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Secretaría de Posgrado FADU/UBA

Carrera de Especialización / Maestría en


Historia y Crítica de la Arquitectura, Diseño y Urbanismo

Título de curso: Historia urbana de la ciudad de Buenos Aires.

Alumno: Juan Manuel Casas García

Profesor a cargo: Rodolfo Giunta

Fecha de cursada: Primer cuatrimestre 2012


Realización: Noviembre 2013

Evaluador:______________________

1
Paralelismos en la historia urbana de Buenos Aires, Argentina y Monterrey,
México durante la época colonial.

Contexto introductorio. Monterrey es capital del Estado de Nuevo León


(México), nombre que hereda directamente de la denominación virreinal “Nuevo
Reyno de León” que tuvo hasta los albores del México independiente, cuando se
sancionó la Constitución de 1824. El gentilicio de Monterrey es “regiomontano”. El
área metropolitana de esa capital provincial es de poco más de 6,500 kilómetros
cuadrados y tiene una población algo mayor a los 4 millones de habitantes (INEGI,
2010). Su mancha urbana tiene una extensión máxima de hasta 50 kilómetros de
oriente a poniente y hasta 35 de norte a sur. Es la tercera más grande de México y
la segunda economía más fuerte, sólo después de la capital. Se encuentra a mil
kilómetros al norte de ésta y a 220 de la frontera con los Estados Unidos (Nuevo
Laredo, Texas). Es uno de los bastiones duros de la “cultura norteña”, diferente a
la capitalina y en varios sentidos intencionalmente opuesta.

1. Génesis y exégesis comparativas. Tan distantes y ajenas como los 8 mil


kilómetros que las separan, Monterrey y Buenos Aires comparten un origen común
a toda la latinoamericanidad: son producto de la colonización española. Ya ese
solo hecho hace que haya muchas otras coincidencias: generalidades del idioma,
trazas urbanas y arquitecturas análogas, figuras sociales reconocibles y
comparables, organizaciones políticas similares, etcétera. Buenos Aires y
Monterrey vieron sus fundaciones definitivas a finales del siglo XVI, con no
demasiados años de diferencia entre sí: 1580 y 1596 respectivamente. Los
nombres de ambos fundadores acusan su total origen hispánico: Juan de Garay
para la primera y Diego de Montemayor para la otra. Como toda fundación que
aspiraba a ser una ciudad, las dos nacieron con sendos nombres que a la postre
habrían de ser acortados para mayor comodidad de todos: Ciudad de la Santísima
Trinidad y Puerto de Santa María del Buen Ayre pasó a ser simplemente Buenos
Aires, mientras que la Ciudad Metropolitana de Nuestra Señora de Monterrey se
quedó sólo con la última palabra.

Ambas fundaciones nacieron en condiciones más bien modestas; su carácter


periférico las mantuvo a la zaga de la atención de la Corona más allá de su primer
siglo de existencia y eso, sumado a la pobreza de la tierra en metales preciosos,
provocó naturalmente en sus pobladores la necesidad de procurarse su
supervivencia con ayuda del ingenio que, muchas veces, contravino disposiciones
oficiales de política económica. En relación con esto, en una tercera instancia
aparece otro rasgo análogo: ambos asentamientos humanos en sus tiempos
primigenios fueron de algún modo fronteras de territorios cuyas capitales y centros
de poder estaban muy lejos; esta característica las condujo al modus vivendi

2
clásico de las poblaciones fronterizas, es decir, el comercio de contrabando y todo
lo que de ahí se deriva: sentido de lo pragmático, contacto ilegal pero constante
con otros países (especialmente del mundo anglosajón), apertura y/o tolerancia a
personas e ideas diversas y, muy especialmente, una visión antagónica respecto
de la centralidad del poder con anhelos separatistas.

Los rasgos generales de sus nacimientos son similares, pues ya habían sido
objeto de intentos de fundación previa: la costosa y fatal aventura de Pedro de
Mendoza en 1536 en el caso de Buenos Aires, y para Monterrey, dos empresas
fracasadas: la de Alberto del Canto en 1577 (con el nombre de Villa de Santa
Lucía), y la de Luis Carbajal y de la Cueva, en 1586 (con el nombre de Villa de
San Luis).1 Ambas poblaciones fueron abandonadas al poco tiempo a causa de la
pobreza extrema de sus pobladores y la constante asolación que los indígenas de
la comarca ejercían sobre ellos. En efecto, algo también análogo para ambas
ciudades es justamente la cuestión indígena: es verdad que había presencia de
grupos autóctonos, pero también las crónicas y las investigaciones recientes
afirman su carácter nómada o semi-nómada, de tal suerte que esas naciones
aborígenes no construyeron arquitecturas ni, por lo tanto, hicieron cosa alguna que
pudiera parecer urbanismo. Por tal motivo los pobladores occidentales de Buenos
Aires y de Monterrey no incorporaron a su desarrollo cultural propio prácticamente
ningún aspecto de la cultura indígena local, pues para que cualquiera de éstas
hubiera podido ejercer alguna influencia, tendría que haber sido mucho más
intensa. Acaso, la manifestación más notoria (y casi única) sea en la toponimia; en
efecto, la presencia indígena autóctona apenas puede comprobarse en la
supervivencia de algunos nombres de lugares, como por ejemplo Chascomús,
Pehuajó o Chivilcoy para Buenos Aires, o Huinalá, Chipinque o Huajuco para
Monterrey. Una vez más, en ambos casos los contactos más frecuentes entre una
y otra cultura fueron de carácter belicoso hasta que a lo largo del siglo XIX ambas
ciudades consumaron el exterminio de lo que para sus habitantes significaba
amenaza.

