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Manuela es menor de edad. Estudia en un colegio secundario del conurbano.

 Una amiga le contó que había


un fotógrafo que pagaba por sesiones de fotos de lencería. Y como quería un celular nuevo para evitar
que sus compañeros de colegio se burlaran de ella porque tenía un teléfono viejo y roto, aceptó.

A la primera sesión fueron con el fotógrafo y su amiga. Como eran tres a ella la escondieron a la hora de
entrar al hotel alojamiento. Cuando el fotógrafo mostró el vestuario elegido para las fotos no era lencería
sino ropa “comprada en sex shop” como la definió la joven. El hombre les pagó aquella primera vez 500
pesos (en 2017) a cada una. Pero Manuela necesitaba más dinero para llegar al celular y fue entonces que el
fotógrafo le dijo que vendía teléfonos y le ofreció pagarle con uno nuevo. Manuela fue a otras sesiones. En
la última el fotógrafo la pasó a buscar por la puerta del colegio y ella, asustada, le pidió a otra amiga que la
acompañara. Por aquella sesión de fotos el hombre les pagó a las dos.

La joven declaró que cuando comenzaron a hacer las primeras sesiones de fotos, ella quería dejar de hacerlo
porque se sentía mal, no le gustaba y el hombre le decía: “¿Por qué? No es pornografía, no es nada raro... si
querés llamo a tu mamá y le cuento. Hablo con tu mamá y le cuento que estás trabajando conmigo en el
local de celulares”.

En un encuentro posterior el hombre llevó el celular que Manuela añoraba. Pero luego de la sesión de fotos
habitual no se lo dio. Le dijo que podían cambiar el estilo de fotos y le propuso usar el jacuzzi y pintar su
cuerpo. Ella se quería ir. Pero no se animó a decirlo. “Fue todo en un segundo, él me pasó el aceite y me
tocó toda. Yo me quedé dura.... El me sacó las fotos y yo me puse a llorar, no con llanto, sino que se me
caían las lágrimas. Él se hizo el boludo y me dijo que cortábamos las fotos antes porque me veía triste”,
explicó. Después el hombre la llevó en auto hasta la casa.

Desde aquel encuentro pasaron varios días hasta que el fotógrafo la volvió a contactar por WhatsApp y por
Facebook. En Facebook el fotógrafo había creado un álbum de fotos privado al que solo tenían acceso ellos
dos. Ella contó que el hombre le había dado un celular y decía que le reclamaba una deuda: hacían falta más
fotos para pagar el costo del teléfono. Al final le dio el celular y le hizo más fotos. Ante su familia ella mintió
sobre el origen del celular: dijo que lo había encontrado en la calle. Pero el celular tuvo algunos problemas
de funcionamiento y entonces allí llegó una nueva exigencia del fotógrafo: -” Bueno te doy uno más caro,
pero vamos a tener que hacer más fotos”. El fotógrafo le siguió pidiendo fotos a cambio de la mejora en la
calidad del celular. Y también le hacía observaciones sobre sus posteos en IG. ” Me parece que en esta foto
estás muy zarpada, yo te quiero cuidar a vos” y también la invitaba a que le contara cosas íntimas.

La adolescente explicó que el fotógrafo usaba una cámara profesional para hacer las tomas, dejaba otra
cámara grabando videos apoyada a un costado. Pero además usaba su celular para hacer fotos y videos
desde otros ángulos. En un momento de una de las sesiones de fotos el hombre se fue al baño y ella le
revisó el celular. Halló videos suyos que la mostraban semidesnuda mientras se cambiaba para hacer las
fotos y llegó a borrar algunos. Una vez el hombre le propuso que se disfrazara de cierta manera para las
fotos. Como ella se negó él le mostró varias fotos de otras menores como ella usando el mismo disfraz. Fue
entonces que ella le pidió que no mostrara sus fotos a nadie. Por supuesto, él le dijo que no se preocupara.

