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LICEO TECNICO PROFESIONAL - CIENTIFICO HUMANISTA

MARIA ELENA

Profesor(a): Jenny Fuentes


Asignatura: Lengua y Literatura
Curso: 3ro LQ

LENGUAJE Y LITERATURA
PRUEBA LECTURA

Aprendizaje Basal:
OA1 Formular interpretaciones de obras que aborden un mismo tema o problema, comparando:
• La relación de cada obra con sus contextos de producción y de recepción (historia, valores,
creencias, ideologías, etc.).
• El tratamiento del tema o problema y la perspectiva adoptada sobre estos.
• El efecto estético producido por los textos.

TEXTO 1

1.

Con un suave golpeteo familiar —la mano de revés; medio con el anillo, medio con las
uñas—, el hombre llama a la puerta. Espera un rato prudente que ocupa en desprenderse
una hilacha de la manga y, luego, de la misma manera, vuelve a llamar. Con la vista baja,
contemplando el cuero sin brillo de sus zapatos de muerto, mientras tamborilea los dedos
en el muslo, espera otro rato y llama por tercera vez, ahora usando la pura parte maciza del
anillo. Sobre su cabeza, en ángulo casi recto, un sol paralítico caldea insoportablemente su
entierrado traje negro fuera de época y hace arder la erosionada costra de caliche bajo sus
pies. Distraído, con la vista vuelta hacia la calle desierta, pero sin atender a nada en
particular, el hombre vuelve a insistir. Después, apesadumbrado por la demora, golpea dos
veces más, esta vez usando sólo los nudillos y olvidando por completo su liviana manera
inicial. Tratando de mantener la compostura, de no perder la calma, levantando la vista
hacia el cielo con resignación, el hombre aguarda por otro instante, aunque más corto que
los anteriores, y, con el puño ahora en forma de martillo, en una sucesión de golpes mucho
más potentes y seguidos, vuelve a tocar. Casi sin pausas, apisonado por el sol, toca una dos,
tres veces más. Con la cabeza gacha, una mano apoyada en el marco de la puerta y la otra
en el hueso de la cadera, se queda un momento en la actitud de querer captar algún ruido:
sólo se oyen el silencio y el crepitar de las calaminas ardientes. La casa, la calle, el mundo
entero, parecen como sumergidos en una milenaria siesta de arqueología. Ni siquiera la
negrura de un jote tizna la pavorosa luminosidad del cielo. Con golpes rudos, rápidos, sin
detenerse a esperar resultados, desencantadamente, el hombre vuelve a insistir. Tras
aguardar por otra eternidad de segundos, con ademán ansioso, turbado el semblante, se
pone a hurgar en los bolsillos de su vestón hecho jirones: junto a unos granos de arena
quemante, extrae un cortaplumas herrumbrado y un par de fichas de caucho (una vale por
un hectolitro de agua y la otra por una palada de carbón). Deja caer la arena por entre los
dedos, repone las fichas en el bolsillo y usando el objeto de metal a guisa de aldaba, vuelve
a la carga. Implorante, sin ninguna clase de escrúpulos, el hombre golpea y golpea sin