La cuestión del separatismo merece atención especial, toda vez que, con sus
particularidades, tanto Buenos Aires como Monterrey ejercieron sobre los
territorios de sus respectivas comarcas tal influencia que esa separación llegó a
ser un hecho en el primer caso y punto menos que eso en el segundo. Buenos
Aires, como puerto y ciudad de indiscutible poder regional en toda la zona de
influencia del río de La Plata, controlaba desde por lo menos el siglo XVIII el
comercio legal e ilegal que entraba al territorio argentino y buena parte del que se

1
Las dos fundaciones previas de Monterrey fueron en el mismo sitio donde se realizó la tercera y
definitiva.

3
extiende más allá de sus actuales fronteras. Tras lograr la independencia en 1816,
las pugnas políticas internas que siguen a toda revolución de este tipo,
caracterizadas en este caso particular por Unitarios y Federales, vieron su punto
más álgido en el cisma de esta ciudad con respecto de lo que era llamado
entonces Confederación Argentina. Separada la primera de facto desde julio de
1853 (si bien el distanciamiento político era manifiesto desde el año anterior), se
constituyó como Estado de Buenos Aires –es decir, como una ciudad estado– con
el libre ejercicio de su soberanía interior y exterior, mientras no la delegue
expresamente en un gobierno federal.2 Su Constitución particular fue sancionada
al año siguiente, estableciendo, entre otras cosas, unas fronteras excesivas que,
de haber sido realidad, habrían formado un país enorme que equivaldría a por lo
menos la mitad de la república actual. En la corta existencia de aquel Estado, tal
cosa no llegó a suceder. Hasta su reincorporación a la Confederación en 1861
durante el mandato de Bartolomé Mitre, la superficie aproximada que alcanzó la
administración directa y efectiva del Estado de Buenos Aires fue de unos 100,000
km2, es decir, aproximadamente un tercio de la extensión actual de la provincia
homónima.

Por su parte, la ocasión en que más cerca estuvo Monterrey de la separación fue
en los tiempos del Plan de Monterrey, suscrito por el gobernador rebelde Santiago
Vidaurri en mayo de 1855. En dicho plan, el artículo 50 insinuaba la independencia
de Nuevo León respecto del estado mexicano bajo ciertas circunstancias:

… si lo creyeran conveniente, concurran a formar en un solo gobierno un todo


compacto y respetable al extranjero, a la guerra contra los bárbaros y a todo el que
pretenda combatir los principios salvadores y de libertad contenidos en los
3
artículos anteriores.

Aunque la justificación que expresa Vidaurri era, en efecto, una causa constante
de mortificación para los pobladores de Nuevo León, lo cierto es que el
centralismo de la Ciudad de México y sus políticas económicas desfavorables (que
incluyeron una fuerte vigilancia en las aduanas fronterizas) perjudicaban mucho
los intereses de las lejanas provincias del norte, para otros efectos, desatendidas.
Menos de un año después, en febrero de 1856, Vidaurri decretó la anexión del

2
Cisneros, Escudé y Corbacho en “Las relaciones entre la Confederación y el Estado de Buenos
Aires”. Historia general de las relaciones exteriores de la República Argentina. Versión virtual:
www.argentina-rree.com/5/5-013.htm
3
Plan de Monterrey, suscrito el 24 de mayo de 1855 por Santiago Vidaurri. Citado por Israel
Cavazos Garza en Breve Historia de Nuevo León, Fondo de Cultura Económica, 1994. Fuente
directa: Biblioteca Digital del Instituto Latinoamericano de la Comunicación Educativa (ILCE):
bibliotecadigital.ilce.edu.mx. Link particular de este libro:
bibliotecadigital.ilce.edu.mx/sites/estados/libros/nleon/html/toc.html

4
vecino Estado de Coahuila para formar a partir de entonces el Estado de Nuevo
León y Coahuila. Ambos territorios compartían una historia común, toda vez que
de Coahuila4 provinieron los primeros pobladores de Nuevo León.5 Durante ocho
años formaron una gran provincia que habría tenido algo más de 200,000 km2.
Esto llevó hasta límites no alcanzados antes el proyecto separatista de la mítica
“República de la Sierra Madre” (década de 1850), que agrupaba a los tres estados
del noreste (Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas), discutido por varios políticos
norestenses sobre todo a partir del desastre de la guerra contra los Estados
Unidos (1846-1848) y la consecuente pérdida de la mitad del territorio mexicano
septentrional, lo cual movió la frontera y sembró en los pobladores norteños otra
vez la idea de hacerse independientes de un sistema centralista que sólo
favorecía a la capital del país. La “República de la Sierra Madre”, a su vez, parecía
ser la heredera de otro proyecto separatista más antiguo, la “República de Río
Grande”, que agrupaba a los estados de Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas y
Texas,6 y que funcionó de facto durante unos meses del año 1840.

El Estado de Nuevo León y Coahuila fue un hecho político y administrativo a


disgusto del gobierno de la nación hasta el decreto de su separación en febrero de
1864, en medio del caos provocado por la guerra para expulsar al ejército invasor
francés. No volvió a haber gestos rebeldes similares desde entonces, aunque
ciertamente las tesis separatistas ocasionalmente son tema de discusión en
círculos cerrados y últimamente, merced a la libertad que las redes virtuales
parecen dar, se han avivado en foros de internet.

Después de superado el largo periodo que puso a prueba su mera supervivencia,


el devenir de ambas ciudades tomó rutas muy diferenciadas debido a sus
fundamentales diferencias geográficas: la una, puerto en un sitio privilegiado entre
la desembocadura de un anchísimo río y el Atlántico sur, la otra, pequeño vergel
en medio de una comarca esteparia ciertamente seca, a 400 kilómetros de la
costa más cercana. Pero aquí hay otra coincidencia: ambas son situaciones
estratégicas envidiables para el comercio: Buenos Aires, puerta de entrada a un
territorio gigantesco, Monterrey, paso obligado entre el centro del país y los
Estados Unidos, entre el Golfo de México y la “Tierra Adentro”, es decir, el vasto
territorio del centro-norte mexicano. Tras las luchas que a principios del siglo XIX
les valieron hacerse independientes del dominio español, sus recursos
4 2
Superficie actual del Estado de Coahuila: 151,595 km (INEGI, 2010; cuentame.inegi.org.mx)
5 2
Superficie actual del Estado de Nuevo León: 64,146 km (INEGI, 2010; cuentame.inegi.org.mx)
6
En aquel momento Texas era un país independiente; se había separado de la República
Mexicana desde 1836 (si bien esto nunca fue reconocido oficialmente por el gobierno nacional) y
fue anexionado a la Unión Americana en 1845. Esa anexión, promovida y apoyada por el gobierno
federal desde Washington, fue usada para justificar también la invasión a México un año más
tarde, con los resultados ligeramente descritos en el primer párrafo de esta página.