En un momento ella dejó de contestar sus mensajes y el hombre se volvió más violento. Y la presionaba para
que siguiera haciendo fotos. Le decía que ante la falta de nuevo material de la menor “tengo un montón de
hombres que me preguntan por vos y yo me tengo que hacer el boludo”. El hombre le pedía que fuera
reclutadora de otras chicas menores como ella. Tenía especial interés en una seguidora de Manuela en
Instagram y obviamente le ofrecía pagarle si conseguía sumar otras menores para hacerlas posar en lo que
constituyó un claro abuso sexual de menores. El fotógrafo fue condenado a 15 años de prisión y su cómplice,
un influencer que difundía las imágenes de Manuela y de otras cinco chicas, recibió una pena de diez años
de cárcel
2- Roxana tiene 41 años y declaró en una causa por explotación para prostitución. Pasó muchos años en
diversos “privados” de barrios como Once en la Capital. En su declaración se definió como: ”Una
sobreviviente de víctima de trata sexual” ya que, según dijo en los tribunales, comenzó a trabajar y ser
explotada en el año 2000 o 2001. En su caso continuó con lo que llamó “tradición familiar”, ya que su madre
también había sido prostituida. Su padre conoció a su madre como prostituta y quisieron que ella siguiera la
“tradición”. Reconoció haber sido víctima de abusos sexuales por parte de su padre que la violaba: “Todo
este trauma comenzó desde antes de la explotación sexual”, explicó. En 2010 conoció a dos hombres que
tenían prostíbulos en la zona de Once. Ella entró al turno noche. Los explotadores le retenían plata, le
aplicaban multas, la obligaban a estar con clientes que ella no quería. Dijo que “jugaban con la
vulnerabilidad” ya que ofrecían irse si no le gustaban las condiciones. Precisó que en el lugar había diez
mujeres y que el trato allí era similar al de otros sitios. “Es siempre lo mismo, en todos los lugares, me decían
tenés que hacer esto, no te podés negar, si te negás no te pagamos tu parte”. La presionaban y le
descontaban dinero por los gastos de lavadero, los de telefonía, los de los avisos publicitarios, los de los
repartidores de volantes y los de la policía. Para disimular la calidad de prostíbulo del “privado” fraguaban
contratos de alquiler de manera tal que todas las mujeres que trabajaban allí alquilaban (en los papeles) el
mismo departamento donde atendían a los clientes. Explicó que el control de entradas y salidas de las chicas
estaba en mano de encargadas, es decir de otras mujeres. Contó que tuvo conflictos con varios
prostituyentes lo que hacía que abandonara el lugar luego de unos meses. Pero que ante la demanda de
clientes los dueños de los prostíbulos la perdonaban y volvía a ingresar.

También dijo que no tenía llaves del lugar. Aclaró también que ella estaba un tiempo (unos meses) y
después dejaba de ir, para volver nuevamente a los meses. Para Roxana, integrante de una familia de pocos
recursos económicos, la prostitución era como “un salva vidas que me permitía subsistir”. En su declaración
judicial dijo haber entendido que “la prostitución era seguir con las mismas violencias de la infancia, que no
era algo nuevo y que no fue de casualidad”. “Me hubiese encantado no nacer”, fue la frase con la que
terminó su testimonio. El caso fue elevado a juicio oral y público.
Laura tiene 28 años y también fue víctima de explotación sexual, pero en un prostíbulo del interior del país.
Estuvo en pareja nueve años con un hombre con el que tuvo tres hijos. Cuando el hombre comenzó a
golpearla decidió separarse. Fue en búsqueda de trabajo a la terminal de ómnibus de la ciudad bonaerense
en la que vivía. Allí se encontró con una conocida que le contó que su madre rescataba a víctimas del
maltrato. Ella le explicó que su madre solía ir a los barrios marginales a buscar a nenas que estuvieran
sufriendo maltrato. Las llevaba a su casa, les daba de comer, las bañaba y les daba un lugar para dormir.
Para después llevarlas a trabajar a un almacén. Las chicas, agradecidas -siempre según el relato de la
conocida de Laura- la llamaban “mamá”. Estaba sin trabajo así que aceptó ir a ver a la señora llamada María.
Fue así que se mudó a una ciudad portuaria santafesina.

