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LO QUE QUIERE DECIR HABLAR

Ricardo E. Rodríguez Ponte

Intervención en el Seminario Fundamentos de la Transferencia,


dictado con Alba Flesler y Analía Meghdessian.
Escuela Freudiana de Buenos Aires, el 2 de Septiembre de 1996.

Entonces, éste es el plan: lo que hemos convenido, con mis


compañeras Alba Flesler y Analía Meghdessian, era que en la reunión
de hoy yo trataría de efectuar algo así como un planteo general que a
continuación los haga hablar a ustedes, de manera que, en función de
lo que pudiéramos recoger en la segunda parte de la reunión,
tuviéramos una idea de cómo sería conveniente seguir en lo que resta
del año. Por eso, hoy me he propuesto hablar de una manera muy
elemental, por un lado, como para que cualquiera pueda prenderse en
la discusión, pero también, por otro lado, de una manera que no sea de
antemano banal, de modo que, de una manera u otra, nos
mantengamos en el tema que nos convoca.

Como para hoy, a diferencia de las anteriores reuniones, no nos


hemos dado un texto previo para comentar, les voy a decir yo algunas
cosas relativas a mi manera de entender la transferencia, relativas a có-
mo me posiciono yo ante la misma ―yo, quiero decir, no pretendo
efectuar ninguna exposición doctrinaria, tampoco me propongo pole-
mizar con nadie—, y esto con el objetivo de proporcionarles algunos
elementos básicos que nos permitan luego dialogar entre nosotros,
Lo que quiere decir hablar

plantear determinados problemas de la práctica con una jerga común,


digamos.

Esta era un poco mi idea, y me había propuesto, también, partir


de algo que quedó en cierta forma pendiente de la reunión pasada,
ahora no me acuerdo exactamente cuál era el texto que comentábamos
— ¿puede ser el de Puntualizaciones sobre el amor de transferencia?
— bueno, me había quedado como picando una frase que se citó
entonces, de ese texto, que más o menos decía así: dada la inevitable
frustración, dadas las inevitables frustraciones propias de la niñez,
quedaría en el sujeto algo así como una especie de predisposición,
digamos, una predisposición a amar, como flotante, expectante —ésa
era un poco la idea, ¿no es cierto, Alba?— como que quedaba en el
sujeto una especie de predisposición a amar que estaba siempre como
a la pesca de algún objeto al cual fijarse... Algo así era la idea, y tenía
ganas de seguir un poco en esa línea.

Hablando de predisposiciones, este fin de semana pensaba orde-


narme un poco para la reunión de hoy, pero por distintas
circunstancias que no vienen al caso no pude hacerlo. Entonces, hoy a
la mañana estaba un poco inquieto, y me decía: “¿de qué diablos voy a
hablar esta tarde en la Escuela?” — Es decir, de qué voy a hablar, eso
lo sé, lo que todavía no tenía muy claro era de qué manera podía pre-
sentarse el problema. En fin, les digo que antes de venir para acá,
luego del último paciente de la mañana, me fui a un McDonald’s, para
un almuerzo rápido, y que cuando estaba entrando al local veo a una
señora forcejeando con un chico. Se veía que el pibe pretendía
quedarse un rato más en el patio de juegos, a la entrada del local.
También se veía que la cosa, la cinchada, podríamos decir, había em-
pezado ya hacía un rato, y que la señora, seguramente la mamá, ya
estaba un poco exasperada, digamos, como para no decir una grosería.
Pero lo que disparó que hoy, aquí, yo les hable de este espectáculo,
que al fin y al cabo no es tan excepcional, es que cuando me crucé con
ellos, al entrar, escuché que la madre le gritaba al hijo: “¡¿Pero Matías,
no entendés lo que quiere decir hablar?!” — En seguida ví que ahí
estaba lo que yo estaba buscando, y que probablemente encontré
precisamente porque no sabía que lo estaba buscando. Así que hoy les
voy a hablar precisamente de eso: Lo que quiere decir hablar. No
descarto que le pueda llegar a servir a alguno de ustedes, si alguna vez
Matías le pide una consulta.

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Lo que quiere decir hablar

Ahora bien, como es posible que este título les pueda parecer un
poco distante del tema de la transferencia, previamente les voy a ofre-
cer una especie de cebo, como para que nos enganchemos.

Empecemos planteando, abruptamente, una cuestión eminente-


mente clínica. Mis amigas, que me quieren lo suficiente como para a-
compañarme en el dictado de este seminario, y que toleran, aunque no
siempre comparten, mi manera de plantear las cosas, saben que soy
bastante enemigo de la famosa tripartición psicopatológica entre neu-
rosis, psicosis y perversión —la palabra acentuada, en esta serie, es
“psicopatológica”—. El problema suele ser que, cuando uno elige un
enemigo, puede terminar eligiendo un amigo que resulta bastante
parecido al enemigo. Les digo esto, y me lo digo a mí mismo, siempre,
porque hoy yo voy a proponerles otra tripartición, que, entiendo, no es
psicopatológica, que pretende ser clínica, en el sentido de la clínica
psicoanalítica, y, digamos, para precisar un poco más, y adelantándo-
me un poco, también, a lo que no sé si llegaré a decirles más adelante,
en el sentido de que el síntoma, en la clínica psicoanalítica, a
diferencia de lo que ocurre en la clínica psiquiátrica, que le otorga un
estatuto ontológico, el síntoma, en la clínica psicoanalítica, no tiene un
estatuto ontológico, sino un estatuto transferencial, es decir, en
relación al saber, y en relación por eso al psicoanalista, en tanto éste
“completa” el síntoma, como dice Lacan. En fin, la apuesta es a que
este otro amigo tenga la suficiente diferencia con el “enemigo” como
para que no se vuelva, a su vez, un enemigo. Entonces, para ir al grano
y dejar los comentarios para más adelante, les digo que yo planteo las
cosas así, me las planteo así, cuando recibo una demanda — es la
tripartición que yo tengo entre pecho y espalda:

“neurosis” ------ neurosis ------ neurosis de transferencia

Esta tripartición, en principio, no tiene nada que ver con la otra, con la
tripartición entre neurosis, psicosis y perversión. Esta tripartición no
es psicopatológica, lo cual no quiere decir que no sea clínica, sólo que,
es mi modo de ver, se trata de la clínica psicoanalítica, en tanto que,
como trataré de mostrárselos, su fundamento es transferencial. Si
quieren, quiero decir, si todavía no se sienten en condiciones de des-
prenderse, aunque más no sea por unos minutos, de la psicopatología,
digamos que, en todo caso, las neurosis, las psicosis y las perversiones

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Lo que quiere decir hablar

entran, refundidas, distribuidas de otro modo, en esta otra tripartición


que les propongo: entre “neurosis” con comillas, neurosis sin comillas
y neurosis de transferencia. Concédanme unos minutos de confianza,
como para ver a dónde nos lleva esto, y después decidirá cada uno
según su propio criterio.

¿Qué entiendo yo por cada una de estas tres?

