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Magister EECC III Ciudad y Globalizacion
Magister EECC III Ciudad y Globalizacion
De lo Letrado a lo Global-Mediático
Autor Compilador:
Carlos Ossa S.
Edición:
Federico Galende
Berenice Ojeda
Diseño y Diagramación:
Sandra Gaete Z.
I Programa de la Asignatura 5
1.1. Descripción General 5
1.2. Objetivos 8
1.3. Fundamentación de las Unidades y Bibliografía 8
1.3.1. Unidad I: La Cultura Urbana y la Modernización 8
1.3.2. Unidad II: Poéticas y Prácticas Urbanas Modernas 14
1.3.3. Unidad III: Posciudad y Globalización Mediática 18
La finalidad de este módulo es describir la relación que existe entre cultura urbana y moderniza-
ción, pues implica aceptar un proceso heterogéneo y disonante donde las luchas simbólicas y materia-
les por conquistar el sentido de la ciudad determinan no sólo la vida cotidiana, sino también los discur-
sos académicos, los trazados del dinero y las urgencias del poder.
La historia moderna es —fundamentalmente— urbana y, al interior de sus múltiples direcciones,
acontece una serie indeterminada de fenómenos que se cruzan, envuelven y dispersan con diferentes
velocidades y trayectos. Sin embargo, un rasgo de continuidad logra pervivir en el acto de pensar y
habitar la urbe, una característica inclemente pero constante alberga los diversos episodios que consti-
tuyen su lenguaje: la reestructuración permanente del paisaje, los cuerpos, las mercancías y los destinos. El
pensamiento racional, por ejemplo, ha concebido un modelo urbanístico a través del cual materializar
su plan filosófico, configurando espacios geométricos con patrones rectilíneos y cuadrículas perfectas
para celebrar un orden uniforme y abstracto. Desde el renacimiento, las influencias de las nociones car-
tesianas y los perspectivismos visuales impusieron una urbe regular y/o concéntrica que testimoniaba
el triunfo de la racionalización por encima de las marcas religiosas del retiro y la escatología. El sujeto,
eje de la circulación; el interés, objeto del viaje y, la producción, punto de encuentro exponencial, se
convirtieron en metas y planificaciones.
El ascenso de la modernidad ha estado unido a diferentes concepciones urbanísticas que estructu-
ran el tiempo y el espacio de acuerdo a una sucesión de problemas de movimiento, habitabilidad y pro-
yecto; el poder, la mirada, el flujo, la identidad, la segregación social, etc., son elementos de la disputa
por el control, la dirección o la ruina de la ciudad. En el siglo XIX, el trabajo industrial y una economía
neoimperial convierten a las urbes en centros definitivos de migración, progreso y desgracia. Por ellas
pasan (ahora) las riquezas, las hegemonías y los individuos definiendo los lugares de la prosperidad y el
déficit. En la actualidad podría decirse que la ciudad es un sitio destinado a la producción de subjetivi-
dades transnacionales que intentan realizar una diferencia dentro de las contiendas de la globalización.
La espacialidad urbana trama inéditos transcursos que van desde la secularización de la estética
hasta la abstracción del capital, haciendo que las transformaciones introducidas por la modernización
capitalista acrecienten la dimensión dramática y textual de la misma. De esta forma, la base territorial y
geográfica se convierten en un proscenio de conflictos donde se ponen a prueba las representaciones
de la política, la cultura y la sociedad. La ciudad registra y moviliza las rivalidades entre las aceleraciones
de la economía, las resistencias de las comunidades, los abandonos de la burocracia o la impunidad de
los poderes, haciendo evidente el resultado disímil que cada uno de ellos deja en la convivencia dia-
1 Kandinsky, Vasili, De lo Espiritual en el Arte, España, Editorial Gustavo Gili, 1974, p. 60.
2 Rama, Ángel, La Ciudad Letrada, Hanover, Ediciones del Norte, 1984, p. 96.
a. Describir el proceso de construcción simbólica de la ciudad, a través del orden de la escritura y las
representaciones sociales que genera.
b. Describir y caracterizar disímiles discursos e identidades que operan en el formato urbano, con espe-
cial interés en los trazados de borde, resistencia y lectura crítica.
c. Explicar y definir los principales elementos de la transformación urbana y las implicancias económi-
cas, técnicas, estéticas y políticas que ocurren en el espacio, la circulación y la imagen de la ciudad.
d. Definir el papel que las comunicaciones juegan en la desurbanización contemporánea al coordinar
la ciudad desde redes y eficacias telemáticas.
El segundo momento lo determina la vanguardia artística y política, que intenta reformar y alte-
rar los regímenes de ordenamiento con una intervención estética y social destinada a visibilizar lo
ausente y legitimar lo “otro”. La ciudad es un campo de reyertas que tiene la doble ventaja de servir
a los anhelos de porvenir y, a su vez, construir la tradición que lo resguarde. La vanguardia busca la
movilidad de los tiempos y la trasgresión de códigos y normas para justificar el advenimiento de una
etapa revolucionaria que necesita dar sentido —paradojalmente— a una esencia que no puede sacar
ni del pasado colonizado ni del presente enajenado. La tercera fase, marcada por el desarrollismo,
viene a consolidar la urgencia modernizadora que fuerza a todos los protagonistas urbanos a subsu-
mirse en las estructuras tecno-burocráticas y las depuraciones económicas. La planificación eficiente
y el diseño proyectivo se utilizan como fórmulas de contención de los crecimientos impensados y los
costos marginales, pero al final se configura una órbita de regulaciones, actos preventivos y señales
obligadas que protegen el control político y cultural, a pesar de las descalibraciones generadas por la
imaginación fáustica.
Las grandes capitales europeas del siglo XIX organizaron la homogeneidad individual, señala
Richard Sennett, como un modo de contener los peligros de las masas y sus aspiraciones enervantes.
El desplazamiento por anchas avenidas incrementaba la soledad cívica y estimulaba la indiferencia
social. Los individuos, convertidos en los destinatarios de una planificación urbana abstracta, eran
incorporados al movimiento de los centros fabriles y distanciados de sus rituales familiares. El cuer-
po era un objeto de velocidad que la economía necesitaba en circulación. El individualismo urbano
termina siendo, entonces, un sistema de relaciones de extrañamiento: los sujetos pueden vivir juntos
pero no compartir un sentimiento común de sociedad. Indica Sennett: “Los cuerpos individuales que se
desplazaban por el espacio urbano poco a poco se independizaron del espacio en que se movían y de los
individuos que albergaba ese espacio. Cuando el espacio se fue devaluando en virtud del movimiento, los
individuos gradualmente perdieron la sensación de compartir el mismo destino que los demás”.4 La urbe
logra construir un dispositivo de aislamiento capaz de mantener cohesionada a la población, pero
ello no se traduce en una vida urbana rica en experiencias sino al contrario, en la asimilación de rit-
mos productivos que subjetivizan el capital al interior de los cuerpos y limitan los gestos y poses a un
conjunto de ejemplos predeterminados. El ideal urbano es proteger a los individuos del movimiento
de las muchedumbres con su cadena de peligros y alteraciones. Los urbanistas dejan de ser meros
administradores para convertirse en estrategas de la circulación de los cuerpos, organizando intrinca-
dos juegos de llegada y salida que impidan a la multitud robar el tiempo para ejercitar la protesta y el
5 Ramos, Julio, Desencuentros de la Modernidad en América Latina, Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio, 2003, p. 165.
6 Ewen, Stuart, Todas las Imágenes del Consumismo, México, Editorial Grijalbo, 1991, p. 169.
Gorelik, Adrián, “Lo Moderno en Debate: Ciudad, Modernidad, Modernización”, en Universitas Humanis-
tica Nº 56, Bogotá, Colombia, Pontificia Universidad Javeriana, 2003, pp. 10-27.
Sennett, Richard, “Individualismo Urbano”, en Carne y Piedra. El Cuerpo y la Ciudad en la Civilización Occi-
dental, Madrid, España, Alianza Editorial, 1997, pp. 338-377.
Rama, Ángel, “La Ciudad Modernizada”, en La Ciudad Letrada, Ediciones del Norte, Hanover, USA, 1984,
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Romero, José Luis, “Las Ciudades Masificadas”, en Latinoamérica: Las Ciudades y las Ideas, Argentina,
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Siglo XXI, 1997, pp. 301-367.
7 Sarlo, Beatriz, “Abundancia y Pobreza”, en Escenas de la Vida Posmoderna. Intelectuales, Arte y Videocultura en la Argentina,
Buenos Aires, Argentina, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina, 1994, p. 18.
Calvino, Ítalo, Las Ciudades Invisibles, Madrid, España, El Mundo, Unidad Editorial S. A., 1999, pp. 19-39.
Sarlo, Beatriz, “Abundancia y Pobreza”, en Escenas de la Vida Posmoderna. Intelectuales, Arte y Videocultu-
ra en la Argentina, Buenos Aires, Argentina, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina, 1994, pp. 13-33.
Monsiváis, Carlos, “El Melodrama: “No te Vayas, mi Amor, que es Inmoral Llorar a Solas”, en Herlinghaus,
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Lemebel, Pedro, “La Leva”, “Del Carmen Bella Flor”, “El Río Mapocho”, “La Loca del Carrito”, “La Comuna
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blor”, en De Perlas y Cicatrices, Santiago de Chile, Lom Ediciones Ltda., 1998, pp. 36-38; 78-80; 119-120;
145-146; 169-170; 199-201; 202-203.
8 Jameson, Frederic, “El Ladrillo y el Globo: Arquitectura, Idealismo y Especulación con la Tierra”, en El Giro Cultural, Buenos
Aires, Argentina, Editorial Manantial, 1999, p. 239.
9 Martín-Barbero, Jesús, “De la Ciudad Mediada a la Ciudad Virtual”, en http://www.comminit.com/la/tendencias/lact/ten-
dencias-15.html.
10 http://www.hipersociologia.org.ar/catedra/material/Castellscap6.html
Jameson, Fredric, “El Ladrillo y el Globo: Arquitectura, Idealismo y Especulación con la Tierra”, en El Giro
Cultural. Escritos sobre el Posmodernismo 1983-1988, Buenos Aires, Argentina, Editorial Manantial, 1999,
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Martín-Barbero, Jesús, “De la Ciudad Mediada a la Ciudad Virtual. Transformaciones Radicales en Mar-
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Castells, Manuel, “El Espacio de los Flujos”, en El Surgimiento de la Sociedad de Redes, en http://www.
hipersociologia.org.ar/catedra/material/Castellscap6.html
Lectura Nº 1
Gorelik, Adrián, “Lo Moderno en Debate: Ciudad, Modernidad, Modernización”,
en Universitas Humanistica Nº 56, Bogotá, Colombia, Pontificia Universidad Jave-
riana, 2003, pp. 10-27.
Debatir lo moderno en América Latina es debatir la ciudad: la ciudad americana no sólo es el pro-
ducto más genuino de la modernidad occidental, sino que, además, es un producto creado como una
máquina para inventar la modernidad, extenderla y reproducirla. Así fue concebida durante la Colonia,
primero, para situar los enclaves desde donde producir el territorio de modo moderno; en las repúbli-
cas independientes, después, para imaginar en esos territorios las naciones y los estados a imagen y
semejanza de la ciudad y su ciudadanía; en los procesos de desarrollo, hace tan poco tiempo, para usar-
la como “polo” desde donde expandir la modernidad, restituyendo el continuo rural-urbano según sus
parámetros, es decir, dirigidos a producir hombres social, cultural y políticamente modernos.
Se sabe que Sarmiento, a mediados del siglo XIX, usó la ciudad como anclaje polar de la civili-
zación frente a la doble barbarie de la naturaleza americana y el pasado español; y se sabe también
que cuando escribió en el Facundo esa metáfora de tanta resonancia futura, todavía no había conoci-
do la ciudad “moderna” que le servía de modelo, Buenos Aires. Pero ese “desconocimiento” no hace
más que mostrar la funcionalidad ficcional del artefacto ciudad en el pensamiento sarmientino y, me
atrevo a decir, por extensión, en la cultura americana: no hace falta conocer la ciudad, ni hace falta
* La bibliografía que a continuación se presenta corresponde a la reproducción textual de los textos señalados. Sólo, en
algunos casos, y para efectos de la edición de este texto de estudio, se modificaron las notas al pie de página.
Si no es la modernidad como categoría de época, lo primero que habría que definir entonces es
qué es lo que ha terminado para que hoy podamos debatir “lo moderno”; cuál es ese paisaje que debe
observarse hacia atrás para ver los mensajes que guarda para nuestro tiempo. Especialmente refirién-
donos a la ciudad, creo que hoy puede afirmarse que lo que terminó es un ciclo fundamental de la
modernidad, que en el último siglo y medio se consustanció con ella; especialmente en América, por-
que en su transcurso se construyó casi toda nuestra historia moderna. Bernardo Secchi ha planteado
que en los años setenta de este siglo entró en crisis una serie de parámetros estructurales de todo un
“As ‘revoluçôes’ —como os seus desatinos— sâo, apenas, o meio de vencer a encosta,
levando-nos de um plano já arido a outro, ainda fértil —exatamente como a escada que nos
interessa, quando cansados, em vista de alcançar o andar, onde estâo o quarto e a cama. Con-
quanto o simple fato de subi-la —dois a dois— já possa constituir, áqueles espíritos irrequietos
e turbulentos que evocam a si a pitoresca qualidade de ‘revolucionários de nascença, o maior
—quiçá mesmo o unico— prazer, a nós outros, espíritos normais, aos quais o rumoroso sabor
da aventura nâo satisfaz —interessa, exclusivamente, como meio de alcançar outro equilibrio,
conforme com a nova realidade que, inelutável, se impôe”,
escribió Costa en ese texto fundamental de la vanguardia carioca, “Razôes da nova arquitetura”, en
1930. Alcanzar otro equilibrio: parece el eco de Prebisch cuando afirmaba, en los textos con que intro-
ducía en Buenos Aires la renovación arquitectónica europea:
El tercer momento del ciclo expansivo ya está, como muestra la mención de Brasilia, contenido en
esta revisión de las vanguardias: el momento desarrollista. Nunca antes la modernidad urbana presi-
dió de tal modo —de modo tan ideológico y prescriptivo— la modernización. Y nunca antes el estado
había asumido de modo tan completo el conjunto de las tareas culturales para producir la transforma-
ción social: si a fines del siglo XIX encontramos un estado que entronca en el ciclo expansivo a pesar
suyo (la modernidad aparecía allí como figura de orden que debía controlar la modernización); y si en
los años treinta la entente vanguardia/estado se produce en los hechos (la modernidad vanguardista
como constructora de identidad para conducir a una modernización nacional emprendida por el esta-
do); en el desarrollismo, el estado va a reunir toda la tradición constructiva, incorporando en su seno la
pulsión vanguardista: el estado se vuelve institucionalmente vanguardia moderna y la ciudad, su pica
modernizadora.
A partir de la certeza funcionalista de que la ciudad es una gigantesca fábrica de hombres moder-
nos, punto final del continuo rural-urbano que debía promoverse, en los años cincuenta la cultura urba-
na occidental formalizó en Latinoamérica una gran cuestión y una gran esperanza. ¿Cómo acelerar la
urbanización sin exacerbar los problemas que vienen asociados al crecimiento?: una planificación inte-
ligente y previsora debería poder evitar en estas tierras los problemas que la modernización de mer-
cado de los países centrales había engendrado décadas atrás. El vacío latinoamericano, planificación
mediante, devenía ahora pura potencialidad: América Latina aparecía ante la mirada del mundo occi-
dental como el laboratorio de una verdadera modernización, que pudiera eludir los costos que los paí-
ses desarrollados venían computando desde la posguerra. Sólo se necesitaba relevar los problemas y
formular las preguntas, capacitar a los técnicos y estudiar las respuestas apropiadas, para asentar sobre
esa base sólida, científica, los planes con que los gobiernos esperaban actuar. En ese gesto nacen y se
consolidan las ciencias sociales en la región, marcadas fuertemente por la vocación planificadora y en
íntimo contacto con la visión de la sociología norteamericana sobre el problema de “los países subde-
sarrollados”.
Y aquí conviene nuevamente establecer la especificidad latinoamericana de la relación moderni-
dad/modernización, porque este mismo período ha sido señalado como el momento clave de auto-
nomización de las esferas, cuando la modernización se vuelve un término exclusivamente técnico,
precisamente bajo inspiración del funcionalismo norteamericano que va a alimentar al desarrollismo.
Para Habermas, por ejemplo, es la teoría de la modernización funcionalista que se estiliza en los años
de posguerra, la que desgajó a la modernidad weberiana de sus orígenes culturales e históricos (el
moderno racionalismo occidental) para convertirla en un patrón de procesos de evolución social neu-
tralizados respecto del espacio y el tiempo: un conjunto de procesos acumulativos que se refuerzan
mutuamente; leyes funcionales de la economía y el estado, de la ciencia y la técnica, aunados en un
sistema autónomo no influenciable. Sin embargo, es posible afirmar que en América Latina las teorías
del desarrollo buscaron restaurar, a través de una preceptiva profundamente cultural y política sobre
la modernidad, la posibilidad del control de la modernización, la búsqueda de recuperar el comando
que el mundo desarrollado había perdido sobre los procesos que engendraba: la ciudad fue pensa-
Bien, hasta aquí el curso de la relación entre modernidad y modernización en el ciclo expansivo. Va
a ser precisamente de la refutación de aquella figura de la “planificación” como última derivación de la
preceptiva modernista, que nacería, muy poco tiempo después, en Europa y en los Estados Unidos, la
reivindicación de la ciudad realmente existente a través de una diversidad de lecturas que serían reuni-
das, bastante más tarde, bajo el nombre de “post-modernismo”.
Me refiero a comienzos de los años sesenta, al surgimiento de los movimientos de reacción contra
“la promesa alquímica del Modernismo”. Ya los años cincuenta habían visto el surgimiento de la revisión
de algunos fundamentos urbanísticos del modernismo, como los de la Carta de Atenas, iniciándose un
proceso de reivindicación de cualidades tradicionales de la ciudad que se habían despreciado en blo-
Mi hipótesis, entonces, es que el ciclo expansivo en América Latina produjo la ciudad como artefac-
to capaz de realizar la articulación progresista de la modernidad y la modernización; el fin de ese ciclo,
que en Europa encontró una serie de respuestas que propusieron diferentes vueltas a la ciudad como
modo de revisar las versiones urbanas del modernismo, aquí produjo en cambio un clima de ideas radi-
calmente antiurbano, antimoderno y antimodernizador; por eso digo, más legítimamente post-moder-
no. Pero la post-modernidad, al menos en la cultura urbana, quedó asociada exclusivamente a aquellos
retornos a la ciudad; por eso, recién en los últimos años parece que el post-modernismo hubiera llega-
do a Latinoamérica, junto con una serie de enfoques que han recuperado la noción de modernidad y
en el marco de un clima de revaloración de la ciudad y de muchas de sus claves modernistas.
CAPÍTULO DIEZ
Individualismo Urbano
El Londres de E. M. Forster
1. LA NUEVA ROMA
A un hombre de negocios americano que caminara por Londres en vísperas de la Primera Guerra
Mundial se le podría haber perdonado que pensara que su país nunca debería haberse rebelado contra
Gran Bretaña. El Londres eduardino exhibía su esplendor imperial en hileras de impresionantes edifi-
cios que se prolongaban milla tras milla, magníficos edificios del gobierno en el centro flanqueados
por las densas células financieras y comerciales de la City al este y, al oeste, las imponentes mansiones
de Mayfair, Knightsbridge y Hyde Park, que hacia el oeste iban dejando lugar a residencias más de clase
media pero aún imponentes, todas ellas en estuco ornamentado. Las ciudades americanas como Bos-
ton y Nueva York tenían avenidas impresionantes, por supuesto —las mansiones de la Quinta Avenida
de Nueva York, la nueva Back Bay en Boston— pero Londres exhibía los despojos de un dominio glo-
bal desconocido desde el Imperio Romano. Henry James había denominado al Londres eduardino “la
Roma moderna”, y por sus dimensiones y riqueza la comparación parecía correcta. Al contrario que en
la ciudad antigua y que en los islotes de riqueza de Boston y Nueva York, en la moderna capital imperial
la continuidad inexorable de su tejido ceremonial parecía aislada de los escenarios, igualmente vastos,
de pobreza y miseria social.
Un político francés podía envidiar la ciudad por otras razones. Aunque la cocina inglesa hacía que
fuera impensable residir en Londres de manera permanente, el francés que se arriesgaba a visitar la
ciudad podía sorprenderse por el orden político de la ciudad, pues la envidia de clase parecía entre los
ingleses más fuerte que la lucha de clases y las clases altas esperaban y obtenían el respeto de las clases
bajas en la vida cotidiana. En efecto, muchos visitantes continentales se percataban de la gran corte-
sía de los trabajadores ingleses con los desconocidos y extranjeros, cortesía que no encajaba ni mucho
menos con el estereotipo del inglés que detestaba “lo extranjero”. El visitante procedente de París podía
comparar Londres, que nunca había conocido una revolución, con los estallidos que habían acontecido
en París desde 1789, en 1830, 1848 y 1871. El joven Georges Clemenceau, por ejemplo —que, pese a
Son demolidos los tugurios, lo que en general redunda positivamente para la vecindad desde
el punto de vista sanitario y social, pero no han sido sustituidos por ningún tipo de alojamien-
to para los pobres... En consecuencia, la población sin techo se aglomera en las calles y patios
vecinos cuando comienzan las demoliciones, y cuando se construyen los nuevos edificios poco
se hace para aliviar esta nueva presión.5
El diseño urbano del siglo XIX facilitó el movimiento de un gran número de individuos en la ciu-
dad y dificultó el movimiento de grupos, los amenazadores grupos que aparecieron en la Revolución
Francesa. Los planificadores urbanos del siglo XIX se basaron en sus predecesores ilustrados, que con-
cibieron la ciudad como arterias y venas de movimiento, pero dieron un nuevo uso a esas imágenes.
El urbanista de la Ilustración había imaginado individuos estimulados por el movimiento de la muche-
dumbre de la ciudad. El urbanista del siglo XIX imaginó individuos protegidos por el movimiento de
la muchedumbre. Tres grandes proyectos marcan este cambio a lo largo del siglo: la construcción de
Regent’s Park y Regent Street en Londres, a inicios del siglo XIX; la reconstrucción de las calles parisinas
en la época del barón Haussmann a mediados de siglo y la construcción del metro de Londres a fina-
les de siglo. Las tres fueron empresas de enorme magnitud. Aquí sólo estudiaremos la manera en que
estos proyectos enseñaron a la gente a moverse.
Regent’s Park
En el París y el Londres del siglo XVIII, los planificadores habían creado parques como pulmones de
la ciudad, más que como refugios, al estilo de los jardines urbanos de la Edad Media. El parque-como-
pulmón del siglo XVIII exigía vigilar las plantas. En París, a mediados del siglo XVIII, las autoridades
cerraron con verjas el parque real de las Tullerías, que antes era público, para proteger las plantas que
proporcionaban el aire saludable a la ciudad. Las plazas urbanas del gran Londres comenzadas durante
el siglo XVIII también fueron rodeadas con verjas a inicios del siglo XIX. La analogía del parque con un
pulmón era, como observa el urbanista contemporáneo Bruno Fortier, sencilla y directa: la gente que
circulaba por las calles-arterias de la ciudad podía pasar alrededor de estos parques cerrados, respiran-
do su aire fresco igual que la sangre se renueva en los pulmones. Los planificadores del siglo XVIII se
basaron en la premisa médica contemporánea de que, en palabras de Fortier, “nada de lo que es móvil
y forma una masa puede corromperse”.10 La mayor obra de planificación urbana de Londres, la creación
de Regent Street y Regent’s Park a inicios del siglo XIX, emprendida por el futuro rey Jorge IV con el
arquitecto John Nash, se basó en el principio del parque-como-pulmón, pero adaptado a una ciudad
donde era posible una mayor velocidad.
Configurado a partir del antiguo Marylebone Park, la extensión total del Regent’s Park es enor-
me. Nash deseaba que esta gran extensión de tierra estuviera nivelada y decidió hacer el pulmón de
Regent’s Park principalmente de hierba, más que de árboles. Muchos de los árboles que ahora vemos
en el parque, como los que rodean la rosaleda que lleva el nombre de Queen Mary’s Rose Garden son
de origen posterior. Un espacio abierto grande, llano y con hierba podía parecer una invitación a los
grupos organizados, y durante la era victoriana esa invitación a veces fue aceptada. Pero el plan de
Nash estaba concebido para impedir semejante uso del espacio formando un muro con el considerable
volumen de tráfico que circulaba rápidamente por la carretera que rodeaba el parque. Muchas plantas
y edificios dispersos a lo largo del cinturón fueron eliminados para que los carruajes pudieran despla-
zarse con fluidez y finalmente el lecho de un canal que surcaba Regent’s Park se vio también alterado
para que no obstaculizara el tráfico. Dickens pensaba que el cinturón que circundaba el parque parecía
Napoleón le entregó un mapa de París en el que había trazado con cuatro colores diferentes
(que indicaban la urgencia relativa de cada proyecto) las calles que se proponía construir. Este
mapa, obra de Luis Napoleón solo, se convirtió en el plano básico para la transformación de la
ciudad en las dos décadas siguientes.11
Con esta guía, Haussmann llevó a cabo el mayor proyecto de renovación urbana de los tiempos
modernos, destruyendo buena parte del tejido urbano medieval y renacentista, construyendo nuevas
fachadas uniformes en calles rectas y envolventes por las que discurría un considerable volumen de
tráfico rodado y conectando el centro de la ciudad con sus distritos exteriores. Reedificó el mercado
central de París utilizando un nuevo material de construcción, el hierro colado —gritaba a su arquitecto
El metro de Londres
Se suele relacionar con el metro de Londres la revolución social que llevó a la gente a la ciudad.
Pero los ingenieros del metro habían aprendido del sistema de redes de Haussmann y su objetivo era
tanto sacar a la gente de la ciudad como llevarla a ella. Ese movimiento hacia afuera tuvo un carácter
clasista con el que incluso el más resuelto flâneur de las calles debe simpatizar.
Los sirvientes domésticos eran el grupo individual más amplio de trabajadores pobres que existía
en Mayfair, Knightsbridge, Bayswater y otros distritos acaudalados de Londres a finales del siglo XIX,
como en las zonas acomodadas de París, Berlín y Nueva York. Relacionado con los sirvientes domés-
ticos existía un ejército secundario de trabajadores de servicios: reparadores de aparatos domésticos,
proveedores, tratantes de coches, caballos, etc. Los sirvientes que vivían en los hogares de sus patrones
3. COMODIDAD
En la poesía de Baudelaire, la velocidad aparecía como una experiencia frenética y el hombre urba-
no como si viviera al borde de la histeria. De hecho, la velocidad fue adquiriendo un carácter distinto
durante el siglo XIX, gracias a las innovaciones técnicas introducidas en el transporte. Éstas proporcio-
naron comodidad al cuerpo que viajaba. La comodidad es un estado que asociamos con el descanso
y la pasividad. La tecnología del siglo XIX fue extendiendo esta clase de experiencia corporal pasiva.
Cuanto más cómodo se encontraba el cuerpo en movimiento, tanto más se aislaba socialmente, viajan-
do solo y en silencio.
Por supuesto, la comodidad es una sensación que se puede despreciar con facilidad. Pero el deseo
de comodidad tiene un origen digno: la búsqueda de descanso para los cuerpos fatigados por el tra-
bajo. En las primeras décadas de trabajo fabril e industrial durante el siglo XIX, los trabajadores perma-
necían en sus tareas sin descanso a lo largo del día mientras pudieran mantenerse de pie o mover sus
miembros. A finales de siglo, era evidente que en esas condiciones la productividad disminuía a medida
que avanzaba el día. Los analistas industriales percibían el contraste entre los trabajadores ingleses, que
a finales de siglo trabajaban generalmente jornadas de diez horas, y los obreros alemanes y franceses,
que trabajaban jornadas de doce o catorce horas: los obreros ingleses eran mucho más productivos por
hora. La misma diferencia de productividad se daba entre los trabajadores manuales que trabajaban en
domingo en contraste con aquellos a los que se les daba un día de descanso. Los obreros que descan-
saban el domingo trabajaban con más ímpetu el resto de la semana.
La lógica del mercado sugería a los capitalistas puros como Henry Clay Frick que “la mejor clase de
trabajador” era el que deseaba trabajar todo el tiempo, aquel cuyas energías eran estimuladas por la
posibilidad de llevar su cuerpo hasta el límite para hacer dinero. Pero el cansancio atestiguaba una eco-
nomía diferente en la realidad. En 1891, el fisiólogo italiano Angelo Masso explicó la relación entre fati-
ga y productividad. En su libro La Fatica demostró que la gente se siente cansada mucho antes de que
sea incapaz de realizar más esfuerzos. La sensación de fatiga es un mecanismo de protección en virtud
del cual el cuerpo controla sus propias energías, protegiéndolo del daño que una “sensibilidad menor”
La silla y el carruaje
El antiguo griego en su andrón, o la pareja romana en su triclinio estaban reclinados o en pie de
manera sociable. Esta postura sociable del cuerpo para descansar contrastaba con la postura sedente
“patética” o vulnerable, como en el teatro antiguo. En el período medieval, el sentarse casi en cuclillas
se convirtió en una postura sociable, aunque dependiente del rango del que se sentaba. El mueble más
común para el descanso era el taburete bajo sin respaldo o los arcones bajos. Las sillas con respaldo
estaban reservadas para los personajes importantes. En el siglo XVII ya había complejas normas de eti-
queta que determinaban cómo, cuándo y con quién se sentaba la gente, como en el Versalles de Luis
XIV. Una condesa tenía que permanecer de pie ante una princesa de sangre, pero podía sentarse en un
taburete ante una princesa que no estuviera emparentada colateralmente con el rey. Las princesas de
ambas clases se sentaban en sillas con brazos, excepto en presencia del rey o de la reina. En ese caso la
princesa nocolateral debía permanecer en pie y la de sangre real podía permanecer sentada, pero sólo
en una silla sin brazos. El estar de pie se convirtió en una postura respetuosa. Todos, desde las princesas
a los sirvientes, debían permanecer de pie en presencia de sus superiores sociales, que disfrutaban de
la comodidad de sentarse.
En la Era de la Razón, las sillas permitieron posturas sedentes más cómodas, reflejando así una
relajación gradual de las formas cortesanas de Versalles. El respaldo de la silla se convirtió en algo tan
importante como el asiento y además se curvó de tal manera que fuera posible apoyarse en él. Los bra-
zos se bajaron para moverse con libertad a uno y otro lado. Este cambio se acentuó alrededor de 1725
y apareció en sillas informales con nombres evocadores de la naturaleza como bergère, la “silla del pas-
tor”, en la que probablemente no se sentó nunca ningún pastor. El fabricante de muebles Roubo señaló
que en esas sillas una persona podía descansar el hombro contra el respaldo “mientras que la cabeza
queda completamente libre a fin de que no se desarregle el peinado de las damas o los caballeros”.17 La
comodidad del siglo XVIII, por lo tanto, significaba libertad de movimientos incluso estando sentado,
de manera que fuera posible apoyarse a uno u otro lado y hablar cómodamente con los que estaban
alrededor. Esta libertad para volverse y moverse caracteriza tanto a las sillas más sencillas como a las
más caras del siglo XVIII. Las preciosas sillas de madera “Windsor”, que adornaron las casas pobres de
ingleses y americanos de la época, sostenían la espalda, como la aristocrática bergère, si bien estaban
abiertas para permitir libertad de movimientos.
