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u madre la odió desde el momento de su nacimiento por no haber sido un varón.

Su hermana la
envidió toda la vida. Tenía más encanto, talento y belleza que ella, sin duda alguna. Tal vez por eso
la eclipsaba delante de su padre. Tal vez por eso la envidia se fue transformando en odio. Ninguna
de las dos acudió ni una sola vez al sanatorio mental a visitarla. Ya no a sacarla de allí, simplemente
a verla durante unas horas. Ambas fallecieron sin acercarse a los muros de piedra de
Montdevergues y sin volver a enfrentarse a los maravillosos ojos azul oscuro de Camille Claudel,
que poco a poco se fueron apagando, víctima de la soledad, de la injusticia y del abandono.

Su padre la veneró toda su vida. Desde que nació supo que tendría que duplicar su amor y hacer
de padre y de madre al mismo tiempo. Y lo cumplió con creces. Pronto se dio cuenta de que
Camille era distinta. Y la apoyó en sus decisiones, a pesar de vivir en el siglo XIX, a pesar de que
fuese una mujer, a pesar de que todos -familia y amigos- le aconsejasen que no lo hiciera. La
protegió hasta su último suspiro. Una semana después de su muerte, una ambulancia rompió, al
alba, el silencio y la quietud del amanecer y dos enfermeros entraron en el taller de Camille para
meterla en una ambulancia y conducirla a su encierro, ese que sufrió el resto de su vida.

Su hermano la idolatró durante su infancia -su madre siempre detestó que los dos hombres de su
vida, su marido y su hijo, adorasen de esa forma a su hija mayor-. Paul fue el primer modelo que
esculpió y su primer ayudante. Juntos vivieron una infancia maravillosa, entre los bosques de
Tardenois. París los alejó, pero Rodin los separó para siempre. Paul, reconvertido al catolicismo,
desaprobó siempre su relación. Se convenció de que su hermana representaba el pecado, tal vez
por eso nunca la rescató, por mucho que ella se lo rogase, por mucho que él la quisiera. Tampoco
acudió a su entierro. Simplemente la abandonó. Ella le defraudó y él la abandonó.

Rodin se enamoró de ella desde el momento en el que la vio. Se enamoró de sus ojos, de su perfil,
de su vanidad, de su talento y de su carácter. Era testaruda, sincera e inteligente. No tenía miedo a
nada y le sobraba orgullo. Él tenía 43 años y ella 19. La convirtió en su musa, su alumna y su
amante. Le prometió el mundo, pero solo le dio las migajas. Nunca abandonó a Rose Beuret, como
le dijo que haría. Nunca se casó con ella, como le prometió por escrito y la engañó una y mil veces,
aunque también juró que no lo haría. Por todos estos motivos, Camille terminó abandonándole,
cansada de mentiras y desencantos, presa ya de crisis nerviosas, de insomnio y del comienzo de su
locura.

Todos los personajes citados fueron los protagonistas en la vida de Camille Claudel y marcaron su
devenir, desde su nacimiento hasta su muerte. Puede sobrar la figura de Louis Jeanne, su hermana,
que pasó sin pena ni gloria por el mundo y que imitó los pasos y los sentimientos de su madre para
con Camille. Todos los demás, su madre, su padre, Paul y Rodin son, sin duda, parte esencial en la
triste y trágica historia de la escultora francesa, que pasó a la posteridad por ser la amante de
Rodin, no por sus maravillosas creaciones o su innegable talento.

Cuando me planteé escribir La lluvia de Camille, la biografía novelada de Camille Claudel [ganadora
del Premio de Novela Histórica de la Editorial Ápeiron en 2019], partí del disgusto de ver a la artista
siempre a la sombra de Rodin o simplemente silenciada por la historia. Con mi libro pretendía
mostrar cómo fue su vida, cómo luchó contra la sociedad, contra el mundo, para ser feliz y libre.

