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La Primera Revolución Industrial

La Revolución Industrial se inició en Inglaterra durante la segunda mitad


del siglo XVIII, y desde allí se extendió a diversas áreas del continente
europeo. Entre los principales factores que propiciaron el caso británico,
convertido en el modelo paradigmático, deben destacarse un crecimiento
demográfico relativamente importante, un sector agrícola adecuado y un
comercio exterior pujante. Fue precisamente este comercio colonial,
muy notable desde el siglo XVII, el que permitió la acumulación de
capital necesaria para la inversión industrial y, en unión con un mercado
interior en expansión, el que absorbió el aumento de producción
derivado de la industrialización.

Sentadas estas premisas, la Revolución Industrial se caracterizó en Gran


Bretaña por una serie de avances tecnológicos y organizativos,
centrados especialmente en el subsector textil del algodón. Un dato
significativo nos indica el crecimiento de esta rama industrial: entre
1785 y 1850, la producción de telas se multiplicó por cincuenta. La
causa principal de este desarrollo fue el empleo de máquinas, en una
sucesión de desafíos y respuestas que es característica de la producción
industrial.

Así, a la introducción definitiva de la lanzadera volante de John Kay a


mediados del siglo XVIII, siguieron una serie de invenciones, a menudo
casi anónimas, que evitaban el estrangulamiento del proceso productivo:
máquinas de cardar y de hilar (la Spinning Jenny de James Hargreaves), el
telar hidráulico, la hilandera mecánica y el telar de Edmund Cartwright,
inventado en 1785. De este modo se entró progresivamente en una fase
de producción masiva de hilo y tejido que contó con la oposición de
numerosos operarios manuales, que temían por la pérdida de sus
puestos de trabajo. Todavía a principios del siglo XIX los obreros que
tejían en telares manuales superaban en número a los operarios de los
telares mecánicos de las fábricas, a pesar de que se era consciente de la
mayor productividad de estos últimos. En 1813 había unos 2.400 telares
mecánicos en Inglaterra; a mediados de siglo, su cifra alcanzaba los
250.000. Con una u otra forma de producción textil, la superioridad
británica en el sector era manifiesta.
Máquina de vapor

Resultó también fundamental la aparición de una nueva forma de


aprovechar la energía: la máquina de vapor. Alimentada mediante
carbón mineral (combustible que empezó a ser explotado a gran escala
debido al agotamiento de los recursos forestales), la máquina de vapor
permitió por fin disponer de una energía independiente de las fuerzas de
la naturaleza; los molinos de viento y las ruedas hidráulicas, supeditadas
al azar meteorológico y al caudal de las aguas, no podían asegurar un
flujo constante de energía. Inventada por el herrero inglés Thomas
Newcomen en la primera década del siglo XVIII, la máquina de vapor fue
luego perfeccionada por una serie de continuas mejoras que culminaron
con la feliz idea de James Watt: en 1769 patentó un diseño que, al margen
de resolver la dispersión de la energía y gastar menos combustible,
transformaba el movimiento alternativo y rectilíneo en otro continuo y
circular.

Fue sin duda la innovación técnica más trascendente de la Revolución


Industrial; a partir de entonces, la máquina de vapor se convirtió en una
fuente energética casi inagotable, que además podía instalarse en un
espacio relativamente pequeño. La aplicación del vapor revolucionó la
industria textil (que ya no necesitó de los ríos para mover las cada vez
mayores máquinas de hilar o tejer), la minería y la siderometalurgia,
además del mundo de los transportes. Desde aquel momento las
fábricas ya no dependieron de la energía hidráulica y pudieron
establecerse en las regiones más pobladas y mejor comunicadas,
posibilitando la concentración de la industria y las finanzas en una
misma área, lo que dio origen al nacimiento de las grandes ciudades
industriales.

Las máquinas y el nuevo tipo de energía exigían, y a la vez hicieron


posible, una organización distinta. La fábrica fue la respuesta a esta
situación. La fábrica industrial no solamente suponía un centro de
trabajo mayor y más concentrado: era un sistema de producción
cualitativamente distinto. En los antiguos talleres artesanales, los
artesanos gozaban de la respetabilidad de quien conoce un oficio y de
una relativa independencia; desarrollaban una labor especializada y
tenían el control del proceso global de producción. La fábrica, en cambio,
se caracterizó desde el principio por la neta separación de funciones
entre patronos y obreros. El empresario aportaba los medios de
producción, supervisaba la fábrica e imponía una férrea disciplina; a los
trabajadores, cumpliendo sus órdenes, se les asignaba una fase del
proceso de fabricación («división del trabajo»), que ejecutaban de forma
repetitiva y mecánica; reducidos a mano de obra no cualificada o a
prolongaciones deshumanizadas de la máquina, los obreros vendían sus
fuerzas en interminables y rutinarias jornadas.

