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GABRIEL GARCIA MARQUEZ Relato de un naufrago que estuvo diez dias a la deriva en una balsa sin co- mer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre. La historia de esta historia El 28 de febrero de 1955 se conocié la noticia de que ocho miembros de la tripulacion del destructor "Calda de la marina de guerra de Colombia, habian caido al agua y desaparecido a causa de una tormenta en el mar Caribe. La nave viajaba desde Mobile, Estados Unidos, donde habia sido sometida a reparaciones, hacia el puerto colom- biano de Cartagena, a donde llegé sin retraso dos horas después de la tragedia. La busqueda de los ndufragos se inicid de inmediato, con la colaboracién de las fuerzas norteamericanas del Canal de Panamé, que hacen oficios de control militar y otras obras de caridad en del sur del Caribe. Al cabo de cuatro dias se desistié de la busqueda, y los marineros perdidos fueron declarados oficialmente muertos. Una semana mas tarde, sin embargo, uno de ellos aparecié moribundo en una playa desierta del norte de Colombia, después de permanecer diez dias sin comer ni beber en una balsa a la deriva. Se llamaba Luis Alejandro Velasco. Este libro es la reconstruccién periodistica de lo que él me contd, tal como fue publicada un mes después del desastre por el diario E/ Espectador de Bogota. Lo que no sabiamos ni el ndufrago ni yo cuando tratabamos de reconstruir minuto a minuto su aventura, era que aquel rastreo agotador habia de conducirnos a una nueva aven- tura que caus6é un cierto revuelo en el pais, que a él le costé su gloria y su carrera y que a mi pudo costarme el pellejo. Colombia estaba entonces bajo la dictadura militar y folclérica del general Gustavo Rojas Pinilla, cuyas dos hazafias mas memorables fueron una matanza de estu- diantes en el centro de la capital cuando el ejército desba- G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 2 raté a balazos una manifestacion pacifica, y el asesinato por la policia secreta de un numero nunca establecido de tauréfilos dominicales, que abucheaban a la hija del dicta- dor en la plaza de toros. La prensa estaba censurada, y el problema diario de los periddicos de oposicién era encon- trar asuntos sin gérmenes politicos para entretener a los lectores. En El Espectador, los encargados de ese honora- ble trabajo de panaderia éramos Guillermo Cano, director; José Salgar, jefe de redaccién, y yo, reportero de planta. Ninguno era mayor de 30 afios. Cuando Luis Alejandro Velasco Ilegé por sus propios pies a preguntarnos cuanto le pagdbamos por su cuento, lo recibimos como lo que era: una noticia refrita. Las fuerzas armadas lo habian secues- trado varias semanas en un hospital naval, y s6lo habia podido hablar con los periodistas del régimen, y con uno de oposicién que se habia disfrazado de médico. El cuento habia sido contado a pedazos muchas veces, estaba mano- seado y pervertido, y los lectores parecian hartos de un héroe que se alquilaba para anunciar relojes, porque el suyo no se atrasé a la intemperie; que aparecia en anuncios de zapatos, porque los suyos eran tan fuertes que no los pudo desgarrar para comérselos, y en otras muchas por- querias de publicidad. Habia sido condecorado, habia hecho discursos patriéticos por radio, lo habian mostrado en la television como ejemplo de las generaciones futuras, y lo habian paseado entre flores y misicas por medio pais para que firmara autdégrafos y lo besaran las reinas de la belleza. Habia recaudado una pequefia fortuna. Si venia a nosotros sin que lo Ilamaramos, después de haberlo bus- cado tanto, era previsible que ya no tenia mucho que con- tar, que seria capaz de inventar cualquier cosa por dinero, y que el gobierno le habia sefialado muy bien los limites de su declaracién. Lo mandamos por donde vino. De pron- to, al impulso de una corazonada, Guillermo Cano lo al- G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 3 canzé6 en las escaleras, acepté el trato, y me lo puso en las manos. Fue como si me hubiera dado una bomba de relo- jeria. Mi primera sorpresa fue que aquel muchacho de 20 afios, macizo, con mas cara de trompetista que de héroe de la patria, tenia un instinto excepcional del arte de narrar, una capacidad de sintesis y una memoria asombrosa, y bastante dignidad silvestre como para sonreirse de su pro- pio heroismo. En 20 sesiones de seis horas diarias, durante las cuales yo tomaba notas y soltaba preguntas tramposas para detectar sus contradicciones, logramos reconstruir el relato compacto y veridico de sus diez dias en el mar. Era tan minucioso y apasionante, que mi tnico problema lite- rario seria conseguir que el lector lo creyera. No fue sélo por eso, sino también porque nos parecié justo, que acor- damos escribirlo en primera persona y firmado por él. Esta es, en realidad, la primera vez que mi nombre aparece vinculado a este texto. La segunda sorpresa, que fue la mejor, la tuve al cuarto dia de trabajo, cuando le pedi a Luis Alejandro Velasco que me describiera la tormenta que ocasioné el desastre. Consciente de que la declaracién valia su peso en oro, me replicé, con una sonrisa: "Es que no habia tormenta". Asi era: los servicios meteorolégicos nos confirmaron que aquel habia sido uno mas de los fe- breros mansos y diafanos del Caribe. La verdad, nunca publicada hasta entonces, era que la nave dio un bandazo por el viento en la mar gruesa, se solt6 la carga mal estiba- da en cubierta, y los ocho marineros cayeron al mar. Esa revelacién implicaba tres faltas enormes: primero, estaba prohibido transportar carga en un destructor; segundo, fue a causa del sobrepeso que la nave no pudo maniobrar para rescatar a los naufragos, y tercero, era carga de contraban- do: neveras, televisores, lavadoras. Estaba claro que el relato, como el destructor, llevaba también mal amarrada una carga politica y moral que no habiamos previsto. La G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 4 historia, dividida en episodios, se publicé en catorce dias consecutivos. El propio gobierno celebré al principio la consagracién literaria de su héroe. Luego, cuando se pu- blicé la verdad, habria sido una trastada politica impedir que se continuara la serie: la circulacién del periddico es- taba casi doblada, y habia frente al edificio una rebatifia de lectores que compraban los numeros atrasados para con- servar la coleccién completa. La dictadura, de acuerdo con una tradicién muy propia de los gobiernos colombianos, se conformé con remendar la verdad con la retérica: desmin- tid en un comunicado solemne que el destructor Ilevara mercancia de contrabando. Buscando el modo de sustentar nuestros cargos, le pedimos a Luis Alejandro Velasco la lista de sus compafieros de tripulacién que tuvieran céma- ras fotograficas. Aunque muchos pasaban vacaciones en distintos lugares del pais, logramos encontrarlos para comprar las fotos que habian tomado durante el viaje. Una semana después de publicado en episodios, aparecié el relato completo en un suplemento especial, ilustrado con las fotos compradas a los marineros. Al fondo de los gru- pos de amigos en alta mar, se veian sin la menor posibili- dad de equivocos, inclusive con sus marcas de fabrica, las cajas de mercancia de contrabando, La dictadura acus6 el golpe con una serie de represalias drasticas que habian de culminar, meses después, con la clausura del periddico. A pesar de las presiones, las amenazas y las mas seductoras tentativas de soborno, Luis Alejandro Velasco no desmin- tid una linea del relato. Tuvo que abandonar la marina, que era el tinico trabajo que sabia hacer, y se desbarrancé en el olvido de la vida comin. Antes de dos afios cayé la dicta- dura y Colombia qued6 a merced de otros regimenes me- jor vestidos pero no mucho mas justos, mientras yo inicia- ba en Paris este exilio errante y un poco nostalgico que tanto se parece también a una balsa a la deriva. Nadie vol- G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 5 vid a saber nada del naufrago solitario, hasta hace unos pocos meses en que un periodista extraviado lo encontrd detras de un escritorio en una empresa de autobuses. He visto esa foto: ha aumentado de peso y de edad, y se nota que la vida le ha pasado por dentro, pero le ha dejado el aura serena del héroe que tuvo el valor de dinamitar su propia estatua; Yo no habia vuelto a leer este relato desde hace quince afios. Me parece bastante digno para ser pu- blicado, pero no acabo de comprender la utilidad de su publicacién. Me deprime la idea de que a los editores no les interese tanto el mérito del texto como el nombre con que esta firmado, que muy a mi pesar es el mismo de un escritor de moda. Si ahora se imprime en forma de libro es porque dije si sin pensarlo muy bien, y no soy un hombre con dos palabras. G.G.M Barcelona, febrero 1970 G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 6 Cémo eran mis compaiieros muertos en el mar El 22 de febrero se nos anuncié que regresariamos a Colombia. Teniamos ocho meses de estar en Mobile, Ala- bama, Estados Unidos, donde el A.R.C. "Caldas" fue so- metido a reparaciones electronicas y de sus armamentos. Mientras reparaban el buque, los miembros de