“Neurosis”, con comillas, es simplemente una manera de aludir


a esta frase que se suele escuchar a la hora de tomar café con los cole-
gas: “todos somos neuróticos” — variante profesional del proverbio:
“de niños y de locos, todos tenemos un poco”. ¿Qué se quiere decir,
cuando se dice que “todos somos neuróticos”? Que a todos nos va más
o menos mal, aun a los que nos va más o menos bien. Que todos tene-
mos alguna pierna de la cual cojeamos, alguno porque se esguinzó el
tobillo, otro porque se luxó la rótula, otro por una fractura expuesta de
tibia y peroné... Metan aquí, si quieren, toda la psicopatología, y si no,
si lo queremos decir de una manera menos psicopatológica, más fina,
pongamos aquí todas las variantes con que cada uno trata de resolver,
como puede, un hecho de estructura, una falta radical que nos consti-
tuye como sujetos, llamémosla, por ejemplo: no hay relación sexual.
Pero, en el fondo, y sin tantas complicaciones, lo que queremos decir
cuando decimos que “todos somos neuróticos”, es eso: que no vivimos
en el paraíso, que en mayor o en menor medida tenemos dificultades
para andar por la vida, que todos tenemos algún tipo de ceremonial pa-
ra irnos a dormir, pequeños síntomas de los que no nos damos cuenta
o grandes síntomas que nos llevan a la consulta, relaciones eróticas
complicadas que suelen reiterarse a lo largo de la existencia, etc...

¿Cómo se pasa de esta “neurosis” entre comillas a la neurosis


propiamente dicha, ya sin comillas? — Vuelvo a decirles: neurosis
propiamente dicha en el sentido de la tripartición que acabo de
proponerles en lugar de la clásica, entre neurosis, psicosis y
perversión. — Mi manera de planteármelo es la siguiente: que la neu-
rosis propiamente dicha precipita cuando se agrega, a esta “neurosis”
entre comillas, algo que podemos llamar, de una manera muy
inespecífica todavía, un saber suplementario.

Veamos, sumariamente, algunos ejemplos de esta cuestión. To-


dos ustedes recuerdan, seguramente, el caso de Emma, en el Proyecto

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Lo que quiere decir hablar

de psicología, de Freud. Es decir, esa señorita que, cuando era chiqui-


ta, a los ocho años, había ido a una pastelería, el pastelero le dió un
pellizco en sus genitales, a través de sus vestidos, todo esto con una
mueca sonriente y sobradora, y que luego, cuando ella tiene ya unos
doce años, va a una tienda, ve que uno de los dependientes la mira con
cariño, ella se siente atraída por él, el otro de los dependientes se ríe
con el primero, ella piensa entonces que se burlan a causa de sus
vestidos, y entonces, no sabe por qué, sale disparada de la tienda, y a
partir de ahí queda con una fobia a entrar sola a las tiendas, fobia que
ella trataba de contrarrestar, digamos, haciéndose acompañar por
alguien, aunque más no fuera por un nenito, quien, por supuesto, no
podía tener ningún valor de protección real.

Lo que Freud comenta entonces — se trata de un texto de 1895,


tal vez hoy podríamos modificar un poco el planteo — es que entre la
primera escena, la de los ocho años, y la segunda escena, la de los
doce años, cuando se desencadena el síntoma, ocurrió la pubertad, que
le hizo comprender, le dió significación retroactiva, al atentado sexual
anterior, el que mientras tanto había quedado como en el limbo, in-
comprendido. En el transcurso de la segunda escena, la repetición de
algunos rasgos — la risa de los dependientes respecto de la mueca del
pastelero, la idea de que los dependientes se burlaban de sus vestidos
respecto del pellizco en los genitales a través de sus vestidos — la
repetición de estos rasgos en sí indiferentes, pero acompañada ahora
de esta comprensión de la cosa sexual adquirida en la pubertad, hace
que la segunda escena en el tiempo retroactúe sobre la primera, y en-
tonces lo que de la primera había quedado en el limbo por
incomprendido ya no está más en el limbo, sino que ahora,
comprendido, es reprimido, siendo la fobia resultante, precisamente, el
retorno de lo reprimido.

Bueno, lo que a mí me interesa — no voy a discutir esto de la


pubertad, pero se darán cuenta que con los Tres ensayos de teoría se-
xual, de 1905, con la tesis de la sexualidad infantil, este valor de la pu-
bertad, no digamos que desaparece, pero sí que debe reformularse —
lo que me interesa a mí subrayar en este caso, es lo siguiente: que
Emma, en algún momento, pudo agregar, por los motivos que sea —
por la repetición de algunos rasgos, vaya a saber por qué — un saber
respecto de la sexualidad, un saber que comprometía su propio cuerpo
—por eso la idea de que ella le había gustado a uno de los dependien-

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Lo que quiere decir hablar

tes, Freud la interpreta como la atracción sexual que ella experimentó


en ese momento—, y este saber en más precipita un desarrollo sinto-
mático.

Otro ejemplo podríamos encontrarlo en el historial sobre El


Hombre de los Lobos. El Hombre de los Lobos, en su sueño — es de-
cir, ni siquiera se trata de otra escena, otra escena en el sentido de una
escena de lo que solemos llamar “realidad”, salvo que consideremos la
realidad del sueño — también logra articular, en este sueño, algunas
cosas que habían permanecido en el limbo de lo incomprendido, y este
plus de comprensión, de saber —estos términos de los que me valgo
son deliberadamente inespecíficos, aunque ciertamente tienen que ver
con el saber en el sentido propio del término, de una articulación sig-
nificante, tienen que ver también con la inclusión de lo imaginario
corporal, y podríamos añadir a esta lista, ¿por qué no?, alguna
experiencia real de goce—, este saber en plus desencadena su
síntoma.

Bien, entiendo que en cada caso de la clínica uno puede encon-


trar esto, o, al menos, está autorizado, casi diría obligado, a buscarlo.
¿Qué es lo que lo llevó a pasar, a nuestro ocasional consultante, de un
estado “neurótico” entre comillas, que meramente lo hacía padecer,
más o menos y de tal o cual modo según lo que retroactivamente de-
nominaremos su forma clínica, a una neurosis, sin comillas, donde ya
este padecer anterior no se juega en cualquier parte, sino que se juega
en alguna parte en especial, o en algunas partes en especial, que son
los síntomas?

¿Se va entendiendo, esta secuencia ideal que les propongo?


Bien, luego veremos qué valor otorgarle a los primeros acontecimien-
tos, si es legítimo otorgarles un valor traumático o si no lo es, si es el
fantasma el que en verdad arma la escena... ahora no nos interesa esto.
Simplemente, me interesa poner de relieve esto: que en el pasaje de
esta “neurosis” entre comillas a la neurosis ya sin comillas, y con
toda la deliberada inespecificidad con que lo propuse, opera un saber
suplementario... o mejor digamos un suplemento de saber, para que la
palabra “suplementario” no les sugiera, al menos todavía, ninguna pre-
tensión doctrinal. Se trata simplemente de un plus...

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Lo que quiere decir hablar

Lo que nos quedaría por considerar ahora es qué pasa acá, entre
la neurosis sin comillas y la neurosis de transferencia, qué lleva de
una a otra... Y entonces, ahora sí, éste sería como el clima elemental a
partir del cual hablaríamos un poquito de lo que quiere decir hablar.

