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Historia de la supersticién Jean-Claude Schmitt Traduecién castellana de Teresa Clavel Critica Barcelona 98 Historia de la supersticion se deberian tener en cuenta al menos jalones intermedios arabes, como el célebre Libro de Achmet. Sea como fuere, estos textos, cuyas ver- siones francesas de los siglos xut a xv se titulan Livre de Daniel, Se- nnefiance des Songes 0 Des soinges et esperimens des soinges, se pre- sentan como listas de un centenar de versiculos 0 mas, clasificados Por temas o por orden alfabético segiin la primera palabra de cada versiculo. Cada versiculo da el significado de las imagenes oniricas: Hablar con los muertos significa buen mensaje: ‘Ver muetto o hablar con él significa alegria o regocijo; yacer con ‘mujer bonita significa ganancia; con su mujer, disputa; con virgen, angustia; con su hermana, perjuicio; con su madre, salud... __ Resulta imposible decir cual fue el uso real que se le dio a estas, listas; los textos narrativos no hablan de ello, ni siquiera cuando se detienen concretamente en la practica de los intérpretes de los sue- ios, como, a principios del siglo xu, la madre del monje Guiberto de Nogent, que explicaba a su hijo, siendo nifio, al preceptor de éste ¢ incluso a sus vecinas el significado de sus suefios. Su caso ilustra muy bien el lugar que debié de ocupar entonces el suefio en lo cot diano: una experiencia comiin, pero cargada de la angustia del senti- do oculto del futuro; para obtener la clave de sus suefios, los sofiado- res se dirigian a hombres o, tal vez con mas frecuencia, a mujeres que podian pasar por santas cuando no se sospechaba que eran brujas, 4 —— «Supersticiones» en el campo Nuevos polos de la cultura medieval Irededor del afio mil, las estructuras materiales y sociales de Oc- cidente experimentaron una profunda mutacin. En primer lu- ‘gar, este cambio fue marcado por la finalizacién de la conquista del espacio; Occidente dejé de ser aquel mar de bosques y de «tierras gas- tes» salpicadas de claros que caracterizaba la Alta Edad Media, so- bre todo en las regiones del Norte; a partir de entonces, por efecto de la presién demografica y gracias a las roturaciones, Francia, al igual que gran parte de Europa, se convirtié en un espacio casi leno. Di- cho espacio se organiza y estructura en unidades que tienden a la vez a diferenciarse, a afirmar su particularidad y a formar entre ellas re~ des multiples. Estas transformaciones materiales fueron posibles por un incremento del control del espacio y de los hombres. La sociedad, impulsada hacia el encellulement, por utilizar la expresién de Robert Fossier,' queda atrapada en las redes de los poderes laicos y eclesids- ticos, los cuales, a pesar de su rivalidad, cooperan en el establecimiento de un nuevo orden social. Mas incluso que el «feudalismo», en un sentido estricto, es decir, Ia organizacién de la aristocracia laica se- gin una pirdmide de fidelidades y vasallajes, 1o importante aqui es €l «sefiorion: los vinculos de dependencia de la mayoria de los hom- res, libres 0 siervos, respecto a un seflor laico 0 eclesidstico que po- see la tierra y hace que la trabajen. El nacimiento de la aldea es el hecho mas importante del periodo, ‘quel cuyo enraizamiento fue mas profundo; los regimenes juridicos podran cambiar y los castillos quedar en ruinas, pero la aldea seguird siendo hasta nuestros dias el rasgo dominante del paisaje rural. 1. Robert Rosier, Enfance de I'Burope, PUF, Pats, 1982, 2 vols. A finales de Edad Media, a escena del anunelo del Navidad hecho por los ge irr cn epee rr in ena der st hes campesins, Como eta ronda campest de aldeanos yadeanaslededor de {thot al son deta gaa. Elcampo,porfo menos el que depend de a clad, cuyas iam pen dre ry aah Wi Liboe horas de Carts de Angulema, ea, Ablotcea Nacional, Ba ms. al. 1173, fol. 20 v2.) “ x ah Paris «Supersticiones» en ef campo INN ‘Aceptemos la imagen més tradicional de éste: una aldea esta for- mada por la reunién mas o menos densa de viviendas y de pequenias explotaciones en torno a una iglesia y un cementerio, en el centro de un territorio limitado por otros territorios rurales andlogos. El naci- miento de la aldea transformé las modalidades juridicas y técnicas de la explotacién de la tierra, que no se pueden aislar de los demas rasgos de la «cultura rural»: formas de solidaridad y de alianza de Jos habitantes, sentimiento compartido de pertenencia uur comu- nidad, memoria colectiva que se enraiza en el suelo y une a los vivos con sus familiares difuntos. El marco institucional e ideol6gico de esta cultura rural es la pa- rroquia, sin duda un término antiguo, pero que en este contexto ad- quiere una acepcién nueva y una presencia mucho mas fuerte. En ge- neral, Ia parroquia se identifica con la aldea y el «parroquiano» con el aldeano. Asi, vemos que en esta época se forma la imagen que to- davia nos es familiar de la sociedad rural, de sus lugares destacados (la iglesia, el cementerio, los margenes arbolados del territorio, los ‘mojones y las cruces de las encrucijadas) y de sus personajes mas ca- racteristicos: el cura (sacerdos) a la cabeza de su rebafio més o menos décil de fieles (parrochiani), las «viejecitas» (vetulae) siempre meti- das en la iglesia o en el cementerio y sobre las que recaen las sospe- ‘has cuando se descubre un sortilegio... Ese pequefio mundo es el que a partir de entonces describen en sus sermones los clérigos cazadores de «supersticiones», y el que los jueces perseguidores de brujas no tardardn en cercar... Por lo general, tuna aldea (0 un grupo de aldeas) esté dominada por el castillo del sefior; en la I6gica social del encellulement, lo uno acompafia necesariamente a lo otro. La multiplicacién de los hom- bres y de la fuerza de trabajo, asi como Ja extensién de los espacios cultivados, permitieron a los principales ostentadores del poder y de la tierra, a los condes, repartir sus beneficios entre un nimero mayor de guerreros fieles: castellanos rodeados por un circulo de caballeros (milites) que suetian con fundar a su vez un linaje y con construir una torre desde donde vigilar sus bienes y a sus villanos. Durante toda Ta época feudal, esta pequeiia nobleza encarné un conjunto de valo- res, ideales y mitos que pesaron en la cultura medieval mas que su poder y su influencia politica reales; la literatura caballeresca se mol- deé en gran medida en el entorno de condes, principes y reyes pode- 402 Historia de la supersticién A partir del siglo xr una profunda reorganizacién del espacio acompafia al movi- miento de enceldamiento de los hombres. El castillo que domina el pueblo, la abadia © iglesia parroquial y las murallas son los puntos fuertes de este espacio. («La villa de Montbrison», en Armorial de Guillaume Revel, c. 1454-1460, Biblioteca Nacio. ral, Paris, ms. ft: 22297.) 00s, pero su héroe tipo era un simple caballero que suefia con reali- zar proezas para conquistar el amor de su dama, la esposa de su sefior. Sin embargo, para la fraccién de la pequefia aristocracia laica que consiguié tener descendencia obteniendo de un noble mas poderoso una esposa y un castillo, lo esencial estaba por hacer: que los demas —sus iguales, sus superiores, la Iglesia— admitieran la legitimidad de su linaje, de su nombre, de su seftorio. Ahora bien, es en la cultura folklérica y sus relatos miticos, en las leyendas locales y el mundo profuso de las hadas, donde los milites encontraran la fuente de su legitimidad; y, como debian marcar sus pretensiones con el sello de la duracidn, se atrajeron a clérigos capaces de fijar por escrito esas tradiciones orales. Esta aristocracia laica dio a los mencionados rela- tos una interpretacién que diferia de la de la Iglesia oficial: alli dan- «Supersticiones» en ef campo 103 de los clérigos habitualmente no querfan ver més que «supersticio- nes», supervivencias del paganismo ¢ ilusiones del Maligno, ella, por el contrario, se mostré sensible a los valores positivos de un folklore que tan bien servia a sus intereses. Las hadas de las que tantos linajes pretendieron descender —como Melusina para los Lusignan del Poi- tou y, muy pronto, de Chipre— tan sélo eran demonios sticubos en la cultura eclesiéstica; pero tanto para los milites como para los cam- pesinos, al menos algunas de ellas eran buenas madres, madrinas ze- nerosas © amantes solicitas, aunque imprevisibles y celosas. El renacimiento de las ciudades es el tercer hecho fundamental del perfodo; acompané la expansién demografica y la renovacién de los intercambios, y permitié la aparicién de clases sociales nuevas, vin- culadas al comercio y el artesanado. Bajo el efecto de su modo de vida, de sus intereses materiales y de sus formas de organizacién po- Iitica propias, la sociedad urbana se doté répidamente de valores dis- tintos de los de la cultura rural tradicional; por ejemplo, mostré otra actitud respecto al tiempo. La ciudad es la cuna de la modernidad. Pero la cultura urbana no podia nacer de la nada; con sus primeros habitantes, inmigrados de los campos, la ciudad acogi6, para trans- formarlos, habitos de pensar y creer, leyendas con las que elaboré sus propios mitos fundadores y rituales que ejercieron nuevas funciones en los barrios, las parroquias y las hermandades urbanas o la vida publica de toda la ciudad. Es el caso de algunas mascaradas que se celebran en fecha fija y que ya existian en la cultura campesina, pero bajo formas probablemente no tan fijas; al ser introducidas en la ciu- dad, sufrieron una transformacién-por efecto de las jerarquias y los envites propios de la sociedad urbana, asi como de una division mas, acusada del tiempo de trabajo y el tiempo de fiesta. En consecuen- , €s preciso insistir en las permanencias, pero también en las inno- vaciones de un folklore urbano que se afirmé en la Baja Edad Media y que condujo a las altas jerarquias eclesidsticas y, en ocasiones, lai- ‘cas a desplazar su dngulo de ataque contra las «supersticiones», a bus- ‘car nuevos motivos para condenarlas. La Iglesia: evolucién respecto de las «supersticiones» Estas transformaciones materiales, sociales e ideolégicas socava- ron fuertemente el poder tradicional de la Tglesia. Su riqueza mate- 404 Historia de la supersticion «Supersticiones» en el campo "0" Tames comme ater tule eur _Delamime me Dc ety Fe to mene comme Ca cwve © fares ferince forBre et i Meer, plteuce cane Fler Fens taperenpene ec fe buf sroene alemgnene-4te Come Semgnene enfu morte ef jaute- fame afin ane dnour: itains cv note fanow tane Melusina es la mds famosa de las hadas del feudalismo. Cuando su esposo humano incumplié la promesa que le habia hecho —no espiarla durante su bano—, ella recu perd su forma de «mujer serpiente» y huyé del castillo de Lusignan, Pero por la no- che, al it los gritos de sus hijos, volvia para darles de mamar. Los clérigos velan a tuna diabla, no asi los caballeros, que la consideraban un hada protectora al. (Biblioteca Nacional, Paris, ms. Rotschild 3085, fl. 166, primera mitad det siglo xi, ¥ ms. fe 12573, fol 89 2) 106 Historia de la supersticién rial seguia siendo considerable, y la influencia politica de los obispos en el rey no fue cuestionada de forma inmediata. Pero los clérigos, cuyo papel habia sido desde siempre considerar idealmente el orden social, descubrian por primera vez la distancia que separaba sus sue- fos de la realidad. No necesitaron mucho tiempo para comprender que el hermoso esquema