la tripula- cién recibiamos una instruccién especial. En los dias de franquicia haciamos lo que hacen todos los marineros en tierra: ibamos al cine con la novia y nos reuniamos des- pués en "Joc Palooka", una taberna del puerto, donde tomabamos whisky y armabamos una bronca de vez en cuando. Mi novia se llamaba Mary Address, la conoci dos meses después de estar en Mobile, por intermedio de la novia de otro marino. Aunque tenia una gran facilidad para aprender el castellano, creo que Mary Address no supo nunca por qué mis amigos le decian "Maria Direccion". Cada vez que tenia franquicia la invitaba al cine, aunque ella preferia que la invitara a comer helados. Nos entendia- mos en mi medio inglés y en su medio espafiol, pero nos entendiamos siempre, en el cine o comiendo helados. Sélo una vez no fui al cine con Mary: la noche que vimos "El Motin del Caine", A un grupo de mis compafieros le ha- bian dicho que era una buena pelicula sobre la vida en un barreminas. Por eso fuimos a verla. Pero lo mejor de la pelicula no era el barreminas sino la tempestad. Todos estuvimos de acuerdo en que lo indicado en un caso como el de esa tempestad era modificar el rambo del buque, como lo hicieron los amotinados. Pero ni yo ni ninguno de mis compafieros habia estado nunca en una tempestad G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 7 corno aquella, de manera que nada en la pelicula nos im- presioné tanto como la tempestad. Cuando regresamos a dormir, el marino Diego Velazquez, que estaba muy im- presionado con la pelicula, pensando que dentro de pocos dias estariamos en el mar, nos dijo: -;Qué tal si nos suce- diese una cosa como esa? Confieso que yo también estaba impresionado. En ocho meses habia perdido la costumbre del mar. No sentia miedo, pues el instructor nos habia en- sefiado a defendernos en un naufragio. Sin embargo, no era normal la inquietud que sentia aquella noche en que vimos "El Motin del Caine". No quiero decir que desde ese instante empecé a presentir la catastrofe. Pero la ver dad es que nunca habia sentido tanto temor frente a la proximidad de un viaje. En Bogota, cuando era nifio y veia las ilustraciones de los libros, nunca se me ocurrié que alguien pudiera encontrar la muerte en el mar. Por el con- trario, pensaba en él con mucha confianza. Y desde cuan- do ingresé en la marina, hace casi doce afios, no habia sentido nunca ningtn trastorno durante el viaje. Pero no me avergiienzo de confesar que senti algo muy parecido al miedo después que vi "El Motin del Caine". Tendido boca arriba en mi litera -la mds alta de todas- pensaba en mi familia y en la travesia que debiamos efectuar antes de llegar a Cartagena. No podia dormir. Con la cabeza apoyada en las manos oia el suave batir del agua contra el muelle, y la respiracion tranquila de los cuarenta marinos que dormian en el mismo salon. Debajo de mi litera, el marinero primero Luis Rengifo roncaba como un trombén. No sé qué sofiaba, pero seguramente no habria podido dormir tan tranquilo si hubiera sabido que ocho dias después estaria muerto en el fondo del mar. La inquietud me duré toda la semana. El dia del viaje se aproximaba con alarmante rapidez y yo trataba de infun- dirme seguridad en la conversacién con mis compajieros. G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 8 El A.R.C. "Caldas" estaba listo para partir. Durante esos dias se hablaba con mis insistencia de nuestras familias, de Colombia y de nuestros proyectos para el regreso. Poco a poco se iba cargando el buque con regalos que traiamos a nuestras casas: radios, neveras, lavadoras y estufas, es- pecialmente. Yo traia una radio. Ante la proximidad de la fecha de partida, sin poder deshacerme de mis preocupa- ciones, tomé una determinacion: tan pronto como Ilegara a Cartagena abandonaria la marina. No volveria a some- terme a los riesgos de la navegacion. La noche antes de partir fui a despedirme de Mary, a quien pensé comuni- carle mis temores y mi determinacion. Pero no lo hice, porque le prometi volver y no me habria creido si le hubie- ra dicho que estaba dispuesto a no navegar jamas. Al tinico que comuniqué mi determinacién fue a mi amigo intimo, el marinero segundo Ramon Herrera, quien me confesd que también habia decidido abandonar la marina tan pron- to como Ilegara a Cartagena. Compartiendo nuestros temo- res, Ramén Herrera y yo nos fuimos con el marinero Die- go Velazquez a tomarnos un whisky de despedida en "Joe Palooka". Pensdbamos tomarnos un whisky, pero nos to- mamos cinco botellas. Nuestras amigas de casi todas las noches 'conocian la noticia de nuestro viaje y decidieron despedirse, emborracharse y llorar en prueba de gratitud. El director de la orquesta, un hombre serio, con unos ante- ojos que no le permitian parecer un misico, tocé en nues- tro honor un programa de mambos y tangos, creyendo que era musica colombiana. Nuestras amigas lloraron y toma- ron whisky de a délar y medio la botella. Como en esas ultima semanas nos habian pagado tres veces, nosotros resolvimos echar la casa por la ventana. Yo, porque estaba preocupado y queria emborracharme. Ramon Herrera por- que estaba alegre, -como siempre, porque era de Arjona y sabia tocar el tambor y tenia una singular habilidad para G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 9 imitar a todos los cantantes de moda. Un poco antes de retirarnos, un marinero norteamericano se acercé a la mesa y le pidié permiso a Ramon Herrera para bailar con su pareja, una rubia enorme, que era la que menos bebia y la que mas lloraba -jsinceramente!-. El norteamericano pi permiso en inglés, y Ramén Herrera le dio una sacudida, diciendo en espafiol: "{No entiendo un carajo!" Fue una delas mejores broncas de Mobile, con sillas rotas en la cabeza, radiopatrullas y policfas. Ramén Herrera, que logré ponerle dos buenos pescozones al norteamericano, regres6 al buque a la una de la madrugada, imitando a Daniel Santos. Dijo que era la ultima vez que se embarca- ba. Y, en realidad, fue la Ultima. A las tres de la madruga- da del 24 de febrero zarpo el A.R.C. "Caldas" del puerto de Mobile, rambo a Cartagena. Todos sentiamos la felici- dad de regresar a casa. Todos traiamos regalos. El cabo primero Miguel Ortega, artillero, parecia el mas alegre de todos. Creo que ningtn marino ha sido nunca mas juicioso que el cabo Miguel Ortega. Durante sus ocho meses en Mobile no despilfarré un dolar. Todo el dinero que recibid lo invirtié en regalos para su esposa, que le esperaba en Cartagena. Esa madrugada, cuando nos embarcamos, el cabo Miguel Ortega estaba en el puente, precisamente hablando de su esposa y sus hijos, lo cual no era una ca- sualidad, porque nunca hablaba de otra cosa. Traia una nevera, una lavadora automatica, y una radio y una estufa. Doce horas después el cabo Miguel Ortega estaria tumba- do en su litera, muriéndose del mareo. Y setenta y dos horas después estaria muerto en el fondo del mar. G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 10 Los invitados de la muerte Cuando un buque zarpa se le da la orden: "Servicio per- sonal a sus puestos de buque". Cada uno permanece en su puesto hasta cuando la nave sale del puerto. Silencioso en mi puesto, frente a la torre de los torpedos, yo veia per- derse en la niebla las luces de Mobile, pero no pensaba en Mary. Pensaba en el mar. Sabia que al dia siguiente estar- iamos en el golfo de México y que por esta época del aiio es una ruta peligrosa. Hasta el amanecer no vi al teniente de fragata Jaime Martinez Diago, segundo oficial de ope- raciones, que fue el Unico oficial muerto en la catastrofe. Era un hombre alto, fornido y silencioso, a quien vi en muy pocas ocasiones. Sabja que era natural del Tolima y una excelente persona. En cambio, esa madrugada vi al suboficial primero Julio Amador Caraballo, segundo con- tramaestre, alto y bien plantado, que pas6 junto a mi, con- templ6 por un instante las ultimas luces de Mobile y se dirigié a su puesto. Creo que fue la ultima vez que lo vi en el buque. Ninguno de los tripulantes del "Caldas" mani- festaba su alegria del regreso mas estrepitosamente que el suboficial Elias Sabogal, jefe de maquinistas. Era un lobo de mar. Pequefio, de piel curtida, robusto y conversador. Tenia alrededor de 40 afios y creo que la mayoria de ellos los pasé conversando. El suboficial Sabogal tenia motivos para estar mas contento que nadie. En Cartagena lo espe- raban su esposa y sus seis hijos. Pero slo conocia cinco: el menor habia nacido mientras nos encontrabamos en Mobile. Hasta el amanecer el viaje fue perfectamente tran- quilo. En una hora me habia acostumbrado nuevamente a la navegaci6n. Las luces de Mobile se perdian en la dis- tancia entre la niebla de un dia tranquilo y por el oriente se veia el sol, que empezaba a levantarse. Ahora no me sentia inquieto, sino fatigado. No habia dormido en toda la no- G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 11 che. Tenia sed. Y un mal recuerdo del whisky. A las seis de la majfiana salimos del puerto. Entonces se dio la orden: "Servicio personal, retirarse. Guardias de mar, a s tos" Tan pronto como oi la orden me dirigi al dormitorio. Debajo de mi litera, sentado, estaba Luis Rengifo, frotan- dose