“Lo que quiere decir hablar”, les cuento por qué me resonó,
cuando se lo escuché decir a esta señora. Me resonó, por un lado, por-
que “quiero decir” es una expresión cotidiana, que empleamos sin dar-
nos cuenta — digo algo, e inmediatamente agrego: “quiero decir”...
Pero además eso evoca lo que podríamos denominar una escena con-
yugal casi prototípica, que seguramente buena parte de ustedes ha
vivido más de una vez, sea como padres, sea como hijos.
Reconstruyámosla brevemente: llega la hora de la noche y después de
cenar el padre se prepara para ver en la televisión un programa que
estaba aguardando desde hacía unos días: un partido de fútbol, un
programa de entrevistas a políticos, o simplemente una película que no
había tenido ocasión de ver en el cine; por su parte, la madre juzga que
los chicos se tienen que ir a dormir, dado que al otro día deben
levantarse temparano para ir a la escuela... a lo que los hijos,
usualmente, se resisten. Empieza el tironeo entre madre e hijos, que va
subiendo progresivamente de volumen, y con él el incordio del padre,
a quien sólamente le interesa ver tranquilamente su programa, por lo
que en verdad no le interesa cómo se resuelva el asunto, con tal que se
resuelva de una vez. El preferiría no intervenir. Como ha estado
trabajando todo el día fuera de su casa, se siente un poco culpable
porque, en lugar de dedicar sus pocos minutos libres a sus hijos, ese
día ha elegido ver televisión, por lo que le repugna especialmente
fallar en contra de sus hijos. Por otro lado, la experiencia le dicta que,
a la larga, tendrá que ponerse del lado de su mujer... simplemente por
una cuestión de supervivencia. No sólo eso, también está el problema
de que no sólamente deberá ponerse del lado de la mujer por una
cuestión de supervivencia, también está la cuestión de que está igual-
mente en falta con ella, a causa de ese tiempo que él piensa dedicarle a
la televisión, y no a ella... por lo que además de ponerse de su lado,
sabe también por experiencia, por duras experiencias anteriores, que
deberá encontrar la manera de hacerlo que a ella le parezca suficiente.

Como ven, la situación se hace cada vez más tensa entre las tres
partes de la familia, y, del lado del marido, la tensión se incrementa a
medida que el programa en la televisión, que en todo este tiempo se ha

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Lo que quiere decir hablar

mantenido encendida, va avanzando, y él se pierde tal o cual incidente


a causa de su atención dividida. Los niños pasan de la resistencia pasi-
va a las argumentaciones: sus compañeros de escuela se acuestan más
tarde, y además les dejan ver a Tinelli, en lugar de ese programa que
está ahí, y que es un embole. La madre se mantiene en su posición,
primero les contra-argumenta, luego les ordena que se vayan de una
vez a la cama, a lo que los chicos, obviamente, no obedecen; ella
exclama: “¡¿pero no escuchan lo que les digo!?”, y al final,
infaltablemente, les pregunta exasperada, en un tono que quiere ser
amenazador, pero que no obstante deja traslucir su impotencia: “¿pero
ustedes no saben lo que quiere decir hablar?”. Absolutamente podrido
de la discusión, y desesperado porque ya ve que el programa se le
escapa irremediablemente, el padre comprende que ha llegado el
momento en que cualquier respuesta es mejor que ninguna y que de
todos modos la cosa va a terminar mal. Entonces se saca del pie una
alpargata y dirigiéndose a sus hijos les dice: “Ahora les voy a enseñar
lo que quiere decir hablar”.

Según el grado de irascibilidad del padre, y el talento de los hi-


jos para comprender cuándo una situación ha llegado al límite, este
gesto quedará o no como un simple gesto de valor puramente simbóli-
co... en todo caso, la clínica dirá si “alpargata” figura en la lista de los
Nombres-del-Padre. Lo cierto es que, de una u otra manera, los hijos
pueden así retirarse de la discusión con la madre con el honor salvado,
por lo que no habría que despreciar el valor pacificador de la alparga-
ta...

En fin, ¿a qué venía este apólogo, en el que quizá me he demo-


rado más de lo conveniente... a lo mejor para elaborar con ustedes una
situación que también me incumbe? Es que en este apólogo se ve cla-
ramente que una de las cosas que quiere decir hablar es que el hablar
afecta, no sólamente que produce efectos que son afectos, sino que
afecta al cuerpo... al propio, y también, eventualmente, al del otro.
Este es un punto que les quería subrayar.

Otro punto, que desarrolla Lacan en un escrito de 1955 que se


titula Variantes de la cura-tipo... El retoma precisamente esta
expresión, lo que quiere decir hablar, y agrega la reflexión siguiente:
esta expresión de la lengua, “lo que quiere decir”, dice suficientemente
que no lo dice. Es decir, que en lo que se dice, justamente porque lo

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Lo que quiere decir hablar

que se dice... quiere decir, hay algo que no se dice. ¿Qué pensar de
esto que no se dice en lo que se dice, y que queda indicado en el hecho
de que, lo que se dice, quiere decir? — ¿Se entiende la cuestión? Si lo
que se dice está habitado por un “quiere decir”, como no puede ser de
otra manera, esto implica, como lo revela esa expresión de la lengua,
que en lo que se dice hay algo que no se dice, y que queda latente
como lo que quiere decir: si quiere decir, es que no se dice. — Por un
lado, esto promueve que, por el mero hecho de que se habla ―no se
trata de ninguna psicopatologización del asunto, esto es propio del ha-
blar—, esto produce de por sí, el hablar, una división subjetiva, el
grado cero de la división subjetiva, si quieren, la que se instaura entre
“lo que se quiere decir” y “lo que efectivamente se dice”, o entre “lo
que se dice” y “lo que no se dice”.

Ahora bien, esto que sumariamente hemos denominado lo que


no se dice, tiene distinto estatuto, que convendría ir precisando.

Por ejemplo, podríamos decir que lo que no se dice es lo que


queda por decir, es decir, lo que uno tiene en mente, la “representa-
ción-meta”, diría Freud, y que, como la frase avanza palabra por pala-
bra, se desarrolla en el tiempo —uno no dice todo al mismo tiempo,
salvo tal vez en esos actos fallidos donde predomina la condensación,
como en el caso del famoso “famillonario”—, entonces hay algo que
queda por decir pero que, no obstante, no es que no está. Queda por
decir, y se dirá más adelante, si algo no viene a interrumpir el
discurso, es decir, si las condiciones son propicias.

Si las condiciones son propicias... ¿Qué es lo que quiero decir


con esto? Con esto quiero decir que en la vida cotidiana casi siempre
nos quedamos con la palabra en la boca. ¿Por qué? Porque nos inte-
rrumpimos todo el tiempo: uno habla, y el otro en seguida interrumpe
y larga su propio rollo. Entonces, en general, no nos facilitamos para
que lo que queda por decir termine diciéndose — y en relación a este
punto ya podemos señalar una diferencia con lo que instaura la
posición del analista: el analista, al revés de lo que ocurre todo el
tiempo en la experiencia cotidiana, calla, no interrumpe, y entonces da
lugar a que se diga lo que queda por decir.

Pero lo que queda por decir, también, no es sólamente lo que


uno tiene en mente y quiere decir, sino también, para decirlo en térmi-

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Lo que quiere decir hablar

nos freudianos, lo reprimido: en lo que se dice hay una parte, que no


sólamente no se dice... todavía, sino que no se dice porque no se puede
decir, porque está reprimida —digo esta palabra, “reprimida”, también
en un sentido amplio y no muy específico—, es decir, que no está a la
disposición conciente del hablante.

