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Capítulo 3 La búsqueda de la felicidad (1932-1936)

Figes

A principios de la década de 1930, Moscú creció a un ritmo trepidante. Entre 1928 y 1933, la
población de la capital aumentó de 2 a 3,4 millones, a causa, sobre todo, del flujo masivo de
campesinos hacia la industria. Su llegada puso en jaque la capacidad de la ciudad. A partir de
1933, el crecimiento de la urbe fue controlado con el sistema de pasaportes y la deportación
masiva de «elementos extraños». Vivir en Moscú era el sueño de millones de soviéticos. La
ciudad era el centro del poder, la riqueza y el progreso de la Unión Soviética. La propaganda
la retrataba como la prueba viviente de esa vida mejor que llegaría con el socialismo. Stalin
se interesó personalmente en la «construcción socialista» de su capital. En 1935, firmó un
ambicioso Plan Maestro para la Reconstrucción de Moscú. Los hermanos Leonid, Viktor y
Alexander estaban entre los arquitectos responsables de diseñar el plan, bajo dirección del
Soviet de Moscú. El plan preveía una ciudad de cinco millones de habitantes, con flamantes y
vastas zonas residenciales conectadas por carreteras, circunvalaciones, jardines, sistemas de
desagüe, redes de comunicación y una red de trenes subterráneos que sería la más avanzada
del mundo industrializado. Todo fue planeado a escala monumental. El centro medieval de la
ciudad, con sus calles estrechas y sus templos, sería borrado en su mayor parte para dar lugar
a calles más anchas y grandes plazas. Se construyó una enorme ruta de desfiles que
atravesaba el centro de la ciudad. La ampliación de la calle Tverskaia (rebautizada Gorki)
hasta alcanzar los 40 metros de ancho se hizo demoliendo los edificios antiguos, y muchos
monumentos históricos, como la sede de la Asamblea de Moscú del siglo XVIII, fueron
reconstruidos piedra a piedra unos metros más atrás, en la calle principal. Los puestos de feria
de la Plaza Roja fueron barridos para permitir el paso de las filas que marchaban frente al
mausoleo de Lenin, sagrado altar de la Revolución, en los desfiles que se celebraban el
Primero de Mayo y el Día de la Revolución. Incluso se hicieron planes para dinamitar la
catedral de San Basilio, de modo que el desfile de tropas pudiera pasar frente al mausoleo en
línea recta. La Moscú de Stalin fue reforjada como una capital imperial, una San Petersburgo
soviética. Más grande, más alta, más moderna que ninguna otra ciudad de la Unión Soviética,
se convirtió en el símbolo de la sociedad socialista del futuro (Bujarin dijo que el Plan
Maestro era «casi mágico», porque transformaría Moscú en una «nueva Meca a la que
acudirán en masa desde todos los rincones del planeta todos aquellos que luchan por la
felicidad del ser humano»). La década de 1920, los Vesnin habían estado a la vanguardia del
movimiento constructivista, que aspiraba a incorporar los ideales modernistas de Le
Corbusier a la arquitectura soviética. La adopción del estilo neoclásico monumental que
debieron adoptar para la reconstrucción del Moscú de Stalin significó una verdadera renuncia
moral. Pero en tanto arquitectos, dependían de sus clientes, y el único cliente era el Estado.
Ambos hermanos habían formado parte del comité para el proyecto del grandioso Palacio de
los Soviets, destinado al solar que ocupaba la catedral de Cristo Salvador, demolida en 1932.
El Palacio sería el edificio más alto del mundo (con 416 metros, habría de ser ocho metros
más alto que el Empire State, inaugurado en Nueva York en 1931) y en su cúspide se erigiría
una colosal estatua de Lenin, tres veces más grande que la Estatua de la Libertad. El disparate
nunca se consumó,pero durante años el lugar siguió siendo el monumento a la promesa
moscovita. Los Vesnin también colaboraron en la supervisión de la construcción del metro de
Moscú, otro icono del progreso comunista. La perforación de los túneles comenzó en 1932.
En la primavera de 1934, la tarea ocupaba a setenta y cinco mil trabajadores e ingenieros,
muchos de ellos campesinos inmigrantes y prisioneros del Gulag. La perforación era un
trabajo en extremo peligroso.
