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Noche del terror en la biblioteca Municipal, con paseo nocturno

incorporado… “!nada del otro mundo!”, piensa Anton. Pero de


pronto descubre con espanto que el paseo recorrerá el cementerio.
¿Conseguirá Anton proteger de los vampiros a los demás niños y a
los vampiros de los cazavampiros?
Angela Sommer-Bodenburg
El Pequeño Vampiro y la Noche del Terror
El Pequeño Vampiro — 19
Titulo Original: Der Kleire Vampir Und die Gruselnacht
Angela Sommer-Bodenburg, 2006
Traducción de Amalia Bermejo, 2007
Ilustraciones: Amelie Glienke.
Digitación: Javiera Leiva C. y Andrés Espinoza T.
Como siempre, este libro es para Burghardt
Bodenburg, además de para todos los que
aman los libros (para niños); especialmente
para bibliotecarias y bibliotecarios
comprometidos y creativos.
Angela Sommer-Bodenburg
´
Invitacion a la noche del terror
«¡A todos los amigos de los vampiros, monstruos, hombres-lobo y
zombis!», se leía en grandes letras negras en la nota que el padre
de Anton había colocado sobre la mesa con una misteriosa sonrisa.
La madre de Anton, que estaba pelando una manzana arrugó
la cara como si se hubiera cortado un dedo.
—¿Tienes que traer a casa cosas disparatadas como ésa,
Robert? —dijo en tono de reproche.
Anton echó mano del papel rápidamente, antes de que su
madre tuviera la idea de hacerlo pedazos.
—¿Disparatadas? Todo lo contrario —oyó decir a su padre—.
Es una invitación de la Biblioteca Municipal; la señora Sirja me la
dio esta tarde, cuando fui a devolver los dos libros sobre
ordenadores.
—«El viernes 13 la Biblioteca Municipal invita a una Noche del
Terror a todos los chicos y chicas valientes e intrépidos. Nuestra
Noche del Terror comienza nada más ponerse el sol. Ven disfrazado
y pintado de forma horripilante. El mejor traje gana un vale para un
libro» —leyó Anton en voz alta.
—¿No suena increíble? —preguntó su padre.
—Hmm, sí —respondió Anton lentamente.
—Yo encuentro más bien triste que ahora hasta la Biblioteca
Municipal tome parte en esta… ola de terror —señaló su madre.
—«Traed vuestros colchones inflables y sacos de dormir —
siguió leyendo Anton—. Os espera una Noche del Terror que no
olvidaréis tan pronto; con una fiesta terrorífica en la Biblioteca
infantil y un terrorífico paseo nocturno. Precio, diez euros.
Rogamos una pronta inscripción».
—¿Un paseo nocturno también? —exclamó la madre de
Anton desaprobadoramente.
—¡Oh, sí! ¡El paseo nocturno es el punto culminante de la
Noche del Terror! —el padre de Anton no perdía su entusiasmo—.
Encuentro estupenda la creatividad de las bibliotecas de hoy en día,
cuando se trata de despertar en los niños el placer por la lectura.
—Yo no veo claro qué tiene que ver un paseo nocturno con
despertar el placer por la lectura —observó fríamente la madre de
Anton.
—Pero yo sí —Anton sonrió para sus adentros—. Por cierto…,
la Noche del Terror podría ser interesante.
—Lo dijo sólo para enfadar un poco a su madre. La verdad es
que se sentía demasiado mayor y experimentado para ese tipo de
reuniones. Los paseos nocturnos ( o mejor dicho, vuelos nocturnos
) casi eran una rutina para él. ¡Sí, sabía bien lo que significaba
realmente el terror! Al pensar en la aventura nocturna que había
vivido con el pequeño vampiro Rüdiger y su hermana Anna, notó
incluso allí, en su caliente y acogedora cocina, un escalofrío.
—Con su entusiasmo por los vampiros, no deberíamos animar
a Anton a participar en una Noche del terror —añadió su madre.
—Yo no me entusiasmo con los vampiros —contestó Anton
muy digno.
A sus ojos, ese tipo de entusiasmo era algo infantil,
superficial, algo parecido a lo que les ocurría a muchos de sus
compañeros de clase, que se entusiasmaban con una estrella del
pop o una actriz de cine de las que sólo sabían lo que leían en las
revistas o veían en televisión. Por el contrario, él estaba
familiarizado con los vampiros; le gustaban, los temía y los
respetaba.
—Tú te tomas la cosa muy en serio, Helga —aseguró el padre
de Anton—. Todo esto no es más que una diversión inocente.
Además, la fiesta de terror se celebra dentro de la biblioteca… ¡y tú
siempre quieres que Anton lea libros!
—Sí, pero tienen que ser libros adecuados —dijo ella—.
Historias de terror ya ha leído más que suficientes.
—Nada de eso —contradijo Anton—. ¡De historias de terror
nunca puedo tener bastantes!
—Agg, buena… —exclamó ella. Y después de una pausa,
añadió—: Vamos a ver, yo estoy en contra de que Anton participe
en la Noche del Terror. Debe ocuparse de cosas normales y
razonables: Gramática, Inglés, Geografía, Matemáticas…
—Demasiado tarde —su padre se reía con picardía—. Ya he
apuntado a Anton y he pagado los diez euros.
—¿Qué has qué? —jadeó su madre.
Él asintió y sacó del bolsillo de la chaqueta un pin grande y
llamativo.
—Aquí tienes, Anton —dijo—. Esto es tu ábrete-sésamo.
Durante la Noche del Terror la biblioteca estará cerrada, claro. Pero
para aquel que lleve este pin las puertas se abrirán como por arte
de magia.
Anton cogió el pin de mala gana. Al parecer, no le quedaba
otro remedio que ir el próximo viernes a la Noche del Terror y
mezclarse con una cuadrilla de niños gritones que caerían
desmayados al menor crujido de una puerta. Y en cuanto a la
excursión nocturna, probablemente irían por la zona peatonal, cuyo
«terror» consistía en que después del cierre de comercios se
quedaba como desierta…
Pero entonces una sonrisa de reconocimiento se dibujó en la
cara de Anton: en el pin podía reconocerse un rostro blanco como
la nieve, con ojos rojos y puntiagudos dientes de vampiro. Debajo
se leía: «Bienvenido al placer del terror». ¿Quizá la Noche del
Terror no iba a ser tan aburrida como había temido?
—¿Puedo ponerme enseguida el pin? —preguntó.
—¡No! —contestó su madre—. Acabas de oír que es para esa
noche.
—Anton puede ponérselo un rato —opinó su padre
asintiendo—. Seguro que con ese pin los deberes se hacen por sí
solos.
Anton enrojeció. Por lo general era un don especial de su
madre descubrir sus tretas. Pero esta vez era su padre quien había
dado en el clavo.
—Ah… sí —dijo.
Entre las cejas de su madre apareció una arruga.
—¿Eso quiere decir que todavía no has terminado tus
deberes, Anton? Y yo que pensaba… —acababa de servir el té, y
ahora dejó la tetera con tanto ímpetu que la infusión se derramó.
—Casi he terminado —explicó éste—, pero sólo casi.
—¿A qué esperas entonces? —preguntó ella, irritada.
—Ya voy… —se colocó el pin en la camiseta y fue hacia la
puerta de la cocina.
—Anton no ha aprendido todavía que debe hacer sus deberes
antes de la cena… ¡y tú vienes a meterle en la cabeza esas
pamplinas de la Noche del Terror! —regaño su madre.
—Pero Helga —contestó su padre—, las dos cosas son parte
de la vida, trabajo y diversión.
En su mente, Anton tenía que dar la razón a su padre. Así que
se fue a su cuarto, se acomodó en la cama y, en lugar de sus libros
de texto…, abrió uno con historias de vampiros.
La cosa rara
La historia Nieve flotante de Stephen Grendon era una de las
favoritas de Anton, y aunque seguramente ya la había leído diez
veces, volvió a atraerle una vez más. «Clodetta quería decir algo —
leyó —, pero sus palabras fueron interrumpidas por unos pasos en
el recibidor y unos golpes apremiantes, y entonces…»
En ese momento algo sonó realmente y Anton se estremeció.
Tardó un momento en darse cuenta de que no estaba en la solitaria
casa de tía Mary en Wisconsin, sino en la suya… Y los golpes venían
de su propia ventana.
Se puso de pie. La llamada se repitió. Sonaba alto y
apremiante. Seguro que no era Anna la que estaba sentada fuera,
en el alfeizar de la ventana. Y también el pequeño vampiro era más
cuidadoso. ¿Podía ser quizá —a Anton se le puso la carne de
gallina— Dorothee, La sanguinaria tía de Rüdiger?
Se quedó de pie junto a la ventana y corrió hacia un lado las
cortinas.
Vio una figura grande, vestida de negro, con una cara
mortalmente pálida. Anton se estremeció al ver los horribles
dientes de vampiro, parecidos a cuchillos. Ahora el vampiro dobló
la cabeza y estornudó. Y volvió a estornudar, Anton no podía
distinguir nada más, porque el vampiro estaba pegado al cristal.
—Abre de una vez —detrás del cristal empañado resonó una
voz que pasaba de tonos agudos a graves—. ¿O tengo que pillar
también una pulmonía además de este estúpido catarro? ¡Sí la cojo,
es tu responsabilidad, Anton Bohnsack!
Anton tragó saliva. El vampiro de fuera era Lumpi, el irascible
hermano mayor de Rüdiger.

Abrió la ventana dudando. Lumpi entró en la habitación con


un poderoso salto.
—¿Estas solo? —preguntó.
Anton dio unos pasos atrás como medida de seguridad.
—Mis padres están en la cocina —respondió —, cenando.
A la luz de la lámpara de su mesa, Anton notó que el vampiro
tenía el ojo derecho enrojecido y bastante hinchado.
—¡No te quedes mirando así! —le gritó Lumpi —. He venido
precisamente por eso.
Anton respiró aliviado, a pesar del olor a podrido que
desprendía Lumpi.
—¿Has venido a verme a causa del ojo?
—Sí —confirmó Lumpi —. Tú no tienes una cabeza
especialmente dotada, como es de todos conocido. Pero he
pensado que siendo un humano tenías que saber cómo se libra uno
de un asqueroso ojo de gallo.
Anton hacía esfuerzos por permanecer serio. Estaba claro que
Lumpi no tenía ni idea de lo que se entendía por «ojo de gallo»:
ciertas durezas en los dedos de los pies.
—¿Puedo ver tu ojo más de cerca?
—¡No! —bufó Lumpi—. Sí —dijo enseguida más amablemente
—. Pero date prisa, no tengo demasiado tiempo.
Anton se acercó a él y contuvo la respiración. En el párpado
inferior de Lumpi descubrió una hinchazón cónica, parecida a un
grano.
—Parece como un… —tosió.
—¿Cómo qué? —silbó Lumpi.
Anton seguía dudando. En el pasado, Lumpi había tenido que
sufrir mucho con sus granos. Pero desde hacía algunas semanas
habían desparecido casi por completo, supuestamente gracias al
remedio que había recibido del guardián del cementerio
Shnuppermaul. Por esa razón, a Anton no le parecía oportuno usar
la palabra «grano» en presencia de Lumpi.
—En cualquier caso, no es un ojo de gallo —aseguró.
—¿Qué es entonces? —preguntó Lumpi, impaciente.
Como a Anton no se le ocurría nada mejor con las prisas,
contestó:
—¿Quizá un ojo de paloma?
—¡Un ojo de paloma! —Lumpi resopló colérico —. ¡Yo, Lumpi
el Fuerte, no puedo tener un ojo de paloma!
Al decirlo, extendía hacia él sus fuertes manos, con enormes
uñas largas y afiladas. Asustado, Anton dio un par de pasos atrás.
—Yo…, yo creo, ahora sé cómo se llama —tartamudeó.
—¿Cómo? —le apremió Lumpi.
—¡Orzuelo! Mi madre tuvo una vez una infección así y me lo
dijo. Esto es un orzuelo. Por cierto, no es nada peligroso.
—Nada peligroso, nada peligroso —silbó Lumpi —. A mí me da
igual si es peligroso o no. Mi problema es lo feo que se ve. Y en dos
noches elegimos en mi grupo de hombres al nuevo presidente y yo
tenía pensado presentarme para ese honroso puesto… —se
interrumpió, se tocó el pelo enredado con presunción y se rió un
poco —. Y como cuento con muy buenas posibilidades —continuó
—, para entonces este, bah, ojo de perdiz o pata de gallo, o como
se llame, tiene que haber desaparecido. En mi grupo de hombres
nada cuenta tanto como la imagen; por eso no puedo permitirme
una repugnante cosa rara en medio de la cara.
Mientras Lumpi hablaba, Anton había estado pensando con
qué se había tratado su madre el orzuelo. La doctora le había
recetado una pomada, recordaba, pero no había ayudado mucho.
Pero entonces una amiga le había recomendado un remedio
casero. Y después de usarlo, el orzuelo había encogido tanto en
solo día que apenas se podía reconocer.
—¡Yo sé cómo quitarlo! —exclamó nervioso.
—¡Dispara! —exigió Lumpi.
—Tienes que doblar el dedo pulgar y el índice y juntar las
puntas, así —Anton lo hizo—. Finalmente, por esa abertura tienes
que… —se detuvo de pronto. Iba a decir «mirar directamente al
sol»; pero con ello sólo habría conseguido un nuevo ataque de furia
de Lumpi —. Por esa abertura tienes que mirar directamente a la
luna.
Lumpi no parecía demasiado impresionado.
—Pero eso suena bastante tosco.
—Lo es —Anton le dio la razón —, pero funciona, y además en
sólo un di…, no, en una noche.
—Hmm, puedo hacer la prueba —Lumpi paseó de un lado a
otro por el cuarto. Se detuvo en seco delante de Anton y le agarró
por el cuello —. ¡Pobre de ti si me has mentido!
—No te he mentido —le aseguró Anton —. El método
funciona.
Caso no podía respirar y su corazón latía tan fuerte que
pensaba que también Lumpi tenía que oírlo. Y ese sonido —con
seguridad la música más hermosa para los vampiros —
enloquecería a Lumpi.
Pero de pronto éste descubrió el pin.
—Eh, ¿qué llevas ahí? —exclamó, y se lo arrancó.
—¡No! —protestó Anton —. ¡Eso es mío!
—«Bienvenido al placer del terror» —leyó Lumpi en voz alta
—. ¿Dónde te vas a aterrorizar? ¿En tu casa? —y se rió despectivo.
—Es una invitación para la Noche del Terror —y trató de
quitarle el pin a Lumpi—. En la Biblioteca Municipal —añadió.
La mirada de Lumpi seguía fija en el pin.
—¿Y qué diversión terrorífica tienen ahí en la blibi… bilbli… lo
que sea? —al parecer, no podía pronunciar la palabra.
—En concreto yo no lo sé tampoco, claro —contestó Anton—.
Supongo que han elegido eso de la Noche del Terror como una
especia de publicidad para la biblioteca, para que vayan muchos
niños.
Lumpi hizo sonar sus afilados dientes.
—No es ninguna tontería —opinó—. Quizá deberíamos
también nosotros repartir cosas de ésas. ¡Pero escribiendo encima
«Bienvenido al placer del terror… en la Cripta Schloterstein»! Y
entonces sólo tendremos que esperar a que los lindos pequeños
acudan en masa a la tumba, ji-ji…
De repente, se oyeron pasos en el pasillo, Lumpi saltó a la
ventana.
—¿Anton? —era la voz de su madre. Por suerte, era
costumbre en la familia Bohnsack llamar antes de entrar—. ¿Has
terminado con los deberes? —preguntó, y dio unos golpecitos en la
puerta.
—No del todo —respondió Anton, e hizo señas a Lumpi para
que le devolviera el pin. Pero éste extendió impasible los brazos
tras la cortina y salió volando… con el pin de Anton.
—¿Anton? —su madre llamó otra vez y después entró en el
cuarto.
—¿Has abierto la ventana? —aspiró el aire, extrañada—. Sí,
qué olor más raro hay aquí.
—Era mi cabeza —Anton cerró de nuevo la ventana —. De
tanto estudiar, ya echaba humo.
—Bueno, pero mañana empiezas a tiempo con tus deberes —
dijo su madre, y su gesto mostraba que hablaba en serio.
Anton sonrió:
—No creo que pueda…
—¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que mañana es viernes. Y para el fin de
semana nunca nos mandan deberes.
—Entonces, el lunes. Desde el lunes vamos a ocuparnos los
dos de que termines los deberes antes de cenar.
Anton asintió. Hasta el lunes faltaba mucho tiempo, pensaba.
Después de irse su madre, volvió a tumbarse en la cama; pero
esta vez con su libro de Inglés, pues el señor Littlefield, su profesor,
había anunciado una prueba de vocabulario. Abrió una doble
página con verbos irregulares.
—To drink - drank – drunk; toe at – ate – eaten; to give – gave
– given —leyó a media voz— to sing – sang – sung; to slee´- slept –
slept…
Bostezó, y después le venció el sueño.
COMO EL ENANO SALTARÍN EN PERSONA

Una nueva llamada despertó a Anton. Metió deprisa el libro de


Inglés debajo de la almohada. Era mejor que su madre no viera que
se había quedado dormido mientras estudiaba, pensó.
Pero enseguida notó que la llamada no venía de la puerta,
sino de la ventana. Y esta vez sonaba bajito, como tímidamente.
—¿Anna? —el corazón le latía con fuerza cuando descorrió las
cortinas. ¡Era ella de verdad!
—Buenas noches, Anton —le saludó, y se deslizo suavemente
a la habitación.
—Buenas noches, Anna —contestó él.
La envolvía un aroma pesado y dulzón, demasiado intenso
para el gusto de Anton. Pero al menos ella no olía a moho y aire de
ataúd como Lumpi. En realidad, estaba mucho más presentable que
los demás vampiros que conocí: su pelo oscuro, largo hasta los
hombros, brillaba como si se lo hubiera cepillado durante una hora,
y llevaba incluso un collar de cuentas alrededor del cuello que
nunca le había visto antes.
Anna notó su mirada y sonrió avergonzada.
—Es un objeto heredado —murmuró.
—¿De quién?
—De tía Marta. Ella ya no está entre nosotros, la pobre.
—¿Tía Marta? —la parentela de Anna, Rüdiger y Lumpi
parecía ser más extensa de lo que Anton había creído hasta
entonces—. ¿Ha…? —«muerto», iba a preguntar, pero esa
expresión no era apropiada en el caso de un vampiro—. ¿Le ha
sucedido algo? —apenas lo había dicho, se mordió la lengua.
¡Tampoco «ocurrido» era adecuado!
Anna asintió:
—¡Cazadores de vampiros!
—¿Y dónde? Quiero decir…, espero que no haya sido aquí,
¿verdad?
—No. En Berlín.
—¿Hay allí cazadores de vampiros?
—Muchos —contestó Anna—. Y por eso no quiero ir nunca,
nunca a Berlín —apretó sus pequeños puños—. Tía Marta era mi
madrina vampira —le contó.
—Oh —exclamó Anton—, no sabía que tenías una madrina
vampira.
Anna sacó un paño de tela bastante sucio de debajo de su
capa de vampiro y se enjugó la cara.
—Tía Marta nunca se ha ocupado de mí —dijo—. La última
vez que la vi fue hace ciento treinta años. Pero ahora me ha dejado
este precioso collar.