RODIN SE ENAMORÓ DE ELLA DESDE EL MOMENTO EN EL QUE LA VIO. SE ENAMORÓ DE SUS OJOS,
DE SU PERFIL, DE SU VANIDAD, DE SU TALENTO Y DE SU CARÁCTER. ERA TESTARUDA, SINCERA E
INTELIGENTE. NO TENÍA MIEDO A NADA Y LE SOBRABA ORGULLO.

Camille no entiende por qué ese señor mayor con barba, de aspecto torpe y mirada miope la
observa como si hubiese visto un fantasma. Lentamente se acerca hacia ella, sin dejar de
contemplarla ni un segundo. Cuando llega a su lado, sin articular ni una sola palabra, desvía la
mirada de sus ojos azul oscuro hasta su escultura, situada justo enfrente. El busto infantil de Paul,
con un perfil perfecto, espera los últimos retoques. Los dulces gestos de su rostro y la profundidad
de su mirada son sencillamente maravillosos. Boucher no se quedó corto al alabar las obras de
Camille y su increíble talento. De repente, a Rodin ya no le parece tan mala idea sustituir a su
amigo. Al contrario, es lo mejor que le habría podido pasar. Como si despertarse de un largo
letargo, vuelve a sentir el aire en sus pulmones y el tamborileo de los latidos en sus sienes. No
entiende por qué pero ya necesita estar cerca de ella, verla todo el tiempo y poder observar cómo
trabaja. Sin quererlo, pero sin poderlo evitar, toda su existencia ya gira alrededor de la fiera y
apasionada Camille Claudel, y así será ya para siempre. O casi.

Llegó al mundo el 8 de diciembre de 1864 y desde que Louise Athénaïse la alumbrase, la odió. Ella
esperaba un varón, que sustituyera a su primer hijo, fallecido con tan solo quince días un año
antes, pero nació Camille y fue incapaz de redirigir el amor que sentía por Charles Henri hacia ella.
Absolutamente incapaz. Por eso, la novela arranca con el día de su nacimiento, horas antes de que
llegue el mundo. La esperanza de su madre por parir un varón y el desgarrador grito al verla en
brazos de la comadrona. Después, el rechazo -que se extendería ya el resto de su vida- a
amamantarla, cogerla o besarla. Hasta su olor le disgustaba. Desde muy pequeña comenzó a
llamarla ‘la usurpadora’, porque había ocupado el lugar de su hermano. Se lo reprochaba
directamente a ella. ¿Alguien se puede imaginar lo que es crecer sin el amor de tu madre? Y ya no
solo eso, sino saber que te odia por algo que tú no has hecho, por algo que le pasó a tu hermano
mayor, al que ni siquiera conociste.
Pues así creció la escultora francesa, la autora de obras tan maravillosas como El Vals, Clotho o
Helene, creación que expuso en el Salón de Mayo de París en 1882 y recibió muy buenas críticas.
Casualidades de la vida, Rodin supo de la existencia de Camille y de su obra, a través del busto que
hizo de la sirvienta, de la vieja Helene, que consiguió suplir, con sus besos y con sus ásperas manos,
la falta de amor de su madre. La esculpió, con sus arrugas en la frente, con su mirada profunda y su
moño apretado. Plasmó en su obra su carácter, su bondad y su infinito amor. Si con Helene logró
que la crítica francesa comenzase a hablar de su obra, con Sakountala les convenció de que era un
diamante en bruto. Corría el año 1888 y Camille Claudel, que ya convivía con Rodin, lograba la
mención especial del Salón de Artistas de París por su historia de amor basada en la leyenda hindú.
El rey Duchmanta se arrodillaba ante su amada y le pedía perdón por no haberla reconocido como
amante. Recreó la escena porque quería que fuera verdad, quería que él se postrase ante ella y le
demostrase su amor. Pero no el rey sino Rodin, que esculpía –y seducía– a otras mujeres; que
seguía volviendo cada noche a dormir con Rose Beuret, su pareja durante toda su vida y la que
toleró todas sus infidelidades

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