Las sillas del siglo XIX cambiaron sutil pero poderosamente esta experiencia de sentarse llanamen-
te gracias a las innovaciones introducidas en la tapicería. Hacia 1830, los fabricantes de sillas colocaron
El café y el pub
Los cafés del continente europeo deben sus orígenes a la coffeehouse inglesa de principios del siglo
XVIII. Algunas de estas coffehouses empezaron a aparecer como meros apéndices de las estaciones de dili-
gencias y otros como empresas autónomas. La compañía aseguradora Lloyd’s de Londres comenzó como
una coffeehouse y sus reglas caracterizaban la sociabilidad de la mayoría de los lugares urbanos. El precio
de una taza de café otorgaba a la persona el derecho a hablar con cualquiera en el local de Lloyd’s.
Lo que impulsaba a los extraños a charlar en el café iba más allá de la mera charlatanería. Hablar era
el medio más importante de obtener información acerca del estado de la carretera, o sobre la ciudad y
los negocios. Aunque las diferencias de rango social resultaban evidentes en la apariencia de la gente
y en su dicción, la necesidad de hablar con libertad dictaba el que las personas las ignorasen mientras
estuvieran bebiendo juntas. La llegada del periódico moderno a finales del siglo XVIII agudizó, si acaso,
el impulso de hablar. Colocados en anaqueles en los locales, los periódicos ofrecían temas de discusión,
pues la palabra escrita no parecía más cierta que la hablada.
Espacio sellado
Los planificadores del siglo XVIII habían intentado crear una ciudad saludable a partir del modelo
de un cuerpo sano. Como ha observado el urbanista Reyner Banham, la tecnología constructiva de la
época no servía para ese propósito. Los edificios tenían corrientes de aire, pero estaban mal ventilados.
El movimiento de aire en su interior era irracional y la pérdida de calor, si había algún tipo de calefac-
ción, exagerada.22 A finales del siglo XIX, comenzaron a abordarse estas dificultades de respiración en
el interior de la piedra.
Puede parecer que la aparición de la calefacción central no sea un gran acontecimiento en la histo-
ria de la civilización occidental, no más que la silla mullida. Sin embargo la calefacción central, al igual
que adelantos similares relacionados con la iluminación interior, el aire acondicionado y la eliminación
de los desperdicios, creó edificios que cumplieron el sueño ilustrado de un entorno saludable —con un
coste social. Porque estas invenciones aislaron los edificios del entorno urbano.
Debemos a Benjamin Franklin la idea de caldear una habitación con aire caliente irradiado, más
que con un fuego. Franklin creó la primera “estufa Franklin” en 1742. El inventor de la máquina de vapor,
James Watt, caldeaba sus oficinas con vapor en 1784. A principios del siglo XIX empezaron a caldearse
con vapor edificios grandes. La caldera que producía el vapor también podía producir agua caliente,
que se distribuía por cañerías a cada habitación cuando era necesario, en lugar de ser llevada por sir-
vientes que calentaban el agua en la cocina. En 1877, Birdsill Holly realizó en Nueva York experimentos
encaminados a proporcionar a varios edificios calefacción de vapor y agua caliente a partir de una sola
caldera.
El problema de estas invenciones era doble: los edificios estaban tan mal aislados que el aire calien-
te se filtraba al exterior y estaban tan mal ventilados que el aire caliente permanecía estancado en el
interior. El problema de la ventilación podía ser resuelto, y lo fue en cierta medida, cuando la Sturtevant
Company puso en funcionamiento una calefacción por aire en los años sesenta del siglo XIX, pero esta
nueva tecnología seguía adoleciendo de los problemas derivados de los escapes. Cuando los arquitec-
Notas
1. Raymond Williams, The Country and the City (Nueva York: Oxford University Press, 1973), p. 217.
2. Ibíd., p. 220.
3. E. M. Forsrer, Howards End (Nueva York: Vintage Books, 1989; Londres, 1910), p. 112.
4. Judith R. Walkowitz, City of Dreadful Delight: Narratives of Sexual Danger in Late-Victorian London (Chicago: University
of Chicago Press, 1992), p. 25.
5. Housing of the Working Classes, Royal Commission Report 4402 (1884-85); pp. 19-20; citado en Donald J. Olsen, Town Plan-
ning in London: The Eighteenth and Nineteenth Centuries, 2a ed. (New Haven: Yale University Press, 1982), p. 208.
6. Véase la tabla sobre la distribución del capital nacional elaborada a partir de las estadísticas estatales de impuestos en
Paul Thompson, The Edwardians: The Remaking of British Society, 2ª ed. (Nueva York: Routledge, 1992), p. 286.
7. Alfred Kazin, “Howards end Revisited”, Partisan Review LIX .1 (1992), pp. 30 y 31.
8. Véase Alexis de Tocqueville, Democracy in America, 4ª. ed., vol. II (Nueva York: H. G. Langley, 1845).
9. Virginia Woolf, “The Novels of E. M. Forster”, The Death of the Moth and Other Essays (Nueva York: Harcourt, Brace, 1970), p.
172.
10. Bruno Fortier, “La Politique de l’Espace parisien”, en La Politique de l’espace parisien a la fin de l’Ancien Régime, ed. Fortier
(París: Editions Fortier, 1975), p. 59.
11. David Pinckney, Napoleon III and the Rebuilding of Paris (Princeton: Princeton University Press, 1958), p. 25.
12. Véase G. E. Haussmann, Mémories, vol. 3 (París, 1893), pp. 478-483; citado en Pinckney, Napoleon III and the Rebuilding of
Paris, p. 78.
13. Pinckney, Napoleon III and the Rebuilding of Paris, p. 93.
14. Donald Olsen, The City as a Work of Art: London, Paris, Vienna (New Haven: Yale University Press, 1986), p. 92.
15. Walkowitz, City of Dreadful Delight, p. 29.
16. Angelo Masso, Fatigue (Londres, 1906), p. 156; citado en Anson Rabinbach, The Human Motor: Energy, Fatigue, and the
Origins of Modernity (Nueva York: Basic Books, 1990), p. 136.
17. Roubo; citado en Sigfried Giedion, Mechanization Takes Command (Nueva York: Oxford University Press, 1948), p. 313.
18. Ibíd., p. 404.
19. Wolfgang Schivelbusch, The Railway Journey (Berkeley: University of California Press, 1986), p. 75.
20. Ibíd., p. 216.
En varios sentidos, para los escritores finiseculares la crónica es una instancia “débil” de literatura.
Es un espacio dispuesto a la contaminación, arriesgadamente abierto a la intervención de discursos que
—lejos de coexistir en algún tipo de multiplicidad equilibrada— pugnan por imponer su principio de
coherencia. En el capítulo anterior vimos cómo a pesar de las quejas de los modernistas, que en general
idealizaban la totalidad —autónoma y “pura”— del libro, la heterogeneidad de la crónica cumplió una
tarea importante en el proceso de constitución de la literatura. Paradójicamente, el encuentro con los
discursos “bajos” y “antiestéticos” en la crónica posibilita la consolidación del emergente campo estético.
Ahora quisiéramos explorar otros usos de la crónica en el fin del siglo. Veremos cómo la crónica, en
tanto forma menor, posibilita el procesamiento de zonas de la cotidianidad capitalista que en aquella
época de intensa modernización rebasaban el horizonte temático de las formas canónicas y codifica-
das. Esto es algo, por cierto, que Martí notaba ya en el “Prólogo al Poema del Niágara” (1882). Para Martí,
la modernidad implicaba la experiencia de una temporalidad vertiginosa y fragmentaria, que anulaba
la posibilidad misma de “una obra permanente”, “porque las obras de los tiempos de reenquiciamiento
Muebles de todos los estilos —descollante el modern style— certifican la rebusca de la ele-
gancia al par que el firme sentimiento de la comodidad. En todo hallaréis el don geométrico y
fuerte de la raza y la preocupación del hogar.
Es la muestra de todo lo logrado en la industria doméstica bajo el predominio de la preocupa-
ción casera [...].2
No habría que analizar a fondo la entonación, la disposición adjetival, la apelación a cierto tipo de
destinatario, muy del fin del siglo (burgués, refinado y doméstico) para reconocer ahí la emergencia
de una retórica publicitaria. Se trata, por cierto, de Rubén Darío, muy a gusto en la gran Exposición de
1 Martí, Obra literaria (Biblioteca Ayacucho, 1978), p. 207. Sobre la relación entre la crónica y la temporalidad moderna,
véase la valiosa lectura de las Escenas de Fina García Marruz, “El tiempo en la crónica norteamericana de José Martí”, en
García Marruz et. al., En torno a José Martí (Burdeos: Editions Bière, 1974).
2 Rubén Darío, Peregrinaciones (París y México: Librería de la Vda. de Ch. Bouret, 1901), p. 63. Las crónicas sobre París inclui-
das en ese libro aparecieron inicialmente en La Nación, como correspondencias de Darío sobre la Exposición de París de
1900.
Más grande en extensión que todas las Exposiciones anteriores, se advierte desde luego en
ésta la ventaja de lo pintoresco. En la del 89 prevalecía el hierro —que hizo escribir a Huys-
mans una de sus más hermosas páginas—; en ésta la ingeniería ha estado más unida con el
arte; el color, en blancas arquitecturas, en los palacios grises, en los pabellones de distintos
aspectos, pone su nota, sus matices, el cabochón y los dorados, y la policromía que impera,
dan por cierto, a la luz del sol o al resplandor de las lámparas eléctricas, una repetida y variada
sensación miliunanochesca.3
En la exposición de arte, como en las otras “novedades”, en infernal competencia los objetos inter-
pelan al consumidor. Ese es el llamado de la mercancía: “cuando un cuadro os llama por una razón
directa, otro y cien más os gritan las potencias de sus pinceladas”. El objeto de arte, incorporado al mer-
cado, ya no aparece como cristalización de una experiencia particularizada y “original”. Ahí Darío más
bien celebra la producción en serie de objetos bellos, ante los cuales el espectador figura claramente
3 “En París”, Peregrinaciones, en Obras completas, Viajes y crónicas, t. III, (Madrid: Afrodisio Aguado, S.A., 1950), pp. 382-383.
4 W. Benjamin, “París, capital del siglo XIX”, en Poesía y capitalismo. Iluminaciones II, traducción de J. Aguirre (Madrid: Taurus,
1980), p. 179.
5 Darío, “En el gran palacio”, Peregrinaciones, p. 46.
Para prolongar el encanto de la hora me dejo guiar por un amigo y penetro en una tienda que,
desde afuera, no me ha parecido sino enorme. ¡Cuál no es mi sorpresa al hallarme de pronto
trasladado a la verdadera capital de las elegancias! ¿Es el Printemps, con sus mil empleados
gentiles y su perpetuo frou-frou de sedas ajadas por manos aristocráticas? [...] ¿Es el Louvre
y su interminable exposición de objetos preciosos? [...] Es todo eso junto; es el alcázar de los
ensueños femeninos, es el antro en que las brujas han amontonado lo que hace palpitar el
alma de Margarita; es, en una palabra, el palacio de las tentaciones (p. 67).
y luego añade:
A medida que la mercancía adquiere vida —en la palpitación erótica, “tibia y suave”— el consumi-
dor la pierde, en su “embriaguez” y pérdida del “ánimo”, ahí celebradas. Esa es, precisamente, la lógi-
ca del fetichismo. Más significativo aún, el fetichismo de la mercancía se representa como experiencia
estética. La tienda sustituye al museo como institución de la belleza, y la estilización —notable en el
trabajo sobre la lengua— opera en función de la epifanía consumerista. En Gómez Carrillo, de modo
un poco inflado y grotesco, encontramos una de las consecuencias extremas de la autonomización de
la esfera estética en la sociedad moderna: la separación de lo estético y cultural de la vida práctica, pre-
dispone el arte autonomizado, “desinteresado”, al riesgo de su incorporación por la misma racionalidad
opresiva de la que el arte buscaba autonomizarse.
En Gómez Carrillo, o antes en Darío, la estética del lujo, una de las ideologías de la autonomiza-
ción, bien podía representar una crítica a la economía utilitaria de la eficiencia y productividad dis-
6 E. Gómez Carrillo, El encanto de Buenos Aires (Madrid: Perlado, Páez y Cía., 1914), p. 32.
El amor al arte aquilata el alma y la enaltece: un bello cuadro, una límpida estatua, un juguete
artístico, una modesta flor en lindo vaso, pone sonrisas en los labios donde morían tal vez,
pocos momentos ha, las lágrimas. Sobre el placer de conocer lo hermoso, que mejora y fortifi-
ca, está el placer de poseer lo hermoso, que nos deja contentos de nosotros mismos. Alhajar la
casa, colgar de cuadros las paredes, gustar de ellos, estimar sus méritos, platicar de sus belle-
7 M. L. Bastos, “La crónica modernista de Gómez Carrillo o la función de la trivialidad”, Sur, 350-351, 1982, pp. 66-84.
8 El proyecto de Gómez Carrillo de generar una literatura aplicada, un arte “útil” para la emergente industria cultural,
encuentra una instancia privilegiada en La mujer y la moda. El teatro de Pierrot (Madrid: Mundo Latino, 1920). Ahí señala
Gómez Carrillo: “La moda es superior a la lógica, superior a la belleza misma” (p. 50).
Ahí también la esfera de lo bello, reificada, es incorporada al mercado como objeto decorativo,
compensatorio, crítico del utilitarismo, si se quiere, pero en última instancia afirmativo de la misma lógi-
ca de la racionalización (y mercantilización del mundo). La literatura —en la misma crítica de la moder-
nización que dispone la voluntad autonómica— es reincorporada al campo del poder como mecanis-
mo decorativo de la “fealdad” moderna, sobre todo urbana: el escritor modernista como maquillador,
cubriendo el peligroso rostro de la ciudad. De ahí que desde la “primera etapa”, la “radicalidad” de la
voluntad autonómica —la lógica del derroche— fuera sumamente imprecisa y frágil. La cronología (pri-
mero la radicalidad y luego la incorporación) disuelve esas contradicciones. Y habría que poder hablar
de las contradicciones porque ya en el fin de siglo se debate la ambigua relación entre la literatura
(como discurso autónomo) y el poder que caracterizará el siglo XX.
El problema radica en pensar la cultura dominante como un bloque homogéneo y estático. El
campo del poder, sobre todo en la modernidad, es fluido y desterritorializador, lo que tampoco quiere
decir que no establezca redes de dominación. Para explicar más a fondo esa flexibilidad, y las contradic-
ciones que la misma presupone para la voluntad de autonomía estética, conviene retomar el problema
de la crónica en el periódico y la relación entre la literatura y la “fealdad” urbana.
Representar la ciudad. ¿Qué significaba, en el fin de siglo, la “ciudad”? Para Sarmiento —como para
muchos patricios modernizadores— la ciudad (casi siempre en negrillas) era un espacio utópico: lugar
de una sociedad idealmente moderna y de una vida pública racionalizada. De ahí que en Sarmiento
podamos leer etimológicamente el concepto de la “civilización” —y de la “política”— en su relación con
“ciudad”.
Hacia el último cuarto de siglo, en parte por el proceso real de urbanización que caracteriza muchas
de las sociedades latinoamericanas de la época, el concepto de la ciudad —que en buena medida sigue
legitimando el discurso del cronista— se ha problematizado.10 En Martí la ciudad aparecerá estrecha-
mente ligada a la representación del desastre, de la catástrofe, como metáforas claves de la moderni-
dad. La ciudad, para Martí y muchos de sus contemporáneos (particularmente, aunque no sólo, los lite-
ratos) condensa lo que podríamos llamar la catástrofe del significante. La ciudad, ya en Martí, espacializa
la fragmentación —que ella misma acarrea— del orden tradicional del discurso, problematizando la
posibilidad misma de la representación:
9 Martí, “Oscar Wilde”, La Nación, 10 de diciembre, 1882, Obra literaria, p. 292. En cuanto a la reificación de la esfera estética,
conviene recordar estas palabras de Benjamin: “If the concept of culture is a problematical one for historical materialism,
the desintegration of culture into commodities to be possessed by mankind is unthinkable for it [...]. The concept of cul-
ture as the embodiment of entities that are considered independently, if not of the production process in which they
arose, then of that in which they continue to survive, is fetichistic”. One Way Street (Londres: New Left Books, 1979), p.
360.
10 Cfr. Á. Rama, La ciudad letrada (Hanover, N. H.: Ediciones del Norte, 1984), particularmente el capítulo “La ciudad moder-
nizada”. Véase también Gutiérrez Girardot, Modernismo (Barcelona: Montesinos, 1983), particularmente pp. 73-157.
Interesa esto tanto más cuanto que el temblor es un buen estimulante para que el público
ponga atención en asunto de arquitectura, en cuya solución lleva la vida, el reposo, cuanto no
la fortuna. Si la tierra gusta de temblar es éste un perverso gusto de que no debemos culpar ni
a la Providencia ni al gobierno. Nuestro único medio de hacer frente al amago, es extinguir el
peligro mejorando la construcción de los edificios, porque si no hubiese de caérsenos la casa
encima, un temblor sería ocasión de admirar sin miedo las sublimes luchas de la naturaleza.
Un temblor es, pues, para los hombres, una cuestión de arquitectura.11
11 D. F. Sarmiento, “Los temblores de Chile” (1851), Obras, vol. II (Buenos Aires 1900), p. 347.
Los ferrocarriles no podían llegar a Charleston, porque los rieles habían salido de quicio, o
estallado, o culebreaban sobre sus durmientes suspendidos. Una locomotora venía en carrera
triunfante a la hora del primer temblor, y dio un salto, y sacudiendo tras sí como un rosario a
los vagones lanzados del canil, se echó de bruces con su maquinista muerto [...] Otra a poca
distancia seguía silbando alegremente, la lanzó en peso el terremoto, y la echó a un tanque
cercano (OC, XI, 71).
12 J. L. Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas (Buenos Aires: Siglo XXI, Argentina, 1976), especialmente los capítulos
“Las ciudades patricias” y “Las ciudades burguesas”.
Era una calle en proyecto y como son en su mayoría las calles nuevas, situadas en el rumbo
elegante del ensanche de las grandes ciudades, que ofrecen un aspecto singular y caracte-
rístico: las aceras, anchas y recién embaldosadas; las casas en construcción, con su acumula-
miento de materiales, los huecos, sin andamios, sin marco, de puertas y ventanas, como cavi-
dades de cráneos antediluvianos; los andamios, que semejan arboladuras de navíos fantasmas;
los solares, cercados con empalizadas irregulares en las que se miran anuncios multicolores de
diversiones públicas y de medicinas de patente; a trechos una pequeña hondonada o diminu-
ta prominencia que todavía conservan un musgo verde y abatido [...]15 (énfasis nuestro).
“Conservar”, paradójicamente, ahí es una palabra clave; es una palabra insertada, como para enfa-
tizar su fragilidad, en ese paisaje configurado por la retórica del desastre. La ciudad, en Gamboa, es el
reverso de la conservación, es una fuerza que reorganiza el espacio, el mundo-de-vida, con un impulso
iconoclasta. Esto, literalmente: la ciudad es iconoclasta en tanto desarma los íconos, los sistemas tradi-
cionales de representación; “destruye” —si se quiere— las figuras, el espacio como figura, de la cultura
tradicional. Ese es también el tema de L. V. López en otra olvidada novela de la época, La gran aldea:
“¡Cómo habían cambiado en veinte años las cosas en Buenos Aires!”16 Escribir, para López, y en buena
medida para Gamboa, era recordar —o inventar la tradición— que la fuerza iconoclasta de la moderni-
13 La transformación de París posterior a 1848 fue un objeto privilegiado de W. Benjamin en su proyecto (inconcluso) sobre
los pasajes y las arcadas parisinas. Cfr. su “París capital del siglo XIX”, en Poesía y capitalismo. T. J. Clark estudia la relación
entre la “haussmannización” de París y los sistemas de representación en The Painting of Modern Life: Paris in the Art of
Manet and His Followers (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1985).
14 Sobre el cambio en la estructura urbana en Europa desde fines del siglo XVI, L. Mumford señala: “[las] nuevas fuerzas
favorecían la expansión y dispersión en todas las direcciones, desde la colonización de ultramar hasta la organización de
nuevas industrias, cuyos perfeccionamientos tecnológicos cancelaban, sin más ni más, todas las restricciones medievales.
La demolición de sus murallas urbanas era tanto práctica como simbólica”. La ciudad en la historia (1961), traducción de E.
L. Revol (Buenos Aires: Ediciones Infinito, 1979), p. 555.
15 F. Gamboa, Apariencias (Buenos Aires: Jacobo Peuser, 1892), pp. 369-370.
16 L. V. López, La gran aldea (Buenos Aires: Imprenta de Martín Biedna, 1884), p. 141.
También en el Buenos Aires del Intendente Pueyrredón, en los 1870, en plena época de urbaniza-
ción, se introdujeron muchos “espacios recreativos”, “lugares de esparcimiento” en la ciudad orientada
a la productividad y eficiencia tecnológica.18 Un notable cronista de la época, Eduardo Wilde, comenta
sobre la inauguración del novedoso Parque Tres de Febrero en 1875:
Aire puro en la ciudad maldita: ahí Wilde no sólo comenta sobre la invención de un espacio natu-
ral en la ciudad, sino sobre una de las funciones que su propio discurso, en la crónica, cumpliría en las
décadas finales del siglo. Aunque la modernización demolía los sistemas tradicionales de representa-
ción, causando tensiones sociales, a la vez fomentó la producción de imágenes resolutorias de esas con-
tradicciones; fomentó, incluso un discurso de la crisis y densificó la memoria de cierto pasado. Repre-
17 I. Katzman, La arquitectura del siglo XIX en México, vol. I (México: UNAM, 1973), p. 35.
18 Cfr. Instituto de Arte Americano. La arquitectura de Buenos Aires (Buenos Aires: Universidad Nacional, 1965), pp. 33-35.
19 E. Wilde, Páginas escogidas (Buenos Aires: Ángel Estrada y Cía, s.f.), p. 206.
20 En The Painting of Modern Life, T. J. Clark señala: “The city was eluding its various forms and furnishings, and perhaps
what Haussmann would prove to have done was to provide a framework in which another order of urban life —an order
without an imaginery— would be allowed its mere existence [...]. Capital did not need to have a representation of itself
laid out upon the ground in bricks and mortar, or inscribed as a map in the minds of its city-dwellers. One might even
say that capital preferred the city not to be an image —not to have form, not to be accessible to the imagination, to rea-
dings and misreadings, to a conflict of claims on its space— in order that it might mass-produce an image of its own to
put in place of those it destroyed. On the face of things, the new image did not look entirely different from the old ones.
It still seemeed to propose that the city was one place, in some sense belonging to those who lived in it. But it belon-
ged to them now simply as an image, something occassionally and casually consumed in places expressly designed for
the purpose —promenades, panoramas, outings on Sundays, great exhibitions, and official parades. It could not be had
elsewhere, apparently; it is no longer part of those patterns of action and appropriation which made up the spectator’s
everyday lives. I shall call that last achievement the spectacle, and it seems to me clear that Haussmann’s rebuilding was
spectacular in the most oppressive sense of the word” (p. 36).
21 Ese es uno de los temas constantes en Marshall McLuhan. Haroldo de Campos señala la importancia que “las técnicas de
la espacialización visual y los títulos de la prensa cotidiana” tuvieron en Mallarmé. Cfr. H. de Campos, “Superación de los
lenguajes exclusivos”, América Latina en su literatura, edición de C. Fernández Moreno (México, Siglo XXI, 1979), p. 281.
Las aspiraciones interiores del hombre no tienen por naturaleza un carácter privado tan irre-
mediable. Sólo lo adquieren después de que disminuyen las probabilidades de que las exte-
riores sean incorporadas a su experiencia. El periódico representa uno de los muchos indicios
de esa disminución. Si la Prensa se hubiese propuesto que el lector haga suyas las informacio-
nes como parte de su propia experiencia, no conseguiría su objetivo. Pero su intención es la
inversa y desde luego la consigue. Consiste en impermeabilizar los acontecimientos frente al
ámbito en que pudiera hallarse la experiencia del lector. Los principios fundamentales de la
información periodística (curiosidad, brevedad, fácil comprensión y sobre todo desconexión
de las noticias entre sí) contribuyen al éxito igual que la compaginación y una cierta conducta
lingüística. (Karl Krauss no se cansaba de hacer constar lo mucho que el hábito lingüístico de
los periódicos paraliza la capacidad imaginativa de sus lectores.) [...] La atrofia creciente de la
experiencia se refleja en el relevo que del antiguo relato hace la información y de ésta a su vez
la sensación.22
Resultaría difícil precisar el lugar histórico de ese tipo de comunicación narrativa, nostálgicamente
evocada por Benjamin. De cualquier modo, la lectura de Benjamin de la escritura moderna (en Baude-
laire y Proust, entre otros) como intento (siempre agrietado, en la alegoría) de reconstruir un ámbito
comunicativo orgánico, es un buen índice de una ideología que de hecho impulsó mucha producción
intelectual, sobre todo en esa etapa inicial del capitalismo avanzado.
La problemática de la fragmentación es fundamental para entender la función ideológica de la
crónica en el fin de siglo latinoamericano. La crónica sistemáticamente intenta re-narrativizar (unir el
pasado con el presente) aquello que a la vez postula como fragmentario, como lo nuevo de la ciudad y
del periódico. Por ejemplo, si la Exposición de París era el espectáculo de la novedad, el gesto de Darío
opera por el reverso, viendo en cada acontecimiento un fragmento articulable en la continuidad que la
visión impone:
Imponer la tradición, la experiencia arcaica, la “sensación de infancia” sobre lo moderno, ligado ahí
a la tecnología y a la ciudad: ése será el gesto distintivo del cronista y de la propia industria cultural que
ahí describe, y en la que participa.
En Martí, por otro lado, el acontecimiento —el fragmento de la temporalidad urbana— se relaciona
directamente con el discurso periodístico, informativo. Según sugerimos antes, Martí arma sus crónicas
como lecturas de las diferentes noticias que aparecen en el espacio fragmentado del periódico. Lee la
variedad del periódico y con el mismo movimiento reflexiona sobre la problemática de su fragmentación:
¿Cómo poner en junto escenas tan varias? Allá en las resplandecientes soledades del Ártico,
doblan al fin sobre su almohada de nieve la cabeza unos expedicionarios valerosos; aquí, en
colosal casa, resuenan ante millares de oyentes absortos, los acordes sacerdotales y místicos
de la música excelsa, la más solemne de las artes humanas. En los árboles, todo es verdor. En
los rostros, todo es alegría. En Irlanda, todo es susto. En San Francisco, vencieron los enemi-
gos de los chinos. En mostradores de las librerías, luce la obra monumental de un anciano de
ochenta y dos años. En torno a mesa rica, juntarse para celebrar glorias patrias los mexicanos
de Nueva York. Masas enardecidas se reúnen a protestar contra los asesinos de los ministros
ingleses en Irlanda y contra los asesinos de los patriotas de Irlanda por los soldados ingleses.
Ha habido festival grandioso. Guiteau entra ya en su celda de muerte. Susúrrase que va a haber
mudanza importante en puestos diplomáticos (OC, IX, 303).
23 Darío, “En París”, Peregrinaciones (Obras completas, III), pp. 385-386. En otra crónica sobre la Exposición señala: “Y como el
espíritu tiende a la amable regresión a lo pasado, aparecen en la memoria las mil cosas de la historia y de la leyenda que
se relacionan con todos esos nombres y lugares. Asuntos de amor, actos de guerra, belleza de tiempos en que la existen-
cia no estaba fatigada de prosa y de progreso prácticos cual hoy en día”, Peregrinaciones (París, 1901), p. 43.
Visto el magnífico espectáculo como lo vería un águila, es decir, desde las alturas de la Torre
Eiffel, aparece la ciudad fabulosa de manera que cuesta convencerse de que no se asiste a la
realización de un ensueño. La mirada se fatiga, pero aún más el espíritu ante la perspectiva
abrumadora, monumental.24
en Poesía y capitalismo, pp. 49-83; K. Stierle, “Baudelaire and the Tradition of the Tableau de París”, New Literary History
XI, 1980, 2, pp. 345-361; M. de Certeau, “Walking in the City”, en The Practice of Everyday Life, pp. 91-110; T. J. Clark, The
Painting of Modern Life (particularmente el capítulo “The View from Notre-Dame”, pp. 23-78); y Silvia Molloy, “Flâneries
textuales: Borges, Benjamin y Baudelaire”, en la edición de Lía Swartz e Isaías Lerner, Homenaje a Ana María Barrenechea
(Madrid: Castalia, 1984).
Por supuesto, caminar en la ciudad, incluso pasear, era una actividad milenaria, seguramente liga-
da a la estructura de la plaza pública, centro de una ciudad relativamente orgánica y tradicional. Pero
como sugiere López, flanear era un tipo de entretenimiento distinto, que él mismo relaciona con la
modernización de Buenos Aires.
La flanería es un modo de entretenimiento distintivo de esas ciudades finiseculares, sometidas a
una intensa mercantilización que además de erigir el trabajo productivo y la eficiencia en valores supre-
mos, instituyó el espectáculo del consumo como un nuevo modo de diversión. El tiempo libre del
nuevo sujeto urbano también se mercantilizaba.
En México pintoresco, artístico y monumental (1880) Manuel Rivera Cambas señala el carácter de
clase del nuevo entretenimiento que amenazaba, incluso, con desplazar el teatro como centro de diver-
sión:
Actualmente es el paseo vespertino una necesidad para la clase social que puede dedicarse al
descanso; en otro tiempo no era el paseo sino el teatro, la diversión favorita y solicitada por la
sociedad mexicana [...] 28
La flanería es corolario de la industria del lujo y de la moda, en el interior de una emergente cultura
del consumo:
Las calles de Plateros encierran establecimientos con todo lo que puede satisfacer el más exi-
gente capricho del gusto o de la moda; grandes aparadores con muestras, tras enormes cris-
tales; multitud de damas elegantes recorren esas calles [...].29
Por otro lado, la flanería no es simplemente un modo de experimentar la ciudad. Es, más bien, un
modo de representarla, de mirarla y de contar lo visto. En la flanería el sujeto urbano, privatizado, se
aproxima a la ciudad con la mirada de quien ve un objeto en exhibición. De ahí que la vitrina se con-
vierta en un objeto emblemático para el cronista. Justo Sierra señala:
¿Cómo se traduce en castellano el verbo francés flâner [...]? Vaguear caprichosamente con
la seguridad de no ser cazado por el pensamiento interior, como una mosca por una araña;
vaguear con la certeza de la perpetua distracción para los ojos, con la certeza de objetivar
Incómodo entre la muchedumbre, aunque a la vez agotado por los límites del interior, el sujeto
privado sale a objetivar, a reificar el movimiento urbano mediante una mirada que transforma la ciu-
dad en un objeto contenido tras el vidrio del escaparate. La vitrina, en ese sentido, es una figura pri-
vilegiada, una metáfora de la crónica misma como mediación entre el sujeto privado y la ciudad. 31
La vitrina es una figura de la distancia entre ese sujeto y la heterogeneidad urbana que la mirada
busca dominar, conteniendo la ciudad tras el vidrio de la imagen y transformándola en objeto de su
consumo.