Laura dijo en los tribunales que María la trató muy bien. “Me escuchó me habló, me contuvo en ese
momento y me dio afecto. Ese mismo día me dio de comer y me dio ropa”, recordó. Le ofreció un trabajo en
el almacén y no le podía pagar mucho más que 200 o 300 pesos (en 2017) el día. La jornada se extendía
entre las 8 de la mañana hasta las 8 de la noche. Como no tenía un lugar para alojarla le ofreció dormir en su
habitación. Laura aceptó y comenzó a trabajar en un almacén: al lado había un bar. Las primeras dos
semanas trabajó sin salir del negocio. Luego María le sugirió cambiarse el nombre y dejó de ser Laura para
ser Inés. Le explicó que le convenía hacerlo por si su marido o sus familiares iban a buscarla era mejor tener
un nombre falso.

Laura explicó ante las autoridades judiciales que en el bar “pasaban cosas y había mucho movimiento”. y
que nunca quiso preguntar nada, porque prefería evitar problemas y necesitaba conseguir dinero para
mandarles a sus hijos. Pero una noche la situación cambió cuando una hija de María le pidió que ayudara en
el bar. Allí se iba a celebrar un cumpleaños y ella debía llevar cervezas y comida durante la noche. Fue
entonces que se enteró de que el bar también era regenteado por María. Cumplió esa función durante dos o
tres días hasta que María le modificó sus tareas: le dijo que iban a necesitar una chica para hacer unas
copas, y que iba a cobrar por ello. Laura le dijo que no era su trabajo, pero María la convenció y la hizo sentir
“parte de la familia”.

En el bar había policías y un yerno de María, también policía, que hacía las veces de seguridad. Una noche la
hija de María le pidió que la acompañara a una “salida” con un cliente que le reportaría dinero para sus
hijos. Le aclaró que le iban a pagar bien y que nadie se iba a enterar. Le ofreció 20 dólares por la salida. Ante
la negativa de Laura vino el reclamo sobre todo lo que habían hecho por ella. Y aceptó por única vez. Hasta
entonces nunca le habían pagado por sus tareas en el almacén. Cuando reclamó le dijeron que debía aceptar
la salida con un cliente para cobrar. Las salidas se hicieron más frecuentes hasta que un día quiso ir a visitar
a su hija para el cumpleaños y no la dejaron: “Vos sos de nuestra propiedad, esto es así, es nuestra ley, son
nuestros códigos y si te animás andáte”. Cuando intentó irse las otras chicas que trabajaban en el bar la
agarraron y le pegaron. Luego la encerraron.

