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La querella del arte

contemporáneo
De Marc Jimenez en esta Editorial

Theodor Adorno. Arte, ideología y teoría del arte

Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’Aide á la


Publication Victoria Ocampo, bénéficie du soutien de Cultu-
resfrance, opérateur du Ministére Frangais des Affaires
Étrangéres et Européennes, du Ministére Frangais de la Cul­
ture et de la Communication et du Service de Coopération et
d’Action Culturelle del’Ambassade de France enArgentine.

Esta obra, publicada en el marco del Programa de Ayuda a


la Publicación Victoria Ocampo, cuenta con el apoyo de Cul-
turesfrance, operador del Ministerio Francés de Asuntos
Extranjeros y Europeos, del Ministerio Francés de la Cul­
tura y de la Comunicación y del Servicio de Cooperación y de
Acción Cultural de la Embajada de Francia en Argentina.
La querella del
arte contemporáneo
Marc Jimenez

Amorrortu editores
Buenos Aires - Madrid
Colección Nómadas
La querelle de l’art contemporain, Marc Jimenez
© Éditions Gallimard, 2005
Traducción: Heber Cardoso
© Todos los derechos de la edición en castellano reservados por
Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225, T piso - C1057AAS Buenos
Aires
Amorrortu editores España S.L. - C/López de Hoyos 15,3o izquierda -
28006 Madrid
www.amorrortueditores.com

Industria argentina. Made in Argentina

ISBN 978-950-518-384-5 (Argentina)


ISBN 978-84-610-9030-3 (España)
ISBN 2-07-042641-6, París, edición original

Jimenez, Marc
La querella del arte contemporáneo. - Ia ed. - Buenos Aires :
Amorrortu, 2010.
336 p. ; 20x12 cm. - (Colección Nómadas)
Traducción de: Heber Cardoso
ISBN 978-950-518-384-5 (Argentina)
ISBN 978-84-610-9030-3 (España)
1. Arte contemporáneo. I. Cardoso, Heber, trad. II. Título.
CDD 759

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda,


provincia de Buenos Aires, en septiembre de 2010.
Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.
A la memoria de Rainer Rochlitz.
índice general

13 Prefacio
En el origen de la crisis, 13. Una querella paradóji­
ca, 17. El fin de la unidad de las bellas artes: las
artes plásticas, 21. La crítica de arte en el callejón
sin salida, 26. Cambio de paradigmas, 30. Las
apuestas reales de la querella, 34. Notas, 36

39 Primera parte. Del arte moderno


al arte contemporáneo
41 I. Un arte estercolar
Las aversiones de Tilomas Bernhard, 41. Cloa­
cas. . 42. Los exquisitos cadáveres de Günther
von Hagens, 46. El «apóstol de lo feo»: Gustave
Courbet, 48. Los «anartistas» de Serge Rezvani,
52. Notas, 54

57 II. Arte contemporáneo: una «expresión


incendiaria»
f La monocromía blanca del pintor Antrios, 57
62 III. Una cuestión de cronología
El fin del academicismo, 62. ¿El arte de hoy es con-
Ü^: temporáneo?, 66. ¿Modernos o contemporáneos?,
'70. Notas, 72

9
73 IV. L a d é c a d a d e l se se n ta : la e x p lo s ió n a r tís tic a

Contra el expresionismo abstracto: un nuevo rea­


lismo, 73. Marcel Duchamp «asesinado», 76. «No
somos pintores»: BMPT, 78. Pintura, pintura: So­
portes/Superficies, 79. Un arte militante, 80. Mini­
malismo posduchampiano, 82. El arte reducido a
su concepto, 84. Un arte «pobre», 85. Esculpir la
naturaleza, 87. El «cuerpo» político, 88. Un arte
anclado en lo real, 90. Notas, 91

93 V. La década del setenta: «Cuando


las actitudes se convierten en formas»
Desmaterialización del arte, 94. ¿Desacralización
o liberación del arte?, 95. Notas, 98

99 Segunda parte. La declinación


de la modernidad
Nota, 102

103 VI. Clement Greenberg y la declinación


de la crítica modernista
Notas, 108

110 VIL Theodor W. Adorno y el fin


de la modernidad
Notas, 117

118 VIII. El relato posmoderno


Regreso a la figuración, 118. El acta de defunción
de la modernidad, 123. Posmodernismo, 124. La
crisis generalizada de los sistemas: lo posmodemo,
126. Expertos y profanos, 128. Notas, 131

10
135 Tercera parte. La crisis del arte
contemporáneo
139 IX. Las apuestas del debate
Notas, 142

143 X. El proceso del arte contemporáneo


El frente «antiarte contemporáneo», 143. El efecto
Baudrillard, 145. Quiebra de la estética tradicio­
nal, 147. Notas, 149

166 XI. ¿Cómo interpretar la crisis?


Democracia y pluralismo, 166. Por nuevas relacio­
nes estéticas, 168. La «paradoja permisiva» según
Nathalie Heinich, 173. Notas, 177

179 Cuarta parte. El debate filosófico


y estético
181 XII. Cambio de paradigmas
Abrir el concepto de arte: Morris Weitz, 184. De­
sintegración de la noción de obra de arte, 188. Una
estética norteamericana, 191. Notas, 195

197 XIII. El mundo del arte


Lo banal transfigurado: Arthur Danto, 197. El pa­
pel de la institución: George Dickie, 207. Los calle­
jones sin salida de la filosofía analítica del arte,
214. Una reactualización legítima y sorprendente,
218. La «teoría especulativa del arte», 221. Subje­
tivismo y pluralismo, 223. Notas, 226

11
229 XIV. Los criterios estéticos en cuestión
La universalidad del juicio basado en el gusto y el
sentido común, 229. ¿Describir o evaluar?, 231.
Necesidad de una argumentación estética: Rainer
Rochlitz, 237. El caso King Kong, 242. El papel de
la experiencia estética, 245. Notas, 247

251 Quinta parte. Arte, sociedad, política

253 XV. Arte, sociedad, política


El arte del vacío, 253. De lo inmaterial a lo gaseo­
so, 260. Para una estética del arte contemporáneo,
265. El arte contemporáneo piensa el mundo, 266.
Desórdenes del arte/desorden del mundo, 274. El
distanciamiento del arte, 277. Crítica y argumen­
tos estéticos, 282. Arte versus cultura, 285. Notas,
289

295 Epílogo
Notas, 301

303 Apéndices
305 Bibliografía selectiva
Obras colectivas y actas de coloquios, 309

311 índice de nombres


321 índice de nociones, movimientos y corrientes

12
Prefacio

(. ..) Al barrer el taller del artista, la pregunta que


plantea la mujer que se ocupa de la limpieza es el co­
mienzo mismo de toda estética. La mujer que limpia el
taller del escultor en el paleolítico superior observa
que la esposa del artista es una hermosa mujer, alta,
de senos generosos, con abdomen musculoso y propor­
cionado de cazadora, y que de la estatua que el hom­
bre modela surge una enorme progenitora de senos
enormemente henchidos de leche, con el vientre enor­
memente fecundo de vida, con un sexo desproporcio­
nado y nalgas gigantescas. «¿De dónde saca todo
eso?», se pregunta la mujer.
C l a u d e R oy
Uart á la source, tomo II

En el origen de la crisis

«¿Existen aún criterios de apreciación estética?».


En el umbral de la última década del siglo XX, esta
pregunta desencadenó de modo espectacular e ines­
perado, especialmente en Francia, lo que ahora se ha
dado en denominar «la crisis del arte contemporá­
neo».1 Durante unos diez años, controversias, polé­

13
M arc J im e n e z

micas y debates virulentos opusieron a defensores y


detractores de la creación artística actual.
Sin embargo, interrogarse acerca de las normas
de evaluación y apreciación estéticas que permiten
formular un juicio sobre las obras de arte no tiene en
sí nada de escandaloso. La cuestión es incluso perti­
nente, pues se acerca a las reacciones del gran públi­
co, a menudo perplejo y desorientado ante obras que
no comprende.
Citemos algunos ejemplos.
Pese a la notoriedad nacional e internacional de
Daniel Burén, artista reconocido por las institucio­
nes públicas, etiquetado como «artista oficial», la
controversia que lo opone a sus muy numerosos es­
pectadores dista de haberse resuelto.2 Por otra par­
te, ¿quién sabe si no hay más «burenófobos» vengati­
vos que «burenólatras» entusiastas? Para quien ig­
nore su trabajo in situ y las propiedades específicas
que le atribuye a su «herramienta visual» —las fa­
mosas franjas verticales de 8,7 cm—, las columnas
del patio del Palais-Royal de París no serán objeto,
por cierto, de un juicio unánime. Es posible encon­
tra r entendidos que no aprecian demasiado ese tipo
de instalaciones. Algunos detractores quizá lleguen
a echar de menos la época, no muy lejana, en la que
ese espacio estaba visualmente contaminado por de­
cenas de vehículos estacionados.
Las esculturas corporales de Orlan,3 y en especial
las intervenciones quirúrgicas «estéticas» que remo-
delaron su rostro a los efectos de denunciar los este­
reotipos ampliamente mediatizados de la belleza fe­
menina, despiertan aún hoy cierto grado de incom­
prensión, incluso de repulsión.
El ready-made, ese objeto completamente «inven­
tado» por Marcel Duchamp en 1913,4 inasimilable,

14
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

según la propia confesión del artista, a una obra de


arte y, sin embargo, en gran medida presente hasta
hoy en el arte contemporáneo, continúa sorpren­
diendo a más de un espectador por su incongruencia.
El semirremolque que Jean-Marc Bustam ante5
pensaba instalar, en 1995, en una capilla en desuso
de la ciudad de Carpentras se vio obligado a dar me­
dia vuelta —si se nos permite la expresión— por or­
den del alcalde, instigado por las intensas reacciones
de sus administrados. Al respecto, se habló de un ac­
to de censura. Y lo fue, sin duda alguna. No obstante,
es probable que esa instalación espectacular no fue­
ra del agrado de todos los conciudadanos.
Terminemos con una lista que podría ser intermi­
nable, aunque recurriremos a otros ejemplos.
Al margen del entusiasmo que suscita entre sus
promotores, este tipo de arte provoca con mucha fre­
cuencia impresiones y sensaciones encontradas: cu­
riosidad, asombro, incomprensión, irritación, repro­
bación, escándalo, execración o, peor aún, indiferen­
cia. En suma, muy a menudo alcanza su objetivo. Y
entonces resulta perfectamente legítimo interrogar­
se acerca de la existencia de criterios estéticos que ri­
gen la selección de los artistas y de sus obras por las
instituciones públicas y privadas —museos, insti­
tutos de arte, galerías—.
>; Esta pregunta es evidentemente retórica, pues en
forma indirecta contiene la respuesta en su propia
formulación. Plantearla significa que los criterios se
han vuelto inaplicables o que lisa y llanamente han
desaparecido .(No tiene nada de sorprendente que los
|riterios artísticos de los siglos XVIII y XIX ya no
íiSean válidos: la modernidad artística del siglo XX se
Itia. encargado de descalificar las categorías estéticas
¡¡liidicionales^Por el contrario, la hipótesis de la de­

15
M arc J im e n e z

saparición lisa y llana es motivo de sorpresa, y deter­


mina, por otra parte, que se tome particularmente
incomprensible la atención de que es objeto el arte
contemporáneo por los profesionales del arte y la cul­
tura. En efecto, pese a la frecuente perplejidad del
público ante manifestaciones cuyo sentido se le es­
capa, el arte contemporáneo se beneficia sobremane­
ra, desde hace más de dos décadas, con subvenciones
otorgadas por el Estado, al menos en Francia. Y bien
se puede pensar que los poderes públicos que finan­
cian los proyectos, o que se los encargan a los artis­
tas, disponen de normas que garantizan una selec­
ción rigurosa, y no aleatoria, en cuanto a la calidad y
el valor de las obras subvencionadas.
Sea como fuere, se trate de su obsolescencia o su
desaparición, por el momento la polémica se centra
inicialmente en el tem a de la decadencia del arte
contemporáneo. ¿De quién es la culpa? Una plétora
de potenciales culpables es rápidamente sindicada:
el Estado, que por intermedio de las DRAC y de los
FRAC (Direcciones Regionales de Asuntos Cultura­
les y Fondos Regionales de Arte Contemporáneo)6
subvenciona un arte «oficial» que en principio resul­
ta, no obstante, rebelde ante las normas y los valores
sociales comunes; los artistas, acusados de oportu­
nismo, quienes pretenden una cotización ventajosa
en el mercado del arte; los críticos de arte, compla­
cientes y timoratos; la renuncia al oficio, a la técnica
y al saber hacer; los medios de comunicación de ma­
sas, al acecho de lo sensacional, e, inevitablemente,
Marcel Duchamp, el iconoclasta, el gran iniciador
del «cualquier cosa» y de la decadencia en el campo
de las artes desde comienzos del siglo pasado.

16
L a querella d el a r te contem poráneo

Una querella paradójica

De hecho, por varias razones, esta crisis del arte


contemporáneo resulta paradójica. Su desencadena­
miento fue inesperado y cuando menos tardío. Des­
pués del cubismo, la abstracción, las vanguardias, el
pop art, el minimalismo, el arte bruto, los happen-
ings, las instalaciones, etc., bien se podía creer que el
mundo artístico estaba harto de la desenfrenada su­
cesión de provocaciones. ¿Acaso no se consideraba
que los famosos ready-made, tales como la rueda de
bicicleta, el portabotellas, la pala para nieve, el ori­
nal, promovidos por Marcel Duchamp «a la dignidad
de objetos artísticos», habían inmunizado la esfera
artística contra cualquier clase de fiebre intempesti­
va? Tal disputa sobre los criterios estéticos declara­
dos obsoletos desde hacía tantas décadas, ¿no mos­
traba un aspecto anacrónico frente a las conmocio­
nes ocurridas en el arte occidental a partir del impre­
sionismo?
Otra paradoja radica en la propia naturaleza de
un debate acerca de una cuestión que a priori puede
interesar —ya lo hemos dicho— al público no espe­
cializado. Más adelante volveremos sobre las peripe­
cias y las apuestas de la crisis, pero señalemos desde
ahora algunos aspectos extraños. Las controversias
sobre el arte contemporáneo tuvieron lugar en au­
sencia de los artistas, que a veces estaban directa­
mente involucrados. Sus obras propiamente dichas
rara vez eran citadas y menos aún analizadas. Los
protagonistas se limitaban a algunos críticos de arte,
comisarios de exposiciones e historiadores del arte
francés que se batían a espada —verbalmente— a
'^propósito de la situación del arte contemporáneo en
J|*rancia —que no era, en verdad, nada brillante—.

17
M arc J im e n e z

Por esa época, se observaba con am argura que el


Museo Guggenheim de Bilbao abría sus puertas a
numerosos artistas de reputación internacional, en
tanto que a los creadores franceses apenas les reser­
vaba algún espacio.
¿Cómo entender esas paradojas? ¿La historia del
arte occidental no está jalonada por disputas y que­
rellas recurrentes, cuyas heridas mal cicatrizadas
aún influyen en nuestra percepción y nuestra com­
prensión de las actuales formas de creación? ¿En qué
es diferente la actual querella de las anteriores?
Etimológicamente, una querella significa «queja
ante la justicia». Cabe muy bien imaginar los proce­
sos en los cuales debían entender antaño los jueces
garantes de lo bello, de la armonía y de la semejanza,
en contra de las obras consideradas escandalosas o
heréticas. Pero, en la actualidad, ¿qué tribunal reci­
biría a los querellantes, si no el de la historia, o sea,
«el de los tiempos», que elige ineluctable y casi infali­
blemente entre las obras inolvidables y aquellas que
no vale la pena recordar? Y si hoy fuera preciso hacer
un balance, provisorio por cierto, probablemente se
comprobaría que siempre resultan ganadoras las
obras, cuando menos aquellas que escapan al olvido
de la historia. Se vería también que el arte siempre
ha sabido afianzar la libertad de creación contra todo
tipo de coerción, de dogmas, de convenciones, de tra­
diciones, de tutelas diversas —religiosas, políticas,
ideológicas, económicas—, que permanentemente se
han opuesto a la voluntad de transformar el mundo
o, por lo menos, la visión que se tiene de él.
¿Se puede seguir manteniendo hoy en día este ra­
zonamiento? Seguro que no.
Conocemos bien algunas querellas célebres: la de
la mimesis, recurrente desde la Antigüedad —en fa­

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L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

vor o en contra de la imitación y el trompe-Voeil—; la


querella que enfrentó a la Contrarreforma con la ico-
noclastia luterana y calvinista, reedición ya «moder­
na» de las querellas bizantinas. También recorda­
mos la querella de los Antiguos y los Modernos, sobre
un fondo de estrategia política; la querella del color
contra el dibujo, que tenía en un segundo plano la
conmoción del racionalismo cartesiano; la querella
de los Bufones —¿es preciso, en verdad, elegir entre
Francia e Italia?, preguntaba Voltairé—, etcétera.
Sin embargo, la modernidad modificó profunda­
mente el sentido de los enfrentamientos. El menos­
precio de la tradición se volvió cada vez más radical,
y el rechazo de lo «antiguo» se manifestó de manera
mucho más sistemática. La experiencia de lo nuevo
se infiltró en todos los aspectos de la vida cotidiana.
Transformó la representación de la «vida moderna»
aun antes de que esta diera lugar a realizaciones
concretas. En el primer tercio del siglo XIX, el filóso­
fo Hegel presintió el surgimiento del arte moderno
sin tener ante sus ojos ni en los oídos ningún ejemplo
de «modernidad» artística. Crítico acerbo y sagaz, y
sin ilusiones sobre el futuro, Baudelaire se convirtió,
sin embargo, en los comienzos de la Revolución In­
dustrial, en el poeta de la modernidad. Transgresio­
nes, escándalos y provocaciones se sucedieron sin ce­
sar y fueron socavando poco a poco la autoridad, por
cierto declinante pero aún bien afianzada hasta fi­
lies de siglo, del academicismo y el conservadurismo.
Énlos umbrales del siglo XX, el grito de Gauguin ex­
presaba con toda razón el entusiasmo de una gene-
lición que algunas décadas después se aprestaba a
fptéar del neoclasicismo a la abstracción: «He aquí
|íh a lucha de quince años que nos lleva a liberamos
Ipg la Escuela, de todo ese fárrago de recetas fuera de

19
M arc J im e n e z

las cuales ya no hay salvación, ni honor, ni dinero.


Dibujo, color, composición, sinceridad ante la natu­
raleza, qué sé yo: aún ayer algunos matemáticos nos
imponían (descubrimientos de Charles Henri) luces,
colores inmutables. Ha pasado el peligro. ¡Sí, somos
libres!».7
No obstante, fuera de algunos célebres «acciden­
tes» de repercusión tardía y prolongada —como el
ready-made duchampiano y el Cuadrado blanco so­
bre fondo blanco, de Malevitch (1918), o bien el Pája­
ro en el espacio (1923), del escultor Brancusi, que
para los aduaneros neoyorquinos no era una obra de
arte sino un objeto utilitario—,8 esta libertad sólo
sobrepasó temporariamente las fronteras del arte.
Obligó en particular a las instituciones, incluso a las
que se hallaban en el apogeo de los movimientos de
vanguardia entre ambas guerras mundiales, a hacer
retroceder los límites. Esas instituciones, así como el
mundo del arte, muy a menudo terminaron, de buen
o mal grado, por aceptar e incorporar esos desbordes.
Y lo mismo sucedió con el público, que al cabo de un
tiempo fue asimilando e incluso celebrando obras ig­
noradas o rechazadas en el momento de su creación.
Sabiendo que la ampliación del marco institucio­
nal y la continua expansión de la esfera artística son
rasgos específicos del arte occidental, ¿se puede con­
siderar que el arte contemporáneo responde a ese
proceso? No parece que eso ocurra, si se tiene en
cuenta que la querella del arte llamado «contempo­
ráneo» demuestra ser de una naturaleza completa­
mente diferente de las disputas y controversias del
pasado.
La crisis de las bellas artes tradicionales —que
comienza con el impresionismo—, el nacimiento de
la abstracción, las vanguardias, la irrupción de obje­

20
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

tos industrializados en el campo artístico —en suma,


la modernidad—, dan cuenta en forma imperfecta
del malestar actual .[Contrariamente a una idea es­
tablecida, el arte moderno no explica al arte contem-
poránechjDicho de otra manera, no se puede suscri­
bir la tesis, tantas veces retomada en las controver­
sias recientes, que establece una relación de causa a
efecto entre las conmociones provocadas por la mo­
dernidad y la pretendida delicuescencia de la crea­
ción artística desde hace unos treinta años.

El fin de la unidad de las bellas artes:


las artes plásticas

Es cierto que el denominado «arte contemporáneo»


nace, efectivamente, en un terreno preparado desde
mucho tiempo atrás por la descomposición de los sis­
temas de referencia, tales como la imitación, la fide­
lidad a la naturaleza, la idea de belleza, la armonía,
etc., y por el relajamiento de los criterios clásicos.
Sólo subsisten vestigios del glorioso edificio de las
bellas artes, fundado a partir del siglo XVII sobre las
bases de la Academia Real de Pintura y Escultura, e
institucionalizado a comienzos del siglo XIX con el
nombre, precisamente, de Academia de Bellas Artes.
Las vanguardias y el arte moderno, hasta su apogeo
en la década del sesenta, contribuyeron en gran me­
dida a esa conmoción, debida en parte al deshilacha-
miento de las artes, a las mezclas y a las hibridacio-
|>nes de prácticas y materiales. Se quebró la unidad de
|-;lás bellas artes —dibujo, pintura, escultura, arqui-
l||c tu r a —, que había legitimado durante dos siglos la
Igplaboración de eruditas clasificaciones por los histo­

21
M arc J im e n e z

riadores y filósofos del arte, y se abrió así un vasto


dominio de innovaciones, experimentaciones, co­
rrespondencias inéditas y polivalencias en busca de
una nueva coherencia.
Sin embargo, a diferencia del arte moderno —víc­
tima del «frenesí» de lo nuevo, preocupado por rom­
per con los cánones académicos y los valores artísti­
cos tradicionales—, el arte contemporáneo cambió
profundamente el significado de la transgresión. Ya
no se trataba, como en los tiempos de la modernidad,
de franquear los límites del academicismo o, por
ejemplo, los de las convenciones burguesas con la es­
peranza de acercar el arte a la vida.(El ready-made,
convertido en práctica corriente, y sus numerosos re-
makes a partir de Duchamp, desdibujaban la fronte­
ra entre el arte y el no-arte, es decir, entre el arte y la
realidad cotidiana^ En momentos en que el artista
gozaba de una pretendida libertad total, la tra n s­
gresión y la provocación, cínicas o desengañadas, se
convertían en una especie de juego obligatorio, en
modalidades destinadas a seducir m om entánea­
mente al mercado, o bien en posturas deliberadas di­
rigidas a una minoría de iniciados. De hecho, la cues­
tión que desde hace unas tres décadas plantea el ar­
te ya no es tanto la de las fronteras o los límites asig­
nables a la creación, sino la de la inadecuación de los
conceptos tradicionales —arte, obra, artista, etc.— a
realidades que al parecer ya no se corresponden con
esos conceptos.
(Lainstitucionalización de las «artes plásticas» to­
maba nota de esa evolución: en Francia, la creación
de un departamento específico en el Ministerio de
Cultura y de una UFR [Unité de Formation et de Re-
cherche (Unidad de Formación e Investigación)] de
Artes Plásticas en la universidad data de la década

22
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

,¿ei setenta. La formación del futuro «artista plásti­


co» ya no se desarrollaba tan sólo en las escuelas de
Bellas Artes nacionales y regionales, tradicional-
jnente consideradas, en muchos casos de m anera
.equivocada, las guardianas conservadoras del tem­
plo de lo Bello, del Arte y de la Creación. La noción de
«artes plásticas» se amplió en forma notable. Permi­
tía captar con un mismo vocablo un conjunto hetero­
géneo de prácticas artísticas, desde la xilografía has­
ta la infografía, pasando por los ready-made, las per­
formances, los happenings, las instalaciones, el body
art, etc. Esas prácticas, difíciles de circunscribir en
razón de la diversidad de sus soportes, de sus m a­
teriales, de sus procedimientos técnicos y de la mul­
tiplicidad de sus modos de expresión, eran las que
delimitaban, por lo menos a través de las obras reco­
nocidas, el campo bastante impreciso del «arte con­
temporáneo» n
La expre'Síon genérica «artes plásticas» desacrali-
zaba, además, el concepto clásico de Arte. Le quita­
ba, sobre todo, sus connotaciones idealistas y román­
ticas, heredadas de los siglos XVIII y X3X. Enseñar
en la escuela o en la universidad las «artes plásti­
cas», y ya no el tradicional «dibujo», se inscribía en
Un proyecto más vasto, oficialmente reconocido por
los poderes públicos, de favorecer en forma democrá­
tica el acceso a la cultura de la mayor cantidad posi­
ble de ciudadanos. Esta democratización, concretada
mediante la apertura de clases de enseñanza con un
Proyecto Artístico y Cultural (PAC), se orientaba a
sensibilizar ante el arte actual9 a las jóvenes genera­
ciones y, por lo tanto, a un público tan amplio como
fuera posible. Pero aún es largo el camino que lleva a
un reconocimiento efectivo del dominio contemporá­
neo, dado que han desaparecido los códigos tradicio­

23
M arc J im e n e z

nales de representación o de percepción. Las prácti­


cas llam adas «contemporáneas» todavía provocan
sobre todo reticencias y rechazos, ya se trate de artes
plásticas propiamente dichas, ya de música, danza,
cine o arquitectura.(Se podría decir, de modo tajante,
que el arte contemporáneo se vuelve —aunque re­
sulte paradójico— cada vez más ajeno al público que
le es, precisamente, contemporáneofj
La reciente querella ha revelado en qué medida
las clásicas —de aquí en más— teorías del arte y de
la crítica de arte, aún válidas para dar cuenta del ar­
te moderno, constituyen muy a menudo pobres re­
cursos para analizar, explicar o legitimar las formas
casi siempre desconcertantes de la creación actual.
Lo que valía para la esfera de las bellas artes en el
sistema kantiano —a saber: que todo objeto conside­
rado arte era colocado ipso fado bajo el régimen de la
belleza— ya no convenía, dado que la unidad de las
bellas artes ahora estaba en quiebra y las normas y
los criterios tradicionales de evaluación habían sido
trastocados.
E sta situación particular, inédita en la historia
del arte occidental, corresponde a lo que el teórico y
crítico de arte norteamericano Harold Rosenberg
(1907-1978) denominaba, con toda razón, «des-de­
finición del arte»,10 es decir, una pérdida de sentido
que afecta tanto la noción de arte propiamente dicha
como la de obra de arte, concepto amenazado por el
riesgo de caer en desuso. La profusión de textos so­
bre el arte, en el transcurso de la última década, de­
muestra una voluntad de volver a encontrar algunas
referencias confiables en una coyuntura en que se ha
perdido la brújula. De hecho, se han multiplicado los
ensayos acerca del arte, sobre todo desde hace una
década, junto a críticas especializadas, catálogos de

24
A
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

^exposiciones, escritos teóricos, filosóficos, sociológi­


cas y estéticos. No se trata tanto de analizar obras en
particular, que en sí mismas se han vuelto problemá­
ticas y a las que algunos les niegan la categoría de
obras de arte, sino de legitimar la apertura hacia
nuevas experiencias estéticas, e incluso, en el mejor
de los casos, de crear una nueva mirada acerca del
inundo. Sin embargo, no hay que sobrestimar la in­
fluencia que los escritos de los especialistas ejercen
en el público. No hace falta ser un sociólogo demasia­
d o sagaz para comprobar que el arte y esa clase de
reflexiones sobre el arte no avanzan al mismo paso.
El público que asiste a los museos de arte moderno,
en definitiva, mira con mala cara al conjunto de cen­
tros e institutos de arte contemporáneo. Poco intere­
sado en los debates de los expertos, víctima de la de­
cepción [décept] j11 deserta tanto de los lugares de ex­
posición como del restringido teatro de las controver­
sias y las polémicas. Si bien sospecha que el arte con­
temporáneo obedece, a pesar de todo, a convenciones
más precisas que lo que parece, ignora las reglas de
juego, que son propiedad exclusiva de una red de ex­
pertos y de quienes deciden en las instituciones o en
los centros privados, los cuales se hallan sometidos a
los imperativos del mercado de arte, de la promoción
mediática y del consumo cultural. Esta ausencia de
referencias y de claves para la interpretación refuer­
za, sin duda, la sensación de que el arte contemporá­
neo bien podría ser esa «cualquier cosa» que estig­
matizan sus detractores. En tal caso, resulta difícil
convencer a los visitantes de institutos y centros de
arte de que la pretendida «cualquier cosa» no se hace
en cualquier parte, ni en cualquier momento, ni de
cualquier manera.

25
M arc J im e n e z

La crítica de arte en el callejón sin salida

(■¿Es posible redefinir las condiciones de ejercicio


de! juicio estético frente a las obras contem porá­
neas? Suponiendo incluso que estas últimas fuesen
«cualquier cosa», ¿se puede sostener un discurso ar­
gumentado y crítico sobre ellas?
Aunque la cuestión de los criterios de juicio haya
estado en el origen del desencadenam iento de la
querella del arte contemporáneo, esta no ofreció nin­
guna respuesta a esos dos interrogantes, que son, sin
embargo, esenciales. El problema resulta espinoso.
¿Cómo juzgar la calidad artística de objetos y prácti­
cas si ya no existen criterios ni normas a los cuales
remitirse? Si es cierto, como hemos dicho, que el pro­
blema de la apreciación de las prácticas artísticas ac­
tuales interesa al público, hay que reconocer que las
condiciones de ejercicio del juicio estético han sido
profundamente modificadas en el curso de las últi­
mas décadas. Incluso se puede hablar de un cambio
radical de la situación de la crítica de arte, en la medi­
da en que la propia noción de arte está cuestionada.
La aparición de la crítica de arte en su forma mO'
dem a se remonta al siglo XVIII. Su génesis y su de­
sarrollo participan del mismo movimiento de eman­
cipación —el Huminismo— que vio nacer la historia
del arte, la estética filosófica, el espacio público, la
prensa y el mercado de arte. Al mismo tiempo género
literario —al que Diderot dio sus títulos de noble­
za— y oficio, participó en la autonomía del juicio ba­
sado en el gusto crítico, evaluador y con pretensiones
universalistas. Se ejerció dentro del sistem a reco­
nocido de las bellas artes y con ayuda de categorías
perfectamente definidas, como la de belleza. En esa
época no se planteaba la cuestión de saber si conve­

26
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

nía percibir una escultura de Coysevox, un cuadro de


Chardin o una sinfonía de Mozart como obras de ar­
te. Eran sin duda obras de arte, se las apreciara o no,
fueran juzgadas bellas o mediocres, es decir, más
állá del juicio basado en el gusto. Algo diferente ocu­
rría cuando ya no se trataba de evaluar las cuali­
dades estéticas de una escultura, de un cuadro o de
una sinfonía, sino de saber si un objeto, una acción o
un gesto pertenecían al campo del arte. Tampoco allí
había motivo, al parecer, para la intervención del jui­
cio basado en el gusto. Sin embargo, para saber si
una práctica cualquiera o una cosa surgían del arte
era preciso saber qué era el arte, o disponer de una
definición, aunque fuera vaga, de él. Ahora bien:(la
paradoja de la situación creada por el arte contempo­
ráneo radica no sólo en la indefinición del arte, sino
también en el hecho de que la palabra «arte» implica,
pese a todo, no obstante su indeterminación, un jui­
cio de valor. Por cierto, lo que interesa no es ya la be­
lleza de tal o cual objeto, sino que reconocerlo como
objeto artístico significa singularizarlo y colocarlo en
una categoría que no es la de los objetos banales'jAsí
se llega a valorizar —es decir, concretamente,"a ex­
poner en los museos o en las galerías— objetos o
prácticas desprovistos de cualidades artísticas espe­
cíficas, sin que en principio nada justifique su pre­
sencia en dichos lugares. A la inversa, la dimensión
de evaluación de la palabra «arte» se revela asimis­
mo, y de m anera indirecta, en las apreciaciones
negativas que hacemos sobre objetos a los cuales les
negamos cualquier pretensión artística. Al no ser ya
pertinente la referencia a lo bello o lo feo, nos basta
con declarar, con mayor facilidad que en el pasado,
acerca de algo que hiere nuestro gusto: «Será lo que
quieran, menos arte».

27
M arc J im e n e z

Puede concebirse, pues, fácilmente el desconcier­


to de una crítica de arte cuyo papel ya no es analizar
o interpretar las obras, sino que se limita a estable­
cer una línea divisoria entre el arte y el no-arte. Es
evidente que la cuestión de los criterios no queda así
resuelta. Esa demarcación supondría, en efecto, la
aplicación de una regla, un canon o una norma, pero
esta clase de criterios ya no existe. Por lo demás, el
juicio estético con pretensiones objetivas, aceptable
para la mayoría, sería imposible, ya que cada cual
podría decidir libremente qué es lo que debería en­
tra r o no en la categoría de «arte», en función de sus
gustos, su educación e incluso sus humores. En su­
ma, la estética, dos siglos y medio después de nacer
como teoría del arte, volvería a estar en una posición
idéntica a aquella que el filósofo Emmanuel K ant
pretendía superar, es decir, dependería de la libre op­
ción de cualquiera, según el muy conocido adagio
«Sobre gustos y colores no hay nada escrito».
La situación actual puede verse desde este ángu­
lo. Diderot o Baudelaire, como críticos de arte, se in­
teresaban más particularmente en la pintura y en la
escultura. En nuestros días, el artista contemporá­
neo ya no se limita a un solo medio. Además de ser
pintor o escultor, también puede desem peñar las
funciones de creador de performances o de instala­
ciones, ser cineasta, músico, etc. El final de la unidad
de las bellas artes se caracteriza, de hecho, por la dis­
persión de los modos de creación a partir de formas,
materiales, objetos o acciones heterogéneos, que la
expresión «arte contemporáneo» define de m anera
imperfecta. Esta dispersión es producto de la extre­
ma diversidad de las experiencias sensibles, propia­
mente estéticas y en extremo individualizadas, que
ofrece ahora la multiplicidad de prácticas culturales.

28
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

Frente a esta sobreabundancia de experiencias es­


téticas diversificadas, el público o, más bien, los pú­
blicos tienden a reaccionar de manera particular: ca­
da cual se considera con derecho a juzgar lo que para
él resulta bueno. Empero, más aún que a una sub-
jetivación del gusto, se asiste hoy a una fuerte indivi­
dualización de las actitudes ante el arte y la cultura,
al menos en quienes tienen fácil acceso a ellos. Sin
embargo, ese comportamiento —que algunos no han
vacilado en calificar como «zapping cultural»,12 por
analogía con la postura versátil del telespectador—
resulta paradójico. En efecto, se manifiesta en un
contexto específico, marcado por la fuerte presión de
las industrias culturales, que se ejerce masivamente
sobre los individuos. ¿Se puede, en verdad, calificar
de espontánea, libre y autónoma tal actitud, cuando
se sabe que está fuertemente condicionada por el sis­
tema de gestión, programación, masificación y me-
diatización encargado de promover lo cultural? Sin
duda, ese sistema asume, en parte, un papel demo-
cratizador de la cultura, pero frente a la abundancia
de sus prestaciones, y a veces ante su laxitud, la crí­
tica de arte ve su tarea simplificada sobremanera.
Del análisis y la interpretación —elogiosos o no— de
las obras particulares, tiende a orientarse hacia la
promoción indiferenciada de los bienes culturales.
Esa desidia de una crítica de arte que, de hecho, re­
nuncia a toda crítica fue mencionada varias veces en
el debate sobre la crisis del arte contemporáneo. Al­
gunos estigmatizaron el carácter consensual de una
crítica que defeccionaba, que se limitaba a promover
los beneficios de la industria cultural en su conjunto
y, sin embargo, se mostraba incapaz de contribuir a
la formación del juicio referido a la calidad de las
obras. Otros denunciaron ese paradójico individua­

29
M arc J im e n e z

lismo de masas que respondía, en definitiva, de ma­


nera adecuada, a un sistema que funciona según el
modelo del hipermercado. El «cliente» llena su «cad-
dy» artístico, aunque su elección pretendidamente
personal está limitada a una gama de productos ma­
sivamente preseleccionados por los «centros de com­
pras» —instituciones públicas, museos, galerías, co­
leccionistas, etc.— en el mercado del arte contempo­
ráneo.

Cambio de paradigmas

Es cierto que la teoría estética tradicional, preo­


cupada por la calidad de las obras, difícilmente pue­
da dar cuenta de las nuevas relaciones entre el arte,
la institución, la obra y el público. Interesada en ha­
cer valer la necesidad del juicio, y persuadida de que
el arte y las obras ejercen una función crítica —so­
cial, política o ideológica—, esta teoría, heredera del
siglo XVIII, parece obsoleta. Es evidente que se halla
desfasada con relación a un contexto cultural en el
cual todo —incluido el famoso «cualquier cosa»— pa­
rece permitido, a punto tal que el propio Estado sub­
venciona prácticas y obras cuyos méritos son a veces
discutibles.
¿Cómo interpretar entonces lo que hemos deno­
minado «indefinición» del arte? ¿Se puede explicar
ese desplazamiento de las instancias críticas y de
evaluación? ¿Cuáles son sus consecuencias? ¿Es po­
sible medir los respectivos papeles que desempeñan
ahora las instituciones y el público en la promoción
artística, a veces inesperada y apabullante, de cosas
a priori sin interés?

30
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

Se trata de preguntas a las cuales han tratado de


dar respuesta las especulaciones filosóficas y estéti­
cas surgidas en el contexto de la crisis del arte con­
temporáneo. Ante una situación inédita, esas teorías
pretenden renovar los modos de interpretación tra ­
dicionales y proponen nuevos paradigmas. Así, en
lugar de interrogarse en vano sobre qué es el arte y
adaptar, bien o mal, su definición a cada irrupción de
algo aparentemente incongruente, la filosofía analí­
tica y pragmática, en particular la anglosajona, to­
ma nota de las profundas modificaciones que afectan
el estatuto de la obra de arte y del artista. Ya no se
trata de hacer referencia a una esencia universal e
intemporal del arte. En la década del setenta, la pre­
gunta «¿Qué es el arte?» —que en la actualidad ya no
resulta pertinente— fue reemplazada por el filósofo
norteamericano Nelson Goodman13 por esta otra:
«¿Cuándo hay arte?». De ese modo procuraba hallar
los factores que permiten que un objeto cualquiera
sea percibido, o «funcione», como obra de arte. Para
Goodman, el pretendido valor intrínseco de la obra,
sus cualidades artísticas, su capacidad de suscitar
sentimientos —por ejemplo, emocionar—, no resul­
taban adecuadas para una eventual definición de la
obra de arte. Más bien, había que tomar en conside­
ración el contexto filosófico y artístico en el cual apa­
recía el objeto que aspiraba al estatuto artístico. Asi­
mismo, era importante considerar la intención y el
proyecto del artista, tal como se los puede percibir en
determinado medio artístico. Las obras de A rthur
Danto, traducidas y publicadas en Francia en la déca­
da del noventa, insisten también en el papel decisivo
del «mundo artístico».14 Ese «mundo del arte» (Art-
world) designa a una comunidad constituida por es­
pecialistas—historiadores del arte, críticos, artistas,

31
M arc J im e n e z

curadores de exposiciones, galeristas, aficionados


entendidos, buenos conocedores del clima estético
predominante, etc.— habilitados para apreciar la
autenticidad de la intención artística y elevar even­
tualm ente al objeto banal a la categoría de objeto
artístico.
Es innegable que esas concepciones dan cuenta
con bastante precisión del modo de funcionamiento
del arte contemporáneo. Son muy pocos los artistas
que pueden imponerse ante el público sin haber sido
beneficiados antes con un reconocimiento institucio­
nal y aceptados, autentificados como «artistas», pre­
cisamente por sus pares. También es cierto que las
instituciones, privadas o públicas, desempeñan un
papel predominante en la promoción del arte con­
temporáneo. Pero, ¿qué ocurre entonces con el deli­
cado problema, ya mencionado, de las reacciones de
un público desprovisto de criterios de apreciación
que son ahora propiedad exclusiva de los expertos?
Ante esta pregunta, la filosofía analítica, en ra ­
zón de sus propios presupuestos, no ofrece ninguna
respuesta. Considera que el arte asume en esencia
una función de conocimiento, que es la expresión de
un mundo que contribuye a construir —a «hacerlo»,
según el término empleado por Nelson Goodman—,
con prescindencia de los juicios de valor, las emocio­
nes o las evaluaciones críticas que pueda generar.
Esta posición, que tiende pura y simplemente a pri­
var a la reflexión sobre el arte de su dimensión críti­
ca y de apreciación —dicho de otra manera, a neu­
tralizarla—, es compartida asimismo, bajo formas
diversas, por numerosos teóricos franceses. Algunos
de ellos insisten en el carácter obsoleto de la estética
heredada de Kant, preocupada por juzgar las obras
en función de su calidad y de comunicar la experien­

32
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

cia estética a la mayoría.l^La estética, cuyo cercano


final se ha pronosticado, no sería más que una rama
de la antropología, con vocación en esencia descripti­
va y analíticáTJOtros adoptan una posición resuelta­
mente subjetivista, lo cual es una manera de volver
al famoso adagio sobre los gustos y los colores.
Ese relativismo se adecúa a la perfección al plu­
ralismo cultural que caracteriza en nuestro tiempo a
la sociedad occidental, a la que se define como demo­
crática y liberal.(La cultura burguesa, considerada
elitista y vilipendiada, en las décadas del sesenta y
el setenta, por la contracultura contestataria, cedió su
lugar a un sistema que a todos ofrece, en principio,
significativas posibilidades de acceso al arte, la di­
versión y la cultura. Deja en libertad a todos para
que obtengan el placer donde mejor les parezca, o
bien para que se entreguen a los goces del turismo y
el consumismo culturales. El zapping cultural ori­
gina un nuevo hedonismo. El placer está al alcance
de la mano, puesto que las nuevas tecnologías supri­
men el stress de la opción, las imposiciones de la edu­
cación, y permiten encontrar por todas partes, en to­
do momento, materia para la satisfacción. En suma,
la prodigalidad cultural parece inmunizar a ese pla­
cer contra cualquier cuestionamiento de su legitimi­
dad. Y entonces se comprende mejor, en ese contexto,
el desplazamiento de una estética basada en el jui­
cio, el valor y la calidad de las obras, así como la dis­
creción de una crítica de arte a menudo refugiada en
un papel puramente promocional] Cabe señalar, sin
embargo, la flagrante discrepancia entre los propósi­
tos de numerosos artistas contemporáneos, conven­
cidos del carácter polémico, rebelde, escandaloso, in­
cluso subversivo, de sus obras, y el discurso cultural
dominante, que se apresura a extraer beneficios de

33
M arc J im e n e z

la pretendida provocación artística, si es necesario a


fuerza de subvenciones.

Las apuestas reales de la querella

En Francia, el debate sobre el arte contemporá­


neo concluyó rápidamente, a puertas cerradas y en­
tre iniciados. Ello no es sino indicio de una verdade­
ra distorsión entre la legitimación institucional, de
la que se beneficia ese arte, y su reconocimiento pú­
blico, más bien modesto. Tal distorsión revela tam ­
bién (y sobre todo) la creciente brecha entre el mundo
del arte, los expertos en arte contemporáneo y los es­
pectadores, librados a su suerte, frente a las verdade­
ras apuestas que deben afrontar las formas actuales
de la creación artística.
Más allá de la situación francesa, la querella del
arte contemporáneo muestra las insuficiencias y li­
mitaciones de un sistem a cultural basado, sobre
todo, en la gestión institucional y económica de la
creación artística. La renuncia a la argumentación
estética y al juicio crítico va acompañada de la sensa­
ción de que el arte occidental ha terminado, de algu­
na m anera, con su historia, y reproduce una y otra
vez las formas y los estilos del pasado, condenado a
la repetición por haber agotado en algunos siglos la
gama de las posibilidades expresivas. ¿Qué hacer,
después del ready-made de Marcel Duchamp y de las
cajas Brillo15 de Andy Warhol, si las fronteras del ar­
te que los separan de la banalidad cotidiana han sido
abolidas?
E sta visión desengañada del arte contemporáneo
y de su futuro —si es comúnmente compartida— só­
34
A
L a q u erella d el a r t e co ntem po ráneo

lo resulta válida, de todos modos, para el arte occi­


dental. Surge de una concepción a todas luces etno-
céntrica, en la medida en que la contemporaneidad
artística sigue siendo, al parecer, un privilegio de la
«vieja cultura occidental» en detrimento de otras for­
mas de expresión artística consideradas tradiciona­
les, exóticas o folclóricas y, no obstante, tam bién
ellas plenamente contemporáneas. jLa «lógica cultu­
ral», a la que obedece hoy el arte contemporáneo,16
surge de la combinación de nuevas técnicas, de los
medios de comunicación y del mercado masivo. Ella
logra conciliar el individualismo de masas y la parti­
cipación colectiva en el sistema de gestión de los bie­
nes culturales. Ante ello, el arte contemporáneo, in­
cluso el más provocativo o extravagante, no parece
estar en condiciones de adoptar una posición crítica,
en verdad distanciada, frente a ese sistema] Sin em­
bargo, esta idea de un arte y de una cultura que se
han vuelto consensúales, no críticos, liberados de
cualquier implicación en los asuntos del mundo, es
errónea, pues esa misma lógica perm ite entrever
nuevas perspectivas. Las fronteras del arte no termi­
nan de ampliarse ante el doble efecto de la evolución
tecnológica —virtual, imágenes digitales, CD-Rom,
3 D, programas hipermedia, etc.— y el cosmopolitis­
mo artístico y cultural —mestizajes e hibridaciones
de estilos, formas, prácticas y materiales—.
Es probable que el arte «que se está haciendo»
provoque en el futuro otras querellas. La cuestión de
la definición del arte y de sus límites se volverá sin
duda recurrente, como lo ha sido por cierto en el pa­
sado. Pero el verdadero interés de los debates futu­
ros dependerá, con seguridad, de la voluntad que
muestren los diferentes actores del mundo del arte
occidental para oponerse a que la creación artística

35
M arc J im e n e z

quede reducida a ser sólo el eco fiel de lo que la socie­


dad espera de ella.

Notas
1 La pregunta fue planteada por la revista Esprit, n“ 173,
julio-agosto de 1991, «L’art aujourd’liui». El debate que comen­
zó entonces fue reactivado en el n° 179, de febrero de 1992, con
el título «La crise de l’art contemporain», y en octubre del mis­
mo año, en el n° 185, en un informe titulado «L’art contempo­
rain contre l’art moderne». Véase asimismo la obra de Yves Mi­
chaud, publicada en 1997, que lleva por título, precisamente,
La crise de l’art contemporain, París: PUF, 1997.
2 Las primeras franjas de Daniel Burén (nacido en 1938) da­
tan de fines de la década del sesenta. El descubrimiento, en el
Marché Saint-Pierre, de una tela impermeable rayada se re­
monta a 1965. En el 18° Salón de la Joven Pintura, Burén expu­
so una tela rayada de 2,50 x 2,50 m, de 29 franjas verticales, ro­
jas y blancas, de 8,7 cm de ancho. Ese tipo de obra, que se pre­
senta como «el grado cero de la pintura», debe ser interpretado
in situ, ya sea en función del entorno, ya del lugar preciso donde
se halla.
3 Operada de urgencia por primera vez en 1978, la artista Or­
lan decidió hacer filmar la intervención quirúrgica con una cá­
m ara. Concluyó con ese tipo de performances en 1993. Cada
tanto renovaba (lo hizo hasta nueve veces) deliberadamente esa
clase de acción «artística», durante operaciones de cirugía esté­
tica —implantes de siliconas, «protuberancias temporales»—,
inspirándose en representaciones tomadas de culturas no oc­
cidentales, precolombinas o mexicanas en especial. Las self-hy~
bridations, más recientes, remodelan el rostro mediante com­
putadora.
4 El primer ready-made fue La rueda de bicicleta, una simple
rueda cuya horquilla estaba fijada sobre un taburete. E n su ta ­
ller, Duchamp se complacía en verla girar. Aún no sabía que h a­
bía hecho un ready-made, expresión que utilizaría por primera
vez en 1916, en una carta a su herm ana.
5 Nacido en 1952, Jean-Marc Bustamante, pintor, escultor y
fotógrafo, es conocido sobre todo por sus «cuadros fotográficos»,
imágenes de gran formato tomadas durante sus viajes.

36
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

6 La fundación de las Direcciones Regionales de Asuntos Cul­


turales se remonta a 1977; la de los Fondos Regionales de Arte
Contemporáneo, a 1983; su misión consiste en adquirir, difun­
dir y valorizar obras de arte contemporáneas.
7 De Gauguin a Fontainas (Tahití, 1899) a propósito de su
cuadro ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Adonde vamos? (Let-
tres de Paul Gauguin á André Fontainas, París: L’Échoppe,
págs. 11-9).
8 Pueden leerse los detalles del «Añaire Brancusi» en Denys
Riout, Qu’est-ce que l’art moderne?, París: Gallimard, col. «Folio
essais», n° 371, Prefacio.
9 Convendría distinguir entre «arte contemporáneo» —arte
institucionalizado— y «arte actual», que designa al arte de hoy,
el que se está haciendo. Sin embargo, emplearemos la expresión
«arte actual» cada vez que corramos el riesgo de incurrir en una
enojosa repetición.
10 Harold Rosenberg, La dé-définition de l’art, Nimes: Jac ­
queline Chambón, trad. de C. Bounay, 1992, edición original de
1972.
11 Expresión empleada por Anne Cauquelin, Petit traite d ’art
contemporain, París: Ed. du Seuil, 1996, pág. 163.
12 Cf. Yves Michaud, La crise de l’art contemporain, op. cit.
13 Nelson Goodman (1906-1998), profesor de Filosofía en la
Universidad de Harvard, fue uno de los principales represen­
tantes de la filosofía analítica. Fue autor, en especial, de Langa-
ges de l’art, Nimes: Jacqueline Chambón, 1990 [Los lenguajes del
arte: aproximación a la teoría de los símbolos, Barcelona: Seix
Barral, 1976], y de Manieres de faire des mondes, Nimes: Jac­
queline Chambón, 1992 [Maneras de hacer mundos, Madrid: Vi­
sor, 1990],
14Arthur Danto (1924), profesor emérito de la Universidad de
Columbia. Cf. La transfiguration du banal. Une philosophie de
l’art, París: Ed. du Seuil, 1989 [La transfiguración del lugar co­
mún: una filosofía del arte, Barcelona, Paidós, 2002],
15 Se trata de facsímiles de embalaje de estropajos de limpie­
za de la marca Brillo, realizados en 1964. Véase más adelante,
págs. 198 y sigs.
16 Cf., M. Jimenez, Qu’est-ce que Vesthétique?, París: Galli-
mard, col. «Folio essais», n° 303,1997, pág. 421 [¿Qué es la esté­
tica?, Barcelona: Idea Books, D. L., 1999],

37
Primera parte. Del arte moderno
al arte contemporáneo

¡Ah! ¿Y entonces1? Mucho nos hemos burlado de


Chateaubriand y de Wagner. Pero no están muertos. Y,
para que no sienta demasiado orgullo, le diré que esos
hombres son modelos y que usted, Manet, no es más
que el primero en la decrepitud de su arte.
a Édouard Manet
C h a r l e s B a u d e l a ih e
(carta del 11 de mayo de 1865)
I. Un arte estercolar1

Las aversiones de Thomas Bernhard

En 1985, los lectores del volumen publicado por


Thomas Bernhard,2Alte MeisterKomodie, traducido
con el título Maestros antiguos, se enteraban de que
el arte, salvo raras excepciones —el autor dixit—, no
era más que «mierda». Y si bien pudo parecerles, por
un momento, que la rabiosa y cínica misantropía de
Bernhard sólo se limitaba geográficamente a Austria
y temporalmente a una época pasada, muy pronto
confirmaron que en verdad se refería a toda nuestra
época, más allá de frontera alguna. También com­
probaron que aludía a la creación artística en su con­
junto: compositores, pintores, escultores, escritores y
poetas, condenados desde ese fin del siglo XX a pro­
ducir tan sólo cosas nauseabundas. Para Bernhard,
ni siquiera el recuerdo de los grandes maestros del
pasado —Leonardo da Vinci, Miguel Angel, Tiziano
y Goya— llegaba a compensar esa impresión de de­
crepitud ni a salvar de la decadencia a aquello que
en nuestros días no era más que un «arte de supervi­
vencia». Los artistas de la actualidad son tan menti­
rosos en su vida misma como lo son en sus pretendi­
das obras, le hace decir a Reger —héroe hosco y de­
sengañado— un Thomas Bernhard que de pronto,
para alcanzar credibilidad, tenía que apartarse mo­
41
M arc J im e n e z

mentáneamente del oprobio que les infligía a sus co­


legas escritores.
Austria, tan a menudo víctima del mal humor de
Thomas Bemhard, no era, pues, la única cuestiona­
da. Lo que el autor denominaba la «comedia» expre­
saba una profunda amargura; registraba las desi­
lusiones de la época, la de la década del ochenta, pe­
ríodo de transición entre la era moderna y la que se
anunciaba con el nombre de «posmodema». Los anti­
guos maestros, por grandes que hubieran sido, no
habían cambiado demasiado la historia —parecía
decir Bem hard—, y sus obras, por ricas y fascinan­
tes que resultaran, no despertaban ahora más que
nostalgia y amargura. Los artistas actuales queda­
ban de ese modo condenados a la misma impotencia,
pero sin la calidad ni el valor de sus antepasados. En
otros términos, estaban obligados a la mediocridad,
por no decir la nulidad: «En cuanto al sedicente arte
antiguo, está rancio y hecho polvo y liquidado, y des­
de hace mucho tiempo no merece en absoluto que le
dediquemos n uestra atención —usted lo sabe tan
bien como yo—; y en cuanto al sedicente arte contem­
poráneo, no vale, como se dice, un comino».3

Cloacas...