jerdrquico de los tres érdenes (en la cima los que oran, luego los que guerrean y a continuacién la masa que trabaja para alimentar a los dos érdenes superiores), concebido en pleno afio mil por un pufiado de obispos como reaccién a los prime- 0s estallidos del cuerpo social, no reflejaba la diversidad de las con- diciones sociales. Ninguno de los érdenes formaba un cuerpo homo- géneo, a la vez que las clases urbanas privilegiadas, los «burgueses», se iban imponiendo cada vez mas como un cuarto polo, irreductible a los otros tres. Debilitada por el conjunto de las mutaciones del tiempo, la Igle- sia s6lo podia mantener su posicién en la sociedad infiltrandose en esas células nuevas, especialmente en las ciudades. Por primera vez en su historia, se interes6 realmente por los laicos; puesto que ya no era posible ver en ellos tan s6lo una masa informe, inculta e «iletra- da», hubo que adaptar el lenguaje de la Iglesia a cada grupo concre- to, a cada status: las mujeres, los hombres, los jévenes y las jévenes, los artesanos y los campesinos, los caballeros, etc. Es mas, se interes por cada individuo, por su personalidad, por su historia individual; ese era el precio de la eficacia de la «cura de las almas», En materia de «supersticiones, los clérigos hicieron de este modo descubrimientos insospechados. En las redes de sus visitas pastorales, de sus giras de predicacién o de sus inquisiciones, recogieron montones de informa- cidn de una riqueza sin precedentes sobre leyendas, creencias y ritua- les. Sin embargo, su actitud no fue de intransigencia, aunque habria que establecer diferencias segiin las épocas y segiin las categorias del lero. Muchos clérigos, sobre todo en el siglo xm, sucumbieron al encanto de lo maravilloso y, llegado el caso, realizaron una labor tanto de «etndlogos» como de jueces; el historiador les debe testimonios pre- cisos y de primera mano que contrastan con la repeticién incansable de las condenas que caracterizaba hasta entonces a la literatura ecle- siéstica. Llama la atencién, en efecto, la existencia de una especie de permeahilidad al folklore al menos en una parte de la cultura cleri- asupersticiones» en ef campo 107 cal, especialmente en el siglo xn, aunque en circulos muy concretos del clero; medios mondsticos que, en el campo, estén en contacto co- tidiano con la pequefia nobleza local de los milites; contra ellos, los monjes defienden sus tierras, pero también esperan nuevos reclutamien- tos y donaciones de territorios. En su Libro de los milagros, escrito entre 1134 y 1155, el abad de Cluny Pedro el Venerable refirié nume- rosisimos relatos relativos a los linajes borgofiones del vecindario, en particular relatos de aparecidos; pero aqui no habia asomo de «su- persticién» a los ojos del abad, ya que los sefiores difuntos se apare- cfan a su heredero para exigirle que dejase a Cluny piadosos legados.. Los propios cistercienses fueron, legado el caso, finos observa- dores. En su abadfa de Froidmont, cerca de Beauvais, los monjes blan- cos acogieron a un joven trovero, Helinando, cuya fama era grande en la época, pero a quien la angustia de la muerte habia impulsado repentinamente a convertirse. Entre 1194 y 1197, poniendo su arte pro- fano al servicio de su nuevo ideal de la renuncia monéstica, escribié en francés sus Versos de la muerte, que parecian anticipar el gusto por lo macabro de la Baja Edad Media. También se conoce de él una especie de autobiografia espiritual, De cognitione sui, que contiene un importante testimonio sobre la aparicién de la tropa de los muer- tos, la «familia Hellequinin. Otro cisterciense, Godofredo de Auxe- rte, que ademas fue el bidgrafo de san Bernardo, incluyé en su Co- ‘mentario del Apocalipsis una version de la leyenda de Melusina, el relato del hada serpiente de Langres. Debo citar también la obra na- rrativa y didactica del cisterciense renano Ceséreo de Heisterbach (Dia- logus miraculorum, c. 1220), cuyos relatos se refieren esencialmente a las regiones del medio Rin, pero hacen algunas incursiones en el territorio francéfono. Las cortes principescas atrafan, en calidad de consejeros o de es- cribas de la Cancillerfa, a clérigos que, por no haber recibido en ge- neral més que las drdenes menores (y no el sacerdocio), se situaban més cémodamente entre la cultura de la Iglesia, que habian asimila- do, y la de los laicos, a la que permanecian cercanos y que les fasci- naba. La corte anglonormanda, bajo la dinastia de los Plantagenet, fue a este respecto un crisol tan brillante como internacional era su entorno social. En ella encontramos a Giraud de Cambrie, de origen galés, autor entre otras obras de una descripcién geogréfica y etno- grafica de Irlanda, la Topographia Hiberniae; su compatriota Gual- 108 Historia de la supersticién terio Map incluyé en sus Bufonadas de corte (De nugis curialium), entre numerosas leyendas galesas, algunos relatos referentes a los do- minios continentales de su seftor, Enrique II, rey de Inglaterra y du- que de Normandia (1154-1189). En cuanto al archidiécono de Lon- dres, Pedro de Blois, procedia de Francia. El inglés Gervasio de Tilbury estuvo muy cerca durante un tiempo del principe Enrique el Joven; tras la muerte de éste, se convirti6 en intimo del rey de Sicilia, Gui- llermo II, y luego del emperador Own TV de Brunswick. Fue a este ‘ultimo a quien dedicé sus Otia imperialia (Las recreaciones imperia- es), cuyo Libro III es una recopilacién de mirabilia, de relatos mara- villosos recopilados por el propio autor durante sus numerosos des- plazamientos, principalmente a Sicilia, pero también por el reino de Ales, es decir, en Provenza y el Delfinado. Citemos, por ejemplo, la historia de aquella dama del castillo de Espervel, en la didcesis de Valence, que tenia la costumbre de salir de la iglesia antes de que aca- bara la misa; el dia en que su marido, intrigado y no pudiendo aguantar més, la retuvo por la fuerza, «cen cuanto el sacerdote hubo pronun- ciado las palabras de la consagracién, la dama, arrastrada por un es- pititu diabélico, se elevé, levandose con ella una parte de la capilla al precipicio; desde entonces no volvié a ser vista en aquella region. Pero la parte de la torre donde se encontraba la capilla se ha conser- vado hasta hoy y da testimonio del hecho». Gervasio de Tilbury est fascinado por esta Melusina provenzal, cuyo cardcter diabélico, sin embargo, no ofrece para él duda alguna. Y es que, a finales del siglo xn y principios del xm, las cosas empie- zan a cambiar. En las escuelas urbanas vinculadas a los cabildos ca s, en Laon, en Chartres 0 en Paris, se intensifica la reflexion , en particular sobre las «supersticiones»; tal es el caso en Chartres con Guillermo de Conches (m. c. 1154) y mas tarde con el obispo Juan de Salisbury (m. 1180), y en Paris con Pedro Lombardo, que murié siendo obispo en 1160, Pedro el Chantre, encargado de la escuela de Notre-Dame hasta su muerte, en 1197, y Alain de Lille, tedrico de la predicacién y la confesién, que también concede un am- plio lugar a las «supersticiones» en sus obras. A principios del siglo siguiente nace en Paris la universidad; alli es donde se forman o ense- fian Guillermo de Auvernia, obispo de Paris de 1228 a 1249, infini- dad de predicadores de las érdenes mendicantes y el propio Tomas de Aquino, cuyo papel en la teoria de las «supersticiones», a partir del siglo xm, fue decisivo. MOUperSHIClOnes® OM €f CAMPO 10 Mediante la obligacién de la confesién auricular anual —decidida por el canon 21, Omnis utriusque sexus, del IV concilio de Letran de 1215—, los sacerdotes obtuvieron automaticamente, como se ha vis- to, un medio de control personal intimo de cada fiel. En esta tarea, los seglares fueron respaldados y en ocasiones suplantados por las mi- licias del papa constituidas por las ordenes mendicantes: francisca- nos y dominicos; auténticos profesionales de la penitencia y la predi- cacién, seran ellos también, como es sabide, quienes « partir de 1222-1233 aplicardn, en virtud de un mandato recibido directamente del papado, el nuevo reglamento de la Inquisicién. A partir de ese momento se rompe el equilibrio entre la curiosi- dad «etnolégica» y la intencién represiva. Podremos convencernos de ello siguiendo las huellas, a través de la regién lionesa, el Jura y la Borgofia, del dominico lionés Esteban de Borbén (m. c. 1261), predi- cador e inquisidor, autor de un libro de exempla para uso de predica- dores donde abundan las menciones de «supersticiones» recopiladas encontraremos pruebas en el obispo de Paris Gui- Mermo de Auvernia, que refiere en sus obras de teologia practica, De universo y De legibus, costumbres «supersticiosas» de su provincia natal. Las supersticiones campesinas se han vuelto incomprensibles para estos religiosos de formacién y costumbres urbanas, que ya no piensan en otra cosa que no sean las categorias bien delimitadas del derecho canénico 0 de la teologia escolastica. Los primeros testimonios de la nocién de «supersticién» en Ia escolistica Si se estudian los textos tedricos, candnicos o teolégicos, el material sobre el que los clérigos de los siglos xm y xu consideraron la nocién de supersticién apenas ha cambiado; los propios textos de san Agustin, de Martin de Braga o de Isidoro de Sevilla, los propios cénones de los concilios de la Alta Edad Media contintian siendo el fondo de «autori- dades» que sostiene la ley de la Iglesia y las verdades de la razén teol gica. Lo que cambia, por el contrario, es el marco formal en el que dichos textos se insertan a partir de entonces: la confrontacién siste- mitica de textos y argumentos, el cuestionamiento de su validez respec- tiva y la exploracion de todas sus implicaciones practicas y teol6gicas. 110 Historia de la supersticién Tras los primeros esfuerzos de los canonistas de la primera mitad del siglo x1 por unificar el derecho canénico —en particular los de Ivo de Chartres—, en 1140 Graciano publicé en Bolonia su Decreto, que siguié siendo el niicleo central del derecho de la Iglesia hasta prin- cipios del siglo xx. La Causa XVI de la segunda parte del Decreto sintetiza, en siete quaestiones, todo lo concerniente a las «supersti- ciones». Qué son los sortilegios y las adivinaciones? ,Es el sortile- gio un pecado? {Cuales son las clases de adivinacién? ,Cudl es la na- turaleza y el poder de los demonios? Los hechiceros y adivinos deben ser excomulgados? Si lo han sido por un obispo, ;puede un sacerdote reconciliarlos con la Iglesia a espaldas de dicho obispo? {Se le puede imponer a un moribundo una penitencia escalonada en el tiempo? Incluso las tres tiltimas preguntas se basan en decisiones conciliares © pontificales de la Alta Edad Media, pero su formulacién refleja in- quietudes nuevas de la Iglesia; conciernen a la disciplina y la autori- dad en el seno de la jerarquia eclesidstica, concebida como un instru- mento de conquista del cuerpo social, a los criterios y la duracién de la excomunién, a la preocupacién personal del confesor por los mo- ribundos y sus posibilidades de salvaci6n, a la atencién particular pres- tada a esa forma dramatica de prolongacién de la vida terrenal que son las pruebas del mas alld, en lo que estd a punto de convertirse en el purgatorio. Lejos de quedarse en mera teoria, la reflexidn teolégica y canéni- ca sobre las «supersticiones» fue inmediatamente puesta en practica gracias a las transformaciones contempordneas del sacramento de la penitencia, En lo sucesivo, y