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La exclusión y la escuela: el apartheid educativo como política de ocultamiento.

Pablo Gentili

La posibilidad de reconocer o percibir acontecimientos es una forma de definir los límites entre lo “normal” y lo “anormal”, lo
aceptado y lo rechazado, lo permitido y lo prohibido. La “anormalidad” vuelve los acontecimientos visibles y la “normalidad” los
oculta. Lo “normal” se vuelve cotidiano y su visibilidad se desvanece por su naturalización. En nuestras sociedades dualizadas la
invisibilidad es la marca más visible de los procesos de exclusión, son evidencias crueles y brutales que nos enseñan las esquinas,
que comentan los diarios, que exhiben las pantallas. Sin embargo, la selectividad de la mirada cotidiana provoca que la exclusión
se normalice y, como consecuencia, se naturalice, desapareciendo como “problema” para volverse sólo un “dato” que acostumbra
a su presencia, que indigna pero que rápido se desvanece. La normalización de la exclusión comienza a producirse cuando se
descubre que hay más excluidos que incluidos, provocando un sinnúmero de problemas analíticos. Robert Castel define tres formas
de exclusión:

1. Supresión completa de una comunidad mediante prácticas de expulsión o exterminio: la colonización española y portuguesa
en América, el Holocausto, las luchas interétnicas en África, las dictaduras y los gobiernos civiles irresponsables.
2. Exclusión como mecanismo de confinamiento o reclusión: niños delincuentes, indigentes, locos confinados, “deficientes” en
instituciones “especiales” o ancianos recluidos en geriátricos.
3. Segregación inclusiva: atribución de un estatus especial a determinada clase de individuos que no son ni exterminados
físicamente ni recluidos en instituciones especiales. Es aceptar que determinados individuos están dotados de las condiciones
necesarias como para convivir con los incluidos, sólo que en una condición inferiorizada, subalterna o des jerarquizada. Son
los sin-techo, los niños abandonados, la población negra y los inmigrantes clandestinos. Esta es la forma más “normal” de
excluir, la más transparente e invisible. Su naturalización es producto de una construcción histórica, ideológica, discursiva y
moral. Nadie ve nada, nadie tiene que ver con nada, nadie sabe nada. Se tiende a silenciar aquello que es “inevitable”.

En América Latina existe una asincronía en los ritmos de desarrollo escolar caracterizada por la heterogeneidad institucional y
pedagógica expresada a partir de la configuración de circuitos educativos diferenciados que conviven dentro de aparatos escolares
que lejos están de funcionar como sistemas unificados. La norma ha sido, casi siempre, la de ofrecer educación pobre a los pobres,
permitiendo apenas a las élites la posibilidad de acceso a una educación de excelencia. La universalización en el acceso y
permanencia a los sistemas escolares se ha ido aproximando a una dinámica de diferenciación institucional injusta y
antidemocrática.

En esta exclusión incluyente los pobres pueden tener acceso al sistema escolar, siempre que no se cuestione la existencia de redes
educacionales estructuralmente diferenciadas y segmentadas, donde la calidad del derecho a la educación está determinada por
la cantidad de recursos que cada uno tiene para pagar por ella. Que todos tengan acceso a la escuela no significa que todos puedan
acceder al mismo tipo de escolarización. El debilitamiento de los obstáculos que frenaban el acceso a la escuela no determina el
fin de las barreras discriminatorias, sino su desplazamiento hacia el interior de la propia institución escolar (nuevo escenario de
segregación y resistencia).

La condición de excluido es el resultado de un proceso de producción social de múltiples formas y modalidades de exclusión. Como
proceso y como relación social, ella no desaparece porque se “atacan” sus efectos, sino sus causas. La consolidación de una
sociedad democrática depende no sólo de la existencia de programas para “atender” a los pobres, sino de políticas orientadas a
acabar con los procesos que crean, multiplican y producen socialmente la pobreza. Lo que distingue lo visible de lo invisible es una
determinada jerarquía de valores, una organización de sentidos. La mirada cotidiana opera movida por la selectividad de la
conciencia moral, y así determinados acontecimientos se tornan chocantes, agradables, indignantes o placenteros cuando entran
en conflicto. El apartheid educativo continúa existiendo y hasta parece ya inevitable. El horror ante la barbarie se vuelve una débil
queja que se deshace ante el poder absoluto de individualismo oportunista y no hay como evitarla si no se lucha para transformar,
limitar y destruir las condiciones sociales que la producen. El silencio, la atenuación y el ocultamiento edulcorado de la exclusión
hacen que se vuelva más poderosa, más intensa, menos dramática y, por lo tanto, más efectiva.

La escuela democrática debe contribuir a volver visible lo que la mirada normalizadora oculta. Debe ayudar a interrogar, cuestionar
y comprender los factores que históricamente han contribuido a producir la barbarie que supone negar los derechos humanos y
sociales a las grandes mayorías. Debe ser un espacio capaz de nombrar eso que se disfraza en los discursos apacibles. Ella realiza
su contribución política a la lucha contra la explotación, las condiciones históricas que generan desigualdad, la miseria de muchos
y los privilegios de pocos. Aporta a la lucha contra estas condiciones y contribuye a crear otras, dando lugar a la pequeña posibilidad
de una sociedad basada en criterios de igualdad y justicia, donde la proclamación de la autonomía individual no cuestione los
derechos y la felicidad de todos. Donde la diferencia sea un mecanismo de construcción de autonomía y de libertades, no la excusa
para profundizar las desigualdades sociales, económicas y políticas.

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