Las connotaciones excrementicias y escatológicas


asociadas con el arte contemporáneo se han vuelto
moneda corriente desde hace algunas décadas. Cali­
ficar globalmente a la creación artística actual, o
bien a una obra en particular, de pura y simple de­
yección resuelve —es cierto, con una gran economía
de medios y en tiempo récord: el de la elocución de la

42
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

palabra de Cambronne*— el difícil problema de la


evaluación y la interpretación estéticas. No se puede
negar que numerosas prácticas y acciones de orien­
tación artística constituyen verdaderas provocacio­
nes, ante las cuales el público reacciona con fuertes
reprobaciones y rechazos a veces violentos. Desde
comienzos del siglo XX, el gesto de Marcel Duchamp
abrió, sí así puede decirse, una caja de Pandora que
aún continúa derramándose. Este maná inagotable
terminó, pese a todo —una vez superado el momento
de sorpresa, indignación o disgusto—, por integrarse
apaciblemente a las colecciones museísticas, cotiza­
das como es debido en el mercado del arte contempo­
ráneo. Entre las acciones espectaculares del mismo
orden, recordemos la suerte, bastante envidiable, re­
servada cQ^s Mierdas de artista realizadas por Piero
Manzoni en 1961. Esas «mierdas de artista», cuida­
dosamente acondicionadas «al natural» en latas de
conserva con un contenido de 30 g cada una, made in
Italy, se vendieron a precio de oro. .. literalm ente.
con referencia a la cotización del metal amarillo (!)"
En un género a la vez escatológico y ombliguista,
una videasta suiza, Pipilotti Rist (nacida en 1962),
colocó una cámara de rayos infrarrojos bajo un ino­
doro transparente. El ocupante del lugar tenía toda
la comodidad para contemplar (!) en una pantalla de
plasma colocada ante sí el desarrollo de operaciones
generalmente reservadas a la más estricta intimi­
dad (Circuito cerrado, 2000).A
Obsesionado por los orígénes de la pintura y sus
rituales, Gérard Gasiorowski (1930-1986) adoptó un
procedimiento singular. El artista inventó el perso­
naje Kiga, nombre formado uniendo la últim a y la
prim era sílabas de su patronímico. Kiga mezclaba
su mierda con plantas aromáticas para obtener así

43
M arc J im e n e z

un producto que le permitiera realizar composicio­


nes a la manera de Cézanne (Tortadas, 1977). Gasio-
rowski impregnaba sus dedos con el jugo de las «tor­
tadas» y así pintaba su universo cotidiano (serié de
los Jugos).
El artista Wim Delvoye (1965)4 invitaba a desem­
bolsar 1.500 euros para ser propietario de un trozo
de excremento elaborado minuciosamente por Cloa­
ca. Esta máquina autómata, concebida de manera
ingeniosa con la colaboración de médicos y cientí­
ficos, reproducía en forma artificial el sistema diges­
tivo humano. La instalación, bastante voluminosa, de
apariencia muy higiénica, compuesta por tubos y fras­
cos transparentes, era glotona; comía tres veces al día
un alimento especialmente preparado para ella, dige­
ría durante seis horas y luego... defecaba. El «produc­
to» final, en todo punto idéntico a su homólogo huma­
no, se depositaba delicadamente bajo una campana
de vidrio. Cloaca fue expuesta en el Museo de Arte
Contemporáneo de Lyon en 2003. Varios grandes
chefs de la gastronomía francesa aceptaron preparar
comidas especiales para satisfacer a su cliente ciber­
nético.5
Resulta imposible hacer una lista exhaustiva de
las acciones diversas, performances y exhibiciones, a
veces muy poco agradables, que se llevan a cabo en
nombre del arte y que, todavía hoy, pretenden un re­
conocimiento artístico que muy a menudo obtienen.
Decir que se trata de casos límite, que hieren profun­
damente el gusto y el decoro, no tiene sentido. La
propia palabra «límite» resulta inadecuada, en la
medida en que toda frontera constituye un llamado a
la transgresión. Los pocos ejemplos, happenings o
performances que citamos aquí, y que atañen a los
extremos hasta hoy conocidos, están ahora oficial­

44
La q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

mente incluidos en la historia del arte de las épocas


moderna y contemporánea.
Cuando Michel Journiac6 celebró, en 1969, una
Misa para un cuerpo, lo hizo con una hostia recor­
tada de una morcilla fabricada con su propia sangre.
En aquel momento, los «comulgantes» quizás igno­
raran la composición exacta del alimento crístico: 90
cm3 de sangre hum ana líquida, 90 g de grasa ani­
mal, 90 g de cebollas crudas, una tripa salada y re­
blandecida en agua fría y luego secada, 8 g de «las
cuatro especias», 2 g de plantas aromáticas, azúcar
impalpable, etcétera.
En 1993, en Nimes, Pierre Pinoncelli, pintor de la
escuela de Niza, «utilizó» de manera muy prosaica la
denominada Fuente de Duchamp: destrozó a m arti­
llazos la famosa jofaina a los efectos de devolver ma-
nu militari el objeto a su condición de orinal. Insensi­
ble a sus argumentos y al hecho de que el ready-ma­
de no era más que una réplica de fabricación reciente
en razón de la desaparición del original, un tribunal
lo condenó, en 1998, a pagar en junio de 2002 cerca
de 300.000 francos de indemnización. Era el mismo
artista que en público se había seccionado con un ha­
cha la falange del meñique izquierdo, para protestar
contra el secuestro de Ingrid Betancourt por las Fuer­
zas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), o
que se exhibía en traje de Adán por la rué de la Répu-
blique, de Lyon, como si fuera un Diógenes de los
tiempos modernos.7
En 1999, el pintor Nato exponía, bajo la forma de
happening, una obra en demolición, reuniendo en
una galería lo que parecía, según lo enunciado, un
verdadero inventario a la Prévert: sierra circular, as­
piradora, escalera, micrófono, piano, cám ara foto­
gráfica, equipo tronzador, panel de taller, banco de

45
M arc J im e n e z

carpintería, cables eléctricos, filmadora, amplifica­


dor, martillo, destornillador, televisor, canicas de
madera, puntales, pero también hombres y mujeres
totalmente desnudos. El artista, quien vive y trabaja
desnudo, rodeado por mujeres en traje de Eva, dedi­
ca la totalidad de su obra—happenings y performan­
ces— al sexo, y declara: «Ya nada escapa al arte. He
ahí la osmosis convertida en carne, hasta lo más obs­
ceno del alma».
Adepto a performances que lo llevan a «entregar­
se por entero», Philippe Meste (1966) se complace en
diseminar sus fluidos corporales íntimos sobre fotos
de top models tomadas de catálogos de modas.8 En
2003, la galería parisina Jousse Entreprise vio desfi­
lar, durante sus vernissages consagrados a la crea­
ción contemporánea, a un público joven y «a la mo­
da». Los visitantes contemplaban las obras de Mes-
te: espejos que les devolvían la imagen de sus rostros
salpicados con manchas de esperma. Esas imágenes
degradantes y envilecedoras, que tomaban despre­
venido al público, pretendían trastrocar los códigos
de la sociedad del espectáculo, regida por la publici­
dad y el consumo.

Los exquisitos cadáveres


de Günther von Hagens

Desde hace algunos años, Günther von Hagens,


anatomista alemán, expone en varias grandes capi­
tales su colección de «plastinados». Estos son presen­
tados como disecciones de cadáveres humanos que
muestran con fineza y precisión el esqueleto, las vis­
ceras, los músculos, y hasta un feto en el cuerpo de

46
L a q u erella d el a r te contem poráneo

su difunta madre, embarazada de ocho meses. Los


cuerpos así exhibidos han sido trabajados con el es­
calpelo. La obra maestra —el centro del espectáculo
en la exposición de Bruselas— fue un Caballo enca­
britado con su caballero.
Al parecer, la cantidad de futuros candidatos a la
«plastinación», generosos donantes de sus cuerpos a
la ciencia, aumenta a diario.
La «plastinación» es una técnica de conservación
del cuerpo que consiste en inyectar en el cadáver un
material plástico que reemplaza al agua contenida
en las células. La exposición «Los mundos del cuer­
po» fue vista por varios millones de visitantes entre
Japón y Mannheim en 1998, Viena en 1999 y Berlín
en 2001; los «plastinados» fueron luego expuestos en
Suiza, Bélgica, Singapur, Hamburgo, Londres, Seúl
y Pekín, por nombrar sólo algunos lugares. Günther
von Hagens, cuyo look recuerda al de Joseph Beuys,
declara abiertamente que no es artista y que no pro­
cura crear belleza ni estética. Sin embargo, califica a
sus exposiciones de «arte anatómico» y reconoce que
la finalidad estética de su trabajo tiene la misma im­
portancia que el objetivo puram ente pedagógico y
científico. Se trata de una orientación estética confir­
mada también por las referencias a la historia del
arte que pueden sugerir los cuerpos disecados ante
la vista de los aficionados al arte.
Empero, no estamos en el taller de Rembrandt.
La lección de anatom ía del doctor Nicolae Tulp
(1632) está muy lejos. Tampoco tiene nada que ver
con las Cabezas de ajusticiados de Géricault, ni con
las fotografías de Joel Peter Witkin9 o los Autorretra­
tos de David Nebreda.10 Guarda pocos puntos en co­
m ún con los misteriosos y asombrosos esqueletos,
obras del príncipe y doctor alquimista Raimondo de

47
M arc J im e n e z

Sangro, que se ven en la Capilla de Sansevero de Ná-


poles.11 Empresario y avezado hombre de negocios,
G ünther von Hagens maneja ostensiblemente las
redes administrativa, financiera y mediática que ga­
rantizan el colosal éxito de sus exhibiciones, y a ve­
ces llega incluso a fingir asombro ante el entusiasmo
de los medios artísticos por una obra cuyo carácter
puramente científico se esfuerza en defender.

El «apóstol de lo feo»: Gustave Courbet

Sin entrar en delicados problemas de preceden­


cia, recordemos que a fines del siglo XIX, en momen­
tos en que aún seguía triunfando un academicismo
biempensante y moralizador, a los pintores les gus­
taba pintar —como decía Gustave Courbet (1819-
1877)— cosas bien reales y existentes, antes que án­
geles u otros serafines.
Courbet, precisamente. Según se dice, en 1866,
su obra El origen del mundo provocaba un escánda­
lo. «Degradante», «obsceno», «pornográfico»: así fue
juzgado el cuadro por los escasos contemporáneos
que pudieron verlo. Expuesto en el Museo d’Orsay
desde 1995, todavía hoy es considerado por algunos
realmente provocador. Y, sin duda, Gustave Courbet,
el «apóstol de lo feo», el demoledor de la columna Ven­
dóme en 1871, pintó con total conocimiento de causa,
sin encubrir nada, con un realismo crudo, ese primer
plano de la intimidad de una mujer que se ofrece, im­
púdica. Si bien el tema era «atrevido», el pretendido
escándalo procedía sobre todo del propio cuadro en
cuanto cuadro, es decir, en cuanto pintura, arte ma­
yor en la concepción tradicional de las bellas artes.

48
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

El crimen contra las bellas artes resultaba evidente:


el atentado estaba dirigido contra esa esfera particu­
lar, la de la idealización, incluso la de lo ideal, allí
donde el erotismo, el deseo y las pulsiones más in­
tensas tienen, por supuesto, el derecho a expresarse,
allí donde también pueden ser representadas, siem­
pre y cuando estén sublimadas y reclamen de los es­
pectadores la misma aptitud para la sublimación,
Pero la ofensa perpetrada por Courbet sólo duró al­
gún tiempo. El cuadro llegó —tardíamente, es cier­
to— a una prestigiosa institución museística, así co­
mo los ready-made de Duchamp participaron —tam­
bién con retraso— en la inauguración del Centro
Georges-Pompidou, en 1977.
¿Cuál es, entonces, la relación entre Courbet y
Duchamp? ¿Por qué ese acercamiento entre estos
dos artistas y el pintor Nato, Piero Manzoni, Michel
Joumiac, Pierre Pinoncelli y Günther von Hagens?
Al margen del exhibicionismo al que todos ellos nos
invitan y de los lugares sorprendentes y a veces poco
recomendables adonde nos llevan —a los cuales, por
otra parte, volveremos—, esa proximidad no se debe
a la casualidad. Antes de Courbet, una pintura era
apreciada y juzgada según su adecuación a las nor­
mas y a las convenciones en vigencia. Los criterios
estéticos eran indisociables de las reglas sociales,
morales, incluso religiosas, y constituían una especie
de pacto intangible entre el artista y el público, el
«mundo del arte» de la época.
El origen del mundo quebraba ese pacto, puesto
que se atrevía a enfrentarse no con la representación
—en tal caso, figurativa y realista—, sino con las re­
glas que hasta entonces determinaban los criterios de
evaluación. A ello ya se había arriesgado Manet, con
Olimpia y Almuerzo sobre la hierba. Courbet trans­

49
M arc J im e n e z

gredía de m anera irreversible el último tabú. Más


allá de la fascinación que ejercen las caderas y los se­
nos de la mujer truncada, sin cabeza, brazos ni pier­
nas, eran las normas las que resultaban cuestiona­
das, esas mismas que autorizaban la exhibición de
un cuadro y cuya estricta observación normalmente
habría debido prohibirla.
Desafiado pero, pese a todo, salvaguardado por
Courbet, el modo tradicional de la representación
era deliberadamente ignorado por Marcel Duchamp.
En su caso, ya no sólo se trataba de transgredir las
reglas o de violar algún tabú, sino de situarse ex pro-
fesso más allá de la propia idea de representación. Y
en Duchamp, de «hacer» o, más bien, de seleccionar
treinta o treinta y cinco objetos al azar, que sólo te­
nían en común el hecho de que todos ellos eran fabri­
cados. La acción del artista resultaba tanto más ra­
dical en la medida en que no tenía ninguna intención
en particular, salvo la de liberarse —según su expre­
sión— de sus propios pensamientos y de la aparien­
cia de obra de arte. El ready-made, pura y simple
fantasía, tal como un capricho del artista que quiere
«terminar con las ganas de crear obras de arte», es
hecho en la indiferencia. Duchamp especificaba: «in­
diferencia hacia el gusto: ni gusto en el sentido de la
representación fotográfica, ni gusto en el sentido del
material bien hecho».
La paradoja de Fuente,12 de ese «orinal» también
elegido en la indiferencia —por lo menos, si se le da
crédito al autor—, consiste sin duda en haber entra­
do al campo del arte cuando pretendía, precisamen­
te, salir de él.
Sin embargo, tam bién se puede pensar que su
asombroso destino y la suerte final, más bien envi­

50
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

diable, que le ha deparado la historia reciente del ar­


te son fruto de una justa aprehensión del alcance del
gesto de Duchamp, insignificante y banal para él, pe­
ro temiblemente iconoclasta para el mundo del arte.
Y esa iconoclastia —en el sentido preciso del tér­
mino en ese mundo de imágenes que son las artes
plásticas— es lo que sigue resonando hasta hoy, en
la época del arte contemporáneo.
Las acciones contemporáneas que hemos recor­
dado —las de Piero Manzoni, las del pintor Nato, las
de Philippe Meste, Michel Journiac, Pierre Pinon-
celli y Günther von Hagens— no interrogan a las re­
glas ni a las normas artísticas que determinan los
criterios de evaluación; tampoco vuelven a cuestio­
nar el modo tradicional de la representación pictó­
rica. Dicho de otra forma, ahora tienen lugar en la
indiferencia frente a las imposiciones, ya se trate de
los criterios o de las convenciones que rigen ese tipo
de representación, precisamente porque los límites
impuestos han sido franqueados. Pero también se
puede pensar que esas obras o acciones determinan
cada vez, después del cuadro de Courbet, un grado
más en la transgresión, hasta el punto en que la pro­
pia transgresión ya no tiene significado.
Más que indecentes o inconvenientes, se presen­
tan como etimológicamente obscenas, es decir, «de
mal augurio», para aquellos que persisten en eva­
luar y juzgar ciertas formas del arte actual, y sobre
todo las más extremas, incluso las más extremistas,
basándose en principios que ya no tienen vigencia en
nuestros días.

51
M arc J im e n e z

Los «anartistas» de Serge Rezvani

En una novela titulada justam ente Vorigine du


monde ,13 el pintor y escritor Serge Rezvani percibe
una filiación funesta entre el autor del famoso cua­
dro, el creador de los ready-made y el anatom ista
alemán. En un museo imaginario del siglo XXI, Ber-
gamme, el héroe del libro, sueña con apoderarse del
cuadro de Courbet. Bergamme no es ni un coleccio­
nista descarriado ni un estafador, sino un individuo
exaltado y caprichoso, obsesionado y perturbado por
el espectáculo de la mujer con las piernas abiertas:
«A través de esa fragmentación provocadora, me­
diante la voluntad de aislar ese sexo del conjunto del
cuerpo humano, Courbet logró permutar de m anera
radical Origen por Fin del mundo, abriendo inocen­
temente el camino a toda la pintura quirúrgica que
caracteriza a nuestra época —sí, ese siglo espantoso
en cuyo transcurso el cuerpo humano, previamente
desacralizado por sus artistas, ha sido objeto de to­
das las mutilaciones, de todas las experiencias—».
Los museos rebosan de obras maestras, embalsa­
madas, por cierto, pero que experimentan una lenta
decrepitud. Ocultan, sobre todo, las pruebas tangi­
bles de un siglo que se dedicó a desacralizar, en la
historia real y en el arte, el cuerpo humano —en es­
pecial, el de la mujer—, fragmentado, desfigurado,
recortado, mutilado, desollado, expresión caricatu­
resca de una época incapaz de superar el traum a
causado por los genocidios del siglo anterior. Al pin­
ta r uno de los cuadros «más destructivos de toda la
historia de la pintura», Courbet habría engendrado,
pues, la línea de los Egon Schiele, Edvard Munch,
Pablo Picasso, Francis Bacon, abriendo así el camino
a los «anartistas» de ayer —los modernos— y los de

52
L a q u erella d el a r t e co ntem po ráneo n

hoy —los contemporáneos—, que se complacen en


una penosa puesta en escena de la humanidad. Un
siglo de dislocación del cuerpo humano era, pues,
según Rezvani, un «mal presagio», y hundía al arte
en esa obscenidad que recordábamos antes, como si
la humanidad se hubiera vuelto fea, «hasta el extre­
mo de no poder soportar más su sueño de belleza».
Al castigar con el mismo oprobio a Courbet, Du­
champ y Von Hagens, la posición radical de Rezvani
parecía condenar, de modo global, la aventura del ar­
te del siglo XX, en nombre de una concepción huma­
nista de la creación artística que vería en esta un re­
medio contra el desencantamiento del mundo: «Que
“el orinar’ de Marcel Duchamp sirva de paradigma a
las manifestaciones «anartísticas» de hoy demues­
tra, sencillamente, que los jóvenes “artistas” se han
convertido en los peones de pequeñas estrategias de
los pigmaliones en que se han convertido los curado­
res “museísticos”. Es preciso que sepan que Courbet,
al pintar El origen del mundo, quebró por sí solo to­
dos los tabúes. Gracias a él, los “anartistas” de hoy
pueden, como se hace en Alemania o China, exponer
obras compuestas con cadáveres humanos».
Rezvani tomó el elocuente neologismo «anartista»
de Héléne Parmelin, autora de un vehemente pan­
fleto, L’art et les anartistes (1969), en el que vilipen­
diaba las seudocreaciones vanguardistas, así como
la complacencia culpable de la crítica de arte respec­
to de ellas.
Si bien es comprensible la nostalgia frente al arte
del pasado, tal cuestionamiento del arte actual corre
el riesgo de una extrema simplificación. Se apoya en
amalgamas injustificadas que refuerzan el descrédi­
to que afecta, a menudo sin matices, a la totalidad de
la creación contemporánea. Ahora bien: a través de

53
M arc J im e n e z

esos excesos y provocaciones, el arte, hasta en sus


subproductos trash, underground o raw, no es un
«reflejo» de la realidad, aunque entregue una ima­
gen a la vez condescendiente y caricaturesca de una
realidad de la que parece hacerse cómplice.
Sin embargo, el cuestionamiento de Rezvani se
refiere esencialmente a la consagración institucional
—alusión a los «curadores museísticos»— de obras
consideradas «escandalosas». La indignación expre­
sada de m anera vehemente concierne al funciona­
miento del medio artístico —museos, galerías, mer­
cado—, dotado de una notable capacidad de absor­
ción según procedimientos que escapan al profano
pero que, en los casos citados, no dejan insensible al
público. Más de un visitante del Museo de Orsay, al
contemplar El origen del mundo,14 se siente predis­
puesto a descubrir en sí mismo un alma similar a la
de Bergamme. Nadie discute que Fuente es una de las
obras más emblemáticas del arte del siglo XX. En
cuanto a los famosos «plastinados», aunque no estén
oficialmente catalogados entre las obras m aestras
del arte contemporáneo, atraen a millones de visi­
tantes fascinados, trastornados o, más sencillamen­
te, curiosos.

Notas
1 Del latín stercorarius". que tiene relación con los excremen­
tos, con el contenido del tubo digestivo. En el pequeño valle de
Antifer, no lejos de É tretat, pájaros de pico corvo, los labbes,
acosan a las gaviotas para obligarlas a vomitar el contenido de
su buche. Antiguamente se creía que se alimentaban con sus
excrementos: de ahí el nombre «estercolar», palabra que tam ­
bién se aplica al escarabajo que empuja la bola de excrementos
de la que parece haber surgido.

54
L a q u erella d el a r te co ntem po ráneo *

2 Escritor y dramaturgo austríaco, Thomas Bernhard (1931-


1989) no dejó de denunciar con vehemencia la hipocresía del
Estado y la pasividad de la sociedad austríaca frente al re ­
surgimiento del nazismo. Su última pieza, Heldenplatz (Plaza
de los héroes), alusión a la gran plaza del centro de Viena donde
Hitler pronunciaba sus discursos, provocó un escándalo.
3 Thomas Bernhard, Maitres anciens, París: Gallimard, col.
«Folio», n° 2276, 1988, trad. de Gilberte Lambrichs, pág. 177
[.Maestros antiguos, Madrid: Alianza, 1990].
* En el original, «moí de Cambronne», eufemismo utilizado en
lugar de «merde». (N. del T.)
4 Wim Delvoye llevaba muy lejos la curiosidad. Preocupado
por saber más sobre la estructura interna de su cuerpo, se unta­
ba el pene con sulfato de bario y lo exponía a los rayos X.
5 Alain Alexanian, Philippe Chavent, Frédéric Cote, Philippe
Gauvreau, Jean-Paul Lacombe, Nicolás Le Bec, Christian Téte-
doie, Michel Troisgros. Paul Bocuse declinó la invitación.
6 Michel Journiac (1935-1995) se había consagrado de mane­
ra relativamente tardía a las artes plásticas y a la estética, tras
realizar estudios de teología y filosofía.
7 E sta automutilación tuvo lugar en el Museo de Arte Mo­
derno de Cali. Acostumbrado a las acciones públicas, Pinoncelli
se había hecho notar, en 1969, por rociar con tinta roja a André
Malraux, entonces ministro de Cultura de Francia.
8 Obra titulada Acuarela (1998).
9 Las fotografías de Joel Peter W itkin (nacido en 1939, en
Nueva York) llevan h asta el exceso la representación de la de­
gradación o la monstruosidad del cuerpo. Sus obras fueron ex­
puestas en 2000 en París, en el Palacio de Sully. En La mujer
que se convirtió en pájaro (1990), un homenaje a Man Ray y a su
cuadro El violín de Ingres, las dos claves de fa se transforman
en dos profundas heridas, estigmas de las alas arrancadas.
10 Nacido en 1952, David Nebreda, artista afectado por esqui­
zofrenia, fotografió su cuerpo desnudo, descarnado, lacerado,
cubierto de sangre y excrementos. Su editor, Leo Scheer, evoca
al respecto las obras de Antonin Artaud, Sade, Georges Bataille
y Francis Bacon. Cf. David Nebreda, París: Leo Scheer, «Beaux
Livres», 2001.
11 Luego de la m uerte del príncipe, en el sótano de la capilla
de Sansevero de Nápoles se descubrieron dos esqueletos —un
hombre y una mujer— cuyos sistemas circulatorios (venas, ar­

55
M arc J im e n e z

terias, ramificaciones capilares, incluidos los corazones) habían


sido asombrosamente preservados. Según se cuenta, Raimondo
de Sangro habría inyectado a dos personas recientemente falle­
cidas una sustancia desconocida, que habría petrificado todos
sus órganos. También se piensa en una reconstrucción alucinan­
te por su precisión, hecha a partir de diferentes sustancias, en­
tre ellas la cera de abeja. El misterio continúa, aún hoy, sin so­
lución.
12 Terminemos con las elucubraciones a propósito de la famo­
sa firm a «R. Mutt», que se lee en el orinal, y sigamos a Du­
champ: «Mutt viene de Mott Works, el nombre de una gran em­
presa de elementos de higiene. Pero Mott resultaba demasiado
cercano; entonces, escribí Mutt, pues en los periódicos había
historietas que se parecían entonces a M utt y Jeff, que todo el
mundo conocía. Había, pues, desde el comienzo una resonancia.
Mutt, un pequeño y rechoncho chusco; Jef, un flaco alto. .. Que­
ría un nom bre que re su lta ra indiferente. Y le agregué Ri­
chard. . . Richard está bien para un orinal [...]. Pero ni siquiera
eso, R. solamente: R, Mutt». ¡Eso no se inventa! (Entrevista con
Otto Hahn, publicada en V H 101, n° 3, 1970, pág. 59.)
13 Serge Rezvani, Vorigine. du monde, Arles: Actes Sud, 2000.
14 D urante mucho tiempo propiedad del psicoanalista Jac-
ques Lacan, El origen del mundo, de Gustave Courbet, recién
fue presentado al público en 1996, en la exposición «Femenino-
masculino. El sexo del arte», que tuvo lugar en el Centro Geor-
ges-Pompidou. El video realizado por Zoran Naskovski, inspira­
do en el cuadro de Courbet y exhibido en el Centro Georges-
Pompidou en 2001, m uestra una versión más hard\ ¡una sesión
de onanismo con el fondo de un concierto de Mozart!

56
II. Arte contemporáneo:
una «expresión incendiaria»

La monocromía blanca del pintor Antrios

Los argumentos utilizados por los adversarios del


arte contemporáneo coinciden en muchos puntos con
los severos juicios expresados por Thomas Bemhard
y Serge Rezvani. Las acusaciones de nulidad, medio­
cridad, charlatanería e impostura, reiteradas a vo­
luntad, como leitmotiv, contribuyeron a hacer de la
propia locución arte contemporáneo una «expresión
incendiaria», como lo señala el filósofo A rthur Danto.
En 1998, Danto, observador atento y experto de
la vida artística norteamericana y europea, escribió
un comentario sobre la pieza teatral Art, de Yasmina
Reza, una comedia a la que consideraba, con toda ra­
zón, una alegoría del arte contemporáneo. En ella,
tres amigos, Serge, Marc e Yvan, discuten acerca de
un monocromo blanco que uno de ellos, Serge, acaba
de comprarle a un renombrado pintor, Antrios. No
es tanto la importancia de la suma desembolsada lo
que exaspera a los amigos, sino la relación calidad/
precio. Para Marc, ese cuadro pintado por un artista
muy cotizado no es más que una cáscara que no re­
presenta nada: «Mi amigo Serge h a comprado un
cuadro. Es una tela de aproximadamente un metro
sesenta por un metro veinte, pintada de blanco. El
fondo es blanco, y si se entrecierran los ojos se pue­

57
M arc J im e n e z

den percibir finos ribetes blancos transversales». El


veredicto, en forma de pregunta, no se hace esperar:
«¿Has pagado doscientos mil francos por esa mier­
da?». La justificación estética de Serge es pertinente,
puesto que opone, con todo derecho, el juicio basado
en el gusto, subjetivo, a la evaluación según criterios
objetivos: «¿“Mierda” en relación con qué? Cuando se
dice que cierta cosa es una mierda, es porque se tiene
un criterio de valor para estimar esa cosa. Se puede
decir “No me parece”, “No entiendo”, pero no se pue­
de decir “Es una mierda”». El argumento no es con­
vincente. La discusión crece hasta que Marc, en un
arrebato de figuración, pintarrajea con un rotulador
azul, sobre la propia tela, un pequeño esquiador des­
lizándose por una pendiente «nevada». Desde enton­
ces, la obra ha sido objeto de vandalismo. Sin embar­
go, pese al atentado contra la integridad del cuadro
—desfiguración de una obra no figurativa—, la re­
conciliación está cercana. Dejemos que los futuros
espectadores descubran el fmal por sí mismos.
Esta pieza teatral, de éxito mundial, fue el pre­
texto para algunas reflexiones pertinentes de Danto.
El filósofo señalaba en qué medida, desde la óptica
de Estados Unidos, donde el apoyo estatal a los ar­
tistas es casi nulo, el debate francés sobre la creación
artística actual parecía una verdadera aberración.
Danto reseñaba la situación particular de ese mece­
nazgo de fondos públicos en el que los expertos en­
cargados de enriquecer el patrimonio nacional selec­
cionando obras de calidad eran, al mismo tiempo,
incapaces de justificar públicamente las razones de
su elección. Esta paradoja resulta mucho más paten­
te si se repara en que estos expertos se dividen en
dos campos. El campo de los partidarios, ardientes
defensores de un arte hermético y poco atractivo pa­

58
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

ra el gran público, está desde luego preocupado por


continuar beneficiándose con las subvenciones gu­
bernamentales. El de los adversarios, también espe­
cialistas, no deja de denunciar una política cultural
inútilmente dispendiosa en favor de obras a las que
se considera carentes de interés, mediocres o total­
mente nulas. Semejante confrontación era inconce­
bible en Estados Unidos, donde, según Danto, ya
desde 1913 —fecha de la gran exposición de arte mo­
derno y de la presentación del Desnudo bajando una
escalera, de Duchamp— se comprendía muy bien,
sobre todo en Nueva York, que el artista no es, en su­
ma, más que un «chiflado que hace arte alocado pero
inofensivo».
En Francia las cosas eran diferentes, pues allí «la
cuestión de saber qué es el arte, en lugar de estar re­
servada a las páginas desapasionadas de las revistas
filosóficas, ha bajado a la calle, donde el reproche que
se le hace al arte contemporáneo es el de no ser arte,
sino mierda». También aquí, al recurrir a la expre­
sión de Cambronne sólo nos referimos a las palabras
proferidas por Marc en Art.
Traducida a unos cuarenta idiomas, la pieza de
Yasmina Reza trabaja con acierto una situación có­
mica que supera seguramente las fronteras de Fran­
cia. Y porque un «blanco supremo infinito» a la ma­
nera de Malevitch, casi un siglo después del Cuadra­
do blanco sobre fondo blanco, no es en verdad una
obra típica del arte del siglo XXI, la querella estética
que opone a los tres protagonistas parece algo anti­
cuada, «clásica» y, por ello, intemporal.
Sin embargo, Danto concluía su artículo pregun­
tándose cuál podría ser la reacción de los franceses
frente a un ataque tal dirigido contra una obra de ar­
te. Difícil saberlo, pero no era improbable que el jui-

59
M arc J im e n e z

c íoagriamente expresado por Marc recibiera la si­


lenciosa aprobación de algunos espectadores. Inclu­
so no era imposible que su gesto sacrilego, sin des­
pertar una franca adhesión, se beneficiara con cierta
indulgencia.
En suma, fuera de los aspectos necesariamente
caricaturescos que permiten que un espectáculo sea
entretenido, A rt expone en parte los elementos po­
tencialmente conflictivos que remitían, en la época
en que fue escrita la pieza, a la realidad del debate
sobre el arte contemporáneo: ¿Quién decide si una
obra es lograda o malograda? ¿Quién tiene los cri­
terios que permiten afirmar que un cuadro es una
cáscara o una obra maestra? Si los criterios ya no
existen, ¿cómo justificar tales apreciaciones? ¿En
qué condiciones puede haber compatibilidad entre la
objetividad de criterios indudables y el gusto indivi­
dual? Dado que el público, en su mayoría —los dos
tercios en la pieza—, expresa un juicio negativo so­
bre la obra, es posible preguntarse a quién le debe el
artista —aquí, el famoso Antrios— su celebridad y
su cotización en el mercado del arte. ¿Al galerista, al
museo, al esnobismo del pequeño medio afortunado
del arte —el que, por ejemplo, frecuenta Serge—, a
la institución en general?
La literatura aquí citada —las novelas de Tho-
mas Bemhard y Serge Rezvani, y la pieza teatral de
Yasmina Reza— refleja así, a veces de m anera en­
tretenida y a menudo de modo pertinente, el clima
artístico y cultural de la década del noventa. No obs­
tante, se hace eco de los lugares comunes y de los
prejuicios más difundidos en tomo al arte contempo­
ráneo; no tiene por finalidad entrar en el detalle de
las apuestas estéticas, culturales, económicas,.inclu­
so sociales o políticas, que afectan a la creación artís­

60
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

tica en la época posmodema. En resumen, es eviden­


te que la producción artística contemporánea no se
limita a las obras que han sido el objetivo de Yasmi-
na Reza o de Serge Rezvani. El origen del mundo no
es la única obra de Courbet, ni Marcel Duchamp se
conformó con exponer portabotellas u orinales. Los
ejemplos mencionados aquí, de connotación escato-
lógica, pornográfica o necrósica, no son representati­
vos del conjunto del arte contemporáneo. Las obras
literarias tienen por lo menos la ventaja de mostrar,
para un público más amplio que el del mundo del
arte, hasta qué punto el arte actual provoca reaccio­
nes apasionadas y muy contradictorias. Si bien al­
gunos lo admiran, lo celebran, lo ensalzan y encuen­
tran legítimo que sea objeto de una activa especula­
ción en el mercado internacional, otros lo repudian,
lo odian, lo execran o, peor aún, ignoran o aparentan
ignorar sencillamente su existencia.
En conclusión, si se esquematizan en una tipolo­
gía imperfecta las diferentes actitudes frente a la
creación artística actual, se podrá hablar de adeptos,
de partidarios a menudo incondicionales, de detrac­
tores, de adversarios a menudo sistemáticos y de in­
diferentes, con frecuencia por desconocimiento. No
hay en ello nada demasiado original que no pudiera
decirse en cualquier época, sino que se tra ta de la
forma particular de un arte bautizado como «con­
temporáneo» sin que nadie esté, al parecer, en con­
diciones de justificar ese nombre de bautismo.
Tratemos de aportar algo más de claridad a esa
situación.

61
III. Una cuestión de cronología

El fin del academicismo

El público, y a veces los propios especialistas, se


interrogan respecto de las fechas de nacimiento y
muerte de los grandes períodos artísticos: ¿cuándo
termina el arte clásico, o bien el arte moderno?, ¿en
qué momento comienza exactamente el arte contem­
poráneo? Sin embargo, a pesar, o a causa, de su for­
mulación simplista, esas preguntas resultan, en rea­
lidad, casi imposibles de responder. En efecto, son
numerosas las razones que impiden concebir la evo­
lución del arte occidental como una sucesión de pe­
ríodos perfectamente delimitados, a menos que se
adopte el clásico recorte por siglos, totalmente artifi­
cial, que se utiliza sólo por comodidad.
Supongamos que se quiera determinar de mane­
ra precisa el comienzo de la modernidad artística oc­
cidental. Para algunos historiadores, los tiempos lla­
mados «modernos» designan el período posrevolucio­
nario, el del Iluminismo, ya vacilante en el umbral
del prerromanticismo. Y es sin duda legítimo pensar
que la abolición del Anclen Régime, el auge del poder
de la burguesía, los prim eros pasos de la indus­
trialización o incluso la instauración del espacio pú­
blico y el reconocimiento del espíritu crítico inaugu­
ran una nueva era, una época sin igual en el pasado.

62
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

Pero la historia del arte se sustenta, por lo gene­


ral, en referencias más tardías, como la Revolución
Industrial de mediados del siglo XIX, que marca el fi­
nal de la época romántica. La figura de Charles Bau-
delaire aparece a menudo como emblemática de la
modernidad artística y cultural. ¿Acaso su obra no
traduce las tensiones y paradojas de una época divi­
dida entre la tradición y lo moderno, el arcaísmo y la
novedad, la eternidad y lo efímero? Sin embargo,
Baudelaire, considerado hasta hoy el precursor de la
sensibilidad moderna, contemporáneo de cuadros
preimpresionistas de Edouard Manet, como Olimpia
y Almuerzo sobre la hierba, ignora, por razones ob­
vias, el impacto que provoca en el Salón de Rechaza­
dos, siete años después de su muerte, el famoso cua­
dro de Monet Impresión, sol naciente. El deseo que
había manifestado, el de ver «praderas pintadas de
rojo y árboles pintados de azul», no lo cumplió Dela-
croix: lo concretó Monet.
Tres fechas, 1789, 1863 y 1874, parecen así pau­
ta r la génesis del concepto «moderno» de la moderni­
dad. Se tra ta de una gestación muy prolongada, ya
que más de un siglo separa a la Revolución Francesa
del impresionismo, antes de que este se impusiera e
inaugurara la desenfrenada sucesión de «ismos» y
vanguardias.
Por otra parte, bien cabría impugnar ese esque­
ma histórico y reducir el papel del impresionismo al
de simple precursor de las grandes rupturas, que por
cierto presagia, aunque en verdad no llega a esbozar.
Se podría tom ar como referencia, entonces —por
ejemplo—, el año 1905, en que se realizó el Salón de
Otoño, doblemente marcado por el triunfo de Ma­
tisse y el escándalo de los fauvistas, así como por la
muerte de William-Adolphe Bouguereau. Con la de­

63
M arc J im e n e z

saparición del maestro del estilo académico y del ar­


te pompier, las «bouguereaudas» —ninfas, sátiros,
Cupido, Venus, Psiqué, Madona de las Rosas y de­
más «santidades melosas» (la expresión es de Zola)—
abandonan por mucho tiempo la pintura de caballe­
te y expulsan lo «reluciente y la elegancia lustrada»
—Zola, de nuevo— que le sienta igualmente bien a
Jean-Léon Géróme (1824-1904) y a Alexandre Caba-
nel (1823-1889).
Si damos crédito a Kandinsky —uno de los inicia­
dores de la abstracción—, el año 1912 marca el final
del impresionismo. La agonía del movimiento había
comenzado, sin duda, unos años antes, sobre todo en
momentos en que el fauvismo, y luego el cubismo y el
expresionismo, imponían la idea de que una tela de
Monet, Renoir o Degas estaba, en definitiva, más
cerca de un cuadro de Rafael que de las Señoritas de
Auiñón, de Picasso.
Se pueden apreciar así las dificultades inheren­
tes a cualquier periodización de la vida artística ba­
sada en acontecimientos calificados como notables y
en la aparición de obras emblemáticas.
A decir verdad, no es nuestro propósito insistir
aquí en la génesis y la evolución del arte moderno ni
de la modernidad en general. Nos importa analizar
el modo en que se efectúa la transición entre el arte
moderno y lo que hoy en día llamamos «arte contem­
poráneo», sabiendo que el pasaje de una forma de
arte a otra se efectúa según un proceso en extremo
complejo. Trazar una frontera clara entre el arte mo­
derno y el contemporáneo es, como veremos, ilusorio.
La cuestión tampoco consiste en saber en qué mo­
mento preciso la expresión «arte contemporáneo»
reemplaza a la vigente «arte moderno». Por el con­
trario, aplicarle al arte moderno el diagnóstico que

64
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

Hegel formuló, a comienzos del siglo XIX, a propósito


del arte romántico, cuando predijo la disolución del
arte en la filosofía y en la teoría del arte, no es com­
pletamente absurdo. Eso significa que el arte conti­
núa viviendo en formas hasta entonces inéditas. Y la
idea de un final del arte en la época contemporánea,
un final que no sería su muerte real ni su desapari­
ción, sino más bien su dispersión en la forma más
etérea de experiencias estéticas múltiples, está, en
efecto, en el centro de numerosas problemáticas ac­
tuales.
Esta evolución no se produjo, como se dice, «por sí
sola», sino que la aventura del arte tuvo, a fines del
siglo XX, un cariz más bien tumultuoso. Arthur Dan­
to hablaba, al respecto, de la historia artística com­
pleja y diversificada de las décadas del sesenta al
ochenta, y agregaba; «[. . .] quizá no habíamos visto
aún en la historia del arte tantos artistas trabajando
en programas artísticos tan diferentes entre sí».1
En el transcurso de ese período, aquello que des­
de comienzos del siglo XX se llamaba «arte moderno»
dejaba poco a poco de ser representativo de la época,
y las teorías de la modernidad perdían su pertinen­
cia. Ese agotamiento del discurso modernista, su
progresiva obsolescencia, quizá no totalmente irre­
versible, es lo que nos interesa aquí.
No se trata, en modo alguno, de una historia abre­
viada o condensada del arte contemporáneo.2 Los
parágrafos siguientes rememoran simplemente al­
gunos movimientos, corrientes y tendencias de este
período. Dado que aún hoy constituyen referencias
en el discurso sobre el arte contemporáneo, es impor­
tante designarlos con el nombre que ellos mismos se
han dado o que los historiadores, críticos y comenta­
ristas les han atribuido. De todos modos, no están so­

65
M arc J im e n e z

metidos a ninguna clasificación ni a ordenamiento


estricto alguno. En efecto, esas nuevas vanguardias
no se han sucedido del mismo modo que lo hicieron
las primeras vanguardias históricas de la década del
treinta, cuando cada una de ellas pretendía superar
a la precedente y progresar hacia el horizonte un
tanto ilusorio y utópico de una modernidad acabada.
Esta concepción lineal de la evolución del arte occi­
dental es, precisamente, la que poco a poco se va de­
rrumbando, incapaz de resistir el final de la unidad
de las bellas artes, la rica diversidad de los materia­
les y las prácticas artísticas y, sobre todo, su extrema
heterogeneidad.
Sin embargo, resultaba difícil suprimir toda cro­
nología, en la medida en que la actual querella sobre
el arte contemporáneo sólo podía tener lugar, en la
forma que adoptó, en cierto momento de la creación
artística reciente. La propia querella es una de las
consecuencias de las interferencias, los entrecruza-
mientos y las hibridaciones que han experimentado
los movimientos de este fin de siglo. El arte actual es
el producto de todas esas tendencias, la mayoría de
las cuales perduran —a veces con otros nombres—,
coexisten y también se mezclan en combinaciones
improbables, pues la m ateria liberada y la forma
franqueada ya no se encuentran necesariamente en
lo que antes se llamaba «obra de arte».

¿El arte de hoy es contemporáneo?

Cuando Catherine Millet planteaba a lbs conser­


vadores de los museos la pregunta: «¿Considera que
todo el arte producido hoy es “contemporáneo”?», la

66
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e c f

respuesta más frecuente era «Sí y no». «Sí», si se to­


ma «contemporáneo» en un sentido exclusivamente
cronológico y, sobre todo, si no se le teme al pleonas­
mo ni a la tautología: el arte de hoy es, por definición,
contemporáneo... de hoy. «No», si se especifican las
condiciones de pertenencia a la contemporaneidad:
trabajo muy especializado, empleo de nuevas tecno­
logías, mezcla de géneros y materiales, exploración
de nuevas formas, experimentación de nuevos cam­
pos artísticos, etcétera.
Calificar a todas esas «novedades» obliga, en con­
secuencia, a fijar algunas reglas de discriminación,
en primer lugar negativas.
Se llama «contemporáneo» a un tipo de arte que
no se puede asim ilar totalm ente a ninguno de los
movimientos y corrientes anteriores a la moderni­
dad o a las vanguardias de fines de la década del se­
senta; por ejemplo, al arte conceptual, ai pop art, al
land art o al body art, etc.3 El arte que se impone en
la década del ochenta con la denominación de «con­
temporáneo» trata de definirse sin referencias explí­
citas al pasado, pero lo consigue sólo a medias. Sus
«obras» recibían, en efecto, la herencia de épocas an­
teriores. Perpetuaban sus enfoques, empleaban m a­
teriales según procedimientos aparentemente cono­
cidos desde hacía mucho tiempo, o bien integraban
temas, formas y estilos ya explotados por el arte mo­
derno.
De m anera más positiva, esta forma de arte, en
razón de su propia diversidad y de su heterogenei­
dad, obligaba a las instituciones a revisar las clasifi­
caciones tradicionales y a redefinir la frontera entre
el arte moderno y lo que a partir de entonces debían
adm itir bajo el rótulo de «contemporáneo». Ya en
1992, la socióloga Raymonde Moulin señalaba que

67
M arc J im e n e z

no había una definición genérica del término «con­


temporáneo» aplicado al campo artístico,4 y hacía
notar, asimismo, que si bien el rótulo de «contempo­
ráneo» había constituido, desde la década del sesen­
ta, una apuesta importante en la competencia artís­
tica internacional, el final de la modernidad y de las
vanguardias volvía ambigua esa apuesta, pues «un
gran número de células de creación, de microfocos
que alardean de su especialidad, hacen coexistir es­
tilos o ejercicios artísticos de diversos orígenes histó­
ricos y geográficos».
Dado que era preciso elegir, entre la producción
de artistas vivos, obras suficientemente merecedo­
ras del rótulo de «contemporáneo», la atribución de
esa calificación se convertía en asunto de expertos y
del mundo del arte. La tarea no era de las más fá­
ciles. Demos algunos ejemplos.
Para numerosos actores especializados del mun­
do del arte actual, tales como los responsables de los
departamentos de arte en instituciones públicas y
privadas, los curadores al servicio de las grandes ga­
lerías, los conservadores y los historiadores del arte,
la producción artística contemporánea constituye un
elemento esencial en la elaboración de una política
cultural en todas sus dimensiones económicas y pa­
trimoniales, no sólo en el plano nacional sino, cada
vez más, a escala internacional.
De este modo, en Francia, el Fondo Nacional del
Arte Contemporáneo (FNAC) dispone actualmente
de unas 80.000 obras, adquiridas gracias a los pedi­
dos y las compras del Estado a artistas en actividad,
de todas las nacionalidades, en los diferentes cam­
pos de la expresión artística: artes visuales, design,
artes decorativas. De la totalidad de obras adquiri­
das cada año, un tercio corresponde a artistas fran­

68
La q u erella d el a r t e co ntem po ráneo

ceses.5 Luego de 2001 se incorporaron trabajos del


videoasta Pierre Huyghe,6 de la artista plástica Si-
mone Decker7 y de los designers Ronan y Erw an
Bouroullec,8 obras que se codeaban con las realiza­
ciones más antiguas, tales como las de Marina Abra-
movic9 o Daniel Burén.
La referencia a estos artistas, muy notorios en la
escena internacional, no es útil, empero, a los efectos
de ofrecer una definición precisa, cualitativa, del ar­
te contemporáneo. La notoriedad de la que gozan ta ­
les artistas, todavía activos hoy, la han adquirido en
un mundo del arte constituido por expertos, conser­
vadores, críticos e historiadores del arte contempo­
ráneo, galeristas experimentados, coleccionistas in­
teresados y periodistas especializados. En ese uni­
verso, relativamente cerrado, el conocimiento y la ido­
neidad son de rigor. Aun cuando los criterios de se­
lección escapan al profano, nada permite, a priori,
sospechar de su confiabilidad o de su capacidad para
seleccionar obras de calidad. El reconocimiento in­
ternacional y la inserción en los circuitos del merca­
do del arte parecen dar testimonio suficiente de la
calidad artística de las obras, sin que sean necesa­
rias, a posteriori, laboriosas discusiones estéticas
acerca de la legitimidad de ese reconocimiento. Pero
en esto —como lo veremos— radica el problema.
Antes que responder a una definición precisa, el
arte contemporáneo se caracteriza, aquí, por cierto
número de parámetros, a fin de cuentas variables, y
a veces de manera negativa, por exclusión. Así, como
se ha dicho, no abarca la totalidad de las obras pro­
ducidas hoy, en el momento en que escribo estas lí­
neas. No todo el arte contemporáneo es, pues, con­
temporáneo. Los «cromos», los cuadros realizados
por «pintores domingueros» —figurativos o abstrac­

69
M arc J im e n e z

tos—, no entran, por ejemplo, en esta categoría, más


allá de las emociones estéticas que su calidad plásti­
ca pueda suscitar en los espectadores.

¿Modernos o contemporáneos?

También cabe decir que no todos los artistas hoy


en actividad son considerados necesariamente con­
temporáneos, dado que sus obras mantienen una re­
lación formal, estilística o técnica con el pasado, in­
cluido el reciente.
Pierre Soulages (nacido en 1919), el pintor de los
cuadros monopigmentarios, en los que predomina el
negro colocado sobre la tela a pincelazos, a golpes de
rascador o de espátula, puede ser ubicado, sin duda,
en una retrospectiva de arte moderno, por ejemplo,
junto a Malevitch o a Mondrian, pero no en una ex­
posición de arte contemporáneo. Se comprobará que
esas obras pictóricas se vinculan, con mucha o dema­
siada evidencia, a ciertas grandes corrientes del arte
del siglo XX: tachismo, expresionismo abstracto,
arte informal, arte minimalista, monocromo, aun­
que en verdad no se reduzcan a ninguna de ellas. Por
el contrario, sus vitrales realizados en 1994 en la
iglesia abacial de Sainte-Foy de Conques han de con­
siderarse correspondientes al arte contemporáneo.
En el caso de otros artistas, la situación puede ser
más delicada aún.
Román Opalka (1931) desarrolla desde 1965 una
obra rigurosa y bastante exigente: sobre telas blan­
cas de formato idéntico, 196 x 135 cm, alinea con el
pincel la serie aritmética de números, agregando ca­
da vez un 1% de blanco suplementario al negro ini­

70
La q u erella d el a r te co ntem po ráneo

cial. Terminará necesariamente —¿pero cuándo?—


pintando blanco sobre blanco. El propio artista sitúa
ese trabajo original, sin precursor inmediato identi-
ficable,10 en las huellas del arte minimalista y, por
ende, del arte moderno. Pero también son posibles
otras connotaciones modernistas. ¿Cómo no pensar,
en efecto, ante ese rechazo de toda figuración, en el
famoso Cuadrado blanco sobre fondo blanco, de Ma-
levitch (1918), horizonte monocromo hacia el que
tiende, asintóticamente, la serie de los Detalles?11
Sin embargo, ciertas particularidades subrayan
el carácter contemporáneo de esta práctica plástica
que no se limita a la pintura. La participación de lo
corporal, las fotos del rostro del artista, el empleo de
la voz que desde 1968 dicta los números a medida
que van siendo inscriptos en la tela, el registro mag­
nético, son otros tantos elementos que también per­
miten calificar a esta obra inacabada e inacabable de
«performance», e inscribirla en la contemporaneidad
artística.
El criterio cronológico al que es frecuente referir­
se para definir el arte contemporáneo resulta, pues,
poco confiable si se lo aplica individualmente a los
creadores. Y a nadie se le ocurriría suponer que, por
una especie de prodigio fáustico, artistas como Sou-
lages y Opalka puedan «rejuvenecer» al cabo del
tiempo, pasando de la época moderna a la época con­
temporánea.
Ese criterio puede parecer también falible en el
plano histórico, debido a la interferencia de las co­
rrientes y los movimientos artísticos, que desafían
cualquier periodización estricta. Pero esta, a pesar
de su carácter peligroso, rápidamente se muestra in­
dispensable para comprender la génesis del arte con­
temporáneo.

71
M arc J im e n e z

N otas
1Arthur Danto, «Greenberg, le grand récit du modernismo et
la critique d’a rt essentialiste», Les Cahiers du Musée d ’A rt Mo-
derne, n° 45/46, 1993, pág. 19.
2 Al respecto, cf. sobre todo Catherine Millet, L’art contempo­
rain en France, París: Flammarion, 1987; Denys Riout, Qu’est-
ce que Vart moderne?, París: Gallimard, col. «Folio essais», n°
371,2000; Lionel Richard, Uaventure de Vart contemporain, Pa­
rís: Éd. du Chéne, 2002.
3 Véase, infra, págs. 139-40.
4 L’artiste, l’institution et le marché, París: Flammarion, 1992;
reed. col. «Champs», 1997.
5 En 2001, por ejemplo, ingresaron a la colección 726 obras de
274 artistas. De estos 274 artistas, 102 eran franceses, 25 nor­
team ericanos, 24 alem anes y 18 británicos (fuente: base de
datos de las adquisiciones del FNAC 2000-2001, que se puede
consultar por Internet).
6 Véase, infra, págs. 169-70.
7 Nacida en 1968, Simone Decker siembra los lugares donde
expone, a veces la propia calle, con fotografías en trompe-Voeil,
8 Nacidos, respectivamente, en 1971 y 1976, Ronan y Erwan
Bouroullec crean formas despojadas, sobrias, minimalistas, ins­
piradas en la estética nipona.
9 Véase, infra, pág. 283.
10 Debe evitarse cualquier acercamiento abusivo con las se­
ries de cifras y letras cuidadosamente caligrafiadas por Hein-
rich Josef Grebing, afectado de esquizofrenia y asesinado por
los médicos nazis en 1940 (Heidelberg, colección Prinzhorn).
11 Nombre que el artista les da a sus cuadros.

72
IV. La década del sesenta:
la explosión artística

Para numerosos especialistas, el arte contempo­


ráneo dio comienzo después de la Segunda Guerra
Mundial, en 1946. No sin legitimidad, se puede ha­
cer valer el desarrollo económico y tecnológico que
desembocó, tres décadas más tarde, en la sociedad
de consumo y ejerció una innegable influencia en el
arte y la cultura. ¿Acaso el economista Jean Fouras-
tié no calificó de «gloriosos» a los treinta años de cre­
cimiento que le permitieron a Francia, y también a
la Europa de las naciones industrializadas, pasar de
la «vida vegetativa tradicional» a los «tipos de vida
contemporáneos»?1
Sin embargo, es necesario un punto de referencia
más preciso en la historia de las artes, y el año 1960,
seguido de una década pautada por la incesante y rá­
pida aparición de nuevas corrientes, fue el que m ar­
có, sin duda alguna, el comienzo de una etapa decisi­
va en la génesis del arte contemporáneo.

Contra el expresionismo abstracto:


un nuevo realismo

Fue 1960, precisamente, el año de las Antropome­


trías de Yves Klein (1928-1962). El 9 de marzo, en la

73
M arc J jm e n e z

Galería Internacional de Arte Contemporáneo de la


rué Saint-Honoré, en París, el artista celebraba una
especie de ritual en cuyo transcurso tres jóvenes des­
nudas —mujeres-pinceles— adherían o arrastraban
sus cuerpos untados en pintura azul sobre grandes
hojas blancas. El 17 de marzo, el Museo de Arte Mo­
derno (MoMA) le proponía a Jean Tinguely (1925-
1991) realizar su máquina autodestructiva, Home­
naje a Nueva York, En el jardín del museo, quinien­
tas personas asistían a la destrucción de una escul­
tura compuesta por objetos heteróclitos, aparatos de
radio, carritos, ruedas de bicicleta, trozos de chata­
rra y un piano, todos los cuales debían ser cortados
por la mitad por dos «métamatics», El 16 de abril, en
Milán, el escritor y crítico de arte Pierre Restany pu­
blicaba el Primer manifiesto del Nuevo Realismo.
Escribía: «Asistimos hoy al agotamiento y a la escle­
rosis de todos los vocabularios establecidos, de todos
los lenguajes, de todos los estilos. A esta carencia
[.. .1 de medios tradicionales se enfrentan aventuras
individuales aún dispersas por Europa y América,
pero que tienden, todas ellas [.,.] a definir las bases
normativas de una nueva expresividad».
Y Restany aclaraba: «La pintura de caballete (así
como cualquier otro medio de expresión clásico en el
campo de la pintura o de la escultura) ya tuvo su épo­
ca. Sin embargo, en este momento vive los últimos
instantes, todavía sublimes a veces, de un prolonga­
do monopolio».2
La misma argumentación es retomada en mayo
de 1961, de modo más radical y virulento, en el Se­
gundo manifiesto'. «Asistimos en la actualidad a un
generalizado fenómeno de agotamiento y esclerosis
en todos los vocabularios establecidos: con algunas
excepciones, cada vez más escasas, únicamente se

74
La q u erella d el a r te contem poráneo

ven inútiles repeticiones estilísticas y academicis­


mos viciados».
A la creencia en la «eterna inmanencia de los gé­
neros supuestamente nobles y de la pintura», Resta-
ny oponía la apropiación de la realidad cotidiana por
los artistas, y hacía explícita referencia a las obras
de los colegas que lo seguían en esa empresa, Yves
Klein, Jean Tinguely, Raymond Hains (1926), Arman
(1928),3 Fran^ois Dufréne (1930) y Jacques Villeglé
(1926): «La sociología acude en ayuda de la concien­
cia y del azar, ya sea en el nivel de la chatarra com­
pactada, de la selección o de la laceración del afiche,
del aspecto de un objeto, de los desperdicios domés­
ticos o de salón, del desencadenamiento de la acti­
vidad mecánica, de la difusión de la sensibilidad.. .».4
La acción colectiva del grupo de los nuevos realis­
tas resultó breve —tres años, según lo reconoció su
fundador—, pero su influencia en el clima artístico
de la década del setenta, especialmente en Francia,
fue considerable. En efecto, si bien el Nuevo Realis­
mo expresaba una reacción de rechazo frente a la
abstracción y al expresionismo norteamericano se­
mejante al del pop art y la escuela de Nueva York, se
despegaba decididamente del movimiento que se
desarrollaba al otro lado del Atlántico. A partir de
1962, Restany ya insistía en las diferencias —las
«discrepancias»— entre Nueva York y París. Mien­
tras que los neodadaístas norteamericanos predica­
ban una especie de «fetichismo moderno del objeto» y
totemizaban «el Buick, la Coca-Cola o la lata de con­
serva», los nuevos realistas asumían más directa­
mente la apropiación en bruto de la realidad cotidia­
na. Los primeros se hundían en el exhibicionismo y
en la estetización de lo real —Restany apuntaba en
particular contra Andy Warhol y Robert Rauschen-

75
M arc J im e n e z

berg—, y los segundos no cedían a la magia del obje­


to, no celebraban un nuevo culto. Reivindicaban la
necesidad de aire, expresaban la «frescura de la re­
novación» con la ironía, el humor o la burla, tal como
Daniel Spoerri con sus «cuadros-trampas» —petrifi­
cación de restos de comida, platos, cubiertos, inclui­
do el pan—, o Arman y sus Canastos de basura, o Vi-
lleglé y sus afiches desgarrados, los Dessous.