los ojitos para acabar de despertar. is pues- -iPor donde vamos? -me pregunté Luis Rengifo. Le di- je que acabébamos de salir del puerto. Luego subi a mi litera y traté de dormir. Luis Rengifo era un marino com- pleto. Habia nacido en Chocé, lejos del mar, pero Ilevaba el mar en la sangre. Cuando cl "Caldas" entré en repara- cién en Mobile, Luis Rengifo no formaba parte de su tri- pulacion. Se encontraba en Washington, haciendo un curso de armeria. Era serio, estudioso y hablaba el inglés tan correctamente como el castellano. El 15 de marzo se gra- du6 de ingeniero civil en Washington. Alli se cas6, con una dama dominicana, en 1952. Cuando el destructor "Caldas" fue reparado, Luis Rengifo viajé de Washington y fue incorporado a la tripulacién. Me habia dicho, pocos dias antes de salir de Mobile, que lo primero que haria al llegar a Colombia seria adelantar las gestiones para trasla- dar a su esposa a Cartagena. Como tenia tanto tiempo de no viajar, yo estaba seguro de que Luis Rengifo sufriria de mareos. Esa primera ma- drugada de nuestro viaje, mientras se vestia, me pregunté: -,Todavia no te has mareado? Le respondi que no. Rengifo dijo, entonces: -Dentro de dos 0 tres horas te veré con la lengua afuera. “Asi te veré yo a ti -le dije. Y él respondié: -El- dia que yo me maree, ese dia se marea el mar. Acostado en mi litera, tratando de conciliar el suefio, yo volvi a acordarme de la tempestad. Renacieron mis temo- G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 12 res de la noche anterior. Otra vez preocupado, me volvi hacia donde Luis Rengifo acababa de vestirse y le dije: - Ten cuidado. No vaya y sea que la lengua te castigue. Il Mis iiltimos minutos a bordo del "barco lobo" "Ya estamos en el golfo", me dijo uno de mis compafie- ros cuando me levanté a almorzar, el 26 de febrero. El dia anterior habia sentido un poco de temor por el tiempo del golfo de México. Pero el destructor, a pesar de que se movia un poco, se deslizaba con suavidad. Pensé con alegria que mis temores habian sido infundados y sali a cubierta. La silueta de la costa se habia borrado. Sélo el mar verde y el cielo azul se extendian en torno a nosotros. Sin embargo, en la media cubierta, el cabo Miguel Ortega estaba sentado, palido y desencajado, luchando con el ma- reo. Eso habia empezado desde antes. Desde cuando to- davia no habian desaparecido las luces de Mobile, y du- rante las Ultimas veinticuatro horas, el cabo Miguel Ortega no habia podido mantenerse en pie, a pesar de que no era un novato en el mar. Miguel Ortega habia estado en Corea, en la fragata "Almirante Padilla". Habia viajado mucho y estaba familiarizado con el mar. Sin embargo, a pesar de que el golfo estaba tranquilo, fue preciso ayudarlo a mo- verse para que pudiera prestar la guardia. Parecia un ago- nizante. No toleraba ninguna clase de alimentos y sus compatieros de guardia lo sentébamos en la popa o en la media cubierta, hasta cuando se recibia la orden de trasla- darlo al dormitorio. Entonces se tendia boca abajo en su litera, con la cabeza hacia afuera, esperando la vomitona. G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 13 Creo que fue Ramén Herrera quien me dijo, el 26 en la noche que la cosa se pondria dura en el Caribe. De acuerdo con nuestros cdlculos, saldriamos del golfo de México después de la media noche. En mi puesto de guardia, fren- te a la torre de los torpedos, yo pensaba con optimismo en nuestra Ilegada a Cartagena. La noche era clara, y el cielo, alto y redondo, estaba lleno de estrellas. Desde cuando ingresé en la marina me aficioné a identificar las estrellas. Desde esa noche me di gusto, mientras el A. R. C. "Cal- das" avanzaba serenamente hacia el Caribe. Creo que un viejo marinero que haya viajado por todo el mundo, puede saber en qué mar se encuentra por la ma- nera de moverse el barco. La experiencia en ese mar donde hice mis primeras armas, me indicé que estabamos en el Caribe. Miré el reloj. Eran las doce y treinta minutos de la noche. Las doce y treinta y uno de la madrugada del 27 de febrero. Aunque el buque no se hubiera movido tanto, yo hubiera sabido que estabamos en el Caribe. Pero se movia. Yo, que nunca he sentido mareos, empecé a sentirme in- tranquilo. Senti un extrafio presentimiento. Y sin saber por qué, me acordé entonces del cabo Miguel Ortega, que es- taba alla abajo, en su litera, echando el estémago por la boca. A las seis de la mafiana el destructor se movia como un cascarén. Luis Rengifo estaba despierto, una litera de- bajo de la mia. -Gordo -me dijo-. ,Todavia no te has ma- reado? Le dije que no. Pero le manifesté mis temores. Rengifo, que, como he dicho, era ingeniero, muy estudioso y buen marino, me hizo entonces una exposicién de los motivos por los cuales no habia el menor peligro de que al "Cal- das" le ocurriera un accidente en el Caribe. "Es un barco lobo", me dijo. Y me recordé que durante la guerra, en esas mismas aguas, el destructor colombiano habia hun- dido un submarino aleman. "Es un buque seguro", decia G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 14 Luis Rengifo. Y yo, acostado en mi litera, sin poder dor- mir a causa de los movimientos de la nave, me sentia se- guro con sus palabras. Pero el viento era cada vez mi fuerte a babor, y yo me imaginaba como estaria el "Cal- das" en medio de aquel tremendo oleaje. En ese momento me acordé de "El Motin del Caine". A pesar de que el tiempo no varié durante todo el dia, la navegaci6n era normal. Cuando prestaba la guardia me puse a hacer pro- yectos para cuando lIlegara a Cartagena. Le escribiria a Mary. Pensaba escribirle dos veces por semana, pues nun- ca he sido perezoso para escribir. Desde cuando ingresé en la marina, le he escrito todas las semanas a mi familia de Bogota. Les he escrito a mis amigos del barrio Olaya car- tas frecuentes y largas. De manera que le escribiria a Ma- ry, pensé, y saqué en horas la cuenta del tiempo que nos faltaba para llegar a Cartagena: nos faltaban exactamente 24 horas. Aquella era mi peniltima guardia. Ramon Herre- ra me ayud6 a arrastrar al cabo Miguel Ortega hacia su litera. Estaba cada vez peor. Desde cuando salimos de Mobile, tres dias antes, no habia probado alimentos. Casi no podia hablar y tenia el rostro verde y descompuesto. Empieza el baile El baile empezé a las diez de la noche. Durante todo el dia el "Caldas" se habia movido, pero no tanto como en esa noche del 27 de febrero en que yo, desvelado en mi litera, pensaba con pavor en la gente que estaba de guardia en cubierta. Yo sabia que ninguno de los marineros que estaban alli, en sus literas, habia podido conciliar el suefio. Un poco antes de las doce le dije a Luis Rengifo, mi ve- cino de abajo: -;Todavia no te has mareado? G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 15 Como lo habia supuesto, Luis Rengifo tampoco podia dormir. Pero a pesar del movimiento del barco, no habia perdido el buen humor. Dijo: -Ya te dije que el dia que yo me maree, ese dia se ma- rea el mar. Era una frase que repetia con frecuencia. Pero esa noche casi no tuvo tiempo de terminarla. He dicho que sentia inquietud. He dicho que sentia algo muy parecido al miedo. Pero no me cabe la menor duda de lo que senti a la media noche del 27, cuando a través de los altoparlantes se dio una orden general: "Todo el personal pasarse al lado de babor". Yo sabia lo que significaba orden. El barco estaba escorando peligrosamente a estribor y se trataba de equilibrarlo con nuestro peso. Por primera vez, en dos afios de navegacién, tuve un verdadero miedo del mar. El viento silbaba, alla arriba, donde el personal de cubierta debia estar empapado y tiritando. Tan pronto como oi la orden salté de la tarima. Con mucha calma, Luis Rengifo se puso en pie y se fue a una de las tarimas de babor, que estaban desocupadas, porque pertenecian al personal de guardia, Agarrandome a las otras literas, traté de caminar, pero en ese instante me acordé de Miguel Ortega. No podia moverse. Cuando oyé la orden habia tratado de levantarse, pero habia caido nuevamente en su litera, vencido por el mareo y el agotamiento. Lo ayudé a incor porarse y lo coloqué en su litera de babor. Con la voz apa- gada me dijo que se sentia muy mal. -Vamos a conseguir que no hagas la guardia le dije. Puede parecer un mal chiste, -pero si Miguel Ortega se hubicra quedado en su litera, ahora no estaria mucrto. Sin haber dormido un minuto, a las 4 de la madrugada del 28 nos reunimos en popa seis de la guardia disponible. Entre ellos Ramon Herrera, mi compafiero de todos los dias. El suboficial de guardia era Guillermo Rozo. Aquella fue mi G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 16 ultima misién a bordo. Sabia que a las 2 de la tarde estar- iamos en Cartagena. Pensaba dormir tan pronto como en- tregara la guardia, para poder divertirme esa noche en tie- tra firme, después de ocho meses de ausencia. A las 5.30 de la madrugada fui a pasar revista a los bajos fondos acompafiado por un grumete. A las 7 relevamos los pues- tos de servicio efectivo para desayunar. A las 8 volvieron a relevarnos. Exactamente a esa hora entregué mi Ultima guardia, sin novedad, a pesar de que la brisa arreciaba y de que las olas, cada