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intermisión; golpea hasta quedar aplastado contra la puerta como un pobre borracho
matinal. Tras un rato de tregua, con unos lánguidos golpecitos desarticulados, mirando el
suelo a su alrededor, vuelve a llamar. Mientras golpea, sus ojos erráticos no dejan de
escudriñar el suelo a derecha e izquierda como si buscaran algo. Después, delirante,
prosternado ante la puerta, pidiendo sin voz que por favor le abran, mientras un amasijo de
lágrimas y arena corre por sus mejillas irredentas, el hombre, con una piedra redonda como
canica, reanuda los golpes en la puerta de esa casa en escombros de aquella vieja salitrera
abandonada…
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(…)
Para entrar al patio de la iglesia tuvo que encaramarse y saltar el alto cierre de rejas de
madera. En los días en que no había servicio religioso (y el sábado era uno de ellos), la
hermana Olimpia Palacios le cruzaba la tranca al portón exactamente a las once y media de
la noche. Ya en el interior, y antes de abrir el candado de su puerta, Hidelbrando del
Carmen hurgó dentro de un barril arrinconado entre su casa y la del hermano Tenorio
López. El barril, ahora lleno de trastes y cachivaches inservibles que era en donde se
almacenaba el agua para tomar allá en la oficina Algorta, junto a la mesa de tablones y al
aparador repleto de loza, eran los únicos vestigios que se conservaban de aquellos tiempos
en que su madre había trabajado con pensionistas. Allí su padre guardaba ahora los clavos
torcidos, los pernos rodados, las bisagras endurecidas, las herraduras viejas, los líricos
trocitos de alambre y toda esa clase de cosas que se hallaba en la calle. «En la ciudad todo
sirve, hijo», le decía en un tonito melancólico, cuando en las lentas tardes de sus domingos
de descanso, luego de estudiar algún releído pasaje de la Biblia, acuclillado junto a la
puerta, lijaba los pernos, aceitaba las bisagras, doblaba los trocitos de alambre y se
machucaba impepinablemente los dedos tratando de enderezar los clavos oxidados que iba
separando en tarros según sus medidas; todo eso con la prolijidad de un relojero y la
cachaza impasible de un hombre viejo y solitario «Solitario, pero por poco tiempo», se dijo
para sí Hidelbrando del Carmen. Hacía poco se había enterado de que el pastor, haciéndole
ver la conveniencia de que debería volver a casarse, se había puesto en campaña para
buscarle esposa. «Para que ese muchacho no se críe por ahí a la buena de Dios, hermanito
José Olegario», le habría dicho el pastor a su padre. Las candidatas a mamá eran, por
supuesto, las hermanas viudas y las solteronas de rostro beatífico que proliferaban en la
congregación. Lo único que había atinado a hacer él aquella noche cuando lo supo, fue
doblar sus rodillas y rogar fervientemente a Dios de los cielos, Señorcito mío, Jesús
misericordioso, que ojalá la elegida no fuera a ser la hermana Sixta Montoya. Desde un
tarro de leche Nido lleno de tuercas y golillas que había dentro del barril, Hidelbrando del
Carmen sacó el reloj de pulsera del hermano Tenorio López. Ése era el escondite convenido
para no tener que despertarlo cada vez que él llegara del centro tarde en la noche. «Qué
padre es este hermano», se dijo para sí Hildelbrando del Carmen, tratando de imitar
mentalmente el acento y el modo de hablar de Mantequilla, el cómico que en la película
había hecho el papel de Constantino, un personaje que en el pueblo era jefe de policía,
administrador de correos, capitán de bomberos, carnicero, juez de birrete y poeta de
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floridos discursos públicos. Mientras abría el candado de la puerta de lata, se acordó de