Marcel Duchamp «asesinado»

El asesinato simbólico de Marcel Duchamp, per­


petrado en septiembre de 1965 por Gilíes Aillaud
(1928), Eduardo Arroyo (1937) y Antonio Recalcati
(1938), tres pintores pertenecientes a la Nueva Figu­
ración, se muestra como un paréntesis en el cuestio-
namiento del medio pictórico tradicional. Ocho telas
expuestas en París, tituladas Vivir y dejar morir, o el
fin trágico de Marcel Duchamp, provocaban un es­
cándalo. Tal como en el argumento de una historieta,
la primera tela representaba el famoso Desnudo ba­
jando la escalera; luego, Duchamp subía los escalo­
nes de una «verdadera escalera»; después se lo veía
maltrecho; el cuarto cuadro mostraba el orinal; en el
sexto, Duchamp era arrojado escaleras abajo; último
cuadro: exequias oficiales.
Era, sin duda, una fuerte embestida contra quien
—todavía vivo— era considerado por los pintores
uno de los hipócritas defensores de la cultura bur­
guesa y capitalista. Bautizado como «figuración na­
rrativa» por el crítico de arte Gérald Gassiot-Talabot
en 1964, el grupo reunía, asimismo, a artistas como
Valerio Adami (1935), Erró (1932), Gérard Froman-

76
La q u erella d el ar te co ntem poráneo *

ger (1939), P eter Klasen (1935), Jacques Monory


(1934), B em ard Rancillac (1931) y Hervé Téléma-
que (1937). Esos artistas no vacilaban en utilizar el
cuadro «clásico» —tela y bastidor— y dibujaban se­
gún la más pura tradición iconográfica. Se trataba
de denunciar lo que era percibido como una desas­
trosa huida hacia adelante —sí así puede decirse—
de las vanguardias, y de condenar las proclamas y
los eslóganes en favor de un antiarte o de un no-arte,
uno y otro demasiado bien acogidos en los sitios ins­
titucionales. En 1962, Duchamp había procurado,
por cierto, rehabilitarse, al declarar ante Hans Rich-
ter: «Ese neo-Dadá que ahora se llama Nuevo Realis­
mo, pop art, m ontaje.. es una distracción barata
que vive de lo que hizo Dada, Cuando descubrí los
ready-made, esperaba desalentar ese carnaval de es­
teticismo. Pero los neodadaístas encuentran un va­
lor estético en los ready-made. Les arrojé el portabo­
tellas y el orinal por la cabeza como una provocación,
y de pronto ocurre que ahora admiran la belleza en
esos objetos».
De todos modos, podía tratarse de una última pi­
cardía propia de un hábil estratega, convertido en
maestro, como lo fue en el ajedrez, en el arte de per­
turbar el juego del adversario. Dijera lo que dijese
Duchamp, ¿su equivocación no había consistido en
poner su firma en objetos ya fabricados, mas no para
burlarse ni para condenar al capitalismo burgués,
sino para celebrar la sociedad de consumo agregan­
do al sistema de los objetos cosas banales bautizadas
como «obras de arte»?
Reivindicar un cambio de estatuto del arte en la
sociedad mercantil, salir de las galerías, fortalecer el
contacto con el público, denunciar el mercado del ar­
te: tales eran, en esa época, las intenciones del Gru­

77
M arc J im e n e z

po de Investigación en Arte Visual (GRAV), que reu­


nía a Horacio García Rossi (1929), Julio Le Pare
(1928), Frangois Morellet (1926), Francisco Sobrino
(1932), Joél Stein (1926) y Jean-Pierre Yvaral (1934-
2002). En abril de 1966, el GRAV salía a la calle, in­
terrogaba a los transeúntes, les pedía que manipu­
laran, desarmaran y volvieran a armar diversos ob­
jetos, con la finalidad de «interesar al espectador»,
sacarlo de sus inhibiciones, invitarlo a participar y
desmitificar la institución museística.

«No somos pintores»: BMPT

Tres años después del simulacro del fin trágico de


Marcel Duchamp, cuatro artistas presentaban sus
obras en el XVII Salón de la Joven Pintura: Daniel
Burén (1938), Olivier Mosset (1944), Michel Par-
mentier (1938-2000) y Niele Toroni (1937). El grupo
BMPT (sigla formada con la inicial de cada uno de
los apellidos) organizó cuatro Manifestaciones en
1967 y desde el comienzo declaró: «No somos pinto­
res», si por «pintores» se entendía a los que pintaban
flores, mujeres, temas sobre el erotismo, sobre el psi­
coanálisis y —contexto obliga— sobre la guerra de
Vietnam. Los artistas reivindicaban el anonimato de
la obra, el rechazo al tema y a la figura, y la renuncia
a cualquier función de distracción o emocional de la
pintura. Predicaban la repetición de los motivos; por
ejemplo, franjas verticales, rojas y blancas, en el caso
de Burén, u horizontales, alternadamente grises y
blancas, en Parmentier; un círculo sobre fondo blan­
co en Mosset, y huellas de pinceladas azules sobre
fondo blanco en Toroni. También declaraban que la

78
La q u erella d el a r te co ntem po ráneo

pintura se reducía a su propia materialidad. No se


trataba de seducir al público, ni de practicar el ilusio-
nismo o jugar con la sensibilidad, sino de incitar al
espectador a que reflexionara sobre las relaciones
anteriores y actuales del arte con la realidad.

Pintura> pintura: Soportes ¡Superficies

Lo que en el grupo BMPT pertenecía al orden de


la negación —a saber: «pintar sin ser pintores»—, en
él grupo Soporte(s)/Superficie(s) adoptaba la forma
afirmativa con un matiz. No, la pintura no estaba
muerta, pero el objeto de la pintura era la propia pin­
tura. La primera exposición se remonta a 1970, y en
ella se presentaron obras de Vincent Bioulés (1938)
—quien creó el nombre «soporte/superficie»—, Marc
Devade (1943-1983), Daniel Dezeuze (1942), Patrick
Saytour (1935), André Valensi (1947) y Claude Via-
llat (1936).
Mientras que Jackson Pollock (1912-1956) deste­
rraba el pincel y el caballete y prefería pintar directa­
mente sobre el piso, y Simón Hantai (1922) adoptaba
el plegado y el desplegado de la tela como método,
Soportes/Superficies conservaba el cuadro, pero po­
nía el acento en la materialidad de los componentes
que lo constituían, antes que en la figura o en el te­
ma representado. La tela podía ser separada del cua­
dro y convertirse en un material maleable, por ejem­
plo en Claude Viallat. Daniel Dezeuze, por su parte,
privilegiaba los bastidores que modulaba como casi­
llas o cuadrículas que se desplegaban en el espacio.
El contexto intelectual y político de la época influ­
yó en la trayectoria de estos artistas. Muchos se mos­

79
M arc J im e n e z

traban sensibles a la crítica del capitalismo formu­


lada por Louis Althusser, así como a sus posiciones
sobre la práctica teórica y el materialismo dialéctico.
El filósofo Jacques Derrida, que comenzaba a «de-
construir» el logocentrismo occidental y a denunciar
la primacía de la palabra sobre lo escrito, participó,
junto con Julia Kristeva, Roland Barthes, Philippe
Sollers y Michel Foucault, en la revista Tel Quel. Es­
ta publicación, codirigida por Marcelin Pleynet, se
mostraba decididamente comprometida en el cami­
no de la subversión poética y artística. Se trataba na­
da menos que de rehabilitar la función revoluciona­
ria de la escritura.
Innumerables obras plásticas producidas en esa
época nacían de una reflexión teórica intensa, con el
marxismo, el psicoanálisis y la filosofía como telón
de fondo, y tenían como objetivo term inar con una
tradición artística y literaria considerada conserva­
dora, si no reaccionaria.

Un arte militante

Preocupaciones y temas varios, similares si no co­


munes, permiten vincular entre sí a estas últimas
vanguardias de la modernidad: Nuevo Realismo, Fi­
guración Narrativa, GRAV, BMPT y Soportes/Super­
ficies.
El retorno a la figuración, antes que la apropia­
ción de lo real, a la que eran tan afectos los nuevos
realistas, pretendía desenmascarar las diversas for­
mas de manipulación y de represión ideológica gene­
radas por la sociedad de consumo. Se trataba de re­
presentar la realidad social para sentar las bases de
80
La querella d el ar te contem poráneo

ana interpretación crítica de su funcionamiento. En


ese plano, y fuera de las diferencias en los procedi­
mientos utilizados, el espíritu rebelde y contestata­
rio de la Figuración Narrativa, también él ávido de
libertad, no se hallaba totalmente en las antípodas
del que animaba al Nuevo Realismo.
El GRAV quería eliminar la distancia entre el ar­
te y el público, produciendo obras a menudo seducto­
ras, a veces lúdicas, capaces de hacer reaccionar al
espectador tanto física como psicológica e intelec­
tualmente.
El BMPT procuraba romper con las trivialidades
de la estética idealista y romántica acerca del mito
del artista creador e inspirado, y prefería practicar
una pintura austera, hasta un cierto «grado cero de
la pintura», un grado cero de la forma y del color, lo
cual era una manera de hacer tabula rasa con todas
las convenciones pictóricas.
Soportes/Superficies exigía una ascesis por cierto
más rigurosa aún, pues se trataba de desnudar la
pintura, de modo de disecar su forma de funciona­
miento en el propio seno de la cultura occidental.
En distintos grados, todas estas tendencias ha­
cían alarde de una militancia política y social en sin­
tonía con el clima ideológico europeo, y como reac­
ción, a veces intensa, ante la preponderancia nor­
teamericana, el pop art, el arte conceptual, y —como
se ha visto— contra Marcel Duchamp.
De todos modos, es preciso rendirse ante la evi­
dencia: el programado «asesinato» del autor de los
ready-made fracasó por completo. Dadá y Duchamp
resistieron los intentos de eliminación y reaparecie­
ron cuando menos se los esperaba.

81
M arc J im e n e z

Minimalismo posduchampiano

En la década del sesenta, Frank Stella (1936) co­


menzaba a exponer en Estados Unidos una serie de
Pinturas negras con formas geométricas- Se trataba,
por cierto, de cuadros, si bien tenían formas no con­
vencionales: en T, en trapecio o en zigzag. E ra tam ­
bién una reacción contra el expresionismo abstracto,
pero ya entonces Stella abría el camino al arte mini­
m alista, junto a Robert Morris (1931), Cari Andre
(1935), Sol LeWitt (1928) y Richard Serra (1939).
Para indignación del medio artístico francés en
particular y del europeo en general, irritados por la
reciente supremacía de Estados Unidos, en 1964 el
premio de la Bienal de Venecia fue otorgado a Robert
Rauschenberg (1925). A través de ese artista, colabo­
rador de Merce Cunningham y John Cage, disidente
del expresionismo abstracto en favor del pop art, la
Bienal consagraba al más reciente movimiento de
vanguardia norteamericano. Al utilizar objetos in­
dustriales de formas geométricas simples y depura­
das, expuestos sin artificios —en la indiferencia—, el
minimalismo expresaba asimismo su rechazo de la
pintura «retiniana». Piezas como las esculturas de
Ibny Smith (1912-1980) —por ejemplo, un volumi­
noso cubo de metal herrumbrado—, o bien las gran­
des figuras metálicas de Richard Serra tituladas
Obras, no expresaban emoción alguna, ningún ras­
tro de la subjetividad de su autor. Esos objetos, sin
interés de por sí, valían en esencia por su entorno,
por el lugar de exposición. Las realizaciones de Cari
Andre eran también representativas de este enfo­
que. En 1967 yuxtapuso sobre el piso diez placas de
acero (10 Steel row: 300 x 60 x 1 mm), que según él re­
producían en forma horizontal la Columna sin fin ,

82
La q u erella d el a r te co ntem po ráneo

de Brancusi.5 El material estaba preparado de ma­


nera industrial; no había sido trabajado en modo al­
guno por el artista, ni tampoco el espacio en el cual
había instalado la obra.
Jean-Jacques Lebel, autor en 1965 de la primera
antología poética de la Beat Generation, importa el
happening a Europa a principios de los años sesenta.
En el espíritu de Duchamp, y pronto en el de Fluxus,
organizó «laboratorios del arte futuro», montajes de
distintos modos de expresión: artes plásticas, teatro,
poesía, action painting, música, danza y cine. El hap­
pening se definía como un acontecimiento efímero y
una manifestación reactiva, política e ideológica­
mente comprometida contra la guerra o el racismo.
A pesar de sus enfoques diferentes por completo,
incluso opuestos, el minimalismo y el happening
confirmaban cierto número de tendencias artísticas
dominantes hacia fines de la década del sesenta. El
artista se despersonalizaba y de alguna manera se
retiraba tras el material en bruto, negándose así a la
autocelebración del creador. Elementos tradicional­
mente considerados ajenos a la obra se convertían en
componentes indispensables del acto artístico, ya se
tratase del medio que lo rodeaba o del propio público,
que era invitado a participar física o intelectualmen­
te en el espectáculo y en la acción que se le proponía.
El minimalismo descalificaba, si se permite la ex­
presión, al objeto artístico en cuanto tal. Lo despoja­
ba de la mayoría de sus cualidades tradicionales,
que lo definían clásicamente como obra de arte. A lo
sumo conservaba, en una forma rudim entaria, la
función expresiva y representativa del arte. Aveces
se limitaba a instalar, exponer o simplemente colo­
car en un lugar cualquiera una placa o un cubo me­
tálico. Bastaba con dar un paso más en esa des-este-

83
M arc J im e n e z

tización, que afectaba tanto al concepto de obra como


a la noción de arte, para desembocar en la supresión
lisa y llana de la propia obra de arte. De ese arte y de
esa obra sólo subsistía entonces la idea del arte o,
más precisamente, según la muy conocida fórmula
de Joseph Kosuth (1945), «el arte como idea como
idea» {«art as idea as idea»).

El arte reducido a su concepto

En su ensayo Uart aprés la philosophie,6 que él


mismo presentaba como una reflexión sobre la he­
rencia de Marcel Duchamp, Kosuth explicitaba esa
formulación tautológica. Según él, la evolución del
arte occidental obligaba a este a interrogarse acerca
de su propia naturaleza. El arte no podía seguir exis­
tiendo si no se diferenciaba radicalmente de las de­
más actividades humanas. No se reducía a la diver­
sión, ni a la decoración, ni a ninguna otra actividad
humana útil. No era asimilable a la religión ni a la fi­
losofía. No existía más que por sí mismo: «El arte no
reivindica sino al arte. El arte es una definición del
arte». Esto no significaba que el arte se redujera úni­
camente a un concepto, sino tan sólo que era un pre­
texto para una reflexión, para una conceptualiza-
ción, para una actividad especulativa que prevalecía
sobre los objetos materiales presentados al público.
En 1965, en una instalación a menudo citada como
ejemplo, Una y tres sillas, Kosuth exponía una silla,
la fotografía del objeto y la definición de la palabra
«silla» tomada de un diccionario. Poco importaban el
aspecto y el material de la silla, la calidad estética de
la toma fotográfica o el lugar. Tampoco se trataba de

84
La q u erella d el a r t e co ntem po ráneo

transm itir un mensaje ni de generar una emoción.


Lo que prevalecía allí, fuera de toda referencia a un
código artístico preestablecido o a la historia del ar­
te, era la interrogación que el dispositivo, en parte
lingüístico, sugería a propósito de la propia defini­
ción del arte. En ese mismo año, Joseph Kosuth ad­
quirió Ubicación, una de las primeras obras concep­
tuales del pintor de origen japonés On Kawara.
Desde hacía cerca de cuarenta años, el artista On
Kawara (1932) pintaba en blanco sobre fondo mono­
cromo, según un procedimiento siempre idéntico, la
fecha de cada día que transcurría. El enfoque recor­
daba al de Román Opalka, pero el concepto era dife­
rente. El formato y el color del soporte podían cam­
biar de un cuadro a otro. Un cuadro no terminado
antes de la medianoche era destruido (.Pinturas de
fechas, «Serie de hoy»). On Kawara transcribía tam ­
bién tablas de coordenadas geográficas; por ejemplo,
31° de latitud norte y 8o de longitud este. Cada cua­
dro era conservado en una caja de cartón. En la parte
interior de la tapa, un recorte de diario mostraba la
fecha y el lugar de la realización.7

Un arte «pobre»

En ese contexto de desmaterialización del arte


aparece el Arfe povera, nombre dado por el crítico de
arte Germano Celant a un movimiento que suele
emparentarse, a menudo en forma algo apresurada,
con el arte conceptual. La primera manifestación de
ese movimiento tuvo lugar en 1967, en Génova.8 De­
liberadamente provocador, el Arte povera rechazaba
la noción tradicional de cultura. En la línea de Du-

85
M arc J im e n e z

champ y de los nuevos realistas, se proponía elevar


la banalidad y el lugar común a la categoría de obra
de arte. Celant calcó la expresión «arte pobre» de la
de «teatro pobre», empleada por el director polaco
Jerzy Grotowsky (1933-1999).9
Para Grotowski, la idea consistía en promover un
teatro alternativo, políticamente comprometido, que
involucraba a los espectadores mediante una trans­
formación radical de la puesta en escena. «Pobre» no
significaba indigencia de medios, sino reducción de
la experiencia estética entre el actor y el público a lo
esencial; por ejemplo, suprimiendo el vestuario, el
maquillaje, la iluminación, y utilizando de m anera
intensiva la expresión corporal de los actores.
AI partir de la idea de que era la época de la «des­
cultura», el Arte povera insistía asimismo en la pre­
sencia física del sujeto —del artista— y del objeto,
pero «degradando las cosas al máximo, empobrecien­
do los signos para reducirlos a su propia dimensión
arquetípica», según las palabras de Celant. La «des-
culturación» del arte, en reacción contra las corrien­
tes más sofisticadas, vinculadas a las tecnologías,
como el op art, suponía un contacto más inmediato
con la naturaleza bruta, ya se tratara de animales,
de vegetales o de la piedra, el carbón y la tierra. Así,
en 1968, durante la guerra de Vietnam, Mario Merz
(1925-2003) realizaba el Iglú de Giap. Construido en
vidrio, tierra y plomo, el pequeño edificio presentaba
una inscripción de neón que reproducía la frase de
un célebre general norvietnamita: «Si el enemigo se
concentra, pierde terreno. Si se dispersa, pierde la
fuerza». El iglú sería utilizado de nuevo en 1969, en
Roma, en una instalación compuesta por un Simca
1000, atravesado por un tubo de neón, ramaje y pa­
quetes de vidrios apilados.

86
La querella d el ar te contem poráneo

La instalación (¡la escultura!) realizada por Gio-


vanni Anselmo (1934) en 1968 consistía en un ines­
perado montaje. La Estructura que come estaba com­
puesta, en efecto, por dos bloques de granito y una le­
chuga, lo que era pretexto para una reflexión acerca
de las relaciones entré la naturaleza y la cultura, en­
tre un material sólido y permanente y un producto
eminentemente perecedero.
Giuseppe Penone (1947), escultor, dibujante y fo­
tógrafo, exploraba en grandes instalaciones las rela­
ciones entre el hombre y la naturaleza. En la prose­
cución de un proyecto elaborado en la década del se­
senta —«Repetir el bosque»—, despojaba a los árbo­
les de su corteza hasta llegar al corazón, como una
manera de regresar a las formas embrionarias de la
naturaleza.10

Esculpir la naturaleza

Desde aquella época, la preeminencia del concep­


to, de la idea o del proyecto dio lugar, asimismo, a ac­
ciones espectaculares que revelaban, de modo más
directo que el minimalismo o el arte pobre en su mo­
mento, un creciente interés por la naturaleza. A par­
tir de 1968, las realizaciones del LandA rt ponían de
manifiesto claramente una toma de conciencia eco­
lógica. Ya no se trataba de producir objetos destina­
dos a ser expuestos en las galerías o en los museos,
sino de intervenir, de manera directa y muy a menu­
do efímera, en el paisaje natural. Sin embargo, tam ­
poco era cuestión de desfigurar la naturaleza, ni de
modelarla definitivamente, ni menos aún de explo­
tarla.

87
M arc J im e n e z

Walter De Maria (1935), artista norteamericano


a quien se debe la expresión «land art» —también
llamado «earth art» («arte de la tierra» o «arte de la
naturaleza»)—, llegó a proponer obras desprovistas
de todo significado y a veces invisibles.11 Esto no le
impidió excavar dos trincheras de más de 1.600 m de
longitud y cerca de 2,50 m de ancho en el desierto de
Nevada. Otras «esculturas» monumentales, denomi­
nadas «Earth Works», se inscribían de manera espec­
tacular en el paisaje. Lawrence Weiner (1942) exca­
vó cráteres por medio de explosiones con TNT en Ca­
lifornia. Robert Smithson (1938-1966) «dibujó» su gi­
gantesca y famosa Espiral Jetty (1970), en el Gran
Lago Salado, utilizando bloques de rocas negras y
cristales de sal.12

El «cuerpo» político

Otra naturaleza, la del cuerpo humano, fue la que


exploraron y trabajaron como si fuera un material
los artistas del body art y del arte corporal, a partir
de la década del sesenta. En esa época, Yves Klein
utilizaba «mujeres-pinceles» y Joseph Beuys inten­
taba anclar el arte en la vida cotidiana. Tanto uno
como el otro terminaron instalando sus obras en los
museos.
Los «accionistas» vieneses, por su parte, rechaza­
ban esa forma de recuperación. Intervenían directa­
mente, de manera espectacular, en la vida de todos
los días, y participaban en rituales sangrientos, es-
catológicos o sexuales en público. Uno de los artistas
«accionistas» más virulentos y controvertidos, junto
con Günther Brus (1938), Hermann Nitsch (1938) y

88
La q u erella d el a r te contem poráneo

Rudolf Schwartzkogler (1940-1969), fue sin ninguna


duda Otto Muehl (1925).13
Pintor influido en sus orígenes por el cubismo, el
expresionismo abstracto y el action painting, Otto
Muehl elaboró durante la década del sesenta una
«estética destructiva» que puso en práctica por cuen­
ta propia. Destruía los cuadros, desgarrándolos has­
ta reducirlos a pedazos. Ese proceso de aniquila­
miento simbólico apuntaba más allá del arte. Tenía
por objetivo la destrucción o, al menos, la transgre­
sión de los tabúes sociales, éticos y espirituales que
levantaba hipócritamente una sociedad pretendida-
mente civilizada, capaz y culpable de todas las atro­
cidades. Entre 1965 y 1966, las «acciones m ateria­
les» brutales y a veces sangrientas se multiplicaron.
Escandalizaban a Austria. Inglaterra las descubría
con entusiasmo. Las puestas en escena eran particu­
larmente provocativas. Bien podían consistir en un
cuerpo femenino desnudo, cubierto de inmundicias,
o en una joven que tocaba serenamente el violoncelo
mientras los actores degollaban una gallina. Sensi­
bilidad, coreografía presentada en 1994 en París du­
rante una retrospectiva que mostraba fotografías,
filmes y dibujos sobre el «accionismo» vienés, ponía
en escena un juego erótico entre una mujer, dos acto­
res y una gansa, palmípedo que era víctima de un ri­
tual sangriento.
Lectores y a veces adeptos de Marx, Freud y Wil-
helm Reich, los «accionistas» vieneses llevaban has­
ta el paroxismo las formas diversas de impugnación
de su época en favor de la liberación de las mujeres,
la sexualidad y las minorías. En Austria, patria del
Führer, esas reivindicaciones violentas apuntaban
tam bién contra los resabios fascistas que, según
ellos, pudrían a la sociedad. ¿Terminar con el traum a

89
M arc J im e n e z

posnazi? Thomas Bemhard, decepcionado y amargo,


ya no creía en el poder de la literatura ni del teatro
para borrarlo. Por su parte, los «accionistas» aún es­
peraban provocar, mediante acciones ultrajantes y
blasfemas —orinar y defecar sobre la bandera aus­
tríaca—, el shock salvador del «desaburguesamien­
to» y la desnazificación.

Un arte anclado en lo real

¿Qué imagen se tiene hoy de esta década de los


sesenta, agitada y efervescente, y —es preciso confe­
sarlo con la perspectiva del tiempo— un poco desor­
denada?
Duchamp murió en 1968. Desde hace dos años,
sus ready-made se reconstruyen y las copias circu­
lan, algunas de ellas firmadas. Son escasos los movi­
mientos, las corrientes, incluso las simples tenden­
cias, que pudieron escapar a la influencia de aquel a
quien André Bretón llamaba, no sin admiración, «el
gran perturbador».
La herencia parece inagotable, y la «resonancia
del ready-made», según la expresión pertinente de
Thierry de Duve,14 se deja oír de manera perdura­
ble, hasta el extremo de que el arte llamado «contem­
poráneo» no siempre ha terminado de explorar la ga­
laxia duchampiana.; Duchamp pensaba que uno de
los mayores peligros del artista residía en agradar al
público. Desconfiaba de la consagración, del éxito
vinculado a la propia persona del artista; se negaba,
en su caso personal, a cualquier compromiso, y nun­
ca extraía ningún beneficio financiero de sus em­
presas. Esta modestia hace aún más apabullante el

90
La q u erella d el ar te co ntem po ráneo

lugar que ocupa en el mundo del arte y en un merca­


do del arte en el cual, según su propia convicción, no
tenía un lugar. Duchamp afirmaba que la pintura no
podía ser sólo visual, y rechazaba el «estremecimien­
to retiniano». Es conocida su célebre afirmación de
que el observador hace —al menos en parte— el cua­
dro. Se suele olvidar que también estigmatizaba la
influencia del museo y la manera en que la institu­
ción terminaba por arrogarse, cada vez más, el poder
de elegir y el derecho de juzgar, hasta el extremo de
someter a un público cada vez menos reactivo.
Tras su fallecimiento, fueron muchos los que com­
partieron la sensación de que todos los caminos del
arte habían sido explorados y experimentados. Los
artistas se habían apropiado de todos los materiales
posibles e imaginables; habían empleado procedi­
mientos y medios de expresión que no estaban, con­
trariam ente a la expresión corriente, «a su disposi­
ción», en el sentido de que iban a buscarlos allí donde
el arte no los esperaba. Antes que captar lo real, ele­
gían investir la realidad de manera provocativa, in­
congruente y, para algunos, chocante. Y esos enfo­
ques que apuntaban, con mayor o menor éxito, a ocu­
par un espacio en lo real, a irrumpir en el espacio pú­
blico y en la sociedad, constituyen uno de los virajes
decisivos de la creación artística durante su pasaje
del arte moderno al arte contemporáneo.

Notas
1 Jean Fourastié, Les Trente Glorieuses ou la révolution invi­
sible de 1946 á 1975, París: Hachette, col. «Pluriel», 1998 (Ia ed.
en 1979).
2 Pierre Restany, «Premier manifeste des Nouveaux Réalis-
tes», incluido en Le Nouveau Réalisme, París: UGE, col. «10/18»,
1978, pág. 282.

91
M arc J im e n e z

3 Seudónimo de Armand Fernandez.


4 P. Restany, op. cit., pág. 283.
5 Columna de 30 m de altura, en metal fundido, erigida en
Rumania entre 1937 y 1938.
6A rt after Philosophy, I y II (1969), trad. enArt-press, n° 1, di­
ciembre de 1972-enero de 1973.
7 Más recientemente, en 1995, On Kawara publicó un portfo­
lio que contenía treinta dibujos realizados en la década del cin­
cuenta, con el título Thanatophanies, Se trataba, en efecto, de
imágenes de muertos, parecidas a máscaras mortuorias, que
mostraban cabezas de individuos deformes, víctimas de malfor­
maciones producidas por radiaciones atómicas. Ese realismo
casi fotográfico no guarda ninguna relación, por cierto, con el
arte conceptual.
8 La exposición inaugural «Arte povera - in spazio» tuvo lugar
en la galería La Bertesca.
9 Jean-Louis Pradel proponía otro origen de la denominación
«arte pobre»: la expresión provendría del Living Theatre, de Ju ­
lián Beck y Ju dith Malina. (Cf. Jean-Louis Pradel, L’art con­
temporain, París: Larousse, 2004.)
10 Véase la retrospectiva consagrada a Giuseppe Penone, en
el Centro Georges-Pompidou, entre el 21 de abril y el 23 de
agosto de 2004. La exposición mostraba las obras más recientes
del artista; en especial, esculturas de vidrio, de mármol y de
bronce, o cuadros realizados con espinas de acacia.
11 Una escultura invisible e invertida sería concebida en 1977
para la Documenta de Kassel: un pozo excavado h asta unos
1,000 m de profundidad, que atravesaba (¡sólo en parte!) la
corteza terrestre.
12 En 1976, Christo levantó una espectacular muralla de 40
km de largo, en tela de nailon, en el norte de California (Runn-
ingFence).
13 Las primeras puestas en escena de Otto Muehl se remon­
tan a 1962.
14 Thierry de Duve, Résonances du ready-made, Nimes: Jac-
queline Chambón, 1989.

92
V. La década del setenta: «Cuando las
actitudes se convierten en formas»

Con toda razón, Catherine Millet insiste en la im­


portancia que revistió, en 1969, la exposición «Cuan­
do las actitudes se convierten en formas: obras, pro­
cesos, situaciones, informaciones», organizada en
Berna por H arald Szeemann.1 En el contexto par­
ticular de los movimientos contestatarios que con­
movían a la esfera artística y cultural tradicional,
Harald Szeemann se esforzaba por desarrollar un
nuevo concepto de exposición, que tuviera en cuenta
al pasado reciente, por cierto, pero que sobre todo se
abriera hacia el futuro. Fue así como en un mismo
espacio convivieron artistas europeos y norteameri­
canos, en especial Joseph Beuys (1921-1986), Mario
Merz (1925-2003), Bruce Nauman (1941), Richard
Serra, Lawrence Weiner. Animado por la voluntad
de romper con el sistema oficial de las artes, Szee­
mann no vaciló en exponer, desde esa época, prácti­
cas artísticas que aún perduran: land art, happen-
ings, instalaciones, performances.
La exposición se presentaba como un balance de
las vanguardias que habían actuado entre los años
1960 y 1969, las cuales compartían con los «ismos»
de las décadas del veinte y del treinta el mismo deseo
de liberarse del sistema de las bellas artes y de las
convenciones. Pero el espíritu que la animaba era di­
ferente. El título de la manifestación era elocuente.

93
M arc J im e n e z

Las «actitudes» definen tanto la postura del artista


como la del curador de la exposición frente a las obras.
Ahora bien: esas actitudes son múltiples, heterogé­
neas, fuertemente individualizadas y difíciles de ca­
talogar en movimientos de contornos definidos.

Desmaterialización del arte

Esa época, la década del sesenta y comienzos de


la siguiente, es percibida a veces como la de una des­
materialización del objeto artístico.2 Y, de hecho, lo
que a partir de entonces se llama «obra de arte» no
guarda demasiada semejanza material formal con lo
que antes era denominado de esa misma manera. Es
cierto también que la herencia de Duchamp y la in­
fluencia de los diversos neodadaísmos o del arte con­
ceptual dieron lugar a una plétora de discursos, aná­
lisis, interpretaciones, ideas, proyectos, definiciones
—en suma, palabras—, en detrimento del objeto, co­
mo si la simple presentación de la obra no bastara.
Las prácticas y los procedimientos se multiplicaron e
hicieron uso de los materiales más diversos e inespe­
rados: objetos banales, desechos de la sociedad in­
dustrial, elementos naturales, cuerpos humanos y
herramientas tecnológicas.
Cuando las imágenes televisadas comenzaban a
invadir masivamente las pantallas, los artistas se
apropiaron del registro videográfico. En un principio
herram ienta de comunicación, utilizada para con­
servar y transm itir las acciones efímeras, perfor­
mances o happenings, hacia fines de la década del se­
senta el video se convirtió en una herram ienta de
creación de pleno derecho, destinado a provocar un

94
La q u erella d el a r te co ntem po ráneo

viraje en el medio televisual, e incluso a subvertirlo.


Numerosos artistas, directa o indirectamente vincu­
lados al movimiento Fluxus y el arte conceptual, se
lanzaban a la aventura del videoarte.
Wolf Vostell (1932-1998) se felicitaba por haber
sido el primer artista en integrar, en 1958, un televi­
sor en una obra de arte. En 1963, Nam June Paik
(1932) realizaba una pintura electrónica abstracta
jugando con las distorsiones de la imagen de video.
Ponía a punto un aparato —el Abe-Paik— capaz de
sintetizar el color a partir del negro y el blanco, y de
modificar instantáneamente la forma y el color de la
imagen. Dan Graham (1942) creaba una obra protei-
forme, que respondía a preocupaciones teóricas y fi­
losóficas, entrecruzando múltiples prácticas inspira­
das en performances, cine, fotografía y arquitectura.
Michael Snow (1929), pianista de jazz, pintor, escul­
tor y cineasta, exploraba a partir de 1961 las relacio­
n es espacio/tiempo, sonido/imagen, mediante filmes
que modificaban los hábitos de percepción ante la
imagen animada.

¿Desacralización o liberación del arte?

Hacia fines de la década del setenta, y pese a que


el compromiso político e ideológico se expresaba a ve­
ces con intensidad, el clima general tendía progresi­
vamente a una atenuación del vanguardismo y a un
sofocamiento de las reivindicaciones frente a las
transformaciones de la sociedad. Era sabido que las
fronteras entre las artes habían desaparecido. Se en­
tendía que todo, al margen de su carácter grandioso
o insignificante, podía convertirse en arte si un mu­

95
M arc J im e n e z

seo, una galería, el mercado, los medios de comuni­


cación, la publicidad, la moda, un crítico influyente,
a veces incluso la casualidad, decidían que así fuera.
Paradójicamente, se comprendía también que el
público, bastante más numeroso en relación con épo­
cas anteriores, tenía poco peso en estas decisiones.
Las consignas de la modernidad militante basadas
en la utopía, el compromiso político, la revolución, la
subversión —«cambiar el arte, cambiar la vida»—,
resonaban en el vacío de la era posmodema que ya
se anunciaba.
En 1972, Jean Clair, al final de su obra dedicada a
la nueva generación de artistas franceses, en la que
rendía especial homenaje a Soportes/Superficies,
efectuaba el balance de la década anterior. Tras to­
mar nota de la irreversible desacralización del arte y
del objeto artístico, destinado de allí en más a disol­
verse en la vida cotidiana, señalaba: «[...] de hecho,
la obra de arte [.. J escapa hoy a cualquier posición
definida. No es más ese objeto consagrado, dedicado
y denominado por y en el lugar donde se lo muestra:
“objeto artístico”, el cual, aunque se liberara de su
marco o de su pedestal, sólo obtendría un estatuto
privilegiado de parte del entorno particular en el que
se encuentra: colección privada, galería comercial,
museo público; pero es ese objeto que [...] también
tiende a reabsorberse, a disolverse, a incorporarse
en la pura cotidianidad».3
Sin embargo, en 1979, en el prefacio a la segunda
edición, el tono cambió. El arte tendía a disolverse en
lo cotidiano, pero no en el sentido en que lo suponía
Jean Clair. El objeto artístico ya no debía su estatuto
privilegiado sólo a la galería o al museo. Se lo debía,
sobre todo, a instancias, conservadores, expertos o
marchands dispuestos a conceptuar como «arte» tan­

96
La querella del a r te contem poráneo

to obras de valor como las cosas más insignificantes,


todas ellas víctimas del «desconcierto de los crite­
rios» y de la «nivelación de la producción artística
contemporánea».4
Ese mismo año, Pierre Restany publicaba Uautre
face de Vart,5 obra en la cual el iniciador del Nuevo
Realismo desarrollaba la sorprendente noción de
«función desviante». De esa manera designaba a las
«desviaciones funcionales, las ficciones semánticas,
la revolución de la mirada» que habían pautado la
evolución del arte a lo largo del siglo XX, en especial
a través de las obras de Duchamp y de Beuys, un Jo-
seph Beuys al que le rendía un homenaje no exento
de ambigüedad: «dibujante y montajista talentoso,
gran señor del arte pobre y maestro yoga del happen-
ing, campeón del mundo en arte de todas las catego­
rías». Según Restany, esa desviación prosigue; de­
bería llevar al arte, «liberado y liberador», a anclarse
cada vez más en la realidad, y el autor se complace
en soñar con un «panteísmo de la sensibilidad» y en
anticipar el surgimiento de un «naturalismo inte­
gral, un gigantesco catalizador y acelerador de nues­
tras facultades de sentir, de pensar y de actuar».
Escepticismo y amargura en Jean Clair ante la
nivelación de la creación artística contemporánea,
anunciadora de una degradación de los valores tra­
dicionales y de una ya previsible decadencia del arte.
Visión optimista, y sin duda algo utópica, en Pierre
Restany, referida a la expansión de la esfera artística
a todas las dimensiones de la experiencia vivida.
Esas dos posturas, diametralmente opuestas, ali­
mentan en parte, y con modalidades diferentes, el
debate de la década del noventa sobre el arte con­
temporáneo.

97
M arc J im e n e z

N otas
1 Catherine Millet, V art contemporain, París: Flammarion,
1997.
2 Cf. la obra de Lucy R. Lippard, The Dematerialization ofthe
Art Object frorn 1966 to 1972, Berkeley, Los Ángeles y Londres:
University of California Press, 1973.
3 Jean Clair, A rt en France. Une nouuelle génération, París:
Éd. du Chene, 1972, págs. 132-63.
4 Ibid., págs. 5-6.
5 Pierre Restany, L’autre face de l’art, París: Galilée, 1979.

98
Segunda parte. La declinación
de la modernidad
La heterogeneidad de la creación artística, la uti­
lización de m ateriales, formas, objetos y soportes
inéditos, las acciones que ponen enjuego la natura­
leza, el cuerpo y la tecnología, llevan necesariamente
a un radical cuestionamiento de las teorías de la mo­
dernidad y del modernismo,1tanto en el campo de la
crítica de arte como en el de la estética.
En el mismo momento en que se elaboraban de
manera coherente y sistemática dos concepciones ca­
pitales de la modernidad —la de Clement Greenberg
(1909-1994), para la crítica de arte, y la de Theodor W.
Adorno (1903-1969), para la teoría estética—, ambas
eran refutadas por la propia evolución del arte que
intentaban formalizar y sistematizar. Sorprendente­
mente —sobre todo, si se tiene en cuenta la influen­
cia posterior de esas teorías—, ni una ni la otra pare­
cen estar ya en condiciones de dar cuenta de la diver­
sidad de tendencias artísticas de las décadas del se­
senta y del setenta. Ese paradójico desfasaje merece
una explicación.

101
M arc J jm e n e z

Nota
1 La expresión «modernismo», empleada aquí a propósito de
la concepción del arte moderno en Clement Greenberg, denota
una radicalización, incluso una exacerbación, de la moderni­
dad, relativa en especial a la pureza del material y a la abstrac­
ción formal.

102
VI. Clement Greenberg y la
declinación de la crítica modernista

En 1936, el Museo de Arte Moderno de Nueva


York dedicaba una exposición al cubismo y al arte
abstracto. Al año siguiente se fundaba la asociación
American Abstract Artists. En 1939, en su artículo
«Vanguardia y kitsch», Greenberg exponía los prime­
ros elementos de su futura visión modernista de la
historia del arte. Contraponía en particular el kitsch
—cultura de la diversión, popular y comercial, pro­
ducida por la industria del capitalismo— y la van­
guardia, cultura elitista por cierto, pero cultura revo­
lucionaria que aseguraba el salvataje del arte contra
la corrupción del kitsch. Para el artista de vanguar­
dia, las artes —por ejemplo, la pintura y la música—
no tenían otra apuesta que ellas mismas, dentro de
su propio medio y con sus elementos formales especí­
ficos. Los pintores europeos constituían, al respecto,
modelos de vanguardia artística: «Picasso, Braque,
Mondrian, Kandinsky, Brancusi, incluso Klee, Ma­
tisse y Cézanne, extraen su inspiración principal­
mente del medio que utilizan. Lo que anima sus res­
pectivas artes parece radicar, en primera instancia,
en esta pura concentración en la invención y en la
planificación de espacios, superficies, formas, colo­
res, etc., excluyendo todo lo que no esté necesaria­
mente vinculado a esos factores».1
Seguramente, en aquella época había similitudes
entre la posición de Greenberg y la actitud de pensa­

103
M arc J im e n e z

dores marxistas como Walter Benjamin y Theodor


Adorno. En 1939, Benjamin ya no compartía el opti­
mismo que había expresado tres años antes en su fa­
moso ensayo sobre la obra de arte, cuando pensaba
que las técnicas de reproducción audiovisual favore­
cerían la democratización y volverían progresistas a
las masas desde el punto de vista político. Ahora se­
ñalaba el riesgo de una «atrofia de la experiencia», y
ya se preocupaba por el destino de un arte en lo suce­
sivo escindido de la tradición.2
Desde hacía ya varios años, Adorno defendía con
obstinación el arte de vanguardia, sobre todo en mú­
sica y en literatura. Sus referencias eran las mismas
que las de Greenberg: James Joyce yArnold Schón-
berg. Sin concesiones para los compositores que, co­
mo Stravinsky, renunciaban a seguir la vía schón-
berguiana —la de una racionalización progresiva del
material musical—, Adorno se entregaba a una viru­
lenta crítica de los bienes culturales producidos por
la sociedad mercantil, tales como el jazz,3 la música
popular o el cine de Hollywood.
La noción central de pureza derivaba precisa­
mente, según Greenberg, del ejemplo de la música
nueva. En «Vanguardia y kitsch», se limitaba a men­
cionar, sin definirla en verdad, la pureza del arte de
vanguardia, un arte en el cual «el contenido se debe
disolver tan completamente en la forma, que la obra
plástica o literaria no puede reducirse, ni en su tota­
lidad ni en parte, a nada que no sea ella misma».4 Al­
gunos meses después, su ensayo Toward a Newer
Laocoon definía de manera precisa las primeras ba­
ses para una teoría de la pureza dentro de los géne­
ros artísticos: «[. ..] en el curso de los últimos cin­
cuenta años, las artes de vanguardia han llegado a
una pureza y una delimitación radical de su campo

104
La q u erella d el ar te co ntem po ráneo

de acción sin parangón en la historia de la cultura.


En arte, la pureza consiste en la aceptación —acep­
tación consentida— de los límites del medio propio
de cada una de las artes».
Greenberg reformulaba por su propia cuenta la
tesis expuesta en 1766 por G. E. Lessing en su obra
Laocoon. Sur les frontiéres de la peinture et de la poé-
sie? A la doctrina del utpicturapoesis, que sostenía
la homología pintura/poesía, poesía/pintura, Less­
ing le oponía el carácter específico de cada modo de
expresión para cada arte en particular, garantizando
así la autonomía de la pintura y de la literatura.
Para Greenberg, la apuesta era algo diferente. La
pureza pictórica se manifestaba por un riguroso pla­
no sobre el espacio de dos dimensiones, circunscripto
por la tela, que impedía cualquier efecto de profundi­
dad o de volumen, propio de la escultura. Señalaba,
incidentalmente y de manera divertida, que una es­
cultura, aun aplastada, nunca podría aparecer como
una pintura. El plano, el rechazo del trompe-Voeil y
de la ilusión escultórica —que se expresaban, asi­
mismo, mediante la abstracción y lo no figurativo—
eran, entonces, las características de una pintura de
vanguardia que obedecía a un proceso histórico que
se había puesto en marcha, según Greenberg, a par­
tir de Édouard Manet.
En 1940, el programa que llevaría a la teoría del
color field painting quedaba establecido. Faltaba co­
nocer a los actores. El encuentro decisivo con Jack-
son Pollock tuvo lugar en 1944. Greenberg confesa­
ría que había quedado entusiasmado por «la calidad
y la frescura» reveladas por la técnica del dripping,
por esa pintura gestual que desprendía una fuerza
capaz de desbordar la tela. Pollock fue calificado el
«primer pintor norteamericano moderno», seguido

105
M arc J im e n e z

por Robert Motherwell (1915-1991), Mark Rothko


(1903-1970) y Bam ett Newman (1905-1970),
En 1960, en la época en que numerosos artistas
norteamericanos tomaban distancia con respecto a
un expresionismo abstracto y declinante, y rechaza­
ban la estricta delimitación que separaba los modos
de expresión, Greenberg endurecía su teoría de la
autopurificación de la pintura. En «Modemist Paint­
ing» —artículo considerado a partir de entonces un
texto clásico—, intentaba aislar la propia esencia del
modernismo y fortalecía sus posiciones anteriores: el
plano, la bidimensionalidad, los únicos parámetros
que la pintura no compartía con ningún otro arte, le
habían permitido al arte pictórico occidental conver­
tirse en lo que era. Greenberg elevó así sus concep­
ciones a la categoría de teoría general del modernis­
mo. El proceso de purificación podía finalmente lle­
gar a su término si se extirpaba de la abstracción to­
do rastro de emoción, de expresión, de subjetividad y
de corporeidad. Así, en 1964 organizó una exposición
denominada «Post-Painterly Abstraction», dedicada
a pintores que rechazaban el dripping, negaban la
expresividad gestual a la manera de Pollock y se in­
teresaban sobre todo en los colores, en las formas
geométricas y en los efectos visuales. Se presentaron
obras de Sam Francis (1923-1994), Morris Louis
(1912-1962), Frank Stella (1936) y Helen Franken-
thaler (1928). Greenberg encontraba su registro en
esa estética sobria, casi austera, impersonal, intelec­
tual, que se abstenía de cualquier representación del
mundo exterior y se mantenía al margen de la reali­
dad social.
Y allí residía, precisamente, el problema de quien
consideraba a Emmanuel Kant el «primer verdadero
modernista», el que erigía al formalismo en dogma

106
La q u e r e l l a 'd e l a r t e c o n t e m p o r á n e o

inflexible, confesaba aburrirse con las instalaciones


y negaba cualquier talento a la generación emergen­
te, representada por Richard Serra, Walter De Ma­
ñ a y Robert Smithson.
Frente a la versión final del Guernica de Picasso,
Greenberg brindaba un ejemplo de crítica formalis­
ta. En la tela de 8 x 3,5 m sólo veía un «revoltijo de
negros, grises y blancos planos», que recordaba una
«escena de batalla en un frontón que hubiera recibi­
do la acción de un rodillo compresor defectuoso».6 La
imagen podría haber resultado grata si el rodillo
compresor no hubiera sido el de la Luftwaffe nazi
convocada por Franco, y si el revoltijo de negros, gri­
ses y blancos no fuera el de 1.600 cadáveres. Ni una
palabra, pues, sobre las circunstancias trágicas en
que fue ejecutado el cuadro, nada sobre las motiva­
ciones particulares del pintor español, ninguna alu­
sión al contexto histórico y social.
A fines de la década del sesenta, la teoría moder­
nista de Greenberg, su formalismo casi dogmático, la
tesis de la autopurificación de la pintura replegada
sobre su único medio de expresión específico, ya no
correspondía a la realidad artística ni a la social. La
nueva generación, en especial la de John Cage, los
happeningSy los m inim alistas, el pop art y el arte
conceptual, ya no aceptaba el diktat de Greenberg
sobre los límites de la pintura y exigía la abolición de
las fronteras entre el arte y la vida.
Sin embargo, volver a colocar las tesis de Clement
Greenberg en su contexto histórico y reconocer que
han perdido pertinencia con respecto a la posterior
evolución del arte no basta para descalificarlas. En
una época llamada «posmodema», dominada por la
estandarización y la mercantilización de la esfera
cultural, donde reina un pretendido consenso en tor­

107
M arc J im e n e z

no a los modelos del capitalismo liberal, bien podría


ser que las concepciones de Greenberg aparecieran
como saludables lecciones de espíritu crítico y de li­
bertad de pensar por sí mismo. Volveremos más ade­
lante sobre ellas.
Cuando se hizo autónoma —en parte, gracias a
Greenberg—, liberada de los modelos europeos, reco­
nocida en el plano internacional, la pintura nortea­
mericana de la década del setenta pudo finalmente
abrirse al mundo, a la ciudad, a la naturaleza, a la
sociedad y a la política. Es verdad que el estado de la
sociedad occidental, conmocionada por la guerra de
Vietnam, los diversos movimientos de liberación
—negros, mujeres, minorías—, el movimiento estu­
diantil, el endurecimiento de las relaciones entre el
Este y el Oeste, y la crítica cada vez más virulenta al
modelo de desarrollo posindustrial, sólo podía gene­
rar por entonces esa clase de toma de conciencia.

N otas
1 Clement Greenberg, «Avant-garde et kitsch», publicado en
A rt et culture. Essais critiques, París: Macula, 1988, trad. de
Ann Hindry, pág. 13 [Artey cultura: ensayos críticos, Barcelona:
Paidós, 2002]. Traducción ligeramente modificada para subra­
yar el término «puro», concepto esencial en la formulación de
Greenberg.
2 Ese cambio de perspectiva en Benjamin se produjo, de he­
cho, unos meses después de la primera versión del ensayo sobre
la obra de arte. En 1936, en un texto titulado «Le Narrateur»,
Benjamin señalaba el riesgo de empobrecimiento de la expe­
riencia que implicaban las nuevas técnicas de comunicación.
(Cf. Walter Benjamin, «Le Narrateur», enÉcritsfrangais, París:
Gallimard, col. «Folio essais», n° 418, 2003, págs. 249-98.)
3 Sobre la actitud de Adorno con respecto al jazz, más comple­
ja y ambigua de lo que dan a entender sus juicios a veces categó­

108
La q u erella d el ar te contem poráneo

ricos, remitimos a la obra de Christian Bethune, Adorno et le


jazz. Analyse d ’un déni esthétique, París: Klincksieck, 2003.
4 Clement Greenberg, op. cit., pág. 12.
6 Gotthold Ephra'im Lessing, Laocoon, París: Hermann, 1990,
trad. de J.-F. Groulier [Laocoonte o sobre los límites de la pintu­
ra y de la poesía, Madrid: Librería Bergua, 1934].
6 Clement Greenberg, «Picasso a soixante-quince ans» (1957),
en Art et culture, op. cit., pág. 76.

109
VIL Theodor W. Adorno y el fin
de la modernidad

«Sentía una gran estima por él [...]. Teníamos las


mismas concepciones en muchos aspectos. Él traba­
jaba para el Comité Judío Estadounidense y yo esta­
ba en Commentary}■que compartían las mismas ofi­
cinas y las mismas causas». Tales eran algunas de
las palabras con las que Greenberg resumía su en­
cuentro con Adorno a mediados de la década del cua­
renta.2
Desde fines de los años treinta, el crítico de arte
norteamericano y el filósofo alemán emigrado a Es­
tados Unidos, ambos influidos por el marxismo, ha­
bían tomado partido en favor del arte vanguardista.
Denunciaban con virulencia la industrialización ca­
pitalista de la cultura y la difusión de subproductos
culturales estandarizados, destinados a las clases
medias y adquiridos con las ventajas del capital. Sin
embargo, sus respectivas posiciones no tardaron en
divergir, para llegar finalmente, a fines de la década
del sesenta, a un resultado idéntico, a saber: la ina­
decuación de su teoría de la modernidad frente a las
nuevas orientaciones de la creación artística. Con­
viene que nos detengamos en ello.
Si bien Adorno, al igual que Greenberg, pretendía
prevenir a la cultura contra la «liquidación» de que
era objeto, denunciaba los ersatz inauténticos de
poca calidad y luchaba contra el kitsch, del cual se

110
La q u erella d el ar te co ntem poráneo

consideraba que satisfacía a las masas, su motiva­


ción era algo diferente.
Hemos recordado que la teoría modernista y pu­
rista tendía a excluir cualquier referencia, explícita
o implícita, a lo político y lo social. Según Greenberg,
tomar partido por la vanguardia no significaba pre­
tender instaurar una resistencia ideológica a las dic­
taduras de la época. Tampoco pretendía denunciar la
represión de que eran víctimas, por ejemplo, los ar­
tistas modernos bajo el nazismo. Según él, la fuerza
de la vanguardia era fruto de su autonomía, de su
apoliticismo, y no de su sumisión a una obediencia
doctrinaria o partidaria.
También Adorno consideraba que el arte no podía
transm itir directamente ninguna clase de mensaje
político. Sin embargo, su defensa del arte moderno y
su toma de posición en favor de obras a veces hermé­
ticas se inscribían en el marco de una batalla más
general contra los intentos de liquidación cultural
efectuados por los regímenes totalitarios, el nazi y el
estalinista. Y si en la década del veinte y en la del
treinta las revoluciones formales llevadas a cabo por
las vanguardias irritaban hasta ese extremo al or­
den establecido, burgués y tradicionalista, ello se de­
bía a que, justamente, no eran sólo formales. Según
Adorno, la forma equivalía al contenido; mejor aún,
ella misma era ese contenido, de significado eminen­
temente histórico y social. Lo que él veía en el Guer-
nica no era el «revoltijo» de negros y grises que perci­
bía Greenberg, sino los cuerpos dislocados y despe­
dazados por la barbarie.
Este sencillo ejemplo revela lo que separaba al
crítico de arte del filósofo: a una concepción kantia­
na, formal y formalista, basada en una especie de in­
falibilidad del juicio subjetivo basado en el gusto, se

111
M arc J im e n e z

oponía ima concepción hegeliana, que privilegiaba la


Idea, es decir, el significado, el contenido de un arte
siempre en rebelión contra la sociedad. Greenberg
celebraba el expresionismo abstracto a los efectos de
promover una forma de arte inédito, innovador, exi­
gente, porque estaba persuadido de que la pintura
modernista terminaría algún día por responder a las
aspiraciones más altas de la sociedad norteamerica­
na. La idea de una reconciliación entre el arte y la so­
ciedad no tenía, por el contrario, ningún lugar en la
teoría del filósofo.
Adorno subrayaba a menudo la necesidad de que
cada arte se mantuviera dentro de los límites de sus
propios medios de expresión. Hubo que esperar a la
década del sesenta para que concibiera posibles in­
terferencias o «deshilachamientos» entre las artes.
Pensaba sobre todo en las relaciones entre la música
contemporánea, postschonberguiana, y la pintura.
Excepto un discreto homenaje a John Cage,3 conde­
naba sin reservas y de manera global todos los movi­
mientos de la época —arte bruto, antiarte, action
painting, happenings, etc.— que cuestionaban en
particular el concepto de arte y la noción de obra.
Su mayor preocupación giraba en tomo al estatu­
to del arte en las sociedades posindustriales. Sabía
que las transformaciones profundas del sistema cul­
tural eran irreversibles y amenazaban la supervi­
vencia de la creación artística, como si la raciona­
lidad estética no pudiera sino abdicar ante la ra ­
cionalidad instrumental. Según Adorno, el arte futu­
ro tenía, a partir de allí, pocas oportunidades de con­
servar y expresar lo que él llamaba «el recuerdo del
sufrimiento acumulado» a lo largo de la historia.
Las escépticas consideraciones del filósofo hacia
el final de su vida y las muy discretas intervenciones

112
La q u erella d el a r t e co ntem po ráneo

de Greenberg después de 1970 revelan, de modo di­


ferente, un idéntico malestar frente a las nuevas for­
mas de expresión artística, que ya no respondían a
las normas y a los criterios aún en vigencia para el
arte moderno. Y es cierto, por ejemplo, que las obras
presentadas durante la exposición organizada por
Harald Szeemann en 1969, «Cuando las actitudes se
convierten en formas», escapaban a cualquier inter­
pretación de índole greenberguiana o adomiana. Es­
ta manifestación denotaba el carácter a partir de en­
tonces perimido de una construcción lineal, continua
y progresista de la modernidad, en la cual la historia
del arte era concebida sobre el modelo de una «serie
de piezas en hilera»4, que se puede recorrer sin sal­
tos, desde Manet a Pollock, pasando por Cézanne y
Picasso.
En Estados Unidos, el desfasaje ya latente entre
el modernismo de Greenberg, considerado elitista y
doctrinario, y la realidad de la escena artística y cul­
tural se volvía patente en la década del setenta. Al
arte minimalista, el pop art, el land art, el arte con­
ceptual y el hiperrealismo sólo les quedaba por hacer
un nuevo Laocoonte. Las fronteras tradicionales en­
tre las artes eran alegremente transgredidas, mucho
más allá de los preceptos del ut pictura poesis, y los
medios tecnológicos —fotografía, cine, video— apa­
recían cada vez más a menudo asociados con los me­
dios de expresión clásicos.
En Europa, ya no era el momento de la rivalidad
sistemática con Estados Unidos. Las vanguardias se
internacionalizaban. París dejaba de deplorar la pér­
dida de su hegemonía artística, y el «robo» del arte
moderno era ya una ratería sin gran importancia.5
Las tesis de Theodor W. Adorno, expuestas en la
obra Teoría estética (aparecida en 1970 en Alemania

113
M arc J im e n e z

y en 1974 en Francia), sorprendieron ante todo por


su coherencia y su pertinencia. La crítica del capita­
lismo tardío llevaba a una interpretación pesimista,
incluso alarmista, en cuanto a la supervivencia del
arte en el universo mercantil de una sociedad cada
vez más administrada y sometida a los imperativos
económicos. Pero la carga lanzada contra la indus­
tria cultural parecía intempestiva en momentos en
que la mayor parte de las sociedades occidentales se
embarcaban en la realización de un vasto proyecto
de democratización cultural. Contrariamente a las
esperanzas, ya antiguas, formuladas por dos gran­
des teóricos de la modernidad, el arte moderno y la
vanguardia no llegaron a triunfar ante el kitsch, exe­
crado por Greenberg, ni ante las «baratijas» cultura­
les, detestadas por Adorno. En suma, la modernidad
de la que el filósofo había sido encarnizado defensor
durante décadas ya no estaba a la orden del día.
Su reflexión sobre el arte parecía, además, mina­
da por contradicciones insolubles. En efecto, si bien
Adorno concebía el arte como uno de los últimos re­
fugios del individuo, como un polo de resistencia de
lo «particular», no por ello hacía de él un privilegiado
lugar de expresión de la subjetividad que se hundía
en la irracionalidad, ni tampoco consideraba la crea­
ción artística desde el punto de vista de alguna me­
tafísica o una mística. El arte ponía en juego «otra»
razón, pero no era lo «otro» de la razón ni de la racio­
nalidad. Mejor aún: se le pedía a ese arte —por ser
de su tiempo, es decir, moderno, «radicalmente mo­
derno», según la expresión de A rthur Rimbaud—
que tuviera lazos con la racionalidad científica, téc­
nica e industrial. Tenía que adaptarse, decía Adorno,
al estándar técnico de su época, so pena de regresión.
Pero, si el arte se basaba en una rigurosa racionali­

114
La q u erella d el ar te contem poráneo

dad, ¿cómo podía ser un obstáculo para la racionali­


dad dominante?
Volvamos brevemente sobre ese verdadero escollo
de la teoría de Adorno. La referencia fundamental de
Adorno era el arte moderno tal como se había desa­
rrollado desde comienzos de la Revolución Industrial
hasta la década del sesenta. Era un arte sometido a
la racionalización progresiva de sus materiales, sus
procedimientos y su forma, poco a poco liberado de
las convenciones y los cánones tradicionales. En Oc­
cidente, esta racionalización habría comenzado du­
rante el Renacimiento y habría involucrado a todas
las artes. La Revolución Industrial aceleró ese proce­
so de emancipación frente a las convenciones pasa­
das: mimesis, reproducción fiel de la naturaleza, có­
digos «naturalizados», tales como la perspectiva o la
tonalidad musical. En la época moderna, la creación
artística también tenía que ser moderna y, en opi­
nión de Adorno —retomando por su cuenta un voca­
bulario marxista—, las fuerzas productivas artísti­
cas iban de la mano de las fuerzas productivas extra-
artísticas.
Pero entonces nos hallamos frente al problema
señalado antes: si el arte integra las formas domi­
nantes de la racionalidad, especialmente científica y
técnica, ¿cómo puede conservar su carácter opositor,
polémico y crítico respecto de la sociedad existente?
¿Qué es lo que lo distingue de las producciones de la
industria cultural, siempre más sofisticadas, suma­
mente elaboradas desde el punto de vista tecnológi­
co, compenetradas con los progresos técnicos de pun­
ta? Ese arte, ¿no es víctima, incluso cómplice, de la
reificación que pretende denunciar, en la medida en
que es recuperado, instrumentalizado, comercializa­
do y consumido como cualquier otro bien cultural?