vez mas altas, reventaban en el puente y bafiaban la cubierta. En popa estaba Ramon Herrera. Alli estaba también, como salvavidas de guardia, Luis Rengifo, con los auriculares puestos. En la media cubierta, recos- tado, agonizando con su eterno mareo, estaba el cabo Mi- guel Ortega. En ese lugar se sentia menos el movimiento. Conversé un momento con el marinero segundo Eduardo Castillo, almacenista, soltero, bogotano y muy reservado. No recuerdo de qué hablabamos. Sélo sé que desde ese instante no volvimos a vernos, hasta cuando se hundié en el mar, pocas horas después, Ramén Herrera estaba reco- giendo unos cartones para cubrirse con ellos y tratar de dormir. Con el movimiento era imposible descansar en los dormitorios. Las olas, cada vez mas fuertes y altas, estalla- ban en la cubierta. Entre las neveras, las lavadoras y las estufas, fuertemente aseguradas en la popa, Ram6n Herre- ra y yo nos acostamos, bien ajustados, para evitar que nos arrastrara una ola. Tendido boca arriba yo contemplaba el cielo. Me sentia mas tranquilo, acostado, con la seguridad de que dentro de pocas horas estariamos en la bahia de Cartagena. No habia tempestad; el dia estaba perfecta- mente claro, la vi: dad era completa y el cielo estaba profundamente azul. Ahora ni siquiera me apretaban las botas, pues me las habia cambiado por unos zapatos de caucho después de que entregué la guardia. G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 17 Un minuto de silencio Luis Rengifo me pregunté la hora. Eran las once y me- dia. Desde hacia una hora el buque empezé a escorar, a inclinarse peligrosamente a estribor. A través de los alta- voces se repitié la orden de la noche anterior: "Todo el personal ponerse al lado de babor", Ramén Herrera y yo no nos movimos, porque estabamos de ese lado. Pensé en el cabo Miguel Ortega, a quien un momento antes habia visto a estribor, pero casi en el mismo instante lo vi pasar tambaleando. Se tumb6 a babor, agonizando con su mareo. En ese instante el buque se inclind pavorosamente; se fue. Aguanté la respiracién. Una ola enorme reventé sobre no- sotros y quedamos empapados, como si acabéramos de salir del mar. Con mucha lentitud, trabajosamente, el des- tructor recobré su posicion normal. En la guardia, Luis Rengifo estaba livido. Dijo, nerviosamente: -jQué vaina! Este buque se esté yendo y no quiere volver. Era la pri- mera vez que veia nervioso a Luis Rengifo. Junto a mi, Ramon Herrera, pensativo, enteramente mojado, perma- necia silencioso. Hubo un instante de silencio total. Luego, Ramon Herrera dijo: -A la hora que manden cortar cabos para que la carga se vaya al agua, yo soy el primero en cortar. Eran las once y cincuenta minutos. Yo también pensaba que de un momento a otro ordenarian cortar las amarras de la carga. Es lo que se llama "zafarrancho de aligeramiento". Radios, neveras y estufas habrian caido al agua tan pronto como hubieran dado la orden. Pensé que en ese caso tendria que bajar al dormitorio, pues en la popa estabamos seguros porque habiamos logrado asegurarnos entre las neveras y las estufas. Sin ellas nos habria arras- trado la ola. El buque seguia defendiéndose del oleaje, pero cada vez escoraba mas. Ramon Herrera rod6é una carpa y se cubrié con ella. Una nueva ola, mas grande que G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 18 la anterior, volvié a reventar sobre nosotros, que ya esté- bamos protegidos por la carpa. Me sujeté la cabeza con las manos, mientras pasaba la ola, y medio minuto después carraspearon los altavoces. "Van a dar la orden de cortar la carga", pensé. Pero la orden fue otra, dada con una voz segura y reposada: "-Personal que transita en cubierta, usar salvavidas". Calmadamente, Luis Rengifo sostuvo con una mano los auriculares y se puso el salvavidas con la otra. Como después de cada ola grande, yo sentia primero un gran vacio y después un profundo silencio. Vi a Luis Ren- gifo que, con el salvavidas puesto, volvié a colocarse los auriculares. Entonces cerré los ojos y of perfectamente el tic-tac de mi reloj. Escuché el reloj durante un minuto, aproximadamente. Ramon Herrera no se movia. Calculé que debja faltar un cuarto para las doce. Dos horas para llegar a Cartagena. El buque parecié suspendido en el aire un segundo. Saqué la mano para mirar la hora, pero en ese instante no vi el brazo, ni la mano, ni el reloj. No vi la ola. Senti que la nave se iba del todo y que la carga en que me apoyaba se estaba rodando. Me puse en pie, en una frac- cién de segundo, y el agua me Ilegaba al cuello. Con los ojos desorbitados, verde y silencioso, vi a Luis Rengifo que trataba de sobresalir, sosteniendo los auriculares en alto. Entonces el agua me cubrié por completo y empecé a nadar hacia arriba. Tratando de salir a flote, nadé hacia arriba por espacio de uno, dos, tres segundos. Segui na- dando hacia arriba. Me faltaba aire. Me asfixiaba. Traté de amarrarme a la carga, pero ya la carga no estaba alli. Ya no habia nada alrededor. Cuando sali a flote no vi en torno mio nada distinto del mar. Un segundo después, como a cien metros de distancia, el buque surgié de entre las olas, chorreando agua por todos lados, como un submarino. Sélo entonces me di cuenta de que habia caido al agua. G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 19 tat Viendo, ahogarse a cuatro de mis compaiieros Mi primera impresién fue la de estar absolutamente so- lo en la mitad del mar. Sosteniéndome a flote vi que otra ola reventaba contra el destructor, y que éste, como a 200 metros del lugar en que me encontraba, se precipitaba en un abismo y desaparecia de mi vista. Pensé que se habia hundido. Y un momento después, confirmando mi pensa- miento, surgieron en torno a mi numerosas cajas de la mercancia con que el destructor habia sido cargado en Mobile. Me sostuve a flote entre cajas de ropa, radios, neveras y toda clase de utensilios domésticos que saltaban confusamente, batidos por las olas. No tuve en ese instante ninguna idea precisa de lo que estaba sucediendo. Un poco atolondrado, me aferré a una de las cajas flotantes y esta- pidamente me puse a contemplar el mar. El dia era de una claridad perfecta. Salvo el fuerte olea- je producido por la brisa y la mercancia dispersa en la su- perficie, no habia nada en ese lugar que pareciera un nau- fragio. De pronto comencé a oir gritos cercanos. A través del cortante silbido del viento reconoci perfectamente la voz de Julio Amador Caraballo, el alto y bien plantado segundo contramaestre, que le gritaba a alguien: -Agarrese de ahi, por debajo del salvavidas. Fue como si en ese instante hubiera despertado de un profundo suefio de un minuto. Me di cuenta de que no es- taba solo en el mar. Alli, a pocos metros de distancia, mis compaficros se gritaban unos a otros, manteniéndose a flote. Répidamente comencé a pensar. No podia nadar hacia ningin lado. Sabia que estabamos a casi 200 millas de Cartagena, pero tenia confundido el sentido de la orien- G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 20 tacién. Sin embargo, todavia no sentia miedo. Por un mo- mento pensé que podria estar aferrado a la caja indefi- nidamente, hasta cuando vinieran en nuestro auxilio. Me tranquilizaba saber que alrededor de mi otros marinos se encontraban en iguales circunstancias. Entonces fue cuan- do vi la balsa, Eran dos, aparejadas, como a siete metros de distancia la una de la otra. Aparecieron inespera- damente en la cresta de una ola, del lado donde gritaban mis compafieros. Me parecié extrafio que ninguno de ellos hubiera podido alcanzarlas. En un segundo, una de las balsas desaparecia de mi vista. Vacilé entre correr el riesgo de nadar hacia la otra o permanecer seguro, agarrado a la caja. Pero antes de que hubiera tenido tiempo de tomar una determinacién, me encontré nadando hacia la ultima balsa visible, cada vez mas lejana. Nadé por espacio de tres mi- nutos. Por un instante dejé de ver la balsa, pero procuré no perder la direccién. Bruscamente, un golpe de la ola la puso al lado mio, blanca, enorme y vacia. Me agarré con fuerza al enjaretado y traté de saltar al interior. Sdlo lo logré a la tercera tentativa. Ya dentro de la balsa, jadeante, azotado por la brisa, implacable y helada, me incorporé trabajosamente. Entonces vi a tres de mis compaijieros al rededor de la balsa, tratando de alcanzarla. Los reconoci al instante. Eduardo Castillo, el almace- nista, se agarraba fuertemente al cuello de Julio Amador Caraballo. Este, que estaba de guardia efectiva cuando ocurrié el accidente, tenia puesto el salvavidas. Gritaba: "Agarrase duro, Castillo". Flotaban entre la mercancia dispersa, como a diez metros de distancia. Del otro lado estaba Luis Rengifo. Pocos minutos antes lo habia visto en el destructor, tratando de sobresalir con los auriculares levantados en la mano derecha. Con su serenidad habitual, con esa confianza de buen marinero con que decia que antes que él se marearia el mar, se habia quitado la camisa G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 21 para nadar mejor, pero habia perdido el salvavidas. Aun- que no lo hubiera visto, lo habria reconocido por su grito: - Gordo, rema para este lado. Rapidamente agarré los remos y traté de