En Gómez Carrillo, la poética consumerista de la crónica es aún más enfática. También en él reen-
contramos la atracción que en el paseante ejerce “la suntuosidad de los escaparates, con el perpetuo
atractivo de lo lujoso, de lo luciente, de lo femenino”. El cronista-flâneur, agobiado por el ruido urbano
busca refugio. En las zonas del comercio de lujo (la calle Florida, en Buenos Aires), encuentra un lugar
alternativo:
[La calle Florida] está hecha con arte exquisito, de lo que hay en Europa de más distinguido, de
más animado, de más brillante, de más moderno. [...] Y, en efecto, eso es, con sus innumerables
tiendas de amenas suntuosidades, con sus letreros áureos que corren por los balcones anun-
ciando trajes y mantos, [...] con sus escaparates llenos de pedrerías, con sus numerosas exposi-
ciones de arte. Y al mismo tiempo es otra cosa más risueña y más íntima: es casi un salón en el
cual nadie tiene prisa (El encanto de Buenos Aires, p. 50).
30 J. Sierra, Obras completas (México: UNAM, 1949) vol. VI, Viajes, p. 73.
31 Ph. Hamon, Introduction PH. Hamon, Introduction a l’analyse du descriptif (París: Hachette, 1981). Hamon señala: “Une
deuxième métaphore court également avec insistance dans le métadiscours sur le texte en général et le texte descriptif en par-
ticulier; celle du texte-magasin. La métaphore de la fenétre-vitrine peut d’ailleurs être considérée comme ‘filée’ a partir de celle
du magasin, ou inversement. Le magasin, c’est le lieu ou se vendent les produits d’un travail, des ‘articles’ (la description, nous
l’avons déjà noté, est aussi le lieu d’un “decoupage” et d’un ‘travail’ sur le lexique), magasin de ‘primeurs’, de ‘nouveautés’, ou
encore magasin de ‘détail’”.
El comercio de Buenos Aires colonial, en gran parte producto del contrabando, se realizaba
en infinidad de pequeños locales incluidos en la misma vivienda, como cuartos que dieran a
la calle o zaguanes. Al irse extendiendo, este sistema fue tomando una a una de las casas más
importantes, por lo que comenzaron a construirse aquellas con locales especiales para alqui-
lar. Pero la intensificación de las actividades y el mayor volumen de mercaderías planteaban
problemas de espacio que hicieron correr las viviendas hacia atrás, y, finalmente, usar todo
el edificio como negocio. Las estructuras de hierro permitían techar los patios, con lo cual se
conseguía un amplio espacio cubierto e iluminado. Luego vino el próximo paso, consistente
en construcciones especiales para los comercios. Eran característicos de la época los almace-
nes de ramos generales, tanto en la ciudad como en la campaña; tenían vastos depósitos y
salones de exposición y venta de productos.33
La otra cara de esa división del trabajo sobre el espacio urbano fue el surgimiento de las nue-
vas zonas residenciales. En Buenos Aires, la primera calle propiamente habitacional o residencial
fue la Avenida Alvear, hacia 1885. Las zonas residenciales, hacia el norte de la ciudad, se distinguían
por su
introversión que traducen sus fachadas y las defensas de sus jardines delanteros. Son man-
siones para admirar de lejos [...]. Apenas el espectador se acerca a ellas, la espesura férrea de
la reja italiana o Luis XV, la tapia estriada o la balaustrada de gruesas pilastras le impiden la
visión. La casa puede ser vista de cerca sólo por quien tiene acceso a ella [...].34
32 Incluso Sarmiento, para quien la ciudad había sido el lugar de un orden público deseado, escribe sobre el problema de la
“alienación” del nuevo sujeto urbano hacia 1885 en “Un gran Boulevard para Buenos Aires” (Obras, vol. XLII, Buenos Aires,
1900, pp. 246-253). Citamos: “El viejo Buenos Aires se lo arrendamos a los pulperos, al gobierno nacional, y los cuarteles,
hoteles, aduana, dependientes y gente ocupada de cosas vulgares, de trabajar como negros, y de otras ocupaciones” (p.
252). Ahí Sarmiento le pedía al intendente T. de Alvear que construyera un nuevo boulevard para conectar los barrios
residenciales con el centro, para que la gente de ‘bien’ “venga de vez en cuando a darse una vuelta por curiosidad, por
ese antiguo Buenos Aires, con gobierno, con aduana, con catedral, y todo género de negocios, almacenes y pulperías” (p.
252). Esa es la mirada turística del sujeto privado.
33 Instituto de Arte Americano, La arquitectura de Buenos Aires, p. 65.
34 B. Matamoro, La casa porteña (Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1977), p. 48.
La extrañeza, más allá de la ciudad, se proyecta sobre las relaciones entre la gente misma en el
tranvía: “¿Quién sería mi vecino? De seguro era casado, y con hijas” (p. 110). El sujeto, a lo largo de la
crónica, no simplemente informa sobre la ciudad; por el reverso de la información, conjetura, inventa,
haciendo de la crónica, en última instancia, un relato de ficción.37 De nuevo ahí comprobamos el gesto
antinformativo de la crónica, que continuamente viola las normas de referencialidad periodística. Más
aún, la ficcionalidad ahí es concomitante a la voluntad de recrear (en el chisme) el espacio colectivo
precisamente desarticulado por la fragmentación y dislocación urbana. El narrador, en “La novela del
35 M. Gutiérrez Nájera, “Las misas de Navidad”, en Cuentos de cuaresmas del Duque Job, edición de F. Monterde (México: Edi-
ciones Porrúa, 1966), pp. 37-38.
36 “La novela del tranvía” aparece reimpresa en C. Monsiváis, A ustedes les consta. Antología de la crónica en México (México:
operen en el límite entre la referencialidad y la ficción. La marginalidad funcional de la crónica consiste en ese juego con
las fronteras del género. En efecto, muchas de las “ficciones” de estos autores se publican inicialmente como crónicas.
Una cita
Acostumbro en las mañanas pasearme por las calzadas de los alrededores y por el bosque de
Chapultepec, el sitio predilecto de los enamorados.
Esto me ha proporcionado ser testigo involuntario de más de una cita amorosa. Hace tres días
vi llegar en un elegante coche a una bella dama desconocida, morena, de ojos de fuego, de
talle esbelto y elegante. Un joven, un adolescente, casi un niño, la aguardaba a la entrada del
bosque. Apeóse ella del carruaje que el cochero alejó discretamente, acercóse el joven tem-
blando, respetuoso, encarnado como una amapola, demostrando en su aspecto todo que era
su primera cita, y fue necesario que la dama tomara su brazo que él no se atrevía a ofrecer-
le. Echaron a andar ambos enamorados por una calle apartada y sola. Interesóme la pareja y
seguílos yo a cierta distancia. Lloraba la dama, la emoción del niño subía de punto a medida
que se animaba la conversación que entre sí tenían. Algunas frases llegaron a mi oído: no eran
dos enamorados: eran madre e hijo. Sin quererlo supe toda una historia, una verdadera novela
que me interesó extraordinariamente, que me hizo ser no sólo indiscreto, sino desleal, porque
venciendo mi curiosidad a mis escrúpulos me hizo acercar más y más a la pareja que abstraída
en la relación de sus desdichas, no me apercibía, no oía mis pisadas sobre las hojas secas de
los árboles derramadas por el suelo. Aquella mujer era un ángel, un mártir; aquel niño un ser
digno de respeto, de interés y de compasión, que se sacrificaba al reposo y al respeto de la
sociedad por su madre. Había en aquella historia dos infames que merecen estar marcados
por el hierro del verdugo: dos hombres que han sacrificado a aquellos dos seres desgraciados
y dignos de mejor suerte.38
Ese “acercarse más y más” al otro es distintivo de la curiosidad chismosa. No sólo postula un oír, sino
un contar la vida del otro: el deseo de hacerla pública. Su reverso —su referente borrado— es la privaci-
dad urbana, la fragmentación de lo colectivo que hace de la ciudad un cruce de discursos enigmáticos,
a veces ilegibles, desde la perspectiva del sujeto privatizado. Por cierto, Gutiérrez ahí anticipa algunos
aspectos de “Las babas del diablo”. Pero si en el cuento de Cortázar el otro finalmente es un objeto
perdido e irrecuperable, en Gutiérrez Nájera se domestica el peligro y la sexualidad desatada de la ciu-
dad en la afirmación de la estructura familiar. La literatura —la ficción, ahí— todavía podía postular la
reinvención de un espacio orgánico estable, a contrapelo del peligro de la ciudad, que efectivamente
deshacía las formas tradicionales de la familiaridad.
38 M. Gutiérrez Nájera, “Una cita”, publicada originalmente en El Nacional el 3 de septiembre de 1882 y reimpreso en Cuen-
tos completos y otras narraciones, edición de E. K. Mapes (Fondo de Cultura Económica, 1958), p. 307.
La pobre crónica, de tradición animal, no puede competir con esos trenes-relámpago. ¿Y qué
nos queda a nosotros, míseros cronistas [...]? Llegamos al banquete a la hora de los postres.
¿Sirvo a usted, señorita, un pousse-café? [...]
En cambio, esa hora es propicia para las pláticas amenas, intencionadas y... de porvenir. Vuelve
a abrirse en vuestras manos, ¡oh hechiceras volubles! El abanico [...].39
La oralidad —la plática amena— bien puede oponerse al lenguaje tecnologizado de la informa-
ción, e incluso proyectarse como un simulacro de familiaridad, de (cierta) comunidad, en el interior
del ámbito fragmentado del periódico. Pero sobre todo es una oralidad que interpela —no sin iro-
nía, en Gutiérrez Nájera— a los lectores de una clase social capaz de identificarse con ese tipo de
“comunidad” cristalizada en la plática del club. Es decir, hay que evitar la idealización abstracta de los
“espacios de discusión” (Habermas), e incluso de sus modelos retóricos, siempre socialmente sobre-
determinados. La oralidad de la crónica es un procedimiento inclusivo, un dispositivo de formación
del sujeto social. Esa inclusión de cierto otro en la crónica tiene su reverso exclusivo. ¿Qué había en el
“exterior”?
Paseo y representación del “exterior” obrero. En su archivo de los “peligros” de la cotidianidad moder-
na, la crónica sitúa la “problemática” de la proletarización en un lugar prominente, siempre a la vista del
ansioso cronista. Incluso en Martí, quien a lo largo de los 1880 en Nueva York generalmente apoyaba
las luchas del activo movimiento sindical, la ambigüedad en la representación de las nuevas fuerzas
sociales es irreductible: “Tenía el Bowery, el Broadway de los pobres, un aire de campaña [durante una
huelga en 1886]: y tanto hombre robusto y sombrío inspiraba respeto, pero daba miedo [...]” (OC, X,
398). Ante otra muchedumbre obrera, la policía consuela al cronista: “Surgen de entre la masa negra los
cascos pardos de los policías” (OC, XI, 105) y “levántanse por entre la muchedumbre cubiertas de capu-
cha azul humilde las cabezas eminentes de los policías de la ciudad, que ordenan la turba” (OC, IX, 424).
Ante la energía física, incontenible, de las multitudes, el discurso en la crónica irá constituyendo sus
propios mecanismos disciplinarios.
Para el cronista, ante la emergente cultura obrera, una opción era la obliteración —mediante el
escamoteo decorativo— del peligroso cuerpo del otro. Todavía en la Argentina cercana al Centenario,
llena de inmigrantes, de un emergente movimiento sindical, muy marcado por el anarquismo, para
Gómez Carrillo era posible escribir lo siguiente:
del otro lado de la verja de hierro sobredorado, esbozándose en la tiniebla, bultos de gente
[...]; bultos entre los cuales ve el doctor relumbrar, como los de un gato, dos ojos que quizás
pertenecen a algún ser hambriento de esos que vagan por las noches [...] con el puñal en el
cinto.41
El terror no necesariamente contradice el gesto decorativo; en cambio habría que pensar el embe-
llecimiento de la miseria urbana como uno de los efectos del terror, de la paranoia de una clase que
en su mismo proyecto modernizador —de erradicar la “barbarie” campesina— había generado nuevas
contradicciones, que ya a fin de siglo relativizan su hegemonía. La ciudad, no cabe duda, ya en la época
de la crónica modernista, era el espacio de esas contradicciones.
En respuesta a esas tensiones, la crónica elabora, en la figura del paseante, otros modos de repre-
sentación del “exterior” obrero. La divagación casi turística hacia los márgenes de la ciudad será otro
gesto distintivo del cronista-paseante. En esos paseos el cronista emerge nuevamente como un pro-
ductor de imágenes de la otredad, contribuyendo a elaborar un “saber” sobre los modos de vida de las
clases subalternas y así aplacando su peligrosidad.
Concentrémonos en una crónica de Eduardo Wilde, “Sin rumbo”, titulada como la novela posterior
de E. Cambaceres: “Caminando, caminando, me fui hasta las orillas de la ciudad, cerca de las quintas
[...]. Por los alrededores se ven hombres y mujeres que habitaron antes el centro y que la ciudad, en su
eterno flujo y reflujo, ha arrojado a las orillas”.42 La primera marca de diferenciación del otro es su caren-
cia de propiedad, su carencia del interior que define al sujeto que sale de paseo:
Más allá se diseminan las casas pequeñas y los pequeños ranchos, con sus ventanas micros-
cópicas y dislocadas, por las cuales se ve un interior vacío y desposeído, donde una familia sin
genealogía gestiona el expediente de su vida hambrienta (énfasis nuestro, p. 122).
99-105.
[un mendigo] me abordó, pidiéndome céntimos para completar [...] un capital destinado al
sustento de ese día. Yo había salido a ver la naturaleza siempre bella y a resolver ideas en mi
cabeza, mientras recogía con mis sentidos los variados aspectos. El pobre caballero me lo des-
compuso todo cambiando el curso de mis pensamientos (énfasis nuestro, p. 124).
Ahora internémonos en los bajos fondos de la ciudad de Buenos Aires; veamos cómo operan
los “caballeros del vicio” y del delito: sorprendámoslos en sus siniestros conciliábulos; recorra-
mos los antros en que se reúnen para deliberar o para gozar de los beneficios de su parasitis-
mo; escuchemos sus conversaciones; examinémolos en todos los detalles de su personalidad.
Será necesario, para ello, sacrificar muchas conveniencias y, sobre todo, vencer profundas
repugnancias; pero, hagámoslo, y al final de la jornada, de seguro que no habrá para aquellos,
en lo íntimo de nuestro yo, un sentimiento de odiosidad ni un deseo de venganza [...].43
43 Eusebio Gómez, La mala vida en Buenos Aires (Buenos Aires: Juan Roldán, 1908), pp. 39-40.
44 Georg Simmel, “Prostitution” (1907), On Individuality and Social Forms, edición de D. N. Levine (Chicago: The University of
Chicago Press, 1971), pp. 121-126.
Es un barrio lejano, sórdido y casi desierto. En el suelo, lleno de agua, las raras luces del alum-
brado público se reflejan con livideces espectrales.
Por la acera, verdadera “vereda”, como se dice aquí, marchamos a saltos sobre los charcos [...]
Mas no son muchachas de Francia, no, ni tampoco gracias finas y estilizadas lo que vamos a
ver, sino flores naturales del fango porteño y ondulaciones porteñas48 (énfasis nuestro).
No le hacía falta ver al cronista una prostituta estilizada: la estilización —carnet de identidad “lite-
rario”— es lo que su discurso le proveería al mundo representado, dominándolo. Sobre la miseria des-
piadada de la ciudad se impone el mapa de la otra ciudad, estrictamente libresca:
Pero lo extraño, lo inexplicable, es que el tango que esta noche veo en este bajo y vil bouge de
Buenos Aires no se diferencia del tango parisiense en ningún detalle esencial. Las bailadoras
de Luna-Park son, de fijo, más hermosas, más lujosas, más graciosas y más airosas que las de
aquí. El baile es el mismo. ¿Consistirá tal fenómeno en que la influencia del refinamiento pari-
siense ha llegado ya hasta tan miserable y lejano arrabal? (pp. 176-177).
¿Dónde está la ciudad? [...] –¿Dónde está la ciudad? [...] Yo también me lo pregunto cuando, en
ciertas tardes tibias, me pierdo gustoso, guiando un cochecito minúsculo, sin rumbo fijo, por
entre las frondas de las avenidas (p. 233).
En la orilla derecha, por la enorme arteria del bulevar, los vehículos lujosos pasan hacia los tea-
tros elegantes. Luego son las cenas de los cafés costosos, en donde las mujeres del mundo que
se cotizan altamente se ejercen en su tradicional oficio de deslumbrar al pichón. [...]
Cerca de la Magdalena y de la plaza de la Concordia, está el lugar famoso que tentara la pluma
¿No podría hablarse, partiendo de esa descripción de las prostitutas con “túnicas” y “fastuosos pena-
chos”, de una prostitución modernista? Por cierto, en esa crónica es notable cómo tras describir a la pros-
tituta, Darío reflexiona sobre la mercantilización del arte, uno de sus tópicos favoritos. Nuevamente:
París nocturno es luz y único, deleite y armonía: y, hélas delito y crimen [...] Sabe que con el oro
todo se consigue, en las horas doradas de la villa de oro, en donde el Amor transforma ese rin-
cón de alegría, en donde hace algunos años todavía se soñaba sueños de arte y se amaba con
menos interés [...] se dice que los artistas de hoy, los mismos artistas, no piensan más que en la
ganancia [...] (p. 1056).
De la prostitución a la mercantilización del arte: el desliz, en Darío, es constante, y nos obliga a sos-
pechar, de entrada, que en la prostituta el cronista proyectaba algunas de las condiciones de posibili-
dad de su propia práctica. Porque, ¿no es la crónica, precisamente, una incorporación del arte al mer-
cado, a la emergente industria cultural? ¿Y no era la mercantilización, según el idealismo profesado por
muchos modernistas, una forma de prostitución?
Un extraño paseo —paseo-esquizo, habría que añadir— del poeta Fernández en De sobremesa de
J. A. Silva, intensifica la sugerencia:
Eran las doce menos veinte minutos cuando salí al boulevard y me confundí con el río humano
que por él circulaba. [...] Caminé durante un cuarto de hora con paso bastante firme y... ¿Cartas
transparentes?, me dijo un muchacho, que guardó el obsceno paquete al volverlo a mirar.
La luz de las ventanas de una tienda de bronces me atrajo, y caminando despacio, porque sen-
tía que las fuerzas me abandonaban, fui a pararme al pie de una de ellas.
Una mujer pálida y flaca, con cara de hambre, las mejillas y la boca teñidas de carmín, me
hizo estremecer de pies a cabeza al tocarme la manga del pesado abrigo de pieles que me
envolvía, y sonó siniestramente en mis oídos el pssit, pssit, que le dirigió a un inglés obeso y
sanguíneo. [...] Me fijé luego en la ventana [...] Me pareció que estaba preso entre dos muros
de vidrio y que jamás podría salir de allí. [...] Espesa niebla flotó ante mis ojos, una neuralgia
violenta me atravesó la cabeza de sien a sien, como un rayo de dolor, y caí desplomado sobre
el hielo.50
49 Rubén Darío, “París nocturno”, Obras completas, cuentos y novelas, IV (Madrid, Afrodisio Aguado, 1955), pp. 1053-1054.
50 J. A. Silva, De sobremesa (1896) (Bogotá: Editorial de Cromos, 1920), pp. 156-158.
De los techos de las casas de vecindad, que son las más en los barrios pobres, cuelgan racimos
de piernas.
De abajo, de muy abajo, se ve allá, en las alturas de un séptimo piso, una camisa colorada que
empina un jarro lleno de cerveza, como una gota de sangre en que ha caído otra de leche.
La luna da tintes de azufre a las cabelleras amarillas, y vetea de bilis las caras pálidas. De una
chimenea a otra, buscando ladrillos menos calientes donde reclinarse, pasan medio desnudos,
como duendes, los trabajadores exhaustos, enmarañado el pelo, la boca caída, jurando y tam-
baleando, quitándose con las manos los hilos de sudor, como si fuesen destejiendo las entra-
Ahí es comparable la distancia enfática que separa al sujeto del objeto representado, el cuerpo
obrero. Distanciamiento semántica e ideológicamente cargado, notable asimismo en el estilo grotesco
(nada celebratorio) de la descripción. La fragmentación, como rasgo del otro, atraviesa la disposición
descriptiva misma. Pero igualmente notable es la ausencia de embellecimiento de la miseria. El cuerpo
del otro —conjunto de fragmentos— aparece en oposición amenazante para el sujeto, pero permane-
ce indomesticado. La miseria ahí no es pintoresca o dócil, en contraste a la retórica del paseo de Wilde
o Gómez Carrillo. La crónica martiana no decora, no resuelve las tensiones de la ciudad: al contrario
—muy por el reverso de los patrones de la prosa estilizada que domina en la crónica modernista—
parecería que la fragmentación del cuerpo del otro contamina, con su violencia, el espacio mismo del
discurso, el lugar seguro del sujeto que a la vez reclama distancia.
Ya hacia 1881, sus primeros textos sobre Nueva York —donde Martí por cierto no era un turista—
registraban su ambigua posición ante las culturas marginales y obreras de la ciudad. Posición de distan-
cia, y hasta de miedo, pero al mismo tiempo de afiliación:
Amo el silencio y la quietud. El pobre Chatterton tenía razón cuando añoraba desesperada-
mente las delicias de la soledad. Los placeres de las ciudades comienzan para mí cuando los
motivos que les producen placer a los demás se van desvaneciendo. El verdadero día para
mi alma amanece en medio de la noche. Mientras hacía anoche mi paseo nocturno habitual
muchas escenas lastimosas me causaron pena. Un anciano vestido en aquel estilo que revela
al mismo tiempo la buena fortuna que hemos tenido y los tiempos malos que comienzan para
nosotros, se pasea silenciosamente debajo de un farol callejero. Sus ojos, fijos sobre las perso-
nas que pasaban, estaban cuajados de lágrimas [...]. No podía articular una sola palabra (OC,
XIX, 126).
La historia que vamos viviendo es más difícil de asir y contar que la que se espuma en los
libros de las edades pasadas: ésta se deja coronar de rosas, como un buey manso: la otra, res-
baladiza y de numerosas cabezas como el pulpo, sofoca a los que la quieren reducir a forma
viva. Vale más un detalle finamente percibido de lo que pasa ahora, vale más la pulsación sor-
prendida a tiempo de una fibra humana, que esos rehervimientos de hechos y generalizacio-
nes pirotécnicas tan usadas en la prosa brillante y la oratoria [...]
[Cuando] se habla mano a mano en las plazas con el desocupado hambriento, en el ómnibus
con el cochero menesteroso, en los talleres finos con el obrero joven, en sus mesas fétidas
con los cigarreros bohemios y polacos [...], entonces vuelven a entreverse con realidad terrible
las escenas de horror fecundo de la revolución francesa, y se aprende que en Nueva York, en
Chicago, en San Luis, en Milwaukee, en San Francisco, fermenta hoy la sombría levadura que
sazonó con sangre el pan de Francia.51
La crónica le permitió a Martí una salida —desterritorializada— a la calle. Le permitió una crítica
del libro, así como una reflexión, muy avanzada, sobre los riesgos de la voluntad autonómica de la lite-
ratura. Crítica del interior, ya proyectada en sus minuciosos testimonios de la cotidianidad capitalista,
hechos a veces con la misma materia verbal, fragmentada y derivada, de la ciudad moderna.
51 Martí, Nuevas cartas de Nueva York, edición de E. Mejía Sánchez (México: A Siglo XXI, 1980), p. 79.
IV
La ciudad modernizada
La modernización que se inaugura hacia 1870, fue la segunda prueba a que se vio sometida la ciu-
dad letrada, mucho más riesgosa que la anterior pero, al mismo tiempo, por la ampliación del circuito
letrado que presenció, más rica de opciones y de cuestionamientos.
Las gacetas populares de la imprenta de Antonio Vanegas Arroyo, en México, (muchas ilustradas
por José Guadalupe Posada), como las hojas sueltas y revistas gauchescas en el Río de la Plata, hicie-
ron fuego sobre los “doctores”. Nuevamente, como cuando la Emancipación, un sector recientemente
incorporado a la letra desafiaba el poder.
También lo hicieron los nuevos intelectuales, en especial los pedagogos que estaban surgiendo
y retomaban, sin haberla conocido, la lección de Simón Rodríguez. En su libro De la legislación escolar
(1876), el educador uruguayo José Pedro Varela, arremetía contra ellos y contra la Universidad que los
producía: “Como clase, los abogados no son mejores que las otras profesiones, ni más morales, ni más
justos, ni más desprendidos, ni más patriotas; pero son más atrasados en sus ideas y más presuntuo-
sos”.1 Los atacaba porque pertenecían a esas clases que, decía, “son las que hablan, las que formulan
las leyes, las que cubren de dorados la realidad”, comprobando la disociación entre las dos ciudades:
los universitarios no interpretaban ni representaban en sus escritos la realidad, sino que la cubrían de
dorados.
Con perspicacia mayor que la de José Martí, quien en 1891 hablaría de “letrados artificiales” opo-
niéndoles —fuera de tiempo— un “hombre natural” al que sabrían interpretar los caudillos que sobre
tales hombres naturales edificarían sus dictaduras, José Pedro Varela comprueba que los doctores uni-
versitarios habían venido engranando cómodamente en el poder de los caudillos y que “el espíritu uni-
versitario encuentra aceptable ese orden de cosas, en el que reservándose grandes privilegios y pro-
porcionándose triunfos de amor propio, que conceptúa grandes victorias, deja entregado el resto de la
sociedad al gobierno arbitrario”.2 Era la crítica, desde las nuevas tiendas racionalistas y, pronto, positivis-
tas, del medio siglo posterior a la Emancipación en que se había reconstruido la ciudad letrada median-
te dos equipos intelectuales —conservadores y liberales— que se turnaron en el poder y concluyeron
en una amalgama liberal-conservadora que ya reconocía hacia 1862 en Colombia, José María Samper.3
Bajó la advocación de Spencer, Pestalozzi o Mann, la manera de combatir a la ciudad letrada y dis-
minuir sus abusivos privilegios consistió en reconocer palmariamente el imperio de la letra, introdu-
ciendo en ella a nuevos grupos sociales: es el origen de las leyes de educación común que se extienden
por América Latina desde la que en 1876 redacta el mismo Varela y, desde la misma fecha, la progresi-
va transformación de la Universidad que al incorporarse al positivismo se amplía con escuelas técnicas
que atemperan la hegemonía de abogados y médicos. Dos curvas estadísticas remontan en el perío-
Titulo este libro con el nombre de los antiguos cantores errantes que recorrían nuestras cam-
pañas trovando romances y endechas, porque fueron ellos los personajes más significativos
en la formación de nuestra raza. Tal cual ha pasado en todas las otras del tronco greco-latino,
aquel fenómeno inicióse también aquí con una obra de belleza. Y de este modo fue su agente
primordial la poesía, que al inventar un nuevo lenguaje para la expresión de la nueva entidad
espiritual constituida por el alma de la raza en formación, echó el fundamento diferencial de la
patria.17
Es un manifiesto arcaizante e idealizante que combina los lugares comunes de la retórica patrióti-
ca, agregándoles énfasis: “cantores errantes”, “trovando romances”, “nuestra raza”, “tronco greco-latino”,
“entidad espiritual”, “alma de la raza”, patria al fin. En el mismo prólogo se comprueba la base realista
en oposición a la cual se formula este discurso: corresponde a los inmigrantes del sector inferior de la
sociedad que estaban metidos en la misma ciudad y habían demostrado su capacidad para la produc-
ción oral y escrita:
La plebe ultramarina que a semejanza de los mendigos ingratos, nos armaba escándalo en el
zaguán, desató contra mí al instante sus cómplices mulatos y sus sectarios mestizos. Solemnes,
tremebundos, inmunes con la representación parlamentaria, así se vinieron. La ralea mayorita-
ria paladeó un instante el quimérico pregusto de manchar a un escritor a quien nunca habían
tentado las lujurias del sufragio universal.18
Esta “plebe ultramarina” ya había producido los sainetes teatrales y sobre todo ya había modelado,
con múltiples y dispares contribuciones, una expresión musical y poética de arrasadora influencia en
la ciudad: el tango. Su vitalidad en la época en que hablaba Lugones, su plebeyismo urbano, su des-
enfadado encabalgamiento entre la oralidad y una torpe escritura, su ajenidad de los círculos cultos,
pero más que nada su incontenible fuerza popular, hacían que fuera imposible incorporar el tango a los
órdenes rígidos de la ciudad letrada. Tendría que esperar su ocaso a mediados de siglo para que tam-
bién fuera recapturado por la escritura y transportado a mito urbano.
La otra magna operación de la ciudad letrada tuvo que ver con la ciudad misma y fue por lo tanto
más ardua y sutil que la cumplida con las culturas orales de la vida rural. La concentración de la urbe
remedaba la concentración del poder que ocupaba su centro, pero también abarcaba dispares fuer-
zas que estaban en tensión y amenazaban sin cesar con una erupción de violencia que subvertiría la
estructura jerárquica. La ciudad real era el principal y constante opositor de la ciudad letrada, a quien
1 De la legislación escolar. Montevideo, Imprenta de El Nacional, 1876, pp. 81-2. Asimismo, en p. 64, denuncia como falsa la
contradicción caudillaje-civilismo que enarboló el liberalismo: “Nuestra organización política, sin embargo, con su com-
plicado mecanismo, con su multiplicidad de funciones y funcionarios, supone una población ilustrada y educada en la
práctica de las instituciones democráticas, de manera que de aquella realidad y de esta suposición resulta que vivimos
en un engaño y una mentira permanente. Una cosa dicen las leyes y otra los hechos; a menudo las palabras son bellas y
los actos malos, y a menudo también la mentira oficial no es ni más audaz ni más evidente que la mentira de los partidos
que se hallan fuera del poder”.
2 Ibidem, p. 68. En el mismo sentido, en p. 85: “En las palabras suele haber pues, antagonismo: pero en la realidad existe
la unión estrecha de dos errores y de dos tendencias extraviadas, el error de la ignorancia y el error del saber aparente y
presuntuoso: la tendencia autocrática del jefe de campaña, y la tendencia oligárquica de una clase que se cree superior.
Ambos se auxilian mutuamente: el espíritu universitario presta a las influencias de campaña las formas de las sociedades
cultas, y las influencias de campaña conservan a la Universidad sus privilegios y el gobierno aparente de la sociedad”.
3 José María Samper, Historia de un alma, Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, 1948, 2 vols., t. II, pp. 171-78,
referidas a su amistad con Torres Caicedo: “yo iba creyendo que sí podía haber un liberalismo conservador o un conser-
vatismo liberal aceptable para todos los hombres patriotas, sinceros y desinteresados en su amor al bien”.
4 Richard M. Morse (con Michael L. Connif y John Wibel): The Urban Development of Latin America, 1750-1920. Stanford, Cen-
ter for Latin American Studies, 1971; Nicolás Sánchez Albornoz, La población de América Latina, Madrid, Alianza Universi-
dad, 1977, cap. 5 “Gobernar es poblar”.
5 José Luis Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, México, Siglo XXI, 1976, p. 252.
6 Claudio Véliz, The Centralist Tradition of Latin America, Princeton, Princeton University Press, 1980, pp. 234-5.
7 Darcy Ribeiro, Las Américas y la civilización, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1972 (2a ed. rev.) p. 468.
8 Justo Sierra, Obras Completas, México, UNAM, 1977 (ed. Agustín Yáñez), t. IV, Periodismo político. A su campaña política de
1878 en La libertad, corresponde también esta declaración de principios que puede vincularse a la citada del colombiano
Samper: “Declaramos, en consecuencia, no comprender la libertad, si no es realizada dentro del orden, y somos por eso
conservadores; ni el orden, si no es el impulso normal hacia el progreso, y somos, por tanto liberales” (t. IV, p. 146).