pronto de que no había pasado por la fuente de soda a buscar el cartón de los diarios.
Mañana tendría que pedir otro. Qué se le iba a hacer. Sin proponérselo, la cuchufleta de la
mesonera sobre cambiar el cartón, ya negro de sebo, iba a salir cierta. Ya dentro de la casa,
después de encender la vela y atrancar la puerta con la pesada barreta pampina, pensó por
un instante en prepararse una jarrada de cocho. Pero se sentía demasiado abatido como para
comer. Además, se acordó de que no tenía azúcar. Acercó la vela a los dibujos
desparramados sobre la mesa. Los miró con desgano: tampoco se sentía inspirado para
pintar. Tomó la vela y se fue al dormitorio. La puso sobre el velador junto a la Biblia
abierta y se dejó caer sentado en la cama. Ni siquiera tenía ánimos de masturbarse. Con la
cara apoyada entre las manos, se quedó un rato recordando lo sucedido. Hacía tiempo que
no se sentía tan solo. Miró el retrato de sus padres. Lo de siempre: su madre sonriéndole, su
padre mirándolo grave y formal (nunca había reparado tanto en su diferencia de edades).
De pronto sintió deseos de arrodillarse y orar, pero se quedó sentado al borde de la cama.
Tomó la Biblia desde el velador. El libro permanecía abierto en el Salmo 91; era una vieja
costumbre de su familia. Leyó en silencio: «El que habita al abrigo del Altísimo, morará
bajo la sombra del Omnipotente». No pudo pasar al segundo versículo. Casi sollozante,
volvió a dejar la Biblia sobre el velador. Se quitó los zapatos con hebillas y los calcetines
de color zanahoria. Después se quitó el resto de la ropa y se metió debajo de las frazadas.
Con las manos en la nuca, observando las calaminas aportilladas del techo, se quedó
cavilando. Había sido extraña la aventura de aquella noche. De alguna manera vaga intuía
que el zapato rojo tenía un significado distinto, misterioso. «El zapato de Rosita Quintana»,
lo llamó. Algún día lo recuperaría. Cuando llegara a ser artista. Porque lo iba a ser, de eso
estaba seguro. Y entonces ya nunca más estaría solo en la vida. Sintió de nuevo que algo
quemante se le endurecía en la garganta. No quería llorar. ¡No quería! Se incorporó
violentamente en la cama y sopló la vela con rabia. Y entonces, sumido en la oscuridad de
su covacha paupérrima, rodeado de silencio, se dio cuenta de golpe, como si lo
comprendiera por primera vez, lo terriblemente solo que estaba en el mundo. Y sintió
miedo. Fue como si de pronto la soledad le hubiese caído encima del pecho como una
enorme rata peluda, asfixiante. Y agobiado, con la voz rota, una voz que le sonó
completamente ajena a la suya, se oyó susurrar en la oscuridad: —¡Papá! Sintió que la
palabra se inflamaba en sus labios e, instantáneamente, junto con ella, sintió brotar el
chorro de lágrimas incontenibles. Las sintió brotar como agua hirviente, las sintió rodar
quemantes hacia ambos costados de la cara, las sintió pasar como ríos de ácido rozándole el
lóbulo de la orejas, y las oyó, al fin, caer sordamente en el abismo insondable de la
almohada sin funda. Lloró largo rato en silencio. Lloró como no lloraba desde aquel lejano
Día de la Madre. Lloró como si fuera su primer o su último llanto de niño. Después,
siempre llorando, atragantado por los sollozos, comenzó a orar, a suplicar, a pedir
fervorosamente por su padre. Que el Señor misericordioso, Dios de los cielos, lo protegiera
siempre en su trabajo, que no le fuera a pasar nada malo, que lo cubriera con su sangre
bendita, que lo mantuviera alentadito y siempre con vida a su papito, que él lo quería
mucho. Después, de a poco, se fue quedando dormido. La casa está como sumida en
nieblas. Sin su chalequina de lana verde, trémulo, con frío y hambre, está parado junto a la

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estufa de parafina. El aceite crepita en su punto. Casca entonces el huevo blanco contra el
borde de la sartén, hunde los pulgares en la trizadura, presiona suavemente hacia afuera y,
al instante, con una mitad del cascarón en cada mano, atónito, trata de retomar lo que cae.
Pero ya es demasiado tarde: el ángel comienza a chisporrotear.
Texto 2:
Cap. 16
Era con las gallinas que Hidelbrando del Carmen había asimilado mejor a los ángeles. Estos
piadosos ángeles caseros, simples y mansos como ellos solos, no blandían espadas ni
hacían sonar trompetas. Todo lo que hacían en su vida era cantar verdades sencillas como
huevos. Ángeles labriegos, de día escarbaban la tierra que era un gusto y de noche,
encaramados a su palo, cagados reverendamente desde los palos de más arriba, hacían lo
mejor que sabían hacer: dormir como ángeles. Reverentes ángeles eran estos plumíferos
que, expulsados a escobazo limpio de todos los paraísos terrenales, confinados al fondo del
patio siempre, y amarrados deshonrosamente a una estaca, no les quedaba más remedio que
dar vueltas y vueltas en torno a su desvarío. Pobres ángeles enfermos de pepa a los que se
les recortaban las alas para que no se elevaran, reduciéndoles su triste pantomima de vuelo
a pararse ridículamente en una pata. Muchas veces, en las afueras del Mercado, él había
visto a estos ángeles encerrados por docenas en esas medievales jabas de tablas por cuyas
hendijas asomaban, patéticos, su clerical cogote pelado. O, en los días de fiesta, cuántas
veces los vio llevados colgando de las patas por la calle, con la cabeza contorsionada
dolorosamente y el revés pudendo de sus alas exhibido sin contemplaciones al escarnio
público (un desconcierto de pobres aves se les congestionaba vidrioso en la redondela de
sus ojos de orate). Y aunque muchas veces los había visto morir como si fueran vulgares y
silvestres gallinas —no heridos por bíblica espada, sino degollados por grasiento cuchillo
de cocina—; aunque en lo flaco de sus buches nunca supo que hallaran nada digno de
consagrar, sino simples piedrecillas de colores y uno que otro grano de maíz, aunque
también tenían su hiel, en guardia de honor ante sus montoncitos de plumas él habría
podido testificar solemnemente, en cada uno de los casos, haber visto morir a un ángel.
Hacía un par de semanas nada más, un domingo a mediodía, en el patio de la iglesia, había
estado tratando el tema de los ángeles con el hermano Tenorio López. La conversación
había salido justamente porque esa mañana el hermano se hallaba sacrificando una gallina
cuando él llegó de vender sus diarios. —Acaba de matar un ángel, hermano Tenorio —le
dijo al ver el ave muerta en sus manos. El hermano Tenorio López no dijo nada. Se le
notaba el ánimo un tanto abollado. —¿Por qué mató justamente a ésa y no a la más gorda?
—le preguntó, luego, intrigado, mirando hacia el gallinero en donde faltaba la gallina más
decrépita de todas: una colorada de cogote pelado.
—Porque la Orlanda Purísima tiene reservadas las más gordas para el pastor — dijo el
hermano Tenorio López, derramando el agua hervida sobre el cuerpo del ave.