sobre todo después de las decisiones del TV concilio de Letran sobre la penitencia, comenzaron a proliferar ma- nuales para uso de los confesores en los que, sefialando el cardcter obsoleto de la antigua penitencia estipulada, se proponfan nuevos me- dios para interrogar al penitente, descubrir sus intenciones secretas y provocar su confesién, especialmente en lo referente a las «supers- ticiones». Ello se ve, por ejemplo, en el Liber poenitentialis, de Alain de Lille, o en la quinta Distincién del De penitentiis, de Thomas de Chobham, dedicado a los «sortilegios y venenos». ‘A mediados del siglo x1, con santo Tomas de Aquino, la refle- xidn tedrica y sus implicaciones practicas, juridicas y penitenciales alcanzaron un nuevo nivel en la Universidad de Paris. La concepcién jida dependiente de san «Supersticioneso en el campo il Agustin, tanto en lo que se refiere al vocabulario utilizado como a las definiciones generales. Sin embargo, en la Suma teoldgica (Secunda Secundae, lib. VIII C ss.), Tomas de Aquino plantea una vision mas, restrictiva de la «supersticién» y, por lo tanto, un juicio mas duro de los culpables. Para san Agustin, las «supersticiones» estaban por doquier, en pro- porcién a la supuesta omnipresencia de los demonios y de las super- vivencias del antiguo paganismo. Para él, el vicio de la «supersticion» se oponia tanto por defecto (cuando el culto rendido a Dios es indig- zo de él) como por exceso (en el caso de la idolatria) a la avirtud de la religién». Santo Tomas s6lo mantiene el exceso, bajo las formas (species) de la idolatria, la adivinacién y la observacién de los signos y el tiempo. Al mismo tiempo, si bien conserva la idea agustiniana {de comunicacién con los demonios, da a la nocién de «pacto» un sig- nificado mucho mds claro y fuerte; en efecto, distingue entre el «pac- to tdcito» con los demonios, simple connivencia del pecador leve que no se ha protegido lo suficiente contra las maquinaciones diabélicas, y el «pacto expreso» de aquel que invoca conscientemente al diablo. Esta distincién era el producto de la evoluci6n, desde hacia mas de un siglo, de una teologia moral que no habia dejado de insistir en Ja importancia de la responsabilidad y de las intenciones del pecador. En el siglo xm ya no existe la fatalidad del pecado; si alguien cae en las redes del diablo, es porque se lo ha buscado. Pero, al mismo tiempo, también cambiaban las consecuencias de la teologfa moral; el brujo, la bruja o el mago que han firmado un pact expreso» con el diablo ya no son culpables por ignorancia, simplicidad 0 «rusticidad», sino por ser cémplices activos de Satan. ‘Asi pues, sobre un fondo igual —la concepcién «ilusionista» de las intrigas diabélicas todavia no se cuestiona—, el tomismo hizo dar un paso considerable a las actitudes represivas frente a las «supersticio- nes», o al menos frente a las mas graves de ellas. El concepto clerical de brujeria, tal como la «caza de brujas» lo puso concretamente en prictica a finales de la Edad Media, encuentra aqui uno de sus pun- tos de apoyo tedrico. Después del siglo xm, esta reflexién tedrica prosiguié en la Uni- versidad de Paris por la via trazada por santo Toms. Sin embargo, 1 objeto de la mayoria de los debates no era tanto la brujeria rural —de la que, por otra parte, los inquisidores y los jueces comenzarfan 42 Historia de la supersticién a ocuparse a conciencia— como la «magia negra», la alquimia y la astrologia. Los mayores sabios de la época, en efecto, eran sospecho- sos de intentar apoderarse de los secretos de la naturaleza atrayendo los poderes de los demonios. En este contexto, como veremos, se ins- criben la condena solemne pronunciada el 19 de septiembre de 1398 por la Facultad de Teologia de Paris y los tratados del canciller de la universidad, Jean Gerson: De erroribus contra artem magicam, de 1402, De superstitiasa dierum observantia, de 1421, De observatione dierum quantum ad opera, de 1425, contra maese Jacques Angeli, de Montpellier, y Contra superstitionem sculpturae leonis, de 1428, contra un amuleto en forma de ledn utilizado por el decano de la Fa- cultad de Medicina de Montpellier, Nicolas Colne. El endurecimiento de las posiciones canénicas y teolégicas de la jerarquia eclesidstica o de los grandes clérigos de la universidad en- contraba en ese mismo momento un eco, sobre el terreno, en la inten- sificacién de la lucha contra las «supersticiones». La mirada de los clérigos habia cambiado; se detenia en «supersticiones» que hasta en- tonces pasaban inadvertidas. Pero las «supersticiones», pese a una aparente inmovilidad, tampoco eran siempre las mismas; las trans- formaciones de la sociedad y de las condiciones ambientales del pue- blo cristiano, asi como el propio éxito de la cristianizacién de las al- deas y las ciudades, vinculaban més estrechamente que en el pasado las «supersticiones» a las formas legitimas del culto cristiano. «Creencias domésticas» A partir del siglo xm, predicadores (Jacques de Vitry, Esteban de Bor- bén), obispos (Guillermo de Auvernia) ¢ inquisidores (como Jacques Fournier, obispo de Pamiers, la riqueza de cuyos sumarios en Mon- taillou y el Ariége resalt6 Emmanuel Le Roy Ladurie) ofrecen testi- monios mucho mds numerosos y desde luego més fieles que en el pa- sado sobre las practicas concretas. En sus estudios y en las «disputas» universitarias adquirieron el celo por el testimonio auténtico, por la prueba irrefutable; aunque imbuidos de cultura libresca, no por ello atribuyen menos valor a lo que han visto con sus propios ojos u oido directamente de testigos «dignos de crédito». Si bien los marcos con- ceptuales dentro de los que juzgan las usupersticiones» contin «Supersticiones» en el campo 113 Saquito de parto con una plegaria: «¥ si una mujer en trance de alumbramiento tie- ne sobre si este eserito, pronto pariré al nifo, yniel nifo perecerd ni la mujer moriri ten ese momento» (C. Barré). (Manuscrito en pergamino, redactado en francés y la- tin, mediados del sigio xiv, 5 x 5 em cerrado, Musée des’Arts et Traditions Populai- res, Paris.) siendo més o menos los mismos, ya no se contentan con ello. En. con- secuencia, sus observaciones enriquecen considerablemente los cono- cimientos del historiador. El lenguaje de los pdjaros Se juzga ante todo por las muiltiples creencias y practicas relativas ala adivinaci6n; son éstas, sin duda alguna, las que todavia suscitan el mayor niimero de condenas. Pero las diferencias con la Alta Edad 114 Historia de la supersticién Media son sensibles: la lista de los augures y aruispices paganos ya no es sino una referencia convencional; los predicadores se centran més concretamente en las predicciones y presagios populares, sin per- juicio de burlarse a veces de la credulidad grotesca de los espiritus considerados mds simples. Varios predicadores —el seglar Jacques de Vitry y los dominicos Jordan de Sajonia v Esteban de Borbén—relataban gustasas el exem- plum de la «vieja bruja» (vetula sortilega) que un primero de mayo oyé cantar al cuco cinco veces y concluyé erréneamente que le que- daban cinco aftos de vida. Poco después, cayé gravemente enferma, y su hija la insté a que hiciera penitencia; pero ella replicé que tenia tiempo de sobra para confesarse, ya que ain viviria cinco afios mas. Cuando se qued6 sin fuerzas para decir una frase entera, se contenté con repetir cinco veces la palabra «cuco»; al poco, incapaz de hablar, consiguié con muchos esfuerzos levantar los cinco dedos de la mano... Y asi fue como entregé su alma. Nuestros predicadores, hombres de ciudad, no podian compren- der la importancia del «lenguaje de los pajaros», cuya enorme rique- za simbélica destacan todavia hoy, por el contrario, los etnélogos de las sociedades rurales. Para Esteban de Borbén conceder a un cuco la presciencia del momento de la muerte contradice el propio orden dela creacién y tiende a la idolatria. Someterse a esa «loca creencia» supone, sobre todo, exponerse al peligro de morir impenitente y, en consecuencia, de ser condenado. El propio predicador la emprende mas duramente atin con los adi- vinos que pululan por los campos; para él no son mas que charlata- nes «que no saben nada de las cosas futuras», como aquella «pobre vieja» (pauper vetula) que «se hizo adivinadora» con la complicidad de su hijo; éste robs los bueyes de un campesino y los escondié en un frondoso bosque; luego fue a decir al campesino que conocia a una adivinadora excelente (optima divina) que podria indicarle dén- de se encontraban los animales. El éxito de su montaje garantiz6 la reputacién de su anciana madre en todo el vecindario... La superche- ria no resulta menos evidente en el caso de aquella mujer de la que un sacerdote no conseguia apartar a sus parroquianos; predecia el fu- turo de los enfermos examinando su talle y los «agujeros» de su cin- turdn; para confundirla, el cura, que estaba muy gordo, hizo que le Hevaran su cinturén; la vieja creyé que sc trataba de una mujer emba- ‘«Supersticiones» en el campo 11S razada y le predijo un parto inminente... Para Esteban de Borbén, Jos adivinos son lamentables embusteros de los que habria que reirse sino pusieran en peligro el alma de los cristianos y los apartasen de las enseftanzas de los sacerdotes. Pero el auténtico embustero, el que posee un saber real y representa el mayor peligro, es el maestro de las ilusiones, el diablo. Medio siglo més tarde, la forma en que Tacques Fournier contem- pla a los adivinos del Ariége es bastante distinta; como no es a ellos a quienes pretende perseguir prioritariamente, sino a los herejes, se conforma con referir lo que se dice de ellos sin emitir juicios ni bur- larse de sus pretensiones de predecir el futuro. Como buen investiga- dor, lo anota todo, por lo que su testimonio sobre las practicas reales posee un valor documental excepcional. He aqui, por ejemplo, en qué términos le conté Arnaud Sicre, de Ax, su visita a casa de un «adivi- no sarracenon: Al dfa siguiente por la mafana, un nifio me condujo hasta la casa del adivino; lo saludé de la forma habitual y le dije que él debia de saber por qué habia ido. El me replic6: «;/Acaso soy Dios’. Yo le res- pondi que habia ofdo decir que él sabia, cuando una persona llegaba, qué habia ido, Establecimos un precio de dos sueldos jacquins por aquella adivinacién, y entonces 61 cogié un libro escrito en arabe y Jo deposits en el suelo. Después se colocé junto al libro, me hizo sen tar al otro lado y me tendié una varita maciza de madera de la longi- tud del dedo medio de la mano, en uno de cuyos extremos llevaba su- jeta una cuerdecilla. Sobre la varita habia dos lineas transversales que formaban la figura siguiente [el dibujo no consta en el manuscrito}, Luego me dijo que, cuando leyera el libro, yo debia mantener la varita suspendida de la cuerdecilla por encima del libro, y asi lo hice. En- tonces, por mds firmemente que sujetara la varita para que no se moviera mientras el adivino leia, la varita se agitaba con violencia. Ley6 durante unos momentos en aque! libro, sobre el que me habia hecho poner un trozo de ropa de la persona por la que se pregun- taba a la suerte, y luego me dijo que dejase caer la varita sobre el li- bro. Y, por mas suavemente que dejara caer la varita sobre el libro, éta no se quedaba alli, sino que saltaba cuando cafa sobre la pagina, tan pronto un palmo, como dos, como tres, cosa que me parecié ad- mirable. 