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ELABORA UN DISCURSO COHERENTE Y ARGUMENTADO EN EL QUE COMPARES, DESDE EL

PUNTO DE VISTA POLÍTICO E INSTITUCIONAL, EL ORDEN REPUBLICANO Y EL PRINCIPADO

(ALTO IMPERIO).

Los poderes de Augusto y la continuidad institucional

Los títulos del emperador eran desde Augusto recordados en infinidad de inscripciones:
Imperator Caesar divi filius Augustus consul tribunicia potestate imperator pontifex
maximus. El nuevo emperador aprende de los errores de su tío-abuelo, quien al
autonombrarse dictador vitalicio cometió la ruptura de una anormalidad institucional, y
para dar la apariencia de una continuidad con el orden republicano opta por la
acumulación en su persona de diversas magistraturas previamente existentes; no es un rey
(figura tan denostada en la cultura romana), sino un senador más que tiene la
particularidad de ejercer varios cargos (i.e., primus inter pares). Como cónsul ejerce,
siempre junto a un igual (que en todo caso es elegido por él entre sus familiares y hombres
de confianza), el liderazgo de la República asesorado por el resto de magistrados, pero a
la vez cuenta con el derecho a veto del tribuno de la plebe, el imperium (poder militar
para liderar tropas) de un general y el sacerdocio supremo. Se suma el cargo de censor,
que en época altoimperial solo es incluido en la titulatura por Claudio y Vespasiano, y da
al emperador el poder de ser quien cada año elabora las listas de senadores.

Se añade como innovación, eso sí, el título honorífico pero sin consecuencias legales de
divi filius, i.e. «hijo del divino», ya que es hijo adoptivo del divinizado (por él) Julio
César. No existe no obstante todavía un culto imperial, sino que este sería instituido por
iniciativa de Livia y con la connivencia de Tiberio una vez muerto Augusto, lo cual tiene
dos razones: una, que Augusto se mostró en numerosas ocasiones contrario a su adoración
como divinidad en Oriente, donde era costumbre por las características de la cultura
helenística; otra, que no podía ser divinizado en vida (con Calígula veremos los problemas
que daría esto), pues tal como ha indicado Fustel de Coulanges (1982) la religión romana
se fundamenta en el culto a los muertos, y para devenir en dios (lo que se llama una
apoteosis) el emperador debía dejar el mundo terrenal y ascender junto a Júpiter y los
suyos.

Instituciones republicanas e imperiales

Con el Imperio el ordo equester recibe un protagonismo mucho mayor que en época
republicana, pues pasa de ser una clase con poder económico pero no político, cuya
máxima aspiración está en los homini novi, a contar con su propio cursus honorum
compuesto por cargos de funcionariado, organizados en torno a una cancillería que opera
desde el propio palacio imperial. A este grupo corresponde el derecho exclusivo a ejercer
el cargo de prefecto del pretorio, de vital importancia tanto por su posición en la corte
(véase el caso de Sejano, quien movía todos los hilos en época de Tiberio) como por ser
la persona que tenía más fácil ejecutar con éxito una conspiración contra el emperador, lo
cual se convertiría en costumbre en el s. III; esta espada de Damocles obligaba al
Emperador a mantener contentos a los equites, que además constituían un grupo de apoyo
fundamental para limitar el poder del ordo senatorium.

Mientras que en época republicana todas las provincias eran gobernadas por procónsules
y propretores con imperium, a partir de Augusto se diferencia entre provincias
senatoriales, sin imperium, e imperiales, gobernadas por un legado imperial con
capacidad para liderar tropas; además, la provincia de Egipto se considera propiedad
personal del Emperador, y por lo tanto ningún senador puede acceder a ella sin permiso
explícito (lo cual se tomaba en serio, como demostraría los problemas de Germánico con
Tiberio a este respecto).

También se reparten las cecas monetarias: en Roma se acuña moneda de cobre y bronce
bajo autoridad del Senado, con la leyenda «S.C.» (Senatus Consultum), mientras que en
Lugdunum se acuña moneda de oro en nombre del Emperador. Esto es importante a nivel
propagandístico, pues no es lo mismo pagar a las tropas con monedas senatoriales que
monedas imperiales, y de hecho muchas veces las monedas destinadas a este efecto llevan
motivos que recuerdan la generosidad del imperator con sus hombres.