9 Rui Barbosa, Obras completas, Rio de Janeiro, Ministerio da Educação e Saúde, 1953, vol. XXIX, t.II, pp. 92-3: “Com que
outra coisa, a não ser comas palavras, se haviam de fazer as leis? Vida, propiedade, honra, tudo quanto nos é mais preci-
so, dependerá sempre da seleção das palabras” (Ibidem, t. III, p. 304).
10 V. su ensayo “As línguas castelhana e portuguesa na América” (1906) en Impressões da América Espanhola (1904-1906), Rio
de Janeiro, José Olympio, 1953 (ed. Manoel Da Silveira Cardozo).
La crisis de 1930 unificó visiblemente el destino latinoamericano. Cada país debió ajustar las rela-
ciones que sostenía con los que, en el exterior, le compraban y le vendían, y atenerse a las condiciones
que le imponía el mercado internacional: un mercado deprimido, en el que los más poderosos lucha-
ban como fieras para salvar lo más posible de lo suyo aun a costa de ahogar en el fango a sus amigos
de ayer. Comenzaba una era de escasez que se advertiría tanto en las ciudades como en las áreas rura-
les. La escasez podía negar a ser el hambre y la muerte. Pero fue, además, el motor desencadenante de
intensos y variados cambios. De pronto pareció que había mucha más gente, que se movía más, que
gritaba más, que tenía más iniciativa; más gente que abandonaba la pasividad y demostraba que esta-
ba dispuesta a participar como fuera en la vida colectiva. Y de hecho hubo más gente, y en poco tiem-
po se vio que constituía una fuerza nueva que crecía como un torrente y cuyas voces sonaban como un
clamor. Hubo una especie de explosión de gente, en la que no se podía medir exactamente cuánto era
el mayor número y cuánta era la mayor decisión de muchos para conseguir que se contara con ellos y
se los oyera. Una vez más, como en las vísperas de la emancipación, empezó a brotar de entre las grie-
tas de la sociedad constituida mucha gente de impreciso origen que procuraba instalarse en ella; y a
medida que lo lograba se trasmutaba aquélla en una nueva sociedad, que apareció por primera vez en
ciertas ciudades con rasgos inéditos. Eran las ciudades que empezaban a masificarse.
Todo se gestó desde la época de la primera guerra mundial y a lo largo de los diez años que le
siguieron. Los países europeos y los Estados Unidos ajustaban trabajosamente sus economías, en parte
para restañar sus heridas y en parte para situarlas en la posición más ventajosa desde allí en adelan-
te. Pero la tarea era difícil y en 1929 el complejo armazón financiero y monetario de los vencedores se
sacudió con inusitada violencia. El crac de la bolsa de Nueva York desarticuló todo el sistema y arrastró
casi instantáneamente a las piezas menores. Poco después comenzaron a advertirse las consecuencias
secundarias de la catástrofe, que afectaban a la economía misma, y los protagonistas del drama resol-
vieron actuar drásticamente para salvarse.
Entre los pasos que dieron, uno muy importante fue ajustar cada uno sus relaciones con los países
de su periferia, en los que vendían productos manufacturados y compraban materias primas. Las ven-
tas se retrajeron y los precios se desbarrancaron. El pánico multiplicó los efectos del nuevo plan y a las
consecuencias económicas de la crisis se sumaron los efectos sociales y políticos.
Era inevitable que los poseedores latinoamericanos de la riqueza repitieran la maniobra de que
habían sido víctimas. Reducidos a aceptar las condiciones del mercado internacional, procuraron ajus-
tar la vida interna de cada uno de sus países para que los perjuicios no tuvieran que pagarlos ellos solos
y, de ser posible, que los pagaran exclusivamente los demás. Hubo revoluciones, cambios en la política
1. LA EXPLOSIÓN URBANA
En las primeras décadas del siglo XX se produjo en casi todos los países latinoamericanos, con dis-
tinta intensidad, una explosión demográfica y social cuyos efectos no tardaron en advertirse. Más se
tardó en identificar el fenómeno y más todavía en distinguir lo estrictamente demográfico de lo social.
Hubo, notoriamente, un crecimiento de la población con decidida tendencia a sostenerse y acrecentar-
se. Pero inmediatamente comenzó a producirse un intenso éxodo rural que trasladaba hacia las ciuda-
des los mayores volúmenes de población, de modo que la explosión sociodemográfica se trasmutó en
una explosión urbana. Con ese rostro se presentó el problema en las décadas que siguieron a la crisis
de 1930.
En México, la revolución de 1910 desató un proceso de desarraigo rural que se canalizó, a partir
de 1920, en una decidida marcha hacia las ciudades: documenta el fenómeno la vasta novelística de la
revolución, a partir de Los de abajo de Mariano Azuela, publicada en 1916, y de La sombra del caudillo,
que publicó Martín Luis Guzmán en 1929. En el Perú, en la década de 1920, comenzaron los serranos
a bajar hacia Lima por el camino que se había abierto desde Puquio. “Al mismo tiempo —relata José
María Arguedas en Yawar Fiesta— por todos los caminos nuevos bajaron a la capital los serranos del
Norte, del Sur y del Centro”. La crisis de las salitreras llevaron millares de desocupados a las ciudades
chilenas; la de la agricultura pampeana a las ciudades argentinas; la del café y la sequía de los sertones
a las ciudades brasileñas. En casi todas partes aparecieron los mismos hechos. Explosión demográfica
y éxodo rural se combinaron para configurar un fenómeno complejo e incisivo, en el que se mezclaba
diabólicamente lo cuantitativo y lo cualitativo, cuyo escenario serían las ciudades elegidas para la con-
centración de esos inmigrantes desesperados y esperanzados a un tiempo.
Prolíficos en sus lugares de origen, los inmigrantes lo siguieron siendo en las ciudades en las que
se fijaron y donde constituyeron un conjunto agregado, perdido en la complejidad de la sociedad tra-
dicional. Una vez instalados, siguieron aumentando en número. Familias numerosas se arracimaban en
los antiguos barrios pobres o en las zonas marginales de las ciudades, acaso agrupadas por afinidades
de origen los de un mismo pueblo o una misma región. Y a medida que el grupo crecía, su presencia se
hacía más visible y alertaba acerca del fenómeno demográfico que se estaba produciendo. Si alguno
3. METRÓPOLI Y RANCHERÍOS
En poco tiempo, aquellas ciudades donde se había constituido una sociedad escindida empezaron
a revelar en sus estructuras físicas la peculiaridad de su estructura social. Construida originariamente a
cierta escala, se había ensanchado luego para dar cabida a la sociedad burguesa, y había sido provista
de una moderna infraestructura de servicios suficiente para su número. Pero la explosión urbana modi-
ficó ese número y la ciudad física amenazó con explotar también.
En un principio —en el shock originario—, el número fue lo que alteró el carácter de la ciudad, y lo
que atrajo la atención acerca de que algo estaba cambiando. Se vio más gente en las calles; empezó a
ser trabajoso encontrar casa o departamento; comenzaron a aparecer viviendas precarias en terrenos
baldíos, que muy pronto constituyeron barrios; se hizo difícil tomar un tranvía o un autobús. Pero no
se tardó mucho en advertir que empezaba a cambiar el comportamiento de la gente en las calles, en
los vehículos públicos, en las tiendas. Antes se podía ceder cortésmente el paso. Ahora era necesario
empujar y defender el puesto, con el consiguiente abandono de las formas que antes caracterizaban
la “urbanidad”, esto es, el conjunto de reglas convencionales propio de la gente educada que habitaba
tradicionalmente la ciudad. De pronto se descubrió que para entrar en un cine había que hacer cola.
El número cambió la manera de moverse dentro de la ciudad. Las estrechas calles del casco viejo
resultaron insuficientes para la creciente concentración de personas. ¿Cómo detenerse a conversar con
un amigo en el centro financiero de la ciudad? Hasta las calles tradicionales de paseo —desde la calle
Florida de Buenos Aires hasta la calle del Conde en Santo Domingo— empezaron, más tarde o más
temprano, a ponerse nerviosas. Poco a poco se descubría que nadie conocía a nadie. El número sobre-
pasó las posibilidades del transporte urbano. Aumentaron los automóviles, desaparecieron los tranvías
para ser reemplazados por más ágiles autobuses, pero a casi todas las horas, y especialmente en las de
pico, hubo que contar con un rato largo para salir del centro con el propio automóvil y acaso con otro
más largo para hacer la cola en la parada del autobús. El subterráneo se transformó en una necesidad
5. MASIFICACIÓN E IDEOLOGÍA
No sólo suscitó la masificación esas transformaciones que se operaron en las formas de vida de los
distintos grupos de la sociedad escindida. También suscitó una renovación profunda y sutil de las ideo-
logías que sustentaron a las nuevas situaciones y les propusieron vías de salida en relación con el juego
de los distintos factores que operaban en la vida social, económica y política. Nadie quedó ajeno a esa
sacudida que conmovió las opiniones tradicionales.
Capítulo VII
SENTIMIENTOS MECÁNICOS
“Lentamente, a través de una mezcla de moralidad, espíritu práctico e insatisfacción ante el gusto
burgués”, observa Brent Brolin, historiador de los estilos arquitectónicos, “la estética de las formas exac-
tas de la máquina ha ganado prestigio”. Presagiando el argumento de Adolf Loos en “Ornamento y Cri-
men”, el darwinista social Herbert Spencer vio el desarrollo de una estética de la máquina como signo
del avance de la civilización, el emblema de un orden superior.2 Antes consideradas simples y utilitarias,
las fábricas y las plantas de energía comenzaron a asumir una posición “clásica”, como modelos de “sim-
plicidad estructural y proporción armoniosa”.3
Para muchos europeos, Norteamérica sirvió como un faro que iluminaba el futuro estético. Europa
cargaba aún el fardo de su pasado feudal. Su imaginería estaba aún directamente influida por una aris-
tocracia poderosa, aunque “degenerada”. Sin embargo, Estados Unidos ofrecía una conexión más pro-
gresiva con la historia, que miraba más hacia el futuro que hacia el pasado. Mientras los estaduniden-
ses advenedizos intentaban rodearse de los elementos de la cultura europea “elevada”, su linaje estaba
cuestionado. Sus vínculos con las tradiciones de la elegancia y el lujo resultaban intentos poco convin-
centes. Por otra parte, la separación de América y Europa permitía a esta última desarrollar una cultura
utilitaria por sí misma, sin tener que permanecer, continuamente, en ceremonias.
En 1864, un inglés que visitaba Estados Unidos descubrió las semillas no deliberadas de una nueva
estética en los surcos regulares de la tecnología industrial:
Para Le Corbusier, la esfera visual de la vida cotidiana necesitaba reconciliarse con las realidades
de la fábrica, reformulada en torno a los principios estéticos derivados de las prioridades de la inge-
niería corporativa. “Inspirado por la ley de la economía y gobernado por el cálculo matemático”, el
ingeniero representaba la vanguardia fortuita de un nuevo, y cada vez más “universal”, orden social.
Su misión escueta —coordinar elementos dispares de producción en un aparato bien aceitado y de
funcionamiento perfecto— era generar dispositivos y estructuras adecuados para lograr la armonía
social. Entendiendo el estilo moderno como un recurso para la socialización bien regulada, él proponía
como esencial “crear el espíritu de la producción en serie” en la vida diaria de la población industrial.16
“Si desafiamos el pasado, aprenderemos que los ‘estilos’ ya no existen más para nosotros, que ha apa-
recido un estilo perteneciente a nuestro propio periodo; y que ha ocurrido una revolución”. El hogar
Arquitectura o Revolución.
La Revolución puede ser evitada.18
Las pautas utilitarias que regían la ingeniería, arraigadas en el ascenso de la corporación industrial
moderna, provocaban el surgimiento de una nueva estética del poder: calibrada, francamente geomé-
trica, escueta, sustentada en la sincronía de las partes móviles. Contra los restos osificados del pasado
ornamental, ésta proyectaba un aura de vitalidad y movimiento. Particularmente en Europa, donde el
bagaje de la historia había elevado los estilos aristocráticos a un pedestal sagrado, este nuevo universo
prometía conceder honores al presente, glorificar las demandas corporativas al futuro. Desde principios
del siglo XX, las corporaciones europeas y norteamericanas siguieron la directriz establecida por Peter
Behrens y Walter Rathenau en la AEG, adoptando y promulgando la estética de la línea fundamental.
Alguna vez rebajado como imitador advenedizo de grandezas a las que no tenía derecho legítimo, el
capitalista tomó posesión de lo suyo. Los valores y prioridades corporativas no tenían que ocultarse
más en un escudo de respetabilidad inapropiada, sino que comenzaban a asumir su propia iconografía,
que encerraba los contornos modernos de la vida económica.
Pero no sólo los diseñadores corporativos veían en la estética mecánica el estilo del futuro, el esti-
lo para todas las épocas. Como en la mayoría de los movimientos revolucionarios, las fuerzas que se
combinaron para atacar al antiguo régimen estaban compuestas por una alianza extraña y agitada. Si
la nueva estética ponía en primer plano las estructuras de la corporación industrial, también se dirigía a
muchos otros que buscaban liberar al futuro de las cargas del pasado.
Para algunos, el atractivo de la estética mecánica estaba en su abierto ataque a la imaginería de
la inequidad social, su celebración de un aparato industrial que podía producir, como nunca antes, los
recursos del bienestar material universal. Dentro del moderno aparato de producción —a pesar de sus
Ésta es la raíz del socialismo, la liquidación final del feudalismo. Es la máquina que despertó al
proletariado. Debemos eliminar la máquina si queremos eliminar el socialismo. Pero sabemos
que no hay una cosa semejante al retroceso de la evolución. Éste es nuestro siglo: tecnología,
máquina, socialismo. Fabriquen su tranquilidad con ello; carguen con su tarea.24
Si la máquina había creado las condiciones inevitables para el socialismo, el arte constructivis-
ta podía despertar una nueva conciencia comunitaria entre el proletariado. Esbozando ideas después
popularizadas por Marshall McLuhan, Moholy afirmaba que la era de la palabra impresa había llegado a
su fin. “Las palabras son pesadas, oscuras”, sostenía. “Su significado es evasivo para la mente no entrena-
da”. La imaginería visual, por otra parte, habla “el lenguaje de los sentidos”. El constructivismo, como la
expresión visual de la era de la máquina, habla el lenguaje desencadenado de las verdades esenciales.
Aunque sus obras e ideas juveniles estaban identificadas con los ideales socialistas, la carrera pos-
terior de Moholy-Nagy sólo nos recuerda la afinidad entre los modernismos corporativo y radical. Las
mismas imágenes que al principio de su vida habían arrancado las fachadas del pasado, para revelar
la inevitabilidad del socialismo, se volvieron esenciales para las visiones del futuro que fueron promul-
El color y el diseño modernos estilizan, no sólo productos hasta ahora habituales en la clase del
estilo —sedas, grabados, telas, textiles, trajes, sombreros, zapatos y ropa deportiva—, sino tam-
bién papeles para escribir y sobres sociales, alimentos, automóviles, materiales para construc-
ción, muebles para el hogar, portadas de libros, decoración de interiores, mobiliario y baratijas.28
* En los países anglosajones, el término modernism (modernismo) designa en general a las vanguardias artísticas de prin-
cipios de siglo. (N. del E.)
La Ciudad del Globo Cautivo [...] es la capital del Ego, donde la ciencia, el
arte, la poesía y ciertas formas de locura compiten en condiciones ideales
por inventar, destruir y restaurar el mundo de la realidad fenomenal [...].
Manhattan es el producto de una teoría no formulada, el manhattanismo,
cuyo programa [es] existir en un mundo totalmente fabricado por el
hombre, vivir dentro de la fantasía [...]. La ciudad entera se convirtió en
una fábrica de experiencia hecha por el hombre, donde lo real y lo natural
dejaron de existir.
[...] La disciplina bidimensional de la Cuadrícula crea una libertad nunca
soñada para la anarquía tridimensional [...]. La ciudad puede ser al mismo
tiempo ordenada y fluida, una metrópoli de rígido caos.
[...] Una isla mítica donde la invención y la comprobación de un estilo de
vida metropolitano, y su arquitectura concomitante, podrían ser realizadas
como experimento colectivo [...]. Unas islas Galápagos de nuevas tecnolo-
gías, un nuevo capítulo en la supervivencia de los más aptos, esta vez una
batalla entre especies de máquinas [...].
Rem Koolhaas, Delirious New York
Le Corbusier, L’urbanisme
Uno de los temas centrales de este libro ha sido el destino de “todo lo sólido” en la vida moderna:
“desvanecerse en el aire”. El dinamismo innato de la economía moderna, y de la cultura que nace de
esta economía, aniquila todo lo que crea —ambientes físicos, instituciones sociales, ideas metafísicas,
visiones artísticas, valores morales— a fin de crear más, de seguir creando de nuevo el mundo
infinitamente. Esta fuerza arrastra a todos los hombres y las mujeres modernos a su órbita, y los obliga
a abordar la cuestión de qué es esencial, qué es significativo, qué es real en la vorágine en que vivimos
y nos movemos. En este capítulo final, quiero incluirme en el cuadro y explorar y situar algunas de las
corrientes que fluyen por mi propio entorno moderno —la ciudad de Nueva York— y que han dado
forma y energía a mi vida.
Durante más de un siglo, la ciudad de Nueva York ha servido como centro internacional de
comunicaciones. La ciudad no solamente se ha convertido en un teatro, sino en una producción, en
una presentación en diversos medios cuyo público es el mundo entero. Esto ha dado una resonancia
y una profundidad especial a mucho de lo que aquí se hace y dice. Buena parte de la construcción y
el desarrollo de Nueva York durante el siglo pasado debe ser visto como una acción y comunicación
simbólica: no ha sido concebida y ejecutada simplemente para satisfacer unas necesidades políticas y
económicas inmediatas, sino —lo que es al menos igual de importante— para demostrar al mundo
entero lo que pueden construir los hombres modernos y cómo puede ser imaginada y vivida la vida
moderna.
Muchas de las estructuras más impresionantes de la ciudad fueron planificadas específicamente
como expresiones simbólicas de la modernidad: Central Park, el puente de Brooklyn, la Estatua de la
Libertad, Coney Island, muchos rascacielos de Manhattan, el Rockefeller Center y muchas más. Otras
áreas de la ciudad —el puerto, Wall Street, Broadway, el Bowery, el Lower East Side, Greenwich Village,
Harlem, Times Square, Madison Avenue— han adquirido peso y fuerza simbólicos con el transcurso del
tiempo. El impacto acumulativo de todo esto es que el neoyorquino se encuentra en medio de una
selva de símbolos baudelairiana. La presencia y profusión de estas formas gigantescas hacen de Nueva
York un lugar extraño y rico para vivir. Pero también hacen de ella un lugar peligroso, pues sus símbolos
y simbolismos luchan interminablemente entre sí por el sol y la luz, se esfuerzan por aniquilarse unos
a otros y se desvanecen juntos en el aire. Por lo tanto, si Nueva York es una selva de símbolos, es una
selva en la que las hachas y las excavadoras están siempre en funcionamiento y las grandes obras caen
constantemente por tierra, en la que los marginados pastorales encuentran ejércitos fantasma, y los
Trabajos de amor perdidos se interrelacionan con Macbeth, en la que surgen continuamente nuevos
significados junto con los árboles edificados y caen con ellos.
Comenzaré esta sección con un análisis de Robert Moses, cuya carrera pública se extiende desde
* Festividad judía que señala el momento en que un niño —a los trece años— puede ser considerado adulto en algunos
aspectos. [N. T.].
1 Estas declaraciones son citadas por Robert Caro en su monumental estudio, The power broker: Robert Moses and the fall of
New York, Knopf, 1974, pp. 849, 876. El pasaje del “hacha de carnicero” ha sido tomado de las memorias de Robert Moses,
Public works: a dangerous trade, McGraw-Hill, 1970. La valoración de Moses de la autopista del Bronx fue realizada en una
entrevista con Caro. The power broker es la fuente principal de mi relato acerca de la carrera de Moses. Véase también mi
artículo sobre Caro y Moses, “Buildings are judgement: Robert Moses and the romance of construction”, Ramparts, marzo
de 1975, y el simposio en el número de junio.
2 Discurso ante la Junta de Urbanismo de Long Island, 1927, citado en Caro, p.275.
* Pero el espíritu de empresa norteamericano nunca se da por vencido. Los fines de semana, una procesión ininterrumpida
de avionetas vuela por encima de la orilla, escribiendo en el cielo o llevando carteles que anuncian las glorias de diversas
Si comparamos a Nueva York con Estambul, podemos decir que una es un cataclismo y la otra
un paraíso terrenal.
Nueva York es excitante y perturbadora. También lo son los Alpes; también lo es una tem-
pestad; también lo es una batalla. Nueva York no es hermosa, y si estimula nuestras actividades
prácticas, hiere nuestro sentido de la felicidad [...].
Una ciudad puede abrumarnos con sus líneas quebradas; el cielo es desgarrado por sus
perfiles hirsutos. ¿Dónde encontraremos reposo?
Si vas al Norte, las agujas festoneadas de las catedrales reflejan la agonía de la carne, los
sueños punzantes del espíritu, el infierno y el purgatorio, los pinares vistos a través de la luz
pálida y la niebla fría.
Nuestros cuerpos piden sol.
Hay ciertas formas que dan sombra.3
marcas de soda, vodka, dicos y sex-clubs, políticos y proposiciones locales. Ni siquiera Moses pudo encontrar la forma de
impedir el acceso de los negocios y los políticos al cielo.
** Coney Island compendia lo que el arquitecto holandés Rem Koolhaas llama “la cultura de la congestión”: Delirious New
York: a retrospective manifesto for Manhattan, especialmente pp. 21-65. Koolhaas ve en Coney Island un prototipo, una
especie de ensayo, de la “ciudad de torres”, intensamente vertical, de Manhattan; compárese con el despliegue radical-
mente horizontal de Jones Beach, sólo acentuado por el surtidor, la única estructura vertical permitida.
3 L’urbanisme, pp. 64-66. Véase Koolhaas, pp. 199-223, acerca de Le Corbusier y Nueva York.
* Esto generó encarnizados conflictos con los propietarios de las fincas, y permitió que Moses adquiriera fama de defen-
sor del derecho del pueblo al aire puro, el espacio abierto y la libertad de movimientos. “Era estimulante trabajar para
Moses”, recordaba uno de sus ingenieros medio siglo más tarde. “Hacía que te sintieras como parte de algo grande. Eras
tú el que luchabas por el pueblo, contra esos ricos propietarios de fincas y legisladores reaccionarios [...]. Era casi como
una guerra” (Caro, pp. 228, 273). De hecho, sin embargo, como demuestra Caro, prácticamente todas las tierras de las
que Moses se apropió eran pequeñas viviendas y granjas familiares.
* Por otra parte, estos proyectos hicieron una serie de incursiones drásticas y casi fatales en la cuadrícula de Manhattan.
Koolhaas, en Delirious New York, p. 15, explica incisivamente la importancia de este sistema para el ambiente neoyorqui-
no: “la disciplina bidimensional de la cuadrícula crea una libertad nunca soñada para la anarquía tridimensional. La cua-
drícula define un nuevo equilibrio entre el control y el descontrol [...]. Con su imposición, Manhattan está inmunizado
para siempre contra toda [nueva] intervención totalitaria. En una sola manzana —el área más amplia posible que puede
caer bajo el control arquitectónico— desarrolla una unidad máxima de ego urbanístico”. Fueron precisamente estas fron-
teras del ego urbano las que el ego del propio Moses intentó hacer desaparecer.
5 Space, time and architecture, pp. 823-832 [Espacio, tiempo y arquitectura, Barcelona, Dossat, 6ª ed. 1979].
* Walter Lippmann parece haber sido uno de los pocos en comprender las implicaciones a largo plazo y los costes ocul-
tos de este futuro. “La General Motors ha gastado una pequeña fortuna en convencer al público norteamericano”, escribía,
“de que si desea disfrutar del pleno beneficio de la empresa privada en la fabricación de automóviles, tendrá que recons-
truir sus ciudades y sus carreteras a través de la empresa pública”. Esta correcta profecía es citada por Warren Susman en
su excelente ensayo “The people‘s fair: cultural contradictions of a consumer society”, incluido en el catálogo del Queens
Museum, Dawn of a new day: the New York World’s Fair, 1939/40, NYU, 1980, p. 25. Este volumen, que incluye interesantes
ensayos de diversos autores y espléndidas fotografías, es el mejor libro sobre la feria.
un valle de cenizas, una granja fantástica donde las cenizas crecen como trigo, formando
lomas, colinas y jardines grotescos; donde las cenizas toman forma de casas y chimeneas y
humo que se eleva y, finalmente, con un esfuerzo trascendente, de hombres que se mueven
vagamente y se desmoronan en el aire polvoriento. Ocasionalmente, una línea de coches gri-
ses se arrastra siguiendo una huella invisible, emite un crujido horrible y queda en reposo, e
inmediatamente los hombres gris ceniza se arremolinan con sus espaldas de plomo, y levan-
tan una nube impenetrable, que oculta a nuestra vista sus oscuras operaciones.
Moses hizo desaparecer esta escena espantosa, transformando el lugar en el núcleo del recinto
ferial, y más tarde en Flushing Meadow Park. Esta acción provocó en él una rara efusión de lirismo
bíblico; invocó el hermoso pasaje de Isaías (61:1-4) que dice: “el Señor me ha ungido y me ha enviado
para predicar la buena nueva a los abatidos, y sanar a los de quebrantado corazón; para anunciar la
libertad de los cautivos y la liberación a los encarcelados [... para darles] en vez de cenizas una corona
[...] Restaurarán las ciudades asoladas, los escombros de muchas generaciones”. Cuarenta años más
tarde, en sus últimas entrevistas, todavía señalaba este hecho con especial orgullo: “Soy el hombre que
destruyó el Valle de las Cenizas, poniendo en su lugar una corona”. Con esto —con la fe ferviente de que
la tecnología y la organización social modernas podían crear un mundo sin cenizas— llegó a su fin el
modernismo de los años treinta.
¿Qué hizo que las cosas fueran mal? ¿Cómo se volvieron amargas las visiones modernas de los
años treinta en el curso de su realización? La totalidad de la historia exigiría mucho más tiempo para
ser descifrada y mucho más espacio para ser contada de los que tengo aquí y ahora. Pero podríamos
replantear las preguntas de manera más limitada, que encaje en la órbita de este libro: ¿Qué fue lo
que llevó a Moses —y a Nueva York y a los Estados Unidos— de la destrucción del Valle de las Cenizas
en 1939 a la creación de unos eriales modernos mucho más espantosos y más incultivables una
generación más tarde, a sólo unos cuantos kilómetros de distancia? Debemos buscar las sombras en las
visiones luminosas de los propios años treinta.
El lado oscuro estuvo siempre presente en el propio Moses. He aquí el testimonio de Frances
Perkins, ministra de Trabajo con Franklin Delano Roosevelt, quien durante muchos años trabajó
junto a Moses y admiró durante toda su vida. Recuerda el sincero cariño popular por Moses durante
los primeros años del New Deal, cuando construía patios de juego en Harlem y el Lower East Side; sin
embargo la perturbó descubrir que él, por su parte, “no quiere a la gente”.
Esto me perturbaba, porque él hacía todas esas cosas por el bienestar del pueblo [...]. Para él,
eran personas deleznables, sucias, que tiraban botellas en Jones Beach. “¡Ya verán! ¡Les ense-
“Ama al público, pero no como personas.” Dostoievski nos advirtió repetidamente que la
combinación de amor a la “humanidad” y odio a las personas reales era uno de los riesgos fatales de
la política moderna. Durante la época del New Deal, Moses consiguió mantener un equilibrio precario
entre los dos polos ofreciendo una felicidad real no sólo al “público” al que amaba, sino también a las
personas a las que aborrecía. Pero nadie puede mantener semejante equilibrio para siempre. “¡Ya verán!
¡Les enseñaré!” Aquí la voz es inconfundiblemente la de Mr. Kurtz: “Era muy sencillo”, dice el narrador
de Conrad, “y al fin de cada sentimiento idealista, resplandecía ante ti, brillante y terrorífico, como un
relámpago en un cielo sereno: ‘¡Exterminad a todas las bestias’!”. Debemos saber cuál fue para Moses
el equivalente al comercio de marfil africano de Mr. Kurtz, qué oportunidades históricas y fuerzas
institucionales abrieron las compuertas de sus impulsos más peligrosos: ¿Cuál fue el camino que lo
llevó del radiante “darle en vez de cenizas una corona” a “tienes que abrirte camino con un hacha de
carnicero”, a la oscuridad que desgarró el Bronx?
En parte la tragedia de Moses fue que uno de sus grandes logros no sólo lo corrompió, sino que
finalmente lo minó. Este triunfo, al contrario que las obras públicas de Moses, en su mayor parte fue
invisible: sólo a finales de la década de 1950 comenzó a ser percibido por los periodistas. Fue la creación
de una enorme red interrelacionada de “autoridades públicas” capaces de reunir sumas de dinero
prácticamente ilimitadas para destinarlas a obras, de las que no se rendía cuentas a ningún poder,
ejecutivo, legislativo o judicial.7
La institución inglesa de la “autoridad pública”, fue injertada en la Administración pública
de los Estados Unidos a comienzos del siglo XX. Se le otorgó poderes para vender bonos para la
construcción de determinadas obras públicas, como por ejemplo puentes, puertos, ferrocarriles.
Una vez terminado el proyecto, cobraría peajes por su uso hasta que los bonos fueran pagados; en
ese punto normalmente dejaría de existir, y cedería la obra pública al Estado. Moses, sin embargo,
comprendió que no había razones para que una autoridad se limitara en el tiempo y el espacio:
mientras entrara dinero —digamos de los peajes del puente de Triborouhg— y mientras el
mercado de bonos fuese estimulante, una autoridad podría cambiar sus antiguos bonos por otros
nuevos, cobrar más dinero, construir más obras; mientras siguiera entrando dinero (todo él libre
de impuestos), los bancos y las instituciones inversoras estarían encantados de suscribir nuevas
6 Frances Perkins, Oral history reminiscences, Columbia University Collection, citado en Caro, p. 318.
7 Un análisis definitivo de las autoridades públicas en Estados Unidos se puede encontrar en Annemarie Walsh, The public’s
business: the politics and practices of government corporations, MIT, 1978, especialmente capítulos 1, 2, 8, 11, 12. El libro de
Walsh contiene bastantes materiales de interés acerca de Moses, pero Walsh sitúa la obra de Moses en un vasto contexto
social e institucional que Caro tiende a dejar de lado. Robert Fitch, en un perspicaz ensayo de 1976, “Planning New York”
trata de deducir todas las actividades de Moses de la agenda de cincuenta años establecida por los financieros y funcio-
narios de la Regional Plan Association; aparece en Roger Alcaly y David Mermelstein, comps., The fiscal crisis of American
cities, Random House, 1977, pp. 247-284.
* Por lo menos Moses fue lo suficientemente honesto como para llamar al hacha de carnicero por su nombre real, como
para reconocer la violencia y la devastación que había en el corazón de sus obras. Mucho más típica de la planificación
de la posguerra es una sensibilidad como la de Giedion, para quien “una vez realizada la necesaria cirugía, la ciudad hin-
chada artificialmente se veía reducida a su tamaño natural”. Este autoengaño genial, que supone que las ciudades pue-
den ser descuartizadas sin sangre, heridas, o gemidos de dolor, señala el camino a la “precisión quirúrgica” de los bom-
bardeos de Alemania, Japón y, más tarde, Vietnam.
