montaje por la mañana temprano: sale a la calle a sacar su basura y a barrer
los envoltorios de caramelos que arrojan los estudiantes de bachillerato en su camino al instituto. Al
hacer esto experimenta una satisfacción ritual y, mientras barre... “Observo los otros rituales mañaneros:
el señor Halpert que abre el candado del carrito de la lavandería atado a la puerta del sótano. El yerno
de Joe Cornacchia que apila las cajas vacías de las delicatessen, el barbero que saca su silla plegable a la
acera, el señor Goldstein que dispone los rollos de alambre que indican que la ferretería está abierta, la
mujer del portero del edificio que deposita a su rollizo hijo de tres años, con una mandolina de juguete
en el vestíbulo, lugar privilegiado donde aprende el inglés que su madre no sabe hablar”.
Entremezclados con estos rostros conocidos y amigos están los cientos de extraños que pasan:
amas de casas con cochecitos de bebé, adolescentes que cotillean y comparan su cabello, jóvenes
secretarias y elegantes parejas de mediana edad de camino a sus ocupaciones, obreros que salen
del turno de noche y hacen una parada en el bar de la esquina. Jacobs observa, gozando de todo:
experimenta y evoca lo que Baudelaire llamaba la “comunión universal” al alcance del hombre o la
mujer que sabe cómo “tomar un baño de multitud”.
Más tarde, llega el momento de que ella se vaya corriendo a su trabajo: “E intercambio mi
despedida ritual con el señor Lofaro, el frutero grueso y bajo que, con su delantal blanco, está frente a
su puerta en la calle, un poco más arriba, cruzado de brazos, de pie, con un aspecto sólido como la tierra
misma. Nos saludamos con la cabeza, echamos una rápida mirada calle arriba, volvemos a mirarnos y

11 The death and life of great american cities, Random House y Vintage. Los pasajes que siguen corresponden a las pp. 50-54.
Para un interesante análisis crítico de los puntos de vista de Jacobs, véase, por ejemplo, Herbert Gans, “City planning and
urban realities”, Commentary, febrero de 1962; Lewis Mumford, “Mother Jacobs’ home remedies for urban cancer”, The
New Yorker, 1 de diciembre de 1962, reeditado en The urban prospect, Harcourt, 1966; y Roger Starr, The living end: the city
and its critics, Coward-McCann, 1966.

Sólo uso con fines educativos 186


sonreímos. Hemos hecho esto muchas mañanas durante más de diez años, y ambos sabemos lo que
significa: todo va bien”. Y así Jacobs nos lleva a lo largo del día hasta la noche, cuando los niños vuelven
a casa del colegio y los adultos del trabajo, y aparece una plétora de nuevos personajes —hombres de
negocios, estibadores, jóvenes y viejos bohemios, aislados solitarios— que recorren la calle en busca de
alimento, o bebida, o juego, o sexo, o amor.
Gradualmente la vida de la calle se reduce, pero nunca se detiene. “Conozco el ballet de las
profundidades de la noche y sus temporadas mucho mejor, de despertarme mucho después de
medianoche para atender a un niño, y sentarme en la oscuridad, viendo las sombras y oyendo los
sonidos que llegan de la acera”. Se pone a tono con esos sonidos. “A veces hay dureza y cólera, o un
sollozo triste, triste... hacia las tres de la mañana se canta, se canta muy bien”. ¿Hay por allí una gaita?
¿De dónde puede venir el gaitero, y a dónde va? Nunca lo sabrá; pero este mero conocimiento, que la
vida de su calle es inagotablemente rica, mucho más de lo que ella (o cualquier otro) podría captar, la
ayuda a conciliar un buen sueño.
Esta celebración de la vitalidad, la diversidad y plenitud de la vida urbana es de hecho, como he
tratado de demostrar, uno de los temas más antiguos de la cultura moderna. A lo largo de la época
de Haussmann y Baudelaire, y bien entrado el siglo XX, este romance urbano cristaliza en la calle, que
aparece como el símbolo fundamental de la vida moderna. Desde la “calle Mayor” de la ciudad pequeña
hasta la “Gran Vía Blanca” y la “Calle de los Sueños” metropolitanas, la calle ha sido vivida como el medio
en que pueden encontrarse, chocar, fusionarse y encontrar su destino y significado último, todas las
fuerzas modernas, materiales y espirituales. En esto pensaba el Stephen Dedalus de Joyce cuando hacía
su críptica sugerencia de que Dios estaba allá afuera, en el “grito en la calle”.
Sin embargo, los artífices del “movimiento moderno” después de la primera guerra mundial en
arquitectura y urbanismo arremetieron radicalmente contra este romance moderno: marcharon al grito
de guerra de Le Corbusier: “Tenemos que acabar con la calle”. Fue su visión moderna la que se impuso
en la gran ola de reconstrucción y nuevo desarrollo que comenzó después de la segunda guerra
mundial. Durante veinte años, en todas partes las calles fueron, en el mejor de los casos, abandonadas
pasivamente y con frecuencia (como en el caso del Bronx) destruidas activamente. El dinero y las
energías fueron encauzados hacia las nuevas autopistas y la vasta red de parques industriales, centros
comerciales y ciudades dormitorio a que las autopistas daban origen. Irónicamente, entonces, en
el transcurso de una generación, la calle, que siempre había servido para expresar una modernidad
dinámica y progresiva, vino a simbolizar algo sucio, desordenado, indolente, estancado, agotado,
obsoleto: todo lo que, supuestamente, el dinamismo y el progreso de la modernidad dejarían atrás.*

* En Nueva York, esta ironía tiene una peculiaridad especial. Probablemente ningún político norteamericano encarnó tan
bien el romance y las esperanzas de la ciudad moderna como Al Smith, quien utilizó como himno de su campaña presi-
dencial de 1928 la canción popular “East Side, West Side, por toda la ciudad... recorreremos bajo la luz fantástica las calles
de Nueva York”. Fue Smith, sin embargo, quien nombró y apoyó ardientemente a Robert Moses, la figura que contribuiría
más que nadie a destruir esas calles. Los resultados de las elecciones de 1928 mostraron que los americanos no estaban
dispuestos a aceptar las calles de Nueva York. Muy al contrario, como se vio, los norteamericanos estaban encantados de
adoptar “las autopistas de Nueva York” y de pavimentarse a su imagen.

Sólo uso con fines educativos 187


En este contexto deberían estar claros el radicalismo y la originalidad de la obra de Jacobs. “Bajo el
desorden aparente de la vieja ciudad”, dice —y “vieja” significa aquí moderna del siglo XIX, los restos de
la ciudad de la época de Haussmann—,

Bajo el desorden aparente de la vieja ciudad hay un orden maravilloso capaz de mantener la
seguridad de las calles y la libertad de la ciudad. Es un orden complejo. Su esencia es el intrin-
cado uso de las calles, que entraña una constante sucesión de ojos. Este orden se compone
de cambio y movimiento, y aunque es vida y no arte, imaginativamente podríamos llamarlo la
forma artística de la ciudad, y compararlo con la danza.

Así pues, debemos esforzarnos por mantener con vida este “viejo” ambiente, ya que sólo él es capaz
de nutrir las experiencias y los valores modernos: la libertad de la ciudad, el orden que existe en estado
de cambio y movimiento perpetuo, la evanescente pero intensa y compleja comunicación y comunión
cara a cara de lo que Baudelaire llamó la familia de ojos. Jacobs sostiene que el llamado movimiento
moderno ha inspirado una “renovación urbana” de miles de millones de dólares cuyo paradójico
resultado ha sido la destrucción de la única clase de entorno en que se pueden realizar los valores
modernos. El corolario práctico de todo esto —que al principio suena a paradoja, pero que de hecho
es perfectamente coherente— es que en nuestra vida urbana, por el bien de lo moderno debemos
conservar lo antiguo y oponernos a lo nuevo. Con esta dialéctica, el modernismo adquiere una nueva
profundidad y complejidad.
Leyendo The death and life of great American cities, hoy en día, podemos encontrar muchas profecías
acertadas, además de indicios, sobre la dirección que tomaría el modernismo en los años futuros. En
general estos temas no fueron advertidos cuando se publicó el libro, tal vez ni por la misma autora; aun
así, allí están. Jacobs eligió, como símbolo de la vibrante fluidez de la vida de la calle, la actividad de la
danza: “Podríamos llamarlo la forma artística de la ciudad, y compararlo con la danza”, específicamente
“con un intrincado ballet en que los bailarines solistas y los conjuntos tienen papeles específicos que
se refuerzan milagrosamente entre sí y componen un todo ordenado”. De hecho esta imagen resultaba
gravemente engañosa: los años de disciplinada preparación de elite que requería este tipo de danza,
su estructura y técnicas de movimiento precisas, su coreografía intrincada, estaban muy alejados de la
espontaneidad, apertura y sentimiento democrático de la calle que describe Jacobs.
Irónicamente, sin embargo, aun cuando Jacobs asimilara la vida de la calle a la danza, la vida de
la danza moderna luchaba por asimilar a la calle. A lo largo de los sesenta y en los setenta, Merce
Cunningham y luego coreógrafos mas jóvenes como Twyla Tharp y los miembros de la Grand Union
construyeron su trabajo en torno a los movimientos y modelos de no danza (o, como sería llamada más
tarde, la “antidanza”); a menudo se incorporaban a la coreografía el azar y la suerte, de manera que al
comenzar los bailarines no sabían cómo terminaría su danza; a veces se abandonaba la música, para
ser reemplazada por el silencio, la estática de la radio o cualquier ruido de la calle; objetos encontrados
tenían un papel central en la escena, y también en ocasiones sujetos encontrados, como cuando Twyla
Tharp introdujo a un grupo de pintores callejeros para que cubrieran las paredes como contrapunto a
los bailarines que cubrían el suelo; a veces los bailarines salían directamente a las calles de Nueva York,

Sólo uso con fines educativos 188


a sus puentes y sus techos, actuando espontáneamente con las personas u objetos que encontraban a
su paso.
Esta nueva intimidad entre la vida de la danza y la vida de la calle fue solamente un aspecto de la
gran conmoción que afectó a casi todos los géneros del arte norteamericano durante los años sesenta.
En el Lower East Side, cruzando la ciudad desde el barrio de Jacobs, aunque al parecer ella lo ignorara,
en el momento mismo en que terminaba su libro, unos artistas imaginativos y aventurados trabajaban
para crear un arte que estuviera, como decía Allen Kaprow en 1958, “preocupado, hasta maravillado,
por el espacio y los objetos de la vida diaria, ya sean nuestros cuerpos, vestidos, habitaciones o, si fuera
necesario, la amplitud de la calle 42”. 12 Kaprow, Jim Dine, Roben Whitman, Red Grooms, George Segal,
Claes Oldenburg y otros se estaban alejando no sólo del idioma imperante del expresionismo abstracto,
de los años cincuenta, sino también de la monotonía y el aislamiento de la pintura como tal.
Experimentaron con una gama fascinante de formas artísticas: formas que incorporaban y
transformaban materiales no artísticos: trastos, desechos y objetos recogidos en la calle; ambientes
tridimensionales que combinaban la pintura, la arquitectura y la escultura —y a veces también el teatro
y la danza— y que creaban evocaciones distorsionadas (habitualmente de manera expresionista) pero
nítidamente reconocibles de la vida real; “happenings” que abandonaban los talleres y las galerías
por la calle, reafirmando su presencia y emprendiendo acciones que se incorporarían a las calles y
enriquecerían la propia vida espontánea y abierta de las calles. El Edificio en llamas, de Groom, de 1959
(que prefigura su espectacular Ruckus Manhattan de mediados de los años setenta) y La calle: mural
metafórico, de Oldenburg, de 1960, desmantelado hace mucho tiempo, pero conservado en una
película, figuran entre las obras más interesantes de esos días impetuosos. En una nota sobre The street
decía Oldenburg, con la ironía agridulce típica de este arte: “La ciudad es un paisaje que vale la pena
disfrutar; lo cual maldito si es necesario cuando vives en la ciudad”. Su búsqueda de disfrute urbana
la llevó en peculiares direcciones: “La suciedad tiene hondura y belleza. Me gusta el hollín y el tizne”.
Hizo suyas “la mugre de la ciudad, la perversidad de la publicidad, la enfermedad del éxito, la cultura
popular”.
Lo esencial, decía Oldenburg, era “buscar la belleza donde no se supone que se encontrará”.13 Ahora
bien, este último precepto ha sido un imperativo modernista permanente desde los días de Marx y
Engels, Dickens y Dostoievski, Baudelaire y Courbet. Adquirió especial resonancia en la Nueva York de
los sesenta, porque a diferencia de la “Empire City” física y metafísicamente expansiva que inspirara a
generaciones anteriores de modernistas, ésta era una Nueva York cuyo entramado comenzaba a decaer.
Pero esta misma transformación que hacía que la ciudad pareciera agotada y arcaica, especialmente si
se la comparaba con sus competidoras suburbanas y del Sunbelt más “modernas”, dio a los nacientes
creadores del arte moderno un brillo y una agudeza especiales.
“Estoy por un arte”, escribía Oldenburg en 1961, “que sea político-erótico-místico, que haga algo
más que sentarse sobre su trasero en un museo. Estoy por un arte que se entremezcle con la mierda de
todos los días y salga ganando. Estoy por un arte que te diga qué hora es o dónde está la calle tal. Estoy

12 Citado en Barbara Rose, Claes Oldenburg, MOMA y New York Graphic Society, 1970, pp. 25, 33.
13 Nota sobre la exposición de La calle, citada en Rose, p. 46.

Sólo uso con fines educativos 189


por un arte que ayude a las ancianitas a cruzar la calle”.14 Una profecía notable de las metamorfosis
del modernismo de los años sesenta, en que una enorme cantidad de arte interesante, de muchísimos
géneros, versaría sobre la calle, y a veces se haría directamente en la calle. En las artes visuales, ya he
mencionado a Oldenburg, Segal, Grooms, et al.; Robert Crumb se uniría a ellos a finales de la década.
Mientras tanto, Jean Luc Godard, en A bout de souffle, Vivre sa vie, Une femme est une femme, hacía
de las calles de París un personaje activo y central, captaba su luz fluctuante y sus ritmos espasmódicos
o fluidos de un modo que asombraba a todos y abría toda una dimensión nueva en el cine. Poetas
tan diversos como Robert Lowell, Adrienne Rich, Paul Blackburn, John Hollander, James Merrill, Galway
Kinnell, situaban las calles de la ciudad (especialmente, pero no exclusivamente, las de Nueva York) en
el centro de sus paisajes imaginativos: se puede decir, en efecto, que las calles irrumpieron en la poesía
norteamericana en un momento crucial, justo antes de que irrumpieran en nuestra política.
También las calles desempeñaron papeles dramáticos y simbólicos cruciales en la música popular
de los años sesenta, cada vez más seria y sofisticada: en Bob Dylan (la calle 42 después de una guerra
nuclear en “Talkin world war three blues”,“Desolation row”), Paul Simon, Leonard Cohen (“Stories of the
street”), Peter Townshend, Ray Davies, Jim Morrison, Lou Reed, Laura Nyro, muchos de los escritores de
Motown, Sly Stone y muchos más.
Mientras tanto, una multitud de artistas escénicos salía a las calles, cantando e interpretando
toda clase de música, bailando, representando o improvisando obras teatrales, creando happenings
y ambientes y murales, saturando las calles con imágenes y sonidos “político-erótico-místicos”,
confundiéndose con “la mierda de todos los días” y por lo menos algunas veces saliendo ganando,
aunque en ocasiones se engañaran y engañaran a los demás en cuanto a la vía elegida. Así el
modernismo regresó a su diálogo de un siglo de antigüedad con el entorno moderno, con mundo
creado por la modernización.*
La incipiente Nueva Izquierda aprendió mucho de este diálogo, haciendo finalmente una
importante contribución a él. Muchas de las grandes manifestaciones y confrontaciones de los
años sesenta fueron obras notables de arte cinético y ambiental, en cuya creación tomaron parte
millones de personas anónimas. Esto ha sido señalado con frecuencia, pero también se debe señalar
que los artistas —aquí como en todas partes— fueron los primeros legisladores no reconocidos del

14 Declaraciones para el catálogo de “Entornos, situaciones, espacios”, exposición de 1961, citadas en Rose, pp. 190-191.
Estas declaraciones, mezcla maravillosa de Whitman con el dadá, también son recogidas en Russell y Gablik, en Pop art
redefined. pp. 97-99.
* La afirmación de que la calle, que no estaba presente en el modernismo de los años cincuenta, se convierte en un ingre-
diente activo del modernismo de los años sesenta, no se sostiene en todos los medios. Incluso en los tristes años cin-
cuenta, la fotografía continuó nutriéndose de la vida de las calles, como lo había hecho desde sus inicios. (Obsérvense
también los debuts de Robert Frank y William Klein). La segunda en calidad de las escenas de calle de la ficción norte-
americana fue escrita en los años cincuenta, aunque trataba de los años treinta: la calle 125 antes y durante las revueltas
de Harlem de 1935, en El hombre invisible, de Ralph Ellison. La mejor escena, o serie de escenas, se escribió en los años
treinta, en Call it sleep, de Henry Roth, que trata de la calle 6 Este, en dirección al río. La calle se convierte en una presen-
cia vital para sensibilidades tan diversas como las de Frank O’Hara y Allen Ginsberg ya al finalizar la década, en poemas
como “Kaddish”, de Ginsberg y “The day lady died”, de O’Hara, que pertenecen al año de transición de 1959. Excepciones
como éstas deberían ser señaladas, pero no creo que contradigan mi argumento de que a continuación vino un gran
cambio.

Sólo uso con fines educativos 190


mundo. Sus iniciativas mostraron que los viejos lugares, oscuros y decadentes, podían resultar ser —o
ser convertidos en— notables espacios públicos; que en las calles del siglo XX de la Norteamérica
urbana, tan inadecuadas para el tráfico del siglo XX en constante movimiento, eran el medio ideal
para movilizar los corazones y las mentes de nuestro siglo. Este modernismo dio una riqueza y una
vibración especiales a una vida pública que, en el transcurso de la década, se hacía cada vez más
abrasiva y peligrosa.
Más tarde, cuando los radicales de mi generación se sentaron frente a los trenes que transportaban
tropas, detuvieron los trámites en cientos de ayuntamientos y juntas de reclutamiento, desparramaron
y quemaron dinero en el parqué de la Bolsa, hicieron levitar el Pentágono, realizaron solemnes actos
de conmemoración de las víctimas de la guerra en medio del tráfico en horas punta, dejaron caer
miles de bombas de cartón en las oficinas de Park Avenue de la compañía que hacía las auténticas, e
hicieron innumerables cosas más, brillantes o estúpidas, supimos que los experimentos de los artistas
modernos de nuestra generación nos habían mostrado el camino: nos habían mostrando cómo recrear
el diálogo público que, desde Atenas y Jerusalén en la antigüedad, ha sido la más auténtica razón de
ser de la ciudad. De este modo el modernismo de los años sesenta contribuyó a renovar la abandonada
y fortificada ciudad moderna, del mismo modo que se renovaba él.
Hay otro tema profético crucial en el libro de Jacobs que nadie parece haber advertido en su
momento. The death and life of great American cities nos ofrece la primera visión plenamente articulada
de la ciudad por una mujer desde los tiempos de Jane Addams. En cierto sentido la perspectiva de
Jacobs es todavía más plenamente femenina; escribe a partir de una domesticidad intensamente vivida,
que Addams sólo conociera de segunda mano. Conoce su barrio tan precisa y detalladamente a lo largo
de las veinticuatro horas, porque está en él durante todo el día de la forma en que lo están la mayoría
de las mujeres normalmente durante todo el día, especialmente cuando se convierten en madres, y en
que no lo está casi ninguno de los hombres, excepto cuando se convierten en desempleados crónicos.
Conoce a todos los comerciantes, y las vastas redes informales que mantienen, puesto que ella es la
encargada de atender a las cuestiones domésticas. Retrata la ecología y fenomenología de las calles con
una fidelidad y sensibilidad extrañas, porque ha pasado años llevando niños (primero en cochecitos
y sillas y luego en patinetes y bicicletas) por esas aguas agitadas, equilibrando al mismo tiempo las
pesadas bolsas de la compra, conversando con los vecinos y tratando de controlar su vida. Buena parte
de su autoridad intelectual emana de su perfecta comprensión de las estructuras y procesos de la vida
cotidiana. Hace que sus lectores sientan que las mujeres saben lo que es vivir en la ciudad, calle a calle,
día a día, mucho mejor que los hombres que las planifican y las construyen.*
Jacobs nunca usa expresiones como “feminismo” o “derechos de la mujer”: en 1960 había pocas
palabras más alejadas de las preocupaciones habituales. Sin embargo, al desarrollar una perspectiva
femenina acerca de un tema público fundamental y al hacer que esa perspectiva fuera rica y compleja,
aguda y atractiva, abrió las compuertas a la gran ola de energía feminista que estalló al finalizar la
década. Las feministas de la década de 1970 harían mucho por rehabilitar los mundos domésticos,

* Contemporánea de la obra de Jacobs y similar en textura y riqueza es la ficción urbana de Grace Paley (cuyas historias
están situadas en el mismo barrio) y la de Doris Lessing, al otro lado del océano.

Sólo uso con fines educativos 191


“ocultos a la historia”, creados y sostenidos por las mujeres a lo largo de los tiempos. Argumentarían
también que muchos de los modelos decorativos tradicionalmente femeninos, tejidos, colchas
y habitaciones, no sólo poseían su propio valor estético, sino también el poder de enriquecer y
profundizar el arte moderno. A cualquiera que haya conocido a Jacobs en persona, la autora de The
death and life, a la vez tiernamente doméstica y dinámicamente moderna, esta posibilidad le parecería
razonable de inmediato. Así pues, Jacobs no sólo fomentó una renovación del feminismo, sino también
una conciencia masculina cada vez más amplia de que las mujeres tenían algo que decirnos acerca de
la ciudad y la vida que compartíamos y de que, por no escucharlas hasta ahora, habíamos empobrecido
nuestras vidas tanto como las de ellas.
El pensamiento y la acción de Jacobs anunciaron una importante nueva ola de activismo —y de
activistas— comunitarios en todas las dimensiones de la vida política. Muy a menudo estas activistas
eran esposas y madres, como Jacobs, y habían asimilado el lenguaje —celebración de la familia y el
barrio, y su defensa frente a las fuerzas externas que destrozarían su vida— que ésta hiciera tanto
por crear. Pero algunas de sus actividades sugieren que un lenguaje común y un tono emocional
pueden ocultar visiones radicalmente opuestas de lo que es y de lo que debería ser la vida moderna.
Cualquier lector cuidadoso de The death and life of great American cities se dará cuenta de que Jacobs
celebra la familia y el vecindario en términos característicamente modernos: su calle ideal está llena
de extraños que pasan, de personas, de multitud de clases, grupos étnicos, edades, creencias y estilos
de vida diferentes; su familia ideal es aquella en que las mujeres salen a trabajar, los hombres están en
casa buena parte de su tiempo, ambos padres trabajan cerca de casa en unidades pequeñas y de fácil
control, de manera que los niños puedan descubrir y crecer en un mundo en que hay dos sexos y en el
que el trabajo tiene un papel central en la vida cotidiana.
La calle y la familia de Jacobs son microcosmos de la diversidad y plenitud del mundo moderno en
su conjunto. Pero para algunos que a primera vista parecen hablar su lenguaje, la familia y la localidad
resultan ser símbolos de un antimodernismo radical: por el bien de la integridad del barrio, todas
las minorías raciales, las desviaciones sexuales e ideológicas, los libros y las películas polémicos, las
modas de música y de vestir minoritarias, deben ser mantenidas a distancia; en nombre de la familia,
la libertad económica, sexual y política de la mujer debe ser aplastada, debe ser mantenida en su lugar,
literalmente dentro del vecindario durante las veinticuatro horas del día. Esta es la ideología de la
Nueva Derecha, un movimiento internamente contradictorio pero enormemente poderoso, tan viejo
como la propia modernidad, un movimiento que se vale de todas las técnicas modernas de publicidad
y movilización de masas para hacer que la gente se vuelva contra los ideales modernos de vida, libertad
y búsqueda de felicidad para todos.
En todo esto, lo que es perturbador y digno de ser destacado es que en más de una ocasión los
ideólogos de la Nueva Derecha han citado a Jacobs como uno de sus santos patronos. ¿Es del todo
fraudulenta esta asociación? ¿O es que hay algo en Jacobs que da lugar a este abuso? A mí me parece
que bajo su texto modernista hay un subtexto antimodernista, una especie de contracorriente de
nostalgia por una familia y un vecindario en los que el individuo podía sentirse seguramente insertado,
ein’feste Burg, un refugio sólido contra las peligrosas corrientes de libertad y ambigüedad en que se
ven atrapados todos los hombres y las mujeres modernos. Jacobs, como tantos modernistas, desde

Sólo uso con fines educativos 192


Rousseau y Wordsworth hasta D. H. Lawrence y Simone Weil, se mueve en una zona de media luz en
la que la línea entre el modernismo más rico y complejo y la mala fe más burda del antimodernismo
modernista es muy tenue y huidiza, si es que existe.
La perspectiva de Jacobs también presenta otro orden de dificultades. Algunas veces su visión
parece positivamente pastoral: insiste, por ejemplo, que en un barrio vivo, con una mezcla de tiendas
y viviendas, con una constante actividad en las aceras, con una fácil vigilancia de la calle desde las
casas y las tiendas, no existirá el delito. Al leer esto, nos preguntamos en qué planeta estaría pensando.
Si releemos con algo de escepticismo la descripción que hace de su manzana, podremos ver cuál
es el problema. Su inventario de los vecinos tiene el aire de un mural de la WPA o de una versión
hollywoodense de la tripulación de un bombardero de la segunda guerra mundial: todas las razas,
credos y colores trabajando juntos a fin de mantener América libre para usted y para mí. Podemos
oír pasar lista: “Holmstrom... O’Leary... Scagliano... Levy... Washington...” Pero, un momento: aquí
está el problema. En el bombardero de Jacobs no hay un “Washington”, es decir no hay negros en su
manzana. Esto es lo que hace que su visión del vecindario parezca pastoral: es la ciudad antes de que
los negros fueran a ella. Su mundo va de los sólidos blancos de clase obrera en el escalón inferior a los
profesionales blancos de clase media en el superior. Por encima no hay nada ni nadie; sin embargo, en
este caso lo más importante es que tampoco hay nada ni nadie por debajo: en la familia de ojos de
Jacobs no hay hijastros.
No obstante, en el transcurso de los años sesenta, millones de negros e hispanos convergerían en
las ciudades americanas, en el preciso momento en que los trabajos que buscaban y las oportunidades
que habían encontrado los inmigrantes pobres anteriores estaban alejándose o desapareciendo. (En
Nueva York esta situación la simbolizó el cierre de los astilleros de Brooklyn, que en el pasado fuera
la empresa que más trabajo daba en la ciudad). Muchos de ellos se encontraron en una situación de
pobreza desesperada y desempleo crónico, se vieron marginados tanto racial como económicamente,
formando un enorme lumpenproletariat sin perspectivas ni esperanzas. En estas condiciones no
resulta sorprendente que la rabia, la desesperación y la violencia se propagaran como la peste, y que
cientos de barrios urbanos a lo largo de toda Norteamérica, estables en el pasado, se desintegraran
completamente. Muchos barrios, incluyendo el propio West Village, de Jacobs, se conservaron
relativamente intactos, e incluso incorporaron algunos negros e hispanos a su familia de ojos. Pero a
finales de la década de 1960 estaba claro que, en medio de las disparidades de clase y las polarizaciones
raciales que atenazaban la vida urbana norteamericana, ningún vecindario urbano, ni siquiera el más
vivo y saludable, podría estar a salvo del delito, la violencia fortuita, la rabia y el temor generalizados.
La fe de Jacobs en el carácter benigno de los sonidos que le llegaban de la calle en medio de la noche,
estaba destinada a convertirse, en el mejor de los casos en un sueño.
¿Qué luz arroja la visión de Jacobs sobre la vida del Bronx? Incluso si se le escapan algunas
de las sombras de la vida del barrio, es maravillosa a la hora de captar su resplandor, un resplandor
tanto interno como externo que los conflictos étnicos y de clase podrían complicar, pero no destruir.
Cualquier hijo del Bronx que recorra la calle Hudson con Jacobs reconocerá y deplorará muchas de
nuestras calles. Podemos recordar cómo sintonizábamos con sus suspiros, sonidos y olores y sentirnos
en armonía con ellos, aun cuando sabíamos, tal vez mejor que Jacobs, que también había bastantes

Sólo uso con fines educativos 193


disonancias. Pero hoy buena parte de ese Bronx, nuestro Bronx, ha desaparecido, y sabemos que
nunca volveremos a sentirnos tan a gusto en ninguna otra parte. ¿Por qué desapareció? ¿Tenía que
desaparecer? ¿Había algo que hubiéramos podido hacer para salvarle la vida? Las pocas y fragmentarias
referencias de Jacobs al Bronx ponen de manifiesto su ignorancia esnob de habitante del Greenwich
Village: su teoría, sin embargo, sugiere claramente que los barrios pobres pero vibrantes como los del
centro del Bronx deberían ser capaces de encontrar recursos internos para mantenerse y perpetuarse.
¿Es correcta la teoría?
Y es aquí donde entran Robert Moses y su Autopista: Moses transformó una entropía potencial de
largo alcance en una catástrofe inexorable y repentina; al destruir desde fuera docenas de barrios, dejó
para siempre la incógnita de si se habrían hundido o se habrían renovado desde dentro. Pero Robert
Caro, partiendo de la perspectiva de Jacobs, hace una convincente defensa de la fuerza interior del
Bronx central, si lo hubiesen dejado a su aire. En dos capítulos de The power broker, ambos titulados
“una milla”, Caro describe la destrucción de un barrio situado a un kilómetro y medio aproximadamente
del mío. Comienza pintando el adorable panorama del barrio, mezcla sentimental pero reconocible
de la calle Hudson de Jacobs y El violinista en el tejado. El poder de evocación de Caro nos hace
sentir conmocionados y horrorizados cuando vemos aparecer a Moses en el horizonte avanzando
inexorablemente. Resulta que la Autopista del Bronx habría podido describir una ligera curva y bordear
el barrio. Incluso los ingenieros de Moses consideraron viable el cambio trazado. Pero el gran hombre
no aceptaría tal cosa: desplegó todas las formas de fuerza y fraude, intriga y mistificación que estaban
a su alcance, obsesivamente decidido a convertir este pequeño mundo en polvo. (Cuando veinte
años más tarde Caro le preguntara cómo había sido posible que un cabecilla de la protesta popular
desapareciera súbitamente, la respuesta de Moses fue críptica pero intencionada: “Después de haber
recibido un golpe de hacha en la cabeza”).15 La prosa de Caro se vuelve incandescente y totalmente
devastadora cuando muestra cómo se propaga la enfermedad de la autopista, manzana a manzana,
año a año, mientras Moses, como un general Sherman reencarnado, asolando las calles del Norte, deja
una estela de terror desde Harlem al Sound.
Parece cierto todo lo dicho por Caro en este caso, pero no es toda la verdad. Hay más preguntas
que debemos hacernos. ¿Qué habría sucedido si los vecinos del Bronx de los años cincuenta hubiesen
estado en posesión de las herramientas conceptuales, el vocabulario, la generalizada simpatía
pública, la capacidad de movilización masiva y propaganda que los residentes de muchos barrios
americanos adquirirían en los años sesenta? ¿Qué habría sucedido si, como los vecinos de la parte
baja de Manhattan retratados por Jacobs unos años más tarde, hubiésemos conseguido impedir
la construcción de la horrible autopista? ¿Cuántos de nosotros todavía viviríamos en el Bronx,
preocupándonos y luchando por él como algo nuestro? Algunos de nosotros, sin duda, pero sospecho
que no serían tantos, y en cualquier caso —duele decirlo— no sería yo. Porque el Bronx de mi juventud
estaba poseído, inspirado, por el gran sueño moderno de la movilidad. Vivir bien significaba ascender
socialmente, y a su vez esto significaba marcharse físicamente; vivir la propia vida cerca de casa era

15 Citado en Caro, p. 876.

Sólo uso con fines educativos 194


no estar vivo. Nuestros padres, que habían ascendido y se habían marchado de Lower East Side, creían
esto con la misma devoción que nosotros, aun cuando es posible que sus corazones se rompieran al
irnos. Ni siquiera los radicales de mi juventud discutían este sueño —y el Bronx de mi niñez estaba
lleno de radicales—; su única queja era que el sueño no se estaba cumpliendo, que la gente no podía
moverse con suficiente rapidez, libertad o igualdad. Pero cuando ves la vida de este modo, ningún
barrio ni entorno puede ser algo más que una etapa en el transcurso de la vida, la plataforma de
lanzamiento hacia vuelos más altos y órbitas más amplias que las tuyas propias. Hasta Molly Goldberg,
diosa de la tierra del Bronx judío, tuvo que irse. (Después de que Philip Loeb, que representaba el
papel de marido de Molly, hubiera sido eliminado —por la Lista Negra— del aire y, poco más tarde,
de la tierra). Teníamos, como dice Leonard Michaels, “la mentalidad de los tipos del barrio que, tan
pronto como pueden, se van pitando”. Así pues, no teníamos forma de oponernos al engranaje que
movía al sueño americano, puesto que también éramos movidos por él, aun cuando supiéramos que
era posible que ese engranaje nos destrozara. A lo largo de las décadas del boom de la posguerra, la
energía desesperada de esta visión, la frenética presión psíquica y económica para que ascendiéramos
y nos marcháramos, hicieron añicos cientos de barrios parecidos al Bronx, aunque no hubiera un Moses
encabezando el éxodo ni una autopista que lo precipitara.
Así pues, no había manera de que un chico o una chica del Bronx fuera capaz de evitar el
impulso que le hacía avanzar: estaba implantado tanto fuera como dentro de nosotros. Temprano
entró Moses en nuestras almas. Pero al menos era posible pensar en qué dirección nos moveríamos,
y a qué velocidad, y a qué precio humano. Una noche de 1967, en una recepción académica, me
presentaron a otro hijo del Bronx, mayor que yo, que había llegado a ser un famoso futorólogo y
creador de argumentos en favor de la guerra nuclear. Acababa de regresar de Vietnam, y yo participaba
activamente en el movimiento contra la guerra, pero en esos momentos no quería complicaciones, de
manera que le pregunté, en cambio, por sus años en el Bronx. Tuvimos una charla bastante agradable
hasta que le conté que la carretera de Moses iba a llevarse por delante todo vestigio de nuestra infancia.
Bien, dijo, cuanto antes mejor; ¿no comprendía yo que la destrucción del Bronx vendría a satisfacer el
imperativo moral básico del propio Bronx? ¿Qué imperativo moral? —pregunté. Rió, vociferándome
en la cara: “¿Quiere saber cuál es la moral del Bronx? ‘¡Vete, guapo vete!’” Por una vez en mi vida el
estupor me dejó mudo. Esa era la verdad brutal: yo me había ido del Bronx, como él, y como nos habían
enseñado a hacer y ahora el Bronx se estaba viniendo abajo, no sólo por culpa de Robert Moses, sino
también por culpa de todos nosotros. Era cierto, pero ¿era necesario que se riera? Me retiré y me fui a
casa cuando comenzaba a dar explicaciones sobre Vietnam.
¿Por qué la risa del futurólogo me dio ganas de llorar? Se reía de algo que a mí me parecía uno de
los hechos más crudos de la vida moderna: que la escisión en las mentes y la herida en los corazones de
los hombres y las mujeres modernos en movimiento —como él, como yo— eran tan reales y profundos
como los impulsos y sueños que nos hicieran marchar. Su risa contenía toda la confianza fácil de
nuestra cultura oficial, la fe cívica en que Norteamérica superaría sus contradicciones internas mediante
el simple recurso de alejarse de ellas.
Reflexionando sobre todo esto, vi con más claridad lo que mis amigos y yo estábamos haciendo
cuando, a lo largo de la década, cortábamos el tráfico. Intentábamos abrir las heridas internas de

Sólo uso con fines educativos 195


nuestra sociedad, de demostrar que seguían allí, cicatrizadas pero jamás curadas, que se extendían y
supuraban, que a menos que fueran tratadas con rapidez empeorarían. Sabíamos que las brillantes
vidas de los que ascendían velozmente estaban tan mutiladas como las vidas asoladas y enterradas
de quienes se interponían. Lo sabíamos porque nosotros mismos estábamos aprendiendo a vivir
en la vía ascendente y a amar su ritmo. Pero esto significa que, desde el comienzo, nuestro proyecto
estaba lleno de paradojas. Trabajábamos para ayudar a otras personas y otros pueblos —negros,
hispanos, blancos pobres, vietnamitas— a luchar por su hogar, cuando nosotros huíamos del nuestro.
Nosotros, que sabíamos tan bien lo que era perder las raíces, nos lanzábamos contra un Estado y un
sistema social que parecía estar arrancando o destruyendo las raíces de toda la humanidad. Al cortar el
camino, cortábamos nuestro propio camino. Mientras comprendimos nuestras divisiones internas, éstas
infundieron en la Nueva Izquierda un profundo sentido de la ironía, una ironía trágica que marcaba
todas nuestras producciones espectaculares de comedia política, melodrama y farsa superrealista.
Nuestro teatro político aspiraba a hacer comprender al público que también él participaba en el
desarrollo de la tragedia americana: todos nosotros, todos los americanos, todos los hombres y
mujeres modernos, nos precipitábamos a una carrera emocionante, pero desastrosa. Individual y
colectivamente, debíamos preguntarnos qué éramos y qué queríamos ser, hacia dónde corríamos, y a
qué coste humano. Pero no había manera de reflexionar sobre todo esto bajo la presión del tráfico que
nos arrastraba: de ahí que fuera necesario detenerlo.
Y así quedó atrás la década de los sesenta, con el mundo de la autopista encaminándose hacia
una expansión y un crecimiento todavía más gigantescos pero atacado, asimismo, por una multitud de
apasionados gritos en la calle, gritos individuales que podían convertirse en un llamamiento colectivo
que irrumpiera en el corazón del tráfico y detuviera los motores gigantescos o, por lo menos, los hiciera
funcionar más lentamente.

III. LOS AÑOS SETENTA: DE REGRESO A CASA CON TODO

Soy un patriota de Fourteenth Ward, Brooklyn, donde me crié. El resto de los


Estados Unidos no existe para mí, excepto como idea, o historia, o literatura
[...].
En mis sueños regreso a Fourteenth Ward, igual que un paranoico vuelve a
sus obsesiones [...].
En plasma del sueño es el dolor de la separación. El sueño sigue vivo des-
pués de que el cuerpo es enterrado.

Henry Miller, Primavera negra

Cortar tú mismo tus propias raíces; tomar la última comida en tu viejo


barrio [...].

Sólo uso con fines educativos 196


Releer las instrucciones en la palma de tu mano; descubrir allí que la línea
de la vida, quebrada, mantiene su dirección.

Adrienne Rich, Shooting script

La filosofía es en realidad añoranza, necesidad de sentirse en casa en cual-


quier lugar. ¿A dónde vamos, entonces? Siempre a casa.

Novalis, Fragmentos

He descrito los conflictos de los años sesenta como una lucha entre formas opuestas de
modernismo, a las que he llamado simbólicamente “el mundo de la autopista” y “un grito en la calle”.
Muchos de los que nos manifestamos en esas calles nos permitíamos esperar, hasta cuando la policía y
los furgones se dirigían hacia nosotros, que algún día quizá naciera de esas luchas una nueva síntesis,
una nueva forma de modernidad por la cual todos pudiéramos andar en armonía, en la cual todos nos
sintiéramos en casa. Esa esperanza fue uno de los signos vitales de los años sesenta. No duró mucho. Ya
antes de finalizar la década, había quedado claro que no se estaba produciendo una síntesis dialéctica
y que tendríamos que dejar todas aquellas esperanzas en “suspenso”, un largo suspenso, si queríamos
avanzar en los años que teníamos por delante.
No se trataba únicamente de que la Nueva Izquierda se desintegrara: que perdiéramos nuestra
habilidad para estar simultáneamente en marcha y cortando el paso y así, como todos los bellos
modernismos de los años sesenta, se hundiera. El problema era más hondo que eso: no tardó en
ponerse de manifiesto que el mundo de la autopista, con cuya iniciativa y dinamismo siempre
habíamos contado, comenzaba a hundirse a su vez. El gran boom económico, prolongado contra todas
las expectativas durante el cuarto de siglo que siguió a la segunda guerra mundial, estaba a punto
de concluir. La combinación de inflación y estancamiento tecnológico (causada en gran medida por
la todavía inacabada guerra de Vietnam), además de una crisis energética mundial (que en parte
podemos atribuir a nuestros éxitos espectaculares), iba a cobrarse su precio, aunque a comienzos de
los años setenta nadie podía pronosticar lo elevado que sería.
El fin del boom no puso a todo el mundo en peligro —los muy ricos estaban bastante bien
protegidos como suelen estar— pero la visión de todos sobre el mundo moderno y sus posibilidades
ha tenido que ser remodelada. El horizonte de la expansión y el crecimiento se contrajo bruscamente:
después de décadas de rebosar de energía lo bastante barata y abundante como para crear y recrear el
mundo incesantemente una y otra vez, las sociedades modernas tendrían que aprender rápidamente
cómo utilizar sus energías decrecientes para proteger los recursos cada vez menores de que disponían
e impedir que todo su mundo se extinguiera. Durante la década de prosperidad que siguió a la primera
guerra mundial, el símbolo dominante de la modernidad fue la luz verde; durante el espectacular boom
que siguió a la segunda guerra mundial, el símbolo central fue la red de autopistas federales, por lo que
un conductor podía ir de costa a costa sin encontrar ningún semáforo. Pero las sociedades modernas

Sólo uso con fines educativos 197


de los años setenta estaban forzadas a vivir bajo la sombra del límite de velocidad y la señal de “stop”.
En estos años de movilidad reducida, en todas partes los hombres y mujeres modernos tuvieron que
reflexionar seriamente sobre la distancia y la dirección a donde querían ir, y buscar nuevos medios para
poder avanzar. De este proceso de reflexión y búsqueda —un proceso que sólo acaba de comenzar—
han surgido los modernismos de los años setenta.
Para mostrar cómo han cambiado las cosas, quiero retroceder brevemente al extenso debate
acerca del significado de la modernidad en los años sesenta. Una de las últimas aportaciones de
interés a este debate, y tal vez una especie de recordatorio, fue el artículo titulado “Historia literaria y
modernidad literaria”, del crítico literario Paul De Man, escrito en 1969. Para De Man, “toda la fuerza de la
idea de modernidad” reside en el “deseo de borrar cualquier cosa anterior”, a fin de conseguir “un punto
de partida radicalmente nuevo, un momento que pudiera ser un auténtico presente”. De Man utilizaba,
como piedra de toque de la modernidad, la idea nietzscheana (desarrollada en Uso y abuso de la
historia, 1873) de que es necesario olvidar deliberadamente el pasado para conseguir o crear algo en el
presente. “El despiadado olvido de Nietzsche, la ceguera con que se lanza a la acción despojada de toda
experiencia previa, capta el auténtico espíritu de la modernidad”. En esta perspectiva “la modernidad y
la historia son diametralmente opuestas entre sí”.16 De Man no daba ejemplos contemporáneos, pero
su esquema podría incluir fácilmente a todos los tipos de modernistas que durante los años sesenta
trabajaron en una gran variedad de medios y géneros.
Entre ellos estuvo Robert Moses, desde luego, cortando a hachazos el mundo de la autopista a
través de las ciudades y haciendo desaparecer todos los vestigios de la vida que existía antes; Robert
McNamara, pavimentando las junglas de Vietnam para construir ciudades y aeropuertos al instante
e incorporando millones de aldeanos al mundo moderno (la estrategia de Samuel Huntington de la
“modernización forzada”) por el método de reducir a escombros su mundo tradicional; Mies van der
Rohe, cuyos cubos modulares de vidrio, idénticos en todas partes, estaban consiguiendo dominar todas
las metrópolis, descuidando por igual todos los entornos, como el gigantesco monolito que emerge en
medio del mundo primitivo en 2001, de Stanley Kubrick. Pero no debemos olvidar el a la apocalíptica
de la Nueva Izquierda en su delirio terminal hacia 1969-1970, que se recreaba en visiones de hordas
bárbaras que destruirían Roma, escribiendo “Derribad los muros” en todos los muros, y se dirigirían al
pueblo con el lema “Combatid al pueblo”.
Desde luego esto no fue todo. Argumenté antes que algunos de los modernismos más creativos de
los años sesenta consistieron en “gritos en la calle”, visiones de mundos y valores que la marcha triunfal
de la modernización estaba pisoteando o dejando atrás. Sin embargo, aquellos artistas, pensadores y
activistas que desafiaron al mundo de la autopista dieron por sentado que su energía era inagotable
y su impulso inexorable. Vieron en sus obras y acciones una antítesis, enzarzada en un duelo dialéctico
con una tesis que pugnaba por silenciar todos los gritos y borrar todas las calles del mundo moderno.
Fue esta lucha entre modernismos radicalmente opuestos la que dio a la vida de los años sesenta gran
parte de su interés y coherencia.
Lo que ocurrió en los años setenta fue que, cuando los motores gigantescos del crecimiento

16 En Blindness and insight, pp. 147-148.

Sólo uso con fines educativos 198


y la expansión económica se pararon, y el tráfico empezó a detenerse, las sociedades modernas
perdieron bruscamente su capacidad de hacer desaparecer su pasado. A lo largo de los años sesenta,
la cuestión había sido si debían o no hacerlo; ahora, en los años setenta, la respuesta era que no podían
simplemente. La modernidad ya no podía permitirse el lujo de lanzarse a una “acción despojada de
toda experiencia previa” (como decía De Man), de “borrar cualquier cosa anterior con la esperanza de
conseguir finalmente un auténtico presente... un nuevo punto de partida”. Los modernos de los años
setenta no podían permitirse el lujo de aniquilar el pasado y el presente a fin de crear un mundo nuevo
ex nihilo; debían aprender a entenderse con el mundo que tenían, y actuar desde él.
Muchos modernismos del pasado se han encontrado a sí mismos mediante el olvido; los
modernismos de los años setenta se vieron obligados a encontrarse a sí mismos mediante el recuerdo.
Los modernistas anteriores habían barrido el pasado a fin de encontrar un nuevo punto de partida;
los nuevos puntos de partida de los años setenta estaban en los intentos de recobrar formas de vida
pasadas, que estaban enterradas pero no muertas. El proyecto en sí no era nuevo; pero adquirió una
nueva urgencia en una década en que el dinamismo de la economía y la tecnología modernas parecía
decaer. En un momento en que la sociedad moderna parecía perder su capacidad de crear el mundo
feliz del futuro, el modernismo se encontraba sometido a intensas presiones para descubrir nuevas
fuentes de vida mediante imaginativos encuentros con el pasado.
En esta sección final, trataré de describir varios de estos encuentros imaginativos en diversos
medios y géneros. Una vez más organizaré mi argumentación en torno a símbolos; el símbolo del
hogar y el símbolo de los fantasmas. Los modernistas de los años setenta tendieron a obsesionarse
por los hogares, las familias y los barrios que habían abandonado para ser modernos al estilo de los
años cincuenta o sesenta. De ahí que haya titulado esta sección “De regreso a casa con todo”.* Los
hogares hacia los que se orientan los modernistas de hoy en día son espacios mucho más personales
y privados que la autopista o la calle. Además la mirada al hogar es una mirada “hacia atrás”, hacia atrás
en el tiempo —una vez más radicalmente diferente del movimiento hacia adelante de los modernistas
de la autopista, o del movimiento libre en todas direcciones de los modernistas en las calles—,
hacia nuestra propia infancia, hacia el pasado histórico de nuestra sociedad. Al mismo tiempo los
modernistas no tratan de mezclarse o fundirse con su pasado —en esto se distingue el modernismo
del sentimentalismo— sino más bien de “regresar con todo” al pasado, es decir hacer que recaigan
sobre su pasado las personas en que se han convertido en el presente, llevar a esos viejos hogares
unas visiones y unos valores que pueden chocar radicalmente con ellos y tal vez volver a poner en
escena las luchas trágicas que los impulsaron a dejar sus hogares en otros tiempos. En otras palabras,

* He tomado prestado este título de una obra de los años sesenta, el álbum de Bob Dylan Bringing it all back home, Columbia
Records, 1965. Este álbum brillante, tal vez el mejor de Dylan, está lleno del radicalismo superrealista de finales de los años
sesenta. Al mismo tiempo, su título y el título de algunas de las canciones —“Subterranean Homesick Blues” (Blues subte-
rráneo de la Nostalgia). “It‘s alright, ma, I‘m only bleeding” (No pasa nada, mamá, sólo estoy sangrando)— expresan un vín-
culo muy intenso con el pasado, los padres, el hogar, casi completamente ausente de la cultura de los años sesenta, pero
muy presente una década más tarde. Este álbum puede ser visto hoy como un diálogo entre los años sesenta y los años
setenta. Aquellos de nosotros que crecimos con las canciones de Dylan sólo podemos esperar que él mismo haya aprendi-
do tanto como aprendimos nosotros de su obra en los años setenta.

Sólo uso con fines educativos 199


la relación del modernismo con el pasado, resulte lo que resulte, no será fácil. Mi segundo símbolo está
implícito en el título de este libro: Todo lo sólido se desvanece en el aire. Ello significa que nuestro pasado,
cualquiera que haya sido, es un pasado en proceso de desintegración; anhelamos aprehenderlo, pero
es escurridizo y carece de base; volvemos la mirada en busca de algo sólido en que apoyarnos, sólo
para encontrarnos abrazando fantasmas. El modernismo de los años setenta fue un modernismo con
fantasmas.
Uno de los temas centrales de la cultura de los años setenta fue la rehabilitación de la memoria y
la historia étnica como parte vital de la identidad personal. Esta ha sido una evolución notable en la
historia de la modernidad. Los modernistas de hoy ya no insisten, como hicieron con tanta frecuencia
los modernistas de ayer, en que debemos dejar de ser judíos, o negros, o italianos, o cualquier otra cosa,
para ser modernos. Se puede decir que las sociedades en su conjunto aprenden algo, las sociedades
modernas de los años setenta parecen haber aprendido que la identidad étnica —no sólo la propia
sino la de todos— resulta esencial para la profundidad y plenitud de la personalidad que la vida
moderna promete y abre a todos. Esta conciencia hizo que Raíces, de Alex Haley, y Holocausto, de Gerald
Green, tuvieran una audiencia no solamente inmensa —la mayor de la historia de la televisión— sino
también activamente comprometida y genuinamente conmovida. La respuesta a Raíces y Holocausto,
no sólo en Estados Unidos, sino en todo el mundo, sugiere que, cualesquiera que fueran las cualidades
de que pudiera carecer la humanidad contemporánea, nuestra capacidad de empatía era considerable.
Desgraciadamente, espectáculos como Raíces y Holocausto no tienen profundidad suficiente
para transformar la empatía en una auténtica comprensión. Ambas obras presentan versiones
excesivamente idealizadas del pasado familiar y étnico, en las que todos los antepasados son hermosos,
nobles y heroicos, y todo el dolor, el odio y los conflictos emanan de grupos opresores “externos”. Esto
aporta más al género tradicional del romance familiar que a una conciencia étnica moderna.
Pero también en los setenta era posible hallar algo auténtico. La exploración de la memoria
étnica más impresionante de este período fue, creo yo, Woman warrior, de Maxine Hong Kingston.
Para Kingston, la imagen esencial del pasado familiar y étnico no son las raíces, sino los fantasmas; el
subtítulo de su libro es “Memorias de una infancia entre fantasmas”.17 La imaginación de Kingston está
saturada de historia y folklore, mitología y supersticiones chinas. Transmite una viva sensación de la
belleza y plenitud de la vida en una aldea china —la vida de sus padres— antes de la Revolución. Al
mismo tiempo, nos hace experimentar los horrores de esa vida: el libro comienza con el linchamiento
de su tía embarazada, se abre paso a través de la pesadilla de una serie de crueldades, abandonos,
traiciones y asesinatos socialmente impuestos. Se siente acosada por los fantasmas de las antiguas
víctimas, cuya responsabilidad asume al escribir sobre ese pasado; comparte el mito de América de sus
padres como un país de fantasmas, multitudes de sombras blancas, irreales y mágicamente poderosas
a la vez; teme a sus propios padres como fantasmas —después de treinta años todavía no está segura
de conocer los nombres reales de estos inmigrantes y, por lo tanto, no está segura del suyo propio—

17 Woman warrior: memoirs of a girlhood among ghosts, Knopf, 1976; Vintage, 1977. Los temas de este libro están desarro-
llados, con más amplitud histórica pero menos intensidad personal, en una especie de continuación, China men, Knopf,
1980.

Sólo uso con fines educativos 200


perseguidos por pesadillas ancestrales, y de las que tardará toda su vida en despertar; se ve a sí misma
metamorfoseándose en un fantasma, perdiendo su realidad corporal aun cuando aprende a caminar
erguida en el mundo fantasmal, “a hacer cosas fantasmales todavía mejor que los fantasmas”, a escribir
un libro como éste.
Kingston tiene la habilidad de crear escenas individuales —ya sean reales o míticas, pasadas o
presentes, imaginadas o experimentadas directamente— con notable franqueza y luminosa claridad.
Pero la relación entre las diferentes dimensiones de su ser nunca se integra o elabora; al dar bandazos
de un plano a otro, sentimos que la obra de arte y vida todavía está en proceso de elaboración, que
todavía está trabajando en ella, dando vueltas a su vasto reparto de fantasmas con la esperanza
de encontrar algún orden significativo en el que finalmente pueda sentirse en terreno firme. Su
identidad personal, sexual y étnica sigue siendo escurridiza hasta el final —precisamente del modo
que los modernistas han señalado siempre que está condenada a serlo la identidad moderna— pero
demuestra un gran valor e imaginación al mirar a sus fantasmas a la cara y luchar por encontrar
sus nombres propios. Sigue estando dividida o dispersa en una docena de direcciones, como una
máscara cubista o la Muchacha ante el espejo de Picasso; pero siguiendo sus tradiciones, transforma la
desintegración en una nueva forma de orden que es parte integrante del arte moderno.
Una confrontación igualmente poderosa con el hogar, y con los fantasmas, tuvo lugar en la trilogía
del Performance Group Three Places in Rhode Island, desarrollada entre 1975 y 1978. Estas tres obras se
organizan en torno a la vida de un miembro de la compañía, Spalding Gray; dramatizan su evolución
como persona, personaje, actor y artista. La trilogía es una especie de Búsqueda del tiempo perdido,
siguiendo la tradición de Proust y Freud. La segunda obra y más convincente de las tres, Rumstick
Road,18 representada por primera vez en 1977, se centra en la enfermedad y desintegración gradual
de la madre de Gray, que culmina en su suicidio en 1967; la obra representa los intentos de Gray por
comprender a su madre, a su familia y a sí mismo, como niño y adulto, por vivir con lo que conoce y con
lo que nunca conocerá.
Esta indagación angustiada tiene dos precursores notables: el largo poema de Allen Ginsberg,
“Kaddish. (1959) y la novela de Peter Handke, Un pesar superior a los sueños (1972). Lo que confiere a
Rumstick Road su carácter particularmente impresionante y el sello distintivo de los años setenta
es la manera en que utiliza las técnicas de actuación del grupo y las formas artísticas plurales de los
años sesenta para explorar nuevas honduras del espacio interior personal. Rumstick Road incorpora
música grabada y en directo, danza, proyección de diapositivas, fotografía, movimientos abstractos,
iluminación compleja (incluidas luces intermitentes), vistas y sonidos en vídeo, con el fin de evocar
formas de conciencia y de ser diferentes pero entrecruzadas. La acción consiste en discursos directos
de Gray al público; dramatizaciones de sus sueños y ensoñaciones (en las que a veces interpreta a uno
de los fantasmas que lo asedian); entrevistas grabadas con su padre, con sus abuelas, con viejos amigos
y vecinos de Rhode Island, con el psiquiatra de su madre (en que remeda sus palabras a medida que

18 El guión de Rumstick Road, está reeditado, junto con las notas de dirección de Elizabeth LeCompte y unas pocas fotogra-
fías borrosas, en Performing Arts Journal, III, 2, otoño de 1978. The Drama Review, nº 81, marzo de 1979, ofrece unas notas
sobre las tres obras de Gray y James Bierman, junto con excelentes fotografías.

Sólo uso con fines educativos 201


salen de la cinta); diapositivas que muestran la vida de la familia a través de los años (Gray es a la vez
un personaje de las fotos y una especie de narrador y comentarista como en Nuestra ciudad); algo de la
música que más significó para Elizabeth Gray, acompañada de danza y narración.
Todo esto se desarrolló en un entorno extraordinario. El escenario está dividido en tres
compartimentos iguales; en algunos momentos la acción se desarrolla simultáneamente en dos, y a
veces en los tres. En el centro del proscenio hay una cabina de control audiovisual ocupada por un
director técnico que actúa en la sombra; directamente debajo de la cabina hay un banco que a veces se
usa como sofá del psiquiatra, donde alternativamente Gray interpreta a un terapeuta (o “examinador”)
y a diversos pacientes. A la izquierda del público, retranqueada para formar una habitación, hay una
ampliación de la casa familiar de los Gray en Rumstick Road, donde transcurren muchas escenas; en
ocasiones el muro se borra y la habitación se transforma en una cámara interior de la mente de Gray en
la que se desarrollan diversas escenas inquietantes; pero incluso cuando ha desaparecido la imagen de
la casa, su aura se mantiene presente. A la derecha del público hay otra habitación con un gran ventanal
que representa la propia habitación de Gray en su antigua casa. Durante la mayor parte de la obra, esta
habitación está dominada por una enorme tienda hinchable, roja, en forma de cúpula, iluminada desde
dentro, mágica y amenazadoramente sugestiva (¿el vientre de una ballena?, ¿el útero de una madre?,
¿un cerebro?); sobre, dentro o alrededor de esta tienda, que aparece como un personaje espectral
por derecho propio, se producen numerosas acciones. Avanzada la obra, cuando Gray y su padre han
conversado finalmente acerca de su madre y su suicidio, los dos, juntos, levantan la tienda, sacándola
de la habitación por la ventana: sigue siendo visible y extrañamente luminosa, como la luna, pero ahora
está situada a distancia y en perspectiva.
Rumstick Road sugiere que ésta es la clase de liberación y reconciliación posible para todos los
seres humanos del mundo. Para Gray, y para nosotros en la medida en que podamos identificarnos
con él, la liberación nunca será total; pero es real, y ha sido ganada: Gray no solamente ha mirado al
abismo, sino que ha bajado a él y ha sacado a la luz sus profundidades para todos nosotros. Los
otros actores le han ayudado: su intimidad y reciprocidad, desarrollada a lo largo de años de trabajo
de grupo, le son absolutamente vitales para descubrirse, enfrentarse y ser él mismo. Esta producción
colectiva dramatiza las formas de evolución de los colectivos teatrales a lo largo de la última década.
En el ambiente intensamente politizado de los años sesenta, cuando entre las cosas más estimulantes
de la escena norteamericana se encontraban grupos como el Living Theatre, el Open Theatre y la San
Francisco Mime Troupe, sus vidas y obras colectivas eran presentadas como salidas de la trampa de
la privacidad y la individualidad burguesa, como modelos de la sociedad comunista del futuro. En los
relativamente apolíticos años setenta, pasaron de ser sectas comunistas a convertirse en algo así como
comunidades terapéuticas cuya fuerza colectiva podía permitir a cada miembro comprender y abarcar
las profundidades de su vida individual. Obras como Rumstick Road muestran la dirección creativa que
puede tomar esta evolución.
Uno de los temas centrales del modernismo de los años setenta fue la idea ecológica del
reciclaje: encontrar nuevos significados y posibilidades de las viejas cosas y formas de vida. Algunos
de los reciclajes más creativos de los años setenta, en toda Norteamérica, se produjeron en los barrios
empobrecidos que Jacobs celebraba a comienzos de los años sesenta. La diferencia que la década ha

Sólo uso con fines educativos 202


traído consigo es que las iniciativas que parecían una alternativa deliciosa en los tiempos del boom de
los años sesenta se presentan hoy como un imperativo desesperado. El más importante, y tal vez el más
dramático, de nuestros reciclajes se ha producido precisamente en el lugar en que por primera vez se
representó públicamente el ciclo vital de Spalding Gray: el barrio que hoy se conoce como SoHo, en la
parte baja de Manhattan. Este distrito de talleres, almacenes y pequeñas fábricas del siglo XIX entre las
calles Hudson y Canal era literalmente anónimo; no tuvo nombre hasta hace aproximadamente una
década. Después de la segunda guerra mundial, con el desarrollo del mundo de la autopista, el distrito
sufrió grandes destrozos por obsoleto y los urbanistas de los años cincuenta lo pusieron en la lista de la
demolición.
Estaba previsto que fuera destruido para dejar sitio a uno de los proyectos más acariciados
de Robert Moses, la autopista de Lower Manhattan. Esta vía iba a abrirse paso a través de la isla de
Manhattan, del East River al Hudson, derribando o aislando grandes zonas del South y el West Village,
Little Italy, Chinatown y el Lower East Side. Mientras los planes para la construcción de la autopista
cobraban fuerza, muchos industriales abandonaron el barrio, anticipando así su destrucción. Pero
entonces, a comienzos y mediados de los años sesenta, una memorable coalición de grupos diversos
y generalmente antagónicos —jóvenes y viejos, radicales y reaccionarios, judíos, italianos, WASP,
puertorriqueños y chinos— lucharon empecinadamente durante años y finalmente, con gran sorpresa
por su parte, triunfaron, consiguiendo que el proyecto de Moses fuera borrado del mapa.
Esta victoria épica sobre Moloch trajo consigo una súbita abundancia de naves disponibles a
precios inusitadamente reducidos que resultaban ideales para la población de artistas de Nueva York
en rápido crecimiento. A finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, miles de artistas se
trasladaron allí, y al cabo de unos pocos años convirtieron este espacio anónimo en el principal centro
mundial de la producción artística. Esta transformación asombrosa infundió a las calles decrépitas y
tenebrosas de SoHo una vitalidad e intensidad singulares.
Buena parte del aura del barrio se debe a la interacción entre sus calles y edificios modernos del
siglo XIX y al arte moderno de finales del siglo XX que se ha creado y expuesto en ellos. Otra manera de
verlo podría ser como una dialéctica de los nuevos y viejos modos de producción del barrio: fábricas
que producen cordeles y cuerdas, cajas de cartón, pequeños motores y piezas de máquinas, que
recogen y procesan papel usado y trapos y chatarra, y formas artísticas que recogen, comprimen, unen
y reciclan estos materiales de manera propia y muy especial.
SoHo ha surgido también como arena para la liberación de las mujeres artistas, que han
irrumpido en escena con una abundancia, talento y confianza en sí mismas sin precedentes, luchando
para imponer su identidad en un barrio que luchaba por imponer la suya. Su presencia individual y
colectiva está en la base del aura de SoHo. Una tarde de otoño, vi a una encantadora joven con un bello
vestido color vino, que evidentemente regresaba de “Uptown” (¿una representación?, ¿una beca?, ¿un
trabajo?), subiendo las largas escaleras que conducían a su nave. En un brazo llevaba una gran bolsa
de la compra, de la que sobresalía un pan francés, mientras que con la otra equilibraba delicadamente
sobre el hombro un gran atado de tablones de metro y medio de largo: una expresión perfecta, me
pareció, de la sexualidad y la espiritualidad modernas de nuestros días. Pero justo al volver la esquina,
por desgracia, acechaba otra figura arquetípicamente moderna: el agente inmobiliario que, durante los

Sólo uso con fines educativos 203


años setenta, hizo fortuna en SoHo mediante especulaciones fantásticas, y expulsó de sus hogares a
muchos artistas sin esperanzas de poder pagar los precios que su presencia había contribuido a fijar.
También aquí, como en tantas escenas modernas, las ambigüedades del desarrollo seguían su curso.
Justo bajo la calle Canal, el límite del centro de SoHo, el caminante que se dirigiera hacia el Norte
o el Sur, o que saliera del metro en la calle Franklin, podría sobresaltarse al divisar lo que a primera
vista parece un edificio fantasma. Es una gran masa vertical, tridimensional, que reproduce vagamente
la forma de los rascacielos que lo rodean; sólo que, al acercarnos, descubrimos que si cambiamos
de ángulo parece moverse. En un momento parece ladearse, como la torre inclinada de Pisa; al
desplazarnos hacia la izquierda, parece arrojarse hacia adelante casi encima de nosotros; girando
un poco más, se desliza como un barco que pusiera rumbo a la calle Canal. Es la nueva escultura en
acero de Richard Serra, llamada TWU en honor del Transit Workers’ Union (Sindicato de Trabajadores
del Transporte) que estaba en huelga en el momento en que la obra fue instalada, en la primavera de
1980. Consta de tres inmensos rectángulos de acero, cada uno de los cuales tiene unos tres metros
de ancho y unos once de alto, formando una “H” de lados desiguales. Es tan sólida como puede serlo
una escultura, pero varias características le dan un aire fantasmal: su capacidad para cambiar de forma
dependiendo de nuestro punto de vista; las metamorfosis de su colorido, un luminoso bronce dorado
en un ángulo o un momento dado, que se convierte un instante más tarde o un paso más allá en un
gris plomo inquietante; su evocación de los esqueletos de acero de los rascacielos que la rodean, del
dramático empeño en acercarse al cielo que hicieron posible la arquitectura y la ingeniería modernas,
de la expresiva promesa que todos estos edificios hicieron durante su breve fase como esqueletos,
pero que la mayoría de ellos incumplieron patentemente una vez terminados. Cuando podemos tocar
la escultura y recostarnos en las esquinas de su forma de H, nos sentimos en una ciudad dentro de otra
ciudad y percibimos el espacio urbano por encima y alrededor de nosotros con una claridad y nitidez
particulares, pero nos sentimos protegidos de los impactos de la ciudad por la masa y la fuerza de la
obra.
TWU está en una pequeña plaza triangular en la que no hay nada más, con excepción de un
arbolito, plantado aparentemente cuando la escultura fue instalada y orientado hacia ella, de frágiles
ramas pero exuberantes hojas, que al final del verano da una sola flor blanca, grande y hermosa. La obra
ha sido colocada algo apartada del camino habitual, pero su presencia ha comenzado a crear un nuevo
camino, arrastrando magnéticamente a la gente hacia su órbita. Una vez allí, miran, tocan, se inclinan, se
recuestan y se sientan. Algunas veces insisten en participar más activamente en la obra e inscriben sus
nombres y pensamientos en sus costados: “NO HAY FUTURO” es una inscripción reciente, con letras de
casi un metro de altura; además, las fachadas inferiores se han convertido en una especie de quiosco,
adornado con los innumerables signos, gratos e ingratos, de los tiempos.
Hay quienes se enfadan por lo que les parece la profanación de una obra de arte. A mí me parece,
no obstante, que todo lo que la ciudad ha añadido a TWU ha sacado a la luz su singular profundidad,
que nunca habría emergido si hubiese permanecido intacta. Las capas acumuladas de signos,
arrancadas o quemadas periódicamente (no podría decir si por la ciudad, por el propio Serra, o por
espectadores solícitos), pero renovadas perpetuamente, han creado una nueva configuración, cuyos
contornos sugieren un irregular horizonte urbano de una altura de casi dos metros, mucho más oscuro

Sólo uso con fines educativos 204


y profundo que el vasto campo de arriba. La densidad e intensidad del nivel inferior (la parte al alcance
de las personas), ha transformado este sector en la parábola de la construcción de la propia ciudad
moderna. Constantemente la gente llega más alto, esforzándose en dejar su marca —¿se suben los
unos sobre los hombros de los otros?— y hay incluso, a una altura de unos tres o tres metros y medio,
un par de pegotes de pintura roja y amarilla, lanzados espectacularmente desde algún lugar de abajo
(¿se trata de una parodia de la action painting?)
Pero ninguno de estos esfuerzos puede ser algo más que una tenue luz en el gran cielo de bronce
de Serra que se eleva por encima de nosotros, un cielo que se vuelve más brillante en contraste con
el mundo más oscuro que hemos construido abajo. TWU genera un diálogo entre la naturaleza y la
cultura, entre el pasado y el presente de la ciudad —y su futuro, los edificios todavía con las vigas al
aire, todavía potencialmente infinitos—, entre el artista y su público, entre todos nosotros y el entorno
urbano que une todas nuestras líneas de la vida. El modernismo de los años setenta, en su mejor
momento, consistió en este proceso de diálogo.
Puesto que he llegado hasta aquí, quisiera usar este modernismo para generar un diálogo con
mi propio pasado, mi propio hogar perdido, mis propios fantasmas. Quisiera regresar al punto en que
comenzó este ensayo, a mi Bronx, que sólo ayer era vigoroso y pujante y hoy es un espacio yermo de
ruinas y cenizas. ¿Puede el modernismo dar vida a esos huesos? En un sentido literal, evidentemente no:
sólo una inversión federal masiva, unida a una participación popular activa y enérgica pueden devolver
realmente la vida al Bronx. Pero la visión y la imaginación modernistas pueden dar a nuestras mutiladas
ciudades interiores una razón por la que vivir, pueden contribuir u obligar a que nuestra mayoría no
urbana comprenda que le interesa el destino de la ciudad, pueden sacar a la luz su abundancia de vida
y belleza, enterrada pero no muerta.
Para enfrentarme al Bronx, deseo hacer uso de dos medios diferentes, que florecieron en los años
setenta, y fusionarlos; el uno es de muy reciente invención, el otro es bastante antiguo, pero ha sido
elaborado y desarrollado recientemente. El primer medio recibe el nombre de earthwork, “obras de
tierra” o “arte de tierra”. Se remonta a comienzos de la década de 1970, y su espíritu más creativo fue
Robert Smithson, que murió trágicamente en un accidente aéreo a los treinta y cinco años, en 1973.
Smithson estaba obsesionado por las ruinas hechas por el hombre: montones de escoria, chatarra,
minas a cielo abierto abandonadas, canteras agotadas, lagunas y arroyos contaminados, el cúmulo de
desperdicios que ocupaba el lugar de Central Park antes de la llegada de Olmsted. A lo largo de los
primeros años de la década de 1970, Smithson recorrió el país de arriba abajo, tratando inútilmente de
interesar a los burócratas del gobierno y las empresas en la idea de que

Una solución práctica para la utilización de áreas devastadas sería el reciclaje del agua y la tie-
rra en términos de “arte de tierra”... El arte se puede convertir en un recurso que medie entre
el ecologista y el industrial. La ecología y la industria no son calles de una sola dirección. Más
bien, deberían de ser encrucijadas. El arte puede contribuir a proporcionar la dialéctica nece-
saria entre ambas.19

19 “Untitled proposals”, 1971-1972, en The writings of Robert Smithson: essays and illustrations, edición de Nancy Holt, NYU,
1979, pp. 220-221. Para las visiones urbanas de Smithson, véanse sus ensayos “Ultra-moderne”, “A tour of the monuments
of Passaic, New Jersey” y “Frederick Law Olmsted and the dialectical landscape”, todos ellos en este volumen.

Sólo uso con fines educativos 205


Smithson se vio obligado a recorrer grandes distancias, a través de los desiertos del Oeste Medio y
el Sudoeste de los Estados Unidos; no vivió para ver el inmenso yermo abierto en el Bronx, lienzo ideal
para su arte, prácticamente frente a la puerta de su casa. Pero su pensamiento da muchas pistas sobre
la forma en que podríamos proceder. Es esencial, diría con certeza, aceptar el proceso de desintegración
como marco de nuevos tipos de integración, usar los escombros como medio para construir nuevas
formas y hacer nuevas afirmaciones; sin ese marco y ese medio, no puede producirse un crecimiento
real.* El segundo medio que quiero usar es el mural histórico. Los murales prosperaron en el período
de la WPA, cuando fueron encargados para dramatizar ideas políticas y radicales en general. Volvieron
con fuerza en los años setenta, a menudo financiados con el dinero federal de la CETA. De acuerdo
con el espíritu dominante en los años setenta, los murales más recientes subrayaban la historia local
y comunitaria, en vez de la ideología mundial. Además —y ésta parece ser una innovación de los
años setenta—, a menudo los murales eran realizados por miembros de la comunidad cuya historia
evocaban, de manera que podían ser a la vez sujetos, objetos y público de arte, uniendo la teoría a la
práctica dentro de la mejor tradición modernista. El mural comunitario más interesante y ambicioso de
los años setenta parece ser el de la Gran Muralla, ejecutado en Los Ángeles por Judith Baca. El arte de
tierra y los murales comunitarios ofrecen los medios para expresar mi sueño modernista del Bronx: el
Mural del Bronx.
El Mural del Bronx, tal como yo lo imagino, debería ser pintado en los muros de contención de
ladrillo y hormigón que se extienden a lo largo de la mayor parte de los 13 kilómetros de la autopista
del Bronx, de manera que cada viaje en automóvil yendo o viniendo del Bronx se convirtiera en un
viaje por sus profundidades enterradas. En los lugares en que la autopista va por encima o cerca del
nivel del suelo y el muro se reduce, la visión del conductor de la vida pasada del Bronx se alternaría con
vistas panorámicas de su ruina presente. El mural podría mostrar cortes transversales de calles, de casas,
incluso de habitaciones llenas de personas, tales como eran antes de que la autopista las atravesara.
Pero se remontaría a más atrás, a los primeros años de nuestro siglo, a los momentos culminantes
de la inmigración judía e italiana, con un Bronx que crecía a lo largo de las líneas del metro en rápida
expansión y (en palabras del Manifiesto comunista) “poblaciones enteras surgiendo por encanto, como
si salieran de la tierra”: a las decenas de miles de obreros de la confección, impresores, carniceros,
pintores de brocha gorda, peleteros, sindicalistas, socialistas, anarquistas, comunistas. Aquí está D. W.
Griffith, cuyo antiguo edificio del Biograph Studio está todavía en pie, sólido aunque descuidado y
estropeado, al borde de la autopista; aquí está Sholem Aleichem, mirando el Nuevo Mundo y diciendo
que era bueno, y muriendo en la calle Kelly (en la manzana en que nació Bella Azburg); y allí está Trotski
en la calle 16, a la espera de su revolución (¿hizo realmente papeles de ruso en oscuras películas mudas?

* Hacia fines de los años setenta, algunas autoridades y comisiones de arte locales comenzaron a responder, iniciándose
la construcción de algunas obras impresionantes de arte de tierra. Esta incipiente gran oportunidad presenta también
grandes problemas, enfrenta a los artistas con los defensores del medio ambiente y los expone a la acusación de que
crean una belleza meramente cosmética que disfraza la rapacidad y brutalidad empresarial y política. Para un relato lúci-
do de las formas en que los artistas de tierra han planteado y dado respuesta a estos temas, véase “It’s the Pits” Village
Voice, 2 de septiembre de 1980.

Sólo uso con fines educativos 206


Nunca lo sabremos). Ahora vemos a una burguesía modesta, pero vigorosa y confiada, surgiendo en los
años veinte en las proximidades del Yankee Stadium, paseando un rato al sol por el Grand Concourse,
descubriendo el romance en las barcas con forma de cisne de Crotona Park; y no muy lejos, las coops,
la gran red de colonias de viviendas obreras, construyendo en régimen de cooperativa un nuevo
mundo junto a los parques del Bronx y Van Cortlandt. Avanzamos hacia la desolada adversidad de los
años treinta, las colas de desempleados, la ayuda doméstica, la WPA (cuyo espléndido monumento,
el Palacio de Justicia del Bronx, se levanta justamente por encima del Yankee Stadium), pasiones y
energías radicales estallando, batallas campales en las esquinas entre estalinistas y trotskistas, cafeterías
y confiterías inflamadas por las conversaciones durante toda la noche; y luego hacia la ansiedad y la
excitación de los años de posguerra, la vuelta de la opulencia, los barrios más vibrantes que nunca, aun
cuando más allá de los barrios comienzan a abrirse nuevos mundos, la gente compra autos, comienza
a ponerse en movimiento; hacia los nuevos inmigrantes del Bronx —de Puerto Rico, Carolina del Sur,
Trinidad— nuevos tonos de piel y de vestidos en la calle, nuevas músicas y ritmos, nuevas tensiones e
intensidades; y, finalmente, hacia Robert Moses y su terrible autopista destruyendo la vida interior del
Bronx, transformando la evolución en degeneración, la entropía en catástrofe, creando la ruina sobre la
que está construida esta obra de arte.
El mural tendría que ser ejecutado en una serie de estilos radicalmente diferentes, a fin de expresar
la asombrosa variedad de visiones imaginativas que emanan de estas calles, casas, patios, carnicerías
kosher, confiterías y tiendas de golosinas aparentemente uniformes. Barnett Newman, Stanley Kubrick,
Clifford Odets, Larry Rivers, George Segal, Jerome Weidman, Rosalyn Drexler, E. L. Doctorow, Grace
Paley, Irving Howe, estarían todos allí; junto con George Meany, Herman Badillo, Bella Abzug y Stokely
Carmichael; John Garfield, el Sidney Falco de Tony Curtis, la Molly Goldenberg de Gertrude Berg, Bess
Myerson (monumento icónico a la asimilación, la Miss América del Bronx de 1945) y Anne Bancroft;
Hank Greenberg, Jake La Motta, Jack Molinas (¿fue el atleta más notable del Bronx, su maleante más
depravado, o ambas cosas?); Nate Archibald; A. M. Rosenthal del New York Times y su hermana, la
dirigente comunista Ruth Witt; Phil Spector, Bill Graham, Dion y los Belmont, los Rascal, Laura Nyro, Larry
Harlow, los hermanos Palmieri; Jules Feiffer y Loy Meyers; Paddy Chayevsky y Neil Simon; Ralph Lauren
y Calvin Klein, Garry Winogrand, George y Mike Kuchar; Jonas Salk, George Wald, Seymour Melman,
Herman Khan: todos ellos y muchos más.
Los hijos del Bronx se sentirían animados a regresar y a ponerse en el cuadro: el muro de la
autopista es lo suficientemente grande como para dar cabida a todos; a medida que se abarrota se
aproximaría a la densidad del Bronx en su mejor momento. Conducir a través de todo esto sería una
experiencia rica y extraña. Los conductores podrían sentirse cautivados por las figuras, los ambientes y
las fantasías del mural, los fantasmas de sus padres, de sus amigos, hasta de ellos mismos, como sirenas
seduciéndolos para que se lanzaran al abismo del pasado. Por otra parte, muchos de estos fantasmas
presionarían y empujarían, morirían por saltar a un futuro más allá del Bronx y sus muros y unirse al
flujo del tráfico que se aleja. El Mural del Bronx terminaría donde termina la autopista, donde se une a
la autopista de Westchester y Long Island. El final, la frontera entre el Bronx y el mundo, estaría señalado
por un arco gigantesco, siguiendo la tradición de los monumentos colosales concebidos por Claes
Oldenburg en los años sesenta. Este arco sería circular e hinchable, sugiriendo a la vez un neumático

Sólo uso con fines educativos 207


de automóvil y un donuts. Completamente hinchado tendría un aspecto indigestamente duro como
donuts, pero ideal como neumático para una huida rápida; desinflado parecería agujereado y peligroso
como neumático, pero como donuts invitaría a sentarse a comer.
He retratado el Bronx de hoy en día como un escenario de desastre y desesperación. Ciertamente
hay todo esto, pero hay mucho más. Abandonad la autopista y conducid algo más de un kilómetro hacia
el sur, o medio kilómetro hacia el norte, en dirección al zoo; entrad y salid por calles cuyos nombres están
señalados en las intersecciones del alma —Fox, Kelly, Longwood, Honeywell, Southern Boulevard— y
encontraréis manzanas tan parecidas a las manzanas que abandonasteis hace mucho tiempo, manzanas
que pensabais desaparecidas para siempre, que os preguntaréis si estáis viendo fantasmas, o si vosotros
mismos sois fantasmas que rondan estas calles concretas con los espectros de vuestra ciudad interior.
Los rostros y los rótulos son hispanos, pero la vibración y la cordialidad —los viejos tomando el sol, las
mujeres con sus bolsas de la compra, los niños jugando a la pelota en la calle— se sienten tan próximos
a casa que resulta fácil tener la sensación de que nunca se ha salido de casa.
Muchas de estas manzanas son tan confortablemente anodinas que casi podemos sentir cómo
nos fundimos con ellas, casi acunados, hasta que, al volver una esquina, toda la pesadilla de la
devastación —una manzana de esqueletos quemados y negros, una calle de cascotes y cristales por
la que no va nadie— surge ante nuestros ojos despertándonos bruscamente. Entonces podemos
comenzar a comprender lo que vimos antes en la calle. Han sido necesarios los esfuerzos más
extraordinarios para rescatar de la muerte a estas calles anodinas, para recomenzar en ellas la vida
cotidiana desde la base. Esta empresa colectiva es el resultado de la fusión del dinero gubernamental
con el esfuerzo —“justicia sudada” la llaman— y el espíritu de los vecinos.20 Se trata de una empresa
arriesgada y precaria —podemos sentir los riesgos cuando vemos el horror justo al volver la
esquina— que para ser realizada requiere de una visión, una energía y un coraje fáusticos. Estos son
los habitantes de la nueva ciudad de Fausto, sabedores de que cada día deben volver a ganarse la vida
y la libertad.
En esta obra de renovación el arte moderno toma parte activa. Entre las gratas calles resucitadas
nos encontramos con una enorme escultura de acero que se eleva varios pisos hacia el cielo. Sugiere
la forma de dos palmeras que se inclinan de modo expresionista la una hacia la otra formando un
arco de entrada. Se trata del “Sol de Puerto Rico”, de Rafael Ferrer, el árbol más nuevo de la selva de
los símbolos de Nueva York. El arco nos conduce a una red de jardines, Fox Street Community Garden.
La obra es imponente y lúdica a la vez; retrocediendo podemos admirar su fusión, al estilo de Calder,
de formas macizas y curvas sensuales. Pero la obra de Ferrer adquiere una hondura y una resonancia
singulares por su relación con su emplazamiento. En este vecindario, en su mayoría puertorriqueño
y abrumadoramente caribeño, evoca el paraíso perdido del trópico. Confeccionada con materiales
industriales, sugiere que la alegría y la sensualidad que pueden obtenerse aquí en Estados Unidos, en
el Bronx, deben venir —y vienen, de hecho— de la reconstrucción industrial y social. De estructura
negra, pero pintada con grandes manchas y brochazos abstractos y expresionistas de vívidos colores

20 Véase el volumen Devastation/resurrection: the South Bronx, preparado por el Bronx Museum of the Arts en el invierno de
1979-1980. Este volumen ofrece un excelente relato de la dinámica del urbicidio y de los comienzos de la reconstrucción.