5
económicos particulares explicarán a partir de entonces sus definitivas diferencias.
Antes de que terminara el dicho siglo, Buenos Aires era ya una gran capital
latinoamericana y líder económico de orden mundial. El desarrollo de Monterrey lo
colocó también en una reconocida posición de liderato económico, aunque
ciertamente hubo de limitarse a una escala nacional, siempre rivalizando con la
capital del país. Monterrey nunca dejó de ser una ciudad de “provincia” (con y sin
la carga peyorativa que suele acompañar a esta definición), siempre a la sombra y
bajo las limitaciones impuestas por su hermana mayor, la Ciudad de México.
Buenos Aires pudo saltar de somnolienta población colonial en el último rincón del
continente a capital de su propio virreinato en las postrimerías del dominio
español. Monterrey supo convertirse en la capital industrial de México antes de
comenzar el siglo XX.

2. Urbanismo colonial. Sus primeros y largos años, de gran estrechez, fueron


paliados en muchas ocasiones con los socorros económicos que las capitales u
otras ciudades mejor avenidas les prodigaban de cuando en cuando. En ninguno
de los dos casos sus recursos fueron tantos que dieran lugar a grandes
arquitecturas perdurables, de suerte que hoy día no se puede hallar en ellas
edificio alguno construido que date del siglo XVII, y apenas unos cuantos vestigios
del siguiente. Sin embargo, ya para ese siglo XVIII las diferencias están
notoriamente acentuadas, por lo menos, a nivel urbanístico. Como ejemplo
haremos un breve análisis comparativo de la cartografía conocida de ambas
ciudades en el dicho siglo.

Buenos Aires. Para efectos de este repaso, se hizo una prospección en nueve
planos conocidos, a saber:7
 Dos con la autoría de Joseph Bermúdez, ambos titulados “Planta de la
ciudad de Buenos Ayres”, datado el primero en 1708 y el otro en 1713.
 Tres planos anónimos de los años 1750, 1778 y 1782
 El plano de Xavier de Charlevoix, 1756.
 El plano de Cabrer, 1776.
 Dos de 1800: el uno de Azara y el otro de Boneo.

Para fines comparativos y deductivos, hemos completado esta revisión con el


plano del “Repartimiento de solares” de Juan de Garay (1583) y el que representa
a la ciudad de 1608 realizado por Manuel de Ozores.

7
Tomados del Atlas de Buenos Aires, Horacio A Difrieri. Digitalizaciones por cortesía de Rodolfo
Giunta.

6
Monterrey. La cartografía regiomontana conocida del siglo XVIII es en extremo
reducida, limitándose al número de tres el de sus planos:
 “Presidio y ciudad de Monterrey”, dibujado por José de Urrutia en algún
momento entre 1765 y 1768, durante la larga expedición de reconocimiento
de las fronteras del norte de la Nueva España, recorriendo desde la costa
oeste los actuales estados de California (EEUU) y Sonora (México) hasta
los estados de Texas (EEUU) y Tamaulipas (México) en el Golfo de
México.8
 “Mapa de la cituación [sic] de la Ciudad de Monterrey del Nuevo Reyno de
León”, dibujado en 1791 por autor anónimo9
 “Plan que muestra la cituación [sic] de solares fabricados y sin fabricar de la
Ciudad de Monterrey del Nuevo Reyno de León”. Dibujado por Juan
Crouset en 1798 por orden del gobernador Simón de Herrera y Leyva.

¿Cómo nacen al urbanismo ambas ciudades? Buenos Aires presentó un orden


claro desde el principio; su fundador se preocupó por establecer esa disciplina
haciendo al mismo tiempo la repartición justa de los predios que les correspondían
a quienes lo acompañaron en esa empresa y dejando todo asentado en un plano

1. Buenos Aires. Plano de


la repartición de solares.
Juan de Garay, 1583.

8
Ese servicio a la Corona le valió a José de Urrutia el grado militar de Teniente.
9
Por mucho tiempo, desde que fue publicado por Santiago Roel en su Historia de Nuevo León.
Apuntes históricos (1938), se creyó que era autoría de fray Cristóbal Bellido y Fajardo, por
habérsele hallado en un legajo con un informe rendido por él. Las investigaciones de los últimos
veinte años han demostrado el anonimato. En este sentido, es especialmente notable el trabajo
titulado “Las tres versiones del plano de 1791” de Enrique Tovar (2009).

7
que, de modo poco frecuente, ha sobrevivido hasta nuestros días. Ese primer
trazo, sorprendentemente, habría de ser respetado por tres siglos hasta que el
espíritu haussmaniano hizo lo propio en esta ciudad, reconfigurándola con
ensanches de calles y apertura de ejes diagonales a partir de la década de 1880.
El Repartimiento de Garay dispuso, desde 1583 (es decir, recién tres años
después de la fundación) una ciudad totalmente ortogonal de 144 manzanas
cuadradas de aproximadamente 150 varas por lado cada una, ordenadas en 16
hileras de nueve manzanas, con el lado largo orientado de norte a sur. Cada
manzana, a su vez, estaba dividida en cuatro partes iguales que recibían el
nombre de “solares”. Debido al número par de hileras, la manzana para plaza
mayor no pudo estar equidistante al centro, sino en la novena hilera de sur a norte;
quedó ubicada en el mismo lugar donde todavía se halla la mitad poniente del
espacio público fundamental porteño: la Plaza de Mayo. Aunque no a pie juntillas,
esa traza evidencia de algún modo el conocimiento que Garay tenía de las
Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias,
expedidas por Felipe II en 1573.

La grilla urbana fue planteada con unos límites que hoy equivalen a las calles 25
de Mayo-Balcarce al oriente, la calle Estados Unidos al sur, Salta-Libertad al
poniente y Viamonte al norte. Aunque en el plano de 1608 (Ozores) esos límites
se ven ensanchados cuatro manzanas hacia el sur (es decir, hasta la actual calle
Cochabamba) y cinco al norte (actual calle de Arenales), lo cierto es que a lo largo
del siglo XVIII los planos citados que muestran algo interpretable como “mancha
urbana”, distinguiéndola del resto de la ciudad escasamente urbanizada –o partida
en quintas–, evidencian que esa “mancha” se extendió en un radio promedio de
apenas cinco manzanas a la redonda de la Plaza Mayor, es decir, con unos límites
aproximados a las actuales calles de Chile al sur, avenida 9 de Julio al oeste,
Lavalle al norte, siempre con avenida Leandro N. Alem al este.

2. Vista área actual de la


zona central de la ciudad
de Buenos Aires. La
sombra roja indica la
extensión máxima que
tuvo en los tiempos
coloniales.