acercarme a ellos. Julio Amador, con Eduardo Castillo fuertemente colgado del cuello, se aproximaba a la balsa. Mucho mas alld, pequefio y desolado, vi al cuarto de mis compaifieros: Ramén Herrera, que me hacia sefias con la mano, agarrado auna caja. {Sélo tres metros! Si hubiera tenido que decidirlo, no habria sabido por cual de mis compajicros empezar. Pero cuando vi a Ramon Herrera, el de la bronca en Mobile, el alegre muchacho de Arjona que pocos minutos antes estaba conmigo en la po- pa, empecé a remar con desesperacién. Pero la balsa tenia casi 2 metros de largo. Era muy pesada en aquel mar enca- britado y yo tenia que remar contra la brisa. Creo que no logré hacerla avanzar un metro. Desesperado, miré otra vez alrededor y ya Ramon Herrera habia desaparecido de la superficie. Sdlo Luis Rengifo nadaba con seguridad hasta la balsa. Yo estaba seguro de que la alcanzaria. Lo habia oido roncar como un trombén, debajo de mi tarima, y estaba convencido de que su serenidad era mas fuerte que el mar. En cambio, Julio Amador luchaba con Eduar- do Castillo para que no se soltara de su cuello. Estaban a menos de tres metros. Pensé que si se acercaban un poco mas podria tenderles un remo para que se agarrasen. Pero en ese instante una ola gigantesca suspendié la balsa en el aire y vi, desde la cresta enorme, el mastil del destructor, que se alejaba. Cuando volvi a descender, Julio Amador habia desaparecido, con Eduardo Castillo agarrado al cue- G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 22 llo. Solo, a dos metros de distancia, Luis Rengifo seguia nadando serenamente hacia la balsa. No sé por qué hice esa cosa absurda: sabiendo que no podia avanzar, meti el remo en el agua, como tratando de evitar que la balsa se moviera, como tratando de clavarla en su sitio. Luis Ren- gifo, fatigado, se detuvo un instante, levanté la mano como cuando sostenia en ella los auriculares, y me grit6 otra vez: -jRema para aca, gordo! La brisa venia en la misma direccién. Le grité que no podia remar contra la brisa, que hiciera un Ultimo esfuerzo, pero tuve la sensacién de que no me oyé. Las cajas de mercancias habian desaparecido y la balsa bailaba de un lado a otro, batida por las olas. En un instante estuve a mas de cinco metros de Luis Rengifo, y lo perdi de vista. Pero aparecié por otro lado, todavia sin desesperarse, hundién- dose contra las olas para evitar que lo alejaran. Yo estaba de pie, ahora con el remo en alto, esperando que Luis Rengifo se acercara lo suficiente como para que pudiera alcanzarlo. Pero entonces noté que se fatigaba, se desespe- raba. Volvié a gritarme, hundiéndose ya: -|Gordo... Gordo... Traté de remar, pero seguia siendo initil, como la pt mera vez. Hice un ultimo esfuerzo para que Luis Rengifo alcanzara el remo, pero la mano levantada, la que pocos minutos antes habia tratado de evitar que se hundieran los auriculares, se hundié en ese momento para siempre, a menos de dos metros del remo... No sé cuanto tiempo es- tuve asi, parado, haciendo equilibrio en la balsa, con el remo levantado, Examinaba el agua. Esperaba que de un momento a otro surgiera alguien en la superficie. Pero el mar estaba limpio y el viento, cada vez mas fuerte, gol- peaba contra mi camisa con un aullido de perro. La mer- cancia habia desaparecido. El mastil, cada vez mas dis- G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 23 tante, me indicé que el destructor no se habia hundido, como lo crei al principio. Me senti tranquilo: pensé que dentro de un momento vendrian a buscarme. Pensé que alguno de mis compajfieros habia logrado alcanzar la otra balsa. No habia razon para que no lo hubieran logrado. No eran balsas dotadas, porque la verdad es que ninguna de las balsas del destructor estaba dotada. Pero habia seis en total, aparte de los botes y balleneras. Pensaba que era enteramente normal que algunos de mis compaficros hubieran alcanzado las otras balsas, como alcancé yo la mia, y que acaso el destructor nos estuviera buscando. De pronto me di cuenta del sol. Un sol caliente y metalico, del puro mediodia. Atontado, todavia sin recobrarme por completo, miré el reloj. Eran las doce clavadas. Solo La ultima vez que Luis Rengifo me pregunté la hora, en el destructor, eran las once y media. Vi nuevamente la hora a las once y cincuenta, y todavia no habia ocurrido la catastrofe. Cuando miré el reloj en la balsa, eran las doce en punto. Me parecié que hacia mucho tiempo que todo habia ocurrido, pero en realidad sdlo habian transcurrido diez minutos desde el instante en que vi por ultima vez el reloj, en la popa del destructor, y el instante en que alcancé la balsa, y traté de salvar a mis compafieros, y me quedé alli, inmévil, de pie en la balsa, viendo el mar vacio, oyen- do el cortante aullido del viento y pensando que transcurri- rian por lo menos dos o tres horas antes de que vinicran a rescatarme. "Dos o tres horas", calculé. Me parecié un tiempo desproporcionadamente largo para estar solo en el mar. Pero traté de resignarme. No tenia alimentos ni agua y pensaba que antes de las tres de la tarde la sed seria G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 24 abrasadora. El sol me ardia en la cabeza, me empezaba a quemar la piel, seca y endurecida por la sal. Como en la caida habia perdido la gorra, volvi a mojarme la cabeza y me senté al borde de la balsa, mientras venian a rescatar- me. S6lo entonces senti el dolor en la rodilla derecha. Mi grueso pantalén de dril azul estaba mojado, de manera que me costé trabajo enrollarlo hasta mas arriba de la rodilla. Pero cuando lo logré me senti sobresaltado: tenia una heri- da honda, en forma de medialuna, en la parte inferior de la rodilla. No sé si tropecé con el borde del barco. No sé si me hice la herida al caer al agua. Sdlo sé que no me di cuenta de ella sino cuando ya estaba sentado en la balsa, y que a pesar de que me ardia un poco, habia dejado de san- grar y estaba perfectamente seca, me imagino que a causa de la sal marina. Sin saber en qué pensar, me puse a hacer un inventario de mis cosas. Queria saber con qué contaba en la soledad del mar. En primer término, contaba con mi reloj, que funcionaba a precision y que no podia dejar de mirar a cada dos, tres minutos. Tenia, ademas de mi anillo de oro, comprado en Cartagena el afio pasado, mi cadena con la medalla de la Virgen del Carmen, también compra- da en Cartagena a otro marino por treinta y cinco pesos. En los bolsillos no tenia mas que las Ilaves de mi armario del destructor, y tres tarjetas que me dieron en un almacén de Mobile, un dia del mes de enero en que fui de compras con Mary Address. Como no tenia nada que hacer, me puse a leer las tarjetas para distraerme mientras me resca- taban. No sé por qué me parecié que eran como un mensa- je en clave que los naufragos echan al mar dentro de una botella. Y creo que si en ese instante hubiera tenido una botella, hubiera metido dentro una de las tarjetas, jugando al naufrago, para tener esa noche algo divertido que con- tarles a mis amigos en Cartagena. G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 25 IV Mi primera noche solo en el Caribe A las cuatro de la tarde se calmé la brisa. Corno no veia nada mas que agua y cielo, como no tenia puntos de refe- rencia, transcurricron mds de dos horas antes de que me diera cuenta de que la balsa estaba avanzando. Pero en realidad, desde el momento en que me encontré dentro de ella, empezd a moverse en Iinea recta, empujada por la brisa, a una velocidad mayor de la que yo habria podido imprimirle con los remos. Sin embargo, no tenia la menor idea sobre mi direccién ni posicién. No sabia si la balsa avanzaba hacia la costa o hacia el interior del Caribe. Esto iltimo me parecia lo mas probable, pues siempre habia considerado imposible que el mar arrojara a la tierra al- guna cosa que hubiera penetrado 200 millas, y menos si esa cosa era algo tan pesado como un hombre en una bal- sa. Durante mis primeras dos horas segui mentalmente, minuto a minuto, el viaje del destructor. Pensé que si ha- bian telegrafiado a Cartagena, habian dado la posicién exacta del lugar en que ocurrié el accidente, y que desde ese momento habian enviado aviones y helicépteros a res- catamos. Hice mis calculos: antes de una hora los aviones estarian alli, dando vueltas sobre mi cabeza. A la una de la tarde me senté en la balsa a escrutar el horizonte. Solté los tres remos y los puse en el interior, listo a remar en la di- reccién en que aparecieran los aviones. Los minutos eran largos e intensos. El sol me abrasaba el rostro y las espal- das y los labios me ardian, cuarteados por la sal. Pero en ese momento no sentia sed ni hambre. La unica necesidad G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 26 que sentia era la de que aparecieran los aviones. Ya tenia mi plan: cuando los viera aparecer trataria de remar hacia ellos, luego, cuando estuvieran sobre mi, me pondria de pie en la balsa y les haria sefiales con la camisa. Para estar preparado, para no perder un minuto, me desabotoné la camisa y segui sentado en la borda, escrutando el hori- zonte por todos lados, pues no tenia la menor idea de la direcciOn en que aparecerian los aviones. Asi llegaron