Se empleó mano de obra del Gulag en todos los proyectos importantes de construcción de la
década de 1930 (en los alrededores de la capital había varios campos de trabajo). Un cuarto
de millón de prisioneros tomó parte en la construcción del canal Moscú-Volga, que
suministraba agua a la creciente masa de vecinos de Moscú. Muchos obreros murieron de
extenuación, y sus cuerpos fueron enterrados en el lecho del canal. Al igual que San
Petersburgo, la capital de Pedro el Grande y en muchos aspectos su modelo, el Moscú de
Stalin era una civilización utópica construida sobre los huesos de los esclavos. Los hermanos
Vesnin también se implicaron en proyectos de construcción de hogares familiares
particulares. Se les encargó el diseño de apartamentos de dos y tres habitaciones. El nuevo
énfasis puesto en la construcción de viviendas particulares supuso un cambio fundamental en
la política urbanística del régimen. Durante la década de 1920, cuando las políticas eran
dictadas por el sueño utópico de construir nuevas formas de colectivismo, los bolcheviques
habían creado las «casas comunales» (doma kommuny), enormes bloques comunitarios con
hileras de dormitorios para varios miles de familias obreras, con cocinas, baños y lavaderos
compartidos, lo que liberaría a las mujeres de las cargas domésticas y enseñaría a los vecinos
a organizarse para vivir colectivamente. En 1931 las prioridades urbanísticas de Moscú
habían cambiado. A pesar de la escasez crónica de alojamiento en la capital soviética
(situación agravada por más de un millón de recién llegados), se decretó que el principal tipo
de vivienda que se iba a construir en Moscú era la casa de lujo con apartamentos familiares
individuales. El cambio de política tuvo seguramente que ver con el advenimiento de una
nueva élite política e industrial, cuya lealtad al estalinismo quedaba garantizada por sus
enormes donaciones materiales. El Plan Quinquenal había generado una excepcional
demanda de nuevos técnicos, funcionarios y administradores en todas las ramas de la
economía. paga. El desplazamiento de los «burgueses especializados» de los puestos
jerárquicos de la industria, la economía, las agencias de urbanismo, las academias y los
institutos de enseñanza fue la oportunidad ideal para que la «intelligentsia proletaria» fuese
ascendida y ocupara su lugar. El primer Plan Quinquenal marcó el auge de las Escuelas de
Aprendices Fabriles (FZU), dedicadas a la capacitación de obreros, por lo general campesinos
recién llegados del campo, para abastecer las crecientes filas de los trabajadores industriales y
los puestos administrativos de la economía. Stalin, para quejarse de las injusticias de la
colectivización y las requisas desmedidas del grano de los campesinos, acerca de los
problemas en las fábricas, de la corrupción de los empleados y funcionarios soviéticos y de la
escasez de vivienda y de víveres en los comercios. No era en absoluto un pueblo resignado a
su destino. Hubo levantamientos y huelgas en todo el territorio. En muchas calles de la
ciudad las pintadas antisoviéticas eran casi tan visibles como la propaganda del régimen. En
las zonas rurales, la oposición al régimen soviético estaba muy extendida, y se hacía oír en
canciones rimadas. Anunció una meticulosa purga de las filas del Partido. Stalin necesitaba
apoyo fiable. La Gran Ruptura había provocado un caos social y un descontento que minaban
su liderazgo. Los archivos del Partido y de los Soviets están llenos de cartas y solicitudes de
innumerables trabajadores y campesinos que se quejaban de las desgracias del Plan
Quinquenal. Escribían al gobierno soviético, a Mijail Kalinin, el presidente soviético, o
directamente a en el interior del Partido, no había oposición formal a la línea de Stalin, pero
por lo bajo la discusión y el descontento por el coste humano entre 1928 y 1932 era enorme.
En 1932, estos sentimientos comenzaron a cristalizar alrededor de dos grupos informales.
Uno de ellos se formó alrededor de los antiguos seguidores de Trotski, de la Izquierda
Opositora, en la década de 1920 (I. N. Smimov, V. N. Tolmachev, N. B. Eismont), quienes
celebraron varias reuniones en las que se habló de sacar a Stalin del poder. El otro grupo
estaba compuesto de elementos remanentes de la más moderada Derecha Opositora,
conducidos por partidarios de la NEP como Rykov y Bujarin, y en particular por N. N.
Riutin, ex secretario del distrito en la organización del Partido de Moscú. En marzo de 1932,
Riutin convocó una reunión íntima y secreta de antiguos camaradas, de la que emanó un
documento mecanografiado de 194 páginas titulado «Stalin y la crisis de la dictadura del
proletariado». Era una crítica detallada a las políticas, metodología de gobierno y
personalidad de Stalin que circuló entre las filas del Partido hasta ser interceptado por la
OGPU. Todos los líderes de la así llamada Plataforma Riutin fueron arrestados, expulsados
del Partido y arrestados en otoño de 1932. La mayoría de ellos serían fusilados en la Gran
Purga de 1937, cuando muchos antiguos bolcheviques más, veteranos de 1917, fueron
acusados de tener una u otra vinculación con el grupo. Al quedar expuesto el grupo de Riutin,
la paranoia de Stalin que lo empujaba a creer en la existencia de opositores en el interior del
Partido se acentuó. Coincidió con el suicidio de su esposa, Nadezhda Allilueva, ocurrido en
noviembre de 1932, que descolocó profundamente al líder, quien a partir de entonces
desconfiaba de todos los de su entorno. En enero de 1933 el Politburó Mediante esta purga de
los antiguos y el reclutamiento de los nuevos, la naturaleza del Partido fue evolucionando
gradualmente a lo largo de la década de 1930. Mientras que los antiguos bolcheviques
perdían terreno, una nueva clase de burócratas iba emergiendo de las huestes y filas de la
industria, en su mayoría trabajadores ascendidos a cargos administrativos (vidvizhentsi). Los
vidvizhentsi eran hijos (y muy ocasionalmente hijas) del campesinado y el proletariado
capacitados en las FZU y otros institutos de enseñanza técnica durante el Primer Plan
Quinquenal. Esta cohorte de funcionarios se convirtió en la columna vertebral del régimen
estalinista. Cuando finalizaba el reinado de Stalin, componían la gran mayoría de los
estamentos más altos del Partido (57 de los 115 ministros del gobierno soviético de 1952,
incluyendo a Leonid Brezhnev, Andrei Gromiko y Alexei Kosigin, eran vidvizhentsi del
