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MACARELLETA

Cuando los motores del barco abandonaron su atronadora


cadencia, ante la pasarela se formó el consabido revuelo entre la riada de
turistas que pugnaba por salir en primer lugar.

Aritz fue el último en ganar el puerto. Una vez en él divisó a un


anciano que liaba un cigarrillo. Se dirigió hacia él.

-¡Buenas tardes! -saludó Aritz.

-Mediodía, más bien -contestó el abuelo sin levantar la vista.

-¿Puede usted sugerirme un lugar hermoso en esta isla?

-Muchacho, esto era un paraíso hasta hace muy poco, pero los
turistas lo han echado a perder -aseguró el abuelo. Y añadió- En cuanto al
paraje hermoso..., depende de cómo te sientas, somos nosotros quienes, según
nuestro ánimo, colocamos la belleza a cuanto nos rodea.

-No se preocupe, abuelo. Busco simplemente un lugar agradable


junto al mar y, si hay gente, que sea sencilla y cercana por si surge la amistad -
aclaró Aritz.

El abuelo levantó por primera vez la vista de su cigarro y miró a


Aritz fijamente diciéndole a la vez:

-Veo que sabes qué buscas. Si no te dejas abrazar por el


desánimo, lo encontrarás. Toma el autobús a Ferrerías y de allí ve a Cala
Galdana. Cuando llegues, preguntas por Macarelleta.

-¿Es una mujer? -preguntó Aritz

La indecisión asomó en aquel rostro curtido por la brisa, pero fue


sólo un instante:

-No es una mujer. Es... una playa, pero encantadora. No lo olvides,


Macarelleta.
Aritz tomó su equipaje, dio las gracias al anciano y, tras dos
cortos trayectos de autobús, se encontró en Cala Galdana. Sin duda había sido
una cala muy hermosa, pero grandes hoteles la habían acorralado
arrebatándole su hermosura.

Después de informarse acerca de cómo llegar a Macarelleta, se


puso en camino. Su bienestar fue en aumento conforme iba aspirando el aroma
de gran número de plantas que surgían a ambos lados de un camino ancho y
polvoriento. A lo largo de éste le iba haciendo compañía por su derecha una
tapia artesanal de curiosa confección. La música la ponían las infatigables
cigarras. Todo bajo los auspicios de un astro rey que regalaba sus rayos
aplastantes. Caminaba empapado.

Pronto pudo contemplar Macarella. Era una playa muy bonita,


redonda, amplia y cerrada por sendos murallones rocosos. Bajó a la arena.
Comió un bocadillo y algún melocotón. Se tumbó. Era ya tarde y decidió dejar
Macarelleta para el día siguiente. Con la cabeza apoyada en la mochila y el ruido
de las olas, quedó profundamente dormido.

Empezaba a amanecer cuando despertó. Durante largo tiempo


siguió el suave planear de las gaviotas. Tenía el cuerpo endolorido, pero la
temperatura era agradable y decidió esperar en el agua la salida del sol. La
energía de éste en su despertar y la tibieza del agua, le hicieron sentirse como
nuevo.

Tomó su mochila y se dirigió hacia la Macarelleta. Siguió una


pequeña senda, pasó junto a unas cuevas, ascendió por una roca y tras una
revuelta del sendero, apareció ante sus ojos.

Un brazo de mar entre esmeralda y turquesa, en el que los tiernos


rayos de sol habían sembrado una alfombra de diminutas perlas, avanzaba
entre dos masas de rocas hasta besar una chiquita y luminosa playa bordeada
por un pinar. Aritz quedó hechizado.

En cuatro saltos pisó una arena fina y blanca. Dejó la mochila y se


desnudó. Se sumergió en la transparencia azulada. Volvió a la arena. Se revolcó
en ella para, una vez embadurnado, correr de nuevo al agua. Así una y cien
veces. Parecía que estuviese loco.
Al final, agotado, se tendió en la arena, justamente donde el agua
llegaba a tocarle. Fue sintiendo cómo el sol le acariciaba los pies..., los muslos...,
la espalda..., los hombros..., la nuca.... A la vez sentía el cosquilleo de la última
espuma de la ola que ascendía acariciándole también. El bienestar envolvía su
cuerpo. Quedó dormido.

Un ruido sordo y acompasado llegaba desde mar adentro. Llegó a


sus oídos. Se incorporó. No podía saber qué pasaba. De repente, distinguió una
barcaza a pocos metros de él. Sobre ella la luna, en contraluz, recortó cuatro
siluetas.