Situado en una ciudad portuaria el bar tenía como clientes a tripulantes de barcos que hablaban en otros
idiomas y que eran llevados hasta el lugar por taxistas. Los taxistas se quedaban con una comisión. Luego
también le indicaron que las chicas debían ir a buscar a los clientes cerca de la zona portuaria y llevaros al
bar. Los clientes extranjeros pagaban 25 dólares la copa y si querían salir del lugar con las chicas abonaban
un “Lady Ticket” de 100 dólares. María tenía copias de los DNI de cada una y las amenazaba con ir sus casas
a buscarlas si huían. Logró escapar luego de combinar con su ex marido quien la pasó a buscar por un lugar
cercano al bar. Su testimonio logró dar con una organización que explotaba mujeres con connivencia policial
y política: el intendente del lugar era uno de sus clientes. Laura debía ir a darle sus servicios cuando lo
requería. La causa sigue siendo investigada.
En el bar había policías y un yerno de María, también policía, que hacía las veces de seguridad. Una noche la
hija de María le pidió que la acompañara a una “salida” con un cliente que le reportaría dinero para sus
hijos. Le aclaró que le iban a pagar bien y que nadie se iba a enterar. Le ofreció 20 dólares por la salida. Ante
la negativa de Laura vino el reclamo sobre todo lo que habían hecho por ella. Y aceptó por única vez. Hasta
entonces nunca le habían pagado por sus tareas en el almacén. Cuando reclamó le dijeron que debía aceptar
la salida con un cliente para cobrar. Las salidas se hicieron más frecuentes hasta que un día quiso ir a visitar
a su hija para el cumpleaños y no la dejaron: “Vos sos de nuestra propiedad, esto es así, es nuestra ley, son
nuestros códigos y si te animás andáte”. Cuando intentó irse las otras chicas que trabajaban en el bar la
agarraron y le pegaron. Luego la encerraron.

Situado en una ciudad portuaria el bar tenía como clientes a tripulantes de barcos que hablaban en otros
idiomas y que eran llevados hasta el lugar por taxistas. Los taxistas se quedaban con una comisión. Luego
también le indicaron que las chicas debían ir a buscar a los clientes cerca de la zona portuaria y llevaros al
bar. Los clientes extranjeros pagaban 25 dólares la copa y si querían salir del lugar con las chicas abonaban
un “Lady Ticket” de 100 dólares. María tenía copias de los DNI de cada una y las amenazaba con ir sus casas
a buscarlas si huían. Logró escapar luego de combinar con su ex marido quien la pasó a buscar por un lugar
cercano al bar. Su testimonio logró dar con una organización que explotaba mujeres con connivencia policial
y política: el intendente del lugar era uno de sus clientes. Laura debía ir a darle sus servicios cuando lo
requería. La causa sigue siendo investigada.
Eugenia tiene 28 años y ante funcionarios judiciales contó que se había quedado sin casa y sin su hija.
Encontró una oferta laboral para viajar a sur. Corría el año 2016 y desde la estación de Liniers viajó en
ómnibus a Neuquén. Antes de subir al micro Gabriela, la mujer que la contactó, le explicó las reglas. Debía
entregar el 50% de lo que cobrara por atender a cada cliente (un pase) pero no le dijeron que además debía
pagar los servicios del lugar donde se alojaría. El pasaje que había pagado la mujer también se lo descontó
de sus ingresos. La primera semana la pasó en un “privado” y la segunda ya estaba en otro. Durante la
primera semana “trabajó bien”, porque le publicaban fotos en una página web local. Luego el trabajo
mermó. “Gabriela me tenía como su perrita faldera, me hacía cobrar, guardar la plata bajo llave y liquidarles
a las otras chicas”, contó Eugenia. La madre de Gabriela también daba órdenes en el “privado”. Fue ella la
que explicó qué hacer si alguna vez se producía un allanamiento: debían decir que eran trabajadoras
independientes y que en el lugar no se vendía alcohol. Pero la realidad era que sí se vendía alcohol y
también drogas. La explotadora le ordenó vender droga y les ofrecía a las chicas para que pudieran estar
despiertas más horas y así atender a más clientes. Eugenia pasaba 24 horas en el privado. Todas las chicas
dormían allí. “Me ha pasado -declaró- de estar durmiendo, y tener que levantarme a las 9 de la mañana a
atender a un drogadicto”.