116 Historia de la supersticion A continuacién, el adivino hablé. Primero le dijo que estaba ca- sado; pero, al exclamar el otro que no era cierto, el adivino se eché atras habilmente. Seguin él, en aque! mismo momento ciertas perso- nas se estaban ocupando de buscarle una esposa... El adivino tam- bién le dio noticias de su tia y de su hermana, afirmé que habian echa- do un maleficio sobre el ganado de Guillemette Maury y que por eso los animales morian, etc. Al final, el propio Arnaud Sicre evalué el valor de las informaciones que el adivino le habia dado: ‘Tras obtener sus respuestas, le pagué veinte jacquins, le dije que respecto a la mitad de las preguntas que le habia hecho no me habia dicho la verdad, y me fui. La medida de los zapatos El hecho de recurrir a los adivinos no supone necesariamente una credulidad ciega: Guillemette, de quien Arnaud Sicre habia pedido noticias al adivino, diré poco mas tarde que dejé de creer en los a vinos desde que uno de ellos le predijo todo lo contrario de lo que sucedi6. Por el contrario, en el momento de partir de viaje, el hereje Pierre Maury, de Montaillou, se inquieta por la prediccién de su ve- cino, el brujo Galia; éste, habiendo cogido su zapato, midié con dicho zapato partiendo desde el hogar donde se encendia el fuego hasta la puerta de la casa del hereje. Y, seatin decia aquel bru- jo, haciendo esta medici6n con el zapato, si todo el zapato o la mayor parte de él, en la ultima medicién, salia de la puerta de la casa, signi: ficaba que si el hereje se iba no regresaria; pero si la mitad del zapato o todo el apa se quedaban en el itrior de umbralsgifeba que, si se iba, regresaria, Y, dado que todo el zapato, o la mayor parte de él, habia sobrepa- sado el umbral de la puerta, el hereje tuvo miedo, consults y se le respondid: «No os preocupéis por esos encantamientos: no signifi- can nada». Finalmente, parti; y, efectivamente, fue arrestado durante su viaje. «Supersticiones» en el compo 111 La desviacién de las practicas legitimas En los siglos xmt y xiv la cuestin ya no era condenar, como en el pasado, las «supervivencias» més desmedidas del antiguo paganis- ‘mo; en aquella época era en el propio seno de las practicas legitimas donde habia que perseguir las «supersticiones», en el espacio de la jelesia y del cementerio, en Ia prictica de los sacramentos ¢ incluso enla frontera, con frecuencia transgredida por los laicos, de un terre- no de lo sagrado que los sacerdotes pretendian reservarse. En este contexto, la lucha contra las «supersticiones» relativas al tiempo y el espacio experiment un nuevo recrudecimiento. Se ve con toda claridad en la repeticién de las antiguas recomendaciones refe- rentes a las calendas de enero. Pero también en la multiplicacién de nuevas prohibiciones, por ejemplo a propésito de la vigilia de San Juan, la noche del 23 de junio; en un sermén con motivo de esta fies- ta, el obispo de Paris, Maurice de Sully, vitupera a «los locos y las locas» que, esa noche, encienden fuegos rituales; y, como también afir- ma el liturgista parisiense Jean Beleth 0, un poco mds adelante, Jaco- bo de Vordgine, ese dia recogen huesos para quemarlos y expander a continuacién sus cenizas por los campos a fin de ahuyentar a los animales dafinos. Los clérigos veian en ello un acto sacrilego en el {que se imitaba a los verdugos de san Juan, que habian dispersado los hhuesos de su victima, Los predicadores intentan a toda costa imponer el respeto debido alos santos durante la vigilia de su fiesta. También amenazan a quie- nes no descansan los dias de las fiestas de la Iglesia o los domingos. Esteban de Borbén sefiala que, por lo general, la gente inculta ignora la fecha de las fiestas; en Ia ciudad, no se dan cuenta de que es do- ingo o dia de fiesta hasta que suenan las campanas de las iglesias ©, por el contrario, desaparece el ruido de las herramientas de los ar- tesanos; en el campo, cuando dejan de ofr el ruido de los arados. Los libros de exempla estan repletos de relatos de castigos sobrenaturales que recaen al instante sobre los que pretenden trabajar el domingo, como el de aquel campesino de la regién de Lyon que queria recoger guisantes el dia del Sefior y cuya mano se quedé pegada a la planta; el hombre tuvo que dirigirse asi a la iglesia, y su mano permaneci imitil durante todo el dia, hasta que hubo confesado su pecado al cura; 48 Historia de la supersticién entonces, su mano se abrié de inmediato y los guisantes cayeron ante el altar... El espacio sagrado, limitado a la iglesia y el cementerio lindante, fue igualmente objeto de una creciente vigilancia, En sus Instrucciones » constituciones, Guillaume Durand, obispo de Mende (1286-1296), Prohibié «los cantos, las danzas, los juegos, las reuniones, el comer cio y las asambleas» en las iglesias, emprendiéndola con especial violencia contra los «cantos diabélicos que el pueblo acostumbra a entonar por la noche sobre los muertos». Efectivamente, a lo largo de los siglos xutt y x1v se percibe en los textos la competencia encarni- zada entre la cultura de la Iglesia y la cultura folklérica por el control de los lugares sagrados y principalmente por el espacio reservado a los muertos. Los clérigos prohiben alli las mascaradas y las danzas de los jévenes, esa época de la edad cuya préxima iniciacién en los ritos nupciales y en la reproduccién exige precisamente que se conci- ie con los muertos de la comunidad. Pero, para Jacques de Vitry, la ronda de muchachas es «un circulo cuyo centro ¢s el diablo». Bajo la direccién de una de ellas, que guia el canto y el baile y a la que el clérigo compara amablemente con la primera vaca de un rebaito, a que lleva el cencerro, las bailarinas «giran hacia la izquierda» (in sinistram), sefial de que se dirigen hacia la condenacién eterna. La condena de las danzas y mascaradas en las iglesias y los cementerios nos proporciona las menciones més antiguas de la danza de los chevaux-jupons [‘caballos con enaguas’], de la que tenemos dos tes- timonios: uno en el Rosellén, de Esteban de Borbén, a mediados del siglo x1v, y otro en Provenza, del también dominico Jean Gobi, un si- glo mas tarde; en ambas regiones estos rituales folkl6ricos se han man- tenido hasta la época contemporanea. Sacrilegios eucaristicos En los siglos x1 y x aparece y se multiplica répidamente la men- cidn de practicas «supersticiosas» y sacrilegios referentes a la hostia Como demostré Peter Browe, dichas menciones de sacrilegios euca- risticos dividen la cronologia del desarrollo del propio culto eucaris- tico. En el siglo xn, el abad de Cluny, Pedro el Venerable (m. 1156), es el primero en mencionar, encabezando el Libro de los milagros, «Supersticiones» en ef campo 117 un relato maravilloso que, con transformaciones, gozaré en el siglo siguiente de una enorme fama entre los compiladores de exempla y os predicadores: el de un campesino auvernés que, para evitar que sus abejas murieran, robé una hostia consagrada y la puso en la col- mena; al abrir ésta, jencontré alli al Nifio Jesis! Espantade, intentd enterrarlo, pero el nifto desaparecié. El campesino explicé lo que ha- bia sucedido al cura, el cual se lo refirié al obispo de Clermont, quien, a su vez, informs al abad de Cluny. Este pudo constatar después que el lugar, maldito a causa del sacrilegio, habia sido reducido a desier- to. En algunas versiones posteriores del relato, las abejas, simbolos vivos de la pureza y la virginidad, construyen una pequefia iglesia de cera para la hostia, y dentro de este taberndculo maravilloso el cuer- po de Cristo es transportado solemnemente a {a iglesia. _ Los robos y usos ilicitos de la hostia no debian de ser infrecuen- tes. El cisterciense Herberto de Claraval (De miraculis, 11, 28) tam- bién habla de un campesino que habia puesto una hostia en su pocil- ‘ga «para que los cerdos no se murieran ni enfermaran». A partir del siglo xm, los clérigos comenzaron a desconfiar de los usos maléficos de la hostia; a causa del miedo a las brujas, a principios de siglo, Tho- mas de Chobham recomienda a los sacerdotes, en su manual para con- fesores, que guarden bajo lave las formas consagradas. Los prelados también piden a los sacerdotes que vigilen cuidadosamente que los fieles que comulguen se traguen la hostia y no la conserven bajo la lengua, pues en tal caso podrian extraerla después de aly utilizarla con fines magicos. La persecucién mas activa de los brujos y brujas, a finales de la Edad Media, incluso daré a la acusacién de sacrilegio eucaristico una dimensién «fantasmética: en 1461, por ejemplo, se- iin las Memorias de Jacques Du Clereq, un sacerdote de los alrede- dores de Soissons acusado de brujeria habria bautizado a un sapo y le habria administrado el sacramento de la eucaristia... La venta del sagrado crisma En la condena de las practicas sacrilegas, el sagrado crisma es aso- ciado con frecuencia a la hostia. Ya el concilio de Tours de 813 y des- pués Burcardo de Worms, en su penitencial, habian denunciado a aque- Tlos que se untan con el sagrado crisma para resistir la prueba del fuego 120 Historia de la supersticién © de las brasas ardientes en las ordalias. Se habia dado orden al clero de guardarlo bajo llave. En la Edad Media Central, la principal preo- cupacién es la venta del crisma, de la que en ocasiones son culpables los propios sacerdotes. Esta practica demuestra a contrario la impor- tancia que todos concedian a los sacramentos del bautismo y la ex- tremauncién, asi como la generalizacién de los intercambios mone- tarios hasta en la esfera mds sagrada de la religidn. Pero la distribucién del crisma, don de Dios que el obispo repartia anualmente a los cu- ras de su didcesis, debia ser gratuita: vender el crisma era mancillar- Io, y era también impedir que dentro del clero y entre clérigos y fieles se formara la red de intercambios simbélicos que debia cimentar la Iglesia, En consecuencia, el obispo de Mende denuncia a aquellos que, «con el pretexto de alguna costumbre, pretenden vender el crisma sa- grado, bien para bautizar nifios, bien para reconciliar a los pecadores y alos enfermos, o bien para amortajar alos muertos». También ame- naza con la suspensién a los clérigos que desvian de su uso eclesiisti- co los capillos de cristianar, es decir, las tocas que se les ponia a los nifios para bautizarlos; se deca que, piadosamente conservadas, fa- vorecian més tarde la vida sexual del muchacho o la muchacha. Durante el mismo periodo, varias formas del culto divino se trans- formaron, modificando notablemente la relacién entre lo licito y lo ilicito, entre la «religion» y la «supersticién». Tomemos dos ejemplos que, al tiempo que experimentan una misma evolucién, presentan ras- go inversos: el ritual de la «humillaci6n de los santos» y el culto a las imagenes. Patrick Geary ha estudiado a fondo Ia forma y la funcién de la «humillaci6n de los santos» en los monasterios de Cluny y de San Martin de Tours en los siglos xt y x1. Este ritual, forma particular del clamor monastico y perfectamente admitido entonces, iba enca- minado a obligar a algtin enemigo de los monjes, por lo general un sefior laico vecino, a poner término a su hostilidad hacia la abadia. Para ello, los monjes depositaban en el suelo, ante el altar, las reli- quias de su santo patrén, asi como la cruz y los vasos sagrados. Cuando el féretro del santo no podia ser desplazado, lo cubrian de espinas, en memoria de la humillacién de Cristo en la Pasién. Luego, los monjes entonaban un largo lamento ritualizado, maldecian