Sólo uso con fines educativos 208


—rojo vivo, amarillo y verde por la cara que da al Oeste, y rosa, celeste y blanco por la que da al Este—
simboliza las maneras, diferentes pero quizás igualmente válidas, en que los habitantes del South
Bronx, operando con sus nuevas formas, pueden dar vida a su mundo. Estas personas, a diferencia del
público de TWU, de Serra, en el centro, no han grabado inscripciones en el arco de Ferrer, que parece ser
un popular objeto de orgullosa contemplación en la calle. Tal vez ayude a quienes atraviesan un pasaje
crucial y atormentado de su historia —y de la nuestra— a comprender hacia dónde van y quiénes son.
Espero que les ayude; sé que a mí me ayuda. Y a mi entender, de esto se trata el modernismo.21
Podría seguir hablando de otras incitantes obras modernistas de la pasada década. En cambio, he
pensado dejar el Bronx con un encuentro con algunos de mis propios fantasmas. Al llegar al final de
este libro, observo cómo este proyecto, que me llevó tanto tiempo, se mezcla con el modernismo de
mi época. He estado excavando para sacar a la luz algunos de los enterrados espíritus modernos del
pasado, intentando explorar una dialéctica entre su experiencia y la nuestra, esperando ayudar a la
gente de mi época a crear una modernidad futura más plena y libre que las vidas modernas que hemos
conocido hasta ahora.
¿Pueden ser llamadas modernistas unas obras tan obsesionadas por el pasado? Para muchos
pensadores, todo el objetivo del modernismo consiste en deshacerse de todas estas rémoras, de
manera que el mundo y el yo puedan ser creados de nuevo. Otros creen que las formas verdaderamente
distintivas del arte y el pensamiento contemporáneo han dado un salto cuantitativo más allá de las
diversas sensibilidades del modernismo, ganándose el derecho a llamarse “posmodernos”. Quiero
responder a estos planteamientos antitéticos pero complementarios volviendo a la visión de la
modernidad con que comenzaba este libro. Ser modernos, decía, es experimentar la vida personal
y social como una vorágine, encontrarte y encontrar a tu mundo en perpetua desintegración y
renovación, conflictos y angustia, ambigüedad y contradicción: formar parte de un universo en que
todo lo sólido se desvanece en el aire. Ser modernista es, de alguna manera, sentirte cómodo en la
vorágine, hacer tuyos sus ritmos, moverte dentro de sus corrientes en busca de las formas de realidad,
belleza, libertad, justicia, permitidas por su curso impetuoso y peligroso.
En los últimos doscientos años, el mundo moderno ha cambiado radicalmente en muchos
aspectos; pero la situación del modernista que trata de sobrevivir y crear en medio de la vorágine ha
continuado siendo sustancialmente la misma. Esta situación ha generado un lenguaje y una cultura del
diálogo, que ha acercado a los modernistas del pasado, el presente y el futuro y ha permitido que la
cultura modernista siga viva y pujante hasta en los momentos más espantosos. A través de este libro
he tratado no sólo de describir la vida del diálogo modernista, sino también de desarrollarla. Pero la
primacía del diálogo en la vida del modernismo en curso hace que los modernistas nunca puedan
prescindir del pasado: deben seguir siempre acosados por él, desenterrando sus fantasmas, recreándolo
incluso cuando se rehacen y rehacen su mundo.
Si alguna vez el modernismo consiguiera desprenderse de sus chatarras y sus andrajos y de los

21 Véase Carter Ratcliff, “Ferrer’s Sun and Shade”, Art in America, marzo de 1980, pp. 80-86, para un perspicaz análisis de esta
obra. Pero Ratcliff no se da cuenta de que, entremezclada con la dialéctica de la obra de Ferrer, el emplazamiento de esta
obra —la calle Fox en South Bronx— tiene su propia dialéctica interior.

Sólo uso con fines educativos 209


incómodos eslabones que lo atan al pasado, perdería todo su peso y su profundidad, y la vorágine
de la vida moderna se lo llevaría inevitablemente. Sólo manteniendo vivos los lazos que lo atan a
las modernidades del pasado —lazos que son a la vez íntimos y antagónicos— puede ayudar a los
hombres y mujeres modernos del presente y el futuro a ser libres.
Esta manera de entender el modernismo debería ayudarnos a clarificar algunas de las ironías de
la mística contemporánea “posmoderna”.22 He argumentado que el modernismo de la década de los
años setenta se distinguió por su deseo y poder de recordar, de recordar tanto de lo que las sociedades
modernas —independientemente de cuáles sean sus ideologías o sus clases dominantes— quieren
olvidar. Pero cuando los modernistas contemporáneos pierden contacto con su propia modernidad,
y la niegan, únicamente se hacen eco del autoengaño de la clase dominante, convencida de que ha
superado los problemas y peligros del pasado, y mientras tanto se alejan y nos alejan de la fuente
fundamental de su propia fortaleza.
Hay otra pregunta inquietante que es necesario plantearse acerca de los modernismos de los años
setenta. ¿En conjunto, añadieron algo? He mostrado cómo un cierto número de individuos y grupos
pequeños se enfrentaron a sus propios fantasmas, y cómo, de estas luchas interiores, obtuvieron
un significado, una dignidad y belleza para sí mismos. Todo esto está bien, pero ¿pueden estas
exploraciones personales, familiares, locales y étnicas generar algún tipo de visión más amplia o de
esperanza colectiva para todos nosotros? He tratado de describir algunas de las diversas iniciativas de
la última década de una forma que mostrara su meollo común y ayudara a algunas de las numerosas
personas y grupos aislados a darse cuenta de que su afinidad espiritual es mayor de lo que creen. Pero
no puedo pretender saber si de hecho harán que estos vínculos humanos sean más firmes y si ello
dará origen a algún tipo de acción comunitaria o colectiva. Tal vez los modernos de los años setenta se
contentarán con la luz interior y artificial de sus cúpulas infladas. O tal vez, algún día cercano, sacarán
las cúpulas por sus ventanales, se abrirán las ventanas unos a otros y trabajarán en la creación de una
política de autenticidad que nos incluya a todos. Cuando suceda, si sucede, esto marcará el momento
en que el modernismo de los años ochenta inicie su trayectoria.
Hace veinte años, al finalizar otra década apolítica, Paul Goodman anunció la gran ola de radicales
e iniciativas radicales que estaba a punto de surgir. ¿Cuál fue la relación de este radicalismo emergente,
incluyendo el suyo propio, con la modernidad? Goodman argumentó que si los jóvenes de hoy se
encontraban “creciendo en el absurdo” sin una vida honorable, o siquiera significativa, que desarrollar,
la fuente del problema “no es el espíritu de la sociedad moderna”; más bien, “es que este espíritu no ha
realizado lo suficiente”.23 La lista de posibilidades modernas que Goodman reunió bajo el título de “Las
revoluciones perdidas” está hoy tan abierta y es tan apremiante como entonces. En mi presentación
de las modernidades de ayer y de hoy, he tratado de señalar algunas de las formas en que el espíritu
moderno podría continuar avanzando para realizarse mañana.
¿Y qué podemos decir de pasado mañana? Ihab Hassan, ideólogo del posmodernismo lamenta la
terca negativa de la modernidad a desaparecer: “¿Cuándo terminará la Época Moderna? ¿Ha esperado

22 Para un breve análisis, véase Introducción, nota 24.


23 Growing up absurd: problems of youth in organized society, Random House, 1960, p. 230.

Sólo uso con fines educativos 210


alguna época el Renacimiento, el barroco, el período clásico, el romántico, el victoriano, tanto tiempo?
Tal vez, únicamente la Baja Edad Media. ¿Cuándo terminará el modernismo y qué viene después?24 Si la
argumentación general de este libro es correcta, los que esperan el final de la Edad Moderna pueden
tener la seguridad de tener un trabajo fijo. Es posible que la economía moderna siga creciendo, aunque
probablemente en nuevas direcciones, adaptándose a las crisis crónicas de energía y medio ambiente
creadas por su propio éxito. Las futuras adaptaciones exigirán grandes agitaciones sociales y políticas;
pero la modernización siempre ha prosperado en el conflicto, en una atmósfera de “incertidumbre y
agitación permanentes”, en la cual, como dice el Manifiesto comunista “todas las relaciones estancadas
y enmohecidas... quedan rotas”. En tal atmósfera, la cultura del modernismo seguirá desarrollando
nuevas visiones y expresiones de la vida: pues los mismos impulsos económicos y sociales que
transforman incesantemente el mundo que nos rodea, para bien y para mal, también transforman
las vidas interiores de los hombres y las mujeres que lo habitan y lo mantienen en movimiento. El
proceso de modernización, aun cuando nos explote y atormente, da vida a nuevas energías y a nuestra
imaginación y nos mueve a comprender y enfrentarnos al mundo que la modernización ha construido,
y a esforzarnos por hacerlo nuestro. Creo que nosotros y los que vengan después de nosotros,
seguiremos luchando para hacer de este mundo nuestro hogar, incluso si los hogares que hemos
hecho, la calle moderna, el espíritu moderno, continúan desvaneciéndose en el aire.

24 Paracriticisms: seven speculations of the times, p. 40.

Sólo uso con fines educativos 211


Unidad II: Poéticas y Prácticas Urbanas Modernas

Lectura Nº 1
Calvino, Ítalo, Las Ciudades Invisibles, Madrid, España, El Mundo, Unidad Editorial
S. A., 1999, pp. 19-39.

No es que Kublai Jan crea en todo lo que dice Marco Polo cuando le describe las ciudades que
ha visitado en sus embajadas, pero es cierto que el emperador de los tártaros sigue escuchando al
joven veneciano con más curiosidad y atención que a ningún otro de sus mensajeros o explora-
dores. En la vida de los emperadores hay un momento que sucede al orgullo por la amplitud des-
mesurada de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio de saber que pronto
renunciaremos a conocerlos y a comprenderlos; una sensación como de vacío que nos acomete
una noche junto con el olor de los elefantes después de la lluvia y de la ceniza de sándalo que se
enfría en los braseros; un vértigo que hace temblar los ríos y las montañas historiados en la leona-
da grupa de los planisferios, enrolla uno sobre otro los despachos que anuncian el derrumbarse de
los últimos ejércitos enemigos de derrota en derrota y resquebraja el lacre de los sellos de reyes a
quienes jamás hemos oído nombrar; que imploran la protección de nuestras huestes triunfantes
a cambio de tributos anuales en metales preciosos, cueros curtidos y caparazones de tortuga; es
el momento desesperado en que se descubre que ese imperio que nos había parecido la suma de
todas las maravillas es una destrucción sin fin ni forma, que su corrupción está demasiado gangre-
nada para que nuestro cetro pueda ponerle remedio, que el triunfo sobre los soberanos enemigos
nos ha hecho herederos de su larga ruina. Sólo en los informes de Marco Polo, Kublai Jan conseguía
discernir, a través de las murallas y las torres destinadas a desmoronarse, la filigrana de un diseño
tan sutil que escapaba a la mordedura de las termitas.

Las ciudades y la memoria. 1


Partiendo de allá y andando tres jornadas hacia levante, el hombre se encuentra en Diomira, ciu-
dad con sesenta cúpulas de plata, estatuas de bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de esta-
ño, un teatro de cristal, un gallo de oro que canta todas las mañanas en lo alto de una torre. Todas estas
bellezas el viajero ya las conoce por haberlas visto también en otras ciudades. Pero es propio de ésta
que quien llega una noche de septiembre, cuando los días se acortan y las lámparas multicolores se
encienden todas a la vez sobre las puertas de las freidurías, y desde una terraza una voz de mujer grita:
¡uh!, se pone a envidiar a los que ahora creen haber vivido ya una noche igual a ésta y haber sido aque-
lla vez felices.

Sólo uso con fines educativos 212


Las ciudades y la memoria. 2
Al hombre que cabalga largamente por tierras agrestes le asalta el deseo de una ciudad. Finalmen-
te llega a Isidora, ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracolas mari-
nas, donde se fabrican con todas las reglas del arte largavistas y violines, donde cuando el forastero
está indeciso entre dos mujeres siempre encuentra una tercera, donde las riñas de gallos degeneran en
peleas sangrientas entre los que apuestan. En todas estas cosas pensaba el hombre cuando deseaba
una ciudad. Isidora es, pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La ciudad soñada lo contenía
joven; a Isidora llega a edad avanzada. En la plaza hay un murete desde donde los viejos miran pasar a
la juventud: el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos ya son recuerdos.

Las ciudades y el deseo. 1


De la ciudad de Dorotea se puede hablar de dos maneras: decir que cuatro torres de aluminio se
elevan en sus murallas flanqueando siete puertas del puente levadizo de resorte que franquea el foso
cuyas aguas alimentan cuatro verdes canales que atraviesan la ciudad y la dividen en nueve barrios,
cada uno de trescientas casas y setecientas chimeneas; y teniendo en cuenta que las muchachas casa-
deras de cada barrio se casan con jóvenes de otros barrios y sus familias intercambian las mercancías
de las que cada una tiene la exclusividad: bergamotas, huevas de esturión, astrolabios, amatistas, hacer
cálculos a base de estos datos hasta saber todo lo que se quiera de la ciudad en el pasado el presen-
te el futuro; o bien decir como el camellero que allí me condujo: “Llegué en la primera juventud, una
mañana, mucha gente iba rápida por las calles rumbo al mercado, las mujeres tenían hermosos dientes
y miraban derecho a los ojos, tres soldados tocaban el clarín en una tarima, todo alrededor giraban rue-
das y ondulaban carteles de colores. Hasta entonces yo sólo había conocido el desierto y las rutas de las
caravanas. Aquella mañana en Dorotea sentí que no había bien que no pudiera esperar de la vida. En
los años siguientes mis ojos volvieron a contemplar las extensiones del desierto y las rutas de las cara-
vanas; pero ahora sé que éste es sólo uno de los tantos caminos que se me abrían aquella mañana en
Dorotea”.

Las ciudades y la memoria. 3


Inútilmente, magnánimo Kublai, intentaré describirte a Zaira, la ciudad de los altos bastiones.
Podría decirte de cuántos peldaños son sus calles en escalera, de qué tipo los arcos de sus soportales,
qué chapas de zinc cubren los techos; pero ya sé que sería como no decirte nada. La ciudad no está
hecha de esto, sino de relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado:
la distancia hasta el suelo de una farola y los pies colgantes de un usurpador ahorcado; el hilo tendido
desde la farola hasta la barandilla de enfrente y las guirnaldas que empavesan el recorrido del cortejo
nupcial de la reina; la altura de aquella barandilla y el salto del adúltero que se descuelga de ella al
alba; la inclinación de una canaleta y el gato que la recorre majestuosamente para colarse por la misma
ventana; la línea de tiro de la cañonera que aparece de pronto desde detrás del cabo y la bomba que
destruye la canaleta; los rasgones de las redes de pescar y los tres viejos que sentados en el muelle para
remendarlas se cuentan por centésima vez la historia de la cañonera del usurpador de quien se dice
que era un hijo adulterino de la reina, abandonado en pañales allí en el muelle.

Sólo uso con fines educativos 213


En esta ola de recuerdos que rehuye la ciudad se embebe como una esponja y se dilata. Una des-
cripción de Zaira tal como es hoy debería contener todo el pasado de Zaira. Pero la ciudad no dice su
pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en las esquinas de las calles, en las rejas de las
ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las bande-
ras, cada segmento surcado a su vez por arañazos, muescas, incisiones, comas.

Las ciudades y el deseo. 2


Al cabo de tres jornadas, andando hacia el sur, el hombre se encuentra en Anastasia, ciudad baña-
da por canales concéntricos y en cuyo cielo planean cometas. Debería ahora enumerar las mercancías
que se compran a buen precio: ágata ónix crisopacio y otras variedades de calcedonia; alabar la carne
del faisán dorado que se asa sobre la llama de leña de cerezo estacionada, y espolvoreada con mucho
orégano; hablar de las mujeres que he visto bañarse en el estanque de un jardín y que a veces —así
cuentan— invitan al viajero a desvestirse con ellas y a perseguirlas en el agua. Pero con estas noticias
no te diré la verdadera esencia de la ciudad: porque mientras la descripción de Anastasia no hace sino
despertar los deseos, uno tras otro, para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana en
medio de Anastasia los deseos se le despiertan todos juntos y lo rodean. La ciudad se te aparece como
un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú formas parte, y como ella goza de todo lo que
tú no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y contentarte. Tal poder, que a veces dicen maligno, a
veces benigno, tiene Anastasia, ciudad engañosa: si durante ocho horas al día trabajas tallando ágatas
ónices crisopacios, tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma y crees que gozas de toda
Anastasia cuando sólo eres su esclavo.

Las ciudades y los signos. 1


El hombre camina días enteros entre los árboles y las piedras. Rara vez el ojo se detiene en una
cosa, y es cuando la ha reconocido como el signo de otra: una huella en la arena indica el paso del tigre,
un pantano anuncia una vena de agua, la flor del hibisco el fin del invierno. Todo el resto es mudo e
intercambiable; árboles y piedras son solamente lo que son.
Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se adentra en ella por calles llenas de ense-
ñas que sobresalen de las paredes. El ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas: las
tenazas indican la casa del sacamuelas, el jarro la taberna; las alabardas el cuerpo de guardia, la balanza
el herborista. Estatuas y escudos representan leones delfines torres estrellas: signo de que algo —quién
sabe qué— tiene por signo un león o delfín o torre o estrella. Otras señales indican lo que está prohi-
bido en un lugar —entrar en el callejón con las carretillas, orinar detrás del quiosco, pescar con caña
desde el puente— y lo que es lícito —dar de beber a las cebras, jugar a las bochas, quemar los cadáve-
res de los parientes. Desde las puertas de los templos se ven las estatuas de los dioses representados
cada uno con sus atributos: la cornucopia, la clepsidra, la medusa, por los cuales el fiel puede recono-
cerlos y dirigirles las plegarias justas. Si un edificio no tiene ninguna enseña o figura, su forma misma y
el lugar que ocupa en el orden de la ciudad bastan para indicar su función: el palacio real, la prisión, la
casa de moneda, la escuela pitagórica, el burdel. Incluso las mercancías que los comerciantes exhiben
en los mostradores valen no por sí mismas sino como signo de otras cosas: la banda bordada para la

Sólo uso con fines educativos 214


frente quiere decir elegancia, el palanquín dorado poder, los volúmenes de Averroes sapiencia, la ajorca
para el tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las calles como páginas escritas: la ciudad dice todo lo
que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino regis-
trar los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes.
Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura de signos, qué contiene o escon-
de, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido. Fuera se extiende la tierra vacía hasta el horizonte, se
abre el cielo donde corren las nubes. En la forma que el azar y el viento dan a las nubes el hombre se
empeña en reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante...

Las ciudades y la memoria. 4


Más allá de seis ríos y tres cadenas de montañas surge Zora, ciudad que quien la ha visto una vez
no puede olvidarla más. Pero no porque deje, como otras ciudades memorables, una imagen fuera de
lo común en el recuerdo. Zora tiene la propiedad de permanecer en la memoria punto por punto, en la
sucesión de sus calles, y de las casas a lo largo de las calles, y de las puertas y ventanas de las casas, aun-
que no haya en ellas hermosuras o rarezas particulares. Su secreto es la forma en que la vista se desliza
por figuras que se suceden como en una partitura musical donde no se puede cambiar o desplazar ni
una nota. El hombre que sabe de memoria cómo es Zora, en la noche, cuando no puede dormir, ima-
gina que camina por sus calles y recuerda el orden en que se suceden el reloj de cobre, el toldo a rayas
del peluquero, la fuente de los nueve surtidores, la torre de vidrio del astrónomo, el puesto del vende-
dor de sandías, la estatua del ermitaño y el león, el baño turco, el café de la esquina, el atajo que lleva
al puerto. Esta ciudad que no se borra de la mente es como un armazón o una retícula en cuyas casillas
cada uno puede disponer las cosas que quiere recordar: nombres de varones ilustres, virtudes, núme-
ros, clasificaciones vegetales y minerales, fechas de batallas, constelaciones, partes del discurso. Entre
cada noción y cada punto del itinerario podrá establecer un nexo de afinidad o de contraste que sirva
de llamada instantánea a la memoria. De modo que los hombres más sabios del mundo son aquellos
que conocen esta ciudad de memoria.
Pero inútilmente emprendí viaje para visitar la ciudad: obligada a permanecer inmóvil e igual a sí
misma para ser recordada mejor, Zora languideció, se deshizo, desapareció. La tierra la ha olvidado.

Las ciudades y el deseo. 3


De dos maneras se llega a Despina: en barco o en camello. La ciudad es diferente para el que viene
por tierra y para el que viene del mar.
El camellero que ve despuntar en el horizonte del altiplano los pináculos de los rascacielos, las
antenas radar, agitarse las mangas de ventilación blancas y rojas, echar humo las chimeneas, piensa
en una embarcación, sabe que es una ciudad pero la piensa como una nave que lo sacará del desierto,
un velero que está por zarpar y el viento que hincha ya sus velas todavía sin desatar, o un vapor con su
caldera vibrando en la carena de hierro, y piensa en todos los puertos, en las mercancías de ultramar
que las grúas descargan en los muelles, en las hosterías donde tripulaciones de distinta bandera se
rompen la cabeza a botellazos, en las ventanas iluminadas de la planta baja, cada una con una mujer
peinándose.

Sólo uso con fines educativos 215


En la neblina de la costa el marinero distingue la forma de la giba de un camello, de una silla de
montar bordada de flecos brillantes entre dos gibas manchadas que avanzan contoneándose, sabe que
es una ciudad pero la piensa como un camello de cuyas albardas cuelgan odres y alforjas de frutas con-
fitadas, vino de dátiles, hojas de tabaco, y ya se ve a la cabeza de una larga caravana que lo lleva del
desierto del mar hacia el oasis de agua dulce, a la sombra dentada de las palmeras, hacia palacios de
espesos muros encalados, de patios embaldosados sobre los cuales danzan descalzas las bailarinas y
mueven los brazos, ya dentro, ya fuera del velo.
Cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone; y así ven el camellero y el marinero a
Despina, ciudad de confín entre dos desiertos.

Las ciudades y los signos. 2


De la ciudad de Zirma los viajeros vuelven con recuerdos muy claros: un negro ciego que grita en la
multitud, un loco que se asoma en la cornisa de un rascacielos, una muchacha que pasea con un puma
sujeto por una traílla. En realidad muchos de los ciegos que golpean con el bastón en el empedrado
de Zirma son negros, en todos los rascacielos hay alguien que se vuelve loco, todos los locos se pasan
horas en las cornisas, no hay puma que no sea criado por el capricho de una muchacha. La ciudad es
redundante: se repite para que algo llegue a fijarse en la mente.
Yo también vuelvo de Zirma: mi recuerdo abarca dirigibles que vuelan en todas direcciones a la
altura de las ventanas, calles de tiendas donde se dibujan tatuajes en la piel de los marineros, trenes
subterráneos atestados de mujeres obesas que se sofocan. Los compañeros que venían conmigo en el
viaje juran en cambio que vieron un solo dirigible suspendido entre los pináculos de la ciudad, un solo
tatuador que disponía sobre su mesa agujas y tintas y dibujos perforados, una sola mujerona apanta-
llándose en la plataforma de un vagón. La memoria es redundante: repite los signos para que la ciudad
empiece a existir.

Las ciudades sutiles. 1


Se supone que Isaura, ciudad de los mil pozos, surge sobre un profundo lago subterráneo. Donde-
quiera que los habitantes, excavando en la tierra largos agujeros verticales, han conseguido sacar agua,
hasta allí y no más lejos se ha extendido la ciudad: su perímetro verdeante repite el de las orillas oscuras
del lago sepulto, un paisaje invisible condiciona el visible, todo lo que se mueve al sol es impelido por la
ola que bate encerrada bajo el cielo calcáreo de la roca.
Por eso, dos clases de religiones se dan en Isaura. Los dioses de la ciudad, según algunos, habitan
en las profundidades, en el lago negro que alimenta las venas subterráneas. Según otros, los dioses
habitan en los cubos que suben colgados de la cuerda cuando asoman en el brocal de los pozos, en las
roldanas que giran, en los cabrestantes de las norias, en las palancas de las bombas, en las palas de los
molinos de viento que suben el agua de las perforaciones, en los andamiajes de metal que encauzan
el enroscarse de las sondas, en los tanques posados en zancos sobre los techos, en los arcos delgados
de los acueductos, en todas las columnas de agua, las tuberías verticales, los flotadores, los rebosa-
deros, subiendo hasta las veletas que coronan los aéreos andamiajes de Isaura, ciudad que se mueve
hacia lo alto.

Sólo uso con fines educativos 216


Enviados a inspeccionar las provincias remotas, los mensajeros y los recaudadores de impues-
tos del Gran Jan regresaban puntualmente al palacio real de Kemenfú y a los jardines de magno-
lias a cuya sombra Kublai paseaba escuchando sus largas relaciones. Los embajadores eran per-
sas sirios coptos turcomanos; es el emperador el extranjero para cada uno de sus súbditos y sólo
a través de ojos y oídos extranjeros el imperio podía manifestar a Kublai su existencia. En lenguas
incomprensibles para el Jan, los mensajeros referían noticias escuchadas en lenguas que les eran
incomprensibles: de ese opaco espesor sonoro emergían las cifras percibidas por el fisco imperial,
los nombres y los patronímicos de los funcionarios depuestos y decapitados, las dimensiones de los
canales de riego que los magros ríos alimentaban en tiempos de sequía. Pero cuando el que hacía
el relato era el joven veneciano, una comunicación diferente se establecía entre él y el emperador.
Recién llegado y buen conocedor de las lenguas del Levante, Marco Polo no podía expresarse sino
con gestos: saltos, gritos de maravilla y de horror, ladridos o cantos de animales, o con objetos que
iba extrayendo de su alforja: plumas de avestruz, cerbatanas, cuarzos, y disponiendo delante de sí
como piezas de ajedrez. De vuelta de las misiones que Kublai le encomendaba, el ingenioso extran-
jero improvisaba pantomimas que el soberano debía interpretar: una ciudad era designada por el
salto de un pez que huía del pico del cormorán para caer en una red, otra ciudad por un hombre
desnudo que atravesaba el fuego sin quemarse, una tercera por una calavera que apretaba entre
los dientes verdes de moho una perla escondida y redonda. El Gran Jan descifraba los signos, pero
el nexo entre éstos y los lugares visitados seguía siendo incierto: no sabía nunca si Marco quería
representar una aventura que le había sucedido durante el viaje, una hazaña del fundador de la
ciudad, la profecía de un astrólogo, un acertijo o una charada para indicar un nombre. Pero por
manifiesto u oscuro que fuese, todo lo que Marco mostraba tenía el poder de los emblemas, que
una vez vistos no se pueden olvidar ni confundir. En la mente del Jan el imperio se reflejaba en un
desierto de datos frágiles e intercambiables como granos de arena de los cuales emergían para
cada ciudad y cada provincia las figuras evocadas por los logogrifos del veneciano.
Con el sucederse de las estaciones y de las misiones, Marco se familiarizó con la lengua tártara
y con muchos idiomas de naciones y dialectos de tribus. Sus relatos eran ahora los más precisos y
minuciosos que el Gran Jan hubiera podido desear y no había pregunta o curiosidad a la que no
respondiesen, y sin embargo toda noticia sobre un lugar remitía la mente del emperador a aquel
primer gesto y objeto con el que Marco lo había designado. El nuevo dato recibía un sentido de
aquel emblema y al mismo tiempo añadía al emblema un sentido nuevo. Quizá el imperio, pensó
Kublai, es sólo un zodíaco de fantasmas de la mente.
–El día que conozca todos los emblemas —preguntó a Marco— ¿conseguiré al fin poseer mi
imperio?
Y el veneciano: –Sire, no lo creas: ese día serás tú mismo emblema entre los emblemas.

Sólo uso con fines educativos 217


II

–Los otros embajadores me informan sobre carestías, concusiones, conjuras, o bien me seña-
lan minas de turquesas recién descubiertas, precios ventajosos de las pieles de marta, propuestas
de suministros de armas damasquinas. ¿Y tú? —preguntó el Gran Jan a Polo— vuelves de comar-
cas tan lejanas y todo lo que sabes decirme son los pensamientos que se le ocurren al que toma el
fresco por la noche sentado en el umbral de su casa. ¿De qué te sirve entonces viajar tanto?
–Es de noche, estamos sentados en las escalinatas de tu palacio, sopla un poco de viento
—respondió Marco Polo. Cualquiera que sea la comarca que mis palabras evoquen a tu alrede-
dor, la verás desde un observatorio situado como el tuyo, aunque en lugar del palacio real haya
una aldea lacustre y la brisa traiga el olor de un estuario fangoso.
–Mi mirada es la del que está absorto y medita, lo admito. ¿Pero y la tuya? Atraviesas archipié-
lagos, tundras, cadenas de montañas. Daría lo mismo que no te movieses de aquí.
El veneciano sabía que cuando Kublai se las tomaba con él era para seguir mejor el hilo de sus
razonamientos, y que sus respuestas y objeciones se situaban en un discurso que ya se desenvolvía
por cuenta propia en la cabeza del Gran Jan. O sea que entre ellos era indiferente que se enuncia-
ran en voz alta problemas o soluciones, o que cada uno de los dos siguiera rumiándolos en silen-
cio. En realidad estaban mudos, con los ojos entrecerrados, reclinados sobre cojines, meciéndose
en hamacas, fumando largas pipas de ámbar.
Marco Polo imaginaba que respondía (o Kublai imaginaba su respuesta) que cuanto más se
perdía en barrios desconocidos de ciudades lejanas, más entendía las otras ciudades que había
atravesado para llegar hasta allí, y recorría las etapas de sus viajes, y aprendía a conocer el puerto
del cual había zarpado, y los sitios familiares de su juventud, y los alrededores de su casa, y una
plazuela de Venecia donde corría un niño.
Al llegar a este punto Kublai Jan lo interrumpía o imaginaba que lo interrumpía con una pre-
gunta como: –¿Avanzas con la cabeza siempre vuelta hacia atrás? —o bien: –¿Lo que ves está
siempre a tus espaldas? —o mejor: –¿Tu viaje transcurre sólo en el pasado?
Todo para que Marco Polo pudiese explicar o imaginar que explicaba o que Kublai hubiese
imaginado que explicaba o conseguir por último explicarse a sí mismo que aquello que buscaba
era siempre algo que estaba delante de él, y aunque se tratase del pasado era un pasado que avan-
zaba a medida que él avanzaba en su viaje, porque el pasado del viajero cambia según el itinerario
cumplido, no digamos ya el pasado próximo al que cada día que pasa añade un día, sino el pasa-
do más remoto. Al llegar a cada nueva ciudad el viajero encuentra un pasado suyo que ya no sabía
que tenía: la extrañeza de lo que no eres o no posees más, te espera al paso en los lugares extraños
y no poseídos.
Marco entra en una ciudad: ve a alguien que vive en una plaza una vida o un instante que
podrían ser suyos; en el lugar de aquel hombre ahora hubiera podido estar él si se hubiese dete-
nido en el tiempo mucho tiempo antes, o bien si mucho tiempo antes, en una encrucijada, en vez
de tomar por un camino hubiese tomado por el opuesto y al cabo de una larga vuelta hubiera ido
a encontrarse en el lugar de aquel hombre en aquella plaza. En adelante, de aquel pasado suyo
verdadero o hipotético, él queda excluido; no puede detenerse; debe continuar hasta otra ciudad

Sólo uso con fines educativos 218


donde lo espera otro pasado suyo, o algo que quizás había sido un posible futuro y ahora es el pre-
sente de algún otro. Los futuros no realizados son sólo ramas del pasado; ramas secas.
–¿Viajas para revivir tu pasado? —era en ese momento la pregunta del Jan, que podía tam-
bién formularse así: ¿Viajas para encontrar tu futuro?
Y la respuesta de Marco: –El otro lado es un espejo negativo. El viajero reconoce lo poco que es
suyo al descubrir lo mucho que no ha tenido y no tendrá.

Las ciudades y la memoria. 5


En Maurilia se invita al viajero a visitar la ciudad y al mismo tiempo a observar viejas tarjetas posta-
les que la representan como era: la misma plaza idéntica con una gallina en el lugar de la estación de
autobuses, el quiosco de música en el lugar del puente, dos señoritas con sombrilla blanca en el lugar
de la fábrica de explosivos. Puede ocurrir que para no decepcionar a los habitantes, el viajero elogie
la ciudad de las postales y la prefiera a la presente, aunque cuidándose de contener dentro de límites
precisos su pesadumbre ante los cambios: reconociendo que la magnificencia y prosperidad de Mau-
rilia convertida en metrópoli, comparada con la vieja Maurilia provinciana, no compensan cierta gracia
perdida, que sin embargo se puede disfrutar ahora sólo en las viejas postales, mientras que antes, con
la Maurilia provinciana delante de los ojos, de gracioso no se veía realmente nada, y mucho menos se
vería hoy si Maurilia hubiese permanecido igual, y que de todos modos la metrópoli tiene este atractivo
más: que a través de lo que ha llegado a ser se puede evocar con nostalgia lo que fue.
Hay que guardarse de decirles que a veces ciudades diferentes se suceden sobre el mismo suelo
y bajo el mismo nombre, que nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí. En oca-
siones hasta los nombres de los habitantes permanecen iguales, y el acento de las voces, e incluso las
facciones; pero los dioses que habitan bajo esos nombres y en esos lugares se han marchado sin decir
nada y en su sitio han anidado dioses extranjeros. Es inútil preguntarse si éstos son mejores o peores
que los antiguos, dado que no existe entre ellos ninguna relación, así como las viejas postales no repre-
sentan a Maurilia como era, sino a otra ciudad que por casualidad se llamaba Maurilia como ésta.

Las ciudades y el deseo. 4


En el centro de Fedora, metrópoli de piedra gris, hay un palacio de metal con una esfera de vidrio
en cada aposento. Mirando el interior de cada esfera se ve una ciudad azul que es el modelo de otra
Fedora. Son las formas que la ciudad hubiera podido adoptar si, por una u otra razón, no hubiese lle-
gado a ser como hoy la vemos. Hubo en todas las épocas alguien que, mirando a Fedora tal como era,
imaginó el modo de convertirla en la ciudad ideal, pero mientras construía su modelo en miniatura
Fedora ya no era la misma de antes y lo que hasta ayer había sido su posible futuro ahora sólo era un
juguete en una esfera de vidrio.
Fedora tiene hoy en el palacio de las esferas su museo: cada uno de sus habitantes lo visita, esco-
ge la ciudad que corresponde a sus deseos, la contempla imaginando que se refleja en el estanque
de las medusas que debía recoger las aguas del canal (si no lo hubiesen secado), que recorre subido
a lo alto del baldaquín la avenida reservada a los elefantes (ahora proscritos de la ciudad), que se des-

Sólo uso con fines educativos 219


liza a lo largo de la espiral del minarete en caracol (que no volvió a encontrar la base desde donde se
levantaría).
En el mapa de tu imperio, oh Gran Jan, deben encontrar su sitio tanto la gran Fedora de piedra
como las pequeñas Fedoras de las esferas de vidrio. No porque todas sean igualmente reales, sino por-
que todas son sólo supuestas. La una encierra todo lo que se acepta como necesario cuando todavía no
lo es; las otras lo que imagina como posible y un minuto después deja de serlo.

Las ciudades y los signos. 3


El hombre que viaja y no conoce todavía la ciudad que le espera al cabo del camino, se pregun-
ta cómo será el palacio real, el cuartel, el molino, el teatro, el bazar. En cada ciudad del imperio cada
edificio es diferente y está dispuesto en un orden distinto: pero apenas el forastero llega a la ciudad
desconocida y pone la vista en aquel apeñuscamiento de pagodas y buhardillas y henares, siguiendo
el entrelazarse de canales huertos basurales, distingue de inmediato cuáles son los palacios de los prín-
cipes, cuáles los templos de los grandes sacerdotes, la posada, la cárcel, los bajos fondos. Así —dice
alguien— se confirma la hipótesis de que cada hombre lleva en su mente una ciudad hecha sólo de
diferencias, una ciudad sin figuras y sin forma, y las ciudades particulares la rellenan.
En Zoe no es así. En cada lugar de esta ciudad se podría sucesivamente dormir, fabricar herramien-
tas, cocinar, acumular monedas de oro, desvestirse, reinar, vender, consultar los oráculos. Cualquier
techo piramidal podría cubrir tanto el lazareto de los leprosos como las termas de las odaliscas. El via-
jero da vueltas y vueltas y sólo tiene dudas: como no consigue distinguir los puntos de la ciudad, se le
mezclan incluso los puntos que en su mente son distintos. De esto deduce lo siguiente: si la existencia
en todos sus momentos es enteramente ella misma, la ciudad de Zoe es el lugar de la existencia indivisi-
ble. ¿Pero entonces, por qué la ciudad? ¿Qué línea separa el dentro del fuera, el estruendo de las ruedas
del aullido de los lobos?

Las ciudades sutiles. 2


Ahora diré de la ciudad de Zenobia que tiene esto de admirable: aunque situada en terreno seco,
se levanta sobre altísimos pilotes, y las casas de bambú y de zinc, con muchas galerías y balcones, se
sitúan a distintas alturas, sobre zancos que se superponen unos a otros, unidas por escaleras de mano y
aceras colgantes, coronadas por miradores cubiertos de techos cónicos, depósitos de agua, veletas, de
los que sobresalen roldanas, sedales y grúas.
No se recuerda qué necesidad orden o deseo impulsó a los fundadores de Zenobia a dar esta forma
a su ciudad, y por eso no se sabe si quedaron satisfechos con la ciudad tal como hoy la vemos, crecida
quizá por superposiciones sucesivas del primero y por siempre indescifrable diseño. Pero lo cierto es
que si a quien vive en Zenobia se le pide que describa cómo sería para él una vida feliz, la que imagina
es siempre una ciudad como Zenobia, con sus pilotes y sus escalas colgantes, una Zenobia tal vez total-
mente distinta, con estandartes y cintas flameantes, pero obtenida siempre combinando elementos de
aquel primer modelo.
Dicho esto, es inútil decidir si ha de clasificarse a Zenobia entre las ciudades felices o entre las infe-
lices. No tiene sentido dividir las ciudades en estas dos clases, sino en otras dos: las que a través de los

Sólo uso con fines educativos 220


años y las mutaciones siguen dando su forma a los deseos y aquellas en las que los deseos, o logran
borrar la ciudad, o son borrados por ella.

Las ciudades y los trueques. 1


A ochenta millas, de proa al viento maestral, el hombre llega a la ciudad de Eufemia, donde los
mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y cada equinoccio. La barca que fondea con
una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba llena de pistacho y semillas de
amapola y la caravana, que acaba de descargar costales de nuez moscada y pasas de uva, rellena sus
albardas para la vuelta con rollos de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar
desiertos para venir hasta aquí no es sólo el trueque de mercancías que encuentras iguales en todos los
bazares, dentro y fuera del imperio del Gran Jan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras ama-
rillas, a la sombra de las mismas cortinas espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas rebajas
de precio. No sólo a vender y a comprar se viene a Eufemia, sino también porque de noche, junto a las
hogueras que rodean el mercado, sentados sobre bolsas o barriles, o tendidos sobre pilas de alfombras,
a cada palabra que dice uno —como “lobo”, “hermana”, “tesoro escondido”, “batalla”, “sarna”, “aman-
tes”— los otros cuentan cada uno su historia de lobos, hermanas, tesoros, sarna, amantes, batalla. Y tú
sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del came-
llo o del junco se empiezan a evocar uno por uno todos los propios recuerdos, tu lobo se habrá conver-
tido en otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufe-
mia, la ciudad donde en cada solsticio y cada equinoccio intercambiamos nuestros recuerdos.

Recién llegado y buen conocedor de las lenguas del Levante, Marco Polo no podía expresarse
sino extrayendo objetos de sus maletas: tambores, pescado salado, collares de dientes de facocero,
y señalándolos con gestos, saltos, gritos de maravilla o de horror, o imitando el aullido del chacal y
el grito del búho.
No siempre las conexiones entre un elemento y otro del relato eran evidentes para el empera-
dor; los objetos podían querer decir cosas diferentes: un carcaj lleno de flechas indicaba ya la proxi-
midad de una guerra, ya la abundancia de caza, ya una armería; una clepsidra podía significar el
tiempo que pasa o que ha pasado, o bien la arena, o un taller donde se fabrican clepsidras.
Pero lo que hacía precioso para Kublai cada hecho o noticia referidos por su inarticulado
informador era el espacio que quedaba en torno, un vacío no colmado de palabras. Las descripcio-
nes de ciudades visitadas por Marco Polo tenían esta virtud: que se podía dar vueltas con el pensa-
miento entre ellas, perderse, detenerse a tomar el fresco, o escapar corriendo.
Con el paso del tiempo, en los relatos de Marco las palabras fueron sustituyendo a los objetos
y los gestos: primero exclamaciones, nombres aislados, verbos secos, después giros de frase, discur-
sos ramificados y frondosos, metáforas y tropos. El extranjero había aprendido a hablar la lengua
del emperador, o el emperador a entender la lengua del extranjero.
Pero se hubiera dicho que la comunicación entre ellos era menos feliz que antes; es cierto que
las palabras servían mejor que los objetos y los gestos para catalogar las cosas más importantes de
cada provincia y cada ciudad: monumentos, mercados, trajes, fauna y flora; sin embargo cuando

Sólo uso con fines educativos 221


Polo empezaba a decir cómo sería la vida en aquellos lugares, día tras día, noche tras noche, se le
ocurrían menos palabras, y poco a poco volvía a recurrir a gestos, a muecas, a ojeadas.
Así, para cada ciudad; tras las noticias fundamentales enunciadas con vocablos precisos,
seguía con un comentario mudo, alzando las manos de palma, de dorso o de canto, en movimien-
tos rectos u oblicuos, espasmódicos o lentos. Una nueva suerte de diálogo se entabló entre ambos:
las blancas manos del Gran Jan, cargadas de anillos, respondían con movimientos compuestos a
las ágiles y nudosas del mercader. Al crecer el entendimiento entre ambos, las manos empezaron
a asumir actitudes estables que correspondían cada una a un movimiento del ánimo en su alter-
nancia y repetición. Y mientras el vocabulario de las cosas se renovaba con los muestrarios de las
mercancías, el repertorio de los comentarios mudos tendía a cerrarse y a fijarse. Hasta el placer de
recurrir a ellos disminuía en ambos; en sus conversaciones permanecían la mayor parte del tiempo
callados e inmóviles.

Sólo uso con fines educativos 222


Lectura Nº 2
De Certeau, Michel, “Andares de la Ciudad. Mirones o Caminantes”, en La Inven-
ción de lo Cotidiano. I Artes de Hacer, México, Ediciones de la Universidad Ibero-
americana, 1996, pp. 103-115.

Capítulo VII
Andares de la ciudad
Mirones o caminantes

Desde el piso 110 del World Trade Center, ver Manhattan. Bajo la bruma agitada por los vientos, la
isla urbana, mar en medio del mar, levanta los rascacielos de Wall Street, se sumerge en Greenwich Villa-
ge, eleva de nuevo sus crestas en el Midtown, se espesa en Central Park y se aborrega finalmente más
allá de Harlem. Marejada de verticales. La agitación está detenida, un instante, por la visión. La masa
gigantesca se inmoviliza bajo la mirada. Se transforma en una variedad de texturas donde coinciden los
extremos de la ambición y de la degradación, las oposiciones brutales de razas y estilos, los contrastes
entre los edificios creados ayer, ya transformados en botes de basura, y las irrupciones urbanas del día
que cortan el espacio. A diferencia de Roma, Nueva York nunca ha aprendido el arte de envejecer al
conjugar todos los pasados. Su presente se inventa, hora tras hora, en el acto de desechar lo adquirido
y desafiar el porvenir. Ciudad hecha de lugares paroxísticos en relieves monumentales. El espectador
puede leer ahí un universo que anda de juerga. Allí se escriben las formas arquitectónicas de la coinci-
datio oppositorum en otro tiempo esbozada en miniaturas y en tejidos místicos. Sobre esta escena de
concreto, acero y cristal que un agua gélida parte entre dos océanos (el Atlántico y el continente ameri-
cano), los caracteres más grandes del globo componen una gigantesca retórica del exceso en el gasto y
la producción.1
¿A qué erótica del conocimiento se liga el éxtasis de leer un cosmos semejante? Al gozarlo violen-
tamente, me pregunto dónde se origina el placer de “ver el conjunto”, de dominar, de totalizar el más
desmesurado de los textos humanos.
Subir a la cima del World Trade Center es separarse del dominio de la ciudad. El cuerpo ya no está
atado por las calles que lo llevan de un lado a otro según una ley anónima; ni poseído, jugador o pieza
del juego, por el rumor de tantas diferencias y por la nerviosidad del tránsito neoyorquino. El que sube
allá arriba sale de la masa que lleva y mezcla en sí misma toda identidad de autores o de espectadores.
Al estar sobre estas aguas, Ícaro puede ignorar las astucias de Dédalo en móviles laberintos sin término.
Su elevación lo transforma en mirón. Lo pone a distancia. Transforma en un texto que se tiene delante
de sí, bajo los ojos, el mundo que hechizaba y del cual quedaba “poseído”. Permite leerlo, ser un Ojo
solar, una mirada de dios. Exaltación de un impulso visual y gnóstico. Ser sólo este punto vidente es la
ficción del conocimiento.

1 Ver de Alain Médam, “New York City”, en Les Temps modernes, ago.-sep. de 1976, pp. 15-33, texto admirable; y su libro New
York Terminal, París, Galilée, 1977.

Sólo uso con fines educativos 223


¿Habrá que caer después en el espacio sombrío donde circulan las muchedumbres que, visibles
desde lo alto, abajo no ven? Caída de Ícaro. En el piso 110, un cartel, como una esfinge, plantea un enig-
ma al peatón transformado por un instante en visionario: It’s hard to be down when you’re up.
La voluntad de ver la ciudad ha precedido los medios para satisfacerla. Las pinturas medievales o
renacentistas representaban la ciudad vista en perspectiva por un ojo que, no obstante, nunca había
existido hasta ese momento.2 Inventaban a la vez el sobrevuelo de la ciudad y el panorama que éste
hacía posible. Esta ficción ya transformaba al espectador medieval en ojo celeste. Hacía dioses. ¿Será de
un modo diferente desde que los procedimientos técnicos organizaron un “poder omnividente”?3 El ojo
totalizador imaginado por las pinturas de antaño sobrevive en nuestras realizaciones. El mismo impulso
visual obsesiona a los usuarios de las producciones arquitectónicas al materializar hoy la utopía que
ayer sólo era una pintura. La torre de 420 metros que sirve de proa a Manhattan sigue construyendo la
ficción que crea lectores, que hace legible la complejidad de la ciudad y petrifica en un texto transpa-
rente su opaca movilidad.
¿La inmensa variedad de texturas que se tiene bajo la mirada es algo más que una representación,
un artefacto óptico? Es una analogía del facsímil que producen, por medio de una proyección que es
una especie de colocación a distancia, el que planifica el espacio, el urbanista o el cartógrafo. La ciudad-
panorama es un simulacro “teórico” (es decir, visual), en suma un cuadro, que tiene como condición de
posibilidad un olvido y un desconocimiento de las prácticas. El dios mirón que crea esta ficción literaria
y que, como el de Schreber, sólo conoce cadáveres,4 debe exceptuarse del oscuro lazo de las conductas
diarias y hacerse ajeno a esto.
Es “abajo” al contrario (down), a partir del punto donde termina la visibilidad, donde viven los prac-
ticantes ordinarios de la ciudad. Como forma elemental de esta experiencia, son caminantes, Wanders-
männer, cuyo cuerpo obedece a los trazos gruesos y a los más finos [de la caligrafía] de “texto” urbano
que escriben sin poder leerlo. Estos practicantes manejan espacios que no se ven; tienen un conoci-
miento tan ciego como en el cuerpo a cuerpo amoroso. Los caminos que se responden en este entre-
lazamiento, poesía inconsciente de las que cada cuerpo es un elemento firmado por muchos otros,
escapan a la legibilidad. Todo ocurre como si una ceguera caracterizara las prácticas organizadoras de
la ciudad habitada.5 Las redes de estas escrituras que avanzan y se cruzan componen una historia múl-
tiple, sin autor ni espectador, formada por fragmentos de trayectorias y alteraciones de espacios: en
relación con las representaciones, esta historia sigue siendo diferente, cada día, sin fin.
Cuando se escapa a las totalizaciones imaginarias del ojo, hay una extrañeza de lo cotidiano que no
sale a la superficie, o cuya superficie es solamente un límite adelantado, un borde que se corta sobre
lo visible. Dentro de este conjunto, quisiera señalar algunas prácticas ajenas al espacio “geométrico” o

2 Ver Henri Lavedan, Les Répresentations des villes dans l’art du Moyen Âge, París, Van Oest, 1942: Rudolf Wittkower, Architec-
tural Principles in the Age of Humanism, Nueva York, Norton, 1962; Louis Marin, Utopiques: jeux d’espace, París, Minuit, 1973;
etc.
3 Michel Foucault, “L’oeil du pouvoir”, en Jeremy Bentham, Le Panoptique (1791), París, Belfond, 1977, p. 16.
4 Daniel Paul Schreber, Mémoires d’un névropathe, París, Seuil, 1975, pp. 41, 60, etc.
5 Ya Descartes, en sus Regulae, hacía del ciego el garante del conocimiento de las cosas y de los lugares contra las ilusiones

y engaños de la vista.

Sólo uso con fines educativos 224


“geográfico” de las construcciones visuales, panópticas o teóricas. Estas prácticas del espacio remiten
a una forma específica de operaciones (de “maneras de hacer”), a “otra espacialidad”6 (una experiencia
“antropológica”, poética y mítica del espacio), y a una esfera de influencia opaca y ciega de la ciudad
habitada. Una ciudad trashumante, o metafórica, se insinúa así en el texto vivo de la ciudad planificada
y legible.

1. Del concepto de ciudad a las prácticas urbanas

El World Trade Center es la más monumental de todas las formas del urbanismo occidental. La ato-
pía-utopía del conocimiento óptico lleva en su seno desde hace mucho el proyecto de superar y arti-
cular las contradicciones nacidas de la concentración urbana. Se trata de manejar un crecimiento de
la reunión o acumulación humana. “La ciudad es un gran monasterio”, decía Erasmo. La vista en pers-
pectiva y la vista en prospectiva constituyen la doble proyección de un pasado opaco y de un futuro
incierto en una superficie que puede tratarse. Inauguran (¿desde el siglo XVI?) la transformación del
hecho urbano en concepto de ciudad. Mucho antes de que el concepto mismo perfile una forma de la
Historia, supone que este hecho es tratable como unidad pertinente de una racionalidad urbanística. La
alianza de la ciudad y el concepto jamás los identifica, pero se vale de su progresiva simbiosis: planificar
la ciudad es a la vez pensar la pluralidad misma de lo real y dar efectividad a este pensamiento de lo
plural; es conocer y poder articular.

¿Un concepto operativo?


La “ciudad” instaurada por el discurso utópico y urbanístico7 está definida por la posibilidad de una
triple operación, descrita en seguida:
1. la producción de un espacio propio: la organización racional debe por tanto rechazar todas las
contaminaciones físicas, mentales o políticas que pudieran comprometerla;
2. la sustitución de las resistencias inasequibles y pertinaces de las tradiciones, con un no tiempo, o
sistema sincrónico: estrategias científicas unívocas, que son posibles mediante la descarga de todos los
datos, deben reemplazar las tácticas de los usuarios que se las ingenian con las “ocasiones” y que, por
estos acontecimientos-trampa, lapsus de la visibilidad, reintroducen en todas partes las opacidades de
la historia;
3. en fin, la creación de un sujeto universal y anónimo que es la ciudad misma: como en su modelo
político —el Estado de Hobbes— es posible atribuirle poco a poco todas las funciones y predicados,
hasta ahí diseminados y asignados entre múltiples sujetos reales, grupos, asociaciones, individuos. “La
ciudad”, como nombre propio, ofrece de este modo la capacidad de concebir y construir el espacio a
partir de un número finito de propiedades estables, aislables y articuladas unas sobre otras.

6 Maurice Merleau-Ponty, Phénoménologie de la perception, París, Gallimard, Tel, 1976, pp. 332-3.
7 Ver Françoise Choay, “Figures d’un discours inconnu”, en Critique, abr. de 1973, pp. 293-317.

Sólo uso con fines educativos 225


En este lugar que organizan operaciones “especulativas” y clasificadoras, 8 una administración se
combina con una eliminación. Por un lado, hay una diferenciación y redistribución de partes y funcio-
nes de la ciudad, gracias a trastrocamientos, desplazamientos, acumulaciones, etcétera; por otro, hay
rechazo de lo que no es tratable y constituye luego los “desechos” de una administración funcionalista
(anormalidad, desviación, enfermedad, muerte, etcétera). Sin duda alguna, el progreso permite reintro-
ducir una proporción creciente de desechos en los circuitos de la administración y transforma los défi-
cits mismos (en salud, seguridad, etcétera) en medios de los cuales valerse para apretar las redes del
orden. Pero, en realidad, no deja de producir efectos contrarios a los que busca: el sistema de ganancias
genera una pérdida que, bajo las formas múltiples de la miseria que está fuera de él y del desperdicio
que está dentro, cambia constantemente la producción en “gasto”. Además, la racionalización de la ciu-
dad entraña su mitificación en los discursos estratégicos, cálculos fundados con base en la hipótesis o
la necesidad de su destrucción por medio de una decisión final.9 En fin, la organización funcionalista, al
privilegiar el progreso (el tiempo), hace olvidar su condición de posibilidad, el espacio mismo, que se
vuelve lo impensado de una tecnología científica y política. Así funciona la Ciudad-concepto, lugar de
transformaciones y de apropiaciones, objeto de intervenciones pero sujeto sin cesar enriquecido con
nuevos atributos: es al mismo tiempo la maquinaria y el héroe de la modernidad.
Hoy día, cualesquiera que hayan sido las transformaciones de este concepto, fuerza es reconocer
que si, en el discurso, la ciudad sirve de señal totalizadora y casi mítica de las estrategias socioeconó-
micas y políticas, la vida urbana deja cada vez más de hacer reaparecer lo que el proyecto urbanístico
excluía. El lenguaje del poder “se urbaniza”, pero la ciudad está a merced de los movimientos contra-
dictorios que se compensan y combinan fuera del poder panóptico. La Ciudad se convierte en el tema
dominante de los legendarios políticos, pero ya no es un campo de operaciones programadas y contro-
ladas. Bajo los discursos que la ideologizan, proliferan los ardides y las combinaciones de poderes sin
identidad legible, sin asideros, sin transparencia racional: imposibles de manejar.

El retorno de las prácticas


La ciudad-concepto se degrada. ¿Quiere decir que la enfermedad padecida por la razón que la ha
instaurado y por sus profesionales es la misma que padecen las poblaciones urbanas? Tal vez las ciuda-
des se deterioran al mismo tiempo que los procedimientos que las han organizado. Pero hay que des-
confiar de nuestros análisis. Los ministros del conocimiento siempre han supuesto que el universo está
amenazado por los cambios que estremecen sus ideologías y sus puestos. Transforman la infelicidad de
sus teorías en teorías de la infelicidad. Cuando transforman en “catástrofes” sus extravíos, cuando quie-
ren encerrar al pueblo en el “pánico” de sus discursos, ¿es necesario, una vez más, que tengan razón?

8 Se pueden relacionar las técnicas urbanísticas, que clasifican espacialmente las cosas, con la tradición del “arte de la
memoria” (ver Frances A. Yates, L’Art de la mémoire, París, Gallimard, 1975). El poder de construir una organización espa-
cial del conocimiento (con “lugares” destinados a cada tipo de “figura” o de “función”) desarrolla sus procedimientos a
partir de este “arte”. Determina las utopías y se reconoce hasta en el Panoptique de Bentham. Forma estable pese a la
diversidad de contenidos (pasados, futuros y presentes) y de proyectos (conservar o creer) relativos a las condiciones
sucesivas del conocimiento.
9 Ver André Glucksmann, “Le totalitarisme en effet”, en Traverses, núm. 9, intitulado Villepanique, 1977, pp. 34-40.

Sólo uso con fines educativos 226


Más que mantenerse dentro del campo de un discurso que conserva su privilegio al invertir su con-
tenido (que habla de catástrofe, y ya no de progreso), se puede intentar otra vía: analizar las prácticas
microbianas, singulares y plurales, que un sistema urbanístico debería manejar o suprimir y que sobre-
viven a su decadencia; seguir la pululación de estos procedimientos que, lejos de que los controle o
los elimine la administración panóptica, se refuerzan en una ilegitimidad proliferadora, desarrollados
e insinuados en las redes de vigilancia, combinados según tácticas ilegibles pero estables al punto de
constituir regulaciones cotidianas y creaciones subrepticias que esconden solamente los dispositivos y
los discursos, hoy en día desquiciados, de la organización observadora.
Esta vía podría inscribirse como una continuación, pero también como una vía recíproca del análi-
sis que Michel Foucault ha hecho de las estructuras del poder. La ha desplazado hacia los dispositivos
y los procedimientos técnicos, “instrumentalidades menores” capaces, mediante la sola organización
de “detalles”, de transformar una multiplicidad humana en sociedad “disciplinaria” y de manejar, dife-
renciar, clasificar, jerarquizar todas las desviaciones concernientes al aprendizaje, la salud, la justicia, el
ejército o el trabajo.10 “Estas triquiñuelas, a menudo minúsculas, de la disciplina”, maquinarias “menores
pero sin falla”, sacan su eficacia de una relación entre los procedimientos y el espacio que redistribuyen
para hacerlo su “operador”. Pero a estos aparatos productores de un espacio disciplinario, ¿qué prácticas
del espacio corresponden, del lado donde (se) valen (de) la disciplina? En la coyuntura presente de una
contradicción entre el modo colectivo de la administración y el modo individual de una reapropiación,
esta cuestión resulta sin embargo esencial, si se admite que las prácticas del espacio tejen en efecto
las condiciones determinantes de la vida social. Quisiera seguir algunos procedimientos —multiformes,
resistentes, astutos y pertinaces— que escapan a la disciplina, sin quedar, pese a todo, fuera del campo
donde ésta se ejerce, y que deberían llevar a una teoría de las prácticas cotidianas, del espacio vivido y
de una inquietante familiaridad de la ciudad.

2. Hablar de los pasos perdidos

La diosa se reconoce por su paso


Virgilio, Eneida, I, 405

La historia comienza al ras del suelo, con los pasos. Son el número, pero un número que no forma
una serie. No se puede contar porque cada una de sus unidades pertenece a lo cualitativo: un estilo de
aprehensión táctil y de apropiación cinética. Su hormigueo es un innumerable conjunto de singularida-
des. Las variedades de pasos son hechuras de espacios. Tejen los lugares. A este respecto, las motrici-
dades peatonales forman uno de estos “sistemas reales cuya existencia hace efectivamente la ciudad”,
pero que “carecen de receptáculo físico”.11 No se localizan: espacializan. Ya no se inscriben en un conti-

10 Michel Foucault, Surveiller et punir, París, Gallimard, 1975.


11 C. Alexander, “La cité semi-treillis, mais non arbre”, en Architecture, Mouvement, Continuité, 1967.

Sólo uso con fines educativos 227


nente como esos caracteres chinos cuyos locutores, con el dedo índice, bosquejan con ademanes sobre
la palma de la mano.
Sin duda alguna, los procesos del caminante pueden registrarse en mapas urbanos para transcribir
sus huellas (aquí pesadas, allá ligeras) y sus trayectorias (pasan por aquí pero no por allá). Pero estas
sinuosidades en los trazos gruesos y en los más finos de su caligrafía remiten solamente, como pala-
bras, a la ausencia de lo que ha pasado. Las lecturas de recorridos pierden lo que ha sido: el acto mismo
de pasar. La operación de ir, de deambular, o de “comerse con los ojos las vitrinas” o, dicho de otra
forma, la actividad de los transeúntes se traslada a los puntos que componen sobre el plano una línea
totalizadora y reversible. Sólo se deja aprehender una reliquia colocada en el no tiempo de una super-
ficie de proyección. En su calidad de visible, tiene como efecto volver invisible la operación que la ha
hecho posible. Estas fijaciones constituyen los procedimientos del olvido. La huella sustituye a la prác-
tica. Manifiesta la propiedad (voraz) que tiene el sistema geográfico de poder metamorfosear la acción
para hacerla legible, pero la huella hace olvidar una manera de ser en el mundo.

Enunciaciones peatonales
Una comparación con el acto de hablar permite llegar más lejos12 y no quedarse tan sólo en la crí-
tica de las representaciones gráficas, al intentar, sobre los bordes de la legibilidad, un más allá inacce-
sible. El acto de caminar es al sistema urbano lo que la enunciación (el speech act) es a la lengua o a los
enunciados realizados.13 Al nivel más elemental, hay en efecto una triple función “enunciativa”: es un
proceso de apropiación del sistema topográfico por parte del peatón (del mismo modo que el locutor
se apropia y asume la lengua); es una realización espacial del lugar (del mismo modo que el acto de
habla es una realización sonora de la lengua); en fin, implica relaciones entre posiciones diferenciadas,
es decir “contratos” pragmáticos bajo la forma de movimientos (del mismo modo que la enunciación
verbal es “alocución”, “establece al otro delante” del locutor y pone en juego contratos entre locuto-
res).14 El andar parece pues encontrar una primera definición como espacio de enunciación.
Se podría, por otra parte, extender esta problemática a las relaciones que el acto de escribir man-
tiene con lo escrito y hasta trasladarla a las relaciones de la “pincelada” (el gesto y la gesta del pincel)
con el cuadro que se ejecuta (formas, colores, etcétera). Aislada desde un principio dentro del campo
de la comunicación verbal la enunciación sólo tendría una de sus aplicaciones, y su modalidad lingüísti-
ca sería únicamente la primera marca de una distinción mucho más general entre las formas empleadas
en un sistema y los modos de empleo de este sistema, es decir, entre dos “mundos diferentes” pues “las
mismas cosas” se enfocan según formalidades opuestas.
Considerada bajo este aspecto, la enunciación peatonal presenta tres características que de entra-
da la distinguen del sistema espacial: lo presente, lo discontinuo, lo “fático”.

12 Ver las indicaciones de Roland Barthes, en Architecture d’aujourd’hui, núm. 153, dic. de 1970-ene. de 1971, pp. 11-3: “Habla-
mos nuestra ciudad [...] simplemente al habitarla, al recorrerla, al mirarla”; y Claude Soucy, L’image du centre dans quatre
romans contemporains, París, CSU, 1971, pp. 6-15.
13 Ver los numerosos estudios consagrados al tema desde John Searle, “What is a Speech Act?”, en Max Black (ed.), Philoso-

phy in America, Londres, Allen and Unwin, e Itaca, N.Y., Cornell University Press, 1965, pp. 221-39.
14 Émile Benveniste, Problemes de linguistique générale, París, Gallimard, t. 2, 1974, pp. 79-88, etc.

Sólo uso con fines educativos 228


Para empezar, si es cierto que un orden espacial organiza un conjunto de posibilidades (por ejem-
plo, mediante un sitio donde se puede circular) y de prohibiciones (por ejemplo, a consecuencia del
muro que impide avanzar), el caminante actualiza algunas de ellas. De ese modo, las hace ser tanto
como parecer. Pero también las desplaza e inventa otras pues los atajos, desviaciones o improvisacio-
nes del andar, privilegian, cambian o abandonan elementos espaciales. De este modo Charlie Chaplin
multiplica las posibilidades de su bastón: hace otras cosas con la misma cosa y sobrepasa los límites
que las determinaciones del objeto fijan a su utilización. Igualmente, el caminante transforma en otra
cosa cada significante espacial. Y si por un lado, sólo hace efectivas algunas posibilidades fijadas por
el orden construido (va solamente por aquí, pero no por allá); por otro, aumenta el número de posibi-
lidades (por ejemplo, al crear atajos o rodeos) y el de las prohibiciones (por ejemplo, se prohíbe seguir
caminos considerados lícitos u obligatorios). Luego, selecciona. “El usuario de la ciudad toma fragmen-
tos del enunciado para actualizarlos en secreto”.15
Así crea una discontinuidad, sea al operar selecciones en los significantes de la “lengua” espacial,
sea al desplazarlas por el uso que hace de ellas. Dedica ciertos lugares a la inercia o al desvanecimiento
y, con otros, compone “sesgos” espaciales “raros”, “accidentales” o ilegítimos. Pero eso introduce ya en
una retórica del andar.
En el marco de la enunciación, el caminante constituye, con relación a su posición, un cerca y un
lejos, un aquí y un allá. Debido a que los adverbios aquí y allá son precisamente, en la comunicación
verbal, los indicadores de la instancia locutora16 —coincidencia que refuerza el paralelismo entre
la enunciación lingüística y la enunciación peatonal—, hace falta agregar que esta marca (aquí, allá)
necesariamente implicada por medio del andar e indicativa de una apropiación presente del espacio
mediante un “yo”, tiene igualmente como función implantar otro relativo a este “yo” e instaurar así una
articulación conjuntiva y disyuntiva de sitios. Al respecto señalaré el aspecto “fático”, si como tal se
entiende, aislada por Malinowski y Jakobson, la función de términos que establecen, mantienen o inte-
rrumpen el contacto, tales como “¡hola!”, “bien, bien”, etcétera.17 La marcha, que unas veces persigue y
otras se hace perseguir, crea una organicidad móvil del medio ambiente, una sucesión de topoi fáticos.
Y si la función fática, esfuerzo para asegurar la comunicación, ya caracteriza el lenguaje de las aves par-
lantes del mismo modo que constituye “la primera función verbal adquirida por los niños”, no sorpren-
de que anterior o paralelamente a la elocución informativa, también brinque, aunque ande en cuatro
patas, baile y se pasee, pesada o ligera, como una serie de “¡hola!” en un laberinto de ecos.
De la enunciación peatonal que de esta forma se libera de su transcripción en un mapa, se podrían
analizar las modalidades, es decir, los tipos de relación que mantiene con los recorridos (o “enuncia-
dos”) al asignarles un valor de verdad (modalidades “aléticas” de lo necesario, de lo imposible, de lo
posible o de lo contingente), un valor de conocimiento (modalidades “epistémicas” de lo cierto, de lo
excluido, de lo plausible o de lo impugnable) o en fin un valor concerniente a un deber hacer (modali-

15 Roland Barthes, op. cit.; Claude Soucy, op. cit., p. 10.


16 "El aquí y el ahora delimitan la instancia espacial y temporal coextensiva y contemporánea de la presente instancia de
discurso que contiene el yo" (E. Benveniste, op. cit., t. 1, 1966, p. 253).
17 Roman Jakobson, Essais de linguistique générale, París, Seuil, 1970, p. 217.

Sólo uso con fines educativos 229


dades “deónticas” de lo obligatorio, de lo prohibido, de lo permitido o de lo facultativo).18 El andar afir-
ma, sospecha, arriesga, transgrede, respeta, etcétera, las trayectorias que “habla”. Todas las modalidades
se mueven, cambiantes paso a paso y repartidas en proporciones, en sucesiones y con intensidades que
varían según los momentos, los recorridos, los caminantes. Diversidad indefinida de estas operaciones
enunciadoras. No se sabría pues reducirlas a su huella gráfica.

Retóricas caminantes
Los caminos de los paseantes presentan una serie de vueltas y rodeos susceptibles de asimilarse a
los “giros” o “figuras de estilo”. Hay una retórica del andar. El arte de “dar vuelta” a las frases tiene como
equivalente un arte de dar vuelta a los recorridos. Como lenguaje ordinario,19 este arte implica y combi-
na estilos y usos. El estilo especifica “una estructura lingüística que manifiesta sobre el plano simbólico
[...] la manera fundamental de un hombre de ser en el mundo”20 ; connota una singularidad. El uso defi-
ne el fenómeno social mediante el cual un sistema de comunicación se manifiesta en realidad; remite
a una norma. Tanto el estilo como el uso apuntan a una “manera de hacer” (de hablar, de caminar, etcé-
tera), pero uno como tratamiento singular de lo simbólico, el otro como elemento de un código. Se cru-
zan para formar un estilo del uso, una manera de ser y una manera de hacer.21
Al introducir la noción de una “retórica habitante”, vía fecunda abierta por A. Médam,22 sistematiza-
da por S. Ostrowetsky23 y J. F. Augoyard,24 se supone que los “tropos” catalogados por la retórica propor-
cionan modelos e hipótesis para que el análisis cuente con maneras de apropiarse de los lugares. Dos
postulados, me parece, condicionan la validez de esta aplicación: 1) se supone que las mismas prácticas
del espacio corresponden a manipulaciones sobre los elementos básicos de un orden construido; 2)
se supone que son, como los tropos de la retórica, desviaciones relativas a una especie de “sentido lite-
ral” definido por el sistema urbanístico. Existiría entonces una homología entre las figuras verbales y las
figuras caminantes (respecto a estas últimas, ya se contaría con una selección estilizada con las formas
del baile) en la medida en que unas y otras consisten en “tratamientos” u operaciones que se refieren a
unidades aislables,25 y funcionan con “arreglos ambiguos” que desvían y desplazan el sentido hacia una
equivocidad,26 del mismo modo que una imagen movida altera y multiplica el objeto fotografiado. Bajo

18 Sobre las modalidades, ver Hermann Parret, La Pragmatique des modalités, Urbino, 1975; A. R. White, Modal Thinking, Ítaca,
N. Y., Cornell University Press, 1975.
19 Ver los análisis de Paul Lemaire, Les Signes sauvages. Une philosophie du langage ordinaire, Ottawa, Université d’Ottawa et
Université Saint-Paul, 1981, en particular la introducción.
20 A. J. Greimas, “Linguistique statistique et linguistique structurale”, en Le Français moderne, oct. de 1962, p. 245.
21 Sobre un terreno contiguo, la retórica y la poética en el lenguaje de señas de los sordos, ver E. S. Klima y U. Bellugi, “Poe-
try and song in a Language without sound”, estudio preliminar, San Diego, Cal., UCSD, 1975; y E.S. Klima, “The Linguistic
symbol with and without Sound”, en J. Kavanagh y J. E. Cuttings (eds.), The Role of Speech in Language, Cambridge, Mass.,
MIT, 1975.
22 Alain Médam, Conscience de la ville, París, Anthropos, 1977.
23 Sylvie Ostrowetsky, “Logiques du lieu”, en Sémiotique de l’ espace, París, Denoël-Gonthier, Médiations, 1979, pp. 155-73.
24 Jean-François Augoyard, Pas à pas. Essai sur le cheminement quotidien en milieu urbain, París, Seuil, 1979.
25 En su análisis de las prácticas culinarias, Pierre Bourdieu juzga decisivos no los ingredientes sino su tratamiento (“Le sens
pratique”, en Actes de la recherche en sciences sociales, núm. 1, feb. de 1976, p. 77).
26 J. Sumpf, Introduction a la stylistique du français, París, Larousse, 1971, p. 87.

Sólo uso con fines educativos 230


estos dos modos, una analogía resulta admisible. Agregaría que el espacio geométrico de los urbanis-
tas y los arquitectos parecería funcionar como el “sentido propio” construido por los gramáticos y los
lingüistas a fin de disponer de un nivel normal y normativo al cual referir las desviaciones del “sentido
figurado”. En realidad, este sentido “propio” (sin figura retórica) resulta imposible encontrarlo en el uso
corriente, verbal o peatonal; es solamente la ficción producida por un uso también particular, el uso
metalingüístico de la ciencia que se singulariza por esta misma distinción.27
La acción caminante se vale de las organizaciones espaciales, por más panópticas que sean: no les
resulta ni extraña (no sucede en otra parte) ni conforme (no recibe su identidad de ellas). Ahí crea una
sombra y algo equívoco en ellas. Ahí insinúa la multitud de sus referencias y citas (modelos sociales,
usos culturales, coeficientes personales). Ahí ella misma es el efecto de encuentros y ocasiones sucesi-
vos que no cesan de alterarla y de hacerla el blasón del otro, es decir, el propalador de lo que sorprende,
atraviesa o seduce sus recorridos. Estos diversos aspectos instauran una retórica. Hasta la definen.
Al analizar, a través de los relatos de prácticas de espacio, este “arte moderno de la expresión coti-
diana”,28 J. F. Augoyard descubre dos figuras de estilo fundamentales: la sinécdoque y el asíndeton. Este
predominio, creo, destaca a partir de sus dos polos complementarios una formalidad de las prácticas.
La sinécdoque consiste en “emplear una palabra con una significación que forma parte de un sentido
diferente de esta palabra”.29 Esencialmente, nombra una parte en lugar del todo que la integra. De esta
forma, “cabeza” representa “hombre” en la expresión “ignoro el destino de una cabeza tan valiosa”; de la
misma manera, la cabaña de mampostería o el montículo de tierra representa el parque en la narración
de una trayectoria. El asíndeton es la supresión de nexos sintácticos, conjunciones y adverbios, en una
frase o entre varias frases. De la misma manera, en el andar, selecciona y fragmenta el espacio recorrido;
salta los nexos y las partes enteras que omite. Desde este punto de vista, todo andar sigue saltando, o
brincando, como el niño que anda “en un solo pie”. El andar practica la elipsis de posiciones conjuntivas.
En realidad, estas dos figuras caminantes remiten una a la otra. Una dilata un elemento de espacio
para hacerlo representar el papel de un “más” (una totalidad) y sustituirlo (la bicicleta o el mueble en
venta tras una vitrina vale para una calle entera o para un vecindario). La otra, por elisión, crea a par-
tir de lo “menos”, abre ausencias en el continuum espacial, y retiene sólo unos trozos escogidos, incluso
unas reliquias. Una reemplaza las totalidades con fragmentos (un menos en vez de un más); la otra las
separa al suprimir los nexos conjuntivos y consecutivos (una nada en vez de cualquier cosa). Una den-
sifica: amplifica el detalle y miniaturiza el conjunto. La otra corta: deshace la continuidad y desmantela
la realidad de su verosimilitud. El espacio así tratado y modificado por las prácticas se transforma en
singularidades amplificadas y en islotes separados.30 Por medio de estos adelgazamientos, ampulosi-
dades y fragmentaciones, trabajo retórico, se crea un fraseo espacial de tipo antológico (compuesto de

27 Sobre la “teoría de lo propio”, ver Jacques Derrida, Marges de la philosophie, París, Minuit, 1972: “La mythologie blanche”,
pp. 247-324.
28 J .F. Augoyard, op. cit.
29 Tzvetan Todorov, “Synecdoques”, en Communications, núm. 16, 1970, p. 30. Ver también Pierre Fontanier, Les Figures du

discours, París, Flammarion, 1968, pp. 87-97; y Jean Dubois et al., Rhétorique générale, París, Larousse, 1970, pp. 102-12.
30 Sobre este espacio que las prácticas organizan en “islotes”, ver Pierre Bourdieu, Esquisse d’une théorie de la pratique, Gine-

bra, Droz, 1972, p. 215, etc.; “Le sens pratique”, pp. 51-2.

Sólo uso con fines educativos 231


citas yuxtapuestas) y elíptico (hecho de agujeros, lapsus y alusiones). En el sistema tecnológico de un
espacio coherente y totalizador, “ligado” y simultáneo, las figuras caminantes sustituyen recorridos que
poseen una estructura de mito, si al menos se entiende por mito un discurso relativo al lugar/no lugar
(u origen) de la existencia concreta, un relato trabajado artesanalmente con elementos sacados de
dichos comunes, una historia alusiva y fragmentaria cuyos agujeros se encajan en las prácticas sociales
que ésta simboliza.
Las figuras son acciones de esta metamorfosis estilística del espacio. O más bien, como dice Rilke,
“árboles de acciones” en movimiento. Mueven hasta los territorios paralizados y maquinados del ins-
tituto médico-pedagógico “donde” los niños retrasados se ponen a jugar y a bailar en el granero sus
“historias espaciales”. 31 Estos árboles de acciones bullen de un sitio a otro. Sus bosques caminan en las
calles. Transforman la escena, pero no pueden quedar fijados por la imagen en un solo lugar. Si pese a
todo se necesitara una ilustración, serían las imágenes-tránsitos, caligrafías verde-amarillo y azul metáli-
co, que aúllan sin gritar y rayan el subsuelo de la ciudad, “bordados” de letras y cifras, acciones perfectas
de violencias pintadas con aerosol, escrituras de Sivas, grafías danzantes cuyo fragor de carros de metro
acompaña las fugitivas apariciones: los graffiti de Nueva York.
Si fuera verdad que se manifiestan los bosques de acciones, su andar no sabría cómo detenerse
dentro de un marco, ni el sentido de sus movimientos circunscribirse dentro de un texto. Su trashuman-
cia retórica arrastra y desvía los sentidos propios analíticos y aglomerados del urbanismo; es un “vaga-
bundeo” de la semántica,32 producido por masas que desvanecen la ciudad en ciertas de sus regiones,
la exageran en otras, la dislocan, fragmentan y apartan de su orden no obstante inmóvil.