Y podríamos agregar un tercer caso de lo que no se dice, y que


tampoco se puede decir, y que deriva del hecho de que todo discurso,
todo discurso, se constituye alrededor de un núcleo que jamás pasará
al dicho, porque no es del orden de la palabra. Todo discurso bordea,
circunscribe, lo que no cesa de no decirse, y que es de un estatuto di-
ferente al de lo reprimido, incluso en el sentido amplio y no muy espe-
cífico en que lo empleamos anteriormente. Ahí supondremos el objeto,
el goce, etc., en fin, digamos lo excluido, para nombrarlo de una
manera que nos recuerde que no se trata de lo reprimido.

Para no salir de este escrito sobre las Variantes de la cura-tipo,


digamos que Lacan, en él, junto a esta afirmación que he tratado de
comentarles a mi modo:

En el camino de la verdadera [humildad], no habrá que


buscar lejos la ambigüedad insostenible que se propone
al psicoanálisis; está al alcance de todos. Ella es la que
se revela en la cuestión de lo que quiere decir hablar, y
cada uno la encuentra con sólo acoger un discurso. Pues
la locución misma en que la lengua recoge su intención
más ingenua: la de entender lo que “quiere decir”, dice
suficientemente que no lo dice.

añade un párrafo referido a cierto poder a disposición de todo oyente,


un poder que Lacan califica de discrecional, y que consiste en la posi-
bilidad de decidir respecto de la significación de lo que es dicho por el
hablante, y no sólamente respecto de la significación de lo que es
dicho por el hablante, sino que este poder es también sobre la
identidad misma del hablante: el oyente tiene el poder de decidir quién
habla, un poder de decidir si se trata de un sujeto —un sujeto
constituyente, precisará Lacan más adelante, lo que quiere decir,
digamos por ahora, un sujeto a cuya palabra se le reconoce un alcance
performativo, la capacidad de hacer acto—, o un objeto —y aquí
también precisará Lacan: un objeto constituido, es decir, alguien del

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Lo que quiere decir hablar

que, en todo caso, habla el discurso, sin que él, verdaderamente,


hable—. ¿Qué quiere decir esta alternativa, para formularlo en
términos sencillos? Quiere decir que, cuando escucho a alguien, ¿qué
voy a hacer de alguien que habla, dotado como estoy del poder
discrecional del oyente? ¿Cómo lo espero al escucharlo? ¿Como
alguien capaz de decir algo nuevo, capaz de sorprenderme, dotado de
una palabra capaz de medio-decir una verdad, de una palabra capaz de
hacer acto, de instaurar una relación novedosa entre nosotros, etc.? ¿O
como alguien, en verdad algo, un objeto ya constituido, al que no hace
falta seguir escuchando porque ya anticipo todo lo que es capaz de
decir? Y en relación a nuestra práctica de todos los días, ¿cómo
esperamos a nuestro paciente? ¿Predecimos, a la manera en que pro-
ponía Liberman cuando quería amoldar el psicoanálisis a los
paradigmas de la ciencia popperiana, tratamos de predecir qué va a de-
cirnos en la sesión que está por comenzar, cómo habrá de saludarnos,
cómo se acostará en el diván, con qué pausas y con qué ritmo
escandirá su discurso, con qué figuras retóricas se “expresará”, según
lo hayamos objetivado como una “persona atemorizada y huidiza”,
una “persona demostrativa”, etc. — o en el modo en que le damos la
palabra construimos el lugar desde donde podrá hablarnos de un modo
diferente al que lo llevaba su repetición, enunciando un dicho inédito?
¿Lo esperamos siempre en el mismo lugar de su síntoma, o le
otorgamos al menos el derecho de sorprendernos? Cuando yo insisto
tanto contra la “psicopatologización” del psicoanálisis, no es por una
repugnancia especial referida a esas tres estructuras clínicas llamadas
“neurosis”, “psicosis” y “perversión” —tampoco soy fanático de ellas,
y sé que por el momento no contamos con algo mejor para que nuestra
clínica, en lo que ésta puede tener de transmisible, conserve rasgos
estructurales que eviten el “cualquiercosismo” donde todo se confunde
con todo—, sino porque veo, en la manera en que éstas se trafican a
veces entre los practicantes, una decisión anticipada al lugar transfe-
rencial donde el analista está llamado a completar el síntoma, que deja
al ya fallido analizante en una posición de objeto constituido al que
sólo resta “psicoterapizar”.

Bueno, todo esto depende de lo que Lacan, en este escrito, de-


nomina el poder discrecional del oyente, a lo que agrega que, merced
a la abertura que introduce lo que Freud denominaba como la regla
fundamental, el analista se apodera de este poder discrecional del
oyente para llevarlo a una potencia segunda, justamente en la medida

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Lo que quiere decir hablar

en que suspende la respuesta. He aquí el párrafo que les vengo comen-


tando, y que sigue inmediatamente al que acabo de leerles:

Pero lo que quiere decir ese “quiere decir” es también de


doble sentido, y depende del oyente que sea el uno o el
otro: ya sea lo que el hablante quiere decirle por medio
del discurso que le dirige, o lo que ese discurso le enseña
de la condición del hablante. Así, no sólo el sentido de
ese discurso reside en el que lo escucha, sino que es de su
acogida de la que depende quién lo dice: es a saber el su-
jeto al que concede acuerdo y fe, o ese otro que su discur-
so le entrega como constituido.

Ahora bien, el analista se apodera de ese poder discre-


cional del oyente para llevarlo a una potencia segunda.

Antes de leerles esta cita, les decía que el poder discrecional del
oyente, del que el analista se apodera, es llevado a una potencia segun-
da justamente en la medida en que el analista suspende su respuesta.
Por lo que voy a decir después, voy a cambiar un poquito lo que dice
Lacan al respecto: porque suspende la respuesta... verbal. Por lo si-
guiente: lo que planteaba Lacan en otro escrito, anterior a éste, que es
el escrito titulado Función y campo de la palabra y del lenguaje en
psicoanálisis, el famoso Discurso de Roma de septiembre de 1953, en
su primer apartado, es esto:

Ya se dé por agente de curación, de formación o de son-


deo, el psicoanálisis no tiene sino un medium: la palabra
del paciente. La evidencia del hecho no excusa que se le
desatienda. Ahora bien, toda palabra llama a una res-
puesta.

Mostraremos que no hay palabra sin respuesta, incluso


si no encuentra más que el silencio, con tal de que tenga
un oyente, y que éste es el meollo de su función en el
análisis.

Entonces, primera afirmación: toda palabra llama a una respues-


ta. Grafiquémoslo:

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Lo que quiere decir hablar

P R

Pero agrega inmediatamente —segunda afirmación—: no hay


palabra sin respuesta... aunque ésta sea el silencio. Es decir, que desde
la respuesta, aun la respuesta silenciosa, hay como un vector
retroactivo que afecta al estatuto de la palabra:

P R

¿Se entiende, esto? Bueno, esto, si continuamos un poco los


vectores y cambiamos las letras, verían que tienen ahí la célula
elemental del grafo. Pero atengámonos a este esquemita, simple, pero
poderoso: P es “palabra” y R es “respuesta”. En el vector de abajo
tenemos la primera de las afirmaciones de Lacan: “toda palabra llama
a una respuesta”, y en el vector de arriba la segunda: “no hay palabra
sin respuesta”... y se añade: “incluso si no encuentra más que el
silencio”. Ahora, la condición de todo esto: “con tal de que tenga un
oyente”. ¿Qué implica todo esto? Que por el mero hecho de hablar ya
hay un montón de instancias que están constituidas — no de la misma
manera en todos, no de la misma manera en todos, pero, de una u otra
manera, hay un montón de instancias ya constituidas. Por ejemplo
¿cuáles?