-¡Cogedlo! -ordenó una voz femenina.

Aritz dio un salto y quiso correr. Fue inútil. Un hombrón se


abalanzó sobre él y lo derribó al suelo. En un santiamén, atado de pies y manos,
fue conducido a la barcaza.

Una mujer y otro tripulante permanecieron con él, mientras el


resto fue a explorar la cala por mandato de la mujer, quien, al parecer, daba
las órdenes. Era alta y muy guapa. Sus ojos verdes y su piel morena hacían
resaltar la blancura de su vestido. Perlas, en collar y pendientes, realzaban su
hermosura.

-¿Quién eres? ¿Quién te ha enviado? -preguntó ella y, sin darle


tiempo a contestar, prosiguió- ¿Quién te paga? ¿Para espiarme te haces pasar
por uno de esos hippies que andan tirados por las playas y hechos unos
marranos? Es fácil espiarme, ¿eh?

Aritz pretendió explicarse, pero el que estaba a su lado le soltó


un manotazo en la boca y le dijo:

-¡Calla! ¡Idiota!

Pronto volvió el resto de la tripulación. Al parecer buscaban algo.


La barca continuó con sus motores apagados bordeando la costa, a oscuras, en
silencio.

-Aquí es. -exclamó uno de ellos ante una cueva natural de grandes
dimensiones.
Todos pusieron manos a la obra, mientras Aritz permanecía
amarrado en la barca. Este se dio perfecta cuenta que se trataba de algún
asunto sucio. Se preguntaba qué habría en aquellos paquetes plastificados, por
qué los escondían allí..., pero lo que más le preocupaba era qué harían con él.
Ellos se habían percatado de que él no tenía nada que ver, pero... después de lo
que había visto.... Tenía mucho miedo.

Al cabo de diez minutos todos los paquetes estaban en la barca.


Uno de ellos, señalando a Aritz, preguntó:

-¿Qué hacemos con el hippie?

-No podemos dejarle ir y llevarlo con nosotros tampoco es


solución -afirmó otro.

-Si queréis mi opinión, ¡al agua! -opinó un tercero.

Entonces habló ella:

-De acuerdo. Hay que deshacerse de él. Pero, rápido, no tenemos


toda la noche.

Aritz empezó a gritar. Le introdujeron un trapo en la boca y, para


cuando quiso darse cuenta, estaba en el agua. Las ataduras de pies y manos le
impedían nadar. Desde la barca con los remos le empujaban hacia el fondo.
Sintió ahogarse.

Abrió los ojos. Quedó atónito. No había agua, ni barca, ni remos,


ni ataduras en sus manos. Se encontraba en un extraño lugar tumbado sobre
plumas. Parecía la cavidad interior de una gigantesca caracola. Las curvilíneas
irregularidades de sus paredes se repartían variadas tonalidades del rosa. Un
disco de nácar reflectaba desde lo alto rayos solares iluminando tenuemente la
cavidad.

Al girar la cabeza descubrió Aritz un dulce rostro que le


contemplaba en silencio. Se incorporó. No podía ser. Allí mismo. A su lado.
Medio cuerpo de chica y .... Se restregó los ojos. Otro medio de pez. Una
sirena.

-¡Hola! -dijo ella.


-¿Dónde estoy? ¿Quién eres? ¿No me he ahogado? -preguntó
Aritz precipitadamente sin responder al saludo.

-Soy una sirena. Perdiste el conocimiento en el agua. Te recogí. Te


he traído a mi casa.

-Es cierto. Ya recuerdo. ¡Malditos! ¿Quiénes eran? ¿Qué llevaban?

-Eran traficantes. Suponían llevar heroína para el norte, pero en


realidad no lo era. Yo había hecho el cambio -aclaró la sirena.

Aritz, que no salía de su asombro, miraba una y otra vez a su


salvadora.

-Pero..., pero.... ¿Eres una sirena? ¿De verdad? -insistió Aritz.

-Sí, sí. Soy una sirena -asintió ella ampliando su sonrisa y dando un
coletazo.

-¿Tenéis nombre las sirenas? -preguntó entonces Aritz.

-Me llamo Macarelleta, como la playa -afirmó ella, preguntando a


su vez- Y ¿tú?

-Mi nombre es Aritz. Te resultará un tanto extraño, es euskera.


Vengo de un país llamado Euskadi.

-¿Por qué has venido hasta aquí, de tan lejos?

-He venido a disfrutar del calor, del sol, del mar, de la libertad y,
si se tercia, de la amistad. Estaba harto y he venido. Sin más.