31 Ver Anne Baldassari y Michel Joubert, Pratiques relationnelles des enfants a I’espace et institution, París, Crecele-Cordes,
1976 ; y de los mismos autores “Ce qui se trame”, en Parallèles, núm. 1, jun. de 1976.
32 J. Derrida, op. cit., t.1, 1966, pp. 86-7.

Sólo uso con fines educativos 232


Lectura Nº 3
García Canclini, Néstor, “Ciudades Multiculturales y Contradicciones de la Moder-
nidad”, en Imaginarios Urbanos, Buenos Aires, Argentina, Ediciones Eudeba, 1999,
pp. 69-104.

II
Ciudades multiculturales y contradicciones
de la modernidad

¿Qué es una ciudad?

Partamos de esta pregunta elemental, que no está respondida hoy de un modo taxativo, como en
el pasado, en la bibliografía sobre cuestiones urbanas. Uno puede recorrer estrategias con las cuales se
ha tratado de dar respuestas a esta pregunta sobre la ciudad, pero no llega a soluciones estabilizadas,
definitivas, sino a un conjunto de aproximaciones que dejan muchos problemas irresueltos. Quisiera
transitar rápidamente por algunas de las “soluciones” más usadas en distintos momentos de la teoría
urbana, de manera que podamos desembocar, con cierto soporte histórico, en los problemas que hoy
nos plantea estudiar las ciudades, y sobre todo las grandes ciudades.
Una primera aproximación a la pregunta sobre qué son las ciudades ha consistido en oponerlas
a lo rural, o sea concebir la ciudad como lo que no es el campo. Este enfoque, que durante la primera
mitad del siglo tuvo un fuerte desarrollo, llevó a oponer en forma demasiado tajante el campo como
lugar de las relaciones comunitarias, donde predominan las relaciones primarias, a la ciudad, que sería
el lugar de las relaciones asociadas de tipo secundario, donde habría mayor segmentación de los roles
y una multiplicidad de pertenencias. Creo que, dada la importancia que ha tenido este esquema en
la Argentina, a través de uno de sus teóricos mundiales que fue Gino Germani, no necesito extender-
me mucho. Germani hablaba de la ciudad como núcleo de la modernidad, precisamente porque era el
lugar donde nos podíamos desprender de las relaciones de pertenencia obligadas, primarias, de esos
contactos intensos de tipo personal, familiar y barrial propios de los pequeños pueblos o las pequeñas
ciudades, y pasar al anonimato de las relaciones asociativas, electivas, donde se segmentan los roles,
que él estudiaba desde su particular herencia funcionalista. Entre las muchas críticas que se han hecho
a esta oposición tajante entre lo rural y lo urbano me gustaría recordar que esa distinción se queda
en aspectos exteriores. Es una diferenciación descriptiva, que no explica las diferencias estructurales ni
tampoco las coincidencias que a veces se dan entre lo que ocurre en el campo o en las pequeñas pobla-
ciones y lo que ocurre en las ciudades. Por ejemplo, cómo lo rural está dividido por conflictos internos a
causa de la penetración de las ciudades. O, a la inversa, en nuestras ciudades latinoamericanas, muchas
veces estamos diciendo que son ciudades invadidas por el campo. Uno ve, de pronto, campesinos cir-
culando, aun en carros con caballos, usos de espacios urbanos que parecen campesinos, como si nunca
fuera a pasar un coche, es decir, intersecciones, entrelazamientos entre lo rural y lo urbano, que vuelven
insuficiente o insatisfactoria esa definición de lo urbano por oposición con lo rural.

Sólo uso con fines educativos 233


Un segundo tipo de definición que tiene una larga trayectoria, desde la escuela de Chicago, se
basa en los criterios geográfico-espaciales. Wirth definía la ciudad como la localización permanente
relativamente extensa y densa de individuos socialmente heterogéneos. La crítica que se ha hecho a
esta caracterización geográfico-espacial es que no da cuenta de los procesos históricos y sociales que
engendraron las estructuras urbanas, la dimensión, la densidad y la heterogeneidad.
En tercer lugar ha habido criterios específicamente económicos para definir qué es una ciudad,
viéndola como resultado del desarrollo industrial y de la concentración capitalista. Efectivamente, la
ciudad ha propiciado una mayor racionalización de la vida social y ha organizado del modo más efi-
caz, hasta una cierta época, la reproducción de la fuerza de trabajo por medio de la concentración de
la producción y del consumo masivo. Autores como Manuel Castells, ya en su libro La cuestión urbana,
que sigue teniendo un gran interés como visión histórica, decía que estos criterios económicos dejaban
fuera aspectos ideológicos, que él trató en aquella obra de un modo rudimentario. Luego, se volvió
común cuestionar este modo economicista de analizar la ciudad, la experiencia cotidiana del habitar y
las representaciones que los habitantes nos hacemos de las ciudades.
Otros autores, por ejemplo Antonio Mela, que tiene un artículo excelente en la revista Diálogos (nº
23), dice que hay dos características que definirían a la ciudad a partir de la experiencia del habitar. Una
es la densidad de interacción y la otra es la aceleración del intercambio de mensajes. Él aclara que no
son sólo fenómenos cuantitativos, pues ambos influyen a veces contradictoriamente sobre la calidad
de la vida en la ciudad. Hay aumento de códigos comunicativos que exigen adquirir nuevas competen-
cias, como lo percibe cualquier inmigrante que llega a la ciudad y se desubica, tiene dificultades para
situarse en esta densidad de interacciones y esta aceleración de intercambio de mensajes. Cuando se
comienza a ver esta problemática, con las migraciones de mediados de siglo, se coloca el problema de
quiénes pueden usar la ciudad.
Esta línea de análisis, que trata de poner, para decirlo en términos de Mela, la problemática urbana
como una tensión entre realización y expresividad, ha llevado a pensar también a las sociedades urba-
nas como lenguaje. Las ciudades no son sólo un fenómeno físico, un modo de ocupar el espacio, de
aglomerarse, sino también lugares donde ocurren fenómenos expresivos que entran en tensión con
la racionalización, con las pretensiones de racionalizar la vida social. Han sido sobre todo las industrias
culturales de la expresividad, como constituyentes del orden y de las experiencias urbanas, las que han
tematizado esta cuestión.
Podríamos decir que, en cierto modo, todas estas teorías —si estamos pidiendo una definición de
lo urbano— son teorías fallidas. No nos dan una respuesta satisfactoria, dan múltiples aproximacio-
nes de las cuales no podemos prescindir, que hoy coexisten como partes de lo verosímil, de lo que nos
parece que puede proporcionar cierto sentido de la vida urbana. Pero, la suma de todas estas definicio-
nes no se puede articular fácilmente, no permite acceder a una definición unitaria, satisfactoria, más o
menos operacional, para seguir investigando las ciudades. Esta incertidumbre acerca de la definición
de lo urbano se vuelve mucho más vertiginosa cuando llegamos a las megaciudades.

Sólo uso con fines educativos 234


Megalópolis: crisis y resurgimiento
Hace sólo medio siglo las megalópolis eran excepciones. En 1950, sólo dos ciudades en el mundo,
Nueva York y Londres, superaban los ocho millones de habitantes. En 1970, ya había once de tales
urbes, cinco de ellas en el llamado tercer mundo, tres en América Latina y dos en Asia. Para el año 2.015,
según proyecciones de las Naciones Unidas, habrá 33 megaciudades, 21 de las cuales se hallarán en
Asia. Estas megalópolis impresionan tanto por su desaforado crecimiento como por su compleja mul-
ticulturalidad; nos desorienta su heterogeneidad, el cruce de migrantes de muchas regiones del país y
de gente procedente de otros países. Esto puede ocurrir tanto si estamos en el primero, en el segundo
o en el tercer mundo. Dentro de la lista de megaciudades están Los Ángeles, México y París, Moscú, Sao
Paulo, Tokio y Buenos Aires. En estas megaciudades se está transformando el punto de vista con el que
podemos analizar lo urbano. Ya no sirven los estudios o las predicciones hechas para esas mismas ciu-
dades por los urbanistas de la primera mitad del siglo.
La escuela de Chicago, que durante varias décadas ofreció al mundo el paradigma sobre lo urbano-
moderno, no es considerada hoy más que como antecedente de interacciones mucho más complejas
entre los centros históricos y los suburbios que ellos se dedicaron a estudiar, o entre la planificación y la
autogestión urbana, que se han vuelto radicalmente distintos. En los años ochenta el desarrollo de un
urbanismo posmoderno en Los Ángeles, Nueva York y en muchas otras ciudades, pareció ofrecer nue-
vas claves que algunos usaron para extender al resto del mundo ese modo de ver la fragmentación o la
multiculturalidad, y otros consideraron decisivos modelos de ciudades globales.
¿Qué pasa hoy en las megaciudades? Si tomamos un libro reciente, el de Paolo Perulli, Atlas Metro-
politano, el cambio social en las grandes ciudades, encontramos que comienza su trabajo diciendo que
la crisis de las ciudades, que fue uno de los núcleos del análisis urbano hasta los años ochenta, hoy es
vista de otra manera. Dice que, en realidad, estamos en un cierto retorno a las ciudades o lo que otro
autor, también italiano, Aldo Bononi denomina “un renacimiento de las ciudades”. Hay metrópolis con
una fuerte recuperación económica, parcial interrupción del declive de población, grandes proyectos
de renovación urbana y de transformación física de las ciudades.
Se ha hablado de los años ochenta como una década de regreso al centro de las ciudades, de
recentralización urbana, mientras que los años setenta fueron años de crisis de las ciudades y dispersión
territorial. Perulli cita a París y Berlín como ejemplos de revitalización. La primera, París, porque recoge
hoy los frutos de grandes políticas urbanas emprendidas en décadas anteriores, Berlín gracias a los pro-
cesos de unificación alemana y europea. Pero también hay metrópolis regionales que están asumiendo
un nuevo papel en esta dirección, especialmente en las áreas del arco meridional europeo, Barcelona,
Munich, Lyon, Zurich, Milán, Frankfurt, Stutgart. En suma, se observa un relanzamiento de las ciudades,
aumenta el empleo en algunas, no sólo el terciario, incluso el industrial, que estaba en declinación, se
conectan nuevas redes de infraestructurales inmateriales, se emprenden o se completan grandes obras
públicas.
Creo que no necesito extenderme mucho para que ustedes hayan asociado ya la posibilidad de
que ciudades latinoamericanas puedan vivir esta experiencia. Hay signos incipientes en esta dirección.
Es claro que en México y Sao Paulo, por lo menos, podrían encontrarse estas características. O podría-
mos pensar en metrópolis regionales, ejes interurbanos, como en el Mercosur. Se habla de carreteras

Sólo uso con fines educativos 235


nuevas, y de otro tipo de conexiones, incluso electrónicas, entre Sao Paulo y Buenos Aires con muchas
mediaciones, o Santiago-Buenos Aires-Montevideo. Evidentemente, los procesos de integración del
Mercosur están contribuyendo a esto, pero creo que hay ya otros procesos también globalizados que
están caminando en esa dirección.
En este contexto debemos repensar qué está ocurriendo con la dimensión cultural de nuestras ciu-
dades. En una situación de crisis, cuya especificidad en la periferia comenzamos a describir en la confe-
rencia de ayer, con posibilidades de reactivación muy parcial, vemos un dinamismo que quizá no esperá-
bamos cuando hablábamos de las crisis de ciudades como México y Sao Paulo hace diez o quince años.
Esa crisis no ha desaparecido: en algunos indicadores encontramos agravamiento, por ejemplo la con-
taminación, la falta de resolución de problemas urbanos estratégicos y estructurales. Pero también se
aprecian otros procesos muy dinámicos, que tienen algunos de sus soportes en movimientos culturales.

Las dos multiculturalidades urbanas


Aquí podríamos considerar una doble transición. Hablábamos del pasaje de las ciudades a las
megaciudades, estos grandes conjuntos urbanos que han conurbado, que han interactuado con otras
ciudades y las han incorporado. Pero también hay un pasaje de la cultura urbana a la multiculturalidad.
La discusión que había hasta hace quince o veinte años sobre qué es lo específico de nuestra cultura
urbana, en obras como las de Henry Lefebvre, ahora debe colocarse de otro modo. Pareciera que en la
actualidad la búsqueda no es entender qué es lo específico de la cultura urbana, qué la diferencia de la
cultura rural, sino cómo se da la multiculturalidad, la coexistencia de múltiples culturas en un espacio
que llamamos todavía urbano. Cuando diseñaba el proyecto de investigación para la ciudad de Méxi-
co mi primera intención fue preguntarme ¿cuál es la cultura urbana en la ciudad de México, qué es lo
específico culturalmente? Y tuve que llegar a reconocer que, en realidad, había por lo menos cuatro
ciudades de México.
Las diferentes ciudades contenidas en una megalópolis se hacen presentes al considerar su histo-
ria. En algunos países hemos olvidado esa dimensión histórica, por ejemplo en la Argentina. Pero la
historia se nos ha manifestado como parte de la reestructuración que las migraciones han traído a las
ciudades. La complejidad multicultural de grandes urbes como Buenos Aires, México o Sao Paulo es,
en gran medida, resultado de lo que las migraciones han hecho con estas ciudades al poner a coexistir
a múltiples grupos étnicos. Ésta es una experiencia que Buenos Aires tenía desde fin del siglo pasado
cuando llegaron grandes migraciones europeas. Buenos Aires ha sido una de las primeras ciudades plu-
riculturales en el mundo, donde lo multiétnico era muy visible. Pero esto ha sido poco trabajado, salvo
por parte de algunos historiadores, porque la tendencia era más bien a construir una unidad nacional y
a encontrarnos satisfechos con las maneras en que, sobre todo los grandes flujos migratorios, español
e italiano, se iban disolviendo en una estructura que era representativa de una unidad nacional, de ese
“crisol de razas”.
Sin embargo, en los últimos años el crecimiento explosivo de las ciudades debido a las migraciones
del cuarenta al ochenta, nos ha llevado a situaciones tan paradójicas como la que describía Xavier Albó
cuando decía que por el volumen de población, pero no sólo por eso, tal vez Buenos Aires era la tercera
ciudad boliviana. O cuando se afirma, también en Estados Unidos y en México, que Los Ángeles es la

Sólo uso con fines educativos 236


cuarta ciudad mexicana. Podría decirse, a su vez, que la ciudad de México es una de las mayores ciuda-
des mixtecas o purépechas, dos de las principales etnias no originadas en el valle de México, el antiguo
valle del Anahuac, sino en otras regiones del país, pero que tienen enclaves muy numerosos, de miles
de personas, dentro de la ciudad de México.
No obstante, debemos advertir que la multietnicidad no es el único rostro de la multiculturalidad
contemporánea. Llegué a pensar que la ciudad de México es por lo menos cuatro ciudades a partir de
una observación de Ítalo Calvino en Las ciudades invisibles. Dice Calvino: “A veces ciudades diversas se
suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre. Nacen y mueren sin haberse conocido, incomu-
nicables entre sí. En ocasiones, hasta los nombres de los habitantes permaneces iguales, y el acento de
las voces e incluso las facciones. Pero los dioses que habitan bajo los nombres y en los lugares se han
ido sin decir nada y en su sitio han anidado dioses extranjeros”. Veamos cuáles son las cuatro ciudades
discernibles en la capital mexicana.
La primera es la ciudad histórico-territorial. Cualquiera puede darse cuenta de su importancia al
percibir la cantidad de edificios construidos en la época precolombina y en la colonia que aún subsis-
ten. La historia de esta ciudad, fundada en 1324 en un pequeño islote, durante el periodo de Moctezu-
ma I, sigue presente en la megalópolis contemporáneo. No es indispensable ir al Museo Nacional de
Antropología o al Museo del Templo Mayor, los dos más visitados de México, para enterarnos cómo
vivían los sesenta mil habitantes que al llegar los españoles ocupaban trece kilómetros cuadrados.
La segunda ciudad que descubrimos es la ciudad industrial. Es la urbe que se opone a la históri-
co territorial porque no abarca un espacio delimitado al modo tradicional, sino que se expande con el
crecimiento industrial, la ubicación periférica de fábricas y también de barrios obreros y de otros tipos
de transportes y servicios. Podríamos decir que la principal característica es que la ciudad industrial va
desterritorializando lo urbano. Se van desdibujando los nítidos márgenes que fijaban la ciudad y nos
daban idea de dónde estábamos, hasta dónde llegaba el lugar al que pertenecíamos. Algunos datos de
México (pero podríamos dar semejantes de Sao Paulo y de otras ciudades) son significativos. En 1940, la
capital mexicana aportaba al producto nacional el 32 por ciento; en 1980, llega al 48 por ciento. La ciu-
dad de México, que tenía 1.600.000 habitantes en 1940, tiene ahora unos 17 millones.
El crecimiento de estos últimos cincuenta años se aprecia tanto en las cifras de habitantes o de la
producción industrial y de la mancha urbana, como en la conurbación con otras ciudades y zonas rura-
les. Los 27 municipios conurbados de la periferia son precisamente los que registran tasas de crecimien-
to más elevadas en los últimos veinte años, mientras la densidad de habitantes tiende a disminuir en el
centro histórico de la ciudad. Este es un fenómeno que se repite en muchísimas otras ciudades. Tiene
que ver con la degradación de los centros históricos y, por lo tanto, con una recomposición de lo que
entendemos como cultura urbana. Cambian los usos del espacio urbano al pasar de ciudades centrali-
zadas a ciudades multifocales, policéntricas, donde se desarrollan nuevos centros a través de los shop-
pings, de otros tipos de urbanización, tanto populares como de clases altas, que por distintas razones
abandonan el centro histórico.
Así nos resituamos en una ciudad diseminada, una ciudad de la que cada vez tenemos menos idea
dónde termina, dónde empieza, en qué lugar estamos. En los estudios con pobladores de la ciudad de
México vemos una bajísima experiencia del conjunto de la ciudad, ni siquiera de la mitad, ni de la cuar-

Sólo uso con fines educativos 237


ta parte. Cada grupo de personas transita, conoce, experimenta pequeños enclaves, en sus recorridos
para ir al trabajo, para ir a estudiar, para hacer compras, pasear o divertirse. Pero son recorridos muy
pequeños en relación con el conjunto de la ciudad. De ahí que se pierda esta experiencia de lo urbano,
se debilite la solidaridad y el sentido de pertenencia. Nos preguntábamos en el libro Consumidores y
ciudadanos ¿qué significa ser chilango, o sea ser habitante de la ciudad de México, o ser paulista, o ser
porteño en Buenos Aires? Creo que esto ha cambiado radicalmente en las últimas generaciones como
consecuencia, entre otras razones, de esta diseminación de la mancha urbana.
La industrialización de bienes materiales ha sido, quizá, la principal responsable de este proce-
so. Pero debe señalarse, además, la otra industrialización: de las comunicaciones, de la cultura. En las
encuestas y entrevistas acerca del consumo cultural, de los usos de la ciudad y de los imaginarios urba-
nos, encontramos repetidamente que se ha perdido la experiencia del conjunto. Pero, al mismo tiem-
po, hallamos referencias a actores comunicacionales que hacen intentos por recomponer esa totalidad.
Algunos ejemplos: el helicóptero que recorre diariamente la megalópolis y transmite por los canales de
Televisa nos cuenta cada mañana cómo está la ciudad, dónde hubo choques, por dónde no hay que
circular. Esto también lo podemos escuchar por radio, en México y en otras ciudades. Es un simulacro,
hacen como que nos están diciendo cómo es la ciudad vista desde arriba, casi como Dios.
Pero ese simulacro es, en buena medida eficaz, nos permite orientarnos en el tránsito y ayuda a
desarrollar imaginarios sobre aquello que desconocemos; también, sobre los lugares que nunca vamos
a querer conocer, porque son emblemas de inseguridad, de peligro, algo de lo cual hay que escapar.
Estos nuevos actores sociales a veces parecieran saber más que el intendente de la ciudad, más que
los políticos, más que los movimientos populares urbanos, porque cada uno de estos actores tradicio-
nales parece ocuparse de pequeños fragmentos.
Incluso, en las teorías sobre lo urbano es un lugar común pensar que las grandes ciudades son
implanificables. No obstante, esa tendencia está cambiando. Si la planificación urbana estuvo en des-
crédito durante los años ochenta, algunos libros recientes, y por ejemplo el congreso internacional de
arquitectos que hubo hace dos semanas en Barcelona (junio de 1996), insinúan una vuelta a la preten-
sión de pensar en conjunto la ciudad. Sin embargo, lo que aparece aun en los planes urbanos es que se
intentan dinamizar sólo algunas zonas que se consideran estratégicas. Pero los problemas estructurales
de la ciudad, los grandes temas del conjunto urbano, se consideran inabarcables desde la perspectiva
de muchos políticos. Así, se hacen en la ciudad de México los cinco grandes proyectos que se empe-
zaron en el sexenio pasado, o se puede en Buenos Aires intentar Puerto Madero u otras experiencias
aisladas, olvidándose de reconsiderar la ciudad como algo global.
En las teorías urbanísticas de fin de siglo se registra una tensión entre la necesidad de encarar
estructural y globalmente las crisis urbanas y la tendencia a aceptar la desagregación, la disgregación,
sobre todo en las grandes ciudades. Esto ha llevado a pensar en una tercera ciudad. Cuando en los
quince o veinte últimos años los economistas y los urbanistas advirtieron que la industrialización ya
no era el agente económico más dinámico en el desarrollo de las ciudades, se empezaron a considerar
otros impulsos para el desarrollo, que son básicamente informacionales y financieros. Se volvió nece-
sario, entonces, reconceptualizar las funciones de las grandes ciudades. Su núcleo no se halla ya en la
ciudad histórica, construida en un territorio delimitado, ligada a un espacio que todos percibían como

Sólo uso con fines educativos 238


propio de esa ciudad, que tenía su núcleo en el centro histórico, en los grandes edificios monumentales
que revelaban cuál había sido el origen. Luego, vino la industrialización que generó la gran expansión
de las manchas urbanas, pero tampoco eso pareciera ser ahora lo decisivo, menos aún en sociedades
en desindustrialización como son las latinoamericanas. En la medida en que la economía presente no
se caracteriza tanto por el pasaje de la agricultura a la industria y de ésta a los servicios, sino por la
interacción constante entre agricultura, industria y servicios sobre la base de procesos de información
que rigen la tecnología de gestión y comercialización, debemos ir hacia otra concepción de lo urbano.
Las grandes ciudades son el nudo en que se realizan estos movimientos de comunicación. Las prin-
cipales áreas metropolitanas se vuelven, en una economía plenamente internacionalizada, escenarios
que conectan entre sí a diversas sociedades. Es por esto que Saskia Sassen ha hablado de ciudades glo-
bales refiriéndose a Nueva York, Tokio y Londres, o Manuel Castells se ocupa de “la ciudad informa-
cional”. Este proceso puede observarse también en una ciudad bastante estancada desde el punto de
vista arquitectónico, como Buenos Aires, donde el crecimiento se presenta en la arquitectura ligada a la
globalización, promovida por empresas informáticas de grandes transnacionales, edificios corporativos
y shopping centers, que son aquí los signos de modernidad o posmodernidad.
Si bien las urbes siguen siendo espacios de concentración de fábricas, que a veces se notan tanto
por la contaminación, donde además hay mayor oferta de industrias culturales, como radio y televisión,
estas funciones más tradicionales están cediendo lugar a nuevas agencias o nuevos actores comunica-
cionales. La ciudad se conecta ahora dentro de sí y con el extranjero ya no sólo por tradicionales trans-
portes terrestres y aéreos, por el correo y el teléfono, sino por el cable, el fax y los satélites.
La nueva oferta informacional está modificando muchos hábitos culturales y estrategias de consu-
mo. No voy a extenderme en la descripción de estos cambios, ya bastante conocidos, pero sí me gus-
taría subrayar cómo incitan a rediseñar el estudio de las culturas urbanas. ¿Qué significa para la teoría
urbana encontrar una ciudad disgregada, sin centro, o donde el centro importa poco, que no sabemos
bien hasta dónde llega, y es reorganizada, redimensionada en la experiencia cotidiana, por estos proce-
sos comunicacionales? Entonces, hay que tomar en cuenta no sólo una definición sociodemográfica y
espacial de la ciudad, sino una definición sociocomunicacional.
Ahora veamos cómo coexisten estas tres ciudades: la histórico territorial, la ciudad industrial y la
ciudad informacional o comunicacional. Ésta es la pregunta central de la multiculturalidad urbana en la
actualidad. Vivimos la tensión entre tradiciones que todavía no se van (tradiciones barriales, de formas
de organización y estilos de comunicación urbana) y una modernidad que no acaba de llegar a los paí-
ses latinoamericanos, cuya precariedad no impide, sin embargo, que también lo posmoderno ya esté
entre nosotros. La coexistencia no regulada de varios modelos de desarrollo urbano en países depen-
dientes genera, a la vez, comunicaciones ágiles y embotellamientos, acceso más o menos simultáneo
a una vasta oferta cultural internacional y la dificultad de gozarla porque el museo o el teatro queda
a una hora o dos de nuestra casa y el transporte es deficiente, porque se corta la luz cuando llueve
y debemos regresar de la computadora a la máquina de escribir, porque tenemos fax pero hace dos
meses que no arreglan el teléfono.
Más que una ciudad, esto parece un contradictorio y caótico videoclip. Más que una ciudad infor-
macional a veces tenemos la sensación de vivir en ciudades donde es muy difícil comunicarse. Contra-

Sólo uso con fines educativos 239


dicciones como las de Buenos Aires y México se registran en otras ciudades más modernas de América
Latina. En Río de Janeiro o en Sao Paulo, donde apenas empieza a instalarse la fibra óptica, están tan
desbordadas las comunicaciones telefónicas que los universitarios y las empresas a veces tienen que
esperar las nueve o las diez de la noche para poder conectarse al e-mail, porque no hay líneas durante
el día. Existe el correo electrónico, se multiplican las computadoras, hay miles y miles de usuarios que
están creciendo constantemente, pero la deficiencia de infraestructura impide situarse de modo com-
petitivo en esta nueva situación de las redes globales.

Los imaginarios como patrimonios urbanos


La ciudad videoclip es la ciudad que hace coexistir en ritmo acelerado un montaje efervescente
de culturas de distintas épocas. No es fácil entender cómo se articulan en estas grandes ciudades esos
modos diversos de vida, pero más aún los múltiples imaginarios urbanos que generan. No sólo hace-
mos la experiencia física de la ciudad, no sólo la recorremos y sentimos en nuestros cuerpos lo que
significa caminar tanto tiempo o ir parado en el ómnibus, o estar bajo la lluvia hasta que logremos con-
seguir un taxi, sino que imaginamos mientras viajamos, construimos suposiciones sobre lo que vemos,
sobre quiénes se nos cruzan, las zonas de la ciudad que desconocemos y tenemos que atravesar para
llegar a otro destino, en suma, qué nos pasa con los otros en la ciudad. Gran parte de lo que nos pasa
es imaginario, porque no surge de una interacción real. Toda interacción tiene una cuota de imaginario,
pero más aún en estas interacciones evasivas y fugaces que propone una megalópolis.
Los imaginarios han nutrido toda la historia de lo urbano. Los escritores y los críticos literarios lo
han puesto de manifiesto con particular énfasis. Rosalba Campra, en un artículo titulado “La ciudad en
el discurso literario”, que se publicó en Buenos Aires, en la revista Sic, empieza preguntándose ¿dónde
se fundan las ciudades? “En lo alto de un monte para defenderse, dice, a orillas del mar para partir, o,
como suelen responder los mitos, a lo largo de un río para encontrar un eje de orientación y dar sen-
tido al propio grupo”. Pero las ciudades, agrega, también se fundan dentro de los libros, o se fundan a
partir de libros; y ella va siguiendo en ese espléndido trabajo cómo las ciudades han estado conectadas
con libros fundantes, libros que han hablado de cómo se conquista un desierto, cómo se distingue a la
ciudad del desierto, cómo se delimitan los espacios, cómo se construye entonces a partir de lo que se
imagina que puede ser una ciudad.
A veces este proceso puede ser dramático, como sabemos por gran parte de la literatura y del cine
que hablan de las ciudades. Pienso en las ciudades dramáticas, trágicas a veces, de Win Wenders, y
en La ciudad ausente de Ricardo Piglia. En México tratamos de estudiar esta diversidad de imaginarios
urbanos viendo cómo la ciudad era constituida en el discurso periodístico de cada día, en la radio y la
televisión. En México, como en muchas grandes ciudades, hay suplementos especiales que aparecen
semanalmente, y a veces todos los días en algunos diarios, que hablan de la ciudad y que dejan hablar
a la ciudad. El estudio hecho por un miembro de nuestro grupo, Miguel Ángel Aguilar, revela que el dis-
curso periodístico sobre la ciudad de México es en un 50 por ciento lo que el regente o las autoridades
o los medios, en suma los agentes hegemónicos, dicen sobre la ciudad. Un lugar menor se concede a lo
que los actores sociales de base, los ciudadanos, piensan o hablan de ella.
¿De qué modo la televisión y la radio han multiplicado los espacios de comunicación urbana?

Sólo uso con fines educativos 240


En general, las radios lo hacen de un modo más participativo, con el teléfono abierto, permitiendo
la expresión de los ciudadanos y encontrando también formas de clientelismo en esta apertura para
incentivar su mercado. En cambio, la televisión suele ser más autoritaria y más censurada, nos habla
muchas veces de la ciudad desde el helicóptero o desde el estrado de Zabludowsky, o de algún otro
locutor privilegiado. Estos distintos discursos, a su vez, son recibidos de maneras diferentes, en los espa-
cios íntimos donde también se constituye el sentido urbano.
En algunas investigaciones sobre imaginarios urbanos realizadas en la ciudad de Bogotá por Aman-
do Silva, y en Los Ángeles por Mike Davis, así como en el libro dirigido por Mario Margulis La ciudad de
la noche, referido a Buenos Aires, se aprecia la importancia de estos microespacios. Hicimos una expe-
riencia parecida a la de este último libro, estudiando los salones de baile, que son importantes como
lugares de agrupamiento generacional en la ciudad de México, así como los sitios donde se hacen reci-
tales rockeros, los hoyos fonkis y otros semejantes. En medio de la descomposición de las megaciuda-
des esos lugares son marcas, establecen una especificidad y así reordenan una problemática, que voy
a tratar mañana, la de lo público y lo privado. Se establece un espacio propio para algunos sectores,
donde se puede bailar, “sentirse a gusto como en la propia casa”, según dijo una asistente habitual de
estos salones de baile en México; de manera que estos lugares, que son públicos, en gran medida fun-
cionan como privatizados, como lugares que se apropian algunos sectores: son semipúblicos y semipri-
vados a la vez.
Hemos intentado averiguar por qué lo imaginario tiene tanta importancia en la constitución de
la ciudad. En México nos podemos remontar a los relatos precolombinos y de los conquistadores que
refundaron la ciudad. Creo que también sería posible hacerlo en Buenos Aires. Esas narraciones consti-
tuyen un tipo de patrimonio diferente del patrimonio que estamos habituados a reconocer. Si el patri-
monio urbano, el patrimonio histórico visible, material, es descuidado, mucho más ocurre con el patri-
monio invisible o no tangible, según las dos denominaciones que suele usar la Unesco para referirse a
él y que ha llevado a crear una sección dentro del área de cultura para estudiar este patrimonio invisible
o intangible. Este patrimonio constituido con leyendas, historias, mitos, imágenes, pinturas, películas
que hablan de la ciudad, ha formado un imaginario múltiple, que no todos compartimos del mismo
modo, del que seleccionamos fragmentos de relatos, y los combinamos en nuestro grupo, en nuestra
propia persona, para armar una visión que nos deje poco más tranquilos y ubicados en la ciudad. Para
estabilizar nuestras experiencias urbanas en constante transición.
Quiero destacar esta distinción. Podemos hablar de un patrimonio visible, o sea de los monumen-
tos, los museos, las grandes avenidas, los edificios que enorgullecen a una ciudad y le dan una continui-
dad histórica, y también de algo que el folclore ha trabajado en distintas épocas, así como otro tipo de
registros que han sido estudiados desde la comunicación masiva o desde el trabajo antropológico de
la cultura llamada inmaterial, pero que pocas veces han sido pensados como parte del patrimonio que
también hay que conservar de algún modo. Quizás una de las razones para justificar el ocuparse ahora
de este patrimonio, es que tenemos más maneras de preservarlo y de guardarlo: lo podemos filmar,
ya no sólo fotografiar, lo podemos registrar en formas sonoras muy sofisticadas, y transmitirlo y repro-
ducirlo en discos compactos y en otros procedimientos más ágiles que cuando había que ir hasta un
museo para enterarse de cómo había sido la ciudad en otra época.

Sólo uso con fines educativos 241


Estas innovaciones están suscitando internacionalmente nuevas reflexiones sobre los vínculos
entre cultura urbana y patrimonio. Además, incitan a repensar lo que esto podría significar para la
escuela y las comunicaciones masivas como custodios y transmisores del patrimonio intangible. Este
patrimonio no es, de ninguna manera, inferior en importancia al visible. Es más: en ciudades que no
tienen un gran patrimonio histórico material, todavía significa más para la población la búsqueda de
signos intangibles de identidad, formas de orientación, de evocación y de memoria.
Pero ¿cómo estudiar este patrimonio tan escurridizo, cómo apreciarlo y organizarlo? Para respon-
der hemos tratado de introducir algunas nociones desde las ciencias sociales en la teoría sobre el patri-
monio. Hay que reconocer, en este sentido, que uno de los motivos por los que los científicos sociales
se interesan poco en las cuestiones del patrimonio es porque parece que sólo tuviera que ver con el
pasado; se presenta como una cuestión de arqueólogos, restauradores, historiadores. Pero, si desea-
mos entender el origen y el sentido histórico de la contemporaneidad, es preciso pensar qué hacer con
el patrimonio.
Por lo tanto, tenemos necesidad de reformular qué entendemos por patrimonio de un modo vivo,
no embalsamado, como algo que nos está apelando todavía hoy. Una noción de Pierre Bourdieu, la de
capital simbólico, me parece útil para redefinir lo que hoy podemos entender por patrimonio cultural
en relación con sus usos sociales. Bourdieu no transpuso la noción de capital simbólico hasta el patri-
monio, pero es legítimo hacerlo, en el sentido de que el patrimonio no es un conjunto de bienes esta-
bles y neutros, con valores y sentidos fijados de una vez para siempre, sino un proceso social que, como
el otro capital, se acumula, se renueva, produce rendimientos, y es apropiado en forma desigual por
diversos sectores. Aunque ese conjunto de bienes materiales e inmateriales que llamamos patrimonio
cultural parece estar disponible para que todos lo usen, cada sector se vincula con él según las disposi-
ciones subjetivas que ha podido adquirir y según las relaciones sociales en que está inserto.
Por eso el patrimonio de una nación, o de una ciudad, es distinto para diferentes habitantes. Repre-
senta algunas experiencias comunes, pero también expresa las disputas simbólicas entre las clases, los
grupos y las etnias que componen una ciudad. ¿Quiénes cuentan la ciudad en las crónicas, en las pelí-
culas, en las canciones y en las exposiciones, quiénes tienen los recursos para difundir estas represen-
taciones de lo urbano a través de libros y revistas, conciertos y discos, museos, radio y televisión? La
estructura y la propiedad de los medios de producción y comunicación cultural deben ser analizados
como parte de los dispositivos por medio de los cuales se conforman los patrimonios compartidos y
también las divisiones entre los patrimonios de unos y otros sectores en la ciudad.
La otra noción que me parece fecunda para repensar esta cuestión es la de “comunidades imagi-
nadas”, de Benedict Anderson. La obra de Anderson suele ser citada como punto de partida para una
reconceptualización de las identidades contemporáneas, porque ese autor puso en evidencia que el
nacionalismo es una artefacto cultural y no un objeto natural. La constitución del nacionalismo a tra-
vés de la imaginación en la historia, dice Anderson, no lo vuelve falso, como se advierte en la gente
que está dispuesta a realizar colosales sacrificios por sus limitadas imaginaciones de lo que es lo nacio-
nal. Podemos citar también a otros historiadores, como Serge Gruzinsky en Francia, o Renato Rosaldo,
antropólogo de Estados Unidos, semiólogos como Armando Silva, en Colombia, que han demostrado
el importante papel que juegan las ficciones, los imaginarios colectivos, en la formación de las identi-

Sólo uso con fines educativos 242


dades. Este tipo de aproximación tiene consecuencias para la construcción de la ciudadanía cultural,
porque esta ciudadanía no se organiza sólo sobre principios políticos, según la participación “real” en
estructuras jurídicas o sociales, sino también a partir de una cultura formada en los actos e interaccio-
nes cotidianos, y en la proyección imaginaria de estos actos en mapas mentales de la vida urbana. ¿Qué
es lo que hay que guardar, qué se debe conservar, qué es lo más importante para quienes vivimos en
una ciudad?
Muchos presupuestos que guían la acción y las omisiones de los ciudadanos derivan de cómo per-
cibimos los usos del espacio urbano, los problemas de consumo, tránsito y contaminación, y también
de cómo imaginamos las explicaciones a estas cuestiones. Voy a presentar mañana el estudio sobre
imaginarios urbanos que hicimos en México a partir de las fotografías de la ciudad y de cómo las vie-
ron grupos focales a los que les mostrábamos las fotos. Sintéticamente, les anticipo una conclusión que
ilustra lo que vengo diciendo. En la exploración con estos grupos, aun en los sectores con más nivel
educativo, no hallamos visiones de conjunto sobre la ciudad. Hasta en los sectores más politizados o
más organizados para defender algo de la ciudad, suele haber visiones restringidas del propio barrio,
sector o grupo social al cual se pertenece y de las instituciones con las cuales cada uno se relaciona.
Casi nadie habla de la ciudad en su conjunto y casi nadie identifica causas estructurales que en la litera-
tura de ciencias sociales son muy conocidas acerca de por qué la crisis del tránsito, de la contaminación
u otras acontecen en la ciudad. En este sentido, hablamos de una cultura prepolítica, una cultura pre-
estructural, que se reduce a pequeños espacios. Investigar esto es del mayor interés para desarrollar la
ciudadanía en nuestras ciudades, que adquiere más importancia cuando ciudades como la de Buenos
Aires y México están a punto de elegir su primer intendente o gobernador no designado por el Poder
Ejecutivo. ¿Cuánto se puede decidir en las elecciones y cuánto hay que decidir en otras instancias que
requieren una elaboración continuada y una acción perseverante desde una cultura ciudadana? Con-
testar a esta pregunta puede ser un motivo para renovar la vinculación entre científicos sociales y polí-
ticos, entre la universidad y la administración pública.

Preguntas

– Se hace una pregunta que no se grabó con claridad sobre las relaciones entre lo público y lo privado, y
acerca de si las tendencias a la privatización conducen a la desintegración social.
– García Canclini: De acuerdo con lo que venimos analizando, diría que la relación entre desinte-
gración urbana y recomposición o reactivación no puede ser concebida en términos de equivalencias.
No todas las formas de privatización llevan a la desintegración. Pueden hacerlo en el sentido en que a
veces separan, cuando llevan que cada uno diga “éste es mi lugar, aquí nadie se mete y yo tampoco me
voy a meter ni me voy a exponer en los lugares de riesgo”. En tales casos, se trata de limitar las experien-
cias urbanas, las vivencias y la solidaridad en la ciudad. Pero también hay experiencias de privatización,
o sea de limitación de espacios y de apropiación privada que, en medio del abandono de los Estados
respecto de las ciudades, de las negligencias, pueden funcionar como reactivadoras o preservadoras
de patrimonios, de espacios vivibles dentro de la ciudad. Entonces, no asociaría desintegración versus

Sólo uso con fines educativos 243


reactivación o renovación con la oposición público-privado. En segundo lugar, deseo decir que, sin polí-
ticas públicas para la ciudad, una suma de privatizaciones y de defensas aisladas, no puede resolver los
problemas urbanos. Hay problemas que son estructurales, compartidos, o tienen que ser resueltos en
forma compartida. Algunos son superevidentes, como la contaminación, que no discrimina demasiado
entre clases sociales para oscurecemos los pulmones. Aunque también puede haber diferentes formas
de protegerse o de purificar, en forma restringida, el ambiente. Otros tipos de contaminación o de dra-
mas urbanos son más selectivos y atacan especialmente a los sectores más desprotegidos, menos califi-
cados educacional y económicamente. Pero creo que, en buena medida, las ciudades están expresando
de un modo localizado esta tensión, que se vive en general en los países periféricos, entre impulsos a la
participación más competitiva en un mercado mundial de innovaciones tecnológicas, culturales y socia-
les; y, por otro lado, políticas hacia adentro que segmentan cada vez más desigual y asimétricamente a
la población. Se permite que un cinco o un diez por ciento de los ciudadanos se vincule con estas inno-
vaciones internacionales y se beneficie de vivir en las grandes ciudades, y una enorme población, cada
vez en situaciones más degradadas, es excluida o semincorporada bajo discriminaciones.

– ¿Qué concepción de lo imaginario sería más útil para analizar la relación entre lo instituido y lo institu-
yente?
– García Canclini: Estamos en un momento en que sería empobrecedor afiliarse a una sola tenden-
cia. Nos encontramos en el cruce de muchas contribuciones al estudio de lo imaginario. Autores como
Armando Silva incorporan el psicoanálisis, pero hay momentos de su libro Imaginarios urbanos en que
usa la distinción lacaniana entre lo imaginario y lo simbólico, y otros en que no lo hace. Creo que, ante
ciertas necesidades de interpretación, a veces es útil esta distinción pero, en gran parte de los estudios,
prevalece otra noción más antropológica de lo imaginario, como algo parecido a lo que Lacan llama
simbólico, es decir, el conjunto de repertorios de símbolos con que una sociedad sistematiza y lega-
liza las imágenes de sí misma, y también se proyecta hacia lo diferente. Dada la relativa indetermina-
ción epistemológica en que se halla aún la noción de imaginarios y la fertilidad que revela en diferentes
usos, no me privaría de esas tres contribuciones ni de otras. Habría que mencionar también los enfo-
ques de lo imaginario colectivo, desplegados en las reorientaciones sociosemióticas de la antropología
y de la sociología. Estos análisis han permitido considerar que hay estructuras, legalidades, que rigen
lo imaginario y generan su construcción y su renovación. En ese sentido, no haría tanta escisión entre
lo institutivo y lo instituyente. El riesgo que señalábamos cuando hablábamos del patrimonio visto en
forma embalsamada, solidificada, como existiendo de una vez para siempre, se presenta en esa distin-
ción. En realidad, lo instituyente, no sólo lo creativo sino lo que se apoya en algo instituido a partir de
lo cual se puede imaginar, está siendo reconceptualizado, reimaginado una y otra vez. Este proceso se
me hizo evidente cuanto trabajamos sobre fotografías en la ciudad de México, desde los años cuarenta
hasta la actualidad, y vimos cómo los fotógrafos registraron la ciudad.
Estaban reinterpretando, reelaborando el patrimonio visual en función de lo actual, desde la mira-
da de hoy. Pero lo actual es un momento de transición.

Sólo uso con fines educativos 244


Bibliografía

Aldo Bononi, “La machina metrópoli”, ponencia presentada al simposio The Renaissance of the City in Europe, Flo-
rencia, 6 al 8 de diciembre de 1992.

Rosalba Campra, “La ciudad en el discurso literario”, Sic, N° 5, Buenos Aires, mayo de 1994.

Manuel Castells, La cuestión urbana, México, Siglo XXI, 1974.


______________ La ciudad informacional, Madrid, Alianza, 1995.

Mike Davis, City of Quartz, New York, Vintage Books, 1992.

Néstor García Canclini, “Consumidores y ciudadanos”, México, Grijalbo, 1995.

Peter Hall, “La ville planétaire”, Revue Internationale des Sciences Sociales, París, UNESCO, nro. 147, marzo 1996.

Mario Margulis, La cultura de la noche. La vida nocturna de los jóvenes de Buenos Aires, Buenos Aires, Espasa Calpe,
1994.

Antonio Mela, “Ciudad, comunicación, formas de racionalidad”, Diálogos, 23, Lima, junio de 1989.

Paolo Perulli, Atlas metropolitano. El cambio social en las grandes ciudades, Madrid, Alianza, 1995.

Saskia Sassen, The global City. New York, London, Tokyo, Princeton University Press, 1991.

Armando Silva, Imaginarios urbanos. Bogotá y Sao Paulo.


_____________ Cultura y comunicación urbana en América Latina, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1992.

Edward W. Soja, Postmodern Geographies. The Reassertion of Space in Critical Social Theory, Londres-Nueva York,
Verso, 1989.

Sólo uso con fines educativos 245


Lectura Nº 4
Sarlo, Beatriz, “Abundancia y Pobreza”, en Escenas de la Vida Posmoderna. Inte-
lectuales, Arte y Videocultura en la Argentina, Buenos Aires, Argentina, Compañía
Editora Espasa Calpe Argentina, 1994, pp. 13-33.

Capítulo I
Abundancia y pobreza

1. CIUDAD
En muchas ciudades no existe un “centro”. Quiero decir: un lugar geográfico preciso, marcado por
monumentos, cruces de ciertas calles y ciertas avenidas, teatros, cines, restaurantes, confiterías, peato-
nales, carteles luminosos destellando en el líquido, también luminoso y metálico, que baña los edificios.
Se podía discutir si el “centro” verdaderamente terminaba en tal calle o un poco más allá, pero nadie
discutía la existencia misma de un sólo centro: imágenes, ruidos, horarios diferentes. Se iba al “centro”
desde los barrios como una actividad especial, de día feriado, como salida nocturna, como expedición
de compras, o, simplemente, para ver y estar en el centro. Hoy, Los Ángeles (esa inmensa ciudad sin
centro) no es tan incomprensible como lo fue en los años sesenta. Muchas ciudades latinoamericanas.
Buenos Aires entre ellas, han entrado en un proceso de “angelinización”.*
La gente hoy pertenece más a los barrios urbanos (y a los “barrios audiovisuales”) que en los años
veinte, donde la salida al “centro” prometía un horizonte de deseos y peligros, una exploración de un
territorio siempre distinto. De los barrios de clase media ahora no se sale al centro. Las distancias se
han acortado no sólo porque la ciudad ha dejado de crecer, sino porque la gente ya no se mueve por la
ciudad, de una punta a la otra. Los barrios ricos han configurado sus propios centros, más limpios, más
ordenados, mejor vigilados, con más luz y mayores ofertas materiales y simbólicas.
Ir al centro no es lo mismo que ir al shopping-center, aunque el significante “centro” se repita en
las dos expresiones. En primer lugar por el paisaje: el shopping-center, no importa cuál sea su tipología
arquitectónica, es un simulacro de ciudad de servicios en miniatura, donde todos los extremos de lo
urbano han sido liquidados: la intemperie, que los pasajes y las arcadas del siglo XIX sólo interrumpían
sin anular; los ruidos, que no respondían a una programación unificada; el claroscuro, que es producto
de la colisión de luces diferentes, opuestas, que disputan, se refuerzan o, simplemente, se ignoran unas
a otras; la gran escala producida por los edificios de varios pisos, las dobles y triples elevaciones de los
cines y teatros, las superficies vidriadas tres, cuatro, cinco veces más grandes que el más amplio de los
negocios; los monumentos conocidos, que por su permanencia, su belleza o su fealdad, eran los sig-
nos más poderosos del texto urbano; la proliferación de escritos de dimensiones gigantescas, arriba de

* En las páginas finales de este libro los lectores encontrarán la bibliografía con la que cada capítulo ha hecho su diálogo.

Sólo uso con fines educativos 246


los edificios, recorriendo decenas de metros en sus fachadas, sobre las marquesinas, en grandes letras
pegadas sobre los vidrios de decenas de puertas vaivén, en chapas relucientes, escudos, carteles pin-
tados sobre el dintel de portales, pancartas, afiches, letreros espontáneos, anuncios impresos, señali-
zaciones de tránsito. Estos rasgos, producidos a veces por el azar y otras por el diseño, son (o fueron) la
marca de una identidad urbana.
Hoy, el shopping opone a este paisaje del “centro” su propuesta de cápsula espacial acondicionada
por la estética del mercado. En un punto, todos los shopping-centers son iguales: en Minneapolis, en
Miami Beach, en Chevy Chase, en New Port, en Rodeo Drive, en Santa Fe y Coronel Díaz, ciudad de Bue-
nos Aires. Si uno descendiera de Júpiter, sólo el papel moneda y la lengua de vendedores, compradores
y mirones le permitirían saber dónde está. La constancia de las marcas internacionales y de las mercan-
cías se suman a la uniformidad de un espacio sin cualidades: un vuelo interplanetario a Cacharel, Ste-
phanel, Fiorucci, Kenzo, Guess y McDonalds, en una nave fletada bajo la insignia de los colores unidos
de las etiquetas del mundo.
La cápsula espacial puede ser un paraíso o una pesadilla. El aire se limpia en el reciclaje de los acon-
dicionadores; la temperatura es benigna; las luces son funcionales y no entran en el conflicto del claros-
curo, que siempre puede resultar amenazador; otras amenazas son neutralizadas por los circuitos cerra-
dos, que hacen fluir la información hacia el panóptico ocupado por el personal de vigilancia. Como en
una nave espacial, es posible realizar todas las actividades reproductivas de la vida: se come, se bebe, se
descansa, se consumen símbolos y mercancías según instrucciones no escritas pero absolutamente cla-
ras. Como en una nave espacial, se pierde con facilidad el sentido de la orientación: lo que se ve desde
un punto es tan parecido a lo que se ve desde el opuesto que sólo los expertos, muy conocedores de
los pequeños detalles, o quienes se mueven con un mapa, son capaces de decir dónde están en cada
momento. De todas formas, eso, saber dónde se está en cada momento, carece de importancia: el sho-
pping no se recorre de una punta a la otra, como si fuera una calle o una galería; el shopping tiene que
caminarse con la decisión de aceptar, aunque no siempre, aunque no del todo, las trampas del azar.
Los que no acepten estas trampas alteran la ley espacial del shopping, en cuyo tablero los avances, los
retrocesos y las repeticiones no buscadas son una estrategia de venta.
El shopping, si es un buen shopping, responde a un ordenamiento total pero, al mismo tiempo,
debe dar una idea de libre recorrido: se trata de la ordenada deriva del mercado. Quienes usan el sho-
pping para entrar, llegar a un punto, comprar y salir inmediatamente, contradicen las funciones de su
espacio que tiene mucho de cinta de Moebius: se pasa de una superficie a otra, de un plano a otro sin
darse cuenta de que se está atravesando un límite. Es difícil perderse en un shopping precisamente por
esto: no está hecho para encontrar un punto y, en consecuencia, en su espacio sin jerarquías, también
es difícil saber si uno está perdido. El shopping no es un laberinto del que sea preciso buscar una salida;
por el contrario, sólo una comparación superficial acerca el shopping al laberinto. El shopping es una
cápsula donde, si es posible no encontrar lo que se busca, es completamente imposible perderse. Sólo
los niños muy pequeños pueden perderse en un shopping porque un accidente puede separarlos de
otras personas y esa ausencia no se equilibra con el encuentro de mercancías.
Como una nave espacial, el shopping tiene una relación indiferente con la ciudad que lo rodea: esa
ciudad siempre es el espacio exterior, bajo la forma de autopista con villa miseria al lado, gran avenida,

Sólo uso con fines educativos 247


barrio suburbano o peatonal. A nadie, cuando está dentro del shopping, debe interesarle si la vidriera
del negocio donde vio lo que buscaba es paralela o perpendicular a una calle exterior; a lo sumo, lo
que no debe olvidar es en qué naveta está guardada la mercancía que desea. En el shopping no sólo se
anula el sentido de orientación interna sino que desaparece por completo la geografía urbana. A dife-
rencia de las cápsulas espaciales, los shoppings cierran sus muros a las perspectivas exteriores. Como
en los casinos de Las Vegas (y los shoppings aprendieron mucho de Las Vegas), el día y la noche no se
diferencian: el tiempo no pasa o el tiempo que pasa es también un tiempo sin cualidades.
La ciudad no existe para el shopping, que ha sido construido para reemplazar a la ciudad. Por eso,
el shopping olvida lo que lo rodea: no sólo cierra su recinto a las vistas de afuera, sino que irrumpe,
como caído del cielo, en una manzana de la ciudad a la que ignora; o es depositado en medio de un
baldío al lado de una autopista, donde no hay pasado urbano. Cuando el shopping ocupa un espacio
marcado por la historia (reciclaje de mercados, docks, barracas portuarias, incluso reciclaje en segunda
potencia: galerías comerciales que pasan a ser shoppings-galería) lo usa como decoración y no como
arquitectura. Casi siempre, incluso en el caso de shoppings “conservacionistas” de arquitectura pasada,
el shopping se incrusta en un vacío de memoria urbana, porque representa las nuevas costumbres y no
tiene que rendir tributo a las tradiciones: allí donde el mercado se despliega, el viento de lo nuevo hace
sentir su fuerza.
El shopping es todo futuro: construye nuevos hábitos, se convierte en punto de referencia, acomo-
da la ciudad a su presencia, acostumbra a la gente a funcionar en el shopping. En el shopping puede
descubrirse un “proyecto premonitorio del futuro”: shoppings cada vez más extensos que, como un
barco factoría, no sea necesario abandonar nunca (así ya son algunos hoteles-shopping-spa-centro cul-
tural en Los Ángeles y, por supuesto, en Las Vegas). Aldeas-shoppings, museos-shoppings, bibliotecas y
escuelas-shoppings, hospitales-shoppings.
Se nos informa que la ciudadanía se constituye en el mercado y, en consecuencia, los shoppings
pueden ser vistos como los monumentos de un nuevo civismo: ágora, templo y mercado como en los
foros de la vieja Italia romana. En los foros había oradores y escuchas, políticos y plebe sobre la que se
maniobraba; en los shoppings también los ciudadanos desempeñan papeles diferentes: algunos com-
pran, otros simplemente miran y admiran. En los shoppings no podrá descubrirse, como en las galerías
del siglo XIX, una arqueología del capitalismo sino su realización más plena.
Frente a la ciudad real, construida en el tiempo, el shopping ofrece su modelo de ciudad de servi-
cios miniaturizada, que se independiza soberanamente de las tradiciones y de su entorno. De una ciu-
dad en miniatura, el shopping tiene el aire irreal, porque ha sido construido demasiado rápido, no ha
conocido vacilaciones, marchas y contramarchas, correcciones, destrucciones, influencias de proyectos
más amplios. La historia está ausente y cuando hay algo de historia, no se plantea el conflicto apasio-
nante entre la resistencia del pasado y el impulso del presente. La historia es usada para roles serviles
y se convierte en una decoración banal: preservacionismo fetichista de algunos muros como cáscaras.
Por esto, el shopping sintoniza perfectamente con la pasión por el decorado de la arquitectura llamada
posmoderna. En el shopping de intención preservacionista la historia es paradojalmente tratada como
souvenir y no como soporte material de una identidad y temporalidad que siempre le plantean al pre-
sente su conflicto.

Sólo uso con fines educativos 248


Evacuada la historia como “detalle”, el shopping sufre una amnesia necesaria a la buena marcha de
sus negocios, porque si las huellas de la historia fueran demasiado evidentes y superaran la función
decorativa, el shopping viviría un conflicto de funciones y sentidos: para el shopping, la única máquina
semiótica es la de su propio proyecto. En cambio, la historia despilfarra sentidos que al shopping no le
interesa conservar, porque en su espacio, además, los sentidos valen menos que los significantes.
El shopping es un artefacto perfectamente adecuado a la hipótesis del nomadismo contemporá-
neo: cualquiera que haya usado alguna vez un shopping puede usar otro, en una ciudad diferente y
extraña de la que ni siquiera conozca la lengua o las costumbres. Las masas temporariamente nómades
que se mueven según los flujos del turismo, encuentran en el shopping la dulzura del hogar donde
se borran los contratiempos de la diferencia y del malentendido. Después de una travesía por ciuda-
des desconocidas, el shopping es un oasis donde todo marcha exactamente como en casa; del exotis-
mo que deleita al turista hasta agotarlo, se puede encontrar reposo en la familiaridad de espacios que
siguen conservando algún atractivo dado que se sabe que están en el “extranjero”, pero que, al mismo
tiempo, son idénticos en todas partes. Sin shoppings y sin Clubs Mediterranée el turismo de masas sería
impensable: ambos proporcionan la seguridad que sólo se siente en la casa propia sin perder del todo
la emoción producida por el hecho de que se la ha dejado atrás. Cuando el espacio extranjero, a fuerza
de incomunicación, amenaza como un desierto, el shopping ofrece el paliativo de su familiaridad.
Pero no es ésta la única ni la más importante contribución del shopping al nomadismo. Por el con-
trario, la máquina perfecta del shopping, con su lógica aproximativa, es, en sí misma, un tablero para la
deriva desterritorializada. Los puntos de referencia son universales: logotipos, siglas, letras, etiquetas no
requieren que sus intérpretes estén afincados en ninguna cultura previa o distinta de la del mercado.
Así, el shopping produce una cultura extraterritorial de la que nadie puede sentirse excluido: incluso
los que menos consumen se manejan perfectamente en el shopping e inventan algunos usos no pre-
vistos que la máquina tolera en la medida en que no dilapiden las energías que el shopping adminis-
tra. He visto, en los barrios ricos de la ciudad, señoras de los suburbios, sentadas en los bordes de los
maceteros, muy cerca de las mesas repletas de un patio de comidas, alimentando a sus bebés, mientras
otros chicos corrían entre los mostradores con una botella plástica de dos litros de Coca-Cola; he visto
cómo sacaban sandwiches caseros de las bolsas de plástico con marcas internacionales que segura-
mente fueron sucesivamente recicladas desde el momento en que salieron de las tiendas cumpliendo
las leyes de un primer uso “legítimo”. Estos visitantes, que la máquina del shopping no contempla pero
a quienes tampoco expulsa activamente, son extraterritoriales y sin embargo la misma extraterritoria-
lidad del shopping los admite en una paradoja curiosa de libertad plebeya. Fiel a la universalidad del
mercado, el shopping en principio no excluye.
Su extraterritorialidad tiene ventajas para los más pobres: ellos carecen de una ciudad limpia, segu-
ra, con buenos servicios, transitable a todas horas; viven en suburbios de donde el Estado se ha retirado
y la pobreza impide que el mercado tome su lugar; soportan la crisis de las sociedades vecinales, el
deterioro de las solidaridades comunitarias y el anecdotario cotidiano de la violencia. El shopping es
exactamente una realización hiperbólica y condensada de cualidades opuestas y, además, como espa-
cio extraterritorial, no exige visados especiales. En la otra punta del arco social, la extraterritorialidad del
shopping podría afectar lo que los sectores medios y altos consideran sus derechos; sin embargo, el uso

Sólo uso con fines educativos 249


según días y franjas horarias impide la colisión de estas dos pretensiones diferentes. Los pobres van los
fines de semana cuando los menos pobres y los más ricos prefieren estar en otra parte. El mismo espa-
cio cambia con las horas y los días mostrando esa cualidad transocial que, según algunos, marcaría a
fuego el viraje de la posmodernidad.
La extraterritorialidad del shopping fascina también a los muy jóvenes, precisamente por la posi-
bilidad de deriva en el mundo de los significantes mercantiles. Para el fetichismo de las marcas se des-
pliega en el shopping una escenografía riquísima donde, por lo menos en teoría, no puede faltar nada;
por el contrario, se necesita un exceso que sorprenda incluso a los entendidos más eruditos. La esceno-
grafía ofrece su cara Disneyworld: como en Disneyworld, no falta ningún personaje y cada personaje
muestra los atributos de su fama. El shopping es una exposición de todos los objetos soñados.
Ese espacio sin referencias urbanas está repleto de referencias neoculturales donde los que no
saben pueden aprender un know-how que se adquiere en el estar ahí. El mercado, potenciando la liber-
tad de elección (aunque sólo sea de toma de partido imaginario), educa en saberes que son, por un
lado, funcionales a su dinámica, y, por el otro, adecuados a un deseo joven de libertad antiinstitucional.
Sobre el shopping, nadie sabe más que los adolescentes que pueden ejercitar un sentimentalismo anti-
sentimental en el entusiasmo por la exhibición y la libertad de tránsito que se apoya en un desorden
controlado. Las marcas y etiquetas que forman el paisaje del shopping reemplazan al elenco de vie-
jos símbolos públicos o religiosos que han entrado en su ocaso. Además, para chicos afiebrados por el
high-tech de las computadoras, el shopping ofrece un espacio que parece high-tech aunque, en las ver-
siones de ciudades periféricas, ello sea un efecto estético antes que una cualidad real de funcionamien-
to. El shopping, por lo demás, combina la plenitud iconográfica de todas las etiquetas con las marcas
“artesanales” de algunos productos folk-ecológico-naturistas, completando así la suma de estilos que
definen una estética adolescente. Kitsch industrial y compact disc.
La velocidad con que el shopping se impuso en la cultura urbana no recuerda la de ningún otro
cambio de costumbres, ni siquiera en este siglo que está marcado por la transitoriedad de la mercancía
y la inestabilidad de los valores. Se dirá que el cambio no es fundamental ni puede compararse con
otros. Creo sin embargo que sintetiza rasgos básicos de lo que vendrá o, mejor dicho, de lo que ya está
aquí para quedarse: en ciudades que se fracturan y se desintegran, este refugio antiatómico es per-
fectamente adecuado al tono de una época. Donde las instituciones y la esfera pública ya no pueden
construir hitos que se piensen eternos, se erige un monumento que está basado precisamente en la
velocidad del flujo mercantil. El shopping presenta el espejo de una crisis del espacio público donde
es difícil construir sentidos; y el espejo devuelve una imagen invertida en la que fluye día y noche un
ordenado torrente de significantes.

Sólo uso con fines educativos 250


2. MERCADO
Escuchado hace poco, un domingo, bastante después de mediodía, en un restaurante que se iba
vaciando. Los padres de la chica le preguntaron qué quería para su cumpleaños.
Ustedes ya saben, dijo la chica, la operación que me prometieron el año pasado cuando cumplí
catorce.
Le ofrecieron, en cambio y para ver si la convencían, un mes en una playa del Caribe, vacaciones de
ski para ella y una amiga, clases particulares de patín aeróbico o de ala delta, zapatillas con tacómetro,
autoinflables, modelo antiguo con suela fina, ribeteadas de satén con forro de cibellina sintética para
el après-ski, permiso para que su amiguito se quedara a dormir todas las noches, un vestido de fiesta
Calvin Klein original, un reproductor de discos compactos superliviano para llevar en el monedero, una
muñeca inflable de Axl Rose tamaño natural, una muñeca inflable de Luis Miguel tamaño natural, una
cama de gimnasia pasiva y un gabinete de rayos ultravioletas, lentes de contacto verdes, gris acero y
turquesa, un holograma de su cabeza tamaño natural, un mural para su pieza reproduciendo la primera
foto que le habían sacado después de nacer, corte de pelo, colocado de pestañas permanentes y teñido
de las cejas, una fiesta en la disco que eligiera, un osito Sarah Kay gigante.
Quiero la operación, insistió la chica.
Me parece que tus caderas están bastante desarrolladas para tu edad, razonó la madre. No me
gusta mi trasero, aseguró la chica. No le veo nada de particular, dijo el hermanito. Precisamente, dijo la
muy terca. Sos muy chica todavía para decidir, dijo el padre. Todas mis amigas se hicieron algo o se van
a hacer algo para festejar los quince, y yo no quiero ser la única estúpida. Lo estúpido es operarse, dijo
el hermanito, con lo que debe doler. Nadie me entiende, dijo la chica.
El padre se puso serio: te entendemos perfectamente; a nadie se le puede negar ese derecho, pero
sale carísimo. Más caro va a salir que a mí no me quiera nadie, no me saquen fotos en la playa ni salga
en las revistas. Caro va a ser eso, puro gasto de terapia y sin que yo pueda trabajar de nada cuando sea
más grande. Algo de razón tiene en eso, dijo la madre.
Nadie te preguntó cuánto había costado tu lifting, dijo la chica, sin darse cuenta de que no tenía
que atacar a sus aliados. Mi lifting lo pagué yo; fui al sanatorio con una bolsa llena de moneditas y toda-
vía sobró plata. Vaya a saber de dónde la sacaste, dijo la chica. La plata no tiene olor, dijo el hermanito.
Del estudio saqué la plata, dijo la madre. ¿Del estudio de quién?, preguntó el hermanito. Idiota, este
chico es idiota, dijo el padre.
Así como soy, con este trasero chato, hasta ir al colegio me da vergüenza. Todas las chicas se hicie-
ron cosas: ensanche del puente nasal, alzado de los pómulos, abultamiento de labio inferior, implan-
te de pelo para achicar la frente, retoque de mentón, tetas más grandes, tetas más redondas, depila-
ción definitiva del pubis, serruchado de la última costilla, caderas, alzado de glúteos, cavado de tobi-
llos, enderezado de los dedos de los pies, levante del empeine, achicamiento de muñecas, implante de
doble músculo en los pectorales, redondeado de los brazos, alargue de huesos, estiramiento del cuello,
peeling con ácidos naturales. ¿Y si pidiera implantes de pelo lacio? Eso es mucho peor, porque no se
sabe si se va a seguir usando. Eso sí que es tirar la plata a la basura, como los tatuajes de este tarado.
Conmigo no te metas, reaccionó el hermanito.
No somos millonarios dijo la madre. ¿Qué tiene que ver eso con mi regalo? Desde que entré al

Sólo uso con fines educativos 251


secundario te hiciste las bolsas debajo de los ojos, te enderezaste el tabique, te infiltraron con colágeno
dos veces y te operaste la panza para volver a usar traje de dos piezas. ¿Cuántas veces cumpliste años
desde que entré al secundario? Tres. ¿Cuántas operaciones te hiciste? Pero no todas fueron con aneste-
sia total y, además, la culpa de la panza la tuvieron ustedes dos. Conmigo no se metan, dijo el hermanito.
Esta bien, dijo el padre, pero no pidas otra cosa hasta los dieciocho. A los dieciocho voy a ser millo-
naria y vivir en Miami, dijo la chica. Después, la madre comentó que ella se iba a hacer dos retoques
antes de que nadie se diera cuenta porque se le estaban cayendo un poco los párpados. A dos retoques
por año, si vivo hasta los setenta y cinco, son más o menos setenta retoques, pero nunca se sabe lo que
van a ir descubriendo por el camino.
El que verdaderamente necesitaba operarse era el padre. Con esas ojeras, si lo echaban del trabajo
no iba a conseguir un puesto decente en ninguna parte. Este año me opero yo también, dijo el padre.
Al fin y al cabo de mí dependen más cosas que de todos ustedes juntos.
Somos libres. Cada vez seremos más libres para diseñar nuestro cuerpo: hoy la cirugía, mañana la
genética, vuelven o volverán reales todos los sueños. ¿Quién sueña en esos sueños? La cultura sueña,
somos soñados por los íconos de la cultura. Somos libremente soñados por las tapas de las revistas, los
afiches, la publicidad, la moda: cada uno de nosotros encuentra un hilo que promete conducir a algo
profundamente personal, en esa trama tejida con deseos absolutamente comunes. La inestabilidad de
la sociedad moderna se compensa en el hogar de los sueños, donde con retazos de todos lados conse-
guimos manejar el “lenguaje de nuestra identidad social”. La cultura nos sueña como un cosido de reta-
zos, un collage de partes, un ensamble nunca terminado del todo, donde podrían reconocerse los años
en que cada pieza fue forjada, el lugar de donde vino, la pieza original que trata de imitar.
Las identidades, se dice, han estallado. En su lugar no está el vacío sino el mercado. Las ciencias
sociales descubren que la ciudadanía también se ejerce en el mercado y que quien no puede realizar
allí sus transacciones queda, por así decirlo, fuera del mundo. Fragmentos de subjetividad se obtienen
en esa escena planetaria de circulación, de la cual quedan excluidos los muy pobres. El mercado unifica,
selecciona y, además, produce la ilusión de la diferencia a través de los sentidos extramercantiles que
toman los objetos que se obtienen por el intercambio mercantil. El mercado es un lenguaje y todos tra-
tamos de hablar algunas de sus lenguas: nuestros sueños no tienen demasiado juego propio. Soñamos
con piezas que se encuentran en el mercado. Hace siglos, las piezas venían de otras partes, y no eran,
necesariamente mejores. La crítica de los sueños fue uno de los grandes impulsos en la construcción
de imágenes de sociedades diferentes. Hoy, entonces, son los sueños seriales del mercado los que están
aquí para ser objeto de la crítica.
El deseo de lo nuevo es, por definición, inextinguible. Algo de esto supieron las vanguardias estéti-
cas, porque una vez que estallan las compuertas de la tradición, de la religión, de las autoridades indis-
cutibles, lo nuevo se impone con su moto perpetuo. También en el mercado o, mejor dicho, en el merca-
do más que en ninguna otra escena.
Hoy el sujeto que puede entrar en el mercado, que tiene el dinero para intervenir en él como con-
sumidor, es una especie de coleccionista al revés. En lugar de coleccionar objetos, colecciona actos de
adquisición de objetos. El coleccionista de viejo tipo sustrae los objetos de la circulación y del uso para
atesorarlos: ningún filatelista manda cartas con las estampillas de su colección; ningún apasionado de

Sólo uso con fines educativos 252


los soldaditos de plomo permite que un niño juegue con ellos; las cajas de fósforos de una colección no
deben usarse. El coleccionista tradicional conoce el valor de mercado de sus objetos (porque ha paga-
do por ellos) o conoce el tiempo de trabajo coleccionístico que ha invertido en conseguirlos si no han
llegado a él a través de la venta y la compra. Pero también conoce el valor, digamos sintáctico, que esos
objetos tienen en la colección: sabe cuáles le faltan para completar una serie, cuáles son los que de nin-
gún modo pueden ser canjeados por otros, qué historia está atrás de cada uno de ellos. En la colección
tradicional, los objetos valiosos son literalmente irreemplazables aunque un coleccionista pueda sacri-
ficar alguno para conseguir otro más valioso todavía.
El coleccionista al revés sabe que los objetos que adquiere se deprecian desde el instante mismo
en que los toca con sus manos. El valor de esos objetos empieza a erosionarse y se debilita la fuerza
magnética que hace titilar las cosas en las vidrieras del mercado: una vez adquiridas, las mercancías
pierden su alma (en la colección, en cambio, las cosas tienen un alma que se enriquece a medida que
la colección se enriquece: la vejez es valiosa en la colección). Para el coleccionista al revés, su deseo no
tiene objeto que pueda conformarlo, porque siempre habrá otro objeto que lo llame. Colecciona actos
de compra-venta, momentos perfectamente incandescentes y gloriosos: los norteamericanos, que algo
saben de estas peripecias de la modernidad y la pos-modernidad, llaman shopping spree a una especie
de bacanal de compras en la cual una cosa lleva a la otra hasta el agotamiento que cierra el día en las
cafeterías de las grandes tiendas. El shopping spree es un impulso teóricamente irrefrenable mientras
existan los medios económicos para llevarlo a cabo. Es, al pie de la letra, una colección de actos de con-
sumo en la que el objeto se consume antes de ser ni siquiera tocado por el uso.
En el polo opuesto al coleccionista al revés están los excluidos del mercado: desde los excluidos que,
de todas formas, pueden soñar consumos imaginarios, hasta los excluidos a quienes la pobreza encierra
en el corral de fantasías mínimas. Ellos agotan los objetos en el consumo y la adquisición de objetos no
hace que éstos pierdan su interés; para ellos, el uso de los objetos es una dimensión fundamental de la
posesión. Pero, salvo en el caso de estos rezagados de la fiesta, el deseo de objetos hoy es casi inextin-
guible para quienes han entendido el juego y están en condiciones de jugarlo.
Los objetos se nos escapan: a veces porque no podemos conseguirlos, otras veces porque ya los
hemos conseguido, pero se nos escapan siempre. La identidad transitoria afecta tanto a los coleccio-
nistas al revés como a los menos favorecidos coleccionistas imaginarios: ambos piensan que el objeto
les da (o les daría) algo de lo que carecen no en el nivel de la posesión sino en el nivel de la identidad.
Así los objetos nos significan: ellos tienen el poder de otorgarnos algunos sentidos y nosotros estamos
dispuestos a aceptarlos. Un tradicionalista diría que se trata de un mundo perfectamente invertido. Sin
embargo, cuando ni la religión, ni las ideologías, ni la política, ni los viejos lazos de comunidad, ni las
relaciones modernas de sociedad pueden ofrecer una base de identificación ni un fundamento sufi-
ciente a los valores, allí está el mercado, un espacio universal y libre, que nos da algo para reemplazar a
los dioses desaparecidos. Los objetos son nuestros íconos cuando los otros íconos, aquellos que repre-
sentaban a alguna divinidad, muestran su impotencia simbólica; son nuestros íconos porque pueden
crear una comunidad imaginaria (la de los consumidores, cuyo libro sagrado es el advertising, sus ritua-
les el shopping spree, su templo los shopping-centers, y la moda su código civil).
Sin embargo, los objetos se escapan (y no sólo se escapan a los deseos de quienes no pueden

Sólo uso con fines educativos 253


entrar con desenvoltura en el mercado o ni siquiera pueden pisarlo). Aquello que los hace deseables,
también los vuelve volátiles. La inestabilidad de los objetos se origina precisamente en su libro sagrado
y en los saberes que la enciclopedia de la moda codifica cada temporada. Son valiosos porque cambian
constantemente y, por paradoja, también pierden su valor porque constantemente cambian: la vida no
logra apoyarse en ellos y nadie querría usar un par de zapatillas viejas sólo por el hecho de que ha sido
feliz cuando las llevaba puestas. A veces, el sentimentalismo puede salvar a los objetos de la desapari-
ción: se guardan las camisetas de un equipo de fútbol, o el vestido de casamiento, o el primer delantal
escolar. Así, el sentimentalismo es una forma psicológica del coleccionismo. Pero, en general, el pasado
marca los objetos sólo como vejez, y no existen defensores de objetos viejos del mismo modo que exis-
ten conservacionistas de ciudades o de edificios: sólo lo público llama a la preservación. Los objetos
privados envejecen rápido y de esta vejez sólo podría salvarlos el diseño perfecto. Pero ni siquiera éste:
los objetos de diseño perfecto terminan en el museo o las colecciones; los objetos de diseño “común”
(en general, los objetos muy marcados por la moda) sólo se conservan cuando no pueden ser reempla-
zados por otros más nuevos y mejores.
El tiempo fue abolido en los objetos comunes del mercado, no porque sean eternos sino porque
son completamente transitorios. Duran mientras no se desgaste del todo su valor simbólico, porque,
además de mercancías, son objetos hipersignificantes. En el pasado, sólo los objetos de culto (religioso
o civil) y los objetos de arte tenían esa capacidad de agregar a su uso un plus de sentido que los volvía
más significativos. Hoy, el mercado puede tanto como la religión o el poder: agrega a los objetos un
plus simbólico fugaz pero tan potente como cualquier otro símbolo. Los objetos crean sentido más allá
de su utilidad o de su belleza o, mejor dicho, su utilidad y su belleza son subproductos de ese sentido
que viene de la jerarquía mercantil. No es indiferente que los objetos que ocupan el centro y la cima de
la jerarquía sean más bellos (mejor diseñados) que los que forman la base y los escalones intermedios.
Sin duda, el mercado no es una nave de locos que adjudica más puntaje a una etiqueta sin examinar
sus cualidades. Pero, siempre, el puntaje de una marca, una etiqueta o una firma tiene otros fundamen-
tos, además de sus cualidades materiales, de su funcionamiento o de la perfección de su diseño.
Todo esto se sabe. Sin embargo, los objetos siguen escapándosenos. Se han vuelto tan valiosos
para la construcción de una identidad, son tan centrales en el discurso de la fantasía, marcan tan infa-
mantemente a quienes no los poseen, que parecen hechos de la materia resistente e inabordable de
los sueños. Frente a una realidad inestable y fragmentada, en proceso de metamorfosis velocísimas, los
objetos son un ancla, pero un ancla paradójica, ya que ella misma debe cambiar todo el tiempo, oxidar-
se y destruirse, entrar en obsolescencia el mismo día de su estreno. Con estas paradojas se construye
el poder de los objetos: la libertad de quienes los consumimos surge de la necesidad férrea que tiene
el mercado de convertirnos en consumidores permanentes. La libertad de nuestros sueños de objetos
escucha la voz del apuntador más poderoso y nos habla con ella.
El mundo de los objetos se ha ampliado y seguirá ampliándose. Hasta hace pocas décadas, lo que
podía comprarse y venderse tenía una materialidad exterior que sólo excepcionalmente entraba en la
intimidad de nuestros cuerpos. Hoy, no existe un territorio donde el mercado, en su imponente marea
generalizadora, no esté plantando sus tiendas. Se sueñan objetos que modificarán nuestros cuerpos y
este es el sueño más feliz y más aterrador. El deseo, que no ha encontrado un objeto que lo colme aun-

Sólo uso con fines educativos 254


que sólo sea transitoriamente, ha encontrado en la construcción de objetos a partir del propio cuerpo
el non plus ultra donde se unen dos mitos: belleza y juventud. En una carrera contra el tiempo, el mer-
cado propone una ficción consoladora: la vejez puede ser diferida y, no es posible afirmarlo ahora pero
quizás sí mañana, posiblemente vencida para siempre.
Si la vejez indigna de las mercancías expulsó la temporalidad de nuestra vida diaria (el tiempo de
los objetos sólo pesa a quienes no pueden reemplazarlos por otros más nuevos), ahora se nos ofrecen
objetos que alteran nuestro cuerpo: prótesis, sustancias sintéticas, soportes artificiales, que entran en
el cuerpo durante intervenciones que lo modifican según las pautas de un design que cambia cada
quinquenio (¿quién quiere los pechos chatos que se usaron hace diez años o la delgadez de la década
del sesenta?). En el escenario público, los cuerpos deben adecuarse a la función perfecta, resistente a la
vejez, que antes se esperaba de las mercancías. No hay motivos para rechazar esta tecnología quirúrgi-
ca imitando el escándalo con que las señoras honestas del novecientos se abstenían de teñirse el pelo.
La cuestión no pasa por horrorizarse hoy ante intervenciones que nosotros mismos consideraremos
inocentes dentro de una década. Sin embargo es necesario preguntarse qué busca una sociedad en
estos avatares de la ingeniería corporal o del design de mercado.
¿Quién habla en nuestros sueños de belleza? ¿Qué pasará con nosotros si logramos no sólo prolon-
gar la vida sino, sencillamente, abolir la muerte?

Sólo uso con fines educativos 255


Lectura Nº 5
Monsiváis, Carlos, “El Melodrama: “No te Vayas, mi Amor, que es Inmoral Llorar a
Solas”, en Herlinghaus, Hermann (editor), Narraciones Anacrónicas de la Moderni-
dad. Melodrama e Intermedialidad en América Latina, Santiago de Chile, Editorial
Cuarto Propio, 2002, pp. 105-123.

Las variedades del sentimiento melodramático


Tan importante como la historia del melodrama, aunque mucho menos estudiada es la historia de
su público en América Latina. A lo largo de dos siglos, las generaciones sucesivas obtienen del melodra-
ma lo básico de su educación sentimental y del idioma adecuado para las pasiones. El campo de apren-
dizaje son las obras de teatro, las canciones, las versiones de la historia patria, la religiosidad popular,
algunos poemas, las películas, las telenovelas. Ah, las contrariedades de la vida tanto más amargas
cuando ninguna tecnología las promueve y registra. Si el melodrama comienza en el siglo XVIII, su
público se concreta en el siglo XIX, y sus atmósferas formativas afectan desde el principio a las familias y
las parejas, y aprovisionan los momentos climáticos de cada existencia con frases convenientes y gestos
adecuados, los mismos que al cabo del tiempo se vuelven humor popular. El melodrama sedimenta las
reacciones útiles en las ciudades, adiestra para la localización del Bien y el Mal, y cultiva como géneros
semiliterarios a las rutinas del proceso amoroso y de los pleitos de familia. Del universo del llanto inne-
gociable y negociado se nutren las voces de la entrega apasionada, de la urgencia de expiación, de la
duda que se redistribuye en canallez o en sacrificio, del heroísmo que se agazapa tras el infortunio.
En el siglo XIX, las sociedades latinoamericanas promueven el melodrama: el religioso, el histórico
y el más visible y audible, el de los amores frustrados. En el primer caso, el catolicismo genera obras
de teatro, novelas y poemas, donde sufrir es ganar puntos celestiales. ¿Qué son las narraciones sobre
los mártires del primer siglo de la era cristiana, sino melodramas donde paladines y heroínas ratifican
su credo monoteísta ante las fieras en el Coliseo de Roma o ante las llamas que los convertirán en teas
humanas en la Via Appia? ¿Qué es la poesía narrativa de temas religiosos sino “chantajes de la trascen-
dencia”? Y la “prosa poética” confirma a la vez el afán de espiritualidad y el prestigio de la cursilería.