¿Qué esfinge de cemento y aluminio abrió su cráneo de un hachazo y devoró sus cerebros y
su imaginación? [...]
¡Moloch, la prisión incomprensible! ¡Moloch, la cárcel sin alma de las tibias cruzadas y el Con-
greso de las penas! ¡Moloch, cuyos edificios son el juicio![...]
¡Moloch, cuyos ojos son mil ventanas ciegas! ¡Moloch, cuyos rascacielos se levantan en las lar-
gas calles, como Jehovás infinitos!
¡Moloch, cuyas fábricas sueñan y graznan en la niebla! ¡Moloch, cuyas chimeneas y sus antenas
coronan las ciudades!
9 Acerca de los problemas y paradojas de ese período, el mejor análisis reciente es el ensayo de Morris Dickstein, “The cold
war blues”, que aparece como el capítulo 2 de sus Gates of Eden. Para una polémica interesante acerca de la década de
1950, véase el ataque de Hilton Kramer a Dickstein, “Trashing the fifties”, en The New York Times Book Review, 10 de abril de
1977, y la respuesta de Dickstein del 12 de junio.
Aquí suceden muchas cosas notables. Ginsberg nos insta a que experimentemos la vida moderna
no como un yermo vacío, sino como una batalla épica y trágica de gigantes. Esta visión dota al
medio moderno y a sus hacedores de una energía demoníaca y de una talla histórica mundial que
probablemente supera incluso la que los Robert Moses de este mundo reclamarían para sí. Al mismo
tiempo, la visión tiene por objeto despertarnos, como lectores, para hacernos igualmente grandes,
ampliando nuestros deseos y nuestra imaginación moral hasta tal punto que nos atrevamos a
medirnos con los gigantes. Pero no podremos hacerlo hasta que reconozcamos sus deseos y poderes
en nosotros mismos: “Moloch, que temprano entrara en mi alma”. A partir de aquí, Ginsberg desarrolla
unas estructuras y unos procesos del lenguaje poético, una interacción entre relámpagos de luz y
estallidos de un mundo de imágenes desesperado, y una acumulación de líneas y más líneas solemnes,
repetitivas, salmódicas, que recuerdan y rivalizan con los rascacielos, las fábricas y las autopistas que
detesta. Irónicamente, aunque el poeta retrata el mundo de la autopista como la muerte de los cerebros
y la imaginación, su visión poética da vida a su inteligencia y su fuerza imaginativa subyacente: de
hecho, les da una vida más completa de la que sus propios constructores fueran capaces de darle.
Cuando mis amigos y yo descubrimos el Moloch de Ginsberg, y pensamos de inmediato en Moses,
no sólo estábamos cristalizando y movilizando nuestro odio; también estábamos dando a nuestro
enemigo la talla histórica mundial, la terrible grandeza que siempre había merecido, pero que nunca
recibió de quienes más lo amaban. No podían soportar dirigir la mirada al abismo nihilista que sus
palas mecánicas y sus apisonadoras habían abierto: de ahí que se les escaparan sus honduras. Por lo
tanto, sólo cuando los modernistas comenzaron a enfrentarse a las formas y sombras del mundo de la
autopista fue posible ver ese mundo tal como era.*
¿Comprendió Moses algo de este simbolismo? Difícil es saberlo. En las escasas entrevistas que
concedió durante los diez años transcurridos entre su retiro forzado10 y su muerte a los noventa y dos
años, todavía fue capaz de prorrumpir en denuestos hacia sus detractores, mostrarse desbordante de
ingenio, energía y tremendos proyectos, negarse, como Mr. Kurtz, a ser descartado. (“Todavía realizaré
mis ideas [...]. Les mostraré la que se puede hacer [...]. Volveré [...]”). Llevado incesantemente en su
limusina (uno de los pocos lujos que conservaba de sus años de poder) de arriba abajo por Long Island
* Para una versión ligeramente posterior de este enfrentamiento, muy diferente en sensibilidad, pero de igual poder inte-
lectual y visionario, véase “For the union dead”, de Robert Lowell, publicado en 1964.
10 Un relato detallado de este asunto se puede encontrar en Caro, pp. 1132-1144.
Estoy por un arte que te diga qué hora es o dónde está la calle tal. Estoy por
un arte que ayude a las ancianitas a cruzar la calle.
Claes Oldenburg
11 The death and life of great american cities, Random House y Vintage. Los pasajes que siguen corresponden a las pp. 50-54.
Para un interesante análisis crítico de los puntos de vista de Jacobs, véase, por ejemplo, Herbert Gans, “City planning and
urban realities”, Commentary, febrero de 1962; Lewis Mumford, “Mother Jacobs’ home remedies for urban cancer”, The
New Yorker, 1 de diciembre de 1962, reeditado en The urban prospect, Harcourt, 1966; y Roger Starr, The living end: the city
and its critics, Coward-McCann, 1966.
* En Nueva York, esta ironía tiene una peculiaridad especial. Probablemente ningún político norteamericano encarnó tan
bien el romance y las esperanzas de la ciudad moderna como Al Smith, quien utilizó como himno de su campaña presi-
dencial de 1928 la canción popular “East Side, West Side, por toda la ciudad... recorreremos bajo la luz fantástica las calles
de Nueva York”. Fue Smith, sin embargo, quien nombró y apoyó ardientemente a Robert Moses, la figura que contribuiría
más que nadie a destruir esas calles. Los resultados de las elecciones de 1928 mostraron que los americanos no estaban
dispuestos a aceptar las calles de Nueva York. Muy al contrario, como se vio, los norteamericanos estaban encantados de
adoptar “las autopistas de Nueva York” y de pavimentarse a su imagen.
Bajo el desorden aparente de la vieja ciudad hay un orden maravilloso capaz de mantener la
seguridad de las calles y la libertad de la ciudad. Es un orden complejo. Su esencia es el intrin-
cado uso de las calles, que entraña una constante sucesión de ojos. Este orden se compone
de cambio y movimiento, y aunque es vida y no arte, imaginativamente podríamos llamarlo la
forma artística de la ciudad, y compararlo con la danza.
Así pues, debemos esforzarnos por mantener con vida este “viejo” ambiente, ya que sólo él es capaz
de nutrir las experiencias y los valores modernos: la libertad de la ciudad, el orden que existe en estado
de cambio y movimiento perpetuo, la evanescente pero intensa y compleja comunicación y comunión
cara a cara de lo que Baudelaire llamó la familia de ojos. Jacobs sostiene que el llamado movimiento
moderno ha inspirado una “renovación urbana” de miles de millones de dólares cuyo paradójico
resultado ha sido la destrucción de la única clase de entorno en que se pueden realizar los valores
modernos. El corolario práctico de todo esto —que al principio suena a paradoja, pero que de hecho
es perfectamente coherente— es que en nuestra vida urbana, por el bien de lo moderno debemos
conservar lo antiguo y oponernos a lo nuevo. Con esta dialéctica, el modernismo adquiere una nueva
profundidad y complejidad.
Leyendo The death and life of great American cities, hoy en día, podemos encontrar muchas profecías
acertadas, además de indicios, sobre la dirección que tomaría el modernismo en los años futuros. En
general estos temas no fueron advertidos cuando se publicó el libro, tal vez ni por la misma autora; aun
así, allí están. Jacobs eligió, como símbolo de la vibrante fluidez de la vida de la calle, la actividad de la
danza: “Podríamos llamarlo la forma artística de la ciudad, y compararlo con la danza”, específicamente
“con un intrincado ballet en que los bailarines solistas y los conjuntos tienen papeles específicos que
se refuerzan milagrosamente entre sí y componen un todo ordenado”. De hecho esta imagen resultaba
gravemente engañosa: los años de disciplinada preparación de elite que requería este tipo de danza,
su estructura y técnicas de movimiento precisas, su coreografía intrincada, estaban muy alejados de la
espontaneidad, apertura y sentimiento democrático de la calle que describe Jacobs.
Irónicamente, sin embargo, aun cuando Jacobs asimilara la vida de la calle a la danza, la vida de
la danza moderna luchaba por asimilar a la calle. A lo largo de los sesenta y en los setenta, Merce
Cunningham y luego coreógrafos mas jóvenes como Twyla Tharp y los miembros de la Grand Union
construyeron su trabajo en torno a los movimientos y modelos de no danza (o, como sería llamada más
tarde, la “antidanza”); a menudo se incorporaban a la coreografía el azar y la suerte, de manera que al
comenzar los bailarines no sabían cómo terminaría su danza; a veces se abandonaba la música, para
ser reemplazada por el silencio, la estática de la radio o cualquier ruido de la calle; objetos encontrados
tenían un papel central en la escena, y también en ocasiones sujetos encontrados, como cuando Twyla
Tharp introdujo a un grupo de pintores callejeros para que cubrieran las paredes como contrapunto a
los bailarines que cubrían el suelo; a veces los bailarines salían directamente a las calles de Nueva York,
12 Citado en Barbara Rose, Claes Oldenburg, MOMA y New York Graphic Society, 1970, pp. 25, 33.
13 Nota sobre la exposición de La calle, citada en Rose, p. 46.
14 Declaraciones para el catálogo de “Entornos, situaciones, espacios”, exposición de 1961, citadas en Rose, pp. 190-191.
Estas declaraciones, mezcla maravillosa de Whitman con el dadá, también son recogidas en Russell y Gablik, en Pop art
redefined. pp. 97-99.
* La afirmación de que la calle, que no estaba presente en el modernismo de los años cincuenta, se convierte en un ingre-
diente activo del modernismo de los años sesenta, no se sostiene en todos los medios. Incluso en los tristes años cin-
cuenta, la fotografía continuó nutriéndose de la vida de las calles, como lo había hecho desde sus inicios. (Obsérvense
también los debuts de Robert Frank y William Klein). La segunda en calidad de las escenas de calle de la ficción norte-
americana fue escrita en los años cincuenta, aunque trataba de los años treinta: la calle 125 antes y durante las revueltas
de Harlem de 1935, en El hombre invisible, de Ralph Ellison. La mejor escena, o serie de escenas, se escribió en los años
treinta, en Call it sleep, de Henry Roth, que trata de la calle 6 Este, en dirección al río. La calle se convierte en una presen-
cia vital para sensibilidades tan diversas como las de Frank O’Hara y Allen Ginsberg ya al finalizar la década, en poemas
como “Kaddish”, de Ginsberg y “The day lady died”, de O’Hara, que pertenecen al año de transición de 1959. Excepciones
como éstas deberían ser señaladas, pero no creo que contradigan mi argumento de que a continuación vino un gran
cambio.
* Contemporánea de la obra de Jacobs y similar en textura y riqueza es la ficción urbana de Grace Paley (cuyas historias
están situadas en el mismo barrio) y la de Doris Lessing, al otro lado del océano.
Novalis, Fragmentos
He descrito los conflictos de los años sesenta como una lucha entre formas opuestas de
modernismo, a las que he llamado simbólicamente “el mundo de la autopista” y “un grito en la calle”.
Muchos de los que nos manifestamos en esas calles nos permitíamos esperar, hasta cuando la policía y
los furgones se dirigían hacia nosotros, que algún día quizá naciera de esas luchas una nueva síntesis,
una nueva forma de modernidad por la cual todos pudiéramos andar en armonía, en la cual todos nos
sintiéramos en casa. Esa esperanza fue uno de los signos vitales de los años sesenta. No duró mucho. Ya
antes de finalizar la década, había quedado claro que no se estaba produciendo una síntesis dialéctica
y que tendríamos que dejar todas aquellas esperanzas en “suspenso”, un largo suspenso, si queríamos
avanzar en los años que teníamos por delante.
No se trataba únicamente de que la Nueva Izquierda se desintegrara: que perdiéramos nuestra
habilidad para estar simultáneamente en marcha y cortando el paso y así, como todos los bellos
modernismos de los años sesenta, se hundiera. El problema era más hondo que eso: no tardó en
ponerse de manifiesto que el mundo de la autopista, con cuya iniciativa y dinamismo siempre
habíamos contado, comenzaba a hundirse a su vez. El gran boom económico, prolongado contra todas
las expectativas durante el cuarto de siglo que siguió a la segunda guerra mundial, estaba a punto
de concluir. La combinación de inflación y estancamiento tecnológico (causada en gran medida por
la todavía inacabada guerra de Vietnam), además de una crisis energética mundial (que en parte
podemos atribuir a nuestros éxitos espectaculares), iba a cobrarse su precio, aunque a comienzos de
los años setenta nadie podía pronosticar lo elevado que sería.
El fin del boom no puso a todo el mundo en peligro —los muy ricos estaban bastante bien
protegidos como suelen estar— pero la visión de todos sobre el mundo moderno y sus posibilidades
ha tenido que ser remodelada. El horizonte de la expansión y el crecimiento se contrajo bruscamente:
después de décadas de rebosar de energía lo bastante barata y abundante como para crear y recrear el
mundo incesantemente una y otra vez, las sociedades modernas tendrían que aprender rápidamente
cómo utilizar sus energías decrecientes para proteger los recursos cada vez menores de que disponían
e impedir que todo su mundo se extinguiera. Durante la década de prosperidad que siguió a la primera
guerra mundial, el símbolo dominante de la modernidad fue la luz verde; durante el espectacular boom
que siguió a la segunda guerra mundial, el símbolo central fue la red de autopistas federales, por lo que
un conductor podía ir de costa a costa sin encontrar ningún semáforo. Pero las sociedades modernas
* He tomado prestado este título de una obra de los años sesenta, el álbum de Bob Dylan Bringing it all back home, Columbia
Records, 1965. Este álbum brillante, tal vez el mejor de Dylan, está lleno del radicalismo superrealista de finales de los años
sesenta. Al mismo tiempo, su título y el título de algunas de las canciones —“Subterranean Homesick Blues” (Blues subte-
rráneo de la Nostalgia). “It‘s alright, ma, I‘m only bleeding” (No pasa nada, mamá, sólo estoy sangrando)— expresan un vín-
culo muy intenso con el pasado, los padres, el hogar, casi completamente ausente de la cultura de los años sesenta, pero
muy presente una década más tarde. Este álbum puede ser visto hoy como un diálogo entre los años sesenta y los años
setenta. Aquellos de nosotros que crecimos con las canciones de Dylan sólo podemos esperar que él mismo haya aprendi-
do tanto como aprendimos nosotros de su obra en los años setenta.
17 Woman warrior: memoirs of a girlhood among ghosts, Knopf, 1976; Vintage, 1977. Los temas de este libro están desarro-
llados, con más amplitud histórica pero menos intensidad personal, en una especie de continuación, China men, Knopf,
1980.
18 El guión de Rumstick Road, está reeditado, junto con las notas de dirección de Elizabeth LeCompte y unas pocas fotogra-
fías borrosas, en Performing Arts Journal, III, 2, otoño de 1978. The Drama Review, nº 81, marzo de 1979, ofrece unas notas
sobre las tres obras de Gray y James Bierman, junto con excelentes fotografías.
Una solución práctica para la utilización de áreas devastadas sería el reciclaje del agua y la tie-
rra en términos de “arte de tierra”... El arte se puede convertir en un recurso que medie entre
el ecologista y el industrial. La ecología y la industria no son calles de una sola dirección. Más
bien, deberían de ser encrucijadas. El arte puede contribuir a proporcionar la dialéctica nece-
saria entre ambas.19
19 “Untitled proposals”, 1971-1972, en The writings of Robert Smithson: essays and illustrations, edición de Nancy Holt, NYU,
1979, pp. 220-221. Para las visiones urbanas de Smithson, véanse sus ensayos “Ultra-moderne”, “A tour of the monuments
of Passaic, New Jersey” y “Frederick Law Olmsted and the dialectical landscape”, todos ellos en este volumen.
* Hacia fines de los años setenta, algunas autoridades y comisiones de arte locales comenzaron a responder, iniciándose
la construcción de algunas obras impresionantes de arte de tierra. Esta incipiente gran oportunidad presenta también
grandes problemas, enfrenta a los artistas con los defensores del medio ambiente y los expone a la acusación de que
crean una belleza meramente cosmética que disfraza la rapacidad y brutalidad empresarial y política. Para un relato lúci-
do de las formas en que los artistas de tierra han planteado y dado respuesta a estos temas, véase “It’s the Pits” Village
Voice, 2 de septiembre de 1980.
20 Véase el volumen Devastation/resurrection: the South Bronx, preparado por el Bronx Museum of the Arts en el invierno de
1979-1980. Este volumen ofrece un excelente relato de la dinámica del urbicidio y de los comienzos de la reconstrucción.
21 Véase Carter Ratcliff, “Ferrer’s Sun and Shade”, Art in America, marzo de 1980, pp. 80-86, para un perspicaz análisis de esta
obra. Pero Ratcliff no se da cuenta de que, entremezclada con la dialéctica de la obra de Ferrer, el emplazamiento de esta
obra —la calle Fox en South Bronx— tiene su propia dialéctica interior.
Lectura Nº 1
Calvino, Ítalo, Las Ciudades Invisibles, Madrid, España, El Mundo, Unidad Editorial
S. A., 1999, pp. 19-39.
No es que Kublai Jan crea en todo lo que dice Marco Polo cuando le describe las ciudades que
ha visitado en sus embajadas, pero es cierto que el emperador de los tártaros sigue escuchando al
joven veneciano con más curiosidad y atención que a ningún otro de sus mensajeros o explora-
dores. En la vida de los emperadores hay un momento que sucede al orgullo por la amplitud des-
mesurada de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio de saber que pronto
renunciaremos a conocerlos y a comprenderlos; una sensación como de vacío que nos acomete
una noche junto con el olor de los elefantes después de la lluvia y de la ceniza de sándalo que se
enfría en los braseros; un vértigo que hace temblar los ríos y las montañas historiados en la leona-
da grupa de los planisferios, enrolla uno sobre otro los despachos que anuncian el derrumbarse de
los últimos ejércitos enemigos de derrota en derrota y resquebraja el lacre de los sellos de reyes a
quienes jamás hemos oído nombrar; que imploran la protección de nuestras huestes triunfantes
a cambio de tributos anuales en metales preciosos, cueros curtidos y caparazones de tortuga; es
el momento desesperado en que se descubre que ese imperio que nos había parecido la suma de
todas las maravillas es una destrucción sin fin ni forma, que su corrupción está demasiado gangre-
nada para que nuestro cetro pueda ponerle remedio, que el triunfo sobre los soberanos enemigos
nos ha hecho herederos de su larga ruina. Sólo en los informes de Marco Polo, Kublai Jan conseguía
discernir, a través de las murallas y las torres destinadas a desmoronarse, la filigrana de un diseño
tan sutil que escapaba a la mordedura de las termitas.
–Los otros embajadores me informan sobre carestías, concusiones, conjuras, o bien me seña-
lan minas de turquesas recién descubiertas, precios ventajosos de las pieles de marta, propuestas
de suministros de armas damasquinas. ¿Y tú? —preguntó el Gran Jan a Polo— vuelves de comar-
cas tan lejanas y todo lo que sabes decirme son los pensamientos que se le ocurren al que toma el
fresco por la noche sentado en el umbral de su casa. ¿De qué te sirve entonces viajar tanto?
–Es de noche, estamos sentados en las escalinatas de tu palacio, sopla un poco de viento
—respondió Marco Polo. Cualquiera que sea la comarca que mis palabras evoquen a tu alrede-
dor, la verás desde un observatorio situado como el tuyo, aunque en lugar del palacio real haya
una aldea lacustre y la brisa traiga el olor de un estuario fangoso.
–Mi mirada es la del que está absorto y medita, lo admito. ¿Pero y la tuya? Atraviesas archipié-
lagos, tundras, cadenas de montañas. Daría lo mismo que no te movieses de aquí.
El veneciano sabía que cuando Kublai se las tomaba con él era para seguir mejor el hilo de sus
razonamientos, y que sus respuestas y objeciones se situaban en un discurso que ya se desenvolvía
por cuenta propia en la cabeza del Gran Jan. O sea que entre ellos era indiferente que se enuncia-
ran en voz alta problemas o soluciones, o que cada uno de los dos siguiera rumiándolos en silen-
cio. En realidad estaban mudos, con los ojos entrecerrados, reclinados sobre cojines, meciéndose
en hamacas, fumando largas pipas de ámbar.
Marco Polo imaginaba que respondía (o Kublai imaginaba su respuesta) que cuanto más se
perdía en barrios desconocidos de ciudades lejanas, más entendía las otras ciudades que había
atravesado para llegar hasta allí, y recorría las etapas de sus viajes, y aprendía a conocer el puerto
del cual había zarpado, y los sitios familiares de su juventud, y los alrededores de su casa, y una
plazuela de Venecia donde corría un niño.
Al llegar a este punto Kublai Jan lo interrumpía o imaginaba que lo interrumpía con una pre-
gunta como: –¿Avanzas con la cabeza siempre vuelta hacia atrás? —o bien: –¿Lo que ves está
siempre a tus espaldas? —o mejor: –¿Tu viaje transcurre sólo en el pasado?
Todo para que Marco Polo pudiese explicar o imaginar que explicaba o que Kublai hubiese
imaginado que explicaba o conseguir por último explicarse a sí mismo que aquello que buscaba
era siempre algo que estaba delante de él, y aunque se tratase del pasado era un pasado que avan-
zaba a medida que él avanzaba en su viaje, porque el pasado del viajero cambia según el itinerario
cumplido, no digamos ya el pasado próximo al que cada día que pasa añade un día, sino el pasa-
do más remoto. Al llegar a cada nueva ciudad el viajero encuentra un pasado suyo que ya no sabía
que tenía: la extrañeza de lo que no eres o no posees más, te espera al paso en los lugares extraños
y no poseídos.
Marco entra en una ciudad: ve a alguien que vive en una plaza una vida o un instante que
podrían ser suyos; en el lugar de aquel hombre ahora hubiera podido estar él si se hubiese dete-
nido en el tiempo mucho tiempo antes, o bien si mucho tiempo antes, en una encrucijada, en vez
de tomar por un camino hubiese tomado por el opuesto y al cabo de una larga vuelta hubiera ido
a encontrarse en el lugar de aquel hombre en aquella plaza. En adelante, de aquel pasado suyo
verdadero o hipotético, él queda excluido; no puede detenerse; debe continuar hasta otra ciudad
Recién llegado y buen conocedor de las lenguas del Levante, Marco Polo no podía expresarse
sino extrayendo objetos de sus maletas: tambores, pescado salado, collares de dientes de facocero,
y señalándolos con gestos, saltos, gritos de maravilla o de horror, o imitando el aullido del chacal y
el grito del búho.
No siempre las conexiones entre un elemento y otro del relato eran evidentes para el empera-
dor; los objetos podían querer decir cosas diferentes: un carcaj lleno de flechas indicaba ya la proxi-
midad de una guerra, ya la abundancia de caza, ya una armería; una clepsidra podía significar el
tiempo que pasa o que ha pasado, o bien la arena, o un taller donde se fabrican clepsidras.
Pero lo que hacía precioso para Kublai cada hecho o noticia referidos por su inarticulado
informador era el espacio que quedaba en torno, un vacío no colmado de palabras. Las descripcio-
nes de ciudades visitadas por Marco Polo tenían esta virtud: que se podía dar vueltas con el pensa-
miento entre ellas, perderse, detenerse a tomar el fresco, o escapar corriendo.
Con el paso del tiempo, en los relatos de Marco las palabras fueron sustituyendo a los objetos
y los gestos: primero exclamaciones, nombres aislados, verbos secos, después giros de frase, discur-
sos ramificados y frondosos, metáforas y tropos. El extranjero había aprendido a hablar la lengua
del emperador, o el emperador a entender la lengua del extranjero.
Pero se hubiera dicho que la comunicación entre ellos era menos feliz que antes; es cierto que
las palabras servían mejor que los objetos y los gestos para catalogar las cosas más importantes de
cada provincia y cada ciudad: monumentos, mercados, trajes, fauna y flora; sin embargo cuando
Capítulo VII
Andares de la ciudad
Mirones o caminantes
Desde el piso 110 del World Trade Center, ver Manhattan. Bajo la bruma agitada por los vientos, la
isla urbana, mar en medio del mar, levanta los rascacielos de Wall Street, se sumerge en Greenwich Villa-
ge, eleva de nuevo sus crestas en el Midtown, se espesa en Central Park y se aborrega finalmente más
allá de Harlem. Marejada de verticales. La agitación está detenida, un instante, por la visión. La masa
gigantesca se inmoviliza bajo la mirada. Se transforma en una variedad de texturas donde coinciden los
extremos de la ambición y de la degradación, las oposiciones brutales de razas y estilos, los contrastes
entre los edificios creados ayer, ya transformados en botes de basura, y las irrupciones urbanas del día
que cortan el espacio. A diferencia de Roma, Nueva York nunca ha aprendido el arte de envejecer al
conjugar todos los pasados. Su presente se inventa, hora tras hora, en el acto de desechar lo adquirido
y desafiar el porvenir. Ciudad hecha de lugares paroxísticos en relieves monumentales. El espectador
puede leer ahí un universo que anda de juerga. Allí se escriben las formas arquitectónicas de la coinci-
datio oppositorum en otro tiempo esbozada en miniaturas y en tejidos místicos. Sobre esta escena de
concreto, acero y cristal que un agua gélida parte entre dos océanos (el Atlántico y el continente ameri-
cano), los caracteres más grandes del globo componen una gigantesca retórica del exceso en el gasto y
la producción.1
¿A qué erótica del conocimiento se liga el éxtasis de leer un cosmos semejante? Al gozarlo violen-
tamente, me pregunto dónde se origina el placer de “ver el conjunto”, de dominar, de totalizar el más
desmesurado de los textos humanos.
Subir a la cima del World Trade Center es separarse del dominio de la ciudad. El cuerpo ya no está
atado por las calles que lo llevan de un lado a otro según una ley anónima; ni poseído, jugador o pieza
del juego, por el rumor de tantas diferencias y por la nerviosidad del tránsito neoyorquino. El que sube
allá arriba sale de la masa que lleva y mezcla en sí misma toda identidad de autores o de espectadores.
Al estar sobre estas aguas, Ícaro puede ignorar las astucias de Dédalo en móviles laberintos sin término.
Su elevación lo transforma en mirón. Lo pone a distancia. Transforma en un texto que se tiene delante
de sí, bajo los ojos, el mundo que hechizaba y del cual quedaba “poseído”. Permite leerlo, ser un Ojo
solar, una mirada de dios. Exaltación de un impulso visual y gnóstico. Ser sólo este punto vidente es la
ficción del conocimiento.
1 Ver de Alain Médam, “New York City”, en Les Temps modernes, ago.-sep. de 1976, pp. 15-33, texto admirable; y su libro New
York Terminal, París, Galilée, 1977.
2 Ver Henri Lavedan, Les Répresentations des villes dans l’art du Moyen Âge, París, Van Oest, 1942: Rudolf Wittkower, Architec-
tural Principles in the Age of Humanism, Nueva York, Norton, 1962; Louis Marin, Utopiques: jeux d’espace, París, Minuit, 1973;
etc.
3 Michel Foucault, “L’oeil du pouvoir”, en Jeremy Bentham, Le Panoptique (1791), París, Belfond, 1977, p. 16.
4 Daniel Paul Schreber, Mémoires d’un névropathe, París, Seuil, 1975, pp. 41, 60, etc.
5 Ya Descartes, en sus Regulae, hacía del ciego el garante del conocimiento de las cosas y de los lugares contra las ilusiones
y engaños de la vista.
El World Trade Center es la más monumental de todas las formas del urbanismo occidental. La ato-
pía-utopía del conocimiento óptico lleva en su seno desde hace mucho el proyecto de superar y arti-
cular las contradicciones nacidas de la concentración urbana. Se trata de manejar un crecimiento de
la reunión o acumulación humana. “La ciudad es un gran monasterio”, decía Erasmo. La vista en pers-
pectiva y la vista en prospectiva constituyen la doble proyección de un pasado opaco y de un futuro
incierto en una superficie que puede tratarse. Inauguran (¿desde el siglo XVI?) la transformación del
hecho urbano en concepto de ciudad. Mucho antes de que el concepto mismo perfile una forma de la
Historia, supone que este hecho es tratable como unidad pertinente de una racionalidad urbanística. La
alianza de la ciudad y el concepto jamás los identifica, pero se vale de su progresiva simbiosis: planificar
la ciudad es a la vez pensar la pluralidad misma de lo real y dar efectividad a este pensamiento de lo
plural; es conocer y poder articular.
6 Maurice Merleau-Ponty, Phénoménologie de la perception, París, Gallimard, Tel, 1976, pp. 332-3.
7 Ver Françoise Choay, “Figures d’un discours inconnu”, en Critique, abr. de 1973, pp. 293-317.
8 Se pueden relacionar las técnicas urbanísticas, que clasifican espacialmente las cosas, con la tradición del “arte de la
memoria” (ver Frances A. Yates, L’Art de la mémoire, París, Gallimard, 1975). El poder de construir una organización espa-
cial del conocimiento (con “lugares” destinados a cada tipo de “figura” o de “función”) desarrolla sus procedimientos a
partir de este “arte”. Determina las utopías y se reconoce hasta en el Panoptique de Bentham. Forma estable pese a la
diversidad de contenidos (pasados, futuros y presentes) y de proyectos (conservar o creer) relativos a las condiciones
sucesivas del conocimiento.
9 Ver André Glucksmann, “Le totalitarisme en effet”, en Traverses, núm. 9, intitulado Villepanique, 1977, pp. 34-40.
La historia comienza al ras del suelo, con los pasos. Son el número, pero un número que no forma
una serie. No se puede contar porque cada una de sus unidades pertenece a lo cualitativo: un estilo de
aprehensión táctil y de apropiación cinética. Su hormigueo es un innumerable conjunto de singularida-
des. Las variedades de pasos son hechuras de espacios. Tejen los lugares. A este respecto, las motrici-
dades peatonales forman uno de estos “sistemas reales cuya existencia hace efectivamente la ciudad”,
pero que “carecen de receptáculo físico”.11 No se localizan: espacializan. Ya no se inscriben en un conti-
Enunciaciones peatonales
Una comparación con el acto de hablar permite llegar más lejos12 y no quedarse tan sólo en la crí-
tica de las representaciones gráficas, al intentar, sobre los bordes de la legibilidad, un más allá inacce-
sible. El acto de caminar es al sistema urbano lo que la enunciación (el speech act) es a la lengua o a los
enunciados realizados.13 Al nivel más elemental, hay en efecto una triple función “enunciativa”: es un
proceso de apropiación del sistema topográfico por parte del peatón (del mismo modo que el locutor
se apropia y asume la lengua); es una realización espacial del lugar (del mismo modo que el acto de
habla es una realización sonora de la lengua); en fin, implica relaciones entre posiciones diferenciadas,
es decir “contratos” pragmáticos bajo la forma de movimientos (del mismo modo que la enunciación
verbal es “alocución”, “establece al otro delante” del locutor y pone en juego contratos entre locuto-
res).14 El andar parece pues encontrar una primera definición como espacio de enunciación.
Se podría, por otra parte, extender esta problemática a las relaciones que el acto de escribir man-
tiene con lo escrito y hasta trasladarla a las relaciones de la “pincelada” (el gesto y la gesta del pincel)
con el cuadro que se ejecuta (formas, colores, etcétera). Aislada desde un principio dentro del campo
de la comunicación verbal la enunciación sólo tendría una de sus aplicaciones, y su modalidad lingüísti-
ca sería únicamente la primera marca de una distinción mucho más general entre las formas empleadas
en un sistema y los modos de empleo de este sistema, es decir, entre dos “mundos diferentes” pues “las
mismas cosas” se enfocan según formalidades opuestas.