Por ejemplo el yo, el yo pronombre, explícito o tácito en la me-


nor de mis afirmaciones — aunque mi frase se reduzca a un “llueve”,
ahí está, implícito, un “yo digo que llueve”, en tanto todo dicho es di-
cho por alguien. Es el je de los franceses. Este yo, este je, u otras parti-
culas de la lengua que cumplen idéntica función de shifter, es la
marca, en el dicho, de que ese dicho es dicho por alguien. Este yo,
explícito o tácito en el discurso, es el modo por el cual alguien se
presenta —el caso de la enunciación paranoica es un poquito más
complicado: el paranoico habla de algo que le habló— como origen,
como autor del enunciado.

Como les decía, en el caso del modo de enunciación paranoica


la cosa es un poco más complicada. En su testimonio, el sujeto dirá,
por ejemplo: “yo digo que alguien o algo me dijo...” —es lo que

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Lo que quiere decir hablar

Lacan denomina la posición de testigo del psicótico—. Pero siempre


está esta instancia del je, perturbada o no — por eso les decía: no
estoy haciendo psicopatología, estoy sacando las consecuencias de lo
que quiere decir hablar.

Ahora bien, en lo que quiere decir hablar no sólo está implicado


el yo, el je, sino también alguna instancia del yo en el sentido del moi,
en el sentido de que alguna imagen de sí mismo tiene o se hace ése
que está en posición de hablante. No importa si bien constituida, o si
mal constituida, si resultado de una identificación resolutiva o no, si es
un yo que se dispersa y se multiplica cada dos por tres o es un yo per-
fectamente monolítico como el del obsesivo. No importa. Pero alguna
idea acerca de sí mismo en el acto de hablar, incluso alguna idea de lo
que él es, de lo que está haciendo, en ese acto de hablar, está en juego
en ese acto.

¿Qué más? Bueno, obviamente, el lugar virtual,


estructuralmente supuesto, de donde se sacan, en primer lugar el yo,
ese yo que no puede no estar de alguna manera en el dicho, y a
continuación todas las demás palabras que constituyen el dicho, es
decir, que a lo anterior debemos añadir alguna instancia del gran Otro.

¿Qué más? Y bueno, ya que incluimos en esta lista al moi, in-


cluyamos también su estructural correlato, la imagen especular, la
imagen del semejante: i(a). Es decir, toda palabra siempre se dice a
alguien. El estatuto de este alguien puede ser variado, incluso variable,
pero siempre hay un “alguien” en el horizonte de la palabra, y si uno
se habla a sí mismo en segunda persona, como cuando se dice “te hu-
biera convenido no meterte en este lío”, entonces uno mismo es ese
alguien. Nadie habla solo, estructuralmente hablando, éste sería el
resumen de lo que he dicho hasta ahora; cuando uno habla, están todas
esas instancias: el je, el moi, el Otro, el semejante... y además está
aquello de lo que se habla, que por el momento dejamos de lado.

Volvamos al esquema de la tripartición que les he propuesto. A


los fines de la claridad voy a añadirle números:

“neurosis” ----- neurosis ----- neurosis de transferencia


1 2 3

14
Lo que quiere decir hablar

Por una cuestión de método a la que todavía no me he referido,


les debo advertir ahora que este esquema es un esquema armado desde
aquí (3), aunque todavía no he dicho nada respecto a de qué se trata en
esto que he denominado neurosis de transferencia. Es decir, que nues-
tra caracterización de “neurosis” entre comillas (1), y de neurosis sin
comillas (2), es una caracterización retroactiva. Esto me parece impor-
tante. Metodológicamente hablando, si hablo desde la posición a don-
de me lleva el discurso psicoanalítico cuando se ofrece a la enseñanza,
no hay no transferencia. Pero “no hay no transferencia” no es una afir-
mación en el aire, como cuando digo, qué sé yo, “no hay luna de
Venus”, no es una afirmación ontológica, digamos. “No hay no
transferencia” es una afirmación que hago desde el lugar donde yo
hablo, y el lugar donde yo hablo es éste (3). Es decir, lo que la clínica
psicoanalítica formula, lo formula —pues su campo no es el del
“mundo”, digamos— desde un campo circunscripto, tramado,
sostenido por la transferencia. Y ahí donde no se trata de la
transferencia... se calla metodológicamente la boca. Este sería un
primer punto.

Segundo punto —algo que también señala Lacan, de una


manera muy clara, y muy esclarecedora—: la posición del
psicoanalista, en la clínica, es equiparable a la posición de Velázquez
en su cuadro Las Meninas, es decir, que el psicoanalista forma parte
del cuadro, del cuadro clínico, si quieren. Podrá no estar en el centro
del mismo, como Velázquez pintando, podrá estar ocupando el lugar
de la Menina, del rey en el espejo, del bufón, o a lo mejor se encuentra
detrás del cortinado, u ocultado por una sombra o un brillo, pero el
analista forma parte siempre del cuadro, está siempre en algún lugar
del mismo, y es desde ese lugar, precisamente, que testimonia de la
clínica, aun cuando no lo sepa, a veces tanto más cuanto menos lo se-
pa. Es también desde este punto de vista que les he dicho: no hay no
transferencia. Después se verá —quiero decir: ahora lo dejo de lado—
si esta transferencia que no puede no haber es utilizable para el
análisis o no.

Tercer punto: lo que se dice, se dice ahora. Es decir, que si al-


guien nos cuenta lo que le pasó en el colectivo, por ejemplo cuando
venía para su sesión, o si nos relata un episodio infantil, etc., además

15
Lo que quiere decir hablar

de eso acerca de lo cual nos habla, no se debe descuidar que, eso que
nos dice, nos lo está diciendo ahora, y que seguramente está
cumpliendo alguna función, ahora, el hecho de que nos lo diga. Por
otra parte, y esto es algo más que una mera indicación técnica, es
precisamente ahí, en el ahora, en el ahora del acto actual de palabra —
vale la pena ser redundante, en este punto—, que el analista puede
intervenir eficazmente, en tanto su intervención apunta a la
enunciación, y no a los enunciados, a los “contenidos”, como se suele
decir. Interviene sobre el valor que tiene el hecho de que, eso que dice
su analizante, lo esté diciendo ahora, e incluso sobre el valor que tiene
lo que está haciendo cuando dice eso que está diciendo ahora.