la soberbia de su ‘enemigo y ponian a Dios por testigo de su humildad. Para aquellos monjes, el ritual tenfa una doble funcién: por una parte, declararse «Supersticiones» en el campo tdi en chuelga» del servicio divino, impidiendo a su enemigo el acceso ala iglesia para forzarle a reconciliarse con ellos; y, por otra, obligar al santo, cuyas reliquias eran chumilladas», a interceder ante Dios en favor de sus servidores, en resumen, a que también él asumiera sus responsabilidades... Ni que decir tiene que este ritual perfectamente regulado —y, al parecer, bastante eficaz en la practica— debia ser patrimonio de los monjes, so pena de caer en las «supersticiones». Un dia, los siervos de la abad{a de Saint-Calais-sur-Aiille, cansados de las exacciones que les imponia un noble local, decidieron realizar su propio clamor en Ia iglesia abacial; se tendieron ante el altar, imploraron al santo y Iue- 20, tras retirar la sabanilla, dos de ellos comenzaron a golpear la losa de piedra que contenia las reliquias del santo: {Por qué no nos defiendes, santisimo Seftor? {Por qué no nos li- eras, a nosotros tus esclavos, de nuestro gran enemigo? En su condicién de miembros de la familia del monasterio, que- rian compartir también aquellas ventajas. Pero los guardianes del san- tuario, alertados por aquel escdndalo, acudieron y los expulsaron de la iglesia. Imdgenes de los santos y las «supersticiones» Esto sucedia en el siglo xn. Pero; en el xm, los elérigos y los pro- pios monjes empezaron a dudar de la legitimidad de la humillacién de los santos, incluso cuando el ritual era ejecutado segiin las nor- mas; la violencia del rito y el cardcter magico de la presién ejercida sobre el santo ya no parecian concordar con la dignidad del culto a Dios y a los santos; chocaban con la representacién mds intelectual que los clérigos, instruidos en las escuelas urbanas, tenian ahora. El uso, considerado ilicito, se inclind hacia el lado de las «supersticiones». No obstante, la chumillacién de los santos» no desaparecié de gol- ‘Pe; parece remitirse a otros objetos de culto, las imagenes de los santos, que entonces asumieron determinadas funciones asignadas anterior- mente a las reliquias. Ello se observa en la segunda mitad del siglo xm, en la Leyenda durea de Jacobo de Vordgine, donde aparecen dos 4122 Historia de la supersticion «Supersticiones» en el campo 123 La creencia en los changelins es muy patente en la Edad Media. El propio futuro san Esteban volvié mas tarde a casa de sus padres, donde descub san Esteban fue «cambiado» por el diablo, que puso en su Tugar, en a cuna, « un reconocible por sus cuernos y su tamafio—, que no habia cambiado. Hizo a echaran a la hoguera. (Martino di Bartolomeo, Vida de san Esteban, sigio xv, Stidel equefio demonio, Amamantado milagrosamente por una cierva blanca, y luego re hoguera. (Martino d cogido por un obispo mientras el diablo sobrevolaba la escena sin poder intervenit, sehes Kun 424 Historia de ta supersticién relatos hagiograficos relativos a las estatuas de san Nicolds y de la Virgen. Un judio hace esculpir una imagen de san Nicolds, a quien confia el cuidado de sus bienes; pero, en su ausencia, los ladrones le roban todo lo que tiene, a excepcién de la estatua. El judio, furioso, colma al santo de reproches y a la estatua de golpes violentos. Sin embargo, en el momento en que los ladrones se disponen a repartirse el botin, sau Nicolds se les aparece y, mostrandoles las sefiales de los golpes que ha recibido, los persuade de que lo devuelvan. En el segundo relato, una mujer cuyo hijo ha sido capturado por unos enemigos le reprocha a la Virgen, dirigiéndose a su estatua, que no haya protegido a su hijo pese a la devocién que ella le profesa. Entonces decide tomar al Nifo Jestis como rehén: Se acercé mAs y, cogiendo la estatua del nifio que la virgen soste- nia en su regazo, se marché a su casa, envolvié la imagen del nifio en un lienzo muy blanco y la escondié en un armario que cerré cuida- dosamente con Ilave, contenta de tener un buen rehén a cambio de su hijo. A la noche siguiente, la Virgen, obligada a actuar, se aparece al hijo cautivo y le abre la puerta de la celda, diciéndole: Hijo mio, dile a tu madre que me devuelva a mi Hijo, puesto que yo le he devuelto al suyo, La mujer, habiendo obtenido lo que deseaba, restituye el Niflo Jestis a la estatua de la Virgen. Este relato de intercambio de nifios evoca la creencia y los rituales, relativos a los Ilamados changelins, constatados a partir de esta épo- ca por los predicadores Jacques de Vitry y Esteban de Borbén: los campesinos, para explicar la enfermedad de un nifto, crefan que los espiritus del bosque habian cambiado a su hijo sano por un nifio enclenque y demoniaco; mediante un ritual, habia que obligar a di- chos espiritus a llevarse al nifio enfermo y devolver al que habian ro- bado. Los clérigos vieron en este ritual todos los signos de un culto diabélico. En el caso de la estatua de la Virgen con el Nifio, Jacobo de Vord- gine, por el contrario, no piensa ni por un instante que se encuentra «Supersticionesn en el campo 125 ante una «supersticién. El género hagiografico y sus portentos ex- plican esta aparente tolerancia, en un momento en: que la chumilla- cién de los santos» y de sus imagenes, incluso en las iglesias, ya no era aceptada; en 1274, el II concilio ecumnénico de Lyon condend como «abuso y ausencia horrible de devocién» la costumbre consistente en depositar en el suelo y cubrir de espinas la cruz y las imagenes 0 esta- tuas de la Virgen o de otros santos. A finales de siglo Guillaume Du- rand reprodujo literalmente esta prohibiciou, dirigiéndola a su clero de la didcesis de Mende, y, en el siglo xrv, el franciscano Durand de Champagne, al tratar el tema de los sortilegios en su Summa collec- tionum, todavia recomienda no rodear el altar de espinas. Los usos «supersticiosos» de las imagenes religiosas fueron posi- bles porque el culto legitimo de dichas imagenes habia experimenta- do, desde el afio mil, un formidable desarrollo en las iglesias de Occi dente. En el transcurso de la Alta Edad Media, la tradicién iniciada con el papa Gregorio Magno y confirmada por los carolingios (en oposicién al culto a los iconos restablecido en la Iglesia bizantina como resultado de la crisis iconoclasta) tendfa a limitar el papel de las ima genes en la instruccién de los «iletrados», de los laicos que ignoran ellatin y, en consecuencia, no tenfan acceso directo a las Escrituras. La imagen no era més que un sustituto de la escritura. Sin embargo, hacia el afto mil, el culto a las reliquias experiment una especie de prolongacién en las imagenes de los santos. Estos ultimos comienzan ‘a gozar de estatuas, de imagenes en tres dimensiones, en las que se engarzaban fragmentos de cuerpos santos que atrafan hacia la ima- ‘gen formas de devocién y la espera del milagro que caracterizaba hasta entonces el culto a las reliquias. El Macizo Central fue uno de los fo- cos de esta transformacién; todavia hoy subsiste, entre otros testimo- nios, la estatua-relicario de santa Fe, en Conques, as{ como el Libro de los milagros del santuario. La finalizacién de la estatua-relicario, el auge de la peregrinacién y la redaccién de la obra son contemporé- neos: datan de alrededor del afio mil. El idolo cristiano de santa Fe Pero, si bien los monjes del monasterio eran evidentemente los de- fensores y los grandes beneficiarios de este nuevo culto, la estatua de santa Fe, su posicién en el centro del santuario, el destello de su oro perepiacbn ben conocte rac Libro de os milagos del santuaie. (ais «Supersticiones» en el campo 127 y de sus ojos cristalinos, y las invocaciones que le dirigia la masa de Peregrinos no dejaban de inquietar a otros clérigos, legados del nor- te e ignorantes de estos usos. Cuando Bernardo de Angers, formado en la escuela de Fulberto de Chartres, fue por primera vez a Conques con su compaiiero Bernier, no le cupo ninguna duda de que los rusti- ci de aquellos lugares salvajes adoraban a un idolo comparable a los idolos antiguos de Jupiter y de Marte. Tan s6lo la fama de los mila- gros auténticos que se produjeron ante aquella estatua y las aparicio- nes tranquilizadoras de la propia santa le hicieron cambiar de opi nin y le impulsaron a poner su pluma al servicio de este culto. Sin embargo, todavia se le ve vacilante: cuando los monjes llevan la esta- tua en procesidn para reivindicar una tierra que les disputa un hidal- giielo del vecindario, admite que ese uso «puede parecer supers- ticioson, El notable auge del culto a las imagenes en tres dimensiones, del siglo xm al xu, barrié todavia con mas rapidez los tiltimos escripu- los de algunos clérigos porque, desde principios del siglo x1, los here- Jes habian tomado dicho culto como pretexto para acusar de idola- tria a los propios sacerdotes. En 1025, el obispo Gerardo de Cambrai defendié contra los herejes de Arras la legitimidad de las imagenes cristianas, y, en el siglo siguiente, la polémica con los judios —defen- sores decididos del aniconismo del Antiguo Testamento— reforzé ain més las convicciones del clero. A partir de entonces, para la Iglesia 1a «supersticién» quedaba totalmente enmarcada en el Ambito de la iconoclasia herética (en espera de la de los hugonotes) o en el de los muhecos y estatuillas de cera y trapo utilizados con fines magicos por los brujos. La critica del milagro Incluso aparte de las reliquias y las imagenes, el auge del culto a los santos suscitaba —en proporcién al control cada vez més estric- to al que la jerarquia eclesidstica consideraba que lo habia de someter— nuevas formas de «supersticiones». André Vauchez ha expuesto el pro- cedimiento institucional inédito para «hacer» santos que, a lo largo del siglo x11, impuso el papado: los procesos de canonizacién, basa- Las Escrituras no decfan emo habia que representar a la figura principal del dog. ‘ma, la Trinidad, Los artistas buscaron varias soluciones, como esta formula triangu- Tar, enmareada por los simbolos de los cuatro evangelistas y cuyas inscripciones su- ‘ieren que cada una de las personas de la Trinidad es plenamente Dios, pero no se Confunde con las otras dos personas. La cabeza triple que hay sobre el conjunto pronto fue condenada como «monstruosa> ¢ indigna de Dios. (Trinidad trifronte, siglo xv1, grabado segin Didron, Iconografia cristiana.) «Supersticiones» en el campo 129 dos en una investigaci6n oficial y que someten la santificacién al exa- men de la tinica curia po Aprovechando este procedimiento, se observa paralelamente, en los criterios de la jerarquia para juzgar, un creciente descrédito por los milagros que ei candidato a la santi- dad haya obrado en vida; los propios milagros post mortem cuentan menos que la vida virtuosa del futuro santo: el indicio mas seguro de santidad son los méritos, no los milagros. EI milagro, progresivamente excluido de los criterios oficiales de la santidad, se convirtié al mismo tiempo, en el discurso teoldgico, en una categoria intelectual més precisa, en el objeto de definiciones y discusiones cada vez més sutiles que de hecho reducfan su campo de aplicacién. Asi, santo Tomés distingufa tres tipos de milagros: su- pra naturam, contra naturam y praeter naturam. Pero, querer citcuns- cribir a toda costa lo sobrenatural, ;acaso no es abrir las puertas a la duda? EI milagro y la aspiraci6n al milagro, sin ser rechazados por la cultura oficial de la Iglesia, se veian poco