A disgusto con el lugar se quedó porque necesitaba el dinero para su familia. Hasta que tuvo una
oportunidad para irse. Fabiana, una mujer que había conocido en un privado de Neuquén, le mandó un
mensaje y le propuso viajar a Cancún, México. La propuesta era hacer lo mismo que en la Patagonia, pero en
mejores condiciones, básicamente porque podía ahorrar en dólares para volver a la Argentina y estar con
sus hijos. Como no tenía pasaporte los integrantes de la organización le agilizaron el trámite en el RENAPER.
Como ella se negó a tener sexo con el funcionario que se lo tramitó, no lo tuvo en 48 horas y debió esperar
una semana. Los primeros dos o tres días en Cancún fueron “mágicos”: había auto con chofer y cenas en
lugares hermosos en la playa. Pero luego de unos días se dio cuenta de que no conseguía clientes porque
“no les gustaba a los mexicanos. Entonces Fabiana la tenía que mantener porque no generaba sus propios
ingresos. En aquel momento cambiaron las condiciones de explotación. Abandonó las playas de Cancún y
fue obligada a “trabajar en ruta”. Debía recorrer diversos hoteles- no turísticos- para poder conseguir
clientes. En esos hoteles pasaba dos o tres noches por semana para luego mudarse a otro hotel similar.

Su testimonio sirvió para describir lo impiadoso del sistema de explotación económica asociado al de
explotación sexual. En aquella organización en México el dinero se repartía de la siguiente manera: “Del
primer pase, el 50% se lo tenía que enviar a una cuenta a Florencia y a su socio que era el jefe de la banda.
Del segundo pase tenía que enviar todo el dinero. Del tercer pase enviaba el 50%. Del cuarto pase al noveno
tenía que enviar todo el dinero. Del pase 10 al 15 enviaba el 50% y del pase 20 en adelante tenía que enviar
todo”. Eugenia pudo salir de aquella organización porque “avergonzada” fue al consulado argentino en la
capital mexicana y pidió ayuda para salir de esa situación. Los explotadores están bajo investigación judicial.
Daniela vivió durante 2020 cuatro meses en una secta en la capital cordobesa. Su amiga Mariana, cristiana
igual que ella, le hizo escuchar temas musicales compuestos por Ernesto quien se presentaba como líder de
una organización religiosa a la que llamaremos Defensores del Cielo. ”Eran canciones para Dios que
obviamente eran agradables. De esa manera es como que él capta la atención”, declaró. Dijo al respecto de
su amiga que: “Con el tiempo empezó a cambiar... hablaba diferente, pensaba diferente. Ya se había
empezado a vincular con Ernesto. Ella tenía un cambio, como que Ernesto era una persona diferente, una
persona elegida, que solo a través de él podrías conocer a Dios”. Su amiga había vendido todas sus
pertenencias y se había ido a instalar en Córdoba, donde estaba la organización. Dentro de la secta a su
amiga le habían cortado el pelo y había cambiado notablemente. Y comenzó a hablar con Ernesto. “Si vos
querés venir, tenés que dejar todo, tenés que vender todo y podes venir”, le dijo el líder que -cuando
Daniela llegó- le pidió dinero, como a todos los que ingresaban en ese grupo. Ernesto la bautizó, también le
cortaron el pelo y a partir de ese momento comenzó a trabajar en la panificadora de la organización. Ernesto
era malísimo: obligaba a los seguidores a que miraran la novela “El Sultán” a la que presentaba como una
metáfora de su vida.

El administrador de la secta les decía que eran un grupo seleccionado por Dios y que no podían contar nada
de lo que sucedía ahí dentro. “Nos manipulaba todo el tiempo. Nos hacía trabajar todo el tiempo”. Se
levantaban a la 6 y a las 7 ya tenían que estar trabajando. Lo hacían de lunes a lunes. Vendían en los
colectivos: cargaban canastos de pan y panificados. Ernesto controlaba los horarios de todos. Además había
momentos estipulados para comer, para bañarse y para orar. Al final del día se contaba todo el dinero
recaudado de las ventas, y obviamente se lo quedaba Ernesto quien una vez por semana “contaba sus
historias”- y los hacía a todos fumar marihuana mientras él relataba su interpretación antojadiza de la Biblia.
Les había prohibido leer la Biblia porque se reservaba para él la interpretación. Otra de las reglas era la
prohibición de hacer amistades entre ellos. Daniela dijo: “Yo entré en esa manipulación porque llegó un
momento en que si no creía lo que me decía, no podía permanecer y mi objetivo era agradar a Dios. Era el
fin. Jugaba mucho con la necesidad”.