EL PRINCEPS Y EL DOMINUS

Por supuesto, toda revolución política (y la de Augusto, siguiendo a Ronald Syme, lo fue)
conlleva problemas de confrontación entre quienes antes ocupaban el poder y quienes
pasan a ocuparlo. Un problema importante al que debieron enfrentarse los emperadores
romanos hasta Diocleciano fue un Senado que había pasado de gobernar Roma a
convertirse en un mero órgano consultivo del Emperador, lo cual resultó en que las
familias de más rancio abolengo -los Escipiones, los Fabios…- envidiaran a los Césares
y se sintieran resentidos por haber quedado reducidos a aduladores suyos (Ferrill, 1991,
p. 17). Según nos indica Aloys Winterling (2006), Augusto habría ideado como solución
a esto un sistema político en que el emperador concentraba todos los poderes, pero
ocultaba este hecho bajo una apariencia democrática en la que los senadores manejaban
el curso de la política, si bien ateniéndose al deseo explícito o implícito del princeps -que
contaba con la auctoritas de Mommsen- y rivalizando por obtener su favor, cuya retirada
significaba la caída en desgracia a nivel político y social; este sistema ha sido denominado
por Carlos Noreña (2009, p. 268) «ética de la autocracia». Durante el reinado de Tiberio,
como destaca Nony (1989), el desgobierno (o laissez faire si se quiere) había dado total
libertad a los senadores tanto para administrar el Estado como para competir entre sí por
el poder; aprovechándose de la paranoia del emperador, comenzaron una guerra de
denuncias por lesa majestad, acusándose los unos a los otros de traidores al emperador y
a la república, resultando en una auténtica autodestrucción del ordo senatorial. Esto
enseña a Calígula que la figura del emperador es necesaria a pesar del rechazo senatorial,
y da comienzo una dialéctica donde diversos emperadores (Calígula, Domiciano,
Cómodo, Diocleciano) tratan de cortar con el sistema augusteo e instituir una autocracia
de corte oriental, ante la resistencia de conspiradores (Casio Caerea, el liberto Narciso) y
propagandistas (Suetonio, Dión Casio, Tácito); la consecución del objetivo de los
emperadores es el hito que marca la separación entre el Alto Imperio, o principado, y el
Bajo Imperio, o dominado.

En el dominado, cuyo inicio puede marcarse con Diocleciano, la figura del emperador
muta adoptando los rasgos que definirían a los reyes medievales: se presenta como una
autoridad absoluta con amplios poderes, facultades que están legitimadas en un origen
divino del poder; el emperador recibe de Júpiter las cualidades que precisa para el
ejercicio del poder, y desde Teodosio las recibe de YHWH, que por su carácter de única
divinidad omnipotente da aún más fuerza al mensaje.

Los emperadores del Alto Imperio podían creerse “dios,” lo que solo les servía para
ponerse al nivel de los diosecillos del panteón politeísta. Los del Bajo Imperio, siendo
hombres, reflejarán la majestad temible del Dios de Abraham. (H.I. Marrou, 1950).

El cambio no es tanto en cuanto al nivel de poder del emperador, pues sus atribuciones
siguen siendo las mismas, sino la forma de ostentar el poder: con una clara inspiración en
la basileia oriental (vid. Adams, 2007), desde tiempos de Calígula se da una tendencia a
mostrar la preeminencia del emperador que con Augusto se trataba de disimular, ya sea a
través del protocolo, la vestimenta y los símbolos (Arce, 2022), el lujo de la residencia
imperial en Roma (Tamargo, 2023) o el trato dado a los senadores (Winterling, 2003).
Mientras que Augusto es primus inter pares en el Senado, princeps y no monarca,
Diocleciano se titula en sus monedas como dominus y vincula su poder a una asociación
con Júpiter, al mismo tiempo que Maximino se asocia con Hércules (vid. Pollitzer, 2003);
ya Augusto se había vinculado con Apolo, pero como contrapropaganda contra la
presentación de Antonio como Neos Dyonisos en imitación de Alejandro (San Vicente,
2015), y no como forma de legitimar teocráticamente su posición, lo cual es un rasgo
clásico de las monarquías helenísticas.