a poco marginados y des- pertaban sospechas. Este fendmeno se observa perfectamente en las investigaciones previas a la canonizacién: la Forma interrogandi re- dactada en 1232, durante el papado de Gregorio IX, plantea la preo- cupacién por las formulas que el personaje supuestamente santo hu- biera podido pronunciar en el momento de obrar un milagro. «{Quién ha sido invocado y con qué palabras?», deben preguntar los invest gadores. Era preciso asegurarse de que el diablo no estaba de part Los santos esponténeos La selecci6n draconiana a la que la Iglesia somete a los candida tos a la santidad se concreta desde principios del siglo xm en el Trata- do de las reliquias, del monje Guiberto de Nogent. Guiberto realiza una critica rigurosa de las tradiciones hagiograficas, de la que no ex- cluye a los monjes que, por ignorancia o codicia, pretenden conser- var reliquias de Cristo: los de Saint-Médard de Soissons afirman que poseen un diente de leche suyo; otros dicen que tienen pan masticado por el Seftor... Pero la verdadera, la tinica «reliquia» de Cristo no es de esta naturaleza; segtin las palabras del propio Jestis, que Guiberto recuerda, es sacramental: es la hostia consagrada. Los laicos, por su 430 Historia de la supersticin A pic de senda mad dl lo, aimpenta yl grabado brndron a as ‘aos etnds mien unos atin de dts sa pecans as xed toads por na atr de ciety o enemies tambinsleon a and. Como adel santo koe gus saa he de sutan dea mordedua isin pro fr ivamenc uo Estancia se mo rn 185, Biba Nacional Pans 40) Snef and parte, también se muestran demasiado dispuestos a reconocer santos por doquier: por haber muerto dos dias antes de la fiesta de Pascua, el hijo de un caballero fue venerado como un santo por los campesi- nos de los alrededores, que comenzaron a rendirle culto, erigiéndole un mausoleo y Ilevando alli a sus enfermos... Todo el mundo, sefiala Guiberto, en especial las viejas, quieren un santo patron a quien ve- nerar; y el clero, cuando no se deja engafar, ise calla! Sin embargo, esta sed desbordada de santidad, ;no demuestra que la cristianizacién ha cumplido su cometido? Los hombres mas «su- persticiosos» son cristianos hasta la médula; ya no se trata de conver- tir a paganos. En contrapartida, lo que ahora teme la jerarquia, a ve- ces en la persona de ciertos clérigos, pero sobre todo en la grey de fieles cuando es abandonada a si misma, es el objeto erréneo de Ia «Supersticiones» en el campo 131 devocién y la ausencia de garantia, de marcas de autentificacién del culto. Hasta finales de la Edad Media, y mucho después atin, la auto- ridad eclesidstica descubrira con estupefaccién, con ocasin de una visita pastoral o de una inquisicién, casos de cultos «salvajes» a san- tos locales de los que ella era la Unica en escandalizarse. El culto «supersticioso» a san Guinefort ‘A mediados del siglo xi, el dominico Esteban de Borbén, actuando en calidad de predicador e inquisidor en la comarca de Dombes, cua- renta kilémetros al norte de Lyon, donde se hallaba su convent, oyé hablar de un tal san Guinefort, a cuya tumba los campesinos lleva- ban a sus hijos enfermos. Persondndose en el lugar, situado en la fron- dosidad de los bosques y equidistante —aproximadamente a cuatro kilémetros— de varios pueblos, averigué la leyenda de este santo y descubrié el culto udiabdlico» que se le rendia. Los campesinos con- taban que el santo era un lebrel que habia salvado de las mordedurat de una serpiente al hijo de su amo; pero éste, habiéndolo matado In- justamente, lo habia convertido en un «martin». Los campesinos acu- dian al emplazamiento abandonado del castillo, sobre el que habia caido la maldicién divina a causa del crimen cometido, para venerat a este «mértir» y llevar a su tumba a sus hijos enfermos; una ver alll, colocaban al nifio entre los troncos de dos drboles, lo desnudaban y rodeaban de velas, depositaban ofrendas y se alejaban un momens to} a su regreso, cogian al nifio para someterlo a una especie de orda- lia sumergiéndolo en el agua helada de un rio cercano, el Chaluron- ne. Entonces podian pasar dos cosas: 0 bien el nifio moria, o bien quedaba definitivamente curado. De hecho, este rito iba encaminado a verificar la identidad del nifto, pues los campesinos afirmaban que espiritus del bosque —«faunos» diabilicos, segiin la interpretaclén del inquisidor— les habian robado a sus hijos y los habfan sustitulda por nifios enclenques, changelins; mediante el rito, los padres espera ban obligar a los «faunos» a devolverles a sus hijos sanos y a llevurne a las criaturas diabélicas; la inmersién en el rio permitia asegururne de que, efectivamente, el cambio habfa sido realizado. El inquisidor, horrorizado, actué como san Martin con la tumba de! bandido: hizo talar los Arboles, desenterrar los restos del perro y quemarlo todo, antes de dirigir una prédica a los campesinos reunl- 132 Historia de la supersticién dos a fin de ordenarles que abandonaran su «supersticién». Pero sus esfuerzos resultaron vanos: ese culto se detecta de nuevo desde el si- glo xvi hasta principios del xx. Para Esteban de Borbén —y también para varios folkloristas del siglo xix que tuvieron conocimiento de su testimonio—, el culto a san Guinefort era una «supervivencia del paganismo»; algunos eruditos ven en él la lejana herencia de un culto totémico celta o incluso pre- histérico. Sin embargo, como he expuesto antes, debid de constituir- se bajo esta forma entre los siglos xt y x1t, en el momento en que se establecieron las estructuras sociales y el reparto de poblacién carac- teristicos de la edad feudal. Desde esta época hasta la Revolucién dustrial, el culto a san Guinefort, aunque en evolucién, conocié la larga duracién de la sociedad rural tradicional. Tanto la leyenda como el rito de curacién también permiten apre- ciar de una forma més precisa lo que separaba las «supersticiones» de la religién legitima de los clérigos; los campesinos «supersticio- sos» no rechazaban el culto a los santos y, en especial, a los mértires, como lo hacian los herejes. La idea de la santidad y del martirio, al igual que ciertas practicas rituales —la donacién de velas y ofrendas—, pertenecian a la cultura y los ritos de la Iglesia. Pero lo que era inad- misible es el uso que los campesinos hacian de ello, empezando por la idea de que un perro pudiera ser considerado santo. Otros aspec- tos del culto evocaban demasiado la antigua idolatria; la creencia en los changelins se asemejaba a un «pacto» con demonios. Y otros, por liltimo, aparecian como una imitacidn sacrilega de los ritos de la Iglesia; por ejemplo, la inmersién del nifio en el rio con relacién al bautismo, En resumen, la ausencia de edificio religioso y de control de la pere- gtinacidn por parte de un clérigo o un capellén dejaba a los campesi- nos la mas absoluta autonomia en la organizacién de ese culto; el re- sultado no podia sino convencer al inquisidor de que una severa amonestacién era, como minimo, necesaria. La fuente de Planhes Las razones de la hostilidad eclesidstica también se verifican en las cartas que intercambiaron en 1443 el obispo de Saint-Papoul y el inquisidor dominio Hugo Nigri, de la provincia de Toulouse, a pro- «Supersiciones» en ee posto del culto «supersticioso» a la fuente de Planhes. Dicha fuente, que tenfa fama de ser milagrosa, estaba cerca de una capilla consa- grada a los santos Basilisa y Julidn, donde los campesinos veneraban ‘da tumba de tn laico desconocidon. El obispo y el inquisidor tienen varios motivos de preocupacién, pues sospechan que los habitantes atribuyen una virtud milagrosa al agua en si, y no a la gracia divina, lo cual seria idélatra; e incluso suponiendo que el agua tuviera una virtud natural, los demas aspectos «supersticivsosy de! eulto deben bastar para prohibir su uso bajo esta forma. La excusa falaz de esos risticos que dicen: «dmploramos a san Ju- lién, cuya caplla esté aqui», no tiene ningi valor; no es eso lo aue Jes reprochamos, sino que crean que las plegarias no valen de nada sino beben agua y no hacen abluciones ¢ invocan a esa fuente supues- tamente sagrada, lo cual es injuriar a san Julian y al poder divino. Para el obispo y el inguisidor, el cuerpo venerado tiene todas las posibilidades de no ser el de un santo, y en particular de san Sulién Ode su compafero, que «padecieron el martirio en Antioquia y no tn este lugar de Planhes»... ¥ el obispo recuerda que san Martin aca~ ‘bd con el culto que se rendia a un bandido venerado como un santo. Resulta interesante contraponer el razonamiento riguroso del in- quisidor dominico a la légica de las practicas culturales que denun- Ga. Seguin dice, se deben considerar tres cosas: el origen (princi- jpiem) del cuto, lo que se hace en él (medium) y el fin que se persigue ee el «origen», es preciso tener dudas en razén de la calidad social del primero en detectar las virtudes dela fuente: un simple bo- yero cuyo buey se arrodillé al borde del agua y que proclamé el mila- gro... Peto, suponiendo que efectivamente se produjera un prodigio, pudo ser ejecutado por los angeles malos. Ademés, el boyero estaba foto, sin testigos: por lo tanto, pudo contar una «fabulan. ;Acaso Lac- fancio no habla ya de imposturas similares que se encuentran en el origen de ciertas «supersticiones»? ‘Los «medios» del falso culto son esas «aspersiones con espatu- las», las procesiones en torno a la fuente y la capilla, las postraciones antela tumba de un laico desconocido, todas ellas «supersticiones va~ has, infames e intolerables», ya que dicha tumba no ofrece ninguna garantia de autenticidad. 434 Historia de la supersticién El «fin» consiste en la busqueda de la curacién, lo cual seria un bien si los medios utilizados no fueran malos. Algunas personas ob- Jetaron que el agua podia curar por sus propiedades naturales, 0 que habia que tolerar esas practicas por caridad hacia los pobres que acu- dian al lugar; pero el inquisidor rechaza sus argumentos, pues sospe- cha que también éstos tienden a la «supersticién». A instancias del inquisidor, que habia pedido consejo al arzobis- po de ‘Toulouse, el obispo decidié poner remedio a aquel abuso; se prohibié el acceso a la fuente, que fue precintada, se amenazé con la excomunién a quienes perseveraban en el error y «se descubrieron todavia mas abusos artificiosos y supersticiosos y mas errores proce- dentes de ese culto». Con ocasién de la fiesta de San Miguel, el obis- po celebr6 solemnemente la misa en Castelnaudary y pronuncié un sermén donde, comentando el Apocalipsis, hhablé de las supersticiones, las ilusiones y los errores que, segiin las Escrituras, deben observarse en los tiempos del verdadero y misterio- so Anticristo y del inmundo Satin, Asi pues, las «supersticiones» tienen un valor de signo escatolé- gico; bajo la apariencia de un retorno a la antigua idolatria, parecen incluso precipitar el final de los tiempos; en consecuencia, es preciso desenmascarar a los cémplices del Anticristo. A finales del siglo xv, la obsesién por la brujeria favorecia este ambiente escatolégico ¢ in- vitaba a condenar de forma implacable las «supersticiones». Los «restos» inasimilables: el ejército de los muertos y la Dama Abonda Si bien los clérigos perseguian las «supersticiones» en el seno de las formas mas admitidas del culto cristiano —el culto eucaristico y el culto a los santos—, no estaban menos preocupados por las tradicio- ‘nes que les parecian inasimilables por ser totalmente ajenas a la