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—Esa que mató era justo la gallina más ángel de todas —dijo él.
—¿Tú crees en los ángeles? —le preguntó el hermano Tenorio López.
—Pero los imagino de otra laya —dijo él.
—¿Como a vulgares gallinas?
—A algunos.
—¿Y a tu ángel de la guarda?
—A ése me lo he imaginado siempre como un ángel viejo; con la aureola echada al ojo y
una colilla humeándole entre los labios —contestó sonriendo él.
—En estos tiempos ya nadie toma demasiado en serio a esos plumíferos —dijo el hermano
Tenorio López, arrancándole las primeras plumas a la gallina. Después le explicó algo así
como que la divina figura del ángel, antes respetada y reverenciada, hoy no era más que un
ingenuo motivo de gobelinos. Que el oficio de ángel de la guarda hacía tiempecito que
había quedado obsoleto. «Los ángeles guardianes de hoy», le dijo, haciendo la mímica en
cada una de sus observaciones, «usan lentes ahumados, llevan una pistola bajo el sobaco y
son expertos en kárate».
—Pero, y qué tal si existieran —cargoseó él, sólo para que el hermano Tenorio López
siguiera hablando.
—Con los tiempos que corren, y como está el mundo hoy en día, métaselo bien en la
cabecita, hermano Hidelbrando del Carmen Trigo Taberna, si los ángeles de la guarda
existieran, en las casas la gente los ocuparía en tareas tan triviales y humillantes como, por
ejemplo, enfriarles el plato de sopa a los niños. O los sentarían en el suelo y con los brazos
en ristre los pondrían a ayudarle a la abuelita Matilde a ovillar su madeja de lana.
—Yo, en mi caso —dijo él, pensativo—, ocuparía a mi ángel de la guarda nada más para
que me hiciera compañía.
—«Ángel de la Guarda, dulce compañía…» —recitó el hermano Tenorio López, sin dejar
de arrancarle plumas a la gallina.
—«… no me desampares ni de noche ni de día» —completó él, sonriendo.
—Esos pajarracos estelares, si alguna vez, como dice la Biblia, existieron, hace ya ratito
que se deben haber extinguido, hermano Hidelbrando. No se me ponga hostigoso.

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CUESTIONARIO:

1. ¿Qué elementos hay en común entre el primer y el último capítulo de la novela?


2. Describa física y psicológicamente al protagonista.
3. Relate la pelea entre Pellizca la luna e Hidelbrando.
4. ¿Qué opinión tiene el narrador respecto de los Evangélicos? Fundamente.
5. Describa tres situaciones que muestran de qué manera Hidelbrando se relaciona
con las mujeres.
6. Tomando en cuento el acontecimiento del hallazgo de un zapato rojo, ¿qué
percepción tiene el protagonista respecto del amor romántico?
7. Relacione el título de la obra con las creencias religiosas del protagonista.

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