Se guardó de nuevo el paño y acarició las cuentas con
expresión soñadora. —Son piedras de sangre —le explicó. Las
cuentas eran de color verde oscuro y tenían salpicaduras rojas. ¿Lo
rojo podría ser… sangre? A Anton se le puso la carne de gallina.
—Sólo es una piedra —aclaró Anna como si hubiese leído el
pensamiento de Anton—. Antes se utilizaba para detener las
hemorragias, de ahí su nombre.
Como siempre, el tema «sangre» estremecía a Anton. Anna se
rió un poco.
—Tienes que saber que tía Marta era de Suabia.
—¿De Suabia? —repitió Anton—. ¿Y eso qué quiere decir?
—Los suabos son especialmente ahorradores. Y tía Marta era
todavía más ahorradora que la mayoría de los suabos. No se
permitía perder ni la más pequeña gota de sangre. Y por eso, cada
vez que tenía que apagar su sed, luego tomaba el collar y.. —en
medio de la frase, Anna se interrumpió—. Hablemos mejor de otra
cosa —cambio de otra cosa—, por ejemplo, de tu Noche del Terror.
—¿Cómo sabes tú lo de la Noche del Terror? —preguntó
Anton, sorprendido.
—Me he encontrado a Lumpi —puso morritos— y me ha
enseñado ese bonito broche de «Bienvenido al placer del terror»
que tú le has regalado.
Anton se río con aspereza.
—¿Regalado? Lumpi me lo ha quitado. ¡Pero ese pin era mi
entrada para la Noche del Terror!
—¿Y ahora ya no tienes entrada?
—No.
—¿Eso quiere decir que no vas a ir? —Anna le miraba mitad
compasiva, mitad preocupada.
—Sí —exclamó Anton—. Mi padre me ha comprado el pin y
seguramente se enfadaría si no fuera a la Noche del Terror.
Anna aplaudió contenta.
—Eso haría yo también, Anton. ¡Y me gustaría ir contigo a la
Noche del Terror! ¡No digas que no! —añadió suplicante.
Anton apretó los labios. Habría podido contestar que tomar
parte en la Noche del Terror costaba diez euros. Pero eso no
ayudaría mucho, porque sabía lo testaruda que era Anna cuando se
le metía una cosa en la cabeza. Y en ningún caso quería ponerse a
discutir con ella. ¡Además, sólo era dinero!, se dijo. ¿Y qué mejor
modo de emplear su dinero que para su amiga? Con todo, Anton
suspiró ante la idea de echar mano de sus ahorros.
—Y Rüdiger seguro que viene también a la Noche del Terror,
¿no? —preguntó irónico…
Y de repente una voz ronca exclamó desde fuera:
—¡Acertaste! ¡Pero antes quiero un broche de primera como
el de Lumpi!
Las cortinas se movieron y el pequeño vampiro se coló
flotando en el cuarto.
—¡Rüdiger! —se alegró Anton.
—Hola, Anton —dijo el pequeño vampiro. Echó una mirada a
Anna y parpadeó significativamente—. Ya veo que estás ocupado.
¿Practicando ya?
—¿Practicar? —repitió Anton—. ¿Qué iba a practicar yo?
—¡Guardar piojos! —Rüdiger se reía graznando—. Si llevas
contigo a Anna a la Noche del Terror, eso es peor que si tuvieras
que guardar un saco de piojos, ja-ja.
—¡Estúpido! ¡Asqueroso! —protestó Anna, y se lanzó contra
Rüdiger.
El pequeño vampiro se reía y flotaba bajo el techo de la
habitación. Furibunda, Anna se puso a perseguirle. Pero claro, la
habitación de Anton era demasiado pequeña para dos vampiros
que se cazaban y, después de haber aterrizado en la alfombra, la
lámpara de la mesa, la silla y por fin un montón de libros, Anna y
Rüdiger salieron volando en la noche entre bufidos y resoplidos.
Rápidamente, Anton cerró la ventana tras ellos.
—¿Anton? —esta vez era su padre quien llamaba a la puerta.
—No te preocupes —dijo Anton al abrirla—, yo recojo todo
esto enseguida.
—¿Qué ha pasado aquí? —su padre observaba el revoltijo—.
¡Por el ruido parecía el Enano Saltarín en persona!
—Tuve una pesadilla.
—¿Y se puede saber qué has soñado? —el padre de Anton
levantaba las cejas al preguntar. Probablemente quería infundir
respeto a su hijo, pero como llevaba pasta de dientes pegada al
labio, Anton tuvo que hacer esfuerzos para evitar una sonrisa.
—He soñado con la Noche del Terror —contestó—. Seguro
que he hablado en sueños. Sí, y probablemente también me he
levantado y he tropezado con esas cosas.
—¿Has soñado con la Noche del Terror? ¡Lo que parece
terrible de verdad es tu cuarto! —su padre sonreía satisfecho—.
Bueno, que duermas bien. Y nada de pesadillas, ¿me oyes?
—No. Buenas noches —contento de poder librarse por esta
vez de lavarse los dientes, Anton se puso el pijama y se metió en la
cama.
̃ ´
Aranas y murcielagos
El lunes en cuanto tuvo hechos sus deberes, Anton fue en bicicleta
a la Biblioteca Municipal. Se encontraba en el edificio de un antiguo
almacén. La sección infantil estaba en el piso más alto,
directamente bajo el tejado. Se podía subir por la escalera y en
ascensor.
Pero ese día Anton se detuvo en el piso bajo para examinar
los anuncios sobre la fiesta que se preparaba. Descubrió dos
carteles con la misma cara de vampiro que en el programa de
mano; pero en lugar del desafortunado eslogan «Bienvenido al
placer del terror», en los carteles aparecía de forma más neutra:
«Invitación a la noche del terror». También la información era más
o menos la misma que en el programa de mano. Sólo se añadía que
todos los niños necesitaban una autorización de sus padres.
Naturalmente, eso era un problema para Rüdiger y Anna,
pensó Anton. Sus padres Hildegard la sedienta y Ludwig el Terrible
no se ocupaban prácticamente para nada de sus retoños, y además
en la estirpe de los Schlotterstein estaba severamente prohibido
cualquier contacto amistoso con los humanos. ¿Podría Anna,
camuflando la escritura, redactar una autorización para ella y
Rüdiger? Anton estaba sumido en esos pensamientos cuando de
pronto una voz femenina dejo junto a él.
— ¡Qué, Anton, seguro que estas ya emocionado!
Era la señora Sirja, la directora de la biblioteca infantil.
—Sí… —dijo él.
—Lo Noche del Terror parece hecha exactamente para ti
—La señora Sirja le guiñó un ojo. Era originaria de Finlandia y tenía
un ligero acento al hablar. Llevaba el pelo canoso corto y
desgreñado, y tenía ojos azules y luminosos, rodeados por
numerosas arruguitas risueñas—. Siempre me has pedido que
adquiera más libros de terror.
—Ya no tengo edad para libros sobre caballos o historias de
niñas —dijo Anton.
Ella se echó a reír.
—He pensado especialmente en ti cuando propuse a mi
colega organizar la Noche del Terror.
— ¿La idea es de usted? —Al parecer él había infravalorado a
la señora Sirja.
—Sí —respondió ella —. Incluso he preparado yo misma parte
de la decoración. ¿Has subido ya a la biblioteca Infantil?
— No —tosió—. Esta vez no quiero llevarme ningún libro.
Tenemos…, tenemos ahora muchos deberes, ¿sabe usted?
—No tienes que llevarte ningún libro en prestados si no
quieres —dijo ella—, pero tienes que ver nuestra decoración.
La señora Sirja fue hacia el ascensor y Anton la siguió.
Seguramente ya había pasado casi un año desde la última vez que
había estado en la Biblioteca infantil —para disgusto de su madre,
que hubiera venido a diario con él. Pero aparte de la oferta de
libros, más bien restringida, él también encontraba la biblioteca
infantil demasiado… infantil.
Sin embargo, cuando salieron del ascensor, Anton se quedó
sin habla. En lugar de las usuales orugas, mariquitas y mariposas,
colgaba del techo una colonia de murciélagos y se columpiaban al
menos treinta gordas arañas en enormes telas. En medio de la
biblioteca, en la llamada «Isla de los Libros», que invitaba a leer con
cojines de gomaespuma de colores, Anton descubrió un ataúd —sin
duda totalmente nuevo—, en cuya tapa yacían libros con cubiertas
de aspecto terrorífico. Y las paredes pintadas de blanco sobre las
estanterías de los libros ya no estaban adornadas con dibujos de
blanco sobre las estanterías de los libros ya no estaban adornadas
con dibujos infantiles de árboles floridos, barcos de vela y aviones;
no, ahora mostraban cuadros de vampiros, hombres-lobos y
monstruos. Ni el propio Anton habría podido dibujarlos mejor.
— ¡De locura!
— ¿Te gusta?—pregunta la señora Sirja.
— ¡Sí! ¡Es la sección de libros más impresionante que he visto
nunca!
Una mujer joven, con melena rubia y ondulada, se acercó a
ellos. Llevaba vaqueros, deportivas blancas y un jersey de cuello
alto de rayas blancas y azules.
— ¿Conoces ya a la señora Leit-Hammel? —preguntó la
señora Sirja—. Es mi nueva compañera.
A Anton le parecía una estudiante, no una bibliotecaria.
Se volvió a la señora Sirja:
—No deberían quitar ustedes nunca las arañas y los
murciélagos. Seguro que vendría el doble de niños.
—Probablemente es verdad en tu grupo de edad —admitió
ella—. Pero la biblioteca municipal está para todos y por eso
tenemos que encontrar un término medio. Piensa sólo en todos los
niños pequeños que vienen con sus madres para que les lean libros
en voz alta. Lo entiendes, ¿verdad?
Anton disimuló una sonrisa.
—En realidad, no. ¿Ve usted allí aquella madre con los gemelos?
Tiene dos años como mucho, pero no se asustan las arañas y los
murciélagos.
—Parece que no —la señora Sirja le dio la razón—, pero otras
personas son más susceptibles, créeme.
Anton asintió… y suspiró. Sabía de lo que hablaba; al fin y al
cabo, él estaba emparentado con alguien que rechazaba de manera
enfermiza todo lo horripilante.
Se hizo una pausa, y de pronto Anton recordó por qué había
venido:
— ¡Necesito imprescindiblemente tres entradas más!
Metió la mano en el bolsillo del pantalón. Allí tenía los treinta
euros con los que quería comprar entradas para él, para el pequeño
lamentándolo;
— Lo siento, Anton, pero están vendidas todas las entradas
para la Noche del Terror, Tu padre se llevó una de las últimas.
Anton no podía creerlo:
— ¿Todos vendidas? ¿Para la Noche del Terror?
— Si —afirmó la señora Leit-Hammel—. También nos ha
sorprendido a nosotras. Nunca hubiéramos creído que iba a haber
tanta afluencia.
— Y hemos vendido diez entradas más de las que habíamos
planeado. Pero más de treinta niños no podemos reunir, por más
que queramos —aseguró la señora Sirja.
— ¿Y de verdad no pueden ustedes añadir tres más? Quiero
decir que entre treinta niños no se notaría mucho —insistió Anton.
La señora Sirja negó con la cabeza.
—Ya tenemos miedo de que con la Noche del terror
hayamos…, bueno exagerado un poco. Sobre todo con la excursión
nocturna por el cementerio— añadió.
— ¿Por el cementerio? —Anton creía haber oído mal.
—Sí —confirmó la señora Leit-Hammel.
— ¡Pero eso no puede ser! —exclamó Anton.
—Nos quedaremos todos muy juntos, y ninguno podrá salirse
del camino —dijo la señora Sirja.
—Y en el cementerio tendremos enérgicos ayudantes —
añadió la señora Leit-Hammel. Se echó a reír y la señora Sirja la
imitó.
— ¿Qué clase de ayudantes? —preguntó Anton, alarmado,
—Eso no te lo podemos decir —dejo la señora Sirja—. Tiene
que ser una sorpresa terrorífica.
— ¡Pero podría usted darme una pista! —Anton estaba ahora
muy inquieto.
—Ya no sería entonces la Noche del terror… si tú supieras de
antemano lo que va a suceder. Bueno, y ahora debo regresar a mi
oficina —la señora Sirja se volvió y fue hacia el ascensor.
— ¿Te gustaría hacer alguna cosa para la decoración, Anton?
—preguntó la señora Leit-hammel.
—Sí —respondió éste, con la esperanza de poder sacarle
alguna información mientras trabajaban, ahora que se había ido su
jefa.
Pero la señora Leit-Hammel charló con él de todo lo posible,
menos de la Noche del Terror; Por fin, Anton preguntó si los
«Enérgicos ayudantes» en el cementerio podrían llamarse
Geiermeier y Schnuppermaul.
La señora Leit-Hammel sólo sonrió y contestó:
—Eso tiene que seguir siendo una sorpresa.
Anton se dio por vencido. Le dio el vampiro que había
dibujado y recortado, y se despidió.
̃
Senuelos para los vampiros
Anton llegó a casa muy pensativo. Su madre le recibió en el
pasillo.
—¿No has traído ningún libro? —preguntó al verle con las
manos vacías—. ¿Para qué has estado entonces en la Biblioteca
Municipal?
—Quería buscar un par de datos —respondió sin darle
importancia, para evitar que ella siguiera investigando. Pero ese
truco aquel día no funcionó.
Su madre arrugó la frente y preguntó:
—¿Y qué clase de datos buscabas?
—Sobre la Noche del Terror: cuándo empieza exactamente,
qué clase de juegos va a haber, cómo hay que disfrazarse…
—… y si tú puedes comprar todavía dos pins —completó ella.
Anton la miró pasmado:
—¿Por qué dices eso?
—Por esos curiosos hermanos que te tienen tan embrujado,
el pálido y fantasmal Rüdiger y su horrible hermana: para ellos la
Noche del Terror tendría que ser como navidad y cumpleaños a un
tiempo —y le miró escrutadora.
—Ahí te equivocas —dijo Anton—. Primero, Rüdiger y Anna
no celebran ni Navidad ni cumpleaños, al menos ya no más —
puntualizó—. Y segundo —continuó elevando la voz—, ¡yo n he
preguntado si puedo comprar otros dos pins!
Al menos eso no era mentira: había preguntado si podía
comprar tres.
—Y tercero, Rüdiger y Anna no me han embrujado. Son mis
mejores amigos —añadió.
Esta vez funcionó: su madre soltó un furioso uff y desapareció
en el salón.
Él corrió a su cuarto y se tumbó en la cama. Después fue
repasando en su cabeza todo lo que había descubierto en la
biblioteca. Lo que más le preocupaba era lo de los «enérgicos
ayudantes» que la señora Leit-Hammer había citado, pues tenía
que ser gente que conociese bien el cementerio. La señora Sirja y la
señora Leit-Hammel habían hablado con esas personas, incluso
habían trazado un plan para la excursión nocturna. Y eso significaba
que no podían ser vampiros. Los vampiros no se llevan libros
prestados de la biblioteca, que además estaba cerrada de noche, y
nunca harían planes junto con los humanos. En consecuencia,
únicamente quedaban Geiermeier y Schnuppermaul como posibles
«enérgicos ayudantes»…
En ese punto de sus pensamientos, Anton notó un cosquilleo
en todo su cuerpo. Se levantó otra vez y empezó a pasear arriba y
abajo por su cuarto. ¿Pero por qué habían accedido Geiermeier y
Schnuppermaul a ayudar a la señora Sirja y a la señora Leit-Hammel
en su excursión nocturna?. ¡Con toda seguridad, no era por
altruismo o por amor al prójimo! Geiermeier y Schnuppermaul
debían tener su propio plan, pero ¿qué clase de plan? ¿Podía tener
algo que ver con la persecución de los vampiros?
Anton se detuvo bruscamente. Tenía la sensación de que se le
hubiera caído de pronto una venda de los ojos: ¡Geiermeier y
Schnuppermaul querían utilizar como señuelo a los niños que
tomaran parte en la Noche del Terror! Los vampiros no podrían
resistirse a treinta niños jugueteando sin malicia en la oscuridad del
cementerio: ¡ni tía Dorothee, ni Wilhelm el Tétrico, ni Hildegard la
Sedienta, ni tampoco Lumpi el Fuerte! Ni siquiera por Rüdiger y
Anna pondría Anton la mano al fuego.
Y entonces Geiermeier y Schnuppermaul sólo necesitaban
estar preparados con sus afiladas estacas de madera…
Anton se dejó caer en la cama, porque de pronto se sentía
muy raro. ¡Los vampiros no debían estar el viernes 13 en el
cementerio bajo ninguna circunstancia! ¡Inmediatamente después
de la puesta de sol tenían que abandonar el cementerio y volar
lejos de allí!
¡Como primera medida, él tenía que hablar con Rüdiger o con
Anna, para que entendieran lo serio de la situación!
Pero la noche pasó sin que ninguno de los dos se dejase ver. Y
tampoco la noche siguiente supo Anton nada de ellos.
El miércoles estaba tan inquieto que decidió volar al
cementerio. Sus padres tenían esa tarde entradas para el teatro.
Normalmente sólo salían los fines de semana, pero una conocida
les había regalado las entradas y no habían podido elegir la fecha.
Tan pronto como los padres de Anton salieron de casa, éste
buscó en su armario la capa de vampiro, que había escondido
debajo de varios jerséis. La capa estaba vieja y agujereada y
esparcía un débil olor a moho. Antes había pertenecido al tío
Theodor, pero ahora tío Theodor ya no la necesitaba. Geiermeier, el
guardián del cementerio, le había clavado una estaca de madera en
el corazón, porque había sido tan descuidado como para tocar
música en su ataúd. Tras ese terrible acontecimiento, los miembros
de la familia Schlotterstein habían trasladado sus ataúdes a una
tumba común bajo la tierra por motivos de seguridad.
Siempre que Anton tomaba la capa en sus manos, se acordaba del
trágico final de tío Theodor, y cada vez pensaba que el peligro para
los vampiros no era una fantasía, sino algo muy real y tangible.
Fuera estaba anocheciendo y tenía que darse prisa si quería
encontrar a los hijos de los vampiros antes de su vuelo.
Miró al aparcamiento, para ver si estaba allí el coche de sus
padres. Al no verlo, se subió al alféizar de la ventana y extendió los
brazos con cuidado. De repente, oyó un ruido en el pasillo. Parecían
pasos, y después alguien dio unos golpecitos en la puerta de su
cuarto. Con serenidad, Anton volvió a saltar dentro de la
habitación: la puerta se abrió y su padre asomó la cabeza.
—¡Socorro, un vampiro! —exclamó fingiendo espanto. Luego
se echó a reír—. ¿Haces un ensayo general?
—¿Ensayo general?
—Sí, para la Noche del Terror.
—Ah, ya… —Anton tosió—. Sí —¡mejor disculpa no se le podía
haber ocurrido a él!
—He tenido que volver otra vez porque había olvidado las
llaves del coche —explicó su padre.
—¿Y cómo es que no está el coche aparcado si no teníais las
llaves? —preguntó Anton.
—Mamá lo había estacionado delante de la casa del vecino.
Cuando vino a medio día, todas las plazas estaban ocupadas aquí —
su padre hizo sonar las llaves—. Pórtate bien. Y que te diviertas con
tu ensayo general.