las dos. La brisa seguia aullando, y por encima del aullido de la brisa yo seguia oyendo la voz de Luis Rengifo: "Gordo, rema para este lado". La oia con perfecta claridad, como si estuviera alli, a dos metros de distancia, tratando de alcan- zar el remo. Pero yo sabia que cuando el viento aulla en el mar, cuando las olas se rompen contra los acantilados, uno sigue oyendo las voces que recuerda. Y las sigue oyendo con enloquecedora persistencia: "Gordo, rema para este lado". A las tres empecé a desesperarme. Sabia que a esa hora el destructor estaba en los muelles de Cartagena. Mis compaifieros, felices por el regreso, se dispersarian dentro de pocos momentos por la ciudad. Tuve la sensacién de que todos estaban pensando en mi, y esa idea me infundid animo y paciencia para esperar hasta las cuatro. Aunque no hubieran telegrafiado, aunque no se hubieran dado cuenta de que caimos al agua, lo habrian advertido en el momento de atracar, cuando toda la tripulacién debia de estar en cubierta. Eso pudo ser a las tres, a mas tardar; in- mediatamente habrian dado el aviso. Por mucho que hubieran demorado los aviones en despegar, antes de med- ia hora estarian volando hacia el lugar del accidente. Asi que a las cuatro -a mas tardar a las cuatro y media- estarian volando sobre mi cabeza. Segui escrutando el horizonte, hasta cuando cesé la brisa y me senti envuelto en un in- menso y sordo rumor. Sélo entonces dejé de oir el grito de Luis Rengifo. G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 27 La gran noche Al principio me parecié que era imposible permanecer tres horas solo en el mar. Pero a las cinco, cuando ya ha- bian transcurrido cinco horas, me parecié que aun podia esperar una hora mas. El sol estaba descendiendo. Se puso rojo y grande en el ocaso, y entonces empecé a orientarme. Ahora sabia por donde aparecerian los aviones: puse el sol a mi izquierda y miré en linea recta, sin moverme, sin des- viar la vista un solo instante, sin atreverme a pestafiar, en la direccién en que debia de estar Cartagena, segun mi orientacién. A las seis me dolian los ojos. Pero seguia mi- rando. Incluso después de que empez6 a oscurecer, segui mirando con una paciencia dura y rebelde. Sabia que en- tonces no veria los aviones, pero veria las luces verdes v rojas, avanzando hacia mi, antes de percibir el ruido de sus motores. Queria ver las luces, sin pensar que desde los aviones no podrian verme en la oscuridad. De pronto el cielo se puso rojo, y yo seguia escrutando el horizonte. Luego se puso color de violetas oscuras, y yo seguia mi- rando. A un lado de la balsa, como un diamante amarillo en el cielo color de vino, fija y cuadrada, aparecié la pri- mera estrella. Fue como una sefial. Inmediatamente des- pués, la noche, apretada y tensa, se derrumbé sobre el mar. Mi primera impresion, al darme cuenta de que estaba su- mergido en la oscuridad, de que ya no podia ver la palma de mi mano, fue la de que no podria dominar el terror. Por el ruido del agua contra la borda, sabia que la balsa seguia avanzando lenta pero incansablemente. Hundido en las tinieblas, me di cuenta entonces de que no habia estado tan solo en las horas del dia. Estaba mds solo en la oscuridad, en la balsa que no veia pero que sentia debajo de mi, des- lizandose sordamente sobre un mar espeso y poblado de animales extrafios. Para sentirme menos solo me puse a G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 28 mirar el cuadrante de mi reloj. Eran las siete menos diez. Mucho tiempo después, como a las dos, a las tres horas, eran las siete menos cinco. Cuando el minutero lIlegé al numero doce eran las siete en punto y el cielo estaba apre- tado de estrellas. Pero a mi me parecia que habia transcu- rrido tanto tiempo que ya era hora de que empezara a amanecer. Desesperadamente, seguia pensando en los aviones. Empecé a sentir frio. Es imposible permanecer seco un minuto dentro de una balsa. Incluso cuando uno se sienta en la borda medio cuerpo queda dentro del agua, porque el piso de la balsa cuelga como una canasta, mas de medio metro por debajo de la superficie. A las ocho de la noche el agua era menos fria que el aire. Yo sabia que en el piso de la balsa estaria a salvo de animales, porque la red que protege el piso les impide acercarse. Pero eso se aprende en la escuela y se cree en la escuela, cuando el instructor hace la demostracién en un modelo reducido de la balsa, y uno esta sentado en un banco, entre cuarenta compafieros y a las dos de la tarde. Pero cuando se esta solo en el mar, a las ocho de la noche y sin esperanza, se piensa que no hay ninguna légica en las palabras del ins- tructor. Yo sabia que tenia medio cuerpo metido en un mundo que no pertenecia a los hombres sino a los anima- les del mar y a pesar del viento helado que me azotaba la camisa no me atrevia a moverme de la borda. Segin el instructor, ése es el lugar menos seguro de la balsa. Pero, con todo, sdlo alli me sentia mds lejos de los animales: esos animales enormes y desconocidos que oia pasar mis- teriosamente junto a la balsa. Esa noche me cost6 trabajo encontrar la Osa Menor, perdida en una confusa e interminable marafia de estrellas. Nunca habia visto tantas. En toda la extension del cielo era dificil encontrar un punto vacio. Pero desde cuando loca- licé la Osa Menor no me atrevi a mirar hacia otro lado. No G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 29 sé por qué me sentia menos solo mirando la Osa Menor. En Cartagena, cuando teniamos franquicia, nos sentaba- mos en el puente de Manga a la madrugada, mientras Ramon Herrera cantaba, imitando a Daniel Santos, y al- guien lo acompajiaba con una guitarra. Sentado en el borde de la piedra, yo descubria siempre la Osa Menor, por los lados del Cerro de la Popa. Esa noche, en el borde de la balsa, senti por un instante como si estuviera en el puente de Manga, como si Ramén Herrera hubiera estado junto a mi, cantando acompafiado por una guitarra, y como si la Osa Menor no hubiera estado a 200 millas de la tierra, sino sobre el Cerro de la Popa. Pensaba que a esa hora alguien estaba mirando la Osa Menor en Cartagena, como yo la miraba en el mar, y esa idea hacia que me sintiera menos solo. Lo que hizo mas larga mi primera noche en el mar fue que en ella no ocurrié absolutamente nada. Es imposi- ble describir una noche en una balsa, cuando nada sucede y se tiene terror a los animales, y se tiene un reloj fosfo- rescente que es imposible dejar de mirar un solo minuto. La noche del 28 de febrero -que fue mi primera noche en el mar, miré al reloj cada minuto. Era una tortura. Deses- peradamente resolvi quitarmelo, guardarlo en el bolsillo para no estar pendiente de la hora. Cuando me parecié que era imposible resistir, faltaban 20 minutos para las nueve de la noche. Todavia no sentia sed ni hambre y estaba se- guro de que podria resistir hasta el dia siguiente, cuando vinieran los aviones. Pero pensaba que me volveria loco el reloj. Preso de angustia, me lo quité de la mufieca para echarmelo al bolsillo, pero cuando lo tuve en la mano se me ocurrié que lo mejor era arrojarlo al mar. Vacilé un instante. Luego senti terror: pensé que estaria mds solo sin el reloj. Volvi a ponérmelo en la mufieca y segui miran- dolo, minuto a minuto, como esa tarde habia estado mi- rando el horizonte en espera de los aviones; hasta cuando G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 30 me dolicron los ojos. Después de las doce senti deseos de llorar. No habia dormido un segundo, pero ni siquiera lo habfa intentado. Con la misma esperanza con que esa tarde esperé ver aviones en el horizonte, estuve esa madrugada buscando luces de barcos. Permaneci largas horas escru- tando el mar; un mar tranquilo, inmenso y silencioso, pero no vi una sola luz distinta de las estrellas. El frio fue mas intenso en las horas de la madrugada y me parecia que mi cuerpo se habia vuelto resplandeciente, con todo el sol de la tarde incrustado debajo de la piel. Con el frio me ardia mas. La rodilla derecha empezo a dolerme después de las doce y sentia como si el agua hubiera penetrado hasta los huesos. Pero esas eran sensaciones remotas. No pensaba tanto en mi cuerpo como en las luces de los barcos. Y pen- saba que en medio de aquella soledad infinita, en medio del oscuro rumor del mar, no necesitaba sino ver la luz de un barco, para dar un grito que se habria oido a cualquier distancia. La luz de cada dia No amanecié lentamente, como en la tierra. El cielo se puso palido, desaparecieron las primeras estrellas y yo seguia mirando primero el reloj y luego el horizonte. Apa- recieron los contornos del mar, habian transcurrido doce horas, pero me parecia imposible. Es imposible que la no- che sea tan larga como el dia. Se necesita haber pasado una noche en el mar, sentado en una balsa y contemplando un reloj, para saber que la noche es desmesuradamente mas larga que el dia. Pero de pronto empieza a amanecer, y entonces uno se siente demasiado cansado para saber que esté amaneciendo. Eso me ocurrié en aquella primera noche de la balsa. Cuando empezé a amanecer ya nada me G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 31 importaba. No pensé ni en el agua ni en la