8
Por lo tanto, la superficie que la mancha urbana porteña pudo haber alcanzado
hacia finales del siglo XVIII debió ser algo cercano a las 160 hectáreas. No
obstante, son muy notorias las grandes diferencias en extensión máxima de lo
“ocupado” por los pobladores entre mediados y finales de ese siglo. Después de la
parte (pretendidamente) urbanizada, el plano de Cabrer (1776) parece mostrar
una “segunda mancha” que aproximadamente se extiende hasta el actual Parque
Lezama hacia el sur, hasta lo que ahora sería avenida Callao hacia el oeste y
hasta donde ahora está la Plaza San Martín y el entorno de Retiro hacia el norte,
es decir, unas 760 hectáreas. Para el año 1800, Boneo en su propio plano
muestra una traza suburbana que, si bien al sur no pasa de la cota que parecía
tener naturalmente un cuarto de siglo antes, en cambio hacia el norte llega hasta
el actual entorno del cementerio de Recoleta, y hacia el oeste se pueden
interpretar esos límites hasta un lugar cercano a la actual avenida Pueyrredón,
todo lo cual equivale a unas 1,500 hectáreas. Aun considerando que la
información gráfica que un plano antiguo contiene debe tomarse con reservas, no
deja de ser elocuente el desarrollo de la ciudad en la segunda mitad del siglo
XVIII. Aparentemente 90% de su traza total eran sólo manzanas de chacras, pero
esa área suburbana, que parece haber crecido un 55% en sólo un cuarto de siglo,
ya está perfilando el orden de crecimiento de la ciudad a lo largo del siguiente
siglo.

3. Izquierda: Plan de la Ville de Buenos Ayres, Xavier de Charlevoix, 1756. 4. Derecha: Plan de la ciudad de
Santa María Puerto de la Santísima Trinidad de Buen Ayre, Boneo, 1800.

Monterrey, a diferencia de Buenos Aires, no cuenta con un plano de repartición de


solares de su tiempo primigenio. Su fundador definitivo, Diego de Montemayor,
hizo redactar, sí, un acta de fundación el 20 de septiembre de 1596 (fecha oficial
del aniversario de la ciudad) de la que sólo nos ha llegado una transcripción hecha
en 1819. Se trata de un documento de algo más de 2,700 palabras que llenarían
casi cuatro carillas donde, siempre cuidando los formulismos legales y demás
protocolos para esta clase de actos oficiales, no se lee sobre la repartición de
solares para la gente de aquella expedición fundadora, sino básicamente sobre la
definición del tamaño del ejido, la jurisdicción de la ciudad, la asignación de las

9
tierras de Propios, las de la Virgen y la dehesa boyal, aunque sí se expresa de
modo claro acerca del “sitio y solar” para la parroquia principal:

El dicho señor gobernador y capitán general Diego de Montemayor dijo: que para
el asiento y congregación de los vecinos y pobladores trazaba y trazó el puesto de
la ciudad nombrada e intitulada Nuestra Señora de Monterrey, que es junto al
monte de nogales, morales, parrales y aguacatales de donde salen los ojos de
agua que llaman de Santa Lucía, y la ciudad y asiento señala de la una banda, y
de la otra del río, y ojos de agua, y señaló primeramente sitio y solar para la Iglesia
mayor que es una cuadra de la plaza hacia la parte del norte leste.

Si esta cita habla del trazo “para el puesto de la ciudad”, no es improbable que
haya habido un registro escrito o dibujado que dejara asentado qué le
correspondía a “vecinos y pobladores”; sin embargo, para todo efecto práctico tal
documento es hasta ahora hipotético. Ese sitio original de fundación no es el
mismo donde hoy se encuentra la Plaza Zaragoza y la Catedral de Monterrey. Es
bastante bien sabido por la crónica de Alonso de León (primera mitad del siglo
XVII), que aquel asentamiento humano establecido por Montemayor fue destruido
por una inundación ocurrida en 1611 –desastre que no llegó a sufrir por haber
muerto un año antes– que motivó la mudanza de la ciudad a unos 700 metros al
sur, donde se volvió a hacer el trazo de la plaza mayor y el nuevo señalamiento
del sitio para parroquia y demás instituciones necesarias a la “república” de la
ciudad, destacadamente el Cabildo, Ayuntamiento o Casas Reales (que todos
estos nombres ha tenido el cuerpo de gobierno de la ciudad y, por consecuencia,
el edificio donde ejercía). A partir de ese nuevo trazo (1612) la ciudad quedó
definitivamente fijada con la plaza mayor en el mismo lugar donde aún hoy se
halla. Diego de Montemayor (y, valga la mención de paso, Diego Rodríguez, el
justicia mayor que hizo la mudanza de la población en 1612) no ignoraba el
documento de las famosas Ordenanzas de Felipe II, tal como se desprende del
siguiente pasaje en el acta de fundación, primera de tres ocasiones en que las
Ordenanzas son aludidas en dicho documento:

Y se ha de intitular e intitule la Ciudad de Nuestra Señora de Monterrey, y le


nombro con todo el derecho y estabilidad y firmeza que en las demás Ciudades
Metrópolis que en los reynos de su majestad están fechas y pobladas con todas
honras y privilegios y esenciones que se conceden por sus reales ordenanzas a
10
estas nuevas poblaciones…

Es de lamentarse que no se cuente con un relevamiento de la traza del Monterrey


primitivo, ya fuera al menos como proyecto (en el modo en que Juan de Garay
hizo lo propio para Buenos Aires) o como registro del estado en que las cosas se

10
Acta de la fundación de Monterrey, libro F1391/.M757/A3/1819? Capilla Alfonsina, Biblioteca
Universitaria, Universidad Autónoma de Nuevo León. Anexo Núm. 1, 1819.