El descubrimiento de la catarsis
Un ancestro involuntario del melodrama es la tragedia griega, de la que muy transformada se
adopta la catarsis, la gran práctica de limpieza anímica, expresada como asombro, desgarramiento,
dolor extremo, llanto puro y simple. En el siglo XIX, los cronistas de Lima, Bogotá, Caracas, Ciudad de
México, Montevideo, Buenos Aires, Quito, La Paz, abundan en descripciones de la compenetración de
los espectadores con las obras de teatro, del público que se vuelve feligresía al escenificarse la Pasión.
La catarsis depura y libera de las sensaciones de iniquidad y pecado, y le permite a los espectadores
contemplarse en sus imágenes ennoblecidas y concluir: “Si somos capaces de la emoción solidaria,
somos mejores de lo que creíamos nosotros y quienes nos conocen.
A la catarsis se le une el chantaje sentimental, la operación que utiliza a los espectadores como

Sólo uso con fines educativos 256


personajes apelando a los nobles sentimientos, entre los que se incluyen la indefensión y el miedo. A
los personajes acorralados que ceden a las presiones del suicida en potencia o de la mujer que el día
entero se asila en el llanto, se les añade el lector (el espectador), (el testigo) que también halla imposi-
ble resistir al chantaje.
En el período que va de la segunda mitad del siglo XIX a la primera mitad del siglo XX, los cronistas
teatrales atestiguan la misma creencia: no sólo los espectadores, también los actores se someten a la
absoluta verdad de lo que se escenifica. “Esto que me conmueve, sin que lo supiese con claridad, ya me
ha ocurrido o podría ocurrirme. El melodrama ocurre en mi interior”. Las obras son didácticas, porque
enseñan a pactar sentimentalmente con la realidad, sinónimo estricto del fatalismo durante más de un
siglo.
En estos melodramas piadosos, la mayoría de los protagonistas centrales y algunos de los secun-
darios son producto de una tesis: lo que le confiere sentido a la existencia es ser como Cristo, olvidarse
de los intereses propios (mejor aún, afirmar que los únicos intereses propios son los comunitarios), y de
suplicio en suplicio ganarse el cielo. (Esto último, digamos, queda claro en las escenas donde madres y
padres, al costo de su vida, protegen a sus vástagos para “darles una educación digna”, o en el altruis-
mo de los hijos inocentes que se echan la culpa de todo para redimir a los indignos). Gracias al melo-
drama y por así decirlo, los mártires, los santos y las vírgenes abandonan sus nichos y se enfilan hacia
las recámaras, las cocinas, las calles, los lugares non sanctos y las cárceles. El melodrama es un método
“teológico” al alcance de todos, y esto explica las obras teatrales sobre la Pasión, y el aluvión de imáge-
nes sufrientes en atrios y tiendas, y esto explica también a las prostitutas que mueren como vírgenes
arrepentidas (Santa, de 1903, la novela de Federico Gamboa y las cuatro películas consiguientes). La fe
se divulga bajo una premisa: uno o varios de los personajes de la obra o del relato sustituyen a Cristo y
mueren por los pecados de todos. Cristo reencarna múltiplemente y la moraleja es simple: quien no se
conmueve es un apóstata.
Sin el esquema de Cristo en la Cruz no surge el melodrama familiar, el subgénero más vigoroso.
Pero ya es un Cristo en el mundo, al ritmo de la secularización de los dramas tradicionales y de lo ubi-
cuo de las equivalencias del Infierno y el Cielo. Ante las miradas piadosas lanzadas al cielo, el espec-
tador se siente debidamente representado y se felicita por la emoción casi mística que más tarde una
buena cena permitirá asimilar. Los melodramas son correctivos de familia y de clase social, y en este
sentido funciona extraordinariamente el determinismo del género. En las escenas finales de El mártir del
Gólgota, el centurión convertido a la verdadera fe no llega a tiempo para salvar al Redentor, que muere
tras emitir las Siete Palabras y el público vive la resurrección de su felicidad. A fines del siglo XIX y en las
primeras décadas del siglo XX, los espectadores se conmueven cristianamente con tal de justificar “el
éxito” o el fracaso en la vida. Si Cristo que es Dios murió en la Cruz abandonado por casi todos, yo, que soy
únicamente humano, tengo esperanzas de morir en condiciones menos adversas.
Se ha insistido: el melodrama es factor de la modernidad porque no privilegia la mentalidad colec-
tiva (los Fuenteovejuna, los todos a una) y se concentra en el carácter y el temperamento del individuo.
El teatrófilo que asiste a todos los estrenos, y se agita y demuda para colmar las expectativas morales
de sus acompañantes, se demuda al enterarse del extravío de una honra, y se confunde cuando el villa-
no se vuelve bueno para no tener de qué arrepentirse. Y el público de teatro, algo muy distinto a la

Sólo uso con fines educativos 257


suma de los asistentes, se considera vencedor del pecado y propietario de la dignidad, un sentimiento
que sólo es auténtico si es colectivo.

La Historia: “Hagamos de cuenta que fuimos basura / vino el remolino y nos alevantó”
El surgimiento de las naciones independientes exige en América un proceso secularizador que
también toma muy en cuenta el acto fundador del cristianismo, la Crucifixión. Los Padres de la Patria,
los caudillos del génesis de las nacionalidades, dan su vida por los que habrán de ser sus conciudada-
nos, y van con paso firme hacia el cadalso o el paredón guiados por la promesa: han de resucitar en la
gratitud nacional, en ese “Tercer Día” de libertades y soberanía indiscutida. Por fuerza, en la divulgación
de la Historia se usa, cortesía del melodrama, del esquema cristiano, así la naturaleza de los hechos sea
efectivamente trágica, porque los ciudadanos en potencia, aturdidos y exaltados, no asimilarían un dis-
curso de estructura jurídica, y requieren de frases perpetuables en mármol, casi arrojadas desde la Cruz:
“Patria, he aquí a tus hijos”.
La Historia, también, le expropia al melodrama algunas técnicas narrativas y el amor por lo rotun-
do que bien demanda la caída del telón: “He arado en el mar/ Va mi espada en prendas. ¡Voy por ella!/
¡Tiren aquí, cobardes! ¡Al pecho de un patriota!/ La Historia me absolverá”. Y la enseñanza melodramáti-
ca del civismo y de los procesos nacionales imita la divulgación catequística (pinturas y grabados inclui-
dos) y acude al patriotismo para convertir a seres comunes y corrientes en paladines de la Libertad. (La
Historia, de modo literal, es el Cielo y el Paraíso o, para los réprobos, es el Infierno).
A los próceres de las naciones redimidas se les tributa en las ceremonias “eterno loor”. Sin cesar, los
hechos históricos reales devienen episodios donde lo ocurrido se reelabora en función del juego de
sorpresas del melodrama. Los ciudadanos, los patriotas, los nacionalistas, los simples estudiantes de la
primaria y la secundaria, se convencen de lo siguiente (con otras palabras): la Historia es la serie intermi-
nable cuyos resultados se captan más adecuadamente a través de la emoción. Y a los grandes aconteci-
mientos los suele fijar la óptica melodramática. Si en las revueltas y las revoluciones los seres humanos
son “hojas en la tormenta”, la visión más difundida de las naciones alterna las mitologías del impulso
con los sacudimientos graves. Y el determinismo se desplaza de lo público a lo íntimo. “Si a mi país le ha
ido como le ha ido, ¿por qué a mí no?”
En el desfile histórico los gestos imperiosos se convierten en mínimas y máximas obras de teatro.
En 1952, Eduardo Chibás, político cubano de oposición, se suicida en gesto de protesta durante la trans-
misión de su programa radiofónico, y la acción desmesurada borra o relega el significado político. En
su última arenga, Evita Perón le profetiza a sus descamisados: “Volveré y seré millones”, y la frase como-
de-la-lotería reverbera y se torna promesa de la eterna campaña. Y en circunstancias diversas los gober-
nantes exhiben sus sentimientos o la cultura de sus países a ello los obliga, y lloran al leer sus Informes
a la Nación, desvían sus aventuras sexuales hasta tornadas piezas de gran-guiñol, solicitan el perdón de
sus pueblos con rostro demudado ...

Sólo uso con fines educativos 258


El camino al close-up
Los teatrófilos (las parejas y las Familias) aprenden moral en los reclinatorios de los templos y en
las tramas donde el perdón se dispensa a las altas horas de la agonía del personaje. La heroína aferra el
telón y lanza su parlamento inacabable mientras el villano, con falsa suavidad, le recuerda la hipoteca
que arruina a la dinastía. Y en eso se encuentran cuando el cine mudo desplaza o minimiza al melodra-
ma teatral, y la dramatización corporal se adueña de los espectadores, solidarizados con la sublimación
del instinto, tan requerida por los aspavientos en la pantalla.
Acto seguido irrumpe el cine sonoro, la gran escuela del melodrama del siglo XX, al que rigen los
usos y costumbres de la industria norteamericana. Lo urbano se impone, y con ello la conveniencia de
variar de escenarios y de idioma dramático. El gran cineasta D. W. Griffith y la Víctima Perfecta Lilian
Gish quedan en lontananza, y se entronizan las mujeres que sufren a pesar suyo: Bette Davis, Joan
Crawford, Barbara Stanwyck. Los prejuicios del modernismo continúan pero su reubicación los debilita.
No es lo mismo condenar a la adúltera en un pueblo que prodigarle anatemas en un conjunto habita-
cional.
Al melodrama le impone límites la comedia de Hollywood, cuyas heroínas, más libres y ansiosas de
igualdad, expresan la modernización impuesta por el crecimiento demográfico, el inicio de la feminiza-
ción de la economía y el arribo de las mujeres a la enseñanza superior. El melodrama tradicional da por
hecho el arrinconamiento femenino y los cambios sociales obligan a revisar las nociones del adulterio,
la honra, la prostitución, el machismo invicto, etcétera. La infeliz seducida por un malvado no tiene por-
qué optar entre el alquiler de su cuerpo o el suicidio; ya puede incluso educar por su cuenta al hijo o la
hija del engaño. La prostituta que camina con maravillosa desfachatez sigue siendo objeto de regaños
morales, pero el éxito del film depende del ritmo de sus caderas y el movimiento de sus labios.
En algún momento de la década de 1950, el espectador apoya y/o exige la actualización del melo-
drama porque no quiere que el gusto por el género le impida comprender las transformaciones urba-
nas. Se sabe manipulado (“Me encanta cómo le hacen para que siempre se me llenen los ojos de lágri-
mas”), y está al tanto de las astucias de la cámara que trascienden con facilidad el mensaje explícito.
(Nada de lo que se dice equivale a lo que se muestra). Además, las megalópolis, los centros de la moda,
se renuevan a diario y la explosión demográfica implanta otras normas de trato, más directas y menos
rígidas.
Los manuales tradicionales del comportamiento en América Latina (el Catecismo del Padre Ripalda,
el Manuel de Carreño, la autoridad indiscutida del paterfamilias) vienen a menos por la prisa de ajus-
tarse a la modernidad. Y en este contexto, el melodrama fílmico divide sus encomiendas: por un lado
analiza con crueldad lo que se opone a la modernidad y extrae a su público de las profundidades feu-
dales; por otro, ratifica mañosamente sus prejuicios, no tanto por las condenas morales como por el
repertorio de frases desesperadas: “Ni pienses en recoger tus cosas, nada de lo que hay aquí, ni siquiera
mi corazón”.
Ante el avasallamiento de Hollywood, la industria fílmica de América Latina levanta sus versiones
del melodrama, desbordantes, vinculadas al exceso y a las genealogías de la desdicha: “El amor engen-
dró al dolor que engendró a la resignación que engendró a la desesperación que engendró a la auto-
destrucción que engendró a la tragedia...” las cinematografías de Argentina, Brasil y México (preponde-

Sólo uso con fines educativos 259


rantemente) acometen con ferocidad el melodrama porque en la incontinencia argumental y el tumul-
to de los diálogos concentran su singularidad y, lo más importante, sus posibilidades artísticas. Los films
clásicos de latinoamérica del período 1935-1955 (aproximadamente) son por lo general melodramas
delirantes, genuinos atisbos de la tragedia, que se sustentan en actuaciones desmedidas y perfectas,
en destrezas técnicas, en aciertos de directores y guionistas, en el uso eficaz o magistral de la música. El
melodrama, en una síntesis forzada pero tal vez no inexacta, es la expresión frenética y al fin de cuentas
divertida de una necesidad: el espectador quiere hallar en su vida el argumento teatralizable o filmable
o radionovelable o telenovelable cuya mayor virtud es la garantía de un público muy fiel, él mismo.

El melodrama fílmico: “¿No es cierto que se sufre más a gusto en lo oscurito?”


El melodrama es el elemento de mayor arraigo de la industria cultural. Así atraigan y emocionen
en gran medida el cine cómico, el de acción y el del espectáculo, nada supera al melodrama, con sus
variantes, agonías y revitalizaciones, que sigue siendo el espejo familiar por excelencia, el escenario de
la ética escondida en las tramas, de las aventuras de la desventura. Al tanto de las inclemencias del des-
tino, los personajes y los espectadores acatan las reglas de la creencia íntima y la creencia pública, y en
la butaca o en la pantalla viven a fondo la teatralización, creen en la belleza de los enfrentamientos des-
esperados, y admiran el frenesí, el sufrimiento compartido y las expiaciones en cabeza ajena.
El melodrama incorpora las tramas que ninguna memoria ni la de sus autores podría retener, los
close-ups que santifican a las pecadoras, los éxtasis musicales, los diálogos y los monólogos del arre-
bato. Y los espectadores deciden que en la reiteración está el gusto y miran con sorpresa lo que han
visto toda su vida. ¿Tienen una conciencia estricta del melodrama? Sí, desde luego, pero a su manera,
porque, como se quiera, sólo en la década de 1970 se cancela la actitud que califica de melodramas los
productos que rechaza. Apenas en fechas recientes se goza del melodrama, así con ese término y con la
asistencia de un recurso: localizar el humor involuntario y burlarse de lo que conmovió a las generacio-
nes anteriores.
El melodrama fílmico es la piedra de toque de la sensibilidad colectiva, y convierte “el Valle de
Lágrimas” en un espectáculo orgullosamente comercial. Si se quiere comprobar el peso del melodra-
ma, además de los testimonios sociales y familiares, examínense los índices de taquilla y la ansiedad
de la industria cinematográfica que no quiere modernizar el melodrama para seguir reconociendo a su
público.
El melodrama mexicano por antonomasia, Nosotros los pobres (1947, de Ismael Rodríguez), dura un
año en su cine de estreno, y como todo gran melodrama se va transformando en forma de vida. En un
año (1950) el sesenta por ciento de las películas mexicanas son melodramas. Sólo el fenómeno abso-
lutamente sui géneris de Cantinflas y la invención del símbolo del charro (tal y como lo vocaliza Jorge
Negrete), sobrepasan o igualan al melodrama mexicano, un género en sí mismo, el exceso que al tor-
nar increíble la noción del pecado instrumenta la secularización. Al observar a la familia dispersa para
siempre a la pecadora que musita sus interminables Últimas Palabras, al hombre abatido por todos los
males, el espectador se siente salvado por el momento, ahora que ve la película y aprende de paso “las
claves de la vida urbana”. Si en lo personal atraviesa por dificultades, razón de más para que se sumerja
en el melodrama.

Sólo uso con fines educativos 260


Hay dos etapas perceptibles del melodrama fílmico en América Latina. La primera, que va de 1935
a 1955 o 1960, aproximadamente, es la marcada por el estilo comunitario (las vecindades del cine mexi-
cano, los conventillos del cine argentino, el gusto por las chanchadas del cine brasileño), por la indistin-
ción en suma entre las reacciones del grupo y la de cada uno de sus integrantes. A la segunda, orienta-
da por las divulgaciones de Freud muy señaladamente, la aparición del inconsciente entre los haberes
personales, la distinguen las dudas sobre la sinceridad, parte del acceso a la modernidad.
Del melodrama teatral al thriller, el melodrama domina con plenitud el siglo XX. La crítica no lo
afecta en lo esencial y ni la política ni la enseñanza del nacionalismo ni la catequesis se atreven a pres-
cindir del aliado indispensable. Los dramones distribuyen sus lecciones: si se sufre a solas se pierde lo
mejor del sufrimiento, la vida es una trampa gigantesca de dolores que se callan o se gritan, moviliza-
dos por frases terribles. Y es un rito semanal asistir a versiones distintas del acabóse de un núcleo fami-
liar disuelto por el llanto.

La música popular: “Yo sé bien que estoy afuera”


En algunos géneros de la música popular, la eficacia melodramática es la mitad de las razones del
éxito. Nadie canta más a gusto que al sentir a la canción inspirada en su vida. El oyente (el cantante) se
apropia del papel del rechazado, el enamorado, el sufridor, y lo desarrolla en dos o tres minutos y a lo
largo de la velada. Encontrarse convertido en el personaje de las canciones. ¿Quién rechaza ese papel?
¡Ah! Ser, y con un sonido memorable, el viudo de sí mismo, el inconsolable, el marginado, el sustituido
malamente, el que regresa al pueblo después de un viaje corto o prolongado:

Volver, con la frente marchita,


las nieves del tiempo platearon mi sien.
Sentir que es un soplo la vida,
que veinte años no es nada,
que febril la mirada
errante en la sombra
te busca y te nombra...
Vivir, con el alma aferrada
a un dulce recuerdo
que lloro otra vez.
Tengo miedo del encuentro
con el pasado que vuelve
a enfrentarse con mi vida...

Los tangos suelen ser historias interpretadas como cuentos de la vecina o el pariente, o como las
memorias culpables donde el pasado resucita a la luz del lunfardo:

Flaca, fané y descangallada,


la vi esta madrugada
salir de un cabaret.

Sólo uso con fines educativos 261


Flaca, tres cuartos de cogote
y una percha en el escote
bajo la nuez.
Nunca creía que la vería
en un requiesca in pache
tan cruel como el de hoy. ..

Fiera venganza la del tiempo... El personaje confiesa su historia: “Y pensar que hace diez años/ fue
mi locura/ que llegué hasta la traición por su hermosura”. Y otro género muy popular también en Amé-
rica Latina, la canción ranchera, es melodramática porque el sentimiento trágico, según la Ideología del
Macho, si no lo confiesa todo se debilita:

Ya me canso de llorar y no amanece


ya no sé si maldecirte o por ti rezar,
tengo miedo de buscarte y de encontrarte
donde me aseguran mis amigos que tú vas.
Hay momentos en que quisiera mejor rajarme,
y arrancarme ya los clavos de mi penar,
pero mis ojos se mueren sin mirar tus ojos
y mi cariño con la aurora te vuelve a esperar.
Ya arrancaste por tu cuenta las parrandas,
paloma negra, paloma negra, ¿dónde, dónde andarás? ...
(Paloma negra de Tomás Méndez)

Y otro género culminante, el bolero, en el Caribe, es en Centroamérica, en México, en Sudamérica,


el dibujo de un sufrimiento o un deslumbramiento o un recuerdo, donde la tristeza es sinónimo de la
felicidad (y a la inversa):

Tú me acostumbraste a todas esas cosas,


y tú me enseñaste que son maravillosas.
Sutil llegaste a mí como la tentación,
llenando de inquietud mi corazón.
Yo no concebía como se quería
en tu mundo raro, y por ti aprendí.
Por eso me pregunto, al ver que me olvidaste,
¿por qué no me enseñaste
cómo se vive sin ti?
(Tú me acostumbraste de Frank Domínguez)

Los intérpretes no profesionales de estos géneros (es decir, los oyentes) están al tanto: en mate-
ria de melodrama todo es ejemplo y nada es advertencia, y la canción popular es un intermediario

Sólo uso con fines educativos 262


entre las penas y su registro perdurable, entre los abandonos y su fraseo entrañable, entre la juventud
(momento mitológico) y su eternización en la memoria. Las canciones son el puntal del melodrama,
cuyo uso en el cine latinoamericano no deriva de las pautas de Hollywood, sino del papel efectivamen-
te central de la música en el imaginario melodramático de sus abonados sentimentales (casi todos).

La telenovela: melodrama que se alarga, espectadores que rejuvenecen, trama que ni ‘Funes el
memorioso’ podría recapturar
La radionovela en América Latina “esencializa” el melodrama al concentrarlo en los sonidos
ambientales, las frases que retumban a la hora de los quehaceres domésticos, y los vínculos entre argu-
mentos laberínticos y voces que se identifican con estados de ánimo. El ejemplo clásico, El derecho de
nacer del cubano Félix B. Caignet, es un relato del drama del bastardo en la sociedad del prejuicio, de la
infelicidad de las negras en un medio que sólo las admite como nodrizas (el personaje de Mamá Dolo-
res), de la elección de la infelicidad de por vida en vez del aborto. En 1949, El derecho de nacer paraliza
América Latina, y el uso del verbo no es metafórico, y anuncia la conversión de las amas de casa en
recipientes de historias que sintetizan fielmente sus biografías ideales, abrumadas por los diálogos y
monólogos de la exasperación y selladas por el sentido deceso de uno o más de sus personajes cen-
trales, o, de no haber muertes, por la fiebre catártica que devasta los últimos capítulos. A través de los
equívocos, los desencuentros, las maldades, las incomprensiones y las entregas a la persona indebida,
se llega al final feliz.
De 1957 a 1960 (aproximadamente) la telenovela se implanta, entre traiciones y homenajes al melo-
drama tradicional. ¿Cuál es su herencia reconocida y reconocible? La urgencia de conmover, el papel
de la familia como el universo donde se vuelven indistinguibles el desamparo y la sobreprotección, la
injusticia que persigue a manera de aureola a la pareja protagónica y sus seres queridos, el caos que
hace las veces de hilo argumental. En este legado interviene, con la lejanía y la cercanía del caso, la
novela del folletín de la segunda mitad del siglo XIX, con sus climas febriles, sus villanos abominables,
sus santas y coquetas, sus seres ingenuos, su entorno devorado por el chisme. (En las telenovelas, el
chisme es, simultáneamente, el coro griego que señala la imposibilidad de huir de un Destino que si
algo tiene es la información de primera y última mano, y es también el método narrativo a tal punto
primordial que a momentos podría decirse que los protagonistas no dialogan, intercambian chismes
sobre sí mismos).
¿En qué se aparta la telenovela del melodrama teatral y fílmico? En la trama ajustable a las deman-
das o indiferencias del público que impone doscientos capítulos de más o finales abruptos; en la intro-
misión de los anuncios comerciales que negocian al infinito la catarsis; en las seguridades del especta-
dor “faltista” (nada se pierde con no ver un capítulo, porque de hecho el argumento es secundario y lo
significativo no es el precipicio de enredos y pasiones contrariadas, sino la dicha de asomarse al paisaje
inabarcable que todo hecho narrativo contiene); en la certeza del “canje provisional de la identidad”:
este personaje es como yo, o yo debiera ser como él, o a mí no me gustaría hallarme en su lugar.
En las telenovelas consideradas “clásicas”, de El derecho de nacer a la peruana Simplemente María, de
la mexicana Gutierritos a la brasileña Los hermanos Coraje, suelen anularse las ventajas de la suspensión
de la credibilidad otorgada por los comerciales y el sinnúmero de capítulos, porque el mérito de las

Sólo uso con fines educativos 263


pasiones no es su intensidad (exigible en el teatro y el cine por razones de tiempo) sino su flexibilidad
para acomodarse con los escenarios, muebles y vocabulario, de la modernidad pactada. El espectador
“adopta” a los personajes que le interesan y en los comentarios de la casa y del pasillo a horas de ofici-
na, comprueba cuánto le apasionan o cuánto le aburre imaginarse su destino.

El determinismo del melodrama: “¿Qué por qué no me suicidé?


Porque me di cuenta que no podía irme de esta vida habiendo sufrido tan poco”
De acuerdo a los códigos del melodrama, la obligación del pobre es sufrir, y la del rico es enga-
ñarse pensando que el paraíso comienza en el cúmulo de propiedades. Ya para 1980, se desintegra la
estructura ideal de la telenovela, donde la dicha de la desdicha lo era todo, y la atención se centra en
la hazaña mnemotécnica de retener los abismos de la trama. Se diluyen las emociones propias de los
espectadores del melodrama tradicional y, algo básico, son otros los escenarios, por lo común de una
clase social indefinida, entre la clase media y la burguesía sin ostentaciones. Se jubila visualmente a la
pobreza, antes en sí misma melodramática (un conjunto de viviendas populares es peor augurio que
una tormenta), y se renuncia a la estrategia del determinismo que trasladaba la mala suerte de la esce-
nografía a los sentimientos.
A fin de cuentas, y esto lo entienden bien los productores de telenovelas, es la pobreza el delito
que precipita las situaciones crispadas, los rostros disueltos en lágrimas, el deseo de exhibir sin tapujos
el deseo. Y la pobreza requiere de cuartuchos, de hacinamiento, de semblantes lívidos no se sabe si
por el hambre o la angustia. Esto ya no lo admite el público de la clase social que sea, ansioso de espiar
por el ojo de la cerradura lo que no le es dado conocer, los ambientes del lujo, las sensaciones que se
toman su tiempo porque no hay que ir a trabajar. La telenovela es un género de aspiraciones socia-
les que, por razones de censura y “buen gusto”, evita el tema de la pobreza o lo presenta mitificado.
Tómense algunos de los temas imprescindibles del melodrama, el perdón por ejemplo y obsérvese su
uso en la telenovela. En la etapa marcada por las tradiciones, lo usual es el manejo de tres tipos de per-
dón: el concepto católico que todo lo concentra en Dios, y hace del perdón un acto de la generosidad
divina en beneficio de los mortales; la práctica machista que hace del perdón un acto de humillación:
“Ya comprobé que como ser humano no vales nada, por eso te perdono”, y el típico de las relaciones
amorosas: “Perdón, vida de mi vida, perdón si es que te he faltado”. En la medida en que la literatura es
también cultura popular, el concepto de perdón habitual es del victimario que le perdona al otro o a la
otra su condición de víctima: “Te perdono que me hayas hecho malgastar seis balas”. Eso, trasladado a
la telenovela, arrastra muy reelaborados los esquemas cristianos de la culpa, el castigo y el perdón, y en
las décadas recientes, incorpora ideas y términos que son en lo substancial mera mitología de consu-
mo. Y el perdón se vuelve tan provisional como la culpa. Es tal el poderío de convencimiento del géne-
ro que sus invenciones en muy buena medida se toman el catálogo de (falsos) reflejos condicionados
de los latinoamericanos, y por eso se entremezclan los melodramas y los conceptos religiosos.
Se critica a las telenovelas por su “maniqueísmo” y su división simplista del mundo en buenos y
malos. Desde la industria se responde durante un tiempo: no hay maniqueísmo (quién sabe qué es eso)
sino demanda de público. Luego, al agotarse el esquema tradicionalista, las exigencias del consumo
exigen una complejidad creciente, donde, así sea hipócritamente, ya se admiten temas prohibidos. La

Sólo uso con fines educativos 264


pareja que no pasó por el matrimonio, los gays, etcétera. Una consigna actual busca matizar los perso-
najes: “Ni ángeles ni Demonios”, es parte de una reconstrucción de las telenovelas, que tardaron dema-
siado tiempo en admitir la metamorfosis profunda de la moral social. Y la industria de la telenovela se
enfrenta al enemigo tradicional y, de modo involuntario, al gran apoyo del melodrama: la censura, que
en aras del rating acepta a los personajes complejos, a la divulgación de psicología y sociología, al habla
cotidiana, a una estrategia comercial basada superficial pero drásticamente en la madurez del público.
La televisión privada no lo ignora: salvo muy contadas excepciones, los santos carecen de rating
o de ranking. En cambio, un villano es una aportación del melodrama perfeccionada por la certeza de
la impunidad del capitalismo salvaje. La nueva telenovela se propone incorporar las nuevas formas de
vida y de expresión verbal porque de otra manera se deshace del público que ni siquiera tiene ganas de
reírse del melodrama tradicional y sus variantes.
Los melodramas fílmicos proporcionan en el siglo XX estereotipos, que cada diez o quince años, al
provocar ya la risa, demandan expectativas. Se pasa del estremecimiento del alma al estremecimiento
del choteo. Los estereotipos que circulan son los antiguos lugares comunes modificados por la ironía y
el sarcasmo. Lo “sagrado” persiste, pero a sus horas. Y el oportunismo de la industria de la telenovela la
lleva a renunciar a la herencia del melodrama para de manera todavía incierta encontrar en los nuevos
usos y costumbres la zona catártica.

El thriller: la modernización del melodrama


El cine retiene el melodrama y para ello lo actualiza y le consigue un ámbito apropiado: la des-
composición social, como lo demuestran los thrillers de la histeria homicida y el valor insignificante de
la vida humana (Un ejemplo: Pulp Fiction). El ir y venir del habla agresivísima, del desprecio a la vida
humana y el desbordamiento de cadáveres, entretiene más que los productos donde la pareja o la fami-
lia se convierten en estatuas nada más por salvar su felicidad. El thriller, género en auge, se constituye
en el espejo distorsionado de feria donde los personajes viven con energía grotesca los papeles antes
inconcebibles. (Cuando el derrumbadero social se extiende, el espectador pasa del melodrama al grand
guiñol). Donde anidó el pecado hoy reinan el narcotráfico y el hampa política, la sociedad se deteriora
y una de las defensas posibles es la estética agresiva que busca hacerle justicia a la rapidez de la desin-
tegración.
Se extinguen en las grandes ciudades las alternativas a la vida áspera, regimentada por la violen-
cia. La pobreza vuelve a ser un escenario de moda al no poner de realce el moralismo sino la estética
de la fealdad. El thriller, mezcla de aventura, drama policíaco, drama amoroso, y violencia última, es un
traductor eficaz de la actualidad de jueces y comandantes corruptos, de edificios ruinosos, de sexo que
se prodiga con indiferencia, de cocainómanos y heroinómanos. El narco corroe el sistema de justicia,
genera nociones efímeras de la vida, vigoriza la crueldad y la violencia, exalta la impunidad y potencia
la sensación de aislamiento en medio de la multitud. Y si el thriller no permite la morosidad de los sen-
timientos y actúa “a brochazos” para describir las vidas que se extinguen furiosamente a los 25 o los 30
años, el melodrama continúa, aliviado por el cinismo que sólo concibe a lo romántico si lo ubica en un
museo. En la realidad, ya no opera el destino sino la operación que va de una computadora a otra, de
una casa de bolsa a otra, de un grupo financiero a otro, de un crimen a otro. Al estar “globalizado”, el

Sólo uso con fines educativos 265


destino o como quiera llamársele cobra múltiples formas y ya no es lo que se ensaña con el individuo
sino lo que minimiza a la gran mayoría que se llama especulación financiera, narcotráfico, prepotencia
gubernamental, corrupción policíaca, terrorismo de índole variada.

“No todo en la vida es amargura, también existen los melodramas”


En materia de melodramas, el público (lo general) y el espectador (lo aún más general) se trans-
forman al límite y se mantienen fieles a su primera devoción, todo a lo largo de un siglo. Al comienzo,
el melodrama es la escuela tiránica a cuyas enseñanzas todos se someten. ¿Quién podría discrepar del
castigo a los pecadores, quién se opondría a la tesis teocrática: el pecado es la huída del ordenamiento
divino y, por tanto, es en sí mismo el caos? Y el espectador y el público, vueltos una sola entidad, arran-
can del melodrama la sabiduría que se reparte en frases memorizadas, gestos arquetípicos, decisiones
que desembocan en la autocompasión, certidumbre de que la vida es la continuación del melodrama
sin otra caída del telón que los Santos Óleos o el acta de defunción.
El devoto de los melodramas fílmicos se sumerge en la sala de cine o en el cobertizo del pueblo,
dispuesto a entrenarse para la hazaña magnífica: vivir en un mundo adverso (El melodrama es un
género dirigido a los vencidos de antemano que radican su única oportunidad de triunfo en su condi-
ción misma de espectadores). El público se unifica ante los acontecimientos de la pantalla, suspira, ríe,
llora, se recupera como la única persona concebible. Al concluir esta etapa, se extrae del melodrama la
madurez posible, que es con frecuencia la obtención de elementos estéticos para sobrellevar los dra-
mas domésticos o incluso la sordidez.
La telenovela diluye las técnicas del melodrama porque carece de las ventajas de la continuidad
estricta, pero sus ventajas son numerosas, y la primera de ellas es la dimensión demográfica del público,
siempre contabilizable en los millones de personas que contemplan al mismo tiempo una serie de éxito.
Al intervenir la demografía, la telenovela se convierte en un genuino idioma de los países de habla his-
pana, y concentra su poder persuasivo no tanto en los personajes como en las atmósferas. Siempre, el
medio social es el protagonista culminante, aunque no lo parezca así en relatos de cenicientas, de prin-
cesas que se hacen a sí mismas, de familias que luchan por el poder para no tener que reunirse los fines
de semana. Y el espectador ve en el melodrama al equivalente de un hecho turístico: existe esta teleno-
vela donde los personajes aún disponen de tiempo que dedicar a su vida privada.
Al diluirse la fe en los rituales catárticos, el melodrama se limita aún más y parece condenado a la
banalización no obstante su dominio de las masas y precisamente gracias a esto. ¿Cómo poner al día
la historia de la anciana muda que vive con sus ojos todas las pasiones, o la de la madre que abandona
a su hija recién nacida y no consigue recuperarla, o la del hombre tan bueno que al ser acusado injus-
tamente no se defiende para no contrariar el designio de Dios? El avasallamiento de la razón cínica, la
crítica a la cursilería, la desaparición gradual de la censura, la imposibilidad de concentrar una carga
emocional con cortes cada tres minutos, en suma, todos los detalles de la vida urbana de hoy, deshacen
el influjo del melodrama, o eso parece.
O eso parece. En la década de 1990 surgen los talk shows, o como se les dice en Norteamérica, los
reality shows, esas concentraciones de seres atraídos por la confesión al aire libre. De modo paulatino,
los talk shows, iniciados en Norteamérica y regionalizados con celeridad por conductoras como Cristina

Sólo uso con fines educativos 266


Saralegui, le devuelven al melodrama su impulso de epopeya peleonera, divertida y lacrimógena por
la vía más sencilla: transferir el peso de los argumentos y los monólogos enardecidos de la industria del
espectáculo al espectador.
Al cabo del larguísimo periódico histórico en que el melodrama es la pedagogía sentimental y la
guía para el manejo de las situaciones familiares y las crisis de la pareja, el público, o mejor, las infinitas
manifestaciones individuales del público, toman la palabra. El momento es el adecuado, al verificarse
el cumplimiento de la profecía de Andy Warhol: en el futuro todos tendrán derecho a quince minutos
de fama. Todo se combina: las divulgaciones freudianas y post-freudianas, el tamaño inverosímil de las
ciudades, la indiferencia ante las opiniones ajenas (el derrumbe de qué Dirán), la pérdida del miedo al
ridículo y el hambre de protagonismo. “Sólo sé que existo si la cámara me capta”. Las cámaras de televi-
sión sustituyen a la Historia, a la Gran Familia, a la mirada de reconocimiento de la sociedad en pleno. Y
el Control Remoto es lo más parecido a la inclusión en el porvenir.
El conductor o la conductora del programa elige el tema y los participantes le aportan sus biogra-
fías, tanto más elocuentes cuanto que al decirse por vez primera en público sorprenden enormemente
al biógrafo que es el autobiógrafo. “De manera que mi vida es así de interesante. ¡Quién lo hubiera pen-
sado!” Los temas son inagotables: las parejas que no se soportan porque sólo las une el interés sexual y
no el amor por la buena música, las esposas de strippers que no se encelan porque éstos se desnudan
ante un público variado (que incluye mujeres), las mujeres con senos grandes o con senos pequeños,
las madres de diez hijos preocupadas porque en contra de las estadísticas ninguno de ellos es gay, las
parejas de lesbianas que sólo riñen al mediodía, los machos de voz tipluda ...Los temas invitan a la espe-
cialización de obsesiones y usos del tiempo.
El melodrama se potencia gracias a los talk shows o reality shows en una etapa de inusitado esplen-
dor. No sólo no ha muerto, ahora el secreto de su éxito está por fin en las manos de su querido público.

Sólo uso con fines educativos 267


Lectura Nº 6
Lemebel, Pedro, “La Leva”, “Del Carmen Bella Flor”, “El Río Mapocho”, “La Loca del
Carrito”, “La Comuna de Lavín”, “El Metro de Santiago”, “Presagio Dorado para un
Santiago Otoñal”, “Los Tiritones del Temblor”, en De Perlas y Cicatrices, Santiago
de Chile, Lom Ediciones Ltda., 1998, pp. 36-38; 78-80; 119-120; 145-146; 169-170;
199-201; 202-203.

La Leva
(o “la noche fatal para una chica de la moda”)

Al mirar la leva de perros babosos encaramándose una y otra vez sobre la perra cansada, la quiltra
flaca y acezante, que ya no puede más, que se acurruca en un rincón para que la deje tranquila la jauría
de hocicos y patas que la montan sin respiro. Al captar esta escena, me acuerdo vagamente de aquella
chica fresca que pasaba cada tarde con su cimbreado caminar. Era la más bella flor del barrio pobre-
tón, que la veía pasar con sus minifaldas a lunares fucsia y calipso, cuando los sesenta contagiaban su
moda destapada y fiebres de juventud. Ella era la única que se aventuraba con los escotes atrevidos
y las espaldas piluchas y esos vestidos cortísimos, como de muñeca, que le alargaban sus piernas del
tobillo con zuecos hasta el mini calzón.
En aquellas tardes de calor, las viejas sentadas en las puertas se escandalizaban con su paseo, con
su ingenua provocación a la patota de la esquina, siempre donde mismo, siempre hilando sus babas de
machos burlescos. La patota del club deportivo, siempre dispuesta al chiflido, al “mijita rica”, al rosario
de piropos groseros que la hacían sonrojarse, tropezar o apurar el paso, temerosa de esa calentura vio-
lenta que se protegía en el grupo. Por eso la chica de la moda no los miraba, ni siquiera les hacía caso
con su porte de reina-rasca, de condesa-torreja que copiaba moldes y figurines de revistas para engala-
nar su juventud pobladora con trapos coloridos y zarandajas pop.
Tan creída la tonta, decían las cabras del barrio, picadas con la chica de la moda que provocaba
tanta envidiosa admiración. Parece puta, murmuraban, riéndose cuando el grupo de la esquina la tapa-
ba con besos y tallas de grueso calibre. Y puede haber sido el calor de ese verano, el detonante culpa-
ble de todo lo que pasó. Pudo ser un castigo social sobre alguien que sobresale de su medio, sobre
la chica inocente que esa noche pasó tan tarde, tan oscura la boca de la calle tenía sombras de lobo.
Y curiosamente no se veía un alma cuando llegó a la esquina. Cuando extrañada esperó que la barra
malandra le gritara algo, pero no escuchó ningún ruido. Y caminó como siempre bordeando el tierral
de la cancha, cuando no alcanzó a gritar y unos brazos tentáculos la agarraron desde las sombras. Y ahí
mismo el golpe en la cabeza, ahí mismo el peso de varios cuerpos revolcándola en el suelo, rajándole la
blusa, desnudándola entre todos, querían despedazarla con manoseos y agarrones desesperados. Ahí
mismo se turnaban para amordazarla y sujetarle los brazos, abriéndole las piernas, montándola epilép-
ticos en el apuro del capote poblacional. Ahí mismo los tirones de pelo, los arañazos de las piedras en
su espalda, en su vientre toda esa leche sucia inundándola a mansalva. Y en un momento gritó, pidió
auxilio mordiendo las manos que le tapaban la boca. Pero eran tantos, y era tanta la violencia sobre su

Sólo uso con fines educativos 268


cuerpo tiritando. Eran tantas fauces que la mordían, la chupaban, como hienas de fiesta la noche sin
luna fue compinche de su vejación en el eriazo. Y ella sabe que aulló pidiendo ayuda, está segura que
los vecinos escucharon mirando detrás de las cortinas, cobardes, cómplices, silenciosos. Ella sabe que
toda la cuadra apagó las luces para no comprometerse. Más bien, para ser anónimos espectadores de
un juicio colectivo. Y ella supo también, cuando el último violador se marchó subiéndose el cierre, que
tenía que levantarse como pudiera, y juntar los pedazos de ropa y taparse la carne desnuda, violácea
de moretones. La chica de la moda, supo que tenía que llegar arrastrándose hasta su casa y entrar sin
hacer ruido para no decir nada. Supo que debía lavarse en el baño, esconder los trapos humillados de
su moda preferida, y fingir que dormía despierta crispada por la pesadilla. La chica de la moda, estaba
segura que nadie serviría de testigo si denunciaba a los culpables. Sabía que toda la cuadra iba a decir
que no habían escuchado nada. Y que si a la creída de la pobla le habían dado capote los chiquillos
del club, bien merecido se lo tenía, porque pasaba todas las tardes provocándolos con sus pedazos de
falda. Qué quería, si insolentaba a los hombres con su coqueteo de maraca putiflor.
Nunca más vi pasar a la chica de la moda bamboleando su hermosura, y hoy que miro la leva de
quiltros babeantes alejándose tras la perra, pienso que la brutalidad de estas agresiones se repite impu-
nemente en el calendario social. Cierto juicio moralizante avala el crimen y la vejación de las mujeres,
que alteran la hipocresía barrial con el perfume azuceno de su emancipado destape.

Del Carmen Bella Flor


(o “el radiante fulgor de la santidad”)

Año a año, el rito carreteado de las procesiones congrega la misma turba de fieles que, desde tem-
prano, espera el paso glamoroso de la Virgen del Carmen. La Patrona de Chile, la bella aparición que
corona el largo desfile de colegios, bandas de scout, seminaristas de ojos lacios por el celibato, bombe-
ros en traje de gala, monjas sufrientes y toda la alegoría religiosa que cruza el centro de Santiago en el
ondear de los pañuelos.
Al compás de pitos y redobles de tambores, aleluyas y marimbas de orfeón; la arqueología aristó-
crata desfila cargando rosarios, estandartes, pendones dorados y heráldicas de alcurnia. Señores gri-
ses del Opus Dei y damas enjutas, torcidas por el servicio social y la caridad conservadora. Las mismas
señoras de verde, amarillo y rosado; todas teñidas de rubio ceniza, todas de collar de perlas cultivadas,
todas respingonas oliendo a polvos Angel Face. Casi todas con su empleada mapuche caminando dos
pasos más atrás, arrastrándola a la fuerza para evangelizarle las mechas tiesas. A ver si la india cabiz-
baja, se conmueve con el radiante fulgor de la santidad. A ver si la convence la virgen en persona. La
reina del ejército, que le salvó la vida al general Pinochet en el atentado extremista. La inmaculada que
se apareció a los soldados patriotas en plena batalla, por allá en la Independencia. Tan divina de café
y amarillo cuando no había tele a color. La madre del Carmelo, la más elegante, la más regia y espa-
ñola de ojos celestes que mira sobre el hombro a toda esa patota de vírgenes ordinarias; vírgenes de
población, vírgenes de gruta, vírgenes de animita, cholas de hollín y desteñidas por la intemperie. Vír-
genes huasas de Andacollo, Pelequén, Las Rosas, Las Viscachas, Peña Blanca. Vírgenes que salen como

Sólo uso con fines educativos 269


callampas a pedir del populacho. Fíjate tú. Lo único que falta es una virgen de la marihuana para los
volados. No te digo. Tanta virgen de medio pelo, aparecida de última hora. Como esa Tirana del norte,
sin apellido, congregando a tanto roto, a tanto punga, que con la excusa de la manda, se lo pasan tres
días borrachos, comiendo a destajo, drogados y felices bailando esas danzas paganas a toda pampa los
herejes.
Así, para Chile, la madre de Cristo tiene variadas representaciones de todas las categorías; siendo la
Señora del Carmen la patrona oficial que cuenta con un séquito de camareras. Algo así como un fans-
club de señoras pitucas encargadas del ajuar sagrado. Ser camarera de la virgen casi asegura un bunga-
low celestial, sólo por mantener los terciopelos limpios, desempolvar los rizos de la peluca, ponerle naf-
talina a los pañales del niño, y una vez al año, desfilar con el escapulario en el pecho, que las distinguen
como siervas de la imagen que se tambalea en los andamios floridos.
Escoltada por cadetes de la Escuela Militar, la imagen religiosa, recorre la ciudad bajo una neva-
da de pétalos. Antes que ella, ya han pasado otros altares móviles, como el Ángel de Chile que arran-
ca aplausos ataviado con el pabellón nacional, la coraza guerrera y su minifalda recatada. Reflejado en
los cristales del Citibank, el arcángel se convierte en el Titán Neoliberal que salvó la economía de la
herejía marxista. Se parece a Ultramán, repiten los niños encandilados por sus ojos de vidrio, que miran
turnios alguna mosca en el altísimo. Más atrás, meneándose tiesa, la Sagrada Familia reparte la postal
doméstica, el tríptico conservador que panfletea la derecha en democracia. A su paso de yeso colorido,
la familia chilena se reconcilia con la prédica de los altoparlantes, los Ave Marías y todo el jolgorio de la
fe, que rumbea con los acólitos al vaivén fragante de los inciensarios. Las estatuas milagrosas opacan a
los maniquíes de las vitrinas, la piedad contrasta con la policía conteniendo a la multitud, y los saludos
de los cardenales miden popularidad en los aplausos del rating callejero. También el alcalde, en tenida
sport, reparte cruces a los comerciantes ambulantes que mandó desalojar de ciudad gótica; sólo faltan
Gatúbela y El Guazón.
Al final, grita la gente, viene la Virgen del Carmen envuelta en un fogonazo de flores amarillas. Tan
linda ella, como un cisne blanco. Tan super star, como una miss extranjera que visita Chile, que no pisa
el suelo porque sólo viene de paso.

El río Mapocho
(o “el Sena de Santiago, pero con sauces”)

En verano parece una inocente hebra de barro que cruza la capital, un flujo de nieves enturbiadas
por el chocolate amargo que en invierno se desborda, desconociendo límites, como una culebra des-
bocada que arrasa en su turbulencia las casas de ricos y pobres levantadas en sus orillas. Porque este
río, símbolo de Santiago, se descuelga desde la cordillera hasta el mar, cortando el flaco mapa de Chile
en dos mitades, y en su recorrido nervioso, atraviesa todas las clases sociales que conforman la urbe.
Desde las alturas de El Arrayán, donde los hippies con plata instalaron su tribu ecológica y marigua-
nera, sus casitas de playa, con piscina y amplia terraza para mirar el río en pose de yoga o meditación
trascendental. La comunidad naturalista, donde las señoras hippies con guaguas rubias a poto pelado,

Sólo uso con fines educativos 270


hacen quesos de soya y recetas macrobióticas escuchando música New Age. Tan inspiradas por la pre-
cordillera de lomas y quebradas, y el rumor del Mapocho que se lleva en la corriente sus olores dulces
de sándalo, incienso y pachulí hasta mezclarlos, más abajo, con la caca negra de los pobres.
A lo mejor, este Mapocho que se dice río, es sólo un caudal mugriento que no tiene que ver con
la idea de remanso verde y aguas cristalinas, como aparece en las fotos del Welcome Santiago. Es lo
contrario de las imágenes turísticas que tienen los ríos en Europa. Por eso contrasta con las mansiones y
palacetes modernos del Barrio Alto. Más bien, afea el Barrio Alto con su torrente ordinario. Y aunque los
alcaldes de estas comunas fi-fi lo decoren con murallones de piedras y enredaderas y parquesitos con
estatuas y macetas de jazmines, el roto Mapocho sigue viéndose moreno, entierrado y muy indio en
sus porfiadas desconocidas. Sigue corriendo pendiente abajo, Santiago abajo, sin mirar el lujo firulí que
bordea el lodo de esas playas con estacionamiento privado. Sigue desbarrancándose amurrado, dando
tumbos en los tajamares coloniales, que en el setenta y tres, vieron pasar cadáveres sonámbulos y raja-
dos por un yatagán.
Más abajo, el Mapocho no se detiene frente al Forestal que pinta de verde su ruta, como si la
memoria de su paso se llevara en las hojas que caen, los besos y las promesas de amor que se juran las
parejas mirando el sol poniente. El Mapocho no sabe de amor ni de romanticismo en su carrera loca
y sedienta por llegar al mar. Por eso no ve a los enamorados mirándose a los ojos en esa escenografía
parisina que le pusieron los milicos en el sector céntrico. Esas barandillas cursis y puentes rococó que
quisieron travestir al roto Mapocho como un Sena de Santiago, pero con sauces.
Siempre hay algo de vergüenza cuando un turista pregunta por el Mapocho, y los santiaguinos lo
muestran diciendo que más arriba viene clarito, clarito, pero la mugre de la ciudad, los desagües y mier-
dales colectivos de las alcantarillas lo dejan así, como una arteria fecal donde los mojones son truchas
para las gaviotas despistadas que picotean hambrientas. Las nubes de gaviotas que emigran corriente
arriba, por la contaminación de las playas y, a la altura de la Estación Mapocho, transforman el río en un
puerto sin mar. Y pareciera que desde allí este río ya no tiene que poner caras de Támesis o Danubio
azul para complacer a la ciudad remozada. Al oeste de Santiago, el Mapocho se explaya a sus anchas
besando la vasta deshilachada de la periferia. Como si se encontrara a sus anchas en ese paisaje de
callampas, latas y gangochos, y cariñoso, suaviza su andar armonizando su piel turbia con este otro
Santiago basural y boca abajo, con este otro Santiago, oculto por el afán moderno de tapar el subdesa-
rrollo con escenografías pintorescas. Como si el desguañangado Mapocho se encontrara por fin entre
los suyos, transformando la violencia de su corriente en un arrullo de té con leche para el sueño prole-
ta. Como si bruscamente se pusiera tierno, aplacando su marea resentida en un oleaje dorado por la
penumbra de la tarde que, sin retorno, se lo lleva al mar.

Sólo uso con fines educativos 271


La loca del carrito
(o “el trazo casual de un peregrino frenesí”)

De verlo continuamente cruzar la ciudad con su indumentaria de travesti doméstico, con su figura
lunfarda, de mendiga, vieja bruja, señora tirilluda que detiene el tránsito con su espejismo teatral para
la sorpresa de la gente. La loca del carrito no tiene destino en su paseo lunático que arrastra por las
calles sin ver a nadie, sin percatarse de las risas burlescas que deshilachan aún más su falda de franela
a cuadros, el trapo poblador que, sin pretensión, le cubre sus huesudas rodillas de pajarraco artrítico,
rumbeando la tarde a bordo de su poética trasgresión.
De su pasado no hay rastro, en la estela locati que dejan sus zapatones de hombre chancleteando
la vereda lunar que alborota desafiante. Apenas recoger, sin seguridad, el testimonio que narró de él
un periodista para un documental de la tele a la hora de las noticias. “Antes era un talentoso estudiante
de arquitectura, pero al morir su madre quedó así”. Y eso fue lo único que se supo de él, televisado a la
fuerza, esquivando el ojo de la cámara con un desdén de garza principesca, evitando así el sapeo cama-
rógrafo de esos programas acusetes sobre los locos que aún andan sueltos en la urbe.
Por ahí, por calle Lira, Carmen o Portugal, cerca del antaño glorioso barrio travesti de San Camilo,
su silueta desguañangada descalabra la lógica peatonal del apurado medio día. Más bien, es un reflejo
donde la mirada ciudadana se desconoce con rubor, en el desorden de su peregrina bufonada sexual.
La loca del carrito conduce su bote de supermercado coleccionando mugres que Santiago desecha en
su flamante modernidad. Por ahí agarra una muñeca manca y la arropa con ternura subiéndola a su
barca rodante. Por acá se enamora de un trapo desflecado que lo rescata para cubrirse la cabeza. Y así,
con el trapito anudado en su barbilla sin afeitar, como una abuela sureña o una extraña Madre de Plaza
de Mayo, desaparece en el fragor del tráfico, dejando su alucinado delirio como una estampa irreal que
se esfuma en el traqueteo neura del centro.
Todos lo han visto, de alguna manera la ciudad se ha acostumbrado a ser testigo de su paso orillan-
do el pleamar de su destino menguante. Acaso traficando autónomo su caricatura libertaria que amal-
gama oposiciones de género, lucha de clases, estéticas bastardas del filosofar vivencial que muda los
harapos de un neo edipo en el arrastre del duelo materno con su parturiento trapear.
Todos vemos a diario su tranco sin prisa, hurgueteando en la basura revistas o libros viejos que
luego comercia en la vereda de un Supermercado, explicando con clara lucidez la lectura de su conte-
nido. Allí, vendiendo retazos literarios y fotocopias de textos suyos, es un elocuente sujeto cultural que
contradice la imagen trastornada de su evadida contemplación. Alguien le compra, con algún estudian-
te dialoga, algún tonto se mofa incómodo de su apariencia gitana y vagabunda. Pero ella no lo ve tras
el vidrio de su ausente cotidiano. No engancha su altivo tornasol de locura con la estupidez del machis-
mo ambiental. Y cuando la noche santiaguina relumbra cobriza en los guiñapos de la tarde, la loca del
carrito recoge su mudanza de libros parchados, y sin ningún apuro, como si ordenara un valioso jardín
de perlas, diademas y cachureos, se marcha acunada por el rechinar de las ruedas, se confunde con
una sombra más que despide el arrebol mohoso de los edificios espejos, cuando cruza la calle Portugal
entre los bocinazos y el “deténgase” amarillo del semáforo. Se desliza justo por ese color intermedio
entre el “PARE/SIGA”. Como si eligiera de alfombra ese relumbro que pinta de oro su equipaje marginal,
cuando se va navegando en el asfalto y deja como un chispazo la lírica errante de su alocado frenesí.
Sólo uso con fines educativos 272
La comuna de Lavín
(o “el pueblito se llamaba Las Condes”)

Como un merengue enrejado, Las Condes es la comuna que da el ejemplo de un vivir pirulo, eco-
nómicamente relax, modelo de organización y virtud con sus jardincitos recortados y sus veredas lim-
pias donde pasean el ocio los habitantes de este sector de Santiago, el vergel clasista dirigido por su
alcalde que lleva el pandero en la organización feudal del condominio chileno.
Así, desde “el pueblito llamado Las Condes, que está junto a los cerros y lo baña un estero”, la pos-
tal musical que hizo famosa Chito Faró, la canción turística que mostraba una capital de tonadas y gente
sencilla, poco queda que comparar con la actual comuna de Las Condes. El emperifollado Barrio Alto,
sembrado de torres y experimentos arquitectónicos, edificios cuadrados y piramidales, como maquetas
de espejos para saciar la imagen narcisa y garantizada del Chile actual.
Entonces este idilio de comuna, donde todo el mundo es feliz, recuerda un lindo país de cuentos,
tal vez el reino de Oz donde el mago es su alcalde, un derechista con sonrisa eucarística que hizo la pri-
mera comunión en el Opus Dei. Un alcalde con cara de ostia, el colmo de santurrón, el colmo de buena
gente, preocupado de regular el canto de los pájaros para que no molesten la modorra ensiestada de
los ricos que apoyaron su candidatura, los vecinos pitucos que besan las manos al edil por la lluvia mila-
grosa que hizo caer solamente en Las Condes, para limpiar el cielo, cuando Santiago era un pantano
espeso de smog, por allá en el invierno seco que mató tanta guagua pobre con su aire irrespirable.
Entonces Don Lavín, con su optimismo de boy scout de plaza, se asomó a la ventana y cayó en depre-
sión porque la nube rancia del smog no lo dejaba ver la escenografía Walt Disney de su gloriosa comu-
na. Hay que hacer algo, le dijo a su secretaria preocupada en retocarse la sonrisa que, por orden del
jefe, todos llevaban en la municipalidad. Es el colmo que esta cochinada de aire ensucie hasta la cara
del Señor. Porque el cielo es el rostro de Dios, le repitió Don Lavín a su secretaria que lo miraba con la
boca abierta como quien contempla una santa aparición. Por supuesto Señor Alcalde, pero la solución
está en su mano, ya que usted habla con Dios por teléfono le puede pedir una lluvia con detergente.
Cómo se le ocurre que voy a molestar a Dios por una lluvia, para eso está el dinero que en esta comuna
sobra. Todo se puede comprar con plata, hasta una simple lluvia. No faltaba más. Comuníqueme rápido
con mis amigos de la Fuerza Aérea para pedirles que nos bombardeen el cielo con lluvia deshidratada.
Y así los vecinos de Las Condes vieron caer la lluvia por metro cuadrado que les regaló su alcalde,
la vieron caer con los ojos húmedos, como un maná para el pueblo elegido, y reiteraron su apoyo a la
gestión edilicia que en las siguientes elecciones se tradujo en la votación más alta de la historia. Pero no
fue sólo por eso que lo reeligieron con honores y retretas de triunfo, también por la organización del
tránsito que le puso semáforos hasta a los coches de guaguas, también por la seguridad antidelictual
que les puso alarmas a las flores de los jardines. Por contar en la comuna con un paco por habitante,
por las misas de matiné, vermut y noche realizadas en colegios, parques y supermercados para agra-
decer al altísimo el poder vivir en este cielo de comuna. Lo volvieron a elegir porque sólo los ricos se
merecen tener un santo de alcalde, un hombre tan bueno que perfectamente podría ser el próximo
Papa, declaró un general que lo conocía de niño. Además por la gran fiesta que preparó para el año
nuevo, los miles de fuegos artificiales que encendieron el cielo comunal como una gran noche de gala
para la nobleza.
Sólo uso con fines educativos 273
Así, la fruncida comuna de Las Condes es una reina rubia que mira por sobre el hombro a otras
comunas piojosas de Santiago, la estirada y palo grueso comuna de Las Condes, prima hermana de Pro-
videncia y compañera de curso en las monjas con Vitacura y La Dehesa, marca un alto rating en el firulí
del status urbano. Es el ejemplo de un sistema económico que se pasa por el ano la justicia social, es la
evidencia vergonzosa de un nuevo feudalismo de castillos, condominios y poblaciones humildes que
hierven de faltas y miserias, de habitantes tristes y habitantes frívolos y cómodos que lucen el esplen-
dor de sus perlas cultivadas por el exceso neoliberal.

El Metro de Santiago
(o “esa azul radiante rapidez”)

Con esa música de clínica privada y esos azulejos de carnicería que empapelan los túneles, el Metro
santiaguino es la evidencia disciplinada que nos dejó la dictadura. Un Metro tan limpio, tan brillante
como cocina de ricos. Tan pulcro como si nunca se usara, como esos juguetes caros que las mamás no
dejan que los niños rayen o ensucien. Un Metro que a tantos años de construido, se ve como nuevo en
su azul celeste y radiante rapidez.
Tal vez el pasajero que día a día va y viene en la cinta de metal bajo la tierra, no sabe que al com-
prar el boleto una cámara lo sapea haciendo la fila, cruzando la máquina. Una cámara lo sigue bajando
la escalera, lo mira sentado esperando el carro en esas estaciones donde no hay nada que mirar, excep-
to esos murales abstractos y geométricos que los cuidan como Capilla Sixtina, o la propaganda de las
teleseries donde la estética publicitaria vende colegialas a medio vestir con una frutilla en la boca. Nada
que mirar, salvo esos informativos culturales atrasados, o esos aparatosos diarios murales que muestran
vida y obra de poetas del año de la pera, vitrinas de la cultura nacional que la gente mira distraída para
matar el tiempo, mientras viene el tren, la culebra plateada del orgullo nacional que cruza la ciudad del
Barrio Alto a la periferia.
Así, viajando por la línea uno se recorre el mapa social de la urbe que va desde la estación Escuela
Militar, llena de boliches pirulos y ventas de comida diet para perros, hasta la Estación Neptuno, la últi-
ma del recorrido, el terminal donde las tiendas pitucas son puestos de empanadas y sopaipillas en la
vereda. El destino final de los trabajadores, que bajan del Metro bostezando, para hundirse en el olvido
de su rutina laboral.
El Metro de Santiago no se parece a otros trenes urbanos de latinoamérica. Su travesía de intestino
subterráneo es mucho más impersonal, mucho más fría la relación que nunca se establece entre los
pasajeros sentados uno frente a otro evitando mirar al de enfrente, tratando de hacerse el orgulloso
con la vista fija en la ventana tapiada por la oscuridad del túnel. Como si la paranoia ambiental evitara
el cruce de miradas, bajara la vista al periódico, al libro latero que se finge leer solamente para no conta-
minarse con otros ojos, igual de esquivos, igual de temerosos por la camisa de fuerza donde todo gesto
está controlado por la mirada sospechosa de los guardias, por el ojo invisible que mantiene el orden en
esa voz de aluminio repitiendo por los parlantes “Se ruega no sentarse en el piso”. Pero los estudiantes
no están ni ahí con esa orden, y se instalan a pata suelta en el suelo, alterando la compostura acartona-
da del Metro con su pendeja transgresión.
Sólo uso con fines educativos 274
La única vez que el Metro fue desbordado por la pasión ciudadana, ocurrió durante una concentra-
ción por el NO en el Parque O’Higgins. Entonces los carros se repletaron de cantos y gritos y banderas
por el retorno a la democracia. Todo el mundo cantando, saltando con: “el que no salta es Pinochet”.
Y el tren también brincaba como conejo en sus ruedas de goma. El fino tren se zangoloteaba como
micro pobre con el vaivén del “Y va a caer”. El tren ya se reventaba de cabros revoltosos rayando con
spray, escribiendo “Pico pal Pinocho, Muerte al Chacal”, ante los horrorizados ojos de los guardias que
no podían controlar esa tormenta humana.
Esa fue la única vez que el Metro cobró vida, la única vez que cruzó la ciudad como una pizarra del
descontento, como un tren de juguete escapado de la intocable vitrina, porque luego, lo lavaron, lo lus-
traron, volviéndolo a su flamante hipocresía vehicular.
Quizás, el higiénico fantasma del Metro refleje falsamente la educada mueca que atrae la plata y
el turismo, quizás es un espejo reluciente donde se puede ver un Santiago engominado por el trapo
municipal. Tal vez lo único que altera su delicada travesía son los cuerpos suicidas que manchan con sus
tripas el pulcro escenario del subterráneo nacional.

Presagio dorado para un Santiago otoñal

Hay algo de fracaso en esa luz dorada que atardece temprano cuando llega el otoño, cuando las
pintas coloridas de los santiaguinos van tomando el apagado gris ratón o café tierra de la ropa invernal.
Y en este cambio de uniformes las dueñas de casa corren a la lavandería a limpiar los abrigos, parkas
e impermeables para afrontar los hielos que se avecinan. Porque este año hizo tanto calor, hasta abril
los cabros andaban en manga de camisa. Con treinta grados en Semana Santa, como si fuera acabo de
mundo las viejas miran con desconfianza el calorcillo tardío que aún mantiene verdes las hojas de los
árboles, cuando otros años los contados parques de la capital estaban alfombrados de oro viejo.
Así, con la amenaza del Apocalipsis, catástrofes y desastres, las mujeres observan con desconfianza
las bondades de este otoño tropical. Extrañan la suave lluvia que en esta estación arrastra tristemente
los recuerdos del ardiente verano. Echan de menos la ventisca polar que trae el romadizo, las toses y gri-
pes que se resguardan con bufandas, chales y gorros de lana. Sienten nostalgia del olor a tierra mojada,
del barro y la escarcha que entume el paisaje social de una ciudad que no siente suyo este clima ocioso
y templado. Requieren del olor a parafina de la estufa, que nos recuerda que somos pobres, aunque la
economía diga que estos calores son producto de las ventajas del modelo neoliberal.
Quizás la capital necesite de estas estaciones intermedias como el otoño, para prepararse a resis-
tir la crudeza del invierno. Para encontrarle alguna justificación al tejido punto canutón, punto araña,
punto panal de abejas, punto arroz, punto garbanzo, punto argolla, punto maíz, punto coliflor, jersey y
correteado en las mangas de la chomba, para la Jacqueline que este año va al colegio. En lana palo de
rosa, calipso, verde agua, verde nilo, amarillo pato o celeste Jacinto, que son los colores chillones con
que los pobladores arropan su pobreza. Porque las diferencias sociales del otoño, también se dividen
por colores. Así, los tonos jaspeados tipo Cachemira o Shetland, demarcan el status de abrigarse con
clase, de recibir el frío con buen gusto, con tejidos a máquina que parezcan artesanales, como se usan
dice la cuica, “para la Francisquita que este año también va al college”.
Sólo uso con fines educativos 275
Tal vez, la delicada ternura que ponen las mujeres pobladoras en sus tejidos a mano, entibia como
una caricia los tiritones húmedos que acechan a los niños al llegar el frío. Y quizás, no es sólo eso, tam-
bién es una excusa para intercambiar informaciones sobre sus vidas, de juntarse a compartir puntos
y tejidos del un, dos tres al derecho y un, dos, tres al revés. Con doble hebra para mi marido que llega
tarde todas las noches, vecina. Con puños reforzados para el Ricardo que pasa día y noche con la patota
de la cuadra, vecina. Con calados en el pecho para mi hija de dieciocho, que llega con plata cuando va
tanto al centro y nadie sabe para qué doña Juana. Con cuello de tortuga para mi hijo menor, que lo han
echado de todos los colegios y ya no sé qué hacer señora Kika.
En fin, pareciera entonces que el tejido colectivo de mujeres urdiendo al sol, en la puerta de sus
casas, cumpliera otros propósitos además del fin práctico del chaleco, la bufanda o los guantes. Es una
organización que hilvana experiencias y dolores al traqueteo de los palillos, al baile sin censura de la
lengua que transmite el pelambre informativo de la cuadra. Es una manera oblicua de hacer política
en ausencia del macho. Al igual que el famoso barrido de la vereda, que puede durar horas pasando la
escoba en la misma baldosa, limpiando el mismo lugar, como si fuera la terapia pensante que las man-
tiene unidas, en el rito de armar y desarmar la sociología del barrio y el país. A puro escobazo despelle-
jan a esa pituca de la tele que no les gusta. A puro trapeado de piso cacarean sobre el precio del pan.
A puro lustre de cera comentan la mentira encorbatada de los políticos, y ese metro volador que costó
tanta plata y no sirve pa ná, porque igual hay que tomar otra micro para llegar a la pobla.
Por eso, a estas alturas del año, ellas echan de menos el otoño tradicional que no llega. Y no es sólo
por romanticismo. Por eso andan presagiando un terremoto y extrañan la basura otoña que otros años
en esta fecha cubre las aceras, la lluvia de hojas tristes que las obliga a, barrer una y otra vez la vereda,
para armar su política parlanchina, su breve espacio camuflado de orden y aseo donde ellas, todas jun-
tas, todas cómplices con el otoño, fingen amontonar hojas secas urdiendo la política hablantina de su
doméstica conspiración.

Los tiritones del temblor


(o “afirma la tele niña”)

Como si fueran pocas las desconocidas del monstruo natural donde fue plantado este país. Que la
sequía, el rebalse o la marea borracha del suelo que cada cierto tiempo nos aporrea con un terremoto.
Cuando parece estar todo bien, cuando casi estamos tranquilos, mirando la tele, tomando té a la hora
de once. Más bien, un poco más tarde por ese calorcillo de presagio que hace aullar a los perros, a los
gallos cantar a deshora y picarle los sabañones a la vieja que preocupada se asoma al apocalipsis violá-
ceo del atardecer, pensando: no vaya a ser cosa que venga un remezón. Porque hace tanto tiempo que
el Señor no nos mueve la payasa. Y no termina de pensarlo, cuando los platos empiezan a castañetear
en la cocina, la ampolleta pestañea, y al grito de: está temblando, todos contienen la respiración con
tranquilo terror diciendo: ya va a pasar, ya va a pasar. No se preocupen.
Y ese primer grito, se multiplica como un eco-pánico por los barrios de la ciudad que se parali-
za oscilante. Desde el junior al gerente, la inestabilidad del piso los une en la misma gota de tensión

Sólo uso con fines educativos 276


sudando el miedo, contando los eternos segundos que dura ese primer tiritón, ese primer meneo que
detiene hasta las reuniones de ministros, presidentes, economistas y centros de madres, que con el
poto a dos manos, esperan que pase ese pequeño vaivén. Ese primer vals que pilla a los cuicos a la hora
del aperitivo en la torre diez. Y al cristalino tintineo de las copas, la palta reina social se pone seria, man-
teniendo el nerviosismo con la mueca helada de la formalidad. Tranquilos, total del suelo no vamos a
pasar, bromea un paltón haciéndose el simpático, mirando con horror el vértigo de la altura que cuncu-
nea en el suelo tan abajo, tan lejos, que es inútil pensar en el ascensor y menos en la escalera, que es lo
primero que se desarma en esos rascacielos-rascas, esos edificios antisísmicos que oscilan como monos
porfiados al hacerse más cumbianchero el remezón. Al bambolear de un lado a otro la coctelera del
zangoloteo burgués y su “valseada oscilación”.
A esa altura el temblorcillo amenaza terremoto, al minuto de movimiento la histeria social ya cortó
la luz, el gas y el agua, y todos se amontonan en los marcos de las puertas esperando que se acabe este
vaivén que no pasa, que sigue cada vez más fuerte, que pega sus rebencazos zamarreando puertas
y ventanas con su corcoveo subterráneo. Entonces, en el clímax de los batatazos y la quebradera de
vidrios y murallas, la loca anticuaria agarra las porcelanas, el ejecutivo el computador, una vieja salva
un espejo para que no se cumplan los años de mala suerte, y en las villas y condominios, el castillo con-
sumista baila peligrosamente en los electrodomésticos que se tambalean al borde de la mesita. Que el
equipo Samsung que aún no lo pagamos. Que el Atari del niño gordo agárralo que se cae. Que desen-
chufa el microondas y la centrífuga que puede haber cortocircuito. Pero lo más importante, quizás en lo
único que coincide la preocupación del salvataje social, es en sujetar el aparato de televisión, aunque la
casa se venga abajo.
La enorme tensión que dura el breve tiempo del zamarreo urbano, saca a flote la fe en el éxtasis
religioso que se arrodilla, se persigna, se golpea el pecho, se arrepiente clamando ¡Misericordia Señor!
Acabo de mundo, grita el abuelo arrancando pilucho al medio de la calle. Al lado de la vecina, irrecono-
cible por la máscara de placenta que tiene en la cara. Pero no importa, porque todo el barrio está así, a
medio vestir, en calzoncillos, sin la placa de dientes, chascones como los pilló el terremoto. Nadie se va
a fijar en la facha, cuando el país está al borde del cataclismo, por única vez solidarios en la emergencia
del desamparo divino. Total, cuando pase el temblor faltará tiempo para comentar estas cosas, mien-
tras tanto hay que buscar la radio a pilas para escuchar dónde fue el epicentro. Al tiempo que se escu-
cha la sirena de las ambulancias y la ciudad regresa lentamente, todavía con susto, a su calma habitual.
Casi siempre con la voz de un funcionario de gobierno apaciguando a la ciudadanía, diciendo que todo
está controlado, que por suerte no fue peor, porque el epicentro estuvo lejos de Santiago. En los típicos
puebluchos de adobes que se desarmaron en la batahola del tierral. Que los Intendentes de esas Regio-
nes tienen todo a su cargo. Y los cientos de damnificados pueden estar tranquilos, durmiendo a cielo
abierto acunados por el sobresalto de las réplicas.

Sólo uso con fines educativos 277


Unidad III: Posciudad y Globalización Mediática

Lectura Nº 1
Harvey, David, “Posmodernismo en la Ciudad: Arquitectura y Diseño Urbano”, en
La Condición de la Posmodernidad. Investigación sobre los Orígenes del Cambio Cul-
tural, Buenos Aires, Argentina, Amorrortu Editores, 1998, pp. 85-118.

4. Posmodernismo en la ciudad: arquitectura y diseño urbano


A mi entender, el posmodernismo en el campo de la arquitectura y del diseño urbano significa, en
grandes líneas, una ruptura con la idea modernista según la cual la planificación y el desarrollo debie-
ran apoyarse en proyectos urbanos eficaces, de gran escala, de alcance metropolitano y tecnológica-
mente racionales, fundados en una arquitectura absolutamente despojada de ornamentos (las austeras
superficies “funcionalistas” del “estilo internacional” modernista). En cambio, el posmodernismo cultiva
una concepción del tejido urbano necesariamente fragmentada, un “palimpsesto” de formas del pasa-
do superpuestas unas a otras, y un “collage” de usos corrientes, muchos de los cuales pueden ser efí-
meros. En la medida en que la metrópoli no se puede controlar sino por partes, el diseño urbano (nóte-
se que los posmodernistas no hacen proyectos sino diseños) busca simplemente tener en cuenta las
tradiciones vernáculas, las historias locales, las necesidades, requerimientos y fantasías particulares, de
modo de generar formas arquitectónicas especializadas y adaptadas a los clientes, que pueden ir desde
los espacios íntimos y personalizados, pasando por la monumentalidad tradicional, hasta la jovialidad
del espectáculo. Todo esto puede florecer recurriendo a un notable eclecticismo de estilos arquitectó-
nicos.
Sobre todo, las concepciones posmodernistas difieren radicalmente de las modernistas en su forma
de considerar el espacio. Mientras que los modernistas ven el espacio como algo que debe modelar-
se en función de objetivos sociales y, por consiguiente, siempre están al servicio de la construcción de
proyectos sociales, los posmodernistas conciben el espacio como algo independiente y autónomo, a
lo que puede darse forma de acuerdo con objetivos y principios estéticos que no necesariamente se
inscriben en un objetivo social englobante, excepto, quizá, la realización de algo bello, intemporal y
“desinteresado” como fin en sí mismo.
Por diversas razones, conviene tener en cuenta el sentido de este desplazamiento. En primer lugar,
el medio construido es uno de los elementos del conjunto de la experiencia urbana que ha sido siem-
pre un eje vital para la constitución de nuevas sensibilidades culturales. La apariencia de la ciudad y
la manera de organizar sus espacios forman la base material a partir de la cual pueden pensarse, eva-
luarse y realizarse una serie de posibles sensaciones y prácticas sociales. Una dimensión de Soft city de
Raban puede volverse más o menos dura por la manera en que se da forma al medio construido. Recí-
procamente, el diseño urbano y la arquitectura han sido el eje de una considerable polémica que giró

Sólo uso con fines educativos 278


en torno del modo en que los juicios estéticos pueden o deberían ser incorporados a la forma fijada en
el espacio, y con qué efectos sobre la vida cotidiana. Si experimentamos la arquitectura como comuni-
cación; si, como afirma Barthes (1975, pág. 92), “la ciudad es un discurso y este discurso es, en realidad,
un lenguaje”, deberíamos prestar mucha atención a lo que se dice, sobre todo porque, habitualmente,
absorbemos estos mensajes en medio de otras múltiples distracciones de la vida urbana.
El arquitecto Leon Krier forma parte del “gabinete interno” de consejeros del príncipe Carlos sobre
cuestiones vinculadas con la arquitectura y el diseño urbano. La impugnación de Krier al modernismo
que apareció (un efecto especial) en 1987 en Architectural Design Profile (n° 65) posee un interés directo
porque informa el actual debate público en Gran Bretaña en el plano más alto y en el más general. Para
Krier, el problema central es que la planificación urbana de los modernistas trabaja fundamentalmente
a través de la zonificación mono-funcional. En consecuencia, la circulación de gente entre las zonas, a
través de arterias artificiales, se convierte en la preocupación central del planificador, y esto genera un
modelo urbano que, en la opinión de Krier, es “anti-ecológico” porque origina pérdidas de tiempo, de
energía y de terreno:

“La pobreza simbólica de la arquitectura actual y del paisaje urbano es resultado y expresión
directa de la monotonía funcionalista tal como se define en las prácticas de zonificación fun-
cional. Los principales tipos de construcción y modelos de planificación modernos, como el
Skyscraper [Rascacielos], el Groundscraper, el Distrito Comercial Central, la Zona Comercial, la
Plaza Pública, el Suburbio Residencial, etc., son invariablemente hiper-concentraciones hori-
zontales o verticales de usos particulares en una zona urbana, en un plan de construcción o
bajo un techo”.