Primer Plan Quinquenal). La élite emergente de los primeros años de la década de 1930 era
por lo general conformista, y obedecía ciegamente al régimen que le había dado origen y
espacio. Con tan sólo siete años de educación promedio, pocos de los nuevos funcionarios
tenían la capacidad de tener opiniones políticas independientes. Tomaban las ideas de las
declaraciones de los líderes del Partido a la prensa, y repetían sus consignas propagandistas y
su jerga política. Sus verdaderos conocimientos de la ideología marxista-leninista eran
escasos: el contenido básico del Curso Breve (1938), la historia del Partido escrita por Stalin,
que todos conocían de memoria. Se identificaban completamente con el régimen estalinista,
con sus valores e intereses, y todos ellos estaban más que dispuestos a avanzar en sus carreras
obedeciendo órdenes de arriba. El carácter de esta nueva élite fue retratado con mordacidad
por Arkadi Mankov, contable de la Fábrica Triángulo Rojo de Leningrado. Hijo de un
abogado, Mankov trabajaba en la fábrica para cualificarse como «proletario» y así poder
ingresar en el Instituto de Bibliotecarios. En una entrada de su diario de 1933, describe a su
jefe, un joven de veinticinco años que había empezado su carrera de la misma maneta que
otros miles de jóvenes. En La revolución traicionada (1936), donde traza las líneas
principales de su teoría de un «termidor soviético», Trotski apuntó contra la vasta «pirámide
administrativa» de burócratas, que según él alcanzaba los cinco o seis millones, sobre la que
descansaba el poder de Stalin. Esta nueva casta gubernamental no compartía los instintos
democráticos o el culto espartano de los antiguos bolcheviques, que tanto se habían
preocupado por evitar que las filas del Partido se corrompieran por la influencia burguesa de
la NEP. Por el contrario, estos nuevos burócratas aspiraban a convertirse ellos mismos en una
nueva burguesía soviética. Les interesaba sobre todo el confort doméstico, la adquisición de
posesiones materiales, y los modales y pasatiempos «cultos». Eran socialmente reaccionarios,
y se aferraban a las costumbres de la familia patriarcal, y en sus gustos culturales era
conservadores, por más que políticamente abrazaran el comunismo como ideal. Su mayor
aspiración era defender el sistema soviético, del que obtenían los recursos materiales de su
bienestar y su posición en la sociedad. El sistema, por su parte, se aseguraba de tenerlos
contentos. Durante el Segundo Plan Quinquenal (1933-1937), el gobierno incrementó la
inversión en industrias de consumo, que desde hacía mucho no recibía aportaciones de
capital, dedicados a impulsar la construcción de ciudades y fábricas. Hacia mediados de la
década de 1930, el suministro de víveres, ropa y enseres domésticos había mejorado
considerablemente (millones de niños que crecieron en estos años recordarán que fue
entonces cuando recibieron como regalo su primer par de calcetines). A partir del otoño de
1935, la racionalización fue levantada progresivamente, dando lugar, según la propaganda
soviética, a una especie de ánimo optimista entre los consumidores, a medida que los
escaparates se llenaban de mercancías: cámaras fotográficas, gramófonos y radios producidos
en masa para la clase media urbana con aspiraciones. El aumento en la producción de
productos de lujo (perfumes, chocolate, coñac y champán) era constante, y aunque estaban
destinados a la nueva élite, durante las ferias y fiestas soviéticas el precio era rebajado. Era
importante para sostener el mito soviético de la «buena vida», para dar la impresión de que
los objetos de lujo que antes sólo eran asequibles para los ricos ahora también podían llegar a
las masas, que también podían permitírselos si trabajaban con denuedo. La promoción de la
cultura consumista soviética fue un retroceso ideológico enorme respecto del ascetismo
revolucionario de los bolcheviques durante la primera década de la Revolución, o incluso
durante el período del Primer Plan Quinquenal, cuando los comunistas llamaban a sacrificar
la propia felicidad en aras de los objetivos del Partido. Los líderes del Soviet ahora
transmitían el mensaje contrario: consumismo y comunismo eran compatibles. El socialismo,
argumentaba Stalin en 1934, «no significa pobreza y privación, sino la eliminación de la
pobreza y la privación, y la organización de una vida rica y culta para todos los integrantes de
la sociedad». Stalin desarrolló esta idea en la conferencia de trabajadores de koljoz de 1935.
Reprendiendo a las granjas colectivas por intentar eliminar toda forma de propiedad privada
doméstica, Stalin pidió que se permitiera a los trabajadores de los koljoz conservar sus aves y
vacas, que se les concediera más espacio para su huerta particular, y que se estimularan más
los intereses individuales. «Una persona es una persona. Y quiere tener algo que le
pertenezca», dijo Stalin a los delegados. No era «un crimen», sino el instinto humano natural
de poseer algo propio, y «falta todavía mucho tiempo para que podamos reformar la
psicología del ser humano y reeducar a la gente para que viva en colectividad». Un signo aún
más acentuado de este retroceso de la cultura ascética de la Revolución fue la importancia
que empezó a darse en el Partido al aspecto personal y la etiqueta. Para los bolcheviques de la
primera hora, el cuidado personal era antisocialista y desdeñable. Pero a partir de la década
de 1930 el Partido declaró que los buenos modales y la buena presencia eran de rigor para el
joven comunista. La consolidación del régimen estalinista estuvo íntimamente relacionada
con la creación de una jerarquía social basada en recompensas materiales garantizadas. Para
todos aquellos que se encontraban en la cima de la pirámide, esas recompensas estaban al
alcance de la mano en función de su desempeño y lealtad; para los que se encontraban en la
base de la pirámide, no eran más que una promesa de futuro, cuando el comunismo se
consumara. El régimen estaba entonces vinculado al establecimiento de una sociedad de
aspirantes, en cuyo núcleo se encontraba esa nueva clase media conformada por las élites
industriales y partidarias, la intelligentsia técnica y profesional, los oficiales de la policía y el
ejército, y los trabajadores industriales cuya lealtad se viese refrendada por sus esfuerzos