-Voy a hacerte una proposición. Si lo deseas, podemos vivir juntos


durante un día. Yo te mostraré el mar en toda su belleza y podemos disfrutar
de la amistad. Pero, eso sí, a la medianoche, con la luna llena, he de partir. -
hecha su proposición, Macarelleta solicitó una respuesta -¿Qué me dices?

-Me encuentro un tanto aturdido. Aquí... una sirena..., pero, ¡De


acuerdo! -accedió finalmente Aritz.
-Pues, vamos fuera. Acaba de amanecer -dijo ella.

Dicho esto, Macarelleta se deslizó por el interior de la caracola


hacia el fondo de un tobogán nacarado donde el rosa adquiría su más cálida
tonalidad. Aritz fue tras ella. Aparecieron en una gruta marina de altas
bóvedas. En aquel momento Macarelleta tomó en sus manos una caracola, la
acercó a sus labios, hinchó los pulmones y un grave sonido invadió la gruta. En
respuesta, una roca se hizo a un lado y el mar apareció ante ellos.

Ambos se lanzaron al agua. Bajo ellos se extendía un fondo verde


esmeralda salpicado de estrellas color naranja. Aritz descendió a contemplarlo.
Elevó luego su vista a lo alto y descubrió un gran número de diminutos peces
jugando con las burbujas que la ola introducía en el agua tras golpear la roca.
Desde la profundidad descubrió a Macarelleta. Su hermosura, unida al ritmo de
sus coletazos y tamizada por el agua, aún era mayor.

-Es maravilloso verte nadar -dijo Aritz nada más pisar la arena.

-Paso gran parte de mi vida nadando y amo el mar -afirmó ella-.


Pero no perdamos el tiempo. Hemos de tumbarnos ahora al sol. Son sus
primeros rayos. Si quieres darte arcilla, tienes ahí. La traigo de aquella cueva.

Aritz se embadurnó de arcilla y se tumbó. Macarelleta se tendió


junto a él con la parte superior de su cuerpo coloreada también.

-No abras tus ojos. Sigue saboreando las caricias del sol. Pero, a
la vez, cuéntame algo de ti, de tu vida -solicitó la sirena.

-Mi vida es como la de la mayoría de hombres y mujeres:


momentos deliciosos y ratos amargos. Unas veces me siento un gran tipo y
otras una piltrafa. Tal vez resida en eso nuestra tragedia, en la incansable
búsqueda de una plenitud o felicidad que nunca llegamos a alcanzar -dijo Aritz
pensativo.

-¡Ay! -suspiró Macarelleta- Los hombres, los hombres y sus


problemas... que, de rebote, nos hacen imposible la vida.

-¿A vosotras las sirenas?


-¡Por supuesto! -afirmó ella moviendo afirmativamente su larga
melena de negros rizos- Cerca de aquí vivía una sirena, Galdana, en una cala
solitaria. En pocos meses rodearon la cala de torres. Llegado el verano, las
torres fueron invadidas por turistas y la cala por yates, motoras y zodiak. Mi
amiga Galdana enfermó de tristeza y murió. Todo el Mediterráneo está
cercado de ciudades monstruosas y sucias industrias. Dentro de muy poco los
residuos harán imposible la vida. Tendremos que abandonar para siempre estas
calas en busca de otros mares.

-Me pongo triste -confesó Aritz.

-Yo también. Pero amar la vida y mantener la alegría, han de ir


unidos, aunque a veces es duro. -afirmó Macarelleta y permanecieron un rato
en silencio.

Al cabo de un tiempo, ella misma preguntó:

-¿Tienes hambre?

-Sí, ¿y tú?

-Yo también. ¿Ves aquella roca en forma de barco?

-Sí.

-Ve allí. Al lado de aquel pino cortado verás una red hundida.
Junto a ella podrás pescar lo suficiente para comer. Mientras yo voy a traer
huevos de gaviota abandonados -dicho esto se zambulló.

A la vuelta encontró a su compañero, todo orgulloso de su


habilidad, con un gran número de peces. Macarelleta, muy seria, preguntó:

-¿Piensas comerte todos?

Aritz bajó la vista y se ruborizó. Separó entonces media docena,


los que iban a comer, devolviendo los restantes al agua. Macarelleta se había
disgustado. Comieron en silencio y se tumbaron en la arena.
El sol y la brisa, unidos al paso del tiempo, disiparon la dureza del
rostro de Macarelleta que recuperó su habitual dulzura. Dio un coletazo, pegó
un brinco y propuso a su amigo ir a contemplar el mar. El accedió gustoso.