Krier compara esta situación con la “buena ciudad” (por su carácter ecológico), en la que “el con-
junto total de las funciones urbanas” se desarrolla dentro de “distancias compatibles y placenteras que
pueden salvarse a pie”. Teniendo en cuenta que este tipo de forma urbana “no puede crecer extendién-
dose en amplitud y altura” sino sólo “a través de la multiplicación”, Krier busca una forma de ciudad
integrada por “comunidades urbanas completas y finitas”, cada una de las cuales constituye un barrio
urbano independiente dentro de una gran familia de barrios urbanos que, a su vez, configuran “ciuda-
des dentro de una ciudad”. Sólo en estas condiciones será posible recuperar la “riqueza simbólica” de
las formas urbanas tradicionales que se fundaban en “la proximidad y el diálogo de la mayor variedad
posible y, por lo tanto, en la expresión de la verdadera diversidad que se pone de manifiesto en la arti-
culación significativa y auténtica entre espacios públicos, tejido urbano y horizonte”.
Krier, como algunos otros posmodernistas europeos, propone la restauración y recreación activa
de los valores urbanos “clásicos” tradicionales. Esto significa restaurar un tejido urbano más antiguo y
habilitarlo para nuevos usos, o crear nuevos espacios que expresen las concepciones tradicionales con
toda la sagacidad que proporcionan la tecnología y los materiales modernos. Mientras que el proyecto
de Krier no es más que una de las numerosas orientaciones posibles que los posmodernistas pudieron
cultivar —que poco tiene que ver, por ejemplo, con la admiración de Venturi por Disneylandia, el subur-
bio de Las Vegas y la ornamentación suburbana—, machaca sobre cierta concepción del modernismo

Sólo uso con fines educativos 279


como su punto de partida reactivo. Por lo tanto, conviene considerar hasta dónde y por qué el tipo de
modernismo que desacredita Krier constituye un rasgo tan dominante en la organización urbana de
posguerra.
Los problemas políticos, económicos y sociales que enfrentaron los países capitalistas avanzados
inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial fueron tan vastos como severos. La paz y pros-
peridad internacionales debían construirse, de alguna manera, a partir de un programa que tuviera
en cuenta las aspiraciones de pueblos que habían entregado masivamente sus vidas y energías a una
lucha que se describió (y se justificó) como una lucha por un mundo más seguro, por un mundo mejor,
por un futuro mejor. Más allá de cualquier otro sentido que esto pudiera tener, no significaba sin duda
un retorno a las condiciones de pobreza y desempleo de pre-guerra, a las marchas contra el hambre
y las ollas populares, a los barrios miserables y a las penurias, y a la inquietud social y la inestabilidad
política a las que esas condiciones podían tan fácilmente prestarse. Las políticas de la posguerra, para
seguir siendo democráticas y capitalistas, tenían que responder a los problemas de la plena ocupación,
de la vivienda decente, la previsión social y el bienestar, y crear una base amplia de oportunidades para
la construcción de un futuro mejor (véase la Segunda parte).
Mientras que las tácticas y condiciones diferían según los lugares (por ejemplo, el grado de des-
trucción en tiempos de la guerra, el nivel de centralización aceptable en el control político o el grado de
compromiso con el Estado de bienestar), la tendencia, en todas partes, era recurrir a la experiencia de
producción y planificación masivas de los tiempos de guerra como forma de lanzar un vasto programa
de reconstrucción y reorganización. Era casi como si una nueva y revivificada versión del proyecto de la
ilustración surgiera, como el ave fénix, de la muerte y la destrucción del conflicto global. La reconstruc-
ción, remodelación y renovación del tejido urbano constituían ingredientes esenciales de este proyecto.
Este fue el contexto en el que las ideas del CIAM, de Le Corbusier, de Mies van der Rohe, de Frank Lloyd
Wright y de otros pudieron imponerse como lo hicieron, menos como una fuerza de ideas dominantes
sobre la producción que como un marco teórico y justificación de aquello con lo cual estaban compro-
metidos ingenieros de mentalidad práctica, políticos, constructores y urbanistas, en muchos casos por
meras razones sociales y económicas o por necesidad política.
Dentro de este marco general, se analizaron toda clase de soluciones. Por ejemplo, Gran Bretaña
adoptó una legislación muy severa para la planificación urbana y rural. El efecto fue restringir la subur-
banización e implementar, en cambio, el desarrollo planificado de nuevas ciudades (sobre el modelo de
Ebenezer Howard), la edificación de alta-densidad o la restauración (sobre el modelo de Le Corbusier).
Bajo el ojo vigilante del Estado y de sus severos dictámenes, se concibieron procedimientos destinados
a eliminar los barrios miserables, a construir viviendas modulares, escuelas, hospitales, fábricas, etc., a
través de la adopción de sistemas de construcción industrializados y procedimientos de planificación
racionales que los arquitectos modernistas habían propuesto tantas veces. Y todo esto estaba enmar-
cado en la profunda preocupación, expresada una y otra vez en la legislación, por la racionalización de
las pautas espaciales y los sistemas de circulación de manera de promover la igualdad (por lo menos de
oportunidades), el bienestar social y el crecimiento económico.
En tanto que muchos otros países europeos adoptaron variantes de la solución británica, los Esta-
dos Unidos impulsaron una reconstrucción urbana diferente. Se desarrolló en forma privada una subur-

Sólo uso con fines educativos 280


banización rápida y apenas controlada (la respuesta a todos los sueños del soldado desmovilizado,
como lo concebía la retórica de la época) pero que estaba fuertemente subsidiada por las finanzas del
gobierno destinadas a la vivienda y por las inversiones públicas directas en la construcción de carrete-
ras y otras obras de infraestructura. El deterioro de los centros urbanos como consecuencia de la fuga
de empleos y de personas hacia afuera dio lugar a una poderosa estrategia de renovación urbana sub-
vencionada por el gobierno, que consistía en la reconstrucción y limpieza masiva de los centros urba-
nos más antiguos. Fue en este contexto donde alguien como Robert Moses —Caro (1974) lo describe
como el “agente de poder” para el desarrollo metropolitano de Nueva York— pudo mediar entre los
fondos públicos y los requerimientos de las empresas de construcción privadas para llevar a cabo el
ambicioso plan y remodelar toda la región metropolitana de Nueva York mediante la renovación urba-
na y la construcción de carreteras, puentes, parques y viviendas urbanas. La solución norteamericana,
aunque diferente en su forma, también confió fundamentalmente en la producción masiva, en los sis-
temas de construcción industriales y en una concepción ampliamente difundida acerca de cómo podía
surgir un espacio urbano racional conectado a través de medios de transporte individuales que utiliza-
ban infraestructuras públicas, como lo había concebido Frank Lloyd Wright en su proyecto Broadacre
de la década de 1930.
Creo que sería erróneo e injusto considerar que estas soluciones “modernistas” a los dilemas del
desarrollo urbano de posguerra fueron sencillamente un fracaso. Las ciudades destruidas por la guerra
fueron rápidamente reconstruidas, y las poblaciones, alojadas en condiciones mucho mejores que en
los años de entreguerras. Teniendo en cuenta las tecnologías disponibles en la época y la obvia esca-
sez de recursos, es difícil pensar cuánto de todo eso podría haberse logrado a través de alguna otra
variante de lo que se hizo concretamente. Y mientras que algunas soluciones resultaron mucho más
exitosas (en el sentido de que dieron lugar a una amplia aprobación pública, como ocurrió con la Unité
d’Habitation de Le Corbusier en Marsella) que otras (y observo que la tendencia posmodernista es citar
sólo e invariablemente las malas), el esfuerzo global fue razonablemente exitoso en la reconstrucción
del tejido urbano, ya que contribuyó a la conservación del pleno empleo, a la mejora de la previsión
social, a los objetivos del bienestar y, en general, a la preservación del orden social capitalista eminen-
temente amenazado en 1945. Tampoco puede afirmarse que la hegemonía de los estilos modernistas
se debía a razones puramente ideológicas. La estandarización y la uniformidad de la línea de produc-
ción en serie, que después sería puesta en tela de juicio por los posmodernistas, estaba tan presente
en los suburbios de Las Vegas y Levittown (mal pudo haberse construido con las pautas modernistas)
como en las construcciones de Mies van der Rohe. En la Gran Bretaña de posguerra, tanto los gobiernos
laboristas como los conservadores apoyaron los proyectos modernistas, aunque curiosamente hoy se
los atribuye fundamentalmente a la izquierda, cuando en realidad fueron los conservadores, en espe-
cial mediante la reducción de los costos de la vivienda para personas de bajos ingresos, los que dieron
lugar a los peores ejemplos de aparición instantánea de barrios miserables y de condiciones de vida
alienadas. La imposición de los costos y de la eficiencia (especialmente importantes con relación a las
poblaciones de menores recursos), junto con los límites tecnológicos y organizativos, desempeñaron
sin duda un papel tan importante como la preocupación ideológica por el estilo.
No obstante, después de la década de 1950, se puso de moda elogiar las virtudes del estilo inter-

Sólo uso con fines educativos 281


nacional, jactarse de sus capacidades para crear una nueva clase de ser humano, concebirlo como el
arma expresiva de un aparato estatal burocrático e intervencionista que, junto con el capital de las cor-
poraciones, era considerado el custodio de todos los avances del bienestar humano. Algunas de las
afirmaciones ideológicas eran grandiosas. Pero las transformaciones radicales que se produjeron en el
paisaje social y físico de las ciudades capitalistas a menudo tenían poco que ver con esas pretensiones.
En primer lugar, la valorización de terrenos y propiedades (obtener renta de la tierra y construir con
ganancias, de manera rápida y barata) era una fuerza dominante para una industria de la construcción,
rama fundamental de la acumulación del capital. Aun cuando estuviera limitado por las regulaciones
del planeamiento u orientado hacia la inversión pública, el capital corporativo seguía teniendo un gran
poder. Y el capital de las corporaciones (que dominaba en especial en los Estados Unidos) se apropiaba
de todos los artificios modernistas del arquitecto para ponerlos al servicio de esa práctica de construc-
ción de monumentos que cada vez más representaba el símbolo del poder de las corporaciones. Monu-
mentos como el edificio del Chicago Tribune (construido según un diseño elegido en un concurso entre
muchos de los grandes arquitectos modernistas de la época) y el Rockefeller Center (que guarda como
extraordinaria reliquia el credo de John D. Rockefeller) son parte de una historia de constante celebra-
ción del sacrosanto poder de clase que nos lleva, en épocas más recientes, a la Trump Tower o al monu-
mental edificio posmodernista de AT&T de Philip Johnson (véanse las láminas 1.11, 1.12, 1.13). Creo que
es absolutamente erróneo atribuir todas las culpas de los males urbanos de posguerra al movimiento
moderno, sin considerar las imposiciones que la economía política marcaba a la urbanización de pos-
guerra. Pero un nuevo auge de sentimiento modernista se difundió en esa época, y se debió quizás,
al menos en parte, a la considerable variedad de construcciones neo-modernistas logradas a las que
había dado lugar la reconstrucción de posguerra.

Sólo uso con fines educativos 282


Creo que es conveniente volver atrás y considerar el ataque de Jane Jacobs contra todo esto en
The death and life of great American cities, publicado en 1961, no sólo porque es uno de los primeros
tratados anti-modernistas más expresivos e influyentes, sino porque intenta definir toda una manera
de aproximarse a la comprensión de la vida urbana. Si bien los “hombres señalados” por su ira son Ebe-
nezer Howard y Le Corbusier, Jacobs apunta sus armas contra todos los blancos: urbanistas, encargados
de la política federal, financistas, redactores de suplementos dominicales y revistas de mujeres. Al exa-
minar el escenario urbano tal como había sido reconstituido a partir de 1945, dice:

“Urbanizaciones populares que se convirtieron en peores centros de delincuencia, vanda-


lismo e impotencia social que los barrios bajos a los que supuestamente venían a reempla-
zar. Proyectos de vivienda para ingresos medios, que son verdaderas maravillas de pesadez
y regimentación, cerrados a cualquier animación o vitalidad de la vida ciudadana. Proyectos
de viviendas lujosas que mitigan su inanidad, o tratan de hacerlo, con una insulsa vulgaridad.
Centros culturales que no pueden sostener una buena librería. Centros cívicos que todo el
mundo, menos los mendigos, evita, y que tienen menos lugares de esparcimiento que otros.
Centros comerciales que resultan pobres imitaciones de las cadenas estandarizadas de shop-
pings suburbanos. Paseos que van de ninguna parte a ningún lugar y por donde nadie pasea.
Supercarreteras que desgarran a las grandes ciudades. Esto no es reconstruir ciudades. Esto es
saquearlas”.

Sólo uso con fines educativos 283


A su parecer, esta “Gran Plaga de Pesadez” (véase la lámina 1.14) surgió de una gran incompren-
sión acerca de las ciudades. “Los procesos son la esencia”, afirmó Jacobs, y es en los procesos sociales
de interacción donde deberíamos concentrarnos. Y cuando los podemos ver erigirse sobre la tierra, en
medios urbanos “saludables”, comprobamos que tienen un intrincado sistema de complejidad organi-
zada, no desorganizada, una vitalidad y energía de interacción social que depende crucialmente de la
diversidad, la mezcla y la capacidad de manejar lo inesperado en formas controladas pero creativas.
“Cuando se piensa en los procesos de la ciudad, debe pensarse en los catalizadores de estos proce-
sos, y eso también forma parte de lo esencial”. El funcionamiento de algunos procesos del mercado,
observa, tendía a contrarrestar una afinidad humana “natural” con la diversidad y a producir una con-
formidad sofocante en los usos del suelo. Pero ese problema se combinó asimismo con la óptica de los
planificadores, enemigos declarados de la diversidad, temerosos del caos y de la complejidad, a los que
consideraban desorganizados, feos e incurablemente irracionales. “Es curioso”, protesta Jacobs, “que la
planificación de la ciudad no respete la autodiversificación que se produce espontáneamente entre las
poblaciones de la ciudad misma, ni se encargue de atenderla. Es curioso que los diseñadores de la ciu-
dad no reconozcan esta fuerza de autodiversificación ni se sientan atraídos por los problemas estéticos
que supone expresarla”.
Al menos en un nivel superficial, parecería que el posmodernismo consiste precisamente en encon-
trar formas de expresar esta estética de la diversidad. Pero es importante considerar cómo lo hace. De
ese modo, podemos descubrir tanto las profundas limitaciones (que los posmodernistas más reflexivos
reconocen) como las ventajas superficiales de muchos esfuerzos posmodernistas.
Por ejemplo, Jencks (1984) sostiene que la arquitectura posmoderna tiene sus raíces en dos trans-
formaciones tecnológicas significativas. Primero, en la actualidad, las comunicaciones han borrado “las

Sólo uso con fines educativos 284


fronteras habituales del espacio y el tiempo” y han producido un nuevo internacionalismo y fuertes
diferenciaciones en el interior de las ciudades y sociedades, fundadas en el lugar, la función y el interés
social. Esta “fragmentación producida” existe en un contexto donde las tecnologías del transporte y las
comunicaciones tienen la capacidad de manejar la interacción social a través del espacio de una manera
altamente diferenciada. Por lo tanto, la arquitectura y el diseño urbano han contado con nuevas y más
amplias oportunidades para diversificar la forma espacial que durante el período de la inmediata pos-
guerra. Ahora, las formas urbanas dispersas, descentralizadas y desconcentradas son tecnológicamente
más viables que antes. Segundo, las nuevas tecnologías (en particular el diseño por computadora) han
eliminado la necesidad de asociar la producción masiva a la repetición masiva y han dado lugar a una
producción masiva flexible de “productos casi personalizados” que expresan una gran diversidad de
estilos. “Los resultados están más cercanos a la artesanía del siglo XIX que a los super bloques regimen-
tados de 1984”. Por los mismos motivos, hoy puede conseguirse a muy bajo precio una gran cantidad
de materiales de construcción, algunos de los cuales permiten imitar casi exactamente los antiguos esti-
los (desde tablones de roble hasta ladrillos descoloridos). Asignar importancia a las nuevas tecnologías
no supone afirmar que el movimiento posmoderno esté tecnológicamente determinado. Pero Jencks
sugiere que el contexto en el que hoy operan arquitectos y diseñadores urbanos se ha modificado en
un sentido que los libera de algunos de los límites más determinantes con que debían enfrentarse en el
período de la inmediata posguerra.
El arquitecto posmoderno y el diseñador urbano pueden, en consecuencia, aceptar más fácilmente
el desafío de tratar con grupos de clientes diferentes en formas personalizadas, a la vez que conciben
productos para diferentes situaciones, funciones y “gustos culturales”. Están, dice Jencks, muy preocu-
pados por los “signos de status, por la historia, el comercio, el confort, el dominio étnico, los signos de
vecindad”, y dispuestos a satisfacer todos y cada uno de los gustos, como los de Las Vegas o Levittown:
gustos que los modernistas solían descartar por vulgares y triviales. Por lo tanto, en principio, la arqui-
tectura posmoderna es anti-vanguardista (no está dispuesta a imponer soluciones, como lo hacían y lo
hacen los alto-modernistas, los planificadores burocráticos y los constructores autoritarios).
Sin embargo, no es evidente que un simple giro al populismo sea suficiente para responder a los
cuestionamientos de Jane Jacobs. A Rowe y Koetter, en su Collage city (el título mismo indica adhe-
sión al impulso posmodernista) les preocupa que “todos los que apoyan el populismo en arquitectura
estén en favor de la democracia y en favor de la libertad: pero, por lo general, no están dispuestos a
reflexionar sobre los ineludibles conflictos existentes entre la democracia y la ley, y sobre los inevitables
enfrentamientos entre la libertad y la justicia”. Al someterse a una entidad abstracta llamada “pueblo”,
los populistas no pueden reconocer la multiplicidad que tal vez alberga el pueblo y, por lo tanto, des-
conocen “cuánta necesidad tienen sus miembros de protegerse unos de otros”. Los problemas de las
minorías y de los desprotegidos, o de los distintos elementos contra-culturales que tanto interesaban a
Jane Jacobs, se barren bajo la alfombra, a menos que se pueda concebir algún sistema muy democráti-
co e igualitario de planificación basada en la comunidad, que vaya al encuentro de las necesidades de
los ricos y de los pobres. Esto supone, sin embargo, una serie de comunidades urbanas bien articuladas
y coherentes que le sirvan de punto de partida en un mundo urbano fluido y en constante transición.
Este problema se complica por las formas en que las diferentes comunidades y “culturas del gusto”

Sólo uso con fines educativos 285


expresan sus deseos a través de la influencia política diferenciada y el poder del mercado. Jencks reco-
noce, por ejemplo, que el posmodernismo en la arquitectura y el diseño urbano tiende a estar descara-
damente orientado hacia el mercado porque ese es el lenguaje primordial de comunicación en nuestra
sociedad. Pese a que la integración al mercado implica claramente el peligro de servir más a los ricos y
al consumidor privado que a los pobres y a las necesidades públicas, en definitiva se trata de una situa-
ción —sostiene Jencks— que no está al alcance del arquitecto modificar.
Esta respuesta arrogante al poder unilateral del mercado no facilita una solución que satisfaga las
objeciones de Jacobs. En primer lugar, da lo mismo reemplazar la zonificación del planificador por una
zonificación nacida del mercado, con capacidad para pagar una distribución de la tierra para usos fun-
dados en los principios de la renta urbana, que apelar a esos principios de diseño urbano que alguien
como Krier tiene en mente. En el corto plazo, una transición de los mecanismos planificados a los de
mercado puede combinar temporariamente los usos, dando lugar a interesantes configuraciones, pero
la velocidad de la remodelación urbana y la monotonía del resultado (véase la lámina 1.15) sugieren
que, en varias instancias, el corto plazo es sin duda muy corto. El mercado y la asignación de la renta
urbana ya han reconfigurado muchos paisajes urbanos según nuevas pautas de conformidad. El popu-
lismo de libre mercado, por ejemplo, aloja a las clases medias en espacios cerrados y protegidos, como
los grandes paseos de compras (lámina 1.16) y los atrios (lámina 1.17), pero no hace nada por los pobres,
como no sea expulsarlos hacia un nuevo y pesadillesco paisaje posmoderno de los sin-casa [homeless-
ness] (véase la lámina 1.18).
Sin embargo, la búsqueda de dólares destinados al consumo por los ricos ha otorgado una mayor
importancia a la diferenciación de producto en el diseño urbano. Al explorar los dominios de los gustos
y preferencias estéticas diferentes (haciendo todo lo posible para estimularlos), los arquitectos y dise-
ñadores urbanos han otorgado un nuevo énfasis a un aspecto potente de la acumulación de capital: la
producción y el consumo de lo que Bourdieu (1977, 1984) llama “capital simbólico”. Este último puede
definirse como “el acopio de bienes de lujo que garantizan el gusto y la distinción del propietario”. Por
supuesto, este capital es capital dinero transformado que “produce su efecto adecuado en cuanto y
sólo en cuanto encubre el hecho de originarse en formas ‘materiales’ del capital”. El fetichismo (preocu-
pación por las apariencias superficiales que ocultan los significados soterrados) es obvio, pero aquí se
despliega en forma deliberada para ocultar, gracias a los ámbitos de la cultura y del gusto, la base real
de las distinciones económicas. Como “los efectos ideológicos más logrados son aquellos que no tienen
palabras y que solicitan sólo un silencio cómplice”, la producción de capital simbólico cumple funciones
ideológicas porque los mecanismos por los cuales contribuye “a la reproducción del orden establecido
y a la perpetuación del dominio permanecen ocultos”.
Resulta instructivo situar la búsqueda de riqueza simbólica por parte de Krier en el marco de las
tesis de Bourdieu. El intento de comunicar distinciones sociales a través de la adquisición de toda clase
de símbolos de status ha constituido un aspecto central de la vida urbana. A comienzos de siglo, Sim-
mel produjo algunos análisis brillantes de este fenómeno y una serie de investigadores (como Firey en
1945 y Jager en 1986) han vuelto a considerarlo una y otra vez. Sin embargo, pienso que es justo afirmar
que el impulso modernista, en parte por razones prácticas, técnicas y económicas, pero también ideo-
lógicas, se desvivió por reprimir la significación del capital simbólico en la vida urbana. La inconsisten-

Sólo uso con fines educativos 286


cia de esta forzada democratización e igualitarismo de gustos con respecto a las distinciones sociales
típicas de lo que, al fin y al cabo, seguía siendo una sociedad capitalista dividida en clases, generó sin
duda un clima de demanda reprimida, si no de deseos reprimidos (algunos de los cuales se expresaron
en los movimientos culturales de la década de 1960). Probablemente, estos deseos reprimidos desem-
peñaron un rol importante en estimular el mercado hacia la diversificación de los ambientes urbanos y
los estilos arquitectónicos. Por supuesto, son los deseos que intentan satisfacer, si no excitar sin pudor,
los posmodernistas. “Para las clases medias suburbanas”, observan Venturi et al., “que no viven en una
mansión anterior a la guerra, sino en una versión más pequeña, perdida en un gran espacio, la identi-
dad debe provenir del tratamiento simbólico de la forma de la casa, sea mediante la estilización que
suministra el constructor (por ejemplo, el desnivel colonial), sea a través de una variedad de ornamen-
tos simbólicos agregados más tarde por el propietario”.

Sólo uso con fines educativos 287


Aquí, el problema consiste en que el gusto está lejos de constituir una categoría estática. El capital
simbólico sigue siendo capital sólo en la medida en que lo sustenten los caprichos de la moda. Hay
luchas entre los hacedores del gusto, como lo demuestra Zukin en un excelente trabajo sobre Loft living,
que analiza los roles “del capital y la cultura en la transformación urbana” con un estudio de la evolu-
ción de un mercado de bienes raíces en el distrito del Soho de Nueva York. Fuerzas poderosas, demues-
tra la autora, han establecido nuevos criterios de gusto tanto en el arte como en la vida urbana, y se han
aprovechado de ambas. Por consiguiente, si asociamos la idea de capital simbólico con la búsqueda de
mercados, la riqueza simbólica de Krier tiene mucho que decirnos sobre fenómenos urbanos como los
de remodelación, producción de una comunidad (real, imaginada o simplemente puesta en venta por
los productores), rehabilitación de los paisajes urbanos y recuperación de la historia (otra vez, real, ima-
ginada o simplemente reproducida como pastiche). También nos resultará útil para entender la actual
fascinación por el embellecimiento, la ornamentación y la decoración, como otros tantos códigos y sím-
bolos de distinción social. No estoy seguro de si a esto se refería Jane Jacobs cuando lanzó su crítica a la
planificación urbana modernista.

Sólo uso con fines educativos 288


Sin embargo, si se tienen en cuenta las necesidades de la “heterogeneidad de comunidades urba-
nas y culturas del gusto”, la arquitectura debe alejarse del ideal de un meta-lenguaje unificado, disol-
viéndolo en discursos altamente diferenciados. “La gran heterogeneidad y diversidad de la ‘langue’
(conjunto total de fuentes comunicacionales) se manifiesta en cualquier ‘parole’ singular (selección
individual)”. Aunque Jencks no usa la frase, bien podría haber dicho que el lenguaje de la arquitectu-
ra se disuelve en juegos de lenguaje altamente especializados, cada uno de los cuales conviene a una
comunidad interpretativa diferente.
El resultado es la fragmentación, a menudo adoptada de manera consciente. Por ejemplo, en el
catálogo Post-modern visions (Klotz, 1985), se afirma que el grupo de la Oficina para la Arquitectura
Metropolitana entiende “las concepciones y experiencias del presente como simbólicas y asociativas,
como un collage fragmentario, donde la Gran Ciudad constituye la metáfora fundamental”. El grupo
produce obras gráficas y arquitectónicas “que se caracterizan por el collage de fragmentos de realidad
con restos de experiencia, enriquecido por referencias históricas”. La metrópoli es concebida como “un
sistema de signos y símbolos anárquicos y arcaicos, que se renueva a sí mismo de manera constante
e independiente”. Otros arquitectos tratan de cultivar las cualidades laberínticas de los medios urba-
nos, mezclando interiores y exteriores (como en el proyecto de planta de los nuevos rascacielos entre
la Quinta y la Sexta Avenida en el centro de la ciudad de Manhattan o el complejo de AT&T y de IBM en
Madison Avenue (véase la lámina 1.17), o, simplemente, creando un sentido interior de inexorable com-
plejidad, un interior laberíntico como el del museo de la reconstruida Gare d’Orsay en París, el nuevo
Lloyds Building en Londres o el Hotel Bonaventure en Los Ángeles, cuya confusión ha analizado Jame-
son (1984b). Los ambientes construidos posmodernos suelen ensayar y reproducir los temas que Raban
tanto destacó en Soft city: un emporio de estilos, una enciclopedia, “un cuaderno de notas maníaco
lleno de coloridas entradas”.

Sólo uso con fines educativos 289


El carácter multivalente de la arquitectura resultante genera a su vez una tensión que la vuelve
“por fuerza radicalmente esquizofrénica”. Es interesante ver cómo Jencks, el cronista principal del movi-
miento posmoderno en arquitectura, invoca la esquizofrenia que muchos otros identifican como una
característica general de la disposición mental posmoderna. La arquitectura, sostiene, debe encarnar
un doble código, “uno popular tradicional que, como el lenguaje hablado cambia lentamente, está
lleno de clisés y arraigado en la vida familiar”, y otro moderno, arraigado en una “sociedad de veloces
transformaciones, con sus nuevas tareas funcionales, sus nuevos materiales, nuevas tecnologías e ideo-
logías”, y con un arte y una moda que sufren rápidas transformaciones. Encontramos aquí el enuncia-
do de Baudelaire, pero bajo una nueva forma historicista. El posmodernismo abandona la búsqueda
modernista del significado interior en medio del torbellino actual, y asienta una base más amplia para
lo eterno, mediante una concepción construida de la continuidad histórica y la memoria colectiva. Tam-
bién aquí es importante observar la manera exacta en que esto se lleva a cabo.
Hemos visto ya que Krier trata de recuperar directamente los valores urbanos clásicos. El arquitecto
italiano Aldo Rossi propone un argumento diferente:

“La destrucción y la demolición, la expropiación y los cambios rápidos en el uso como resulta-
do de la especulación y el desgaste son los signos más notables de la dinámica urbana. Pero,
más allá de todo, las imágenes sugieren el destino interrumpido del individuo, de su participa-
ción a menudo triste y difícil en el destino de la colectividad. Esta concepción, en su totalidad,
parece reflejarse con un rasgo de permanencia en los monumentos urbanos. Los monumen-
tos, signos de lo colectivo, tal como lo expresan los principios de la arquitectura, se ofrecerán
como elementos primordiales, puntos estables de la dinámica urbana” (Rossi, 1982, pág. 22).

Nos encontramos aquí una vez más con la tragedia de la modernidad, pero, en este caso, defini-
da por los puntos estables de los monumentos que incorporan y preservan un “misterioso” sentido de
memoria colectiva. La preservación del mito a través del ritual “constituye una clave para la compren-
sión del significado de los monumentos y, más aún, de las implicaciones de la fundación de ciudades y
de la transmisión de ideas en un contexto urbano”. La misión del arquitecto, en la concepción de Rossi,
es participar “libremente” en la producción de “monumentos” que expresen la memoria colectiva, reco-
nociendo también que aquello que constituye un monumento es un misterio que “debe encontrarse
sobre todo en la voluntad secreta e incesante de sus manifestaciones colectivas”. Rossi funda su com-
prensión de esto en el concepto de “genre de vie”: esa forma de vida relativamente permanente que
la gente común construye en ciertas condiciones ecológicas, tecnológicas y sociales. Este concepto,
extraído del trabajo del geógrafo francés Vidal de la Blache, le permite a Rossi captar un sentido de lo
que representa la memoria colectiva. El hecho de que Vidal considere que el concepto de genre de vie es
apropiado para interpretar las sociedades campesinas de cambios relativamente lentos pero, al final de
su vida, haya comenzado a dudar de la posibilidad de aplicarlo a los paisajes rápidamente cambiantes
de la industrialización capitalista (véase su Geographie de l’est publicado en 1916), escapa a la atención
de Rossi. El problema, en las condiciones de una veloz transformación industrial, es evitar que su posi-
ción teórica caiga en la producción estética del mito a través de la arquitectura, y de allí en la trampa

Sólo uso con fines educativos 290


que debió enfrentar el modernismo “heroico” de la década de 1930. No sorprende que la arquitectura
de Rossi haya sido tan duramente criticada. Humberto Eco se refiere a ella como “terrorífica”, mientras
que otros señalan lo que consideran rasgos fascistas (lámina 1.20).

Por lo menos, Rossi tiene la virtud de tomar seriamente el problema de la referencia histórica. Otros
posmodernistas se limitan a hacer gestos en dirección a la legitimación histórica mediante la cita exten-
siva y muchas veces ecléctica de los estilos pasados. A través del cine, la televisión, los libros y otros ele-
mentos, la historia y la experiencia pasada se han convertido en un vasto archivo “que puede ser recu-
perado en forma instantánea y utilizado una y otra vez oprimiendo un botón”. Si, como afirma Taylor
(1987, pág. 105), la historia puede verse “como una interminable reserva de acontecimientos iguales”,
los arquitectos y diseñadores urbanos pueden sentirse libres de citarlos en el orden que les plazca. La
propensión posmoderna a mezclar todo tipo de referencias a los estilos del pasado es una de sus carac-
terísticas más generalizadas. Parece que la realidad mimetizara imágenes mediáticas.
Pero el resultado de la inserción de esta práctica en el contexto socioeconómico y político actual es
más que un poco forzado. Por ejemplo, desde aproximadamente 1972, lo que Hewison (1987) llama “la
industria de la heredad” se ha convertido súbitamente en el gran negocio en Gran Bretaña. Los museos,
las casas de campo, los paisajes urbanos reconstruidos y rehabilitados para que resulten ecos del pasa-
do, la producción de copias directas de antiguas infraestructuras urbanas han pasado a integrar una
vasta transformación del paisaje británico, hasta el punto de que, según Hewison, la principal industria
de Gran Bretaña deja de ser la producción de bienes para centrarse en la producción de la heredad.
Hewison explica el impulso que subyace en esto con términos que nos recuerdan en algo a Rossi:

Sólo uso con fines educativos 291


“El impulso dirigido a la conservación del pasado es parte del impulso de conservación de
nuestro ser. Si no sabemos de dónde venimos, es difícil saber adónde vamos. El pasado es el
fundamento de la identidad individual y colectiva, y los objetos del pasado son fuente de sig-
nificación en tanto símbolos culturales. La continuidad entre el pasado y el presente genera
un sentido de secuencia en el caos aleatorio y, puesto que el cambio es inevitable, un sistema
estable de sentidos ordenados nos permite sobrellevar tanto la innovación como la decaden-
cia. El impulso nostálgico es un medio importante de adecuación a la crisis, es un emoliente
social, y refuerza la identidad nacional cuando la confianza se debilita o se ve amenazada”.

Creo que aquí Hewison revela algo de gran importancia potencial, porque la preocupación por
la identidad, por las raíces personales y colectivas, está cada vez más presente desde comienzos de la
década de 1970 a causa de la inseguridad extendida de los mercados laborales, de las combinaciones
tecnológicas, los sistemas de crédito, etc. (véase la segunda parte). La serie televisiva Raíces, que narra
la historia de una familia negra norteamericana desde sus orígenes africanos hasta la actualidad, pro-
movió una ola de investigación y de interés en la historia familiar en todo el mundo Occidental.
Lamentablemente, es evidente que resulta imposible separar la tendencia posmodernista a la cita
histórica y al populismo, de la simple tarea de alimentar, cuando no promover, los impulsos nostálgicos.
Hewison advierte una relación entre la industria de la heredad y el posmodernismo. “Ambos conspi-
ran para crear una pantalla superficial que se inserta entre nuestra vida presente y nuestra historia. No
tenemos una comprensión profunda de la historia, pero en cambio se nos ofrece una creación contem-
poránea, más drama de costumbres y re-validación que discurso crítico”.

Sólo uso con fines educativos 292


Lo mismo puede decirse acerca del modo en que la arquitectura y el diseño posmodernistas citan
el vasto espectro de información e imágenes de las formas urbanas y arquitectónicas que puede encon-
trarse en diferentes partes del mundo. Todos nosotros, dice Jencks, llevamos en nuestra mente un
musée imaginaire que surge de la experiencia (a menudo turística) de otros lugares y del conocimiento
extraído del cine, la televisión, las exposiciones, los folletos de viaje, las revistas populares, etc.; es inevi-
table que todo esto se combine, y es excitante y a la vez saludable que así sea. “¿Por qué limitarnos a
vivir en el presente, en el mismo lugar, si podemos vivir en diferentes épocas y culturas? El eclecticismo
es la evolución natural de una cultura con opciones”. Lyotard se hace eco de ese sentimiento de manera
precisa. “El eclecticismo es el grado cero de la cultura general contemporánea; uno escucha reggae,
mira un western, consume comida de McDonald’s al mediodía y cuisine del lugar a la noche, usa perfu-
me de París en Tokio y ropas “retro” en Hong Kong”.
La geografía de los diversos gustos y culturas se ha convertido en un pot-pourri de internacionalis-
mo que, en varios sentidos, quizás a causa de su abigarrada mezcla, tiene un impacto que nunca antes
alcanzó el alto internacionalismo. Cuando está acompañado por fuertes corrientes migratorias (no sólo
de trabajadores sino de capitales), produce una plétora de “Pequeñas” Italias, Habanas, Tokios, Coreas,
Kingstons y Karachis así como de barrios chinos, barrios latinos, barrios árabes, zonas turcas, etc. No obs-
tante, el efecto, aun en una ciudad como San Francisco, donde las minorías sumadas forman la mayoría,
es correr un velo sobre la geografía real a través de la construcción y reconstrucción de las imágenes, de
los dramas de costumbres, de la puesta en escena de festivales étnicos, etcétera.
El enmascaramiento surge no sólo de la tendencia posmodernista hacia la cita ecléctica, sino tam-
bién de una evidente fascinación por las superficies. Por ejemplo, Jameson (1984b) considera que las
superficies de los vidrios reflejos del Hotel Bonaventure, del mismo modo que los anteojos con vidrios
reflejos evitan que el que los lleva sea visto, sirven para “expulsar la ciudad hacia fuera” y hacen que
el hotel mantenga “una peculiar disociación de no-lugar” con respecto a su vecindario. Las forzadas
columnas, la ornamentación, las largas citas de diferentes estilos (temporales y espaciales) confieren a
gran parte de la arquitectura posmoderna ese sentido de “superficialidad fabricada” del que se queja
Jameson. Pero el enmascaramiento coloca al conflicto entre, por ejemplo, el historicismo del arraigo al
lugar y el internacionalismo del estilo extraído del musée imaginaire, entre la función y la fantasía, entre
el propósito de significar por parte del productor y la voluntad del consumidor de recibir el mensaje.
Detrás de todo este eclecticismo (en particular, de la cita histórica y geográfica) es difícil distin-
guir en concreto un diseño deliberado. Sin embargo, parece haber efectos deliberados y ampliamen-
te difundidos que, desde un punto de vista retrospectivo, no pueden sino atribuirse a un conjunto de
principios organizadores. Intentaré ilustrarlo con un ejemplo.
“Pan y circo” es una antigua y eficaz fórmula de control social. Con frecuencia, se ha puesto cons-
cientemente en práctica para pacificar a los elementos revoltosos o descontentos de la población. Pero
el espectáculo también puede ser un aspecto esencial del movimiento revolucionario (véase, por ejem-
plo, el estudio Ozouf, 1988, sobre los festivales como medio de expresar la voluntad revolucionaria en la
Revolución Francesa). Después de todo, ¿no definió Lenin a la revolución como “el festival del pueblo”?
El espectáculo siempre ha sido un arma política poderosa. ¿Cómo se ha manifestado el espectáculo
urbano en estos últimos años?

Sólo uso con fines educativos 293


En las ciudades norteamericanas, el espectáculo urbano en la década de 1960 se nutría de los movi-
mientos masivos de oposición de esa época. Las manifestaciones por los derechos civiles, los motines
callejeros, las sublevaciones en los centros urbanos, las grandes manifestaciones contra la guerra y los
eventos contra-culturales (en especial los conciertos de rock) alimentaban el molino del descontento
urbano que giraba en torno de la renovación urbana y de los proyectos de vivienda modernistas. Pero
desde 1972 aproximadamente, el espectáculo fue capturado por fuerzas muy diferentes, que lo pusie-
ron al servicio de diferentes usos. La evolución del espectáculo urbano en una ciudad como Baltimore
es típica y a la vez instructiva.

Inmediatamente después de los motines que surgieron luego del asesinato de Martin Luther King
en 1968 (lámina 1.21), un pequeño grupo de influyentes políticos, profesionales y empresarios se reunió
para encontrar una forma de articular la ciudad. El esfuerzo de renovación urbana de la década de 1960
dio como resultado una zona altamente funcional y fuertemente modernista compuesta por oficinas,
plazas y ocasionales muestras arquitectónicas espectaculares, como el edificio del One Charles Center
de Mies van der Rohe (láminas 1.22 y 1.23). Pero los motines amenazaban la vitalidad del centro de la
ciudad y la viabilidad de las inversiones ya realizadas. Los dirigentes buscaron un símbolo alrededor del
cual se pudiera construir una idea de la ciudad en tanto comunidad, una ciudad que tuviera una con-
vicción suficiente en sí misma como para superar las divisiones y la mentalidad de estado de sitio con
las que el ciudadano común se acercaba al centro urbano y a sus espacios públicos. “Impulsada por la
necesidad de extirpar el miedo y el abandono de las zonas centrales, causados por la inquietud cívica

Sólo uso con fines educativos 294


de fines de la década de 1960”, decía un posterior informe del Departamento de Vivienda y Desarrollo
Urbano, “la Feria de la Ciudad de Baltimore se originó (...) como forma de promover la reurbanización”.
La feria se proponía celebrar la diversidad étnica y barrial de la ciudad, y hasta se esforzó en promo-
ver la identidad étnica (opuesta a la racial). La feria tuvo trescientos cuarenta mil visitantes durante el
primer año (1970), pero hacia 1973, esa cifra se había elevado a casi dos millones. La feria, más gran-
de, aunque poco a poco inexorablemente menos “barrial” y más comercial (hasta los grupos étnicos
comenzaron a beneficiarse de la venta de etnicidad), se convirtió en el núcleo de atracción de multitu-
des cada vez mayores que acudían a la zona céntrica en forma regular para ver toda clase de espectá-
culos que se montaban en ella. De allí a la comercialización institucionalizada de un espectáculo más
o menos permanente, había sólo un paso: se construyó Harbor Place (un distrito ribereño que tiene la
fama de atraer más gente que Disneylandia), un Centro Científico, un Acuario, un Centro de Convencio-
nes, una dársena, innumerables hoteles, ciudadelas dedicadas a entretenimientos de toda clase. Consi-
derada por muchos como un éxito notable (si bien el impacto sobre la pobreza de la ciudad, sobre la
condición de los homelessness, sobre la atención de la salud y la educación se resumió en la negligencia
y hasta el efecto negativo), esta forma de desarrollo requirió una arquitectura que nada tenía que ver
con el modernismo austero de la renovación del centro urbano que había predominado en la década
de 1960. Una arquitectura del espectáculo, con su sentido de brillo superficial y su participación fugaz
en el placer, de despliegue y fugacidad, de jouissance, se convirtió en la clave esencial del éxito de este
tipo de proyecto (láminas 1.24, 1.25, 1.26).

Sólo uso con fines educativos 295


Baltimore no estaba sola en la construcción de estos nuevos espacios urbanos. El Faneuil Hall de
Boston, el Muelle de Pescadores de San Francisco (junto con Ghirardelli Square), South Street Seaport
en Nueva York, la Avenida Costanera en San Antonio, el Covent Garden en Londres (seguido muy pron-
to por Docklands), el Metro-centro en Gateshead, para no hablar del legendario West Edmonton Mall,
constituyen sólo los aspectos estables de espectáculos organizados que incluyen eventos más transito-
rios, como los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, el Liverpool Garden Festival y la reconstrucción de casi
todos los acontecimientos históricos imaginables (desde la Batalla de Hastings hasta la de Yorktown).
Parece que, hoy en día, las ciudades y las calles ponen mucho más cuidado en crear una imagen del
lugar positiva y calificada, y buscan para ello una arquitectura y formas de diseño urbano que respon-
dan a esa necesidad. Es comprensible que estuvieran tan apremiadas y que el resultado fuera una repe-
tición serial de modelos exitosos (como el de Harbor Place de Baltimore) si se tiene en cuenta la horrible
historia de la desindustrialización y la reestructuración, que casi no dejó a las ciudades más importantes
del mundo capitalista avanzado otra opción que la de competir entre sí fundamentalmente como cen-
tros financieros, de consumo y de entretenimiento. Imaginar una ciudad a través de la organización de
espacios urbanos espectaculares se convirtió en un medio para atraer capitales y gente (adecuada) en
un período (desde 1973) de mayor competencia interurbana y de iniciativa inmobiliaria (véase Harvey,
1989).

Sólo uso con fines educativos 296


Si bien volveremos sobre este fenómeno para realizar un examen más minucioso de él en la Terce-
ra parte, es importante observar aquí cómo la arquitectura y el diseño urbano han respondido a estas
nuevas necesidades urbanas. La proyección de una imagen del lugar bien definida, dotada de ciertas
cualidades, la organización del espectáculo y la teatralidad, se han alcanzado a través de una ecléctica
combinación de estilos, citas históricas, ornamentación y diversificación de superficies (en Baltimore,
Scarlett Place es un ejemplo algo caprichoso de la idea, véase la lámina 1.27). Todas estas tendencias
se exhiben en Piazza d’Italia de Moore en Nueva Orleans. Vemos aquí la combinación de muchos de
los elementos que hemos mencionado hasta ahora, dentro de un proyecto singular y espectacular
(lámina 1.28). La descripción que aparece en el catálogo Post-modern visions (Klotz, 1985) es sumamen-
te reveladora:

“En un área de Nueva Orleans que requería una reconstrucción, Charles Moore ha creado la
Piazza d’Italia pública para la población italiana local. Su forma y su lenguaje arquitectónico
han trasladado las funciones sociales y comunicativas de una piazza europea, más específica-
mente, la piazza italiana, al Sur de los Estados Unidos”.

Sólo uso con fines educativos 297


“En el contexto de un nuevo bloque de edificios que cubre un área sustancial, con ventanas
relativamente regulares, parejas y angulosas, Moore ha insertado una gran piazza circular que
representa una suerte de forma en negativo y, por lo tanto, resulta sorprendente cuando uno
entra atravesando la barrera de la arquitectura circundante. Un pequeño templo se erige a la
entrada y anuncia el lenguaje histórico formal de la piazza, que está enmarcada por columnas
fragmentadas. En el centro, hay una fuente, el “Mediterráneo”, que baña la bota de Italia, bajando
desde los ‘Alpes’. La colocación de Sicilia en el centro de la piazza es un tributo al hecho de que
la población italiana del área está compuesta fundamentalmente por inmigrantes de esa isla”.

“Las arcadas, situadas frente a las fachadas convexas del edificio, rodean la piazza, haciendo
una irónica referencia a los cincos tipos de columnas clásicas (dóricas, jónicas, corintias, tosca-
nas y mixtas), que, por su colocación en un continuum sutilmente coloreado, exhiben una cier-
ta deuda con el Arte Pop. La base de las acanaladas columnas está formada como piezas de un
arquitrabe fragmentado y se asemeja más a una forma en negativo que a un detalle arquitec-
tónico cabalmente tridimensional. Su parte elevada está revestida de mármol y está cortada
por un sector que tiene la forma de una porción de torta. Las columnas están separadas de
sus capiteles corintios por aros hechos con tubos de neón que forman collares luminosos y
coloridos por la noche. La arcada, en la parte superior de la bota italiana, también tiene luces
de neón en la fachada. Otros capiteles asumen formas precisas y angulares, y están colocados
como broches Art Deco debajo del arquitrabe, mientras que algunas columnas muestran otras
variantes, como la de las canaletas formadas por surtidores de agua”.

Sólo uso con fines educativos 298


“Todo esto coloca al dignificado vocabulario de la arquitectura clásica a la par de las técnicas
del Arte Pop, de la paleta posmodernista y la teatralidad. Concibe la historia como un conti-
nuum de accesorios portátiles, reflejando la manera en que los italianos han sido ‘trasplanta-
dos’ al Nuevo Mundo. Presenta una descripción nostálgica del renacimiento italiano y de los
palacios barrocos y sus piazzas, pero al mismo tiempo hay un sentido de dislocación. Al fin y al
cabo, esto no es realismo, sino una fachada, una escenografía, un fragmento insertado en un
contexto nuevo y moderno. La Piazza d’Italia es una obra arquitectónica y también una obra
de teatro. En la tradición de la “res publica” italiana, es el lugar donde se reúne el público; y
sin embargo, al mismo tiempo, no se toma demasiado en serio y puede ser un lugar para los
deportes y el entretenimiento. Los rasgos alienados de la madre patria italiana actúan como
embajadores en el Nuevo Mundo, reafirmando de este modo la identidad de la población del
vecindario en un distrito de Nueva Orleans que corre el riesgo de convertirse en un lugar mise-
rable. Esta piazza debe considerarse como uno de los ejemplos más importantes y notables de
edificación posmodernista en el mundo. Muchas publicaciones han cometido el error de mos-
trar a la piazza de manera aislada; sin embargo, el modelo demuestra ser la exitosa integración
de este acontecimiento teatral en su contexto de edificación moderna”.

Pero si la arquitectura es una forma de comunicación y la ciudad es un discurso, ¿qué puede decir o
significar entonces esta estructura, insertada en el tejido urbano de Nueva Orleans? Los posmodernis-

Sólo uso con fines educativos 299


tas seguramente responderán que depende, tanto o más, de lo que ve el espectador, y no de las ideas
del productor. Sin embargo, hay una cierta ingenuidad fácil en esta respuesta. Porque hay demasiada
coherencia entre la imaginería de la vida metropolitana que se despliega en libros como Soft city de
Raban y el sistema de la producción arquitectónica y el diseño urbano que se describen aquí, como
para que no haya nada en particular debajo del brillo superficial. El ejemplo del espectáculo sugiere
ciertas dimensiones del significado social, y la Piazza d’Italia de Moore no es inocente acerca de lo que
quiere decir y cómo lo dice. Vemos allí la tendencia a la fragmentación, el eclecticismo de estilos, los
peculiares tratamientos del espacio y el tiempo (“la historia como un continuum de accesorios portá-
tiles”). Allí hay alienación, entendida (superficialmente) en función de la emigración y la formación de
núcleos de miseria, que el arquitecto trata de recuperar a través de la construcción de un lugar donde
se puede reivindicar la identidad aun en medio del mercantilismo, del arte pop y de todos los atavíos
de la vida moderna. La teatralidad del efecto, la aspiración a la jouissance y el efecto esquizofrénico (en
el sentido de Jencks) tienen plena presencia en el plano consciente. Sobre todo, este tipo de arquitectu-
ra y de diseño urbano del posmodernismo comunican la aspiración a un mundo de fantasía, el ilusorio
“high” que nos lleva más allá de las realidades comunes hacia la pura imaginación. La materia del pos-
modernismo, declara directamente el catálogo de la muestra Post-modern visions (Klotz, 1985), “además
de función es ficción”.
Charles Moore representa sólo una de las variantes que florecen bajo el ecléctico manto del pos-
modernismo. La Piazza d’Italia difícilmente se ganaría la aprobación de Leon Krier, cuyo instinto por el
revival clásico es tan fuerte que a veces lo expulsa completamente de la denominación posmodernista,
y parece muy extraño cuando se lo yuxtapone con un diseño de Aldo Rossi. Más aún, el eclecticismo
y la imaginería pop que están en el núcleo del pensamiento que representa Moore han recibido una
fuerte crítica, precisamente por su falta de rigor teórico y sus concepciones populistas. La línea de argu-
mentación más sólida proviene ahora de lo que se llama el “deconstructivismo”. Como parte de una
reacción contra la forma en que una porción del movimiento posmoderno ingresó en la corriente oficial
y generó una arquitectura popularizada lujuriosa e indulgente, el deconstructivismo trata de recuperar
los altos fundamentos de la práctica de la elite y de la vanguardia arquitectónica mediante una activa
deconstrucción del modernismo de los constructivistas rusos de la década de 1930. El movimiento inte-
resa, en parte, por haber intentado fusionar el pensamiento deconstructivista de la teoría literaria con
las prácticas arquitectónicas posmodernistas que, a menudo, parecen haberse desarrollado según una
lógica absolutamente propia. Comparte con el modernismo un interés por la exploración de la forma y
el espacio puros, pero, al hacerlo, puede llegar a concebir un edificio, no como un conjunto unificado
sino como “‘textos’ y partes desiguales que siguen siendo diferentes y desordenados, y que no alcan-
zan un sentido de unidad”, y que, por consiguiente, pueden tener “varias asimétricas e irreconciliables”
lecturas. Sin embargo, el deconstructivismo comparte con el posmodernismo el intento de reflejar “un
mundo ingobernable sometido a un azaroso sistema moral, político y económico”. Pero lo hace de tal
modo que resulta “desorientador y hasta genera confusión”, y así rompe “nuestra percepción habitual
de la forma y el espacio”. La fragmentación, el caos, el desorden, aun dentro de un aparente orden,
siguen siendo temas centrales (Goldberger, 1988; Giovannini, 1988).
Es posible que la ficción, la fragmentación, el collage y el eclecticismo, todos inmersos en un sen-

Sólo uso con fines educativos 300


tido de lo efímero y el caos, sean los temas que dominan las prácticas actuales en la arquitectura y el
diseño urbano. Y, evidentemente, hay mucho en común aquí con las prácticas y la reflexión propias de
otros ámbitos, como el arte, la literatura, la teoría social, la psicología y la filosofía. ¿Por qué entonces la
actitud predominante toma la forma que toma? Para responder a este interrogante con alguna fuerza,
hace falta que nos ocupemos de las realidades prosaicas de la modernidad y la pos modernidad capita-
listas y veamos cuáles son las claves que podemos encontrar allí en cuanto a las posibles funciones de
estas ficciones y fragmentaciones en la reproducción de la vida social.

Sólo uso con fines educativos 301


Lectura Nº 2
Jameson, Frederic, “El Ladrillo y el Globo: Arquitectura, Idealismo y Especulación
con la Tierra”, en El Giro Cultural. Escritos sobre el Posmodernismo 1983-1998, Bue-
nos Aires, Argentina, Editorial Manantial, 1999, pp. 213-248.

El ladrillo y el globo: arquitectura,


idealismo y especulación con la tierra

Quiero pensar en voz alta un problema teórico fundamental —la relación entre urbanismo y arqui-
tectura— que, junto con su interés y la urgencia intrínsecos, plantea una serie de cuestiones teóricas de
significación para mí, aunque no necesariamente para todos ustedes. De modo que tengo que pedir
que se interesen provisoriamente en ellas y en mi propio trabajo al respecto, para poder llegar a formu-
lar algunos problemas urbanos y arquitectónicos más generales. Por ejemplo, una investigación sobre
la dinámica de la abstracción en la producción cultural posmoderna, y en particular sobre la diferencia
radical entre ese papel estructural de aquélla en el posmodernismo y los tipos de abstracciones en fun-
cionamiento en lo que hoy podemos llamar modernismo o, si lo prefieren, los diversos modernismos,
me condujo a reexaminar la forma del dinero —la fuente fundamental de toda abstracción— y pre-
guntarme si su estructura misma y su modo de circulación no se modificaron sustancialmente en años
recientes o, en otras palabras, durante el breve período al que algunos todavía nos referimos como pos-
modernidad. Eso significa, desde luego, volver a plantear la cuestión del capital financiero y su impor-
tancia en nuestro tiempo y formular cuestiones formales sobre las relaciones entre sus abstracciones
peculiares y especializadas y las que se encuentran en los textos culturales. Creo que todo el mundo
estará de acuerdo en que el capital financiero, junto con la globalización, es uno de los rasgos distinti-
vos del capitalismo tardío o, en otras palabras, del estado distintivo de las cosas hoy en día.
Pero es precisamente esta línea de investigación la que, reorientada en la dirección de la arquitec-
tura, sugiere el ulterior desarrollo al que quiero dedicarme aquí. Puesto que en el ámbito de lo espacial
parece existir efectivamente algo así como un equivalente del capital financiero, e incluso un fenómeno
íntimamente relacionado con él, y que es la especulación con la tierra: algo que en otros tiempos tal vez
haya encontrado su campo de acción en el campo —en la conquista de las tierras de los nativos norte-
americanos, en la adquisición de inmensas extensiones por parte de los ferrocarriles, en el desarrollo de
áreas suburbanas, junto con la privatización de recursos naturales—, pero que en nuestros días es un
fenómeno preponderantemente urbano (en gran medida porque todo se vuelve urbano) y ha vuelto a
las grandes ciudades, o a lo que queda de ellas, en busca de fortuna. ¿Cuál es entonces la relación, si la
hay, entre la forma distintiva que asume hoy la especulación con la tierra y las formas igualmente dis-
tintivas que encontramos en la arquitectura posmoderna (ahora con un uso del término en un sentido
general y cronológico, espero que bastante neutral)?

Sólo uso con fines educativos 302


A menudo se señaló que la significación emblemática de la arquitectura de hoy, y también su origi-
nalidad formal, residen en su inmediatez con lo social, en la “costura que comparte con lo económico”:
y se trata de una inmediatez bastante diferente de la que experimentan incluso otras formas artísticas
costosas, como el cine y el teatro, que sin duda también dependen de las inversiones. Pero esta misma
inmediatez presenta peligros teóricos, que en realidad son bastante bien conocidos. No parece desca-
bellado afirmar, por ejemplo, que la especulación con la tierra y la nueva demanda de más construccio-
nes abren un espacio en el cual puede surgir un nuevo estilo arquitectónico: pero, para usar un epíteto
venerable, también parece “reduccionista” explicar el nuevo estilo en términos de las nuevas clases de
inversiones. Se dice que este tipo de reduccionismo no respeta la especificidad, la autonomía o semiau-
tonomía del nivel estético y su dinámica intrínseca. De hecho, se objeta, las afirmaciones directas de
este tipo parecen descender al detalle de los estilos que con ello estigmatizan; pueden soslayar el análi-
sis formal, ya que, por así decirlo, desacreditaron de antemano su principio mismo.
Podría intentarse entonces enriquecer y complejizar esta interpretación (de los “orígenes del pos-
modernismo”) introduciendo el tópico de las nuevas tecnologías y mostrando cómo dictaron un nuevo
estilo al mismo tiempo que respondían más adecuadamente a los objetivos de las inversiones. Esto
es por ende insertar una “mediación” entre el nivel económico y el estético; y puede empezar a dar
una idea de por qué, en favor de la inmediatez de una afirmación sobre la determinación económica,
haríamos mejor en elaborar una serie de mediaciones entre lo económico y lo estético; en otras pala-
bras, por qué necesitamos una concepción revitalizada de la mediación como tal. El concepto de ésta
se postula en la existencia de lo que mencioné como un “nivel” o, en otras palabras (las de Niklas Luh-
mann), una función social diferenciada, un ámbito o zona dentro de lo social que se ha desarrollado al
extremo de estar gobernada internamente por sus propias leyes y dinámicas intrínsecas. Quiero califi-
car de “semiautónomo” dicho ámbito, porque está claro que en cierto modo todavía forma parte de la
totalidad social, como lo sugiere el término “función”; mi propia expresión es deliberadamente ambi-
gua o ambivalente, para sugerir una calle de dos manos, en que se puede hacer hincapié en la relati-
va independencia, la relativa autonomía del área en cuestión, o bien, al revés, insistir en su funcionali-
dad y su lugar definitivo en el todo: al menos por medio de sus consecuencias para éste, si no su “fun-
ción”, entendida como una especie de interés material y una motivación servil o subordinada. Así, para
usar algunos de los ejemplos más obvios de Luhmann, lo político es un nivel “distinto” porque, desde
Maquiavelo y el surgimiento del estado moderno con Richelieu, la política es un ámbito semiautóno-
mo en las sociedades modernas, con sus propios mecanismos y procedimientos, su propio personal,
su propia historia y tradiciones o “precedentes”, etcétera. Pero esto no implica que el nivel político no
tenga consecuencias múltiples para lo que está fuera de él. Lo mismo puede decirse para el ámbito del
derecho, el nivel legal o jurídico, que en muchos aspectos podría considerarse, precisamente, el mode-
lo y el ejemplo de un dominio especializado y semiautónomo. Quienes se dediquen al trabajo cultural
también querrán, sin duda, insistir en cierta semiautonomía de lo estético o lo cultural (aun cuando la
relación entre esas dos formulaciones alternas vuelva a ser hoy, por cierto, un tópico muy discutido):
las leyes de la narración, incluso para las series de televisión, no son, con seguridad, inmediatamente
reductibles a las instituciones de la democracia parlamentaria, para no mencionar las operaciones de la
bolsa de valores.

Sólo uso con fines educativos 303


¿Y qué pasa con esta última? No hay duda de que el surgimiento del mercado y su teoría, desde el
siglo XVIII en adelante, si no antes, erigió a la economía en un nivel semiautónomo. En cuanto al dine-
ro y la tierra, bueno, ésos son precisamente los fenómenos que nos interesarán aquí y nos permitirán
someter a prueba la utilidad del concepto de mediación y su idea conexa, la instancia o nivel semiautó-
nomo: se entiende por anticipado que ni el dinero ni la tierra pueden constituir dicho nivel por derecho
propio, dado que ambos son elementos claramente funcionales dentro de ese sistema o subsistema
más fundamental que forman el mercado y la economía.
Cualquier discusión sobre el dinero como mediación debe aludir necesariamente a la obra de
Georg Simmel, cuya maciza Filosofía del dinero (1900) fue pionera en lo que hoy llamaríamos un análisis
fenomenológico de esta realidad peculiar. La influencia subterránea de Simmel sobre diversas corrien-
tes de pensamiento del siglo XX es incalculable, en parte porque él se resistió a acuñar su complejo
pensamiento en un sistema identificable; entretanto, las complicadas articulaciones de lo que en esen-
cia es una dialéctica no hegeliana o descentrada quedan a menudo encubiertas por su pesada prosa.
Una nueva descripción de la obra de su vida sería una etapa preliminar indispensable en la discusión
que quiero llevar a cabo aquí:1 sin lugar a dudas, Simmel puso entre paréntesis las estructuras econó-
micas mismas, pero es muy sugerente en cuanto a la forma en que podrían describirse y explorarse los
efectos fenomenológicos y culturales del capital financiero. Es evidente que no es éste el momento de
hacer un estudio tan completo, de modo que me limitaré a plantear algunas observaciones sobre su
ensayo seminal, “La metrópoli y la vida mental”, en que el dinero también desempeña un papel cen-
tral.2
Se trata en lo fundamental de una descripción de la creciente abstracción de la vida moderna y
muy en particular de la vida urbana (en el Berlín de fines del siglo XIX): la abstracción, a no dudarlo, es
precisamente mi tópico, un tema que todavía nos acompaña persistentemente, a veces con diferen-
tes nombres (el término clave de Anthony Giddens, desencaje [disembedding], por ejemplo, dice casi
lo mismo a la vez que nos señala otros rasgos del proceso). Y en el artículo de Simmel la abstracción
asume una notable multiplicidad de formas, desde la experiencia del tiempo hasta una nueva distancia
en las relaciones personales; desde lo que llama “intelectualismo” hasta nuevos tipos de libertad; desde
la indiferencia y lo “blasé” hasta nuevas angustias, crisis de valores y esas muchedumbres de la gran ciu-
dad tan caras a Baudelaire y Walter Benjamin. Sería una simplificación excesiva concluir que para Sim-
mel el dinero es la causa de todos estos nuevos fenómenos: la gran ciudad no sólo triangula esta cues-
tión, sino que en nuestro contexto actual el concepto de mediación es con seguridad más satisfactorio.
Sea como fuere, su artículo nos coloca en el umbral de una teoría de las formas estéticas modernas y
su abstracción con respecto a lógicas anteriores de la percepción y la producción; pero también en el
umbral del surgimiento de la abstracción dentro del mismo dinero, a saber, lo que hoy llamamos capi-
tal financiero.3 Y dentro del collage benjaminiano de fenómenos que constituyen la textura del ensa-
yo también encontramos la siguiente frase irrevocable: al discutir la nueva dinámica interna de la abs-
tracción, la forma en que, como el capital mismo, ésta comienza a expandirse por su propio impulso,
Simmel nos dice: “Esto puede ilustrarse en el hecho de que dentro de la ciudad la ‘valoración’ de una
propiedad por la renta del suelo, debida a un mero aumento del tránsito, representa para su propieta-
rio ganancias que se autogeneran”.4 Es suficiente: éstas son las conexiones que estábamos buscando;

Sólo uso con fines educativos 304


desandemos ahora nuestro camino y comencemos una vez más con los posibles parentescos entre la
forma arquitectónica moderna o posmoderna y las explotaciones automultiplicadoras del espacio de
las grandes ciudades industriales.
En este aspecto, me interesó particularmente un libro mal organizado y reiterativo que, como un
buen relato policial, tiene una historia emocionante que contar y todo el estremecimiento del descu-
brimiento y la revelación: me refiero a The Assassination of New York, de Robert Fitch, que brindará la
oportunidad no sólo de confrontar lo urbano con lo arquitectónico, sino también de evaluar la fun-
ción de la especulación con la tierra y comparar el valor explicativo de varias teorías (y el lugar de las
mediaciones en ellas). Malamente expresado, como él mismo lo hace con bastante frecuencia, Fitch
concibe el “asesinato” de Nueva York como el proceso por el cual la producción es —deliberadamen-
te— alejada de la ciudad a fin de dejar espacio a las oficinas de las empresas (financieras, de seguros,
inmobiliarias): se supone que esta política revitaliza la ciudad y promueve un nuevo crecimiento, pero
su fracaso está documentado por el asombroso porcentaje de superficies vacías y no alquiladas (los así
llamados edificios transparentes). Aquí, la autoridad teórica de Fitch parece ser Jane Jacobs, cuya doc-
trina sobre la relación de las pequeñas empresas con los barrios prósperos perfecciona al postular la
relación igualmente necesaria entre los pequeños negocios (tiendas y cosas por el estilo) y la pequeña
industria (del tipo del distrito de la ropa). El suyo es un análisis más radical que marxista, que apunta a
promover el activismo y la actitud partidista; por lo tanto, ataca con violencia una diversidad de blan-
cos teóricos, entre los que se cuentan ciertos marxismos y ciertos posmodernismos, junto con las ideo-
logías oficiales de los propios planificadores urbanos; y es esta polémica (o, mejor, estas denuncias) la
que nos interesará principalmente aquí. En su indulgencia para con un antiintelectualismo y una pos-
tura antiacadémica típicamente norteamericanos, parece bastante evidente que el blanco teórico pri-
mario de Fitch es la doctrina de la inevitabilidad histórica, cualquiera sea la forma en que se la encuen-
tre: sin duda, con el argumento de que desmoraliza y despolitiza a quienes empiezan a creer en ella, y
hace mucho más difíciles, si no completamente imposibles, la movilización y la resistencia. Ésta es una
posición plausible y pertinente, pero en definitiva todas las concepciones de las tendencias de largo
plazo y de una lógica significativa del capitalismo terminan por identificarse con esta ideología “inevi-
tabilista”, lo que a su vez repercute en las formas mismas de la praxis que, como veremos, Fitch desea
propiciar.
Pero empecemos otra vez desde el principio. Lo primero que hay que mostrar es no sólo que Nueva
York sufrió una masiva reestructuración en que desaparecieron setecientos cincuenta mil puestos en la
industria manufacturera y la proporción entre la ocupación en ésta y el trabajo de oficina (su sigla en
inglés es FIRE: finance, insurance, real estate [finanzas, seguros, actividad inmobiliaria]) pasó de 2:1 antes
de la guerra a 1:2 en la actualidad,5 sino también que este cambio (¡que no era inevitable ni estaba en
la “lógica del capital”!) fue el resultado de una política deliberada por parte de la estructura de poder
de la ciudad. En otras palabras, fue el resultado de lo que hoy se denomina amplia y difusamente “cons-
piración”, algo cuyas pruebas son efectivamente muy sugerentes. Éstas radican en la congruencia abso-
luta entre el no concretado plan de zonificación de 1928 para el área metropolitana y el estado actual
de las cosas: la supresión de las manufacturas postulada allí se realizó aquí, la instalación de edificios de
oficinas prevista allí ocurrió aquí; y Fitch complementa todo esto con profusas citas de los planificado-

Sólo uso con fines educativos 305


res de ayer y los del pasado reciente. Por ejemplo ésta, de una influyente figura empresarial y política
de los años veinte:

Algunas de las personas más pobres viven en barrios bajos convenientemente situados en tie-
rras de elevado precio. En la patricia Quinta Avenida, Tiffany y Woolworth, cara a cara, ofrecen
joyas y baratijas de sitios sustancialmente idénticos. Los restaurantes de Childs prosperan y se
multiplican donde Delmonico’s se marchitó y murió. A tiro de piedra de la bolsa de valores, el
aire se puebla con el aroma del café tostado; a pocos metros de Times Square, con el hedor
de los mataderos. En el corazón mismo de esta ciudad “comercial”, en la isla de Manhattan al
sur de la calle 59, los inspectores encontraron en 1922 casi cuatrocientos veinte mil obreros
empleados en las fábricas. Tal situación es una afrenta a nuestro sentido del orden. Todo pare-
ce fuera de lugar. Uno sueña con reordenar las cosas para ponerlas donde corresponde.6

Declaraciones semejantes fortalecen evidentemente la conjetura de que la meta de liberarse del


distrito de la ropa y del puerto de Nueva York fue conscientemente elaborada en una serie de estrate-
gias en el medio siglo transcurrido entre fines de la década del veinte y los años ochenta, cuando final-
mente tuvieron éxito, ocasionando en el proceso el deterioro de la ciudad en su forma presente. No
hace falta argumentar particularmente sobre la evaluación del resultado, pero ahora es necesario intro-
ducir la motivación que sostuvo la “conspiración”. No es una sorpresa que tenga que ver con la especu-
lación con la tierra y el asombroso aumento de los valores de ésta como consecuencia de la “liberación”
de propiedades de sus ocupantes, diversos tipos de pequeños comercios e industrias. “Hay una distan-
cia de casi el mil por ciento entre la renta obtenida con un espacio fabril y la recibida por un espacio de
oficinas de primera categoría. Con el mero cambio del uso de la tierra, el capital de un individuo puede
incrementar muchas veces su valor. En la actualidad, el rendimiento de un bono estadounidense a largo
plazo está en el orden del seis por ciento”.7
Detrás de esta explicación “conspirativa” más general está, como veremos, una conspiración más
específica y local cuyos investigadores se mencionarán a su debido tiempo. Pero esta explicación par-
ticular, en este nivel de generalidad, en realidad tiende a confirmar una idea más verdaderamente mar-
xista sobre la “lógica del capital” y en especial sobre la relación causal de estos desarrollos inmobiliarios
con una noción (relativamente cíclica) del momento del capital financiero, que me interesa en el pre-
sente contexto. Salvo una excepción, que se identificará en la segunda teoría de la conspiración y a la
que nos referiremos más adelante, Fitch no está interesado en el nivel cultural de estos desarrollos o en
el tipo de arquitectura o estilo arquitectónico que podría acompañar un despliegue del capital finan-
ciero. Éstos son presuntamente epifenómenos superestructurales que es habitual desechar cuando se
desacreditan análisis de esta clase, o que éstos tienden a ver como una especie de pantalla de humo
cultural e ideológica de los verdaderos procesos (en otras palabras, una apología implícita de ellos).
Volveremos más adelante a este problema central de la relación entre el arte o la cultura y la economía.
Por el momento, lo que hay que señalar es que los conceptos de “tendencias” o la inevitabilidad de
la lógica del capital no dan una imagen completa —y ni siquiera adecuada— de la visión marxista de
estos procesos: lo que falta es la idea crucial de la contradicción. Puesto que la noción misma de ten-
dencias en la inversión, la fuga de capitales, el alejamiento del capital financiero de las manufacturas y

Sólo uso con fines educativos 306


su vuelco hacia la especulación con la tierra, es inseparable, de las contradicciones que producen estas
desiguales posibilidades de inversión en todo este campo, pero también, y sobre todo, de la imposi-
bilidad de resolverlas. En realidad, eso es exactamente lo que Fitch muestra con sus impresionantes
estadísticas sobre los índices de espacios desocupados en la nueva construcción especulativa de edi-
ficios de oficinas: el reencauzamiento de las inversiones en esa dirección tampoco resuelve nada, ya
que antes que nada destruyó el tejido urbano que podría haber producido nuevas ganancias (y un cre-
cimiento del empleo) en esos espacios. Naturalmente, también podría haber una satisfacción narrativa
en este resultado (“los frutos del pecado”); pero desde el punto de vista de Fitch, está suficientemente
claro que la perspectiva de contradicciones inevitables —que podrían fortalecer una concepción bas-
tante diferente de las posibilidades de la acción política— es igualmente incompatible con el tipo de
activismo que él tiene en mente.
En esta etapa, ya tenemos varios niveles de abstracción: en el extremo más enrarecido, una con-
cepción de la preponderancia del capital financiero en la actualidad, que Giovanni Arrighi nos redefinió
útilmente como un momento del desarrollo histórico del capital como tal.8 Arrighi postula, en efecto,
tres etapas —primero, la implantación del capital en busca de inversiones en una nueva región; luego,
el desarrollo productivo de esa región en términos de industria y manufactura, y por último, una deste-
rritorialización del capital invertido en la industria pesada a fin de procurar su reproducción y multipli-
cación en la especulación financiera, tras lo cual ese mismo capital emprende la fuga hacia una nueva
región y el ciclo vuelve a empezar. Arrighi toma como punto de partida una frase de Fernand Braudel
—“la etapa de expansión financiera es siempre un signo otoñal”— y con ello inscribe su análisis del
capital financiero en una espiral, y no de una manera estática y estructural, como un rasgo permanente
y relativamente estable del “capitalismo” en todas partes. Pensar de otra forma es relegar los desarro-
llos económicos más sorprendentes de la era Reagan-Thatcher (desarrollos que también son culturales,
quiero agregar por mi parte) al reino de la pura ilusión y los epifenómenos; o considerarlos, como Fitch
parece hacerlo aquí, como los más simples y nocivos subproductos de una conspiración cuyas condi-
ciones de posibilidad siguen sin explicarse. El cambio desde las inversiones en la producción hacia la
especulación en la bolsa de valores, la globalización de las finanzas y —cosa que nos concierne espe-
cialmente aquí— el nuevo nivel alcanzado por un frenético compromiso con los valores inmobiliarios:
éstas son realidades con consecuencias fundamentales para la vida social de hoy (como lo demuestra
con tanto dramatismo el resto del libro de Fitch para el caso reconocidamente muy especial de Nueva
York); y el esfuerzo por teorizar esos nuevos rumbos dista mucho de ser un asunto académico.
Pero si tenemos esto presente, podemos volvernos al otro blanco polémico fundamental de Fitch,
que éste tiende a asociar con la vieja idea de Daniel Bell de una sociedad “postindustrial”, un orden
social en el que la dinámica clásica del capitalismo ha sido desplazada y tal vez hasta reemplazada por
la primacía de la ciencia y la tecnología, que ofrece ahora un tipo diferente de explicación del presunto
paso de una economía de producción a una economía de servicios. La crítica se concentra aquí, enton-
ces, en dos hipótesis no necesariamente relacionadas. Una postula una mutación poco menos que
estructural de la economía, que se aleja de la industria pesada en dirección a un sector de servicios
inexplicablemente masivo; con ello ofrece sostén ideológico a la elite de planificadores de Nueva York
que desean desindustrializar la ciudad y, por lo tanto, pueden encontrar ayuda y consuelo en la noción

Sólo uso con fines educativos 307


de la inevitabilidad histórica del “fin” de la producción en su sentido anterior. Pero la mercantilización
de los servicios también puede explicarse en un marco marxista (y ya en 1974 así lo hizo, proféticamen-
te, el libro de Harry Braverman, Trabajo y capital monopolista); no voy a llevar aquí ese punto más ade-
lante, particularmente porque la tendencia que Fitch tiene sobre todo en mente concierne a los trabaja-
dores de oficina de los rascacielos empresariales, más específicamente que a las industrias de servicios.
La segunda idea que él asocia con la de la presunta “sociedad postindustrial” de Bell tiene que ver
con la globalización y la revolución cibernética, y en el proceso golpea de refilón algunas descripcio-
nes contemporáneas muy eminentes de la nueva ciudad global o informacional (en particular las de
Manuel Castells y Saskia Sassen).9 Pero con seguridad no hace falta que el énfasis en las nuevas tecno-
logías de la comunicación implique un compromiso con la conocida hipótesis de Bell sobre un cambio
en el modo mismo de producción. El reemplazo de la energía hidráulica por el gas y más adelante por
la electricidad entrañó mutaciones trascendentales en la dinámica espacial del capitalismo, así como en
la naturaleza de la vida diaria, la estructura del proceso laboral y la constitución misma del tejido social:
pero el sistema siguió siendo capitalista. Es cierto que en años recientes ha surgido toda una abigarrada
ideología de lo comunicacional y lo cibernético, merecedora de una confrontación teórica, un análisis
ideológico y crítico, y a veces hasta de una franca deconstrucción. Por otro lado, la descripción del capi-
tal elaborada por Marx y tantos otros desde los días de éste puede dar perfecta cabida a los cambios
en cuestión; y en efecto la principal función de la dialéctica misma es coordinar dos aspectos o caras
de la historia que de lo contrario estamos mal preparados para pensar: a saber, identidad y diferencia
a la vez, la forma en que una cosa puede cambiar y a la vez seguir siendo la misma, sobrellevar las más
pasmosas mutaciones y expansiones y constituir no obstante el funcionamiento de alguna estructura
básica y persistente. En efecto, se puede sostener, como lo han hecho algunos, que el período contem-
poráneo, que incluye todas estas innovaciones espaciales y tecnológicas, puede aproximarse al modelo
abstracto de Marx más satisfactoriamente que las sociedades aún semiindustriales y semiagrícolas de
sus propios días.10 Con más modestia, sin embargo, yo quiero sugerir simplemente que cualquiera sea
la verdad histórica de la hipótesis sobre la revolución cibernética, es suficiente constatar una difundida
creencia en ella y sus efectos, no meramente por parte de las elites sino también de las poblaciones de
los estados del Primer Mundo, porque dicha creencia constituye un hecho social de la mayor importan-
cia, que no puede desecharse como un puro error. En ese caso, también hay que ver dialécticamente la
obra de Fitch, como un esfuerzo por restaurar la otra parte de la famosa frase y recordarnos que es la
gente quien todavía hace esta historia, aunque la haga “en circunstancias que no son de su elección”.
En consecuencia, debemos examinar un poco más detalladamente la cuestión de las personas que
hicieron la historia espacial de Nueva York, lo que nos lleva a la conspiración interna o más concreta
que Fitch desea revelarnos dramáticamente, con los nombres de los involucrados y una descripción de
sus actividades. Ya hemos señalado un nivel del operativo, el de los planificadores de la ciudad, que
también forman parte del círculo de su elite financiera y empresaria; y en este punto Fitch, ciertamente,
menciona nombres y da una breve descripción de algunas de las carreras de los actores; pero en un
nivel todavía relativamente colectivo, en que estas personalidades biográficas concretas representan
aún una dinámica general de clase. No parece injusto invocar una vez más lo dialéctico al señalar que,
en la medida en que Fitch desea apelar al activismo de la gente en su programa político por la rege-

Sólo uso con fines educativos 308


neración de Nueva York, también se ve obligado a identificar a determinadas personas del otro lado y
convalidar su afirmación de que los individuos todavía pueden realizar cosas en la historia demostran-
do de manera similar que ya lo han hecho y nos trajeron hasta este lamentable trance por medio de su
agenciamiento como personas privadas (y no como clases desencarnadas).
Irónicamente —y es una ironía que él mismo señala—, hay un precedente para dicha versión de
una conspiración específicamente individual contra la ciudad, que radica en la identificación de Robert
Moses como el agente y villano fundamental en sus transformaciones, en una descripción que debe-
mos a la extraordinaria biografía de Robert Caro, The Powerbroker. Dentro de un momento veremos por
qué Fitch necesita resistirse a ella, cuando sugiere que su función es hacer de Moses el chivo expiatorio
de estas tendencias: “En retrospectiva, resultará que la mayor realización civil de Moses no fueron el
Coliseum o Jones Beach sino hacerse cargo de los fracasos de dos generaciones de planificadores de
Nueva York”.11 Bastante justo: todo nivel causal invita a cavar más profundamente en busca de otro y
nos hace retroceder un paso, para construir un “nivel causal” más fundamental por detrás de él: ¿fue
Moses realmente un actor histórico mundial, actuaba realmente por cuenta propia, etcétera? Y es cier-
to que detrás de las abigarradas descripciones de Caro asoma en definitiva una dimensión puramente
psicológica: porque Moses era así, porque ambicionaba poder y actividad, porque tenía el genio para
prever todas las posibilidades, etcétera. La crítica implícita de Fitch, sin embargo, es más reveladora (y
también habla en contra de su propia versión última del relato): el individuo privado Moses no es sufi-
cientemente representativo para cargar con todo el peso de la historia, que exige un agente que sea a
la vez individual y representativo de la colectividad.
Que entre en escena Nelson Rockefeller: porque es él o, mejor, la misma familia Rockefeller como
grupo de individuos, quien ofrecerá ahora la clave de la historia de misterio y servirá como centro de la
nueva versión que da Fitch del relato. Resumiré rápidamente esta nueva e interesante historia: comien-
za con un desastroso error por parte de la familia Rockefeller (y más particularmente de John D. Rocke-
feller Jr.), que iba a tomar en arriendo por veintiún años un predio de la Universidad de Columbia en
medio de la ciudad, donde hoy se levanta el Rockefeller Center: estamos en 1928, y desde esa fecha,
nos dice Fitch, “hasta 1988, cuando les pasaron el Rockefeller Center a los japoneses, entender lo que
quieren los Rockefeller es un prerrequisito para comprender en qué se convierte la ciudad”.12 Es necesa-
rio que fundemos ese entendimiento en dos cosas: primero, en los comienzos el Rockefeller Center es
un fracaso, reflejado, en el hecho de que durante la década del treinta sus índices de ocupación oscilan
sólo entre “el treinta y el sesenta por ciento”13 debido a su posición excéntrica en medio de la ciudad;
muchos de los inquilinos eran pares con quienes los Rockefeller habían hecho arreglos especiales para
atraerlos (u obligarlos, según fuera el caso). “Fue Nelson quien tuvo que digerir los resultados del estu-
dio de tránsito encargado por la familia para averiguar por qué el Rockefeller Center estaba vacío. El
principal motivo, explicaron los consultores, era que carecía de acceso al tránsito masivo. Estaba dema-
siado lejos de Times Square. Demasiado lejos de Grand Central. El tránsito masivo era la clave para un
proyecto de oficinas saludable, y el automóvil lo estaba matando”.14 Como ya lo indicamos, la motiva-
ción detrás de un proyecto de este tipo reside en el fabuloso incremento del valor de la propiedad pro-
yectada: pero ante las circunstancias combinadas del muy escaso índice de ocupación y las obligacio-
nes del arriendo con Columbia, los Rockefeller son incapaces de concretar estas perspectivas futuras.