comida. No pensé en nada hasta cuando el viento empezé a ponerse tibio y la superficie del mar se volvié lisa y dorada. No habia dormido un segundo en toda la noche, pero en aquel instante senti como si hubiera despertado. Cuando me es- tiré en la balsa los huesos me dolian. Me dolia la piel. Pero el dia era resplandeciente y tibio, y en medio de la clari- dad, del rumor del viento que empezaba a levantarse, yo me sentfa con renovadas fuerzas para esperar. Y me senti profundamente acompafiado en la balsa. Por primera vez en los 20 afios de mi vida me senti entonces perfectamente feliz. La balsa seguia avanzando, no podia calcular cuanto habia avanzado durante la noche, pero todo seguia siendo igual en el horizonte, como si no me hubiera movido un centimetro. A las siete de la mafiana pensé en el destructor. Era la hora del desayuno. Pensaba que mis compafieros estaban sentados en la mesa comiéndose una manzana. Después nos Ilevarian huevos. Después carne. Después pan y café con leche. La boca se me Ilené de saliva y senti una torcedura leve en el estémago. Para distraer aquella idea me sumergi en el fondo de la balsa hasta el cuello. El agua fresca en la espalda abrasada me hizo sentir fuerte y aliviado. Estuve asi largo tiempo, sumergido, preguntan- dome por qué me fui a la popa con Ramon Herrera, en lugar de acostarme en mi litera. Reconstrui minuto a mi- nuto la tragedia y me consideré como un estipido. No habia ninguna razén para que yo hubiera sido una de las victimas: no estaba de guardia, no tenia obligacién de estar en cubierta. Pensé que todo habia sido por culpa de la mala suerte y entonces volvi a sentir un poco de angustia. Pero cuando miré el reloj volvi a tranquilizarme. El dia avan- zaba rapidamente: eran las once y media. G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 32 Un punto negro en el horizonte La proximidad del mediodia me hizo pensar otra vez en Cartagena. Pensé que era imposible que no hubieran ad- vertido mi desaparicién. Hasta Ilegué a lamentar el haber alcanzado la balsa, pues me imaginé por un instante que mis compajieros habian sido rescatados, y que el (nico que andaba a la deriva era yo, porque la balsa habia sido em- pujada por la brisa. Incluso atribui a la mala suerte el haber alcanzado la balsa. No habia acabado de madurar esa idea cuando crei ver un punto en el horizonte. Me incorporé con la vista fija en aquel punto negro que avanzaba. Eran las once y cincuenta. Miré con tanta intensidad, que en un momento el cielo se Ilenéd de puntos luminosos. Pero el punto negro seguia avanzando, directamente hacia la bal- sa. Dos minutos después de haberlo descubierto empecé a ver perfectamente su forma. A medida que se acercaba por el cielo, luminoso y azul, lanzaba cegadores destellos metalicos. Poco a poco se fue definiendo entre los otros puntos luminosos. Me dolia el cuello y ya no soportaba el resplandor del cielo en los ojos. Pero seguia mirandolo: era brillante, veloz, y venia directamente hacia la balsa. En ese instante no me senti feliz. No senti una emocién desbor- dada. Senti una gran lucidez y una serenidad extraordina- ria, de pie en la balsa, mientras el avién se acercaba. Cal- madamente me quité la camisa. Tenia la sensacién de que sabia cual era el instante preciso en que debia empezar a hacer sefias con la camisa. Permaneci un minuto, dos mi- nutos, con la camisa en la mano, esperando a que el avién se acercara un poco mas. Venia directamente hacia la bal- sa. Cuando levanté el brazo y empecé a agitar la camisa, oia perfectamente, por encima del ruido de las olas, el creciente y vibrante ruido de sus motores. G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 33 Vv Yo tuve un compaiero a bordo de la balsa Agité la camisa desesperadamente, durante cinco mi- nutos por lo menos. Pero pronto me di cuenta de que me habia equivocado: el avién no venia hacia la balsa. Cuando vi crecer el punto negro me parecié que pasaria por encima de mi cabeza. Pero pasé muy distante y a una altura desde la cual era imposible que me vieran. Luego dio una larga vuelta, tomé la direccién de regreso y empezé a perderse en el mismo lugar del cielo por donde habia aparecido. De pie en la balsa, expuesto al sol ardiente, estuve mirando el punto negro, sin pensar en nada, hasta cuando se borré por completo en el horizonte. Entonces volvi a sentarme. Me senti desgraciado, pero como atin no habia perdido la espe- ranza, decidi tomar precauciones para protegerme del sol. En primer término no debfa exponer los pulmones a los rayos solares. Eran las doce del dia. Llevaba exactamente 24 horas en la balsa. Me acosté de cara al cielo en la borda y me puse sobre el rostro la camisa himeda. No traté de dormir porque sabia el peligro que me amenazaba si me quedaba dormido en la borda. Pensé en el avin: no estaba muy seguro de que me estuviera buscando. No me fue posible identificarlo. Alli, acostado en la borda, senti por primera vez la tortura de la sed. Al principio fue la saliva espesa y la sequedad en la garganta. Me provocé tomar agua del mar, pero sabia que me perjudicaba. Podria tomar un poco, mas tarde. De pronto me olvidé de la . Alli mismo, sobre mi cabeza, mas fuerte que el ruido de las olas, oi el ruido de otro avién. Emocionado, me incorporé en la balsa. El avion se acercaba, por donde habia llegado el otro, pero este venia directamente hacia la balsa. En el G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 34 instante en que pasé sobre mi cabeza volvi a agitar la ca- misa. Pero iba demasiado alto. Pasé de largo; se fue; des- aparecié. Luego dio la vuelta y lo vi de perfil sobre el horizonte, volando en la direccién en que habia Ilegado. "Ahora me estan buscando", pensé. Y esperé en la borda, con la camisa en la mano, a que Ilegaran nuevos aviones. Algo habia sacado en claro de los aviones: aparecian y desaparecian por un mismo punto. Eso significaba que alli estaba la tierra. Ahora sabia hacia donde debia dirigirme. éPero cémo? Por mucho que la balsa hubiera avanzado durante la noche, debia estar atin muy lejos de la costa. Sabia en qué direccién encontrarla, pero ignoraba en ab- soluto cuanto tiempo debia remar, con aquel sol que em- pezaba a ampollarme la piel y con aquella hambre que me dolia en el estémago. Y sobre todo, con aquella sed. Cada vez me resultaba mas dificil respirar. A las 12.35, sin que yo hubiera advertido en qué momento, llegé un enorme avion negro, con pontones de acuatizaje, pasé bramando por encima de mi cabeza. El corazon me dio un salto. Lo vi perfectamente. El dia era muy claro, de manera que pude ver nitidamente la cabeza de un hombre asomado a la cabina, examinando el mar con un par de binéculos ne- gros. Pasé tan bajo, tan cerca de mi, que me parecié sentir en el rostro el fuerte aletazo de sus motores. Lo identifiqué perfectamente por las letras de sus alas: era un avién del servicio de guardacostas de la Zona del Canal. Cuando se alejé trepidando hacia el interior del Caribe no dudé un solo instante de que el hombre de los binéculos me habia visto agitar la camisa. -|Me han descubierto!", grité, di- choso, todavia agitando la camisa. Loco de emocién, me puse a dar saltos en la balsa. iMe habian visto! G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 35 Antes de cinco minutos, el mismo avién negro volvié a pasar en la direccién contraria, a igual altura que la pri- mera vez. Volaba inclinado sobre el ala izquierda y en la ventanilla de ese lado vi de nuevo, perfectamente, al hom- bre que examinaba el mar con los bindéculos. Volvi a agitar la camisa. Ahora no la agitaba desesperadamente. La agi- taba con calma, no como si estuviera pidiendo auxilio, sino como lanzando un emocionado saludo de agradeci- miento a mis descubridores. A medida que avanzaba me parecio que iba perdiendo altura. Por un momento estuvo volando en linea recta, casi al nivel del agua. Pensé que estaba acuatizando y me preparé a remar hacia el lugar en que descendiera. Pero un instante después volvié a tomar altura, dio la vuelta y pasé por tercera vez sobre mi ca- beza. Entonces no agité la camisa con desesperacién. Aguardé que estuviera exactamente sobre la balsa. Le hice una breve sefial y esperé que pasara de nuevo, cada vez mas bajo. Pero ocurrié todo lo contrario: tomé altura rapi- damente y se perdié por donde habia aparecido. Sin em- bargo, no tenfa por qué preocuparme. Estaba seguro de que me habian visto. Era imposible que no me hubieran visto, volando tan bajo y exactamente sobre la balsa. Tranquilo, despreocupado y feliz, me senté a esperar. Es- peré una hora. Habia sacado una conclusién muy impor- tante: el punto donde aparecieron los primeros aviones estaba sin duda sobre Cartagena. El punto por donde des- aparecié el avién negro estaba sobre Panama. Calculé que remando en linea recta, desviandome un poco de la direc- cion de la brisa llegaria aproximadamente al balneario de Tolt. Ese era mas o menos el punto intermedio entre los dos puntos por donde desaparecieron los aviones. Habia calculado que en una hora estarian rescatindome. Pero la hora pas6é sin que nada ocurriera en el mar azul, limpio y perfectamente tranquilo. Pasaron dos horas mas. Y otra y