Fotograma de Tiempos modernos (1936), una cáustica mirada sobre la deshumanización del


trabajo

Con cierto retraso respecto del subsector algodonero, también la


siderurgia vivió un gran desarrollo en esta etapa. Mejoras sucesivas en
los procesos de coquización, refinamiento e inyección permitieron, en
una evolución que abarca más de una centuria, abaratar notablemente
los costos de producción del hierro dulce; las sucesivas innovaciones
posibilitaron un suministro constante a unos precios cada vez más
baratos sin necesidad de acudir a la importación de lingotes de hierro
sueco y ruso. Estimulada por la demanda de maquinaria y, a partir de
1830, por la eclosión del ferrocarril, la producción creció enormemente:
de las apenas 70.000 toneladas de hierro producidas hacia 1790, se
pasó a 2,7 millones en 1852.

Ya hacia el final de esta primera etapa de la Revolución Industrial, la


aparición del ferrocarril fue otro de los acontecimientos de mayor
impacto. Necesitada de un transporte económico y eficiente para el
hierro y el carbón (productos voluminosos y pesados), la industria había
estimulado, desde principios del siglo XIX, los progresos en ese campo.
Richard Trevithick (1771-1833) y George Stephenson (1781-1848)
diseñaron las primeras locomotoras impulsadas con vapor, prototipos
que terminaron por convertirse en todo un símbolo de la Revolución
Industrial.
En 1801 Richard Trevithick construyó un «carruaje de vapor» con el que
transportó pasajeros por las calles de Londres; tres años más tarde, una
de sus locomotoras accionadas por vapor arrastró una carga de diez
toneladas a una velocidad de 8 km/h. En 1830 circuló el primer tren
regular de pasajeros entre Manchester y Liverpool; la locomotora The
Rocket, diseñada por Stephenson, arrastró el convoy a 30 km/h. La
prensa inglesa, alarmada, se preguntó si el organismo humano podría
resistir tales velocidades. Desde el principio el ferrocarril triplicó la
velocidad de las diligencias de caballos y elevó su capacidad de carga a
niveles ni siquiera imaginados.
La locomotora The Rocket (1829), de Stephenson, prestó servicio
en la línea Manchester - Liverpool (Museo de la Ciencia, Londres)
La creación y crecimiento de la red ferroviaria en las décadas siguientes
tuvo efectos sumamente relevantes: facilitó los transportes de
mercancías y la movilidad de la población (consolidando el crecimiento
de las ciudades y la articulación del mercado interior), estimuló la
demanda de carbón, maquinaria y productos siderúrgicos y contribuyó a
configurar y difundir el capitalismo financiero y empresarial al precisar
de grandes capitales para su construcción. El vapor también se había
aplicado tempranamente a la navegación tanto en Gran Bretaña como
en Estados Unidos; en 1807, el estadounidense Robert Fulton completó la
travesía Nueva York - Albany a bordo de su barco de vapor Clermont. El
diseño de Fulton quedaría superado con la sustitución de las ruedas de
paletas por hélices, pero por el momento el vapor, aunando sus fuerzas
con la vela en buques mixtos, permitió cruzar más rápidamente el
Atlántico (1819) e inaugurar la primera línea regular de pasajeros entre
Estados Unidos e Inglaterra (1840).
Los dos sectores, el textil y el siderúrgico, fueron los pilares en que se
asentó esta primera fase de la Revolución Industrial. Sus efectos fueron
tan trascendentes como visibles. La estática sociedad agraria fue
sustituida por una sociedad industrial con rasgos modernos: crecimiento
económico autoalimentado, urbanización, nueva demografía; vapor,
máquinas y fábricas; humos, ruidos y hacinamiento. Tales eran los
elementos que configuraban el paisaje de las ciudades industriales de la
época (tan vivamente descritas en las novelas de Charles Dickens), en cuyo
anárquico urbanismo podía leerse la nueva situación social: insalubres y
superpoblados suburbios obreros crecían junto a las fábricas, mientras
lujosos palacetes edificados en amplias y ajardinadas zonas residenciales
reflejaban el éxito y poder de la burguesía liberal.

A partir de 1830, y sobre todo desde 1840, empezaron a constatarse los


primeros signos de desarrollo industrial fuera de Gran Bretaña. En el
continente, la Revolución Industrial se extendió principalmente a tres
naciones: Francia, Bélgica y Alemania; en el resto del mundo, los
Estados Unidos de América iniciaron por esos años su despegue
industrial. Sus respectivos procesos de industrialización no podían ser, ni
de hecho lo fueron, estrictamente los mismos que en el pionero modelo
inglés; pero, a pesar de las décadas iniciales de retraso, hacia 1870 era
evidente que las distancias se acortaban con rapidez. A la vez, en esos
años se observaba ya el agotamiento de las industrias que se habían
modernizado más tempranamente.

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