Aritz se lanzó al agua tras Macarelleta. Esta con su mano indicaba


la dirección a seguir o requería la atención de su compañero.

No habían avanzado mucho cuando el fondo arenoso se vistió de


verde, a la vuelta de una roca empezó a combinarse con el rosa para finalmente
derivar a salmón.

Macarelleta saludaba, sin descanso, en todas direcciones. A su


paso, las estrellas de mar elevaban uno de sus brazos, los centollos meneaban
su cabezota. Los ermitaños se agitaban con su medio cuerpo fuera de la
ventana.

Rebasaron una colonia de erizos y, a la vuelta de una frondosa alga


verde oscura, descubrieron una sepia que, valiéndose de una dentadura de
tiburón, adiestraba en la huida a su pequeña que lanzando un chorrito de tinta
salía de estampida a camuflarse en la arena.

Más adelante Macarelleta señaló una concavidad alfombrada por


rojos corales en cuyo interior, bajo la complaciente mirada de una morena
violeta con pecas amarillas, una pareja de pulpos de gran tamaño se acariciaban
abrazándose al mismo tiempo. A su paso les enviaron guiños de sus abultados
ojos.

De golpe se vieron envueltos en una nube de pequeños peces de


color azul marino que fosforecían al ser atravesados por los rayos solares. En
un momento todos fueron a guarecerse a las algas del fondo. A la mirada
inquisitoria de Aritz, Macarelleta le indicó el motivo. Una comuna de peces
espada se desplazaba hacia el oeste. Al pasar saludaron ceremoniosos.

Macarelleta se impulsó hacia adelante con una sacudida de su cola.


Aritz levantó la vista y divisó tres guapas medusas de un violeta indefinido que
se mecían al unísono, próximas a la superficie. Al paso de la extraña pareja,
recogieron sus hilos para no dañarles.
Macarelleta no descansaba. Iba y venía, ascendía y descendía,
mostrando a su amigo mil y una maravillas que él jamás hubiese imaginado.

Aritz vislumbró un fulgor en el fondo. Tomó aire y descendió.


Tras gran esfuerzo volvió a la superficie con una conchita en su mano. Era
pequeña, en forma de oreja, con una línea de agujeritos a lo largo y
extremadamente brillante en su interior. Orgulloso se la mostró. Ella tomó
tres de sus largos cabellos, los anudó en un extremo, puso el nudo entre los
dedos de Aritz y confeccionó una trenza que colocó entre sus labios. Dos
fuertes coletazos la precipitaron en el oscuro abismo. En unos instantes
ascendió para, entre risas, colocar un collar de aquellas orejitas de plata al
cuello de Aritz.

Pronto se vieron nadando envueltos en una especie de procesión


submarina. Bajo ellos y en su misma dirección, discurrían lenguados
arrastrando su huella por el fondo arenoso. Por sus flancos avanzaban sardos
en rigurosa formación. Más atrás quedaban coquetas doncellas pregonando sus
colores con incitantes contorsiones.

La expedición subacuática bordeando un farallón sumergido


penetró en un bosque de corales. En las ramificaciones superiores de éstos,
enroscaban su colita un clan de caballitos de mar de rostro antiguo e impasible.

Superada el área coralina se abrieron las rocas y apareció ante


ellos una enorme cavidad. Allí se habían concentrado moluscos y peces de todas
las familias y variedades. Todos estaban allí apelotonados, como si esperaran
un acontecimiento fascinante.

Pero cuando Aritz sacó la cabeza fuera del agua se topó con un
espectáculo semejante al submarino. Solo que aquí se trataba de aves marinas,
en su mayoría gaviotas, que mantenía la misma actitud expectante que sus
vecinos sumergidos.

Los amigos salieron del agua y fueron a colocarse en una losa


repleta de gaviotas que, meneando el culo a regañadientes, les hicieron un
hueco. Mientras esperaban, Macarelleta puso a su amigo al corriente del
espectáculo que iban a presenciar. Se trataba de una fiesta que ofrecían los
delfines, focas y tortugas a todos los amigos de la costa. El Mediterráneo era
ya insoportable para ellos. Iban en busca de otro mar
Tras la presentación de un delfín, aparecieron en escena dos
parejas de tortugas mediterráneas que presentaron una escenificación lenta y
ceremoniosa. Seguidamente un conjunto de focas monje, la foca mediterránea,
llevó a escena ante el variopinto respetable una danza deslizante de
sensualidad infinita. El resto de la fiesta correspondió a los delfines. Fue
inolvidable. Carreras, saltos, acrobacias mil, bailes, mimo, teatro... todo.
Incluso al final, como despedida, una canción a tres voces.