Anton asintió. Esperó todavía un rato, por si su padre volvía
otra vez. Cuando todo estuvo tranquilo, se encaramó de nuevo a la
ventana y movió los brazos lentamente arriba y abajo. Enseguida
comenzó a flotar. Agitó los brazos con más fuerza y notó cómo el
aire le llevaba. Echó a volar con el corazón latiendo deprisa.
Un Mal presentimiento
Era una noche tormentosa. El viento se colaba una y otra vez bajo
la capa de vampiro y la levantaba, de modo que Anton tenía que
esforzarse por guardar el equilibrio. Al final tuvo que guarecerse en
un árbol de espeso ramaje. Sin aliento, se sujetó con fuerza a las
ramas. Entonces, oyó una voz conocida debajo de él:
—Hay que aprender de todo, ji-ji.
— ¡Rüdiger! —la alegría de Anton era doble: había deseado
ardientemente encontrarse con el pequeño vampiro, y ahora se
ahorraba incluso la espera nocturna en el cementerio. Se apresuró
a bajar a otra rama—. Tengo que hablar contigo.
El pequeño vampiro se colgó de una ramita.
—Me has estropeado la comida nocturna —dijo descontento,
cuando Anton se acercó a él
—No era mi intención —aseguró Anton—, pero lo que tengo
que decirte es muy importante, de verdad.
El pequeño vampiro le miró dudando.
— ¿Qué puede ser más importante que una bonita rata
gorda?
Anton se estremeció. Las preferencias alimenticias de los
vampiros eran algo que nunca podría soportar.
—Se trata de la Noche del terror —empezó. Y luego le contó
que no había podido conseguir entradas para él y Anna porque
todas se habían vendido ya. Como había supuesto, el pequeño
vampiro estaba desilusionado y le culpó de no haberse preocupado
a tiempo de las entradas.
— ¡De ninguna manera! —protestó Anton—. Al día siguiente
fui enseguida a la Biblioteca Municipal, pero ya no les quedaban—
respiró hondo antes de continuar—: Además, habría sido un gran
error que hubierais ido a la Noche del Terror.
— ¿Un error? —el pequeño vampiro le lanzó una mirada de
asombro.
— ¡Sí! —dijo Anton, y le informó sobre los «enérgicos
ayudantes» y sus sospechas de que Geiermeier y Schnuppermaul
planeaban una mala jugada contra la familia de vampiros.
— ¿No es terrible? —dijo al terminar, mientras Rüdiger
todavía guardaba silencio.
— Muchas cosas son horribles. Por ejemplo, mi estómago
vacío —gimió el pequeño vampiro—. Y como tú sabes, yo no sirvo
para nada con el estómago vacío.
— ¿Quieres que espere aquí hasta que tú… —Anton tragó
saliva—, hasta que tú hayas cazado algo?
—No tenemos que hacerlo tan complicado —los ojos del
pequeño vampiro brillaban a la luz de la luna—. Si por ejemplo tú,
como prueba de amistad, me permites un poquito…
— ¡No! —se defendió Anton.
—Tampoco tiene que ser mucho.
— ¡No! —dijo Anton otra vez.
— Entonces tengo que hacer lo que la naturaleza reclama —
dijo el pequeño vampiro, y se elevó en el aire.
— ¿Y qué va a pasar ahora? —preguntó Anton.
— Yo hablaré con Anna y con Lumpi —contestó el pequeño
vampiro antes de que una ráfaga de viento se lo llevase.
— ¡Y recuerda a Lumpi que yo necesito el pin! —exclamó
Anton, pero ya no recibió respuesta. Esperó hasta que el viento se
hubo calmado; después voló de vuelta a casa.
Anton contaba con saber algo de Rüdiger esa misma noche.
Se despertó varias veces y miró a la ventana, pero el pequeño
vampiro no llegó y por fin empezó a amanecer.
La noche siguiente, Anton esperó todavía más impaciente.
Pero también pasó sin que Rüdiger apareciese. Al levantarse por la
mañana, tenía un mal presentimiento.
— ¿Pudiste dormir? —preguntó su padre cuando Anton entró
a la cocina.
Éste le miró desconcertado.
— ¿Por qué lo preguntas?
—Bueno…, yo pensaba que la expectativa de la Noche del
Terror quizá te había mantenido despierto.
—Ah, eso crees —Anton se sentó y llenó un plato con cereales
y arándanos frescos.
Como tantas otras veces, deseó que ellos fueran como otras
familias, donde cada uno toma su comida a la carrera, mientras la
televisión se cuida del entretenimiento. Pero en su casa
desayunaban juntos en la mesa, con música clásica en la radio.
—Ésa es la forma más sana de empezar el día —solía decir la
madre de Anton.
Por desgracia, esa forma de desayunar daba también a sus
padres la oportunidad de hacerse a él toda clase de comentarios:
que si había hecho los deberes, que si un trabajo se retrasaba,
etcétera.
Pero al menos esa mañana aquellas preguntas distrajeron a
Anton de sus preocupaciones. Y tampoco en la escuela tuvo mucho
tiempo para pensar en los vampiros.
Todo cambió cuando por la tarde se quedó solo en su cuarto.
¿Por qué no había venida el pequeño vampiro las dos noches
pasadas?, pensaba. ¿No había tomado en serio sus advertencias?
¿O era porque Rüdiger tenía el estómago vacío cuando Anton le
había hablado de la excursión nocturna? Rüdiger había dicho que
con el estómago vacío no se podía contar con él. ¿Acaso el cerebro
de un vampiro sólo funcionaba correctamente cuando estaba
bien… irrigado con sangre, uf? ¿Era posible que él y Anna
estuvieran ocupados en sacar del cementerio a sus parientes
durante esa noche y por eso se habían olvidado de venir a verle?
En todo caso, Anton sólo podía esperar que Rüdiger no
hubiese ido a meter las narices en el cementerio.
¡A la Noche del Terror!
A última hora de la tarde, Anton se alisó el peso con gomina,
se embadurnó la cara con pintura blanca, lápiz negro en las cejas,
sombras azules en los parpados y rojo sangre en los labios.
Tampoco olvidó su cuello. Después se puso vaqueros negros y un
jersey del mismo color. Finalmente, se colocó encima la capa del tío
Theodor. Era un placer especial llevar una autentica capa de
vampiro, aunque todo el mundo suponía que era sólo un disfraz.
Como remate, Anton se echó encima abundante polvo blanco, para
darle a su traje el auténtico Look sepultural.
Notó lo perfecta que era su transformación ante el suspiro
resignado de su madre cuando él entró en el salón y dio un par de
vueltas muy orgulloso; de todos modos, tuvo buen cuidado de no
mover mucho los brazos, no fuera a elevarse de repente hasta el
techo,
—Pero quiere llevarte —le anunció ella.
— ¿Papá?
— Sí. Después de todo, fue idea suya que fueras a la Noche
del terror —le señaló una bolsa de deporte que ella había
preparado—. Ahí dentro está tu saco de dormir, el colchón inflable,
tu pijama, una bolsa de cosméticos y la linterna para la excursión
nocturna.
— ¿Una bolsa de cosméticos? ¿Te parece que debo pintarse
todavía más? —preguntó Anton bromeando.
—Para mi gusto, estás ya demasiado pintado —contestó su
madre con gesto serio—. En la bolsa hay jabón, una toallita, cepillo
y pasta de dientes —y en tono de profesora, añadió—: Una noche
en la biblioteca no es motivo para olvidarse de la higiene.
—Claro que no —Anton hizo el papel del alumno modelo.
Ahora esperó impaciente a su padre.
Cuando llegaron a la Biblioteca Municipal empezaba a
anochecer. El padre de Anton se detuvo justo delante de la señal de
prohibido aparcar, junto al edificio.
— ¡Adiós papá! —exclamó Anton, que quería apearse.
— ¡Espera!
— ¿Qué pasa ahora?
Su padre cogió la bolsa de deportes del asiento de atrás.
— ¿No querrás ir a la Noche del Terror sin tus libros de terror,
verdad?
Anton cogió la bolsa.
—Ahí dentro no hay ningún libro de terror —le aclaró—, sólo
instrumentos de tortura.
— ¿Instrumentos de tortura? —su padre parecía espantado.
—Sí, cepillo de dientes y cosas parecidas —dijo Anton.
Su padre se echó a reír.
—Toma. Esto también lo necesitas —y le dio un sobre a
Anton.
— ¿Dinero? —se alegró éste.
—No, yo ya he pagado. En el sobre está el permiso.
—Ah, ya. Gracias.
— Por cierto, ¿dónde está tu pin? —preguntó su padre.
—Un amigo me lo traerá —Anton carraspeó. Esta explicación
convencería a su padre.
— ¿Conozco yo a ese amigo?
—No —respondió Anton, mientras pensaba: ¿Quién puede
decir que conoce a Lumpi?
— ¿Y por qué tiene tu amigo tu pin?
—Se lo llevó prestado. Sus padres no le permiten que pase la
noche en la biblioteca. Y tampoco que vaya a la excursión nocturna
—«¡Esperemos que no!», añadió en pensamientos pues con Lumpi
nunca podría saberse—. Pero le gustó tanto el pin, que lo debe
hasta esta noche.
— ¿Y dónde está tu amigo? —el padre de Anton miraba a
través de las ventanillas. Muchos niños disfrazados y pintados
pasaban camino a la biblioteca; todos en compañía de su padre o
su madre, como comprobó Anton.
—Por ahí delante —respondió sin precisar.
— ¿Y qué pasa si tu amigo te da plantón?
—Entonces seguro que la señora Sirja me dejaría pasar de
todos modos.
— ¿Y de verdad no quieres que vaya contigo, al menos hasta
la entrada?
— ¡No! —contesto Anton. Ya en el coche había intentado
explicar a su padre que no quería que le acompañase a la biblioteca
como a un niño de tres años. Ahora añadió astutamente—: Además
estás mal aparcado.
—Sì, entonces… —dijo su padre, sintiéndose culpable—. Que
te diviertas —y se fue.
Anton se puso en la cola de los que esperaban y miró
alrededor.
Con alivio, no descubrió a nadie del tamaño y la figura de
Lumpi. Vio a varios vampiros, pero ninguno de ellos era más alto
que él mismo. Además, con sus cuellos rosados bajo las caras
pintadas de blanco, Anton nunca les habría podido confundir con
verdaderos vampiros. Respiró aliviado: al parecer el pequeño
vampiro había tomado en cuenta su advertencia y se la había
transmitido a sus parientes.
Junto a los vampiros había varios fantasmas portadores de
túnicas blancas y un ser muy peludo —que probablemente debía de
representar a un hombre lobo—, piratas y gitanas, principalmente
princesas y magos.
Cada uno de ellos llevaba su pin de «Bienvenidos al placer del
terror» bien visible encima de la ropa, así que Anton no se extrañó
cuando le detuvo una mujer con pelo rojo peinado hacia arriba que
vigilaba la entrada de la biblioteca. Sus ojos estaban rodeados de
gruesas líneas negras, tenía pestañas enormemente largas,
probablemente postizas, y la boca pintada de rojo cereza. Llevaba
un anticuado vestido de encaje negro, una estola verde y botas
negras atadas con cordones. Tenía el aspecto de un vampiro, pero
Anton no dudó un momento que era de carne y sangre como él.
— ¿Y quién es este encantador y joven vampiro? —sólo por su
acento notó Anton que tenía que ser la señora Sirja; con todo aquel
maquillaje y la peluca roja, no la habría reconocido nunca.
—Soy Anton. Anton Bohnsack —le dio el sobre con el permiso
de su padre—. Pero he olvidado en casa mi pin—añadió para
acortar las esperadas preguntas.
—No importa —contestó ella—. Siempre que no hayas
olvidado también en casa tu buen ánimo.
—No —respondió Anton,, y se unió a la avalancha de niños
que entraban en la biblioteca.
— ¡Por aquí! —llamó una mujer que llevaba una larga peluca
rubia, un vestido de terciopelo rojo y guantes negros. Anton no
necesitó pensar mucho para saber que sólo podía tratarse de la
señora Leit-Hammel.
Los niños la siguieron escaleras arriba entre risitas, chillidos y
empujones. Anton iba detrás, a cierta distancia.
Una vez arriba, la mayoría de los niños, que sólo conocían la
biblioteca infantil ordenada y siempre impecable —casi libre de
gérmenes—, apenas podían estarse quietos. La señora Sirja y la
señora Leit-Hammel habían hecho de verdad un estupendo trabajo,
pensó Anton admirado. Todas las estanterías con los libros habían
desaparecido bajo papel rizado negro o rojo, y de las vigas del
techo colgaban tantos vampiros, murciélagos y arañas de cartón
que uno se podía sentir como en una cueva, La atmosfera irreal y
lúgubre se acentuaba por medio de rayos de luz roja.
La señora Leit-Hammel dio unas palmadas y anunció:
— ¡Empezamos enseguida con la polonesa de los monstruos!
Que cada una ponga las manos en los hombros del niño que va
delante de él. ¡Y todos debéis participar, nadie debe quedarse al
margen!
Puso la música, pero fue la única que se preparó para la
polonesa de los monstruos. Miro a los niños irritada. Entonces se
echó a reír y se sonrojó:
— ¡Ah, todavía tenéis vuestras bolsas! Venid, vamos a
llevarlas rápidamente a la sala de descanso.
Los niños dejaron sus bolsas en el cuarto de al lado. Después
se colocaron muy obedientes para la polonesa de los monstruos. En
circunstancias normales, Anton sólo habría mirado y se habría
divertido. La verdad es que se sentía un poco mayor para
polonesas, por más que se presentasen pomposamente como
polonesas de monstruos. Pero no quería parecer desagradable
desde el principio, así que colocó las manos en los hombros de la
niña que había delante de él. Era una de las princesas que ya le
había lanzado varias veces miradas enamoradas. Su pelo rubio
rojizo estaba peinado en tirabuzones. Para conseguirlo, tendría que
haber sudado durante horas con los rulos puestos y sentada bajo el
secador.
—Yo soy Carola de Borgoña —dijo, y le miró con sus grandes
ojos marrones. ¡Ojos de vaca!, pensó Anton.
— ¿De Borgoña? ¿Es ésa una estirpe de vampiros?
—No. Es mi nombre de princesa. Yo soy Carola, la hija más
joven del rey de Borgoña.
—Oh… —Anton se hizo impresionado—. ¿Tengo que hacerte
una reverencia, o qué?
Ella soltó una risita.
—No es necesario. En realidad, me llamo Carola Müller.
—Carola de Borgoña te va mucho mejor —afirmó Anton.
—Muchas gracias —Carola era demasiado vanidosa para
apreciar la ironía—. ¿Y tú cómo te llamas?
—Anton.
— ¡Un nombre poco corriente!
Anton no contestó. Recorrió con los ojos la hilera de niños.
Contó veitisiete. Para asegurarse, contó una vez más; ahora llegó a
los veintiocho. Al parecer, los dos que faltaban se habían retrasado.
Y justamente, poco tiempo después, se abrió la puerta del ascensor
y la señora Sirja apareció en compañía de dos… ¡vampiros! Por un
breve momento, Anton se quedó sin respiración. Pero entonces vio
que eran niños normales disfrazados.
La señora Sirja agitó las manos y exclamó
— ¡Silencio! ¡Ruego un minuto de silencio!
La señora Leit-Hammel bajó el volumen de la música.
—Ahora estamos al completo —anunció la señora Sirja—. La
puerta de entrada a nuestro palacio del terror está atrancada —se
rió como si fuera un buen chiste—, ¡y con ello puede comenzar
nuestra Noche del Terror!
— ¡A la Noche del Terror! —exclamó la señora Leit-Hammel—
. ¡A la Noche del Terror! —repitió, e hizo señas a los niños que
coreasen su grito de batalla.
Primero indecisos, luego cada vez más alto, los niños aullaron:
— ¡A la Noche del Terror!
´
Salvaje y lugubre
Como primera medida fueron al bufé del terror. También con él se
habían esforzado las dos bibliotecarias, pensó Anton. Toda la
comida era de color rojo sangre o negra como la noche: había
moras fresas, manzanas rojas y pimientos rojos, además de
salchichón, salchichas de vivo color rojo, sopa de tomate y ¡hasta
espaguetis negros! Podían calmar la sed con zumo rojo, té rojo o
bien un ponche rojo en el que nadaban rodajas de naranja
sanguina. Anton probó un poco de todo, pero lo que más le gustó
fue el helado de frambuesa con la salsa de chocolate casi negra.
Después de la comida llegó la hora de una terrorífica lectura.
La señora Sirja explicó a los niños, agrupados a su alrededor en las
almohadas, que había traído libros de la biblioteca de adultos para
asegurarse de que se les ponían de verdad los pelos de punta. Ante
esta advertencia, incluso Anton se dispuso a escuchar. Y las
historias no le defraudaron: eran salvajes y lúgubres, aventureras y
enloquecidas, sorprendentes y trágicas… ¡como la vida misma!,
pensó.
Entre una y otra historia, se acercaban al bufé, jugaban,
bailaban y elegían el mejor disfraz. Carola propuso a Anton, pero
fue el hombre-lobo quien ganó el vale para el libro. Por fin, la
señora Sirja dijo:
—Y ahora vamos a pasar a la parte más terrorífica de la Noche
del Terror: ¡la excursión nocturna!
Anton echó una mirada a su reloj y se asombró al ver que ya
eran las dos y veinte. ¡Nunca hubiera creído que el tiempo pasaría
tan deprisa!
La señora Leit-Hammel se puso manos en la boca como una
bocina y lanzó un largo «!Huuuhuuu, Noche del Terror!». Esa
broma inocente bastó para asustar a dos gitanas y a un pirata.
Cada uno cogió su linterna. Algunos niños se pusieron
chaquetas, otros se cambiaron de zapatos. Anton se quedó como
estaba. Finalmente, se corrieron escaleras abajo entre los gritos de
advertencia de las bibliotecarias: «!Que nadie corra! ¡Nada de
codazos y empujones! ¡Comportaos todos!». Anton, que también
esta vez se quedó unos pasos por detrás de los demás, pensaba que
era un milagro que nadie fuera aplastado hasta la muerte.
—Debéis colocaros de acuerdo con vuestro disfraz: el, mago
con el mago, el vampiro con el vampiro, etcétera. Eso nos facilita la
visión del conjunto.
Carola pareció entristecerse, pero no le quedó más remedio
que buscar a una princesa.
Un chico vestido de vampiro se acercó a Anton.
—Me llamo Eddi —dijo.
—Anton —se presentó éste.
Eddi también se había fijado el pelo con gomina. Su maquillaje
de vampiro estaba bien logrado, pero había olvidado pintarse el
cuello. A Eddi no le quedaba mal su impecable capa de vampiro,
que olía a un suavizante dulzón.
—¿Tu crees que tenemos que agarrarnos también? —
preguntó.
—Aunque sea así… —respondió Anton—. No pueden
obligarnos. Al fin y al cabo, no estamos en la guardería.
Pero se habían preocupado sin necesidad, pues nadie les pidió
ir cogidos de la mano. Sólo debían permanecer juntos y vigilarse
uno a otro, para que nadie se perdiese en el camino, les advirtió la
señora Sirja.
—Además, el señor Müller y la señora Dumke son tan amable
que se han ofrecido a acompañarnos en la excursión nocturna —
dijo la señora Leit-Hammel.
El señor Müller y la señora Dumke esperaban fuera, ante la
Biblioteca Municipal. Como Anton ya había supuesto, el señor
Müller era el padre de Carola. Ella le saludó con la mano, como si
no le hubiera visto durante semanas, y exclamó: «Papi, papi, estoy
aquí». Al contrario que su hija, el señor Müller no tenía ni un pelo.