laborales (los estajanovistas) El principio que definía a esta nueva jerarquía social era el
servicio al Estado. En cada institución, el eslogan del Segundo Plan Quinquenal («¡Los
mandos lo deciden todo!») servía para sostener a los leales servidores del Estado, y su lealtad
era recompensada con mayores salarios, acceso especial a bienes de consumo y títulos y
honores soviéticos. La emergencia de la clase media soviética también fue promovida a
mediados de la década de 1930 por el fomento instrumentado por el régimen de los valores
familiares tradicionales («burgueses»), lo que implicó una subversión radical de las políticas
antifamiliares aplicadas por el Partido desde 1917. Fue en parte una reacción frente al
impacto demográfico de la Gran Ruptura: la tasa de natalidad había caído estrepitosamente,
poniendo en jaque la provisión de mano de obra y poderío militar del futuro; la tasa de
divorcio crecía de manera alarmante, y la fragmentación familiar había hecho del abandono
infantil un fenómeno de masas, cuyas consecuencias debía afrontar el Estado. Pero el retorno
a los valores familiares tradicionales también era un reflejo del conservadurismo de la nueva
élite política e industrial, en su mayoría compuesta por gente que hasta hace poco formaban
parte de la masa del campesinado y la clase obrera. Como escribiera Trotski en 1936, el
cambio de política fue una abierta admisión del Soviet de que su utópico intento de «arrancar
a la antigua familia de cuajo» (arrancar de raíz los hábitos y costumbres de la vida privada e
implantar instintos colectivos) había fracasado. A partir de mediados de la década de 1930, el
Partido adoptó una postura más liberal respecto de la familia y el hogar familiar. La noción
de «vida privada» (chastnaia zhizn’), una esfera cerrada e independiente, más allá del control
y escrutinio del Estado, fue promovida activamente desde el Estado. En esta configuración de
la división entre lo público y lo privado, lo privado y personal eran definidos en términos de
individualidad, aunque la propia definición de esfera pública exigía la visibilidad de todos los
aspectos de la vida del individuo. A efectos prácticos, significó la liberación del espacio entre
cuatro paredes del hogar para la libre expresión de la domesticidad (gustos de consumo,
estilos de vida, usos y costumbres y demás), pero reteniendo el control político de la vida
privada de los individuos, sobre todo de los comunistas. El nuevo énfasis puesto en la
construcción de viviendas particulares fue un signo de este cambio de política. Todos los
ministerios principales tenían sus propios bloques de apartamentos en Moscú, que ocupaban
los funcionarios de mayor rango. Las familias bolcheviques que, en la década de 1920,
habían llevado una existencia más bien austera gozaban ahora de un relativo lujo, y eran
recompensadas con viviendas nuevas, acceso privilegiado a los almacenes comerciales,
automóvil con chófer, dachas, vacaciones en centros vacacionales y de salud
gubernamentales. Para muchas de esas familias, la década de 1930 fue el tiempo en que
ganaron por primera vez su propio espacio doméstico y su autonomía. La adjudicación de
dachas a la élite soviética (organizada a gran escala a partir de la década de 1930) fue un
importante aliciente de la vida privada familiar. En la dacha, a salvo de ojos y oídos ajenos, la
familia podía sentarse y conversar de una manera impensable hasta ese momento. Es más, la
rutina diaria de la sencilla vida campesina (nadar, pasear al aire libre, recoger setas, leer,
holgazanear en el jardín) daba a las familias un respiro de las restricciones de la sociedad
soviética. El régimen estalinista promovía el retorno al hogar de las relaciones familiares
tradicionales. El casamiento se convirtió en una ceremonia glamurosa. La restauración
ideológica de la familia estaba íntimamente relacionada con su promoción en tanto unidad
básica del Estado. «La familia es la célula fundamental de nuestra sociedad —escribía un
pedagogo en 1935—, y sus deberes en la crianza de los niños derivan de su obligación de
educar buenos ciudadanos.» A partir de la década de 1930, el régimen estalinista comenzó a
representarse a sí mismo con símbolos y metáforas de índole familiar, un sistema de valores
muy reconocible para la población en tiempos en que millones de personas se encontraban en
un entorno nuevo y extraño. El culto a Stalin, que arrancó en estos años, mostraba al líder
como «padre del pueblo soviético», tal como Nicolás II había sido el «padre-zar» (tzar-
batiushka) del pueblo ruso hasta 1917. Las instituciones sociales como el Ejército Rojo, el
Partido, el Komsomol, y hasta el «proletariado» eran concebidos como una «gran familia»
que ofrecía en el compañerismo una forma más elevada de pertenencia. En este estado-
partido patriarcal, el papel de los padres se veía ahora fortalecido como una figura de
autoridad que apuntalaba los principios morales del régimen soviético en el interior del hogar.
Pero esos recuerdos felices no eran compartidos por todos. Para muchas familias, la década
de 1930 fueron tiempos de creciente incertidumbre. La restauración de las relaciones
tradicionales generaba muchas veces tensiones entre maridos y esposas. Según Trotski, que
escribió extensamente sobre la familia soviética, el régimen estalinista había traicionado el
compromiso revolucionario bolchevique de liberar a la mujer de la esclavitud doméstica. Su
afirmación está refrendada por las estadísticas, que revelan el modo en que estaban divididas
las tareas domésticas en las familias de clase obrera. Entre 1923 y 1934, las trabajadoras
dedicaban tres veces más tiempo que sus esposos a realizar tareas domésticas, pero en 1936
dedicaban cinco veces más. Para las mujeres nada cambió durante la década de 1930:
trabajaban largas horas en las fábricas y después hacían un segundo turno en casa, cocinando,
limpiando, ocupándose de los hijos durante al menos cinco horas, cada noche. Los hombres,
por el contrario, quedaron liberados de la mayor parte de sus responsabilidades domésticas
tradicionales (cortar leña, acarrear agua, preparar la estufa) gracias a la modernización de las
viviendas, que trajo consigo la provisión de agua corriente, gas y electricidad, y les dejó así
más tiempo libre para fines culturales o políticos. El regreso a valores «burgueses» y
materiales era muchas veces causa de tensiones en el seno de las familias.