Sólo uso con fines educativos 309


El segundo hecho crucial, de acuerdo con Fitch, debe documentarse en el testimonio de Richard-
son Dillworth en la audiencia de confirmación vicepresidencial de Nelson Rockefeller en 1974,15 que no
sólo reveló “que la mayor parte de la riqueza de la familia, valuada en 1.300 millones de dólares, pro-
venía de la zona media de la ciudad, es decir, las acciones en el Rockefeller Center”, sino también hasta
qué punto en esos momentos la fortuna familiar había “menguado de manera espectacular”, reduc-
ción que a mediados de la década del setenta “llegaba a los dos tercios”. De tal modo, esta inversión
inmobiliaria en particular señala una crisis desesperada en la fortuna de los Rockefeller, una crisis que
sólo hay cuatro maneras de superar: la modificación en su favor del arriendo con Columbia (cosa que
la universidad, bastante comprensiblemente, no estaba dispuesta a aceptar), o bien su rescisión total,
con pérdidas desastrosas. Una tercera posibilidad era que la misma familia desarrollara adecuadamente
el área inmediatamente circundante al Centro: una solución que en sustancia significaba agregar una
gran cantidad de dinero al ya malamente invertido. O bien, por último, dado que “los otros obstáculos
parecían insuperables sin cambiar la estructura de la ciudad [...], fue precisamente esto lo que la fami-
lia se dispuso a hacer. En última instancia, los funcionarios municipales demostraron ser mucho más
fáciles de manipular que los síndicos de la Universidad de Columbia o las terceras partes del mercado
inmobiliario”.16 Es una propuesta imponente y prometeica: cambiar el mundo entero para dar cabida al
yo; hasta Fitch se siente un poco amedrentado ante su propio atrevimiento. “¿Cómo podía una familia
[cuyas realizaciones cívicas y culturales ya se habían enumerado] estar totalmente obsesionada con un
esfuerzo tan mezquino como alejar a los vendedores de salchichas más allá de la calle 42?” “Debe admi-
tirse que una explicación que se base en la conducta de una sola familia parece muy poco sólida. [...]
Los deterministas históricos doctrinarios insistirán naturalmente en que Nueva York sería ‘exactamente
la misma’ sin los Rockefeller”. “Concentrarse en la familia puede molestar a los marxistas académicos,
para quienes el capitalista es meramente la personificación de un capital abstracto y que creen, aus-
teramente, que cualquier discusión sobre los individuos en el análisis económico representa una fatal
concesión al populismo y el empirismo”. Y así sucesivamente.17
Al contrario, Fitch nos da aquí una demostración de libro de texto de la “lógica del capital” y en
especial de la hegeliana “astucia de la Razón” o “astucia de la Historia” por la que un proceso colectivo
utiliza a los individuos para sus propios fines. La idea proviene del temprano estudio de Hegel sobre
Adam Smith y es de hecho una transposición de la bien conocida identificación de la “mano invisible”
del mercado por parte de este último. Los análisis de la versión de Hegel suponen en su mayoría que la
distinción crucial es aquí la existente entre acción consciente y significado inconsciente; a mí me pare-
ce mejor postular una disyunción radical entre el individuo (y los significados y motivos de la acción
individual) y la lógica de lo colectivo o de la historia, de lo sistémico. Desde su punto de vista —y según
la interpretación del propio Fitch—, los Rockefeller eran muy conscientes de su proyecto, que era com-
pletamente racional. En cuanto a las consecuencias sistémicas, tenemos la libertad de suponer, desde
luego, que no podían preverlas e incluso que ni siquiera les importaban. Pero según la lectura dialéc-
tica, esas consecuencias son parte integrante de una lógica sistémica que es radicalmente diferente de
la lógica de la acción individual, con la que sólo contadas veces, y con gran esfuerzo, puede coincidir
dentro de los límites problemáticos de un único pensamiento.
En este punto es necesario que haga una breve digresión sobre las posiciones filosóficas que

Sólo uso con fines educativos 310


están en juego aquí. Hegel era muy consciente de la posibilidad o, como lo llamaríamos hoy, la contin-
gencia;18 y siempre prevé una contingencia necesaria en sus relatos sistémicos más amplios, que, sin
embargo, no siempre insisten explícitamente en ella, de modo que puede excusarse al lector ocasional
por pasar por alto el compromiso de Hegel al respecto. No obstante, en el nivel de la posibilidad y la
contingencia los procesos sistémicos distan mucho de ser inevitables; se los puede interrumpir, cortar
en flor, desviar, desacelerar, etcétera. Recuérdese que la perspectiva de Hegel es una retrospección, que
sólo procura redescubrir la necesidad y el significado de lo que ya sucedió: el famoso búho de Miner-
va que vuela al anochecer. Tal vez, y dado que los historiadores contemporáneos redescubrieron con
tanto deleite el papel constitutivo de la guerra en la historia, pueda ser apropiada una analogía militar:
las “condiciones que no son de nuestra creación” pueden identificarse entonces como la situación mili-
tar, el terreno, la disposición de las fuerzas y cosas por el estilo; en la síntesis perceptiva, el individuo
organiza luego todos los datos en un campo unificado en el que se tornan visibles las opciones y las
oportunidades. Este último es el ámbito de la creatividad individual con respecto a la historia y, como
veremos más adelante, es tan válido para la creación artística y cultural como para los capitalistas indi-
viduales.19 Un movimiento colectivo de resistencia se ubica en un nivel un tanto diferente, aun cuando
hay momentos célebres en que determinados líderes también tienen justamente tales percepciones
estratégicas y tácticas de la posibilidad. Pero la astucia de la historia va en ambas direcciones; y si los
capitalistas individuales pueden ser a veces instrumentales en el trabajo de su propia destrucción (el
deterioro de Nueva York no es un mal ejemplo), en ocasiones también los movimientos de izquierda
promueven inadvertidamente la “causa” de sus adversarios (al impulsarlos a la búsqueda de innovacio-
nes tecnológicas, por ejemplo). Una concepción satisfactoria de la política es aquella en que tanto lo
sistémico como lo individual están en cierto modo coordinados (o, si lo prefieren, y para usar un eslo-
gan popular que Fitch a menudo parodia aquí, en que de una u otra manera lo global y lo local están
reconectados).
Pero ahora es necesario que nos movamos más rápidamente en dos direcciones a la vez (quizás
éstas sean efectivamente cierta versión de lo sistémico y lo local): un camino nos conduce hacia los
edificios mismos individualmente considerados; el otro, a un examen más profundo del capital finan-
ciero y la especulación con la tierra, del que cabe suponer que a la larga nos llevará a ese intrincado
problema teórico que la tradición marxista designa pintorescamente como “renta del suelo”. El edificio
o, más bien, el complejo de edificios asoma primero, y lo mejor es respetar su inevitabilidad. Se trata,
desde luego, del Rockefeller Center: la apuesta en todas estas maniobras y el objeto de buena canti-
dad de interesantes análisis arquitectónicos. Fitch parece relativamente absorto en tales discusiones:
“El equivalente arquitectónico moderno de una catedral medieval”, cita a Carol Krinsky, y corrige esta
evaluación aparentemente positiva con la percepción que Douglas Heskell tiene del Centro como “un
gigantesco túmulo mortuorio”, antes de lavarse las manos con respecto al asunto: “No hay forma de
confirmar o invalidar los valores simbólicos percibidos”.20 Creo que en esto se equivoca: sin duda hay
modos de analizar esos “valores simbólicos percibidos” como hechos sociales e históricos (no sé qué
pueden querer decir aquí “confirmar” o “invalidar”). Lo que sí resulta más claro es que a Fitch no le
interesa hacerlo, y que en términos de su propio análisis el glaseado cultural tiene bastante poco que
ver con los ingredientes utilizados para hacer la torta (junto con la disponibilidad de hornos, etcétera).

Sólo uso con fines educativos 311


Curiosamente, esta disyunción de valor simbólico y actividad económica también es señalada por la
obra de uno de los más sutiles y complejos teóricos contemporáneos de la arquitectura, Manfredo Tafu-
ri, quien dedicó toda una monografía al contexto en que debe evaluarse el Centro.
El método interpretativo de Tafuri puede describirse de la siguiente manera: la premisa es que, al
menos en esta sociedad (bajo el capitalismo), un edificio individual siempre estará en contradicción
con su contexto urbano y también con su función social. Los edificios interesantes son los que tratan
de resolver esas contradicciones mediante innovaciones formales y estilísticas más o menos ingeniosas.
Las resoluciones terminan necesariamente en un fracaso, porque se mantienen en un ámbito estético
que está desvinculado del marco social del que emanan dichas contradicciones; y también porque el
cambio social o sistémico tendría que ser total y no gradual. De modo que los análisis de Tafuri tienden
a ser una letanía de fracasos y las “resoluciones imaginarias” se describen con frecuencia en un elevado
nivel de abstracción, lo que da la imagen de una interacción de “ismos” o estilos desencarnados, cuya
restauración a la percepción concreta se deja en manos del lector.
En el caso del Rockefeller Center, sin embargo, es muy posible que enfrentemos un redoblamien-
to de esta situación: puesto que Tafuri y sus colegas, a cuyo volumen colectivo The American City aludo
aquí, también parecen pensar que la situación de la ciudad norteamericana (y los edificios a construir-
se en ella) es en cierto modo doblemente contradictoria. La ausencia de un pasado, las oleadas inmi-
gratorias, la construcción a partir de una página en blanco: éstos son rasgos en que ciertamente cabe
esperar la insistencia del observador italiano. Pero éste contradice a los norteamericanos dos veces
más, los condena doblemente, por así decirlo, porque, además, sus muy formales materias primas son
estilos tomados de Europa, que sólo pueden coordinar y amalgamar de diversas maneras, sin ser capa-
ces, al parecer, de inventar ninguna nueva. En otras palabras, la invención de lo Nuevo ya es imposible
y contradictoria en el contexto general del capitalismo; pero el eclecticismo de un juego de esos esti-
los ya imposibles en los Estados Unidos reitera entonces esa imposibilidad y esas contradicciones a la
distancia.
El análisis que hace Tafuri del Rockefeller Center se inserta en una discusión más amplia sobre el
valor simbólico del rascacielos norteamericano, que al principio constituye “un organismo que, por su
misma naturaleza, desafía todas las reglas de la proporción” y desea con ello elevarse por encima de la
ciudad y contra ella como un “acontecimiento único”.21 No obstante, a medida que progresan la ciudad
industrial y su organización corporativa, “el rascacielos como un ‘acontecimiento’, como un ‘individuo
anárquico’ que, al proyectar su imagen en el centro comercial de la ciudad, crea un equilibrio inestable
entre la independencia de una única corporación y la organización del capital colectivo, ya no parece
ser una estructura completamente adecuada”.22 Cuando sigo la compleja y detallada historia que Tafuri
describe entonces (que va desde el concurso por el edificio del Chicago Tribune en 1922 hasta la cons-
trucción del mismo Rockefeller Center a principios de la década del treinta), me parece estar leyendo
una narración dialéctica en que el rascacielos evoluciona apartándose de su estatus de “acontecimiento
único”para acercarse a una nueva concepción del enclave, dentro de la ciudad pero al margen de ella,
reproduciendo algo de su complejidad en una escala más pequeña: en el fracaso de su intento de com-
prometer el tejido urbano de una manera novedosa e innovadora, la “montaña encantada” está conde-
nada a convertirse en una ciudad en miniatura dentro de la ciudad y a abandonar así la contradicción

Sólo uso con fines educativos 312


fundamental que se la convocaba a resolver. El Rockefeller Center actuará ahora como el clímax de esta
tendencia.

En el Rockefeller Center (1931-1940), finalmente se llevaron a una síntesis las ideas anticipa-
torias de Saarinen, los programas del Plan Regional de Nueva York, las imágenes de Ferriss y
las diversas búsquedas de Hood. Esta afirmación es cierta a pesar del hecho de que el edificio
estaba completamente divorciado de cualquier concepción regionalista e ignoraba exhausti-
vamente toda consideración urbana más allá de los tres lotes de la parte media de la ciudad
en que iba a levantarse el complejo. Se trataba, de hecho, de una síntesis selectiva, cuya signifi-
cación radica precisamente en sus elecciones y rechazos. De la costanera del lago en Chicago,
de Saarinen, el Rockefeller Center sacó su escala ampliada y la unidad coordinada de un com-
plejo de rascacielos relacionado con un espacio abierto con servicios para el público. Del gusto
recientemente desarrollado por el estilo internacional aceptó la pureza de volúmenes, sin
renunciar, no obstante, a los enriquecimientos Art Déco. De las imágenes del nuevo Manhattan
de Adams, extrajo el concepto de una concentración contenida y racional, un oasis de orden.
Por otra parte, todos los conceptos aceptados se despojaron de cualquier carácter utópico; el
Rockefeller Center no impugnó en modo alguno las instituciones establecidas o la dinámica
vigente de la ciudad. En efecto, ocupó su lugar en Manhattan como una isla de “especulación
equilibrada” y destacó de todas las formas posibles su carácter de intervención cerrada y cir-
cunscripta, que pretendía, no obstante, servir como modelo.23

Ahora, la interpretación alegórica resulta más clara: el Centro fue “un intento de celebrar la recon-
ciliación de los trusts y la colectividad en una escala urbana”.24 Ésta, y no el relumbrón cultural, es la
significación simbólica del edificio; y su juego ecléctico de estilos —para Tafuri una decoración tan
superficial como para Fitch— tiene la función de significar la “cultura colectiva” a su público general
y documentar la pretensión del Centro de abordar intereses públicos, así como de afirmar objetivos
empresariales y financieros.
Antes de referirnos a otro análisis conexo y aún más contemporáneo del Rockefeller Center,
sin embargo, tal vez valga la pena recordar el valor emblemático del Centro para la misma tradición
modernista. En efecto, el complejo figura de manera preponderante en el que con seguridad fue
durante muchos años el texto y la exposición ideológica fundamentales del modernismo arquitectóni-
co, a saber, Space, Time and Architecture de Siegfried Giedion, que, al promover una nueva estética del
tiempo y del espacio en la estela de Le Corbusier a fin de inventar una alternativa contemporánea via-
ble a la tradición barroca de la planificación urbana, vio los catorce edificios asociados del Centro como
un intento único de implantar una nueva concepción del diseño urbano dentro de la opresión (para él
intolerable) de la grilla de Manhattan. Los catorce edificios originales ocupaban “una superficie de casi
tres manzanas (alrededor de cinco hectáreas) [...] recortadas de la cuadrícula de Manhattan”. Estos edi-
ficios, de diversas alturas, de los cuales al menos uno, el de RCA, es un rascacielos de unos setenta pisos
en forma de placa, “están libremente dispuestos en el espacio y encierran una superficie abierta, la Roc-
kefeller Plaza, que en invierno se usa como pista de patinaje sobre hielo”.25
A la luz de lo que se ha dicho, no sería inapropiado caracterizar el concepto de espacio-tiempo de

Sólo uso con fines educativos 313


Giedion, al menos en el contexto estadounidense, como una estética a lo Robert Moses, en la medida
en que sus principales ejemplos son los primeros paseos arbolados (flamantes en este período), cuya
experiencia cinética celebra: “Subir y bajar las extensas y vastas pendientes producía una vivificante
sensación dual, la de estar conectado con el suelo y, no obstante, planear justo por encima de él, una
sensación que se parecía más que ninguna otra cosa a la de deslizarse velozmente cuesta abajo con
esquíes sobre la nieve intacta de las laderas de las altas montañas”.26
La desolación de las lecturas de Tafuri siempre se derivó de la ausencia principista en su obra de
toda posible estética futura, cualquier solución fantaseada a los dilemas de la ciudad capitalista, todo
sendero vanguardista gracias al cual el arte pudiera tener la esperanza de contribuir a una transforma-
ción mundial que para él sólo podía ser económica y política. Naturalmente, el movimiento moderno se
refería precisamente a todas estas cosas, y el concepto de espacio-tiempo de Giedion, hoy tan distante
de nosotros y evocativo de una época pasada, fue un intento influyente de sintetizar sus diversas ten-
dencias.
Implicaba una trascendencia de la experiencia individual que presumiblemente también prometía
su expansión en el mundo del automóvil y el avión. Así, Giedion afirma lo siguiente sobre el Rockefeller
Center:

nada nuevo o significativo puede observarse al examinar un plano del lugar. La planta hori-
zontal no revela nada [...]. El ordenamiento y la disposición reales de los edificios sólo pueden
verse y comprenderse desde el aire. Una imagen aérea revela que los diversos edificios altos
están diseminados en un ordenamiento abierto [...] como las aspas de un molino, y los diferen-
tes volúmenes se sitúan de manera tal que sus sombras respectivas tocan lo menos posible a
los demás. [...] Al desplazarnos por la Rockefeller Plaza en medio de los edificios, tomamos con-
ciencia de nuevas e inhabituales interrelaciones entre ellos. No hay una posición única desde
la que se los puede captar o abarcar en una sola visión. [...] [Esto produce] un extraordinario y
novedoso efecto, en cierto modo como el de una esfera giratoria con facetas espejadas en un
salón de baile, donde esas facetas reflejan remolineantes manchas de luz en todas las direccio-
nes y de todas las dimensiones.27

No es éste el lugar para evaluar más generalizadamente la estética modernista, sino más bien el
momento de señalar que —cualquiera sea el valor del entusiasmo estético de Giedion— parece haber
sido barrida por la proliferación de edificios y espacios semejantes a través de todo Manhattan: o acaso
haya que decirlo negativamente y sugerir que la euforia modernista dependió de la escasez relativa de
esos nuevos proyectos, espacios y construcciones: el Rockefeller Center es para la década del treinta, y
para Giedion en ese momento, un novum, algo que ya no es para nosotros.
Cuando este espacio está completa y excesivamente construido, como hoy en día, surge la nece-
sidad de un tipo bastante diferente de estética que, como hemos visto, Tafuri se niega a proporcionar.
Pero lo que éste deplora y Giedion todavía no prevé —un caos de edificios y congestión—, toca a la
originalidad de Rem Koolhaas celebrar y abarcar. Así, Delirious New York da una bienvenida entusiasta
a las contradicciones que Tafuri denuncia y hace de esta resuelta adopción de lo irresoluble una nueva

Sólo uso con fines educativos 314


estética, muy diferente de la de Giedion: una estética para la cual, sin embargo, el Rockefeller Center
vuelve a erigirse en una lección singularmente central.
La lectura que Koolhaas hace del Centro se inserta, desde luego, en su proposición más general
sobre la estructura facilitadora de la cuadrícula de Manhattan; pero lo que quiero subrayar aquí es la
especificidad con que puede dotar a la formulación todavía muy abstracta de Tafuri sobre la contra-
dicción fundamental (hasta donde puedo verlo, las dos discusiones son completamente independien-
tes entre sí y carecen de referencias cruzadas). Puesto que ahora ésta se convierte en la “esquizofrenia”
interna de Raymond Hood tal como se expresa, por ejemplo, en su impertinente combinación de un
inmenso garaje con la solemnidad de una enorme casa de oración en Columbus, Ohio, que hace de él
el instrumento hegeliano más adecuado para la “astucia de la Razón” de Manhattan, ya que le permite
“simultáneamente deducir energía e inspiración de Manhattan como fantasía irracional y establecer sus
teoremas sin precedentes en una serie de pasos estrictamente racionales”; 28 o, para tomar una formu-
lación levemente diferente, lograr un artefacto (en este caso el edificio McGraw-Hill) que “parece un
incendio enfurecido en el interior de un iceberg: el incendio del manhattanismo dentro del iceberg del
modernismo”.29
Pero la descripción más definitiva de la oposición postulará el término “congestión”, junto con su
novedosa solución en la “ciudad dentro de la ciudad” de Hood, a saber, “resolver la congestión crean-
do más congestión” e interiorizarla dentro del mismo complejo edificio.30 El concepto de congestión
condensa ahora varios significados diferentes: uso y consumo, lo urbano, pero también la explotación
empresarial de las parcelas, el tránsito junto con la renta del suelo, pero también la puesta en primer
plano de lo colectivo o popular, la apelación populista. Puede verse que es en sí mismo la mediación
entre todos estos rasgos hasta aquí distintos del fenómeno y el problema; así como la especificación
más general de Koolhaas sirve como mediación entre las abstracciones de Tafuri y una consideración
del complejo edilicio concreto en términos arquitectónicos o comerciales. El otro término de la antítesis
se formula menos definitivamente, tal vez debido a que corre el peligro de adherir al gusto o la estéti-
ca del Centro: en la descripción de Koolhaas, a veces es simplemente la “belleza” (“la paradoja de una
máxima congestión combinada con una máxima belleza”),31 así como en Tafuri con frecuencia es sen-
cillamente la “espiritualidad”. Pero resulta bastante claro que este mismo gesto dirigido hacia el reino
cultural y su función como “signo” o connotación barthesianos puede prolongarse y especificarse de
manera acumulativa. La operación crucial es el establecimiento de una mediación capaz de traducción
en una u otra dirección: tan apta para funcionar como caracterización de los determinantes económi-
cos de esta construcción dentro de la ciudad como para ofrecer orientaciones al análisis estético y la
interpretación cultural.
Dicho de otra manera, estos análisis parecen exigir y eludir a la vez el tradicional interrogante aca-
démico sobre lo estético, a saber, el del valor. En cuanto obra de arte, ¿cómo debe juzgarse el Rockefe-
ller Center? En efecto, ¿tiene esta pregunta siquiera alguna relevancia en el contexto actual? Tanto Tafuri
como Koolhaas centran sus discusiones en el acto del arquitecto mismo: en lo que enfrenta en la situa-
ción, para no mencionar las materias primas y las formas; en las contradicciones más profundas que en
cierto modo debe resolver para construir algo, y en especial en la tensión entre el tejido o la totalidad
urbana y el edificio o monumento individuales (en este caso, el papel y la estructura singulares del ras-

Sólo uso con fines educativos 315


cacielos). Se trata de un análisis que puede ser de dos filos, como la hoy venerable fórmula de los sapos
imaginarios en los jardines reales; o, como le gustaba expresarlo a Kenneth Burke, la interesante pecu-
liaridad del eslogan “acto simbólico” es que uno puede y debe elegir su énfasis de una manera necesa-
riamente binaria. Así, la obra puede resultar ser un acto simbólico, una forma real de praxis en el reino
simbólico; pero también podría demostrar ser un acto meramente simbólico, un intento de actuar en
un ámbito en que la acción es imposible y no existe como tal. Tengo entonces la impresión de que para
Tafuri, el Rockefeller Center es esto último, un acto meramente simbólico que fracasa necesariamente
en la resolución de sus contradicciones; en tanto que para Koolhaas, la fuente de la emoción estética
es la acción creativa y productiva dentro de lo simbólico. Pero en ambas versiones, el problema tal vez
sea simplemente que estamos frente a un conjunto de edificios malos o a lo sumo mediocres: de modo
que la cuestión del valor está entonces fuera de lugar y excluida desde el inicio. No obstante, en este
contexto, en el cual el edificio individual procura de algún modo garantizar su lugar dentro de lo urba-
no y de una ciudad real ya existente, ¿es posible que todos los edificios sean malos, o al menos fracasos
en este sentido? ¿O la estética del edificio individual debe desvincularse radicalmente del problema de
lo urbano, de forma tal que los problemas planteados por cada uno correspondan a compartimentos
separados (¿o me atrevo a decir departamentos separados?) y permanezcan en ellos?
Pero ahora quiero pasar brevemente a la otra cuestión básica, la de la “renta del suelo” antes de
hacer algunas hipótesis sobre la relación entre arquitectura y capital financiero en la actualidad. En el
mejor de los casos, el problema del valor de la tierra planteaba dificultades casi insuperables a la eco-
nomía política clásica, en gran parte porque en ese período (los siglos XVIII y XIX) el proceso por el cual
se convertían en mercancías y privatizaban propiedades tradicionales y a menudo colectivas, a medi-
da que se desarrollaba el capitalismo occidental, estaba sustancialmente incompleto: y esto incluía la
tendencia histórica y estructural básica hacia la mercantilización del trabajo agrícola o, en otras pala-
bras, la transformación de los campesinos en trabajadores agrícolas, un proceso mucho más completo
hoy que en la época de Marx, para no mencionar la de Ricardo. Pero la eliminación del campesinado
como clase o casta feudal no es igual a la eliminación del problema de los valores de la tierra y la renta
del suelo. Debo rendir homenaje aquí a The Limits of Capital, de David Harvey, que no sólo es uno de
los más lúcidos y satisfactorios intentos recientes de describir el pensamiento económico de Marx, sino
también el único, quizás, que aborda el espinoso problema de la renta del suelo en él, cuyo análisis fue
interrumpido por la muerte, por lo que Engels redactó a toda prisa su versión póstuma a fin de publi-
carla. No quiero meterme en la teoría sino informar únicamente que, de acuerdo con la magistral revi-
sión y reteorización de Harvey (que nos ofrece una descripción plausible del esquema más complicado
que tal vez habría elaborado Marx de haber vivido), tanto la renta del suelo como el valor de la tierra
son esenciales para la dinámica del capitalismo y también representan para él una fuente de contradic-
ciones: si una inversión demasiado grande se inmoviliza en la tierra, hay inconvenientes; si se supone
que esa inversión está fuera de la cuestión, hay inconvenientes igualmente graves en otra dirección. De
modo que el momento de la renta del suelo, y el del capital financiero que se organiza en torno de él,
son elementos estructurales permanentes del sistema, que a veces asumen un papel secundario y caen
en la insignificancia y a veces, como en el período actual, pasan al primer plano como si fueran el prin-
cipal sitio de la acumulación capitalista.

Sólo uso con fines educativos 316


Pero mi recurso a Harvey se debe sobre todo a su descripción de la naturaleza del valor en la tierra;
ustedes recordarán, o pueden deducir fácilmente, que si la tierra tiene un valor, éste no puede explicar-
se mediante ninguna teoría del trabajo. El trabajo puede agregar valor en la forma de mejoras; pero no
es posible imaginarlo como la fuente del valor de la tierra como lo es del que tiene la producción indus-
trial. Pero la tierra, no obstante, tiene un valor: ¿cómo explicar esta paradoja? Harvey sugiere que para
Marx el valor de la tierra es algo así como una ficción estructuralmente necesaria. Y en efecto lo llama
precisamente así, en la expresión clave de “capital ficticio”, “un flujo de capital monetario no respalda-
do por ninguna transacción de mercancías”.32 Esto sólo es posible porque el capital ficticio se orienta
hacia la expectativa del valor futuro: y así, de una sola pincelada se revela que el valor de la tierra está
íntimamente relacionado con el sistema crediticio, la bolsa y el capital financiero en general: “En tales
condiciones, la tierra es tratada como un puro activo financiero que se compra y se vende de acuerdo
con la renta que produce. Como todas esas formas de capital ficticio, lo que se comercia es un derecho
a ingresos futuros, lo que equivale a futuras ganancias obtenidas por el uso de la tierra o, más directa-
mente, un derecho al trabajo futuro”.33
Ahora, nuestra serie de mediaciones está completa, o al menos más completa que antes: el tiem-
po y una nueva relación con el futuro como un espacio de necesaria expectativa de acumulación de
ingresos y capital —o, si lo prefieren, la reorganización estructural del tiempo mismo en una especie de
mercado de futuros— son ahora el último eslabón en la cadena que conduce desde el capital financie-
ro, a través de la especulación con la tierra, a la estética y la producción cultural o, en otras palabras, en
nuestro contexto, a la arquitectura. Todos los historiadores de las ideas nos cuentan incansablemente
de qué manera, en la modernidad, el surgimiento de la modalidad de varios tiempos verbales futuros
no sólo desplaza el sentido anterior del pasado y la tradición, sino que también estructura esa nueva
forma de historicidad que es la nuestra. Los efectos son palpables en la historia de las ideas y también,
cabría pensar, más directamente en la estructura de la misma narrativa. ¿Puede teorizarse todo esto en
sus efectos sobre el campo arquitectónico y espacial? Por lo que sé, sólo Manfredo Tafuri y su colabora-
dor filosófico Massimo Cacciari mencionaron una “planificación del futuro”, que su discusión, sin embar-
go, limita al keynesianismo o, en otras palabras, al capital liberal y la socialdemocracia. Nosotros, empe-
ro, hemos postulado esta nueva colonización del futuro como una tendencia fundamental del propio
capitalismo, y la fuente perenne del perpetuo recrudecimiento del capital financiero y la especulación
con la tierra.
Es indudable que se puede empezar una exploración verdaderamente estética de estos temas con
una pregunta sobre la forma en que “futuros” específicos —ahora tanto en el sentido financiero como
en el temporal— llegan a ser rasgos estructurales de la arquitectura más reciente: algo así como una
obsolescencia planificada, si ustedes quieren, en la certeza de que el edificio ya no tendrá nunca un
aura de permanencia, sino que llevará en sus propias materias primas la ominosa certidumbre de su
futura demolición.
Pero es necesario que haga al menos un gesto en favor de la realización de mi programa inicial:
introducir la cadena de mediaciones que podrían conducir desde la infraestructura (especulación con
la tierra, capital financiero) hasta la superestructura (forma estética); tomaré el atajo de canibalizar
las maravillosas descripciones de Charles Jencks en su semiótica de lo que llama “modernidad tardía”

Sólo uso con fines educativos 317


(una distinción que no nos incumbirá particularmente en el presente contexto). En un principio, Jencks
nos permite ver cómo no hacerlo: valerse de la autorreferencia temática, como cuando el proyecto de
Anthony Lumsden para el Branch Bank en Bumi Daya “alude al patrón plata y un área de inversiones
donde posiblemente se encamine el dinero del banco”.34
Pero luego también señala al menos dos rasgos (y muy fundamentales, además) a los que bien
podría recurrirse para ilustrar algo de las alusiones formales aptas para un capitalismo tardío financie-
ro. El hecho de que éstos sean, como lo sostiene, desarrollos extremos de los rasgos de lo moderno,
enérgicas distorsiones que terminan volviendo esta obra en contra del espíritu mismo de lo moderno,
no hace más que reforzar el argumento general: el modernismo a la segunda potencia ya no parece en
absoluto modernismo, sino un espacio completamente distinto.
Los dos rasgos que tengo en mente son el “espacio isométrico extremo”35 y, sin duda aún más pre-
visiblemente, no sólo la fachada de cristal sino sus “volúmenes encerrados de cristal”.36 El espacio iso-
métrico, por muy derivado que sea del “plan libre” modernista, se convierte en el elemento mismo de
una delirante equivalencia, en la que no permanece ni siquiera el medio monetario, y no sólo los con-
tenidos sino también los marcos quedan ahora librados a metamorfosis incesantes: “El espacio intermi-
nable y universal de Mies se convertía en una realidad, donde funciones efímeras podían ir y venir sin
desarreglar la arquitectura absoluta por arriba y por debajo”.37 Los “volúmenes encerrados de cristal”
ilustran entonces otro aspecto de la abstracción del capitalismo tardío, la forma en que desmateriali-
za sin significar de ninguna manera tradicional la espiritualidad: “Descomponiendo la masa, la densi-
dad, el peso aparentes de un edificio de cincuenta pisos”, como lo expresa Jencks.38 La evolución de los
paneles “disminuye la masa y el peso a la vez que realza el volumen y el contorno: la diferencia entre
un ladrillo y un globo”.39 Lo que sería importante desarrollar es que ambos principios —rasgos de lo
moderno que luego se proyectan en mundos espaciales totalmente novedosos y originales por dere-
cho propio— ya no actúan de acuerdo con las anteriores oposiciones binarias modernas. El peso o la
corporización junto con su atenuación progresiva ya no plantean el no cuerpo o el espíritu como un
opuesto; del mismo modo, donde el plan libre postulaba la cancelación de un anterior espacio bur-
gués, el nuevo tipo isométrico infinito no cancela nada, sino que se desarrolla simplemente bajo su
propio impulso como una nueva dimensión. Sin pretender elaborar este aspecto, me sorprende que
la dimensión abstracta o la sublimación materialista del capital financiero gocen en parte de la misma
semiautonomía del ciberespacio.
“A la segunda potencia”: ésta es más o menos la fórmula en términos de la cual hemos imagina-
do cierta nueva lógica cultural más allá de la moderna; y la fórmula, por cierto, puede especificarse de
muchos modos diferentes: la connotación barthesiana, por ejemplo, o la reflexión sobre la reflexión,
con la única condición de que no se interprete que incrementa la magnitud de la “primera potencia”
como en las progresiones matemáticas. Probablemente la comparación de Simmel con el voyeurismo
no resuelva del todo el problema,40 en particular porque él sólo está frente a un “primer” capitalismo
financiero o capitalismo financiero “normal”, y no ante las formas más prominentes de abstracción pro-
ducidas por nuestra variedad actual, de las que parecen haber desaparecido hasta los objetos suscepti-
bles de placer voyeurista. De allí, sin duda, el resurgimiento de antiguas teorías del simulacro, conside-
rado como una abstracción procedente de un más allá de la imagen ya abstracta. La obra de Jean Bau-

Sólo uso con fines educativos 318


drillard es con seguridad la exploración más inventiva de las paradojas e imágenes residuales de esta
nueva dimensión de las cosas, que él todavía no identifica, según creo, con el capital financiero; y ya
mencioné el ciberespacio, una versión representacional más bien diferente de lo que no puede repre-
sentarse y, no obstante, es más concreto —al menos en la ciencia ficción ciberpunk, como la de William
Gibson— que las viejas abstracciones modernistas del cubismo o la propia ciencia ficción clásica.
Con todo, como sin duda estamos obsesionados por este espectro en particular, tal vez sea en el
relato de fantasmas —y especialmente en sus variedades posmodernas— donde pueda buscarse
alguna analogía muy provisional como conclusión. El relato de fantasmas, en efecto, es virtualmente
el género arquitectónico por excelencia, ya que está unido a habitaciones y edificios irremisiblemente
manchados con el recuerdo de sucesos horrendos, estructuras materiales en que el pasado literalmen-
te “pesa como una pesadilla en el cerebro de los vivos”. No obstante, así como el sentido del pasado y
de la historia siguió a la familia extensa en el camino del olvido, al faltar los mayores cuyas narraciones
pudieran por sí solas inscribirlo como un puro suceso en las mentes atentas de las siguientes genera-
ciones, también la renovación urbana parece en todas partes embarcada en el saneamiento de los anti-
guos corredores y alcobas a los que sólo un fantasma podría aferrarse. (El carácter encantado de los
sitios al aire libre, como las colinas de los ahorcados o los camposantos, parecería presentar una situa-
ción anterior, premoderna).
Empero, el tiempo todavía está “fuera de sus goznes”: y Derrida devolvió al relato de fantasmas y al
tema de cómo los fantasmas habitan un lugar (“haunting”) una nueva y verdadera dignidad filosófica
que tal vez nunca tuvo, al proponer, como sustituto de la ontología de Heidegger (quien cita esas mis-
mas palabras de Hamlet para sus propios objetivos), un nuevo tipo de “fantasmología” [“hauntology”]*,
las agitaciones apenas perceptibles en el aire de un pasado abolido social y colectivamente, pero que
todavía intenta renacer. (Significativamente, Derrida incluye el futuro entre las espectralidades).41
¿Cómo hay que imaginarlo? Uno difícilmente asocie fantasmas con rascacielos, aun cuando he
escuchado historias sobre estructuras habitacionales de muchos pisos en Hong Kong de las que se
decía que estaban encantadas; 42 no obstante, la narrativa más fundamental de una historia de fantas-
mas “a la segunda potencia”, de un relato de fantasmas verdaderamente posmoderno, ordenado por las
espectralidades del capital financiero más que por el viejo y más tangible tipo, tal vez exija ante todo
una narración sobre la búsqueda de un edificio para encantar. Rouge sin duda preserva el contenido
histórico del relato de fantasmas clásico: 43 la confrontación del presente con el pasado, en este caso
la del modo contemporáneo de producción —las oficinas y empresas del Hong Kong de hoy (o más
bien de ayer, antes de 1997)— con lo que todavía es un Ancien Régime (si no un franco feudalismo)
de holgazanes adinerados y sofisticados establecimientos de hetairas, repletos de juegos y suntuosas
fiestas, así como de pericia erótica. En esta aguda yuxtaposición, los modernos —burócratas y secre-
tarias— son bien conscientes de su inferioridad burguesa; el suicidio por amor tampoco se encuentra
en ninguna tensión narrativa fundamental con la decadencia como en la romántica década del treinta.
Salvo, quizás, por accidente, porque el playboy no logra morir y en definitiva no está dispuesto a seguir

* En castellano no existe un equivalente para la palabra inglesa “to haunt”. Ésta es la acción que realizan los fantasmas. El
autor juega aquí con la homofonía entre “ontology” y “hauntology” (n. del t.).

Sólo uso con fines educativos 319


a su glamorosa pareja a una eterna vida después de la vida. Por así decirlo, no desea ser encantado; por
lo pronto, en efecto, como un viejo en ruinas en el presente, apenas es posible ubicarlo. El relato de
fantasmas tradicional no exigía, con seguridad, consentimiento mutuo para una visitación; aquí parece
requerirlo; y el éxito o el fracaso del encantamiento nunca dependió tanto, como en este Hong Kong de
hoy, de la mediación de los observadores actuales. Desear ser encantado; anhelar las grandes pasiones
que hoy sólo existen en el pasado; sobrevivir, en rigor, en un presente burgués exclusivamente como
cosméticos y costumbres exóticas, como puros adornos “nostálgicos” posmodernos, contenido opcio-
nal dentro de una forma estereotípica pero vacía: cierta primera nostalgia “clásica” como abstracción
del objeto concreto, junto a una segunda o más “posmoderna”, como nostalgia por la nostalgia misma,
el anhelo de una situación en la cual el proceso de abstracción pueda ser posible una vez más; ésta es la
fuente de nuestra sensación de que el momento más reciente es un retorno al realismo —tramas, edi-
ficios agradables, decoración, melodías, etcétera— cuando de hecho no es más que una repetición de
los vacíos estereotipos de todas esas cosas, y un vago recuerdo de su plenitud en la punta de la lengua.

NOTAS

1 Para un análisis más general, véase mi ensayo de próxima aparición, “The Theoretical Hesitation: Benjamin’s Sociological
Predecessor”. También quiero mencionar los proyectos conexos de Richard Dienst sobre la deuda como un fenómeno
posmoderno (véase, por ejemplo, “The Futures Market”, en H. Schwarz y R. Dienst (comps.), Reading the Shape of the
World, Boulder, CO, 1996.), y asimismo el de Christopher Newfield sobre la cultura corporativa actual (véanse, por ejem-
plo, sus artículos en Social Text 44 y 51, otoño de 1995 y verano de 1997 respectivamente).
2 Traducido en Georg Simmel, On Individuality and Social Forms, compilación de D. N. Levine, Chicago, 1971, págs. 324-339.
3 Ver el artículo “Cultura y capital financiero”, cap. 7 de este volumen.
4 Simmel, On Individuality..., op. cit., pág. 334. A lo cual me gustaría añadir lo siguiente:

“La flexibilidad del dinero, como tantas de sus cualidades, se expresa de la manera más clara y enfática en la bolsa de
valores, en la cual la economía monetaria se cristaliza como una estructura independiente, del mismo modo que la orga-
nización política se cristaliza en el Estado. Las fluctuaciones de los precios de los intercambios indican con frecuencia
motivaciones psicológicas subjetivas que, en su crudeza y sus movimientos independientes, son totalmente despro-
porcionadas en relación con los factores objetivos. Sin embargo, sería ciertamente superficial explicar esto señalando
que las fluctuaciones de precios corresponden sólo rara vez a cambios reales en la calidad que representan las accio-
nes. Puesto que la significación de esta calidad para el mercado reside no sólo en las cualidades internas del Estado o
la fábrica de cerveza, la mina o el banco, sino en la relación de éstas con todas las demás acciones del mercado y sus
condiciones. Por lo tanto, su base real no se afecta si, por ejemplo, una gran insolvencia en la Argentina deprime el precio
de los bonos chinos, aunque la seguridad de éstos no se vea más afectada por ese hecho que por algo que ocurra en la
Luna. Puesto que el valor de estas acciones, pese a su estabilidad externa, depende no obstante de la situación general
del mercado, cuyas fluctuaciones, en cualquier punto, pueden hacer menos rentable, por ejemplo, la ulterior utilización
de esas ganancias. Por encima de estas fluctuaciones del mercado de valores, que si bien presuponen que la síntesis del
objeto individual con los otros se produce objetivamente, existe un factor que se origina en la especulación misma. Estas
apuestas sobre la cotización futura de una acción tienen por sí mismas la influencia más considerable sobre dicha cotización.
Por ejemplo, tan pronto como un poderoso grupo financiero, por razones que no tienen nada que ver con la calidad de
las acciones, se interesa en ellas, su cotización se incrementa; a la inversa, un grupo que aspire a una baja de las cotiza-
ciones puede causarla mediante una mera manipulación. Aquí, el valor real del objeto parece ser el sustrato irrelevante
por encima del cual el movimiento de los valores del mercado sólo sube porque tiene que asociarse a alguna sustancia
o, mejor, a algún nombre. La relación entre el valor real y el valor final del objeto y su representación mediante un bono
ha perdido toda estabilidad. Esto muestra con claridad la flexibilidad absoluta de esta forma de valor, una forma que los
objetos adquirieron a través del dinero y los apartó por completo de su verdadero fundamento. Ahora el valor sigue,
casi sin resistencia, los impulsos psicológicos del temperamento, la codicia, la opinión infundada, y si sorprende tanto la

Sólo uso con fines educativos 320


manera en que lo hace, es porque existen circunstancias objetivas que podrían proporcionar pautas exactas de valora-
ción. Pero el valor en términos de la forma monetaria se ha independizado de sus propias raíces y fundamentos, a fin de
entregarse por completo a las energías subjetivas. Aquí, donde la especulación misma puede determinar el destino del
objeto de la especulación, la permeabilidad y la flexibilidad de la forma monetaria de los valores encuentra su expresión
más triunfante a través de la subjetividad en su más estricto sentido” (Georg Simmel, Philosophy of Money, traducción de
D. Frisby y T. Bottomore, Londres, 1978, págs. 325-326.
5 Robert Fitch, The Assassination of New York, Londres, 1996, pág. 40.
6 Ibid., pág. 60.
7 Ibid., pág. xii
8 En su libro The Long twentieth century, Londres, 1994; ver mi artículo ‘Cultura y capital financiero’, cap. 7.
9 Ambas descripciones especifican la relación causal entre los desarrollos informacionales que analizan y el creciente des-
empleo estructural y la guetificación de la ciudad contemporánea. Véanse Manuel Castells, The Informational City, Oxford,
1989, pág. 228; y Saskia Sassen, The Global City, Princeton, 1991, pág. 186.
10 Entre quienes lo sostienen, el más notable es Ernest Mandel, Late Capitalism, op. cit.
11 Fitch, The Assassination..., op. cit., pág. 149.
12 Ibid., págs. xvi-xvii.
13 Ibid., pág. 86.
14 Ibid., pág. 94.
15 Ibid., pág. 189.
16 Ibid., pág. 191.
17 Ibid., págs. 189, 226 y xvii.
18 Véase Dieter Henrich, “Hegels Theorie über den Zufall”, en Hegel im Kontext, Francfort, 1971.
19 En este aspecto, el interés de Proust en la estrategia militar es ciertamente de lo más revelador: véanse, por ejemplo, las
discusiones sobre la visita a Saint-Loup, durante el servicio militar de éste en Doncières, en Le Côté de Guermantes, de À
la recherche du temps perdu, París, 1954, [traducción castellana: En busca del tiempo perdido, 3, El mundo de Guermantes,
Madrid, Alianza, 1977, cuarta edición].
20 Fitch, The Assassination..., op. cit., págs. 186-187.
21 En F. Dal Co et. al., The American City, Cambridge, 1979, pág. 389.
22 Ibid., pág. 390.
23 Ibid., pág. 461.
24 Ibid., pág. 483.
25 Siegfried Giedion, Space, Time and Architecture, 1941; reedición, Cambridge, Mass., 1982, pág. 845. Agradezco a Charles
Jencks por recordarme este texto básico.
26 Ibid., pág. 825.
27 Ibid., págs. 849-851.
28 Rem Koolhaas, Delirious New York, Oxford, 1978, pág. 144.
29 Ibid., pág. 142.
30 Ibid., pág. 149.
31 Ibid., pág. 153.
32 Harvey, The Limits to Capital, op. cit., pág. 265.
33 Ibid., pág. 347.
34 Charles Jencks, The New Moderns, Nueva York, 1990, pág. 85.
35 Ibid., pág. 81.
36 Ibid., pág. 86.
37 Ibid., pág. 81.
38 Ibid., pág. 86.
39 Ibid., pág. 85.
40 Véase Simmel, Philosophy of Money, op. cit., pág. 327: “El dinero proporciona así una expansión única de la personalidad que
no procura adornarse con la posesión de bienes. Dicha personalidad es indiferente al control de los objetos; se satisface
con ese poder momentáneo sobre ellos, y si bien parece como si esta evitación de toda relación cualitativa con los objetos
no ofreciera ninguna expansión ni satisfacción a la persona, el acto mismo de comprar se experimenta como dicha satis-
facción, porque los objetos son absolutamente obedientes al dinero. Debido al carácter exhaustivo con que el dinero y los
objetos como valores monetarios siguen los impulsos de la persona, ésta se satisface mediante un símbolo de su domi-

Sólo uso con fines educativos 321


nación sobre ellos que de otro modo sólo podría obtenerse con la propiedad real. El goce de este mero símbolo de goce
puede acercarse a lo patológico, como en el siguiente caso relatado por un novelista francés. Un inglés era miembro de un
grupo de bohemios y su goce en la vida consistía en patrocinar las más salvajes orgías, aunque él mismo nunca intervenía
salvo para pagar por todos: aparecía, no decía nada, no hacía nada, pagaba todo y desaparecía. En la experiencia de este
hombre, uno de los aspectos de estos dudosos sucesos —pagarlos— debe haber representado todo. Es fácil suponer que
estamos aquí ante un caso de una de esas satisfacciones perversas que recientemente han sido materia de la patología
sexual. En comparación con la extravagancia corriente, que se detiene en la primera etapa de la posesión y el goce, y el
mero derroche de dinero, el comportamiento de este hombre es particularmente excéntrico porque los goces, represen-
tados aquí por su equivalente monetario, son muy próximos y lo tientan directamente. La ausencia de una posesión y uso
positivos de las cosas por un lado, y el hecho de que el simple acto de comprar se experimente como una relación entre la
persona y los objetos y como una satisfacción personal, por el otro, pueden explicarse por la expansión que el mero acto
de gastar dinero permite a la persona. El dinero tiende un puente entre esos individuos y los objetos. Al cruzarlo, la mente
experimenta la atracción de su posesión aun cuando de hecho no la alcance”.
41 Véase mi análisis en “Marx’s Purloined Letter”, en New Left Review, vol. 209, n° 4, 1995, págs. 86-120.
42 Un trabajo inédito de Kevin Heller explora las analogías aún más complejas de Gremlins 2 (Joe Dante, 1990), que no por
casualidad se filmó en la torre de Donald Trump.
43 Hong Kong, Stanley Kwan, 1987. Estoy en deuda con Rey Chow por sugerirme esta referencia.

Sólo uso con fines educativos 322


Lectura Nº 3
Martín-Barbero, Jesús, “De la Ciudad Mediada a la Ciudad Virtual. Transformacio-
nes Radicales en Marcha”, en
http://www.comminit.com/la/tendencias/lact/tendencias-15.html.

CV Autor:
Fue presidente de la Asociación Latinoamericana de Investigadores de la Comunicación (ALAIC),
entre 1978 y 1980, y miembro de la Comisión de Políticas Culturales del Consejo Latinoamericano
de Ciencias Sociales (CLACSO) entre 1983 y 1985. Fue coordinador del Programa de Estudios Cultu-
rales de la Universidad Nacional de Colombia, así como profesor invitado en la Cátedra UNESCO de
Comunicación en la Universidad Autónoma de Barcelona; en la División of Literatures and Langua-
ges, de la Universidad de Standford; en la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México;
en el Centrum fur Litaraturforschung de la Universidad Libre de Berlín; en el King’s College de Lon-
dres, y en los posgrados de Comunicación de las Universidades de Sao Paulo, Buenos Aires, Lima y
Puerto Rico. Actualmente es profesor - investigador en la Universidad ITESO, Guadalajara, México,
en donde investiga sobre nuevos regímenes de la oralidad cultural y la visualidad electrónica.

Resumen:
Los medios de comunicación mediaron la experiencia de la constitución de la ciudad, pero el para-
digma informacional está cambiando su planificación. Numerosas transformaciones radicales,
espaciales, culturales y sociales en general se derivan para la ciudad presente y futura.

El cambio de sensorium
Hubo un tiempo en que los medios de comunicación hicieron honor a su nombre: mediaron la
experiencia de constitución de la ciudad. Pensando desde el París de Baudelaire, Benjamin ve emerger
el moderno sensorium urbano en las mediaciones que el cine hace de las “modificaciones en el apa-
rato perceptivo que vive todo transeúnte en el tráfico de una gran urbe” y añade: “Parecía que nues-
tros bares, nuestras oficinas y viviendas, nuestras estaciones y fábricas nos aprisionaban sin esperanza.
Entonces vino el cine y con la dinamita de sus décimas de segundo hizo saltar ese mundo carcelario. Y
ahora emprendemos entre sus dispersos escombros viajes de aventuras. Con el primer plano se ensan-
cha el espacio y bajo el retardador se alarga el movimiento. No sólo se trata de aclarar lo que de otra
manera no se veía claro sino de que aparecen formaciones estructurales del todo nuevas”. (1) El cine
medió así a la vez la constitución y la comprensión de un nuevo modo de percepción cuyos dispositi-
vos se hallan en la dispersión y en la imagen múltiple: los mismos que hace visibles la “experiencia de la
multitud”, pues es en multitud que la masa ejerce su derecho a la ciudad y ejercita su nuevo saber, ese
al que se resiste la pintura por no ofrecer su objeto a una recepción simultánea y colectiva, pero al que
sí responde el cine: “de retrógrada frente a un Picasso, la masa se transforma en progresiva frente a un
Chaplin”.
También la radio ha sido constitutiva, mediadora de la experiencia popular de la ciudad. Insertando

Sólo uso con fines educativos 323


su lenguaje y sus ritmos en una oralidad cultural, que es organizador expresivo de unas particulares
formas de relación con el tiempo y el espacio, la radio hizo el enlace de la matriz expresivo-simbólica
del mundo popular con la racionalidad informativo-instrumental de la modernidad urbana. En la radio
el obrero encontró pautas para orientarse en el discurso funcional de la ciudad, el emigrante modos de
mantener una memoria de su terruño, y el ama de casa acceso a emociones que le estaban vedadas. (2)
Con la televisión toma forma otro sensorium: en la ciudad diseminada el medio sustituye a la expe-
riencia, o mejor constituye la única experiencia-simulacro de la ciudad global. Y ello porque la estructu-
ra discursiva de la televisión y el modo de ver que aquella implica conectan desde dentro con las claves
que ordenan la nueva ciudad: la fragmentación y el flujo.
Hablamos de fragmentación para referirnos no a la forma de relato televisivo sino a la desagre-
gación social que la privatización de la experiencia televisiva consagra. Constituida en el centro de las
rutinas que riman lo cotidiano, (3) en dispositivo de aseguramiento de la identidad individual (4) y en
terminal del videotexto, la videocompra, el correo electrónico y la teleconferencia (5) la televisión con-
vierte el espacio doméstico en territorio virtual: aquel al que, como afirma Virilo, “todo llega sin que
haya que partir”. Lo que resulta importante comprender no es sólo el encerramiento, el repliegue sobre
la privacidad hogareña, sino la reconfiguración de las relaciones de lo privado y lo público que ahí se
produce, esto es, la superposición entre ambos espacios y el emborrachamiento de sus fronteras. Con
lo que estar en casa ya no viene a significar ausentarse del mundo, ni siquiera del de la política, sino una
manera nueva de ejercerla, o mejor de mirarla. De ahí que lo que identifica la escena pública con lo que
“pasa en” la televisión no sean sólo las inseguridades y violencias de la calle. Pues al posibilitar su acce-
so al “eje de la mirada” (6) la televisión puede convertirse en el medio que transforma en espectáculo de
sí mismo la antigua teatralidad callejera de la política. Del pueblo en la calle al público del cine la trans-
formación fue transitiva y conservó el carácter colectivo de la experiencia. De los públicos de cine a
las audiencias de televisión el desplazamiento señala una profunda transformación: la pluralidad social
sometida a la lógica de la desagregación hace de la diferencia una mera estrategia de rating. Imposible
de ser representada en la política la fragmentación de la ciudadanía es tomada a cargo por el mercado:
es de ese cambio que la televisión es mediación.
El flujo televisivo es el dispositivo complementario de la fragmentación: no sólo de la discontinui-
dad espacial de la escena doméstica sino de la pulverización del tiempo que produce la aceleración del
presente, la contracción de lo actual, la “progresiva negación del intervalo”, (7) transformando el tiempo
extensivo de la historia en el intensivo de la instantánea. Lo que afecta no sólo al discurso de la infor-
mación (cada día temporal y expresivamente más cercano al de la publicidad), sino a la globalidad del
palimpsesto televisivo, (8) a la estructura de la programación, a la naturaleza misma de los aparatos, a
los modos de producción y la forma de representación. Conecta así la televisión con el régimen general
de la aceleración que torna programadamente obsoletos los objetos que antes estaban hechos para
durar, y hacer memoria, y ahora son desechables. ¿Y no tendrá algo que ver ese nuevo régimen tem-
poral, que acelera cada día la obsolescencia generalizada, con el profundo desarraigo que en la ciu-
dad de flujo las gentes experimentan? Igualmente hechos para gastarse lo antes posible (los objetos) y
para olvidarse una vez vistos (los programas) no es extraño que algunos piensen que la televisión es la
metáfora de una sociedad en que “toda la cultura se convierte en chatarra”. (9)

Sólo uso con fines educativos 324


Es justamente el flujo televisivo el que dota de sentido al zapping, al control remoto, mediante el
cual cada uno puede nómadamente armarse su propio programa con fragmentos o restos de noticie-
ros, telenovelas, concursos o conciertos. Así como las tribus componen su ciudad no en base a “lugares”
sino a trayectos, así el televidente hace ver una travesía improgramada, articulada sólo desde la pulsa-
ción/compulsión instantánea. Hay una cierta y eficaz travesía que liga los modos nómadas de habitar la
ciudad —del emigrante al que toca seguir indefinidamente emigrando dentro de la ciudad a medida
que se van urbanizando las invasiones y valorizándose los terrenos, hasta la banda que periódicamente
desplaza sus lugares de encuentro— con los modos de ver desde los que el televidente explora y atra-
viesa al palimpsesto de los géneros y los discursos, y con la transversalidad tecnológica que hoy permi-
te enlazar en el terminal informático el trabajo y el ocio, la información y la compra, la investigación y el
juego.
Dicho lo anterior se hace indispensable deshacer un malentendido: lo que hace la eficacia de la
ciudad virtual no es el poder de las tecnologías visuales e informáticas sino su capacidad de acelerar
—amplificar y profundizar— tendencias estructurales de la sociedad. Como afirma F. Colombo “hay un
evidente desnivel de vitalidad entre el territorio real y el propuesto por los mass-media. La posibilidad
de desequilibrios no deriva del exceso de vitalidad de los media; antes bien lo hacen de la débil, confu-
sa y estanca relación entre los ciudadanos del territorio real”. (10) Es el desequilibrio urbano generado
por un tipo de urbanización irracional el que de alguna forma es compensado por la eficacia comuni-
cacional de las redes electrónicas. La estrecha relación entre crecimiento urbano y expansión de los
medios lleva a García Canclini a plantear que si las nuevas condiciones de vida en la ciudad exigen “la
reinvención de lazos sociales y culturales, son a su vez las nuevas redes audiovisuales las que efectúan,
desde su propia lógica, una nueva diagramación de los espacios e intercambios urbanos”. (11) Pues en
las ciudades cada día más extensas y desarticuladas, y en las que las instituciones políticas “progresi-
vamente separadas del tejido social de referencia, se reducen a ser sujetos del evento espectacular lo
mismo que otros”, (12) la radio y la televisión acaban siendo el único dispositivo de comunicación capaz
de ofrecer formas, de contrarrestar el aislamiento de las poblaciones marginales y de establecer víncu-
los culturales comunes a la mayoría de la población.

Comunicación: del paradigma a la experiencia


Lo que durante años fue sólo un “modelo teórico” de comunicación hoy es parte constitutiva de la
estructura y la experiencia urbana. Se trata del paradigma informacional (13) desde el que está siendo
ordenado el caos urbano por los planificadores. Pensada como transporte de información por ingenie-
ros de teléfonos (C. Shannon) y como regulación automatizada de la conexión entre máquinas (N. Wie-
ner), la comunicación que hegemoniza hoy la planificación de las ciudades es la del flujo: de vehículos,
personas e informaciones. Todo ligado a una sola matriz a la vez teórica y operativa: la circulación cons-
tante, que es a un mismo tiempo tráfico ininterrumpido e interconexión transparente. El caos urbano
tendrá así su máxima expresión no en el desconcierto y los miedos de sus habitantes perdidos en la
enormidad de las distancias o en el tráfago de las avenidas sino en el atasco vehicular. La verdadera pre-
ocupación de los urbanistas ya no será que los ciudadanos se encuentren sino todo lo contrario: ¡que
circulen! Ello justificará que se acaben las plazas, se enderecen los recovecos y se amplíen y se conecten

Sólo uso con fines educativos 325


las avenidas. Lo que se pierda es todo ganancia desde el punto de vista del flujo. Así deviene la ciudad
en metáfora de la sociedad convertida en sociedad de la información.
¿En qué maneras experimenta el ciudadano la transformación radical que, bajo el paradigma del
flujo, viven nuestras ciudades, sus formas de habitarla, de padecerla y resistirla? Esquemáticamente des-
cribiremos tres: la des-espacialización, el des-centramiento, la des-urbanización.
Des-espacialización significa en primer lugar que el espacio urbano no cuenta sino en cuanto valor
asociado al precio del suelo y a su inscripción en los movimientos del flujo vehicular: “es la transforma-
ción de los lugares en espacios de flujos y canales, lo que equivale a una producción y un consumo sin
localización alguna”. (14) La materialidad histórica de la ciudad en su conjunto sufre así una fuerte deva-
luación, su cuerpo-espacio pierde peso en función del nuevo valor que adquiere su tiempo, “el régimen
general de la velocidad”. (15) No es difícil ver aquí la conexión que enlaza esa descorporización de la
ciudad con el cada día más denso flujo de las imágenes devaluando, empobreciendo y hasta sustitu-
yendo el intercambio de experiencias entre las gentes. Constatándolo como una mutación cultural de
largo alcance, G. Vattimo (16) asocia esa fabulación al “debilitamiento de lo real” en la experiencia coti-
diana de desarraigo del hombre urbano ante la hostigante y permanente mediación y el entrecruce de
informaciones y de imágenes. Pero el desarraigo urbano remite, por debajo de ese bosque de imáge-
nes, a otra cara de la des-espacialización: a la borradura de la memoria que produce una urbanización
racionalizadamente salvaje. El flujo tecnológico convertido en coartada de otros más interesados flujos
devalúa la memoria cultural hasta justificar su arrasamiento. Y sin referentes a los que asir su recono-
cimiento los ciudadanos sienten una inseguridad mucho más honda que la que viene de la agresión
directa de los delincuentes, una inseguridad que es angustia cultural y pauperización psíquica, la fuen-
te más secreta y cierta de la agresividad de todos.
Con des-centramiento de la ciudad señalamos no la tan manoseada descentralización sino la “pér-
dida de centro”. Pues no se trata sólo de la degradación sufrida por los centros históricos y su recupe-
ración “para turistas” (o bohemios, intelectuales, etc.) sino de la propuesta de una ciudad configurada a
partir de circuitos conectados en redes cuya topología supone la equivalencia de todos los lugares. O
mejor la supresión o desvalorización de aquellos lugares que hacían función de centro, como las plazas.
El descentramiento que estamos describiendo apunta justamente a un ordenamiento que privilegia las
calles, las avenidas, en su capacidad de operativizar enlaces, conexiones de flujos versus la intensidad
del encuentro y la aglomeración de muchedumbres que posibilitaba la plaza. La única centralidad que
admite la ciudad hoy es subterránea, en el sentido que le da M. Maffesoli (17) y que remite sin duda a la
multiplicación de los dispositivos de enlace del poder tematizada por Foucault. (18) Nos quedan, ahora
en plural y en sentido desfigurado, los centros comerciales, reordenando el sentido del encuentro entre
las gentes, esto es, funcionalizándolo al espectáculo arquitectónico y escenográfico del comercio y con-
centrando desespecializadamente las especialidades que la ciudad moderna separó: el trabajo y el ocio,
el comercio y la revisión, las modas elitistas y las magias populares.
Des-urbanización indica de un lado, “la reducción progresiva de la ciudad que es realmente usada
por los ciudadanos”. (19) El tamaño y la fragmentación conducen al desuso, por parte de la mayoría, no
sólo del centro sino de espacios públicos cargados de significación durante mucho tiempo. La ciudad
vivida y gozada por los ciudadanos se estrecha, pierde sus usos. Las gentes trazan sus circuitos, que atra-

Sólo uso con fines educativos 326


viesan la ciudad sólo obligados por las rutas de tráfico, y la bordean cuando pueden en un uso funcional
también. Hay otro sentido para el proceso de desurbanización que es específico del mundo latinoameri-
cano: el de la ruralización de las grandes ciudades. A medio hacer, como la urbanización física, la cultura
de la mayoría que las habita se halla también a medio camino entre la cultura rural en que nacieron
—ellos, sus padres o al menos sus abuelos— pero que ya está rota por las exigencias que impone la ciu-
dad, y los modos de vida plenamente urbanos. El aumento brutal de la presión migratoria en los últimos
años y la incapacidad de los gobiernos municipales para frenar siquiera el deterioro de las condiciones
de vida de la mayoría, está haciendo emerger la “cultura del rebusque” que devuelve vigencia a viejas
formas de supervivencia que vienen a insertar, en los aprendizajes y apropiaciones de la modernidad
urbana, saberes y relatos, habilidades, sentires y temporalidades fuertemente rurales (20).

Tribus, masas, redes y territorios


En los últimos años M. Maffesoli (21) ha retomado la, sociológicamente desprestigiada, noción de
masa para pensar justamente el correlato estructural del estallido y la reconfiguración de la sociali-
dad en tribus. Comprender qué sostiene unida la ciudad hoy exige plantearse la dinámica que opone
y liga las tribus a la masa. Esto es, la lógica secreta que entrelaza la homogeneización inevitable (de
la vivienda, del vestido, de la comida) a la diferenciación indispensable de los grupos. La crisis de las
instituciones que configuran la ligazón de la sociedad —tanto en la producción como en la representa-
ción— hace emerger un nuevo tipo de tejido social cuyos aglutinantes no son ni un territorio fijo ni un
consenso racional y duradero. Lo que convoca y relega a las tribus urbanas es más del orden del géne-
ro y la edad, de los repertorios estéticos y de los gustos sexuales, de los estilos de vida y las vivencias
religiosas. Basadas en implicaciones emocionales, en compromisos precarios y localizaciones sucesivas,
las tribus se entrelazan en redes que van del feminismo a la ecología pasando por las bandas juveni-
les, sectas orientales, agrupaciones deportivas, clubes de lectores, fans de cantantes o asociaciones de
televidentes. Creadoras de sus propias matrices comunicacionales las tribus urbanas marcan de forma
identitaria tanto las temporalidades (sus ritmos de agregación, sus cadencias de encuentro) como los
trayectos con que demarcan los espacios. No es el lugar en todo caso el que congrega sino la inten-
sidad de sentido depositada por el grupo, y sus rituales, lo que convierte una esquina, una plaza, un
descampado o una discoteca en “territorio propio”. La otra seña de identidad de las nuevas tribus es la
amalgama de referentes locales con sensibilidades desterritorializadas, pertenecientes a una cultura-
mundo, que replantea las fronteras de lo nacional no desde fuera, no bajo la figura de la invasión, sino
de adentro: en la lenta erosión que saca a la arbitraria artificiosidad de unas demarcaciones que han
ido perdiendo capacidad de hacernos sentir juntos. Exploración de esas pistas pueden encontrarse en
las investigaciones del equipo de Margullis sobre las tribus de la noche en Buenos Aires, (22) de Rossa-
na Reguillo sobre las bandas de Guadalajara, (23) de A. Garay sobre los territorios del rock en Ciudad
de México, (24) o de A. Salazar sobre la cultura de las bandas juveniles en las comunas nororientales de
Medellín. (25)
Mirada desde la heterogeneidad de las tribus, la ciudad nos descubre la radicalidad de las trans-
formaciones que atraviesa el nosotros. Lo que a su vez remite a las mutaciones que afectan el sentido
del territorio. M. Augé ha propuesto la denominación de no lugar (26) para nombrar esos espacios que

Sólo uso con fines educativos 327


como el aeropuerto o la autopista son la emergencia de un nuevo modo de habitar. En abierta ruptu-
ra con el “lugar antropológico” —que es el territorio cargado de historia, denso de señas de identidad
acumuladas por generaciones en un proceso lento y largo: el viejo pueblo, el barrio, la plaza, el atrio, el
bar— el no lugar es el espacio en que los individuos son “liberados” de toda carga de identidad inter-
peladora y exigidos únicamente de interacción con textos. Es lo que vive el comprador en el super-
mercado o el pasajero en el aeropuerto donde el texto informativo o publicitario lo va guiando de una
punta a la otra sin necesidad de intercambiar una palabra durante horas. Comparando las prácticas de
comunicación en un supermercado con las de una plaza de mercado popular en Bogotá, constatamos,
hace ya veinte años, la sustitución de la interacción comunicativa por la textualidad informativa: “Ven-
der o comprar en la plaza de mercado es enredarse en una relación que exige hablar. Donde mientras
el hombre vende, la mujer a su lado amamanta al hijo, y si el comprador le deja, le contará lo malo que
fue el último parto. Es una comunicación que arranca de la expresividad del espacio —junto al calenda-
rio de la mujer desnuda, una imagen de la virgen del Carmen se codea con la del campeón de boxeo y
una cruz de madera pintada en purpurina sostiene una mata de sábila— a través de la cual el vendedor
nos habla de su vida, y llega hasta el regateo, que es posibilidad y exigencia de diálogo. En contraste,
usted puede hacer todas sus compras en el supermercado sin hablar con nadie, sin ser interpelado por
nadie, sin salir del narcisismo especular que lo lleva de unos objetos a otros, de unas marcas a otras. En
el supermercado sólo hay la información que le transmite el empaque o la publicidad. (27)
Y lo mismo sucede en las autopistas. Mientras las viejas carreteras atravesaban las poblaciones con-
virtiéndose en calles, contagiando al viajero del aire del lugar, de sus colores y sus ritmos, la autopista,
bordeando los centros urbanos sólo se asoma a ellos a través de los textos de las vallas que hablan de
los productos del lugar y de sus sitios de interés.
Espacio del anonimato, de una contractualidad solitaria, el no lugar es el ámbito del presente, en
su urgencia devoradora de la atención y justificadora de cualquier olvido respecto a lo demás. En ese
espacio el pasado sólo puede ser cita retórica, curiosidad, exotismo o espectáculo. Pero justo en la
medida en que expresa el anonimato y fagocita un presente sin pliegues el no-lugar puede producir
“efectos de reconocimiento”: el viajero puede ir a países que no conoce y “encontrarse” con la misma
arquitectura de hotel y las mismas marcas de los objetos “familiares”. Habitar el no lugar es “vivir en un
mundo en el que se está siempre y no se está nunca en casa”.
Caracterizado por el contraste, en lo que tiene de ruptura, el no lugar necesita sin embargo ser pen-
sado por fuera de la polarización maniquea, pues como precisamente nos advierte M. Augé “el lugar no
queda nunca completamente borrado y el no lugar no se cumple nunca totalmente: son palimpsestos
donde se reinscribe sin cesar el juego intrincado de la identidad y la relación”. Lugares tradicionales,
como los templos, se han visto en los últimos años atravesados por claros estilos de no lugar, mientras
centros comerciales recuperan y potencian señas de identidad y espesor temporal. Reforzando la lla-
mada de atención contra la tentación maniquea y moralista que acecha a la sociología que estudia los
cambios en la sociabilidad, I. Joseph (28) insiste en tematizar los “enclaves de transición”, los intervalos,
las secretas continuidades en la reconfiguración del espacio público y el sentido del socius. M. Augé se
atreve incluso a ir mucho más allá y adelanta una hipótesis iluminadora: el no lugar como experiencia
de otra solidaridad que convierte el espacio terrestre en “lugar”. Pues en el anonimato del no lugar “se

Sólo uso con fines educativos 328


experimenta solitariamente la comunidad de los destinos humanos”. Lo que estaría implicando un salu-
dable aprendizaje contra el fanatismo de la identidad y la intolerancia localista, de la que en los últimos
años estamos teniendo bien palpables y dolorosas demostraciones.
En la hegemonía de los flujos y la transversalidad de las redes, en la heterogeneidad de sus tribus
y en la masificada diseminación de sus anonimatos la ciudad virtual resultaría no sólo la más cumplida
realización de la neutra y contradictoria “utopía de la información” sino la metáfora del último territorio
sin fronteras.

Notas

W. BENJAMIN. Discursos interrumpidos 1, p. 47, Taurus. Madrid, 1982.

M. MUNIZAGA y P. GUTIÉRREZ, Radio y cultura popular de masas, Céneca, Santiago, 1983; R Ma. ALFARO, De la con-
quista de la ciudad a la apropiación de la palabra, Tarea, Lima, 1987.

R. SILVERSTON. “De la sociología de la televisión a la sociología de la pantalla”, en Telos Nº 22, Madrid, 1990; R. MIER
y M. PICCINI. El desierto de los espejos: juventud y televisión en México, Plaza y Valdés, México, 1987.

H. VEZZETTI. “El sujeto psicológico en el universo massmediático”, en Punto de Vista. Nº 47, Buenos Aires, 1993. A.
NOVAES. Rede imaginaria: televisao e democracia, C. das Letras, Sao Paulo, 1991.

R. GUBERN, El simio informatizado, Fundesco, Madrid. 1987.

E. VERÓN, El discurso político, p. 25, Hachete, Buenos Aires, 1987.

P. VIRILIO, “El último vehículo”, en Videoculturas fin de siglo, pp. 37-45, Cátedra. Madrid, 1985.

G. BARLOZZETTL (Ed.), II Palimpsesto: testo, aparati y géneri della televisione. Franco Angeli. Milán, 1986.

O. LANDI, Devórame otra vez. Planeta. Buenos, Aires. 1992.

F. COLOMBO. Rabia y televisión, p. 47, G. Gili, Barcelona, 1983.

N. GARCÍA CANCLINI y M. PICCINI, Culturas de la ciudad de México: símbolos colectivos y usos del espacio urbano,
p. 49; ver también “Del espacio político a la teleparticipación, en culturas híbridas”. Grijalbo, México, 1990.

G. RICHERI, “Crisis de la sociedad y crisis de la televisión”, en Contratexto, núm. 4, Lima, 1989.


Los textos inaugurales de ese paradigma: C. E. SHANON y W. WEAVE, Teoría matemática de la comunicación, Uni-
versity of Illinois Press, 1949, traduc. Forja, Madrid, 1981; N. WIENER, Cibernética y sociedad, MIT Press Cambridge,
Mass., 1948, traduc. Sudamericana, Buenos Aires, 1969.

Sólo uso con fines educativos 329


M. CASTELLS, La ciudad y las masas, Alianza, Madrid, 1983; y del mismo autor, “El nuevo entorno tecnológico de la
vida cotidiana” en El desafío tecnológico, Alianza, Madrid, 1986.

P. VIRILIO, mismo autor, Estética de la desaparición, Anagrama, Barcelona, La máquina de visión , Cátedra, Madrid,
1989; del 1988; también los artículos: “El último vehículo”, en Videoculturas fin de siglo, Cátedra, Madrid. 1989;
“Velocidad Lentitud”, en Cuadernos del Norte, núm. 57, Oviedo, 1990.

G. VATTIMO, La sociedad transparente, Paidós, Barcelona, 1990.

M. MAFFESOLI, “La hipótesis de la centralidad subterránea”, en DIÁ-LOGOS de la Comunicación, núm. 23, Lima,
1989; “Identidad e identificación en las sociedades contemporáneas”, en El sujeto europeo, Ed. Pablo Iglesias,
Madrid, 1990.

M. FOUCAULT, Un diálogo sobre el poder , Alianza, Madrid, 1981.

N. GARCÍA CANCLINI, La cultura en la ciudad de México: redes locales y globales en una urbe en desintegración,
Ateneo de Caracas, 1993.

A ese propósito ver: C. MONSIVAIS, “La cultura popular en el ámbito urbano”, en Comunicación y culturas popula-
res en Latinoamérica, Felafac/G.Gili, México, 1987; también en la obra Aramus (comp.). Mundo urbano y cultura
popular, Sudamericana, Buenos Aires, 1990.

M. MAFFESOLI, El tiempo de las tribus: El declive del individualismo en la sociedad de masas, Icaria, Barcelona,
1990.

M. MARGULIS, La cultura de la noche: la vida nocturna de los jóvenes en Buenos Aires, Espas Hoy, Buenos Aires,
1994.

R. REGUILLO, En la calle otra vez. Las Bandas: identidad urbana y usos de la comunicación, Iteso, Guadalajara, 1991.

A. de GARAY, El rock también es cultura . Universidad Iberoamericana, México, 1993; A. de Garay otros, Simpatía por
el rock: industria cultura y sociedad, UAM-Azcapozalco, México, 1993.

A. SALAZAR, No nacimos pa’semilla. La cultura de las bandas juveniles de Medellín, Cinep., Bogotá, 1990.

M. AUGE, Los “no lugares”. Espacios del anonimato, Gedisa, Barcelona, 1993. Sobre una perspectiva convergente: P.
SANSOT: Les formes sensibles de la vie sociale, PUF, París, 1986; A. MOLÉS, Labyrinthes du vécu. L’espace: matière
d’actions. L. des Meridiens, París, 1982; X. RUBERT de VENTOS. “El desorden espacial”, en Ensayos sobre el desor-
den. Kairós, Barcelona, 1976; M. de CERTEAU, Practiques d’espace, I’invention du quotidien, U.G.E.. París, 1980; J. M.
ORTIZ RAMOS (ed.), “Espaco: local, mundial, imaginario”, Margem, núm. 2, Sao Paulo, 1993.

Sólo uso con fines educativos 330


J. MARTIN BARBERO, “Prácticas de comunicación en la cultura popular”, en M. SIMPSON (Comp.), Comunicación
alternativa y cambio social en América Latina, UNAM, México, 1981; ver también: “La revoltura de pueblo y masa
en lo urbano”, en De los medios a las mediaciones, G. Gili, México, 1985; “Comunicación y ciudad: entre medios y
miedos”, en Imágenes y reflexiones de la cultura en Colombia, COLCULTURA; Bogotá, 1990; Dinámicas urbanas de
la cultura, Ateneo de Caracas, 1994.

I. JOSEPH, El transeúnte y el espacio urbano, Gedisa, Buenos Aires, 1988. Ver a ese propósito: M. Fernández-Marto-
rell (ed.), Leer la ciudad. Ensayos de antropología urbana, Icaria, Barcelona, 1988; R. Da MATTA, A casa e a rua, Bra-
siliense, Sao Paulo, 1985; E. DURHAM, “A pesquisa antropológica com populacoes urbanas: problemas e perspecti-
vas”, en A aventura antropológica, Paz e terra, Rio de Janeiro, 1986.

Fuente:
Página web de Innovarium.
En La Iniciativa de Comunicación desde octubre 23 2004.
Actualizado en octubre 23 2004.

Sólo uso con fines educativos 331


Lectura Nº 4
Sassen, Saskia, “La Ciudad: Lugar Estratégico / Nueva Frontera”, en
http://www.ub.edu.ar/revistas_digitales/default.htm

© Quaderns - Barcelona, abril 2001

Este texto plantea la cuestión de cómo la globalización afecta a las ciudades, especialmente a las
ciudades como lugares para la contestación y la lucha política.
La globalización se entiende generalmente como la formación del capital global y el consiguiente
cambio en las relaciones entre los estados nacionales y este capital global.
Pensar en la globalización simplemente como una poderosa fuerza transnacional puede resultar
paralizante. La pregunta es: ¿es posible localizar la globalización? ¿es realmente tan global como el len-
guaje sugiere? Y, si está localizada, ¿dónde está? ¿cómo reconocerla? ¿cómo detectar el poder de ese
actor global y, a partir de ahí, pensar en las posiciones políticas que pueden hacerle frente?
A fin de pensar políticamente y de valorar si la micropolítica de los grupos activistas es capaz de
enfrentarse al capital global, mi premisa es que podemos detectar aspectos del sistema que están en
nuestra relación con los lugares y, por lo tanto, con la gente que los habita. Si seguimos pensando en el
capital global como una entidad enorme que está ahí afuera, que opera en el espacio intermedio de los
territorios nacionales y que es continuamente hipermóvil, el conflicto adquirirá un carácter muy dife-
rente, y la confrontación local dejará de ser importante.
Desde mi punto de vista, el análisis desarrollado en este texto crea un espacio de comprensión
de cómo determinadas formas de activismo en las que muchos grupos están implicados, que pueden
tener focos muy concretos y locales, y una duración muy breve, pueden ser interpretadas como consti-
tuyentes de un movimiento mucho más amplio.
Es ésta una nueva forma de política, no una política de frente amplio, como acostumbrábamos a
interpretarla, sino una política fragmentada si se quiere. Pero es, de hecho, una forma de política y no
tan solo un conjunto de acciones localizadas y fragmentadas. Se trata de una política global centrada
en acciones concretas que se hacen eco las unas a las otras por todo el planeta, cada una confrontán-
dose con la materialización concreta y local de un sistema de poder global.

GLOBALIZACIÓN ECONÓMICA Y CONTROL GLOBAL


En la larga historia de la economía mundial, cada fase plantea cuestiones específicas sobre las con-
diciones particulares que la hacen posible. Una de las características fundamentales de la fase actual es
el predominio de las tecnologías de información, el asociado incremento de la movilidad y liquidez del
capital, y la consiguiente disminución de la capacidad de los estados nacionales para regular sectores
clave de sus economías.
Buen ejemplo de ello son los casos de las industrias punta de la información, el ámbito financiero y

Sólo uso con fines educativos 332


los servicios corporativos avanzados; estas industrias acostumbran a tener una economía espacial trans-
nacional, y a tener outputs hipermóviles que se desplazan instantáneamente por todo el planeta.
Las imágenes fundamentales en el relato actualmente dominante sobre la globalización económi-
ca enfatizan justamente estos aspectos: la hipermovilidad, las comunicaciones globales, la neutraliza-
ción del lugar y la distancia.
En este discurso hay una tendencia a considerar la existencia del sistema económico global como
algo que está dado como una función del poder de las corporaciones transnacionales y de las comuni-
caciones globales.
Sin embargo, la capacidad para operar de forma global tiene que ser producida, al igual que la
capacidad de coordinación y de control que implican las nuevas tecnologías de la información y el
poder de las corporaciones transaccionales.
Al centrar el análisis en la producción de esta capacidad, se le añade una dimensión olvidada a lo
conocido tema del poder de las grandes corporaciones y las nuevas tecnologías.
El énfasis se desplaza hacia las prácticas que constituyen en realidad lo que llamamos globalización
económica y control global: los trabajos asociados a la producción y reproducción de la organización y
la gestión de un sistema productivo y de un mercado financiero globales, ambos bajo condiciones de
concentración económica.
Centrar la atención en las prácticas introduce las categorías de lugar y de proceso de producción
en el análisis de la globalización económica. Estas dos categorías son fácilmente pasadas por alto en los
relatos centrados en la hipermovilidad del capital y en el poder de las corporaciones transnacionales.
Al desarrollar categorías como el lugar y el proceso de producción, no se está negando la centra-
lidad de la hipermovilidad y del poder. Se saca a la luz, por el contrario, el hecho que muchos de los
recursos necesarios para las actividades económicas globales no son hipermóviles y están, en realidad,
profundamente enclavados, básicamente en lugares como las ciudades globales y las zonas de proce-
samiento para la exportación.
Asimismo, al enfatizar que los procesos globales están, al menos en parte, enclavados en territorios
nacionales, se introducen nuevas variables en las actuales concepciones sobre la globalización econó-
mica y la cada vez más reducida capacidad reguladora del estado. Es decir, la economía espacial para
los nuevos grandes procesos económicos transnacionales difiere de manera significativa de la dualidad
global/nacional que se presupone en muchos análisis de la economía global.
La dualidad nacional versus global sugiere dos espacios que se excluyen mutuamente: uno empie-
za donde acaba el otro. Uno de los principales objetivos en este artículo es mostrar que esto es fun-
damentalmente erróneo, que lo global se materializa necesariamente en lugares específicos y en pro-
gramas institucionales, un gran número de los cuales, si no la mayoría, están emplazados en territorios
nacionales.
Recobrar la geografía de los lugares implicados en la globalización nos permite recobrar también a
las personas, trabajadores, comunidades y, más concretamente, a las múltiples culturas del trabajo que,
dejando de lado la cultura corporativa, están implicadas en la tarea de globalización.