Considerada bajo este aspecto, la enunciación peatonal presenta tres características que de entra-
da la distinguen del sistema espacial: lo presente, lo discontinuo, lo “fático”.
12 Ver las indicaciones de Roland Barthes, en Architecture d’aujourd’hui, núm. 153, dic. de 1970-ene. de 1971, pp. 11-3: “Habla-
mos nuestra ciudad [...] simplemente al habitarla, al recorrerla, al mirarla”; y Claude Soucy, L’image du centre dans quatre
romans contemporains, París, CSU, 1971, pp. 6-15.
13 Ver los numerosos estudios consagrados al tema desde John Searle, “What is a Speech Act?”, en Max Black (ed.), Philoso-
phy in America, Londres, Allen and Unwin, e Itaca, N.Y., Cornell University Press, 1965, pp. 221-39.
14 Émile Benveniste, Problemes de linguistique générale, París, Gallimard, t. 2, 1974, pp. 79-88, etc.
Retóricas caminantes
Los caminos de los paseantes presentan una serie de vueltas y rodeos susceptibles de asimilarse a
los “giros” o “figuras de estilo”. Hay una retórica del andar. El arte de “dar vuelta” a las frases tiene como
equivalente un arte de dar vuelta a los recorridos. Como lenguaje ordinario,19 este arte implica y combi-
na estilos y usos. El estilo especifica “una estructura lingüística que manifiesta sobre el plano simbólico
[...] la manera fundamental de un hombre de ser en el mundo”20 ; connota una singularidad. El uso defi-
ne el fenómeno social mediante el cual un sistema de comunicación se manifiesta en realidad; remite
a una norma. Tanto el estilo como el uso apuntan a una “manera de hacer” (de hablar, de caminar, etcé-
tera), pero uno como tratamiento singular de lo simbólico, el otro como elemento de un código. Se cru-
zan para formar un estilo del uso, una manera de ser y una manera de hacer.21
Al introducir la noción de una “retórica habitante”, vía fecunda abierta por A. Médam,22 sistematiza-
da por S. Ostrowetsky23 y J. F. Augoyard,24 se supone que los “tropos” catalogados por la retórica propor-
cionan modelos e hipótesis para que el análisis cuente con maneras de apropiarse de los lugares. Dos
postulados, me parece, condicionan la validez de esta aplicación: 1) se supone que las mismas prácticas
del espacio corresponden a manipulaciones sobre los elementos básicos de un orden construido; 2)
se supone que son, como los tropos de la retórica, desviaciones relativas a una especie de “sentido lite-
ral” definido por el sistema urbanístico. Existiría entonces una homología entre las figuras verbales y las
figuras caminantes (respecto a estas últimas, ya se contaría con una selección estilizada con las formas
del baile) en la medida en que unas y otras consisten en “tratamientos” u operaciones que se refieren a
unidades aislables,25 y funcionan con “arreglos ambiguos” que desvían y desplazan el sentido hacia una
equivocidad,26 del mismo modo que una imagen movida altera y multiplica el objeto fotografiado. Bajo
18 Sobre las modalidades, ver Hermann Parret, La Pragmatique des modalités, Urbino, 1975; A. R. White, Modal Thinking, Ítaca,
N. Y., Cornell University Press, 1975.
19 Ver los análisis de Paul Lemaire, Les Signes sauvages. Une philosophie du langage ordinaire, Ottawa, Université d’Ottawa et
Université Saint-Paul, 1981, en particular la introducción.
20 A. J. Greimas, “Linguistique statistique et linguistique structurale”, en Le Français moderne, oct. de 1962, p. 245.
21 Sobre un terreno contiguo, la retórica y la poética en el lenguaje de señas de los sordos, ver E. S. Klima y U. Bellugi, “Poe-
try and song in a Language without sound”, estudio preliminar, San Diego, Cal., UCSD, 1975; y E.S. Klima, “The Linguistic
symbol with and without Sound”, en J. Kavanagh y J. E. Cuttings (eds.), The Role of Speech in Language, Cambridge, Mass.,
MIT, 1975.
22 Alain Médam, Conscience de la ville, París, Anthropos, 1977.
23 Sylvie Ostrowetsky, “Logiques du lieu”, en Sémiotique de l’ espace, París, Denoël-Gonthier, Médiations, 1979, pp. 155-73.
24 Jean-François Augoyard, Pas à pas. Essai sur le cheminement quotidien en milieu urbain, París, Seuil, 1979.
25 En su análisis de las prácticas culinarias, Pierre Bourdieu juzga decisivos no los ingredientes sino su tratamiento (“Le sens
pratique”, en Actes de la recherche en sciences sociales, núm. 1, feb. de 1976, p. 77).
26 J. Sumpf, Introduction a la stylistique du français, París, Larousse, 1971, p. 87.
27 Sobre la “teoría de lo propio”, ver Jacques Derrida, Marges de la philosophie, París, Minuit, 1972: “La mythologie blanche”,
pp. 247-324.
28 J .F. Augoyard, op. cit.
29 Tzvetan Todorov, “Synecdoques”, en Communications, núm. 16, 1970, p. 30. Ver también Pierre Fontanier, Les Figures du
discours, París, Flammarion, 1968, pp. 87-97; y Jean Dubois et al., Rhétorique générale, París, Larousse, 1970, pp. 102-12.
30 Sobre este espacio que las prácticas organizan en “islotes”, ver Pierre Bourdieu, Esquisse d’une théorie de la pratique, Gine-
bra, Droz, 1972, p. 215, etc.; “Le sens pratique”, pp. 51-2.
31 Ver Anne Baldassari y Michel Joubert, Pratiques relationnelles des enfants a I’espace et institution, París, Crecele-Cordes,
1976 ; y de los mismos autores “Ce qui se trame”, en Parallèles, núm. 1, jun. de 1976.
32 J. Derrida, op. cit., t.1, 1966, pp. 86-7.
II
Ciudades multiculturales y contradicciones
de la modernidad
Partamos de esta pregunta elemental, que no está respondida hoy de un modo taxativo, como en
el pasado, en la bibliografía sobre cuestiones urbanas. Uno puede recorrer estrategias con las cuales se
ha tratado de dar respuestas a esta pregunta sobre la ciudad, pero no llega a soluciones estabilizadas,
definitivas, sino a un conjunto de aproximaciones que dejan muchos problemas irresueltos. Quisiera
transitar rápidamente por algunas de las “soluciones” más usadas en distintos momentos de la teoría
urbana, de manera que podamos desembocar, con cierto soporte histórico, en los problemas que hoy
nos plantea estudiar las ciudades, y sobre todo las grandes ciudades.
Una primera aproximación a la pregunta sobre qué son las ciudades ha consistido en oponerlas
a lo rural, o sea concebir la ciudad como lo que no es el campo. Este enfoque, que durante la primera
mitad del siglo tuvo un fuerte desarrollo, llevó a oponer en forma demasiado tajante el campo como
lugar de las relaciones comunitarias, donde predominan las relaciones primarias, a la ciudad, que sería
el lugar de las relaciones asociadas de tipo secundario, donde habría mayor segmentación de los roles
y una multiplicidad de pertenencias. Creo que, dada la importancia que ha tenido este esquema en
la Argentina, a través de uno de sus teóricos mundiales que fue Gino Germani, no necesito extender-
me mucho. Germani hablaba de la ciudad como núcleo de la modernidad, precisamente porque era el
lugar donde nos podíamos desprender de las relaciones de pertenencia obligadas, primarias, de esos
contactos intensos de tipo personal, familiar y barrial propios de los pequeños pueblos o las pequeñas
ciudades, y pasar al anonimato de las relaciones asociativas, electivas, donde se segmentan los roles,
que él estudiaba desde su particular herencia funcionalista. Entre las muchas críticas que se han hecho
a esta oposición tajante entre lo rural y lo urbano me gustaría recordar que esa distinción se queda
en aspectos exteriores. Es una diferenciación descriptiva, que no explica las diferencias estructurales ni
tampoco las coincidencias que a veces se dan entre lo que ocurre en el campo o en las pequeñas pobla-
ciones y lo que ocurre en las ciudades. Por ejemplo, cómo lo rural está dividido por conflictos internos a
causa de la penetración de las ciudades. O, a la inversa, en nuestras ciudades latinoamericanas, muchas
veces estamos diciendo que son ciudades invadidas por el campo. Uno ve, de pronto, campesinos cir-
culando, aun en carros con caballos, usos de espacios urbanos que parecen campesinos, como si nunca
fuera a pasar un coche, es decir, intersecciones, entrelazamientos entre lo rural y lo urbano, que vuelven
insuficiente o insatisfactoria esa definición de lo urbano por oposición con lo rural.
Preguntas
– Se hace una pregunta que no se grabó con claridad sobre las relaciones entre lo público y lo privado, y
acerca de si las tendencias a la privatización conducen a la desintegración social.
– García Canclini: De acuerdo con lo que venimos analizando, diría que la relación entre desinte-
gración urbana y recomposición o reactivación no puede ser concebida en términos de equivalencias.
No todas las formas de privatización llevan a la desintegración. Pueden hacerlo en el sentido en que a
veces separan, cuando llevan que cada uno diga “éste es mi lugar, aquí nadie se mete y yo tampoco me
voy a meter ni me voy a exponer en los lugares de riesgo”. En tales casos, se trata de limitar las experien-
cias urbanas, las vivencias y la solidaridad en la ciudad. Pero también hay experiencias de privatización,
o sea de limitación de espacios y de apropiación privada que, en medio del abandono de los Estados
respecto de las ciudades, de las negligencias, pueden funcionar como reactivadoras o preservadoras
de patrimonios, de espacios vivibles dentro de la ciudad. Entonces, no asociaría desintegración versus
– ¿Qué concepción de lo imaginario sería más útil para analizar la relación entre lo instituido y lo institu-
yente?
– García Canclini: Estamos en un momento en que sería empobrecedor afiliarse a una sola tenden-
cia. Nos encontramos en el cruce de muchas contribuciones al estudio de lo imaginario. Autores como
Armando Silva incorporan el psicoanálisis, pero hay momentos de su libro Imaginarios urbanos en que
usa la distinción lacaniana entre lo imaginario y lo simbólico, y otros en que no lo hace. Creo que, ante
ciertas necesidades de interpretación, a veces es útil esta distinción pero, en gran parte de los estudios,
prevalece otra noción más antropológica de lo imaginario, como algo parecido a lo que Lacan llama
simbólico, es decir, el conjunto de repertorios de símbolos con que una sociedad sistematiza y lega-
liza las imágenes de sí misma, y también se proyecta hacia lo diferente. Dada la relativa indetermina-
ción epistemológica en que se halla aún la noción de imaginarios y la fertilidad que revela en diferentes
usos, no me privaría de esas tres contribuciones ni de otras. Habría que mencionar también los enfo-
ques de lo imaginario colectivo, desplegados en las reorientaciones sociosemióticas de la antropología
y de la sociología. Estos análisis han permitido considerar que hay estructuras, legalidades, que rigen
lo imaginario y generan su construcción y su renovación. En ese sentido, no haría tanta escisión entre
lo institutivo y lo instituyente. El riesgo que señalábamos cuando hablábamos del patrimonio visto en
forma embalsamada, solidificada, como existiendo de una vez para siempre, se presenta en esa distin-
ción. En realidad, lo instituyente, no sólo lo creativo sino lo que se apoya en algo instituido a partir de
lo cual se puede imaginar, está siendo reconceptualizado, reimaginado una y otra vez. Este proceso se
me hizo evidente cuanto trabajamos sobre fotografías en la ciudad de México, desde los años cuarenta
hasta la actualidad, y vimos cómo los fotógrafos registraron la ciudad.
Estaban reinterpretando, reelaborando el patrimonio visual en función de lo actual, desde la mira-
da de hoy. Pero lo actual es un momento de transición.
Aldo Bononi, “La machina metrópoli”, ponencia presentada al simposio The Renaissance of the City in Europe, Flo-
rencia, 6 al 8 de diciembre de 1992.
Rosalba Campra, “La ciudad en el discurso literario”, Sic, N° 5, Buenos Aires, mayo de 1994.
Peter Hall, “La ville planétaire”, Revue Internationale des Sciences Sociales, París, UNESCO, nro. 147, marzo 1996.
Mario Margulis, La cultura de la noche. La vida nocturna de los jóvenes de Buenos Aires, Buenos Aires, Espasa Calpe,
1994.
Antonio Mela, “Ciudad, comunicación, formas de racionalidad”, Diálogos, 23, Lima, junio de 1989.
Paolo Perulli, Atlas metropolitano. El cambio social en las grandes ciudades, Madrid, Alianza, 1995.
Saskia Sassen, The global City. New York, London, Tokyo, Princeton University Press, 1991.
Edward W. Soja, Postmodern Geographies. The Reassertion of Space in Critical Social Theory, Londres-Nueva York,
Verso, 1989.
Capítulo I
Abundancia y pobreza
1. CIUDAD
En muchas ciudades no existe un “centro”. Quiero decir: un lugar geográfico preciso, marcado por
monumentos, cruces de ciertas calles y ciertas avenidas, teatros, cines, restaurantes, confiterías, peato-
nales, carteles luminosos destellando en el líquido, también luminoso y metálico, que baña los edificios.
Se podía discutir si el “centro” verdaderamente terminaba en tal calle o un poco más allá, pero nadie
discutía la existencia misma de un sólo centro: imágenes, ruidos, horarios diferentes. Se iba al “centro”
desde los barrios como una actividad especial, de día feriado, como salida nocturna, como expedición
de compras, o, simplemente, para ver y estar en el centro. Hoy, Los Ángeles (esa inmensa ciudad sin
centro) no es tan incomprensible como lo fue en los años sesenta. Muchas ciudades latinoamericanas.
Buenos Aires entre ellas, han entrado en un proceso de “angelinización”.*
La gente hoy pertenece más a los barrios urbanos (y a los “barrios audiovisuales”) que en los años
veinte, donde la salida al “centro” prometía un horizonte de deseos y peligros, una exploración de un
territorio siempre distinto. De los barrios de clase media ahora no se sale al centro. Las distancias se
han acortado no sólo porque la ciudad ha dejado de crecer, sino porque la gente ya no se mueve por la
ciudad, de una punta a la otra. Los barrios ricos han configurado sus propios centros, más limpios, más
ordenados, mejor vigilados, con más luz y mayores ofertas materiales y simbólicas.
Ir al centro no es lo mismo que ir al shopping-center, aunque el significante “centro” se repita en
las dos expresiones. En primer lugar por el paisaje: el shopping-center, no importa cuál sea su tipología
arquitectónica, es un simulacro de ciudad de servicios en miniatura, donde todos los extremos de lo
urbano han sido liquidados: la intemperie, que los pasajes y las arcadas del siglo XIX sólo interrumpían
sin anular; los ruidos, que no respondían a una programación unificada; el claroscuro, que es producto
de la colisión de luces diferentes, opuestas, que disputan, se refuerzan o, simplemente, se ignoran unas
a otras; la gran escala producida por los edificios de varios pisos, las dobles y triples elevaciones de los
cines y teatros, las superficies vidriadas tres, cuatro, cinco veces más grandes que el más amplio de los
negocios; los monumentos conocidos, que por su permanencia, su belleza o su fealdad, eran los sig-
nos más poderosos del texto urbano; la proliferación de escritos de dimensiones gigantescas, arriba de
* En las páginas finales de este libro los lectores encontrarán la bibliografía con la que cada capítulo ha hecho su diálogo.
El descubrimiento de la catarsis
Un ancestro involuntario del melodrama es la tragedia griega, de la que muy transformada se
adopta la catarsis, la gran práctica de limpieza anímica, expresada como asombro, desgarramiento,
dolor extremo, llanto puro y simple. En el siglo XIX, los cronistas de Lima, Bogotá, Caracas, Ciudad de
México, Montevideo, Buenos Aires, Quito, La Paz, abundan en descripciones de la compenetración de
los espectadores con las obras de teatro, del público que se vuelve feligresía al escenificarse la Pasión.
La catarsis depura y libera de las sensaciones de iniquidad y pecado, y le permite a los espectadores
contemplarse en sus imágenes ennoblecidas y concluir: “Si somos capaces de la emoción solidaria,
somos mejores de lo que creíamos nosotros y quienes nos conocen.
A la catarsis se le une el chantaje sentimental, la operación que utiliza a los espectadores como
La Historia: “Hagamos de cuenta que fuimos basura / vino el remolino y nos alevantó”
El surgimiento de las naciones independientes exige en América un proceso secularizador que
también toma muy en cuenta el acto fundador del cristianismo, la Crucifixión. Los Padres de la Patria,
los caudillos del génesis de las nacionalidades, dan su vida por los que habrán de ser sus conciudada-
nos, y van con paso firme hacia el cadalso o el paredón guiados por la promesa: han de resucitar en la
gratitud nacional, en ese “Tercer Día” de libertades y soberanía indiscutida. Por fuerza, en la divulgación
de la Historia se usa, cortesía del melodrama, del esquema cristiano, así la naturaleza de los hechos sea
efectivamente trágica, porque los ciudadanos en potencia, aturdidos y exaltados, no asimilarían un dis-
curso de estructura jurídica, y requieren de frases perpetuables en mármol, casi arrojadas desde la Cruz:
“Patria, he aquí a tus hijos”.
La Historia, también, le expropia al melodrama algunas técnicas narrativas y el amor por lo rotun-
do que bien demanda la caída del telón: “He arado en el mar/ Va mi espada en prendas. ¡Voy por ella!/
¡Tiren aquí, cobardes! ¡Al pecho de un patriota!/ La Historia me absolverá”. Y la enseñanza melodramáti-
ca del civismo y de los procesos nacionales imita la divulgación catequística (pinturas y grabados inclui-
dos) y acude al patriotismo para convertir a seres comunes y corrientes en paladines de la Libertad. (La
Historia, de modo literal, es el Cielo y el Paraíso o, para los réprobos, es el Infierno).
A los próceres de las naciones redimidas se les tributa en las ceremonias “eterno loor”. Sin cesar, los
hechos históricos reales devienen episodios donde lo ocurrido se reelabora en función del juego de
sorpresas del melodrama. Los ciudadanos, los patriotas, los nacionalistas, los simples estudiantes de la
primaria y la secundaria, se convencen de lo siguiente (con otras palabras): la Historia es la serie intermi-
nable cuyos resultados se captan más adecuadamente a través de la emoción. Y a los grandes aconteci-
mientos los suele fijar la óptica melodramática. Si en las revueltas y las revoluciones los seres humanos
son “hojas en la tormenta”, la visión más difundida de las naciones alterna las mitologías del impulso
con los sacudimientos graves. Y el determinismo se desplaza de lo público a lo íntimo. “Si a mi país le ha
ido como le ha ido, ¿por qué a mí no?”
En el desfile histórico los gestos imperiosos se convierten en mínimas y máximas obras de teatro.
En 1952, Eduardo Chibás, político cubano de oposición, se suicida en gesto de protesta durante la trans-
misión de su programa radiofónico, y la acción desmesurada borra o relega el significado político. En
su última arenga, Evita Perón le profetiza a sus descamisados: “Volveré y seré millones”, y la frase como-
de-la-lotería reverbera y se torna promesa de la eterna campaña. Y en circunstancias diversas los gober-
nantes exhiben sus sentimientos o la cultura de sus países a ello los obliga, y lloran al leer sus Informes
a la Nación, desvían sus aventuras sexuales hasta tornadas piezas de gran-guiñol, solicitan el perdón de
sus pueblos con rostro demudado ...
Los tangos suelen ser historias interpretadas como cuentos de la vecina o el pariente, o como las
memorias culpables donde el pasado resucita a la luz del lunfardo:
Fiera venganza la del tiempo... El personaje confiesa su historia: “Y pensar que hace diez años/ fue
mi locura/ que llegué hasta la traición por su hermosura”. Y otro género muy popular también en Amé-
rica Latina, la canción ranchera, es melodramática porque el sentimiento trágico, según la Ideología del
Macho, si no lo confiesa todo se debilita:
Los intérpretes no profesionales de estos géneros (es decir, los oyentes) están al tanto: en mate-
ria de melodrama todo es ejemplo y nada es advertencia, y la canción popular es un intermediario
La telenovela: melodrama que se alarga, espectadores que rejuvenecen, trama que ni ‘Funes el
memorioso’ podría recapturar
La radionovela en América Latina “esencializa” el melodrama al concentrarlo en los sonidos
ambientales, las frases que retumban a la hora de los quehaceres domésticos, y los vínculos entre argu-
mentos laberínticos y voces que se identifican con estados de ánimo. El ejemplo clásico, El derecho de
nacer del cubano Félix B. Caignet, es un relato del drama del bastardo en la sociedad del prejuicio, de la
infelicidad de las negras en un medio que sólo las admite como nodrizas (el personaje de Mamá Dolo-
res), de la elección de la infelicidad de por vida en vez del aborto. En 1949, El derecho de nacer paraliza
América Latina, y el uso del verbo no es metafórico, y anuncia la conversión de las amas de casa en
recipientes de historias que sintetizan fielmente sus biografías ideales, abrumadas por los diálogos y
monólogos de la exasperación y selladas por el sentido deceso de uno o más de sus personajes cen-
trales, o, de no haber muertes, por la fiebre catártica que devasta los últimos capítulos. A través de los
equívocos, los desencuentros, las maldades, las incomprensiones y las entregas a la persona indebida,
se llega al final feliz.
De 1957 a 1960 (aproximadamente) la telenovela se implanta, entre traiciones y homenajes al melo-
drama tradicional. ¿Cuál es su herencia reconocida y reconocible? La urgencia de conmover, el papel
de la familia como el universo donde se vuelven indistinguibles el desamparo y la sobreprotección, la
injusticia que persigue a manera de aureola a la pareja protagónica y sus seres queridos, el caos que
hace las veces de hilo argumental. En este legado interviene, con la lejanía y la cercanía del caso, la
novela del folletín de la segunda mitad del siglo XIX, con sus climas febriles, sus villanos abominables,
sus santas y coquetas, sus seres ingenuos, su entorno devorado por el chisme. (En las telenovelas, el
chisme es, simultáneamente, el coro griego que señala la imposibilidad de huir de un Destino que si
algo tiene es la información de primera y última mano, y es también el método narrativo a tal punto
primordial que a momentos podría decirse que los protagonistas no dialogan, intercambian chismes
sobre sí mismos).
¿En qué se aparta la telenovela del melodrama teatral y fílmico? En la trama ajustable a las deman-
das o indiferencias del público que impone doscientos capítulos de más o finales abruptos; en la intro-
misión de los anuncios comerciales que negocian al infinito la catarsis; en las seguridades del especta-
dor “faltista” (nada se pierde con no ver un capítulo, porque de hecho el argumento es secundario y lo
significativo no es el precipicio de enredos y pasiones contrariadas, sino la dicha de asomarse al paisaje
inabarcable que todo hecho narrativo contiene); en la certeza del “canje provisional de la identidad”:
este personaje es como yo, o yo debiera ser como él, o a mí no me gustaría hallarme en su lugar.
En las telenovelas consideradas “clásicas”, de El derecho de nacer a la peruana Simplemente María, de
la mexicana Gutierritos a la brasileña Los hermanos Coraje, suelen anularse las ventajas de la suspensión
de la credibilidad otorgada por los comerciales y el sinnúmero de capítulos, porque el mérito de las
La Leva
(o “la noche fatal para una chica de la moda”)
Al mirar la leva de perros babosos encaramándose una y otra vez sobre la perra cansada, la quiltra
flaca y acezante, que ya no puede más, que se acurruca en un rincón para que la deje tranquila la jauría
de hocicos y patas que la montan sin respiro. Al captar esta escena, me acuerdo vagamente de aquella
chica fresca que pasaba cada tarde con su cimbreado caminar. Era la más bella flor del barrio pobre-
tón, que la veía pasar con sus minifaldas a lunares fucsia y calipso, cuando los sesenta contagiaban su
moda destapada y fiebres de juventud. Ella era la única que se aventuraba con los escotes atrevidos
y las espaldas piluchas y esos vestidos cortísimos, como de muñeca, que le alargaban sus piernas del
tobillo con zuecos hasta el mini calzón.
En aquellas tardes de calor, las viejas sentadas en las puertas se escandalizaban con su paseo, con
su ingenua provocación a la patota de la esquina, siempre donde mismo, siempre hilando sus babas de
machos burlescos. La patota del club deportivo, siempre dispuesta al chiflido, al “mijita rica”, al rosario
de piropos groseros que la hacían sonrojarse, tropezar o apurar el paso, temerosa de esa calentura vio-
lenta que se protegía en el grupo. Por eso la chica de la moda no los miraba, ni siquiera les hacía caso
con su porte de reina-rasca, de condesa-torreja que copiaba moldes y figurines de revistas para engala-
nar su juventud pobladora con trapos coloridos y zarandajas pop.
Tan creída la tonta, decían las cabras del barrio, picadas con la chica de la moda que provocaba
tanta envidiosa admiración. Parece puta, murmuraban, riéndose cuando el grupo de la esquina la tapa-
ba con besos y tallas de grueso calibre. Y puede haber sido el calor de ese verano, el detonante culpa-
ble de todo lo que pasó. Pudo ser un castigo social sobre alguien que sobresale de su medio, sobre
la chica inocente que esa noche pasó tan tarde, tan oscura la boca de la calle tenía sombras de lobo.
Y curiosamente no se veía un alma cuando llegó a la esquina. Cuando extrañada esperó que la barra
malandra le gritara algo, pero no escuchó ningún ruido. Y caminó como siempre bordeando el tierral
de la cancha, cuando no alcanzó a gritar y unos brazos tentáculos la agarraron desde las sombras. Y ahí
mismo el golpe en la cabeza, ahí mismo el peso de varios cuerpos revolcándola en el suelo, rajándole la
blusa, desnudándola entre todos, querían despedazarla con manoseos y agarrones desesperados. Ahí
mismo se turnaban para amordazarla y sujetarle los brazos, abriéndole las piernas, montándola epilép-
ticos en el apuro del capote poblacional. Ahí mismo los tirones de pelo, los arañazos de las piedras en
su espalda, en su vientre toda esa leche sucia inundándola a mansalva. Y en un momento gritó, pidió
auxilio mordiendo las manos que le tapaban la boca. Pero eran tantos, y era tanta la violencia sobre su
Año a año, el rito carreteado de las procesiones congrega la misma turba de fieles que, desde tem-
prano, espera el paso glamoroso de la Virgen del Carmen. La Patrona de Chile, la bella aparición que
corona el largo desfile de colegios, bandas de scout, seminaristas de ojos lacios por el celibato, bombe-
ros en traje de gala, monjas sufrientes y toda la alegoría religiosa que cruza el centro de Santiago en el
ondear de los pañuelos.
Al compás de pitos y redobles de tambores, aleluyas y marimbas de orfeón; la arqueología aristó-
crata desfila cargando rosarios, estandartes, pendones dorados y heráldicas de alcurnia. Señores gri-
ses del Opus Dei y damas enjutas, torcidas por el servicio social y la caridad conservadora. Las mismas
señoras de verde, amarillo y rosado; todas teñidas de rubio ceniza, todas de collar de perlas cultivadas,
todas respingonas oliendo a polvos Angel Face. Casi todas con su empleada mapuche caminando dos
pasos más atrás, arrastrándola a la fuerza para evangelizarle las mechas tiesas. A ver si la india cabiz-
baja, se conmueve con el radiante fulgor de la santidad. A ver si la convence la virgen en persona. La
reina del ejército, que le salvó la vida al general Pinochet en el atentado extremista. La inmaculada que
se apareció a los soldados patriotas en plena batalla, por allá en la Independencia. Tan divina de café
y amarillo cuando no había tele a color. La madre del Carmelo, la más elegante, la más regia y espa-
ñola de ojos celestes que mira sobre el hombro a toda esa patota de vírgenes ordinarias; vírgenes de
población, vírgenes de gruta, vírgenes de animita, cholas de hollín y desteñidas por la intemperie. Vír-
genes huasas de Andacollo, Pelequén, Las Rosas, Las Viscachas, Peña Blanca. Vírgenes que salen como
El río Mapocho
(o “el Sena de Santiago, pero con sauces”)
En verano parece una inocente hebra de barro que cruza la capital, un flujo de nieves enturbiadas
por el chocolate amargo que en invierno se desborda, desconociendo límites, como una culebra des-
bocada que arrasa en su turbulencia las casas de ricos y pobres levantadas en sus orillas. Porque este
río, símbolo de Santiago, se descuelga desde la cordillera hasta el mar, cortando el flaco mapa de Chile
en dos mitades, y en su recorrido nervioso, atraviesa todas las clases sociales que conforman la urbe.
Desde las alturas de El Arrayán, donde los hippies con plata instalaron su tribu ecológica y marigua-
nera, sus casitas de playa, con piscina y amplia terraza para mirar el río en pose de yoga o meditación
trascendental. La comunidad naturalista, donde las señoras hippies con guaguas rubias a poto pelado,
De verlo continuamente cruzar la ciudad con su indumentaria de travesti doméstico, con su figura
lunfarda, de mendiga, vieja bruja, señora tirilluda que detiene el tránsito con su espejismo teatral para
la sorpresa de la gente. La loca del carrito no tiene destino en su paseo lunático que arrastra por las
calles sin ver a nadie, sin percatarse de las risas burlescas que deshilachan aún más su falda de franela
a cuadros, el trapo poblador que, sin pretensión, le cubre sus huesudas rodillas de pajarraco artrítico,
rumbeando la tarde a bordo de su poética trasgresión.
De su pasado no hay rastro, en la estela locati que dejan sus zapatones de hombre chancleteando
la vereda lunar que alborota desafiante. Apenas recoger, sin seguridad, el testimonio que narró de él
un periodista para un documental de la tele a la hora de las noticias. “Antes era un talentoso estudiante
de arquitectura, pero al morir su madre quedó así”. Y eso fue lo único que se supo de él, televisado a la
fuerza, esquivando el ojo de la cámara con un desdén de garza principesca, evitando así el sapeo cama-
rógrafo de esos programas acusetes sobre los locos que aún andan sueltos en la urbe.
Por ahí, por calle Lira, Carmen o Portugal, cerca del antaño glorioso barrio travesti de San Camilo,
su silueta desguañangada descalabra la lógica peatonal del apurado medio día. Más bien, es un reflejo
donde la mirada ciudadana se desconoce con rubor, en el desorden de su peregrina bufonada sexual.
La loca del carrito conduce su bote de supermercado coleccionando mugres que Santiago desecha en
su flamante modernidad. Por ahí agarra una muñeca manca y la arropa con ternura subiéndola a su
barca rodante. Por acá se enamora de un trapo desflecado que lo rescata para cubrirse la cabeza. Y así,
con el trapito anudado en su barbilla sin afeitar, como una abuela sureña o una extraña Madre de Plaza
de Mayo, desaparece en el fragor del tráfico, dejando su alucinado delirio como una estampa irreal que
se esfuma en el traqueteo neura del centro.
Todos lo han visto, de alguna manera la ciudad se ha acostumbrado a ser testigo de su paso orillan-
do el pleamar de su destino menguante. Acaso traficando autónomo su caricatura libertaria que amal-
gama oposiciones de género, lucha de clases, estéticas bastardas del filosofar vivencial que muda los
harapos de un neo edipo en el arrastre del duelo materno con su parturiento trapear.