Cap2

Para la gran mayoría de la población soviética, la década de 1930 fueron años de escasez
material, e incluso para la nueva burocracia, con acceso a comercios especiales, la provisión
de productos y víveres nunca era abundante. Las provisiones que recibían permitían a estas
familias vivir con mayor holgura que la mayoría, pero para los estándares occidentales
llevaban vidas muy modestas. Estas familias también podían comprar ropa y calzado en los
comercios especiales con cupones que les daba el gobierno, y tenían acceso privilegiado a los
víveres de lujo y productos de consumo cuando había disponibilidad. Pero su privilegiada
posición era relativamente marginal, y la mayoría de los funcionarios comunes de Stalin
llevaban una existencia modesta, con un par de prendas de ropa de más o un espacio apenas
más grande para vivir que el ciudadano promedio. Existía una correlación exacta entre la
adjudicación de bienes materiales y el poder o la posición en la jerarquía sociopolítica. Por
debajo de la élite soviética, nadie tenía demasiadas posesiones, la mayoría de la gente sólo
tenía lo puesto, y los alimentos apenas alcanzaban para todo el mundo. Pero incluso en la
distribución de estos exiguos bienes había un estricto escalafón con infinitas categorías y
subcategorías basadas en el estatus del empleado en su lugar de trabajo, en sus habilidades y
experiencia y, en cierto sentido, también en su ubicación geográfica, pues los salarios eran
mejores en Moscú y las grandes ciudades que en las ciudades de provincias y las zonas
rurales. A pesar de su imagen e ideales igualitarios, ésta era en realidad una sociedad
altamente estratificada. La jerarquía de la pobreza era muy rígida. El comercio privado
compensaba parcialmente las frecuentes interrupciones de la economía planificada. La gente
compraba y vendía sus enseres domésticos en el mercado de segunda mano. Si podían
afrontarlo, compraban los productos que cultivaban los campesinos de los koljoz en sus
huertos privados en los pocos mercados urbanos tolerados por el gobierno. Estaba permitido
que la gente vendiera sus muebles y otros objetos preciados en las tiendas de comisionistas
del Estado, o que cambiaran sus joyas y moneda extranjera por alimentos de lujo o artículos
de consumo en los comercios de Torgsin, abiertos por el régimen a principios de la década de
1930 con el fin de despojar a la población de sus ahorros y recolectar fondos para el Plan
Quinquenal. El mercado negro florecía al margen de los planes económicos. Los productos
disponibles en los comercios del Estado eran vendidos a precios exorbitados por debajo del
mostrador, o desviados hacia comerciantes particulares (amigos del funcionario, al que
pagaban una cuota) para ser revendidos en el mercado negro. Para hacer frente al problema
de suministros, se puso en marcha una «economía de favores», una pequeña red informal de
clientes y proveedores (un sistema conocido como blat). En más de un sentido, la economía
soviética no podría haber funcionado sin estas conexiones privadas. Para conseguir algo (una
habitación en alquiler, enseres domésticos, un pasaje en tren, un pasaporte o papeles
oficiales), era necesario tener contactos personales: familia y parientes, colegas, amigos y
amigos de amigos. Los mismos principios del mercado negro funcionaban en las fábricas e
instituciones soviéticas, donde muchos bienes y servicios eran obtenidos a partir de contactos
y favores personales. La propaganda soviética mostraba el blat como una forma de
corrupción (la erradicación de este sistema de vínculos privados cliente-proveedor fue uno de
los objetivos principales de las purgas), y este punto de vista era compartido en especial por
muchos trabajadores. Pero la mayoría de las personas tenía una actitud ambigua respecto al
blat: reconocían que no era moralmente correcto, y ciertamente no era legal, pero confiaban
en él, al igual que todo el mundo, a la hora de suplir sus necesidades y sortear los escollos de
un sistema que sabían injusto. Sin el blat, era imposible tener el menor confort en la Unión
Soviética. Como dice un proverbio: «Mejor tener cien amigos que cien rublos». La escasez de
vivienda era tan aguda en las ciudades superpobladas que la gente era capaz de hacer lo que
fuese por tener más espacio vital. El masivo flujo de campesinos hacia la industria puso en
jaque la capacidad urbanística de las ciudades. En las nuevas ciudades industriales, donde la
construcción de viviendas estaba muy retrasada con respecto al crecimiento de la población,
la situación era todavía peor. Las historias de matrimonios falsos celebrados con objeto de
conseguir más espacio para vivir son incontables, de parejas divorciadas que seguían bajo el
mismo techo por no perder su espacio de vivienda, y de vecinos que se denunciaban unos a
otros con la esperanza de conseguir más espacio. El tipo de vivienda más común en las
ciudades soviéticas era el apartamento comunal (kommunalka), en el que varias familias
convivían en un mismo apartamento, compartiendo cocina, baño y letrina, si es que tenían esa
suerte (muchos habitantes urbanos sólo contaban con los baños públicos y los lavaderos). En
Moscú y Leningrado tres cuartas partes de la población vivían en apartamentos comunales a
mediados de la década de 1930, y esa forma de vida siguió siendo la norma para la mayoría
de las personas durante el período de Stalin. Los kommunalka, así como todo lo demás, se
modificaron sustancialmente en la década de 1930. Mientras que su propósito en la década de
1920 era afrontar la crisis habitacional y a la vez asestar un golpe a la vida privada, ahora su
objetivo fundamental era extender los poderes de control del Estado en el espacio privado del
hogar familiar. Después de 1928, los soviéticos reforzaron su política de «condensación»,
trasladando deliberadamente a activistas del Partido y trabajadores leales a los hogares de