115
M arc J im e n e z

La respuesta radicaba, según Adorno, en el carác­


ter ambiguo del arte, al mismo tiempo autonomía y
hecho social. Al ser autónomas, la creación artística
y las obras de arte no obedecían a las mismas deter­
minaciones científicas, técnicas y comerciales de una
sociedad por entero orientada hacia la racionaliza­
ción, el control y la rentabilidad de las actividades
humanas. De este modo, aún era posible hablar de
arte, aunque su existencia y su evidencia parecieran
amenazadas.
Sin embargo, la creación artística y las obras de
arte son hechos sociales: la forma y el material artís­
tico están impregnados por la historia y la sociedad.
El arte está permanentemente expuesto a la inte­
gración en las formas de expresión cultural que pre­
dominan en ciertos momentos en determinada so­
ciedad.
¿Qué se puede concluir de todo esto?
Las contradicciones y las paradojas del pensa­
miento adorniano encuentran fácil resolución si se
tienen en cuenta las condiciones históricas en las
cuales fue formulado. Empero, esta teoría del arte
moderno, teoría de una fase de la modernidad, era
en realidad una teoría del fin del arte moderno que
anunciaba un nuevo estadio de la modernidad, a la
cual se le daría el nombre de «posmodemidad». De
hecho, marcaba la conclusión de los grandes relatos
estéticos y se abría sobre esa posmodernidad que,
según el filósofo Jean-Frangois Lyotard, signaba la
caducidad de los grandes discursos de legitimación
sociopolíticos, humanistas e ideológicos.
Al igual que la tesis de la autopurificación de la
pintura, que Greenberg elevó a la categoría de teoría
general del modernismo, la teoría estética de Adorno
revelaba su carácter «histórico» en la medida en que

116
La q u erella ú el a r te co ntem poráneo *

le resultaba evidentemente imposible, en virtud de


sus presupuestos, admitir que la modernidad pudie­
ra volver contra ella misma las fuerzas que impul­
saban su propia dinámica.

Notas
1 Se tra ta de Commentaiy Magazine, revista de opinión fun­
dada en 1945 por el Comité Judío Estadounidense.
2 Cf. A rt press, fuera de serie, n° 16, 1995, «Clement Green­
berg, l’indéfinissable qualité», entrevista de Saúl Ostrow, pág.
30.
3 T. W. Adorno, Théorie esthétique, París: Klincksieck, 1995,
pág. 217 [Teoría estética, Madrid: Taurus, 1980]: «Es posible que
ciertas obras musicales, como el Concerto pour piano de John
Cage, que se imponen como ley una contingencia impiadosa y,
por lo tanto, algo que se asemeja a un sentido, el de la expresión
del horror, se cuenten entre los fenómenos claves de la época».
4 Rosalind Krauss, crítica e historiadora del arte, durante
mucho tiempo cercana a Greenberg, se valió de esa imagen en
The Originality ofthe Avant-Garde and Other Modernist Myths
(1985); trad. francesa, L ’originalité de l’avant-garde et autres
mythes modernistes, París: Macula, 1993 [La originalidad de la
vanguardia y otros mitos modernos, Madrid: Alianza, 1996].
5 Alusión al título de la obra de Serge Guilbaut, Comment
New York vola Vidée d ’art moderne, Nimes: Jacqueline Cham­
bón, 1989 [De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno,
Milán-Madrid: Mondadori, 1990].

117
VIII. El relato posmodemo

Un nuevo relato, el de la posmodemidad, ya esbo­


zado con ese nombre en el inicio mismo de la década
del sesenta, comenzaba a escribirse. En un principió,
su definición sólo tenía que ver con la arquitectura.
Hubo que aguardar hasta fines de la década del se­
tenta para que ese cuestionamiento del paradigma
moderno abarcara a todas las artes y fuera objeto de
una teorización coherente.
Establezcamos algunas referencias.

Regreso a la figuración

En 1964, el grupo de artistas reunidos bajo la de­


nominación «Figuración Narrativa» se proponía ter­
minar —y ya hemos visto de qué manera— con Du­
champ, acusado de duplicidad y finalmente de com­
plicidad con lo institucional. Utilizar de nuevo la tela
y el bastidor significaba tomar posición contra las di­
versas formas de no-arte o de arte bruto. Pero tam ­
bién se trataba de proponer un tipo de pintura que se
ocupaba directamente de la realidad social, más cer­
cana al público, en una perspectiva asumida de com­
promiso político, militancia y crítica subversiva diri­
gida contra la sociedad de consumo.

118
La q u erella d el ar te co ntem po ráneo

A comienzos de la década del setenta, aún resul­


taba manifiesta, en Francia, la voluntad de inscribir­
se en la historia social y política. La Cooperativa de
los Malassis,1 cofundada por el pintor Henri Cueco
(1929) y vinculada a la Figuración Narrativa, utili­
zaba la imaginería surgida durante la rebelión estu­
diantil de 1968 —en especial, la de grandes forma­
tos— para involucrarse tanto en los graves conflictos
del momento (Sala roja para Vietnam) como en los
hechos sociales (Caso Gabrielle Russier2). Los Ma­
lassis privilegiaban la práctica colectiva y cada inte­
grante del grupo tenía libertad para intervenir en el
trabajo en curso.
En 1972, durante la exposición del Grand Palais
que celebraba los setenta y dos años del arte contem­
poráneo en Francia, los Malassis descolgaron, ante
la severa mirada de los CRS,* un gigantesco fresco
de 65 m de longitud, El gran Méchoui, crítica viru­
lenta al poder de la época. Una postura política aná­
loga definía la práctica del grupo DDP (fundado ofi­
cialmente en 1973 por Frangois Dérivery, Michel Du-
pré y Raymond Perrot), propulsor de un «realismo
crítico» que se expresaba con una abundante produc­
ción pictórica y literaria.
Sin embargo, a mediados de la década, el regreso
al oficio, a la técnica y al conocimiento pictórico po­
nía de manifiesto una tendencia más global.
En 1970, durante la exposición «22 Realists», el
público norteamericano descubría con entusiasmo
un tipo de arte efectivamente realista —photo real-
ism o radical realism—, más conocido con el nombre
de «hiperrealismo», por medio de las esculturas de
Duane Hanson3 o del fotógrafo John Kacere.4 Pintor,
pero también grabador y dibujante, David Hockney
(1937), de origen británico, instalado en Los Ánge­

119
M arc J im e n e z

les, exponía en 1974, en el Museo de Artes Decorati­


vas de París, telas trabajadas con gran detalle, que
representaban un mundo extraño, falsamente naíff
tales como sus Piscinas de Beverly Hills.
En 1976, año en el cual Christo (1935) desplegaba
a lo largo de 40 km su muralla de nailon (Running
Fence)5, Jean Clair, autor de Art en France. Une nou-
velle génération (1972), organizaba en el Museo dé
Arte Moderno de París una exposición dedicada a la
«Nueva Subjetividad», como alusión y respuesta a la
corriente de la Neue Sachlichkeit (la «Nueva Objeti­
vidad»), surgida en Alemania entre 1919 y 1933. En
esa época, los pintores alemanes, sobre todo Max
Beckmann, Christian Schad, Georg Grosz y Otto Dix,
echaban una m irada distanciada, aparentem ente
objetiva y neutra aunque en verdad muy crítica y a
menudo amarga, a la República de Weimar en los
años previos a la llegada de los nazis al poder.
La exposición de la Nueva Subjetividad se desa­
rrolló en un contexto por cierto diferente, aunque se
trataba de demostrar que la pintura, practicada al
modo tradicional —en especial, a través de las obras
de David Hockney, precisamente, o de Samuel Buri
(1935)—, distaba de haber desaparecido. En reali­
dad, Hockney no se limitaba al medio pictórico clási­
co. En sus retratos o en sus paisajes no vacilaba en
recurrir a la fotografía Polaroid, al collage o a la foto­
copia. Considerado, exageradamente, una de las fi­
guras emblemáticas del pop art,6 Hockney practica­
ba de hecho una pintura que escapaba a cualquier
clasificación, rica en referencias tanto a los maestros
antiguos como a sus contemporáneos, a Canaletto
como a Picasso.
Samuel Buri, pintor de la naturaleza y del hom­
bre en su medio, también se inspiraba en fotografías

120
La q u e r e l l a d e l .a r t e c o n t e m p o r á n e o

y no vacilaba en jugar con distintos códigos o estilos


propios del modo de representación occidental, como
la factura impresionista que dio a su cuadro Monet
hiedra, y crepuscular (1975-1977).
En esa exposición se registraba una de las princi­
pales tendencias de los años venideros: mezcla de es­
tilos, hibridación de las formas, referencia al pasado,
uso de la cita, eclecticismo y reafirmación de la sub­
jetividad del artista, que se manifestaba en una indi­
vidualización de su práctica, sin preocupación por la
pertenencia a alguna comente en particular.
A comienzos del año siguiente, el vocabulario ar­
tístico, filosófico y estético se enriquecía con dos ex­
presiones que pretendían definir esta nueva orienta­
ción del arte occidental: «transvanguardia» y «pos-
modernidad».
La expresión «transvanguardia» apareció por pri­
mera vez en 1979, en un texto del crítico e historia­
dor del arte Achille Bonito Oliva, en la revista Flash
Art. El autor pretendía caracterizar así la pluralidad
de corrientes neoexpresionistas surgidas desde h a­
cía algunos años en Italia, cuyos representantes se
llamaban Francesco Clemente (1952), Enzo Cucchi
(1950) y Sandro Chia (1946).7 Esa comente era, de
hecho, internacional.
En Alemania, durante la década del setenta, los
«Nuevos Fauvistas», en particular Georg Baselitz
(1938) y Markus Lüpertz (1941), practicaban una pin­
tura figurativa que asumía y prolongaba la herencia
del expresionismo alemán de la década del veinte, en
ruptura con el minimalismo y el arte conceptual de
las décadas del sesenta y del setenta.
En Estados Unidos, pintores como David Salle
(1952) o Julián Schnabel (1951) se inscribían violen­
tamente a contracorriente de la herencia modemis-

121
M arc J im e n e z

ta. No vacilaban en incluir temas de inspiración clá­


sica en una pintura de mal gusto, del tipo bad paint-
ingycon colores vivos, relaciones cromáticas disonan­
tes y una total heterogeneidad de formas, materiales
y estilos. Amigo de Andy Warhol y de Julián Schna-
bel, Jean-Michel Basquiat (1960-1988) expresaba su
rebelión contra la suerte de las minorías sociales y
raciales. Cubría los muros de Nueva York con graffiti
y tags, insertaba su firma —marca registrada— «Sa­
mo» (same oíd shit; literalm ente, «la misma vieja
mierda») y extraía su inspiración tanto del jazz y el
reggae como de la imaginería urbana popular.
En 1981, Francia descubría esta forma de «figu­
ración libre». Con esa denominación, Ben (Benjamin
Vautir, 1935) reunió en una exposición, «Terminar
en belleza», a Robert Combas (1957) y Hervé Di Rosa
(1959). Los artistas de la figuración libre —Richard
Di Rosa (1963), Framjois Boisrond (1959) y Rémi
Blanchard (1958-1993) se asociaron asimismo a esta
corriente— practicaban una pintura inspirada en el
punk, el rock, la publicidad, la televisión y las histo­
rietas, que Hervé Di Rosa integraba a veces explíci­
tamente en su propia pintura.
En esa misma época se imponía otra forma de fi­
guración. Denominada «figuración docta», se situaba
en las antípodas de la anterior por sus medios de ex­
presión, su estilo y los temas tratados. Jean-Michel
Alberola (1953) se inspiraba en la iconografía mitoló­
gica o religiosa. Pintó Susana y los viejos y El baño
de Diana, cuadro que firmó con el nombre de Acteón,
el famoso cazador transformado en ciervo y luego de­
vorado por los perros, tras sorprender la desnudez de
Diana. Este artista extraía sus referencias de la his­
toria del arte y citaba a Veronese o a Velásquez. Gé­
rard Garouste (1946) reinterpretaba la pintura his­

122
La q u erella d el a r te co ntem poráneo

tórica y trabajaba basándose én la gran literatura


clásica (Dante), la iconografía cristiana (Santa Tere­
sa de Ávila) o la mitología grecolatina.

El acta de defunción de la modernidad

Al consagrar la transvanguardia en 1980, la Bie­


nal de Venecia reconocía las tendencias que se afian­
zaban desde ese momento: referencias al pasado, ci­
tas, préstamos, mezcla de estilos, eclecticismo, indi­
vidualismo y subjetividad. La expresión «transvan­
guardia» se caracterizaba por haber sido bien elegida
y por elocuente. No se trataba de ignorar el pasado o
apartarse de él, sino, al contrario, de recorrerlo de­
liberadamente utilizando, como dice Bonito Oliva,
«todas las tradiciones, toda la historia de la cultura».
En 1982, a propósito de un artículo de Jean-Fran-
gois Lyotard sobre su obra La condition postmoder-
m , el teórico de la transvanguardia italiana aclara­
ba: «La transvanguardia es hoy la única vanguardia
posible, porque le permite al artista conservar en
mano su patrimonio histórico dentro del abanico de
sus opciones a priori, junto con otras tradiciones cul­
turales que pueden reanimar su tejido».8
La caducidad de una concepción lineal de la histo­
ria y de su progresivo desarrollo hacia un futuro me­
jor signaba, de alguna manera, el acta de defunción
de las vanguardias históricas. Marcaba el fin de la
creencia en una transformación social y política a la
cual la modernidad artística creía poder contribuir.
Persuadidos de una posible reconciliación entre la
«gran cultura» y la «cultura común», los artistas de
la transvanguardia negaban las antiguas correla­

123
M arc J im e n e z

ciones: la abstracción equivalía a la modernidad pro­


gresista y lo figurativo era asimilado al conservadu­
rismo. A partir de entonces podían, pues, sin nostal­
gia, recuperar libremente, como si fueran objetos en­
contrados, los diferentes estilos del pasado.
Pese a que Achille Bonito Oliva conseguía, mer­
ced a un concepto pertinente, caracterizar la tenden­
cia dominante de la época, representada por las nu­
merosas corrientes neoexpresionistas y neofigurati-
vas, la transvanguardia seguía siendo un asunto ita­
liano. La expresión que ya se imponía en los campos
artístico, cultural y político era «posmodernidad». No
es necesario entrar aquí en detalles acerca del deba­
te, ya superado, que ese movimiento generó en su
momento. Nos limitaremos a mencionar breves re­
cuerdos referidos a la génesis de esa noción, aunque
más no sea para disipar ciertos malentendidos.

Posmodernismo

El término «posmodemismo» se originó en el con­


texto de las discusiones y las polémicas que tuvieron
lugar, durante la década del sesenta, en el ámbito de la
arquitectura. Emigrado a Estados Unidos en 1937,
Walter Gropius (1883-1969), fundador y director de
la Bauhaus entre 1919 y 1927, se convirtió en profe­
sor de Arquitectura en la Universidad de Harvard en
1937. Su intención era continuar la experiencia lle­
vada a cabo en Alemania durante unos quince años,
mientras trataba de imponer en arquitectura, así co­
mo también en los campos del design y el urbanismo,
los principios de la Bauhaus. Gropius predicaba
la alianza del arte y la industria, el funcionalismo, es

124
V
La q u erella d el a r te contem poráneo

decir, la adaptación de la forma y el material al uso, y


rechazaba lo ornamental y lo decorativo. A semejan­
za de Le Corbusier, que buscaba «sacar a luz formas
puras», Walter Gropius, Mies van der Rohe, Oscar
Niemeyer y el director de la Nueva B auhaus de
Chicago, László Moholy-Nagy, militaban en favor de
un modernismo de purismo radical. En Estados Uni­
dos y en Europa, numerosos arquitectos se manifes­
taban, durante la década del sesenta, en contra de
ese dogma racionalista y modernista. Negaban, en
particular, el nuevo estilo internacional, de preten­
sión universalista, más o menos nostálgico de las
utopías vanguardistas, sociales y políticas, del perío­
do de entreguerras, al que entonces consideraban in­
adecuado a las nuevas exigencias urbanísticas de la
sociedad posindustrial. Esta nueva generación em­
prendía la revisión de la modernidad. Opuesta a la
abstracción de las formas puras, rehabilitaba el or­
namento, la decoración y la fachada; tomaba los esti­
los del pasado (columnatas, capiteles, etc.), y reanu­
daba la relación con la función simbólica y comunica­
tiva de los edificios. Así pues, arquitectos norteame­
ricanos, como Charles Moore y Robert Venturi, o eu­
ropeos, como Aldo Rossi y Oswald Mathias Ungers,
restablecían con vigor lo que el modernismo había
barrido, y con el vocablo «posmodemismo» renova­
ban el vocabulario y la gramática de la arquitectura.
Si se le da crédito a Charles Jencks, crítico de ar­
quitectura y autor, en 1978, de L’architecture post-
moderne, el término «posmodemo» habría aparecido
en 1954, en un texto del historiador y economista Ar-
nold Toynbee (1889-1975), para calificar la época
pluralista en la que ingresaba, según él, la sociedad
industrial, de la que este autor fue uno de los teóricos
más eminentes. La palabra recién adquirió su verda­

125
M arc J im e n e z

dera definición a partir de 1975, cuando Jencks y al­


gunos arquitectos, en especial Paolo Portoghesi,9 en­
cararon la organización de una exposición consagra­
da al posmodernismo, «Presencia del pasado», en el
marco de la Bienal de Venecia de 1980, en forma pa­
ralela a las manifestaciones artísticas dedicadas a la
transvanguardia. A partir de entonces, varias temá­
ticas se asociaron con el posmodemismo y le confirie­
ron una apariencia coherente: pluralidad de estilos;
multiplicidad de lenguajes y códigos; retorno al pa­
sado, en especial a la ornamentación; apelación al
eclecticismo, a la cita y a la posibilidad de elegir cual­
quier otro camino diferente al del modernismo. Ese
posmodemismo reconocía la importancia de la tecno­
logía posindustrial y tomaba en cuenta la influencia
de los nuevos medios de comunicación en la sensibi­
lidad de los individuos. El vínculo entre el posmoder­
nismo y la sociedad posindustrial se vio fortalecido a
p artir de allí, y la crítica de la modernidad fue ha­
ciéndose más precisa. La frecuente recurrencia del
prefijo «neo», asociado con las diversas corrientes y
movimientos de la época, ponía de manifiesto esta
tendencia: lo «nuevo» era moderno —dicho de otro mo­
do, estaba perimido—, mientras que lo «neo», reac­
tivación del pasado, de lo antiguo, era posmodemo.

La crisis generalizada de los sistemas:


lo posmoderno
En 1979, Jean-Fran^ois Lyotard proponía una
definición del concepto de posmodemo: «Se conside­
ra “posmodemo” la incredulidad frente a los meta-
rrelatos».10 En términos claros, eso significaba que

126
La querella d el ar te contem poráneo

los grandes discursos religiosos, metafísicos, polí­


ticos, morales o científicos, basados en la lógica mo­
dernista del progreso de la humanidad, habían per­
dido toda legitimidad. Ya nadie creía en la paz uni­
versal, el bienestar planetario, la abundancia para
todos. De tal forma, lo que durante mucho tiempo
había sido el credo de una filosofía y una ideología
inspiradas en el Iluminismo se había vuelto obsole­
to. Uno de los fenómenos más característicos de la
época posmoderna radicaba, según Lyotard, en la
mercantil ización del saber referido a todos los secto­
res de actividad: «El saber es y será producido para
ser vendido, y es y será consumido para ser valoriza­
do en una nueva producción: en ambos casos, para
ser intercambiado».11 La posmodemidad se presen­
taba, pues, como un fenómeno global, al que ni el ar­
te ni la cultura escapaban, del mismo modo en que
tampoco podían escabullirse del mundo de las mer­
caderías. «Estado espiritual», para Lyotard,12 o sín­
toma de una crisis que afectaba a un tipo de sociedad
poderosamente industrializado, en plena mutación,
la posmodemidad no era asimilable a un movimien­
to preciso ni a una corriente definida. En 1988, Lyo­
tard aún creía que podría resistirse a la ideología de
la posmodemidad. Según él, bastaría con «reescribir
la modernidad», denunciando su proyecto utópico de
emancipación de la humanidad gracias a la ciencia y
la técnica. Paradójicamente, sostenía que una obra
sólo podía ser moderna después de haber sido pos-
moderna, es decir, creadora de sus propios criterios,
sin referencia a normas ni modelos preestablecidos.
Pero el abandono de toda referencia a la moderni­
dad era irreversible. Afectaba también al mundo del
arte, y sobre este punto Lyotard no se equivocaba:
«El artista, el galerista, el crítico y el público se com­

127
M arc J im e n e z

placen juntos en “cualquier cosa” y es la hora del re­


lajamiento. Pero ese realismo del “cualquier cosa” es
el realismo del dinero».13
En la actualidad, el término «posmodemismo» se
ha banalizado. Se da por descontado que vivimos en
una época posmodema aunque el calificativo «moder­
no» surja siempre del lenguaje corriente para desig­
nar, simplemente, «lo que pertenece a nuestro tiem­
po», sin referencia particular a una modernidad con­
cebida como proceso dinámico hacia un futuro mejor.
Esto no impide que el enfrentamiento teórico en­
tre la modernidad y la posmodemidad deje huellas;
El tema recurrente de una crisis generalizada de to­
dos los sistemas se hallaba latente en el momento
del desencadenamiento de la querella sobre el arte
contemporáneo, en la década del noventa.

Expertos y profanos

Esa querella fue, por cierto, la consecuencia más


o menos directa de causas inmediatas: caída del mer­
cado de arte internacional, desconfianza del público
francés ante un arte contemporáneo subvencionado
y oficializado por los poderes públicos. Sin embargo,
como se ha visto, las causas profundas se remonta­
ban lejos en la historia de la modernidad. No se refe­
rían sólo a lo que a veces recibía, en forma pomposa,
la denominación de «la aventura del arte en el siglo
XX», sino también a la evolución del arte en el con­
texto particular de las transformaciones económicas,
políticas y tecnológicas que modificaron en forma ra­
dical la representación que nos hacíamos de la crea­
ción artística y, más en general, de la cultura.

128
La q u erella d el a r te co ntem po ráneó

De allí en más integradas al sistema económico y


sometidas a los imperativos de rentabilidad y benefi­
cio, las prácticas artísticas y culturales están hoy es­
trechamente ligadas al desarrollo tecnológico, al de
los medios de comunicación y al de la información.
Algunos ven en esta evolución un progreso hacia la
democratización cultural. La propia cultura, final­
mente bajada de su pedestal elitista y burgués, se
convertiría en lúdica y en motivo de distracción. Per­
mitiría, en principio, una multiplicidad de experien­
cias estéticas, divertidas y hedonistas, liberadas de
toda referencia a normas o a una jerarquía de valo­
res preestablecidos, cuya única regla es la de respon­
der a la satisfacción de los deseos de cada vino.
Empero, esta visión de las cosas oculta, en reali­
dad, dos paradojas. La primera reside en la apari­
ción de un individualismo de masas, fenómeno típi­
camente posmodemo, ya descripto por Gilíes Lipo-
vetsky.14 La idea de que cada uno goza de una plena
y total libertad para elaborar sus propios criterios,
para juzgar como mejor le parezca según su propio
gusto, se halla en contradicción con los poderosos re­
querimientos consumistas de un sistema cultural
que asegura masivamente la promoción de sus pro­
ductos. Dicho de otra manera, igual que esas modas
que a veces atraviesan el cuerpo social, la libertad
del individuo consistiría, en el mejor de los casos, en
actuar como todo el mundo, ya se trate de arte, de
cultura, de ocio o de turismo.
La segunda paradoja resulta de ese abismo que
se abre, en los regímenes democráticos, entre la cul­
tura de los expertos y la cultura profana; por ejem­
plo, entre el famoso mundo del arte —el «pequeño
medio»— y los públicos reunidos bajo la cómoda eti­
queta de «gran público». Esta situación bien podría

129
M arc J im e n e z

significar el abandono de un proyecto auténticamen­


te democrático y la renuncia a una cultura para to­
dos, accesible a la mayor cantidad posible de perso­
nas. En lugar de elevar el nivel de las exigencias cul­
turales, se prefiere colocar la barra un poco más aba­
jo, con el pretexto bastante demagógico de respetar
una libertad individual que contradice el condiciona­
miento masivo del sistema cultural.
Esa discrepancia en el seno de la esfera pública
había sido percibida, ya en la década del sesenta, por
el filósofo alemán Jürgen Habermas, mucho antes de
que la estigmatizara, en los años ochenta, el neocon-
servadurismo latente en el pensamiento posmodemo.
Habermas comprobó, sobre todo, la «distancia cre­
ciente entre, por una parte, las minorías productivas
y críticas, constituidas por los especialistas y los afi­
cionados competentes, familiarizados con enfoques
de un alto nivel de abstracción aplicados al arte, la li­
teratura y la filosofía [...] y, por otra parte, el gran
público de los medios masivos [.. .1». Ni la política
cultural ni las modernas técnicas de comunicación e
información pudieron o supieron resolver la cuestión
de la desigualdad ante la cultura y su modo de apro­
piación: «La superficie de resonancia que debía cons­
tituir esta capa social cultivada y educada para ha­
cer de su razón un uso público estalló en pedazos; el
público se escindió, por una parte, en minorías de es­
pecialistas que hacen un uso no público de su razón
y, por otra parte, en esa gran masa de consumidores
de una cultura que reciben a través de los medios pú­
blicos. Y por eso mismo el público debió renunciar a
la forma de comunicación que le era específica».15
A pesar del desarrollo sin precedentes de las nue­
vas tecnologías —multimedia, informática, interac­
tiva, Internet, etc.—, la situación que se verificaba

130
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

treinta años después era casi idéntica. Si se coincide


con Anne Cauquelin en que la actividad de la crea­
ción artística se prestaría perfectamente, en lo suce­
sivo, «para la circulación de informaciones sin conte­
nidos específicos», y justificaría que un «Estado cul­
tural» se vinculara con la puesta en marcha de una
política de democratización del arte, ello no era óbice
para que esta misma política presentara el inconve­
niente de ser mal comprendida por el público: «El
contrapunto de esta política [.. .1 implica, en lo que
concierne al público, una impresión confusa, una in­
comprensión —¿dónde está el artista, dónde está el
arte?—, y al mismo tiempo [...] significa su aleja-
1 fi
miento».10
En la época en que Anne Cauquelin escribía estas
líneas, la crisis del arte ya se había desatado. Las pa­
radojas que acabamos de recordar subyacían en las
controversias y las polémicas que provocó.

Notas
1 Grupo fundado en 1970 (asociación, según la ley de 1901) en
Bagnolet, en la meseta de Malassis, que reunía a Gérard Tisse-
rand, Lucien Fleury, Jean-Claude Latil y Michel Parré.
2 Nombre de una joven profesora de Letras que se suicidó des­
pués de ser acusada de corrupción de menores a causa de su re­
lación amorosa con uno de sus alumnos.
* Compagnie Républicaine de Securité, cuerpo de policía del
Ministerio del Interior especializado en garantizar el orden du­
rante manifestaciones y disturbios. (N. del T.)
3 Las esculturas de Duane Hanson (1925-1996), realizadas en
poliéster a partir de vaciados y luego pintadas con minuciosi­
dad, resultan sumamente realistas por cuanto representan a
personajes y acciones de la vida cotidiana vistos desde un ángu­
lo crítico: vagabundos, accidentados, boxeadores, amas de casa
con sus enseres, policías, etcétera.

131
M arc J im e n e z

4 John Kacere (1920-1999) debió el éxito público, sobre todo, a


sus fieles reproducciones de ropa interior femenina en cuerpos
de los cuales sólo se veía la parte cubierta por aquella.
6 Véase supra, pág. 88.
6 Los primeros cuadros de David Hockney —por ejemplo, las
«pinturas de té» (1960-1961)— fueron realizados, según confe­
sión del propio artista, bajo la influencia del pop art, de la cual
se fue liberando poco a poco a fines de la década del sesenta.
7 Achille Bonito Oliva establecía una curiosa relación de cau­
sa lejana a efecto tardío entre la guerra del Kippur, de 1973, el
embargo del petróleo, la momentánea crisis económica del capi­
talismo occidental y el progresivo derrumbe del marxismo y del
comunismo. De esos acontecimientos resultaba, según él, una
«situación de catástrofe generalizada» —desaparición de la ideo­
logía modernista, fin del desarrollo lineal de la historia—, un
contexto favorable para volver a fundar el estatuto y el rol social
del arte.
8 Achille Bonito Oliva, «A proposito di Transvanguardia», re­
vista m ensual Alfabeta, n° 35, 1982; trad. francesa, «Trans-
avant-garde», Babylone, UEG, col. «10/18», 1983, pág. 55.
9 Paolo Portoghesi publicó en 1980 su obra titulada Au-dela
de l’architecture moderne, París: L’Equerre, trad. de Geneviéve
Cattan.
10 Jean-Franfois Lyotard, La condition postmoderne, París:
Éd. de Minuit, 1979, pág. 7 [La condición postmoderna: infor­
me sobre el saber, Madrid: Altaya, 1999; Cátedra, 2004].
11 Ibid., pág. 14.
12 «“Post-moderne” denota simplemente un estado anímico o,
mejor, un estado espiritual», declaraba el filósofo en «Regles et
paradoxes», Babylone, op. cit,, pág. 69.
13 Jean-Frangois Lyotard, Le postmoderne expliqué aux en-
fants. Correspondance 1982-1985, París: Galilée, col. «Débats»,
1988, pág. 23 [La posmodernidad explicada a los niños, Barce­
lona: Gedisa, 1987]. Apbsar de sus divergencias, Jean-Fran^ois
Lyotard y Jürgen Habei;mas denunciaron el neoconservaduris-
mo de la posmodernidad. Ciertamente, la posición radical de
Lyotard, «guerra a todo, demos testimonio de lo impresentable,
activemos los diferendos», resultaba difícilmente compatible
con el horizonte consensual de una racionalidad intersubjetiva.
En realidad, la validez de las tesis de Habermas, referidas a la
instauración de una comunicación ideal, era de orden teórico,

132
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

cercana incluso a la utopía. La crítica de la ideología permane­


cía muy subyacente en su concepción, aunque la intersubjetivi-
dad del lenguaje presupusiera, efectivamente, un entendimien­
to posible más allá de los conflictos políticos, sociales, lingüísti­
cos y psíquicos.
De la tipología «posmodernista» elaborada por Habermas, y
sobre todo de la diferenciación en tres formas de conservaduris­
mo, sólo la última categoría, la de los posmodernos neoconser-
v a d o r e s, parece bien anclada en el paisaje ideológico contempo­
ráneo.
En su conferencia de 1980, consagrada al «proyecto inacaba­
do de la modernidad», Habermas denunciaba con vehemencia
las posiciones del sociólogo Daniel Bell, en particular la idea se­
gún la cual las vanguardias y la modernidad, ya agotadas, ha­
brían provocado la desagregación del sistema administrativo y
económico de la sociedad burguesa capitalista. Esta crítica de la
modernidad, que la consideraba responsable de la «pérdida de
coherencia de la cultura» y propagadora de una «actitud antinó­
mica frente a las normas morales», sonaba en Bell como un re­
cordatorio o, más bien, como un regreso al orden. Ese tradicio­
nalismo abogaba vigorosamente en favor de la restauración de
los valores burgueses; vilipendiaba el mercantilismo del capital
y al mismo tiempo se acomodaba a él, denunciaba el hedonismo
de las clases medias pero lo toleraba en las élites. Esta postura,
en apariencia contradictoria, se reactualiza hoy en las concep­
ciones artísticas de los nostálgicos del pasado o de los conserva­
dores «modernistas», como Jean Clair o Marc Fumaroli.
14 Gilíes Lipovetsky, L’ére du vide. Essai sur l’individualisme
contemporain, París: Gallimard, 1983; reed. col. «Folio essais»,
n° 121 [La era del vacío: ensayos sobre el individualismo con­
temporáneo, Barcelona: Anagrama, 1995].
15 Jürgen Habermas, L’espace public, Payot, 1978, trad. de M.
B. de Launay. Esta obra fue escrita por Habermas en 1962.
16 Anne Cauquelin, L’art contemporain, París, PUF, col. «Que
sais-je?», 1992, pág. 125.

133
Tfercera parte. La crisis del arte
contemporáneo

Los artistas dependen durante toda la vida de que


quiera verlos o no lo que se llama la gente cultivada, y
cuando un artista se niega al arte clásico, lo que se lla­
ma la gente cultivada lo abandona. .. Es un hombre
muerto, hijo mío.
T homas B ernhard

Heldenplatz, 1988.
En el Prefacio hicimos referencia ya al cariz sor­
prendente que presentaba la crisis del arte contem­
poráneo a comienzos de la década del noventa. Vol­
vamos por un momento a algunas aparentes parado­
jas. Esta crisis, con características de crispación «fin
de siglo» —y fin de milenio—, apareció tardíamente,
después de una prolongada serie de conmociones a lo
largo del período que va de fines del siglo XIX a fines
del siglo XX: ochenta años después del Cuadrado
blanco sobre fondo blanco, de Malevitch; setenta y
tres años después de Fuente, de Marcel Duchamp, y
veintisiete años después de las cajas Brillo, de Andy
Warhol.
La crisis se desencadenó y desarrolló principal­
mente en Francia; desconcertó a los observadores ex­
tranjeros, pero en verdad no perturbó al mundo del
arte internacional, europeo o norteamericano.
Los defensores y los detractores del arte contem­
poráneo se enfrentaban duramente respecto de las
formas entonces actuales de creación, pero los prota­
gonistas sólo se apoyaban en algunos casos —sobre
todo en artistas, muy rara vez en obras— cuyo carác­
ter ejemplar resultaba dudoso.
Los interrogantes se relacionaban con temas con­
siderados de interés para el gran público —¿Se podía
evaluar y juzgar el arte contemporáneo? Si así fuera,

137
M arc J im e n e z

¿con qué criterios? ¿El Estado tenía como vocación


subvencionar la creación artística actual?, etc.—, pe­
ro, una vez extinguida la pequeña llama mediática,
el debate prosiguió en un ambiente de puertas cerra­
das, limitado a los especialistas, los críticos, los his­
toriadores del arte o algunos filósofos. Pocos artistas,
aun cuando directamente involucrados, a veces ele­
gidos como blanco, se implicaron en la controversia.

138
IX. Las apuestas del debate

En su origen, esta controversia estaba destinada


a precisar y clarificar apuestas estéticas y artísticas,
tarea tanto más necesaria en la medida en que el
agotamiento de las doctrinas «clásicas» de la moder­
nidad creaba un vacío teórico que el discurso posmo-
demo, también él perimido, ya no llenaba.
Pese a que el Estado se había esforzado, entre
1981 y 1995, en promover la creación artística, mul­
tiplicando las subvenciones y las compras públicas, y
favoreciendo la apertura de centros y escuelas de ar­
te, el público se mostró desconfiado, incluso hostil,
frente a audacias «vanguardistas» que le resultaban
aventuradas. ¿Cómo podía ser de otro modo, si la ex­
presión «arte contemporáneo» parece ya en sí misma
escapar a cualquier especificación?
De un debate entre especialistas puede esperarse
que aporte algunos esclarecimientos para el profano,
o que posibilite incluso, a falta de una definición
exhaustiva, simple y clara del arte contemporáneo,
encontrarla en los numerosos parámetros a los que
este responde. Esos parámetros no son tan numero­
sos ni tan complejos como para que escapen al enten­
dimiento del público.
Como ya lo hemos señalado,1 se puede calificar de
contemporánea una tendencia o una obra que no co­
rresponde a ningún movimiento o corriente debida­

139
M arc J im e n e z

mente catalogados en la historia del arte moderno, !


Las obras anteriores a la década del sesenta rara vez •'
hallan lugar en los espacios consagrados al arte con- i
temporáneo. La renovación, la apropiación, la hibri- ;
dación, el mestizaje de materiales, formas, estilos y
procedimientos —libremente utilizados, sin preocu- ■;
pación alguna por la jerarquización—, desempeñan
un papel esencial en esta «contemporaneidad». Se
podría mencionar, asimismo, la búsqueda de la no­
vedad, de lo imprevisto, de lo inédito, de lo incon­
gruente. La intención de provocar, chocar, transgre­
dir, heredada de los movimientos vanguardistas,
perdura, y a veces se exacerba, seguramente a riesgo
de cansar al público con acciones sistemáticas y re­
petitivas. El reconocimiento a nivel internacional re­
sulta primordial. Un artista local o provincial, por
más talentoso que sea, raramente será calificado de
«artista contemporáneo». Ese reconocimiento es con­
dición para una notoriedad mínima en el mundo del
arte y de los circuitos oficiales, institucionalizados, y
como corolario le garantiza al artista una posición
privilegiada en el mercado del arte, beneficiándolo
con una cotización —preferentemente en alza— que
aviva el interés de instituciones, museos y galerías
en adquirir sus obras. El arte contemporáneo se in­
troduce en la vida cotidiana, se inserta en su medio,
contribuye a la transformación del espacio público.
Supone la adopción de actitudes y de «posturas» ar­
tísticas en que los conceptos, las palabras y los dis­
cursos ocupan un lugar importante, sobre todo cuan­
do hay poco o nada para ver, sentir o tocar. El artista
es polivalente, capaz de poner en ejecución, simultá­
nea o sucesivamente, diferentes procedimientos me­
diante soportes y materiales diversos. Se advierte
una fuerte individualización de las prácticas, el re­

140
L a q u e r e l l a b e l a r t e c o n te m p o r á n e o *

chazo a adscribirse a movimientos, tendencias, co­


rrientes o grupos, y una flexibilidad en cuanto a los
inodos de presentación en lugares diferenciados, ya
sea institucionales o no: museos, galerías, exposicio­
nes temporarias, la vía pública, squats; en suma, en
cualquier lugar..., incluso en lugares invisibles (Jo­
chen Gerz y Christian Boltanski, por ejemplo).2 En
fin, íel arte contemporáneo no suele conformarse con
representar. Apela a la capacidad que tiene el públi­
co para juzgar, apreciar, contemplar, m ed itar... o
aburrirse. Sus enunciados y proposiciones son en sí
mismos actos, y estos operan de manera performati-
va.3 Este «art-action» hace algo más que mostrar.
Actúa y solicita la participación activa de los espec­
tadores-actores, quienes contribuyen a la elaboración
de la obra.
Esta lista no pretende ser exhaustiva. Tbmado en
forma aislada, ninguno de tales parám etros es de
por sí necesario ni suficiente. Sólo su combinación
origina una constelación correspondiente a ciertos
aspectos del arte contemporáneo, capaz de esclare­
cer a un público que suele estar librado a su suerte.
Acerca de esto, por desgracia, no se habló durante la
querella.
Desde fines de la década del ochenta y comienzos
de la siguiente, tal como lo testimonian las diversas
formas de creación que surgieron en esa época, los te­
mas que podían interesar al mismo tiempo a los es­
pecialistas y al público fueron numerosos. Había en
ello materia como para renovar una problemática del
arte que no guardaba ya ninguna relación con la de
las décadas anteriores. En verdad, sorprende que nin­
guna de esas cuestiones, salvo raras excepciones, fue­
ra tomada en consideración durante el enfrentamien­
to entre partidarios y adversarios del arte actual.

141
M arc J jm e n e z

¿Falta de perspectiva, apresuramiento por evitar


cuestiones espinosas? Ya veremos cómo el debate de
fondo fue pura y simplemente escamoteado. La con­
troversia viró hacia la polémica y luego degeneró en
diatribas e insultos de carácter político e ideológico,
en detrimento de una mínima caracterización del ar­
te contemporáneo e incluso de un esbozo elemental
de reflexión teórica. Como si el postulado que enun­
ciaba que ese arte era cualquier cosa hubiera dado
pie, a veces, para que los adversarios del arte actual
pudieran decir, también ellos, cualquier cosa, hasta
el extremo de provocar un cortocircuito en toda dis­
cusión sobre las apuestas reales de ese arte.

Notas
1 Véase supra, pág. 67.
2 Véase infra, págs. 261-2.
3 El filósofo inglés John Langshaw Austin (1911-1960) esta­
bleció una distinción entre los enunciados performativos, qué
constituyen simultáneamente el acto al que se refieren («Yo té
caso» o «Yo te bautizo» son proposiciones que se confunden con
la acción enunciada), y los enunciados constatables, afirmacio­
nes que se refieren a lo verdadero o a lo falso. (Cf. Austin,
Quand dire c’est faire, París: Ed. du Seuil, 1962; reed., 1979.)

142
X. El proceso del arte contemporáneo

El frente «antiarte contemporáneo»

En su libro dedicado a la crisis del arte contempo­


ráneo,1Yves Michaud enumera una serie de califica­
tivos empleados por los adversarios del arte contem­
poráneo, al que consideran nulo, incomprensible, sin
talento, trucado, sometido al mercado, indebidamen­
te subvencionado por el Estado, sostenido por las
instituciones, producto de un mundo del arte divor­
ciado del público, etcétera.
Con toda razón, Michaud señala el carácter dis­
par de esos argumentos, a veces incoherentes, no
siempre pertinentes y de valor desigual, sobre todo
cuando se trata de analizar la situación con un míni­
mo de objetividad,
f Sin embargo, acaso lo más sorprendente sea el
postulado según el cual el arte contemporáneo es en
general nulo. Tal juicio de valor supone, en efecto, un
criterio de calidad. Ahora bien: la existencia de esos
criterios es puesta en duda justamente por la mayo­
ría de los protagonistas, adversarios o defensores del
arte actual. Se parte, entonces, de un hecho que se
considera a priori establecido: el del grado cero de
calidad que afecta a la producción artística de la épo-
ca^VUn postulado que es, por definición, indemostra­
ble permite ahorrar pruebas —omisión o callejón sin

143
M arc J im e n e z

salida—, tanto más aún cuando la comprobación de


la presunta mediocridad está en manos de especia­
listas, supuestos expertos en arte contemporáneo y,
en principio, mediadores entre los artistas y el pú­
blico. Y puesto que se ignora casi todo acerca del ta­
lante de ese público, compuesto por simples aficiona­
dos o consumidores no expertos —excepto su escasa
frecuentación de los lugares consagrados a la crea­
ción actual—, la conclusión parece imponerse por sí
misma: el arte es nulo —palabra de experto—, pero
no soy yo, el experto, quien lo afirma, sino el público.
Ese clima general de oprobio que pesa sobre el ar­
te contemporáneo desestabiliza sobremanera a sus
defensores y esteriliza casi enseguida el debate ar­
tístico y estético. Así, por ejemplo, expuesta la prue­
ba de nulidad con respecto a un artista o una obra en
particular, ello requiere a su vez una contraprueba;
del mismo modo que la ausencia de dictamen peri­
cial anula ipso fado cualquier dictamen contrario.2
El debate m uestra hasta qué punto los partidarios
del arte contemporáneo tropezaban con dificultades
para argum entar «pruebas en mano», hasta dar a
entender, a veces, en defensa propia, que su causa
podía estar perdida por anticipado.3 Es cierto, como
hemos precisado, que el discurso antiarte de la épo­
ca, procedente del propio medio artístico, expresaba
vivamente sensaciones o impresiones más o menos
compartidas por el gran público. El «cualquier cosa»
que tan a menudo se les reprochaba a las prácticas
contemporáneas excluía, por definición, toda refe­
rencia a un ideal de belleza. Desaparecido lo bello de
la esfera artística, algunos extraían una palm aria
conclusión: el arte ya no era arte y la obra de arte
tampoco era ya una obra de arte. Las pruebas de esa
supuesta desaparición no faltaban. Desorientado

144
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o *

por la ausencia de significado que caracterizaría a


numerosas obras actuales, ¿el visitante de una expo­
sición no conjura a veces su decepción declarando de
manera terminante que «eso no tiene sentido?». Afín
de cuentas, ¿cómo juzgar, puesto que los propios es­
pecialistas acreditados se niegan a hacerlo?
La radicalidad de las quejas —vacuidad, fealdad,
fárrago, tontería, vulgaridad, futilidad, etc.— formu­
ladas por un frente antiarte erigido en portavoz au-
toproclamado de una especie de doxa popular pa­
rece, así, inhibir cualquier contraataque argumenta­
do y racional.
Una causa adicional de desorientación en los de­
fensores del arte contemporáneo es la falta de uni­
dad y homogeneidad del frente antiarte. Ese frente
es, en efecto, plural y reúne, en una improbable alian­
za objetiva, a los conservadores y a los tradiciona-
listas, nostálgicos del Gran Arte; a los progresistas
que rechazan la celebración de un nuevo arte oficial,
institucionalizado, bajo la égida del Estado, y a la
derecha reaccionaria, antimodernista, hostil al arte
contemporáneo, que milita activamente en favor de
la restauración de los valores del pasado.
Las diatribas partidarias, de carácter político e
ideológico, no tardaron, pues, en reemplazar a las
consideraciones estéticas, en detrimento de un aná­
lisis detallado de la creación contemporánea.

El efecto Baudrillard

Un artículo de Baudrillard titulado «El complot


del arte», que se publicó en 1996 en un periódico fran­
cés de circulación nacional, fue recibido como una

145
M arc J im b n e z

verdadera ofensa, cuyo efecto más espectacular con­


sistió en avivar una polémica que comenzaba a sofo­
carse. Provocación inepta para los partidarios del
arte contemporáneo, las declaraciones del sociólogo
parecían conceder un inesperado apoyo a las tesis
más retrógradas, incluso las más reaccionarias, en
materia de arte.
En realidad, Baudrillard incluía su visión del ar­
te en una concepción más general de la evolución de
las sociedades occidentales. En esencia, denunciaba
los efectos perversos y la violencia de una mund ialiga­
ción que pervertía y neutralizaba los valores, erradi­
caba las diferencias y aniquilaba las singularidades.
Esta evolución signaba el final del deseo de trascen­
dencia, de ideal, de ilusión, pérdida verificable en to­
dos los dominios, incluso el del arte. Esta esfera, que
el filósofo Herbert Marcuse había asimilado a la su­
blimación, era reemplazada por un universo homoge-
neizado, transparente, reino de la indiferenciación,
la indiferencia y la banalidad. Nada escapaba a esta
banalización ni a ese intercambio de signos equiva­
lentes: ni la política, ni la economía, ni el sexo, ni el
cuerpo, ni la creación artística. Ese proceso de trans­
parencia generalizada, propia de la época posmoder-
na, incluso hipermodema,4 no hacía más que revelar
una y otra vez su obscenidad y su pornografía.
«¿Qué puede significar todavía el arte en un mun­
do hiperrealista por anticipado, cool, transparente,
publicitario?»,5 se preguntaba Baudrillard, dado que
incluso la ironía, reivindicada por numerosas prác­
ticas artísticas actuales, fracasaba en una siniestra
confesión de falta de originalidad, de banalidad, nu­
lidad y mediocridad.
El complot del arte se fomentaba sin instigadores
señalados. E ra en vano, entonces, buscar responsa­

146
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

bles, culpables de una sombría maquinación que, en


realidad, involucraba a todo el mundo, tanto a los
cómplices como a las víctimas. Según Baudrillard, la
paranoia que se expresaba de m anera espectacular
en la crisis del arte contemporáneo era una paranoia
cómplice, que «hace que ya no haya juicio crítico posi­
ble, sólo un reparto amistoso —necesariamente de
comensales— de la nulidad. Tales son el complot del
arte y su escena primitiva, relevada por todos los ver-
nissages, encuentros, exposiciones, restauraciones,
colecciones, donaciones y especulaciones».6
Evidentemente, el texto de Baudrillard sólo ad­
quirió su pleno significado una vez que fue reubicado
en el contexto de una problemática más amplia. Sin
embargo, lo que recogieron en aquella época los de­
fensores del arte contemporáneo, irritados y escan­
dalizados, fue esa aparente adhesión a la causa del
frente antiarte. Es cierto que la contribución aporta­
da por el sociólogo, algunas semanas después, al in­
forme de una revista de la Nueva Derecha francesa,
intensa y a veces furiosamente hostil al arte contem­
poráneo, no permitió aplacar los espíritus.
Ese clima es el que pretendemos evocar aquí. Los
argumentos de los protagonistas más activos de esta
controversia acerca de la crisis del arte contemporá­
neo son ampliamente expuestos en la extensa nota
del final del capítulo, infra, págs. 150 y sigs.7

Quiebra de la estética tradicional

En una época de «pluralismo profundo y de tole­


rancia completa» —dixit Arthur Danto—, la desapa­
rición —o la invisibilidad— de los criterios estéticos

147
M arc J im e n e z

y la dificultad para juzgar y evaluar con referencia a


normas preestablecidas acreditan la idea de un fin
de la estética. Ese fin, proclamado a veces vivamen­
te,8 se apoya en un contrasentido con respecto al pro­
pio proyecto de los sucesivos fundadores de la estéti­
ca y, sobre todo, frente a Emmanuel Kant. Muy a me­
nudo se olvida que la estética kantiana se funda por
completo en la autonomía del juicio basado en el gus­
to y en una libertad para juzgar accesible a todos
—por lo menos, en principio—, que supera con creces
el campo exclusivo de las bellas artes. La estética co­
mo reflexión filosófica abrió históricamente, a partir
del siglo XVIII, un espacio particular, el de la crítica,
que más allá de la cuestión del arte fue socavando en
forma progresiva todos los principios de autoridad,
metafísicos, filosóficos, políticos y religiosos. Al res­
pecto, Diderot no se equivocaba; tampoco Kant, ni
Schiller, ni Hegel. Hacer estética era ya, y es siem­
pre, ejercer la libertad de pensamiento; es también
crear conceptos para explorar el campo de lo sensi­
ble, el del gusto, la imaginación, las pasiones, las in­
tuiciones y las emociones. Y crear conceptos es tam ­
bién lo mejor que el hombre ha encontrado para com­
partir esos momentos particulares de la vivencia que
denominamos «experiencia estética».
Hay que reconocer que el debate sobre el arte con­
temporáneo apenas tuvo en cuenta esa clase de con­
sideración. Ampliamente focalizado en la singular
situación del arte actual en Francia, extraviado en
consideraciones políticas y partidarias y en conflic­
tos personales, dejó en suspenso una cantidad de
cuestiones que, no obstante, habían estado en el ori­
gen de su desencadenamiento. A partir de allí siguie­
ron en pie los interrogantes referidos, por ejemplo, a
la existencia o ausencia de criterios de juicio, al es­

148
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

tatuto de las prácticas artísticas y culturales en el ré­


gimen democrático del consumo masivo, a las nue­
vas, por entonces, relaciones entre el público y las
formas de arte diversificadas, que ya nada tenían
que ver con el sistema de las bellas artes. Quedaban
también, demasiado rápidamente citadas, las cues­
tiones referidas al consenso en el seno del mundo ar­
tístico, escindido del gran público, o bien a la impli­
cación política e ideológica de los artistas. Empero, lo
que prevalecía era, sobre todo, la idea de que la teo­
ría estética tradicional estaba en quiebra, que era
impotente para disipar la impresión, ampliamente
compartida no sólo por los profanos sino también por
numerosos especialistas, de que el arte de hoy, a pe­
sar de la opinión de escasos profesionales, es decidi­
damente «cualquier cosa».
Renovar la teoría del arte y adaptar el discurso
estético a esta situación inédita se imponía, pues, pa­
ra algunos, como una necesidad.