Siempre está la instancia del ahora en cualquier dicho, a veces


más evidente, a veces menos. Si hablamos del clima durante un viaje
en el ascensor, esa instancia del ahora queda un poco velada. Pero creo
que es una experiencia que todos podemos reconocer fácilmente, esa
experiencia de la vida cotidiana, por ejemplo, en la que estamos to-
mando un café con una amiga y le contamos la charla que hemos
tenido con otro: es más o menos fácilmente reconocible que, con esta
charla relatada, estamos además diciéndole algo a la persona con la
que estamos hablando... diciéndole o haciéndole: intrigándola, por
ejemplo, o seduciéndola. O al revés, cuando es a nosotros que se nos
relata tal o cual cosa, no es infrecuente que, más allá de lo que
hayamos captado del relato, nos quedemos preguntándonos qué se nos
habrá querido decir, en el sentido de provocar, con ese relato.

Cuarto punto que me parece importante — en verdad, fue el pri-


mero en el que pensé, en relación a eso de lo que hablamos en la reu-
nión pasada, y a cómo pensar esa cuestión de las frustraciones de la
niñez, etc. Desde una perspectiva lacaniana, uno puede decir lo
siguiente: hablar es demandar. Pero también: hablar es sacrificar, o es
recuperar —según cómo les guste suponerlo—, algo del goce. —
Cuando les digo “según cómo les guste suponerlo”, es para recordarles
que, según qué texto de Lacan consideremos, según qué época de
Lacan, podemos suponer que hay un goce absoluto, ilimitado,
maravilloso, previo, etc., que se pierde por el hablar, por la castración
y por todo eso —es la perspectiva, por ejemplo, de un texto como el
de Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freu-
diano, de 1960—, o, al revés, que la falta de goce es inicial, que “no
hay goce del Otro” es un hecho de estructura y no una eventualidad

16
Lo que quiere decir hablar

psicopatológica, y que, como decía Lacan en el Seminario sobre La


transferencia, no hay estructura intacta que un trauma viene a romper:
la estructura está siempre rajada, de movida, y lo que cobra valor
traumático no es porque venga a romper algo, porque eso ya está roto,
sino por los lugares de la estructura donde eso se instala. Decía
entonces: como quieran, sea porque hubo un goce inicial que está
perdido y se pierde por el hecho de que se habla —perspectiva de
Subversión del sujeto...—, sea porque la falta de goce es estructural y
siempre hay menos goce del que se quisiera, y del que se quisiera
recuperar hablando —perspectiva, por ejemplo, del Seminario
Encore—, de todos modos lo cierto es que entrar en la vía de la
palabra y de la demanda es correlativo de una falta de goce — falta de
goce que se puede intentar suplir por esa instancia de la demanda por
la cual la demanda es siempre, en algún lugar, demanda de amor. Es
en relación a este punto, precisamente, que me parece que se puede
retomar la afirmación freudiana de que siempre habría como una
expectativa amorosa flotante, dispuesta a fijarse en tal o cual objeto
propicio.

Bueno, esta relación entre demanda y amor nos permite pasar a


considerar otra cosa. Por un lado, sabemos que la demanda, que es un
dicho, siempre deja un margen de no dicho, que es lo que Lacan deno-
mina deseo —el deseo que se esboza en el margen de la demanda, dice
en uno de sus escritos—, y el problema es que el deseo y el amor no
siempre van bien juntos, ni siempre van bien cuando van juntos. El de-
seo apunta, podríamos decir, a partes del cuerpo —permítanme esta
forma un poco masiva en que estoy abordando estas cuestiones—, y
por ello el deseo fragmenta el cuerpo del Otro. El amor, en cambio, as-
pira a unificarlo, y a unificar al propio cuerpo con él — lo unifica jus-
tamente en la medida en que yo me ubico como siendo lo que le falta.
Esto hace, por ejemplo, que en las relaciones humanas cotidianas, por
un lado siempre estemos previniéndonos de alguna agresividad, de los
demás o propia —hay formas de cortesía, por ejemplo, que son una
forma de paliar, de atenuar, de dismular la agresividad que uno experi-
menta hacia el semejante, así como también hay formas de cortesía
que son maneras de darle curso—, y en la relación amorosa, incluso,
es todo un problema, sobre todo para alguna gente, pero para todos en
algún nivel, el de aceptar, y el de cómo aceptar, la fragmentación que
implica el deseo del Otro: hay toda una dialéctica, para decirlo de al-
gún modo, entre la fragmentación que introduce el deseo y la

17
Lo que quiere decir hablar

unificación que pretende el amor, y las maniobras al respecto son de lo


más diversas: se puede apagar la luz, cerrar los ojos, qué sé yo... Pero
de todas maneras es cierto que hay cierta incompatibilidad entre el
funcionamiento, digamos, parcial, y el funcionamiento unificado.

En ese punto, en cambio, el analista también se presta a un fun-


cionamiento, digamos, por ambos caminos. El analista no dice “vos no
me tomés como un objeto”. Se presta. El analista se presta, y en ese
prestarse, entonces, a ese doble funcionamiento del deseo y del amor,
junto a —les agrego algo más— la cuestión del saber, eso va definien-
do la posibilidad de la neurosis de transferencia en sentido estricto.
Neurosis de transferencia en el sentido de neurosis “artificial”, como
decía Freud —no neurosis de transferencia como opuesta a neurosis
narcisista—. Hay una frase de Lacan que no sé si la habrán leído, pero
al menos está muy citada, y que dice que a aquél a quien le supongo
saber, lo amo, frase del Seminario Encore. ¿Qué quiere decir esta fra-
se? O mejor, primero: ¿qué no quiere decir? No quiere decir, como a
veces se cree, que ahí el saber tiene un valor fálico. Ese amor por
aquél a quien se le supone un saber, no es el clásico amor de una
alumna por su profesor, donde el saber tiene el valor de un emblema
fálico, entre otros. No es eso. Lo que despierta el amor, el amor en
juego en la transferencia analítica, es que este fragmento de saber, que
tiene su propia incompatibilidad, porque articula deseo y castración,
para decirlo rápido, ése es el saber supuesto. En ese sentido, supo-
nemos un saber, y amamos a quien le suponemos un saber... del que
no queremos saber nada. Ese amor es correlativo al hecho de
estructura de que no hay deseo de saber...

Bueno, yo pararía acá, porque si ahora me metiera con la cues-


tión del síntoma y la responsabilidad, como tengo en lo que sigue de
mi ayuda-memoria, nos iríamos muy lejos. Creo que ya tenemos algo
así como un pequeño acervo común a partir del cual dialogar. Sólo
quisiera que me dijeran si se entendió lo que dije.

PARTICIPANTE: [no se escucha en la grabación]

Bueno, otra de las cosas de lo que quiere decir hablar es ésta...


que nunca se termina de decir. Hay un ejemplo que es algo que me so-

18
Lo que quiere decir hablar

lía ocurrir cuando tenía grupos de estudios sobre Freud — la gente pa-
rece ya no estudiar más, Freud, lamentablemente, por lo menos en gru-
po de estudios, pero en esa época, una cosa que ocurría casi indefecti-
blemente era la siguiente: uno se la pasaba todo el año, supongamos,
hablando de la represión primaria. Y en ese año, con una reunión se-
manal, no como se suele hacer ahora, y de marzo a enero inclusive,
también, se recorrían los textos y casi casi todo lo que se podía decir
de la represión primaria había terminado por pasar al campo de lo ya
dicho. Ahora bien, casi infaltablemente, en la última reunión del año,
alguien del grupo preguntaba: “bueno, pero en definitiva, ¿qué es la
represión primaria?”. Es la suposición estructural, propia del hablar,
de que el sujeto jamás se reduce al conjunto de sus predicados. En la
Biblioteca de la Escuela pueden buscar un artículo de F. Récanati, que
salió publicado en Scilicet, y que yo traduje, Predicación y
ordenación, que trata este asunto de una manera muy clara.