Todos vemos a diario su tranco sin prisa, hurgueteando en la basura revistas o libros viejos que
luego comercia en la vereda de un Supermercado, explicando con clara lucidez la lectura de su conte-
nido. Allí, vendiendo retazos literarios y fotocopias de textos suyos, es un elocuente sujeto cultural que
contradice la imagen trastornada de su evadida contemplación. Alguien le compra, con algún estudian-
te dialoga, algún tonto se mofa incómodo de su apariencia gitana y vagabunda. Pero ella no lo ve tras
el vidrio de su ausente cotidiano. No engancha su altivo tornasol de locura con la estupidez del machis-
mo ambiental. Y cuando la noche santiaguina relumbra cobriza en los guiñapos de la tarde, la loca del
carrito recoge su mudanza de libros parchados, y sin ningún apuro, como si ordenara un valioso jardín
de perlas, diademas y cachureos, se marcha acunada por el rechinar de las ruedas, se confunde con
una sombra más que despide el arrebol mohoso de los edificios espejos, cuando cruza la calle Portugal
entre los bocinazos y el “deténgase” amarillo del semáforo. Se desliza justo por ese color intermedio
entre el “PARE/SIGA”. Como si eligiera de alfombra ese relumbro que pinta de oro su equipaje marginal,
cuando se va navegando en el asfalto y deja como un chispazo la lírica errante de su alocado frenesí.
Sólo uso con fines educativos 272
La comuna de Lavín
(o “el pueblito se llamaba Las Condes”)
Como un merengue enrejado, Las Condes es la comuna que da el ejemplo de un vivir pirulo, eco-
nómicamente relax, modelo de organización y virtud con sus jardincitos recortados y sus veredas lim-
pias donde pasean el ocio los habitantes de este sector de Santiago, el vergel clasista dirigido por su
alcalde que lleva el pandero en la organización feudal del condominio chileno.
Así, desde “el pueblito llamado Las Condes, que está junto a los cerros y lo baña un estero”, la pos-
tal musical que hizo famosa Chito Faró, la canción turística que mostraba una capital de tonadas y gente
sencilla, poco queda que comparar con la actual comuna de Las Condes. El emperifollado Barrio Alto,
sembrado de torres y experimentos arquitectónicos, edificios cuadrados y piramidales, como maquetas
de espejos para saciar la imagen narcisa y garantizada del Chile actual.
Entonces este idilio de comuna, donde todo el mundo es feliz, recuerda un lindo país de cuentos,
tal vez el reino de Oz donde el mago es su alcalde, un derechista con sonrisa eucarística que hizo la pri-
mera comunión en el Opus Dei. Un alcalde con cara de ostia, el colmo de santurrón, el colmo de buena
gente, preocupado de regular el canto de los pájaros para que no molesten la modorra ensiestada de
los ricos que apoyaron su candidatura, los vecinos pitucos que besan las manos al edil por la lluvia mila-
grosa que hizo caer solamente en Las Condes, para limpiar el cielo, cuando Santiago era un pantano
espeso de smog, por allá en el invierno seco que mató tanta guagua pobre con su aire irrespirable.
Entonces Don Lavín, con su optimismo de boy scout de plaza, se asomó a la ventana y cayó en depre-
sión porque la nube rancia del smog no lo dejaba ver la escenografía Walt Disney de su gloriosa comu-
na. Hay que hacer algo, le dijo a su secretaria preocupada en retocarse la sonrisa que, por orden del
jefe, todos llevaban en la municipalidad. Es el colmo que esta cochinada de aire ensucie hasta la cara
del Señor. Porque el cielo es el rostro de Dios, le repitió Don Lavín a su secretaria que lo miraba con la
boca abierta como quien contempla una santa aparición. Por supuesto Señor Alcalde, pero la solución
está en su mano, ya que usted habla con Dios por teléfono le puede pedir una lluvia con detergente.
Cómo se le ocurre que voy a molestar a Dios por una lluvia, para eso está el dinero que en esta comuna
sobra. Todo se puede comprar con plata, hasta una simple lluvia. No faltaba más. Comuníqueme rápido
con mis amigos de la Fuerza Aérea para pedirles que nos bombardeen el cielo con lluvia deshidratada.
Y así los vecinos de Las Condes vieron caer la lluvia por metro cuadrado que les regaló su alcalde,
la vieron caer con los ojos húmedos, como un maná para el pueblo elegido, y reiteraron su apoyo a la
gestión edilicia que en las siguientes elecciones se tradujo en la votación más alta de la historia. Pero no
fue sólo por eso que lo reeligieron con honores y retretas de triunfo, también por la organización del
tránsito que le puso semáforos hasta a los coches de guaguas, también por la seguridad antidelictual
que les puso alarmas a las flores de los jardines. Por contar en la comuna con un paco por habitante,
por las misas de matiné, vermut y noche realizadas en colegios, parques y supermercados para agra-
decer al altísimo el poder vivir en este cielo de comuna. Lo volvieron a elegir porque sólo los ricos se
merecen tener un santo de alcalde, un hombre tan bueno que perfectamente podría ser el próximo
Papa, declaró un general que lo conocía de niño. Además por la gran fiesta que preparó para el año
nuevo, los miles de fuegos artificiales que encendieron el cielo comunal como una gran noche de gala
para la nobleza.
Sólo uso con fines educativos 273
Así, la fruncida comuna de Las Condes es una reina rubia que mira por sobre el hombro a otras
comunas piojosas de Santiago, la estirada y palo grueso comuna de Las Condes, prima hermana de Pro-
videncia y compañera de curso en las monjas con Vitacura y La Dehesa, marca un alto rating en el firulí
del status urbano. Es el ejemplo de un sistema económico que se pasa por el ano la justicia social, es la
evidencia vergonzosa de un nuevo feudalismo de castillos, condominios y poblaciones humildes que
hierven de faltas y miserias, de habitantes tristes y habitantes frívolos y cómodos que lucen el esplen-
dor de sus perlas cultivadas por el exceso neoliberal.
El Metro de Santiago
(o “esa azul radiante rapidez”)
Con esa música de clínica privada y esos azulejos de carnicería que empapelan los túneles, el Metro
santiaguino es la evidencia disciplinada que nos dejó la dictadura. Un Metro tan limpio, tan brillante
como cocina de ricos. Tan pulcro como si nunca se usara, como esos juguetes caros que las mamás no
dejan que los niños rayen o ensucien. Un Metro que a tantos años de construido, se ve como nuevo en
su azul celeste y radiante rapidez.
Tal vez el pasajero que día a día va y viene en la cinta de metal bajo la tierra, no sabe que al com-
prar el boleto una cámara lo sapea haciendo la fila, cruzando la máquina. Una cámara lo sigue bajando
la escalera, lo mira sentado esperando el carro en esas estaciones donde no hay nada que mirar, excep-
to esos murales abstractos y geométricos que los cuidan como Capilla Sixtina, o la propaganda de las
teleseries donde la estética publicitaria vende colegialas a medio vestir con una frutilla en la boca. Nada
que mirar, salvo esos informativos culturales atrasados, o esos aparatosos diarios murales que muestran
vida y obra de poetas del año de la pera, vitrinas de la cultura nacional que la gente mira distraída para
matar el tiempo, mientras viene el tren, la culebra plateada del orgullo nacional que cruza la ciudad del
Barrio Alto a la periferia.
Así, viajando por la línea uno se recorre el mapa social de la urbe que va desde la estación Escuela
Militar, llena de boliches pirulos y ventas de comida diet para perros, hasta la Estación Neptuno, la últi-
ma del recorrido, el terminal donde las tiendas pitucas son puestos de empanadas y sopaipillas en la
vereda. El destino final de los trabajadores, que bajan del Metro bostezando, para hundirse en el olvido
de su rutina laboral.
El Metro de Santiago no se parece a otros trenes urbanos de latinoamérica. Su travesía de intestino
subterráneo es mucho más impersonal, mucho más fría la relación que nunca se establece entre los
pasajeros sentados uno frente a otro evitando mirar al de enfrente, tratando de hacerse el orgulloso
con la vista fija en la ventana tapiada por la oscuridad del túnel. Como si la paranoia ambiental evitara
el cruce de miradas, bajara la vista al periódico, al libro latero que se finge leer solamente para no conta-
minarse con otros ojos, igual de esquivos, igual de temerosos por la camisa de fuerza donde todo gesto
está controlado por la mirada sospechosa de los guardias, por el ojo invisible que mantiene el orden en
esa voz de aluminio repitiendo por los parlantes “Se ruega no sentarse en el piso”. Pero los estudiantes
no están ni ahí con esa orden, y se instalan a pata suelta en el suelo, alterando la compostura acartona-
da del Metro con su pendeja transgresión.
Sólo uso con fines educativos 274
La única vez que el Metro fue desbordado por la pasión ciudadana, ocurrió durante una concentra-
ción por el NO en el Parque O’Higgins. Entonces los carros se repletaron de cantos y gritos y banderas
por el retorno a la democracia. Todo el mundo cantando, saltando con: “el que no salta es Pinochet”.
Y el tren también brincaba como conejo en sus ruedas de goma. El fino tren se zangoloteaba como
micro pobre con el vaivén del “Y va a caer”. El tren ya se reventaba de cabros revoltosos rayando con
spray, escribiendo “Pico pal Pinocho, Muerte al Chacal”, ante los horrorizados ojos de los guardias que
no podían controlar esa tormenta humana.
Esa fue la única vez que el Metro cobró vida, la única vez que cruzó la ciudad como una pizarra del
descontento, como un tren de juguete escapado de la intocable vitrina, porque luego, lo lavaron, lo lus-
traron, volviéndolo a su flamante hipocresía vehicular.
Quizás, el higiénico fantasma del Metro refleje falsamente la educada mueca que atrae la plata y
el turismo, quizás es un espejo reluciente donde se puede ver un Santiago engominado por el trapo
municipal. Tal vez lo único que altera su delicada travesía son los cuerpos suicidas que manchan con sus
tripas el pulcro escenario del subterráneo nacional.
Hay algo de fracaso en esa luz dorada que atardece temprano cuando llega el otoño, cuando las
pintas coloridas de los santiaguinos van tomando el apagado gris ratón o café tierra de la ropa invernal.
Y en este cambio de uniformes las dueñas de casa corren a la lavandería a limpiar los abrigos, parkas
e impermeables para afrontar los hielos que se avecinan. Porque este año hizo tanto calor, hasta abril
los cabros andaban en manga de camisa. Con treinta grados en Semana Santa, como si fuera acabo de
mundo las viejas miran con desconfianza el calorcillo tardío que aún mantiene verdes las hojas de los
árboles, cuando otros años los contados parques de la capital estaban alfombrados de oro viejo.
Así, con la amenaza del Apocalipsis, catástrofes y desastres, las mujeres observan con desconfianza
las bondades de este otoño tropical. Extrañan la suave lluvia que en esta estación arrastra tristemente
los recuerdos del ardiente verano. Echan de menos la ventisca polar que trae el romadizo, las toses y gri-
pes que se resguardan con bufandas, chales y gorros de lana. Sienten nostalgia del olor a tierra mojada,
del barro y la escarcha que entume el paisaje social de una ciudad que no siente suyo este clima ocioso
y templado. Requieren del olor a parafina de la estufa, que nos recuerda que somos pobres, aunque la
economía diga que estos calores son producto de las ventajas del modelo neoliberal.
Quizás la capital necesite de estas estaciones intermedias como el otoño, para prepararse a resis-
tir la crudeza del invierno. Para encontrarle alguna justificación al tejido punto canutón, punto araña,
punto panal de abejas, punto arroz, punto garbanzo, punto argolla, punto maíz, punto coliflor, jersey y
correteado en las mangas de la chomba, para la Jacqueline que este año va al colegio. En lana palo de
rosa, calipso, verde agua, verde nilo, amarillo pato o celeste Jacinto, que son los colores chillones con
que los pobladores arropan su pobreza. Porque las diferencias sociales del otoño, también se dividen
por colores. Así, los tonos jaspeados tipo Cachemira o Shetland, demarcan el status de abrigarse con
clase, de recibir el frío con buen gusto, con tejidos a máquina que parezcan artesanales, como se usan
dice la cuica, “para la Francisquita que este año también va al college”.
Sólo uso con fines educativos 275
Tal vez, la delicada ternura que ponen las mujeres pobladoras en sus tejidos a mano, entibia como
una caricia los tiritones húmedos que acechan a los niños al llegar el frío. Y quizás, no es sólo eso, tam-
bién es una excusa para intercambiar informaciones sobre sus vidas, de juntarse a compartir puntos
y tejidos del un, dos tres al derecho y un, dos, tres al revés. Con doble hebra para mi marido que llega
tarde todas las noches, vecina. Con puños reforzados para el Ricardo que pasa día y noche con la patota
de la cuadra, vecina. Con calados en el pecho para mi hija de dieciocho, que llega con plata cuando va
tanto al centro y nadie sabe para qué doña Juana. Con cuello de tortuga para mi hijo menor, que lo han
echado de todos los colegios y ya no sé qué hacer señora Kika.
En fin, pareciera entonces que el tejido colectivo de mujeres urdiendo al sol, en la puerta de sus
casas, cumpliera otros propósitos además del fin práctico del chaleco, la bufanda o los guantes. Es una
organización que hilvana experiencias y dolores al traqueteo de los palillos, al baile sin censura de la
lengua que transmite el pelambre informativo de la cuadra. Es una manera oblicua de hacer política
en ausencia del macho. Al igual que el famoso barrido de la vereda, que puede durar horas pasando la
escoba en la misma baldosa, limpiando el mismo lugar, como si fuera la terapia pensante que las man-
tiene unidas, en el rito de armar y desarmar la sociología del barrio y el país. A puro escobazo despelle-
jan a esa pituca de la tele que no les gusta. A puro trapeado de piso cacarean sobre el precio del pan.
A puro lustre de cera comentan la mentira encorbatada de los políticos, y ese metro volador que costó
tanta plata y no sirve pa ná, porque igual hay que tomar otra micro para llegar a la pobla.
Por eso, a estas alturas del año, ellas echan de menos el otoño tradicional que no llega. Y no es sólo
por romanticismo. Por eso andan presagiando un terremoto y extrañan la basura otoña que otros años
en esta fecha cubre las aceras, la lluvia de hojas tristes que las obliga a, barrer una y otra vez la vereda,
para armar su política parlanchina, su breve espacio camuflado de orden y aseo donde ellas, todas jun-
tas, todas cómplices con el otoño, fingen amontonar hojas secas urdiendo la política hablantina de su
doméstica conspiración.
Como si fueran pocas las desconocidas del monstruo natural donde fue plantado este país. Que la
sequía, el rebalse o la marea borracha del suelo que cada cierto tiempo nos aporrea con un terremoto.
Cuando parece estar todo bien, cuando casi estamos tranquilos, mirando la tele, tomando té a la hora
de once. Más bien, un poco más tarde por ese calorcillo de presagio que hace aullar a los perros, a los
gallos cantar a deshora y picarle los sabañones a la vieja que preocupada se asoma al apocalipsis violá-
ceo del atardecer, pensando: no vaya a ser cosa que venga un remezón. Porque hace tanto tiempo que
el Señor no nos mueve la payasa. Y no termina de pensarlo, cuando los platos empiezan a castañetear
en la cocina, la ampolleta pestañea, y al grito de: está temblando, todos contienen la respiración con
tranquilo terror diciendo: ya va a pasar, ya va a pasar. No se preocupen.
Y ese primer grito, se multiplica como un eco-pánico por los barrios de la ciudad que se parali-
za oscilante. Desde el junior al gerente, la inestabilidad del piso los une en la misma gota de tensión
Lectura Nº 1
Harvey, David, “Posmodernismo en la Ciudad: Arquitectura y Diseño Urbano”, en
La Condición de la Posmodernidad. Investigación sobre los Orígenes del Cambio Cul-
tural, Buenos Aires, Argentina, Amorrortu Editores, 1998, pp. 85-118.
“La pobreza simbólica de la arquitectura actual y del paisaje urbano es resultado y expresión
directa de la monotonía funcionalista tal como se define en las prácticas de zonificación fun-
cional. Los principales tipos de construcción y modelos de planificación modernos, como el
Skyscraper [Rascacielos], el Groundscraper, el Distrito Comercial Central, la Zona Comercial, la
Plaza Pública, el Suburbio Residencial, etc., son invariablemente hiper-concentraciones hori-
zontales o verticales de usos particulares en una zona urbana, en un plan de construcción o
bajo un techo”.
Krier compara esta situación con la “buena ciudad” (por su carácter ecológico), en la que “el con-
junto total de las funciones urbanas” se desarrolla dentro de “distancias compatibles y placenteras que
pueden salvarse a pie”. Teniendo en cuenta que este tipo de forma urbana “no puede crecer extendién-
dose en amplitud y altura” sino sólo “a través de la multiplicación”, Krier busca una forma de ciudad
integrada por “comunidades urbanas completas y finitas”, cada una de las cuales constituye un barrio
urbano independiente dentro de una gran familia de barrios urbanos que, a su vez, configuran “ciuda-
des dentro de una ciudad”. Sólo en estas condiciones será posible recuperar la “riqueza simbólica” de
las formas urbanas tradicionales que se fundaban en “la proximidad y el diálogo de la mayor variedad
posible y, por lo tanto, en la expresión de la verdadera diversidad que se pone de manifiesto en la arti-
culación significativa y auténtica entre espacios públicos, tejido urbano y horizonte”.
Krier, como algunos otros posmodernistas europeos, propone la restauración y recreación activa
de los valores urbanos “clásicos” tradicionales. Esto significa restaurar un tejido urbano más antiguo y
habilitarlo para nuevos usos, o crear nuevos espacios que expresen las concepciones tradicionales con
toda la sagacidad que proporcionan la tecnología y los materiales modernos. Mientras que el proyecto
de Krier no es más que una de las numerosas orientaciones posibles que los posmodernistas pudieron
cultivar —que poco tiene que ver, por ejemplo, con la admiración de Venturi por Disneylandia, el subur-
bio de Las Vegas y la ornamentación suburbana—, machaca sobre cierta concepción del modernismo
“La destrucción y la demolición, la expropiación y los cambios rápidos en el uso como resulta-
do de la especulación y el desgaste son los signos más notables de la dinámica urbana. Pero,
más allá de todo, las imágenes sugieren el destino interrumpido del individuo, de su participa-
ción a menudo triste y difícil en el destino de la colectividad. Esta concepción, en su totalidad,
parece reflejarse con un rasgo de permanencia en los monumentos urbanos. Los monumen-
tos, signos de lo colectivo, tal como lo expresan los principios de la arquitectura, se ofrecerán
como elementos primordiales, puntos estables de la dinámica urbana” (Rossi, 1982, pág. 22).
Nos encontramos aquí una vez más con la tragedia de la modernidad, pero, en este caso, defini-
da por los puntos estables de los monumentos que incorporan y preservan un “misterioso” sentido de
memoria colectiva. La preservación del mito a través del ritual “constituye una clave para la compren-
sión del significado de los monumentos y, más aún, de las implicaciones de la fundación de ciudades y
de la transmisión de ideas en un contexto urbano”. La misión del arquitecto, en la concepción de Rossi,
es participar “libremente” en la producción de “monumentos” que expresen la memoria colectiva, reco-
nociendo también que aquello que constituye un monumento es un misterio que “debe encontrarse
sobre todo en la voluntad secreta e incesante de sus manifestaciones colectivas”. Rossi funda su com-
prensión de esto en el concepto de “genre de vie”: esa forma de vida relativamente permanente que
la gente común construye en ciertas condiciones ecológicas, tecnológicas y sociales. Este concepto,
extraído del trabajo del geógrafo francés Vidal de la Blache, le permite a Rossi captar un sentido de lo
que representa la memoria colectiva. El hecho de que Vidal considere que el concepto de genre de vie es
apropiado para interpretar las sociedades campesinas de cambios relativamente lentos pero, al final de
su vida, haya comenzado a dudar de la posibilidad de aplicarlo a los paisajes rápidamente cambiantes
de la industrialización capitalista (véase su Geographie de l’est publicado en 1916), escapa a la atención
de Rossi. El problema, en las condiciones de una veloz transformación industrial, es evitar que su posi-
ción teórica caiga en la producción estética del mito a través de la arquitectura, y de allí en la trampa
Por lo menos, Rossi tiene la virtud de tomar seriamente el problema de la referencia histórica. Otros
posmodernistas se limitan a hacer gestos en dirección a la legitimación histórica mediante la cita exten-
siva y muchas veces ecléctica de los estilos pasados. A través del cine, la televisión, los libros y otros ele-
mentos, la historia y la experiencia pasada se han convertido en un vasto archivo “que puede ser recu-
perado en forma instantánea y utilizado una y otra vez oprimiendo un botón”. Si, como afirma Taylor
(1987, pág. 105), la historia puede verse “como una interminable reserva de acontecimientos iguales”,
los arquitectos y diseñadores urbanos pueden sentirse libres de citarlos en el orden que les plazca. La
propensión posmoderna a mezclar todo tipo de referencias a los estilos del pasado es una de sus carac-
terísticas más generalizadas. Parece que la realidad mimetizara imágenes mediáticas.
Pero el resultado de la inserción de esta práctica en el contexto socioeconómico y político actual es
más que un poco forzado. Por ejemplo, desde aproximadamente 1972, lo que Hewison (1987) llama “la
industria de la heredad” se ha convertido súbitamente en el gran negocio en Gran Bretaña. Los museos,
las casas de campo, los paisajes urbanos reconstruidos y rehabilitados para que resulten ecos del pasa-
do, la producción de copias directas de antiguas infraestructuras urbanas han pasado a integrar una
vasta transformación del paisaje británico, hasta el punto de que, según Hewison, la principal industria
de Gran Bretaña deja de ser la producción de bienes para centrarse en la producción de la heredad.
Hewison explica el impulso que subyace en esto con términos que nos recuerdan en algo a Rossi:
Creo que aquí Hewison revela algo de gran importancia potencial, porque la preocupación por
la identidad, por las raíces personales y colectivas, está cada vez más presente desde comienzos de la
década de 1970 a causa de la inseguridad extendida de los mercados laborales, de las combinaciones
tecnológicas, los sistemas de crédito, etc. (véase la segunda parte). La serie televisiva Raíces, que narra
la historia de una familia negra norteamericana desde sus orígenes africanos hasta la actualidad, pro-
movió una ola de investigación y de interés en la historia familiar en todo el mundo Occidental.
Lamentablemente, es evidente que resulta imposible separar la tendencia posmodernista a la cita
histórica y al populismo, de la simple tarea de alimentar, cuando no promover, los impulsos nostálgicos.
Hewison advierte una relación entre la industria de la heredad y el posmodernismo. “Ambos conspi-
ran para crear una pantalla superficial que se inserta entre nuestra vida presente y nuestra historia. No
tenemos una comprensión profunda de la historia, pero en cambio se nos ofrece una creación contem-
poránea, más drama de costumbres y re-validación que discurso crítico”.
Inmediatamente después de los motines que surgieron luego del asesinato de Martin Luther King
en 1968 (lámina 1.21), un pequeño grupo de influyentes políticos, profesionales y empresarios se reunió
para encontrar una forma de articular la ciudad. El esfuerzo de renovación urbana de la década de 1960
dio como resultado una zona altamente funcional y fuertemente modernista compuesta por oficinas,
plazas y ocasionales muestras arquitectónicas espectaculares, como el edificio del One Charles Center
de Mies van der Rohe (láminas 1.22 y 1.23). Pero los motines amenazaban la vitalidad del centro de la
ciudad y la viabilidad de las inversiones ya realizadas. Los dirigentes buscaron un símbolo alrededor del
cual se pudiera construir una idea de la ciudad en tanto comunidad, una ciudad que tuviera una con-
vicción suficiente en sí misma como para superar las divisiones y la mentalidad de estado de sitio con
las que el ciudadano común se acercaba al centro urbano y a sus espacios públicos. “Impulsada por la
necesidad de extirpar el miedo y el abandono de las zonas centrales, causados por la inquietud cívica
“En un área de Nueva Orleans que requería una reconstrucción, Charles Moore ha creado la
Piazza d’Italia pública para la población italiana local. Su forma y su lenguaje arquitectónico
han trasladado las funciones sociales y comunicativas de una piazza europea, más específica-
mente, la piazza italiana, al Sur de los Estados Unidos”.
“Las arcadas, situadas frente a las fachadas convexas del edificio, rodean la piazza, haciendo
una irónica referencia a los cincos tipos de columnas clásicas (dóricas, jónicas, corintias, tosca-
nas y mixtas), que, por su colocación en un continuum sutilmente coloreado, exhiben una cier-
ta deuda con el Arte Pop. La base de las acanaladas columnas está formada como piezas de un
arquitrabe fragmentado y se asemeja más a una forma en negativo que a un detalle arquitec-
tónico cabalmente tridimensional. Su parte elevada está revestida de mármol y está cortada
por un sector que tiene la forma de una porción de torta. Las columnas están separadas de
sus capiteles corintios por aros hechos con tubos de neón que forman collares luminosos y
coloridos por la noche. La arcada, en la parte superior de la bota italiana, también tiene luces
de neón en la fachada. Otros capiteles asumen formas precisas y angulares, y están colocados
como broches Art Deco debajo del arquitrabe, mientras que algunas columnas muestran otras
variantes, como la de las canaletas formadas por surtidores de agua”.
Pero si la arquitectura es una forma de comunicación y la ciudad es un discurso, ¿qué puede decir o
significar entonces esta estructura, insertada en el tejido urbano de Nueva Orleans? Los posmodernis-
Quiero pensar en voz alta un problema teórico fundamental —la relación entre urbanismo y arqui-
tectura— que, junto con su interés y la urgencia intrínsecos, plantea una serie de cuestiones teóricas de
significación para mí, aunque no necesariamente para todos ustedes. De modo que tengo que pedir
que se interesen provisoriamente en ellas y en mi propio trabajo al respecto, para poder llegar a formu-
lar algunos problemas urbanos y arquitectónicos más generales. Por ejemplo, una investigación sobre
la dinámica de la abstracción en la producción cultural posmoderna, y en particular sobre la diferencia
radical entre ese papel estructural de aquélla en el posmodernismo y los tipos de abstracciones en fun-
cionamiento en lo que hoy podemos llamar modernismo o, si lo prefieren, los diversos modernismos,
me condujo a reexaminar la forma del dinero —la fuente fundamental de toda abstracción— y pre-
guntarme si su estructura misma y su modo de circulación no se modificaron sustancialmente en años
recientes o, en otras palabras, durante el breve período al que algunos todavía nos referimos como pos-
modernidad. Eso significa, desde luego, volver a plantear la cuestión del capital financiero y su impor-
tancia en nuestro tiempo y formular cuestiones formales sobre las relaciones entre sus abstracciones
peculiares y especializadas y las que se encuentran en los textos culturales. Creo que todo el mundo
estará de acuerdo en que el capital financiero, junto con la globalización, es uno de los rasgos distinti-
vos del capitalismo tardío o, en otras palabras, del estado distintivo de las cosas hoy en día.
Pero es precisamente esta línea de investigación la que, reorientada en la dirección de la arquitec-
tura, sugiere el ulterior desarrollo al que quiero dedicarme aquí. Puesto que en el ámbito de lo espacial
parece existir efectivamente algo así como un equivalente del capital financiero, e incluso un fenómeno
íntimamente relacionado con él, y que es la especulación con la tierra: algo que en otros tiempos tal vez
haya encontrado su campo de acción en el campo —en la conquista de las tierras de los nativos norte-
americanos, en la adquisición de inmensas extensiones por parte de los ferrocarriles, en el desarrollo de
áreas suburbanas, junto con la privatización de recursos naturales—, pero que en nuestros días es un
fenómeno preponderantemente urbano (en gran medida porque todo se vuelve urbano) y ha vuelto a
las grandes ciudades, o a lo que queda de ellas, en busca de fortuna. ¿Cuál es entonces la relación, si la
hay, entre la forma distintiva que asume hoy la especulación con la tierra y las formas igualmente dis-
tintivas que encontramos en la arquitectura posmoderna (ahora con un uso del término en un sentido
general y cronológico, espero que bastante neutral)?
Algunas de las personas más pobres viven en barrios bajos convenientemente situados en tie-
rras de elevado precio. En la patricia Quinta Avenida, Tiffany y Woolworth, cara a cara, ofrecen
joyas y baratijas de sitios sustancialmente idénticos. Los restaurantes de Childs prosperan y se
multiplican donde Delmonico’s se marchitó y murió. A tiro de piedra de la bolsa de valores, el
aire se puebla con el aroma del café tostado; a pocos metros de Times Square, con el hedor
de los mataderos. En el corazón mismo de esta ciudad “comercial”, en la isla de Manhattan al
sur de la calle 59, los inspectores encontraron en 1922 casi cuatrocientos veinte mil obreros
empleados en las fábricas. Tal situación es una afrenta a nuestro sentido del orden. Todo pare-
ce fuera de lugar. Uno sueña con reordenar las cosas para ponerlas donde corresponde.6
En el Rockefeller Center (1931-1940), finalmente se llevaron a una síntesis las ideas anticipa-
torias de Saarinen, los programas del Plan Regional de Nueva York, las imágenes de Ferriss y
las diversas búsquedas de Hood. Esta afirmación es cierta a pesar del hecho de que el edificio
estaba completamente divorciado de cualquier concepción regionalista e ignoraba exhausti-
vamente toda consideración urbana más allá de los tres lotes de la parte media de la ciudad
en que iba a levantarse el complejo. Se trataba, de hecho, de una síntesis selectiva, cuya signifi-
cación radica precisamente en sus elecciones y rechazos. De la costanera del lago en Chicago,
de Saarinen, el Rockefeller Center sacó su escala ampliada y la unidad coordinada de un com-
plejo de rascacielos relacionado con un espacio abierto con servicios para el público. Del gusto
recientemente desarrollado por el estilo internacional aceptó la pureza de volúmenes, sin
renunciar, no obstante, a los enriquecimientos Art Déco. De las imágenes del nuevo Manhattan
de Adams, extrajo el concepto de una concentración contenida y racional, un oasis de orden.
Por otra parte, todos los conceptos aceptados se despojaron de cualquier carácter utópico; el
Rockefeller Center no impugnó en modo alguno las instituciones establecidas o la dinámica
vigente de la ciudad. En efecto, ocupó su lugar en Manhattan como una isla de “especulación
equilibrada” y destacó de todas las formas posibles su carácter de intervención cerrada y cir-
cunscripta, que pretendía, no obstante, servir como modelo.23
Ahora, la interpretación alegórica resulta más clara: el Centro fue “un intento de celebrar la recon-
ciliación de los trusts y la colectividad en una escala urbana”.24 Ésta, y no el relumbrón cultural, es la
significación simbólica del edificio; y su juego ecléctico de estilos —para Tafuri una decoración tan
superficial como para Fitch— tiene la función de significar la “cultura colectiva” a su público general
y documentar la pretensión del Centro de abordar intereses públicos, así como de afirmar objetivos
empresariales y financieros.