Notas
1 Cf. Yves Michaud, op. cit., pág. 2.
2 En 1995 decíamos: «El odio frecuentemente adopta un as­
pecto globalizador que no es propio de la predilección, más se-
.lectiva. Esa forma totalizadora es la que sorprende actualmente
en los virulentos ataques contra el arte contemporáneo» (La cri­
tique. Crise de Vart ou consensus culturel?, París: Klincksieck,
pág. 74).
3 Rainer Rochlitz, para quien las obras de arte actuales pue­
den y deben ser objeto de una argumentación estética y filosófi­
ca, reconocía en 1994 que «a diferencia del arte moderno clásico,
el arte contemporáneo, sean cuales fueren los medios desplega­
dos, resulta casi siempre decepcionante», y que «nada verdade­
ram ente luciferino es ya posible en ese marco balizado» (Sub­
versión et subvention. Art contemporain et argumentation esthé-

149
M arc J im e n e z

tique, París: Gallimard, col, «NRF essais», 1994, pág. 222). «Lu-
ciferino»; así era como Frangois Mauriac calificaba a Picasso, al
que no estimaba. ¿Quién se atrevería hoy a apostar al mutismo
definitivo de Satanás?
4 Gilíes Lipovetsky habla de los tiempos hipermodernos que
suceden a la época posmoderna. La época hipermoderna sería
la del liberalismo, la fluidez mediática, el hiperconsumo, pero
también la de la hiperansiedad que afecta a los individuos en
apariencia más libres, aunque tomen cada vez menos decisio­
nes que manejen colectivamente su existencia. Cf. Les temps
hypermodernes, París: Grasset, 2004 [Los tiempos hipermoder­
nos, Barcelona: Anagrama, 2006].
5 Cf. «Le complot de l’art», «Rebonds», en Liberation, 20 dé-
mayo de 1966, e infra, nota 7 [El complot del arte, Buenos Aires,
Amorrortu, 2006, pág. 57].
6 Ibid. [El complot.. .,op. cit., pág. 65].
7A comienzos de la década del noventa se constituía el «frente
antiarte contemporáneo», según la expresión empleada por el
historiador del arte PaulArdenne, autor de Váge contemporain.
Une histoire des arts plastiques á la fin du XXe siécle, París: Éd.
du Regard, 1997.
«Cualquier cosa» era, por lejos, el reproche que se repetía con
mayor frecuencia en la pluma o en boca de los detractores del
arte actual. La pertinencia de la expresión radicaba en la sim­
plicidad de su empleo. Pertenecía al lenguaje corriente y se la
utilizaba, a menudo, para designar de manera peyorativa aque­
llo que se juzgaba carente de sentido, o bien lo que superaba
nuestra capacidad de comprensión.
En 1991, el artículo que abría el informe del arte contempo­
ráneo establecía el tono: «El arte de hoy es cualquier cosa; todo
el mundo puede pintar y nadie sabe juzgar. Aquí se apilan si­
llas, allí se instala un edredón con manchas de pintura, más
allá se disponen desordenadamente franjas de color trazadas
con regularidad [. ..]» (Jean Molino, «L’art aujourd’hui», Esprit,
n° 173, julio-agosto de 1991, págs. 72 y sigs.).
El autor se hacía eco, de manera irónica, de los desagradables
leitmotiv que cuestionaban al arte entonces actual. Al parecer,
no los hacía suyos. Le importaba, sobre todo, establecer el esta­
do de la situación presente y comprender por qué y cómo nues­
tra época había llegado a vivir bajo la amenaza de un peligro in­
minente: «[. ..] vamos a quedar sumergidos, devorados, aplas­

150
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

tados por las obras de un arte que ni siquiera es bello y cuyas


fronteras nadie podría trazar hoy» (ibid., pág. 73).
E m p e r o , d e c ir q u e e l a r te c o n te m p o r á n e o e r a « c u a lq u ie r cosa»
__se sobreentiende: cualquiera podía hacerlo— suponía dar
respuesta al interrogante sobre saber en relación con qué se de­
claraba que tal o cual cosa era «cualquier cosa». Y, en el presen­
te caso, convenía evaluar el estado de la situación en relación
con los siglos pasados, con el Renacimiento, con el siglo XIX, con
la modernidad, épocas en las que el arte aún era arte y la obra
de arte era una obra de arte. ¿Era necesario por ello compla­
cerse en la nostalgia? Por cierto que no, explicaba el autor, pues
«nos encontramos hoy más cerca que nunca de un arte para
todos» {ibid., pág. 106). Los desfasajes culturales tendían a de­
saparecer, las fronteras entre el arte mayor y el arte menor se
borraban, la fractura entre la cultura elitista y la «cultura del
pobre» se resolvía lenta pero seguramente. En definitiva, según
el autor, el reino del «cualquier cosa», si bien era una prueba de
la muerte del arte, representaba una oportunidad para la de­
mocratización cultural: «Es cierto, en todas partes hay de todo y
es el reino del “cualquier cosa”, pero tengo el derecho de elegir lo
que me place, tengo el derecho y el deber de formular juicios de
valor y de decir que eso es malo y que eso otro, por el contrario,
está bien [. ..]» (ibid., pág. 107).
Se trataba de un texto inaugural, medido, pensado, erudito y
convincente en su conjunto. Allí se decía, en suma, que ante el
mal tiempo convenía poner buena cara. Nadie estaba en condi­
ciones de asumir la responsabilidad de una evolución que lleva­
ba de la Edad Media a una sociedad posmoderna librada al mer­
cado, a la tecnociencia, a la publicidad, a los medios de comuni­
cación.
Pero, curiosamente, del «arte de hoy» -—título del artículo—
en verdad no se hablaba. Se observaba una sorprendente falla
de referencia a los artistas entonces en actividad; apenas si se
podía sospechar una alusión a Burén. Esta reticencia a mencio­
nar de manera precisa, aunque fuese a título de ejemplo, ciertas
obras contemporáneas daba lugar por sí sola, a la desconfianza.
El arte contemporáneo vivo, el de las décadas del ochenta y el
noventa, era tratado como una categoría genérica, abstracta,
como un desván de trastos, o más bien —según la expresión del
autor-—•como un «fárrago» de donde podría surgir —¡eso era lo
que tranquilizaba!— a la larga una «gran obra».

151
M arc J im e n e z

Sin embargo, también el historiador de arte Marc Le Bot, po­


co sospechable de ignorancia respecto de la creación contempo­
ránea, la emprendía severamente con la producción entonces
actual. En el número de la revista Esprit publicado en 1992, de­
nunciaba la herencia desastrosa de Marcel Duchamp, que era
calificado de «maestro de pensamiento de cualquier cosa». El
autor de los ready-made, objetos reproducidos en varios ejem­
plares, exasperaba la lógica de la institución museística. Esta
última no demostraba que estuviera dispuesta a celebrar el cul­
to de una reliquia-desecho, como un orinal, aun cuando el artista
—«gurú ejemplar del arte contemporáneo»— pusiera su firma
en ella. De tal manera, Joseph Beuys, Yves Klein y Daniel Bu­
rén eran, ajuicio de Marc Le Bot, como los celadores de un siste­
ma en deterioro, seudoartistas, vedettes mediáticas, nuevos
dandis del siglo XX que podían «tocar todo, un orinal o una caja
de mierda, sin ensuciarse las manos» (Marc Le Bot, «Marcel
Duchamp et Kses célibataires, meme”», Esprit, n° 179, febrero de
1992, pág. 6).
El «cualquier cosa» era, asimismo, tema del trabajo de Fran-
?oise Gaillard publicado en el mismo número de la revista. Si el
arte contemporáneo se sometía con docilidad al imperativo del
«Haz cualquier cosa» —título del artículo—•, era simplemente
porque las condiciones en las cuales se lo producía habían expe­
rimentado una profunda transformación durante la década del
ochenta. En un espacio social sometido a la comunicación y a la
comercialización, el arte estaba obligado a renunciar a las in­
tenciones contestatarias y subversivas que aún animaban a las
antiguas vanguardias. Que el arte se hubiera vuelto compla­
ciente con una sociedad liberal y consensual, e incluso cómplice
de ella, se inscribía, pues, en una lógica del fin de la moderni­
dad, superando las utopías y los callejones sin salida en los cua­
les se había extraviado: «Al artista (¿posmoderno?) sólo le que­
da jugar el juego y aceptar el cinismo o el oportunismo, que son
las únicas actitudes que nuestra sociedad le deja y le reconoce.
A la crítica sólo le queda lamentarse por el fin del arte».
En contra de la tesis enunciada por Marc Le Bot, Frangoise
Gaillard terminaba por exonerar a Marcel Duchamp de la pe­
sada responsabilidad de haber provocado la irremediable de­
cadencia del arte. A fin de cuentas, ya no se trataba de vitupe­
ra r al arte contemporáneo ni tampoco de hacer su apología.
Bastaba con comprobar que este era un producto de la época,

152
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o *

pero sin que se supiera con exactitud qué obras ni cuáles artis­
tas estaban colocados bajo esa etiqueta. El decorado ideológico y
cultural estaba montado, pero faltaban los actores, excepto Jeff
Koons, extrañamente calificado de «artista epónimo» de la dé­
cada del ochenta (Fran§oise Gaillard, «Fais n’importe quoi», E s-
prit, n° 179, febrero de 1992, pág. 57).
El nombre de Andy Warhol era, junto con el de Marcel Du­
champ, el que se repetía con más frecuencia en los escritos de
quienes fustigaban al arte contemporáneo.
En 1991, el crítico de arte Jean-Philippe Domecq enfrentaba
con una virulencia muy particular el «fenómeno Warhol», al que
calificaba de «farsa intelectual». En su artículo titulado «Un
échantillon de bétise moderne: la fortune critique d’Andy War­
hol» (E sprit, julio-agosto de 1991), enumeraba, en efecto, una
especie de «disparatarlo» o colección de disparates del arte con­
temporáneo, y denunciaba la celebración que los expertos h a­
cían de la novedad por la novedad misma, que llevaba a ensal­
zar «una pobreza más pobre que pobre», una nulidad elevada al
rango de «arte de nuestro tiempo». La condena se refería sucesi­
vamente a las carencias de la propia obra —las célebres serigra-
fías de Marilyn Monroe y de Mao, las latas de sopas Campbell,
las cajas de esponjas de limpieza Brillo—, al «adoctrinamiento
cultural» de la época, al papel de las instituciones artísticas, al
«mañoso del arte» Leo Castelli, al star system, al marketing pu­
blicitario y promocional que lanzaba al mercado un «nuevo
kitsch de vanguardia», y, finalmente, al consenso piadosamente
respetado por los periodistas y los críticos de arte.
La denuncia apuntaba seguramente a un objetivo más am ­
plio, puesto que de hecho concernía al modo de producción artís­
tica en las sociedades occidentales posindustriales. El proceso
intentado por Jean-Philippe Domecq se refería en esencia a las
redes, los museos, las galerías, la mercantilización desmedida,
el consenso cultural, la impotencia o la defección de la crítica de
arte; en suma, a las esferas opacas del mundo del arte, herméti­
camente cerradas a la vista del gran público.
El debate estético sobre los criterios de evaluación resultaba
también allí escamoteado, como asfixiado ante los ataques cada
vez más virulentos contra el arte actual.
En el citado número de la revista Esprit de febrero de 1992,
Jean-Philippe Domecq la emprendía de nuevo, especialmente,
contra algunos artistas de renombre, que encarnaban, según se

153
M arc J im e n e z

consideraba, la nulidad que afectaba al «95% del arte de actua­


lidad». En primer lugar, Daniel Burén y sus «rayados», autor de
«supercherías» tan grotescas como las de Andy Warhol, Julián
Schnabel, Frañk Stella, James Rosenquist y Soportes/Superfi­
cies (Jean-Philippe Domecq, «Burén: de l’autopublicité puré,
Dubuffet: du b ru t snob et la suite», Esprit, febrero de 1992,
págs. 16 y sigs.). En el número de Esprit de octubre del mismo
año —tercer informe consagrado a los criterios estéticos—, el
plástico Jean-Pierre Raynaud, que había alcanzado notoriedad
por su casa de cerámica blanca, sus floreros y sus señales de di­
rección prohibida, fue quien se encargó de la venganza, irónica
más que agresiva, contra Domecq.
Los informes de la revista Esprit marcan el comienzo de la
polémica sobre el arte contemporáneo. Los artículos de Jean-
Philippe Domecq sorprendían por su virulencia, pero la ofensi­
va contra la creación actual se generalizaba de manera también
brutal, en especial en la prensa escrita. Así, Télérama consagra­
ba un número especial al «gran bazar» del arte actual («Art con­
temporain: le grand bazar», octubre de 1992). Olivier Céna de­
nunciaba con vehemencia «la blanca preocupación de la nada».
Para este crítico, por lo general tan atento a las obras mismas,
ninguna producción actual parecía resultar satisfactoria. Otro
tanto ocurría en el caso de Marc Le Bot («L’art n’a aucune va-
leur»), Jean Clair («Espéce de tas de charbon») y Jean-Philippe
Domecq («La course-porsuite des avant-gardes»). Este último se
expresaba casi simultáneamente, en Le monde des débats, con­
tra la «manía de lo nuevo», tema que desarrollaría poco después
en un libro de título elocuente: Artistes sans art (París: Éd. Es­
prit, 1994).
Estos ataques contra el arte contemporáneo, vistos desde la
perspectiva de algunos de sus actores más conocidos, tuvieron
el incuestionable mérito de «causar revuelo». Sin duda, las críti­
cas de Jean-Philippe Domecq, fiscal vehemente y agresivo, no
carecían por completo de fundamento. En 1992, intentaba reto­
m ar la importante cuestión de la crítica, de la libertad de apre­
ciación de cada uno, independientemente de las modas, de las
imposiciones institucionales y mediáticas: «El consenso sobre el
arte contemporáneo; la prohibición de pronunciarse, de apre­
ciar, de juzgar; la obligación de consentir lo Reciente; el embal­
samamiento a precio de oro de un arte contemporáneo que sólo
nos habla de arte contemporáneo, son tales que el desdichado

154
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

que se atreve a reírse de este es considerado un violento, “un te­


rrorista, un negador”». Sabiendo que no se podía brindar una
definición a priori del arte, Domecq sugería que se rehabilitara
una crítica de arte centrada en las obras, y ya no en la cuestión
de la cuestión del arte: «Sería de desear, pues, que más críticos
sostengan los dos extremos de la cadena: por un lado, la reflexión
especializada, históricamente precisa pero también que
les planteen a las obras, o encuentren en ellas, las cuestiones
existenciales (desde la alegría hasta la angustia, desde la refle­
xión hasta la visión, el placer, el pensamiento) [.. .] que cada uno
procura cuando va en búsqueda del arte» («L’art contemporain
contre l'art moderne? Ce que nous cherchions et ce que nous vou-
lons faire», Esprit, n° 185, octubre de 1992, págs. 5 y sigs.).
Jean-Philippe Domecq evocaba allí un programa atractivo
que concernía a la experiencia estética de cada uno, tanto del
experto como del profano; pero no daba la impresión de que que­
dara conforme. Se podía denunciar la «oficialización» acadé­
mica de Daniel Burén, detestar sus rayados invasores y repeti­
tivos, maldecir las columnas del Palais-Royal, pero nada impe­
día elaborar la hipótesis de que a algunos también les gustaran.
Se podían deplorar, asimismo, los pedidos públicos efectuados a
Jean-Pierre Raynaud, declarar que sus floreros irritaban, que
sus cuadrados de loza blanca aburrían. Sin embargo, habría
quienes se sintieran satisfechos con ellos. En suma, siempre
hubo y habrá m ateria de debate, pero el exceso de los planteos y
el carácter de por sí provocador de Domecq no se percibían como
una serena invitación a la discusión.
En conjunto, excepto algunas fuertes reacciones esporádicas,
los partidarios del arte contemporáneo acusaron el golpe, pero,
curiosamente, su réplica se mostró bastante timorata.
Un ciclo de conferencias sobre el tema «El arte contemporá­
neo cuestionado», organizado en la Galería Nacional del Jeu de
Paume entre septiembre de 1992 y marzo de 1993, pretendió
responder a los informes de la revista Esprit. Las dificultades
con que tropezaban los defensores del arte actual eran visibles y
comprensibles. Las ásperas condenas, los «juicios de desagrado»
contra artistas cuestionados, con obras discutibles, ¿no eran
también la expresión de las sensaciones del público o, por lo me­
nos, de sus supuestas reacciones? ¿Era pertinente, en verdad,
hacer la apología de un arte que era víctima, al parecer, de la
desafección masiva?

155
M arc J im e n e z

Georges Didi-Huberman —historiador del arte, intérprete


minucioso de obras minimalistas— eligió la réplica ofensiva y
denunció el «resentimiento moral e ideológico», así como el «de­
seo de venganza», de los detractores, preocupados, según él, por
encubrir su propia incapacidad para comprender las creaciones
contemporáneas con una «retórica de la execración».
Rainer Rochlitz, autor en 1994 de un libro notable, Subver­
sión et subvention. Art contemporain et argumentation esthéti­
que (op. cit., nota 3, supra), intentó elevar el debate al plano re­
flexivo. Después de tomar nota de la desaparición de las normas
tradicionales de evaluación y de la desorientación de la crítica,
proponía una lista de nuevos criterios estéticos que podían dar
lugar a un debate público sobre la calidad de las obras contem­
poráneas. Si bien hacía hincapié en el papel ambiguo de la ins­
titución y de los poderes públicos —subvenciones concedidas a
obras consideradas subversivas—, así como en la defección de
una crítica de arte demasiado a menudo cómplice de tal siste­
ma, sostenía que el arte «seguía siendo accesible a una argu­
mentación racional sobre su pertinencia, su significado y su lo­
gro estético» (Rainer Rochlitz, L’art sans compás. Redéfinitions
de l’esthétique, París: Éd. du Cerf, 1992, pág. 238).
Catherine Millet, jefa de redacción de Art press, revista deci­
didamente comprometida en la defensa del arte actual, afirma­
ba estar convencida de que la historia (del arte moderno y con­
temporáneo) continuaba esperando obras ambiciosas, capaces
de rechazar al mismo tiempo el eclecticismo y la «cultura zapp-
ing» («Ce n’est qu’un début, l’art continué», Art press, n° 13, es­
pecial 1992, págs. 8 y sigs.).
No obstante, el debate, abierto brutalmente por unos y apa­
rentemente deseado por los otros, seguía sin aparecer.
En 1994, Philippe Dagen, crítico de arte del diario Le Monde,
hacía el balance de la confrontación. Tras comprobar la au­
sencia de avances significativos, señalaba que, frente a los ata­
ques de que era objeto, el arte contemporáneo «debe reconocer
su diversidad y su fragilidad» («Arts. Derniéres nouvelles du
front. Face á ses détracteurs, l’art contemporain doit reconnai-
tre sa diversité et sa fragilité», Le Monde, 29 de abril de 1994).
Ante las críticas desatadas por quienes, con títulos diversos,
vilipendiaban al arte contemporáneo, era evidente que el frente
de los defensores no había logrado desarrollar una argumenta­
ción basada en ejemplos probatorios, en especial en «obras am­

156
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

biciosas», capaces al mismo tiempo de escapar a las imposicio­


nes institucionales, mediáticas o comerciales del sistema que
m anejaba a aquel y de complacer al público. Pues bien: eran pre­
cisamente esas imposiciones las que denunciaban quienes
despreciaban la modernidad y la contemporaneidad artísticas.
En 1996, el debate abandonaba el terreno artístico y viraba ha­
cia el enfrentamiento político e ideológico. Una inesperada de­
claración de Jean Baudrillard, algunos artículos o entrevistas
publicados en la prensa —Krisis, Le Fígaro, L'Événement du
JeudiyL e Débat—, así como un coloquio en la Escuela Nacional
Superior de Bellas Artes, en abril de 1997, volvieron a echar
leña al fuego.
El colmo de la abstracción y del discurso generalizador se al­
canzaba en un artículo del sociólogo Jean Baudrillard, titulado
«Le complot de l’art» («Rebonds», Libération, 20 de mayo de
1996). El texto se inscribía en la serie de diagnósticos a menudo
pertinentes que el autor realizaba, desde hacía muchos años,
acerca del estado de la sociedad occidental y sobre el mundo
contemporáneo. El complot del arte remitía a esa «complicidad
oculta y vergonzosa» que el artista, irónico y cínico, anudaba
con las «masas estupefactas e incrédulas». Baudrillard denun­
ciaba con virulencia la duplicidad de un arte que se apropiaba
no sólo de la realidad más trivial, la banalidad, el desecho, la
mediocridad, sino también de las formas y los estilos del pasa­
do, que utilizaba para reciclarlas h asta el infinito en una pro­
ducción mediocre: «Toda la duplicidad del arte contemporáneo
consiste en esto: en reivindicar la nulidad, la insignificancia, el
sinsentido. Se es nulo, y se busca la nulidad; se es insignifican­
te, y se busca el sinsentido». Le queda al lector la tarea de adivi­
nar quién estaba detrás de las alusiones.
Por cierto, la cuestión apuntaba a «innumerables instalacio­
nes y performances». ¿Pero cuáles? Podían adivinarse algunos
objetivos: la transvanguardia, la posmodernidad. E ra posible
entrever, de m anera desordenada, el Nuevo Realismo, el pop
art, el arte corporal y sus excesos a veces exhibicionistas o por­
nográficos. ¿De quién podía tratarse? Se estaba al acecho de un
indicio, se esperaba en rigor el nombre de los culpables aún en
actividad o bien recientemente desaparecidos: una Gina Pane,
una M arina Abramovic, los Gilbert & George, una Orlan o bien
una Cindy Sherman. .. pero en vano. Por el contrario, no había
ninguna incertidumbre en lo concerniente al pop art. A este úl­

157
M arc J im e n e z

timo le correspondía un nombre: Andy Warhol, «verdaderamen­


te nulo, en el sentido de que reintroduce la nada en el corazón
de la imagen. Warhol hace de la nulidad y de la insignificancia
un acontecimiento que él transforma en una estrategia fatal dé
la imagen».
La observación de Baudrillard también se podía interpretar
como un elogio, aunque ese homenaje no significara demasiado
frente a la situación actual: el pop art fue, por cierto, uno de los
primeros movimientos artísticos contemporáneos, pero no era
en absoluto representativo, por sí solo, del conjunto de la pro­
ducción artística desde hacía más de cuarenta años.
Excepto este ejemplo que se remontaba a los últimos sobre­
saltos de la modernidad, el artículo de Jean Baudrillard no tra­
taba en verdad de arte, de artistas ni de obras. Ese discurso
«anónimo» perturbó el debate, antes que aclararlo. Era lamen­
table. Cuestionar el sistema cultural sometido al mercado y a la
especulación, criticar el consenso que reinaba en los uernissa-
ges, encuentros y exposiciones, denunciar el «bluff de la nuli­
dad» que engañaba permanentemente al público, eran temas
que no estaban en verdad fuera de conversación. Desafortuna­
damente, les faltaba la fuerza demostrativa de las pruebas. Se­
ñalemos que, algunas semanas después, Baudrillard disipaba
los malentendidos provocados por su acusación de nulidad con­
tra el arte contemporáneo. Preocupado de que lo tacharan de
conservador o de tener actitudes reaccionarias, declaraba en Le
Monde del 9 de junio de 1996: «No soy un nostálgico de los valo­
res estéticos antiguos».
Sin embargo, el asunto distaba de haberse cerrado.
En noviembre de 1996, la revista Krisis, órgano de la Nueva
Derecha francesa, publicaba un número titulado ArtInon-art?
Participaban en el informe Marc Fumaroli, historiador de arte,
profesor en el Collége de France y académico; Jean Clair, direc­
tor del Museo Picasso; el sociólogo Jean Baudrillard, y Jean-
Philippe Domecq. Los usos y costumbres vigentes en Francia,
así como la discrepancia tradicional entre la «derecha» y la «iz­
quierda», impedían en principio cualquier forma de transferen­
cia, que corría el riesgo de aparecer como una traición, un com­
promiso o un aval que se concedía a tesis diametralmente opues­
tas a las que uno defendía. Esta escisión generaba un efecto de
coherencia: la «izquierda», en ocasiones calificada de progresis­
ta, era favorable a la modernidad, a las vanguardias y al arte con­

158
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

temporáneo, m ientras que la «derecha», conservadora o tra-


dicionalista, les era hostil. Se trataba de una visión simplista y
reductora, pero no dejaba de tener consecuencias. Que Jean
Baudrillard tildara de «nulo» al arte contemporáneo en el pe­
riódico Liberation podía sorprender e irritar, pero no tenía nada
de escandaloso. Criticar a los funcionarios del ámbito de la cul­
tura y el papel del Estado en Le Fígaro, a la manera de Marc
Fumaroli, se ajustaba a la posición política del diario. Denun­
ciar la mediocridad de la creación actual, como lo hacía Jean-
Philippe Domecq en el marco de un informe publicado por la re­
vista Esprit, provocaba reacciones indignadas, pero no tema na­
da de ilegítimo. Por el contrario, el hecho de que intelectuales
de derecha y de izquierda, reunidos para la ocasión, se expresa­
ran de manera idéntica y concertada, en una revista ideológica­
mente cercana a las posiciones de la extrema derecha, no hacía
más que confundir y exponía a las peores amalgamas.
Era, pues, la forma o, si se prefiere, la manera lo que desper­
taba más reacciones, porque sobre el fondo no se decía nada que
no se supiera.
Marc Fumaroli retomaba lo esencial de las tesis desarrolla­
das en su obra L’État culturel, Essai sur une religión moderne
(París: De Fallois, 1991), en el cual deploraba la falta de rumbo
de la política cultural de Francia después de André Malraux:
«El Estado cultural es, por definición e intención, protector, pro­
teccionista y dirigista en nombre de la salvación nacional. Esto
significa también que, por esencia, y a pesar del equívoco con el
que juega entre el sentido noble y clásico de la palabra “cultura”
{cultura animi) y el sentido actual, que viene a ser una mani­
pulación de las mentalidades, es “política cultural”, una varian­
te de la propaganda ideológica». Al condenar sin reservas las
dos ideologías terroristas -—el comunismo y el fascismo—, que
sometieron a las artes en el transcurso del siglo XX, Marc Fu­
maroli reiteraba sus quejas contra un arte contemporáneo que
se había convertido, según él, en la ideología oficial del Minis­
terio de Cultura, en especial bajo la dirección del socialista Jack
Lang: «El mayor orgullo de la actual administración es la Fiesta
de la Música, que recuerda al mismo tiempo a un Mayo del 68
orquestado desde arriba y a la Fiesta de UHumanité. La inten­
ción anunciada es “desarrollar las prácticas musicales” de los
franceses. Resulta difícil imaginar una pedagogía más extraña
a la armonía y a la melodía que esa algazara desatada en el mis­

159
M arc J im e n e z

mo momento en ciudades enteras. En realidad, es una yuxtapo­


sición en público de los baffles de las cadenas hi-fi y de micrófo­
nos de Walkman». Así, Fumaroli denunciaba a un Estado doctri­
nario, autoritario y proteccionista, tal como el centralismo de­
mocrático de las artes, responsable de la desafección del público
francés y extranjero frente al arte de entonces.
Si bien tenía como objetivo, asimismo, la política «dirigista»
de los FRAC y la «pequeña nomenklatura de “comisarios” dog­
máticos y comprometidos con el mercado» (véase la respuesta
de Jean Clair, «Esthétique et politique», Le Monde, 8 de marzo
de 1997, al artículo de Philippe Dagen, «L’art contemporain
sous le regard de ses maitres censeurs», Le Monde, 15 de febre­
ro de 1997), la «cólera» de Jean Clair apuntaba también, al mis­
mo tiempo, al arte contemporáneo, de allí en más inmerso en un
«callejón sin salida», carente de «sentido y de existencia», ine­
luctablemente condenado a la agonía, la pérdida del oficio, del
savoir-faire, del color, del dibujo, y con artistas que padecían de
daltonismo.
La adopción de esas posturas se situaba en el marco de una
crítica más general de la modernidad, emprendida a partir de
1983 en Considérations sur Vétat des beaux-arts. Ya entonces,
Jean Clair deploraba el funesto papel de los artistas modernos y
de sus sucesores, mientras que el arte contemporáneo era consi­
derado el último avatar de las vanguardias del siglo XX. En su
ensayo La responsabilité de Vartiste: les avant-gardes entre te­
rrear et raison, publicado justam ente en 1997, su crítica se radi­
calizaba. Sostenía una tesis paradójica: el arte moderno, y las
vanguardias en general, vilipendiadas por el nazismo y el esta-
linismo, en realidad habían sido cómplices de los totalitarismos;
La vanguardia no sólo no habría dado testimonio de ninguna
«libertad suprema del espíritu», sino que habría sido, por el con­
trario, el «banco de pruebas de la intolerancia espiritual y de la
violencia física». Habría permitido la abstracción, contribuyen­
do así al surgimiento de un arte internacional. A partir de en­
tonces, el arte actual, «instrumento de una racionalización bár­
bara y planetaria», mezcla de «expresionismo bastardeado» y de
«argot universal», sólo podría encontrar su salvación rehabi­
litando la tradición y regenerándose en contacto con la nación y
la patria.
No había ningún conservadurismo nostálgico del gran arte,
del gran estilo y del gusto en Jean-Philippe Domecq, quien rei­

160
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

teraba en Krisis sus ataques contra el ámbito del arte contem­


poráneo. El mérito de Domecq consistía en afirmar con vehe­
mencia que se podía estar «situado políticamente más bien a la
izquierda» ■—como lo recordaba Krisis-— y, a pesar de todo, po­
ner en la picota una parte de la creación actual. Si bien no cues­
tionaba explícitamente la política cultural del Estado, tampoco
decía nada de las obras que podían escapar al oprobio genera­
lizado.
La misma imprecisión caracterizaba también a las declara­
ciones de Jean Baudrillard. Sus escasas referencias a los más
puros productos comerciales de la industria cultural y del star
system —como los filmes Bajos instintos y Barton Fink— resul­
taban difícilmente clasificables en la categoría de «arte contem­
poráneo». El caso de la pintura era despachado, sin ambages, en
pocas líneas: «Hay una gran dificultad para hablar de la pin­
tura de hoy porque hay una gran dificultad para verla. Porque
la mayoría de las veces ya no quiere ser exactamente mirada,
sino visualmente absorbida, y circular sin dejar rastros».
Ante esos ataques contra el arte contemporáneo, las reaccio­
nes no se hicieron esperar. En su libro La haine de l’art (París:
Grasset, 1997), Philippe Dagen se dedicó a responder a las dife­
rentes críticas formuladas por Marc Fumaroli, Je a n Clair y
Jean Baudrillard. Recordaba, con toda razón, que el rechazo del
arte contemporáneo no era reciente, que debía atribuírselo a un
antimodemismo que Francia experimentaba crónicamente des­
de comienzos del siglo XX. Al contrario de las tesis de Marc Fu­
maroli que condenaban al Estado cultural y al apoyo, que él
consideraba exorbitante, otorgado por los poderes públicos a la
creación actual, Dagen ponía de manifiesto la desproporción
entre el presupuesto asignado a la conservación del patrimonio
y las sumas «ínfimas» destinadas a la creación contemporánea.
Sin embargo, por mejor fundamentadas que estuvieran las
argumentaciones del autor, el libro, convincente en la descrip­
ción de la situación, no era de naturaleza tal como para aplacar
los ánimos. La virulencia de la polémica promovía las expresio­
nes desmesuradas, como las de quienes asimilaban las críticas
dirigidas contra el arte contemporáneo a resabios de ideología
fascista.
El informe especial publicado por la revista Art press (n° 223,
abril de 1997), «L’extréme-droite attaque l’a rt contemporain»,
fustigaba severamente a aquellos —en especial, a Jean Baudri-

161
M arc J im e n e z

llard, Jean Clair, Jean-Philippe Domecq y el artista Ben— que


habían cometido la torpeza de comprometerse con la revista
Krisis. El tono de los artículos no incitaba en absoluto a la dis­
tensión.
En ese ambiente, al mismo tiempo de exasperación y depre­
sión, amenizado —si se permite la expresión— por algunos in­
tercambios de insultos e injurias a través de la prensa escrita,
en abril de 1997 se realizó, en la Escuela Nacional Superior de
Bellas Artes de París, un coloquio sobre el tema «El arte con­
temporáneo: órdenes y desórdenes», auspiciado por el Ministe­
rio de Cultura.
La intención del delegado de Artes Plásticas, Jean-Frangois
de Canchy, era reaccionar ante los ataques que había sufrido la:
creación artística actual, responder a las críticas formuladas es­
pecialmente por Jean Clair y Jean Baudrillard y, en lo posible,
aplacar la cuestión. No tuvo mucho éxito.
El filósofo norteamericano Arthur Danto, quien asistió, atóni­
to, al ajuste de cuentas, señaló: «[. . .] el debate, que hasta en­
tonces se había limitado a una serie de intercambios de puntos
de vista apasionados a través de diarios y revistas, degeneró en
una disputa pública en la Escuela de Bellas Artes de París. Los
partidarios de las distintas posiciones en juego trataban de de­
fender su visión de las cosas ante una muchedumbre cercana al
millar de personas, muy indisciplinadas, que ahogaban los dis­
cursos con gritos de “¡Nazis!”, "¡Fascistas!” y otros insultos de la
misma clase» (La Madone du futur, «Art de Yasmina Reza», op.
cit., pág. 415).
El espanto del observador ocasional resulta comprensible.
Procedente de Estados Unidos, donde la expresión «arte con­
temporáneo» no planteaba ningún problema de naturaleza ar­
tística, ética, política o ideológica, Arthur Danto se vio enfrenta­
do a una situación por lo menos extraña. ¿Cómo no desconcer­
tarse frente a las conmociones provocadas por un arte —el de
hoy— cuyo final venía proclamando desde hacía cuatro déca­
das? Un arte vilipendiado desde todas partes, sin que fuera, de
alguna manera, tratado en el plano estético ni desde la perspec­
tiva de una crítica centrada sobre su objeto, a saber, sobre las
obras.
De hecho, las diatribas político-ideológicas intercambiadas
por los protagonistas no permitían entrar en el tema del colo­
quio. El enfrentamiento entre Thierry de Duve y Jean Clair so­

162
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

bre la cuestión Krisis se eternizaba. La verdadera réplica de De


Duve a su adversario tendría lugar en Bruselas, en 2000, du­
rante su exposición «Aquí. 100 años de arte contemporáneo».
Algunos artistas presentes •—Jean-Marc Bustamante, Alain Sé-
chas, Jochen Gerz, Catherine Beaugrand, Sylvie Blocher— in­
tentaban volver a centrar el debate sobre cuestiones propia­
mente artísticas y estéticas. Era en vano. Se mencionaba a ar­
tistas actuales pero ausentes en el debate: Christian Boltanski,
Sarkis, Anne y Patrick Poirier, Georg Baselitz, Fabrice Hybert,
Bertrand Lavier.. .
De sus obras, ni u na palabra. Sin embargo, una exploración
de las obras de esos artistas habría podido encarrilar el debate.
Fue de lamentar, por ejemplo, que no se dijera nada de la ten­
dencia denominada «Mitologías personales», a la cual suelen
ser asociados, a partir de la década del setenta, los nombres de
Christian Boltanski, Annette Messager, Anne y Patrick Poirier,
Sophie Calle, Gina Pane y Orlan, al margen de que esos artistas
podían inscribirse también en otras corrientes. Pero el mundo
del arte se habla a sí mismo. Es cierto que el delegado de Artes
Plásticas, Jean-Frangois de Canchy, había tomado la precau­
ción de anunciar en la apertura del coloquio: «El debate que van
a iniciar ahora es legítimo. Ese debate es necesario. ¡Atención!
Debe permanecer dentro de nuestras paredes, de los recintos de
nuestras escuelas, de los centros de arte, de nuestros museos.
Ese debate debe quedar entre nosotros, profesionales de la vida
cultural, artistas, críticos, marchands, conservadores».
Y el debate público se clausuró a puertas cerradas...
El coloquio constituyó efectivamente el apogeo de la querella
en torno al arte contemporáneo y anunció, al mismo tiempo, el
fin de la discordia. La revista Esprit, en su número de agosto-
septiembre de 1999, planteaba de nuevo el problema, oculto du­
rante demasiado tiempo, de la evaluación de las obras contem­
poráneas, un problema que —según se lee en uno de los artícu­
los— «no consiste en preferir una obra m aestra a otra, sino en
distinguir una obra maestra de una obra mediocre, a los efectos
de determinar qué obra merece ser conservada en la memoria
de la humanidad» (Alain Séguy-Duclot, «Redéfinir l’art pour ne
pas manquer la création», Esprit, n° 8-9,1999, pág. 108).
Sin embargo, la solución se hacía esperar. En efecto, curiosa­
mente, el autor creía poder confirmar la muerte de la estética
«después de doscientos cincuenta años de una larga y dolorosa

163
M arc J im e n e z

agonía». Al mismo tiempo, juzgaba esencial que se llegara a


«redefinir el arte», a fin de no «fracasar en la creación artística
del siglo XXI», aunque no especificaba en qué consistía se­
mejante tarea. E ra algo imposible, seguramente, a menos que
se considerara que algún esteta o filósofo del arte que hubiera
escapado al desastre consiguiera milagrosamente redefinirlo
todo. Si la reciente disputa tuvo algún mérito, este fue el de ha­
ber demostrado la imposibilidad de aislar el arte de sus impli­
cancias sociales, culturales, institucionales, políticas e ideoló­
gicas. Redefinir el arte también significaría redefinir el papel dé
la institución, privada o pública, y la misión del museo, de las
galerías, de los centros artísticos, del Estado, sin olvidar la fun­
ción primordial de los mediadores que operan en el mundo del
arte: historiadores, críticos, periodistas, conservadores, mar¿
chands, etc. ¡Sería, seguramente, una misión desesperada!
En el mismo número de la revista Esprit, uno de los protago­
nistas más activos y virulentos de la crisis del arte contempo­
ráneo, Jean-Philippe Domecq, hacía el balance de las querellas
pasadas («De quelques préjugés contemporains», Esprit, n° 8-9,
1999, págs. 109-15). Reiteraba sus quejas contra un arte obse­
sionado por la ruptura a cualquier precio, apegado a la trans­
gresión sistemática, obnubilado por una tabula rasa rabiosa y
autodevoradora. Antes que limitarse a redefinir una práctica
convertida hoy en indefinible, Domecq pedía que se terminará
con las conminaciones, las consignas, las prescripciones de toda
clase, y, en particular, que se pusiera fin a la carrera frenética
tras la novedad: «AI liberarse del imperativo categórico de lo
Reciente, la creación ganará en libertad». Pero, ¿estaba en ver­
dad exclusivamente en manos de los artistas modificar el esta­
tuto del arte bajo el régimen actual del sistema comercial y de la
democratización cultural? El autor señalaba que ese régimen
era el de la nivelación de los valores y la indiferenciación artísti­
ca y estética, que reducía el juicio basado en el gusto a una sim­
ple excitación egocéntrica. Recordaba, con toda razón, que la
«igualdad de los derechos culturales jam ás propició ninguna
“igualdad” de las producciones artísticas». Tenía, por cierto, ra­
zón al denunciar la ilusión de la opción individual, libre de cual­
quier condicionamiento y de cualquier manipulación en una so­
ciedad de masas y de mercado. No había ya artistas de renom­
bre y cotizados internacionalmente que no se beneficiaran con
la promoción y el servicio posventa asegurado por las institucio­

164
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

nes, las galerías, los museos, las bienales y los medios de comu­
nicación. Domecq apuntaba en especial a Andy Warhol, Jasper
Johns, Frank Stella, Sol LeWitt, Joseph Kosuth, Tony Smith,
Joseph Beuys, Yves Klein, Daniel Burén, Jean-Pierre Raynaud.
Así, se invitaba al público a seguir la tendencia dominante,
guiado por los expertos y los profesionales de la cultura, sin que
hubiera necesidad de ninguna teoría general sobre la función
del arte o sobre criterios estéticos que, a fin de cuentas, ya no
eran de su competencia.
8 Véase, en especial, el informe del Magazine littéraire titula­
do «Philosophie & art: la fin de l’esthétique?», n° 414, noviembre
de 2002.

165
XI. ¿Cómo interpretar la crisis?

Democracia y pluralismo

El ensayo que el filósofo Yves Michaud consagró a


la crisis del arte contemporáneo (1997) describía de
m anera precisa, «metódica y simple», esos cambios
de orientación y se inscribía él mismo dentro de lo que
podría denominarse —incluso a riesgo de volver más
pesada una expresión ya sobrecargada— la «posmo­
dernidad tardía». Ex director de la Escuela Nacional
Superior de Bellas Artes de París, al autor no podía
atribuírsele indiferencia u hostilidad frente al arte
contemporáneo. Ni «adversario nostálgico» ni «ado­
rador asalariado», Michaud adoptaba la perspectiva
necesaria —«relativismo metodológico» y «escepti­
cismo teórico»— como para deplorar el simplismo de
los argumentos esgrimidos a lo largo de la polémica
sobre el arte contemporáneo, y no daba la razón ni a
partidarios ni a detractores. Según Michaud, la que­
rella resultaba literalmente intempestiva en la me­
dida en que se apoyaba en paradigmas que ya no te­
nían vigencia, tales como el Gran Arte, la Gran Esté­
tica, la función utópica del Arte, la subversión o la
transfiguración artísticas de la realidad, la comu­
nión en el seno de una universalidad finalmente re­
conciliada, la misión salvadora del arte como «arga­
masa social», etcétera.

166
L a q u e r e lia . d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

En las democracias liberales y pluralistas, seña­


laba Michaud, la cultura dominante era ya entonces
la del zapping, donde cada cual expresaba sus prefe­
rencias y era libre de afirmar lo que quería haciendo
caso omiso de cualquier «deferencia» y «reverencia»
para con los gustos de la élite. La crisis no residía en
las prácticas artísticas, cada vez más numerosas y
diversificadas, sino más bien «en nuestras repre­
sentaciones del arte y de su lugar en la cultura».1
Si se quería comprender esta evolución no se po­
día recurrir a las antiguas teorías estéticas de la mo­
dernidad, poskantianas, idealistas y románticas.
Según Yves Michaud, convenía entonces volverse
hacia los teóricos que pertenecían a la filosofía an­
glosajona del arte, como Nelson Goodman o Arthur
Danto, o a los que se inspiraban en ella, especial­
mente en Francia, como Gérard Genette o Jean-Ma-
rie Schaeffer. Las «estéticas del pluralismo», de las
que surgían, según Michaud, los autores en cues­
tión, remitían a las diversas contribuciones que de­
sarticulaban el «paradigma modernista» y preten­
dían «devolverle a la experiencia estética su diversi­
dad, su variabilidad y su relatividad». Unicamente
esas estéticas respondían a la organización y a la
gestión del sistema cultural en una democracia libe­
ral y «plural».
Elaborar un nuevo paradigma estético, capaz de
reemplazar a dos siglos y medio de teorías sobre el
arte, era la apuesta definida por Michaud: «Es nece­
sario, entonces, rever nuestras maneras de pensar,
tratar de formar un nuevo paradigma de una activi­
dad que, por otra parte, sigue siendo indispensable,
sea cual fuere nuestra decepción al no poder ya enca­
rarla como lo veníamos haciendo desde el nacimiento
histórico de la estética, a fines del siglo XVIII».

167
M arc J im e n e z

Pero esta descalificación de una filosofía del arte


surgida de la tradición europea —que los norteame­
ricanos denominan «continental»—, en beneficio, al
menos en parte, de una filosofía de inspiración analí­
tica y pragmática, elaborada principalmente en Es­
tados Unidos, suponía una reinterpretación de la
historia de la estética y, sobre todo, una redefinición
de esta última, lo cual no dejaba de presentar dificul­
tades. Cualquier reemplazo requiere una equivalen­
cia de las cosas por cambiar. Reemplazar una tradi­
ción estética antigua por una tradición estética más
reciente sólo puede ser legítimo si el producto de
reemplazo corresponde realmente a la estética. Y no
parecía ser este el caso, como veremos en el capítulo
siguiente.

Por nuevas relaciones estéticas

«¿De dónde proceden los malentendidos que ro­


dean al arte de la década del noventa, si no de un dé­
ficit del discurso teórico?».
Esta pregunta, planteada por Nicolás Bourríaud
en su obra, Uesthétique relationnelle,2 era sin duda
muy pertinente. Una de las soluciones preconizadas
consistía en «tomar las prácticas contemporáneas»5
y establecer lazos más estrechos y cordiales entre el
público y el trabajo de los artistas. Resistir la rei-
ficación dominante en la sociedad actual suponía,
según el autor, la instauración de una verdadera «so-
cialidad», que estaba pervertida por el sistema co­
mercial. Es cierto que las producciones artísticas a
menudo parecían inaccesibles, reducidas a simples
gestos o a procesos más o menos desencamados e in

168
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

materiales; sin embargo, no dejaban de apelar a múl­


tiples formas de experimentación, esbozando otras
tantas «utopías de proximidad». Convenía, por ende,
establecer ese nuevo lazo social, creando una red de
relaciones intersubjetivas y participativas entre ar­
tista y público, lo opuesto al turismo cultural superfi­
cial y consumista. Bourriaud pensaba que ciertas
producciones reclamaban más que otras esas expe­
riencias, al crear ellas mismas las condiciones para
ese acercamiento. Así, citaba a muchos artistas cu­
yas obras tendían a restaurar un tejido social disten­
dido, como Félix González-Tbrres,4 Gabriel Orozco,
Rirkrit Tiravanija, Pierre Huyghe, Angela Bulloch,
Vanesa Beecroft, Maurizio Cattelan.5
Gabriel Orozco, artista de origen mexicano naci­
do en 1962, es conocido por su D S (1993), un Citroen
DS al que le cortó un tercio de su ancho y lo «suturó»
para devolverle un look casi normal. En 1995 se pro­
puso recorrer en una scooter amarilla, Die Schwalbe
(«La golondrina», fabricada en la ex República De­
mocrática Alemana), toda la ciudad de Berlín en bus­
ca de cuarenta vehículos de modelo y color idénticos.
Cuando encontraba uno, se ponía a su lado y fotogra­
fiaba la motocicleta gemela.
Rirkrit Tiravanija (1961) recreaba lugares fami­
liares: cocinas, salones, cafés, espacios domésticos en
los cuales el espectador-actor podía experimentar,
paradójicamente, una suerte de «inquietante ajeni-
dad». En el transcurso de una de sus «performances»
—citada por Bourriaud—, Tiravanija, invitado a ce­
nar en casa de un coleccionista, le suministró a su
anfitrión el material necesario para la preparación
de una sopa thai.Q
Pierre Huyghe (1962) basaba sus obras en el cine,
el video, la fotografía y los nuevos medios de comuni-

169
M arc J im e n e z

cación. En su trabajo solía tomar como tema las disi!


torsiones espacio-temporales que perturban nuestra:
percepción de lo real. En 1997 proyectó, por ejemplo, :
tres versiones simultáneas de un filme de 1929, Até
lantiCy en francés, inglés y alemán. En esa época, en
ausencia de postsincronización, no cambiaban las
voces sino los actores. ;^
En 2000, Pierre Huyghe y Philippe Pareno pre­
sentaron dos ñlm es con el título No Ghost Just a
Shell (No un fantasma, solamente un caracol), que
ponían en escena las aventuras de Annlee, pequeño
personaje del manga [cómic] cuyos derechos habían
comprado a la sociedad japonesa Kworks. Annlee te­
nía la particularidad de que era compartido por va­
rios artistas (en especial, Dominique Gonzalez-Fors-
ter, Liam Gillick, Frangois Curlet y Pierre Joseph),
cada uno de los cuales llenaba ese «caracol» vacío es-
cribiendo la historia y prolongando las aventuras de
la heroína a gusto. Siempre diferente mientras se-(
guía siendo la misma, Annlee, figura virtual, se opof
nía al principio de identidad.
Las instalaciones de Angela Bulloch (1966) des­
cribían los automatismos a los que estaban someti­
dos los individuos en situaciones particulares del en­
torno. Sus dispositivos luminosos o sonoros incita­
ban al espectador a reaccionar en situaciones qué
contrastaban con los requerimientos estresantes de
la vida cotidiana.
Las performances de Vanesa Beecroft (1969) á
menudo estaban regidas por un mismo protocolo: jó­
venes desnudas o escasamente vestidas componían
cuadros vivos: silenciosas, moviéndose apenas, con
rostros inexpresivos, se m antenían de pie o senta­
das, frente al público, maquilladas, vestidas o . ..
desvestidas, tal como los maniquíes en las vidrieras

170
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

¿de los comercios. Esas puestas en escena eran foto­


grafiadas o grabadas en video.
Restablecer el contacto entre el público y la pro­
ducción artística contemporánea era, entonces, el
objetivo de la estética relacional. Al crear situaciones
transaccionales e interactivas, se hacía salir al arte
de su gueto institucional y se terminaba con la sen­
sación de exclusión de los espectadores, mantenidos
; al margen de una esfera muy especializada.
V ¿Qué pensar, empero, de esas supuestas subver-
;giones insertas en la banalidad de la vida cotidiana o
en el espacio público? ¿Abrían en verdad la caja de
relaciones sociales bloqueadas? Al remedar la reali­
dad, ¿no se corría el riesgo de calcar sobre el modo vir­
tual, es decir, finalmente sin riesgos, los mecanismos
de coerción y alienación que se pretendía denunciar?
Hacerse contratar —tal el caso de Christine Hill— co­
mo cajera en una gran tienda, reconstruir un hiper-
mercado (Hybertmercado, de Fabrice Hybert), elegir
al azar a desconocidos y ofrecerse para lavarles los
platos (Ben Kinmont), permitir que los artistas se re­
bajaran jugando al «metegol» en el propio lugar de la
exposición (Tiravanija).. . eran por cierto acciones
simpáticas y cordiales, de hecho muy alejadas de los
happenings ritualizados del 68 (¡y posteriores!). Esos
í acontecimientos miméticos de la realidad exigían,
sin duda, que se los tomara en «segundo grado». Por
su reivindicada banalidad, no permitían en absoluto
que se midiera la ironía salvadora y en verdad sub­
versiva que se suponía que expresaban.7
Quizá fuera ese el aspecto eminentemente equí­
voco que caracterizaba a la estética relacional cuan­
do se convertía en obras.
En 1999, el Ministerio de Cultura elaboraba el
proyecto de apertura de un lugar para todos, una es­

171
M arc J im e n e z

pecie de antimuseo consagrado exclusivamente a las:


obras que se estaban realizando. Todas las prácticas
debían tener cabida allí: artes plásticas, video, foto­
grafía, moda, design, performances, instalaciones,
música, etc. Nicolás Bourriaud fue elegido codirec-
tor8 de ese laboratorio experimental destinado a aco­
ger tan sólo las obras que se hallaban en ejecución.
H asta hoy,9 cerca de 500.000 personas han visita­
do el Palais de Tbkyo desde su inauguración en enero
de 2002. Espacio de libertad, prestigioso lugar de
moda de la creación actual para algunos, squat de lu­
jo por su yermo aspecto industrial para otros, el Pa­
lais de Tbkyo padeció durante mucho tiempo el ries­
go de una notable ambigüedad. Asociación creada
según la ley de 1901, el Estado cubría el 50% de su
presupuesto, que además era financiado en parte
por mecenas privados, en tanto que el resto provenía
de ingresos propios. Cabe preguntar: ¿Ese museo an­
timuseo presentaba in Uve la producción artística ac­
tual, o bien la imagen que tenían del arte contempo­
ráneo los numerosos conservadores que selecciona­
ban las obras? La instauración de un lugar reserva­
do casi con exclusividad para producciones que pre­
tendían, justamente, actuar fuera de los muros, ¿no
llevaba, en definitiva, a la restauración de ese White
Cube denunciado a fines de la década del sesenta por
el crítico de arte y artista Brian O’Doherty?10 ¿No
había contradicción entre el deseo de multiplicar las
relaciones entre artistas y público y el confinamiento
de la creación contemporánea a un espacio delimita­
do e institucionalizado?

172
L a q u erella d el ar te co ntem poráneo a

La «paradoja permisiva» según


Nathalie Heinich
La idea de un público —francés— engañado por
un juego institucional, sutil y perverso es el motivo
de la obra que la socióloga Nathalie Heinich publicó
én 1998, Le triple jeu de Vart contemporain.11 El libro
proporcionaba algunas pistas para comprender me­
jor el modo de funcionamiento del arte de hoy en sus
relaciones con la institución y el público. Nathalie
Heinich recordaba que buena parte de la historia del
arte occidental se podía escribir sobre la base de las
sucesivas transgresiones que la creación artística
había cometido siempre respecto de las normas esta­
blecidas, desde las audacias de Caravaggio hasta el
realismo de Courbet. Ese proceso de liberalización
frente a las normas, las convenciones y los códigos
tradicionales se aceleró con la modernidad y los mo­
vimientos de vanguardia, para desembocar final­
mente en la situación particular del arte actual: ¿qué
significaban aún las rupturas, dado que ya no había
nada que transgredir y todas las fronteras artísticas,
estéticas y éticas, e incluso jurídicas, parecían haber
sido franqueadas? Pero, sobre todo, ¿qué hacer cuan­
do la propia institución estimulaba y garantizaba
una transgresión de la que ella misma era, en princi­
pio, el objetivo privilegiado?
De esa m anera nacía lo que Natalie Heinich de­
nominaba la «paradoja permisiva», que «consiste en
volver imposible la transgresión, al integrarla desde
el momento en que aparece, incluso antes de que ha­
ya sido sancionada por las reacciones del público».12
En verdad, ese mecanismo no era nuevo. Se presen­
taba, en suma, como una versión mejorada de la «re­
cuperación» denunciada por los movimientos contes­

173
M arc J im e n e z

tatarios de las décadas del sesenta y el setenta. Asi­


mismo, podía verse en él una figura simétrica del fa­
moso «prohibido prohibir» del 68. De ello resultaba,
según Heinich, una espiral infernal que obligaba a
los artistas a someterse a un mandato contradicto­
rio: «¡Sé transgresor!».
La víctima de esa demagogia, además de los ar­
tistas —algunos de los cuales terminaban por sacar
su tajada del juego, tanto en notoriedad como en fi­
nanzas—, era ciertamente el gran público, cada vez
menos interesado en el arte contemporáneo —preci­
saba Nathalie Heinich— «en cuanto este es más ra­
dical y los lugares donde se lo expone son más espe­
cializados».1,3
La situación que describía —la de un arte embro­
llado en el juego institucional— no era, por cierto;
trasladable al arte contemporáneo internacional;
Caracterizaba un momento paradójico de la historia
del arte en la Francia de las décadas del ochenta y el
noventa, época en la cual la voluntad de los poderes
públicos de democratizar las prácticas por entonces
actuales terminó, de m anera contradictoria, sepa­
rando poco a poco al arte contemporáneo de su públi­
co potencial. Y como ese «triple juego» institucional
se m ostraba cerrado, al parecer ninguna solución
permitía resolver esa paradoja. El libro de Nathalie
Heinich concluía con preguntas aparentemente sin
respuesta: «¿Hasta dónde llegaría la fuga hacia ade­
lante en la experimentación sobre los límites del ar­
te? ¿Y cómo liberarse de ese paradójico mandato que
se les imponía a los artistas para que reinventaran
indefinidamente las condiciones de su propia liber­
tad?».14
No se ofrecían respuestas a esas preguntas, lo
cual constituía, sin duda, el punto débil de la argu-

174
La q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o *

inentación de la autora. En el prefacio, Natalie Hei-


nich se tomaba el trabajo de precisar la exigencia de
neutralidad a la que se sometía la socióloga: descri­
bir sin ningún a priori, no expresar juicios de valor,
no evaluar las obras ni a los artistas,15 no alinearse
con ninguna de las partes en la confrontación entre
partidarios y adversarios del arte contemporáneo. Y,
de hecho, ella se abstenía de cualquier complicidad o
compromiso con una u otra.
Esto no evitaba que esa manera de encerrar las
apuestas de la creación artística actual en el marco
de una partida «fuerte» de tres participantes resul­
tara algo simplista. Y el retrato «objetivo» y realista
del arte contemporáneo —tal como era presentado—
equivalía a un proceso inapelable. Ese retrato era fi­
nalmente el de una actividad vana y gratuita, ino­
fensiva y consensual, y reservada a un cenáculo de
algunos iniciados aburridos. El arte contemporáneo
ya no tenía como único objetivo revelar las contradic­
ciones de la institución, y como única preocupación,
demostrar su carácter perverso. Ante obras que —re­
conocía Nathalie Heinich— no eran «cualquier cosa»
y tenían una lógica propia, un público ya de vuelta
de todo reaccionaba, sin embargo, esporádicamente,
listo para ofuscarse de manera fugaz cuando le pare­
cía que ciertos límites —morales, jurídicos, rara vez
estéticos— habían sido indebidamente franqueados.
Aunque no sean una panacea, algunas proposi­
ciones sencillas tal vez perm itirían escapar a ese
círculo infernal. Pensamos, por ejemplo, en el forta­
lecimiento de la educación artística en todos los nive­
les de la enseñanza pública, sin que el Estado pre­
tenda definir con precisión metódica y maníaca el
contenido de los programas. Esto supone la limita­
ción de su intervención a las tareas que le incumben,

175
M arc J im e n e z

tales como la constitución y la conservación del pa-a


trimonio.
También es posible imaginar que en los medios de
comunicación —prensa, radio y televisión— se ins­
tauren las condiciones que favorezcan un verdadero
debate público con respecto a las formas eclécticas de
la creación actual y a las relaciones que esta mantie­
ne con la sociedad. Puede pensarse, finalmente, en
renunciar a celebrar un «arte oficial», considerado
equivocadamente vanguardista e innovador en de­
trimento de otras formas de expresión, dado que esa
política lleva, sobre todo en el plano internacional, al
espectacular fracaso descripto en el famoso informe
Quémin.16
Sean cuales fueren las observaciones que aquí
formulemos a propósito de la estética relacional o del
«triple juego del arte contemporáneo», las obras de
Nicolás Bourriaud y Nathalie Heinich tienen el mé­
rito de encarar de manera frontal los problemas de la
época: papel de la institución; demagogia de la trans­
gresión; relación entre el arte, la institución, la cien­
cia, la política, la ética; apertura de espacios dedica­
dos al intercambio entre creadores y espectadores,
etcétera.
Luego de una década de política cultural bajo la
égida del Estado y de algunos meses de sumisión del
mercado del arte, la querella del arte contemporá­
neo, a falta de previsibilidad, resultaba sin duda ine­
vitable. Sin embargo, su interés no radica, por cierto,
en los conflictos internos a que dio lugar, sino más
bien en los análisis sociológicos y las reflexiones fi­
losóficas que ha generado al margen del debate pro­
piamente dicho.