G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 36 otra, durante las cuales no me movi un segundo de la bor- da. Estuve tenso, escrutando el horizonte sin pestafiear. El sol empezdé a descender a las cinco de la tarde. Ain no perdia las esperanzas, pero comencé a sentirme intran- quilo. Estaba seguro de que me habian visto desde el avion negro, pero no me explicaba cémo habia transcurrido tanto tiempo sin que vinieran a rescatarme. Sentia la garganta seca. Cada vez me resultaba mas dificil respirar. Estaba distraido, mirando el horizonte, cuando, sin saber por qué, di un salto y caj en el centro de la balsa. Lentamente, como cazando una presa, la aleta dé un tiburén se deslizaba a lo largo de la borda. Los tiburones llegan a las cinco Fue el primer animal que vi, casi treinta horas después de estar en la balsa. La aleta de un tiburén infunde terror porque uno conoce la voracidad de la fiera. Pero realmente nada parece mas inofensivo que la aleta de un tiburén. No parece algo que formara parte de un animal, y menos de una fiera. Es verde y era como la corteza de un Arbol. Cuando la vi pasar orillando 1a borda, tuve la sensacién de que tenia un sabor fresco y un poco amargo, como el de una corteza vegetal. Eran mas de las cinco. El mar estaba sereno al atardecer. Otros tiburones se acercaron a la balsa, pacientemente, y estuvieron merodeando hasta cuando anochecié por completo. Ya no habia luces, pero los sentia rondar en la oscuridad, rasgando la superficie tranquila con el filo de sus aletas. Desde ese momento no volvi a sentarme en la borda después de las cinco de la tarde. Ma- fiana, pasado mafiana y aun dentro de cuatro dias, tendria suficiente experiencia para saber que los tiburones son unos animales puntuales: llegarian un poco después de las cinco y desaparecerian con la oscuridad. Al atardecer, el G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 37 agua transparente ofrece un hermoso espectaculo. Peces de todos los colores se acercaban a la balsa. Enormes peces amarillos y verdes; peces rayados de azul y rojo, redondos, diminutos, acompafiaban la balsa hasta el anochecer. A veces habia un relampago metalico, un chorro de agua sanguinolenta saltaba por la borda y los pedazos de un pez destrozado por el tiburén flotaban un segundo junto a la balsa. Entonces una incalculable cantidad de peces meno- res se precipitaban sobre los desperdicios. En aquel mo- mento yo habria vendido el alma por el pedazo mas pe- quefio de las sobras del tiburon. Era mi segunda noche en el mar. Noche de hambre y de sed y de desesperacion. Me senti abandonado, después de que me aferré obstinada- mente a la esperanza de los aviones. Sélo esa noche decidi que con lo unico que contaba para salvarme era con mi voluntad y con los restos de mis fuerzas. Una cosa me asombraba: me sentia un poco débil, pero no agotado. Lle- vaba casi cuarenta horas sin agua ni alimentos y mas de dos noches y dos dias sin dormir, pues habia estado en vigilia toda la noche anterior al accidente. Sin embargo yo me sentia capaz de remar. Volvi a buscar la Osa Menor. Fijé la vista en ella y empecé a remar. Habia brisa pero no corria en la misma direccién que yo debia imprimirle a la balsa para navegar directamente hacia la Osa Menor. los dos remos en la borda y comencé a remar a las diez de la noche. Remé al principio desesperadamente. Luego con mas calma, fija la vista en la Osa Menor, que, segin mis calculos, brillaba exactamente sobre el Cerro de la Popa. Por el ruido del agua sabia que estaba avanzando. Cuando me fatigaba cruzaba los remos y recostaba la cabeza para descansar. Luego agarraba los remos con mas fuerza y con mas esperanza. A las doce de la noche seguia remando. G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 38 Un compaiero en la balsa Casi a las dos me senti completamente agotado. Crucé los remos y traté de dormir. En ese momento habia au- mentado la sed. El hambre no me molestaba. Me moles- taba la sed. Me senti tan cansado que apoyé la cabeza en el remo y me dispuse a morir. Entonces fue cuando vi, sen- tado en la cubierta del destructor al marinero Jaime Man- jarrés, que me mostraba con el indice la direccién del puerto. Jaime Manjarrés, bogotano, es uno de mis amigos ntiguos en la marina. Con frecuencia pensaba en los compafieros que trataron de abordar la balsa. Me pregun- taba si habrian alcanzado la otra balsa, si el destructor los habia recogido 0 si los habian localizado los aviones. Pero nunca habia pensado en Jaime Manjarrés. Sin embargo, tan pronto como cerraba los ojos aparecia Jaime Man- jarrés, sonriente, primero sefialandome la direccién del puerto y luego sentado en el comedor, frente a mi, con un plato de frutas y huevos revueltos en la mano. Al principio fue un suefio. Cerraba los ojos, dormia du- rante breves minutos y aparecia siempre, puntual y en la misma posicién, Jaime Manjarrés. Por fin decidi hablarle. No recuerdo qué le pregunté en esa primera ocasién. No recuerdo tampoco qué me respondié. Pero sé que ba- mos conversando en la cubierta y de pronto vino el golpe de la ola, la ola fatal de las 11.55, y desperté sobresaltado, agarrandome con todas mis fuerzas al enjaretado para no caer al mar. Pero antes del amanecer se oscurecié el cielo. No pude dormir mds porque me sentia agotado, incluso para dormir. En medio de las tinieblas dejé de ver el otro extremo de la balsa. Pero segui mirando hacia la oscuri- dad, tratando de penetrarla. Entonces fue cuando vi per- fectamente, en el extremo de la borda, a Jaime Manjarrés, sentado, con su uniforme de trabajo: pantalon y camisa G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 39 azules, y la gorra ligeramente inclinada sobre la oreja de- recha, en la que se leia claramente, a pesar de la oscuridad: "A. R. C. Caldas". -Hola -le dije sin sobresaltarme. Seguro de que Jaime Manjarrés estaba alli. Seguro de que alli habia estado siempre. Si esto hubiera sido un suefio no tendria ninguna importancia. Sé que estaba completamente despierto, completamente licido, y que oia el silbido del viento y el ruido del mar sobre mi cabeza. Sentia el hambre y la sed. Y no me cabia la menor duda de que Jaime Manjarrés via- jaba conmigo en la ba -Por qué no tomaste bastante agua en el buque? -me pregunté. -Porque estébamos Ilegando a Cartagena -le res- pondi, Estaba acostado en la popa con Ramon Herrera. No era una aparicién. Yo no sentia miedo. Me parecia una tonteria que antes me hubiera sentido solo en la balsa, sin saber que otro marinero estaba conmigo. -{Por qué no comiste? -me pregunté Jaime Manjarrés. Recuerdo perfectamente que le dije: -Porque no quisieron darme comida. Pedi manzanas y helados y no quisieron darmelos. No sé dénde los tenian escondidos. Jaime Manjarrés no respondié nada. Estuvo silencioso un momento. Volvié a sefialarme hacia donde quedaba Cartagena. Yo segui la direccién de su mano y vi las luces del puerto, las boyas de la bahia bailando sobre el agua. "Ya llegamos", dije, y segui mirando intensamente las luces del puerto, sin emoci6n, sin alegria, como si estu- viera Ilegando después de un viaje normal. Le pedi a Jaime Manjarrés que remaramos un poco. Pero ya no estaba ahi. Se habia ido. Yo estaba solo en la balsa y las luces del puerto eran los primeros rayos del sol. Los primeros rayos de mi tercer dia de soledad en el mar. G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 40 VI Un barco de rescate y una isla de canibales Al principio Ilevaba la cuenta de los dias por la recapi- tulacién de los acontecimientos: el primer dia, 28 de fe- brero, fue el del accidente. El segundo el de los aviones. El tercero fue el mas desesperante de todos: no ocurrié nada de particular. La balsa avanzé impulsada por la brisa. Yo no tenia fuerzas para remar. El dia se nublo, senti frio y como no veia el sol perdi la orientacién. Esa mafiana no hubiera podido saber por dénde venian los aviones. Una balsa no tiene popa ni proa. Es cuadrada y a veces navega de lado, gira sobre si misma imperceptiblemente, y como no hay puntos de referencia no se sabe si avanza o retro- cede. El mar es igual por todos lados. A veces me acostaba en la parte posterior de la borda, en relacién con el sentido en que avanzaba la balsa. Me cubria el rostro con la ca- misa. Cuando me incorporaba, la balsa habia avanzado hacia donde yo me encontraba acostado. Entonces yo no sabia si la balsa habia cambiado de direccién ni si habia girado sobre si misma. Algo semejante me ocurrié con el tiempo después del tercer dia. Al mediodia decidi hacer dos cosas: primero, clavé un remo en uno de los extremos de la balsa, para saber si avanzaba siempre en un mismo ntido. Segundo, hice con las Ilaves, en la borda, una raya para cada dia que pasaba, y marqué la fecha. Tracé la pri- mera raya y puse un numero: 28. Tracé la segunda raya y puse otro mimero: 29. Al tercer dia, junto a la tercera raya, puse el numero 30. Fue otra confusién. Yo crei que esta- bamos en el dia 30 y en realidad era el 2 de marzo. Sélo lo adverti al cuarto dia, cuando dudé si el mes que acababa de concluir tenia 30 0 31 dias. Sélo entonces recordé que era G. Garcia Marquez - Relato de un ndufrago - 41

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