En cambio, lucía una barriga sobresaliente y piernas cortas y
torcidas. La señora Dumke era una cabeza más alta que él, muy
delgada y llevaba gafas con gruesos cristales.
Anton se felicitó por no haber sabido que estaba permitido a
los padres participar en la excursión nocturna. Pero lo más
importante era que su madre no hubiera sabido nada de eso.
La señora Leit-Hammel se colocó al principio de la fila, la
señora Sirja fue al final. El señor Müller y la señora Dumke fueron
invitados a «repartirse». Anton no estaba precisamente encantado
cuando el señor Müller apareció junto a él y Eddi, que iban en el
último tercio de la fila.
Algunos niños probaron enseguida sus linternas, pero la
señora Sirja dijo:
—Sólo se permite encender las linternas en el cementerio.
¡Quien no se atenga a esa norma, tendrá que entregar la suya!
El camino más corto hacia el cementerio habría sido a través
de la estación, pero la señora Leit-Hammel sugirió el trayecto más
largo, por una zona peatonal mejor iluminada. Al parecer, no quería
acercarse al terror más real que reinaba en la estación.
—Y qué, vosotros dos…, barbas sangrientas, ¿habéis bebido
esta mañana vuestra ración de sangre, como está mandado? —
bromeó el señor Müller.
—¿Cómo que esta mañana? —contestó Anton—. ¿No sabe
vuestra alteza real de Borgoña que nosotros los vampiros no
salimos de nuestros ataúdes hasta la puesta de sol? Todavía no
hemos tenido la oportunidad de alimentarnos.
Eddi soltó una carcajada. El señor Müller puso cara de no
saber si debía enfadarse o sentirse halagado.
—¿De Borgoña? ¿En una Noche del Terror se usan esos
nombres rimbombantes?
—No es que se usen —dijo Anton—, pero su hija si lo hace.
—¿Habláis de mi, papi? —llamó Carola desde uno de los
puestos delanteros.
—Pues claro —contestó Anton—. ¡De la hija más joven y ella
del rey de Borgoña habla todo el mundo!
El señor Müller carraspeó. Se acercó a la señora Dumke y
cuchicheó con ella.
Poco después, los dos cambiaron sus puestos: ahora la señora
Dumke iba junto a Anton y Eddi, y de vez en cuando les lanzaba
miradas recelosas a través de los gruesos cristales de sus gafas.
—No tema, señora Dumke, no mordemos —soltó Eddi.
—Todavía no —le aclaró Anton—, sólo cuando estemos en el
cementerio.
—A propósito de cementerio…, ¿ conoce usted el chiste de los
tres vampiros que estaban sentados en un banco del cementerio?
—preguntó Eddi.
—¡No! —contestó ella con brusquedad, probablemente para
evitar que le contara el chiste.
—Yo tampoco conozco ese chiste —confesó la niña que iba
delante de Anton y Eddi. Su cara estaba pintada muy pálida, sólo la
boca y las mejillas tenían algo de color. Se había empolvado el pelo
oscuro y lo llevaba recogido en alto y adornado con plumas.
Además, llevaba una capa negra que parecía cortada de un antiguo
traje de baile.
—Pues bien, tres vampiros están sentados en el cementerio
—empezó Eddi—. El sol acaba de ponerse y los tres tienen un
hambre tremenda. Entonces dice el primero: «Voy a echar a volar,
a ver si encuentro algo que morder». Una hora después, vuelve con
el morro manchado de sangre.
—¡Boca! —le corrigió la señora Dumke—. Se dice boca, no
morro.
—Naturalmente, los otros dos vampiros están deseando irse
también —continuó Eddi—. «Yo he tenido suerte», dice el primer
vampiro, «en el parque de bomberos había una fiesta». Y allá se va
volando el segundo vampiro. A los treinta minutos, vuelve con el…,
bueno, ya sabéis qué, bien embadurnado de sangre —miró
provocador a la señora Dumke, pero ella permaneció mida,
colocándose las gafas con las puntas de los dedos.
Eddi siguió contando:
—«¿Sólo has necesitado treinta minutos?», exclama el tercer
vampiro. «¿Estuviste también en el parque de bomberos?». «No,
estuve en la fiesta de una boda», dijo el segundo vampiro. Y
entonces sale volando el tercer vampiro. A los cinco minutos,
vuelve con el mo…
—¡Boca! —interrumpió la señora Dumke.
—. . . morrito manchado de sangre —dijo Eddi— y las
naricitas —añadió—. «¡Sólo has tardado cinco minutos!»,
exclamaron los otros dos vampiros. «¡Tú has tenido una suerte
loca! ¿Con quién te has topado?»
Eddi hizo una pausa, mientras la señora Dumke volvía
desdeñosa la cabeza a un lado. Al parecer, no le importaba conocer
el final.
—«Con la pared de una casa», dijo el tercer vampiro —
terminó Eddi su relato.
Alrededor sonaron risas; sólo la señora Dumke ponía cara de
mal humor.
—Correctamente debería decirse «¿con qué te has topado?»
—explicó—. Pero el lenguaje correcto no sirve para contar chistes.
—Exacto —afirmó Eddi con una amplia sonrisa.
¿Eres un Verdadero Vampiro?
Entretanto habían dejado atrás la zona peatonal y estaban en
una amplia avenida con árboles viejos. Al final de la misma Anton
vio un muro pintado de blanco. ¡Tenía que ser la pared del
cementerio! Hacía algún tiempo que habían pintado de blanco la
parte delantera de la pared del cementerio para darle un aire «más
positivo y amable»; así al menos lo había comunicado en el
periódico. En cambio, la parte de atrás, que comprendía el
cementerio viejo y la Cripta Schlotterstein, estaba tan gris y
desmoronada como antes.
— ¿Has estado alguna vez en el cementerio? —preguntó Eddi
en un susurro.
— ¿Acaso tú no? —exclamó Anton.
—Sí. ¿Pero has estado alguna vez a oscuras?
— ¿A oscuras? Hmm, sí un par de veces —respondió Anton.
— ¿Y cómo has entrado? —quiso saber Eddi—. Siempre cierra
al anochecer.
Anton sonrió misterioso… y guardó silencio.
—Entonces, ¿has escalado el muro?
—Algo parecido —que volaba por encima del muro se lo
guardaba para sí.
— ¿Y qué? ¿Te has encontrado con alguien?
—Sí, claro…
— ¡Vamos, dime con quién!
— ¿Vampiros? —Eddi respiró ruidosamente—. ¿Quieres
tomarme el pelo?
— ¿Por qué iba a hacerlo?
— ¿Y qué aspecto tenían esos vampiros?
—Parecido al nuestro, sólo su olor era diferente.
— ¿Su olor?
—Sí, sobre todo sus capas, que… —Anton se interrumpió. Por
un pelo no sé había traicionado; al fin y al cabo, él mismo llevaba
una capa de vampiro que olía a moho.
— ¿Qué pasa con sus capas? —le apremió Eddi.
—Ah, bueno, que eran muy viejas y raídas —contestó Anton
sin precisar más
— ¿Y tenían dientes de vampiro, quiero decir, largas y
puntiagudos de verdad? —preguntó Eddi. Él se había sacado de la
boca su propia dentadura de plástico al comienzo de la excursión
nocturna, porque con ella no podía hablar bien.
—Sus dientes de vampiro medían al menos cinco centímetros
de largo y eran puntiagudos como puñales —aseguró Anton.
— ¿Y has visto a los vampiros en este cementerio?
— ¡Sí!
Eddi suspiró:
—Me siento algo raro ahora.
Yo también, pensó Anton.
Y por eso fue que él mismo gritó horrorizado cuando llegaron
a la puerta principal del cementerio y, de entre unos arbustos, salió
un gran vampiro de aspecto peligroso. A la luz de las linternas,
Anton vio su cara blanca como la cal, sus brillantes ojos furiosos, su
pelo revuelto del color de la paja y su capa cubierta de polvo.
— ¡Bienvenido a la Noche del Terror en el cementerio! —
saludó el vampiro.
—Gracias por su amable recibimiento —dijo la señora Leit-
Hammel. Después se volvió a los niños y explicó—: Éste es el señor
Schnuppermaul. No tenéis que tener ningún medio de él, nos va a
ayudar en el Noche del Terror.
— ¿Eres un verdadero vampiro? —exclamó una niña pequeña
disfrazada de Caperucita Roja.
Schnuppermaul sonrió misteriosamente.
— ¿Tú qué crees?
— ¡Yo creo que sólo te has disfrazado! —contestó la
Caperucita Roja.
— ¡Acertaste! Mi oficio principal es el de jardinero del
cementerio. Pero después de ponerse el sol me gusta convertirme
en un vampiro. ¿Y sabéis por qué? —preguntó Schnuppermaul a los
niños, que todavía parecían bastante impresionados.
Anton dio un paso atrás. Schnuppermaul olía horriblemente a
ajo. De nuevo, tomó la palabra la Caperucita Roja:
—No, ¿por qué?
—Porque entonces los verdaderos vampiros no me hacen
nada, pues piensan que soy uno de ellos —Schnuppermaul se reía
por lo bajo, mientras los niños se apretujaban cada vez más entre
ellos. Porque ahora acababan de enterarse de modo oficial de que
en el cementerio había vampiros, ¡auténticos vampiros!
— ¡Síganme ustedes, señoras y caballeros! —Schnuppermaul
se dirigió hacia las puertas de hierro y las abrió.
Inseguros los treinta niños y los cuatro adultos entraron
detrás de Schnuppermaul en el sombrío cementerio.
La Prueba de Valor en la Noche del Terror
— ¿Podemos encender nuestras linternas? —preguntó un
niño disfrazado de pirata.
— ¿Se les permite ya a los niños encender las linternas? —la
señora Leit-Hammel dirigió la pregunta a Schnuppermaul.
—Sí, por favor, se lo ruego incluso —contestó él.
Las linternas brillaron a su alrededor. Anton fue el único que
no encendió la suya. Observaba pensativo a Schnuppermaul, que
sonreía abiertamente. Anton recordó una vez más su anterior
sospecha: que Geiermeier y Schnuppermaul querían utilizar a los
niños como señuelos para los vampiros. Y, lógicamente, los niños
con linternas encendidas en la oscuridad eran más fáciles de
distinguir que los que se movían a oscuras por el cementerio. Ahora
todos empezaron a iluminar los alrededores. En realidad nadie
hubiera debido asombrarse al ver cruces, lápidas y recientes
montones de tierra adornados con coronas y flores. Pero siempre
había alguien que gritaba.
—Bueno, ya basta —dijo la señora Sirja por fin —. Ahora
llegamos a la gran prueba de valor de la Noche del Terror. ¡Quien
sea valiente, verdaderamente valiente, que levante la mano!
No sucedió nada. Anton no se movió; eso de levantar la mano
le hacía sentirse en la escuela. La señora Sirja se rió algo cortada.
—Bueno, entonces tengo que explicaros antes algo que tiene
que ver con la prueba de valor.
Se oyó un murmullo de aprobación
— ¡Pero antes, apaguemos de nuevo nuestras linternas! —
Cuando todos habían obedecido, añadió—: Al final de este camino
hay una capilla. La prueba de valor consiste en ir a lo largo de este
oscuro sendero (para ello, podéis encender las linternas, pues no
queremos que ninguno se caiga y se haga daño), y entonces tenéis
que entrar en la capilla por la puerta abierta.
Anton se estremeció: a pocos pasos de la capilla se
encontraba el antiguo pozo en el que terminaba la única salida de
emergencia todavía en funcionamiento de la Cripta Schlotterstein,
Antes los vampiros habían tenido una segunda salida que llevaba a
un gigantesco montón de estiércol, pero hacía poco tiempo que se
había hundido bajo el peso de las coronas mustias, le había contado
Rüdiger. Anton encontraba inquietante que la prueba de valor de la
Noche del Terror tuviera lugar en las cercanías del viejo pozo.
— ¿Y qué hay en la capilla? —preguntó la Caperucita.
—Eso no os lo puedo contar —contestó la señora Sirja—. Pero
a quien supere la prueba de valor le espera en el interior de la
capilla algo muy especial. ¡Algo de lo que se sentirá orgulloso!
Todo eran cuchicheos y murmullos.
—Entonces —dijo la señora Sirja enérgicamente—, ¿qué
pareja se atreve a ir la primera?
Seguía sin contestar nadie. Anton dio un codazo a Eddi:
— ¡Vamos nosotros!
Mientras los otros habían estado ocupados con sus linternas,
él había observado a Schnuppermaul y había visto que debajo de la
capa también llevaba una. Schnuppermaul la había encendido y
dirigido al final del camino. En aquel cono de luz Anton había
reconocido el tejado puntiagudo de la capilla. Sí, y entonces
Schnuppermaul había hecho señales con la luz: Tres veces corta,
tres veces larga, tres veces corta. De eso había deducido Anton que
alguien esperaba allí. Y ese alguien según su opinión, solo podía ser
el guardián del cementerio, Geiermeier. Primero Anton se quedó
desconcertado, porque Geiermeier no había reaccionado a las
señales de luz de Schnuppermaul. Pero entonces pensó que los dos
tenían que haberse puesto de acuerdo para no llamar la atención
innecesariamente. Pero si Geiermeier esperaba delante de la
capilla, y con ello en peligrosa cercanía a la única salida de los
vampiros, Anton no podía quedarse plantado a la entrada del
cementerio. Seguía sin saber lo que planeaban aquellos dos. Pero si
quería evitar una catástrofe, tenía que estar allí donde con toda
probabilidad se originaría ésta, ¡y eso era en la capilla!
— ¿No es mejor que vayamos al final? —gruñó Eddi.
— ¿Para que los demás digan que no somos valientes? —
contestó Anton.
—No —dijo Eddi—. Pero de todas maneras, yo prefiero ir al
final.
Anton sospechaba que no conseguiría convencerle, así que
chasqueo los dedos con fuerza y gritó:
— ¡Aquí nosotros! ¡Eddi y yo vamos los primeros!
Eddi le miró furioso, pero como no quería hacer el ridículo
delante de los niños, permaneció mudo.
—Si va Anton, también vamos nosotras —anunció Carola, y
arrastró consigo a su compañera, una princesa gorda toda envuelta
en tules y puntillas.
Anton dio un suspiro. Y suspiro una segunda vez cuando el
padre de Carola también se sumó al grupo.
La señora Leit-Hammel volvió al comienzo de la comitiva. La
siguieron Anton y Eddi. Detrás de ellos venían Carola y su otra
princesa. El señor Müller era el farolillo rojo, en sentido literal,
porque movía nervioso su linterna de un lado para otro.
Ajos y Estacas
La gravilla crujía bajo sus pies y en el profundo silencio del
cementerio ese ruido sonaba extraño y anunciaba desgracias.
Anton notaba que sus pelos se ponían de punta. Nunca, ni por todo
el oro del mundo, él habría utilizado después de la puesta de sol
uno de los caminos de grava del cementerio. Miraba arriba una y
otra vez, al cielo nocturno, y dejaba resbalar la mirada sobre los
setos y arbustos, por si se dejaba ver alguno de los parientes de
Rüdiger. Con excepción de Anton, todos en el grupo habían
encendido sus linternas y, a su luz, los árboles y matorrales se veían
como monstruos con numerosos brazos. Carola lloriqueaba bajito,
la princesa gorda bufaba como una locomotora y Eddi respiraba
deprisa y de modo irregular.
Cuando un pájaro levantó de pronto el vuelo desde un árbol
con un ronco huhu, todos chillaron, incluidos el señor Müller y
Anton, Sólo la señora Leit-Hammel conservó su presencia de ánimo
y dijo:
—Era un búho.
—No, era un vampiro —bromeó Eddi, aunque acababa de
gritar más alto que nadie.
—Nunca se debe atraer algo nombrándolo —aseguró Anton
muy serio.
Por fin apareció ante sus ojos la capilla, un tétrico edificio.
Siempre que Anton había pasado delante de ella anteriormente,
había encontrado la puerta cerrada con un cerrojo de aspecto
nuevo. Y cada vez se había preguntado estremecido qué cosas
horribles escondía de las miradas de los visitantes del cementerio…
Pero esta noche no estaba cerrada. Y esa invitadora puerta
abierta, de la que salía una cálida luz amarillenta, apareció ejercer
un influjo casi mágico en Eddi, Carola y la princesa gorda, pues los
tres echaron a andar. La señora Leit-Hammel y el señor Müller los
siguieron. O bien como ellos apenas podían esperar a librarse de la
oscuridad del cementerio, o se sentían obligados a no dejar solos a
sus protegidos.
Anton se quedó a la derecha, junto a los arbustos. Una
circunstancia curiosa había despertado su desconfianza: por
ninguna parte se veía a Geiermeier. Pero si el guardián del
cementerio no estaba junto a la puerta de la capilla, como había
esperado Anton, ¿dónde podía estar? ¿Acaso en el pozo? Esa idea
le encogió el estómago.
Protegido por los arbustos, se fue acercando a la capilla. Oyó
las voces de Eddi y Carola y enseguida la de la señora Leit-Hammel.
Sonaban alegres y excitadas. Al parecer, su sospecha de que la
capilla contenía algo monstruoso y horrible no se había cumplido.
Poco antes de llegar a la capilla, Anton percibió un resplandor
en el suelo que atravesaba la puerta abierta. Su corazón dio un
salto. ¿Podía ser Geiermeier echado allí al acecho? Sin hacer ruido,
Anton se deslizó hacia el resplandor, pasando por delante del claro
triángulo de la puerta.
Para su sorpresa, descubrió en la hierba una linterna sin
dueño que iluminaba las verdes hojas. Algo desconcertado, estudió
el lugar y silbó entre dientes: a pocos pasos de la linterna estaba la
vieja y deteriorada cartera de cuero de Geiermeier. Su cierre de
metal había saltado y Anton pudo ver una enorme provisión de
cabezas de ajos —al menos treinta, calculó— y probablemente
otras tantas estacas de madera.
¿Podía ser cierto que Geiermeier hubiese perdido su cartera?
¿Y sería suya también la linterna? ¿Pero por qué no había vigilado
mejor sus cosas? ¿Y dónde estaba ahora Geiermeier?
Mientras tanto, a la entrada del cementerio se había puesto
en movimiento un nuevo grupo. Anton oyó crujir la grava bajo sus
pasos y vio luces de cuatro linternas enfocando aquí y allá.
Rápidamente, apagó la que estaba abandonada en la hierba.
Después se acercó a las sombras de la capilla, aguzó los oídos… y
esperó.
¡Para salvar tu cuello!
De pronto, alguien tiró de su capa, Anton se dio la vuelta y se
encontró frente a la cara del pequeño vampiro.
—¿Rüdiger, eres tú?
El pequeño vampiro estaba todavía más pálido que de
costumbre, sus ojos brillaban como febriles y por su frente se
deslizaban gotas de sudor.
—¡Anda, ven! —siseó.
—¿Adónde?
—¡No preguntes tanto! ¡Ven! —el pequeño vampiro
desapareció entre los arbustos.
Anton le siguió. El vampiro se detuvo bajo un pino y se limpió
con el dorso de la mano el sudor de la frente. Al hacerlo, gimió.
—¿Ha pasado algo? —preguntó Anton, preocupado.
—¡Ya lo creo! Pero lo peor está todavía por pasar —contestó
el pequeño vampiro.