176
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

, Notas
i Yves Michaud, op. cit., pág. 3.
- 2 Nicolás Bourriaud, L’esthétique relationnelle, París: Les
P r e ss e s du Réel, 1998.
3 Ibid., pág. 7.
4 Véase, infra, pág. 182.
5 Véase infra, pág. 268.
6 N. Bourriaud, op. cit., pág, 8.
7 Valerie Arraut señala con pertinencia: «Aquello que, en las
: ambiciones de la estética relaciona!, se quiebra en definitiva ante
el examen crítico, es el alcance subversivo de esas prácticas tan
ultrabanales que no están inactivas, sino, por el contrario, ideo-
. lógicamente activas y siembran, por ende, una duda acerca de
• los logros de la desalienación deseada y, por lo tanto, sobre la
, realidad de la fusión reparadora finalmente concretada entre el
' arte y la vida» («De la difficulté d’une esthétique émancipatri-
í ce», en L’Université des arts, París: KHncksieck, 2003, pág. 39).
8 Con Jérome Sans. La presidencia del Palais de Tokyo fue
; confiada a Pierre Restany.
9 Enero de 2004.
10 Brian O’Doherty, White Cube: The Ideology ofthe Gallery
\Space, University of California Press, 1986. Pintor y crítico de
. arte de origen irlandés, instalado en Nueva York, es autor de
varias obras sobre la pintura norteamericana de posguerra. Sus
, artículos, reunidos con el título Inside the White Cube, suelen
denunciar la ideología de los lugares de exposición —galerías y
. museos—, a la que deben someterse los artistas.
11 Natalie Heinich, Le triple jeu de l’art contemporain, París:
. Éd. de Minuit, 1998.
12 Ibid., pág. 338.
13 Ib id., pág. 345.
14Ibid., pág. 350.
15 Ibid., págs. 13-5.
16 Alain Quémin, L’art contemporain international: entre les
institutions et le marché (le rapport disparu), Nimes: Jacqueline
Chambón, 2002. Ordenado por el Ministerio de Relaciones Ex­
teriores, ese informe mostraba, basado en encuestas y cifras, el
poco peso que tenía Francia en el sistema internacional del ar­
te. El informe nunca se había dado a conocer antes de su publi­
cación por Yves Michaud en Éditions Jacqueline Chambón.

177
Cuarta parte. El debate filosófico
y estético
XII. Cambio de paradigmas

«Quienes admiten que una taza de plástico o un


montón de ladrillos pueden ser obras de arte simple­
mente por la manera en que esos objetos son presen­
tados en un contexto y recibidos por el público, de­
muestran que no saben de qué están hablando [...].
Estimo que no tiene ningún sentido sostener que un
montón de ladrillos podría ser una obra de arte [...].
Nadie podría pensar seriamente que se puede justi­
ficar, para una taza de plástico, la misma clase de in­
terés que [. ..] los conocedores y los aficionados al ar­
te experimentaban, en el siglo XVIII, por la pintura.
Sencillamente, no es concebible que esa clase de uni­
verso pueda desarrollarse en tomo a tazas de plásti­
co, montones de ladrillos, orinales y así sucesiva­
mente».1
Estas reflexiones del crítico e historiador de arte
inglés Flint Schier datan de 1987. Fueron publica­
das en 1991, época en la cual se desencadenaba en
Francia la crisis del arte contemporáneo/ Lo menos
que se puede decir es que llevaban agua al molino de
todos los adversarios de aquel. La indignación que
manifestaban daba una idea del desconcierto en que
se hallaba inmersa la reflexión tradicional sobre el
arte frente a las prácticas entonces actuales. Sin em­
bargo, ese desconcierto, incluso esa exasperación, se
apoyaban con frecuencia en una serie de malenten­

181
M arc J im e n e z

didos que a veces resultaba muy difícil disipar ante


los detractores del arte contemporáneo. La aprecia­
ción o, más bien, la depreciación del crítico partía
aquí de una referencia explícita a nociones «clási­
cas», históricamente determinadas, sobre el arte y la
obra de arte. La frontera entre arte y no-arte no esta­
ba, a su entender, trazada de manera suficientemen­
te clara como para que se pudiera intentar una dis­
criminación entre lo que era arte —por ejemplo, la
pintura del siglo XVIII y, acaso, también la del siglo
XIX— y lo que no era arte, en particular todo lo que
se inscribía en la tradición de Marcel Duchamp. La
alusión a Fuente, el famoso orinal de 1917, no dejaba
lugar a dudas. Caía también bajo una condena ina­
pelable la práctica de los «montones» —acumulación
de objetos en sí mismos sin intérés, reivindicada por
numerosos artistas surgidos del arte conceptual o el
Arte povera de la década del sesenta—, de los cuales
se puede decir que jalonan hasta hoy la historia re­
ciente del arte. Baste con citar los montones de mol­
des de Marcel Broodthaers, los montones de carbón
de B em ar Venet, los montones de piedras de Richard
Long, los montones de grasa y fieltro de Joseph Beuys,
y, más adelante, el gran montón de caramelos Lover
Boys, expuesto en 1991 por Félix González-Torres y
adquirido —casualmente— a la galería Sotheby’s
por la módica suma de 456.750 dólares.
En Flint Schier, la referencia a categorías y a un
modo de experiencia estética tradicionales seguía es­
tando, por su parte, implícita, pero también revelaba
una clara postura conservadora: el universo de cono­
cedores y aficionados del arte del pasado era el de la
contemplación o la reflexión que generaba la belleza
declarada, certificada por los cánones estrictos y au­
tentificada por la Academia y los Salones.

182
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o ‘

Si bien esa nostalgia de una época pasada resul­


taba perfectamente legítima, el contrasentido sobre
la evolución y las transformaciones del arte en el cur­
so del siglo XX podía sorprender en la pluma de un
teórico contemporáneo. En el caso de Marcel Du­
champ, así como de sus herederos cercanos o lejanos,
no se trataba sólo de pretender que objetos banales,
como una rueda de bicicleta, un montón de ladrillos
o de carbón, trozos de fieltro, etc., fueran obras de ar­
te. Semejante pretensión, por absurda, entraba en
contradicción con la propia intención de los artistas,
preocupados por presentar objetos despojados, desde
el origen, de cualquier orientación o exigencia artís­
tica o estética. Se trataba, por el contrario, de invitar
al espectador a desviar la mirada de las obras de arte
tradicionales e interrogarse acerca de la naturaleza
de un gesto que podía parecerle, con toda razón, in­
congruente. Lo esencial era no tanto la obra, el ob­
jeto o la cosa presentados, sino la naturaleza de la
experiencia —estética o no estética— que podría
resultar de tal espectáculo.
. La observación de Flint Schier manifestaba, de
manera algo ingenua, la decepción de quien no en­
cuentra en el arte contemporáneo el «universo» ar­
tístico de épocas anteriores. El autor ignoraba, o si­
mulaba ignorar, que ese universo era totalmente di­
ferente, sin parangón alguno con la situación gene­
rada por las rupturas artísticas que se habían ido
sucediendo en el arte moderno de la primera mitad
del siglo XX. Flint Schier aludía a la m anera en que
esos objetos banales, presentados al público en cier­
tos lugares, se beneficiaban sin merecerlo, según él,
con el estatuto de «obras de arte», pero no se interro­
gaba acerca de las razones históricas y artísticas que
llevaban a una institución a jugar el juego de seme­

183
M arc J im e n e z

jante reconocimiento. ¡Si se siguiera su punto de vis­


ta, se eliminarían sin más trámite varias décadas dé
arte contemporáneo!
Era razonable que, a fin de responder a la incom­
prensión y la hostilidad de que era víctima el arte de
la segunda mitad del siglo XX, la filosofía anglosajo­
na, en especial la norteamericana, concibiera, a par­
tir de la década del cincuenta, nuevos modos de aná­
lisis y de interpretación tanto en lo que atañe a la de­
finición del arte como al papel de las instituciones
artísticas.
Por esa época, los escándalos artísticos ya no en­
contraban el mismo eco que las provocaciones y las
transgresiones del arte contemporáneo en la década
del ochenta. Sin embargo, muchos artistas y movi­
mientos desempeñaban un papel decisivo, y a menu­
do precursor, en la renovación de las cuestiones es­
téticas, sobre todo en Estados Unidos.

Abrir el concepto de arte: Morris Weitz

Al filósofo Morris Weitz (1916) se debe uno de los


primeros cuestionamientos sistemáticos de la teoría
tradicional del arte. En un texto publicado en 1956,
«El papel de la teoría en estética»,2 el autor denun­
ciaba la ilusión según la cual habríamos llegado a co­
nocer la naturaleza del arte, incluso a contar con una
definición adecuada de la palabra «arte». Paradójica­
mente, según Weitz, no habíamos progresado casi
nada desde Platón. Las teorías estéticas tradiciona­
les eran erróneas, y la tesis que sostenía que el arte
era «susceptible de una definición real o de alguna
clase de definición verdadera es falsa».3 El autor con-

184
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

¡¿luía que una teoría del arte era lógicamente imposi­


b le en tanto se ignorara en qué consistía exactamen­
te el concepto de «arte» y en qué condiciones se lo po­
día aplicar. Muy a menudo, la teoría tradicional creía
tener una definición del arte en función de propieda­
des necesarias y suficientes, mientras que el concep­
to de arte estaba lejos de ser cerrado y, justamente,
no tenía propiedades necesarias ni suficientes.
A los efectos de sugerir un uso adecuado de la pa­
labra «arte», Weitz se inspiraba en el libro del filósofo
y lógico Ludwig Wittgenstein,4 Investigaciones filo­
sóficas, publicado en 1949. En su última gran obra,
Wittgenstein analizaba las respuestas posibles a la
pregunta «¿Qué es un juego?», a partir de las propie­
dades comunes de diferentes actividades considera­
das en general lúdicas: ajedrez, cartas, pelota, juegos
olímpicos, etc. Pues bien: es evidente que no hay una
lista exhaustiva que determine las características
comunes de esos diferentes juegos. No todos son di­
vertidos, ni implican necesariamente que haya un
ganador y un perdedor, ni promueven la competen­
cia. Alo sumo, es posible poner de manifiesto «simili­
tudes» entre ellos, «semejanzas familiares» que no
presuponen en modo alguno una definición basada
en propiedades necesarias y suficientes de la pala­
bra «juego».
Weitz intentaba demostrar que ese razonamiento
era válido también para el arte. Denominamos «ar­
te» a un conjunto de entidades que identificamos con
claridad, sobre todo cuando responden a normas clá­
sicas, ya catalogadas, pero es imposible establecer
una lista exhaustiva de las propiedades comunes a
cada uno de los casos que podrían encuadrar en esa
categoría: «Puedo enumerar algunos casos y algunas
condiciones bajo las cuales es posible aplicar correc­

185
M arc J im e n e z

tamente el concepto de arte, pero no puedo enume­


rarlo» a todos, y la razón principal de esta imposibili­
dad es que siempre aparecen o siempre se pueden
encarar condiciones imprevisibles o nuevas».5
Tal era el caso de un texto como el Ulises, de Joy-
ce, o de una construcción inédita, como un móvil de
Calder. Estas obras, tomadas por Weitz como ejem­
plos, no entraban en una categoría ni en una subca-;
tegoría según los estándares catalogados de antema­
no: novela o escultura. Un móvil no tiene, en efecto,
propiedades suficientes y necesarias que lo relacio­
nen con la escultura en el sentido clásico, pero entre
él y ciertas esculturas hay algunas similitudes. Si se
admite que tales obras pueden inscribirse en el re­
gistro del arte, se presenta la posibilidad de optar en­
tre una ampliación de las nociones de novela o de es­
cultura, o bien la creación de una subcategoría ar­
tística.
A menos que se llegue a la sorprendente conclu­
sión de que no tienen nada que ver con el arte, se pue­
de decir que las realizaciones de Calder no son es­
culturas, sino «móviles». El subconcepto de «móvil»,
que acaba de agregarse aquí, de manera inédita, a
las demás categorías ya existentes, implica ipsofucto
una mayor apertura del propio concepto de arte.
El arte era, pues, según Weitz, un concepto poten­
cialmente «abierto», apertura que permitía anticipar
en lo sucesivo el «carácter muy expansivo, aventura­
do, del arte» y absorber eventualmente «sus incesan­
tes cambios y sus nuevas creaciones».
De esta manera, la estética no tenía como tarea
elaborar una teoría del arte en general, sea cual fue­
re, sino dilucidar el concepto de «arte» y describir las
condiciones en que lo empleamos. Weitz señalaba,
con toda razón, que el uso del término era fuente de

186
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o a

| equívocos. A la vez descriptivo y evaluativo, no siem-


' pre permitía distinguir, por ejemplo, si la proposición
/ «Esto es una obra de arte» era una simple compro-
bación o bien un elogio. El papel de la teoría consis­
tía, entonces, en dilucidar esta ambigüedad entre la
-descripción y la evaluación, en analizar, por ejemplo,
las razones por las cuales una simple comprobación
del tipo «Esto es una obra de arte» implicaba o no un
juicio de valor, y en función de qué criterios.
No insistiremos aquí en las insuficiencias y con­
tradicciones inherentes a la concepción de Morris
Weitz.6 Cabe señalar tan sólo que ella no da ninguna
respuesta a un conjunto de problemas que otros teó­
ricos de la filosofía analítica procuran también solu­
cionar. Uno de ellos se refiere en particular al con­
cepto de «arte». Aunque Weitz lo niegue, esta noción
conserva prerrogativas heredadas de su uso clásico;
sigue siendo la referencia que permite decidir, acerca
de una obra o de un objeto no convencional, atípico,
si debe abrirse o cerrarse.
Nadie cuestiona que los «móviles» de Calder, el
Finnegans Wake de Joyce, USA de Dos Passos o la
Escuela de mujeres de André Gide son creaciones
plásticas o literarias pertenecientes al registro del
arte. Que el texto de Gide sea una novela o un diario
no es una cuestión estéticamente pertinente. El úni­
co verdadero interrogante estético —que no se plan­
tea, por cierto, en el caso del escritor francés— con­
siste en saber si un buen diario no es, en el plano es­
tético, de una calidad superior a una m ala novela.
Weitz no tomaba en consideración esta jerarquía
cualitativa.
Su argumentación era falible en otro punto deci­
sivo de la discusión estética: que en ciertos casos par­
ticulares se debiera ampliar el concepto de arte, vaya

187
M arc J im e n e z

y pase; que la distinción entre los criterios de recono­


cimiento y los criterios de evaluación resultara a vo­
ces necesaria, de acuerdo; pero, ¿cuál era la instan­
cia habilitada para decidir o decretar semejantes
medidas? ¿El teórico, el crítico de arte, el filósofo
analítico, el historiador del arte contemporáneo, el
público? ¿Un mundo del arte compuesto por uno o
varios de los especialistas antes nombrados? El au­
tor no lo aclaraba. Empero, no tardarían en aparecer
respuestas a esas preguntas.
Si insistimos en la concepción de Morris Weitz, y
sobre todo en su crítica de la teoría estética tradicio­
nal, no es tanto por la originalidad de sus tesis, sino
en razón del contexto en el cual fueron enunciadas.
Afirmar, en el umbral de la década del sesenta, que
el arte era un concepto abierto no constituía, de por
sí, una gran originalidad. Las revoluciones formales
de fines del siglo XIX, los cuadrados de Malevitch, los
ready-made de Marcel Duchamp, y muchos otros
acontecimientos artísticos, no dejaban dudas al res­
pecto. Sin embargo, las obras y las acciones artísti­
cas en ruptura con las convenciones, sobre todo con
la expresión plástica tradicional, se multiplicaban y
cuestionaban la propia noción de obra como nunca se
lo había hecho antes.

Desintegración de la noción de obra de arte

En este sentido, la «obra» del compositor John Ca-


ge, 4’33”, constituye acaso uno de los ejemplos más
radicales de ese cuestionamiento, en la medida en
que conduce no a la apertura del concepto de «obra»,
sino a su vaciamiento total. En efecto, vacía de soni­

188
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

dos, despojada de forma y de material, esta composi­


ción musical en tres movimientos, cuya duración de­
pendía, según su autor, de la pura casualidad, era si­
lenciosa. El dispositivo creado por Cage consistía, de
hecho, en un simple intervalo de tiempo en el cual
los oyentes eran invitados a escuchar los ruidos pa­
rásitos producidos de manera aleatoria por el entor­
no. El título, 4’33”, aludía a la duración total de esta
pieza, ya que la instrumentación no se especificaba.
Durante la <<premiére» de ese concierto un tanto es­
pecial, que tuvo lugar en Woodstock, en 1952, y que
provocó, desde luego, reacciones más bien intensas
en el público, el pianista David Tudor, atento al me­
trónomo, marcaba el comienzo de cada movimiento
cerrando el teclado y lo abría al final de la ejecución.
Aquí, paradójicamente, el silencio era elevado a la
categoría de signo musical por el compositor, quien
delegaba en el público y en el entorno la tarea de
romperlo de manera aleatoria: toses, ruidos de sillas,
el silbido del viento entre los árboles o el golpeteo de
la lluvia en el techo, etcétera.
¿Era una obra, se trataba de música? Es probable
que esas preguntas no le interesaran en absoluto a
Cage, quien estaba preocupado, sobre todo, por ha­
cer compartir una experiencia puramente personal,
capaz de romper con las convenciones, las normas y
los códigos habituales de la escucha musical. Se pue­
de ver en la obra, por cierto —y algunos oyentes no
se privaron de hacerlo—, una provocación gratuita o
una broma de dudoso gusto. Tal interpretación es
bastante superficial desde la perspectiva del contex­
to cultural en que tuvo lugar esta manifestación, y
algo pobre frente a la historia del arte.
Interrogado acerca de los principios estéticos que
regían sus creaciones, Cage respondió: «Ningún te­

189
M arc J i m e n e z

ma, ninguna imagen, ningún gusto, ninguna belle­


za, ningún mensaje, ningún talento, ninguna técni­
ca, ninguna idea, ninguna intención, ningún arte,
ningún sentimiento».7 Semejante radicalismo pare­
cía superar al representado por el ready-made de
Duchamp, todavía capaz de mostrar un sucedáneo
de escultura, en un marco institucional perfecta­
mente convenido: un salón, un ceremonial de vernis-
sage, un jurado y un presidente (Duchamp en perso­
na) habilitados para otorgar los premios. La «músi­
ca» de Cage, por su parte, no dejaba escuchar nada,
excepto la banalidad de los ruidos de la vida cotidia­
na. Cage sería, entonces, quien procedió a la desinte­
gración total del concepto occidental de obra de arte.
Su postura parecía no hacer concesiones; sin embar­
go, ese radicalismo se refería en esencia a la obra, y
no al contexto en que era presentada. Parecía que­
brar el carácter sagrado de la música y romper con el
ritual del concierto, que delegaba en los caprichos de
los oyentes y en los avatares meteorológicos. Empe­
ro, se podría objetar que la presencia del piano, del
pianista, de las sillas y de los oyentes-espectadores
respondía a un procedimiento perfectamente delibe­
rado que restauraba el marco institucional y salva­
guardaba ¿n fine el orden social. Se trata de una obje­
ción que no era posible formular, por cierto, hace más
de cincuenta años.
Ello no obsta a que las composiciones musicales
de John Cage se inscriban en una de las numerosas
corrientes artísticas que en Estados Unidos conduje­
ron, en las décadas del cincuenta y el sesenta, a la
eliminación lisa y llana de la categoría de «obra de
arte» y a una revisión de la noción de modernidad a
través de los happenings, del arte minimalista y del
arte conceptual.

190
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

Mientras Europa se esforzaba por levantarse de


entre sus ruinas, rumiando problemáticas estéticas
algo obsoletas, del tipo «¿La abstracción es o no un
academicismo?», Estados Unidos se consagraba re­
suelta y activamente a una empresa cultural y artís­
tica sin precedentes en su historia.
Vayamos un poco más atrás en el tiempo.

Una estética norteamericana

En 1940, Harold Rosenberg,8 influyente crítico de


arte, rendía un vibrante homenaje a París, capital de
las artes, verdadera «Internacional de la Cultura».
Celebraba ese «lugar sagrado de nuestro tiempo», re­
manso cosmopolita y templo del arte moderno, capaz
de acoger a los intelectuales y a"los artistas exiliados
y refugiados, como Picasso, Ju an Gris, Brancusi,
Modigliani, Mondrian, Kandinsky, Calder, Man Ray,
Max Em st, etcétera.
Sin embargo, Rosenberg hablaba, en realidad, en
pasado. París, como laboratorio del modernismo en
el siglo XX, se hallaba en decadencia. El famoso lu­
gar sagrado perdía progresivamente su aureola. La
caída había comenzado en los diez años que prece­
dieron a la ocupación nazi, y se aceleró en el París del
Frente Popular, del antifascismo y del nacionalismo
militantes. Finalmente, le hizo perder a la capital
francesa su vocación cultural internacional. París
abandonó su estatuto de capital mundial y volvió a
ser capital de Francia —escribía Rosenberg—, pues
el centro de gravedad del modernismo se había des­
plazado en forma paulatina. Aunque el crítico no es­
pecificaba el lugar de destino de ese desplazamiento,

191
M arc J im e n e z

se adivinaba sin dificultad que se trataba de Nueva


York.
No obstante, en 1946, Clement Greenberg consi­
deraba que Estados Unidos iba a remolque de Euro­
pa y sobre todo de Francia. El crítico de arte, cuyo ar­
dor m ilitante en favor de un modernismo purista
hemos podido apreciar, deploraba la incapacidad de
sus compatriotas para producir un «arte mayor». In­
cluso se declaraba exasperado por la admiración que
los artistas y el público le profesaban a Georges Rou-
ault, mientras se horrorizaban ante Piet Mondrian.
La explicación de Greenberg, formulada más bien
con acritud, provocaba perplejidad: «Mientras que
en Francia los materialistas vigorosos y los escépti­
cos se han expresado sobre todo a través del arte, en­
tre nosotros se han limitado a los negocios, la políti­
ca, la filosofía y la ciencia, dejando el arte a los semi-
educados, los crédulos, las solteronas y los visiona­
rios atrasados».9
Sin embargo, semejante virulencia era un tanto
injustificada. En efecto, Nueva York distaba mucho
de hallarse en manos de torpes. El Museo de Arte
Moderno había sido fundado en 1929, el Museo de
Pintura No Objetiva —que se convertiría después en
el Museo Guggenheim— databa de 1937. Ya en 1936,
el MoMA inauguraba una exposición titulada «Cu­
bismo y arte abstracto». Estados Unidos acogía a
Chagall, Léger, Mondrian, Zadkine, y a los surrealis­
tas E m st, Masson, Matta, Dalí. Mondrian exponía
en 1942 y el MoMA le rendía un notable homenaje en
1945.
De todos modos, el pesimismo de Greenberg no
duraría. En 1948, cambiaba el tono por completo,
pues era en su país donde el crítico sagaz e «inven­
tor» de Jackson Pollock (1912-1956) veía el futuro

192
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

¿el arte de vanguardia: «[. ..] la pintura de vanguar­


dia norteamericana —es decir, la pintura abstracta
norteamericana— ha dado muestras durante estos
últimos siete años, en diferentes ocasiones, de una
capacidad de renovación que ni Francia ni Gran Bre­
taña parecen en condiciones de igualar».10
No insistiremos en las tareas que Clement Green­
berg11 le asignaba a la crítica de arte, ni en su toma
de posición en favor de un modernismo puro, encar­
nado, según él, por el pintor Pollock y, más en gene­
ral, por lo que Harold Rosenberg calificaba de action
painting —en otras palabras, la «pintura a la nortea­
mericana»—. Señalemos tan sólo que esta última ex­
presión era lo bastante elocuente como para recibir
el asentimiento de Greenberg, quien declaraba que
la prefería a las demás denominaciones, tales como
abstract impressionism, «manchismo», «arte infor­
mal» o también «arte diferente».
Lo que resultaba notable, y traducía a la perfec­
ción el súbito entusiasmo de Greenberg, era ese radi­
cal cambio de espíritu, esa sensación de poder modi­
ficarlo todo, de transgredir todo, de salir de los carri­
les del pasado, que se apoderó del mundo artístico
norteamericano desde el momento en que se tomó
distancia, por una parte, de los artistas franceses y,
por la otra, de las teorías estéticas clásicas europeas.
Los propios artistas norteamericanos expresaban
esa nueva mentalidad, en especial el escultor David
Smith (1906-1965). Considerado uno de los artistas
más originales de su generación, el creador de las
grandes piezas en acero inoxidable soldado, apasio­
nado por las obras de Mondrian y Picasso, declaraba
en 1952: «La estética del arte norteamericano aún no
ha sido escrita. El movimiento hacia adelante no tie­
ne nombre. Su herencia es, por supuesto, poscubista,

193
M arc J im e n e z

posexpresionista, pospurista, posconstructivista. No


obstante, aquí entran enjuego, a no dudar, algunos
elementos determinantes. Una de esas fuerzas es la
libertad, la libertad militante de rechazar las tradi­
ciones establecidas por los estetas, los filósofos y los
críticos, y reemplazarlas por la expresión emocional
y directa.. .».12
Señalemos, desde ya, que el rechazo expresado
por David Smith no involucraba a los artistas, sino
los discursos críticos de los teóricos del arte, herede­
ros de la filosofía tradicional de este, es decir, a los le­
gatarios de la estética tal como se había desarrollado
en Europa desde mediados del siglo XVIII.
La escritura de la estética del arte norteamerica­
no no se haría esperar. Sus presupuestos ya se ha­
bían formulado en grandes lineamientos. Eran, por
cierto, de naturaleza artística: se trataba de promo­
ver una cierta idea del modernismo —para el caso, el
expresionismo abstracto, el estilo norteamericano
por excelencia—; pero eran también ideológicos y
surgían de una estrategia artística y cultural delibe­
radamente puesta a punto por el poder norteameri­
cano. ¿Acaso este no había exigido, por ejemplo, a co­
mienzos de la década del cincuenta, la aplicación de
un «Plan Marshall en el campo de las ideas?».13
Fue así como el historiador del pop art, Henry
Geldzhaler, amigo de Andy Warhol, pudo declarar
con toda franqueza: «Hemos preparado y reconstrui­
do cuidadosamente a Europa a nuestra imagen y se­
mejanza a partir de 1945, de manera que dos tenden­
cias de la iconografía norteamericana, Kline, Pollock
y De Kooning, por un lado, y los artistas pop, por el
otro, se vuelven comprensibles en el extranjero».14
Confesión sin ambigüedad pero sorprendente, si
se sabe que los artistas del pop art creían reaccionar

194
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

precisamente contra aquel nuevo academicismo ofi­


cial en el que se había convertido el expresionismo
abstracto. Mas eso no importaba. La teoría estética
que en el curso de la década del sesenta tendía a pre­
dominar paulatinamente en Estados Unidos se ela­
boró de manera indiferente y estratégica, a partir de
experiencias artísticas diametralmente opuestas, in­
cluso antagónicas.

Notas
1 Flint Schier, Visual Theory: Painting and Interpretation,
Nueva York, 1991, citado en la traducción de Christian Bounay
por C. Harrison y P. Wood, A rt en théorie, 1900-1990, París: Ha-
zan, 1997, págs. 1214-5.
2 Morris Weitz, «The Role of Theory in Aesthetics», The Jour­
nal o f Aesthetics and A rt Criticism, XV, págs. 27-35, traducido
por Danielle Lories en Philosophie analytique et esthétique, Pa­
rís: Méridiens-Klincksieck, 1988, págs. 27-39. Sobre las relacio­
nes entre la teoría europea del arte y la filosofía analítica, se pue­
de consultar la obra de Danielle Lories, Expérience esthétique et
ontologie de Voeuvre, Bruselas: Académie Royale de Belgique,
1989, así como la de Dominique Chateau, La question de la ques­
tion de Vart, París: Prenses Universitaires de Vincennes, 1994.
3 M. Weitz, op. cit., pág. 28.
4 Nacido en Viena en 1889 y naturalizado inglés, Ludwig Jo­
seph Wittgenstein, titular de la cátedra de Filosofía en la Uni­
versidad de Cambridge, falleció en esa misma ciudad en 1951.
Sus Investigaciones filosóficas constituyen un nítido giro en sus
preocupaciones filosóficas, que abandonan las cuestiones me­
tafísicas para consagrarse al análisis del lenguaje y a la prác­
tica lingüística en las diversas actividades humanas. Su teoría
de los «juegos del lenguaje» —cada acción: mentir, cantar, cri­
ticar, filosofar, etc., remite a actos lingüísticos específicos— in­
fluyó de manera decisiva en la filosofía analítica anglosajona.
5 M. Weitz, op. c it, pág. 33.
6 Las obras de Danielle Lories y Dominique Chateau antes ci­
tadas analizan minuciosamente esas contradicciones.

195
M arc J im e n e z

7 <No subject, no image, no taste, no beauty, no message, no fgjjjl


lent, no technique, no idea, no intention, no art, no feeling». .' J ¡|
8 Harold Rosenberg, La tradition du nouveau, París: Éd. d |lf
Mirmit, 1962; véase, asimismo, La dé-définition de Vart, op,
9 Clement Greenberg, «Uart en Amérique», Les Cahiers diM
Musée National d’A rt Moderne, n° 45-46, Centre Georges-Porri^J
pidou, 1993, pág. 12. ;,?!
10 Clement Greenberg, «The Situation at the Moment», P artid
san Review, enero de 1948, pág. 82, citado por Serge Guilbaut,,/1
Comment New York vola l’idée d ’art moderne, op, cit., pág. 216. '
11 Véase supra, capítulo VI, págs. 103 y sigs.
12 Discurso pronunciado en 1952, citado por Ch. Harrison y P. ,
Wood, op. cit., pág. 640, trad. de Antoine Hazan.
13 Citado por Serge Guilbaut, op. cit., pág. 250. El autor hace
referencia aquí a una propuesta formulada por doce senadores
norteamericanos en abril de 1950. El Plan Marshall, creado por
Estados Unidos en 1947, tenía como objetivo el restablecimien­
to económico de Europa y el encauzamiento de la presión sovié­
tica. En la década del ochenta, los socialistas europeos, en espe-
cial, denunciaron aquel programa como un medio de someti­
miento económico y cultural de Europa a la política norteameri­
cana.
14 Henry Geldzhaler, citado por Benjamín Buchloh, «L’art
unidimensional d’Andy Warhol», en el catálogo de exposición
Andy Warhol, París: Centre Georges-Pompidou, 1990.

196
XIII. El mundo del arte

Lo banal transfigurado: Arthur Danto

«Recuerdo muy bien el estado de intoxicación filo­


sófica —persistente pese a la repugnancia estética—
en el que me hallaba después de visitar su exposición
de 1964 en la Stabble Gallery, 74e rué Est». Así se ex­
presaba el filósofo Arthur Danto al aludir a los fac­
símiles de las cajas Brillo —estropajos metálicos ja ­
bonosos para limpieza— recientemente expuestos
por el artista Andy Warhol. Poco después de esa ex­
periencia excitante a la vez que traumática, Danto
reaccionaba como filósofo —según sus propias pala­
bras— y escribía «El mundo del arte», comunicación
que presentó en 1965 en la American Philosophical
Association. Ese texto, que suscitó poco entusiasmo
entre sus lectores, fue sin embargo decisivo, hasta el
extremo de que Danto retomó sus argumentos esen­
ciales en 1981, en La transfiguración del lugar co­
mún: una filosofía del arte}
¿De qué se trataba?
Fiel a los presupuestos de la filosofía analítica,
Arthur Danto otorgaba, como es debido, una impor­
tancia capital a los usos lingüísticos, a nuestras ma­
neras de pensar y de hablar. Una definición intempo­
ral del arte apenas tenía sentido si no se tomaban en
cuenta la época y la sociedad que habían visto nacer

197
M ar c J i m e n e z

un arte particular y las interpretaciones que genera­


ba. Danto adhería a las tesis de Morris Weitz referí- í
das a la impotencia de las teorías tradicionales para
captar la esencia del arte. Por el contrario, estaba en
desacuerdo con aquel acerca de la «imposibilidad» de
definir el arte. De manera aparentemente paradóji­
ca, Danto sostenía, en efecto, que era posible com­
prender lo que hay de esencial en la obra de arte y
captar lo que ella tenía de específico en relación con
los objetos no artísticos.
La repulsión experimentada por el filósofo ante
las famosas cajas Brillo se revelaba, a este respecto,
decisiva. La experiencia era, por cierto, decepcionan­
te en el plano estético, pero de una gran fecundidad
teórica desde el punto de vista filosófico.
En 1964, Warhol decidía fabricar cajas en contra­
plaqué, idénticas a las cajas de productos para uso
doméstico de la marca Brillo. Aquellos «cartones» se
parecían en todo sentido a los que se ofrecían en los
supermercados: tenían las mismas dimensiones, el
mismo color, la misma inscripción serigrafiada. La
ilusión era perfecta. Cuando ese trabajo salió de Es­
tados Unidos para ser expuesto en Canadá, los fun­
cionarios aduaneros se negaron a que entrara allí li­
bremente, como lo estipulaba la ley para el caso de
obras de arte, y le aplicaron una tarifa como si fuera
un producto comercial. Esta anécdota recuerda, por
cierto, la desventura que padeció en 1926 Constan-
tin Brancusi, pionero de la abstracción, cuando por
los mismos motivos sus esculturas fueron objeto de
gravámenes, como si se tratara de productos manu­
facturados, al desembarcar en territorio norteameri­
cano.2
Sin embargo, el caso de las cajas Brillo era artísti­
ca y teóricamente muy diferente al de Pájaro en el es-

198
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

ipació (1923), de Brancusi. Esta última escultura no


•imitaba ningún objeto existente; no era un trompe-
l’&il, sino una creación original. Ajuicio de los fun­
cionarios aduaneros, tenía el inconveniente —según
los términos de los documentos judiciales— de «re­
presentar ideas abstractas, antes que imitar objetos
naturales». El problema planteado por el artista im­
plicaba, a todas luces, la ruptura del principio de la
mimesis y el rechazo de la figuración.
Por el contrario, las cajas Brillo eran imitaciones,
realizadas manualmente, no de la naturaleza sino
de un objeto trivial, manufacturado, puramente uti­
litario: se trataba de fieles reproducciones del origi­
nal, hasta el extremo de que nadie las notaba visual­
mente diferentes de él. Dado que la copia era indis­
cernible —a simple vista— del original, la cuestión
decisiva consistía en saber por qué el cartón de em­
balar no valía más que como futuro desecho, mien­
tras que la reproducción se convertía en una obra de
arte que alcanzaría precios exorbitantes.
«¿Por qué —se preguntaba Danto— la gente de
Brillo no puede fabricar arte, y por qué Warhol no
puede hacer sino obras de arte?».3 Dado que la repro­
ducción se confundía con el original, ¿por qué el ar­
tista no se había limitado a exponer una caja Brillo
de cartón —aún no aplastada— y, en caso necesario,
firmada con su nombre?
Según Danto, había por lo menos dos respuestas
posibles, en el supuesto de que la cuestión de la cali­
dad de la obra no estuviera en discusión: no tenía im­
portancia que la caja Brillo realizada por Warhol
perteneciera al «buen» o al «gran» arte. La primera
respuesta capaz de explicar el extraño fenómeno de
transfiguración de un objeto banal en una obra de
arte residía en que el autor —un artista reconoci-

199
M arc J im e n e z

do— fabricaba intencionalmente algo que intentaba íí


en forma premeditada, presentar o imponer como ar­
te. Una obra de arte era, pues, elaborada «a propósi-::
to de algo». No era producto de la casualidad, no era
un acto gratuito. Respondía a un proyecto; en este
sentido, era en principio significante, pero ese signi­
ficado no sería percibido si a esa pretendida obra no
se la identificaba y reconocía como tal en un contexto
histórico, social y cultural determinado. Sin embar­
go, Danto no especificaba, como lo habría hecho un
sociólogo, la naturaleza de ese contexto: «Lo que ha­
ce al fin la diferencia entre una caja Brillo y una obra
de arte que consiste en una caja Brillo es cierta teo­
ría del arte. Es la teoría la que la hace ingresar en el
mundo del arte y evita que quede reducida a no ser
más que el objeto real que es».4 Danto se refería, en
términos bastante imprecisos, al clima, al ambiente
del medio artístico: «Ver alguna cosa como arte re­
quiere algo que el ojo no puede encontrar, una at­
mósfera de teoría artística, un conocimiento de la
historia del arte: un mundo del arte».5
La expresión «mundo del arte» (Artworld), que
suele utilizarse hoy para designar a los medios artís­
ticos especializados, constituía sin ninguna duda
una noción clave, que explicaba el reconocimiento, a
veces sorprendente, de que gozaban ciertas obras de
arte ante un público informado. Sin embargo, exige
algunas observaciones.
Los comentaristas de Danto rara vez mencionan
las circunstancias históricas y culturales en que él
formulaba sus argumentaciones. Pues bien: aunque
el filósofo destacaba, con toda razón, el papel decisi­
vo de la teoría y la interpretación a los fines de dis­
tinguirlo que es arte de lo que no lo es, tenía el cuida­
do —al menos lo tuvo en el texto de 1964— de refe-

200
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

rirse a la teoría artística tal como era elaborada en la


década del sesenta en Estados Unidos, así como a la
«historia de la pintura reciente en Nueva York».
Esa época «reciente» era la del neodadaísmo, la
de las prácticas del tipo ready-made inspiradas por
jylarcel Duchamp; era también, por supuesto, la del
pop art, que llegaba a su apogeo en 1962, y que en el
frente vanguardista reemplazaba al modernismo
por el expresionismo abstracto. La expresión «pop
art»yinventada a mediados de la década del cincuen­
ta por el crítico de arte inglés Lawrence Alloway, re­
mitía a la cultura popular, a la publicidad, a los me­
dios de comunicación, al comercio masivo en la era
de la sociedad de consumo en plena expansión.
Así, en Estados Unidos, algunos artistas pasaban
del expresionismo abstracto al pop art. Tal era el ca­
so de Robert Rauschenberg (1925), quien en 1958 ex­
ponía en la Galería Leo Castelli sus famosas Pintu­
ras combinadas, cuadros que reunían imágenes, ma­
teriales y objetos extraídos del mundo real. La con­
cepción de Rauschenberg, fiel en esto a Duchamp y
al espíritu dadá, pero influida asimismo por John
Cage y Merce Cunningham, era reconciliar el arte y
la vida o, si así puede decirse, reunir a uno y otra en
una combinación heteróclita y original.
A rthur Danto se refería con frecuencia a Raus­
chenberg, de quien citaba aquella famosa frase: «La
pintura está relacionada a la vez con el arte y con la
vida, y yo trato de trabajar en el intervalo que los se­
para».6 También mencionaba una de sus obras, Ca­
m a, considerada escandalosa, en esa época, tanto
por el público como por los críticos. Colgada vertical­
mente en la pared, como si fuera una tela, esa cama
—en la cual el artista habría dormido— mostraba
una almohada muy usada y un gastado edredón em-

201
M arc J im e n e z

badumado con pintura, a la manera de Pollock. Se le


reprochaban a la obra sus connotaciones más o me­
nos mórbidas, mezcla de sueño, ensueños, enferme­
dad, sexo, etcétera.
Danto citaba, asimismo, a Jasper Johns (1930),
amigo de Rauschenberg, pintor de «banderas» norte­
americanas;7 a Roy Lichtenstein (1923), creador de
historietas y de publicidades encubiertas; a Claes
Oldenburg (1929), realizador de enormes barras de
lápiz labial, así como también de estructuras blan­
das (Objetos blandos) como las hamburguesas, los
helados o los salmones a la mayonesa que se venden
en los fastfoods.
Danto no emitía juicios de valor estético acerca de
las obras y los procedimientos artísticos: se limitaba
a describirlos. Daba a entender que cada cual podía,
a su antojo, admirar o detestar las obras. Era un he­
cho que el pop art estaba dirigido en principio a todo
el m undo... y que no todo el mundo lo admiraba. A
gran parte del público norteamericano le resultaba
chocante la trivialidad de un arte que se empeñaba
en promover con tanta ostentación los objetos, de na­
turaleza principalmente urbana, menos atractivos
de la sociedad industrial, aunque fueran su muestra
o sus símbolos más característicos. Para la elección
de los temas, en efecto, los artistas se inspiraban en
gran medida en los productos de la sociedad de con­
sumo: pósteres, cartoons, latas de sopas o de Coca-
Cola, fotos de personalidades —Marilyn Monroe, El-
vis Presley, John Kennedy—, cubiertas de discos,
billetes de banco, graffiti, huellas de neumáticos,
máquinas de escribir, automóviles, etcétera.
Los nuevos procedimientos técnicos, como la seri-
grafía o la imagen electrónica, y los materiales re­
cientes, como el plástico, el vinilo o el plexiglás, eran

202
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

también utilizados con fines artísticos. Fragmentos


enteros de lo cotidiano, tal como se lo difundía, en es­
pecial, por los medios de comunicación de m asas
—prensa, cine y televisión—, irrumpían en el campo
del arte y proponían a los espectadores una visión a
menudo caricaturesca, humorística o irónica de la
vida política, social o económica.
Se entiende que el pop art debiera su reconoci­
miento y su estatuto artístico a la promoción que le
aseguraba, precisamente, un mundo artístico bien
específico. El papel de los galeristas —como el de Leo
Castelli, ya mencionado— resultó determ inante,
pero también el de los marchands, los críticos y los
filósofos del arte, como el propio A rthur Danto. Era
ese mundo de conocedores y de expertos el que deter­
minaba los procedimientos, fijaba las nuevas con­
venciones, decretaba qué objeto era digno de ser ele­
vado a la categoría de obra de arte. A su manera, el
pop art realizaba el proyecto de Marcel Duchamp:
term inar con la pintura retiniana, el caballete y el
óleo sobre la tela. La adopción de técnicas industria­
les atraía, además, el interés de las generaciones
más jóvenes, habituadas a los beneficios de la socie­
dad del espectáculo y del universo del consumo.
Las tesis de A rthur Danto permitían, sin duda,
resolver el problema de reconocer como «arte» obje­
tos que a priori no contaban con ninguna cualidad
intrínseca como para merecer ese rótulo. El objeto
creado intencionalmente para convertirse en obra de
arte sólo era reconocido como tal en un contexto his­
tórico y social determinado, y únicamente si estaba
sometido a una interpretación teórica y filosófica ca­
paz de justificar el interés que se le otorgaba.
A su manera, Danto actualizaba la posición que
defendía el filósofo Hegel con respecto a la disolución

203
M arc J im e n e z

del arte romántico. Al anticipar el nacimiento de un .


arte moderno, totalmente diferente, por su tema y su
forma, a cualquier creación anterior y liberado de las
convenciones y los cánones tradicionales, Hegel in­
sistía en la necesidad de una filosofía del arte que
tuviera como tarea reflexionar sobre el papel del arte
en la sociedad y en la vida cotidiana. Para Danto,
ocurría lo mismo en relación con los ready-made y
otros productos banales del tipo de la caja Brillo o las
latas de sopas Campbell. Sin justificación filosófica,
esos objetos quedarían irremediablemente condena­
dos al canasto de la basura.
Sin embargo, la importancia otorgada al pop art y
la sobrevaloración de su papel en la historia del arte
plantean algunos problemas. La tesis de Danto se
hallaba, según su propia confesión, histórica, geo­
gráfica y culturalmente determinada: fue formulada
a mediados de la década del sesenta en el contexto
neoyorquino. No obstante, el filósofo no vacilaba en
considerarla un modelo de explicación suficiente­
mente pertinente a los fines de dar testimonio de la
evolución del arte occidental a p artir del Renaci­
miento. Esta tesis se basaba en un ejemplo límite y
atípico: la caja Brillo de Andy Warhol, la cual, decía,
ingresaba al mundo del arte con una «incongruencia
tónica»; tónica, en la medida en que la «caja-Brillo-
como-obra-de-arte» se imponía como una «metáfora
descarada» que volvía conscientes las estructuras
del arte.8
Para ponerlo en claro, esa improbable caja —pero
«posible e inevitable»— demostraría que todas las
posibilidades del arte habían sido concretadas. Dan­
to se remitía de nuevo a la filosofía hegeliána adap­
tada a las circunstancias: de alguna manera, la his­
toria del arte había terminado, pues había tomado

204
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

conciencia de sí misma; se había convertido en su


propia filosofía. La fórmula «la historia del arte ha
terminado», enunciada por Danto, se presta a confu­
sión. Así como Hegel no había anunciado la muerte
del arte, Danto tampoco tenía en mente, en modo al­
guno, la extinción a corto plazo de la actividad crea­
dora. El fin del arte —antes que el fin de la histo­
ria del arte— era resultado, en cierta forma, de la
deflagración provocada por el pop art, el cual impi­
dió, a partir de entonces, pensar la historia del arte
occidental como un movimiento continuo, evolutivo,
según podía llevar a creer la modernidad artística.
Dado que la frontera entre el arte y el no-arte queda­
ba abolida, y que sólo la teoría filosófica y la reflexión
conceptual podían eventualmente restaurarla, eso
significaba que de allí en más todo era posible, sin
referencia alguna al arte del pasado y sin que fuera
factible prever su futuro.
Expresada en la década del ochenta, época que
signaba el fin de las vanguardias y la disolución de
los grandes relatos de legitimación, la posición «pos-
moderna» adoptada por Danto era perfectamente le­
gítima, aun cuando su razonamiento tenía aristas
sorprendentes. Del conjunto de obras del pop art que
se habían sucedido durante unos quince años, entre
1955 y 1970, Danto elegía la caja Brillo, objeto artís­
tico aún no identificado en la historia del arte. Curio­
samente, hacía un doble juego. En un prim er mo­
mento, se entregaba a la exclusión y consideraba que
aquella caja era un objeto aberrante, pues se parecía
a cosas de las cuales todo el mundo sabía que no eran
obras de arte. Luego decidía incluirla, y afirmaba
que dicho objeto tenía, no obstante, su lugar en la
historia del arte occidental, cuyo final programado e
«inevitable» simbolizaba.

205
M arc J im e n e z

Era algo mágico; la transfiguración parecía obra,,


de la hechicería, en la medida en que Danto guarda-
ba absoluto silencio sobre las condiciones sociales y
económicas que permitían esta metamorfosis. Sólo si
se recurría a los presupuestos de la filosofía analítica
se podía resolver la contradicción: eran las relacio­
nes del lenguaje, semánticas, lógicas, las que funda­
ban la existencia de las cosas. Así ocurría con todo,
incluido el arte, el cual no era más que lo que se decía
que era. La teoría filosófica y la interpretación —di­
cho de otro modo, el lenguaje— eran constitutivas de
la obra. Unicamente ellas permitían identificar el
objeto y declarar, con el aval del mundo del arte, «es
una obra de arte». De ese modo, según Danto, se
efectuaba al mismo tiempo la transfiguración de lo
banal en arte.
Señalemos desde ya que ni A rthur Danto ni los
otros filósofos analíticos norteamericanos, en gene­
ral, cuestionaban en modo alguno la categoría de
obra de arte ni tampoco el concepto de arte. La inten­
ción inicial de innumerables artistas vanguardistas
—socavar la institución, abolir el arte de museo,
crear un arte popular no elitista, incluso elaborar
una contracultura— no era, pues, tomada en consi­
deración.
En la obra La transfiguración de lo banal. Una
filosofía del arte, que data de 1981, se encuentra lq
esencial de las tesis desarrolladas en 1964 en «El
mundo del arte». Mientras tanto, simultáneamente*
habían ido apareciendo diferentes movimientos y
tendencias que impugnaban la noción de obra dé
arte tradicional de manera más radical de cuanto 16
había hecho el pop art. Tal era el caso, muy notorio,
del happening, creado en 1959 por Alian Kaprow, y
tam bién del Nuevo Realismo, fundado por Pierre

206
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

Restany en 1960, el cual estaba a la búsqueda de


«nuevos enfoques perspectivos de lo real», o de Flu-
xus, lanzado por George Machinas en 1961, e incluso
del arte conceptual, impulsado por Joseph Kosuth
en 1964, La noción de concept art debida a Henry
Flint tam bién data de 1961. Todos ellos asum ían
ampliamente la herencia de Marcel Duchamp, de ma­
nera a todas luces más radical que el pop art en el
plano del compromiso social y político. Danto no de­
cía nada: prefería fundar su estética sobre el arte
que consideraba portador, hasta el punto más alto,
de los valores de Estados Unidos, un arte al cual los
marchandsy los medios de comunicación y las gale­
rías —dicho de otra manera: la institución, en el sen­
tido anglosajón de la expresión— le aseguraban una
activa promoción.9
Cuando se le preguntaba a Arthur Danto cuáles
eran, según él, los momentos más importantes de la
historia del arte occidental, respondía: el Renaci­
miento, el impresionismo y Andy Warhol. Sin duda,
se trataba de una humorada, pero tras el humor se
ocultaba una visión de la historia del arte un tanto
simplista. Más adelante veremos cuáles fueron las
consecuencias de esta concepción con respecto a la si­
tuación actual.

El papel de la institución: George Dickie

Como se recordará, Arthur Danto no definía de


m anera precisa la noción de «mundo del arte»; alu­
día vagamente a una «atmósfera de teoría artística»,
un «conocimiento de la historia del arte», cuyo objeto
era, a fin de cuentas, la evolución de la pintura neo­

207
M arc J im e n e z

yorquina en la década del cincuenta. A decir verdad,


su concepción no se refería en absoluto a la recepción
social de las obras, ni a la experiencia estética que
estas originaban, ni mucho menos a la evaluación
del objeto banal transfigurado en obra de arte. La
«teoría analítica del arte» que pretendía fundar se
basaba en la identificación artística —dicho de otra
manera, en la frontera que separaba al arte del no-
arte—.
Poco después de conocer el texto de Danto, Geor­
ge Dickie10 publicaba en 1969, en la revista Ameri­
can Philosophical Quarterly, un artículo titulado
«Defining art», donde exponía algunos elementos ru­
dimentarios de una «teoría institucional del arte».
En 1974, Dickie presentaba una primera versión de
esta teoría en su obra Art and the Aesthetics11 y pro­
ponía una definición «clasificatoria» de la obra de
arte. Según él, una obra de arte es «todo artefacto al
que una o varias personas que actúan en nombre dé
cierta institución social (el mundo del arte) le confie­
ren el estatuto de candidato a la apreciación».
A primera vista, esta definición parece ser total­
mente inadecuada con respecto a las tendencias ar­
tísticas de la época. La famosa caja Brillo de Andy
Warhol, tan apreciada por Danto, ¿podía en verdad
ser considerada un artefacto? ¿Y qué decir del silen­
cio de 4’33”, obra muda de Cage, o del arte concep­
tual reducido a su puro y simple concepto en Kosuth,
o del happening de Kaprow?
«Artefacto» adquiría en este caso un sentido muy
amplio, que por otra parte debía a su etimología:
«efectos del arte», efectos que podían ser artificiales o
naturales. De esta manera, los artefactos elegidos
por Dickie, un guijarro o una ram a colocados en un
contexto muy particular, apuntaban a disipar cual­

208
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

quier confusión. El «artefacto» no remitía necesaria­


mente a un objeto material, fabricado por la mano
del hombre, sino al modo de intervención que le atri­
buía al objeto un «carácter de artefacto».
Aunque había sido fabricado industrialmente, el
ready-made elegido por Duchamp entraba en esa ca­
tegoría de artefacto. Por ejemplo, la exposición y la
firma «R. Mutt» de Fuente convertían a ese objeto,
que en un principio había sido un fallido candidato a
la apreciación, en una obra de arte. La idea de un
objeto «candidato a la apreciación», buena o mala, re­
mitía sin duda a la existencia de una instancia debi­
damente habilitada para juzgar el buen fundamento
de la candidatura. Esta instancia, designada «mun­
do del arte», justificaba el nombre de la teoría llama­
da «institucional». Lo que Dickie denominaba «insti­
tución» no era una sociedad ni un grupo constituido o
una corporación. Era una «práctica establecida» cu­
ya institucionalización se apoyaba en un conjunto de
convenciones conocidas y reconocidas por los dife­
rentes actores del mundo artístico: artistas, intér­
pretes, críticos de arte, filósofos del arte, historiado­
res, o bien, simplemente, «cualquier persona que se
considerase miembro del mundo del arte». Sin em­
bargo, se daba por descontado que quien se autodefi-
niera como miembro del mundo del arte sin ser ex­
perto ni especialista contaba, no obstante, con los sa­
beres y las referencias específicos del campo artístico
del cual surgía la obra «candidata a la apreciación»,
ya se tratara de música, teatro, pintura o literatura.
Se pueden advertir ya en esta concepción ciertas
imperfecciones y, sobre todo, un curioso efecto de
«círculo vicioso». Si las convenciones del mundo del
arte eran, como lo afirmaba Dickie, las que permi­
tían legitimar la candidatura de un objeto al estatu­

209
M arc J im e n e z

to de obra de arte en función de su presentación y de


ciertos aspectos, esto equivalía a decir que se recono­
cía como pertinente o válida una propiedad ya conte­
nida a priori en el objeto. Supongamos que me consi­
dero perteneciente al «mundo del arte» y que estoy al
corriente de la «práctica establecida» en el campo de
las artes plásticas. He sido informado de las conven­
ciones en vigor, conozco la evolución reciente de ese
arte y frecuento el medio de los aficionados conocedo­
res. Un buen día, alguien, amparado en un seudóni­
mo, somete a mi atención un orinal al que bautiza
con el nombre de Fuente: o bien las convenciones del
mundo del arte al que pertenezco admiten de ante­
mano la legitimidad de esa candidatura a la aprecia­
ción y, en ese caso, el objeto podría llegar a conver­
tirse en una «obra de arte», o bien esas convenciones
no reconocen, en ninguno de los aspectos del objeto
incongruente, nada que pudiera legitimar semejan­
te pretensión y aquel sería rechazado por su triviali­
dad. Esto fue, por otra parte, como se recordará, lo
que ocurrió en 1917 con un tal Duchamp.
Dickie percibía esas insuficiencias y hasta reco­
nocía algunas incoherencias. Con torpeza, intentaba
«salir del apuro». Se esforzaba por atribuirle al ori­
nal de Duchamp cualidades artísticas propias del ob­
jeto mismo: su brillo, su blancura, su capacidad para
reflejar el entorno, su seductora forma oval. Llegó in­
cluso a compararlo con las esculturas de Constantin
Brancusi o Henry Moore. Y concluyó que aquel obje­
to era susceptible de apreciaciones estéticas.
Es cierto que todas las cosas tienen propiedades
que pueden ser apreciadas. Sin embargo, en este ca­
so, el razonamiento era engañoso y contradictorio
frente a sus propias concepciones. Resultaba enga­
ñoso porque la fuente-orinal había sido elegida por

210
Lá QUERELLA DEL ARTE CONTEMPORÁNEO

Duchamp, precisamente, en nombre de una indife­


rencia por el gusto: «ni gusto en el sentido de la re­
presentación fotográfica, ni gusto en el sentido de la
materia bien trabajada», según sus propias expresio­
nes. El argumento era, además, doblemente contra­
dictorio. Reconocer en los objetos ex professo triviales
de Duchamp cualidades estéticas objetivas equivalía
a negar el significado del propio gesto del artista, a
saber: irrumpir de manera incongruente en la insti­
tución del arte; era también volver inútil por comple­
to una teoría institucional, puesto que el objeto era
reconocido como «obra de arte» en función de cuali­
dades y propiedades estéticas comunes a muchas
otras obras de arte.12
En 1984, Dickie presentaba una segunda versión
de la «teoría institucional» en su obra The Art Circle:
A Theory ofArt. Ya no aparecían allí las expresiones
«candidatura a la apreciación» ni «estatuto conferi­
do» a ciertos aspectos de la obra. Sin embargo, reafir­
maba la idea esencial de la «teoría institucional»:
una obra de arte sólo podía ser reconocida como tal en
un contexto histórico, cultural y convencional. Y en
medio de ese contexto, o mundo del arte, el artista sa­
bía que se dirigía a un público ya informado y, por en­
de, apto para comprender lo que le era presentado.
Dickie no eliminaba en absoluto el carácter circu­
lar de su razonamiento. Era fácilmente concebible
que la institución —es decir, de hecho, las personas
informadas, actores y público que pertenecían al
mundo del arte— pudiera tener una tendencia natu­
ral a reconocer como artístico el objeto que ya llevaba
las marcas de distinción requeridas. Era posible, en
particular, preguntarse cómo podía reaccionar una
institución, por más informal que fuera, incluso am­
pliada a una «práctica establecida», frente a innova-

211
M arc J im e n e z

ciones y prestaciones que no pretendían sino contra^


riar las reglas en vigor. Y bien se sabía que esta vo-,
luntad de quebrar todo marco de referencia era, p re ¿
cisamente, una de las características de gran parte
del arte actual, reacio a cualquier clasificación y ¿
cualquier etiqueta.
Las concepciones de Dickie, aún pertinentes en la
década del ochenta, sobre todo en el contexto del arte
norteamericano, daban cuenta de manera imperfec­
ta de la situación entonces imperante. El papel del
«mundo del arte» y de las diversas instituciones resul­
ta difícil de evaluar hoy En la época de la mundializa-
ción, se han vuelto complejas las interacciones entre
quienes deciden políticas nacionales e internacionales,
el mercado del arte —también él fuertemente inter­
nacionalizado—, los inversores institucionales, los
medios de comunicación y, más en general, los múlti­
ples actores de la comunicación cultural.
Subsistía la idea de que el arte y la obra de arte
sólo debían su definición al conjunto de prácticas,
acontecimientos y convenciones en vigor en el mo­
mento de su manifestación. Sin duda ha sido así en
todas las épocas. La Academia en el siglo XVII, los
Salones en el XVTII, las exposiciones y los conserva­
torios en el XIX, las galerías en el XX, las redes dé
hoy siempre han funcionado como mundos del arte
habilitados —o autohabilitados— para «apreciar el
buen fundamento de una candidatura al estatuto de
obra de arte», según las normas y las convenciones
del momento. Ya en 1921, Charles Lalo, discípulo de
Durkheim, señalaba que la acción más importante
de la sociedad sobre el arte «sólo se ejerce a través de
un medio especializado».
La teoría institucional, según la concebía George
Dickie, dejaba en suspenso muchas cuestiones «clá­

212
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

sicas», pero siempre de actualidad, a las cuales, al


igual que la estética tradicional, ya no les aportaba
respuesta. Examinemos brevemente las nociones de
«práctica establecida» y «convenciones», cuyo papel
parecería ser determinante en el mundo del arte. Si
bien es cierto que este se pronuncia en función de
una práctica establecida entre sus miembros y con
referencia a convenciones, ello significa que esa
práctica y esas convenciones son fruto de un saber
adquirido y de experiencias estéticas compartidas.
Se puede suponer que aquellas se han constituido a
partir de debates, enfrentamientos y por lo tanto,
opciones que han puesto en juego las facultades de
juicio, estimación y evaluación a los efectos de deter­
minar su validez y pertinencia. No cabe duda de que
entre los miembros del mundo del arte tiene que ha­
ber surgido el consenso, consenso que confiere cohe­
rencia y fiabilidad a sus procedimientos de aprecia­
ción. Sin embargo, en lo que respecta a la génesis de
esta práctica establecida o a las condiciones de elabo­
ración de las convenciones, Dickie no decía una sola
palabra.
¿Qué balance se puede hacer de las tesis de la
filosofía analítica?
Afirmar, como Morris Weitz, que el arte es un con­
cepto abierto y que sigue siendo indefinible suena,
en la actualidad, a lugar común. La sorprendente
elasticidad de la noción de arte se da hoy por sabida.
Basta con entrar al Palais de Tbkyo, en París —nue­
vo museo del arte actual, que algunos presentan
como el templo de la transgresión programada—,
para percibir la asombrosa flexibilidad del concepto
de «arte», decididamente reacio a cualquier defini­
ción. Empero, la cuestión decisiva, no tra ta d a por
Weitz, ¿no estriba, principalmente, en si esa elastici-

213
M arc J im e n e z

dad constituye ahora, ante todo, una de las principa­


les características de la institución?
Ese lugar, que muestra de manera ostensible la
libertad de que deberían gozar los artistas, los cura­
dores y el público, podría muy bien confirmar la tesis :
de Arthur Danto. Resulta fácil verificar que la distin­
ción entre lo que es arte y lo que no lo es sólo puede
ser producto de un clima, una atmósfera, una teoría
del arte animada según el espíritu de la época. Sobre
este punto, George Dickie tenía una mirada correc­
ta, pero no de mayor alcance que la de Charles Bau-
delaire13 cuando subrayaba la importancia capital
del mundo del arte para el reconocimiento de las
obras de arte.
Al reemplazar el interrogante metafísico «¿Qué
es el arte?» por la pregunta mucho más pragmática
«¿Cuándo hay arte?», Nelson Goodman obligaba a
tomar en cuenta la manera en que los objetos, consi­
derados obras de arte, funcionaban simbólicamente
en este mundo nuestro. Al declarar que el arte sim­
bolizaba de múltiples maneras, Goodman quería de­
cir que ese arte ya no era asunto de definición, sino
de realización, y que la obra de arte era, ante todo, lo
que ella producía como efectos múltiples en la socie­
dad, y ya no lo que era idealmente. Conviene verifi­
car si esos conceptos son pertinentes.