10
hallaban, justo como podría haberse hecho en 1626 en ocasión de la “Vista de
ojos” que de la población hizo el recién llegado Martín de Zavala, nuevo
gobernador que habría de serlo hasta su muerte, acaecida 38 años después. La
detallada descripción que ha llegado hasta nuestros días se antoja
necesariamente acompañada de un dibujo que, también en esta ocasión, no pasa
de ser una hipótesis. Dice sobre la “Vista de ojos” el historiador Eugenio del Hoyo:

Este importantísimo documento nos permite saber cómo era la ciudad de


Monterrey a la llegada del gobernador don Martín de Zavala: (…) "Todas las
cuales dichas casas están distantes unas de otras, según y como se refieren en
este testimonio, sin orden ni contigüedad unas con otras, sin calles, policía, ni
comercio, ni modo de él, ni república". Se menciona el Convento Franciscano de
San Andrés que, por el acta de cabildo del 2 de agosto de ese año de 1626 tenía:
"pila de bautismo con su bautisterio, muy grande cementerio para entierro de
naturales, torre fuerte en la dicha Iglesia, muy buenas campanas", la Iglesia
Parroquial todavía no existía ya que no fue sino a fines de ese año cuando se
construyó a costa de don Martín. Frente al Convento, a cincuenta pasos de
distancia, la casa del Capitán Diego Rodríguez y en ella dos aposentos nuevos
con una torrecilla alta y, a un lado de dicho convento "está una sala nueva con su
casa y un aposento con siete ventanas y puertas, en que vive el señor
gobernador, que parece son casas reales, sin haber sido otras, ni cárcel, ni
prisiones". Muchas de las casas, formadas por dos o tres cuartos, eran de muros
de adobe y cubierta de terrado; pero el documento menciona también techos de
zacate, viejos paredones con cubierta de paja y humildes jacales. Muchas de
aquellas casas eran de construcción reciente. Es muy importante advertir que la
ciudad ocupaba ambas márgenes del río formado por los Ojos de Agua; la parte
11
norte, abandonada por la inundación de 1612, se había vuelto a poblar.

El permanente estado de “guerra viva” que los pobladores del Monterrey del siglo
XVII mantenían contra las naciones de indígenas seminómadas que
constantemente atacaban sus siembras y ganados parece ser una razón suficiente
para entender que sus escasos vecinos no se ocuparan de otra cosa que de su
mera supervivencia. El primer plano de la ciudad de Monterrey de que se tiene
público conocimiento es el titulado Plano del presidio y ciudad de Monterrey,
capital del Nuevo Reyno de León, mencionado ya en los materiales de trabajo en
la página 7.

Monterrey en el plano de Urrutia recién habría tenido una extensión máxima de 90


hectáreas que verían como límites naturales al norte y al sur los ríos Santa Lucía y
Santa Catarina, respectivamente,12 y la unión de ambas aguas como límite por el

11
La verdad sobre la villa de Cerralvo. Eugenio del Hoyo. Sobretiro del anuario “Humánitas”, Cetro
de Estudios Humanísticos de la Universidad de Nuevo León, No. 3, sin fecha, pp. 373-374.
12
este último representado con el nombre “río de Monterey”, así, con una “r”, uso muy común hasta
finales del siglo XIX.

11
oriente. Al poniente no hay insinuación de calles más allá de la actual avenida
Juárez o a lo sumo Garibaldi. Hoy día todo eso correspondería aproximadamente
la avenida Constitución al sur, la avenida Juan I. Ramón al norte, la calle Naranjo
al oriente además de lo dicho al poniente. El relevamiento de Urrutia, que
pretendidamente aspiraba a ser fehaciente, nos muestra un asentamiento humano
todavía precario a un siglo y medio de su supuesta traza, donde ni siquiera el
entorno inmediato de la plaza mayor está consolidado, presentando aún muchos
espacios huecos por todos los cuatro puntos cardinales.

5. Plano del presidio y ciudad de Monterrey. José de Urrutia, 1765-1768.

Mientras que la Buenos Aires del mismo tiempo (1756, Charlevoix) ya cuenta con
diez edificaciones dignas de mención –seis de las cuales son templos–, el
modesto membrete del plano de Urrutia apenas expresa cuatro cosas, de las
cuales una son los manantiales, es decir, una obra de la naturaleza y no de la
urbanización. Templos sólo existían dos: la parroquia principal o iglesia mayor
(luego Catedral) y el del convento franciscano de San Andrés. Comparativamente,
la mancha urbana de Buenos Aires de entonces (unas 105 hectáreas) habría sido

12
entre 10% y 15% más extensa que la regiomontana, y sobrepasaba en 3 a 1 el
número de iglesias.13

Un cuarto de siglo después fue dibujado el segundo plano más antiguo conocido
de Monterrey. Se trata, acaso, del mejor y más interesante registro gráfico de la
población colonial, por cuanto el anónimo dibujante (que por años muchos
historiadores quisieron que fuera el fraile Bellido y Fajardo) se ocupó de hacer
meticulosa representación de todo lo que presumiblemente existía entonces:
casas de “sillar”,14 181; ranchos de palos o adobe, 598; puentes para salvar
acequias, 18; norias, 75; bocines, 3; ojos de agua, 4.15 Una vez más, se impone
tomar con reservas lo que el conteo visual ofrece, pues, por ejemplo, mientras que
el membrete deja asentado que hay “setenta y cinco” norias en la ciudad,
gráficamente sólo pueden ser contadas 18. Por otra parte, también salta a la vista
el desproporcionado tamaño de la iglesia de La Purísima, que presume un
campanario jamás existente.

Gracias a las pormenorizadas notas de los membretes del dicho plano, nos es
posible determinar la extensión máxima que tuvo la “mancha urbana” hasta
entonces, tal como quiso dejarlo manifiesto su autor, quien asienta había dos mil
trescientas setenta varas … desde el principio de la ciudad por el oriente hasta la
compartición de la agua lignea [sic] recta al poniente, es decir, 1,986 metros de
este a oeste, y seiscientas sesenta varas que tiene de ancho la ciudad, o sea, 553
metros de norte a sur. Esto equivale a casi 110 hectáreas, pretendidamente, un
crecimiento del 18% en 25 años.

Las representaciones gráficas de este plano manifiestan ya una pequeña ciudad


consolidada tanto en sus instituciones como en los edificios que las contienen.
Uno de sus tres membretes menciona ya siete de éstos: 1. La Catedral, 2. El
“palacio que fabricó el señor obispo Verger en una loma distante de la ciudad” (es

13
Si bien podría parecer caprichoso el uso comparativo de los inmuebles dedicados al culto, éste
no tiene más objeto que evidenciar los adelantos económicos y urbanísticos de dos fundaciones
cuyos rasgos análogos son su calidad de colonias españolas con las mismas costumbres en lo que
a culto religioso se refiere. En efecto, uno de los comunes denominadores en todas las poblaciones
de la América hispana es la medida que el tamaño y calidad de sus iglesias puede sugerir acerca
de su adelanto e importancia en algún momento de su historia.
14
Llámasele en el noreste mexicano “sillar” (sobre todo en Nuevo León y Tamaulipas) a un solo
tipo de piedra caliza porosa, no muy resistente, que abunda en sus suelos y que por tal razón fue
el material de construcción común en esa región desde el siglo XVI hasta el XIX. A diferencia de
las fuertes construcciones de piedra de cantería de otras regiones del país más al centro y sur, las
de Nuevo León han resistido menos el paso de los años y las humedades, contribuyendo este
hecho también a la dificultad de lograr su preservación.
15
Monterrey 1791, estadísticas. Juan Manuel Casas García. Comisión de los Festejos del
Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución, 2010.