antiguos burgueses para poder tenerlos bajo control. El apartamento comunal era un
microcosmos de la sociedad soviética, los bolcheviques creían que, obligando a las personas
a compartir su espacio vital, lograrían volverlas más comunitarias en sus ideas y
comportamientos básicos. El espacio privado y la propiedad desaparecerían, la vida familiar
sería reemplazada por la fraternidad y organización comunista, y la vida privada del
individuo estaría sujeta a la vigilancia y el mutuo control de la comunidad. En cada
apartamento comunal había responsabilidades compartidas que los vecinos debían repartirse
entre ellos. Las facturas de servicios comunes, como el gas y la electricidad, o el teléfono,
eran divididas equitativamente, ya fuese en función del consumo (por ejemplo, el número de
llamadas telefónicas, o la cantidad de lamparillas que había en una habitación), de la cantidad
de espacio o del tamaño de la familia. Los gastos de reparaciones también se cubrían
colectivamente, aunque muchas veces se producían discusiones acerca de las
responsabilidades individuales, que por lo general debían ser resueltas en una reunión de
vecinos. La limpieza de los espacios comunes (el vestíbulo, la entrada, el baño, la letrina y la
cocina) era rotativa, y los turnos se anunciaban en un panel del vestíbulo. Cada cual tenía «su
día» de lavar la ropa. Por la mañana debían hacer cola para el baño, cuyo uso también estaba
organizado por turnos. Dentro de este mini- estado, los principios rectores debían ser la
igualdad y la equidad. «Dividíamos todo lo más equitativamente posible El puesto de
«mayor» (otvetstvennyi kvartoupolnomochennyi) fue establecido en 1929, cuando se definió
el estatuto legal de los apartamentos comunales como instituciones sociales con reglas y
responsabilidades específicas hacia el Estado: control de la normativa sanitaria, recolección
de impuestos, aplicación de la ley, e información a la policía acerca de la vida privada de los
ocupantes. Se suponía que los «mayores» debían ser elegidos por los habitantes de la casa,
pero lo más común era que se eligieran a sí mismos y luego fueran aceptados por sus vecinos,
ya fuese gracias a su fuerte personalidad o al lugar que ocupaban en la sociedad.

Una nueva ley de 1933 puso los apartamentos comunales exclusivamente a cargo de los
mayores, reforzó sus vínculos con la policía y les dio autoridad sobre los «guardianes»
(dvorniki), consabidos informantes encargados de limpiar las escaleras y el patio, patrullar el
perímetro de la casa, cerrar con llave las rejas del patio por las noches y no perder de vista a
los que salían y entraban. Gracias a los mayores y los guardianes, la administración del
edificio se convirtió en la herramienta operativa básica de todo el aparato de control y
vigilancia de la policía. Hacia mediados de la década de 1930, la NKVD había logrado tender
una vasta red de informantes secretos. En cada fábrica, oficina y escuela había gente que
informaba a la policía. La idea de la mutua vigilancia era central en el régimen soviético. En
un territorio demasiado extenso para poder ser controlado por la policía, el régimen
bolchevique (al igual que el zarista anterior) confiaba en la vigilancia de la gente por la
misma gente. Históricamente, Rusia tenía normas e instituciones colectivas muy fuertes que
alentaban esas políticas. Si bien los regímenes totalitarios del siglo XX pretendieron hacer
que la población hiciera el trabajo de la policía, y uno o dos de ellos, como el Estado de la
Stasi en la RDA, lograron durante un breve lapso infiltrarse en todas las capas de la sociedad,
nadie tuvo el éxito del régimen soviético, que durante sesenta años logró controlar a la
población mediante el escrutinio colectivo. Los kommunalka cumplieron un papel vital en el
sistema de control colectivo. Sus residentes sabían prácticamente todo de sus vecinos: sus
horarios en días normales, sus hábitos personales, quiénes eran sus amigos y quiénes los
visitaban, lo que compraban, lo que comían, lo que decían al teléfono (usualmente instalado
en el pasillo), y hasta lo que decían en su propia habitación, ya que las paredes era delgadas
(en muchos cuartos las paredes no llegaban hasta el techo). El chisme, el espionaje y la
delación estaban al orden del día en los apartamentos comunales de la década de 1930, época
en que se alentaba a la gente a estar atenta y vigilar. Los vecinos abrían la puerta de su
habitación para ver la cara de los invitados que llegaban, o lisa y llanamente para escuchar
una conversación telefónica ajena. Entraban en las habitaciones de otros para «hacer de
testigos» si marido y mujer discutían, o para intervenir si hacían mucho ruido, se excedían
con el alcohol o se ponían violentos. El presupuesto era que, en un apartamento comunal, no
había nada que fuese realmente «privado», y solía oírse decir que «lo que hace uno puede ser
la desgracia de todos». En esas condiciones de hacinamiento era frecuente que hubiese
discusiones acerca de algún objeto personal: comida faltante de la cocina compartida, robos
en el interior de las habitaciones, ruido o música durante la noche. «El ambiente era
irrespirable —recuerda una vecina—. Todos sospechaban que todos eran ladrones, pero
nunca había evidencias. Sólo acusaciones murmuradas a espaldas de los demás.» Con la
gente en ese estado de tensión, no tardaban en estallar peleas que terminaban en denuncias
ante la NKVD. Muchas de estas rencillas tenían origen en resentimientos sin importancia. El
apartamento comunal era el centro doméstico de la cultura soviética de la envidia, un rasgo
que en ese sistema de necesidades materiales obviamente floreció. En un sistema social
basado en el principio de igualdad en la pobreza, si una persona tenía más que los demás de
un determinado artículo, se presuponía que era en detrimento de la provisión de los otros.