Los callejones sin salida de la filosofía


analítica del arte
¿La filosofía analítica norteamericana constituíá
un remedio ideal contra las debilidades de las teo­
rías tradicionales enfrentadas al arte contemporá-

214
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

neo? Un examen un poco atento de las diversas con­


cepciones analíticas del arte revelaba el interés, pero
también las insuficiencias y las limitaciones, de frag­
mentos teóricos dispersos, elaborados de m anera
coyuntural en Estados Unidos en el transcurso de
las dos décadas —1965-1985— que precedieron al
auge del «arte contemporáneo» en cuanto poder. Im­
porta destacar esas lagunas al evaluar tan objetiva­
mente como sea posible el aporte de las diferentes
concepciones.
Sin embargo, no se pueden silenciar las numero­
sas reservas y, a veces, las severas críticas formula­
das por el medio artístico norteamericano, es decir,
por ese mismo mundo del arte —artistas, historiado­
res del arte y críticos de arte— que servía de referen­
cia a la filosofía analítica.
Si bien la década del sesenta se caracterizó por el
espectacular advenimiento del pop art, movimiento
que la filosofía analítica y, sobre todo, Arthur Danto
consideraban decisivo para la posterior evolución del
arte occidental, esa época fue también la de una fuer­
te impugnación de las nuevas relaciones entre el ar­
te y la sociedad. Hemos aludido antes a las diversas
corrientes, happenings, arte conceptual, neodadaís-
tas, cuyos representantes, ya fuesen artistas o teóri­
cos —a veces, unos y otros—, cuestionaban decidida­
mente el funcionamiento institucional del arte. Al­
gunos, como Joseph Kosuth, veían en el arte concep­
tual —«arte desmaterializado», según la expresión
de los críticos Lucy Lippard y John Chandler— el
medio de luchar en contra de la comercialización del
arte y de hacer estallar la estructura «galerías-di­
nero-poder».
En 1968, Mel Ramsden, miembro del grupo Art &
Language, realizaba un cuadro titulado 100% abs­

215
M arc J im e n e z

tracto. Esa tela, de dimensiones moderadas, no con­


sistía más que en la lista de los elementos que com­
ponían la pintura, acompañados de su cantidad, ex­
presada en porcentajes. Ese tipo de obras, caracte­
rístico del movimiento Art & Language, fundado en
aquel mismo año, concretaba a su manera el proyec­
to estético definido por Joseph Kosuth, según el cual
el arte se reducía a la idea de arte: el arte no reivindi­
caba más que el arte y el arte era la definición del ar­
te. El concepto o la idea prevalecían sobre la aparien­
cia del objeto, y la ejecución de la obra pasaba a ser
entonces secundaria. La obra perceptiva o sensorial
era reemplazada por los debates y las conversacio­
nes que se entablaban ante la mirada de los especta­
dores. «Colgar la cháchara en la pared», tal era el
proyecto del arte conceptual, definido en forma de
humorada por Ramsden.
Empero, si bien el arte conceptual pretendía de
esa manera reaccionar contra un expresionismo abs­
tracto ya en declinación, también denunciaba con vi­
rulencia el mundo del arte neoyorquino. Un artículo
publicado por Ramsden en 1975 embestía de modo
virulento contra los administradores, los marchands
y los críticos norteamericanos, convertidos en cóm­
plices del sistema. El texto sorprende no sólo por la
intensidad de sus ataques, sino también por las ex­
traordinarias similitudes entre el funcionamiento
del arte y el de la cultura:«[...] hay una proliferación
inaudita de asesores en el mundo del arte: gestores,
críticos, conservadores, equipos de galerías, etc.; di­
cho de otra manera, burócratas. Esos burócratas ad­
ministran las “manifestaciones de libertad” alienán­
dolas, utilizándolas como una especie de barniz de
prestigio para el modus vivendi del sistema de mer­
cado. Y es un modus vivendi en el que nos converti­

216
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

mos en precios en el mercado de los medios de comu­


nicación, en el que nos convertimos en mercaderías;
un modus vivendi en el que lo importante es que ha­
ya una demanda de aquello que el mercado define
como nuestros talentos, y que todas las relaciones
tengan un precio, y en el que sólo cuenta ese valor fi­
nanciero».
Ramsden estigmatizaba, asimismo, la supuesta
libertad de la que, según se decía, gozaban los artis­
tas: «Bien podría ser que la libertad de acción de la
que disponemos hoy en el marco del arte moderno
esté, simplemente, desfasada respecto de las condi­
ciones institucionales propias del neocapitalismo.
En consecuencia, si nuestro trabajo y nuestros me­
dios de producción parecen ser de nuestra entera
propiedad [.. .1 es sólo porque funcionamos ingenua­
mente según un modelo superado de capitalismo
competitivo. Y nuestra posición está hoy desfasada
en razón de la extrema mediatización de las stars del
arte, que ejerce todo su peso represivo en la práctica
(la nuestra)».14
Publicadas también en 1975, las ideas de otro in­
tegrante de Art & Language, lan Bum, expresaban
la misma postura contestataria. Al denunciar la co­
lusión entre el mercado del arte y la tradición del for­
malismo representada por Greenberg, agente pro­
mocional del expresionismo abstracto, declaraba lo
siguiente: «Si bien puede parecer que exagero el pa­
pel del capitalismo norteamericano en todo esto, des­
tacaré una evidencia: desde su origen, la historia del
arte moderno ha sido alimentada por cierto número
de sociedades industrializadas, y no sólo por Estados
Unidos [...]. La crítica de arte contemporánea o re­
ciente se ha convertido, en el mejor de los casos, en
un modo de control y regulación y, en el peor, en una

217
M arc J im e n e z

pura celebración de la impotencia del statu quo [...],


En esta perspectiva, la mayoría de las charlatane­
rías con respecto a la “pluralidad” de la escena con­
temporánea no son más que huecas frases liberales.
¿Cuál es la utilidad de una “libertad” que no tiene
otro efecto que reforzar el statu gwo?».15
Esos críticos —como se ve— superaban en reali­
dad el simple marco del mundo del arte neoyorquino.
Apuntaban en forma explícita a la organización glo­
bal de la gestión artística y cultural en un régimen
democrático y capitalista. Era cuando menos notable
que ese cuestionamiento de la institución artística*
en una época en la cual el arte conceptual comenza­
ba a gozar del reconocimiento internacional, y en el
momento mismo en que se elaboraba precisamente
la «teoría institucional del arte», no fuera tomado en
cuenta por los teóricos norteamericanos; es notable
también que ese aspecto haya sido totalmente ocul­
tado por los comentaristas y mediadores franceses
de la filosofía analítica del arte.

Una reactualización legítima


y sorprendente

La reactualización de la filosofía anglosajona en


la década del noventa, en el momento en que se de­
claraba la querella francesa sobre el arte contempo­
ráneo, tenía de hecho algo de legítimo y sorprenden­
te a la vez.
Recurrir a una filosofía analítica que procedía a
un examen sistemático y funcional del campo se­
mántico implicado se presentaba como un procedi­
miento saludable. ¿Cómo no suscribir el programa

218
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

que en la década del sesenta había definido Jerome


Stolnitz, uno de los representantes norteamericanos
de la estética analítica?: «Una parte importante de
nuestro trabajo consiste en hallar significados claros
y precisos para palabras que la gente utiliza de ma­
nera vaga e irreflexiva», afirmaba el autor, como los
términos «arte», «estética» y «belleza».
Stolnitz agregaba: «Debemos aprender a distin­
guir los significados estéticos de los significados no
estéticos de tales términos si queremos conseguir
claridad en nuestro pensamiento y en nuestro len­
guaje. Sin esa claridad, nuestras creencias acerca
del arte y la experiencia estética permanecerán ne­
cesariamente confusas y llevarán al extravío».16
Una misma exigencia de clarificación conceptual
caracterizaba los trabajos de Monroe Beardsley, Aes-
thetics. Problems in the Philosophy o f Criticism, y
Joseph Margolis, Art and Philosophy,17 En este últi­
mo texto, publicado en 1980, Margolis no vacilaba, a
fin de cuentas, en criticar de m anera pertinente y
distanciada a ciertos teóricos analíticos que, a priori,
se situaban en un contexto filosófico análogo al suyo,
particularmente a Arthur Danto, Monroe Beardsley,
George Dickie y Nelson Goodman.
El aporte de esas teorías, mucho menos monolí­
ticas de lo que parecen, era, pues, potencialmente
fructífero. En principio, no se podía negar que había
materia para generar fecundas confrontaciones en­
tre la estética analítica y la estética surgida de la tra ­
dición filosófica europea. Como ningún conflicto en­
tre una y otra se mostraba capaz de perturbar la se­
renidad de los debates, parecía concebible suscribir
la invitación de Danielle Lories: «Si, en cuanto fi­
lósofos “continentales”, tenemos que volvemos hacia
la filosofía analítica, cederle el derecho, a los efectos

219
M arc J im e n e z

de recibir las luces que podría brindamos, ¿por qué


no interrogarla sobre el arte, cuando el arte contem­
poráneo la interpela así como nos interpela a noso­
tros, cuando apela imperativamente a cuestionar
cierto número de concepciones clásicas o que se han
vuelto “comunes”, y cuando exige una renovación de
la filosofía del arte?».18
El diálogo era más que concebible si se considera
que los filósofos anglosajones rara vez habían toma­
do por objetivo, en forma explícita e individualizada,
a los estetas «continentales». Cuando Morris Weitz
denunciaba las teorías que pretendían caracterizar
la esencia del arte, su crítica apuntaba, de manera
muy general, a un conjunto de concepciones más o
menos actuales en su época pero que estaban muy
lejos de ser representativas de la reflexión sobre el
arte: formalismo, voluntarismo, emotivismo, intelec-
tualismo, intuicionismo, organicismo. En cuanto a
Nelson Goodman, en las seis conferencias que pro­
nunció en 1962, publicadas en 1968 con el título Lan-
gages de Vart, se cuidó muy bien de marcar su distan­
cia respecto de cuestiones habituales de la estética.
No pretendía de ninguna manera sobrepasar el cam­
po de su competencia, el de los sistemas simbólicos
—para el caso, los sistemas no verbales, como la re­
presentación pictórica y la notación musical—.
Sin embargo, la reactualización de esas concep­
ciones norteamericanas resultaba, asimismo, sor­
prendente, sobre todo por la manera en que fue ma­
nejada. Importadas a Francia, las tesis de la filosofía
analítica del arte casi nunca fueron expuestas en la
forma de una apertura al diálogo o a la discusión filo­
sófica. Por lo general fueron presentadas como teo­
rías de reemplazo. Cuando apareció, en 1990, la ver­
sión francesa del libro de Nelson Goodman, Gérard

220
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o *

Genette no vaciló en saludar la obra como la más im­


portante en filosofía del arte desde la publicación, en
1790, de la Crítica del juicio, de Kant.
Desde luego, esa m anera de sepultar doscientos
años de reflexiones sobre el arte no contribuyó dema­
siado a sofocar la hostilidad y la desconfianza entre
anglosajones y continentales, que habían sido, tal co­
mo lo lamentaba el traductor en la introducción,19 las
características del encuentro entre la tradición esté­
tica y el pensamiento analítico.

La «teoría especulativa del arte»

Antes aun de que estuvieran disponibles, en can­


tidad suficiente, las traducciones de los autores nor­
teamericanos, la filosofía analítica era presentada
como la panacea capaz de curar los males que aque­
jaban entonces a la reflexión estética: idealismo, ro­
manticismo, formalismo, visión profética del arte. Se
veía en ella la fuente de nuevos paradigmas adapta­
dos a la época posmodema y se la consideraba la al­
ternativa a teorías «gastadas hasta en su trama».20
Esas teorías obsoletas, agrupadas bajo la denomina­
ción general de «teoría especulativa del arte», eran,
según Jean-Marie Schaeffer, las concepciones elabo­
radas en Occidente que habían contribuido a una
perniciosa sacralización del Arte. Novalis, Hólderlin,
Hegel, Schopenhauer, Nietzsche y Heidegger le ha­
brían asignado a la filosofía la tarea de revelar la na­
turaleza de un Arte considerado como saber estático,
ficción cósmica o pensamiento del Ser.
En Uart de Váge moderne,21 publicado en 1992,
Jean-Marie Schaeffer emprendía ia tarea de demos­

221
M arc J im e n e z

trar que los artistas modernos de fines del siglo X $ |l


y los vanguardistas de la primera mitad del siglo XX/J
h asta el arte conceptual, se habían extraviado en 3
una creencia funesta: el arte revelaría verdades tras-1
cendentes, abriría las puertas a lo Absoluto, o bien •
prefiguraría la utopía de una reconciliación univer-.-
sal. Así, Schaeffer escribía: «Se podría prolongar in­
definidamente esta nómina de artistas y autores del
siglo XX que se sitúan en la descendencia de la tradi­
ción que acabamos de analizar; en lo que a mí respec­
ta, pretendía simplemente mostrar que la sacraliza-
ción del Arte, en mayor o menor medida, tiñó una ;
gran parte de la vida artística y literaria moderna y
modernista, constituyendo de alguna manera el ho­
rizonte de expectativas del mundo del arte desde ha­
ce unos doscientos años».22
La perniciosa influencia de la teoría especulativa
del arte habría acarreado, pues, tres consecuencias
particularmente nefastas: una excesiva valoración
del modernismo vanguardista occidental, en detri­
mento de otras tradiciones; una especie de aisla­
miento y especificación de la creación artística con
respecto a otras actividades humanas, y un purita­
nismo exacerbado, antihedonista, hostil al placer
generado por cualquier actitud estética.
Si bien Jean-M arie Schaeffer señalaba, con ra­
zón, que la crisis de legitimación del arte contempo­
ráneo había tenido el mérito de revelar los callejones
sin salida a los que llevaba la sacralización desmedi­
da del arte, el remedio que proponía parecía de una
extrema radicalidad. Liberada del discurso filosófi­
co, la estética no podía sino renunciar a las teorías
que se habían sucedido a partir del siglo XVIII. De
allí en más no tenía que interesarse sino en las con­
ductas que enlazaban la subjetividad con las diver­

222
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

gas formas de expresión artística, no sólo limitadas a


■las bellas artes. El camino a seguir no era otro que el
de la filosofía analítica: «Se descubre así (finalmen­
te) que la historia de la estética filosófica desde Kant
hasta nuestros días no se puede reducir a la teoría
del arte desarrollada por la tradición de la filosofía
alemana desde Hegel hasta Heidegger: que en Fran­
cia se haya comenzado (aunque fuera tardíamente)
a reconocer la riqueza de los trabajos de la estética
analítica inglesa y norteamericana es uno de los as­
pectos más positivos de esta evolución».23

Subjetivismo y pluralismo

La liberación de la estética respecto de las teorías


tradicionales, promovida por Jean-Marie Schaeffer,
y la voluntad de hacer tabla rasa con la estética eu­
ropea formaban parte, asimismo, de las preocupacio­
nes de Gérard Genette. Hostil a la «molesta tradi­
ción» de la metafísica de lo bello —representada en
especial por Arthur Schopenhauer—, Genette tam ­
bién se dedicaba a desahuciar la teoría especulativa
del arte. En Novalis, Heidegger, Adorno y «un poco
más allá», sólo encontraba «proclamas inverifica-
bles», «exaltadas glorificaciones del poder de revela­
ción ontológica», un leve exceso de subversión revo­
lucionaria y —curiosamente, sobre todo a propósito
de Adorno— resabios de ideología antimodemista.24
Si el primer volumen de Uceuvre de Vart25 deplora­
ba sin dem asiada piedad la pobreza del arte con­
temporáneo, el segundo pretendía separar decidida­
mente la estética de sus raíces y sus prolongaciones
filosóficas. Esta última sólo era concebida como una

223
M arc J im e n e z

ram a de una antropología general. Cercano en esté í


sentido a las tesis de Jean-Marie Schaeffer, Genette
consideraba que la única función de la estética era
definir, describir y analizar la relación estética, es ;
decir, el lazo entre una subjetividad y un objeto que
funcionaba como una obra de arte para esa sola sub­
jetividad.
Ya se ha señalado que las concepciones de Good­
man y de Danto, como las de Schaeffer y Genette;
aprovechaban la favorable recepción que tenían en
ciertos filósofos y estetas implicados en el debate so­
bre el arte actual. En La crise de Vart contempo-
ra¿/z,26 bajo el título «Las estéticas del pluralismo»,
Yves Michaud concitaba la atención de sus lectores
sobre los méritos de las tesis de Nelson Goodman,
que sintetizaba en frases como la siguiente: «Good­
man abre así el camino a una estética operativa del
arte y de la relación estética, y esta estética es una
estética de la pluralidad y de la diversidad: el arte
simboliza de manera múltiple».27 Destacaba el éxito
de los libros de Arthur Danto, donde se formulaba «el
diagnóstico del fin del arte y la entrada en la época
del pluralismo, el fin de una historia hegeliana y el
ingreso sin complejos en la diversidad».28 Asimismo,
rendía homenaje a la estética generalizada de Jean-
Marie Schaeffer y consideraba que «el pensamiento
de Genette se adaptaba a una situación de juicio de­
mocrático en que cada cual efectúa sus propias eva­
luaciones, más allá de cualquier deferencia hacia cri­
terios establecidos». Michaud aclaraba: «Es también
una teoría adaptada a una situación en que la diver­
sidad de las formas del arte y de las prácticas en el
propio seno del arte, junto a la de objetos culturales
candidatos a la apreciación, vuelven inevitable un
pluralismo estético».29

224
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

Pluralismo, diversidad, subjetivismo, relativismo


—conceptos recurrentes en los discursos sobre el
arte inspirados en la filosofía analítica— se habían
convertido, desde hacía una década, en las consignas
¿el nuevo paradigma estético. Su implantación en la
filosofía del arte implicaba la descalificación de no­
ciones tales como juicio, criterios, evaluación, com­
partir la experiencia estética.
Todo ocurría como si la estética, la filosofía y la
propia filosofía política ya no tuvieran como vocación
interrogarse acerca de las formas —también ellas di­
versas—, las imposiciones y los condicionamientos
que ejercían, por ejemplo, la industria cultural y el
sistema comercial y consumista. La asimilación del
pluralismo cultural con la democracia liberal era ad­
mitida como un postulado.
Ese nuevo paradigma conformaba así el callejón
sin salida de una dialéctica elemental que debía es­
tar, sin embargo, en la base de cualquier reflexión so­
bre la organización y el funcionamiento de la socie­
dad actual. En efecto, se puede decir que nuestro sis­
tema político, económico y cultural permitía una di­
versificación extrema de los comportamientos, las
prácticas, las conductas, los modos de vida y las ex­
periencias estéticas y artísticas. También se puede
reconocer que favorecía el proyecto de emancipación
de un individuo cada vez menos sometido a normas
de pensamiento y gustos autoritarios, y de preten­
sión universalista. Implicaba incluso potencialmen­
te un crecimiento de la autonomía, una mayor liber­
tad de las fuerzas creadoras, una profundización y
un enriquecimiento de la reflexión.
Empero, simultáneamente, ese mismo sistema
transformaba al individuo en un servidor dócil y un
consumidor pasivo, sometido a las estrategias e im-

225
M arc J im e n e z

posiciones institucionales, industriales, económicas, ',


comunicativas y tecnológicas que se aplicaban masi­
vamente, sin que el individuo en cuestión tuviera
nada que decir. ;
En definitiva, el nuevo modelo de interpretación
del arte actual propuesto bajo el eslogan de «plura­
lismo» reproducía las mismas insuficiencias que ca­
racterizaban a las teorías anglosajonas, y sobre todo
norteamericanas, que constituían, en el principio, su
principal referencia.
El filósofo norteamericano Richard Shusterman,
que abogaba por una estética pragmática, cercana a
la vida cotidiana, definió muy bien lo que denomina-
ba «el rasgo saliente» de la estética analítica, en par­
ticular, el hecho de que «descuida el contexto social!
del arte». Según Shusterman, excluir todo juicio de
valor y querer definir al arte únicamente de manera
institucional resultaba paradójico frente a las apues­
tas que se referían al estatuto del arte en el contexto
social y cultural. Esas apuestas se situaban, en efecto,
mucho más allá del mundo del arte: «La ceguera de la
filosofía analítica en relación con el contexto social
tanto del arte, de la crítica como de su propia teoriza­
ción estética [...] es paradójicamente muy chocante
[...] precisamente en su intento de definir el arte en
los términos de una institución social».30

Notas
1 Arthur Danto, «The Artworld», Journal ofPhilosophy, 1964,
trad. francesa: «Le monde de l’art», en Danielle Lories, Philoso-
phie analytique et esthétique, op. cit., págs. 183-98, y La transfi-
guration du banal, París: Éd. du Seuil, 1989 [La transfigura­
ción del lugar común: una filosofía del arte, Barcelona: Paidós,
2002 ],

226
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o "

2 Véase el Prefacio, supi'a, pág. 13.


3 «Le monde de l’art», op. cit., pág. 193.
*lbid., pág. 195.
5 Ibid., pág. 193.
6A. Danto, La transfíguration du banal, op. cit., pág. 46.
7 Jasper Johns expuso su primer cuadro-bandera en 1954. Afi­
nes de la década del sesenta, y basta 1972, asumió el papel de
consejero artístico de John Cage y Merce Cunningham, y estuvo
rodeado por Frank Stella, Andy Warhol, Bruce Nauman y Robert
Morris. Obtuvo el premio de la Bienal de Venecia en 1988.
8 La transfíguration du banal, op. cit., págs. 321-2.
9 Lo cual es confirmado por sus reseñas de artistas, por lo de­
más apasionantes, redactadas durante varios años y publicadas
con el título de La Madone du futur, op. cit.
10 Nacido en 1926, George Dickie fue profesor emérito de la
Universidad de Chicago.
11 George Dickie, A rt and the Aesthetic. A n Institutional Ana-
lysis, Ithaca y Londres: Cornell U.P., 1974.
12 George Dickie parecía acostumbrado a esta clase de contra­
dicciones. Preocupado por demostrar la validez de una defini­
ción puramente institucional del arte, formuló la curiosa hipó­
tesis según la cual un conservador de museo tendría todo el de­
recho de exponer «en cuanto arte» las pinturas realizadas por
un mono. Evidentemente, es dudoso que el «artista» en cuestión
se considerara a sí mismo parte integrante del «mundo del arte».
13Alusión a la importancia otorgada por Baudelaire a «la épo­
ca, la moda, la moral, la pasión».
14 Citas tomadas de Art en théorie, 1900-1990, de Charles Ha-
rrison y Paul Wood, op. cit., págs. 987-90.
15 Ibid., págs. 992-3.
16 Jerome Stolnítz, Aesthetics and Philosophy o f A rt Criti-
cism, Boston: Houghton-Mifílin Co., 1960, citado por D. Lories,
Philosophie analytique et esthétique, op. cit., pág. 13.
17 Para las obras de Beardsley y Margolis, no traducidas al
francés, también remitimos a la excelente presentación de esos
autores por Danielle Lories y a los respectivos fragmentos de
textos de ambos.
18 Danielle Lories, Expérience esthétique et ontologie de l’oeu-
vre, Bruselas: Académie Royale de Belgique, 1989, pág. 10.
19 Cf. Langages de Vart, op. cit., introducción de Jacques Mo-
rizot, pág. 5.

227
M arc J im e n e z

20 La expresión es de Jean-Marie Schaeffer.


21 Jean-Marie Schaeffer, Vart de l’áge moderne. L’esthétique
et la philosophie de Vart du XVIIIe siécle á nosjours, París: Ga-
llimard, col. «Nrf essais», 1992.
22 Ibid., pág. 357.
23 Jean-Marie Schaeffer, Les célibataires de Vart. Pour une es­
thétique sans mythes, París: Gallimard, col. «Nrf essais», 1996,
págs. 11-2.
24 Gérard Genette, Vceuvre de Vart, t. II, La relation esthéti­
que, París: Éd. du Seuil, 1997, pág. 11.
25 Gérard Genette, L’ceuvre de Vart, 1.1, Immanence et trascen-
dance, París: Éd. du Seuil, 1994,
26 Yves Michaud, La crise de Vart contemporain, op. cit
27 Ibid., pág. 197.
28 Ibid., pág. 200.
29 Ibid., págs. 198-9.
30 Richard Shusterman, «Analyser l’esthétique analytique»,
en L’esthétique des philosophes, París: Place Publique Éditions
y Dis Voir, 1996, pág. 23. Shusterman es profesor de Filosofía en
la New Temple University de Filadeifia. Cf. Vart a Vétat uif. La
pensée pragmatiste et Vesthétique populaire, París: Ed. de Mi-
nuit, 1992, y Vivre la philosophie, París: Klincksieck, 2002.

228
XIV. Los criterios estéticos en cuestión

Inmediatamente recordada en los comienzos de


la querella, y después abandonada poco a poco por el
«mundo del arte», la cuestión de los criterios y del jui­
cio estético ocupó un lugar muy importante en el de­
bate filosófico de la década del noventa. Tuvo un pa­
pel preponderante en la controversia entre la tradi­
ción filosófica europea y la concepción analítica del
arte. Para comprender bien las apuestas de esa con­
frontación es necesario hacer un breve repaso de la
teoría del juicio de Kant.

La universalidad del juicio basado


en el gusto y el sentido común

En la Crítica deljuicio, Kant se asombraba del ca­


rácter contradictorio del juicio basado en el gusto:
«[...] hay algo muy extraño: mientras que, por un la­
do, en el caso del gusto fundado en los sentidos, la ex­
periencia no sólo demuestra que el juicio que él con­
lleva [...] no tiene valor universal, sino que, por el
contrario, cada cual es en sí mismo suficientemente
reticente como para no concederles a los demás un
asentimiento universal similar al que da a sus pro­
pios juicios [...], por otro lado, el gusto basado en la

229
M arc J im e n e z

reflexión [. . .] puede, sin embargo, considerar posi­


ble [.. .1 representarse los juicios que podrían exigir
ese asentimiento universal».1
Si existiera un concepto de belleza, una norma,
una ley universal de la belleza, nada sería extraño; ;
tal problema no se plantearía, pues me sería posible
convencer al otro, mediante la razón, acerca de la co­
rrección de mi juicio basado en el gusto, negativo o
positivo. La única manera en que Kant puede resol­
ver la aparente aporía de un juicio basado en el gus­
to, al mismo tiempo subjetivo y que pretende, pese a
todo, validez universal, estriba en suponer la exis­
tencia de un «sentido común». Este es una «simple
norma ideal»; su existencia no está demostrada, aun
cuando no tenemos ninguna razón para suponer que
los demás hombres no estén dotados de él. Ese sen­
tido común no es empírico; es un a priori que Kant
sitúa como fundamento del asentimiento universal:
«El gusto es, entonces, la facultad de juzgar a priori
la comunicabilidad de los sentimientos ligados a una
determ inada representación (sin mediación de un
concepto)».2
La estética kantiana se halla, pues, fundada en el
ejercicio del juicio basado en el gusto, en el placer y el
displacer que experimentamos frente a la belleza de
la naturaleza o a la de las bellas artes. El régimen de
las bellas artes, como el de la reproducción de la na­
turaleza, obedece a convenciones, normas y criterios
determinados por la tradición clásica: belleza ideal,
imitación (mimesis) de la naturaleza, etc. En otros
términos, la estética kantiana tiene como trasfondo
el sistema de las artes estrictamente codificado de su
tiempo.
Pero, ¿qué ocurre en nuestros días, cuando los
desafíos, las experimentaciones y las provocaciones

230
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

del arte contemporáneo rechazan las normas tradi­


cionales y, sobre todo, cuestionan radicalmente el
propio concepto de arte?
¿Qué significado y qué credibilidad se les puede
conceder al juicio y a la evaluación si cualquier cosa
puede ser arte y, con mayor razón, si el arte es a par­
tir de ahora cualquier cosa?
¿La multiplicidad de las obras «fuera de las nor­
mas» no implica, de fado, una pluralidad y una dife­
renciación extrema de juicios basados en el gusto in­
compatibles? ¿La hipótesis del «sentido común» no
contradice, al mismo tiempo, la idea de la pretensión
de universalidad y la comunicabilidad de la expe­
riencia estética basada en la evaluación?

¿.Describir o evaluar?

Tales son las preguntas a las que -—como hemos


visto— intenta responder la filosofía analítica del
arte. Al renunciar a la búsqueda de una hipotética
esencia del arte y al apartarse de las problemáticas
filosóficas, metafísicas, psicológicas o sociopolíticas,
los teóricos analíticos han pretendido aprehender la
naturaleza del arte contemporáneo. El éxito ha sido
dudoso. ¿Qué ha ocurrido, en realidad, con los filóso­
fos y pensadores franceses partidarios de las venta­
jas de las concepciones anglosajonas?
En Francia, Gérard Genette y Jean-Marie Schaef-
fer reivindicaban en forma parcial la herencia de la
filosofía norteamericana, en especial las de Nelson
Goodman y A rthur Danto. De esa manera, privile­
giaban el enfoque descriptivo de las obras de arte, en
detrimento del enfoque evaluativo. Ese enfoque des­

231
M arc J im e n e z

criptivo introducía una distancia en relación con las


obras: ponía el acento ya no en los diferentes afectos
que provocaban en el receptor, sino en el análisis y la
descripción de las condiciones en las cuales se efec­
tuaba la experiencia estética. En ese sentido, era
cognitivo y ya no «emocional», para retomar la expre­
sión de Goodman.
Esa exclusión de la dimensión evaluativa y, por lo
tanto, de cualquier crítica basada en argumentos ra­
cionales marcaba una diferencia significativa con
respecto a la estética kantiana. Genette denunciaba
la ilusión objetivista según la cual la evaluación de
una obra de arte podía efectuarse en función de sus
propiedades supuestam ente objetivas. Señalaba,
con razón, de acuerdo aquí con Kant, que si existie­
ran tales propiedades objetivas no se plantearía el
problema de la apreciación. Al contrario de las afir­
maciones kantianas, no sería cuestión, según Genet­
te, de sostener la posibilidad de acceder a una uni­
versalidad absoluta.3 El juicio estético seguía siendo
decididamente subjetivo, no se compartía ni se co­
municaba, aun cuando la subjetividad de la aprecia­
ción no impidiera, en principio, que cierto número dé
individuos pudieran concordar en su juicio acerca de
un objeto cualquiera. Y si algunos individuos conse­
guían llegar a ese acuerdo, nada impedía pensar que
todos, al menos en teoría, pudieran llegar a ese re­
sultado, muy improbable en la realidad. ¿Pero no lo
había dicho ya Kant?
Entretanto, sin preocuparse por esa eventualidad
muy hipotética, y en ausencia de criterios univer­
sales y objetivos de lo «bello», cada cual quedaba en
libertad de reaccionar como mejor le pareciera. Se vol­
vía, finalmente, al famoso adagio acerca de los gustos
y los colores, sobre los que no hay nada escrito.

232
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

Al adoptar una postura que calificaba de «hiper-


kantiana»,4 Genette reafirmaba la irreductible sub­
jetividad de nuestra relación con las cosas —natura­
leza u obras de arte— que según nuestro parecer me­
recen una atención particular. La evaluación, la apre­
ciación y el juicio crítico referido al éxito o el fracaso
de una obra surgen de la esfera privada. Kant se pro­
ponía fundar de hecho y de derecho la libertad de ca­
da cual para juzgar y criticar. El mérito de la posición
adoptada por Genette estriba, por cierto, en que libe­
raba la relación estética de toda imposición exterior,
pues en lo sucesivo quedaba abierta a encuentros
imprevistos con todo objeto que pudiera convertirse
en fuente de placer o displacer. Quedaba sin resol­
ver, no obstante, la cuestión de la mediación de la ex­
periencia estética, por más subjetiva que fuera, con
la que estaban enfrentados quienes pretendían ha­
cer compartir la intimidad de su relación, ya se tra­
tara de un profesor de Artes Plásticas, del comisario
de una exposición, del museo o, más sencillamente,
del entorno familiar. Ninguno de esos mediadores ig­
noraba que el anáfisis o la descripción de las propie­
dades y las cualidades «objetivas» de una obra de
arte, por ejemplo, estaban lejos de ser suficientes pa­
ra convencer a otro. Y tampoco bastaba con la confe­
sión de una emoción experimentada ante tal o cual
objeto. Curiosamente, a veces ocurría que el juicio
crítico, incluso un juicio de valor perentorio, cumplía
ese feliz objetivo como si fuera evidente, en contrapo­
sición a las afirmaciones de la filosofía analítica, que
el más hermoso homenaje que se le puede hacer a
una obra candidata a la apreciación consiste en juz­
garla, resulte buena o mala.
He ahí lo que contradecía, sin duda, la afirmación
de Jean-Marie Schaeífer, para quien el juicio estético

233
M arc J im e n e z

«es un juicio subjetivo en el sentido “solipsista” del-


término».5
En verdad, Schaeffer no excluía totalmente el uso
evaluativo de la noción de obra de arte, sino que ese
uso presuponía, en primer lugar, un uso descriptivo;
Para dejarlo en claro: no puedo considerar mediocre
o fracasada una obra de arte (evaluación) si no la co­
loco ya, en virtud de uno de sus criterios descriptivos,
en la categoría de obra de arte. Schaeffer, al igual
que Genette, adoptaba aquí la opinión contraria a la
de Adorno al afirmar: «El concepto de obra de arte
implica el de logro. Las obras de arte no logradas no
son obras de arte». Genette ironizaba al respecto:
«La fórmula de Adorno, que por cierto tiene el mérito
de la claridad, me parece lógicamente insostenible:
es como si dijera que los gatos negros (o blancos, etc.)
no son gatos».6
Incidentalmente, si uno vuelve la ironía contra su
autor, se podría destacar que el gato no tiene, en mo­
do alguno, la capacidad de cambiar el color de su pe­
laje, a diferencia del artista, el pintor o el músico,
quienes siempre tienen la posibilidad de aprender
como es debido su oficio y perfeccionarse. Además de
la extraña confusión entre juicio de realidad y juicio
de valor —en lenguaje kantiano, entre juicio analíti­
co a posteriori y juicio reflexivo—, la divertida obser­
vación de Genette quedaba desmentida por la expe­
riencia. Puedo afirmar que si se me ocurriera la fan­
tasía de dibujar o de pintarrajear con acuarelas, o al
óleo, sobre una tela adecuadamente enmarcada, mi
asombro sería mayúsculo si me enterara de que aca­
bo de realizar una obra de arte. ¡Ni siquiera un cua­
dro! Algo, por cierto —¡rectangular!—, seguramente
muy mediocre, respecto de lo cual admitiría sin difi­
cultad, sea cual fuere mi intención al comenzar, que

234
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

es cualquier cosa excepto una obra de arte. Y si se me


objetara —como lo haría Schaeffer— que mi inten­
ción inicial, «hacer un cuadro», basta para caracteri­
zar «ontológicamente»7 a mi cuadro como cuadro, in­
cluso fracasado, el argumento no me convencería. Se
podría argüir también que mi «obra» bien podría ser
a la vez un cuadro y un infame graffiti, pero el argu­
mento es engañoso. Ontológicamente, mi supuesto
cuadro sería a lo sumo un mamarracho, y mi dibujo,
una especie de grosero tag. ¿Por qué debería enton­
ces rechazar el estatuto ontológico específico de ma­
marracho o graffiti, que no tendría estrictamente na­
da que ver con el estatuto ontológico de un cuadro?
El argumento de Gérard Genette, así como la po­
sición de Jean-Marie Schaeffer, parecen ignorar lo
que está en el centro mismo de la problemática del
arte contemporáneo, en especial a través de su he­
rencia duchampiana. El ready-made de Duchamp
—secabotellas, pala de nieve, orinal, etc.— no res­
pondía a ningún criterio descriptivo que le diera de­
recho al título de obra de arte.8 No tenía la vocación
de ser incluido en el campo artístico; sólo el gesto de
Duchamp —exterior al objeto— lo elevaba a la digni­
dad de obra de arte. El reconocimiento del objeto en
cuanto obra de arte no dependía, de ninguna mane­
ra, de alguna propiedad intrínseca de esa cosa que la
«clasificación descriptiva» —según la expresión de
Schaeffer— relegaría espontáneamente a la catego­
ría de objetos utilitarios. Este reconocimiento, facti­
ble o no —ya sea de la institución, del mundo del arte
y, accesoriamente, del público—, podía ser asimila­
do, como lo demostró muy bien Thierry de Duve,9 a
un bautismo: «esto es arte», al modo del enunciado
performativo. Se podría decir otro tanto de los aguje­
ros en el desierto, de los montones de caramelos, de

235
M arc J im e n e z

las cajas Brillo, del arte conceptual en general y de


una cantidad incalculable de instalaciones, de entor­
nos o de performances que perduran en el campo ar~
tístico desde la década del sesenta.
Jean-Marie Schaeffer demuestra de modo perti­
nente el carácter específico del ready-made de Du­
champ en relación, sobre todo, con las experiencias
musicales de John Cage. Si bien a los sonidos de la
música concreta (por ejemplo, los ruidos de la ciu­
dad) se les puede eventualmente atribuir una cali­
dad estética, ocurre algo diferente con un orinal. La
apreciación estética referida a este se aplica sólo al
«concepto desarrollado en ocasión de la presentación
del objeto en cuestión».10
Sin embargo, este tipo de análisis, si bien insistía
con toda razón en la filiación entre el gesto inaugural
de Duchamp y el arte conceptual, nada decía, en cam­
bio, de las razones por las cuales el intento del artista
funcionaba tan bien. Debilitaba el alcance de un acto
que perturbaría perdurablemente el sistema repre­
sentativo y mimético, elaborado durante siglos en
Occidente y que aún predomina en nuestros días.11
A fin de cuentas, pueden provocar asombro las
curiosas peticiones de principios que revelan cierto
grado de incomprensión o desconocimiento de esos
autores frente al arte contemporáneo, o bien la vo­
luntad de no interesarse en él.
Así, afirma Schaeífer: «Se puede decir perfecta­
mente: “Este producto es un logro total, pero me im­
porta un bledo”, mientras que difícilmente pueda de­
cirse: “Esta obra es bella, pero me importa un bledo”,
salvo si el predicado “bella” deja de funcionar como
objetivación de una apreciación estética».12
Ahora bien, si la primera proposición es verdade­
ra —una obra lograda puede muy bien dejarme indi­

236
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

ferente—, la segunda es falsa. Los dadaístas de co­


mienzos del siglo XX habían inscripto en su progra­
ma el rechazo de lo bello —«a la mierda con la belle­
za»— en razón de que el predicado «bello» podía con­
tinuar funcionando como objetivación de una apre­
ciación estética. Una gran parte del arte actual está
basada en esa aparente paradoja que consiste, de al­
guna manera, en volver a la belleza contra sí misma.
Y también puedo, según esa lógica, afirmar decidida­
mente, con convicción, que tal cuadro, tal escultura,
tal música son de una apabullante belleza, y decla­
rar, al mismo tiempo, que me importa un bledo: nada
me impide, sobre la marcha, elevar ese «me importa
un bledo» a la categoría de acto artístico.

Necesidad de una argumentación estética:


Rainer Rochlitz

Se consideraba que si se recurría a la filosofía an­


glosajona, promovida por los teóricos franceses, se
podían resolver los callejones sin salida de la estética
europea y se daba respuesta a la «crisis de legitima­
ción» que afectaba al arte contemporáneo; pero ello
traía aparejados, con toda evidencia, resultados in­
ciertos, Cabe señalar que las obras de Jean-M arie
Schaeffer y Gérard Genette contenían, a fin de cuen­
tas, muy pocas referencias a las prácticas artísticas
de los últimos veinte años. Además del hecho de que
la creación contemporánea no figuraba en absoluto
entre las preferencias de esos autores, era difícil ima­
ginar de qué manera simples descripciones y análi­
sis de obras actuales, desconcertantes, transgreso-
ras, provocativas, chocantes —o, por lo menos, juz­

237
M arc J im e n e z

gadas como tales—, podrían por sí solas disipar el


malestar que provocaban en un público preocupado/
con toda razón, por la cuestión de la evaluación.
La argumentación desarrollada por Rainer Roch-
litz pretendía, justamente, resolver la espinosa cues­
tión de los criterios de evaluación y apreciación de
las obras actuales. Aun cuando refutaba, al igual que
Schaeffer y Genette, la hipótesis kantiana del «senti­
do común», también rechazaba radicalmente el enfo­
que descriptivo y analítico, así como la reducción del
juicio basado en el gusto a una simple expresión sub­
jetiva e idiosincrásica. Persuadido de que las obras
modernas y contemporáneas, fuese cual fuere su vo­
luntad o su poder de desestabilización frente a la
sensibilidad y la opinión comunes, respondían a una
lógica estética, Rochlitz partía en busca de nuevos
criterios. No negaba la subjetividad del juicio basado
en el gusto, pero consideraba que esa dimensión sub­
jetiva estaba determinada de manera objetiva. Y si
era posible fundar racional y objetivamente el juicio
basado en el gusto, no había ninguna necesidad de
recurrir a un supuesto sentido común. Para conven­
cer a un contradictor acerca del buen fundamento de
mi juicio en favor de una obra de arte, me bastaba,
por ejemplo, con desarrollar argumentos capaces de
modificar favorablemente su juicio inicial: «[.. .] es
innegable que intercam biamos argum entos para
persuadimos unos a otros de los méritos de tal o cual
obra de arte».13 Así podía crear condiciones favora­
bles para una intersubjetividad que reem plazara
ventajosamente, al mismo tiempo, el sensus commu-
nis —hipótesis kantiana— y la subjetividad «solip-
sista» o idiosincrásica.
Según Rochlitz, tres criterios, o parámetros, cons­
tituían las indispensables referencias para determi­

238
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

nar el valor de una obra y servir como referencia pa­


ra una argumentación racional: la coherencia, el pro­
pósito, la originalidad. La coherencia se refería a la
forma o la unidad de la obra. Estaba en relación con
la unidad de una visión, un proyecto, una intención o
un estilo. Una incoherencia voluntaria —dislocación
de las formas, disonancias, etc.— constituía un tipo
de coherencia, dado que respondía a una opción cons­
cientemente asumida por el artista. El propósito, o la
«profundidad», rem itía a la pertinencia artística o
estética de la obra, que así calificaba su grado de
coherencia. Un cuadrado, un rectángulo o un círculo
dibujados en una hoja de papel eran formas geomé­
tricas coherentes. Sin embargo, no eran obras de ar­
te, salvo que fueran ejecutados por un artista mini­
malista dentro de un proyecto claramente definido.
Una obra de arte debía, finalmente, satisfacer una
exigencia de «novedad»,14 de originalidad, y respon­
der a una «expectativa histórica», inmediata o diferi­
da en el tiempo.
Quedaba por comprobar la validez de esos crite­
rios, verificar su pertinencia, ver si permitían com­
prender en qué sentido se consideraba lograda o no
una obra de arte. En Vart au banc d ’essai. Esthéti­
que et critique,15 Rochlitz se arriesgaba a la expe­
riencia y sometía su reflexión teórica a la prueba
concreta de la crítica de arte, tomando como ejemplo
las obras de Jeíf Wall y Gerhard Richter.16
Y, de hecho, la interpretación, el comentario y la
crítica de las obras de esos dos artistas correspon­
dían a las desiderata de una estética argumentativa;
pero, paradójicamente, ese resultado —ese éxito— le
debía menos a la utilización de los criterios en cues­
tión que a la concepción global de la estética expues­
ta por Rochlitz.

239
M arc J jm e n e z

Veamos esto con más detalle. ^


Coherencia, propósito, novedad, profundidad, acll
tualidad, carácter público de la obra, no eran carac­
terísticas en modo alguno específicas de las obras
contemporáneas. Y no cabía sospechar que las obras
clásicas o modernas, aún reconocidas en la actuali­
dad, estuvieran desprovistas de todas esas caracte­
rísticas. í;
Dado que se trataba de pintores y fotógrafos, co­
mo Gerhard Richter y JeffWall, que ya figuraban en
el hit-parade de los artistas más cotizados y vendi­
dos en el mundo, no había ningún riesgo de exponer
los criterios al fracaso. Su operatividad a posteriori
no hacía más que confirmar un reconocimiento esta­
blecido desde hacía mucho por el mundo del arte: ins­
tituciones, galerías, marchands, críticos y público.
Finalmente, y sobre todo, no se advertía en qué
medida esos criterios podían ayudar a evaluar prác­
ticas actuales cuya característica esencial era, preci­
samente, la de cuestionar todas las normas habitua­
les de legitimación, comenzando por los propios con­
ceptos de arte y de obra de arte.17
Las posiciones teóricas orientadas a elaborar una
estética de la argumentación intersubjetiva eran
mucho más convincentes. Que un juicio basado en el
gusto fuera subjetivo resultaba innegable. No por
ello era idiosincrásico ni arbitrario, ni dependiente
del temperamento, del humor del momento, o bien
de preferencias condicionadas por la educación o el
entorno. Rochlitz insistía de m anera reiterada en
que «les corresponde a los receptores y a los críticos
confrontar una y otra vez la diversidad de sus apre­
ciaciones, y entregarse a argumentos contradicto­
rios».18 No dejaba de remarcar el papel del debate
crítico, que es precisamente el de llegar «a establecer

240
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

la diferencia entre las preferencias de cada cual [...]


y los argumentos que militan en pro de la evaluación
favorable o desfavorable de una obra».19
Si nuestros juicios referidos a las obras actuales
se han vuelto frágiles, inseguros, o a veces ausentes,
ello es razón de más para no delegar en las institu­
ciones, en el mundo del arte, en los expertos y críticos
especializados, la tarea de imponer sus opciones y
decretar «desde arriba» la calidad o la mediocridad
de una obra. Y razón de más, sobre todo, para per­
suadirse de que «la evaluación de una obra no depen­
de de un solo juicio: depende de la convergencia o la
divergencia de los veredictos argumentados; dicho
de otra manera, de la acumulación de argumentos
en el transcurso del debate crítico que, al cabo del
tiempo, hace la “reputación” de un artista y el “re­
nombre” de una obra».20
En consonáncia con sus propias posiciones teóri­
cas y filosóficas sobre la necesidad de una argumen­
tación basada en proposiciones racionalmente esta­
blecidas, Rainer Rochlitz no dejó de debatir con los
teóricos franceses que preconizaban los beneficios de
la filosofía analítica. La confrontación a menudo re­
sultó áspera y las controversias rozaron la polémica,
en especial con Gérard Genette y Jean-Marie Schaef­
fer. En respuesta a este último, partidario de una es­
tética descriptiva, Rochlitz sostuvo a propósito de las
obras de arte: «Aun cuando no se pueda establecer
su valor universal en términos irrefutables, las obras
de arte son símbolos en busca de reconocimiento in­
tersubjetivo y a propósito de los cuales la argumen­
tación es posible; para eso mismo sirve la institución
moderna de la crítica en los diferentes medios de co­
municación, en las universidades y en los espacios
públicos».21

241
M arc J im e n e z

Queda por comprender, más allá de la discusión


sobre los criterios estéticos entre Jean-Marie Schaef­
fer y Rainer Rochlitz, la razón de esa oposición entre
el enfoque descriptivo y el enfoque evaluativo.

El caso King Kong

La contradictoria interpretación de estos dos au­


tores sobre el filme King Kong es, al respecto, revela­
dora. En Subversión et subvention, Rainer Rochlitz
tomaba como objetivo ciertos productos del arte de
masas, como la película King Kong. Ese cine para el
gran público entraba en la categoría de los filmes-ca­
tástrofe, puros productos conformistas de una cultu­
ra norteamericana que, según Rochlitz, «descarga
así su violencia contra monstruos que amenazan su
inocencia imaginaria, su identidad rígida y su nece­
sidad de seguridad».22 A partir de ello, esta produc­
ción, vehículo de fantasmas colectivos más bien des­
preciables, no se podría considerar «arte». Rochlitz
no especificaba si, a pesar de esas críticas, el filme le
había procurado algún placer, si algunos pasajes le
habían gustado.
Schaeffer, por el contrario, reconocía que esa pelí­
cula le había producido una «gran satisfacción inte­
lectual y emocional». En su caso, no se trataba de re­
ducir esta obra a ningún síntoma de un Estados Uni­
dos profundo. Las divergencias de apreciación eran
producto, por consiguiente, sólo de una diferencia de
gustos, diferencia comprensible pero no legítima,
desde el momento en que cierto «buen gusto» auto-
proclamado procuraba prevalecer frente a un su­
puesto «mal gusto».

242
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

Estos análisis parecían tanto insuficientes como


superficiales. Al no especificar la naturaleza de sus
sentimientos frente a King Kong —satisfacción o
aversión—, Rochlitz exponía su flanco a las objecio­
nes de Schaeffer, quien quedaba en libertad de repli­
car que todo aquello se resumía, sin embargo, en una
cuestión de gustos, sin más. Pues bien: se puede ha­
llar interesante un filme, apreciarlo o disfrutar con
algunos de sus pasajes, e incluso sentir placer con
ciertas escenas, y considerar, al mismo tiempo, que
esa satisfacción temporaria no merece por ello que el
filme sea puesto en el nivel de «obra de arte». ¿Quién
no se ha sorprendido por permanecer «plantado» du­
rante horas ante el televisor para luego sentirse mo­
lesto por haberse dejado seducir estúpidamente por
una emisión juzgada, en definitiva, mediocre y sin
ningún interés?
Al excluir todas las razones «objetivas» para de­
testar la película King Kong —síntoma y expresión
de cierta ideología norteamericana de la década del
treinta— o, al menos, tener reservas a su respecto,
Schaeffer, por su parte, omitía extrañamente las cir­
cunstancias sociales, económicas e históricas en que
el filme había surgido: grave recesión económica en
Estados Unidos tras el derrumbe de 1929 y el famoso
Black Thursday, aquel «jueves negro» del 24 de octu­
bre que provocó una caída vertiginosa de Wall Street
y desestabilizó la industria norteamericana.
King Kong, al igual que muchas otras produccio­
nes cinematográficas rodadas en esa época, venía,
pues, «a pedir de boca» para restaurar el mito algo
maltrecho del sueño norteamericano. Ese filme, de
efectos especiales sorprendentes e inéditos, maravi­
lló a millones de espectadores (¡Ah, Fay Wray, presa
minúscula e inocente en la enorme mano de Kong!),

243
M arc J im e n e z

hasta el extremo de inspirar un remake más de cua­


renta años después (¡Ah, la hermosa Jessica Lange,
blanca y semidesnuda, sensual, pataleando en la
mano negra de la bestia enamorada!). ¿Cómo negar
que la visión norteamericana del mundo de esa épo­
ca impregnaba totalmente cada uno de los episodios
del filme? Tbdo estaba allí: imperialismo, colonialis­
mo, racismo, poderío militar, big business y. . . bue­
nos sentimientos al final.
Pero, ¿de cuál versión de King Kong hablan Roch­
litz y Schaeffer?: ¿de la de Merian C. Cooper, de 1933,
o de la de Dino de Laurentiis, de 1976? Una «ontolo-
gía de la obra de arte» —en el sentido de Pouivet—
mostraría que la visión del mundo es, grosso modo,
la misma, y aun peor. En efecto, en la segunda ver­
sión, el templo del capitalismo norteamericano, las
torres gemelas del World Trade Center, reemplaza­
ban al viejo Empire State Building.
Tal imprecisión resulta sorprendente, sobre todo
en un teórico como Jean-Marie Schaeffer, para quien
el análisis de la conducta estética, relativa tanto a
las obras de arte como a la naturaleza, supone un
«enfoque descriptivo del hecho artístico», así como el
análisis y el conocimiento del objeto sometido a con­
sideración.
Sin embargo, esta laguna es reveladora del fun­
cionamiento de un discurso estético que, evidente­
mente, prefiere permanecer a una prudente distan­
cia de las obras, en especial de las que han surgido
en el transcurso de las últimas décadas.
Schaeffer asimilaba la conducta estética a un he­
cho antropológico, y nadie lo contradecía. Fingía creer
que algunos —desde Adorno hasta Rochlitz— que­
rían reducir esta conducta a una simple contempla­
ción extática o captación intuitiva de la esencia de

244
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

las cosas, cuando en verdad esta cuestión era obsole­


ta desde hacía muchísimo tiempo y no interesaba en
absoluto a quienes intentaban comprender el arte
contemporáneo. En realidad, al incluir nuestro in­
forme acerca de las prácticas artísticas actuales en
una teoría generalizada sobre la conducta estética,
las determinaciones sociales e históricas que podían
explicar la génesis y la razón de ser de las obras ya
no aparecían. Estas, así como la propia conducta hu­
mana, corrían el enorme riesgo de pasar a ser incom­
prensibles.
Dicho esto, nada impide sentir placer ante el es­
pectáculo de King Kong, estremecerse de angustia o
de placer en los momentos de suspenso —el filme fue
concebido para eso—, sin por ello engañarse acerca
de la calidad de ese placer ni del modo de funciona­
miento claramente ideológico de una producción tal.