Anton se estremeció.
—¡Ya te había dicho que teníais que abandonar el cementerio
durante esta noche! —le reprochó al vampiro—. ¿Es que lo has
olvidado?
—¡Claro que no!
—Entonces, ¿por qué estás aquí?
—Porque, porque… ¡porque mis parientes no me han hecho
caso, por eso!
Anton se asustó.
—¿Eso quiere decir que tus parientes estén aquí en el
cementerio?
—Sí —contestó el pequeño vampiro con voz ronca.
—¿Es que no tienen miedo de Geiermeier y Schnuppermaul?
—Al contrario. En vuestra Noche del Terror presienten una
ocasión única para cazar toda una bandada de moscas de un solo
golpe.
—¿Qué… qué quieres decir con eso?
—Han puesto los ojos en Geiermeier y Schnuppermaul y
también en vosotros, los niños —explicó el pequeño vampiro—.
¿Comprendes ahora por qué tenía que venir yo?
El pequeño vampiro miró desconfiado a su alrededor. Al no
descubrir nada sospechoso, susurró:
—Tía Dorothee y mi padre, Ludwig el Terrible, quieren
ocuparse de Geiermeier; Lumpi debe hacerse cargo de
Schnuppermaul, y mi madre. Hildegard la Sedienta, y mi abuelo,
Wilhelm el Tétrico, quieren ocuparse de los niños.
Anton tragó saliva. Se estaba acordando de la cartera sin
dueño.
—¿Tú crees que tía Dorothee y Ludwig el Terrible ya se han…,
eh…, ocupado de Geiermeier? He visto su cartera. Está tirada en la
hierba, unto a la capilla —añadió.
—Es posible, si la cartera estaba tirada en el suelo… —dio el
pequeño vampiro.
Un estremecimiento recorrió a Anton. ¡Caer en las garras de
tía Dorothee y Ludwig el Terrible…! Eso n o se lo deseaba a nadie, ni
siquiera a Geiermeier.
—— Wilhelm el Tétrico y Hildegard la Sedienta quieren
ocuparse de nosotros los niños… ¿Dónde crees tú que están ellos
ahora? —preguntó con voz ronca.
—No tengo ni idea — el vampiro volvió a limpiarse la frente—
. Yo acabo de salir de la cripta. ¡Imagínate: Anna y yo estamos
encerrados desde hace tres noches!
—¿Os han encerrado? —eso explicaba también por qué no
habían aparecido por casa de Anton.
—Sí, con nuestra abuela Sabine la Horrible con vigilante. Tía
Dorothee ha dicho que los dos estábamos infectados con virus
humanos y por eso no se podían fiar de nosotros camino al
cementerio —el pequeño vampiro suspiró profundamente—. Las
dos primeras noches hemos buscado juegos para los tres, para
cansar a mi abuela. Pero cuando estaba cansada, sólo cerraba un
ojo y con el otro nos seguía observando. Por fin, hoy Anna tuvo la
idea salvadora: empezó a cantar una nana y Sabine la Horrible se
durmió del todo. . . y Anna también. Sólo he quedado yo despierto.
La canción de Anna me ha puesto nervioso y he tenido que taparme
las orejas. Y con Sabine dormida, me ha escapado de puntillas de la
cripta… ¡y todo eso sólo para salvarte el cuello!
Anton notó que se le hacía un nudo en la garganta, como si ya
ahora peligrase su cuello. Desde la capilla se oían risas y voces; al
parecer, el segundo grupo ya había llegado.
—¿Dónde has visto la cartera de Geiermeier? —quiso saber el
pequeño vampiro.
—Junto a la capilla, en la hierba —contestó Anton.
—¡Ah, pues voy a buscarla!
—Yo en tu lugar lo dejaría —advirtió Anton. Podía oír el
crujido de pasos en la grava y ese ruido le advertía que un tercer
grupo iba camino de su prueba de valor.
—¿Por qué? —preguntó el pequeño vampiro—. Si llevo la
cartera de Geiermeier a la cripta, todos me recibirán como un
héroe. Y entonces no podrán castigarme por haberla abandonado
sin permiso.
—Porque la cartera está llena de ajos —contestó Anton.
—¡Pfff! —bufó el pequeño vampiro.
Anton miró en dirección al camino de grava y vio brillar cuatro
linternas. De repente, uno de los niños dirigió la luz de la suya hacia
el cielo. Anton contuvo la respiración: en el cono de luz vio dos
figuras envueltas en capas negras que flotaban sin hacer ruido.
Como ninguno de los niños gritó, supuso que habían tomado por
pájaros a las dos figuras en caso de haberlas visto.
—¡A-ahí arriba! —tartamudeó—. ¡Hildegard la Sedienta y
Wilhem el Tétrico!
—¡Vámonos de aquí! —el pequeño vampiro corrió hacia unos
espesos arbustos—. Ven, Anton, ¿o quieres que mis parientes
también te pesquen a ti?
Pero algo impedía a Anton salir corriendo sin más. Los cuatro
niños en el camino estaban completamente desprevenidos,
mientras que él conocía el peligro mortal que se cernía sobre sus
cabezas. Y entonces. . ., ¿no era un deber suyo ayudarles?
Vio cómo Rüdiger le hacía señas desde los arbustos para que
fuera tras él. Por un momento, tuvo la sensación de estar entre dos
mudos: el mundo de los vampiros y el mundo de los humanos,
como un paria que no pertenecía a ningún sitio.
Pero no, se dijo. ¡Él pertenecía al mundo de los humanos! Y
con renovada decisión, Anton empezó a correr hacia el camino de
grava.
Asalto desde el aire
Anton se abrió camino a través de los arbustos. No había ideado
ningún plan, ni había tenido tiempo para ello; pero, en cualquier
caso, quería advertir a los niños. Observaba el cielo cada poco, pero
los niños iluminaban ahora otra vez los arbustos y matorrales al
borde del camino, y por encima de los conos de luz de sus linternas
el cielo estaba oscuro como boca de lobo.
—Sí, algunas veces enfocaban sus linternas en dirección a
Anton y le cegaban. Hubiera preferido llamarles para que apagaran
las linternas, pero con ello descubriría su presencia los vampiros,
así que no lo hizo.
Sólo al llegar al camino de grava, exclamó:
—¡Corred tan deprisa como podáis a la capilla!
Pero en lugar de echar a correr, los niños rodearon a Anton y
le asediaron con preguntas: «¿Por qué tenemos que correr?»,
«¿Qué haces tú aquí?», «¿Por qué no estás en la capilla?», «¿Esto
es parte de la prueba de valor de la Noche del Terror?», «¿Vas a
asustarnos tú?».
Estaba claro que el aviso de Anton había hecho el efecto
contrario al que quería conseguir. Y no sólo eso: al quedarse los
niños quietos y perplejos, se convertían en el blanco ideal para un
ataque desde el aire.
—¡No os quedéis quietos! ¡Corred a la capilla tan deprisa
como podáis! —insistió Anton y, estremecido, pensó que ahora
también él ofrecía un magnífico blanco a los vampiros.
Pero los niños seguían sin moverse.
—¡Primero tienes que explicarnos por qué
tenemos que correr! —exigió una niña que
Anton reconoció como la Caperucita.
En ese momento, Anton tuvo una
inspiración. Cogió su linterna, la encendió y la
dirigió hacia arriba:
—¡Por eso! —exclamó.
Estallaron gritos de espanto cuando los niños vieron cómo
desde el aire se cernían sobre ellos dos figuras con flotantes capas
negras y rostros de palidez mortal. Pero era demasiado tarde para
huir, pues los vampiros lanzaron una enorme red sobre el grupo.
Anton se libró de la red sólo por los pelos. Un chico con traje
de pirata y una niña vestida de bailarina consiguieron liberarse a
fuerza de patalear y revolverse, pero la Caperucita y un niño
disfrazado de fantasma lucharon con la red sin conseguir librarse de
ella.
Entre risas de triunfo, los vampiros recogieron la red y volaron
con su botín, que no cesaba de gritar a pleno pulmón.
Alarmados por los gritos y las llamadas de socorro, los demás
niños, que estaban todavía dentro de la capilla, salieron corriendo
junto con la señora Leit-Hammel, el señor Müller y las señoras Sirja
y Dumke. Estaban todos muertos de miedo ¡Vaya Noche del Terror!
—¡Querían cogernos! —exclamaba la bailarina.
Y el pirata chillaba:
—¡Eran vampiros, vampiros de verdad!
Todos los adultos hablaban al mismo tiempo a los dos niños.
Algunos niños chillaban como condenados, otros llamaban
«¡Mamá, mamá!». . . En aquel caos, apenas podía entenderse una
palabra.
Por suerte, nadie se fi{o en Anton, que estaba un poco apartado y
le temblaba todo el cuerpo. No dudó ni por un momento que
Caperucita y el duende ese encontraban en peligro de muerte.
Meditaba enfebrecido dónde volarían con ellos Wilhelm el Tétrico y
Hildegard la Sedienta. Los vampiros necesitaban un lugar cercano y
sin estorbos… como la Cripta Schlotterstein.
Sí, Anton estaba seguro ahora de que los vampiros llevarían a
los dos niños a su propia cripta. Pero la red con los dos pequeños
no se adaptaría al estrecho agujero de entrada, así que
probablemente utilizarían el viejo pozo. Desde el pozo llegarían a la
cripta en pocos minutos. Y lo que allí harían con los niños lo sabía
Anton demasiado bien…
Ante esa imagen, se sintió paralizado por un momento. Pero
entonces encendió de nuevo su linterna y echó a correr hacia la
capilla. Detrás de ésta se detuvo y escuchó.
En el camino de grava, los niños y los adultos gritaban sin
parar. Desde el pozo venía un llanto extrañamente sofocado. A
Anton se le pusieron los pelos de punto.
¡Al parecer, ya habían dejado caer la red con el botín humano!
—¡Ahora no os pongáis así! —se oyó decir a una mujer,
seguramente Hildegard la Sedienta. La voz sonaba como si
Hildegard estuviera todavía al borde del pozo—. No queremos
haceros nada. Sólo queremos enseñaros algo bonito.
Pero la Caperucita y el fantasma daban tan poco crédito a las
hipócritas promesas como Anton, pues el llanto se hizo todavía más
lastimero. De pronto se oyó un rumor entre los arbustos. Anton se
volvió y se quedó helado: ¡frente a él estaba Wilhelm el Tétrico!
Tommy Linsenbeutel
El vampiro puso su poderosa zarpa en el hombro de Anton. —¡Ya te
tengo! —exclamó, y casi devoró a Anton con los ojos.
Éste trató de soltarse, pero Wilhem el Tétrico parecía tenerle
atornillado. El vampiro era grande y fuerte y tenía una espalda
ancha y erguida; su avanzada edad sólo se acusaba en su piel
surcada de arrugas. Temblando, Anton recordó que el pequeño
vampiro le había dicho que su abuelo tenía el sobrenombre de «el
Tétrico» porque siempre estaba terriblemente hambriento.
—¡Seguro que has pensado que no te encontraríamos!
¿Creías que al esconderte detrás de la capilla estabas a salvo, eh?
—Wilhelm el Tétrico se reía burlón.
—Sí…, eeh…, no —Anton no sabría decir si se debía al olor a
tumba que desprendía Wilhelm o a su mirada hipnótica, el caso es
que se sentía incapaz de pensar con claridad.
—¿Y dónde están los otros dos? —indagó el vampiro.
—No sé a quién se refiere usted —contestó Anton.
—¡Claro que lo sabes! —le espetó Wilhem el Tétrico—. ¡Erais
cinco! Hemos pillado a dos; no, contigo sois tres. Pero dos siguen
libres por ahí.
—Yo…, eh…, no soy de ese grupo —dijo Anton. Por un
momento Wilhelm el Tétrico se quedó perplejo. Después se rió
bajito y con mala intención.
—Te crees muy listo ¿verdad? Te imaginas que puedes
engañar a un viejo lobo como yo. Pero eso lo han intentado otros
antes que tú y han tenido que pagarlo con su vida.
Agarró a Anton y le atrajo hacia sí tan cerca, que éste creyó
ahogarse bajo las putrefactas emanaciones. Paralizado por el
miedo, vio cómo el vampiro mostraba los dientes y se acercaba a su
cuello. Ya temía que hubiera sonado su última hora, cuando el
vampiro sé enderezó de nuevo y dijo con una voz totalmente
diferente, casi amigable:
—Vaya, vaya… —llevó hasta sus narices la tela agujereada de
la capa de tío Theodor y la olió—. ¡Tú no eres uno de los niños
humanos! —ahora pareció sonreír incluso, si es que la mueca que
hizo podía describirse como sonrisa—. ¡Entonces tienes que ser el
nuevo!
—¿El nuevo? —Anton apenas podía creer que hubiera librado
del ataque del vampiro.
—Sí el nuevo del grupo de hombres de Lumpi —Wilhelm el
Tétrico cogió la linterna de Anton y la tiró sobre la hierba, donde se
apagó—. Casi me habías engañado. Un plan refinado el tuyo —
guiño los ojos—. Llevas una linterna como si no pudieses ver bien
en la oscuridad ¿eh? Y luego te has mezclado con todos los niños
disfrazados, ¿no es eso? ¡Pero en algún momento los habrías
mordido! —Wilhelm el Tétrico soltó una risita—. Siento que nos
hayamos adelantado. No, no es que lo sienta —se corrigió
enseguida—, un vampiro debe pensar primero en sí mismo. ¡Y
ahora ven!
—¿Adónde?
—A la cripta, claro. Hasta que vuelva Lumpi, te puedes
acomodar en su ataúd.
—Prefiero esperar aquí arriba —dijo Anton temblando.
—¡Tonterías! —exclamó Wilhelm el Tétrico—. A Lumpi no le
gustaría. No ocurre todas las noches que alguien de su grupo
humano venga de visita.
—Pero yo… —Anton carraspeó—, yo no estoy en el grupo de
hombres de Lumpi.
—¿No?
—No.
—Mejor todavía —contestó Wilhelm el Tétrico después de
una pausa, y sonrió abiertamente—. Lumpi ha dicho que buscan
más miembros.
Cogió del brazo a Anton y tiró de él. Éste se sentía como un
prisionero camino del patíbulo. Sí Wilhelm el Tétrico no le hubiera
sujetado, habría salido corriendo. Pero a veces uno se convierte en
héroe contra su voluntad, pensó. Y en caso de que alguien pudiese
ayudar todavía a Caperucita y al fantasma, ése era él…
—Por cierto, ¿cómo te llamas? —interrumpió sus
pensamientos Wilhelm el Tétrico.
Anton dudó. ¿Debía contestar Anton Bohnsackio el sombrío,
como le había llamado aquella vez el pequeño vampiro en el baile
de vampiros de Jammertal? Pero tenía la impresión de que sería
mejor un nombre nuevo, no utilizado. Así que dijo:
—Tommy.
—¿Y tu estirpe? ¿Cómo se llama?
—¿Mi estirpe? Aah… Linsenbeutel.
—Linsenbeutel, Lisenbeutel… —Wilhelm el Tétrico arrugó la
frente todavía más, si es que era posible. Al parecer, cavilaba si
había conocido en el pasado a algún vampiro de esa estirpe—.
Hmm, el nombre suena a austriaco —opinó.
—Exacto —exclamó Anton—. Originariamente procedemos
de Austria.
Antes ellos, apareció el pozo. Wilhelm el Tétrico apretó el
paso y se detuvo junto al borde del mismo.
—Tú vas adelante, Tommy Linsenbeutel —decidió.
Anton se inclinó sobe el borde y vio la escalera herrumbrosa
que llevaba abajo. Para un vampiro sería seguramente una falta
imperdonable usar una escalera, pensó. Así que extendió los brazos
bajo la capa, se movió con cuidado arriba y abajo hasta flotar, y
después se dejó caer en el pozo.
Duerme, vampiro duerme
El hedor en el pozo casi hizo que Anton se desmayara. Era diferente
al olor a moho de Wilhelm, era como al químico. Anton necesitó un
par de minutos antes de descubrir la causa de ese hedor: en las
últimas semanas no había llovido, así que del agua del pozo, que
habitualmente llegaba a las rodillas, sólo había quedado una charca
embarrada. Y esa charca producía gases, quizá hasta venenosos. Y
poco después Anton observó otra consecuencia de esa
desacostumbrada sequedad: el acceso a la salida de emergencia
estaba ahora aproximadamente a metro y medio por encima de la
superficie del agua. Contempló el negro agujero con desazón.
—¿Has encontrado la entrada, Tommy Linsenbeutel? —la voz
de Wilhelm el Tétrico sonó por encima de él.
—Sí…
—¿Entonces? ¿A qué estás esperando?
—Ya estoy en camino —murmuró Anton.
Aterrizó en la abertura. El pasillo lo habían excavado los
mismos vampiros, y era relativamente estrecho y bajo. Anton se
adelantó palpando las paredes, con la cabeza agachada. Apenas
había dado los primeros pasos cuando estuvo a punto de caer
sobre la plancha de mármol que normalmente cerraba el acceso a
la salida de emergencia. Hildegard la Sedienta tenía que haberla
quitado. De todas maneras, Anton se preguntó por qué ella no
había colocado la plancha apoyada contra la pared.
Tras ese conato de accidente, siguió avanzando a tientas con
lentitud. El suelo era desigual y estaba sembrado de raíces de
árboles, y a pesar de su preocupación, tropezó varias veces. Por fin
notó cierta claridad ante él. Dedujo que Hildegard la Sedienta
habría dejado abierto el ataúd de tío Theodor, donde empezaba la
salida de emergencia. Su corazón dio un salto y empezó a latir a
toda velocidad: ahora sólo le separaban pocos metros de la cripta.
Anton sintió que le invadía el pánico. Pero luchó contra él y
concentró sus pensamientos en la Caperucita y el fantasma. Pasara
lo que pasara, él haría lo humanamente posible por salvarlos.
Después de diez pasos. Anton vio sobre su cabeza una
abertura circular por la que entraba una luz amarillenta en la salida
de emergencia. ¡Tenía que ser el agujero que los vampiros habían
hecho en el fondo del ataúd de tío Theodor!
Miró pensativo hacia arriba, a la abertura. Le parecía que algo
no estaba bien allí. Primero no supo lo que era…, hasta que de
repente lo vio con claridad: ¡en la cripta reinaba un silencio mortal!
A sus espaldas, des el viejo pozo, oyó los quejidos de Wilhelm
el Tétrico, que se esforzaba para avanzar por el estrecho pasillo… Y
esos quejidos eran el único ruido. ¡Desde la cripta que no llegaba ni
un sonido!
Pero ¿por qué estaba la cripta tan silenciosa?, pensó. La
caperucita y el fantasma tendrían que estar gritando o llorando.
¿Quería decir este silencio que él llegaba demasiado tarde y que
Hildegard la Sedienta y Sabine la Horrible habían…? ¡No! Rechazó
enérgicamente ese pensamiento.
De pronto, una voz de niño empezó a cantar de forma curiosa,
como mecánica. Estaba claro que, mientras tanto, Anna se había
desperado.
—¡Anna! —llamó. El canto se interrumpió.
—¿Eres tú, Anton?
—Sí.
—Espera, yo te ayudo.
—No es necesario —y se impulsó hacia arriba.
Salió a la cabecera el ataúd de tío Theodor. Ardían varias velas
y había un olor penetrante a moho y aire viciado. Anton tosió, Anna
se río bajito.