PARTICIPANTE: Decías que el analista, como oyente, puede deci-


dir la identidad del sujeto, como sujeto o como objeto constituido,
pero en tanto objeto constituido ya no hay más que escuchar, por-
que ya se sabe lo que va a decir. ¿Pero por qué el analista lleva eso
a la segunda potencia?

El analista es un oyente, está en posición de oyente —al menos, así lo


sitúa Lacan en este texto sobre las Variantes de la cura-tipo; luego,
por ejemplo a partir del Seminario sobre La angustia, también
posicionará al analista en relación al objeto a, pero por ahora
atengámonos a lo que hemos visto hoy—, pero desde esa posición de
oyente, ¿qué hace el analista? Dos cosas, muy importantes. Una, que
no responde, al menos inmediatamente, verbalmente. Porque como
dije que la respuesta puede ser el silencio, sabemos que siempre
responde. Por lo tanto, no dice lo que entiende de lo que ha escuchado,
no se presta al acuerdo en el malentendido. Al revés de lo que suele
suceder en este seminario: yo hablo, cada tanto les pregunto “¿se
entiende?”, que es una especie de tic que tengo, ustedes me responden
que sí... y después dicen algo, preguntan algo, que me hace percatar de
que en verdad no habían entendido. Bueno, el analista no se presta a
eso. Pero algo más: el analista le da al paciente una regla extraña, la de
decir todo lo que pase por su cabeza, sin cuidado por la coherencia de
lo que se diga. Ahora bien, al aceptar decir todo lo que pase por su

19
Lo que quiere decir hablar

cabeza, sabiendo al mismo tiempo que, como dice Lacan en el


Seminario sobre Los escritos técnicos de Freud, que está todo el
tiempo “bajo el fuego tupido de nuestra interpretación”, de una
interpretación por venir, digamos, el sujeto se ubica de derecho como
alguien que no sabe lo que dice. Aceptar la regla fundamental, es
aceptar hablar sin saber, y esto implica que el poder de decisión del
oyente sobre lo que se dice, sin saber, se potencia.

PARTICIPANTE: Todo esto es una construcción desde el hablante,


no es del lado del oyente, ¿no?

Está bien que me obligues a aclararlo. Hay algo que forma parte del
hacer del analista, además de instaurar la regla. Por ejemplo, una de
las cosas que hace el analista es lo que no hace. ¿Qué no hace?
Fomentar el malentendido de que estamos de acuerdo. Esa es una de
las cosas que hace; como dice Lacan en Intervención sobre la
transferencia, eso forma parte de su “no actuar positivo con vistas a la
ortodramatización de la subjetividad del paciente”. Pero además, otra
de las cosas que hace, ya la he mencionado, es darle al sujeto que
habla la chance de que pueda sorprenderlo, para decirlo de alguna
manera, es decir, que pueda decirle algo inédito. No sé si leíste el
Seminario 2, ¿te acordás que en una de las clases, creo que en aquella
que introduce el gran Otro, o la anterior, Lacan habla de las lunas, y
que dice “no somos lunas”? Es decir, suponer al hablante como sujeto
implica que no se lo considerará calculable, predecible como las fases
de la luna. No hace falta ir al análisis para encontrar ejemplos de esto.
Consideremos un ejemplo de la vida cotidiana: le relato a un conocido
lo que me ha dicho otro, y mi interlocutor me dice: “y bueno, ¿qué te
puede decir ése, que es un...”, qué sé yo, “un pequeño burgués”, o “un
peronista”, etc. Es decir, que ya está, no puede decir más que eso, lo
que es esperable de un pequeño burgués o de un peronista o de lo que
sea. Allí donde el sujeto no puede decir más que eso, ya no se trata de
un sujeto, está considerado como objeto, como una luna cuya órbita es
calculable. Cuando de nuestro sujeto, y muy sueltos de cuerpo,
decimos “es un histérico” o “es un obsesivo”, estamos haciendo
exactamente lo mismo.

20
Lo que quiere decir hablar

PARTICIPANTE: Vos decías que el deseo fragmenta el cuerpo del


otro, y que el amor lo unifica. ¿Lo unifica en el sentido de que se le
supone un saber?

No, lo unifica en el sentido de que yo me constituyo en el lugar de lo


que le falta al otro. O sea, que el amor es correlativo al narcisismo,
que es falo-narcisismo. En general, salvo en determinados momentos,
nos movemos en el plano del amor... lo que es también decir que nos
movemos en el plano de la agresividad, es decir, en esa alternativa
virtual según la cual si el otro está unificado yo me fragmento, o vice-
versa. De ahí todas las reglas sociales al servicio de que no nos
despedacemos unos a otros. Lo que caracterizaría a una de las
posiciones del analista, que he tratado de ir acentuando cuando me
refería a que el hacer del analista no es sólamente hacer efectivo que la
palabra afecta, darle lugar a algo por decir, etc., es que el analista se
presta a esa bifidez, a esa bipolaridad propia de las relaciones
humanas, no defiende una. Por eso, esto que a veces sale en la queja
amorosa: “me tomás por un objeto”, lo que equivale a la demanda:
“respetá mi narcisismo”, ante eso el analista acepta esa fragmentación,
se presta a eso... como también se presta a soportar, se deja afectar,
podemos decir, por lo aún no conocido, por lo aún no sabido. Eso hace
también a la maniobra de la transferencia. Pero me quedó pendiente la
pregunta del compañero...

Tenía aquí anotado un ejemplo que iba a trabajar en relación al


síntoma, en la medida en que el síntoma implica una componenda, di-
gamos, entre alienación y separación. El síntoma no es sólamente una
alienación al Otro, también es la manera en que el sujeto rescata algo
propio, por decirlo de algún modo... de allí la culpa. Pero bueno, reto-
mo la fórmula para responderte un poco mejor. Yo decía así: amamos
a quien suponemos el saber que no queremos saber — que no
queremos saber en la medida en que ese saber, digamos, comporta
algo profundamente antinómico.

Les voy a dar un pequeño ejemplo. El problema es que a mí no


me gusta, y además no lo voy a hacer, hablar de análisis en curso. Pero
de todas maneras, voy a tomar un fragmento de una secuencia que
consta de tres momentos. Un primer momento es el de una situación
de pareja; un segundo momento es cuando uno de los integrantes de

21
Lo que quiere decir hablar

esa pareja, que es la mujer, habla de su situación de pareja a su ana-


lista; y un tercer momento es cuando este analista, que es mi
analizante, me lo cuenta a mí. Por las razones antedichas, hay un
momento y medio que voy a dejar de lado, aunque, obviamente, esto
que dejo de lado fue precisamente lo que me permitió ubicarme en
relación a lo que ocurría en lo que denominé como el primer mo-
mento. Lo que dejo de lado, con ustedes, es mi intervención en el
caso, y las coordenadas transferenciales en las que mi paciente me
cuenta lo que había escuchado de esta señora. Lo lamento, pero así
están las cosas. Si lo menciono, es para que no parezca que lo que diga
después lo saco de la galera.