Sólo uso con fines educativos 333


LUGAR Y PRODUCCIÓN EN LA ECONOMÍA GLOBAL
La globalización se puede deconstruir a partir de los lugares estratégicos en los que los procesos
globales se materializan y de los nexos que los unen.
Entre estos lugares están las zonas de procesamiento para las exportaciones, los centros bancarios
off-shore y, en un nivel mucho mas complejo, las ciudades globales.
Esto produce una geografía específica de la globalización y subraya hasta qué punto no se trata
de un acontecimiento planetario que abarca el mundo entero.(1) Se trata, además, de una geografía
cambiante, una geografía que se ha ido transformando a lo largo de los últimos siglos y de las últimas
décadas. (Y más recientemente ha incluido el espacio electrónico).(2)
Esta geografía de la globalización comprende a la vez una dinámica de dispersión y otra de cen-
tralización, fenómenos a los que sólo ahora se está empezando a prestar atención (véase Sassen, 1991,
capítulo 1).
La fuerte tendencia hacia la dispersión espacial de las actividades económicas a escala metropo-
litana, nacional y global que asociamos con la globalización ha contribuido a una demanda de nuevas
formas de centralización territorial de las operaciones de gestión y control de alto nivel. La dispersión
espacial de la actividad económica posibilitada por la temática contribuye a la expansión de las funcio-
nes centrales, considerando que esa dispersión sucede bajo la creciente concentración en el control, la
propiedad y la apropiación del beneficio que caracteriza el actual sistema económico.(3)
Los mercados nacionales y globales, así como las organizaciones globalmente integradas, requie-
ren lugares centrales en los que se realice el trabajo de globalización.(4)
Además, las industrias de la información requieren una vasta infraestructura física que albergue los
nodos estratégicos de hiperconcentración de los servicios; es necesario distinguir entre la capacidad de
transmisión/comunicación global y las condiciones materiales que la hacen posible. Finalmente, y pese
a tener unos out-puts hipermóviles, incluso las industrias de la información más avanzadas tienen un
proceso de producción que está, al menos en parte, vinculado a un lugar. Esto es debido a la combina-
ción de recursos que estas industrias precisan.
Mi trabajo se ha centrado en la consideración de las ciudades como lugares de producción para las
industrias punta de la información de nuestro tiempo y en la descripción de la infraestructura de activi-
dades, empresas y empleos necesaria para el funcionamiento de la economía corporativa avanzada.(5)
Estas industrias se conceptualizan habitualmente en términos de la hipermovilidad de sus outputs
y los elevados niveles de especialización de sus profesionales, antes que en relación a los procesos de
producción y a la indispensable infraestructura de servicios y trabajos no cualificados que también son
parte de ellas.
Un análisis detallado de las economías urbanas basadas en los servicios muestra que hay un consi-
derable entramado de empresas, sectores y trabajadores que aparentemente mantienen una conexión
mínima con la economía urbana dominada por las finanzas y los servicios especializados, pero que, en
realidad, cumplen una serie de funciones que son parte integrante de esa economía. Las cumplen, de
todos modos, bajo unas condiciones de intensa segmentación social, adquisitiva y a menudo racial o
étnica.(6)
El funcionamiento diario del entramado de empresas punta de servicios, dominados por las finan-

Sólo uso con fines educativos 334


zas, depende de su espectro de empleos manuales y mal pagados, muchos de ellos llevados a cabo por
mujeres e inmigrantes.
A pesar de que este tipo de trabajadores y empleos no se presentan nunca como integrantes de
la economía global, son de hecho parte de la infraestructura laboral necesaria para la implementación
y el funcionamiento del sistema económico, incluso en una forma tan avanzada del mismo como las
finanzas internacionales.(7)
Resulta mucho más fácil identificar como propia de un sistema económico avanzado a la elite de la
economía empresarial —los grandes edificios corporativos que simbolizan el conocimiento experto de
la ingeniería, la precisión y la techne—, que a los transportistas o a otros trabajadores de servicios indus-
triales, a pesar de que estos últimos constituyen una parte irremplazable de este sistema.(8)
Aquí se detecta una dinámica del valor que ha hecho aumentar agudamente la distancia entre los
sectores de la economía subvalorados y los valorados, o de hecho, sobrevalorados.

UNA NUEVA GEOGRAFÍA DE LOS CENTROS Y LOS MÁRGENES


El auge de la información y el crecimiento de la economía global, inextricablemente entrelazados,
han contribuido a una nueva geografía de la centralidad y la marginalidad.
Esta nueva geografía reproduce en parte las desigualdades existentes y es a la vez el resultado de
una dinámica específica de las formas actuales de crecimiento económico. Adopta nuevas formas y
opera en muchos campos, desde la ordenación de los servicios de telecomunicaciones hasta la estruc-
tura económica y laboral.
Las ciudades globales acumulan inmensas concentraciones de poder económico mientras que las
ciudades que fueron en otro tiempo importantes centros industriales están en plena decadencia; los
centros de las ciudades y las zonas de negocios de las áreas metropolitanas reciben inversiones masivas
en el mercado inmobiliario y en telecomunicaciones mientras que las áreas urbanas y metropolitanas
de bajos ingresos son privados de recursos; los trabajadores altamente cualificados en el sector corpo-
rativo ven sus ingresos crecer hasta niveles extraordinariamente elevados mientras que los trabajado-
res con una preparación media o baja ven los suyos hundirse. El sector financiero produce beneficios
extraordinarios mientras el sector industrial apenas sobrevive.
La más poderosa de estas nuevas geografías de la centralidad a escala global vinculan los princi-
pales centros financieros y comerciales internacionales: Nueva York, Londres, Tokyo, París, Francfort,
Zurich, Amsterdam, Los Angeles, Sydney y Hong Kong, entre otros. Pero esta geografía también incluye
ahora ciudades como Bangkok, Taipei, Sao Paulo, y Ciudad de México. La intensidad de las transaccio-
nes entre estas ciudades, particularmente a través de los mercados financieros, servicios comerciales e
inversión, ha aumentado bruscamente, y lo mismo les ha pasado a las órdenes de magnitud implicadas
(véase Noyelle and Dutka, 1988; Knox, 1995). (9) Al mismo tiempo, ha habido una agudización de la
desigualdad de la concentración de recursos y actividades estratégicas entre cada una de estas ciuda-
des y las demás de este mismo país. (10)
Paralelamente a esta nueva jerarquización global y regional de las ciudades, existe un vasto terri-
torio que se ha hecho cada vez más periférico y es progresivamente excluido de los procesos económi-
cos principales, aquellos que se consideran como los incentivadores del crecimiento económico en la

Sólo uso con fines educativos 335


nueva economía global. Centros industriales y ciudades portuarias anteriormente importantes han per-
dido sus funciones y están en declive, no sólo en los países menos desarrollados, sino también en las
economías más avanzadas. Lo mismo es aplicable a la valorización de los imputs laborales: la sobreva-
lorización de los servicios especializados y de los trabajadores profesionales ha designado a las “otras”
actividades económicas y laborales como innecesarias o irrelevantes para una economía avanzada.
Existen otras formas de demarcación segmentada de lo que es o no una instancia de la nueva eco-
nomía global. La línea central del discurso sobre la globalización, por ejemplo, reconoce la existencia de
una clase profesional internacional de trabajadores y de unos sectores empresariales altamente interna-
cionalizados debido a la presencia de empresas y de personal extranjeros. Lo que no se ha reconocido
es la posibilidad de interpretar las comunidades de trabajadores inmigrantes o el trabajo manual poco
remunerado en los mismos términos. Estas instancias siguen describiéndose en términos de inmigra-
ción, con un lenguaje arraigado en un período histórico anterior.
Esto indica que hay representaciones de lo global o de lo transnacional que no se han reconocido
como tales, o que son representaciones conflictivas. Entre ellas está el fenómeno de la inmigración, así
como los numerosos entornos de trabajo a los que ésta contribuye en las grandes ciudades, a menudo
subsumidos bajo la noción de economía étnica o economía informal. La mayoría de fenómenos que
narramos aún con el lenguaje de la inmigración y la etnicidad constituyen de hecho, según mi punto de
vista, una serie de procesos relacionados con: a) la globalización de la actividad económica, de la activi-
dad cultural y de la formación de identidad, y b) la cada vez más marcada racialización en la segmenta-
ción del mercado laboral, de manera que los elementos del proceso de producción de la economía de
la información avanzada y global que tienen lugar en entornos de trabajo constituidos por inmigrantes
no son reconocidos como parte de esa economía global de la información. La inmigración y la etnici-
dad se constituyen en alteridad.
Entender estos procesos como un conjunto de estrategias mediante los cuales los elementos glo-
bales se localizan, los mercados de trabajo internacionales se constituyen y las culturas del mundo se
desterritorializan y reterritorializan, los coloca justo en el centro, al lado de la internacionalización del
capital, como un aspecto fundamental de la globalización. (11)

LA CIUDAD GLOBAL: UN NEXO PARA NUEVOS ALINEAMIENTOS POLÍTICO-ECONÓMICOS


La implantación de procesos y mercados globales en las principales ciudades ha significado que el
sector internacionalizado de la economía se haya expandido bruscamente y haya impuesto un nuevo
conjunto de criterios para valorar o tasar varias actividades y productos económicos. Este fenómeno ha
tenido efectos devastadores en enormes sectores de la economía urbana. No se trata simplemente de
una transformación cuantitativa; podemos ver aquí los elementos de un nuevo régimen económico.
Estas tendencias hacia la polarización adoptan formas claramente reconocibles en:

(a) la organización espacial de la economía urbana;


(b) las estructuras para la reproducción social, y
(c) la organización del proceso de trabajo

Sólo uso con fines educativos 336


En estas tendencias hacia múltiples formas de polarización residen las condiciones para la creación
de la pobreza y marginalidad urbana basada en el empleo, y para la formación de nuevas clases.
El ascenso de la economía especializada en los servicios avanzados, particularmente del nuevo
complejo financiero y de servicios, crea lo que podría interpretarse como un nuevo régimen económi-
co porque, a pesar de que este sector representa sólo una parte de la economía de la ciudad, se acaba
imponiendo al resto.
Uno de los efectos de esta imposición es la polarización de la economía. Tenemos un ejemplo de
ello en la enorme capacidad de generar beneficios del sector financiero, que contribuye a la desvalori-
zación de las manufacturas y los servicios añadidos de bajo valor, en la medida en que estos sectores
son capaces de competir con aquél en los niveles de beneficios.
La capacidad de generar beneficios enormes de muchas de las industrias punta se basa en una
compleja combinación de nuevas tendencias; tecnologías que hacen posible la hipermovilidad del
capital a escala global y la desregulación de múltiples mercados que permiten hacer efectiva esa hiper-
movilidad; invenciones financieras tales como la seguritization, que da liquidez a un capital no líquido
hasta ese momento y le permite circular y, por tanto, generar beneficios adicionales; la demanda cre-
ciente de sus servicios desde todos los sectores junto con la creciente complejidad y especialización
de muchas de estas demandas, que han contribuido a su valorización y a menudo sobrevalorización,
como se muestra en los incrementos extraordinariamente elevados de los salarios de profesionales de
alto nivel y directivos de empresa que se iniciaron en los años ‘80. (12)
La globalización añade, además, a la complejidad de estos servicios, su carácter estratégico, su gla-
mour y, con ello, su globalización.
La presencia de una masa crítica de empresas con la capacidad de generar beneficios. Y a pesar de
que estas últimas son esenciales para la organización de la economía urbana y para satisfacer las nece-
sidades diarias de los habitantes de las ciudades, su viabilidad económica es amenazada en un contex-
to en que las finanzas y los servicios especializados pueden obtener beneficios extraordinarios. Los pre-
cios y los niveles de beneficio elevados en el sector internacionalizado y sus actividades subordinadas,
tales como los restaurantes y hoteles de alto nivel, hacen cada vez más difícil a los sectores competir
por el espacio y las inversiones.
Muchos de estos otros sectores han experimentado una considerable decadencia o desplazamien-
to; un ejemplo de ello es la sustitución de las tiendas de barrio adaptadas a las necesidades locales por
boutiques de alto nivel y restaurantes destinados a las nuevas élites urbanas con elevados ingresos.
La desigualdad en las capacidades para obtener beneficios de los diferentes sectores de la econo-
mía ha existido siempre. Pero lo que estamos contemplando actualmente tiene lugar a otro nivel y está
engendrando distorsiones masivas en las operaciones de varios mercados, desde la vivienda al trabajo.
La polarización entre empresas y particulares, y en la organización espacial de la economía, por
ejemplo, contribuye, desde mi punto de vista, a la informalización de un creciente número de activida-
des económicas en las economías urbanas avanzadas.
Cuando las empresas con capacidad baja o modesta para generar beneficios experimentan una
demanda de sus productos y servicios que se mantiene, o incluso aumenta, por parte de particulares
y otras empresas, en un contexto en el que un sector significativo de la economía obtienen beneficios

Sólo uso con fines educativos 337


extraordinarios, a menudo no pueden competir incluso aunque haya una demanda efectiva de lo que
ellos producen.
Operar informalmente es con frecuencia una de las pocas maneras que tienen estas empresas de
sobrevivir: por ejemplo, usando espacios en zonas que no están destinadas a usos comerciales o indus-
triales, como sótanos en zonas residenciales, o espacios que no cumplen las normativas en términos de
salud, de prevención de incendios, etc.
Así, empresas nuevas dedicadas a actividades con un beneficio reducido que se introducen en un
mercado fuerte para sus mercancías y servicios sólo son capaces de hacerlo informalmente. Otra opción
para estas empresas es subcontratar parte de su trabajo a empresas informales”. (13)
La recomposición de las fuentes de crecimiento y obtención de beneficios vinculadas a estas trans-
formaciones contribuye también a una reorganización de algunos componentes de reproducción social
o de consumo.
A pesar de que los estratos sociales intermedios aun constituyen la mayoría, las condiciones que
contribuyeron a su expansión y poder político-económico en las décadas posteriores a la II Guerra
Mundial —la centralidad de la producción y el consumo de masas en el crecimiento económico y en la
obtención de beneficios— han sido desplazadas por nuevas fuentes de crecimiento.
El rápido desarrollo de industrias que concentran, por un lado, trabajos altamente remunerados y,
por el otro, trabajos muy mal remunerados deriva en unas formas distintivas de estructuración del con-
sumo, que a su vez tienen un efecto de retroalimentación en la organización del trabajo y en el tipo de
puestos de trabajo que se crean.
La expansión de la fuente de trabajo altamente remunerada, junto con la emergencia de nuevas for-
mas culturales, ha conducido a un proceso de gentrificación de alto nivel adquisitivo que descansa, según
los últimos análisis, en la disponibilidad de una enorme oferta de trabajadores poco remunerados.
En buena medida, las necesidades de consumo de la población con bajos ingresos en las grandes
ciudades son cubiertas por negocios minoristas o pequeños manufactureros, que se basan en el traba-
jo familiar, realizado a menudo en condiciones por debajo de las formas mínimas de seguridad y salud.
Las prendas de vestir baratas, producidas localmente en fábricas con trabajadores explotados, por
ejemplo, pueden competir con las importaciones asiáticas de bajo coste. Una cantidad creciente de pro-
ductos y servicios, desde los muebles de bajo coste producidos en sótanos hasta los taxis ilegales y los
servicios domésticos responden a su vez a la demanda de una creciente población con bajos ingresos.
Una manera de conceptualizar la informalización en las economías urbanas avanzadas de hoy es
situarla como el equivalente sistémico de lo que llamamos desregulación en la cumbre de la economía
(véase Sassen, 1994 b).
Tanto la desregulación de un número creciente de industrias informáticas punteras como la infor-
malización de un número creciente de sectores con poca capacidad para crear beneficios pueden con-
ceptualizarse como reajustes bajo unas condiciones en las que las nuevas estrategias económicas y las
viejas regulaciones entran en una tensión creciente. (14) “Fracturas reguladoras” es un concepto que he
usado para describir esta condición.
Podemos pensar en estas estrategias como elementos que constituyen nuevas geografías de la
centralidad y de la marginalidad que atraviesan la vieja división entre países pobres y países ricos, y

Sólo uso con fines educativos 338


nuevas geografías de la marginalidad que se han convertido en cada vez más evidentes, no sólo en el
mundo subdesarrollado sino también en las ciudades altamente desarrolladas.
En el interior de las principales ciudades del mundo desarrollado y en vías de desarrollo vemos una
nueva geografía de los centros y de los márgenes que no sólo contribuye a reforzar las desigualdades
existentes sino que pone también en marcha un espectro completo de nuevas dinámicas de la des-
igualdad.
Las grandes ciudades en todo el mundo son el terreno en el que múltiples procesos de globaliza-
ción toman formas concretas y localizadas. Estas formas localizadas son, en buena medida, la base de la
globalización.
Si consideramos, además, que las grandes ciudades concentran también una gran cantidad de
población precaria —inmigrantes en Europa y en los EEUU, afroamericanos y latinos en los EE.UU,
masas de personas que habitan en suburbios de chabolas en las megaciudades del mundo en vías de
desarrollo—, puede verse que las ciudades se han convertido en un terreno estratégico en el que se da
toda una serie de conflictos y contradicciones.
Así, podemos pensar en las ciudades como uno de los lugares en los que se producen las contra-
dicciones de la globalización del capital. Por un lado, concentran una cantidad desproporcionada de
poder corporativo y son un entorno fundamental para la sobrevalorización de la economía corporati-
va; por el otro, concentran una cantidad desproporcionada de trabajadores precarios y son unos de los
sitios clave para la desvalorización.
¿Por qué son estas ciudades también nuevas fronteras? Es en las ciudades donde los trabajadores
precarios pueden adquirir una cierta presencia, una cierta visibilidad puesto que son hasta cierto punto
una fuerza de trabajo necesaria —esto es, en la medida en que el trabajo que realizan es necesario.
Por tanto se da aquí una batalla ideológica real. Un modo de describir esta situación es enfatizando
la gran conexión con la demografía de esta aguda transformación en la valorización de determinados
tipos de trabajo.
La devaluación de trabajos que son necesarios para el sistema económico es facilitada por la dis-
ponibilidad de los trabajadores tradicionalmente precarios. A esto nos referimos cuando hablamos de
conexión con la demografía.
En la ciudad de Nueva York, la mayoría de los trabajadores residentes son mujeres, o bien pertene-
cen a los colectivos afroamericanos o puertorriqueños, o bien son inmigrantes. La ironía, la dialéctica
del poder y la política se centra en el hecho de que se trata de trabajadores necesarios cuyo trabajo
está, sin embargo, devaluado.
Dado que no tienen un acceso fácil a las formas más tradicionales de política, como la política sin-
dical, se convierten, por tanto, en los actores de nuevas formas de política.(15).
Estrictamente hablando, se produce una combinación de tres elementos: la creación de trabajos
necesarios que están devaluados, una implicación geográfica de las transformaciones en los mercados
laborales (inmigrantes y mujeres) y una falta de acceso a formas más tradicionales de política.
Por tanto, tenemos de facto la posibilidad de múltiples formas nuevas de política. La política en el
caso de lugares como Nueva York, Los Angeles, Francfort o Berlín está atravesada por cuestiones de
identidad, cultura, protección de los derechos de los inmigrantes, etc., y puede interpretarse, según

Sólo uso con fines educativos 339


cierto esquema, como una fragmentación de la política. Pero, por otro lado, quizá hemos llegado al
punto, especialmente en estas ciudades, en el que se exige una nueva forma de política. Es aquí donde
encajan, desde mi punto de vista, muchas acciones, iniciativas y movimientos sociales concretos.
Este tipo de ciudades contienen en sí mismas, además de las estructuras estratégicas que valorizan
el capital global, las condiciones estratégicas para la valorización del poder político que los precarios
representan. La presencia simultánea del poder corporativos de estos colectivos en estado de precarie-
dad han convertido las ciudades en un terreno conflictivo.
La ciudad global concentra la diversidad; sus espacios están marcados por la cultura corporativa
dominante pero también por una multiplicidad de otras culturas e identidades, constituidas básica-
mente por inmigrantes. El desplazamiento es evidente: la cultura dominante puede abarcar solo parte
de la ciudad. A pesar de que el poder corporativo identifica las culturas y las identidades no corporati-
vas como “la alteridad” y con eso las devalúa, éstas están fuertemente presentes.
Las comunidades de inmigrantes y la economía informal en ciudades como Nueva York y Los Ange-
les son sólo dos ejemplos.
El hecho de que estos inmigrantes y refugiados estén concentrados en las ciudades y sean a menu-
do el agente demográfico de parte de estos procesos de reestructuración económica subraya que el
conflicto poscolonial no está dándose solamente en los territorios de las antiguas colonias, sino tam-
bién en ciudades como París y Berlín.
Creo que esta perspectiva histórica amplia permite ver que las pequeñas batallas, luchas y actos
de contestación que se están produciendo en las ciudades grandes de todo el mundo son también los
micro constituyentes de una confrontación más amplia que es la confrontación poscolonial que se ha
trasladado parcialmente a los centros metropolitanos.(16)
Las ciudades globales actuales son en parte los espacios de poscolonialismo y también contienen
las condiciones para la formación de un discurso poscolonialista (véase Hall, 1991; King, 1990).(17)
La globalización es un espacio contradictorio; se caracteriza por la contestación, la diferenciación
interna y por continuos cruces de frontera.

Saskia Sassen
© Quaderns - Barcelona, abril 2001
Fronteras – Bordes

NOTAS

1 Cf. La noción de Robertson del mundo como un único lugar, o la condición humana global. Según mi opinión la globa-
lización es también un proceso que produce diferenciación, sólo que el alineamiento de ésta es muy diferente de aquel
que iba asociado a nociones tan diferenciadoras como carácter nacional, sociedad nacional. Así el mundo corporativo
hoy tiene una geografía global, y sin embargo, no está en todas partes del mundo: en realidad se ubica en espacios alta-
mente definidos y estructurados. En segundo lugar este mundo se diferencia cada vez más de los segmentos no corpora-
tivos en las economías de cada uno de sus emplazamientos concretos (como, por ejemplo, la ciudad de Nueva York) o de
los países en los que opera. Se da, por tanto, un proceso de homogeneización a lo largo de ciertas líneas que cruzan las
fronteras.

Sólo uso con fines educativos 340


2 Es necesario identificar las condiciones históricas específicas de las distintas concepciones de lo internacional o de lo glo-
bal. Hay una tendencia a ver la internacionalización de la economía como un proceso que se da en el centro, basándose
en el poder de las corporaciones multinacionales en las economías de muchos países periféricos debido a sus altos nive-
les de inversiones extranjeras en todos los sectores económicos y de su fuerte dependencia en los mercados mundiales
de las monedas sólidas.
Lo que se da en los países centrales son concentraciones estratégicas de empresas y mercados que operan globalmente,
la capacidad de control, coordinación y poder global. Esta es una forma muy diferente de lo internacional de aquella que
encontramos en los países periféricos.
3 Más conceptualmente, podemos preguntarnos si un sistema económico con una tendencia tan fuerte a la concentración
puede tener una economía espacial que carezca de puntos de concentración física. Es decir tiene poder, es decir el poder
económico, ¿correlatos especiales?
4 Entiendo por servicios productivos, y más especialmente por servicios financieros y corporativos avanzados, el conjunto
de empresas que producen los servicios organizativos necesarios para la implementación y la gestión de los sistemas
económicos globales (Sassen, 1991 —Capítulos 2-5)
Los servicios productivos producen outputs intermedios, esto es, servicios comparados por empresas. Incluyen ser-
vicios financieros, legales y de gestión general. Innovación, desarrollo, diseño, administración, personal, tecnología de
producción, mantenimiento, transporte, comunicaciones, distribución mayorista, publicidad, servicios de limpieza para
empresas, seguridad y almacenaje. Esta categoría está constituida de una forma de una forma central por una serie de
compañías con un mercado mixto formado por empresas y particulares, como las aseguradoras, los bancos, los servicios
financieros, inmobiliarios, legales y contables o las asociaciones profesionales.
5 Metodológicamente hablando, esta es una manera de enfocar la cuestión de la unidad de análisis en los estudios sobre
los procesos económicos contemporáneos. “Economía Nacional” es una categoría problemática cuando hay niveles ele-
vados de internacionalización.
También lo es la categoría “economía mundial” debido a la imposibilidad de realizar un estudio empírico detallado a esa
escala. Las ciudades altamente internacionalizadas como Nueva York o Londres ofrecen la posibilidad de examinar pro-
cesos globales con gran detalle, dentro de un marco acotado, y atendiendo a sus múltiples y a menudo contradictorios
aspectos.
Esta estrategia nos serviría para analizar alguna de las cuestiones planteadas por King sobre la necesidad de una noción
diferenciada de cultura, pero también de lo internacional y lo global (King, 1990).
6 Para mí, como economista político, estudiar estos temas ha supuesto trabajar con varios sistemas de representación y
construir espacios de intersección. Hay momentos analíticos cuando dos sistemas de representación interseccionan.
Estos momentos analíticos son fácilmente experimentados como espacios de silencio, de ausencia. Constituye un reto
ver qué pasa en estos espacios, qué operaciones analíticas de poder, de significado, tienen lugar ahí.
Una versión de estos espacios de intersección es lo que he llamado zonas fronterizas analíticas. ¿Por qué zonas fron-
terizas? Porque son espacios que están constituidos por discontinuidades; en ellos las discontinuidades constituyen un
espacio en lugar de ser reducidas a una línea divisoria.
La mayor parte de mi trabajo sobre la globalización económica y las ciudades se ha centrado en estas discontinuidades
y ha buscado reconstituirlas analíticamente como territorios fronterizos en lugar de como líneas divisorias. Esta opera-
ción produce un terreno en el que las discontinuidades pueden ser constituidas en términos de operaciones económicas,
cuyas propiedades son solamente una función de los espacios que se encuentran a ambos lados de una línea (esto es,
una reducción a la condición de línea divisorial, sino también, y de un modo fundamental, una función de la discontinui-
dad misma, a partir del argumento de que las discontinuidades son una parte integrante, un componente del sistema).
7 Un arma metodológica que resulta útil, desde mi punto de vista, para las investigaciones de esta naturaleza es lo que
llamamos circuitos para la distribución e instalación de las operaciones económicas. Estos circuitos nos permiten, por
un lado, seguir el hilo de las actividades económicas en terrenos que escapan a los límites cada vez más estrechos de las

Sólo uso con fines educativos 341


representaciones dominantes de la “economía avanzada” y, por el otro, traspasar las fronteras de los espacios sociocultu-
rales discontinuos.
8 El siguiente ejemplo ilustra este fenómeno. Cuando se dio la primera crisis aguda del mercado de valores en 1987 des-
pués de unos años de enorme crecimiento, se publicaron numerosos reportajes periodísticos sobre la repentina y masiva
crisis de desempleo entre los profesionales con ingresos elevados de Wall Street. El otro problema de paro en Wall Street,
el que afectó a secretarias y trabajadores manuales, nunca fue noticia, ni se hizo ningún reportaje sobre él. Y, más aún, el
crac de la bolsa creó un problema de paro muy concentrado, por ejemplo, en la comunidad de inmigrantes dominicanos
del norte de Manhattan donde vivían muchos de los trabajadores de la limpieza de Wall Street.
9 Que esto haya contribuido a la formación de sistemas urbanos transnacionales es un asunto a debatir. El crecimiento de
los mercados globales de finanzas y servicios especializados, la necesidad de redes de servicios internacionales debida
a los agudos incrementos en la inversión internacional, al reducido papel del gobierno en la regulación de la actividad
económica internacional, el correspondiente ascenso de otros ámbitos institucionales, mercados globales y oficinas cor-
porativas fundamentalmente, todo apunta a la existencia de unos programas económicos transnacionales con sede en
más de un país. Estas ciudades no están simplemente compitiendo las unas con las otras por la participación en el mer-
cado como es a menudo afirmado o asumido: hay una división del trabajo que incorpora ciudades de múltiples países, y
en este sentido podemos hablar de un sistema global (por ejemplo, en finanzas) y no simplemente de un sistema inter-
nacional (véase Sassen: Capítulos 1-4-7). Podemos observar aquí la formación al menos incipiente de un sistema urbano
transnacional.
10 Además, la pronunciada orientación hacia los mercados mundiales evidente en tales ciudades da lugar a cuestiones a
la articulación con sus estados nacionales, sus regiones y la estructura social y económica en tales ciudades. Las ciuda-
des han estado siempre profundamente involucradas en las economías de su región, a menudo incluso han reflejado
las características de esta última, y aún lo hacen. Pero las ciudades que constituyen espacios estratégicos de la economía
global tienden, en parte, a desconectarse de su región. Esta afirmación entra en conflicto con una premisa fundamental
en la teoría tradicional sobre los sistemas urbanos- esto es, que estos sistemas favorecen la integración territorial de las
economías regionales y nacionales.
11 En lugares he tratado de demostrar que la fase actual del período posterior a la II Guerra Mundial posee unas condicio-
nes claras para la formación y el mantenimiento de los flujos internos de inmigrantes y refugiados. He intentado mostrar
que las formas específicas de internacionalización del capital que vemos a lo largo de este período han contribuido a
crear grandes flujos migratorios y han construido puentes entre el país de origen y los Estados Unidos. La implantación
de las estrategias de desarrollo occidentales, la sustitución de la agricultura de pequeños propietarios por una agricul-
tura comercial orientada a la exportación o a la occidentalización de los sistemas educativos ha contribuido a incentivar
los flujos migratorios regionales, nacionales y transnacionales. Al mismo tiempo las redes administrativas, comerciales y
de desarrollo de los antiguos imperios europeos más nuevas de estas redes asumidas bajo la Pax Americana (inversión
exterior directa e internacional, zonas de procesamiento de la exportación, guerras por la democracia) no sólo han crea-
do puentes para el flujo de capital, información y trabajadores de alto nivel del centro a la periferia sino que, según mi
opinión, también para el flujo de inmigrantes (Sassen 1988). Véase también el análisis de Hall de la afluencia migratoria
posguerra desde los países de la Commonwealth hacia el Reino Unido y de su descripción de cómo Inglaterra y lo inglés
estuvieron tan presentes en su Jamaica natal como para hacer que Londres se percibiera como tal a la que todos se diri-
girían más pronto o más tarde (1991). Esta manera de narrar los fenómenos migratorios del período de posguerra capta
la influencia del colonialismo y de las formas imperiales poscoloniales en los principales procesos de globalización hoy, y
específicamente en aquellos que vinculan en los principales procesos de globalización hoy, y específicamente en aque-
llos que vinculan países de emigración e inmigración. Los principales países inmigratorios no son espectadores inocen-
tes: la génesis y los contenidos específicos de su responsabilidad variarán según el caso y el período.
12 La elevada capacidad de obtener beneficios de los nuevos sectores de crecimiento descansa también, al menos en parte,
en la actividad especulativa. El grado de esta dependencia respecto a la especulación puede verse en la crisis de los años

Sólo uso con fines educativos 342


‘90 que siguió a los beneficios extraordinariamente elevados en las finanzas y el sector inmobiliario en los años ‘80. La
crisis inmobiliaria y financiera, de todos modos, parece haber dejado intacta la dinámica básica del sector. La crisis por
tanto puede interpretarse como un reajuste de los beneficios a niveles mas razonables, es decir, menos especulativos. La
dinámica global de polarización de los niveles de beneficio en la economía urbana se mantiene, así como las distorsiones
en muchos mercados.
13 De un modo más general estamos viendo la aparición de nuevos tipos de segmentación del mercado laboral. Destacan
dos características. Una es de debilitamiento del papel de la empresa en la estructuración de las relaciones laborales, que
cada vez más se dejan en manos del mercado. Un segundo aspecto de esta reestructuración es lo que podría describirse
como el desplazamiento de las funciones del mercado laboral o a la comunidad.
14 Relacionar la informalización y el crecimiento sitúa el análisis más allá de la idea de que la emergencia de los sectores
informales en ciudades como Nueva York y Los Angeles está causada por la presencia de inmigrantes y su tendencia a
reproducir estrategias propias de los países del Tercer Mundo. Relacionar la informalización y el crecimiento también
supera la afirmación de que el desempleo y la recesión serían las causas fundamentales de la informalización en la fase
actual de las economías altamente industrializadas. Este enfoque apuntaría algunas características del capitalismo avan-
zado que no se advierten normalmente. Para una antología excelente de trabajos recientes dedicados a la economía
informal en diversos países del mundo, véase Komlosy et al. (1997).
15 Tenemos que señalar que se empiezan a percibir algunos cambios en las grandes ciudades de los Estados Unidos en las
que las asociaciones sindicales han entendido finalmente que tienen que atender a la organización de los parados, de las
mujeres y de los inmigrantes, estén documentados o no, y que tienen que tomar como referente de esta organización la
comunidad y no solo el lugar de trabajo. Por tanto estamos empezando a ver una ligera transformación.
16 Encontramos muchos ejemplos de este fenómeno. La cultura global de masas homogeniza y es capaz de absorber una
enorme variedad de elementos culturales locales. Por eso este proceso no se completa nunca. Mi análisis de algunos
datos del sector de la industria electrónica muestra que el empleo de los sectores punta ya no implica inevitablemente
a una aristocracia laboral. Así, mujeres del tercer mundo que trabajan en zonas de procesamiento de la exportación no
tienen permiso de trabajo: el capitalismo puede trabajar a través de la diferencia. Aún otro caso es el de los “inmigrantes
ilegales” vemos aquí que las fronteras nacionales tienen el efecto de crear y criminalizar la diferencia. Estos procesos de
diferenciación son centrales para la formación de un sistema económico mundial (Wallerstein, 1990).
17 Una cuestión interesante es la que se refiere a la naturaleza de la internacionalización hoy en las ciudades de las antiguas
colonias. El análisis de King (1990:78) sobre las condiciones históricas y desiguales en la que la noción de lo internacional
fue construida es extremadamente importante. King nos muestra cómo durante el tiempo del imperio, algunos de los
mayores centros coloniales estaban mucho más internacionalizados que la metrópolis El concepto de internacionaliza-
ción tal como se usa hoy está supuestamente enraizado en la experiencia del centro. Esto nos muestra un punto ciego en
los análisis contemporáneos perfectamente captado por Hall cuando observa que las críticas contemporáneas poscolo-
niales y postimperialistas han surgido en los antiguos centros de los imperios y nada dicen sobre un conjunto de condi-
ciones evidentes hoy en las antiguas ciudades y países coloniales. Otro de estos puntos ciegos consistiría en afirmar que
las grandes migraciones internacionales hacia el centro desde los antiguos territorios coloniales, o no tan antiguos en el
caso de los Estados Unidos, y más recientemente en Japón (1994), serían el correlato de la internacionalización del capital
que empezó con el colonialismo.
Este texto recoge las ideas presentadas por Saskia Sassen en el 7º Congreso de la International Network for Urban Resear-
ch and Actino (INURA), bajo el título “Posible Urban Worlds”, celebrado en Zurcí en junio de 1997, cuyo catálogo ha sido
publicado por Birkhäuser Verlag, (Basel, 1998)
Saskia Sassen, profesora de sociología en la Universidad de Chicago y antigua profesora del Departamento de Urbanismo
de la Universidad de Columbia. Es una de las principales voces críticas sobre la sociedad de la información.
Entre sus obras, que analizan el fenómeno de la globalización destacamos: “La ciudad global (Buenos Aires, Eudeba
1996), “Losing Control? Sovereignity in Age of Globalization” (Columbia University Press, 1996) de la que Ed. Bellate-

Sólo uso con fines educativos 343


rra publicara la versión española (2002), “Globalization and its Discontents” (The New Press, 1998) y “Guest and Aliens”
(1999) de la que Ed. Siglo XXI publicará la versión española.

Sólo uso con fines educativos 344


Lectura Nº 5
Sassen, Saskia, “Las Mujeres en la Ciudad Global. Explotación y Empoderamien-
to”, en http://www.lolapress.org/elec1/artspanish/sass_s.htm

La ciudad global se puede considerar como una réplica estratégica donde se producen múltiples
localizaciones de lo global. Y las mujeres están emergiendo como actores claves en esa transformación.
Muchas de esas localizaciones están insertas en la transición demográfica evidente en esas ciudades,
donde un porcentaje cada vez más alto de los trabajadores que viven y trabajan en la ciudad son muje-
res, muchas de ellas mujeres negras e inmigrantes.
Los impactos son contradictorios para las mujeres: las ciudades son lugares de explotación y luga-
res de resistencia.

El nuevo estrato de mujeres profesionales


Una localización importante de la dinámica de la globalización es el nuevo estrato de mujeres pro-
fesionales. Previamente he examinado el impacto del crecimiento de mujeres profesionales de primer
nivel en el aburguesamiento, con alto nivel de ingresos, de esas ciudades (residencial y comercial), así
como en la reurbanización de la vida de familia de clase media.
Las ciudades globales son sitios clave para la prestación de servicios especializados, la financiación
y la administración de procesos económicos globales. Esto ha creado una importante expansión de la
demanda de profesionales de alto nivel. Además, el carácter complejo y estratégico de esos trabajos
requiere de una amplia disponibilidad horaria y un compromiso intenso con las tareas y la vida labo-
ral. Se impone a esos profesionales una carga muy pesada. Por ello la residencia urbana es mucho más
deseable que la suburbana, especialmente para profesionales solteros o para hogares con dos profesio-
nales. Como resultado vemos una expansión de las áreas residenciales de altos ingresos en las ciuda-
des globales y una reurbanización de la vida familiar, en la medida en que estos profesionales quieren
todo, incluso tener hijos, aún cuando no tienen tiempo para ser padres. Para estos trabajos absorben-
tes y con gran exigencia horaria, las modalidades usuales de manejo de las tareas del hogar y el estilo
de vida resultan inadecuados. Es el tipo de hogar que describo como “el hogar profesional sin espo-
sa”, independientemente del hecho de que pueda estar integrado por una pareja de hombre y mujer,
hombre-hombre o mujer-mujer, el hecho es que ambos posean empleos de alta exigencia. Una parte
creciente de las tareas del hogar se vuelve a ubicar en el mercado: se compran directamente como bie-
nes y servicios, o en forma indirecta mediante mano de obra contratada. Como consecuencia estamos
presenciando el retorno de las llamadas “clases de servicio” en todas las ciudades globales del mundo,
compuestas en gran medida por mujeres inmigrantes y migrantes.
Estas transformaciones implican posibilidades, aunque limitadas, de autonomía y empoderamien-
to para las mujeres, y no sólo para las mujeres profesionales. Por ejemplo, podríamos preguntarnos si el
crecimiento de la informalización en las economías urbanas avanzadas reconfigura ciertos tipos de rela-
ciones económicas entre hombres y mujeres. Con la informalización, el vecindario y el hogar vuelven a
emerger como sitios de actividad económica. Esta condición tiene sus propias posibilidades dinámicas

Sólo uso con fines educativos 345


para las mujeres. La decadencia económica a través de la informalización crea “oportunidades” para
mujeres de bajos ingresos y además reconfigura algunas de las jerarquías del trabajo y el hogar en las
que se posicionan las mujeres. Esto resulta particularmente claro en el caso de las mujeres inmigrantes
provenientes de países con culturas preferentemente centradas en el hombre.

Las mujeres inmigrantes en la ciudad global


Existe mucha literatura que muestra que el trabajo de remuneración regular y la mejora del acce-
so a otras esferas públicas de las mujeres inmigrantes, produce un impacto sobre sus relaciones de
género: las mujeres aumentan su autonomía personal y su independencia mientras que los hombres
pierden terreno. Las mujeres ganan más control sobre el presupuesto y otras decisiones domésticas,
y una mayor fuerza para solicitar ayuda a los hombres en quehaceres domésticos. También su acceso
a los servicios públicos y a otros recursos públicos les da una posibilidad de incorporarse a la corrien-
te mayoritaria de la sociedad; a menudo son ellas las que actúan como intermediarias en ese proceso
dentro del hogar. Es probable que algunas mujeres se beneficien más que otras de esas circunstancias;
debemos seguir investigando para establecer el impacto de clase, educación e ingreso sobre esas con-
secuencias desde la perspectiva de género. Además del empoderamiento relativamente importante de
las mujeres en el hogar, asociado al empleo asalariado, existe una segunda consecuencia importante:
su participación mayor en la esfera pública y su posible emergencia como actores públicos. Hay dos
escenarios donde las mujeres inmigrantes son activas: las instituciones de asistencia pública y priva-
da, y la comunidad inmigrante/étnica. La incorporación de las mujeres al proceso de migración fortale-
ce la posibilidad de establecimiento y contribuye a una participación mayor de los inmigrantes en sus
comunidades y en relación con el estado. Por ejemplo, las mujeres inmigrantes pasan a asumir mayor
cantidad de roles públicos y sociales activos que reafirman más su posición en el hogar y en el proceso
de establecimiento. Las mujeres son más activas en la construcción de la comunidad y en el activismo
comunitario, y se posicionan en forma diferente que los hombres en relación con el estado y la econo-
mía en sentido amplio. Son ellas quienes probablemente deban manejar la vulnerabilidad legal de sus
familias en el proceso de obtención de servicios públicos y sociales.
Esta participación mayor de las mujeres sugiere la posibilidad de que puedan emerger como acto-
res más fuertes y visibles, y que aumente la visibilidad de su rol también en el mercado laboral.

Dinámicas diferentes
Existe, en cierta medida, una unión de dos dinámicas diferentes en la situación de las mujeres en
las ciudades globales que acabamos de describir. Por un lado están constituidas como una clase invisi-
ble de trabajadoras y desempoderadas al servicio de los sectores estratégicos que componen la econo-
mía mundial. Esa invisibilidad les impide emerger como “la aristocracia de los trabajadores”, equivalen-
te a formas anteriores de organización económica, donde la posición de los trabajadores en sectores de
avanzada era un factor de empoderamiento. Por otro lado, el acceso a sueldos y salarios (aunque sean
bajos), la feminización creciente de la oferta de trabajo y las oportunidades comerciales que produce la
informalización, alteran las jerarquías de género de las que forman parte.

Sólo uso con fines educativos 346


Un espacio de poder
Lo que hace estratégica la localización de los procesos descritos, aunque impliquen la existencia de
trabajadoras sin poder y a menudo invisibles, es que esas mismas ciudades también son lugares estra-
tégicos para la valoración de las nuevas formas de capital empresarial mundial.
Las ciudades globales son centros de prestación de servicios, de financiación del comercio, donde
se concentra la inversión internacional y las operaciones centrales. Es decir, la multiplicidad de activi-
dades especializadas que tiene lugar en las ciudades globales es crucial para la valorización, de hecho
la sobrevalorización, de los actuales sectores dominantes del capital. Y en ese sentido, son sitios de
producción estratégica para los actuales sectores económicos dominantes. Esta función se refleja en
el ascendiente de esas actividades en sus economías. Según mi análisis, lo específico del cambio a los
servicios no es simplemente el crecimiento de la cantidad de empleos de servicios, sino lo que es más
importante, la intensidad creciente de servicios en la organización de las economías avanzadas: las
empresas de todas las industrias, actualmente compran más servicios contables, legales, de publicidad
y de previsión económica que hace veinte años. Sea a nivel mundial o regional, los centros urbanos
(ciudades centrales, ciudades periféricas) son adecuados, y con frecuencia los mejores sitios de produc-
ción para esos servicios especializados. Cuando se trata de la producción de servicios para los sectores
globalizados dominantes, las ventajas de la ubicación en ciudades son especialmente importantes...

¿Hacia contrageografías de la globalización?


El espacio constituido por la red global de ciudades globales, un espacio con nuevas potencia-
lidades económicas y políticas, es quizás uno de los espacios más estratégicos para la formación de
identidades y comunidades transnacionales. Es un espacio centrado en el lugar porque está inserto
en sitios particulares y estratégicos; y también es transterritorial porque conecta sitios que no están
geográficamente cercanos aunque sí intensamente vinculados entre sí. Dentro de esta red global no
sólo se produce la transmigración de capital, sino también de personas, tanto ricos, es decir la nueva
fuerza de trabajo profesional transnacional, como pobres, o sea la mayoría de los trabajadores emi-
grantes; y es un espacio para la transmigración de formas culturales, para la reterritorialización de
subculturas “locales”. Una pregunta importante es si también es un espacio para una nueva políti-
ca, que vaya más allá de la política de cultura e identidad, aunque probablemente esté, al menos en
parte, inserto en ellas.

¿Un lugar para una nueva política?


Las ciudades son muy complejas y multifacéticas. Son sitios de explotación extrema de masas
populares; pero también son sitios para nuevos tipos de política, nuevas formas en las que quienes
carecen de poder pueden participar en el poder de una forma impensable en áreas rurales, por ejem-
plo, o en ciudades pequeñas. Y también son sitios donde las abundantes y diferentes culturas de resis-
tencia, de subversión, de contestación al poder pueden hacerse visibles entre sí, hacerse conscientes
de la existencia de las demás, en una forma que no podrían hacerlo en una plantación o en una ciu-
dad pequeña donde no existe la diversidad. Las ciudades se han convertido en espacios internaciona-
les para una diversidad de actores y temas. Por supuesto que siempre lo fueron, pero quizás un poco

Sólo uso con fines educativos 347


menos que en la actualidad y en una forma diferente. Las ciudades son nuevas zonas de frontera donde
se pueden unir los actores de muchos tipos diferentes de luchas y orígenes nacionales.
Las ciudades son un espacio para la política mucho más concreto que el estado nacional. Las ciu-
dades hacen posible la formación de temas políticos informales: varios tipos de activistas en torno a la
problemática de las personas sin techo, los derechos de los inmigrantes, los derechos de las lesbianas y
gays, política de acción directa contra el capital, ocupantes ilegales, anarquistas; luchas contra el racis-
mo y contra la brutalidad policial, y otros. La ciudad lo hace posible. En ocasiones ciertas situaciones
particulares hacen posible una política nacional de resistencia; por ejemplo, en Alemania, ante el hecho
del tren que transporta desechos nucleares, la gente organizó demostraciones en torno al tren, y el tren
se convirtió en un sitio concreto para la acción. Las protestas contra la OMC en Seattle muestran cómo
se puede producir la movilización porque en algún punto la economía global necesita dar un giro; el
evento concreto adopta la forma de 132 ministros de comercio reunidos en una ciudad. Y algo similar
sucede con las reuniones del FMI/Banco Mundial en Washington.
Las ciudades son sitios estratégicos para el capital global, sitios de explotación y, también, sitios
para crear nuevas formas de resistencia. Y lo seguirán siendo cada vez más. Ese es mi concepto de ciu-
dad global: no se relaciona sólo con el capital global, como dirían algunos, sino también con un nuevo
tipo de política que tiene que ver con combinar lo global en el sitio localizado que es la ciudad, y una
unión de los más diversos tipos de esfuerzos y de personas de todo el mundo. En ningún lugar todo eso
se vuelve más concreto que en las grandes ciudades.
Y en ningún lugar existe tan alta concentración de mujeres en los sectores económicos estratégi-
cos de la cúspide del sistema y en la infraestructura de trabajos de escasa remuneración estratégicos
para la prestación de servicios a los sectores y hogares superiores. Así como es en estas ciudades donde
las condiciones del tráfico ilegal de mujeres se materializan en beneficio ilegal de forma muy clara y
como en ningún otro lugar. La naturaleza estratégica de toda esa dinámica y las grandes concentracio-
nes de mujeres de diferentes países y entornos socioeconómicos, señala la posibilidad de una variedad
de políticas concretas de resistencia, contestación e instrumentación por parte de las mujeres. Debido
a que esas ciudades contienen mujeres de países tan diferentes, un efecto podría ser el fortalecimien-
to de la información de las redes transfronterizas existentes, y también podría producir la creación de
nuevas redes. La red transfronteriza de ciudades globales es un espacio donde estamos presenciando
la formación de contrageografías de globalización que enfrentan las formas económicas dominantes
asumidas por la economía global.
Saskia Sassen es Catedrática de Sociología de la Universidad de Chicago y Centennial Visiting Pro-
fessor de la London School of Economics. Sus libros más recientes son Guests and Aliens (New York:
New Press 1999), y Globalization and its Discontents (New York: New Press 1998). Sus libros fueron tra-
ducidos a diez idiomas. “Global City” se va a publicar en edición nueva totalmente actualizada en el
año 2000. Actualmente dirige un proyecto de investigación sobre “Governance and Accountability in
a Global Economy” (Gobierno y Rendición de cuentas en una economía global). Participará en el tema
‘Ciudad’ en la Universidad Internacional de Mujeres (International Women’s University) (consultar artí-
culo de Ute Scheub).

Traducción del inglés: Soledad Domínguez


Sólo uso con fines educativos 348
Lectura Nº 6
Castells, Manuel, “El Espacio de los Flujos”, en El Surgimiento de la Sociedad de
Redes, en
http://www.hipersociologia.org.ar/catedra/material/Castellscap6.html

Introducción
Espacio y tiempo son las dimensiones materiales fundamentales de la vida humana. Los físicos han
mostrado la complejidad de estas nociones, más allá de la falacia que supone su simplicidad intuitiva.
Los escolares saben que el espacio y el tiempo se relacionan. Y una teoría muy extendida, la última
moda en física, adelanta la hipótesis de un hiperespacio que articula diez dimensiones, incluido el tiem-
po. Por supuesto, en mi análisis no hay lugar para tal discusión, puesto que sólo le concierne el signifi-
cado social de espacio y tiempo. Pero la referencia a esa complejidad va más allá de la pedantería retó-
rica: nos invita a considerar las formas sociales del tiempo y el espacio, que no son reducibles a las que
han sido nuestras percepciones hasta la fecha, basadas en estructuras sociotécnicas que ha invalidado
la experiencia histórica.
Puesto que espacio y tiempo están entrelazados en la naturaleza y la sociedad, también lo estarán
en mi análisis, aunque, en aras de la claridad, me centraré primero en el espacio, en este capítulo, y
luego en el tiempo, en el siguiente. El orden de la secuencia no es aleatorio: a diferencia de la mayoría
de las teorías sociales clásicas, que asumen el dominio del tiempo sobre el espacio, propongo la hipó-
tesis de que el espacio organiza al tiempo en la sociedad red. Confío en que esta afirmación tendrá más
sentido al final del recorrido intelectual que propongo al lector en estos dos capítulos.
Tanto el espacio como el tiempo han sido transformados bajo el efecto combinado del paradigma
de la tecnología de la información y de las formas y procesos sociales inducidos por el proceso actual
de cambio histórico, como se ha presentado en este libro. Sin embargo, el perfil real de esa transfor-
mación se aleja mucho de las extrapolaciones de sentido común del determinismo tecnológico. Por
ejemplo, parece obvio que las telecomunicaciones avanzadas harían ubicuo el emplazamiento de las
oficinas, con lo que se permitiría que las sedes centrales de las grandes compañías abandonaran los
distritos comerciales céntricos, caros, congestionados y desagradables, para situarse en lugares bonitos
de todo el mundo. No obstante, el análisis empírico de Mitchell Moss sobre el impacto de las teleco-
municaciones en el mundo empresarial de Manhattan en la década de 1980, descubrió que estos nue-
vos y avanzados medios de telecomunicación se encontraban entre los factores responsables de que
hubiera aminorado la reubicación de las empresas fuera de Nueva York, por razones que expondré más
adelante. O, por utilizar otro ejemplo sobre un ámbito social diferente, se suponía que la comunicación
electrónica con base en el hogar alentaría un descenso de las formas urbanas densas y una disminución
de la interacción social en base territorial. No obstante, el primer sistema de difusión masiva de comuni-
cación a través del ordenador, el Minitel francés, descrito en el capítulo anterior, se originó en la década
de 1980 en un entorno urbano intenso, cuya vitalidad e interacción interpersonal apenas se debilitó por
el nuevo medio. En efecto, los estudiantes franceses utilizaron Minitel para organizar manifestaciones
callejeras contra el gobierno. A comienzos de los años noventa, el telecommuting, esto es, el trabajo

Sólo uso con fines educativos 349


desde casa por línea telefónica, sólo era practicado por una pequeña fracción de la mano de obra en
los Estados Unidos (entre un 1% y un 2% en un día determinado), Europa o Japón, si exceptuamos la
vieja costumbre de los profesionales de seguir trabajando en casa o de organizar su actividad en un
espacio y tiempo flexible cuando tienen oportunidad de hacerlo. Aunque el trabajo en casa a tiempo
parcial parece estar surgiendo como un modo de actividad profesional en el futuro, se desarrolla debi-
do al ascenso de la empresa red y al proceso de trabajo flexible, como se ha analizado en capítulos
anteriores, y no como un resultado directo de la tecnología disponible. Las consecuencias teóricas y
prácticas de estas precisiones son cruciales. En las páginas siguientes me ocuparé de la complejidad
que presenta la interacción de la tecnología, la sociedad y el espacio.
Para avanzar en esa dirección, examinaré los datos empíricos sobre la transformación de los patro-
nes de localización de las principales actividades económicas en el nuevo sistema tecnológico, tanto
para los servicios avanzados como para la fabricación. Después trataré de analizar los escasos datos
sobre la interacción entre el ascenso del hogar electrónico y la evolución de la ciudad, y explicaré con
mayor detalle la evolución reciente de las formas urbanas en varios contextos. Luego sintetizaré las ten-
dencias observadas bajo una nueva lógica espacial que denomino el espacio de los flujos. Opondré a
esta lógica la organización espacial arraigada en la historia de nuestra experiencia común: el espacio de
los lugares. Y me referiré al reflejo de esta oposición dialéctica entre el espacio de los flujos y el espacio
de los lugares en los debates actuales de la arquitectura y el diseño urbano. El objetivo de este itinerario
intelectual es dibujar el perfil de un nuevo proceso espacial, el espacio de los flujos, que se está convir-
tiendo en la manifestación espacial dominante del poder y la función en nuestras sociedades. A pesar
de todos mis esfuerzos para mostrar la nueva lógica espacial empíricamente, me temo que es inevita-
ble, hacia el final del capítulo, enfrentar al lector con algunos fundamentos básicos de una teoría social
del espacio, como un modo de entender la transformación de la base material de nuestra experien-
cia. No obstante, espero mejorar mi capacidad de comunicar una teorización abstracta de las nuevas
formas y procesos espaciales mediante un breve recorrido de los datos disponibles sobre las recientes
pautas espaciales de las funciones económicas y las prácticas sociales dominantes.

Los servicios avanzados, los flujos de información y la ciudad global


La economía informacional/global se organiza en torno a centros de mando y control, capaces de
coordinar, innovar y gestionar las actividades entrecruzadas de las redes empresariales. Los servicios
avanzados, incluidos finanzas, seguros, inmobiliaria, consultoría, servicios legales, publicidad, diseño,
mercadotecnia, relaciones públicas, seguridad, reunión de información y gestión de los sistemas de
información, pero también el I+D y la innovación científica, se encuentran en el centro de todos los pro-
cesos económicos, ya sea en la fabricación, agricultura, energía o servicios de diferentes clases. Todos
pueden reducirse a generación de conocimiento y flujos de información. Así pues, los sistemas de tele-
comunicaciones avanzados podrían hacer posible su emplazamiento disperso por todo el globo. No
obstante, más de una década de estudios sobre el tema ha establecido un modelo espacial diferente,
caracterizado por su dispersión y concentración simultáneas. Por una parte, los servicios avanzados han
aumentado de forma considerable su porcentaje de empleo y PNB en la mayoría de los países, y pre-
sentan el crecimiento más elevado en empleo y las mayores tasas de inversión en las principales áreas

Sólo uso con fines educativos 350


metropolitanas del mundo. Son omnipresentes y se ubican en toda la geografía del planeta, excepto
en los “agujeros negros” de la marginalidad. Por otra parte, ha habido una concentración espacial de
los niveles superiores de esas actividades en unos cuantos centros nodales de unos cuantos países. Esta
concentración sigue una jerarquía entre niveles de centros urbanos, que concentra las funciones de
nivel superior, tanto en lo referente a poder como en información, en algunas de las principales áreas
metropolitanas. El clásico estudio de Saskia Sassen sobre la ciudad global ha expuesto el dominio con-
junto de Nueva York, Tokio y Londres en las finanzas internacionales y en la mayoría de los servicios
de consultoría y empresariales de ámbito internacional. Juntos, estos tres centros cubren el espectro
de las zonas horarias a efectos de la actividad financiera y funcionan en buena medida como una uni-
dad en el mismo sistema de transacciones interminables. Pero hay otros centros importantes, e incluso
más que ellos en algunos segmentos específicos del comercio, como, por ejemplo, Chicago y Singapur
en contratos de futuros (de hecho, se practicaron por primera vez en Chicago en 1972). Hong Kong,
Osaka, Frankfurt, Zurich, París, Los Ángeles, San Francisco, Amsterdam y Milán son también importantes
centros, tanto en servicios financieros como empresariales de ámbito internacional. Y diversos “centros
regionales” se están uniendo a la red rápidamente, a medida que se desarrollan “mercados emergen-
tes” por todo el mundo: Madrid, Sao Paulo, Buenos Aires, México, Taipei, Moscú y Budapest, entre otros.
A medida que la economía global se expande e incorpora nuevos mercados, también organiza la
producción de los servicios avanzados requeridos para gestionar las nuevas unidades que se unen al
sistema y las condiciones de sus conexiones, siempre cambiantes. Un caso concreto que ilustra este
proceso es Madrid, hasta 1986 un lugar relativamente atrasado de la economía global. Ese año España
se unió a la Comunidad Europea, abriéndose por completo a la inversión de capital extranjero en los
mercados bursátiles, en las operaciones bancarias y en la adquisición de patrimonio empresarial, así
como en propiedades inmobiliarias. Como muestra nuestro estudio, en el periodo 1986-1990, la inver-
sión directa extranjera en Madrid y en su bolsa alimentó un periodo de rápido crecimiento económico
regional, junto con un auge de las propiedades inmobiliarias y una rápida expansión del empleo en
servicios empresariales. Las adquisiciones de valores por parte de inversores extranjeros entre 1982 y
1988 saltaron de 4.494 millones de pesetas a 623.445 millones. La inversión directa extranjera ascendió
de 8.000 millones de pesetas en 1985 a casi 400.000 millones en 1988. En consecuencia, la construcción
de oficinas en el centro y los inmuebles residenciales de alto nivel pasaron a finales de los años ochenta
por el mismo tipo de frenesí experimentado en Nueva York y Londres. La ciudad fue profundamen-
te transformada por la saturación del valioso espacio del centro y por un proceso de suburbanización
periférica que, hasta entonces, había sido un fenómeno limitado.
En la misma línea de argumentación, el estudio de Cappelin sobre las redes de servicios de las ciu-
dades europeas expone la creciente interdependencia y complementariedad de las ciudades de tama-
ño medio de la Unión Europea. Llega a la conclusión de que:

“La importancia relativa de la relación ciudad-región parece disminuir con respecto a la impor-
tancia de las relaciones que interconectan varias ciudades de diferentes regiones y países [...].
Las nuevas actividades se concentran en polos específicos y ello implica el incremento de dis-
paridades entre los polos urbanos y sus respectivos entornos”.

Sólo uso con fines educativos 351


Así pues, el fenómeno de la ciudad global no puede reducirse a unos cuantos núcleos urbanos del
nivel superior de la jerarquía. Es un proceso que implica a los servicios avanzados, los centros de pro-
ducción y los mercados de una red global, con diferente intensidad y a una escala distinta según la
importancia relativa de las actividades ubicadas en cada zona frente a la red global. Dentro de cada
país, la arquitectura de redes se reproduce en los centros regionales y locales, de tal modo que el con-
junto del sistema queda interconectado a escala global. Los territorios que rodean estos nodos desem-
peñan una función cada vez más subordinada: a veces llegan a perder toda su importancia o incluso
se vuelven disfuncionales. Por ejemplo, las colonias populares de la ciudad de México (en su origen
asentamientos ilegales) que representan en torno a los dos tercios de la población de la megalópo-
lis, sin desempeñar ningún papel distintivo en el funcionamiento de la ciudad como centro comercial
internacional. Además, la globalización estimula la regionalización. En sus estudios sobre las regiones
europeas en la década de 1990, Philip Cooke ha indicado, basándose en los datos disponibles, que la
creciente internacionalización de las actividades económicas por toda Europa ha hecho a las regiones
más dependientes del contexto internacional. En consecuencia, bajo el impulso de sus gobiernos y eli-
tes empresariales, se han estructurado para competir en la economía global y han establecido redes
de cooperación entre las instituciones regionales y las empresas basadas en la región. Por lo tanto,
las regiones y localidades no desaparecen, sino que quedan integradas en redes internacionales que
conectan sus sectores más dinámicos.
Michelson y Wheeler han sustentado su planteamiento sobre la arquitectura evolutiva de los flujos
de información en la economía global, en el análisis de los datos sobre el tráfico de uno de los princi-
pales servicios de mensajería comercial, Federal Express Corporation. Estudiaron el movimiento, duran-
te los años noventa, de las cartas, paquetes y cajas entre las áreas metropolitanas estadounidenses,
así como entre los principales centros remitentes estadounidenses y sus destinos internacionales. Los
resultados de su análisis, ilustrados en las figuras 6.1 y 6.2, muestran dos tendencias básicas: a) el domi-
nio de algunos nodos, sobre todo Nueva York, seguido por Los Ángeles, que aumenta con el tiempo; b)
la existencia de circuitos prioritarios nacionales e internacionales de conexión. Concluyen que:

“Todos los indicadores señalan un fortalecimiento de la estructura jerárquica de las funcio-


nes de mando y control y el intercambio de información resultante [...]. La concentración de la
información en determinados lugares es el resultado del alto grado de incertidumbre, impulsa-
do a su vez por el cambio tecnológico, y la desmasificación, la desregulación y la globalización
del mercado [...] (Sin embargo) cuando se extienda la tendencia actual, persistirá la importan-
cia de la flexibilidad, como el mecanismo básico para salir adelante, y de la aglomeración de
las economías, como la fuerza de ubicación preeminente. Por lo tanto, la ciudad no perderá su
importancia como centro de gravedad para las transacciones económicas. Pero con la regula-
ción de los mercados internacionales con una menor incertidumbre sobre las reglas del juego
económico y los jugadores que participan, la concentración de la industria de la información
disminuirá y ciertos aspectos de la producción y distribución se difundirán a los niveles infe-
riores de una jerarquía urbana internacionalizada”.

Sólo uso con fines educativos 352


En efecto, dentro de la red, la jerarquía no está de ningún modo asegurada, ni es estable: está
sometida a una feroz competencia entre las ciudades, así como a la aventura de inversiones de alto
riesgo tanto en finanzas como en mercado inmobiliario. Así, P. W. Daniels, en uno de los estudios más
exhaustivos sobre el tema, explica el fracaso parcial de los principales proyectos de reurbanización de
Canary Wharf en la zona portuaria de Londres debido a la estrategia demasiado ambiciosa de su pro-
motora, la conocida firma canadiense Olympia & York, incapaz de absorber el exceso de oficinas de
comienzos de los años noventa, a raíz de la disminución del empleo en servicios financieros, tanto en
Londres como en Nueva York. Concluye que:

“Por lo tanto, la expansión de los servicios al mercado internacional ha introducido un grado


mayor de flexibilidad y, en definitiva, de competencia en el sistema urbano global del que exis-
tía en el pasado. Como ha probado la experiencia con Canary Wharf, también hizo que el resul-
tado del desarrollo a gran escala y la reurbanización dentro de las ciudades se hiciera depen-
diente de factores internacionales externos, sobre los cuales sólo se puede tener un control
limitado”.

Así pues, a comienzos de los años noventa, mientras que ciudades como Bangkok, Taipei, Shang-
hai, México o Bogotá experimentaron un crecimiento urbano explosivo encabezado por el sector
empresarial, Madrid, junto con Nueva York, Londres y París, entraron en una recesión que provocó una
pronunciada caída de los precios de las propiedades inmobiliarias y detuvo la nueva construcción. Esta
montaña rusa urbana, en diferentes periodos a lo largo de diversas zonas del mundo, ilustra tanto la
dependencia como la vulnerabilidad de cualquier localidad, incluidas las principales ciudades, ante los
flujos globales cambiantes.
¿Pero por qué deben seguir dependiendo estos servicios avanzados de su aglomeración en unos
cuantos grandes nodos metropolitanos? De nuevo, Saskia Sassen, coronando años de trabajo de campo
propio y de otros investigadores en diferentes contextos, ofrece respuestas convincentes. Sostiene que:

“La combinación de dispersión espacial e integración global ha creado un nuevo papel estra-
tégico para las principales ciudades. Más allá de su larga historia como centros para el comer-
cio internacional y la banca, estas ciudades funcionan ahora de cuatro formas nuevas: primero,
como puestos de mando altamente concentrados en la organización de la economía mundial;
segundo, como emplazamientos clave para las finanzas y las firmas de servicios especializados
[...]; tercero, como centros de producción, incluida la de innovación en los sectores punta; y
cuarto, como mercados para los productos y las innovaciones producidos”.

Estas ciudades o, mejor, sus centros de negocios, son complejos de producción de valor basados
en la información, donde las sedes de las grandes compañías y las firmas financieras avanzadas pueden
encontrar tanto proveedores como la mano de obra altamente cualificada que precisan. En efecto, cons-
tituyen redes de producción y gestión, cuya flexibilidad no necesita incorporar trabajadores y proveedo-
res, sino tener capacidad de acceso a ellos cuando convenga y en el momento y cantidades requeridos
en cada caso particular. Se sirve mejor a la flexibilidad y adaptabilidad mediante esta combinación entre

Sólo uso con fines educativos 353


aglomeración de redes nucleares y su interconexión global con sus redes secundarias dispersas vía las
telecomunicaciones y el transporte aéreo. Otros factores parecen contribuir también a fortalecer la con-
centración de las actividades de alto nivel en unos cuantos nodos: una vez que se han constituido, la ele-
vada inversión en bienes raíces valiosos que efectúan las grandes empresas explica su renuencia a des-
plazarse, porque ello devaluaría sus activos fijos; asimismo, en la era de las escuchas furtivas extendidas,
los contactos cara a cara para tomar decisiones críticas siguen siendo necesarios, ya que, como Saskia
Sassen indica que un directivo le contó durante una entrevista, a veces los tratos de negocios son, por
necesidad, marginalmente ilegales. Y, por último, los principales centros metropolitanos aún ofrecen las
mayores oportunidades para el realce personal, la posición social y la autosatisfacción individual de los
profesionales de los niveles superiores que tanto lo necesitan, desde los buenos colegios para sus hijos
hasta la pertenencia simbólica a la cumbre del consumo conspicuo, incluido el arte y el entretenimiento.
No obstante, los servicios avanzados, y aún más los servicios en general, se dispersan y descentrali-
zan a la periferia de las áreas metropolitanas, a zonas metropolitanas menores, a regiones menos desa-
rrolladas y a algunos países menos desarrollados. Han surgido nuevos centros regionales de actividades
de procesamiento de servicios en los Estados Unidos (por ejemplo, Atlanta, Georgia, o Omaha, Nebras-
ka), en Europa (por ejemplo, Barcelona, Niza, Stuttgart, Bristol) o en Asia (por ejemplo, Bombay, Ban-
gkok, Shanghai). Las periferias de las principales áreas metropolitanas bullen con el nuevo desarrollo de
oficinas, ya sea en Walnut Creek, San Francisco, o en Reading, cerca de Londres. Y, en algunos casos, los
nuevos centros de servicios avanzados han surgido en los límites de la ciudad histórica, siendo el ejem-
plo más notable y logrado La Défense de París. Sin embargo, en casi todos los casos, la descentraliza-
ción del trabajo de oficina afecta a “las oficinas traseras”, es decir, al procesamiento masivo de las tran-
sacciones que ejecutan estrategias decididas y diseñadas en los centros empresariales de altas finanzas
y servicios avanzados. Son éstas precisamente las actividades que emplean al grueso de los trabajado-
res semicualificados, en su mayoría mujeres que viven en los suburbios, en gran parte reemplazables o
reciclables a medida que la tecnología evoluciona y la montaña rusa económica sube y baja.
Lo que resulta significativo de este sistema espacial de actividades de servicios avanzados no es su
concentración o descentralización, puesto que ambos procesos ocurren a la vez por todos los países
y continentes. Tampoco la jerarquía de su geografía, ya que en realidad es tributaria de la geometría
variable de los flujos de dinero e información. Después de todo, ¿quién podía predecir a comienzos
de los años ochenta que Taipei, Madrid o Buenos Aires surgirían como importantes centros financie-
ros y comerciales internacionales? Creo que la megalópolis Hong Kong-Shenzhen-Guangzhou-Zhuhai-
Macao será una de las principales capitales financieras y comerciales a comienzos del siglo XXI, con lo
que provocará un importante realineamiento en la geografía global de los servicios avanzados. Pero
para el análisis espacial que propongo aquí, resulta secundario si no acierto en mi predicción. Porque,
aunque la ubicación real de los centros de alto nivel en cada periodo es crucial para la distribución de
la riqueza y el poder en el mundo, desde la perspectiva de la lógica espacial del nuevo sistema, lo que
importa es la versatilidad de sus redes. La ciudad global no es un lugar, sino un proceso. Un proceso
mediante el cual los centros de producción y consumo de servicios avanzados y sus sociedades locales
auxiliares se conectan en una red global en virtud de los flujos de información, mientras que a la vez
restan importancia a las conexiones con sus entornos territoriales.

Sólo uso con fines educativos 354


El nuevo espacio industrial
El advenimiento de la fabricación de alta tecnología, a saber, la basada en la microelectrónica y en
la fabricación asistida por ordenador, marcó la aparición de una nueva lógica de localización industrial.
Las empresas electrónicas, productoras de las máquinas de nueva tecnología de la información, tam-
bién fueron las primeras en practicar la estrategia de localización que permitía y requería el nuevo pro-
ceso de producción basado en la información. Durante los años ochenta, diversos estudios empíricos,
realizados por profesores y estudiantes graduados del Institute of Urban and Regional Development
(Instituto de Desarrollo Urbano y Regional) de la Universidad de California en Berkeley, proporcionaron
un sólido análisis del perfil del “nuevo espacio industrial”. Se caracteriza por la capacidad tecnológica
y organizativa de separar el proceso de producción en diferentes emplazamientos mientras integra su
unidad mediante conexiones de telecomunicaciones, y por la precisión basada en la microelectrónica
y la flexibilidad de la fabricación de sus componentes. Además, se hace aconsejable la especificidad
geográfica de cada fase del proceso de producción por la singularidad de la mano de obra requerida
en cada estadio y por los diferentes rasgos sociales y medioambientales que suponen las condiciones
de vida de segmentos tan distintos de esta mano de obra. Por ello, la fabricación de alta tecnología
presenta una composición ocupacional muy diferente de la fabricación tradicional: se organiza en una
estructura bipolar en torno a dos grupos predominantes de tamaño más o menos similar: de un lado,
una mano de obra altamente cualificada, basada en la ciencia y la tecnología; del otro, una masa de
obreros no cualificados que participan en el montaje rutinario y las operaciones secundarias. Aunque la
automatización ha permitido cada vez más a las compañías eliminar los niveles más bajos de trabajado-
res, el aumento asombroso del volumen de producción sigue haciendo que se emplee —y así seguirá
durante algún tiempo— un número considerable de trabajadores no cualificados y semicualificados,
cuya localización en las mismas zonas que los científicos e ingenieros no es viable desde el punto de
vista económico, ni apropiado desde la perspectiva dominante en el actual contexto social. En medio,
los obreros cualificados también representan un grupo particular que cabe separar de los niveles ele-
vados de la producción de alta tecnología. Debido al peso ligero del producto final y los vínculos de
comunicación desarrollados por las compañías por todo el globo, las firmas electrónicas, sobre todo las
estadounidenses, desarrollaron desde los orígenes de la industria (ya en sí: emplazamiento de la planta
de Fairchild en Hong Kong en 1962) un modelo de localización caracterizado por la división espacial
internacional del trabajo. En términos generales, tanto para la microelectrónica como para los ordena-
dores, se buscaron cuatro tipos diferentes de localización para cada una de las cuatro operaciones par-
ticulares del proceso de producción:
a) I+D, innovación y fabricación de prototipos se concentraron en centros industriales muy innova-
dores de las áreas centrales, en general con una buena calidad de vida antes de que el proceso de
desarrollo degradara un tanto el entorno;
b) la fabricación cualificada en plantas filiales, en general en zonas recién industrializadas en el país
de origen, que en el caso de los Estados Unidos suele significar ciudades de tamaño medio de los
estados occidentales;
c) el montaje semicualificado a gran escala y las operaciones de prueba, que desde los mismos
comienzos se localizaron en una proporción considerable en el extranjero, sobre todo en el sureste

Sólo uso con fines educativos 355


asiático, con Singapur y Malasia a la cabeza del movimiento de atraer fábricas de grandes compa-
ñías electrónicas estadounidenses;
d) la adaptación del producto al cliente, el mantenimiento postventa y el respaldo tecnológico, que
se organizaron en centros regionales de todo el globo, en general en la zona donde se encontraran
los principales mercados electrónicos, originalmente en los Estados Unidos y Europa Occidental, si
bien en los años noventa los mercados asiáticos ascendieron a una posición igual.

Las compañías europeas, acostumbradas a emplazamientos al abrigo de sus territorios naciona-


les protegidos, se vieron empujadas a descentralizar sus sistemas de producción en una cadena glo-
bal similar a medida que el mercado se abrió y comenzaron a sentir el aguijón de la competencia de
las operaciones efectuadas desde Asia y de la ventaja tecnológica estadounidense y japonesa. Las
compañías japonesas trataron de resistirse durante largo tiempo a abandonar “la fortaleza de Japón”,
tanto por razones de nacionalismo (a petición de su gobierno) como por su estrecha dependencia de
las redes de “justo a tiempo” de sus proveedores. Sin embargo, la congestión insoportable y los ele-
vadísimos precios de operación en la zona de Tokio-Yokohama obligaron primero a la descentraliza-
ción regional (ayudada por el programa de tecnópolis del MITI) a zonas menos desarrolladas de Japón,
en particular a Kyushu; y luego, desde finales de los años ochenta, las compañías japonesas pasaron a
imitar los patrones de localización iniciados por sus competidores estadounidenses dos décadas antes:
implantación en el sureste asiático de los complejos de producción en serie, buscando la reducción de
los costes laborales y limitaciones medioambientales menos estrictas, y diseminación de las fábricas
por los principales mercados estadounidenses, europeos y asiáticos, como una previsión para superar
el proteccionismo futuro. De este modo, el fin de la diferencia japonesa confirmó el acierto del modelo
de localización que, junto con diversos colegas, propusimos para comprender la nueva lógica espacial
de la industria de alta tecnología. La figura 6.3 muestra de forma esquemática la lógica espacial de este
modelo, elaborado en virtud de los datos empíricos reunidos por numerosos investigadores en contex-
tos diferentes.
Un elemento clave en este modelo de localización es la importancia decisiva de los complejos de
producción de innovación tecnológica para todo el sistema. Es lo que Peter Hall y yo, así como el pio-
nero en este campo de investigación, Philippe Aydalot, denominamos “medio de innovación”. Por él
entiendo un conjunto específico de relaciones de producción y gestión, basado en una organización
social que en general comparte una cultura industrial y unas metas instrumentales encaminadas a
generar nuevo conocimiento, nuevos procesos y nuevos productos. Aunque el concepto de medio no
incluye necesariamente una dimensión espacial, sostengo que, en el caso de las industrias de la tec-
nología de la información, al menos en este siglo, la proximidad espacial es una condición material
necesaria para la existencia de dichos medios, debido a la naturaleza de la interacción en el proceso
de innovación. Lo que define la especificidad de un medio de innovación es su capacidad para generar
sinergia, esto es, el valor añadido que no resulta del efecto acumulativo de los elementos presentes en
él, sino de su interacción. Los medios de innovación son fuentes fundamentales para la innovación y la
generación de valor añadido en el proceso de producción industrial en la era de la información. Peter
Hall y yo estudiamos durante varios años la formación, estructura y dinámicas de los principales medios

Sólo uso con fines educativos 356


de innovación de todo el mundo, tanto reales como supuestos. Los resultados de nuestro trabajo aña-
dieron algunos elementos para la comprensión del modelo de localización de la industria de la tecnolo-
gía de la información.
En primer lugar, los medios de innovación industrial orientados a la alta tecnología, que denomi-
namos “tecnópolis”, presentan diversas formas urbanas. Y, lo que es más notable, es evidente que en la
mayoría de los países, con las excepciones importantes de los Estados Unidos y hasta cierto punto de
Alemania, las principales áreas metropolitanas contienen las tecnópolis más destacadas: Tokio, París-
sur, Londres-Corredor M4, Milán, Seúl-Inchon, Moscú-Zelenogrado y, a una distancia considerable,
Niza-Sofía-Antípolis, Taipei-Hsinchu, Singapur, Shanghai, Sao Paulo, Barcelona, etc. La excepción parcial
de Alemania (después de todo, Munich es una zona metropolitana importante) tiene relación directa
con la historia política: la destrucción de Berlín, el destacado centro tecnológico industrial europeo, y
la reubicación de Siemens en Munich en los últimos meses del Tercer Reich, esperando la protección
de las fuerzas de ocupación estadounidenses y con el apoyo posterior del gobierno de la Unión Social
Cristiana (CSU) bávaro. Así pues, en contra de la imaginería excesiva de las tecnópolis advenedizas, exis-
te sin duda una continuidad en la historia espacial de la tecnología y la industrialización en la era de la
información: los principales centros metropolitanos de todo el mundo continúan acumulando factores
inductores de innovación y generando sinergia, tanto en la industria como en los servicios avanzados.
Sin embargo, algunos de los centros de innovación más importantes de la tecnología de la infor-
mación sí son nuevos, sobre todo en el líder tecnológico mundial, los Estados Unidos. Silicon Valley, la
carretera 128 de Boston (rejuveneciendo un estructura antigua y tradicional de fabricación), la tecnó-
polis de California del Sur, el Triángulo de Investigación de Carolina del Norte, Seattle y Austin, entre
otros, se vincularon en general con la última ola de la industrialización basada en la tecnología de la
información. Su desarrollo fue el resultado de la coincidencia de variedades específicas de los factores
habituales de producción: capital, trabajo y materias primas reunidos por algún tipo de empresario ins-
titucional y constituidos en una forma particular de organización social. Su materia prima la formaba
el nuevo conocimiento, relacionado con campos de aplicación con importancia estratégica, producido
por centros de innovación, como los equipos de investigación de las escuelas de ingeniería de la Uni-
versidad de Stanford, Cal Tech o el MIT y las redes construidas a su alrededor. Su fuerza de trabajo, dis-
tinta del factor conocimiento, requirió la concentración de un gran número de científicos e ingenieros
muy cualificados de diversas universidades locales, incluidas las ya mencionadas, pero también otras
como Berkeley, la estatal de San José o Santa Clara, en el caso de Silicon Valley. Su capital también fue
específico, dispuesto a afrontar el alto riesgo de invertir en alta tecnología pionera: ya fuera debido al
imperativo militar sobre el resultado (gasto relacionado con la defensa); o también a las grandes apues-
tas de capital de riesgo por las recompensas potencialmente extraordinarias que suponían esas inver-
siones. Al principio del proceso, la articulación de estos factores de producción solió ser obra, en gene-
ral, de un actor institucional, tal como el lanzamiento del Parque Industrial de Stanford por parte de la
Universidad de Stanford, que provocó el surgimiento de Silicon Valley; o los mandos de la aviación mili-
tar que, relacionados con el mundo empresarial de Los Ángeles, obtuvieron para California del Sur los
contratos de defensa que harían de la nueva metrópolis occidental el complejo de defensa de alta tec-
nología mayor del mundo. Por último, las redes sociales, de diferentes clases, contribuyeron con fuerza

Sólo uso con fines educativos 357


a la consolidación del medio de innovación y a su dinamismo, asegurando la comunicación de ideas, la
circulación del trabajo y la fertilización cruzada de la innovación tecnológica y el carácter emprendedor
del empresariado.
Lo que muestra nuestra investigación sobre los nuevos medios de innovación, sea en los Estados
Unidos o en otros lugares, es que aunque existe una continuidad espacial en el dominio metropolitano,
también puede invertirse si se dan las condiciones adecuadas. Y que las condiciones adecuadas tienen
que ver con la capacidad de concentrar espacialmente los ingredientes precisos para inducir sinergia.
Si ése es el caso, como parecen mostrar nuestros datos, tenemos un nuevo espacio industrial marcado
por una discontinuidad fundamental: los medios de innovación, nuevos y antiguos, se constituyen en
virtud de su estructura y dinámica internas, atrayendo después firmas, capital y mano de obra al medio
de innovación que conforman. Una vez establecidos, los medios de innovación compiten y colaboran
entre regiones diferentes, creando una red de interacción que los reúne en una estructura industrial
común que sobrepasa su discontinuidad geográfica. La investigación realizada por Camagni y los equi-
pos organizados en torno a la red del GREMI muestra la interdependencia creciente de estos medios
de innovación por todo el globo, mientras que al mismo tiempo resalta lo decisiva que resulta para
su suerte la capacidad de cada uno de incrementar su sinergia. Por último, los medios de innovación
mandan sobre las redes globales de producción y distribución que extienden su alcance sobre todo el
planeta. Por ello, algunos investigadores sostienen que el nuevo sistema industrial no es global ni local,
sino “una nueva articulación de dinámicas globales y locales”.
Sin embargo, para obtener una visión clara del nuevo espacio industrial constituido en la era de
la información, debemos añadir cierta precisión porque, en el análisis, con demasiada frecuencia se
hace hincapié en la división espacial del trabajo entre las diferentes funciones ubicadas en territorios
distintos. Esto es importante, pero no esencial, en la nueva lógica espacial. Las jerarquías territoriales
pueden desdibujarse e incluso invertirse, a medida que la industria se expande por el mundo y la com-
petencia aventaja o golpea a regiones enteras, incluidos los mismos medios de innovación. Asimismo,
se constituyen medios de innovación secundarios, a veces como sistemas descentralizados desgajados
de centros primarios, pero suelen encontrar sus nichos en la competencia con sus matrices originales,
ejemplos de lo cual son Seattle frente a Silicon Valley y Boston en software, o Austin (Tejas) frente a
Nueva York o Minneapolis en ordenadores. Además, en los años noventa, el desarrollo de la industria
electrónica en Asia, sobre todo bajo el impulso de la competencia entre los Estados Unidos y Japón, ha
complicado extraordinariamente la geografía de la industria en su estadio maduro, como demuestran
los análisis de Cohen y Borrus, y Dieter Ernst. Por otra parte, ha habido una mejora considerable del
potencial tecnológico de las filiales de las multinacionales estadounidenses, sobre todo en Singapur,
Malasia y Taiwan, que se ha transferido a sus empresas auxiliares locales. Además, las firmas electróni-
cas japonesas, como ya se ha mencionado, han descentralizado de forma masiva su producción en Asia,
tanto para exportar globalmente como para abastecer a sus plantas matrices del país. En ambos casos,
se ha construido en Asia una base de suministros considerable, con lo que ha quedado obsoleta la anti-
gua división del trabajo en la que las empresas filiales del sur y este de Asia ocupaban el nivel inferior
de la jerarquía.
Asimismo, basándose en la revisión de los datos disponibles hasta 1994, incluidos sus propios estu-

Sólo uso con fines educativos 358


dios, Richard Gordon sostiene de forma convincente el surgimiento de una nueva división espacial del
trabajo, antes caracterizada por su geometría variable y sus conexiones de un lado a otro entre firmas
ubicadas en complejos territoriales diferentes, incluidos los principales medios de innovación. Su aná-
lisis detallado de la evolución de Silicon Valley en los años noventa muestra la importancia, para las
firmas regionales de alta tecnología, de las relaciones extrarregionales en la mayor parte de las interac-
ciones más sofisticadas en tecnología, que son las que generan mayores transacciones. Sostiene que

“en este nuevo contexto global, la aglomeración en un emplazamiento, lejos de constituir una
alternativa a la dispersión espacial, se convierte en la base principal para la participación en
una red global de economías regionales [...]. En realidad, regiones y redes constituyen polos
interdependientes dentro del nuevo mosaico espacial de innovación global. En este contexto,
la globalización no supone el impacto nivelador de los procesos universales sino, por el con-
trario, la síntesis calculada de la diversidad cultural en la forma de lógicas y capacidades de
innovación regionales diferenciadas”.