—¡Qué guapo estás! Tienes el pelo lleno de tierra del
cementerio, y hueles sencillamente infernal.
Anton miró angustiado a su alrededor. Se había preparado
interiormente para un espectáculo absolutamente espantoso, pero
en cambio la escena en la cripta parecía casi pacífica y
tranquilizadora: Hildegard la Sedienta y Sabine la Horrible yacían en
dos ataúdes cerrados y no se movían. ¿Podían haber caído
desmayadas?
Como atraído por una fuerza mágica, Anton se acercó a las
dos.
Ya antes había visto una vez a Hildegard y a Sabine en las
ruinas en Jammertal, cuando había espiado durante días los
ataúdes de los vampiros. Entonces las dos presentaban en ellos una
total rigidez y tenían los ojos abiertos. Sin embargo, hoy tenían los
ojos cerrados, lo que les daba un aspecto al menos terrorífico. . .,
pero sólo algo, pues sus dientes de vampiro no ofrecían ninguna
duda sobre quién tenía delante Anton. Con el corazón palpitante,
fue de la pequeña y aparentemente frágil Sabine la Horrible hacia la
grande y áspera Hildegard la Sedienta, que daba una impresión
muy vital y tenía manos fuertes con unas largas pintadas de rojo
oscuro. ¡No sería fácil escapar de sus garras!, pensó Anton
estremecido. Se acordó de la Caperucita y del fantasma una vez
más y se dio la vuelta alarmado. Vio que en la cripta dos ataúdes
estaban junto a una mesa sobre la que habían libros, juegos de
cartas y otras cosas. Aparte de eso, no pudo reconocer nada
extraño.
—Los dos niños… —empezó atropelladamente.
—Están ahí dentro —y Anna le señaló un ataúd junto a la
pared.
—Pero están… —Anton se interrumpió; quería decir
«muertos», pero la palabra no llegó a sus labios.
Anna tuvo que adivinar lo que quería decir.
—No te preocupes, están vivos —le tranquilizó—. Yo sólo les
he cantado hasta dormirlos, como a los otros.
—¿Qué has qué?
—Les he cantado una vieja nana de vampiros para dormirlos
—explicó Anna—. Cuando se canta esa canción con el ritmo
adecuado, es siempre muy eficaz.
—¿De verdad? —exclamó Anton, sin saber lo que debía decir.
Anna asintió
—Al principio yo misma me dormí mientras cantaba. Cuando
desperté, vi que Rüdiger ya no estaba en la cripta. Y entonces me
acordé de que se había tapado las orejas. Sí, y entonces yo he
hecho lo mismo.
—¿Qué has hecho tú lo mismo?
—¡Bueno, pues taparme las orejas! Mi abuela se despertó
poco después que yo y quería saber enseguida donde estaba
Rüdiger. Pero yo he cantado otra vez hasta dormirla, aunque en
esta ocasión me he tapado las orejas —Anna reía con picardía.
Poco a poco, Anton se fue aclarando. Señaló a Sabine la
Horrible y a Hildegard la Sedienta.
—¿Están dormidas porque tú les has cantado?
—¡Sí!
—¿Entonces no pudieron morder a los dos niños?
—¡No! Los niños están bien. Yo he cortado la red y, si tú me
ayudas, podemos llevarlos arriba, al cementerio.
Anton estaba demasiado emocionado como para poder decir
nada.
En ese momento apareció por el agujero la cabeza
desgreñada de Wilhelm el Tétrico.
—¡Vaya, esto si que es una reunión aburrida! —exclamó—. ¡Y
yo que pensaba que venía a una fiesta! —después arrugó sus
pobladas cejas—. ¿No os lo habréis bebido todo solos, eh?
Todavía estaba hablando cuando sus párpados empezaron a
temblar.
—Duerme, vampiro, duerme… —oyó Anton cantar a Anna. Un
estremecimiento le recorrió de arriba abajo: ¡la canción de cuna de
los vampiros!¡Sí la escuchaba, se dormiría irremisiblemente! Se
apresuró a apretarse las orejas con las manos. Vio cómo Anna, que
también se tapaba las suyas, movía los labios; pero ya no oyó su
canto. Se volvió a mirar a Wilhelm el Tétrico, que con los ojos
cerrados y roncando levemente se iba hundiendo más en el
agujero, hasta desaparecer.
Cuando Anton miró de nuevo a Anna, vio que ya se había
quitado las manos de las orejas. Él hizo lo mismo.
—Tenemos que darnos prisa —exclamó Anna—. No sé cuánto
dura el efecto de la nana.
´
Accion de Salvamento
Corrieron hacia el ataúd que había junto a la pared y Anna
abrió la tapa. Los niños estaban tendidos en el ataúd, pacíficamente
dormidos, con la red cortada a sus pies. Los dos parecían sanos y
salvos.
— ¿Podemos despertarlos? —susurró Anton maquinalmente.
—No —dijo Anna—. Tenemos que cargar con ellos. Tú coges a
la niña —ordenó.
Entre los dos levantaron a la Caperucita del ataúd. Era
pequeña y menuda, pero al estar dormida, a Anton se le hizo
pesada. En el traje de fantasma se escondía un chico pelirrojo.
Después de sacarle también del ataúd, Anna le llevó por las
escaleras que conducían al agujero de entrada. Anton la seguía con
la Caperucita, cuyos brazos dormidos se habían echado sobre los
hombros. Ya en el primer escalón tuvo que apoyar su carga y tomar
aliento. En cambio, Anna ya había llegado a la plataforma del
agujero de entrada. Dejó en el suelo al niño dormido. Después voló
hacia arriba y echó a un lado la plancha de piedra. El aire fresco de
la noche entró a la cripta y dio a Anton un inesperado empuje:
cogió a la Caperucita con más seguridad por la cintura y subió sin
detenerse el resto de los escalones. Anna le esperaba en la
plataforma.
—Si trabajamos juntos, lo conseguiremos —dijo—. Tú te
quedas aquí abajo y la levantas en alto, y yo tiro desde afuera.
Anton no se fiaba demasiado. Pero en los delgados brazos de
Anna se escondía una fuerza sorprendente, y así consiguieron sacar
de la cripta a la Caperucita y, después, al fantasma. Anton llegó
arriba bañado en sudor.
— ¡Hecho! —exclamó Anna. De su hondo suspiro dedujo
Anton que la operación de salvamiento le había costado más
esfuerzo de lo que él creía.
Agudizó los oídos. En alguna parte había un revuelo de voces
de adultos y llantos de niños. Después sonó a lo lejos una sirena.
— ¡La policía! —dijo Anton sobrecogido—. Seguro que viene
camino del cementerio.
Anna sacudió la cabeza furiosa.
—Ya les dijimos a nuestros parientes que iban a hacer una
solemne tontería. Pero no nos quisieron escuchar.
— ¿Y qué hacemos ahora?
—Primero cogeremos fuerzas y después iremos a visitar a
Geiermeier y Schnuppermaul —contestó con voz ronca.
En ese momento salió de entre los arbustos el pequeño
vampiro.
Rechinando los dientes y con los largos dedos curvados como
garras, se acercó a los niños dormidos, que Anna había dejado
apoyados en una losa. Anton dejó escapar un grito ahogado.
— ¡Rüdiger! —le advirtió Anna—. Anton y yo no hemos
sacado a estos dos de la cripta para que tú les…
El vampiro se quedó quieto y se echó a reír a carcajadas.
— ¡Cómo os dejáis engañar! —se limpió la boca con el borde
de la capa—. Yo ya he…, ji-ji…, comido.
Anton no estaba muy seguro de si debía creer eso. En sus
libros se decía que un vampiro hambriento —hambriento de
verdad— echaba mano de todo lo que se movía. Pero no dijo nada.
— ¿Qué opinas tú? ¿Debemos visitar a Geiermeier y
Schnuppermaul? —preguntó Anna.
— ¡Tendríais que ver a esos dos! —sonrió Rüdiger.
— ¿Y dónde están?
—En el zoo.
— ¿Qué? ¿En el zoo?
— Sí, Y a ver si aciertas dónde.
— ¿Con los rinocerontes?
— ¡Frío!
— ¿Con las mofetas?
— ¡Más frío aún!
— ¿Con los monos?
—Un poco más caliente —respondió el pequeño vampiro—.
Están con las zancudas. ¡Pero venid de una vez! —y empezó a
elevarse en el aire.
— ¡Espera! —exclamó Anna—. Primero tenemos que sacar de
aquí a los niños.
El pequeño vampiro aterrizó otra vez, no precisamente
encantado.
— ¿Adónde los llevamos? —preguntó.
—En cualquier caso, aquí no pueden quedarse —explicó
Anna—. ¿O quieres que los humanos encuentren nuestro agujero
de entrada?
—No —contestó en voz baja el pequeño vampiro.
Anna miró a Anton.
— ¿Se te ocurre dónde podemos llevarlos?
Anton miró alrededor y vio un tejado en forma de cono.
— ¡La capilla! Allí dentro tienen incluso luz.
— ¿No está la capilla cerrada con llave? —preguntó
asombrada Anna.
—No, hoy está abierta para la Noche del Terror —contestó
Anton—. Y al parecer hay algo muy especial en la capilla, algo de lo
que se puede estar orgulloso.
— ¿Algo muy especial? ¿De lo que se puede estar orgulloso?
—con ganas de acción, el pequeño vampiro se frotó los dedos
huesudos—. ¿Sí? ¿Por qué no lo has dicho conseguida? —Levantó a
la Caperucita y corrió con ella en dirección a la capilla.
—Muy propio de Rüdiger —refunfuñó Anna—. Siempre se
lleva la carga más ligera.
—Pero nosotros somos dos —le defendió Anton.
—Aun así —dijo Anna.
Cogió de las axilas al chico, Anton le agarró por los pies y lo
llevaron juntos hasta la capilla. Al llegar allí, oyeron la voz del
pequeño vampiro desde el interior iluminado:
— ¡Por Drácula! ¡La comida parece podrida!
Entraron en la capilla y apoyaron al niño dormido contra la
pared. Después levantaron a la niña, a la que Rüdiger había dejado
tendida en el suelo de cualquier manera, y la colocaron junto al
chico. De pronto, oyeron a sus espaldas ahogados, jadeantes.
— ¡Rüdiger! —Anton se dio la vuelta,
El pequeño vampiro estaba encorvado como un arco en
medio de la capilla y se sujetaba el estómago. En el suelo, delante
de él, había algo que parecía una araña medio machacada de goma
roja.
— ¡Puaj! Esto es un puro revienta-estómagos —se quejó el
vampiro.
—Parece que tú también te dejas engañar —se rió Anton
El pequeño vampiro le lanzó una mirada furiosa:
— ¿Cómo iba yo a saber de qué hacen estos revienta-
estómagos? ¡Yo pensaba que la araña sería de sangre!
Anna fue a una mesa en la que había bebidas, aperitivos y
dulces. Anton miró preocupado a su alrededor, pero aparte de la
mesa, una vieja bicicleta oxidad y una lámpara bajo el techo, la
capilla parecía vacía. ¿Cómo es que no había ni ataúdes ni momias?
¿Y dónde estaban las calaveras y los esqueletos? ¡No se veía ni un
huesecillo! ¿Podía ser que Geiermeier y Schnuppermaul lo hubiese
retirado todo para la Noche del Terror? Anna interrumpió sus
pensamientos:
— ¿Crees que puedo llevarme uno de los colgantes?
—Eh…, ¿qué? —tartamudeó Anton.
—Claro que puedes llevarte uno —dijo el pequeño vampiro—.
Están ahí para nosotros.
Sólo entonces se fijó Anton en el cordón de cuero con el
colgante en forma de ataúd que Rüdiger llevaba colgado al cuello.
El colgante estaba hecho probablemente de plastilina. En luminosas
letras rojas, podía leerse encima: «Orgulloso superviviente de la
Noche del Terror»
Anna se rió e hizo una reverencia. Se había colocado un
cordón de cuero con un colgante en forma de murciélago, en el que
igualmente podía leerse: «Orgulloso superviviente de la Noche del
Terror»
—Ja, ja, ja —el pequeño vampiro se partía de risa.
— ¿De qué te ríes, si puede saberse? —preguntó Anna,
enfadada.
— ¡Orgulloso! —señaló Rüdiger con el dedo—. ¿Desde
cuándo eres tú un chico?
Anna enrojeció. Cogió el cordón y se lo pasó a Anton por
encima de la cabeza.
—El colgante no debía de ser para mí —exclamó.
—Gracias —dijo Anton apurado.
Anna eligió un colgante de bruja en el que estaba escrito con
letras color lila: «Orgullosa superviviente de la Noche del Terror»
—Pero el murciélago es mucho más bonito —aseguró el
pequeño vampiro, y se fue hacia la puerta de la capilla—. ¿Venís?
—Yo no —contestó Anna—. Es mejor que vaya otra vez a la
cripta. En caso de que despierten nuestros parientes, puedo volver
a cantarlas hasta dormidos.
— ¿Y tú qué vas a hacer, Anton? ¿Vienes conmigo al zoo? —
preguntó el pequeño vampiro.
—Aah…, dentro de un rato —respondió Anton, que no
encontraba muy acertado dejar plantada a Anna. Después de todo,
había sido ella quien había salvado la vida a la Caperucita y al
fantasma. E incluso ahora pensaba más en la seguridad de los
demás que en su propia diversión.
—Bueno, entonces…, ¡feliz ligoteo! —deseó el pequeño
vampiro, y abandonó la capilla riendo.
Algunas veces todo sale bien
Ahora Anton estaba solo con Anna. Ella miraba con los ojos
muy abiertos y le sonreía. Los latidos de su corazón se aceleraron.
Anna era encantadora y dulce, sensible y comprensiva, valiente e
intrépida, altruista, sincera y fiel. Ella le hacía reír y llorar, sí, ella
representaba todo lo que Anton podía desear en una amiga, Pero
una cosa no era, y nunca sería, un ser humano…
Tragó saliva un par de veces.
— ¿Qué pasa, Anton? —preguntó Anna.
—Nada
—Pero algo tiene que ser.
—Es sólo que… —comenzó y se interrumpió después.
— ¿Sí?
Anton carraspeó. No podía explicar a Anna lo que le pasaba; al
menos no ahora y no aquí.
—La canción de cuna… ¿Cómo es realmente la letra?
— ¿La letra? —Anna le miró como si adivinara su maniobra de
distracción—. «Duerme, vampiro, duerme… » —cantó, pero al
primer verso se detuvo asustada—. ¡Yo no puedo cantar la canción!
—Puedes recitar la letra —propuso Anton.
Ella asintió y comenzó:
«Duerme, vampiro, duerme,
Tu padre es un conde,
Tu madre es de sangre noble,
Quieto en tu ataúd y sueña.
Duerme, vampiro duerme.
Duerme, vampiro, duerme,
Tu abuelo es un conde,
Tu abuela es de sangre noble,
Quieto en tu ataúd y sueña.
Duerme, vampiro duerme.
Duerme, vampiro duerme,
Tu tío es un conde,
Tu tía es de sangre noble,
Quieto en tu ataúd y sueña.
Duerme, vampiro duerme.
Duerme, vampiro duerme
Tu hermano mayor es un conde,
Tu hermano menor es de sangre noble,
Quieto en tu ataúd y sueña.
Duerme, vampiro duerme».
Anna hizo una pausa.
—Se puede añadir tantas estrofas como se quiera —dijo
después—. Una para cada pariente, para cada amigo… ¡Oh, ya sé!
—exclamó—. Cantaré una estrofa para ti, Anton.
—Mejor no —se defendió él—, no sea que me duerma.
—Sólo recitaré la estrofa —le tranquilizó ella, y empezó:
«Duerme, vampiro, duerme,
Tu mejor amigo pronto será conde,
Aunque no es de sangre noble,
Pero a veces todo sale bien.
Duerme, vampiro, duerme».
Cuando terminó, se llevó una mano a la boca y dejó escapar
unas risitas.
Anton se sentía incómodo y no sabía cómo comportarse. La
última estrofa le había llegado muy adentro. Seguramente había un
camino para poder permanecer juntos eternamente…, pero hasta
ahora siempre se había resistido a ello.
— ¿Lo notas tú también? —murmuró ella.
— ¿Qué?
—Que nosotros dos, tú y yo… —Anna dejó la frase
incompleta. Su sonrisa se hizo más tierna.
—De eso debemos hablar en otra ocasión —dijo Anton con la
voz ronca—. Ahora lo único importante es que no les pase nada a
estos dos.
Miró a la Caperucita y al fantasma, que seguían
profundamente dormidos. ¿Qué les habría ocurrido si Anna y él no
hubieran estado allí?
—A mis parientes en la cripta puedo vigilarlos yo —afirmó
Anna. Al parecer, habían tenido el mismo pensamiento—. Pero no
sé dónde están tía Dorothee, mi padre y Lumpi, ni lo que se
proponen.
Anton fue a la puerta de la capilla y miró hacia fuera, Nubes
espesas cubrían ahora la luna y no se podía ver demasiado. ¡Si al
menos hubiera tenido su linterna!, pensó. Pero Wilhelm el Tétrico
la había tirado al suelo. De repente se estremeció de horror. ¡No
sólo su linterna estaba tirada en la hierba, sino la de Geiermeier! Y
allí había todavía algo que era de Geiermeier…
— ¡Espérame aquí! —le dijo a Anna, y echó a correr. Así
tropezó con la linterna de Geiermeier. La recogió y la encendió.
Pudo ver entonces la cartera de cuero del guardián del cementerio
junto a su terrorífico contenido. Cogió la cartera, ajustó el cierre de
metal y volvió rápidamente a la capilla.
— ¡Ya sé cómo podemos proteger a estos dos! —exclamó sin
aliento.
— ¿Y cómo?
—Es mejor que me esperes delante de la capilla —contestó
Anton.
Anna obedeció.
Anton volcó en el suelo el contenido de la cartera. Contó
veinticuatro cabezas de ajo y dieciséis estacas de madera. Ordenó
las cabezas de ajo en un círculo protector alrededor de los niños.
Con las estacas de madera hizo ocho cruces que colocó en el
umbral de la puerta.
Cuando terminó, salió de la capilla. Fuera comprobó con
sorpresa que Anna había desaparecido. Dirigió la luz de la linterna
—la de Geiermeier— a los arbustos de los alrededores, pero no vio
a Anna. Probablemente había huido del olor a ajos, pensó. O la
preocupación de que sus parientes pudieran despertar la había
hecho volver a la cripta. Anton se ajustó la linterna en el cinturón.
Después movió los brazos arriba y abajo bajo la capa y enseguida se
elevó del suelo. Inquieto, fue observando al resto de los
participantes en la excursión nocturna, apretujados como ovejas
miedosas. Y desde el centro de la cuidad se acercaban con potentes
sirenas, no uno, sino tres coches de policía, seguidos por una
ambulancia.
¡Era el momento justo para abandonar el cementerio y seguir
hasta el zoo al pequeño vampiro!, pensó Anton.
Junto a las jirafas
Anton no tuvo problemas para encontrar el zoo. Se hallaba en
las afueras de la ciudad y rodeado de un alto muro. A su entrada
estaban las típicas taquillas y quioscos con sus tejados cónicos
cubiertos de paja, que debían de dar la impresión a los visitantes de
estar en África, la patria de la mayor parte de los animales
exhibidos.