El asunto es así: esta señora se queja cotidianamente, ante su


analista, de que está podrida del marido — bueno, esto es lo más fre-
cuente del mundo, pero ella da unos datos más: ella se siente asfixiada.
¿Por qué se siente asfixiada? Porque el marido, lo que le dice repetida-
mente, es que ella es todo para él, que él, sin ella, no puede vivir, y es-
to lo manifiesta además de muchas maneras, pero con esto creo que al-
canza. Esta sería la presentación habitual de ella: su marido es así, y
esto la asfixia. Ahora bien, en un momento, y como acompañándose
por una sensación de pudor, de vergüenza, incluso de humillación, ella
cuenta algo más, algo distinto, algo que todavía no había contado en lo
relativo a lo propio de su relación de pareja: el marido, cada tanto, le
da una paliza, y no sólo eso, sino que, después de la paliza, ambos tie-
nen muy “buena cama”, como se dice. Mi analizante me lo refiere no
sin cierta perplejidad, y con determinadas asociaciones, que como les
dije dejo de lado, pero que me permitieron formarme una hipótesis del
caso. Hipótesis que, correctas o no, de todos modos me permiten pro-
porcionar este caso como ejemplo de lo que estábamos hablando.

Bueno, cuando uno escucha un relato como el de esta paciente,


se puede ver solicitado a una de estas dos líneas de intervención... que
habría que excluir. Pero mencionémoslas. Una es la compasión —“po-
bre señora, es una mujer golpeada”— y la otra, para designarla de al-
gún modo, el superyó —“¡¿cómo se deja hacer eso!?”—. Hay más, pe-
ro éstas son las que me interesa subrayar. Por supuesto, el analista
debe excluir ambos tipos de intervención, ni compadecer —lo cual no
quiere decir que en la vida diaria seamos unos canallas insensibles,
sino que en este caso compadecer equivale a alimentar el síntoma—,
ni tampoco criticar o castigar, lo que tendría el mismo efecto.

22
Lo que quiere decir hablar

¿Por qué les digo esto? A mí me parecía claro, en función de


esas coordenadas que les omito, que esta mujer estaba en la posición
siguiente. Por un lado, mantenía con el marido una relación maternal,
ella estaba anclada en una posición de falo de la madre; en ese punto
en que ella se quejaba de su asfixia, ella era la hija de la madre. Pero
por otro lado, en determinados momentos se las ingeniaba para situar
ahí, donde había una madre, un padre, y entonces sacaba de quicio al
marido hasta que lograba hacerse pegar. Bueno, obviamente, esto im-
plica una posición contradictoria en sí misma, y por eso les decía que
en este caso estaban excluidas tanto la compasión como el castigo,
porque ambas intervenciones alimentarían tal o cual de las vertientes
del síntoma. El mismo sentimiento de humillación con que relata estas
escenas conyugales a su analista instala en la escena de la
transferencia la relación al marido. ¿Qué va a encontrar, de parte del
analista? ¿Una madre protectora que la compadezca, o un padre
superyoico que la critique por boluda, por prestarse a esa relación
“masoquista”, un padre castigador con el cual, no obstante, hay lugar
para el erotismo?

¿Qué pretendía introducir con este ejemplo? Que estas dos rela-
ciones, ella, tal vez, las podría ver, cada una por su lado. Lo que está
excluido en cambio, digamos, por el tipo de saber en juego, es que no
va una sin la otra. Este saber es antinómico en sí mismo, es un saber
del que ella nada querría saber, y que pasa al campo de la transferen-
cia, se pone del lado del analista, y que promueve el amor, precisa-
mente para no saber nada de eso.

Ahí hay un saber supuesto, pero las características propias de


este saber comportan una antinomia: hay una antinomia entre las posi-
ciones en relación al padre y a la madre — pero, además, no va la una
sin la otra. Esta antinomia entre los dos tipos de relación constituye un
pedazo de saber del cual no se quiere saber, porque donde la sujeto se
siente bien —sintomáticamente hablando, claro, en su conciencia
siempre se siente mal— es cuando está en una posición o en la otra.

PARTICIPANTE: ¿No será que lo que es goce para un sistema, di-


gamos, no lo es para el otro? Porque a lo mejor, para la conciencia,

23
Lo que quiere decir hablar

la tipa la pasa mal, pero, más allá de la cosa represiva... Entonces,


la antinomia sería en un sistema, y no en el otro...

No, la antinomia está en la juntura de los dos sistemas, para usar tus
palabras. Ella la pasa mal en las dos partes, pero se las ingenia para es-
tar en las dos partes, donde también goza... no al mismo tiempo. Lo
que está allí velado, digamos, es el fantasma que articula las dos posi-
ciones, de manera que, aunque antinómicas entre sí, no van la una sin
la otra.

PARTICIPANTE: [no se escucha en la grabación]

El problema es éste: hay tiempos, en la transferencia. Hay tiempos en


los que se pueden decir algunas cosas, y hay tiempos en los que es me-
jor callarlas. Por ejemplo, en este caso, por lo poco que de todos mo-
dos puedo saber de él, me parece que estaría excluido efectuar una in-
tervención del tipo de la que proponés: “bueno, pero usted sabe que
después tiene una buena cama”. ¿Por qué? Porque sería ubicarla, anti-
cipadamente, como masoquista, o darle al síntoma de la paliza una fi-
nalidad, ¿cómo decirlo?, acorde con el principio del placer. De la mis-
ma manera que a veces está excluido, con un paciente que se equivoca
al hablar y se refiere a sí mismo en género femenino, subrayarle eso,
porque en tal momento de la transferencia él va a interpretar tus pala-
bras en el sentido de que vos pensás de él que es un homosexual.

Entonces, hay momentos de la cura en que hay que sostener y


soportar esa indistinción de las dos corrientes, hasta que se instalen
adecuadamente en la transferencia y puedan ser puestas de manifiesto.
No en cualquier momento se puede hacer eso. Esto implica lo que de-
cía antes, que el analista acepta la transferencia, se presta, y espera el
momento donde pueda intervenir eficazmente. Pero primero hay que
esperar a que se instale ese problema en la transferencia. Porque noso-
tros no curamos más que lo que producimos. Entonces, hay que
esperar a que este esbozo... Subrayé, en el relato, la cuestión de la
humillación con que esta mujer acompañaba su decir, en la medida en
que, ahí, había algo de la situación conyugal relatada que se
reproducía y se actualizaba en la transferencia... con diferencias, por

24
Lo que quiere decir hablar

cierto. Pero algo de esa relación conyugal se estaba poniendo en juego


ahí, en la relación al analista. Hay que esperar eso, para después poder
operar. Algo de ese saber antinómico debe pasar, para que se
constituya la neurosis de transferencia, y entonces tener el poder de
rectificar algo del goce. Una intervención apresurada, en este caso,
sería, una, alimentar el síntoma, otra, despedir al paciente por rechazar
la transferencia. Por otro lado, esa humillación que he destacado me
parece interesante, en la medida en que pone de manifiesto que la
paciente no se limita a hablar de algo, sino que ese algo pasa a la
escena de la transferencia, y el analista empieza a situarse en el polo
del síntoma. Bueno, dejemos acá.

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