Además de muestra de las contradicciones dialécticas entre el Emperador y el Senado, el


paso al dominado es indicador de la permeabilidad de las diversas esferas culturales que
se entremezclaron en el Imperio romano. Al igual que para evitar el colapso instantáneo
de su Imperio Alejandro trató de compatibilizar las costumbres de las distintas regiones,
dando a su gobierno un carácter mixto entre la base greco-macedonia y las instituciones
culturales persas, indias y egipcias (Lévêque, 2005), los emperadores romanos
compatibilizan (en este caso más que por necesidad por conveniencia) las instituciones
culturales romanas con las de la pars Orientalis del Imperio, donde los súbditos de
tradición helenística seguían tratando al Emperador como se acostumbraba con los
diádocos y sus sucesores.

DEFINE LA CIUDADANÍA ROMANA Y CONTRAPONLA A OTRAS CONDICIONES JURÍDICAS.


UNA VEZ LO HAYAS HECHO, ASÓCIALA A DISTINTOS MOMENTOS DE LA HISTORIA
ANTIGUA DE ROMA, EXPLICANDO Y DESARROLLANDO CADA UNA DE LAS

VINCULACIONES.

En la antigua Grecia cabe hablar de dos tipos de fronteras: una jurídica y otra cultural. La
primera se ciñe a los límites de la ciudad-Estado, fuera de los cuales no se aplica su ley,
no se goza de la ciudadanía y quien de ahí provenga es considerado meteco (μέτοικος).
Por otro lado, los límites de la Hélade, que marcan la diferencia entre griegos y barbaroi
(βάρβαρος), término que si bien va evolucionando en sus implicaciones
etimológicamente hace referencia a quienes no hablan griego.1 Dentro del ámbito de los
considerados bárbaros, hay ciertas diferencias, dependiendo de si cuentan o no con ciertas
categorías culturales con su equivalente en Grecia; así, los romanos serían bárbaros por
no hablar el griego, pero de una clase superior y más cercana a los helenos que pueblos
más primitivos que no contaban con sistemas de lectoescritura; clasificación, por cierto,

1
El origen de la palabra es onomatopéyico, pues en sus encuentros con estas gentes los griegos venían a
entender un «bar bar bar bar…».
que sería retomada por los españoles respecto a los americanos (Suárez, 1992, pp. 247–
248).

Esta división entre ciudadanos y bárbaros, según ha indicado Nicole Loraux (2007), se
vincula estrechamente con el sistema democrático: la democracia se fundamenta en la
isonomía entre todos los ciudadanos, la cual se debe a su isogonía. Basta citar a Platón
(Menéxeno, 238e-239a):

Nosotros y los nuestros, todos hermanos nacidos de una misma madre, no nos creemos unos
de otros ni amos ni esclavos, sino que la igualdad de origen (isogonía) establecida por
naturaleza, nos obliga a buscar la igualdad política (isonomía) establecida por la ley.

En Roma esta diferenciación entre ciudadanos y bárbaros se mantiene, aunque se


complejiza dado que, a diferencia de Grecia, Roma ejerce un imperialismo generador que
incorpora nuevos territorios en sus fronteras y reproduce sus instituciones en ellos, lo cual
al menos en época republicana debe ser combinado con una mantención de la primacía
del ciudadano romano, perteneciente a la metrópolis. Así se dibuja la siguiente
jerarquización entre los habitantes del Imperio:

a) Ciudadanos romanos:
a. Ius civium: ciudadanos romanos con plenitud de derechos.
b. Ius latii: ciudadanos con derechos restringidos.
b) No ciudadanos.

Entre los derechos privativos del ius civium, los más importantes eran el derecho a voto
en Roma y el derecho a entrar en el cursus honorum. No obstante, hasta época de Trajano
tuvo también sus inconvenientes, pues la concesión de la ciudadanía anulaba las
relaciones familiares del beneficiario con sus parientes peregrini, lo cual además de dar
problemas en cuanto a los derechos entre matrimonios y padres-hijos impedía bien al
ciudadano bien a su familia beneficiarse de la exención de la vicesima hereditatum, el
impuesto de sucesiones, que no se aplicaba a parientes cercanos.