13
decir, lo que llaman desde hace más de un siglo El Obispado), 3. La iglesia de La
Purísima, 4. El convento de San Francisco, 5. La “iglesia caída y solar” del colegio
jesuítico de San Francisco Xavier, 6. El Palacio Episcopal y casa del Alférez Real,
y 7. La capilla de Santa Rita. De todo esto, sólo sobrevivieron hasta los tiempos
actuales el 1 y el 2, es decir, la Catedral y El Obispado. Por diversas razones, los
otros cinco fueron desapareciendo a lo largo del siglo XIX, habiendo sido el último
sobreviviente el ex convento de San Francisco, dolorosamente perdido por
demoliciones ya en tiempos tan recientes como el periodo 1914-1930.

6. Mapa de la cituación de la Ciudad de Monterrey del Nuevo Reyno de León. Anónimo. 1791.

El siglo XVIII termina para la escasa cartografía regiomontana con un excelente


relevamiento a cargo del que fue el primer académico de la arquitectura que
ejerció en Monterrey: Juan Bautista Crouset. De nacionalidad francesa, Juan
Crouset arribó a la Ciudad de México en 1784 pasando a trabajar como
“sobrestante o aparejador principal” en obras notorias de esa capital, tales como el
Castillo de Chapultepec o el convento de La Enseñanza.16 Contratado para dirigir
las obras de construcción de un nuevo edificio para catedral en Monterrey, rindió
examen de competencia ante la Real Academia de San Carlos, entonces el único
lugar de toda la Nueva España donde había enseñanza oficial de la arquitectura y
exclusivo para autorizar el ejercicio de esa profesión. Aprobado con el título de
“maestro mayor de obras”, se trasladó a la ciudad que lo llamaba a principios de
1793. Como arquitecto diseñó y construyó cuanto encargo le hizo el obispo que

16
Juan Bautista Crouset, Maestro mayor de obras de Monterrey. Enrique Tovar Esquivel y Adriana
Garza Luna. Boletín de Monumentos Históricos, Tercera época, núm. 8. Instituto Nacional de
Antropología e Historia, Septiembre-Diciembre, 2006, p.81.

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promovió tales obras, Andrés Ambrosio de Llanos y Valdés. De ese modo, Crouset
dibujó los planos no sólo de la nueva catedral, sino de hecho de todo un nuevo
emplazamiento urbano para mudar al Monterrey de ese entonces a un sitio que el
obispo consideraba más seguro contra las inundaciones; la nueva plaza mayor
habría estado ubicada a unos 1,600 metros en dirección nor-noroeste (en línea
recta imaginaria) respecto de la existente. Ese proyecto de ciudad nueva incluía
no sólo plaza mayor y otras cuatro para barrios; además de la catedral ya
mencionada iba a tener sendos edificios para hospital, para convento de monjas
capuchinas y para colegio de propaganda fide. Sorprendentemente, todo eso, en
efecto, comenzó a ser construido en ese 1793. Cuatro años después las obras
fueron suspendidas a causa de diferencias irreconciliables entre el obispo Llanos y
Valdés y el nuevo gobernador, Simón de Herrera y Leyva. No se reanudarían
jamás, al menos en el sentido que el irascible obispo planteaba.

7. Izquierda: Plano de la Nueva Ciudad de Monterrey, Juan Crouset, 1796. 8. Derecha: La extensión y
ubicación exacta que habría tenido aquella “nueva ciudad” se aprecia en sombra roja sobre un plano actual de
la parte más central de Monterrey, llamada “Primer Cuadro”. La sombra azul representa la extensión que la
ciudad real tenía en 1798, según el plano respectivo que el mismo Crouset dibujó entonces (Fig. 9).

La mudanza de la ciudad al norte como proyecto del obispo Llanos y Valdés fue
una realidad, aunque parcial. Durante el periodo 1793-1797 hay que considerar
que no siempre las obras se realizaron con toda diligencia, pues a la escasez y
carestía cotidiana de mano de obra suficientemente capaz en esa región –de la
que se quejaron tanto el obispo como el arquitecto–, se sumó el encarcelamiento
de Crouset por casi un año, ordenado en el marco de la Guerra del Rosellón
(1793-1795) para muchos franceses (por el sólo hecho de su origen) que residían
en la Nueva España.17 Si bien el gobierno de la ciudad había autorizado la

17
Enrique Tovar y Adriana Garza, Op. Cit.

15
construcción de casas en la parte nueva, aún habría de pasar más de medio siglo
para que esa traza se consolidara; para entonces, ya no como nueva ciudad, sino
como ensanche de la vieja. Como puede verificarse a simple vista en la figura 8,
es muy notoria la diferencia entre la nueva traza científica de Crouset y la vieja
traza criolla, ambas destacadas en el plano actual del Primer Cuadro de la ciudad:
la mitad inferior de éste es claramente más empírica e irregular, con manzanas
más grandes a pesar de los ensanches y particiones posteriores para abrir nuevas
calles. La mitad superior, en cambio, presenta orden y regularidad, herencia
directa del proyecto del siglo XVIII en que Crouset planeó manzanas de 100 varas
por lado (83.8 m), salvo las de la columna e hilera que en su cruce formarían la
plaza mayor, cuyos lados eran de 120 varas (100.56 m). Esta nueva parte del
actual centro de Monterrey comenzó a recibir el nombre de “Repueble del norte”
en los albores del siglo XIX. En 1842 el Ayuntamiento ordenó al ingeniero
estadounidense William Still relevar un plano de la ciudad que por primera vez
consignara la traza que Crouset había dibujado medio siglo antes, sobre todo para
fines catastrales, en vista del creciente poblamiento del área y la consecuente
dificultad para hacer el correcto cobro de los impuestos prediales. No obstante, tan
modesta era la urbanización de esa zona que aun planos de la década de 1850
suelen eludir la representación de las calles que ahí de algún modo había. No
sería hasta el relevamiento y plano de 1865, a cargo de Isidoro Epstein, que la
traza en plano e in situ quedarían fijadas definitivamente. Es de notarse que si
bien la extensión hacia oriente y poniente se había triplicado, el límite hacia el
norte quedó donde Crouset lo fijó en 1796. Más de dos siglos después, la ahora
llamada Avenida Colón sigue siendo esa frontera del Primer Cuadro.