rel gidn cristiana. A través de la «caza salvaje» y el cortejo nocturno de Dama Abonda, encontramos aqui el culto a los muertos. A partir del siglo xz, la Iglesia manifest una voluntad mucho mas firme de cristianizacién del culto a los muertos, especialmente en el aSupersticioneso en el campo 137 marco de la cultura monéstica. Entre 1024 y 1033, Cluny instituyé la fiesta de Todos los Santos, celebracién que se impuso con gran ra- jidez en toda la cristiandad. Se convirtié en el gran momento de la conmemoracién litirgica de los muertos, enormemente importante en los monasterios; también para los laicos, con Ia institucién regu- lar de las misas dichas para los difuntos, esta conmemoracién se im- puso como un rasgo central de la vida religiosa. En la segunda mitad de! siglo xn, las creencias relativas a las pe- nas purgatorias y, mds tarde, al purgatorio como lugar especifico del mas all se integraron plenamente en este contexto litirgico. Asimismo, la creencia en los aparecidos volvié a despertar interés y encontré una legitimidad que habia perdido en los primeros siglos del cristianismo: los muertos que sufrian en el més alla pudieron re- gresar legitimamente para suplicar a sus familiares que rogaran por ellos, que hicieran decir misas y que presentaran ofrendas a fin de aliviar y abreviar las pruebas a que eran sometidos en el purgatorio. Asi pues, no es por casualidad por lo que, a partir del siglo xn, em: piezan a multiplicarse en la literatura narrativa los relatos de apari ciones individuales de espectros, relatos de milagros y exempla edifi- cantes. El ejército de los muertos Pero, en la misma época, algunos clérigos también ofrecen rela- tos de apariciones colectivas de muertos, agrupados formando un cor- tejo, una tropa o un ejército. De este modo emergen en la documen- tacidn escrita viejas tradiciones que anteriormente habian dejado poca huella en ella; Tacito, en su Germania, ya hacia alguna alusién, pero muy oscura, y la literatura eclesidstica apenas menciona este tema antes del siglo x1, 2Se trata de una vieja tradicién germénica que las inva- siones de la Alta Edad Media habrian difundido en toda la Europa occidental, y especialmente en Francia? En todo caso, también es po- sible sostener que, en el momento en que se multiplican estos relatos de apariciones en Renania, el Pais de Gales, Francia, Italia y Espafia, la tropa de los muertos remite, al menos en la misma medida, a las, estructuras sociales de la época feudal. Asf, el exercitus mortuorum adopta con frecuencia el aspecto de una tropa de caballeros maldi- 136 Historia de la supersticion ‘La inquietante extrafeza» de los aparecidos se debe a que parecen vivos, como esta ‘monja portera, tumbada en su ataud como si estuviera en la cama, que devuelve su abadesa las llaves que habia robado en vida. (Bernardo Gui, Fleurs des chron ‘ques, finales del siglo x1v-principios del siglo xv, Biblioteca Municipal, Besangon, ms. 677, fol. 48 v°.) tos, representacién invertida de la hueste feudal. Este ejército de los muertos también aparece en las encrucijadas, en los margenes del te- rritorio, en esos lugares limites a los que el «enceldamiento» de la so- ciedad feudal ha concedido un gran valor simbélico. La «cacerta salvaje» diabolizada Durante cierto tiempo, en los siglos x1-xn, la Iglesia intenté cris- tianizar esta creencia. A decir de los clérigos, estos relatos de apari ciones ilustran la expiacién colectiva de almas en pena, por lo gene- ral en el lugar mismo de sus pecados; en una palabra, un purgatorio itinerante. Sin embargo, cuando a finales del siglo xu nacié el purga- «Supersticiones» en el campo 137 torio como espacio especifico del més allé, con nombre propio, se- mejante solucién ya no tenia razén de ser; entonces, los rasgos dia- bélicos de la caceria salvaje la desterraron definitivamente. Partiendo de los testimonios més antiguos, esta evolucién se pue- de situar entre principios del siglo xt y el siglo xin. El monje borgo- fién Raoul Glaber, 0 el Glabro (¢. 985-c. 1050), expone en el segundo. libro de sus Historias la vision del monje Vulferius de Moutiers-Saint- Jean, en la didcesis de Langres. En la noche del domingo de la ‘Irini- dad, vio que la iglesia de su monasterio se lenaba de hombres vesti- dos de blanco y purpura, conducidos por un obispo que se lamaba a si mismo «el obispo de muchos pueblos»; estos personajes afirma- ban haber ido ese dia para compartir la celebracién littirgica de los monjes. A Vulferius, que estaba asombrado por su presencia, le ex- plicaron que eran cristianos muertos en la guerra contra los sarrace- nos; ahora se dirigian hacia el reino de los elegidos, y habian hecho un alto en aquella regidn para reclutar a algunos compafieros. Y, en efecto, en cuanto el oficio hubo finalizado, su obispo hizo dar el abrazo de paz al monje Vulferius, quien comprendié que ya no viviria mu- cho tiempo... Raoul Glaber también relata que, un domingo de 1014, por la no- che, un sacerdote que miraba por la ventana vio llegar del norte a un ejército de caballeros que se dirigia en formacién de combate hacia occidente. Los llamé, pero desaparecieron. También en este caso, el sacerdote, desolado, comprendié que moriria en el transcurso del afto. Raoul Glaber no se pronuncia acerca de estas apariciones fantasti- as, que conservan para sus lectores su ambivalencia misteriosa... Casi un siglo més tarde, a la puerta del priorato alsaciano de Sainte- Foy de Sélestat, un caballero vasallo de los Staufen (protectores del monasterio) tuvo una visién similar: vio a una tropa de peregrinos completamente vestidos de blanco, seguidos por una tropa de caba- eros vestidos de rojo; uno de estos tiltimos le dijo que los blancos habian muerto en pecado, pero que las ofrendas hechas a santa Fe los habian salvado de condenarse; por el contrario, los rojos, que ha- bian muerto en el combate impenitentes, serian precipitados aquella misma noche «por una montafia proxima a Nivelles». En cuanto se hubo desvanecido la aparicién, el caballero marcé el lugar con una doble piedra y se aptesurd a hacer penitencia. «Supersticiones» en el campo 139 440 Historia de la supersticién El fondo borrascoso de una representacién alegérica de la Melancolia ve pasar la caceria salvaje diabolizada: unos demonios, montados en animales fantésticos, le ‘van a unas mujeres desnudas y un lansquenete, sin duda muerto en la guerra. (Lucas Cranach, La Melancolia, dei, 1532, museo de Unterlinden, Colmar.) La «mesnada Hellequin» A partir de esta época, en otros textos, el cardcter diabélico del ejército de los muertos es mucho més acusado. En su Historia ecle- sidstica, escrita hacia 1140, Orderic Vital refiere con gran detalle la aparicién, a un sacerdote normando de nombre Guachelme, del ejér- cito de los muertos, llamado por primera vez familia Herlechini, la «mesnada Hellequin». Tavo lugar el primero de ano de 1091, fecha que desde hacia mucho tiempo cristalizaba la desconfianza de la Iglesia hacia las «supersticiones»; el inicio del aflo era un momento particu- larmente propicio para Ia aparicién de los muertos. Aquella noche, el sacerdote de la iglesia de Bonnevaux vio desfilar ante él a un ejérci- to aterrador, guiado por un gigante que le amenaz6 con una enorme maza; unos soldados de a pie, entre los que el sacerdote reconocis a personas muertas recientemente, le seguian entonando lamentos. A continuacién venian unos enanos de enorme cabeza, instalados en pa- aeSuperstictonesn en €! CAMPO Nel rihuelas, y dos «etiopes» diabdlicos transportaban un madero sobre el que un demonio torturaba a un miserable, un criminal al que el testigo también reconocié, Seguia una tropa de mujeres a caballo, es- pantosamente torturadas, y a las que también conocia. Luego llega- ron los clérigos y los monjes negros, quienes le suplicaron que rogara por ellos. Detras iban los caballeros, que portaban estandartes negros y parecian apresurarse hacia la batalla; al verlos, Guachelme com- prendio que se hallaba ante la mesnada Hellequin; muchas personas le habjan dicho que la habian visto, pero é1 no les habia creido... [i sacerdote intent detener a uno de los caballos, pero el arnés le que: mé Ia mano, y el caballero lo habria matado de no ser porque Gua- chelme invocé a la Virgen y otro caballero acudié en su ayuda pat protegerlo; al darse éste a conocer, resulta que era el hermano del sa cerdote, a quien le pidié que rogara por él para liberarlo en el curso de aquel afio de sus sufrimientos. Tras esta aparicién, el sacerdote cayd enfermo, pero todavia vivid quince afios. El autor lo conocié y pudo ver sus horribles quemaduras.... En el siglo xu se multiplican las menciones de la mesnada Helle. quin, sobre todo en Francia. Gualterio Map observa dichas aparicio- nes en el continente en el Maine y en la «Pequefia Bretafta» (Arméri- ca), y el cisterciense Helinando de Froidmont registra un testimonio similar en Orleans: El pueblo afirma que las almas de los muertos, Horando sus peca- dos, acostumbran a aparecer con sus ropajes de vives: los campesinos vestidos de campesinos, los caballeros de caballeros.. Un poco mas tarde, Gervasio de Tilbury menciona las mismas tra- diciones refiriéndose a la «Gran y la Pequefia Bretafta» y a Catalufia; la aparicién suele tener lugar en los bosques, a medianoche o al ini- cio de ésta, cuando hay luna Mena. En otros relatos, el rey Arturo (que, segtin la leyenda, habia so- brevivido a sus heridas y se encontraba en la isla de Avalon, adonde le habia transportado el hada Morgana) tiende a sustituir a Hellequin como guia de la tropa fantdstica de los cazadores y los perros. Este- ban de Borbon expresa esta fluctuacién al transcribir ef nombre «po- pular» dado al ejército de los muertos: familia Allequin vulgariter vel ‘Arturi. Para él, ahi ya no se hace referencia a un «purgatorio itine- 142 Historia de la supersticién ante»; a partir de entonces aparece el rechazo, y la «caza salvaje» es interpretada como una tropa diabélica que engafia a las gentes in- cultas. Un campesino que transportaba su haz de lefia por las pen- dientes del monte Chat, en Saboya, se vio arrastrado por la «familia de Arturo» hacia el interior de la montafia, hasta un inmenso y muy noble palacio donde seftores y damas juga- ban y bailaban, comian manjares muy nobles y bebian; finalmente, le propusieron ir a acostarse, y fue conducido a un lecho cubierto de los ornamentos més preciosos y donde reposaba una dama de belleza excepcional; después de meterse en la cama y dormirse, por la mafta- na desperté vergonzosamente acostado sobre su haz de lefia y burlado. Para el predicador, la utopfa de un reino arturiano que presenta todas las caracteristicas de un pais de Jauja resulta incomprensible; en su opinién, el relato ilustra, por el contrario, la influencia de los demonios en los espiritus incultos y atenazados por los deseos de la carne. De este modo, Esteban de Borbén impone dos transformaciones esenciales al ejército de los muertos: ya no es mas que un ejército de demonios, y, si bien contintia siendo mévil, est vinculado a un lugar fijo y central de desenfrenos sexuales y diabélicos. Mediante tales evo- luciones fue como poco a poco se formaron, entre mediados del si- glo xmry el siglo xv, la imagen y el concepto del aquelarre de las bru- jas en el discurso eclesistico. Los muertos y la abundancia doméstica Las nuevas representaciones de la brujeria también se alimenta- ron de otra creencia y otra tradicién