Toda señal de ventaja material (una prenda de ropa nueva, mejor vajilla o algún alimento
especial) podía disparar una reacción agresiva de cualquiera de los otros residentes, quienes
naturalmente sospechaban que esos productos habían sido obtenidos gracias al blat. Los
vecinos se aliaban y enemistaban en razón de esas supuestas ilicitudes La falta de privacidad
era la mayor causa de tensión. Incluso en el interior de la habitación familiar, no había un
solo lugar que uno pudiese llamar propio. La habitación cumplía diversas funciones:
dormitorio, comedor, lugar para recibir invitados, un lugar para que los niños hicieran sus
tareas escolares, a veces incluso una cocina. En condiciones de tanta estrechez, tampoco
había espacio para la imaginación. Los vecinos estaban acostumbrados a cruzarse
semidesnudos en el corredor. Conocían lo peor de cada uno, porque lo veían cuando estaba
borracho o descuidado, sin la máscara que usan las personas para protegerse en lugares
públicos. Sabían cuándo un vecino tenía una visita por el sistema del timbre (pues cada
habitación tenía su propio número o secuencia de sonidos en la campanilla de la puerta
principal). Los lugares utilizados para funciones más íntimas (como el baño, la cocina y la
letrina) eran compartidos por todos, y no era difícil adivinar lo que allí había pasado por las
evidencias y detritos dejados atrás. La soga de tender la ropa en la cocina, los objetos íntimos
en el baño, las excursiones al baño en medio de la noche: con eso bastaba para saberlo todo.
En esta forma de «privacidad pública», la vida privada estaba expuesta al escrutinio colectivo
permanente. La falta de privacidad afectaba a la gente de maneras muy diversas. Para
algunos, lo peor eran las constantes intrusiones: vecinos que entraban en la habitación, que
golpeaban la puerta del baño o espiaban a las visitas. Otros reaccionaban ante el constante
ruido, la falta de limpieza o las atenciones sexuales que los hombres mayores dedicaban a las
muchachas. La letrina y el baño eran una incesante fuente de angustia e inquietud. Las
conversaciones privadas eran un problema aparte. La charla era claramente audible entre
habitaciones colindantes, así que las familias se acostumbraron a susurrarse las cosas. La
gente evitaba cuidadosamente hablar de política con los vecinos (en algunos apartamentos
comunales, los hombres no cruzaban palabra).Las familias de extracción burguesa o noble
ocultaban celosamente su origen El apartamento comunal tuvo un impacto psicológico
profundo en quienes vivieron allí durante muchos años. Durante las entrevistas, muchos de
los que residieron durante mucho tiempo en apartamentos comunales confesaron un profundo
temor a estar solos. El apartamento comunal prácticamente dio nacimiento a un nuevo tipo de
personalidad soviética. En particular los niños se vieron afectados por los hábitos y valores
colectivos. En el apartamento comunal, las familias perdieron el control sobre la educación
de sus hijos: sus tradiciones culturales y costumbres fueron reemplazados por los principios
domésticos comunes a toda la casa.

Capítulo3
Los ciudadanos soviéticos no tardaron en protestar contra la escasez y la inestabilidad de los
precios. Escribieron miles de quejas al gobierno para protestar por la corrupción y la
ineficiencia, a las que vinculaban con los privilegios de la nueva élite de burócratas. Y al
mismo tiempo había muchos ciudadanos que perseveraban con la esperanza de ver
consumada la utopía comunista antes de morir. Durante la década de 1930, el régimen
soviético se sostuvo sobre esta idea. Se persuadió a millones de personas para que creyeran
que las desventuras y penurias de su vida cotidiana eran un sacrificio necesario para construir
una sociedad comunista. El trabajo esforzado de hoy tendría su recompensa en el futuro,
cuando la «buena vida» soviética llegara a todos. En Ideología y utopía (1929), el sociólogo
alemán Karl Mannheim reflexionaba sobre la tendencia de los revolucionarios marxistas a
experimentar el tiempo como «una serie de hitos estratégicos» a lo largo del camino que
conduce al paraíso futuro, al que percibían como algo real y tangible. Como ese futuro es un
factor del presente y define el curso de la historia, confiere sentido a las realidades cotidianas.
En la Unión Soviética, esta idea del tiempo tiene sus raíces en las utópicas proyecciones de la
Revolución de 1917. Para los bolcheviques, octubre de 1917 fue el comienzo del Año Uno de
la nueva Historia de la Humanidad (así como 1789 marcó el comienzo del nuevo mundo
creado por los jacobinos). Al proyectar el presente en el futuro, la propaganda soviética daba
una imagen de la Revolución como un movimiento hacia delante (la «marcha de la historia»),
hacia la utopía comunista. Y esa misma propaganda exaltó los logros del Plan Quinquenal
como prueba contundente de que esa utopía ya asomaba por el horizonte. El Plan Quinquenal
tuvo un papel crucial en esta proyección utópica. El Plan tenía como objetivo adelantar la
llegada de ese futuro socialista acelerando el ritmo de toda la economía (de ahí el eslogan
«¡El Plan Quinquenal de cuatro años!»). De hecho, el objetivo era vencer al tiempo en sí, y
subordinarlo a la voluntad del proletariado. En las economías capitalistas de Occidente, el
trabajo estaba organizado de acuerdo con una estricta división racional. Pero en la Unión
Soviética el trabajo estaba estructurado para ajustarse a los objetivos del Plan Quinquenal.