Cuando acabó, los espectadores, tanto sobre como submarinos,


organizaron la gran algarada.

-Es su forma de aplaudir y despedir a los que se van -explicó


Macarelleta.

Lo que cautivó a Aritz fue, sin duda, la abierta y permanente


sonrisa de los, según dicen, más espabilados de los súbditos de Neptuno, los
delfines.

Decidieron a continuación ir a contemplar la retirada del sol.


Tardaron poco en llegar al lugar ideal, a decir de la experta, para ver al astro
rey colocándose sus pijamas sucesivos hacia el fuego y acostándose.

El grandioso disco anaranjado fue descendiendo suavemente.


Estaba a punto de posarse en el mar. Antes de hacerlo lanzó hacia los dos
amigos una alfombra dorada. La alfombra desenrollada en oro pasó al rojo y
murió en rescoldo. Aritz y Macarelleta mientras, con sus manos entrelazadas y
los rostros tintados también en oro , solo miraban... sin un movimiento... sin una
palabra... sin pestañear siquiera.

La bola de fuego se ocultó bajo sus sábanas. Como resistiéndose a


abandonar su hegemonía desde su lecho, ya oculto, envió siete lanzas de rayos,
como siete arco iris estirados, propulsándolos contra el ejército de nubes
rojas que pretendía apoderarse del firmamento. Solo duró uno momento.
Inmediatamente las nubes triunfadoras se relajaron al rosa. Se miraron en el
espejo marino y se vieron violetas. Su luz y su reflejo colorearon todo.

La luz, la música de las olas, la fragancia de los aromas y una


caricia sostenida sumieron a los dos amigos en una paz inmensa.
Pasó mucho rato. Algunas estrellas empezaron a asomarse
fulgurando con vergüenza. A sus espaldas la luna iba ascendiendo en silencio
con suavidad extrema, pretendiendo no romper y eternizar aquel momento de
amor.

Volvieron a la playa.

-Podemos tomar un baño de luna. Aunque, tal vez, tendrás hambre


-dijo Macarelleta y preguntó- ¿Te apetece comer algo?

-No. Tengo toda la vida para comer -contestó Aritz.

La brusquedad de la respuesta evidenció a Macarelleta la


proximidad de la medianoche.

-¿Has estado a gusto? -preguntó.

-Ha sido un maravilloso día maravilloso, he sido feliz.

-Tal vez he robado un poco de tu libertad.

-La libertad es sólo un medio para ser feliz. Hoy lo he sido y,


además, he ganado una amiga. No siempre tengo tanto éxito.

Hubo un silencio que Macarelleta rompió:

-¿En qué piensas Aritz? -preguntó.

-No sé. Me duele que esto no continúe.

-Así es la felicidad, efímera. Pero no por ello deja de ser felicidad


-dijo ella y a sus palabras sucedió un largo silencio vigilado por la luna, ahora ya
en lo alto.

-Va ser medianoche y voy a irme -afirmó Macarelleta con voz


entrecortada.

-Sí -adujo Aritz por toda respuesta.


Macarelleta paseó su mano por el pecho de Aritz y tomando entre
sus dedos el collar de orejitas de plata que pendía de su cuello, le dijo
mirándole a los ojos:

-En cualquier costa del mundo, en la séptima luna de cada año y


con este collar en tu cuello, puedes llamarme. Acudiré. Seguro. Mientras, tú
persigue la felicidad. Y no lo olvides, aunque es efímera merece la pena.

Aritz estaba atontado. Se limitaba a recoger en su interior el eco


de las palabras que brotaban de los labios de su amiga, "¡Acudiré! ¡Acudiré!
¡Seguro!". Ella besó sus labios con suavidad y se deslizó al agua. Avanzaba
lentamente por el pasillo de plata que la luna pintaba en el mar cuando, elevando
su ágil cola, golpeó con fuerza el agua, salpicando el rostro de su amigo Aritz.

Aritz se restregó los ojos. Los abrió. No podía entender qué


pasaba a su alrededor. Lucía un sol radiante. A su lado una señora gordísima de
tetas enormes y cara bondadosa le pedía perdón por haberle salpicado de
semejante manera. No entendía nada. Tuvo que pasar un buen rato para que se
fuese dando cuenta de que los contrabandistas, la caracola, el fondo marino y...
Macarelleta, habían sido un sueño. Maravilloso, pero un sueño.