Explicó que la sexualidad del grupo estaba regida por Ernesto a tal punto que decidía qué personas podían o
no formar pareja. En cambio se otorgaba a sí mismo el derecho de tener varias mujeres y decidía con cuales
mantener relaciones sexuales. Daniela pudo enfrentar al líder que le decía “a todo aquel que no cumplía con
las órdenes que no era digno de Dios, que estaba endemoniado y que no pertenecía a ese lugar”. La salida
de la secta fue costosa porque: “No tenés un peso. Era difícil porque, te manipula de tal forma que, lejos de
ese lugar vas a estar expuesto y ya no vas a tener el cuidado de Dios…. Juega con la culpa y los sentimientos
de uno”.Cuando se presentó ante la Justicia dijo que lo hizo para ayudar a salir alos que estaban adentro y
evitar que otros cayeran en la misma secta: “Acá estoy. Queriendo que la gente que está ahí salga. Porque te
explota, te manipula, juega con las personas. Te saca todo. Casas, autos, lo que sea. Y obviamente te roba tu
identidad. Desde que llegas sos otra persona, te llamás de otra manera, tenés que pensar como otra
persona, tenés que vivir como él quiere que vivas. Si estoy acá es porque quiero que la gente que está ahí
pueda salir, así como quise que mi amiga también salga”. El caso –por otra modalidad de trata de personas-
está en etapa de investigación.
Romina no decidió casi nada de lo que le sucedió en los primeros años de su vida. Su familia, integrante de la
comunidad gitana, vivía en Comodoro Rivadavia, Chubut y, producto de un matrimonio forzado o arreglado
ella fue enviada a San Juan para casarse con un hombre casi diez años mayor. Las familias habían hecho el
acuerdo previo pago de 50.000 pesos. Cuando llegó a ese lugar desconocido, Romina, sin estudios y en
situación de vulnerabilidad económica, fue insertada en la familia de su esposo. Le hicieron documentos con
datos falsos para que no se descubriera que era menor: es decir que a partir de entonces le cambiaron su
nombre legal. Fue así como la adolescente se instaló en San Juan y a los 14 años tuvo su primera hija. Poco
más de un año después tuvo otra. A la niña madre no le permitían tener contacto con su familia de origen y
no tenía otro ingreso que la Asignación Universal por Hijo. Cuando la cobraba se la tenía que dar
obligatoriamente al marido quien le ordenaba que se dedicara a la limpieza de la casa. El caso fue a juicio y
allí la menor relató que había padecido “violencia física y verbal” por parte de la familia de su captor, que les
retuvieron tanto sus documentos como los de sus hijas y que no la dejaban salir sola de la casa. Cada vez
que necesitaba comprar algo debía pedir dinero porque no tenía nada propio. Intentó escapar muchas veces
pero no pudo porque la vigilaban. Una vez logró saltear esa vigilancia y desde la casa de una vecina le envió
un mensaje a su madre quien hizo la denuncia. El captor fue condenado en 2021 a diez años de prisión por
el delito de trata de personas un matrimonio forzado, triplemente agravado por la vulnerabilidad de la
víctima, por tratarse de una menor de edad y por haberse consumado la explotación.

Los testimonios de las víctimas son fundamentales para el avance de los casos de trata de personas. Sin ellos
no habría posibilidad de investigar los hechos y mucho menos de llegar a condenas. Algunos sienten
vergüenza y temor cuando revelan los nombres de explotadores y explotadoras. Pero también saben que
gracias a sus testimonios tal vez eviten un nuevo caso de explotación o abuso en cualquiera de sus múltiples
formas.

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