Para Anton fue una sensación curiosa mirar hacia abajo, a un
zoo vació de gente. De las jaulas de los animales y las instalaciones
al aire libre llegaban hasta él gruñidos y relinchos, berridos y
graznidos, patadas y batir de alas, así como el arrastrar de cadenas.
¡Era inquietante, realmente inquietante! ¿Notarían los animales
que alguien con una capa de vampiro flotaba sobre sus cabezas? Y
en caso de notarlo, ¿tendrían miedo? Pero quizá le envidiaban
también; porque él estaba libre y podía volar adonde quería.
Anton se dirigió al peñasco de los monos. A la pálida luz de la
luna la roca artificial no tenía aspecto muy atractivo. Seguro que los
monos también pensaban eso : les oyó parlotear y chillar, pero
ninguno se dejó ver… ni a cuatro patas, ni por supuesto, a dos. Pero
eso no sorprendió a Anton; al fin y al cabo, el pequeño vampiro sólo
había respondido «más caliente» y no «te quemaste» a la pregunta
de Anna respecto a si Geiermeier y Schnuppermaul estaban con los
monos.
Siguió volando sobre las lagunas para los leones marinos y
morsas, sobre el estanque con los flamencos, sobre l pradera y el
lugar de juegos, hasta que descubrió una instalación al aire libre
rodeada por una alambrada de gran altura. Era el campo de las
jirafas —claro las «zancudas» de Rüdiger no eran aves, como creía
Anton, sino mamíferos con las zancas muy largas—. Vio tres jirafas
de pie bajo los árboles, con las cabezas entre las hojas. Voló más
cerca, inquieto. Por lo que él sabía, las jirafas no eran animales
nocturnos.
¿Por qué no estaban durmiendo entonces? ¿Y por qué
arrancaban las hojas de los árboles sin comerlas? Pero antes de que
Anton hubiese descubierto la razón de su raro comportamiento,
oyó una conocida voz gangosa desde uno de los árboles: «¡Yo
quiero irme a casa!»
Era la voz de Schnuppermaul y sonaba como si el guardián del
cementerio estuviera a punto de echarse a llorar.
—Yo también quiero irme a casa —contestó Geiermeier—.
Pero mientras estas condenadas bestias no se metan en la suya,
estoy contento de estar aquí arriba.
Anton aterrizó en el árbol vecino.
—¿Cómo que estás contento? ¿Np has dicho que las jirafas no
muerden? —preguntó Schnuppermaul.
—Sí, pero en cambio dan coces.
—¿Coces? ¿Quieres decir, con los pies?
—Pezuñas —corrigió Geiermeier—. ¡Que si dan coces! Con las
patas delanteras pueden machacar el cráneo de un león. Lo he visto
hace poco en la tele.
—¿De veras? Entonces…, ¡entonces son peores que los
vampiros!
—¡Tonterías! Nada ni nadie es peor que los vampiros. ¡Y
ahora cierra la boca de una vez! Sí no decimos ni mu, los animales
perderán el interés y podremos bajar del árbol y buscar un lugar
seguro.
En el silencio que siguió, sonó de repente desde el otro lado
de la valla un grito alto y sostenido que no sólo estremeció a Anton.
—¡Un vampiro! —chilló Schnuppermaul.
—Bobadas —dijo Geiermeier—. Eso era un pavo real. Andan
libres por aquí.
Anton se había sentado en una rama más baja; desde allí
tenía una visión mejor de lo que sucedía en el árbol vecino. Se
inclinó hacia delante.
Entre las hojas descubrió dos extraños objetos, que se
balanceaban de acá para allá. Parecían redes descomunales,
impulsadas hacia abajo por la pesada carga de su interior. Esas
cargas pesadas… ¿podían ser Geiermeier y Schnuppermaul? ¿Y
aquéllas eran las mismas redes con las que Hildegard la Sedienta y
Wilhelm el Tétrico habían cazado a los niños en el cementerio?
—Pero yo no puedo deslizarme por el tronco —otra vez fue
Schnuppermaul quien empezó a hablar—. ¡El árbol tiene al menos
una altura de cinco metros!
—Entonces, ¿cómo vas a bajar? —preguntó Geiermeier.
—Quizá… ¡con un helicóptero?
—¿Tienes tú uno?
—No.
—Y en el árbol tampoco puede aterrizar un helicóptero. Así
que no te queda más remedio que bajar agarrado al tronco.
—Pero podemos llamar a los bomberos —propuso
Schnuppermaul—. Ellos cogerían sus largas escaleras y nos llevarían
abajo, igual que lo hacen con los gatos pequeños cuando se han
encaramado a un árbol.
—¡Tú estás chiflado! —le regañó Geiermeier—. No es
cuestión de pedir ayuda a nadie, al menos no a los bomberos. Con
ellos vendrían también los chismosos del periódico. No, no, lo que
ha pasado esta noche tiene que quedar en secreto.
—¿Y por qué?
—Primero, no quiero que la ciudad entera se ría de nosotros.
Y segundo, quien tiene una buena pista, la sigue silenciosa y
secretamente y no la va pregonando al mundo entero.
—¿A qué buena pista te refieres?
—¿De verdad eres tan tonto, o te lo haces? —siseó
Geiermeier.
—De momento estoy algo confuso —respondió
Schnuppermaul—. Tiene que ser por la terrible desilusión que he
sufrido.
—¿Te refieres al hecho de que los vampiros nos hayan
colgado aquí junto a las jirafas?
—También. Pero sobre todo a la desilusión que me ha
producido mi joven amigo. ¡Me ha partido el corazón!
—Amigo… —Geiermeier resolló nervioso—. Un amigo
encantador. . . que quería morderte en el cuello. ¡Sin nuestros ajos,
serías ahora uno de ellos!
—Ya lo sé, Heinrich —Schnuppermaul sollozó—. Pero el joven
señor de Schlotterstein había ganado toda mi confianza.
Anton se estremeció. Pero entonces comprendió que
Schnuppermaul no hablaba del pequeño vampiro, sino de Lumpi.
—¿Decía llamarse Schlotterstein? —Geiermeier se rió
despectivo—. Eso también era mentira, claro, como todo lo demás
que te ha contado, el demonio. ¡No, el vampiro!
—¡Pero no parecía un vampiro! —exclamó Schnuppermaul.
—¿Es que tienes que dejarte morder para notar si uno es un
vampiro o no? —silbó Geiermeier.
—Pero en realidad no fue un auténtico mordisco —aseguró
Schnuppermaul—. El señor de Schlotterstein quería morderme,
pero sólo ha rozado mi piel levemente con sus dientes.
—¡Y eso por qué! —intervino Geiermeier—. Porque yo había
insistido en que te frotaras el cuello con ajo y en que tomaras
siempre tus píldoras de ajo: por la mañana, al mediodía y por la
noche.
—Sí, Heinrich.
Y verdaderamente era difícil soportar el hedor a ajo que venía
del árbol vecino. Pero quizá era por la mezcla de ajo y estiércol de
jirafa.
Mientras Anton pensaba eso, la rama en la que se sentaba se
rompió de repente y, antes de darse cuenta de cómo sucedía, cayó
al suelo.
Dos deseos
Cuando Anton volvió en sí, estaba tendido bajo un arbusto. Se
incorporó medio mareado.
—Por fin estás despierto —dijo una voz ronca.
—Rüdiger, ¿eres tú? —Anton salió arrastrándose de debajo
del arbusto y vio al pequeño vampiro sentado en un tocón.
A cierta distancia se veía el recinto de las jirafas, pero estaba
demasiado lejos para distinguir los detalles. El pequeño vampiro se
levantó:
—¿Sabes que acabo de salvarte la vida?
Apurado, Anton se rascó la barbilla.
—¿Me he caído del árbol, ¿no?’
—Exactamente. Y te hubieras roto el cuello si yo no hubiera
conseguido agarrar tu capa en el último segundo. Sólo tu linterna
ha salido zumbando y ha aterrizado encima de una jirafa —el
pequeño vampiro soltó una risita—. Nuestras capas de vampiro
pueden ser realmente útiles, y no sólo para volar.
—Yo había volado —contestó Anton—, pero todo fue tan
deprisa. No tuve tiempo de abrir los abrazos.
—Ya lo he visto —aseguró el vampiro—. Yo estaba en el árbol,
encima de ti. Pero tú sólo tenías ojos y orejas para Geiermeier y
Schnuppermaul.
Anton empezó a notar un martilleo en las sienes.
—Yo quería descubrir si…, bueno…, si les había pasado algo.
—¿Y qué? ¿Estás aliviado al ver que no les ha pasado nada? —
preguntó el pequeño vampiro.
—Sí —contestó Anton—, aunque me hubiera alegrado que no
pudieran perseguirnos más —carraspeó un poco—. Pero si algo les
hubiera pasado, seguro que la policía habría removido cada piedra
del cementerio hasta encontraros. Y de todos modos, tus parientes
ya han hecho demasiado ruido. Cuando yo salí volando, llegaban al
cementerio tres coches patrulla y una ambulancia.
—¿Tres coches patrulla?
—… y una ambulancia.
—Mis parientes cometen a veces grandes tonterías —dijo el
pequeño vampiro sombrío—. Sobre todo Lumpi —añadió.
—¿Qué pasa conmigo? —sonó una voz gutural, y después
Lumpi aterrizó junto al tocón—. ¿Espero que no hayas hablado mal
de mí delante de Anton?
Con cierto alivio, Anton vio que los labios de Lumpi estaban
rojos, rojos oscuro.
—No era necesario hablar mal de ti —contestó el pequeño
vampiro—. Ya te has ocupado tú mismo de ello.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¡Lo que quiero decir es que fue una gran idiotez por tu
parte morder a Schnuppermaul!
—¡Grrr! —bufó Lumpi, y empezó a agitar los brazos. Pero de
un momento a otro la expresión de su cara se relajó otra vez, Hasta
sonrió, y dijo—: ¿Dónde has sabido tú eso, hermanito? ¿No te
habían prohibido abandonar nuestra cripta?
Rüdiger se encogió de hombros.
—Sólo he salido de ella porque pensé que quizá necesitabais
ayuda. Pero como siempre, tú sólo has pensado en tu estómago.
—¿Y eso qué tiene de malo? —contestó Lumpi.
—Normalmente nada —dijo Rüdiger—. Pero esta vez has
puesto en peligro a toda nuestra familia con tu aventura solitaria.
—Tss, tss. . . —Lumpi sacudió la cabeza como si se divirtiera
con un niño bocazas—. ¡Rüdiger el moralista! —se burló.
—¡No, el salvavidas! —Anton tomó la defensa del pequeño
vampiro—. Sin Rüdiger, yo me habría roto el cuello.
Nada más decirlo, se hubiera dado de bofetadas. ¿Por qué
tenía que mezclarse en la discusión de los vampiros? ¿No podía
haber cerrado la boca?
Como Anton había temido, ahora Lumpi se volvió hacia él.
—¿Te habrías roto el cuello, Anton? —exclamó, y apretó su
dedo índice contra las costillas de éste—. ¡Eso habría sido horrible!
¡Con lo mucho que te queremos!
Anton dio un paso atrás. Pero Lumpi se acercó todavía más y
le echó en la cara su aliento sepulcral.
—Eso no se lo has soplado tú a Rüdiger, ¿o sí? —dijo mirando
fijamente a Anton.
—¿Qué. . .?
—Que yo quise morder a Schnuppermaul. Cualquiera que me
conozca sabe lo bondadoso y pacífico, lo agradable y tratable que
soy. Por supuesto que nunca hubiese mordido a Schnuppermaul.
Sólo quería hacer sudar un poco al viejo. Me crees, ¿verdad?
—Sí —mintió Anton.
—Y a ti nunca te mordería, Anton Bohnsack, después de todo
lo que tú has hecho por mí.
—¿Qué he hecho yo por ti?
—¿No lo ves?
—No.
—¡Mira bien!
—¿Y adónde? —preguntó Anton, que no tenía ni idea de a
qué se refería Lumpi.
—¡Pues a mis ojos! —exclamó éste—. Con tu remedio de
mirar a la luna me he librado a tiempo de mi ojo de paloma y,
¡hurra!, he sido elegido presidente e mi grupo de hombres. Sin tu
remedio habrían elegido presidente a Tino el Maligno. ¡Tendrías
que haber visto lo maligno que llegó a ser Tino cuando perdió!
Lumpi se dio una palmada en el muslo y se echó a reír.
Cuando se hubo tranquilizado, dijo:
—¡Por el remedio de mirar a la luna puedes pedir dos deseos,
Anton Bohnsack!
—Ya, como en los cuentos.
Anton miró al pequeño vampiro en busca de consejo, pero él
seguía mordiéndose los labios.
—Entonces… —empezó Anton. Si no deseaba nada ofendería
a Lumpi, y eso no lo quería en ningún caso—. Entonces… —repitió.
—Vamos, suelta de una vez lo que deseas —le apremió
Lumpi—. ¡Deja de hacer el tonto!
—¡El pin! —recordó Anton—. Deseo que me devuelvas el
broche en el que pone «Bienvenido al placer del terror».
—Si eso es todo —Lumpi metió la mano bajo la capa, sacó el
pin y se lo ofreció a Anton—. ¡Aquí lo tienes!
Anton metió el pin en el bolsillo de su pantalón.
—¿Y tu segundo deseo? —preguntó Lumpi.
Anton miró otra vez al pequeño vampiro, que sólo se encogió
de hombros.
—¿Puede reservarme para más tarde el segundo deseo? —
preguntó precavido.
—¡Por Drácula, sí que tienes tú una cabeza dura! —bramó
Lumpi, y golpeó con los nudillos la cabeza de Anton, que se echó
hacia atrás.
—¿Tú crees?
—Pues claro que puedes guardar para más tarde tu segundo
deseo —accedió Lumpi—. ¡Pero con ello está concedido tu
segundo deseo y no puedes desear nada más! —y estalló en
carcajadas.
Anton se esforzó en poner cara afligida.
—¿Sabes lo que hubiera deseado yo en tu lugar? —Lumpi le
miraba con ojos brillantes.
—No, ¿qué?
Despacio con deleite, Lumpi se pasó la punta de la lengua por
sus dientes de animal carnicero.
—¿Pero Anton puede todavía pedir ese deseo, verdad
Rüdiger? —y se volvió hacia el pequeño vampiro.
—Sí, todavía puede pedirlo —afirmó peste.
—Yo…, yo creo que ahora sería mejor que volase a casa —
murmuró Anton.
—¿No has dicho que duermes esta noche en la Biblioteca
Municipal? —se asombró el pequeño vampiro.
—Me lo he pensado mejor —de pronto Anton se sentía
horriblemente cansado.
—Yo te llevo a casa —se ofreció el pequeño vampiro.
—Eso es muy razonable —concedió Lumpi—. No sea que
Anton se dé con su dura cabeza contra una farola —soltó una risa
alta y destemplada—. Y yo haré una pequeña visita a nuestras dos
ratas enjauladas —añadió después—. Si tengo suerte, el ajo se
habrá secado mientras tanto, y así puedo yo… —se interrumpió; al
parecer había notado que él mismo se acababa de traicionar—.
¡Que os divirtáis! —exclamó, y se elevó en el aire.
Siempre un ataud libre
´

— ¿Y de verdad quieres irte a casa ya? —preguntó el pequeño


vampiro una vez que Lumpi se hubo ido volando.
—Sí —contestó Anton.
— ¿Y qué pasa con la Noche del Terror?
—La excursión nocturna ya ha sido bastante terrorífica —
respondió—. Y en mi casa probablemente empieza ahora el
auténtico terror.
— ¿Tus padres también se han disfrazado? —sonrió Rüdiger—
. ¿Cómo Lord y Lady Frankenstein?
—No. Me refiero al terrible interrogatorio que me espera —
Anton suspiró—. Pero siempre es mejor que te interroguen tus
padres que la policía.
El pequeño vampiro rechinó los dientes.
—Tampoco a mí me van a poner una alfombra roja cuando
aparezca en la cripta. Los dos tenemos bastantes problemas con
nuestros padres, ¿no crees?
—Hmm, sí —dijo Anton.
En secreto creía que entre sus padres y los de Rüdiger había
algunas diferencias muy importantes. Y comparados con Ludwig el
Terrible y Hildegard la Sedienta, sus padres eran bastantes…, sí,
¡bastante humanos! Aunque esta noche se pusieran furioso…
El pequeño vampiro se despidió de él con estas palabras:
—En caso de que te vaya muy mal con tus padres, ya sabes
que siempre tenemos libre un ataúd…, un lugar… para ti.
Anton apretó el timbre de la puerta y esperó con miedo la voz
de su madre en el portero automático. Pero fue su padre quien
contestó:
— ¿Sí? —la voz sonaba como si su padre tuviera catarro.
—Soy yo —contestó Anton.
— ¿Anton? ¿De verdad eres tú? —exclamó su padre.
—Sí.
Sonó un zumbido. Anton empujó la pesada puerta de cristales
y fue hacia el ascensor. Al llegar arriba, al sexto piso, su padre
estaba en el pasillo. Apenas salió Anton del ascensor, su padre lo
cogió del brazo y los apretó como si no se hubiesen visto en
semanas. Incómodo, Anton miró a la puerta de la vivienda. Pero no
había nadie allí.
— ¿Dónde está mamá? —preguntó.
—En la biblioteca Municipal —contestó su padre—. ¡Pero
entra ya y siéntate!
Anton notaba cierta inquietud. Algo iba mal… Si su padre
hubiera gritado y vociferado…, con eso ya contaba Anton. Pero esto
de andar de puntillas, esas miradas preocupadas, esos abrazos…,
¡eso no era natural y sí muy sospechoso!
Su padre le llevó hasta el sofá e incluso le ayudó a sentarse.
— ¿También te han…? —el padre de Anton dudó. Luego
carraspeó—. ¿Querían también…? —al parecer le resultaba difícil
encontrar las palabras adecuadas.
Anton esperaba y callaba; eso le pareció lo más acertado.
—Esos…, esos miserables canallas —empezó de nuevo su
padre— han cogido a varios niños… con redes…, y a dos…, una niña
pequeña y un chico…, los han llevado a un escondrijo bajo tierra…
Al menos eso han dicho los dos cuando la policía… los ha
descubierto.
—Sí, en la capilla —respondió su padre—. Pero a ti, Anton, no
te han encontrado… y todos nosotros… estábamos terriblemente
preocupados por ti. Mamá ha ido a la Biblioteca Municipal, donde
están los otros niños, y yo me he quedado en casa porque
pensábamos que podía ser que vinieses aquí…
Su padre volvió a cogerle el brazo y se lo apretó. Al soltarlo,
tenía lágrimas en los ojos.
— ¿Te han dejado libre, o te has… te has escapado?
—Escapado… me parece —dijo Anton sin precisar—. Pero no
me acuerdo muy bien.
Su padre asintió compresivo. De repente se dio una palmada
en la frente y saltó del sofá.
— ¡No sé lo que estoy haciendo! —exclamó—. Me siento aquí
contigo a hablar y hablar…, y tu madre preocupada por ti en la
biblioteca… y también los demás…
Corrió al teléfono y levantó el auricular.
Primero el padre de Anton habló con la señora Sirja. La
bibliotecaria estaba todavía más trastornada que él, pues tuvo que
asegurarle al menos cinco veces que Anton estaba bien y no estaba
herido. «Sólo muy cansado», dijo mirando a su hijo, que había
bostezado un par de veces.