Quiso alcanzar su mochila. Le fue imposible. Su trasero se


abrasaba. Lo miró y lo encontró tan rosado como la piel de un cerdito recién
nacido.

Aritz echó un vistazo a su alrededor. A su derecha dos chicas


tomaban el sol. En el agua, muy cerca de la orilla, una pareja, ya con canas, se
tiraban agua como niños. Más atrás la señora gorda que acababa de salpicarle
se embadurnaba para evitar el rosa en su piel. Una pareja se encaminaba al
agua para a través de sus gafas inspeccionar las profundidades.

Sintió envidia de estos últimos y tomando también las gafas se


lanzó al agua. Los cuerpos ganaban en hermosura bajo el agua. El fondo era tal
como lo había ido descubriendo en su sueño. Allí estaban los pulpos y los
caracoles, los erizos y las esponjas. También descubrió las bandadas de
pececitos fosforescentes, sólo que ahora huían despavoridos ante su lejana
presencia. Tampoco pudo ver peces espada, ni focas, ni tortugas, ni a los
sonrientes delfines. Pero todo seguía siendo hermoso. Muy hermoso.
Salió a descansar con las yemas de sus dedos arrugadas. Se
tendió. Todo era agradable. También la gente que le rodeaba. Pensó que perder
la ropa, de alguna forma, era perder una parte, aunque fuese pequeña, de
nuestros disfraces habituales. Pero sus pensamientos volaron con rapidez a
ella, a Macarelleta.

Inesperadamente volvió a escuchar un ruido sordo que provenía


del mar. Se incorporó con rapidez. No eran traficantes, o no lo parecían. Eran
turistas que llegaban en bandada con su motora.

Aritz se dispuso a observarlos. En su pretendido yate traían de


todo: latas de cerveza y cocacola, neveras, sombrillas, aparatos de radio,
aparejos de pesca, cámara de video....

Descendieron en la playa. Ellos con sus neveras, aparejos y


cámaras dispuestas para atrapar todo. Ellas luciendo sus bikinis de última moda
con su batería de cremas y juego de toallas de divertidos colores. Ellos dando
bocados con sus gafas a las redondeces femeninas que salpicaban la arena.
Ellas escrutando la direccionalidad de las pupilas de sus respectivos.

Se acomodaron a su lado. No pudo por menos que escuchar sus


diálogos. No le agradó el falso desprecio que mostraban por los jóvenes
presentes criticando su desnudez, su higiene, sus pelos..., cuando en el fondo,
pensó Aritz, envidiaban su juventud.

Pretendía no oírlos y volver a su sirena. Acabó siéndole imposible.


Comentando acerca de la belleza de la playa, una de ellas, embutida en un dos
piezas en leopardo, adujo:

-Chicos, esta playa es de un alucine divertidísimo. Es... es... ¿cómo diría


yo?... ¡eso!, como una piscina particular.

Aritz no aguantó más. Se levantó, tomó su mochila y partió. Más


tarde los vería alejarse acompañados del sordo ruido de su motor mientras
ascendía a una alta roca desde la que contemplar acostarse al sol. Fue
espléndido. Quedó extasiado, ido. Dormido el astro, los tenues colores
abrazaron el mar y el cielo.
Retornó a la playa. Esta había quedado desierta. Estaba casi solo,
pues le acompañaba el acompasado murmullo de un muy suave oleaje.

Se acomodó y contempló la luna. Esta, amarillenta en un principio,


conforme ascendía, fue tornando su luz a plata. Su redondez era casi casi
perfecta. Lentamente, muy lentamente, fue tejiendo sobre la superficie una
cinta plateada similar a la que Macarelleta había seguido en su despedida.

Entonces, en la playa, donde el pasillo de plata se prolongaba en la


arena invadida por la última ola, distinguió Aritz unas luces diminutas. Se
acercó intrigado y, abriendo desmesuradamente sus ojos, encontró a sus pies
un collar de orejitas de plata montado sobre tres negros cabellos.

Lleno de alegría lo tomó en sus manos. Lo beso. Dirigió su mirada


hacia la luna. Esta, desde su altura luminosa, sonreía hacia una cala de una isla
mediterránea que las gentes llaman MACARELLETA

JAVIER MINA, Menorca, Septiembre de 1982

Publicado en “Antojos de Luna” 12-1995

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