Un tópico historiográfico es que a la reticencia griega para conceder la ciudadanía se


opone una marcada prodigalidad romana, aunque esto debe ser matizado. Siguiendo a
López Barja de Quiroga (2020), la concesión de la ciudadanía por el emperador requería
un delicado equilibrio a nivel propagandístico: tal como indican las cartas de Plinio el
Joven, se asocia el crecimiento en el número de ciudadanos a un buen gobierno, pero a la
vez la concesión excesiva de ciudadanías se considera «profanar la dignidad de la
ciudadanía romana» (Suet. Aug. 40, 3), y así se acusa de populismo a César, Antonio,
Vitelio u Otón por repartir las ciudadanías alegremente. La clave está en que el
otorgamiento de la ciudadanía por el emperador, como beneficium, no debe responder a
motivaciones políticas, sino ser un acto libre como recompensa para alguien que
realmente lo merezca. Basta citar a Cicerón para dejarlo claro:

[Según Cicerón] la generosidad debe graduarse en función de la valía (dignitas) de los


beneficiarios, «porque ese es el fundamento de la justicia, y a ella deben referirse todas
las cosas» (Cic. Off. 1, 42). Esto es especialmente importante cuando el beneficiario
solicita la ciudadanía romana, porque esta es «una recompensa de la virtud» (praemium
uirtutis, Balb. 47). (López Barja de Quiroga, 2020, p. 9).

A nivel de particulares la visión pliniana de la concesión desinteresada de ciudadanías


como algo positivo se extiende a la manumisión de esclavos por sus dueños, por las
mismas razones (hacer crecer el número de ciudadanos libres) (López Barja de Quiroga,
2020, p. 10). Y esto nos lleva a poner en relación la ciudadanía con otras categorías de la
jerarquía social romana: las tríadas ingenuo/liberto/esclavo y senador/equite/plebeyo, los
binomios patricio/plebeyo y honestior/humilior y el particular caso de la «ciudadanía» de
la Ciudad de Dios, si bien omitiremos por razones de extensión categorías menores como
la de proletari o la distinción plebs urbana/plebs frumentaria.

Estas categorías se superponen a la de ciudadano/no ciudadano en la compleja jerarquía


de la sociedad romana. Hasta las XII Tablas, además de la cuestión de la ciudadanía la
posición social de los habitantes de la República se determinaba por la pertenencia al
patriciado o la plebs, de forma similar a lo que se daba en Atenas con la aristocracia.
Abolida esta distinción, y con ella sus consecuencias legales, se mantuvieron no obstante
los tres órdenes: patricios, equites y plebeyos, según la riqueza y la sangre del sujeto en
cuestión, superpuesta por supuesto a la ciudadanía. En el Bajo Imperio, con la
trivialización del Senado, esta distinción pierde importancia y se resume en la de
honestiores, los ricos poseedores de clientelas, y humiliores, quienes dependían de los
primeros, en una época donde ya con el edicto de Caracalla no hay distinciones de
ciudadanía (salvo contadas excepciones).

Precisamente en el Bajo Imperio, después de la universalización de la ciudadanía romana


por parte de Caracalla, surge una nueva clase de ciudadanía que tal vez sea la más
interesante para el tema que nos ocupa: la pertenencia a la Iglesia, entendida como
ciudadanía de la Ciudad de Dios a partir de San Agustín, tal como ha resaltado Gustavo
Bueno (2007, pp. 133–139). Con la distinción del santo de Hipona entre la ciudad celeste
y la terrenal, la vía para la salvación es ingresar en la primera a través de su representación
en el mundo, la Iglesia. El «derecho de ciudadanía» se obtiene mediante la educación
religiosa, la cual «es cauce obligado para que una religión se mantenga y se propague»
(Bueno, 2007, p. 134), cumpliendo el mismo papel que para la ciudadanía romana
suponían las concesiones por parte del Emperador y la reproducción natural de los
ciudadanos.

BIBLIOGRAFÍA

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