El nuevo espacio industrial no representa la desaparición de las antiguas áreas metropolitanas esta-
blecidas y el amanecer de nuevas regiones de alta tecnología. Tampoco puede comprenderse bajo la
oposición simplista entre la automatización del centro y la manufacturación de coste reducido de la
periferia. Se organiza en una jerarquía de innovación y fabricación articulada en redes globales. Pero
la dirección y arquitectura de estas redes están sometidas a los movimientos incesantes y cambiantes
de colaboración y competencia entre firmas y entre localidades, a veces acumulativas en la historia o
a veces invirtiendo el patrón establecido a través del carácter emprendedor deliberado de las institu-
ciones. Lo que queda como la lógica característica de la nueva localización industrial es su disconti-
nuidad geográfica, compuesta paradójicamente por complejos de producción territoriales. El nuevo
espacio industrial se organiza en torno a flujos de información que reúnen y separan al mismo tiempo
—dependiendo de los ciclos o firmas— sus componentes territoriales. Y del mismo modo que la lógica
de la fabricación de la tecnología de la información se difunde de los productores de tecnología de la
información a los usuarios de sus productos en todo el ámbito industrial, la nueva lógica espacial se
expande, creando una multiplicidad de redes industriales globales, cuyas intersecciones y exclusiones
transforman la misma noción de localización industrial, del emplazamiento de las fábricas a los flujos
de fabricación.

La vida cotidiana en el hogar electrónico: ¿el fin de las ciudades?


El desarrollo de la comunicación electrónica y los sistemas de comunicación permiten la disocia-
ción creciente de la proximidad espacial y la realización de las funciones de la vida cotidiana: trabajo,
compras, entretenimiento, salud, educación, servicios públicos, gobierno y demás. En consecuencia, los
futurólogos suelen predecir la desaparición de la ciudad, o al menos de las ciudades como las hemos
conocido hasta ahora, una vez que han quedado desprovistas de su necesidad funcional. Por supuesto,
los procesos de transformación espacial son mucho más complicados, como muestra la historia. Por lo
tanto, merece la pena considerar los escasos datos empíricos que existen sobre el tema.

Sólo uso con fines educativos 359


La asunción más habitual acerca del impacto de la tecnología de la información sobre las ciudades
es el aumento espectacular del trabajo a distancia, y la última esperanza de los planificadores del trans-
porte urbano antes de rendirse a la inevitable paralización total del tráfico. No obstante, en 1988, un
destacado investigador europeo sobre el tema pudo escribir, sin sombra de broma, que “hay más gente
investigando el teletrabajo que teletrabajadores reales”. De hecho, como ha señalado Qvortup, todo
el debate está sesgado por la falta de precisión al definir el teletrabajo, lo que lleva a una considera-
ble incertidumbre cuando se mide el fenómeno. Tras revisar los datos disponibles, distingue entre tres
categorías: a) “sustituyentes, aquellos que sustituyen con trabajo realizado en casa el realizado en un
escenario laboral tradicional”. Son los teletrabajadores en sentido estricto; b) autónomos que trabajan
en línea desde sus hogares; c) suplementadores, que “se llevan trabajo suplementario a casa desde su
oficina convencional”. Además, en algunos casos, este “trabajo suplementario” ocupa la mayor parte del
tiempo laboral; por ejemplo, según Kraut, en el caso de los profesores universitarios. Según los recuen-
tos más fiables, la primera categoría, los teletrabajadores stricto senso empleados de forma regular para
trabajar en línea desde el hogar, es en general muy pequeña y no se espera que crezca de modo consi-
derable en el futuro previsible. En los Estados Unidos, las estimaciones más elevadas calcularon en 1991
unos 5,5 millones de teletrabajadores en sus casas, pero de este total sólo el 16% teletrabajaban 35
horas o más por semana, el 25% lo hacía menos de una hora diaria, y dos días a la semana era la pauta
más común. Por lo tanto, el porcentaje de trabajadores que un día determinado está teletrabajando
varía, dependiendo de los cálculos, entre un 1 y un 2% de la mano de obra total, en las principales áreas
metropolitanas de California, que son las que muestran los porcentajes más elevados. Por otra parte,
lo que parece estar surgiendo es el teletrabajo desde telecentros, esto es, instalaciones informáticas en
red, esparcidas por las afueras de las áreas metropolitanas para aquellos que trabajan en línea con sus
empresas. Si estas tendencias se confirman, los hogares no se convertirían en lugares de trabajo, pero
la actividad laboral podría extenderse considerablemente por toda el área metropolitana, aumentando
la descentralización urbana. El incremento del trabajo en el hogar también puede dar como resultado
una forma de trabajo electrónico a domicilio, realizado por trabajadores temporales a quienes se les
paga por piezas de procesamiento de la información según un acuerdo de subcontratación individua-
lizado. Resulta bastante interesante que una encuesta nacional realizada en 1991 en los Estados Unidos
expusiera que menos de la mitad de los teletrabajadores desde sus hogares utilizaban ordenadores: el
resto trabajaba con un teléfono, papel y lápiz. Ejemplos de tales actividades son los trabajadores socia-
les y los investigadores de fraudes a la seguridad social del Condado de Los Ángeles. Lo que sin duda
es significativo, y va en aumento, es el desarrollo del trabajo autónomo y de los “suplementadores”, ya
sea a tiempo parcial o completo, como parte de la tendencia más amplia hacia la desagregación del
trabajo y la formación de redes de empresas virtuales, como se indicó en los capítulos precedentes. Ello
no implica el fin de la oficina, sino la diversificación de los lugares de trabajo para una gran parte de la
población y sobre todo para su segmento profesional más dinámico. El equipo teleinformático cada vez
más móvil resaltará esta tendencia hacia la oficina “sobre la marcha” en el sentido más literal.
¿Cómo afectan estas tendencias a las ciudades? Los datos parecen indicar que los problemas de
transporte empeorarán en lugar de mejorar, porque la creciente actividad y condensación del tiempo
permitidos por la nueva organización en red se traduce en una mayor concentración de mercados en

Sólo uso con fines educativos 360


ciertas zonas y en un aumento de la movilidad física de la mano de obra que antes estaba confinada en
sus lugares de trabajo durante el horario laboral. El tiempo de transporte relacionado con el trabajo se
mantiene a un nivel constante en las áreas metropolitanas estadounidenses, debido no a la mejora de
la tecnología, sino a un patrón de localización más descentralizado de trabajos y residencias que permi-
te flujos de tráfico más fáciles de unos barrios periféricos a otros. En las ciudades, sobre todo europeas,
donde sigue dominando el desplazamiento diario un patrón radioconcéntrico (como París, Madrid
o Milán), el tiempo que se le dedica está aumentando mucho, en especial para los tercos adictos del
automóvil. En cuanto a las nuevas y desiguales metrópolis de Asia, su acceso a la era informacional es
paralelo a su descubrimiento de los embotellamientos de tráfico más pasmosos de la historia, de Ban-
gkok a Shanghai.
La telecompra también es lenta en cumplir lo prometido. Aunque va en aumento en la mayoría de
los países, está sustituyendo sobre todo a los tradicionales pedidos por catálogo postal, más que a la
presencia real en centros y calles comerciales. En lo que respecta al resto de las actividades en línea de
la vida cotidiana, complementan más que reemplazan determinadas áreas comerciales. Se puede con-
tar una historia similar de la mayoría de los servicios al consumidor en línea. Por ejemplo, la telebanca
se está extendiendo de prisa, sobre todo bajo el impulso de los bancos interesados en eliminar sucursa-
les y reemplazarlas con servicios al consumidor en línea y cajeros automáticos. Sin embargo, las sucur-
sales bancarias consolidadas continúan como centros de servicios para vender productos financieros a
sus clientes por medio de una relación personalizada. Hasta en los servicios en línea, los rasgos cultura-
les de las diferentes localidades pueden ser factores importantes para decidir la ubicación de las tran-
sacciones que se orientan a la información. Así, First Direct, la sucursal bancaria telefónica de Midland
Bank, de Gran Bretaña, se situó en Leeds por que el estudio realizado “indicó que el acento llano de
West Yorkshire, con sus sonidos vocálicos sencillos, su dicción clara y su ausencia aparente de acento de
clase social, era el que mejor se entendía y el más aceptable para el conjunto del Reino Unido, un ele-
mento vital para todo negocio que se base en el teléfono”. Por lo tanto, es el sistema de vendedores de
las sucursales, los cajeros automáticos, el servicio telefónico al cliente y las transacciones en línea el que
constituye la nueva industria bancaria.
Los servicios sanitarios ofrecen un caso aún más interesante de la dialéctica emergente entre con-
centración y centralización en los servicios concebidos en función de las necesidades de la gente. Por
una parte, los sistemas expertos, las comunicaciones en línea y la transmisión en vídeo de alta resolu-
ción permiten la interconexión a distancia de la asistencia médica. Por ejemplo, en una práctica que ya
existe, aunque todavía no es usual, en 1995, los cirujanos de alto nivel supervisan por videoconferencia
una operación realizada al otro extremo del país o del mundo, guiando literalmente la mano menos
experta de otro cirujano dentro de un cuerpo humano. Los reconocimientos médicos regulares tam-
bién se realizan por ordenador y teléfono, basándose en la información actualizada e informatizada del
paciente. Los centros de salud de los barrios están respaldados por sistemas de información que mejo-
ran la calidad y eficacia de su atención primaria. Pero, por otra parte, en la mayoría de los países, surgen
importantes complejos médicos en ubicaciones específicas, por lo general en las grandes áreas metro-
politanas. Por lo regular organizados en torno a un gran hospital, conectados a menudo con escuelas
médicas y de enfermería, incluyen en su proximidad física clínicas privadas dirigidas por los médicos

Sólo uso con fines educativos 361


más prominentes del hospital, centros radiológicos, laboratorios de análisis, farmacias especializadas
y, frecuentemente, tiendas de regalos y funerarias, para abastecer toda la gama de posibilidades. En
efecto, estos complejos médicos son una importante fuerza económica y cultural en las zonas y ciuda-
des donde se ubican, y tienden a extenderse por su entorno con el tiempo. Cuando se ven obligados a
reubicarse, todo el complejo lo hace.
Paradójicamente, los colegios y universidades son las instituciones menos afectadas por la lógica
virtual que incorpora la tecnología de la información, pese al previsible uso casi universal de ordena-
dores en las aulas de los países avanzados. Pero es difícil que se desvanezcan en el espacio virtual. En
el caso de los colegios elementales y secundarios, porque son tanto guarderías o almacenes de niños
como instituciones de aprendizaje. En el caso de las universidades, porque la calidad de la educación
aún se asocia, y así seguirá durante largo tiempo, con la intensidad de la interacción cara a cara. Así
pues, las experiencias a gran escala de las “universidades a distancia”, dejando de lado su calidad (mala
en España, buena en Gran Bretaña), parece mostrar que son formas de educación de segunda opción
que podrían desempeñar un papel significativo en el futuro, mejorando el sistema de educación de
adultos, pero que difícilmente reemplazarán a las instituciones educativas superiores actuales.
Por otra parte, la comunicación a través del ordenador se está difundiendo por todo el mundo,
aunque con una geografía extremadamente irregular, como se mencionó en el capítulo 5. Por lo tanto,
algunos segmentos de las sociedades de todo el globo, concentrados de forma invariable en los estra-
tos profesionales más elevados, interactúan entre sí, reforzando la selectividad social del espacio de los
flujos.
No tiene sentido agotar la lista de ilustraciones empíricas sobre los impactos reales de la tecnología
de la información sobre la dimensión espacial de la vida cotidiana. Lo que surge de las diferentes obser-
vaciones es un cuadro similar de dispersión y concentración espaciales simultáneas vía las tecnologías
de la información. Cada vez más, la gente trabaja y gestiona servicios desde su casa, como muestra
el estudio de 1993 de la European Foundation for the Improvement of Living Conditions. Así pues, el
“refugiarse en el hogar” es una tendencia importante de la nueva sociedad. No obstante, no significa
el fin de la ciudad. Porque los lugares de trabajo, los colegios, los complejos médicos, las oficinas de
servicios al consumidor, las zonas de recreo, las calles comerciales, los centros comerciales, los estadios
deportivos y los parques aún existen y existirán, y la gente irá de unos lugares a otros con una movili-
dad creciente debido precisamente a la flexibilidad recién adquirida por los dispositivos laborales y las
redes sociales: a medida que el tiempo se hace más flexible, los lugares se vuelven más singulares, ya
que la gente circula entre ellos con un patrón cada vez más móvil.
Sin embargo, la interacción de la nueva tecnología de la información y los procesos actuales de
cambio social tiene un impacto sustancial sobre las ciudades y el espacio. Por una parte, la disposición
de la forma urbana se transforma considerablemente. Pero esta transformación no sigue un modelo
único y universal: muestra una considerable variación que depende de las características de los contex-
tos históricos, territoriales e institucionales. Por otra parte, la importancia de la interactividad entre los
lugares rompe los patrones espaciales de conducta en una red fluida de intercambios que subrayan el
surgimiento de una nueva clase de espacio, el espacio de los flujos. Para tomar en cuenta ambos proce-
sos a la vez, debo precisar el análisis y elevarlo a un nivel más teórico.

Sólo uso con fines educativos 362


La transformación de la forma urbana: la ciudad informacional
La era informacional está marcando el comienzo de una nueva forma urbana, la ciudad informacio-
nal. No obstante, al igual que la ciudad industrial no fue una réplica mundial de Manchester, la ciudad
informacional emergente no copiará a Silicon Valley, y mucho menos a Los Ángeles. Por otra parte, al
igual que en la era industrial, pese a la extraordinaria diversidad de contextos culturales y físicos, hay
algunos rasgos fundamentales comunes en el desarrollo transcultural de la ciudad informacional. Sos-
tengo que, debido a la naturaleza de la nueva sociedad, basada en el conocimiento, organizada en
torno a redes y compuesta en parte por flujos, la ciudad informacional no es una forma, sino un pro-
ceso, caracterizado por el dominio estructural del espacio de los flujos. Antes de desarrollar esta idea,
creo que es necesario introducir la diversidad de las formas urbanas que surgen en el nuevo periodo
histórico para refutar una visión tecnológica primitiva que contempla el mundo a través de las lentes
simplificadas de las autovías interminables y las redes de fibra óptica.

La última frontera suburbana de los Estados Unidos


La imagen de una extensión suburbana/extraurbana homogénea e infinita como la ciudad del
futuro se ve defraudada incluso por su modelo renuente, Los Ángeles, cuya complejidad contradictoria
es revelada por Mike Davis en su espléndido libro City of Quartz. No obstante, sí que evoca una tenden-
cia poderosa en las oleadas constantes de desarrollo suburbano en las metrópolis estadounidenses, en
el oeste y sur tanto como en el norte y este, hacia el fin del milenio. Joel Garreau ha captado las simili-
tudes de este modelo espacial a lo largo de los Estados Unidos en su relato periodístico del auge de la
ciudad borde como el núcleo del nuevo proceso de urbanización. La define empíricamente mediante la
combinación de cinco criterios:

Una ciudad borde es cualquier lugar que: a) Tiene 465.000 metros cuadrados o más de espa-
cio de oficinas en alquiler, el lugar de trabajo de la Era de la Información [...]. b) Tiene 56.000
metros cuadrados o más de espacio para tiendas en alquiler [...]. c) Tiene más puestos de tra-
bajo que unidades residenciales. d) La población la percibe como un lugar e) No tenía nada
que ver con una “ciudad” hace sólo treinta años.

Informa del crecimiento de estos lugares alrededor de Boston, Nueva York, Detroit, Atlanta,
Phoenix, Tejas, California del Sur, el área de la bahía de San Francisco y Washington D.C. Son a la vez
zonas de trabajo y centros de servicios, en torno a los cuales un kilómetro tras otro de unidades resi-
denciales unifamiliares cada vez más densas organizan una vida cotidiana centrada en el hogar. Señala
que estas constelaciones exurbanas están unidas no por locomotoras y metros, sino por autovías, rutas
aéreas y antenas parabólicas de 9 metros de ancho en los tejados. Su monumento característico no es
el héroe montado a caballo, sino la barrera de árboles siempre verdes que buscan el sol en los atrios
centrales de las sedes de las grandes empresas, los centros de preparación física y las plazas comercia-
les. Estas nuevas áreas urbanas no están marcadas por los áticos del antiguo rico urbanita o las casas de
vecinos del antiguo urbanita pobre. En lugar de ello, su estructura característica es la célebre vivienda
unifamiliar independiente, el hogar suburbano con su césped alrededor que hizo de los Estados Unidos
la civilización mejor alojada que el mundo haya visto jamás.

Sólo uso con fines educativos 363


Naturalmente, donde Garreau ve el incesante espíritu de frontera de la cultura estadounidense,
creando siempre nuevas formas de vida y espacio, James Howard Kunstler ve el dominio deplorable
de la “geografía de ninguna parte”, con lo cual se profundiza el debate de décadas entre los partidarios
y detractores de la pronunciada diferencia espacial que representa Estados Unidos con respecto a su
ascendencia europea. No obstante, para los objetivos de mi análisis, sólo me ocuparé de dos aspectos
importantes de este debate.
En primer lugar, el desarrollo de estas constelaciones exurbanas con una interrelación vaga desta-
ca la interdependencia funcional de diferentes unidades y procesos en un sistema urbano determina-
do sobre distancias muy grandes, minimizando el papel de la contigüidad territorial y maximizando las
redes de comunicación en todas sus dimensiones. Los flujos de intercambio constituyen el núcleo de la
ciudad borde estadounidense.
En segundo lugar, esta forma espacial es, en efecto, muy específica de la experiencia estadouniden-
se, porque, como reconoce Garreau, se inserta en un modelo típico de su historia, siempre impulsando
la búsqueda interminable de una tierra prometida en nuevos asentamientos. Aunque el extraordinario
dinamismo que representa fue el que levantó una de las naciones más vitales de la historia, lo hizo al
precio de crear, con el tiempo, inmensos problemas sociales y medioambientales. Cada oleada de esca-
pismo social y físico (por ejemplo, el abandono del interior de las ciudades, dejando a los pobres y a las
minorías étnicas atrapados en sus ruinas) profundizó la crisis de las ciudades y dificultó más la gestión
de una infraestructura con demasiadas obligaciones financieras y de una sociedad con demasiadas ten-
siones. A menos que el desarrollo de las “cárceles en alquiler” privadas en el oeste de Tejas se considere
un proceso aceptable para complementar la desinversión social y física en el interior de las ciudades,
la fuga hacia delante de la cultura y el espacio estadounidenses parece haber alcanzado los límites de
su negación a afrontar las realidades desagradables. Por lo tanto, el perfil de la ciudad informacional
estadounidense no está representado por el fenómeno de la “ciudad borde”, sino por la relación que
existe entre el rápido desarrollo exurbano, la decadencia de las ciudades centrales y la obsolescencia
del entorno suburbano construido.
Las ciudades europeas han entrado en la era de la información por una línea de reestructuración
espacial diferente, vinculada con su herencia histórica, aunque encuentran nuevos problemas, no siem-
pre distintos a los que surgen en el contexto estadounidense.

El encanto evanescente de las ciudades europeas


Diversas tendencias constituyen juntas la nueva dinámica urbana de las principales áreas metropo-
litanas europeas en los años noventa.
El centro de negocios es, como en los Estados Unidos, el motor económico de la ciudad, interco-
nectado con la economía global. Está compuesto por una infraestructura de telecomunicaciones,
comunicaciones, servicios avanzados y espacio de oficinas, y se basa en centros generadores de tec-
nología e instituciones educativas. Prospera por el procesamiento de la información y las funciones de
control. Suele complementarse con instalaciones de turismo y viajes. Es un nodo de la red intermetro-
politana. Por lo tanto, no existe por sí mismo, sino por su conexión con otras localidades equivalentes,
organizadas en una red que forma la unidad real de gestión, innovación y trabajo.

Sólo uso con fines educativos 364


La nueva elite gestora-tecnócrata-política crea espacios exclusivos, tan segregados y apartados del
conjunto de la ciudad como los barrios burgueses de la sociedad industrial, pero, como la clase profe-
sional es mayor, a una escala mucho más grande. En la mayoría de las ciudades europeas (París, Roma,
Madrid, Amsterdam), a diferencia de los Estados Unidos —si exceptuamos Nueva York, la menos esta-
dounidense de todas sus ciudades—, las zonas residenciales verdaderamente exclusivas tienden a apro-
piarse de la cultura e historia urbanas, situándose en zonas rehabilitadas o bien conservadas del centro
de la ciudad. Al hacerlo, destacan el hecho de que, cuando se establece y se marca claramente la domi-
nación (a diferencia de los Estados Unidos nuevos ricos), la elite no necesita irse al exilio de las afueras
para escapar de las masas. Sin embargo, esta tendencia es limitada en el caso del Reino Unido, donde
la nostalgia por la vida de la nobleza en el campo se traduce en la residencia de capas profesionales en
suburbios selectos de las áreas metropolitanas, urbanizando a veces agradables pueblecitos históricos
cercanos a una ciudad importante.
El mundo suburbano de las ciudades europeas es un espacio socialmente diversificado, esto es,
segmentado en periferias diferentes en torno a la ciudad central. Están los suburbios tradicionales de
la clase obrera, con frecuencia organizados en torno a grandes polígonos públicos de viviendas, que
después se obtienen en propiedad. Están las urbanizaciones, francesas, británicas o suecas, habitadas
por una población más joven de las clases medias, cuya edad les dificulta penetrar en el mercado de
viviendas de la ciudad central. Y también están los guetos periféricos de viviendas públicas más anti-
guas, ejemplificados por La Courneuve de París, donde las nuevas poblaciones inmigrantes y las fami-
lias obreras pobres experimentan su exclusión del “derecho a la ciudad”. Los suburbios también son el
emplazamiento de la producción industrial, tanto para la fabricación tradicional como para las nuevas
industrias de alta tecnología que se sitúan en las periferias de las áreas metropolitanas más nuevas y
deseables desde la perspectiva medioambiental, cerca de los centros de comunicación pero apartadas
de los antiguos distritos industriales.
Las ciudades centrales siguen moldeadas por su historia. Así pues, los barrios obreros tradiciona-
les, habitados cada vez más por los trabajadores de servicios, constituyen un espacio característico,
un espacio que, debido a ser el más vulnerable, se convierte en el campo de batalla entre los esfuer-
zos reurbanizadores del comercio y la clase media alta, y los intentos de invasión de las contraculturas
(Amsterdam, Copenhague, Berlín), que tratan de reapropiarse el valor de uso de la ciudad. Por lo tanto,
suelen convertirse en espacios defensivos para los trabajadores, quienes lo único que tienen por lo que
luchar es su hogar, siendo al mismo tiempo barrios populares llenos de sentido y probables bastiones
de xenofobia y localismo.
La nueva clase media profesional de Europa está dividida entre la atracción de la comodidad tran-
quila de los suburbios aburridos y la excitación de una vida urbana agitada y con frecuencia demasiado
cara. En las familias con doble puesto laboral, el equilibrio entre los diferentes modelos espaciales del
trabajo de cada uno en la pareja suele determinar la ubicación de su residencia.
La ciudad central, también en Europa, es el foco de los guetos de los inmigrantes. Sin embargo, a
diferencia de las estadounidenses, la mayoría de esas zonas no presentan tantas carencias económicas
porque los residentes inmigrantes suelen ser obreros con fuertes lazos familiares, por lo que cuentan
con una estructura de apoyo fuerte que hace de los guetos europeos comunidades orientadas hacia la

Sólo uso con fines educativos 365


familia, con pocas probabilidades de caer bajo el dominio de la delincuencia callejera. En este aspecto,
Inglaterra vuelve a resultar diferente, ya que algunos barrios de Londres ocupados por minorías étnicas
(por ejemplo, Tower Hamlets o Hackney) se aproximan más a la experiencia estadounidense que a La
Goutte d’Or de París. Paradójicamente, es en el núcleo de los distritos de negocios y de entretenimiento
de las ciudades europeas, ya sea en Frankfurt o en Barcelona, donde la marginalidad urbana se hace
visible. Su ocupación dominante de las calles con mayor movimiento y los puntos nodales del transpor-
te público es una estrategia de supervivencia destinada a hacerse visible para recibir la atención pública
o dedicarse a negocios privados, ya se trate de la asistencia social, una transacción con drogas, un trato
de prostitución o la atención acostumbrada de la policía.
Los principales centros metropolitanos europeos presentan cierta variación en torno a la estructura
urbana que he esbozado, dependiendo de su papel diferencial en la red de ciudades europeas. Cuanto
más baja sea su posición en la nueva red informacional, mayor será la dificultad que encuentren en su
transición de la era industrial y más tradicional a su estructura urbana, siendo los barrios antiguos bien
establecidos y los distritos de negocios los que desempeñen el papel determinante en la dinámica de
la ciudad. Por otra parte, cuanto más elevada sea su posición en la estructura competitiva de la nueva
economía europea, mayor será el papel de sus servicios avanzados en el distrito comercial y más inten-
sa la reestructuración del espacio urbano.
El factor crítico de los nuevos procesos urbanos, tanto en Europa como en otros lugares, es el hecho
de que el espacio urbano cada vez se diferencia más en términos sociales, a la vez que se interrelacio-
na funcionalmente más allá de la contigüidad física. De ahí se sigue la separación entre el significado
simbólico, la localización de las funciones y la apropiación social del espacio en el área metropolitana.
Ésta es la tendencia que subyace en la transformación más importante de las formas urbanas de todo el
mundo, con una fuerza particular en las zonas de industrialización reciente: el ascenso de las megaciu-
dades.

La urbanización del tercer milenio: las megaciudades


La nueva economía global y la sociedad informacional emergente presentan una nueva forma
espacial, que se desarrolla en una variedad de contextos sociales y geográficos: las megaciudades.
Ciertamente, son aglomeraciones muy grandes de seres humanos, todas ellas (13 en la clasificación de
Naciones Unidas) con más de 10 millones de habitantes en 1992 (véase el cuadro 6.1 y la figura 6.4), y
cuatro con proyecciones de superar con creces los 20 millones en 2010. Pero el tamaño no es la cua-
lidad que las define. Son los nodos de la economía global y concentran las funciones superiores de
dirección, producción y gestión en todo el planeta; el control de los medios de comunicación; el poder
de la política real; y la capacidad simbólica de crear y difundir mensajes. Tienen nombres, la mayoría
extraños para la matriz cultural europea/norteamericana aún dominante: Tokio, Sao Paulo, Nueva York,
Ciudad de México, Shanghai, Bombay, Los Ángeles, Buenos Aires, Seúl, Pekín, Río de Janeiro, Calcuta,
Osaka. Además, Moscú, Yakarta, El Cairo, Nueva Delhi, Londres, París, Lagos, Dacca, Karachi, Tianjin, y
posiblemente otras ciudades, son de hecho miembros del club. No todas ellas (por ejemplo, Dacca o
Lagos) son centros dominantes de la economía global, pero conectan a este sistema global enormes
segmentos de población humana. También funcionan como imanes para sus entornos, esto es, todo

Sólo uso con fines educativos 366


el país o región donde están situadas. Las megaciudades no pueden ser consideradas sólo en cuanto a
su tamaño, sino en función de su poder gravitacional hacia las principales regiones del mundo. Por lo
tanto, Hong Kong no es sólo seis millones de personas y Guangzhou, seis millones y medio: lo que está
surgiendo es una megaciudad de 40 a 50 millones de personas, que conecta Hong Kong, Shenzhen,
Guangzhou, Zhuhai, Macao y pequeños pueblos del delta del río de las Perlas, como desarrollaré más
adelante. Las megaciudades articulan la economía global, conectan las redes informacionales y con-
centran el poder mundial. Pero también son las depositarias de todos los segmentos de la población
que luchan por sobrevivir, así como de los grupos que quieren hacer visible su abandono, para no morir
olvidados en zonas sorteadas por las redes de comunicación. Las megaciudades concentran lo mejor
y lo peor, desde los innovadores y los poderes existentes hasta gente sin importancia estructural, dis-
puesta a vender su irrelevancia o a hacer que “los demás” paguen por ella. No obstante, lo más signi-
ficativo de las megaciudades es que se conectan en el exterior con redes globales y segmentos de sus
propios países, mientras que están desconectadas en su interior de las poblaciones locales que son fun-
cionalmente innecesarias o perjudiciales socialmente desde el punto de vista dominante. Sostengo que
esto es así en Nueva York, pero también en México o Yakarta. Es este rasgo distintivo de estar conecta-
da globalmente y desconectada localmente, tanto física como socialmente, el que hace de las megaciu-
dades una nueva forma urbana. Una forma que se caracteriza por los vínculos funcionales que estable-
ce a lo largo de un vasto territorio, si bien con una buena medida de discontinuidad en los patrones del
uso del suelo. Las jerarquías funcionales y sociales de las megaciudades están difuminadas y mezcladas
desde la perspectiva espacial, se organizan en campamentos atrincherados y están salpicadas de forma
desigual por bolsas inesperadas de usos indeseables. Las megaciudades son constelaciones disconti-
nuas de fragmentos espaciales, piezas funcionales y segmentos sociales.

CUADRO 6.1. Las mayores aglomeraciones metropolitanas del mundo, 1992.

Clasificación Aglomeración País Población (millones)

1 ---------------- Tokio Japón 25.772


2 ---------------- Sao Paulo Brasil 19.235
3 ---------------- Nueva York EE.UU. 16.158
4 ---------------- México México 15.276
5 ---------------- Shanghai China 14.053
6 ---------------- Bombay India 13.322
7 ---------------- Los Ángeles EE.UU. 11.853
8 ---------------- Buenos Aires Argentina 11.753
9 ---------------- Seúl R. de Corea 11.589
10 --------------- Pekín China 11.433
11 --------------- Río de Janeiro Brasil 11.257
12 --------------- Calcuta India 11.106
13 --------------- Osaka Japón 10.535

Fuente: Naciones Unidas, 1992.

Sólo uso con fines educativos 367


Para ilustrar mi análisis, me referiré a una megaciudad que se está creando y aún no aparece en
el mapa, pero que, en mi opinión, será uno de los centros industriales, empresariales y culturales más
importantes del siglo XXI, sin ceder a la futurología: el sistema regional metropolitano de Hong Kong-
Shenzhen-Cantón-delta del río de las Perlas-Macao-Zhuhai. Miremos al futuro megaurbano desde esta
perspectiva (véase la figura 6.5).
En 1995, este sistema espacial, aún sin nombre, se extendía por 50.000 kms., con una población
total de entre 40 y 50 millones, según dónde se definan las fronteras. Sus unidades, esparcidas en
un paisaje predominantemente rural, presentaban una conexión funcional diaria y se comunicaban
mediante un sistema de transportes multimodal que incluía ferrocarril, autovías, carreteras comarcales,
aerodeslizadores, lanchas y aviones. Nuevas autopistas estaban en construcción y se estaba electrifican-
do por completo el ferrocarril y duplicando sus vías. Un sistema de telecomunicaciones de fibra óptica
estaba en proceso de conectar toda la región internamente y con el mundo, vía estaciones terrestres
y telefonía celular. Había cinco aeropuertos en construcción en Hong Kong, Macao, Shenzhen, Zhuhai
y Guangzhou, con una capacidad prevista de tráfico de pasajeros de 150 millones anuales. También se
estaban construyendo nuevos puertos de contenedores en North Lantau (Hong Kong), Yiantian (Shen-
zhen), Gaolan (Zhuhai), Huangpo (Guangzhou) y Macao, sumando en total la mayor capacidad portua-
ria del mundo en un emplazamiento determinado. En la raíz de este asombroso desarrollo metropolita-
no se encuentran tres fenómenos interconectados:
1. La transformación económica de China y su conexión con la economía global, con Hong Kong
como uno de los puntos nodales de esa conexión. Así, en 1981-1991, el PBI de la provincia de Guandong
creció un 12,8% anual en términos reales. Los inversores con base en Hong Kong suponían a finales de
1993 40.000 millones de dólares invertidos en China y representaban dos tercios de la inversión directa
extranjera total. Al mismo tiempo, China también era el mayor inversor extranjero en Hong Kong, con
unos 25.000 millones anuales (comparados con los 12.700 millones de dólares de Japón). La gestión de
estos flujos de capital dependía de las transacciones comerciales efectuadas en las diversas unidades
de este sistema metropolitano y entre sí. Así, Guangzhou era el punto de conexión real entre los nego-
cios de Hong Kong y los gobiernos y empresas no sólo de la provincia de Guandong, sino del interior
de China.
2. La reestructuración de la base económica de Hong Kong en los años noventa llevó a una reduc-
ción espectacular de su base manufacturera tradicional, reemplazada por el empleo en servicios avan-
zados. De este modo, los trabajadores de las fábricas descendieron de 837.000 en 1988 a 484.000 en
1993, mientras que los empleados en los sectores comerciales y empresariales aumentaron en el mismo
periodo de 947.000 a 1,3 millones. Hong Kong desarrolló sus funciones como un centro de negocios
global.
3. Sin embargo, su capacidad para exportar manufacturas no desapareció: sólo modificó su orga-
nización industrial y su ubicación espacial. En unos diez años, entre mediados de los años ochenta y
mediados de los noventa, los industriales de Hong Kong provocaron uno de los procesos de mayor
escala en la historia humana en los pueblecitos del delta del río de las Perlas. A finales de 1994, los inver-
sores de Hong Kong, utilizando con frecuencia conexiones familiares y locales, ya habían establecido en
el delta del río de las Perlas 10.000 empresas y 20.000 fábricas de procesamiento, en las que trabajaban

Sólo uso con fines educativos 368


unos 6 millones de obreros, según diversos cálculos. Gran parte de esta población, alojada en dormi-
torios de la compañía en lugares semirrurales, provenía de las provincias circundantes de Guandong.
Este sistema industrial gigantesco se gestionaba a diario por ejecutivos con sede en Hong Kong que
viajaban regularmente a Guangzhou, mientras que la marcha de la producción la supervisaban capa-
taces locales en toda el área rural. Los materiales, la tecnología y los ejecutivos se enviaban de Hong
Kong y Shenzhen, y los artículos manufacturados se solían exportar desde Hong Kong (sobrepasando
en realidad el valor de las exportaciones realizadas allí), aunque la construcción de nuevos puertos de
contenedores en Yiantian y Gaolan pretendían diversificar los puntos de exportación.

Este proceso acelerado de industrialización orientada a la exportación y conexiones comerciales


entre China y la economía global condujo a una explosión urbana sin precedentes. La Zona Económica
Especial de Shenzhen, en la frontera de Hong Kong, creció de cero a 1,5 millones de habitantes entre
1982 y 1995. Los gobiernos locales de toda la zona, con abundantes fondos procedentes de los inverso-
res chinos de ultramar, se embarcaron en la construcción de importantes proyectos de infraestructura,
el más asombroso de los cuales, aún en el estadio de planificación cuando se escribió este libro, fue la
decisión del gobierno local de Zhuhai de construir un puente de 60 km. sobre el Mar de China Meridio-
nal para conectar por carretera Zhuhai y Hong Kong.
La Metrópolis de China Meridional, aún en proceso de creación, pero una realidad segura, es una
nueva forma espacial. No es la megalópolis tradicional identificada por Gottman en los años sesenta
en la costa noreste de los Estados Unidos. A diferencia de este caso clásico, la región metropolitana de
Hong Kong-Guandong no está compuesta por la conurbación de sucesivas unidades urbanas/subur-
banas, cada una de ellas con una autonomía funcional relativa. Se está convirtiendo rápidamente en
una unidad interdependiente económica, funcional y socialmente, más aún después de que Hong
Kong pasó a ser parte formal de China en 1997, mientras que Macao se unirá a la bandera en 1999. Pero
existe una discontinuidad espacial considerable en la zona, con asentamientos rurales, terrenos agríco-
las y áreas subdesarrolladas que separan los centros urbanos, y fábricas industriales diseminadas por
toda la región. La columna vertebral real de esta nueva unidad espacial son sus conexiones internas y la
más indispensable con la economía global mediante los múltiples vínculos de comunicación. Los flujos
definen las formas y los procesos espaciales. Dentro de cada ciudad, dentro de cada zona, tienen lugar
procesos de segregación y segmentación, en un patrón de variación interminable. Pero esa diversidad
segmentada depende de una unidad funcional, marcada por infraestructuras gigantescas con un uso
intensivo de la tecnología, y que parecen conocer como único límite la cantidad de agua dulce que la
región puede aún recuperar de la zona del río Tung Chiang. La Metrópolis de China Meridional, sólo
vagamente percibida en la mayor parte del mundo en este momento, es probable que se convierta en
el rostro urbano más representativo del siglo XXI.
Las tendencias actuales apuntan en la dirección de otra megaciudad asiática a una escala aún
mayor cuando, a comienzos del siglo XXI, el corredor Tokio-Yokohama-Nagoya (ya una unidad funcio-
nal) se conecte con Osaka-Kobe-Kyoto para crear la mayor aglomeración metropolitana de la historia
humana, no sólo en cuanto a población, sino en cuanto a potencia económica y tecnológica.
Así pues, pese a todos sus problemas sociales, urbanos y medioambientales, las megaciudades

Sólo uso con fines educativos 369


seguirán creciendo, tanto en tamaño como en atractivo para la ubicación de las funciones de alto nivel
y en la elección de la gente. El sueño ecológico de comunas pequeñas casi rurales se verá empujado
a la marginalidad contracultural por la marea histórica del desarrollo de las megaciudades. Porque las
megaciudades son:
a) centros de dinamismo económico, tecnológico y social en sus países y a escala global. Son los
motores reales del desarrollo. El destino económico de sus países, ya sea en los Estados Unidos o en
China, depende de los resultados de las megaciudades, a pesar de la ideología de pueblo pequeño que
aún es dominante en ambos países;
b) son centros de innovación cultural y política;
c) son los puntos de conexión con las redes globales de todo tipo. Internet no puede saltarse a las
megaciudades: depende de las telecomunicaciones y los “telecomunicadores” ubicados en esos centros.

Sin duda, algunos factores aminorarán su ritmo de crecimiento, dependiendo de la precisión y


efectividad de las políticas diseñadas para limitarlo. La planificación familiar está funcionando, pese al
Vaticano, así que cabe esperar que continúe el declive actual de la tasa de nacimientos. Las políticas
de desarrollo regional quizás puedan diversificar la concentración de puestos de trabajo y población
a otras zonas. Y preveo epidemias a gran escala y la desintegración del control social, que harán a las
megaciudades menos atractivas. Sin embargo, en general, aumentarán en tamaño y dominio, porque
siguen nutriéndose de población, riqueza, poder e innovadores de su extenso entorno. Además, son
los puntos nodales que conectan con las redes globales. Así que, en un sentido fundamental, en la evo-
lución y gestión de esas áreas, se está jugando el futuro de la humanidad, y del país de cada megaciu-
dad. Son los puntos nodales y los centros de poder de la nueva forma/proceso espacial de la era de la
información: el espacio de los flujos.
Una vez establecido el paisaje de los nuevos fenómenos territoriales, hemos de pasar a compren-
der esa nueva realidad espacial, lo que requiere una disgresión obligada por los senderos inciertos de la
teoría del espacio.

La teoría social del espacio y la teoría del espacio de los flujos


El espacio es la expresión de la sociedad. Puesto que nuestras sociedades están sufriendo una
transformación estructural, es una hipótesis razonable sugerir que están surgiendo nuevas formas y
procesos espaciales. El propósito del análisis que se presenta es identificar la nueva lógica que subyace
en esas formas y procesos.
La tarea no es fácil, porque el reconocimiento aparentemente simple de una relación significativa
entre sociedad y espacio oculta una complejidad fundamental. Y es así porque el espacio no es un refle-
jo de la sociedad, sino su expresión. En otras palabras, el espacio no es una fotocopia de la sociedad: es
la sociedad misma. Las formas y procesos espaciales están formados por las dinámicas de la estructura
social general, que incluye tendencias contradictorias derivadas de los conflictos y estrategias existen-
tes entre los actores sociales que ponen en juego sus intereses y valores opuestos. Además, los proce-
sos sociales conforman el espacio al actuar sobre el entorno construido, heredado de las estructuras
socioespaciales previas. En efecto, el espacio es tiempo cristalizado. Para plantear en los términos más
simples posibles esta complejidad, procedamos paso a paso.
Sólo uso con fines educativos 370
¿Qué es el espacio? En física, no puede definirse fuera de la dinámica de la materia. En teoría social,
no puede definirse sin hacer referencia a las prácticas sociales. Este ámbito de la teorización es para mí
un viejo oficio. Y sigo planteando el tema según la asunción de que “el espacio es un producto material
en relación con otros productos materiales —incluida la gente— que participan en relaciones sociales
determinadas [históricamente] y que asignan al espacio una forma, una función y un significado social”.
En una formulación convergente y más clara, David Harvey, en su reciente libro The Condition of Post-
modernity, afirma que

“desde una perspectiva material, podemos sostener que las concepciones objetivas de tiempo
y espacio se crean necesariamente mediante prácticas y procesos materiales que sirven para
reproducir la vida social [...]. Es un axioma fundamental de mi indagación que tiempo y espa-
cio no pueden comprenderse independientemente de la acción social”.

Así pues, en un nivel general, hemos de definir lo que es el espacio desde el punto de vista de
las prácticas sociales; luego debemos identificar la especificidad histórica de las prácticas sociales, por
ejemplo, aquellas de la sociedad informacional que subyacen en el surgimiento y la consolidación de
las nuevas formas y procesos espaciales.
Desde la perspectiva de la teoría social, el espacio es el soporte material de las prácticas sociales
que comparten el tiempo. Añado inmediatamente que todo soporte material conlleva siempre un sig-
nificado simbólico. Mediante prácticas sociales que comparten el tiempo hago referencia al hecho de
que el espacio reúne aquellas prácticas que son simultáneas en el tiempo. Es la articulación material de
esta simultaneidad la que otorga sentido al espacio frente a la sociedad. Tradicionalmente, esta noción
se asimilaba a la contigüidad, pero es fundamental que separemos el concepto básico del soporte
material de las prácticas simultáneas de la noción de contigüidad, con el fin de dar cuenta de la posible
existencia de soportes materiales de la simultaneidad que no se basan en la contigüidad física, ya que
éste es precisamente el caso de las prácticas sociales dominantes en la era de la información.
He sostenido en los capítulos precedentes que nuestra sociedad está construida en torno a flujos:
flujos de capital, flujos de información, flujos de tecnología, flujos de interacción organizativa, flujos
de imágenes, sonidos y símbolos. Los flujos no son sólo un elemento de la organización social: son la
expresión de los procesos que dominan nuestra vida económica, política y simbólica. Si ése es el caso,
el soporte material de los procesos dominantes de nuestras sociedades será el conjunto de elementos
que sostengan esos flujos y hagan materialmente posible su articulación en un tiempo simultáneo. Por
lo tanto, propongo la idea de que hay una nueva forma espacial característica de las prácticas sociales
que dominan y conforman la sociedad red: el espacio de los flujos. El espacio de los flujos es la orga-
nización material de las prácticas sociales en tiempo compartido que funcionan a través de los flujos.
Por flujo entiendo las secuencias de intercambio e interacción determinadas, repetitivas y programa-
bles entre las posiciones físicamente inconexas que mantienen los actores sociales en las estructuras
económicas, políticas y simbólicas de la sociedad. Las prácticas sociales dominantes son aquellas que
están incorporadas a las estructuras sociales dominantes. Por estructuras dominantes entiendo los dis-
positivos de organizaciones e instituciones cuya lógica interna desempeña un papel estratégico para
dar forma a las prácticas sociales y la conciencia social de la sociedad en general.

Sólo uso con fines educativos 371


La abstracción del concepto del espacio de los flujos puede comprenderse mejor si se especifica
su contenido. El espacio de los flujos, como la forma material del soporte de los procesos y funciones
dominantes en la sociedad informacional, puede describirse (más que definirse) mediante la combi-
nación de al menos tres capas de soportes materiales que, juntos, lo constituyen. La primera capa, el
primer soporte material del espacio de los flujos, está formada por un circuito de impulsos electrónicos
(microelectrónica, telecomunicaciones, procesamiento informático, sistemas de radiodifusión y trans-
porte de alta velocidad, también basados en las tecnologías de la información) que, juntos, forman la
base material de los procesos que hemos observado como estratégicamente cruciales en la sociedad
red. Así, es una forma espacial, del mismo modo que lo pueda ser “la ciudad” o “la región” en la organi-
zación de la sociedad mercantil o la sociedad industrial. En nuestras sociedades, la articulación espacial
de las funciones dominantes se efectúa en la red de interacciones que posibilitan los aparatos de la
tecnología de la información. En esta red, ningún lugar existe por sí mismo, ya que las posiciones se
definen por los flujos. Por lo tanto, la red de comunicación es la configuración espacial fundamental: los
lugares no desaparecen, pero su lógica y su significado quedan absorbidos en la red. La infraestructura
tecnológica que ésta conforma define el nuevo espacio, de forma muy semejante a como los ferroca-
rriles definieron “regiones económicas” y “mercados nacionales” en la economía industrial; o las reglas
institucionales de la ciudadanía, con fronteras específicas (y sus ejércitos de tecnología avanzada), defi-
nieron las “ciudades” en los orígenes mercantiles del capitalismo y la democracia. Esta infraestructura
tecnológica es en sí misma la expresión de la red de flujos, cuya arquitectura y contenido los determi-
nan los poderes de nuestro mundo.
La segunda capa del espacio de los flujos la constituyen sus nodos y ejes. El espacio de los flujos
no carece de lugar, aunque su lógica estructural, sí. Se basa en una red electrónica, pero ésta conecta
lugares específicos, con características sociales, culturales, físicas y funcionales bien definidas. Algunos
lugares son intercambiadores, ejes de comunicación que desempeñan un papel de coordinación para
que haya una interacción uniforme de todos los elementos integrados en la red. Otros lugares son los
nodos de la red, es decir, la ubicación de funciones estratégicamente importantes que constituyen una
serie de actividades y organizaciones de base local en torno a una función clave de la red. La ubicación
en el nodo conecta a la localidad con el conjunto de la red. Tanto los nodos como los ejes están organi-
zados de forma jerárquica según su peso relativo en ella. Pero esa jerarquía puede cambiar dependien-
do de la evolución de las actividades procesadas a través de la red. En efecto, en algunos casos, algunos
lugares puede quedar desconectados, dando como resultado un declive inmediato y, de este modo,
un deterioro económico, social y físico. Las características de los nodos dependen del tipo de funciones
que realice una red determinada.
Algunos ejemplos de redes, y sus nodos correspondientes, ayudarán a comunicar el concepto. El
tipo más sencillo que puede concebirse como representativo del espacio de los flujos es la red consti-
tuida por los sistemas de toma de decisiones de la economía global, en particular las relativas al siste-
ma financiero. Hace referencia al análisis de la ciudad global como un proceso más que como un lugar,
como se presenta en este capítulo. El análisis de la “ciudad global” como el lugar de producción de la
economía informacional global ha expuesto el papel crucial de estas ciudades globales en nuestras
sociedades y la dependencia de las sociedades y economías locales de las funciones directrices ubi-

Sólo uso con fines educativos 372


cadas en ellas. Pero más allá de las principales ciudades globales, el resto de las economías continen-
tales, nacionales y regionales tienen sus propios nodos que conectan con la red global. Cada uno de
ellos requiere una infraestructura tecnológica adecuada, un sistema de firmas auxiliares que proporcio-
nen los servicios de apoyo, un mercado laboral especializado y el sistema de servicios requerido por la
mano de obra profesional.
Lo que es válido para las principales funciones gestoras y los mercados financieros, también puede
aplicarse a la fabricación de alta tecnología (tanto a las industrias que producen la alta tecnología como
a las que la utilizan, esto es, toda la fabricación avanzada). La división espacial del trabajo que caracteri-
za la fabricación de alta tecnología se traduce en la conexión mundial entre los medios de innovación,
los lugares de fabricación cualificada, las cadenas de montaje y las fábricas orientadas al mercado, con
una serie de conexiones intrafirmas entre las diferentes operaciones en distintos emplazamientos a lo
largo de las cadenas de producción; y otra serie de conexiones intrafirma entre las funciones de pro-
ducción similares ubicadas en lugares específicos que se convierten en complejos de producción. Los
nodos directrices, los lugares de producción y los ejes de comunicación se definen a lo largo de la red
y se articulan en una lógica común mediante las tecnologías de la comunicación y una fabricación pro-
gramable, basada en la microelectrónica, flexible e integrada.
Las funciones que debe cumplir cada red definen las características de los lugares que se convier-
ten en sus nodos privilegiados. En algunos casos, los sitios menos probables se convierten en nodos
centrales porque la especificidad histórica acaba centrando una red determinada en torno a una loca-
lidad particular. Por ejemplo, no era probable que Rochester (Minnesota) o el suburbio parisiense de
Villejuif se convirtieran en nodos centrales de una red mundial de tratamiento médico e investigación
sanitaria avanzados en estrecha interacción mutua. Pero la ubicación de la Clínica Mayo en Rochester y
de uno de los principales centros para el tratamiento del cáncer del sistema sanitario francés en Ville-
juif, en ambos casos por razones históricas accidentales, ha articulado un complejo de generación de
conocimiento y tratamiento médico avanzado en torno a estas dos inusuales localizaciones. Una vez
establecidas, atrajeron investigadores, médicos y pacientes de todo el mundo: se convirtieron en un
nodo de la red médica mundial.
Cada red define sus emplazamientos según las funciones y jerarquía de cada uno y las caracterís-
ticas del producto o servicio que va a procesarse en ella. Así pues, una de las redes más poderosas de
nuestra sociedad, la producción y distribución de estupefacientes (incluido su componente de blan-
queo de dinero), ha construido una geografía específica que ha redefinido el significado, la estructura
y la cultura de las sociedades, regiones y ciudades conectadas a ella. De este modo, en la producción y
el comercio de la cocaína, los lugares de producción de coca de Chapare o Alto Beni en Bolivia, o Alto
Huallanga en Perú, están conectados a las refinerías y centros de gestión de Colombia, que eran filiales,
hasta 1995, de las sedes centrales de Medellín o Cali, conectadas a su vez a centros financieros como
Miami, Panamá, las islas Caimán y Luxemburgo, y a centros de transporte, como las redes de tráfico de
drogas de Tamaulipas o Tijuana en México, y, por último, a los puntos de distribución en las principales
áreas metropolitanas de los Estados Unidos y Europa Occidental. Ninguna de estas localidades pueden
existir por sí mismas en esa red. Los carteles de Medellín y Cali, y sus estrechos aliados estadounidenses
e italianos, pronto tendrían que cerrar el negocio sin las materias primas producidas en Bolivia o Perú,

Sólo uso con fines educativos 373


sin los productos químicos (precursores) proporcionados por laboratorios suizos y alemanes, sin las
redes financieras semilegales de los paraísos bancarios y sin las redes de distribución que comienzan
en Miami, Los Ángeles, Nueva York, Amsterdam o La Coruña.
Por lo tanto, aunque el análisis de las ciudades globales proporciona la ilustración más directa de
la orientación basada en los lugares del espacio de los flujos en nodos y ejes, esta lógica no se limita de
ningún modo a los flujos del capital. Los principales procesos dominantes de nuestra sociedad se arti-
culan en redes que conectan diferentes lugares y asignan a cada uno un papel y un peso en una jerar-
quía de generación de riqueza, procesamiento de la información y creación de poder, que en definitiva
condiciona el destino de cada localidad.
La tercera capa importante del espacio de los flujos hace referencia a la organización espacial de
las elites gestoras dominantes (más que clases) que ejercen las funciones directrices en torno a las
que ese espacio se articula. La teoría del espacio de los flujos parte de la asunción implícita de que las
sociedades están organizadas de forma asimétrica en torno a los intereses específicos dominantes de
cada estructura social. El espacio de los flujos no es la única lógica espacial de nuestras sociedades.
Sin embargo, es la lógica espacial dominante porque es la lógica espacial de los intereses/funciones
dominantes de nuestra sociedad. Pero este dominio no es puramente estructural. Lo promulgan, con-
ciben, deciden y aplican los actores sociales. Así pues, la elite tecnócrata-financiera-gestora que ocupa
las posiciones destacadas en nuestras sociedades también tendrá necesidades espaciales específicas
en cuanto al respaldo material/espacial de sus intereses y prácticas. La manifestación espacial de la elite
informacional constituye otra dimensión fundamental del espacio de los flujos. ¿Cuál es esta manifesta-
ción espacial?
En nuestra sociedad, la forma fundamental de dominio se basa en la capacidad organizativa de
la elite dominante, que corre parejas con su capacidad de desorganizar a aquellos grupos de la socie-
dad que, aunque constituyan una mayoría numérica, ven sus intereses sólo parcialmente representados
(cuando mucho) dentro del marco de la satisfacción de los intereses dominantes. La articulación de las
elites y la segmentación y desorganización de las masas parecen ser mecanismos gemelos de domi-
nio social en nuestras sociedades. El espacio desempeña un papel fundamental en este mecanismo. En
pocas palabras, las elites son cosmopolitas; la gente, local. El espacio del poder y la riqueza se proyecta
por el mundo, mientras que la vida y la experiencia de la gente se arraiga en lugares, en su cultura, en
su historia. Por lo tanto, cuanto más se basa una organización social en flujos ahistóricos, suplantando
la lógica de un lugar específico, más se escapa la lógica del poder global del control sociopolítico de las
sociedades locales/nacionales con especificidad histórica.
Por otra parte, las elites no quieren y no pueden convertirse ellas mismas en flujos, si han de pre-
servar su cohesión social, desarrollar un conjunto de reglas y los códigos culturales mediante los cuales
pueden comprenderse mutuamente y dominar al resto, estableciendo de este modo las fronteras de
“dentro” y “fuera” de su comunidad cultural/política. Cuanto más democráticas sean las instituciones de
una sociedad, más se tendrán que diferenciar las elites de las masas para evitar la penetración excesiva
de los representantes políticos en el mundo interior de toma de decisiones estratégicas. Sin embargo,
mi análisis no comparte la hipótesis sobre la existencia improbable de una “elite de poder” a la Wrig-
ht Mills. Por el contrario, el dominio social real se origina por el hecho de que los códigos culturales

Sólo uso con fines educativos 374


están incorporados en la estructura social de tal modo que su posesión abre el acceso a la estructura
del poder, sin que la elite necesite conspirar para impedir el acceso a sus redes.
La manifestación espacial de esa lógica de dominio adquiere dos formas principales en el espacio
de los flujos. Por una parte, las elites forman su sociedad propia y constituyen comunidades simbólica-
mente aisladas, atrincheradas tras la barrera material del precio de la propiedad inmobiliaria. Definen
sus comunidades como una subcultura ligada al espacio y con conexiones interpersonales. Propongo la
hipótesis de que el espacio de los flujos está compuesto por microrredes personales que proyectan sus
intereses en macrorredes funcionales por todo el conjunto global de interacciones del espacio de los
flujos. Es un fenómeno bien conocido en las redes financieras: las principales decisiones estratégicas se
toman en comidas de negocios celebradas en restaurantes exclusivos, o en fines de semana pasados
en casas de campo jugando al golf, como en los buenos tiempos antiguos. Pero estas decisiones serán
ejecutadas en procesos de toma de decisión inmediatos sobre ordenadores telecomunicados que pue-
den provocar sus propias decisiones para reaccionar a las tendencias del mercado. Así pues, los nodos
del espacio de los flujos incluyen espacios residenciales y orientados al ocio que, junto con el emplaza-
miento de las sedes centrales y sus servicios auxiliares, tienden a agrupar las funciones dominantes en
espacios cuidadosamente segregados, con fácil acceso a complejos cosmopolitas de las artes, la cultura
y el entretenimiento. La segregación se logra tanto por la ubicación en lugares diferentes como por el
control de seguridad de ciertos espacios abiertos sólo para la elite. Desde los pináculos del poder y sus
centros culturales, se organiza una serie de jerarquías socioespaciales simbólicas, de tal modo que los
niveles de gestión inferiores puedan reflejar los símbolos del poder y apropiarse de ellos mediante la
construcción de comunidades espaciales elitistas de segundo orden, que también tenderán a aislarse
del resto de la sociedad, en una sucesión de procesos de segregación jerárquicos que, juntos, equivalen
a la fragmentación socioespacial.
Una segunda tendencia importante de la distinción cultural de las elites en la sociedad informa-
cional es crear un estilo de vida e idear formas espaciales encaminadas a unificar su entorno simbólico
en todo el mundo, con lo que suplantan la especificidad histórica de cada localidad. De este modo, se
construye un espacio (relativamente) aislado por todo el mundo a lo largo de las líneas de unión del
espacio de los flujos: hoteles internacionales cuya decoración, desde el diseño de la habitación hasta el
color de las toallas, es similar en todas partes para crear un sentimiento de familiaridad con el mundo
interior, mientras se induce la abstracción del mundo circundante; salas para VIP en los aeropuertos,
ideadas para mantener la distancia frente a la sociedad en las autopistas del espacio de los flujos; acce-
so móvil, personal y en línea a las redes de telecomunicaciones, para que el viajero nunca se pierda; y
un sistema de viajes organizados, servicios secretariales y de recepción recíprocos que mantienen junto
un reducido círculo de la elite empresarial a través de ritos similares en todos los países. Además, hay
un estilo de vida cada vez más homogéneo entre la elite de la información que trasciende las fronteras
culturales de todas las sociedades: el uso regular de instalaciones de hidromasaje (incluso cuando se
viaja) y la práctica del jogging; la dieta obligatoria de salmón a la parrilla y ensalada verde, con udon
y sashimi como el equivalente funcional japonés; el color de pared rosa pálido para crear la atmósfera
acogedora del espacio interior; el ordenador portátil ubicuo; la combinación de trajes de negocios y
ropa de deporte; el estilo de ropa unisex, etc. Todos ellos son símbolos de una cultura internacional

Sólo uso con fines educativos 375


cuya identidad no se vincula con una sociedad específica, sino con la pertenencia a los círculos gesto-
res de la economía informacional a lo largo de un espectro cultural global.
El espacio de los flujos también refleja su aspiración a establecer una conexión cultural entre sus
diferentes nodos en la tendencia hacia la uniformidad arquitectónica que presentan los nuevos centros
directrices en varias sociedades. Paradójicamente, el intento de la arquitectura posmoderna de romper
los moldes y patrones de la disciplina arquitectónica ha dado como resultado una monumentalidad
posmoderna sobreimpuesta, que se convirtió en la regla generalizada de las nuevas sedes centrales de
las grandes empresas de Nueva York a Kaoshiung, durante los años ochenta. Por lo tanto, el espacio de
los flujos incluye la conexión simbólica de una arquitectura homogénea en los lugares que constituyen
los nodos de cada red a lo largo del mundo, de modo que la arquitectura se escapa de la historia y la
cultura de cada sociedad y queda capturada en el nuevo mundo imaginario y maravilloso de posibi-
lidades ilimitadas que subyace en la lógica transmitida por el multimedia: la cultura de la navegación
electrónica, como si se pudieran reinventar todas las formas en un lugar, con la sola condición de saltar
a la indefinición cultural de los flujos de poder. El cercamiento de la arquitectura en una abstracción
ahistórica es la frontera formal del espacio de los flujos.

La arquitectura del fin de la historia

Nómada, sigo siendo un nómada. Ricardo Boffil


Si el espacio de los flujos es verdaderamente la forma espacial dominante de la sociedad red, la
arquitectura y el diseño es probable que redefinan su forma, función, proceso y valor en los años veni-
deros. En efecto, sostendría que, durante toda la historia, la arquitectura ha sido “el acto fallido” de la
sociedad, la expresión mediatizada de las tendencias más profundas de la sociedad, de aquellas que no
pueden declararse francamente, pero que son lo bastante fuertes como para ser vaciadas en piedra, en
cemento, en acero, en cristal y en la percepción visual de los seres humanos que van a habitar, negociar
o rezar en esas formas.
Las obras de Panofsky sobre las catedrales góticas, de Tafuri sobre los rascacielos estadouniden-
ses, de Venturi sobre la ciudad estadounidense sorprendentemente kitsch, de Lynch sobre las imáge-
nes de la ciudad, y de Harvey sobre el posmodernismo como la expresión de la compresión capitalista
del tiempo/espacio, son algunas de las mejores ilustraciones de una tradición intelectual que ha uti-
lizado las formas del entorno construido como uno de los códigos más significativos para interpretar
las estructuras básicas de los valores dominantes en la sociedad. Sin duda, no existe una interpretación
simple y directa de la expresión formal de los valores sociales, pero, como ha revelado la investigación
de estudiosos y analistas, y han demostrado las obras de los arquitectos, siempre ha habido una fuerte
conexión semiconsciente entre lo que la sociedad (en su diversidad) decía y lo que los arquitectos que-
rían decir.
Ya no es así. Mi hipótesis es que la llegada del espacio de los flujos está opacando la relación signi-
ficativa entre la arquitectura y la sociedad. Puesto que la manifestación espacial de los intereses domi-
nantes se efectúa por todo el mundo y en todas las culturas, el desarraigo de la experiencia, la historia

Sólo uso con fines educativos 376


y la cultura específica como trasfondo del significado está llevando a la generalización de una arquitec-
tura ahistórica y acultural.
Algunas tendencias de la “arquitectura posmoderna”, como la representada, por ejemplo, por las
obras de Philip Johnson o Charles Moore, con el pretexto de romper la tiranía de los códigos, como los
del modernismo, tratan de cortar todos los lazos con los entornos sociales específicos. Lo mismo hizo el
modernismo en su tiempo, pero como la expresión de una cultura arraigada en la historia que afirma-
ba la creencia en el progreso, la tecnología y la racionalidad. En contraste, la arquitectura posmoderna
declara el fin de todos los sistemas de significado. Crea una mezcla de elementos que busca la armo-
nía formal mediante la provocación estilística transhistórica. La ironía se vuelve el modo de expresión
preferido. No obstante, lo que en realidad hacen la mayoría de los posmodernos es expresar, en térmi-
nos casi directos, la nueva ideología dominante: el fin de la historia y la superación de los lugares en el
espacio de los flujos. Porque sólo si estamos en el fin de la historia podemos mezclar ahora todo lo que
sabíamos antes. Porque ya no pertenecemos a ningún lugar, a ninguna cultura, la versión extrema del
posmodernismo impone su lógica codificada de ruptura de los códigos donde quiera que se construya
algo. La liberación de los códigos culturales oculta, de hecho, la huida de las sociedades enraizadas en
la historia. En esta perspectiva, cabría considerar al posmodernismo la arquitectura del espacio de los
flujos.
Cuanto más tratan las sociedades de recuperar su identidad más allá de la lógica global del poder
incontrolado de los flujos, más necesitan una arquitectura que exponga su propia realidad, sin falsificar
la belleza desde un repertorio espacial transhistórico. Pero, al mismo tiempo, la arquitectura demasiado
significativa, que trata de presentar un mensaje muy definido o expresar de forma directa los códigos
de una cultura determinada, es una forma demasiado primitiva para ser capaz de penetrar en nues-
tro saturado imaginario cultural. El significado de sus mensajes se perderá en la cultura de “picoteo”
que caracteriza nuestra conducta simbólica. Por eso, paradójicamente, la arquitectura que parece más
cargada de significado en las sociedades conformadas por la lógica del espacio de los flujos es la que
denomino “la arquitectura de la desnudez”. Es decir, aquella cuyas formas son tan neutras, tan puras,
tan diáfanas, que no pretenden decir nada. Y al no decir nada, confrontan la experiencia con la soledad
del espacio de los flujos. Su mensaje es el silencio.
Para ilustrarlo, utilizaré dos ejemplos tomados de la arquitectura española, cuyo entorno se
encuentra en la vanguardia del diseño, como se reconoce ampliamente. Ambos tratan, no por azar, del
diseño de nodos de comunicación importantes, donde el espacio de los flujos se materializa de forma
efímera. Los festejos españoles de 1992 proporcionaron la ocasión para la construcción de importantes
edificios funcionales, diseñados por algunos de los mejores arquitectos. Así, el nuevo aeropuerto de
Barcelona, diseñado por Bofill, combina de forma simple el bello mármol del suelo, la fachada de cristal
oscuro y el cristal transparente de los paneles que separan un inmenso espacio abierto. No se cubre
el miedo y la ansiedad que la gente experimenta en un aeropuerto. No hay moqueta, ni habitaciones
acogedoras, ni iluminación indirecta. En medio de la belleza fría de este aeropuerto, los pasajeros han
de enfrentarse con su terrible verdad: están solos, en medio del espacio de los flujos, pueden perder su
enlace, están suspendidos en el vacío de la transición. Están, literalmente, en manos de Iberia. Y no hay
escapatoria.

Sólo uso con fines educativos 377


Tomemos otro ejemplo: la nueva estación del AVE (tren de alta velocidad) de Madrid, diseñada por
Rafael Moneo. Es simplemente una maravillosa estación antigua, rehabilitada de forma exquisita y con-
vertida en un palmar interior, lleno de pájaros que cantan y vuelan en el espacio cerrado de la estación.
En una estructura próxima, adyacente a un espacio tan bello y monumental, se encuentra la estación
real, con el tren de alta velocidad. De este modo, la gente va a la pseudoestación para visitarla, para
pasear por sus diferentes niveles y recorridos, como se va a un parque o un museo. El mensaje obvio es
que estamos en un parque, no en una estación; que en la antigua estación crecen los árboles y los pája-
ros anidan, operando una metamorfosis. Así que el tren de alta velocidad se convierte en la rareza en
este espacio. Y ésta es, de hecho, la pregunta que todo el mundo se plantea: ¿qué hace un tren de alta
velocidad ahí, sólo para ir de Madrid a Sevilla, sin ninguna conexión con la red europea de alta veloci-
dad, con un coste de 4.000 millones de dólares? El espejo roto de un segmento del espacio de los flujos
queda expuesto y el valor de uso de la estación, recuperado, en un diseño simple y elegante que no
dice mucho, pero que hace evidente todo.
Algunos arquitectos prominentes, como Rem Koolhas, diseñador del Centro de Convenciones
Grand Palais de Lille, teoriza sobre la necesidad de adaptar la arquitectura al proceso de deslocalización
y sobre la importancia de los nodos de comunicación en la experiencia de la gente: realmente conside-
ra su proyecto una expresión del “espacio de los flujos”. O, en otro ejemplo de la creciente conciencia
de los arquitectos acerca de la transformación estructural del espacio, el diseño ganador del premio del
American Institute of Architects, las oficinas de D. E. Shaw & Company, realizado por Steven Holl en la
calle 45 Oeste de Nueva York, ofrece —en palabras de Herbert Muschamp— una interpretación poética
del [...] espacio de los flujos [...]. El diseño del señor Holl lleva las oficinas de Shaw a un lugar tan nove-
doso como la tecnología de la información que pagó su construcción. Cuando pasamos las puertas de
D. E. Shaw, sabemos que no estamos en el Manhattan de los años sesenta o en la Nueva Inglaterra colo-
nial. A este respecto, incluso hemos dejado gran parte del presente neoyorkino muy por debajo en el
suelo. Dentro del atrio de Holl, tenemos la cabeza en las nubes y los pies firmemente plantados en aire
sólido.
Concedo que quizás esté forzando a Bofill, Moneo, e incluso a Holl, a entrar en unos discursos que
no son los suyos Pero el simple hecho de que su arquitectura me permita, a mí o a Herbert Muschamp,
relacionar formas con símbolos, con funciones, con situaciones sociales, significa que su arquitectura
estricta y contenida (en estilos bastante diferentes formalmente) está llena de significado. En efecto,
puesto que sus formas resisten o interpretan la materialidad abstracta del espacio de los flujos domi-
nante, la arquitectura y el diseño podrían convertirse en mecanismos esenciales de innovación cultural
y autonomía intelectual en la sociedad informacional a través de dos importantes vías. La nueva arqui-
tectura construye los palacios de los nuevos amos, con lo que expone su deformidad oculta tras la abs-
tracción del espacio de los flujos; o se arraiga en los lugares y, de este modo, en la cultura y en la gente.
En ambos casos, bajo formas diferentes, la arquitectura y el diseño pueden estar cavando las trincheras
de la resistencia para la conservación del significado en la generación del conocimiento. O, lo que es lo
mismo, para la reconciliación de la cultura y la tecnología.

Sólo uso con fines educativos 378


El espacio de los flujos y el espacio de los lugares
El espacio de los flujos no impregna todo el ámbito de la experiencia humana en la sociedad red.
En efecto, la inmensa mayoría de la gente, tanto en las sociedades avanzadas como en las tradiciona-
les, vive en lugares y, por lo tanto, percibe su espacio en virtud de ellos. Un lugar es una localidad cuya
forma, función y significado se contienen dentro de las fronteras de la contigüidad física. Un lugar, para
ilustrar mi argumento, es el quartier parisiense de Belleville.
Belleville fue para mí, al igual que para muchos inmigrantes a lo largo de la historia, el punto de
entrada a París en 1962. Como exiliado político a mis veinte años, sin mucho que perder excepto mis
ideales revolucionarios, me dio cobijo un obrero de la construcción español, dirigente sindical anarquis-
ta, que me introdujo en la tradición del lugar. Nueve años después, esta vez como sociólogo, seguía
paseando por Belleville, trabajando con comités de obreros inmigrantes y estudiando los movimientos
sociales contra la renovación urbana: las luchas de la que denominé “La Cité du Peuple”, tratadas en mi
primer libro. Más de treinta años después de nuestro primer encuentro, tanto Belleville como yo hemos
cambiado. Pero Belleville sigue siendo un lugar, mientras que me temo que cada vez me parezco más a
un flujo. Los nuevos inmigrantes (asiáticos, yugoslavos) se han unido a una corriente establecida hace
mucho tiempo por judíos tunecinos, musulmanes magrebíes y europeos orientales, sucesores ellos
mismos de los exiliados intraurbanos empujados a Belleville en el siglo XIX por el designio hausman-
niano de construir un París burgués. El mismo Belleville se ha visto golpeado por varias olas de renova-
ción urbana, intensificadas en los años setenta. Su paisaje físico tradicional de faubourg histórico pobre
pero armonioso ha sido revuelto con posmodernismo plástico, modernismo barato y jardines asépticos
como remate de un patrimonio inmobiliario aún en parte deteriorado. Y, no obstante, en 1995 Belleville
es un lugar claramente identificable, tanto desde el exterior como desde el interior. Las comunidades
étnicas que suelen degenerar en hostilidad mutua coexisten de forma pacífica, aunque siguen sus pro-
pios caminos y, ciertamente, no sin tensiones. Nuevas familias de clase media, en general jóvenes, se
han unido al barrio debido a su vitalidad urbana y contribuyen con fuerza a su supervivencia, a la vez
que autocontrolan los efectos del aburguesamiento. Culturas e historias, en una urbanidad verdadera-
mente plural, interactúan en el espacio, dándole significado, conectándolo con la “ciudad de la memo-
ria colectiva” a lo Christine Boyer. Los patrones del paisaje tragan y digieren modificaciones físicas con-
siderables, mediante su integración en sus usos variados y su activa vida callejera. No obstante, Belle-
ville no es de ningún modo la versión idealizada de la comunidad perdida, que probablemente nunca
existió, como demostró Oscar Lewis en su nueva visita a Tepoztlán. Los lugares no son necesariamente
comunidades, aunque pueden contribuir a construirlas. Pero la vida de sus habitantes está marcada por
sus características, así que son buenos o malos lugares según los juicios de valor sobre qué constituye
una buena vida. En Belleville, sus moradores, sin tener que quererse unos a otros y sin ser queridos por
la policía, han construido, a lo largo de la historia, un espacio interactuante significativo, con una diver-
sidad de usos y una amplia gama de funciones y expresiones. Interactúan de forma activa con su entor-
no físico diario. Entre el hogar y el mundo, existe un lugar llamado Belleville.
No todos los lugares son socialmente interactivos y ricos en espacio. Son lugares precisamente por-
que sus cualidades físicas/simbólicas los hacen diferentes. Así pues, Allan Jacobs, en su excelente libro
sobre las “grandes calles”, examina la diferencia de calidad urbana entre Barcelona e Irvine (compendio

Sólo uso con fines educativos 379


de la suburbana California del Sur), basándose en el número y frecuencia de las intersecciones en el tra-
zado de las calles: sus hallazgos van más allá aún de lo que cualquier urbanista informado podría imagi-
nar. Así que Irvine es, en efecto, un lugar, aunque de un tipo especial, donde el espacio de la experien-
cia se reduce hacia el interior del hogar, a medida que los flujos dominan cada vez más porciones del
tiempo y el espacio.
La relación entre el espacio de los flujos y el espacio de los lugares, entre la globalización y la loca-
lización simultáneas, no presenta unos resultados predeterminados. Por ejemplo, Tokio ha sufrido un
proceso considerable de reestructuración urbana durante los años ochenta para cumplir su papel como
“ciudad global”, un proceso plenamente documentado por Machimura. El gobierno de la ciudad, sensi-
ble al profundo temor japonés hacia la pérdida de identidad, añadió a su política de reestructuración
orientada al comercio una política de creación de imagen que cantaba las virtudes del antiguo Edo, el
Tokio premeiji. En 1993, se abrió un museo histórico (Edo-Tokio Hakubutsakan), se publicó una revista
de relaciones públicas y se organizaron exposiciones periódicas. Como escribe Machimura:

“Aunque estos planteamientos parecen ir en direcciones totalmente diferentes, ambos buscan


la redefinición de la imagen occidentalizada de la ciudad con modos más nacionales. Ahora, la
‘japonización’ de la ciudad occidentalizada proporciona un contexto importante para el dis-
curso sobre la “ciudad global” de Tokio tras el modernismo”.

No obstante, los ciudadanos de Tokio no se quejaban sólo de la pérdida de la esencia histórica, sino
de la reducción de su espacio de vida cotidiana a la lógica instrumental de la ciudad global. Un proyec-
to simbolizó esta lógica: la celebración de una Feria Mundial en 1997, una buena ocasión para cons-
truir otro complejo comercial importante sobre el terreno recuperado del puerto de Tokio. Las grandes
empresas constructoras lo agradecieron mucho y las obras estaban ya en ejecución en 1995. De impro-
viso, en las elecciones municipales de 1995, un candidato independiente, Aoshima, cómico de televisión
sin el respaldo de los partidos políticos ni los círculos financieros, se presentó a la campaña con un pro-
grama monotemático: cancelar la Feria Mundial de la Ciudad. Ganó las elecciones por un margen consi-
derable y se convirtió en el gobernador de Tokio. Unas cuantas semanas después, mantuvo su promesa
electoral y suprimió la feria, ante la incredulidad de la elite empresarial. La lógica local de la sociedad
civil se imponía y contradecía a la lógica global del empresariado internacional.
Así pues, la gente sigue viviendo en lugares. Pero como en nuestras sociedades la función y el
poder se organizan en el espacio de los flujos, el dominio estructural de su lógica altera de forma esen-
cial el significado y la dinámica de aquéllos. La experiencia, al relacionarse con los lugares, se abstrae
del poder, y el significado se separa cada vez más del conocimiento. La consecuencia es una esquizofre-
nia estructural entre dos lógicas espaciales que amenaza con romper los canales de comunicación de
la sociedad. La tendencia dominante apunta hacia un horizonte de un espacio de flujos interconectado
y ahistórico, que pretende imponer su lógica sobre lugares dispersos y segmentados, cada vez menos
relacionados entre sí y cada vez menos capaces de compartir códigos culturales. A menos que se cons-
truyan deliberadamente puentes culturales y físicos entre estas dos formas de espacio, quizá nos dirija-
mos hacia una vida en universos paralelos, cuyos tiempos no pueden coincidir porque están urdidos en
dimensiones diferentes de un hiperespacio social.

Sólo uso con fines educativos 380

También podría gustarte