Como la consecución de esos objetivos era siempre algo inminente, «tomar por asalto» los
mecanismos de producción y trabajar a destajo durante un breve lapso de tiempo hasta
alcanzar esos objetivos parecía tener sentido. La economía estalinista estaba basada en esa
«toma por asalto» de la producción, que debía cumplir con los objetivos del Plan Quinquenal,
así como todo el sistema estaba basado en la idea de que las penurias presentes serían
recompensadas con la utopía comunista. Al recordar la década de 1930, muchos dicen que la
sensación era que se vivía más para el futuro que para el presente. Esa sensación era
particularmente fuerte entre los que habían crecido después de 1917: gente joven, como
Patolichev, totalmente imbuida de los valores e ideales del régimen soviético. Para esta
generación, la utopía comunista no era un sueño lejano, sino una realidad tangible que estaba
al caer, a la vuelta de la esquina. Los escolares soviéticos de las décadas de 1920 y 1930
imaginaban la consumación del comunismo como una transformación instantánea de su
realidad inmediata (vacas de ubres llenas, fábricas humeantes) y no como una ciencia ficción
alejada y remota. Habían sido educados por la propaganda soviética y la literatura y el arte
del realismo socialista para imaginar el futuro soviético en esos términos. El realismo
socialista, tal como lo definiera oficialmente el Primer Congreso de Escritores de la Unión, en
1934, implicaba «una representación verdadera, históricamente concreta, de la realidad en su
desarrollo revolucionario». El papel del artista era describir el mundo no como era en el
presente, sino como sería (y como ya estaba siendo) en el futuro comunista. Moscú fue la
cantera de construcción de esa utopía. En la imaginación de los comunistas, donde «pronto» y
«ahora» se confundían bastante, Moscú estaba revestida de un estatus y significado
legendarios, como símbolo de la utopía socialista en construcción. En esa ciudad de ilusiones
fantásticas y sueños, las ruinas de unos cimientos eran un futuro bloque de apartamentos, y la
demolición de una iglesia daba la bienvenida a un nuevo Palacio de la Cultura. La velocidad
del cambio en la Unión Soviética de principios de la década de 1930 era vertiginoso. La
ilusión de que un nuevo mundo estaba en marcha hizo que muchos (incluido un gran número
de intelectuales socialistas de Occidente) se engañaran acerca del régimen de Stalin. Nina
Kaminskaia, una joven estudiante de leyes, siguió creyendo en ese nuevo mundo aun después
de que su padre fuese despedido de su empleo en el banco soviético, y a pesar de las
evidencias de una oscura realidad que ya empezaban a verse. En sus memorias, recuerda una
canción que ella y sus amigos cantaban, una canción de alegría por la vida feliz que se
acercaba, que simbolizaba el optimismo de su generación y su ceguera frente a la tragedia
que sus padres ya estaban viviendo: Aceptar esa visión del futuro implicaba adoptar ciertas
actitudes que hicieran más llevadera la convivencia con el régimen. Implicaba aceptar que el
Partido era una fuente de verdad revelada. Para muchos, esta idea entraba permanentemente
en conflicto con la verdad observable de la realidad existente, que no coincidía precisamente
con la Verdad Revolucionaria del Partido. Se veían obligados a vivir entre los estrechos
márgenes de estas dos verdades (reconocer las fisuras del sistema soviético sin dejar de creer
en las promesas de una vida futura mejor), algo que sólo lograban con un acto consciente de
fe política. Lev Kopelev, un joven comunista que tomó parte en algunos de los peores
excesos contra los kulaks en 1932 y 1933, recuerda los esfuerzos que debía hacer para
subordinar sus principios morales (lo que él llamaba «verdad subjetiva») a los más altos
ideales morales del Partido («verdad objetiva»). Kopelev y sus camaradas estaban
horrorizados de lo que se estaba haciendo con el campesinado. Pero se sometían al Partido: la
idea de aspirar a cambiar de posición partiendo de los ideales «burgueses de conciencia,
honor y humanidad», los aterraba. «Pero lo que más miedo nos daba —recuerda Kopelev—
era perder la cabeza, caer en la duda o en herejías, y por lo tanto nos dejábamos llevar por
una fe sin frenos.»Wolfgang Leonhard tenía una conciencia parecida de esta doble realidad.
Cuando se unió al Komsomol «ya hacía mucho tiempo que sabía que la realidad de la Unión
Soviética era muy distinta a la que pintaba el Pravda». Su madre había sido arrestada en
1937. Se habían llevado a sus amigos y maestros, y él había crecido en un orfanato. Pero
como bien explica a sus lectores occidentales, a quienes «podía sonar extraña» su alegría al
ser aceptado en el Komsomol: Creer en «la marcha hacia el comunismo» exigía la aceptación
del coste que ello suponía en vidas humanas. El Partido enseñaba a sus seguidores que
estaban envueltos en una batalla a vida o muerte contra los «elementos capitalistas» internos
y externos, que tendría su fin con la victoria final de la utopía comunista. La llegada al poder
de Hitler en 1933 fue un punto de inflexión crucial en esta lucha. Se la consideró como la
reivindicación de la teoría de Stalin, que afirmaba que cuanto más se acercara la Unión
Soviética al comunismo, mayor sería la resistencia de sus enemigos. El Partido endureció su
posición, obligando a los escépticos a dejar de lado sus dudas y a unirse contra el fascismo (o
arriesgarse a ser acusados de «mercenarios fascistas»). A partir de 1933, las purgas del
Partido se intensificaron, así como el escrutinio de los actos privados destinados a desenterrar
a miembros pasivos y «elementos ocultos». Se tildó de «enemigos» y «elementos extraños» a
amplios sectores de la sociedad, empezando por lo que quedaba de la nobleza y la burguesía
de Leningrado, quienes fueron arrestados y enviados al exilio a millares como consecuencia
del asesinato del jefe del Partido de esa ciudad, Sergei Kirov, en diciembre de 1934. Todo
grupo sospechoso de ser «una reliquia del pasado capitalista» (antiguos kulaks, pequeños
comerciantes, gitanos, prostitutas, criminales, vagabundos, mendigos y demás) era
susceptible de ser erradicado bajo la acusación de obstaculizar la construcción de la sociedad
comunista. Entre 1932 y 1936, decenas de millones de estos «elementos socialmente
dañinos» fueron rodeados por la policía y expulsados de sus ciudades y aldeas. La mayor
parte de ellos fue enviada al Gulag.

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