Antes de referirnos a otro análisis conexo y aún más contemporáneo del Rockefeller Center,
sin embargo, tal vez valga la pena recordar el valor emblemático del Centro para la misma tradición
modernista. En efecto, el complejo figura de manera preponderante en el que con seguridad fue
durante muchos años el texto y la exposición ideológica fundamentales del modernismo arquitectóni-
co, a saber, Space, Time and Architecture de Siegfried Giedion, que, al promover una nueva estética del
tiempo y del espacio en la estela de Le Corbusier a fin de inventar una alternativa contemporánea via-
ble a la tradición barroca de la planificación urbana, vio los catorce edificios asociados del Centro como
un intento único de implantar una nueva concepción del diseño urbano dentro de la opresión (para él
intolerable) de la grilla de Manhattan. Los catorce edificios originales ocupaban “una superficie de casi
tres manzanas (alrededor de cinco hectáreas) [...] recortadas de la cuadrícula de Manhattan”. Estos edi-
ficios, de diversas alturas, de los cuales al menos uno, el de RCA, es un rascacielos de unos setenta pisos
en forma de placa, “están libremente dispuestos en el espacio y encierran una superficie abierta, la Roc-
kefeller Plaza, que en invierno se usa como pista de patinaje sobre hielo”.25
A la luz de lo que se ha dicho, no sería inapropiado caracterizar el concepto de espacio-tiempo de
nada nuevo o significativo puede observarse al examinar un plano del lugar. La planta hori-
zontal no revela nada [...]. El ordenamiento y la disposición reales de los edificios sólo pueden
verse y comprenderse desde el aire. Una imagen aérea revela que los diversos edificios altos
están diseminados en un ordenamiento abierto [...] como las aspas de un molino, y los diferen-
tes volúmenes se sitúan de manera tal que sus sombras respectivas tocan lo menos posible a
los demás. [...] Al desplazarnos por la Rockefeller Plaza en medio de los edificios, tomamos con-
ciencia de nuevas e inhabituales interrelaciones entre ellos. No hay una posición única desde
la que se los puede captar o abarcar en una sola visión. [...] [Esto produce] un extraordinario y
novedoso efecto, en cierto modo como el de una esfera giratoria con facetas espejadas en un
salón de baile, donde esas facetas reflejan remolineantes manchas de luz en todas las direccio-
nes y de todas las dimensiones.27
No es éste el lugar para evaluar más generalizadamente la estética modernista, sino más bien el
momento de señalar que —cualquiera sea el valor del entusiasmo estético de Giedion— parece haber
sido barrida por la proliferación de edificios y espacios semejantes a través de todo Manhattan: o acaso
haya que decirlo negativamente y sugerir que la euforia modernista dependió de la escasez relativa de
esos nuevos proyectos, espacios y construcciones: el Rockefeller Center es para la década del treinta, y
para Giedion en ese momento, un novum, algo que ya no es para nosotros.
Cuando este espacio está completa y excesivamente construido, como hoy en día, surge la nece-
sidad de un tipo bastante diferente de estética que, como hemos visto, Tafuri se niega a proporcionar.
Pero lo que éste deplora y Giedion todavía no prevé —un caos de edificios y congestión—, toca a la
originalidad de Rem Koolhaas celebrar y abarcar. Así, Delirious New York da una bienvenida entusiasta
a las contradicciones que Tafuri denuncia y hace de esta resuelta adopción de lo irresoluble una nueva
* En castellano no existe un equivalente para la palabra inglesa “to haunt”. Ésta es la acción que realizan los fantasmas. El
autor juega aquí con la homofonía entre “ontology” y “hauntology” (n. del t.).
NOTAS
1 Para un análisis más general, véase mi ensayo de próxima aparición, “The Theoretical Hesitation: Benjamin’s Sociological
Predecessor”. También quiero mencionar los proyectos conexos de Richard Dienst sobre la deuda como un fenómeno
posmoderno (véase, por ejemplo, “The Futures Market”, en H. Schwarz y R. Dienst (comps.), Reading the Shape of the
World, Boulder, CO, 1996.), y asimismo el de Christopher Newfield sobre la cultura corporativa actual (véanse, por ejem-
plo, sus artículos en Social Text 44 y 51, otoño de 1995 y verano de 1997 respectivamente).
2 Traducido en Georg Simmel, On Individuality and Social Forms, compilación de D. N. Levine, Chicago, 1971, págs. 324-339.
3 Ver el artículo “Cultura y capital financiero”, cap. 7 de este volumen.
4 Simmel, On Individuality..., op. cit., pág. 334. A lo cual me gustaría añadir lo siguiente:
“La flexibilidad del dinero, como tantas de sus cualidades, se expresa de la manera más clara y enfática en la bolsa de
valores, en la cual la economía monetaria se cristaliza como una estructura independiente, del mismo modo que la orga-
nización política se cristaliza en el Estado. Las fluctuaciones de los precios de los intercambios indican con frecuencia
motivaciones psicológicas subjetivas que, en su crudeza y sus movimientos independientes, son totalmente despro-
porcionadas en relación con los factores objetivos. Sin embargo, sería ciertamente superficial explicar esto señalando
que las fluctuaciones de precios corresponden sólo rara vez a cambios reales en la calidad que representan las accio-
nes. Puesto que la significación de esta calidad para el mercado reside no sólo en las cualidades internas del Estado o
la fábrica de cerveza, la mina o el banco, sino en la relación de éstas con todas las demás acciones del mercado y sus
condiciones. Por lo tanto, su base real no se afecta si, por ejemplo, una gran insolvencia en la Argentina deprime el precio
de los bonos chinos, aunque la seguridad de éstos no se vea más afectada por ese hecho que por algo que ocurra en la
Luna. Puesto que el valor de estas acciones, pese a su estabilidad externa, depende no obstante de la situación general
del mercado, cuyas fluctuaciones, en cualquier punto, pueden hacer menos rentable, por ejemplo, la ulterior utilización
de esas ganancias. Por encima de estas fluctuaciones del mercado de valores, que si bien presuponen que la síntesis del
objeto individual con los otros se produce objetivamente, existe un factor que se origina en la especulación misma. Estas
apuestas sobre la cotización futura de una acción tienen por sí mismas la influencia más considerable sobre dicha cotización.
Por ejemplo, tan pronto como un poderoso grupo financiero, por razones que no tienen nada que ver con la calidad de
las acciones, se interesa en ellas, su cotización se incrementa; a la inversa, un grupo que aspire a una baja de las cotiza-
ciones puede causarla mediante una mera manipulación. Aquí, el valor real del objeto parece ser el sustrato irrelevante
por encima del cual el movimiento de los valores del mercado sólo sube porque tiene que asociarse a alguna sustancia
o, mejor, a algún nombre. La relación entre el valor real y el valor final del objeto y su representación mediante un bono
ha perdido toda estabilidad. Esto muestra con claridad la flexibilidad absoluta de esta forma de valor, una forma que los
objetos adquirieron a través del dinero y los apartó por completo de su verdadero fundamento. Ahora el valor sigue,
casi sin resistencia, los impulsos psicológicos del temperamento, la codicia, la opinión infundada, y si sorprende tanto la
CV Autor:
Fue presidente de la Asociación Latinoamericana de Investigadores de la Comunicación (ALAIC),
entre 1978 y 1980, y miembro de la Comisión de Políticas Culturales del Consejo Latinoamericano
de Ciencias Sociales (CLACSO) entre 1983 y 1985. Fue coordinador del Programa de Estudios Cultu-
rales de la Universidad Nacional de Colombia, así como profesor invitado en la Cátedra UNESCO de
Comunicación en la Universidad Autónoma de Barcelona; en la División of Literatures and Langua-
ges, de la Universidad de Standford; en la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México;
en el Centrum fur Litaraturforschung de la Universidad Libre de Berlín; en el King’s College de Lon-
dres, y en los posgrados de Comunicación de las Universidades de Sao Paulo, Buenos Aires, Lima y
Puerto Rico. Actualmente es profesor - investigador en la Universidad ITESO, Guadalajara, México,
en donde investiga sobre nuevos regímenes de la oralidad cultural y la visualidad electrónica.
Resumen:
Los medios de comunicación mediaron la experiencia de la constitución de la ciudad, pero el para-
digma informacional está cambiando su planificación. Numerosas transformaciones radicales,
espaciales, culturales y sociales en general se derivan para la ciudad presente y futura.
El cambio de sensorium
Hubo un tiempo en que los medios de comunicación hicieron honor a su nombre: mediaron la
experiencia de constitución de la ciudad. Pensando desde el París de Baudelaire, Benjamin ve emerger
el moderno sensorium urbano en las mediaciones que el cine hace de las “modificaciones en el apa-
rato perceptivo que vive todo transeúnte en el tráfico de una gran urbe” y añade: “Parecía que nues-
tros bares, nuestras oficinas y viviendas, nuestras estaciones y fábricas nos aprisionaban sin esperanza.
Entonces vino el cine y con la dinamita de sus décimas de segundo hizo saltar ese mundo carcelario. Y
ahora emprendemos entre sus dispersos escombros viajes de aventuras. Con el primer plano se ensan-
cha el espacio y bajo el retardador se alarga el movimiento. No sólo se trata de aclarar lo que de otra
manera no se veía claro sino de que aparecen formaciones estructurales del todo nuevas”. (1) El cine
medió así a la vez la constitución y la comprensión de un nuevo modo de percepción cuyos dispositi-
vos se hallan en la dispersión y en la imagen múltiple: los mismos que hace visibles la “experiencia de la
multitud”, pues es en multitud que la masa ejerce su derecho a la ciudad y ejercita su nuevo saber, ese
al que se resiste la pintura por no ofrecer su objeto a una recepción simultánea y colectiva, pero al que
sí responde el cine: “de retrógrada frente a un Picasso, la masa se transforma en progresiva frente a un
Chaplin”.
También la radio ha sido constitutiva, mediadora de la experiencia popular de la ciudad. Insertando
Notas
M. MUNIZAGA y P. GUTIÉRREZ, Radio y cultura popular de masas, Céneca, Santiago, 1983; R Ma. ALFARO, De la con-
quista de la ciudad a la apropiación de la palabra, Tarea, Lima, 1987.
R. SILVERSTON. “De la sociología de la televisión a la sociología de la pantalla”, en Telos Nº 22, Madrid, 1990; R. MIER
y M. PICCINI. El desierto de los espejos: juventud y televisión en México, Plaza y Valdés, México, 1987.
H. VEZZETTI. “El sujeto psicológico en el universo massmediático”, en Punto de Vista. Nº 47, Buenos Aires, 1993. A.
NOVAES. Rede imaginaria: televisao e democracia, C. das Letras, Sao Paulo, 1991.
P. VIRILIO, “El último vehículo”, en Videoculturas fin de siglo, pp. 37-45, Cátedra. Madrid, 1985.
G. BARLOZZETTL (Ed.), II Palimpsesto: testo, aparati y géneri della televisione. Franco Angeli. Milán, 1986.
N. GARCÍA CANCLINI y M. PICCINI, Culturas de la ciudad de México: símbolos colectivos y usos del espacio urbano,
p. 49; ver también “Del espacio político a la teleparticipación, en culturas híbridas”. Grijalbo, México, 1990.
P. VIRILIO, mismo autor, Estética de la desaparición, Anagrama, Barcelona, La máquina de visión , Cátedra, Madrid,
1989; del 1988; también los artículos: “El último vehículo”, en Videoculturas fin de siglo, Cátedra, Madrid. 1989;
“Velocidad Lentitud”, en Cuadernos del Norte, núm. 57, Oviedo, 1990.
M. MAFFESOLI, “La hipótesis de la centralidad subterránea”, en DIÁ-LOGOS de la Comunicación, núm. 23, Lima,
1989; “Identidad e identificación en las sociedades contemporáneas”, en El sujeto europeo, Ed. Pablo Iglesias,
Madrid, 1990.
N. GARCÍA CANCLINI, La cultura en la ciudad de México: redes locales y globales en una urbe en desintegración,
Ateneo de Caracas, 1993.
A ese propósito ver: C. MONSIVAIS, “La cultura popular en el ámbito urbano”, en Comunicación y culturas popula-
res en Latinoamérica, Felafac/G.Gili, México, 1987; también en la obra Aramus (comp.). Mundo urbano y cultura
popular, Sudamericana, Buenos Aires, 1990.
M. MAFFESOLI, El tiempo de las tribus: El declive del individualismo en la sociedad de masas, Icaria, Barcelona,
1990.
M. MARGULIS, La cultura de la noche: la vida nocturna de los jóvenes en Buenos Aires, Espas Hoy, Buenos Aires,
1994.
R. REGUILLO, En la calle otra vez. Las Bandas: identidad urbana y usos de la comunicación, Iteso, Guadalajara, 1991.
A. de GARAY, El rock también es cultura . Universidad Iberoamericana, México, 1993; A. de Garay otros, Simpatía por
el rock: industria cultura y sociedad, UAM-Azcapozalco, México, 1993.
A. SALAZAR, No nacimos pa’semilla. La cultura de las bandas juveniles de Medellín, Cinep., Bogotá, 1990.
M. AUGE, Los “no lugares”. Espacios del anonimato, Gedisa, Barcelona, 1993. Sobre una perspectiva convergente: P.
SANSOT: Les formes sensibles de la vie sociale, PUF, París, 1986; A. MOLÉS, Labyrinthes du vécu. L’espace: matière
d’actions. L. des Meridiens, París, 1982; X. RUBERT de VENTOS. “El desorden espacial”, en Ensayos sobre el desor-
den. Kairós, Barcelona, 1976; M. de CERTEAU, Practiques d’espace, I’invention du quotidien, U.G.E.. París, 1980; J. M.
ORTIZ RAMOS (ed.), “Espaco: local, mundial, imaginario”, Margem, núm. 2, Sao Paulo, 1993.
I. JOSEPH, El transeúnte y el espacio urbano, Gedisa, Buenos Aires, 1988. Ver a ese propósito: M. Fernández-Marto-
rell (ed.), Leer la ciudad. Ensayos de antropología urbana, Icaria, Barcelona, 1988; R. Da MATTA, A casa e a rua, Bra-
siliense, Sao Paulo, 1985; E. DURHAM, “A pesquisa antropológica com populacoes urbanas: problemas e perspecti-
vas”, en A aventura antropológica, Paz e terra, Rio de Janeiro, 1986.
Fuente:
Página web de Innovarium.
En La Iniciativa de Comunicación desde octubre 23 2004.
Actualizado en octubre 23 2004.
Este texto plantea la cuestión de cómo la globalización afecta a las ciudades, especialmente a las
ciudades como lugares para la contestación y la lucha política.
La globalización se entiende generalmente como la formación del capital global y el consiguiente
cambio en las relaciones entre los estados nacionales y este capital global.
Pensar en la globalización simplemente como una poderosa fuerza transnacional puede resultar
paralizante. La pregunta es: ¿es posible localizar la globalización? ¿es realmente tan global como el len-
guaje sugiere? Y, si está localizada, ¿dónde está? ¿cómo reconocerla? ¿cómo detectar el poder de ese
actor global y, a partir de ahí, pensar en las posiciones políticas que pueden hacerle frente?
A fin de pensar políticamente y de valorar si la micropolítica de los grupos activistas es capaz de
enfrentarse al capital global, mi premisa es que podemos detectar aspectos del sistema que están en
nuestra relación con los lugares y, por lo tanto, con la gente que los habita. Si seguimos pensando en el
capital global como una entidad enorme que está ahí afuera, que opera en el espacio intermedio de los
territorios nacionales y que es continuamente hipermóvil, el conflicto adquirirá un carácter muy dife-
rente, y la confrontación local dejará de ser importante.
Desde mi punto de vista, el análisis desarrollado en este texto crea un espacio de comprensión
de cómo determinadas formas de activismo en las que muchos grupos están implicados, que pueden
tener focos muy concretos y locales, y una duración muy breve, pueden ser interpretadas como consti-
tuyentes de un movimiento mucho más amplio.
Es ésta una nueva forma de política, no una política de frente amplio, como acostumbrábamos a
interpretarla, sino una política fragmentada si se quiere. Pero es, de hecho, una forma de política y no
tan solo un conjunto de acciones localizadas y fragmentadas. Se trata de una política global centrada
en acciones concretas que se hacen eco las unas a las otras por todo el planeta, cada una confrontán-
dose con la materialización concreta y local de un sistema de poder global.
Saskia Sassen
© Quaderns - Barcelona, abril 2001
Fronteras – Bordes
NOTAS
1 Cf. La noción de Robertson del mundo como un único lugar, o la condición humana global. Según mi opinión la globa-
lización es también un proceso que produce diferenciación, sólo que el alineamiento de ésta es muy diferente de aquel
que iba asociado a nociones tan diferenciadoras como carácter nacional, sociedad nacional. Así el mundo corporativo
hoy tiene una geografía global, y sin embargo, no está en todas partes del mundo: en realidad se ubica en espacios alta-
mente definidos y estructurados. En segundo lugar este mundo se diferencia cada vez más de los segmentos no corpora-
tivos en las economías de cada uno de sus emplazamientos concretos (como, por ejemplo, la ciudad de Nueva York) o de
los países en los que opera. Se da, por tanto, un proceso de homogeneización a lo largo de ciertas líneas que cruzan las
fronteras.
La ciudad global se puede considerar como una réplica estratégica donde se producen múltiples
localizaciones de lo global. Y las mujeres están emergiendo como actores claves en esa transformación.
Muchas de esas localizaciones están insertas en la transición demográfica evidente en esas ciudades,
donde un porcentaje cada vez más alto de los trabajadores que viven y trabajan en la ciudad son muje-
res, muchas de ellas mujeres negras e inmigrantes.
Los impactos son contradictorios para las mujeres: las ciudades son lugares de explotación y luga-
res de resistencia.
Dinámicas diferentes
Existe, en cierta medida, una unión de dos dinámicas diferentes en la situación de las mujeres en
las ciudades globales que acabamos de describir. Por un lado están constituidas como una clase invisi-
ble de trabajadoras y desempoderadas al servicio de los sectores estratégicos que componen la econo-
mía mundial. Esa invisibilidad les impide emerger como “la aristocracia de los trabajadores”, equivalen-
te a formas anteriores de organización económica, donde la posición de los trabajadores en sectores de
avanzada era un factor de empoderamiento. Por otro lado, el acceso a sueldos y salarios (aunque sean
bajos), la feminización creciente de la oferta de trabajo y las oportunidades comerciales que produce la
informalización, alteran las jerarquías de género de las que forman parte.
Introducción
Espacio y tiempo son las dimensiones materiales fundamentales de la vida humana. Los físicos han
mostrado la complejidad de estas nociones, más allá de la falacia que supone su simplicidad intuitiva.
Los escolares saben que el espacio y el tiempo se relacionan. Y una teoría muy extendida, la última
moda en física, adelanta la hipótesis de un hiperespacio que articula diez dimensiones, incluido el tiem-
po. Por supuesto, en mi análisis no hay lugar para tal discusión, puesto que sólo le concierne el signifi-
cado social de espacio y tiempo. Pero la referencia a esa complejidad va más allá de la pedantería retó-
rica: nos invita a considerar las formas sociales del tiempo y el espacio, que no son reducibles a las que
han sido nuestras percepciones hasta la fecha, basadas en estructuras sociotécnicas que ha invalidado
la experiencia histórica.
Puesto que espacio y tiempo están entrelazados en la naturaleza y la sociedad, también lo estarán
en mi análisis, aunque, en aras de la claridad, me centraré primero en el espacio, en este capítulo, y
luego en el tiempo, en el siguiente. El orden de la secuencia no es aleatorio: a diferencia de la mayoría
de las teorías sociales clásicas, que asumen el dominio del tiempo sobre el espacio, propongo la hipó-
tesis de que el espacio organiza al tiempo en la sociedad red. Confío en que esta afirmación tendrá más
sentido al final del recorrido intelectual que propongo al lector en estos dos capítulos.
Tanto el espacio como el tiempo han sido transformados bajo el efecto combinado del paradigma
de la tecnología de la información y de las formas y procesos sociales inducidos por el proceso actual
de cambio histórico, como se ha presentado en este libro. Sin embargo, el perfil real de esa transfor-
mación se aleja mucho de las extrapolaciones de sentido común del determinismo tecnológico. Por
ejemplo, parece obvio que las telecomunicaciones avanzadas harían ubicuo el emplazamiento de las
oficinas, con lo que se permitiría que las sedes centrales de las grandes compañías abandonaran los
distritos comerciales céntricos, caros, congestionados y desagradables, para situarse en lugares bonitos
de todo el mundo. No obstante, el análisis empírico de Mitchell Moss sobre el impacto de las teleco-
municaciones en el mundo empresarial de Manhattan en la década de 1980, descubrió que estos nue-
vos y avanzados medios de telecomunicación se encontraban entre los factores responsables de que
hubiera aminorado la reubicación de las empresas fuera de Nueva York, por razones que expondré más
adelante. O, por utilizar otro ejemplo sobre un ámbito social diferente, se suponía que la comunicación
electrónica con base en el hogar alentaría un descenso de las formas urbanas densas y una disminución
de la interacción social en base territorial. No obstante, el primer sistema de difusión masiva de comuni-
cación a través del ordenador, el Minitel francés, descrito en el capítulo anterior, se originó en la década
de 1980 en un entorno urbano intenso, cuya vitalidad e interacción interpersonal apenas se debilitó por
el nuevo medio. En efecto, los estudiantes franceses utilizaron Minitel para organizar manifestaciones
callejeras contra el gobierno. A comienzos de los años noventa, el telecommuting, esto es, el trabajo
“La importancia relativa de la relación ciudad-región parece disminuir con respecto a la impor-
tancia de las relaciones que interconectan varias ciudades de diferentes regiones y países [...].
Las nuevas actividades se concentran en polos específicos y ello implica el incremento de dis-
paridades entre los polos urbanos y sus respectivos entornos”.
Así pues, a comienzos de los años noventa, mientras que ciudades como Bangkok, Taipei, Shang-
hai, México o Bogotá experimentaron un crecimiento urbano explosivo encabezado por el sector
empresarial, Madrid, junto con Nueva York, Londres y París, entraron en una recesión que provocó una
pronunciada caída de los precios de las propiedades inmobiliarias y detuvo la nueva construcción. Esta
montaña rusa urbana, en diferentes periodos a lo largo de diversas zonas del mundo, ilustra tanto la
dependencia como la vulnerabilidad de cualquier localidad, incluidas las principales ciudades, ante los
flujos globales cambiantes.
¿Pero por qué deben seguir dependiendo estos servicios avanzados de su aglomeración en unos
cuantos grandes nodos metropolitanos? De nuevo, Saskia Sassen, coronando años de trabajo de campo
propio y de otros investigadores en diferentes contextos, ofrece respuestas convincentes. Sostiene que:
“La combinación de dispersión espacial e integración global ha creado un nuevo papel estra-
tégico para las principales ciudades. Más allá de su larga historia como centros para el comer-
cio internacional y la banca, estas ciudades funcionan ahora de cuatro formas nuevas: primero,
como puestos de mando altamente concentrados en la organización de la economía mundial;
segundo, como emplazamientos clave para las finanzas y las firmas de servicios especializados
[...]; tercero, como centros de producción, incluida la de innovación en los sectores punta; y
cuarto, como mercados para los productos y las innovaciones producidos”.
Estas ciudades o, mejor, sus centros de negocios, son complejos de producción de valor basados
en la información, donde las sedes de las grandes compañías y las firmas financieras avanzadas pueden
encontrar tanto proveedores como la mano de obra altamente cualificada que precisan. En efecto, cons-
tituyen redes de producción y gestión, cuya flexibilidad no necesita incorporar trabajadores y proveedo-
res, sino tener capacidad de acceso a ellos cuando convenga y en el momento y cantidades requeridos
en cada caso particular. Se sirve mejor a la flexibilidad y adaptabilidad mediante esta combinación entre
“en este nuevo contexto global, la aglomeración en un emplazamiento, lejos de constituir una
alternativa a la dispersión espacial, se convierte en la base principal para la participación en
una red global de economías regionales [...]. En realidad, regiones y redes constituyen polos
interdependientes dentro del nuevo mosaico espacial de innovación global. En este contexto,
la globalización no supone el impacto nivelador de los procesos universales sino, por el con-
trario, la síntesis calculada de la diversidad cultural en la forma de lógicas y capacidades de
innovación regionales diferenciadas”.
El nuevo espacio industrial no representa la desaparición de las antiguas áreas metropolitanas esta-
blecidas y el amanecer de nuevas regiones de alta tecnología. Tampoco puede comprenderse bajo la
oposición simplista entre la automatización del centro y la manufacturación de coste reducido de la
periferia. Se organiza en una jerarquía de innovación y fabricación articulada en redes globales. Pero
la dirección y arquitectura de estas redes están sometidas a los movimientos incesantes y cambiantes
de colaboración y competencia entre firmas y entre localidades, a veces acumulativas en la historia o
a veces invirtiendo el patrón establecido a través del carácter emprendedor deliberado de las institu-
ciones. Lo que queda como la lógica característica de la nueva localización industrial es su disconti-
nuidad geográfica, compuesta paradójicamente por complejos de producción territoriales. El nuevo
espacio industrial se organiza en torno a flujos de información que reúnen y separan al mismo tiempo
—dependiendo de los ciclos o firmas— sus componentes territoriales. Y del mismo modo que la lógica
de la fabricación de la tecnología de la información se difunde de los productores de tecnología de la
información a los usuarios de sus productos en todo el ámbito industrial, la nueva lógica espacial se
expande, creando una multiplicidad de redes industriales globales, cuyas intersecciones y exclusiones
transforman la misma noción de localización industrial, del emplazamiento de las fábricas a los flujos
de fabricación.
Una ciudad borde es cualquier lugar que: a) Tiene 465.000 metros cuadrados o más de espa-
cio de oficinas en alquiler, el lugar de trabajo de la Era de la Información [...]. b) Tiene 56.000
metros cuadrados o más de espacio para tiendas en alquiler [...]. c) Tiene más puestos de tra-
bajo que unidades residenciales. d) La población la percibe como un lugar e) No tenía nada
que ver con una “ciudad” hace sólo treinta años.
Informa del crecimiento de estos lugares alrededor de Boston, Nueva York, Detroit, Atlanta,
Phoenix, Tejas, California del Sur, el área de la bahía de San Francisco y Washington D.C. Son a la vez
zonas de trabajo y centros de servicios, en torno a los cuales un kilómetro tras otro de unidades resi-
denciales unifamiliares cada vez más densas organizan una vida cotidiana centrada en el hogar. Señala
que estas constelaciones exurbanas están unidas no por locomotoras y metros, sino por autovías, rutas
aéreas y antenas parabólicas de 9 metros de ancho en los tejados. Su monumento característico no es
el héroe montado a caballo, sino la barrera de árboles siempre verdes que buscan el sol en los atrios
centrales de las sedes de las grandes empresas, los centros de preparación física y las plazas comercia-
les. Estas nuevas áreas urbanas no están marcadas por los áticos del antiguo rico urbanita o las casas de
vecinos del antiguo urbanita pobre. En lugar de ello, su estructura característica es la célebre vivienda
unifamiliar independiente, el hogar suburbano con su césped alrededor que hizo de los Estados Unidos
la civilización mejor alojada que el mundo haya visto jamás.
“desde una perspectiva material, podemos sostener que las concepciones objetivas de tiempo
y espacio se crean necesariamente mediante prácticas y procesos materiales que sirven para
reproducir la vida social [...]. Es un axioma fundamental de mi indagación que tiempo y espa-
cio no pueden comprenderse independientemente de la acción social”.
Así pues, en un nivel general, hemos de definir lo que es el espacio desde el punto de vista de
las prácticas sociales; luego debemos identificar la especificidad histórica de las prácticas sociales, por
ejemplo, aquellas de la sociedad informacional que subyacen en el surgimiento y la consolidación de
las nuevas formas y procesos espaciales.
Desde la perspectiva de la teoría social, el espacio es el soporte material de las prácticas sociales
que comparten el tiempo. Añado inmediatamente que todo soporte material conlleva siempre un sig-
nificado simbólico. Mediante prácticas sociales que comparten el tiempo hago referencia al hecho de
que el espacio reúne aquellas prácticas que son simultáneas en el tiempo. Es la articulación material de
esta simultaneidad la que otorga sentido al espacio frente a la sociedad. Tradicionalmente, esta noción
se asimilaba a la contigüidad, pero es fundamental que separemos el concepto básico del soporte
material de las prácticas simultáneas de la noción de contigüidad, con el fin de dar cuenta de la posible
existencia de soportes materiales de la simultaneidad que no se basan en la contigüidad física, ya que
éste es precisamente el caso de las prácticas sociales dominantes en la era de la información.
He sostenido en los capítulos precedentes que nuestra sociedad está construida en torno a flujos:
flujos de capital, flujos de información, flujos de tecnología, flujos de interacción organizativa, flujos
de imágenes, sonidos y símbolos. Los flujos no son sólo un elemento de la organización social: son la
expresión de los procesos que dominan nuestra vida económica, política y simbólica. Si ése es el caso,
el soporte material de los procesos dominantes de nuestras sociedades será el conjunto de elementos
que sostengan esos flujos y hagan materialmente posible su articulación en un tiempo simultáneo. Por
lo tanto, propongo la idea de que hay una nueva forma espacial característica de las prácticas sociales
que dominan y conforman la sociedad red: el espacio de los flujos. El espacio de los flujos es la orga-
nización material de las prácticas sociales en tiempo compartido que funcionan a través de los flujos.
Por flujo entiendo las secuencias de intercambio e interacción determinadas, repetitivas y programa-
bles entre las posiciones físicamente inconexas que mantienen los actores sociales en las estructuras
económicas, políticas y simbólicas de la sociedad. Las prácticas sociales dominantes son aquellas que
están incorporadas a las estructuras sociales dominantes. Por estructuras dominantes entiendo los dis-
positivos de organizaciones e instituciones cuya lógica interna desempeña un papel estratégico para
dar forma a las prácticas sociales y la conciencia social de la sociedad en general.
No obstante, los ciudadanos de Tokio no se quejaban sólo de la pérdida de la esencia histórica, sino
de la reducción de su espacio de vida cotidiana a la lógica instrumental de la ciudad global. Un proyec-
to simbolizó esta lógica: la celebración de una Feria Mundial en 1997, una buena ocasión para cons-
truir otro complejo comercial importante sobre el terreno recuperado del puerto de Tokio. Las grandes
empresas constructoras lo agradecieron mucho y las obras estaban ya en ejecución en 1995. De impro-
viso, en las elecciones municipales de 1995, un candidato independiente, Aoshima, cómico de televisión
sin el respaldo de los partidos políticos ni los círculos financieros, se presentó a la campaña con un pro-
grama monotemático: cancelar la Feria Mundial de la Ciudad. Ganó las elecciones por un margen consi-
derable y se convirtió en el gobernador de Tokio. Unas cuantas semanas después, mantuvo su promesa
electoral y suprimió la feria, ante la incredulidad de la elite empresarial. La lógica local de la sociedad
civil se imponía y contradecía a la lógica global del empresariado internacional.
Así pues, la gente sigue viviendo en lugares. Pero como en nuestras sociedades la función y el
poder se organizan en el espacio de los flujos, el dominio estructural de su lógica altera de forma esen-
cial el significado y la dinámica de aquéllos. La experiencia, al relacionarse con los lugares, se abstrae
del poder, y el significado se separa cada vez más del conocimiento. La consecuencia es una esquizofre-
nia estructural entre dos lógicas espaciales que amenaza con romper los canales de comunicación de
la sociedad. La tendencia dominante apunta hacia un horizonte de un espacio de flujos interconectado
y ahistórico, que pretende imponer su lógica sobre lugares dispersos y segmentados, cada vez menos
relacionados entre sí y cada vez menos capaces de compartir códigos culturales. A menos que se cons-
truyan deliberadamente puentes culturales y físicos entre estas dos formas de espacio, quizá nos dirija-
mos hacia una vida en universos paralelos, cuyos tiempos no pueden coincidir porque están urdidos en
dimensiones diferentes de un hiperespacio social.