Según el plano de Crouset que dibujó en 1798, es posible establecer que el siglo
XVIII cerró en Monterrey con una mancha urbana de aproximadamente 128
hectáreas, 14% más que lo indicado en el plano de siete años antes. Los límites
se consolidaron, al poniente, hasta donde ahora se halla la avenida Pino Suárez;
al sur, por donde pasa la avenida ribereña Constitución; al oriente, la zona entre la
calle Naranjo y la curvatura de la mencionada Constitución, y al norte, hasta donde
está la avenida Juan I. Ramón, vía moderna que se abrió por entre las manzanas
a principios de los años cincuenta, aproximadamente sobre el cauce del arroyo
Santa Lucía. Este plano aspira a mostrar el grado de desarrollo urbano que se
había logrado alcanzar para entonces, consignando en sus datos catorce edificios
(incluyendo los cuatro importantes que habían sido comenzados a construir en la
parte nueva), seis espacios públicos, dos presas y otros quince elementos varios
de equipamiento urbano (acequias, garitas, caminos, ojos de agua, etc.), además
de cuatro notas aclaratorias. Crouset llama “solares” no a las partes en que queda
dividida una manzana, sino a la manzana entera. Así, fue muy cuidadoso
especificando que en su plano de “solares fabricados y sin fabricar” había 68 del

16
primer tipo. Toda vez que ese trabajo le fue encomendado por el gobernador
Simón de Herrera y Leyva (tal como lo indica el propio título del plano) para tener
registro de la situación y avance de las obras del obispo Llanos y Valdés
suspendidas un año antes, Crouset es sumamente escrupuloso en señalar el eje
vial a lo largo del cual se habría de articular la nueva ciudad con los edificios ancla
a sus costados, dando pormenor con medidas exactas de sus distancias entre
unos y otros y de éstos con respecto a una de las salidas de la ciudad al norte,
punto que se ubicaba en el actual cruce de la calle Allende y la avenida Juárez.

9. Plan que muestra la cituación [sic] de solares fabricados y sin fabricar de la Ciudad de Monterrey del Nuevo
Reyno de León.
Juan Crouset, 1798.

3. Arquitecturas coloniales. Por causas diferentes Buenos Aires y Monterrey


han, sin embargo, coincidido en algo muy notorio: no les sobrevivieron de manera
importante sus arquitecturas del tiempo de la dominación española. El paisaje
urbano de ambas se presenta cada vez más heterogéneo, pero la uniformidad que
habría tenido a principios del siglo XIX ya había trastocada antes de que acabara
ese siglo. La sociedad porteña buscaba reinventar su identidad suprimiendo todo
lo que recordara al viejo pasado español, tomando como nuevos modelos aquellos
que podían traer consigo europeos de otras latitudes, principalmente italianos,
franceses e ingleses. Así, deliberadamente, las antiguas arquitecturas coloniales
fueron cayendo para ser sustituidas por otras que ya aparecían actualizadas no

17
sólo con los modernos estilos arquitectónicos, sino también con nuevos materiales
y técnicas de construcción. Predominó a partir de entonces el lenguaje neoclásico
en primera instancia y después la gran colección de los eclecticismos
academicistas de toda la segunda mitad del siglo XIX. Lo español fue entonces
símbolo de atraso y barbarie, y en términos generales, después de la
independencia, nadie buscaba ser asociado a ese estatus. Como ejemplos más
notables de esas viejas arquitecturas coloniales porteñas se contaban el Fuerte de
Buenos Aires, la Recova, el Cabildo, la Catedral, el Hospital del Rey y las iglesias
de San Francisco, Santo Domingo, la Compañía de Jesús, San Juan; Santa
Catalina y La Merced, principalmente.18 De los once mencionados sólo sobreviven
siete, aunque ninguno con el aspecto que tuvo durante el virreinato debido a
remodelaciones importantes. En este sentido, es en especial ejemplar el caso del
edificio del Cabildo, que a lo largo del siglo XIX sufrió tantas alteraciones que a
principios del siglo XX ya se hallaba completamente irreconocible. Tanto fue así
que las obras de restauración ejecutadas en la década de 1940 hubieron de
realizar, de hecho, una reconstrucción total signada bajo la fatalidad de un
contenedor predial reducido: la apertura de la Avenida de Mayo a finales del siglo
XIX y la de Diagonal Sur a principios de la década de 1930 anularon para siempre
la posibilidad de una replicación completa del edificio original (proyecto que, por lo
demás, bajo los criterios actuales de reciclaje patrimonial sería objeto de
acalorado debate, en el mejor de los casos). En las iglesias mencionadas,
incluyendo la Catedral, sus fachadas presentan hoy día remodelaciones que
borraron para siempre los diseños de cuando fueron concebidas. La Recova, el
Hospital y la iglesia de San Juan, por su parte, fueron borrados del paisaje sin
dejar un solo rastro, mucho tiempo antes de que naciera la conciencia de su valor
patrimonial.

