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El Ratón Juancito
Julio C. Da Rosa
Julio C. Da Rosa
Cuentos viajeros
Selección: Sylvia Puentes de Oyenard 

Como toda casa campesina y vieja, la mía estaba minada de ratones. Minada digo, y digo
verdad. Millares de ratones pululaban por los techos, paredes y entrepisos. Millares,
merodeaban por los alrededores, con guaridas en cercos y canteras de piedra.

No conozco arma más temible en cuerpo más chiquito, que el diente del ratón. Si un
individuo "armado hasta los dientes" es un peligro, nadie sabe lo que es un individuo
armado con estos dientes. Si en vez de un individuo es un ejército, nadie es capaz de
imaginarlo.

Pues contra todas las invasiones de ese ejército así armado, era necesario en casa, vivir en
permanente batalla. Venenos activísimos, decenas de trampas, manadas de gatos, montaban
guardia permanente en custodia de graneros, despensas, trojes, galpones y papeles.
Asimismo, nadie podía evitar que al caer de las noches, nuestra enorme casona y sus
contornos, se llenaran con el rumor de las correrías, los chillidos y la acción mandibular de
aquella población menuda, inteligente e invisible. Menos podía evitarse que, al llegar el
día, se comprobaran alarmantes mermas de las provisiones de boca –desde granos hasta
quesos- y los indignantes destrozos de libros, guascas y maderas.

Durante mucho tiempo yo escuché toda clase de maldiciones contra aquel enemigo terrible.
Durante el mismo tiempo debí oí noche a noche, el barullento quehacer de sus malones
clandestinos sobre techos y bajo pisos. Creo que hasta aprendí a odiar los ratones con toda
la fuerza de mis seis años.

Mas dicho lo que acabo de decir, debo hacer una confesión: la vez que vi un ratón atrapado
en una trampa, se me borró de golpe aquel borbollón. Lo vi tan chiquitito, allí, al pobre,
que no pude evitar una enorme compasión. Compasión parecida a la que debe sentir quien
vea a un chiquilín -por perverso que haya sido- tras las rejas de una cárcel.

Salí de allí con una resolución bien tomada. La de que, costara lo que costara, yo tenía que
ser dueño de un ratón. Dueño absoluto y total; padre y madre tenía que ser.

Me pasé toda una tarde siguiéndole los movimientos a un gato con fama de cazador. Allá
sobre el ocaso, lo vi hacerse un arco tras algo así como una bala, que se sepultó en un
agujero de cantera. Allá corrí. Espanté el gato, estuve moviendo piedras y de repente, allá
contra un fondo oscuro y sobre blanco lecho de papeles, plumas y trapos, percibí el rosado
pálido de varios cuerpecitos arrollados. Estiré el brazo, abrí y cerré la mano sobre la carne
tibia, la saqué. Ante mis ojos se estremeció un diminuta criaturita, completamente desnuda.
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Un ratoncito bebé, era. Todo un hombrecito arratonado, lo encontré yo.

Salí corriendo en busca de mi madre. Cuando ante sus ojos atónitos, abrí mi mano
temblorosa, ella no pudo reprimir un gesto de asco-rabia. Pero, madre al fin, seguramente
leyó en mi rostro la súplica ansiosa. Con la cara hacia un lado me dijo: -Sin el calor y la
leche de la ratona madre, se te va a morir.

-¿Y qué puedo hacer?

-Devolverlo al nido.

-Pues yo lo quiero para mí.

-Pues allí será tuyo.

-Y quiero que se llame Juancito.

-Que se llame.

-¿Y quién va a saber eso?

-Por ahora, nosotros dos.

-¿Después?

-Después...él y todos los ratones.

-¿Cómo?

-Ahora verás.

Tomó un lápiz y sobre un papel escribió esto que enseguida me hizo oír: "Señora ratona:
quiero ser amigo de Juancito para poder llamarlo". Después iba mi nombre.

-¿Y me hará caso, doña Ratona?

-Si nadie más se entera de esto, sí.

-¡Ni tu padre, eh!

-Bueno, mamá.

Envolví a Juancito en la carta y lo devolví a su lecho. Coloqué luego las piedras en su


lugar. Le di unas correteadas al gato descubridor que seguía merodeando por allí y me alejé
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lleno de felicidad.

Durante mucho tiempo conversé con aquel amigo al que me había dado el lujo de bautizar.
Cuando desde el fondo de mis noches de insomnio, apenas sentía un leve rumor ratonil por
techos, paredes o entrepisos, me ponía a aconsejarlo paternalmente:

-Juancito, ¿estás ahí?...Portate bien, mi hijito. No comas el maíz de la troje. Ni los quesos
de la pobre mamá. Ni las coyundas de arar. Ni las riendas de papá. ¡Cuidado con el veneno
que tiene el gofio del tirante del galpón! ¡Y con las trampas de la despensa! ¡Y con la
tropilla de gatos asesinos que andan por ahí, disfrazados de buenos! ¡Sé gente, Juancito!
Mañana voy a convidarte con tocino y pororó azucarado.

Así, hasta que un día me sorprendí a mí mismo riéndome a carcajadas de oír a mi madre
contarme este cuento...

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