narrativa: las relacionadas con los espiritus «femeninos» de la abundancia doméstica. A este respec- to disponemos de varios testimonios preciosos, los cuales prolongan la tradicién de aquellos textos eclesidsticos que, desde el canon Epis- copi hasta el Decreto de Graciano y el Polycraticus del obispo de Char- tres, Juan de Salisbury, denuncian la creencia en el vuelo nocturno de ciertas mujeres en compafiia de Diana y de Herodiades. Sin em- argo, a partir del siglo x1 otros textos permiten comprender mejor «Supersticiones» en el campo 143 Jas realidades que las férmulas anteriores ocultaban a causa de su ex- cesivo arraigo: la convergencia y la diversidad de tales creencias ates- tiguan tanto su difusién como la independencia de dichos documen- tos los unos en relacién con los otros. A pesar de que los clérigos no renuncian a sus estructuras de interpretacién, la preocupacién por la observacién de la realidad tiende a ocupar en ellos un lugar mds im- portante junto a la tradicién libresca. En el De universo (II, III, X11), Guillermo de Auvernia evoca a Satia (nombre que, segiin él, deriva de «saciedad») 0 a Domina Abun- dia, «que lleva la abundancia a las casas que visita». Este espiritu fe- menino come y bebe lo que encuentra en las casas, pero en ellas la cantidad jams disminuye, sobre todo si los recipientes que contie- nen comida y bebida se han dejado abiertos con esta intencién. Si se le impide comer y beber, no concede abundancia, sino desdicha. ‘Domina Abundia no ¢s sino la forma latinizada de su nombre fran- és, «Dame Abonde» (Dama Abonda), del que da fe el Roman de Ja Rose y también Raoul de Presles, el traductor francés de La ciudad de Dios. Este nombre refleja, en una sociedad de penuria, la angus- tia por la abundancia material, que desempefia un gran papel en los rituales populares y, de forma especial, en las bodas. En su sermon dirigido a las jévenes, Jacques de Vitry afirma haber visto en algunas regiones echar granos de trigo sobre el cortejo nupcial cuando éste regresa de la iglesia a casa, y que los asistentes «gritan: “Habundan- tia! Habundantia!”, lo que significa: ;Plenitud! ;Plenitud!”’»; pero, a continuacién, condena esta practica, afladiendo que antes de un afio muchos matrimonios se ven sumidos en la pobreza y desprovistos de bienes... Un exemplum de Esteban de Borbén describe en tono burlesco una mascarada de jévenes disfrazados de bonae res («cosas buenas»), nombre dado en el Jura y la regién del Rédano-Alpes a Dama Abon- da y a los espiritus de su tropa bienhechora; en una parroquia de la didcesis de Besancon, «donde las gentes cre{an en tales cosas», unos rufianes se disfrazaron de mujeres y penetraron con antorchas en la casa de un rico campesino, cantando violentamente: «Por cada bien recibido, cien ofrecidos» («Unum accipe, centum rede»). ¥ vaci ron toda la casa ante los ojos del crédulo campesino, que le decia a su mujer: «Céllate y cierra los ojos; nos haremos ricos, pues son las “cosas buenas” y elas multiplicaran nuestros bienes por ciem». Alli 144 Historia de la supersticion donde el predicador no ve mas que a unos habiles ladrones dispues- tos a sacar provecho de la credulidad de algunos, ,no se puede pen- sar en una mascarada ritual relacionada con el retorno periédico de los espiritus bienhechores? Segtin Arnold van Gennep, en la misma regi6n, en el siglo xix el folklore contemporaneo presentaba en el mo- mento de los Doce Dias la mascarada de Tia Arie, que trae golosinas para los niftos... Otros dos exempla de Esteban de Borbén atestiguan la creencia segiin la cual ciertas personas podian, al menos en suefios, participar en el vuelo de los espiritus nocturnos y de las «cosas buenas». El pre- dicador asimila a éstas con Diana y Herodiades, nombres que toma de la literatura eclesidstica, y en dichos suefios no ve otra cosa que ilusiones del diablo. Pero lo esencial aqui es que, aun a su pesar, reve- la creencias populares localizadas con gran precisién entre Lyon, Gi- nebra y Besancon. in la didcesis de Ginebra, un hombre decia que por las noches iba con las «cosas buenas», y logré convencer a su incrédulo cura de que lo acompafiara; el cura, que desperté durante el primer sueto, encontr6 ante su puerta un madero sobre el que fue transportado de inmediato a una gran bodega, donde vio a una multitud de mujeres sentadas a una mesa que salmodiaban a la luz de antorchas y lumina- as. Entonces se oy6 un gran clamor: «Vamos, sentémonos y coma- mos». El sacerdote se sent con elas, pero, por fortuna, hizo maquinal- mente la seftal de la cruz, segtin era su costumbre. De inmediato, la ilusién demoniaca se disips y él se encontré desnudo en una bodega de Lombardia, sentado sobre un tonel de vino; a duras penas consi- ‘uid huir antes de que lo capturasen y lo colgaran como aun ladron, El otro relato también lo protagoniza el cura de una parroquia. Una viejecita (verwla) insistia en que, yendo con las «cosas buenas», habia entrado por la noche en casa del cura a pesar de que las puertas estaban cerradas, y habia ocultado su desnudez mientras él dormia, salvandole asi la vida. En esta ocasién, el cura demostré a la bruja (Sortilega) que era la «necia» victima (fatua) de sus suefios, encerran- dola en una habitacién de la que fue incapaz de escapar por sus pro- pios medios, prueba de que sus pretensiones de franquear las puertas cerradas eran puras fantasias. Hacia 1280, el Roman de la Rose de Jean de Meung precisa las condiciones en las que ciertas personas pensaban poder participar en «Supersticiones» en ef campo 145 el vuelo de Dama Abonda. Segtin el poeta, que considera eso una «lo- cura horrible», algunos creen que los nifios que ocupan el tercer lu- gar entre los hijos de una familia van tres veces a la semana en com- paifa de Dama Abonda a las casas de sus vecinos. De hecho, quien viaja es sdlo su alma, que atraviesa las puertas cerradas y las paredes, mientras el cuerpo dormido permanece inmévil hasta que el alma se reincorpora a él; si se le diera la vuelta al cuerpo durante la ausen del alma, ésta no podria entrar de nuevo en él y estaria condenada a un errar perpetuo. Esta creencia no es excepcional; demuestra el vinculo privilegia- do que mantienen con el mas alld los que estén marcados por una «sefial de nacimiento»: una posicién destacada en el orden de los her- manos y hermanas, o un rasgo singular, como el de los nifios que na- cen recubiertos por la membrana amnidtica. En el siglo xvi, esta tilt ma peculiaridad distinguia a los benandanti de Friul que estudié Carlo Ginzburg; los unos estaban destinados a luchar en los Cuatro Tiem- pos contra los brujos para garantizar la fertilidad de las tierras; los otros se consideraba que debian participar, en un momento de letar- gia, en una especie de «ritual onirico» comparable a aquel del que habla Jean de Meung: su alma abandonaba por unos instantes el cuer- po para asistir a un desfile de las almas de los muertos. ‘También vemos anudarse alrededor de Dama Abonda todos los hilos de una creencia y un ritual agrarios, destinados a garantizar la abundancia doméstica y la prosperidad rural mediante la invocacién de las almas de los ancestros muertos. Este vinculo con los muertos no sélo se observa en Friul; lo encontramos ya en las confesiones re- gistradas en Ariége, a principios del siglo xrv, por el inquisidor Jac- ques Fournier. Un sacerdote, Arnaud de Monesple, le refirié las pa- labras que habia ofdo de labios del hereje Arnaud Geli “Me dijo que por las noches iba con las «damas buenas», es decir, las almas de los muertos, por los caminos y los lugares desiertos, y que a veces entraban en las casas, sobre todo en las grandes casas lim- pias, y bebian buenos vinos que encontraban alli. Mengarde de Pamiers también reprodujo las afirmaciones de Ar- naud Gélis: 4146 Historia de la supersticion Cuando le pregunté sobre las «damas buenas», de las que se dice que van montadas en carros, si tal cosa era cierta 0 no, me respon- did que no, pero que estas «lamas buenas» eran grandes y ricas damas que, en este mundo, habian ido en carruaje, y que los demonios las arrastraban en carro por los montes, los valles y las llanuras. Almas errantes —como tantas otras que poblaban los barrancos préximos a Montaillou—, las «cusas buenas» o las «damas buenas» que seguian a Dama Abonda parecian, a ojos de los clérigos, reacias al gran «encierro de los aparecidos»; sin embargo, a partir de finales del siglo xn, éste caracteriza, con el nacimiento del purgatorio, la re- presentacidn eclesidstica del destino de las almas de los muertos en- tre el dbito y el juicio final. En esta época, como ya se ha dicho, los predicadores se esforzaron por conceder un papel y una posicién po- sitivos a los aparecidos que iban individualmente a suplicar a los vi- vos que rogaran por ellos. Pero de esta «normalizacién» de las rela- ciones entre los vivos y los muertos estaba excluida la tropa de las almas errantes; ya se trate de la versién «masculina» de la creencia —el ejército de los muertos, la mesnada Hellequin o la caza salvaje— © de su versién «femenina» —Dama Abonda, las «damas buenas» © las «cosas buenas», en quienes los campesinos vefan espiritus benéficos—, la Iglesia habia decidido asimilar las almas errantes a los demonios. Los clérigos, incapaces de comprender la légica y la funcién de estas creencias y estos rituales, Hegaron incluso a diabolizarlos cada vez mas. Equipararon a los espiritus benéficos con las crueles lamias y estriges donadas por la tradicién mas antigua, y acusaron a aque- los y aquellas que afirmaban reunirse con ellos durante el suefio de brujos que tenian un pacto tacito o incluso expreso con el diablo. Del vuelo de las «damas buenas» al de las brujas y, finalmente, al crimen supremo del aquelarre, no habia mas que un paso, que jueces e in- quisidores franquearon en el transcurso del siglo xv. 5 = Aquelarre de brujas y cencerrada en la Baja Edad Media La brujeria a través de la historia ¢ la antigua brujeria campesina consistente en hacer un malefi- D cio a un vecino o a sus animales ya existian numerosos testimo- nios en la Alta Edad Media, como vimos, por ejemplo, a propésito de Hincmaro de Reims; pero en los siglos x1 y xt la documentacion es mas abundante y precisa. El cronista del Poitou Adhémar de Cha- bannes relata el proceso de una mujer acusada de haber embrujado al conde de Angulema; la prueba de una ordalia demuestra puiblica- ‘mente su culpabilidad, pero ella no confiesa y el conde, antes de mo- rir, la perdona; con todo, tras la muerte del conde, su hijo hace que- mar a la bruja. Galbert de Brujas, en su relato del crimen cometido en la persona del conde de Flandes, Carlos el Bueno, en 1127, describe asi la accion y el suplicio de una bruja similar a la anterior: Cuando el conde Thierry fue por primera ver.a Lille, una bruja fue a su encuentro, bajando hasta el rio que el conde iba a cruzar por €l puente, muy cerca de la hechicera, la cual lo rocié de agua. Enton- ces, dicen, el conde Thierry se puso enfermo del corazén y del esté- ‘mago hasta el punto de asquearle la bebida y la comida. Los caballe- ros, preocupados por su suerte, atraparon a la bruja y, atandola de pies y manos, Ia instalaron sobre paja y heno a los que prendieron fuc- go, y la quemaron. Las suertes permitian explicar todas las formas de «despracia bio- Isgican: la enfermedad, la muerte y, sobre todo, la impotencia sexual.

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