Después habló con la madre de Anton. Por desgracia, lo hizo
en voz tan baja que éste no pudo entender nada. Por fin, colgó el
teléfono y dijo con una sonrisa radiante:
—Todos se sienten felices de que estés de nuevo aquí, Anton.
Mamá viene enseguida a casa. Pero ha dicho que si estás muy
cansado tienes que ir a la cama inmediatamente. Mañana
temprano podemos hablar de todo.
—Sí, creo que me voy a dormir —accedió Anton, y bostezó
otra vez.
Corrió a su cuarto satisfecho —esta vez sin parada en el
cuarto de baño—. La bolsa de aseo con el jabón y el cepillo de
dientes se habían quedado en la biblioteca.
Dejo en la mesita de noche el pin con su «Bienvenido al placer
del terror» y el cordel de cuero con el colgante del murciélago.
Después escondió en el armario la capa de vampiro, se puso la
pijama y se metió en la cama.
´
Pura Sinrazon
Pero Anton no podía dormir. Demasiados pensamientos
bailaban en su cabeza. Lo que más le preocupaba era quiénes
podían ser los «miserables canallas». Seguro que los participantes
en la excursión nocturna habían sido interrogados por la policía, y
los primeros debían de haber sido la Caperucita y el fantasma, así
como el pirata y la bailarina que habían conseguido librarse de la
red. Esos cuatro niños eran los testigos más importantes, pero
Anton dudaba que pudiesen informar de mucho. Primero, estaba
muy oscuro cuando Hildegard la Sedienta y Wilhelm el Tétrico
habían lanzado la red sobre ellos. Segundo, todo había ocurrido con
demasiada rapidez. Y tercero, el pánico se había apoderado de los
niños: la policía no se fiaría mucho de ellos.
Además, eran también vampiros los que habían atacado a los
niños desde el aire, recordó Anton. Y tras esta parte de su historia,
los policías estarían seguros de no poder tomar en serio a los
testigos.
Al llegar ahí en sus reflexiones, Anton oyó cómo se abría la
puerta de casa. Enseguida oyó pasos que se acercaban y se abrió la
puerta de la habitación. Cerró los ojos y volvió la cabeza hacia la
pared.
— ¿Lo ves? Anton está profundamente dormido —dijo su
padre—. Estaba rendido.
— ¿Y dices que todo está en orden? —susurró la madre de
Anton.
—Por lo que yo puedo ver, sí —contestó su padre.
—Vamos al salón —dijo su madre—. Dejaremos esta puerta
abierta, para poder oírle si algo le ocurre.
Anton esperó un par de minutos antes de deslizarse al pasillo.
Se quedó de pie pegado a la pared y escuchó la conversación de sus
padres.

Según contaba la madre de Anton, los cuatro niños habían


hablado de negros espíritus que planeaban sin ruido por el aire, de
hombres-lobo que corrían entre las tumbas dando horripilantes
alaridos, de vampiros con lívidas caras cadavéricas y dientes
afilados como cuchillos que se deslizaban por los caminos del
cementerio, y de zombis que habitaban bajo la tierra y roían
huesos. «En decir, pura sinrazón… La señora Sirja ha de
responsabilizarse por haber leído a los niños esas horribles historias
de terror», dijo.
—Con todas esas historias fantásticas, la señora Sirja ha
perdido de vista el verdadero peligro: el guardián del cementerio y
su cómplice —señaló el padre de Anton.
Éste se estremeció. ¿Había oído bien? ¿Había dicho realmente
su padre «el guardián del cementerio y su cómplice»?
—Sí, ¡les pidió incluso que le ayudasen en la excursión
nocturna! —dijo su madre enojada.
—Pero la policía sigue sin saber dónde están esos dos, ¿no? —
preguntó su padre.
—No, Claro que tampoco se ha probado que fuesen ellos.
Pero ¿por qué iban a largarse sin dar explicaciones?
Hubo un breve silencio.
— ¿Quieres que haga un té de frutas? —sugirió el padre de
Anton—. Calma los nervios.
—Muy bien —accedió su madre.
Anton oyó la puerta de la cocina, Volvió de puntillas a su
cuarto y se echó en la cama.
Ahora tenía la explicación de quiénes eran los «miserables
canallas»: ¡Geiermeier y Schnuppermaul! ¡Si sus padres supieran
que ellos dos no se habían «largado sin dar explicaciones», sino que
habían sido cazados como los niños y ahora se columpiaban en lo
alto de un árbol junto a las jirafas!
Sus pensamientos pasaron a Lumpi, que probablemente daba
vueltas alrededor del árbol, y aspiraba al aire al mismo tiempo para
cerciorarse de si volvía a estar puro, es decir, libre de olor a ajo.
Anton se durmió con esa imagen.
No hay danos Permanentes
A la mañana siguiente, Anton quería despertarse a las ocho,
mucho más temprano que un sábado normal, para poder pasar con
tranquilidad lo que debía contar a sus padres. Sí, incluso había
puesto el despertador. Pero debió de hacer algo mal, porque
cuando se despertó, el reloj marcaba las ocho y media. Y por toda
la casa podía olerse el apetitoso aroma del pudin que preparaba su
madre, a pesar de haber anunciado un revuelto de verduras, una
comida con la que Anton siempre preguntaba «¿Tengo que comer
eso?», a lo que regularmente le contestaban: «Claro. La verdura es
muy sana».
Si en lugar de eso, hacía un pudin de pasta —¡su comida
favorita!—, sólo podía significar una cosa: después de los
acontecimientos de la pasada noche, su madre había decidido
mimarle. ¡Y entonces también le asfixiaría a preguntas!
Así era exactamente. Cuando Anton apareció en la cocina
descalzó, vestido con unos vaqueros y una camiseta, su padre ni
siquiera hizo alusión al maquillaje de vampiro que todavía llevaba.
Estaba feliz al verle y le acariciaba una y otra vez el pelo todavía
pegajoso por la gomina. También se alegró más que nunca de su
apetito. Le contemplaba mientras comía con una sonrisa
ensimismada.
—Si quieres, después de comer podemos ponernos cómodos
en el salón —propuso, mientras llenaba el plato de Anton por
segunda vez.
— ¿No es mejor que vaya a la Biblioteca Municipal a recoger
mis cosas?
—Ya las has traído mamá —le informó su padre.
— ¿El cepillo de dientes también? —preguntó Anton.
La cara de su madre enrojeció un poco.
—También el cepillo de dientes. Pero es suficiente con que te
los limpies después de comer.
Anton tenía en la punta de la lengua una frase dicha por su
propia madre: «Una noche en la biblioteca no es un motivo para
abandonar la higiene», pero se calló. Sus padres estaban hoy tan
cariñosos y agradables que él no podía por menos que ser tierno y
agradable también.
En el salón, la madre de Anton llenó varios cuencos con frutos
secos, cosa que sólo hacía cuando tenían visitas importantes. Al
parecer, ahora la visita importante era él, pensaba Anton.
Agradecido, empezó a picotear, también para tranquilizarse,
porque estaba bastante nervioso.
—Papá y yo hemos hablado ya dos veces por teléfono con la
señora Sirja esta mañana —inició su madre la conversación—.
Estaba muy preocupada por ti, Anton. Después de todo, tú eres el
único que se le perdió en la excursión nocturna.
A los demás niños que echaron de menos los encontraron poco
después.
Anton se metió en la boca un puñado de anacardos. De
alguien que masticaba no podía esperarse que hablara.
—La señora Sirja estaba muy impresionada al entrarse de que
te habías ido a casa después de perderte en el cementerio y no
saber dónde estaban los demás —añadió su padre.
—Hmm, hmm —hizo Anton. Le pareció que no tenía que dar
explicaciones; los mismos adultos se encargaban de eso.
—La señora Sirja siente mucho el incidente del cementerio —
continuó su padre—. Nunca hubiera creído que el guardián del
cementerio y su ayudante exagerarían hasta ese punto su tarea:
— ¿Hmm?
—Hoy por la mañana los han encontrado a los dos en el zoo
—informó su madre—. Imagínate: se habían colgado en el árbol del
recinto de las jirafas para asustar a la gente.
—Antes os habían cazado a los niños en el cementerio con las
mismas redes —su padre sacudió la cabeza—. No puedo
comprender que a dos hombres adultos se les puedan ocurrir ideas
tan infantiles: ir al campo de fútbol vecino, cortar las redes de las
porterías y echarlas sobre la cabeza de niños indefensos durante la
excursión nocturna. Y como remate, se cuelgan en un árbol del
zoo… ¡Eso se llama desorden público! ¡En cualquier caso, deberán
comprar nuevas redes para las porterías!
Anton estuvo a punto de atragantarse con los anacardos.
—La verdad es que a vosotros los niños podría haberos
pasado algo —aseguró su madre—. Pero ese guardián del
cementerio y su ayudante supusieron que sería muy divertido
ayudar a animar la Noche del Terror.
— ¿Han contado ellos todo eso a la policía? —preguntó
Anton.
—Sí y no —contestó su padre—. La señora Sirja nos ha dicho
que al principio no querían hablar y afirmaban que eran víctimas
igual que los niños. Pero cuando debían declarar de quién eran
víctimas, enmudecían. Por fin, la policía les ha interrogado por
separado y entonces han empezado a acusarse el uno al otro. El
guardián del cementerio ha dicho que su ayudante se había
inventado la historia de las redes, y éste ha declarado que había
sido idea de su jefe.
—De todos modos, había ciertas pruebas contra ellos —
completó su madre.
— ¿Ciertas pruebas? —repitió Anton.
—En la capilla, donde habían llevado a los niños, se ha
encontrado la cartera de cuero del guardián del cementerio.
— ¿La cartera es una prueba?
—Sí. Y las cabezas de ajo. Uno de los dos, o el guardián o su
ayudante, ha colocado un círculo de ajos alrededor de los niños
como una broma especial para esa noche del terror. Los dos lo han
negado, pero uno de ellos tiene que haber sido.
—Sí, uno tiene que haber sido —afirmó Anton, que por
dentro casi explotaba de risa, pero que por fuera seguía tan
tranquilo.
—El olor a ajos en la capilla era tan fuerte que los niños
habían caído en una especie de desmayo —informó su padre—. O
al menos dormían profundamente, de manera poco natural,
cuando la policía los encontró. Probablemente esos ajos son
también la causa de sus pesadillas.
— ¿Qué clase de pesadillas?
—Han soñado que dos vampiros les habían lanzado la red y
los habían llevado a un pozo —dio su padre—. Y que después los
vampiros los llevaron a su cripta subterránea. Eso son sin duda
pesadillas —añadió riendo.
—En cualquier caso, yo estoy contenta de que la Noche del
Terror haya terminado —y la madre de Anton dio un profundo
suspiro.
—Yo también —no pudo menos que apoyarla Anton.
Se hizo una pausa. El padre de Anton cogió unos pistachos y
su madre cambió la emisora de radio, en busca de las noticias.
Como Anton había esperado, la Noche del Terror no había sido tan
sangrienta como para hacerse un lugar en los informativos.
Después de la acostumbrada dosis de sucesos horribles en todo el
mundo, su madre volvió a la música clásica.
—Como desagravio, la señora Sirja os invita a los niños y a
nosotros, los padres, a una tarde de fiesta el próximo sábado en la
Biblioteca Municipal —informó después—. Habrá chocolate y tarta
y ella leerá historias que no sean de terror. Me parece una
estupenda invitación. ¿Tú qué crees, Anton?
—Hmm, no sé —gruñó—, historias que no sean de terror…
¡Son aburridas!
Para sorpresa de Anton, sus padres se echaron a reír.
—Si todavía deseas historias terroríficas, es que la excursión
nocturna no te ha dejado daños permanentes —aseguró su madre
satisfecha.
—Entonces también puedes contarnos lo que tú has vivido en
el cementerio, ¿no? —su padre le miraba intrigado.
—Lo contaría, sí… —Anton dudaba.
— ¿Pero? —preguntaron a la vez sus padres.
—No me acuerdo de nada.
— ¡Seguro que te acuerdas de algo! —le animó su padre.
—Bueno, lo único que sé es… —Anton hablaba muy despacio,
porque no quería irse de la lengua—. Yo estaba con los demás
niños en el camino de grava y de repente la red estaba encima de
nosotros. Todos los niños gritaban. Yo me escapé y trepé a un
árbol. Sí, y cuando estaba arriba, se rompió una rama y caí abajo.
— ¿Te has hecho daño? —preguntó su madre preocupada.
—No…
—Mañana temprano hay que llevarle a la doctora Dosig —
aseguró su padre.
—Mañana es domingo —le recordó Anton.
Su padre sonrió satisfecho:
—Tu cabeza funciona todavía bastante bien, me parece.
—Pero me duele un poco.
—Entonces es imprescindible que descanses —dijo su madre
seria—. ¿Qué te parece si voy a buscar tu almohada y te quedas
aquí tumbado en el sofá viendo un poco la tele?
—Sí, muy bien —se alegró Anton.
—Y si esta tarde te encuentras mejor, vamos todos juntos al
zoo —propuso su padre.
— ¿Al zoo?
— ¡Sí! ¡Hace tanto tiempo que no vamos!
Anton sonrió para sus adentros… y guardó silencio.
Eso de la amistad
Por la tarde, Anton convenció a sus padres para ir con él al cine en
lugar de al zoo. Vieron una película de acción, sin nada que ver con
vampiros, que a pesar de ello le gustó. Todavía le gustó más la
enorme pizza que se comieron después. . . y el hecho de que su
madre se abstuviera esta vez de recordarles la grasa y demás
contenidos insanos que tenía,
En casa, el padre de Anton sacó el parchís del armario y
jugaron un rato. Anton ganó, y aunque no tenía nada en contra, le
parecía que hacían lo posible por dejarle ganar. . . y eso era
exagerar un poco las cosas.
Finalmente, su madre hasta quería llevarle a la cama «¡como
antes!», según dijo con una sonrisa melancólica. Pero eso le pareció
demasiado.
—Ya puedo hacerlo eso —aseguró, y se puso de pie.
En su cuarto abrió la ventana porque tenía calor. Después se
metió en la cama y se durmió enseguida.
—Cuando duerme es cuando más guapo está —oyó decir a
una voz suave.
—Sí, como para morderle —contestó una voz ronca.
Notó un cosquilleo en el cuello, como si se hubiera posado allí
una mosca. En el mismo momento, la voz suave exclamó:
—¡Rüdiger! ¡Deja a Anton en paz!
—Yo sólo quería despertarle —dijo el pequeño vampiro.
Porque de él se trataba, como pudo ver Anton.
Junto al pequeño vampiro estaba Anna. Los dos habían
entrado en el cuarto por la ventana abierta. Anton se sentó en la
cama.
—¿Cómo es que no estáis en la cripta? —preguntó todavía
adormilado.
—¡Porque ha ocurrido un milagro! —contestó Anna.
—¿Sí? —murmuró Anton, no muy seguro de si era una buena
noticia.
—¡Un auténtico milagro! —exclamó el pequeño vampiro—.
Nuestros parientes se han arrepentido de todo lo que nos habían
reprochado. Y no sólo eso: ¡nos han alabado!
—¿Alabado? ¿Por qué se lo habíais advertido y porque teníais
razón? —preguntó Anton.
—También por eso —contestó Rüdiger—. Pero sobre todo
nos han alabado a Anna y a mí por haber sacado a los niños de la
cripta y haberlos llevado a la capilla…
—Un momento —le interrumpió Anton—. Yo pensaba que
había sido yo, junto con Anna.
El pequeño vampiro sonrió:
—Y ahora quieres que mis parientes te condecoren con la
Orden del Vampiro por tu acto heroico, ¿no es así?
—¡No! —aulló Anton—. Sólo…, sólo quería decir que fui yo el
que… pero claro, has sido listo al decir que habías sido tú.
La sonrisa del pequeño vampiro se ensanchó todavía más.
—Sí, sí que soy listo.
—Hemos tenido una reunión familiar muy agradable —explicó
Anna—. Sólo a Lumpi no se lo ha parecido. Nuestros parientes le
han leído la cartilla —soltó su risita. Luego inclinó a un lado la
cabeza y añadió—: Ahora que nuestros padres son tan amables con
nosotros, te lo puedes pensar otra vez, ¿no te parece?
—¿Pensar qué? —Anton se hizo el tonto.
—¡Si no te gustaría convertirte en uno de nosotros!
—Exactamente —aprobó el pequeño vampiro—. Con
nosotros tendrías garantizada más diversión que con tu estirpe —
añadió, echando una mirada despectiva a la puerta cerrada.
—Yo…, es tan… —de repente, Anton se sintió mareado—.
Ayer por la noche me caí de cabeza —empezó—, y es como…, como
si no pudiera pensar con claridad.
—Tampoco tienes que hacerlo —contestó el pequeño
vampiro—. Sólo tienes que contestar.
—¡No puedo hacer eso! Hoy lo he pasado muy bien con mis
padres. Hemos ido al cine, luego hemos comido pizza y después
hemos jugado al parchís. Hasta me han dejado ganar —Anton
respiró profundamente, y añadió—: Y, además, la amistad vale al
menos tanto como la familia.
—¿je? —graznó el pequeño vampiro.
—¡Sí! —insistió Anton—. Vosotros tenéis vuestra familia y yo
tengo la mía. Y nuestras familias son bastantes diferentes, ¿o no?
—Por supuesto —respondió el pequeño vampiro.
—¡Sí que lo son! —suspiró Anna.
—Pero aun así nosotros podemos ser amigos, aunque
nuestras familias sean tan diferentes. Y eso vale más que si
echamos todo en un puchero, en un puchero de familias, por
decirlo así —a Anton se le habían puesto roas las orejas.
—¿En un puchero de familias? —repitió el pequeño
vampiro—. ¡Qué cosa se os ocurren a los humanos! —y se echó a
reír.
Anna miraba a Anton pensativa:
—Yo creo que tienes razón, Anton. Pero es triste —y suspiró.
—No es triste —contradijo el pequeño vampiro—, nada de
eso. A Lumpi le han prohibido volar durante una semana, pero tú y
yo podemos volar libremente por ahí. Y tenemos el mejor amigo
del mundo —terminó señalando a Anton.
—Sí claro que lo tenemos —Anna se reía otra vez. Corrió hacia
Anton y le dio un tierno beso en la mejilla—. Hasta pronto, Anton.
—¿Vuelas ya?

—Los dos volamos —dijo el pequeño vampiro—. Hemos


estado tanto tiempo encerrados en la cripta que ahora tenemos
que disfrutar de nuestra libertad —se estiró la capa y propuso—:
Pero tú podrías venir con nosotros.
Anton sacudió la cabeza.
—Hoy no. Sabéis, la Noche del Terror fue bastante fatigosa.
—¡… y hermosa! —aseguró Anna—. Porque nosotros nos
hemos conocido mejor. Hasta pronto, Anton.
—Hasta pronto, Anna.
Anna flotó hacia la ventana.
—Eso de la amistad lo has dicho de forma muy acertada —
dijo el pequeño, antes de subirse al alféizar—. Buenas noches,
Anton.
—Buenas noches, Rüdiger —dijo Anton, pero el pequeño
vampiro ya había desaparecido.
Se levantó y cerró la ventana. Después volvió a la cama y se
estiró con placer. No sabía exactamente de dónde había sacado las
palabras. Pero sabía una cosa: ¡la amistad era algo muy, muy
valioso, y muy especialmente la amistad con… vampiros!

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