Monterrey, con bastante menos población, no tuvo tampoco tanta profusión de


edificios grandilocuentes, ya fuera de los dedicados a la religión o a las
instituciones civiles. El todo de sus arquitecturas notables hasta finales del siglo
XVIII fue la Iglesia Mayor (luego Catedral), el convento franciscano de San Andrés,
el colegio jesuita de San Francisco Xavier, el Palacio de Nuestra Señora de
Guadalupe, la Casa del Gobernador, las Casas Reales, el Hospital Nuevo, el
Convento de Capuchinas y la Catedral Nueva. De esos ocho edificios sólo cinco
lograron llegar al siglo XXI; ninguno de ellos en el aspecto y tamaño que tuvieron
durante el virreinato. Sus desapariciones se han debido más a la subestimación de
lo que aquellas sólidas pero modestas construcciones podrían haber aportado al
enriquecimiento cultural de una sociedad que, renacida a una bonanza económica

18
Esta selección se desprende principalmente del análisis de los planos mencionados en la página
3.

18
sin precedentes a causa de su fuerte industrialización a finales del siglo XIX, no
fue capaz de conciliar con su pasado las novedades arquitectónicas y
constructivas de importación (principalmente de los Estados Unidos), que se
dejaron ir sobre la ciudad como avalancha. Aquel fue un periodo de intensa
sustitución arquitectónica: las viejas casas de adobe fueron eliminadas para
construir en su lugar otras más perdurables de sillar (piedra) y sobre todo de
ladrillo. Sin haberse repuesto de ello, tras los años de inamovilidad a causa de la
Revolución Mexicana (1910-1921), la modernidad arrasadora contribuyó de
manera señalada a la anulación de la escasa arquitectura colonial de escala
menor que había logrado sobrevivir a la industrialización del periodo 1890-1910.

4. Conclusiones. Buenos Aires y Monterrey comparten un primer periodo colonial


análogo en términos de su historia urbana:

- Ambas tuvieron intentos previos de establecimiento y fueron fundaciones


tardías en el panorama colonial hispánico.
- Ambas se trazaron en el marco de las Ordenanzas de Felipe II.
- Ambas se establecieron en sitios carentes de población indígena
sedentaria.
- Ambas sufrieron en sus primeros tiempos asolación de los indígenas semi-
nómadas que nunca dejaron de ver como invasores a los nuevos
pobladores.
- Ambas vivieron el fenómeno de ciudad periférica y el “síndrome fronterizo”.
- Ambas tuvieron tendencias separatistas.
- Ambas carecen de arquitecturas coloniales en calidad y calidad.
- Ambas han tenido que reinventar su identidad a falta de más sólidas raíces
culturales.

Sin embargo, también difieren notablemente en sus proyectos fundacionales:

- Buenos Aires nació con un plan ciertamente sofisticado, evidente tanto en


la cantidad de pobladores fundacionales como en el hecho de existir un
documento claro y fehaciente en que consta la repartición de solares a esos
pobladores. Monterrey, en cambio, fue una fundación que Diego de
Montemayor hizo de manera ilegal, consciente de que la capitulación para
tal efecto que la autorizaba a su antiguo jefe, Luis Carvajal y de la Cueva,
había expirado por causa de la muerte de éste, en 1590.
- Buenos Aires se fundó con un estimado de 60 “vecinos” (es decir,
españoles y/o criollos mayores de edad) y hasta 200 personas más,

19
principalmente indígenas guaraníes.19 Monterrey se fundó con doce
“vecinos” y sus respectivas familias, cuya cantidad en total no llegaba a 40
personas.20 Además de éstos, les acompañaba alguna gente de servicio,
básicamente indígenas de origen tlaxcalteca (es decir, “importados” del
centro del país) y esclavos negros. El estimado más holgado no haría pasar
de cien personas la población total de ese asentamiento incipiente. Así
pues, las poblaciones fundacionales de ambas ciudades sería en
proporción de 3 a 1.
- Hacia el periodo de entresiglos XVIII-XIX, las poblaciones de Buenos Aires
y Monterrey son notoriamente divergentes; la primera tenía entre 44 mil y
45 mil habitantes;21 la segunda apenas un aproximado de 6 mil.22 Esto hace
una proporción de 7.5 a 1.

19
Entradas Primeros vecinos y Demografía de la Ciudad de Buenos Aires en Wikipedia. La primera
cita a su vez a Narciso Binayán Carmona, Historia genealógica argentina (1999) y a Hialmar
Edmundo Gammalsson, Los pobladores de Buenos Aires y su descendencia (1980), sin anotar las
páginas específicas. La segunda cita al “Anuario Estadístico de 1997, página 6”; sin embargo, ese
nombre es ambiguo, pues hay por lo menos dos documentos oficiales de ese tiempo con el mismo
título. No se encontró la referencia en la página 6. No obstante, otras páginas web citan cantidades
similares, por lo que al menos hay coincidencia y verosimilitud en las diversas informaciones.
20
Israel Cavazos, Breve Historia de Nuevo León, Fondo de Cultura Económica, 1994. Fuente
directa: Biblioteca Digital del Instituto Latinoamericano de la Comunicación Educativa (ILCE):
bibliotecadigital.ilce.edu.mx/sites/estados/libros/nleon/html/sec_19.html
21
Diario La Tercera: www.diariolatercera.com.ar/0/vnc/nota.vnc?id=5417 y Demografía de la
Ciudad de Buenos Aires, Wikipedia.
22
Héctor J. Barbosa Alanís en Monterrey. Descubra el ayer de nuestra ciudad, p.15.

20
Bibliografía y referencias.

Molina y Vedia, Juan.


Mi Buenos Aires herido. Planes de desarrollo territorial y urbano (1535-2000).
Ediciones Coihue, 1999. 280 pp.

Giunta, Rodolfo.
Buenos Aires como museo e historia urbana de los museos.
Seminario de crítica N° 163, Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas, FADU UBA.
30-Nov-2009. 12 pp.

Difrieri, Horacio A.
Atlas de Buenos Aires.
Municipalidad de la Ciudad, Secretaría de Cultura, Buenos Aires, 1981.

De Vera de Saporiti, Araceli


Estructura social de Buenos Aires y su relación con el espacio colonial (1580-1617).
Historia Crítica (revista). Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Historia. Universidad de
los Andes (Bogotá), diciembre 1999, pp. 49-64.

Andrés Cisneros, Carlos Escudé, Alejandro L. Corbacho


Historia general de las relaciones exteriores de la República Argentina.
Grupo Editor Latinoamericano, 1998. 211 pp.
Versión virtual: www.argentina-rree.com/historia.htm

Barbosa Alanís, Héctor Javier.


Monterrey. Descubra el ayer de nuestra ciudad.
APP Editorial, 2010.

Enrique Torres López, Mario A. Santoscoy.


La historia del agua en Monterrey.
Ediciones Castillo, 1985, pp. 273.

Tapia Méndez, Aureliano.


Obispado del Nuevo Reino de León. Primer tiempo.
Cuadernos del archivo. No. 26.
Archivo General del Estado de Nuevo León, 1988.

Ilustraciones Buenos Aires: cortesía de R. Giunta.

Ilustraciones Monterrey: fondo Juan M. Casas.

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