El papel de la experiencia estética

U na filosofía del arte contemporáneo no podría


elaborarse únicamente sobre la base de la comproba­
ción de la heterogeneidad de los gustos, de la dispa­
ridad de las prácticas artísticas y de las experiencias
estéticas. Si se la consigue «construir», será toman­
do en cuenta la lógica artística, en particular la del
creador, que no siempre coincide con la lógica extra-
artística de la cultura comercial, y también prestan­
do atención a las múltiples obligaciones impuestas
por el proceso de instauración de la obra. Esas impo­
siciones son numerosas y se refieren tanto a las ine­
vitables herencias como al material rebelde, las nor­
mas y las convenciones prescriptas o determinadas

245
M arc J im e n e z

por la moda y por el espíritu de la época, y también al


público educado, modelado o condicionado en el seno
de una comunidad, una cultura y una sociedad. La
autonomía real del artista, que nada tiene que ver
con la ilusión de una supuesta libertad creadora, re­
side sólo en la libertad de elegir, de superar ese con­
junto de imposiciones con la esperanza del encuen­
tro, siempre incierto, con el otro. Esa opción bien po­
dría apuntar a lo que el filósofo Jacques Ranciére ha
dado en llamar, con pertinencia, «compartir lo sensi­
ble».23 En un principio, no cabe duda de que resulta
subjetivo, pero sus consecuencias, su alcance y sus
apuestas superan la esfera privada. Le corresponde
a la filosofía del arte contemporáneo interrogarse
acerca del significado de una experiencia que, hoy
como ayer, sigue siendo intersubjetiva. Si quiere
asumir el desafío de los artistas y hacer valer lo que
las obras ocultan todavía como potencial de fantaseo,
de pulsiones, de imaginario y de deseos, una estética
del arte actual debe hacerse cargo, en el plano teóri­
co, de las producciones que no entran en primera ins­
tancia en el juego institucional y promocional del sis­
tema cultural. Y si el arte, según la fórmula de Nel­
son Goodman, es una «manera de hacer el mundo»,
también la recíproca es cierta. El mundo, sus tensio­
nes, sus conflictos y sus desórdenes irrumpen en el
arte contemporáneo y de alguna manera lo «hacen».
Esa contrastada realidad es la que registran la ma­
yoría de las producciones contemporáneas. Muchas
son las que procuran, bien o mal, restituir una ima­
gen invertida de la ideología consensual que cada
día se impone más, gracias a la retórica posmodema,
en los campos del arte y de la cultura.

246
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

Notas
1 Emmanuel Kant, Critique de la faculté de juger, París: Ga-
llimard, col. «Folio essais», 1985, traducción de A. J.-L. Delama-
rre, J.-R. Ladmiral, M. B. de Launay, J.-M, Vaysse, L. Ferry y H.
Wismann, § 8 [Crítica del juicio, Madrid: Espasa Calpe, 1984].
| 2 Ibid., § 40.
3 Cf. G. Genette, L’oeuvre de Vart, t. II, op. cit., pág. 125: «La se­
gunda cuestión de hecho, inherente a la posición subjetivista, es
la que Kant no quería zanjar mediante datos de hecho, sino me­
diante una respuesta de principio y a priori: es la del sensus com-
rnunis, o identidad de una disposición estética en los hombres.
Plantear esta cuestión en el plano de una investigación empíri­
ca no es, a todas luces, concordante con la intención kantiana,
que apuntaba a una universalidad absoluta del juicio estético».
Genette no toma en cuenta que para Kant el sentido común y,
: por ende, la problemática universalidad no eran, ni uno ni la
otra, más que hipótesis empíricamente no demostrables.
4 Ibid., pág. 144.
5 J.-M. Schaeffer, Les célibataires de Vart, op. cit., pág. 214.
6 G. Genette, L’oeuvre de Vai't, t. II, op. cit., págs. 271-2.
7 El término «ontológicamente» no remite aquí a una teoría
del Ser ni a su sentido metafísico habitual. La ontología descri­
be lo que es, lo que existe, y se interesa en la naturaleza y en las
propiedades que permiten decir de un objeto que es lo que es.
Roger Pouivet especifica: «La ontología es el estudio del modo
de existencia, de la naturaleza y de la identidad de las cosas. Si
existe alguno, ¿cuál es el modo de existencia común a un cua­
dro, una catedral, una sinfonía, una novela? ¿Y qué es lo que
nos asegura que estamos frente a tal o cual obra? Las obras pic­
tóricas no sólo son reproducidas, sino restauradas. ¿Qué se ad­
mira entonces en la Capilla Sixtina?: ¿la obra de Miguel Angel o
la de los restauradores? [...] Las Variaciones Goldberg ejecuta­
das al piano, incluso por Glenn Gould [sic], ¿siguen siendo una
obra de Bach? [.. .] Responder a esas preguntas es exactamente
hacer la ontología de la obra de arte». (Cf. Roger Pouivet, «Pas
d’esthétique sans ontologie!», Magazine littéraire, n° 414, no­
viembre de 2002, pág. 39.)
8 Genette destaca: «Para obtener el estatuto de obra de arte
no es necesario “merecer” una apreciación positiva, sino sólo
manifestar que se la solicita». Esta objeción no es muy pertinen­

247
M arc J im e n e z

te. La intención de un supuesto artista interesado en ofrecer su


obra al reconocimiento —en lo posible, un reconocimiento posi­
tivo— también puede ser producto de una ilusión megalómana,
o bien, como suele decirse, de un error de apreciación desde el
origen. Cf. G. Genette, L’ceuvre de l’art, op. cit.
9 Thierry de Duve, nom de Vart. Pour une archéologie de la
modernité, París: Éd. de Minuit, 1989.
10 J.-M. Schaeffer, Les célibataires de l’art, op. cit., pág. 34.
11 Schaeffer señala que «el valor provocador» de Fuente, de
Duchamp, está relacionado [...], por una parte, con el hecho de
que, contrariamente a lo que da a entender el artista, no se trata
de un objeto neutro, sino de un objeto genéricamente marcado
como excluido del mundo del arte». Ahora bien: Duchamp no ha­
bla de «objeto neutro», sino que dice que lo ha elegido con indi­
ferencia respecto del gusto.. . Se sobreentiende: el buen gusto.
12 J.-M. Schaeffer, op. cit., pag. 214.
13 Se trata de una franca refutación de la posición kantiana:
«Cuando alguien me lee un poema de su composición o me lleva
a un espectáculo que en definitiva no satisface mi gusto [. .
me taparía los oídos, no quisiera oír ni razones ni razonamien­
tos, y preferiría creer que son falsas todas las reglas de los críti­
cos [. . .]» (Kant., op, cit., § 33).
14 Rochlitz tomó las expresiones «profundidad» y «novedad»
de Donald Judd (1928-1994), escultor minimalista y crítico de
arte norteamericano. Judd rechazaba toda figuración y privile­
giaba las figuras geométricas, las formas minimalistas y el color
(rojo cadmio). Entre sus obras más conocidas están Las pilas
(1973), en acero inoxidable y plexiglás rojo.
15 Rainer Rochlitz, L’art au banc d ’essai. Esthétique et criti­
que, París: Gallimard, col. «Nrf essais», 1998.
16 Jeff Wall, artista canadiense nacido en 1946, utiliza de ma­
nera original el dispositivo fotográfico a p artir de cajones lu­
minosos a los que denomina «transparentes»: una fuente lumi­
nosa ilumina las fotos, de gran tamaño, evocando tanto el cine o
la televisión como los afiches publicitarios. Sus puestas en esce­
na tratan sobre la vida cotidiana, ya sea en su extrema banali­
dad o referida a los graves problemas de la sociedad norteame­
ricana.
Gerhard Richter, nacido en 1932, es considerado uno de los
artistas más importantes de nuestra época. Su obra, extrema­
damente diversa en su estilo, sus procedimientos y sus materia­

248
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

les, interroga sobre todo las relaciones entre la fotografía y la


pintura, la figuración y la abstracción.
17 La falibilidad de los criterios propuestos por Rochlitz fue
criticada, asimismo, esta vez con toda razón y con argumentos
diferentes, por Schaeffer (Les célibataires de Vart) y Michaud
{La crise de l’art contemporain).
18 R. Rochlitz, op. cit., págs. 150,165 y sigs. La distinción que
establece entre las preferencias idiosincrásicas y el juicio subje­
tivo resulta aquí esencial. El juicio estético intenta superar las
apreciaciones puramente personales y pretende una validez in­
tersubjetiva.
19 Ibid., pág. 189.
20 Ibid., pág. 227.
21 Rainer Rochlitz, «Juger et argumenter: trois sources de la
pensée de l1art», Magazine littéraire, n° 414, noviembre de 2002,
págs. 30-2.
22 Rochlitz, Subversión et subvention, op. cit., pág. 122.
23 Jacques Ranciére, Le partage du sensible. Esthétique et po-
litique, París: La Fabrique, 2000.

249
Quinta parte. Arte, sociedad, política

¡Qué tiempos estos en los que hablar de árboles es


casi un crimen, porque significa callar ante tantas fe­
chorías!
Poemas de Svenborg,
B e r to lt B r e c h t,
«A los que nacerán después de nosotros», 1939.
XV. Arte, sociedad, política

El arte del vacío

«Uno derrama leche en el piso; otro instala una


peluquería en la planta baja de un museo; otros api­
lan rollos de papel adhesivo en la trastienda de una
galería; otros aun se conforman con rem arcar que
existen haciendo figurar sus nombres en un listado
de “café electrónico”. Algunos inscriben el nombre de
un artista del pasado sobre paneles de vidrio; otros
piensan que es necesario pensar; otros, que es nece­
sario actuar, o coleccionar, o destruir. ¿O conformar­
se con proposiciones? U ocultar lo que ya existe, o
agregar algo a lo que ya existe. O .. .».1
Acciones similares, a veces incongruentes, muy a
menudo irrisorias, proliferan en el campo del arte
contemporáneo. Diríase que se trata de caricaturas,
pero no lo son... siempre. Al menos, no en todos los
casos. Reales o fingidas, suelen justificar amplia­
mente las intensas reacciones de rechazo que se han
manifestado durante el debate sobre el arte contem­
poráneo.
Olvidemos, sin embargo, los juicios algo apresu­
rados y fáciles, condenatorios del famoso «cualquier
cosa», de ciertas prácticas actuales, e interroguémo­
nos sobre los ejemplos en cuestión. Anne Cauquelin
alude a una de las tendencias muchas veces observa­

253
M arc J im e n e z

das en el transcurso del siglo XX, a saber: la de la de­


saparición del objeto artístico. La palabra, el signo, a
veces una simple señal, la intención, el proyecto, ocu­
pan el lugar de la obra y reemplazan a la cosa concre­
ta, material. El aire, el vacío, se convierten en temas
artísticos en sí mismos.
Ya a fines de la década del cincuenta, Yves Klein
realizaba la maqueta de un cheque para «la venta de
una zona de sensibilidad pictórica inmaterial». Se
trataba de un papel pegado —tinta y pintura dora­
da— sobre papel para pintura al agua, de 15,5 por 37
cm. Ese «cheque» no tenía intrínsecamente valor de
cambio, excepto, a posteriori, el de la galerista Iris
Clert. E ra un recibo que el artista le entregaba a
quien adquiría una «zona de sensibilidad pictórica
inmaterial» —dicho de otra manera: del vacío—.
Más espectacular —si así puede decirse— fue la
manifestación conocida precisamente con el título E l
vacío. El público, invitado al vernissage de una expo­
sición que tenía por título «La especialización de la
sensibilidad en estado de materia prima en sensibili­
dad pictórica estabilizada», ingresaba en una habi­
tación que estaba totalmente vacía. No había nada
para ver, a excepción de las ventanas de la galería,
pintadas, por supuesto, en azul IKB («International
Klein Blue»),
Del vacío al espacio no hay más que un paso.
En octubre de 1960, en Fontenay-aux-Roses, don­
de está ubicada la capilla de Santa Rita, Yves Klein;
deseoso de apropiarse del espacio y de mostrar a un
hombre en estado de levitación, efectuaba (¡habría
efectuado!) un salto al vacío. Aun para un yudoca ex­
perimentado como Klein, la empresa parecía peli-^
grosa. Por fortuna, se tomaron todas las precaucio­
nes y la caída del artista volador terminó en una con­

254
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

fortable recepción sobre una lona. La escena fue in­


mortalizada mediante fotografías.
Yves Klein contaba el episodio de la siguiente ma­
nera: «Ese miércoles 19 de octubre de 1960, en la rué
Gentil-Bemard de Fontenay-aux-Roses, los “duetis-
tas” de la Rolleiflex, H arry Shunk y John Kender,
estaban presentes para inmortalizar sobre el papel
la escena que iba a desarrollarse ante sus ojos. Ese
día efectué cinco saltos consecutivos, a los efectos de
que obtuvieran buenas tomas. Mi caída terminaba
sobre una lona, sólidamente sostenida por ocho yu-
docas. Después se efectuó un hábil montaje en el que
se hizo desaparecer la lona. El objetivo no era mos­
trar a un hombre que buscaba desafiar las leyes de la
naturaleza aun a riesgo de matarse, sino mostrar a
un hombre en levitación».
Ya hemos visto que con la expresión «desmateria­
lización del objeto artístico», Lucy R. Lippard aludía
a una tendencia artística de las décadas del sesenta
y el setenta que concluía progresivamente con la de­
saparición de la obra de arte en beneficio del concep­
to. Hemos destacado en qué medida ese proceso po­
día parecer paradójico si se toma en cuenta, al mis­
mo tiempo, la irrupción de los materiales más diver­
sos, y a veces los más incongruentes, en el campo de
las prácticas artísticas: objeto banal de uso cotidia­
no, desechos y desperdicios de la sociedad de consu­
mo, elementos naturales, secreciones corporales, etc.
Mas esa paradoja sólo era aparente, producto de una
confusión frecuente entre material y materia. A pe­
sar de la proliferación de materias, desde las más só­
lidas hasta las más etéreas, para el uso artístico, el
objeto clásico, la obra de arte en sentido tradicional,
el soporte sensible y perceptible, como el cuadro o la
escultura captados en una forma definida, se redu­

255
M arc J im e n e z

cían hasta desaparecer, a veces totalmente. Queda­


ban entonces como únicos testimonios el juego de la
memoria, el recuerdo, el rastro, la palabra, o bien, en
el mejor de los casos, una foto, un filme o un video.
En 1990, Christian Boltanski observó un vacío
entre dos casas de la Hamburgerstrasse, en Berlín,
en la ex RDA. Destruidos durante la Segunda Gue­
rra Mundial, los edificios nunca habían sido recons­
truidos. En los muros intactos de las casas linderas,
el artista colocó placas con el nombre de los antiguos
ocupantes de la «casa que faltaba», así como la fecha
de su deceso.
Con el mismo espíritu, se podía ir más lejos aún.
Cuando recorría la plaza central del castillo de Sa-
rrebruck, el curioso era consciente de que participa­
ba, independientemente de su voluntad, en una con­
memoración. De los 8.000 adoquines que componían
el pavimento, 2,164 llevaban una inscripción: el nom­
bre de un cementerio judío profanado por los nazis.
En 1993, el artista Jochen Gerz realizaba de esa ma­
nera un monumento «invisible», una especie de «con­
tramonumento» en el que la invisibilidad conjuraba
paradójicamente al olvido: sepultar la memoria para
evocar mejor el recuerdo.
Las obras de Jochen Gerz y de Christian Boltans­
ki daban claro testimonio de un compromiso político
e ideológico. Las referencias a la ausencia, al vacío, a
la desm aterialización del objeto artístico, consti­
tuían tomas de posición afianzadas frente a un pasa­
do trágico que era conveniente conservar en la me­
moria, a veces a costa de una postura contradictoria.
Es cierto que ese tipo de acción artística expuesta
en lugares públicos, pero cuyo significado permane­
cía disimulado, invisible, no revelado por la propia
obra, sólo podía ser comprendido mediante el comen­

256
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

tario o la interpretación, o, al menos, gracias a una


información del artista acerca de sus intenciones.
El arte contemporáneo juega con ese aspecto a
primera vista hermético y críptico, en que el lazo con
la realidad, la vida cotidiana, la historia concreta, está
lejos de aparecer claramente. No resulta difícil ima­
ginar la incomprensión que pueden suscitar «obras»
de esa clase, dado que son realizadas por artistas
desconocidos o conocidos sólo por los especialistas. Y
es posible también concebir en qué medida ese arte,
desmaterializado al extremo de abstraerse hasta la
evanescencia absoluta, puede dar origen a malen­
tendidos.
Puesto que se vuelve banal y se inscribe en los
múltiples aspectos de la vida cotidiana, el arte resul­
ta, pues, cada vez menos identificable en cuanto tal.
Además, los múltiples vínculos que mantiene con las
nuevas tecnologías, tal como la creciente apropiación
de la herram ienta informática (digitalización, info-
grafía) y, más en general, con las tecnociencias (bio y
nanotecnologías), llevan a la supresión de las fronte­
ras entre las disciplinas. Esas interferencias a veces
tom an difícil la especificación de la actividad artís­
tica. Son numerosos los trabajos de estos últimos
diez años que presentan un carácter híbrido, al ser al
mismo tiempo obras de arte, investigaciones tecnoló­
gicas y experimentaciones científicas,2
Antony Aziz (1961) y Sammy Cucher (1958), en
su serie £)istopías, exponían, por ejemplo, extrañas
fotos, trabajadas y retocadas con computadora. Esos
clisés, contenidos en soporte analógico y luego trata­
dos parcialmente mediante la tecnología digital, re­
presentaban rostros de hombres a los que se les ha­
bían borrado los ojos y la boca. Como es obvio, tales
clisés no pretendían seducir: afectado por el sida,

257
M arc J im e n e z

Sammy Cucher invitaba a una profunda reflexión


acerca de la degradación y luego la resurrección mo­
mentánea del cuerpo enfermo gracias a las biotecno­
logías.3
En sus composiciones tituladas Monstruos —ani­
males monstruosos, expuestos por prim era vez en
Berlín en 1994—, Iris Schieferstein (1966) recons­
truía criaturas híbridas. Unía entre sí partes de ca­
dáveres de anim ales o fragmentos orgánicos que
conservaba en formaldehído (en especial, hígados de
aves, patas de gato, peces). De esa manera obtenía
cuadros o esculturas y jugaba con el contraste entre
la trivialidad del material utilizado y el efecto esteti-
zante que lograba.4
Asistente en el Departamento de Historia del Ar­
te en la Universidad Standford, Gail Wight (1960),
una artista conceptual norteamericana, estudió cien­
cias cognitivas y filosofía. Preocupada por el peligro
que los progresos genéticos podían implicar para la
libertad del individuo, conservó en una caja mues­
tras de ADN de mamíferos, pájaros o peces.
Muy controvertido, el procedimiento del artista
brasileño Eduardo Kac (1962) era al mismo tiempo
fascinante y desconcertante. Iniciador de la «holo-
poesía» —dicho de otro modo, de performances públi­
cas que asociaban la holografía y la poesía—, Kac fue
asimismo el promotor del «arte transgénico». En co­
laboración con el Instituto Nacional de Investigación
Agronómica, creó un conejo albino, genéticamente
modificado gracias a un gen fluorescente extraído de
una medusa. Las orejas, la cola y las patas de Alba,
nombre del roedor verde fluorescente, brillaban ante
los rayos ultravioleta. Considerado innovador por al­
gunos, charlatán y manipulador por otros, Eduardo
Kac planteaba de manera sorprendente la delicada

258
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

cuestión de las manipulaciones genéticas. En Géne­


sis, obra realizada en 1998, creó un gen de ADN a
partir de la transposición en morse de un versículo
de la Biblia.5 Ese código de ADN fue luego incorpora­
do a bacterias.
Orón Catts (1967) y Lonat Zurr (1970), bioartis-
tas australianos, llegaron a obtener la colaboración
de los servicios de investigación del Massachusetts
General Hospital de Boston. Formados en las técni­
cas de injerto de tejido orgánico, realizaron muñecas
cubiertas por piel viva. Se consideraba que estas,
denominadas por ellos «muñecas de la inquietud»,
expresaban emociones, temores y terrores humanos.
Otros artistas, dedicados a actividades menos lú-
dicas, se interrogaban sobre las consecuencias fisio­
lógicas, sociales, metafísicas y religiosas que impli­
caban los descubrimientos científicos. Así, a partir
de 1996, Catherine Wagner (1953) coleccionó «natu­
ralezas muertas conceptuales» en congeladores a 43
grados bajo cero, destinadas a la decodificación del
genoma humano. De hecho, se trataba de muestras
genéticas referidas tanto a la síntesis del ADN como
a diversas anomalías o afecciones, como el sida, la
enfermedad de Alzheimer o el cáncer.
La lista de estos ejemplos podría prolongarse in­
definidamente,6 pues aumentaba al ritmo de los des­
cubrimientos científicos y de las tentaciones que pro­
vocaban en los artistas. Esas prácticas, cuya finali­
dad no siempre quedaba claramente definida, mos­
traban la ambigüedad de la autonomía del arte. Te­
nían un cariz exploratorio, incluso experimental. Sin
embargo, ¿se trataba de investir un territorio indefi­
nidamente extensible de una libertad siempre por
conquistar? ¿O acaso eran también la prueba de un
sometimiento irreflexivo a los progresos tecnológi-

259
M á RC JIM E N E Z

eos, incluso una especie de pura y simple fascinación


ante los poderes de la ciencia, es decir, finalmente,
ante el poder de la industria y de los intereses finan­
cieros?
Ya en la modernidad, pero más aún en nuestra
llam ada época «posmoderna»,7 la esfera artística,
dentro de la cual es posible, en teoría, hacer de todo,
se vuelve inseparable del conocimiento, de la ciencia,
pero también de la ética y la política. El arte actual
se elabora sobre la base de esas interrelaciones y de
la ausencia de fronteras entre las disciplinas. Da lu­
gar a prácticas múltiples e interfiere en la vida coti­
diana. Expresa de manera inhabitual el mundo, la
sociedad, el entorno en que vivimos. Para gran dis­
gusto de los partidarios de la tradición, ya no es úni­
camente ese campo de sublimación, belleza, perfec­
ción e idealización al que antes se lo asimilaba. En
este sentido, el arte actual se ha convertido en una
ficción realista, aunque, a pesar de sus excesos, sea
ampliamente superado, en lo espectacular, lo escan­
daloso o lo horrible, por el realismo a menudo crudo y
violento de la «verdadera» realidad.

De lo inmaterial a lo gaseoso

Presentada en 1985 en el Centro Georges-Pompi-


dou, la exposición «Los inmateriales», con la curado­
ría del filósofo Jean-Frangois Lyotard y de Thierry
Chaput, pretendía poner de manifiesto, precisamen­
te, la influencia de las nuevas tecnologías en nuestrá
relación con el mundo, con la cultura y con las artes.
La inmaterialidad era, según el filósofo, una de las
características fundamentales de la época posmo-

260
L A QUERELLA DEL ARTE CONTEMPORÁNEO

dema. Remitía a la herramienta informática, a lo di­


gital, a lo virtual, a las manipulaciones genéticas, a
las tecnologías multimedia, a lo impalpable, al soft­
ware antes que al hardware.
No había molduras para colgar cuadros en esa
exposición de concepción inédita: tan sólo veinticinco
muros grises y semipantalias que mostraban holo-
gramas, fotografías del cosmos, imágenes de metales
tomadas por un microscopio electrónico. Los especta­
dores caminaban a su antojo por el lugar, con un cas­
co receptor que difundía música, comentarios o los
propios sonidos de la exposición. Según Jean-Fran-
gois Lyotard, ni las artes plásticas ni la pintura en
particular podían expresar, «presentar», la naturale­
za de las conmociones en curso. Lo que los vanguar­
distas habían presentido —a saber: la imbricación
del arte y la vida—, el arte contemporáneo, estrecha­
mente relacionado con el conjunto de actividades hu­
manas, lo realizaba, demostrando la imposibilidad
de volver atrás, de retom ar al orden, a la pretendida
claridad, a los valores seguros.
Mucho más aún que el arte moderno —anuncia­
dor de las mutaciones actuales—, el arte contempo­
ráneo posmoderno no podía ser evaluado según su
adecuación a las normas preexistentes. Lyotard lo
aclaraba: «Un artista o un escritor posmoderno se
hallan en la situación de un filósofo: el texto que es­
criben o la obra que realizan no están gobernados en
principio por reglas establecidas y no pueden ser juz­
gados por medio de un juicio determinante, por la
aplicación a ese texto, a esa obra, de categorías cono­
cidas. Esas reglas y esas categorías son lo que bus­
can la obra o el texto. El artista y el escritor trabajan,
pues, sin reglas: trabajan para establecer las reglas
de lo que harán».

261
M.ARC JIMENEZ

Era una manera de recordar la evidencia, a me­


nudo ocultada en nuestra época, de que son las obras
de arte las que dan origen a los criterios, y no a la in­
versa.
La recepción pública de la exposición «Los inma­
teriales» no estuvo exenta de malentendidos. En ese
caso, la inmaterialidad no era sinónimo de evanes-
cencia ni de toma de distancia respecto de la realidad
concreta, cotidiana. Los avances irreversibles de la
ciencia y de la técnica —la tecnociencia— genera­
ban, según Lyotard, una mayor complejidad, que
afectaba día tras día no sólo nuestro modo de vida,
sino también nuestra sensibilidad del lenguaje, au­
ditiva, visual y motriz.
Este aspecto del arte contemporáneo, implicado
en los asuntos del mundo, siempre «acontecimiento»
—la expresión es de Lyotard—, no había sido tratado
durante el debate sobre el arte contemporáneo.
La despolitización de los artistas, su falta de com­
promiso, su indiferencia ante el mundo y su someti­
miento al mercado constituían, además de la preten­
dida nulidad de las obras actuales, los leitmotiv que
habían acompañado sin pausa a las controversias.
En 1990, entrevistados por Le Monde diplomatique,8
los propios artistas describían un panorama bastan­
te desmoralizador de la situación del arte. Algunos,
como Jodien Gerz, declaraban que en democracia la
libertad artística no servía de gran cosa; otros, como
Olivier Mosset, consideraban que esa libertad sim­
plemente no existía. Para Piotr Kowalski, arquitecto
y escultor, el arte probablemente no era portador de
nuevas actitudes críticas. En general, los artistas en­
trevistados pretendían colocarse siempre en una
perspectiva crítica o de resistencia, pero «sin una ne­
cesidad real de ruptura con el orden imperante». En

262
L a q u e r e jj^ a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

suma, no tenían «otro proyecto que el inducido por el


liberalismo comercial, y no buscaban los medios teó­
ricos y prácticos para salir de la vía muerta así reser­
vada al arte».
En el transcurso de la década se fue forjando pro­
gresivamente, pues, una imagen extraña de la prác­
tica artística contemporánea, que se consideraba so­
metida al sistema comercial, promocional y mediáti­
co, al igual que la moda, el turismo, la gastronomía o
la perfumería.
A las audacias artísticas de la modernidad y de
las vanguardias se contraponía un arte contemporá­
neo —occidental— timorato, desengañado, que rati­
ficaba al mismo tiempo el «fin de las ideologías», el
«fin de la historia» y su propio fin.
Esta visión poco comprometida y bastante desen­
cantada del arte contemporáneo volvía a encontrar­
se en los pensadores, los filósofos y los estetas que, al
colocarse como observadores distanciados de la rea­
lidad, desarrollaban finalmente un discurso confor­
me al espíritu de la época.
Resulta bastante paradójico comprobar que el ar­
te contemporáneo, el que aparece en la década del
noventa, sin duda más próximo a la cotidianidad que
en el pasado, haya dado origen a tantos discursos
acerca de la irresponsabilidad del artista, su falta de
compromiso o su despolitización. Es verdad que cier­
tas prácticas artísticas actuales parecen exponerse a
muchas críticas: falta de sentido, de proyecto, de for­
ma; dilución en la banalidad; inmersión en el univer­
so más o menos fútil de la distracción, o bien, como ya
lo hemos dicho, del turismo o de la moda. Pero, ¿es líci­
to utilizar como pretexto unos pocos casos, como se
arriesgan a hacer algunos, para extender ese tipo de
reproches al conjunto de la creación contemporánea?

263
M A R C JIMENEZ

Es lo que no vacila en hacer Yves Michaud, quien


da cuenta de un «nuevo régimen del arte». Según él;
la estética reemplaza al arte, y la experiencia del ar­
te prevalece sobre las obras y los objetos en benefició
de simples actitudes. Reducido a la categoría de me­
ro procedimiento, el trabajo del artista consiste en
adoptar posturas cuyo sentido es más o menos efíme­
ro, diluido en la multiplicidad de los comportamien­
tos hedonistas a los cuales invita la sociedad de con­
sumo y de la comunicación.9
Michaud interpreta ese cambio característico, se­
gún él, de la década del noventa como el triunfo de la
estética. El pasaje al estado «gaseoso», que descubre
en muchas acciones sin verdadera consistencia, apa­
rece como el estadio último de la desmaterialización
del objeto, comenzada en la década del sesenta, y de
la «inmaterialización» anunciada en la década del
ochenta. El arte se volatilizaría en difusas experien­
cias estéticas más o menos etéreas, contribuyendo
así a una disgregación del Gran Arte, una degrada­
ción escandalosa a juicio de los nostálgicos, «moder­
nistas retrasados» o «clásicos desengañados».
Sin embargo, Michaud considera plausibles otras
dos interpretaciones, más ajustadas al espíritu de la
época, capaces de explicar esta situación: «La mui¿
dialización y la comercialización permiten el ingresó
a un mundo donde el arte está más cerca de la moda,
del clip y de los placeres turísticos que de la búsquej
da metafísica. Se celebra entonces una profusión, un
cambio acelerado, una diversidad abigarrada que
aturde y divierte, más que esclarecer y elevar».10
Un enfoque más adecuado a la realidad sería,
siempre según Michaud, el que pone el acento en el
multiculturalismo, en los mestizajes entre las cultu­
ras, el pluralismo que puede ser el efecto perverso de

264
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

la homogeneización planetaria, o bien una forma de


resistencia a la globalización.
En cuanto a las relaciones entre el arte, la política
y la sociedad, estarían más distendidas que nunca.
El artista, militante comprometido de la década del
setenta, se habría convertido en un simple «media­
dor en medio de la comunidad», y el arte, incapaz de
entregar mensaje alguno, se hundiría en una futi­
lidad que lo acercaría «al mundo de la comunicación
y al de la moda».11

Para una estética del arte contemporáneo

Este tipo de discurso sobre el arte actual, bastan­


te difundido en nuestros días,12 pretende dar cuenta
de la supuesta delicuescencia de un arte que se con­
cibe globalmente como no identificable y literalmen­
te como innombrable. Mejor aún: legitima, de cierta
manera, una evolución que considera ineluctable,
relacionada con las transformaciones irreversibles
que experimenta el mundo contemporáneo. Del arte
actual da la imagen más conveniente y menos lison­
jera, a saber: la de un magma informe, heterogéneo,
compuesto por todas las figuras —citadas en forma
complaciente— de lo insignificante, lo abyecto o lo
innoble y por aquellas otras, mucho más escasas, de
lo apasionante o de la provocación inteligente y críti­
ca. Muy pocas son las expresiones que, sin adoptar la
defensa del arte contemporáneo, incitan por lo me­
nos al descubrimiento de sus obras —pues existen—
más interesantes y notables.
Lo que decíamos acerca del final del siglo XX vale
también para los comienzos del siglo XXI: «la filoso-

265
M á RC JIMENEZ

fía del arte está obligada a renunciar a su pasada


ambición, la de una teoría estética general que com­
prenda el universo de la sensibilidad, de lo imagina­
rio y de la creación». Pero también deseamos poder
proveernos de los medios para «acomodar la mirada '
sobre las propuestas de los artistas y aceptar su in­
vitación a vivir intensamente una experiencia en rup-
tura con la cotidianidad».13
Esta exigencia, más actual que nunca, es sin duda
contraria a las complacientes lamentaciones ante el
espectáculo desolador que parece ofrecer el arte con­
temporáneo. Elaborar una estética del arte contem­
poráneo —un trabajo que requiere paciencia y curio­
sidad— significaría hacer justicia a las prácticas ac­
tuales, evitando colocarlas de antemano en la catego­
ría de nulidades, mediocridades y otras «cualquier co­
sa». Proseguir con la interpretación, el comentario y
la crítica de las obras actuales implica negarse a de­
legar únicamente en el mundo del arte —microcos­
mos en extremo restringido— la tarea de decretar
desde arriba qué es el arte contemporáneo y, sobre
todo, qué debe ser. Al funcionar como contradiscurso
frente a los argumentos hoy en boga, tan negativos y
despreciativos, tal reflexión bien podría estar en con­
diciones de demostrar en qué medida la producción
artística de la década del noventa muestra un sor­
prendente desfasaje respecto de las obras cuestiona­
das durante el debate sobre el arte contemporáneo.

El arte contemporáneo piensa el mundo

Numerosos ejemplos desmienten de m anera ra­


dical la idea de una dimisión de los artistas, replega-

266
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

dos sobre sí mismos, renunciando a involucrarse en


el campo social y político, sólo obsesionados por las
fluctuaciones del mercado del arte internacional.
Una simple ojeada a las obras recientes revela la sor­
prendente diversidad de preocupaciones vinculadas
a la realidad más tangible, ya sea social, política, re­
ligiosa o ideológica.
Teresa Margolles, artista mexicana (1963) diplo­
mada en medicina forense, denuncia sin descanso la
inseguridad que reina en la capital de su país y lu­
cha, a su manera, contra la violencia urbana. Una de
sus instalaciones más espectaculares, con las que co­
menzó en la década del noventa, tuvo lugar en una
sala de exposiciones. En ella se vaporizaba mediante
humidificadores el agua que se había utilizado para
desinfectar los cadáveres en autopsias practicadas
en las morgues que recibían a víctimas de muerte
violenta. Integrante del antiguo grupo SEMEFO14
(Servicio de Medicina Forense), Margolles no vaciló
en intervenir en espacios públicos mediante perfor­
mances, utilizando el video.
No era la muerte como tal lo que le interesaba a
Teresa Margolles, sino las implicaciones sociales,
culturales y políticas de la violencia urbana en una
sociedad individualista y brutal, en la cual atentar
contra la vida se ha convertido en una costumbre.
Hay que reconocer que es muy difícil inscribir esta
clase de acciones en la categoría de un arte reducido
al estado gaseoso.
En 1999, Teresa Margolles realizó un bloque de
cemento chato, de aspecto más bien anodino. La obra
no tenía nada que ver con las del escultor minimalis­
ta Cari Andre. En realidad, se trataba de una tumba
en la que descansaba el cuerpo de un feto cuya ma­
dre se lo había facilitado a la artista. En 2003, en

267
M A R C JIMENEZ

Viena, expuso un Sudario, lienzo de 2 x 24 m en el


que se veían rastros de cuerpos humanos: eran las
marcas que habían quedado luego de la autopsia de
«personas sin techo» no identificadas.
Mezcla de humor, burla e ironía, los trabajos de
Maurizio Cattelan (1960) se asemejan a farsas gui-
ñolescas o pueriles. En 1995, el artista le pidió a su
galerista parisino, Emmanuel Perrotin, que vistiera
durante cinco semanas un disfraz de conejo de color
rosa fucsia. Simple detalle: Errotin, el verdadero co­
nejo reproducía la forma nada ambigua de un falo gi­
gante cruzado con el conejo Roger Rabbit. Invitado
en 1998 por el Museo de Arte Moderno de Nueva
York, el artista le pidió a un actor que recibiera a los
visitantes con una m áscara de Picasso. En 2002,
«colgó» tres maniquíes infantiles de plástico de las
ram as del árbol más viejo de Milán,'lo cual provocó
indirectamente la caída de un habitante del barrio:
ofuscado por el espectáculo de los ahorcados, un mi-
lanés, provisto de una escalera y una sierra, trató de
descolgar la obra por sí mismo. Sin duda, se trataba
de bromas de dudoso gusto y a veces peligrosas.
Sin embargo, el trabajo de Cattelan no se reducía
sólo a un juego írívolo y anodino. Su famosa estatua
de cera La novena hora, expuesta en 2001 en la Bie­
nal de Venecia, que representaba a Ju an Pablo II
aplastado por un meteorito —don del cielo algo blas­
femo—, sólo despertó sonrisas divertidas en el seno
de la Iglesia apostólica romana, veneciana y polaca
(la obra fue exhibida también en Varsovia). Por su
parte, el maniquí que representaba a un Führer con
rostro de niño bigotudo, arrodillado para orar —obra
expuesta en Estocolmo en 2001—, jugaba con el con­
traste entre un icono falsamente inocente, exhibido
a plena luz, y lo que en realidad encamaba: las tinie­

268
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

blas. Cattelan justificaba así su puesta en escena:


«Mi madre siempre decía que es imposible limpiar
bien el piso si no se ve dónde está la suciedad».
Algunos artistas no han vacilado en utilizar so­
portes y m ateriales inéditos, tales como imágenes
del ámbito médico obtenidas mediante rayos X o es­
cáner, hasta el punto de hundirse en una especie de
esteticismo mórbido.15 En 1999, David Buckland,
artista inglés, realizó su Autorretrato a partir de una
radiografía de su caja torácica. Alexander de Cade-
net sometió a la misma tecnología el rostro de dife­
rentes individuos, para obtener imágenes de cráneos
que luego agrandaba y pintaba con colores vivos.
Más perturbador resultó el retrato en tamaño na­
tural que la artista inglesa Marilene Oliver (nacida
en 1977) realizó a partir del cadáver de un asesino,
Joseph Jemigan, condenado a muerte y ejecutado en
1993. Su cuerpo congelado fue cortado en 1.871 finas
rodajas, fotografiadas y luego difundidas por Inter­
net {Te conozco por dentro, 2001). La artista, que mi­
litaba contra la pena de muerte, consiguió almace­
nar las imágenes y reconstruyó el cuerpo del indivi­
duo en forma de hojas plastificadas que dispuso en el
interior de una vitrina.16
Otras obras que utilizan técnicas similares se ins­
criben en un proyecto estético más sistemático y cohe­
rente, como veremos a continuación.
Em est Breleur (1945), artista de Martinica, rea­
liza sus trabajos a partir de radiografías del cuerpo
humano, para lo cual elige personas vivas de todas
las razas y nacionalidades. Las imágenes fragmen­
tarias, cortadas, son reunidas, pegadas, superpues­
tas, «suturadas» y pintadas, componiendo en algu­
nos casos piezas de gran tamaño: 4 cirugías en 4 crá­
neos (140 x 140 cm, 1997), M ultitudes de cabezas

269
M A R C JIMENEZ

(1.100 x 230 cm, 1997), Cirugía de joven princesa


(235 x 165 cm, 1997), Cirugía de joven que sueña Ue-
var en sus brazos al rey de los pájaros (235 x 165 cm,
1997).
Pese a los títulos, esas obras no expresan ninguna
morbidez. El artista explica el pasaje a la inmateria­
lidad de los soportes que usa (radio, foto, video, me­
dios, infograíía, etc.) para el anclaje muy concreto de
su obra en el contexto artístico caribeño: «El pintor
figurativo que yo era se halla en el camino de una
abstracción cada día más afianzada; el signo ocupa
todo lo visible en mi trabajo. Me aparto de la práctica
convencional de la pintura sobre tela con cierta vi­
sión del espacio [...]. Es una ruptura con la pintura
tradicional que me permite m irar más hacia los mul-
timedios, la fotografía, la infograíía, etc. Las nuevas
herramientas y los nuevos materiales me invitan a
reflexionar sobre el lenguaje de mañana».17
En forma explícita, Ernest Breleur concibe esta
apropiación de las nuevas tecnologías en la perspec­
tiva de una superación de las particularidades de
identidad, de las diferencias culturales locales o re­
gionales, convencido de que el arte de hoy, siempre
sorprendente e imprevisible, lleva a renovar nuestra
percepción del mundo y las relaciones entre los in­
dividuos que viven en él.
Sin recurrir a tecnologías sofisticadas, determi­
nadas obras de aspecto más modesto, a veces con
apariencia de bromas o juegos de niños, encubren
una crítica acerba de la realidad cotidiana.
Alain Séchas (1955) dibuja y esculpe en poliesti-
reno animales domésticos, perros y, en especial, a
partir de 1996, gatos (¡sus gatos!) más grandes que el
tamaño natural, colocados en situaciones particula­
res concernientes a la vida cotidiana. Esas figuras

270
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

aparentem ente lúdicas e inocentes son puestas en


escena para rem itir al espectador a la imagen de
múltiples pequeñas alienaciones, condicionamien­
tos sociales, angustias y miedos a veces razonados
—la comida chatarra, los riesgos ecológicos— o irra­
cionales —el suicidio— que empañan o dificultan la
existencia. En 2001, un pequeño Marciano verde (po-
liéster y acrílico, 60 x 80 x 80 cm) sostenía en la ma­
no una hamburguesa que chorreaba salsa de toma­
tes mientras decía sin ambages: «¡Hacía mucho tiem­
po que no comía de esta mierda!». En suma, si se los
mira bien, esos gatos de rostro a menudo impasible
ya no hacen reír, o bien la risa, o la sonrisa, rápida­
mente se instala sólo de dientes para afuera. El mun­
do de todos los días, aunque a veces adopte la apa­
riencia de un gag, no lo es. Ésa es la lección de los ga­
tos antropomorfos: «Gatos y marcianos hay por todas
partes; por eso los dibujo, para que se los recuerde
aún más, para que se tenga presente que nunca se
los podrá eliminar de un plumazo, ni siquiera vol­
viéndolo a intentar. Contra todos los Big Brothers del
planeta. ¡Sí! [. . .1 Soy moralista. P ara mí, arte es
igual a responsabilidad», explicaba Séchas.
Una obra matizada fue la que presentó a partir
de 1990 la artista de origen egipcio Ghada Amer (na­
cida en 1963). Traductora del árabe al francés y al in­
glés, Amer borda sobre tejido imágenes extraídas de
textos islámicos tradicionales, leyendas y poemas
que reinterpreta a su manera. Empero, las delicadas
puntadas con hilos de colores no se limitan a repre­
sentar inocentes escenas domésticas, tales como la­
var, planchar, cocinar, etc. Si se las mira con atención
aparecen representaciones menos convencionales,
discretamente pornográficas, que denuncian la si­
tuación de las mujeres en las sociedades dominadas

271
M arc J im e n e z

por el fundamentalismo islámico: desnudos femeni­


nos en poses provocadoras, escenas sáficas, exhibi­
ciones discretas aunque corrosivas y sutilmente sub­
versivas, en la medida en que no se muestran de ma­
nera ostensible sino que apenas son sugeridas.
Menos discreta en la representación de la intimi­
dad femenina, Natacha Merrit (1977) se propone sa­
cudir osadamente los estereotipos machistas vehicu-
lizados por el comercio pornográfico. Publicadas con
el título Diarios digitales18 —primera obra de foto­
grafía digital—, las imágenes, a menudo en primer
plano, encuadradas de m anera insólita, m uestran
sin disimulo escenas de actos sexuales.
El artista chino Wang Du (1956) se apasiona con
las instalaciones monumentales, que concibe a par­
tir de fotos de la prensa, modelizadas en 3D y luego
realizadas en yeso, resina o arcilla. En 2001, expuso
montones de trozos de diarios arrugados, arrancados
de Newsweek y Le Monde. El contenido de la infor­
mación no le interesaba. Sólo importaba el dispositi­
vo mediático y el inmenso poder que este ejerce sobre
individuos atosigados h asta la náusea con noticias
que son incapaces de digerir. Sobredimensionados,
hiperrealizados, esos objetos cotidianos aparecen co­
mo caricaturas de un sistema mediático que requisa
literalmente la realidad para imponer a millones dé
individuos su propia lectura, fatalmente parcial (en
los dos sentidos de la expresión) de los acontecimien­
tos del mundo.19
En 1999, el escultor Bruno Gironcoli (1936) parti­
cipó en la exposición «Los campos de la escultura»,
llevada a cabo en París, donde presentó Jabón Lux,
una obra monumental realizada en aluminio fundi­
do. Gironcoli utiliza también el poliéster, el hierro y
la madera para crear extraños objetos de grandes di­

272
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

mensiones. Esas esculturas hacen pensar, en efecto,


en máquinas o en aparatos industriales de formas
geométricas, en las cuales el artista incluye figuras
antropomórfícas, en especial pequeños personajes
con aspecto de estatuillas. La austeridad y la frial­
dad de esas composiciones híbridas desconciertan.
¿No nos muestran acaso, de manera simbólica y me­
tafórica, las imágenes del universo absurdo, reifica-
do y alienado en el que vivimos? ¿No serán la repre­
sentación plástica del «mundo administrado», cuya
descripción Gironcoli, reacio a cualquier exceso de
promoción mediática, había podido leer en los filóso­
fos de la Escuela de Francfort, Adorno y Horkheimer,
sus autores predilectos en la década del sesenta?
Son incontables las obras realizadas en el trans­
curso de estos últimos diez años que no tienen nada
que ver, estrictamente, con ese famoso «arte contem­
poráneo» vilipendiado durante el debate de la déca­
da del noventa. Involucrados en el desarrollo de las
nuevas tecnologías y los progresos científicos, los ar­
tistas revelan todos los días su extrema permeabili­
dad a los problemas actuales, ya se trate del sida, las
amenazas al medio ambiente, la economía liberal, el
poder de los medios de comunicación, las guerras, el
terrorismo, etcétera.
Lugar habitualmente cubierto, donde los produc­
tos están ordenados por secciones y tienen un precio
fijo, el bazar, al que algunos asimilan el universo de
la creación actual, constituye una metáfora particu­
larmente impropia para aludir al arte contemporá­
neo de este comienzo de siglo. Calificarlo de mercado
—esto también ha ocurrido— es cuando menos peyo­
rativo y fuera de lugar. Queda la cueva de Alí Babá, o
bien el cajón de sastre, donde los objetos se amonto­
nan desordenadamente en una total confusión, aun-

273
M A R C JIMENEZ

que con un poco de atención, mucha paciencia y so­


bre todo suerte se pueden encontrar algunos tesoros.
Es evidente que el arte actual ya no está sometido
al régimen de la belleza platónica ni al de las bellas
artes, en sentido clásico. Eso se entiende. Pero que
esté en condiciones de sorprender, irritar, seducir,
entusiasmar, provocar, chocar o aburrir demuestra
sin duda que sigue surgiendo siempre del régimen
de la estética. Sin embargo, como lo ha demostrado
la querella del arte contemporáneo, la elaboración
de una reflexión estética, poner en juego nuestra fa­
cultad de juzgar, criticar, evaluar obras o acciones
fuera de las normas, no es algo fácil, pues inevitable­
mente se plantea el problema de las fronteras, las
delimitaciones, las transgresiones: ¿arte o no-arte,
provocación artística o charlatanería, estética u ope­
ración comercial?

Desórdenes del arte / desorden del mundo

Hemos aludido ya20 al caso de Günther von Ha-


gens y de sus «plastinados». Queda librado a cada
uno, así como a la justicia, involucrada en el asun­
to,21 elaborar su propio juicio. Sin embargo, el públi­
co que acude masivamente a esa clase de exhibicio­
nes supera el marco de la apreciación individual. Es
verdad que el éxito de una manifestación capaz de
atraer y fascinar a varios millones de espectadores
impide desentenderse sin más de la cuestión artísti­
ca, calificando pura y simplemente de impostura a
tal empresa. Discernir lo estético de lo no estético su -,
pone, por cierto, terminar con una forma de hipocre­
sía comúnmente compartida en nuestro tiempo. En

274
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

efecto, no se puede, bajo el pretexto del sistema cul­


tural, comercial, restaurador, consensual, condenar
a los artistas que se le someten complacientes y que
a veces obtienen de él importantes beneficios. ¿Acaso
se rechaza a Picasso o a Francis Bacon porque sus
obras son objeto de especulaciones y operaciones que
ascienden a muchos millones de dólares?
Sin duda, también habría que denunciar esa otra
«tartufería» que consiste en ofuscarse por los aspec­
tos mórbidos, escatológicos, abyectos, infames o mor­
tíferos de ciertas producciones actuales, mientras se
acepta sin pestañear el voyeurismo indecente al que
incita el exhibicionismo a menudo obsceno de los me­
dios masivos y de la industria cultural. Los «plasti-
nados» de Von Hagens forman parte de esos casos lí­
mite, en los que resulta difícil establecer las fronte­
ras entre arte y no-arte, entre provocación gratuita,
exhibición sádica y puesta en escena que denuncia el
horror. Sólo un debate estético argumentado, contra­
dictorio y, de ser posible, público perm itirá decidir
sobre estas cuestiones.
Menos espectacular que la puesta en escena, tipo
«showbiz», de los «Mundos de los cuerpos», la esteti-
zación de la morbidez también puede alcanzar for­
mas paroxísticas. El artista chino Zhu Yu, integran­
te del grupo chino «Cadáver», debe su notoriedad a la
utilización que hace precisamente de cadáveres ob­
tenidos de prisiones, morgues u hospitales. Con un
gusto gastronómico muy particular y dotado de un
sólido apetito, no vaciló en prepararse cuidadosa­
mente platos de una clase especial: un feto que dis­
frutó en consumir según la tradición de un ritual an-
tropofágico.22
De similar sordidez, aunque en un género menos
«gore», el artista mexicano Santiago Sierra (nacido

275
M arc J im e n e z

en 1966) causa escándalos a menudo mediante per­


formances que reproducen, en forma caricaturesca,
el sistema de la economía liberal basado en la renta­
bilidad. «Emplea» a individuos anónimos, desocupa­
dos, personas sin hogar, toxicómanos, a los que retri­
buye miserablemente por dejarse tatuar en público o
teñir de rubio, m asturbarse, o bien ser encerrados
seis veces durante cuatro horas en seis «cartones»
que componen su instalación.
Durante su primera exposición en Austria, Sierra
«alquiló» a treinta obreros de orígenes étnicos dife­
rentes y los clasificó según el color de la piel. La esce­
na fue retransmitida mediante un video en blanco y
negro que restituía a la imagen los diversos matices
de la pigmentación. En una colina cercana al estre­
cho de Gibraltar, una veintena de inmigrantes afri­
canos contratados por sumas irrisorias —54 euros
por día— excavaron 3.000 pozos inútilmente, a me­
nos que se tratara de fosas para los futuros y desdi­
chados candidatos reales a la inmigración. ¿Quién
es, pues, Santiago Sierra? ¿Un empresario avezado,
el dirigente de una empresa rentable —salvo para
los cobayos—, o bien alguien que denuncia el meca­
nismo de explotación y alienación de una sociedad
capitalista y liberal minada por cantidad de disfun­
ciones sociales, económicas y políticas?23 Las perfor­
mances colectivas organizadas por Sierra remedan
crudamente el «horror económico». Sin embargo, al
acercarse tanto a lo real, ¿no corren el riesgo de fra­
casar en su objetivo?
Gilíes Peress (1946) expone fotografías de gran
tamaño que muestran la atrocidad de las, depuracio­
nes y los genocidios cometidos en Bosnia y Ruanda.
Privilegia los primeros planos y las imágenes claras,
con el objetivo de aumentar la dureza de las escenas

276
La q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

captadas. Se trata de una opción estética. Sean cua­


les fueren la pertinencia de su denuncia y la autenti­
cidad de su rebelión, se puede preferir la postura del
artista chileno Alfredo Ja rr (1956), reacio a la exhi­
bición y la mostración brutal, quien expuso quinien­
tas cajas de cartón cerradas, cada una de las cuales
contenía una fotografía de víctimas de guerra. El ho­
rror estaba allí, pero oculto. Para acceder a él era
necesario leer en la parte exterior la descripción de
la fotografía. Ni documental ni reportaje, el trabajo
de Ja rr constituía una temible denuncia de la explo­
tación de las imágenes mediáticas, de esas que satu­
ran, a veces hasta la náusea, los noticiarios televi­
sados e Internet. ¿El poder de las palabras no resulta
a veces tan corrosivo como el impacto de las fotos
cuando se trata de lo irrepresentable?

El distanciamiento del arte

Conviene ponerle un término a esta reseña, apa­


rentemente caótica, del arte actual. Ese caos mani­
fiesta, sobre todo, la efervescencia de las prácticas
artísticas, ahora totalmente permeables al mundo,
del mismo modo en que el mundo no deja de revelar
su sorprendente porosidad ante las obras de hoy. Me­
diante sus provocaciones, sus sobrepujamientos, sus
reiteradas transgresiones, el arte avanza al ritmo de
un universo sometido a incesantes y rápidas conmo­
ciones, científicas, tecnológicas, sociales y políticas.
Y en esa carrera suele situarse muy lejos de la reali­
dad, a la vez implicado y a la distancia, obligado a
cuestionar constantemente su estatuto en una socie­
dad siempre dispuesta a instrumentalizarlo.

277
M arc J im e n e z

Esta idea de un arte desfasado, a veces retrasado


en relación con una realidad rica en excesos de todo
tipo, puede sorprender. El arte moderno y las van­
guardias buscaban deliberadamente la ruptura con
el orden existente. Sus manifiestos, a menudo viru­
lentos, se fundaban en una estrategia militante, agre­
siva y polémica. Esa estrategia se ha vuelto inope­
rante en una sociedad sometidá al principio de la
rentabilidad y en la que todo se intercambia, una so­
ciedad capaz de absorber una actividad que en apa­
riencia no responde a nada y que en principio no tie­
ne que responder de nada a nadie.
El arte contemporáneo juega, pues, en otro regis­
tro. La estrategia militante, moderna y vanguardia-;
ta cede el lugar a una multitud de posturas artísticas
que mezclan incesantemente los signos, rozan lo real
m ediante deslizamientos y derivas, sin excederlo
nunca, como no sea de manera imaginaria y fantas-
mática. Y para los adversarios del arte contemporá­
neo y para los representantes de los órdenes estable­
cidos —morales, religiosos o políticos— nada resulta;
más exasperante, sin duda, que la desestabilización
y el desvío permanentes de los códigos y las normas;
en vigor, aunque esa desestabilización y ese desvió­
se conviertan, a veces, en modos de gestión progra­
mados. Más allá de todas las dudas, incertidumbres
y sospechas, y de los intentos de absorción por la ins­
titución o el mercado, se continuará llamando «arte»
a esa práctica deliberadamente «apartada», ni mo­
derna ni posmodema, rebelde al formateo cultural,
mediático y consumista de la «sociedad del espec­
táculo». Hasta la propia transgresión ha pasado dé
moda: se muestra obsoleta ante la imprevisible reno­
vación de materiales, procedimientos y formas. Esto
no impide que al imponerse como tarea escudriñar

278
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

cruda y a veces cruelmente la realidad, el arte del


siglo XXI se anuncie como el arte de la iconoclastia
permanente.
Los «plastinados» de Von Hagens; las excentrici­
dades sexuales de Jeff Koons;24 Cloaca, de Delvoye;
Alba, el conejo verde transgénico de Eduardo Kac;
las puestas en escena del cremasterio, de M atthey
Barney, e incluso las delicias caníbales de Zhu Yu,
surgen de un juego paródico denominado «arte», que
no ha dejado de reinventar ni de redefinir sus pro­
pias reglas. Desconcertante, molesto y escandaloso
para algunos, innovador e inventivo para otros, ese
juego es poca cosa comparado con lo que el mundo en
su organización actual es capaz de engendrar. Ha­
gan lo que hicieren los artistas contemporáneos, sus
obras m ás incongruentes, más provocadoras y en
apariencia más bárbaras no son nada en compara­
ción con las atrocidades y los episodios sangrientos
de la realidad, tal como nos la m uestra cotidiana­
mente su eco mediático y electrónico: víctimas des­
pedazadas por los atentados, rehenes ejecutados,
prisioneros torturados, violados, degollados.25
El odio al arte, la indignación que genera, el resen­
timiento y la exasperación que se expresan a veces de
manera ruidosa ante él parecen, al respecto, sorpren­
dentemente fuera de propósito, incluso indecentes.
La posición del arte contemporáneo, su lejana pro­
ximidad con respecto a lo real, no es en modo alguno
asimilable a una falta de compromiso o una prescin-
dencia del campo social y político. Caracteriza, más
bien, el margen de autonomía que reivindica y se es­
fuerza por conservar para prevenirse de una muerte
muchas veces anunciada.
Lo informe que algunas veces se le reprocha al arte
contemporáneo está allí para expresar al mundo tal

279
M A RC JIMENEZ

cual es. Y ese carácter informe siempre está determi­


nado por las circunstancias históricas y sociales, ya se
trate de deconstrucciones y disonancias del arte mo­
derno o del arte de hoy. La desestructuración y la rees­
tructuración formales que la creación artística actual
les hace experimentar a los fragmentos de la realidad
no reducen, pues, el arte contemporáneo a una inma­
terialidad gaseosa e inconsistente.
¿Cabe, en verdad, ofuscarse o asombrarse de que
el arte, hoy como ayer, trate sobre el mundo en su di­
versidad, rica en contrastes y contradicciones, en lu­
ces y tinieblas? Los artistas del siglo XXI se niegan a
ofrecer una representación edulcorada y compla­
ciente de lo real, colocada bajo el signo de la Belleza y
lo Sublime, considerados antes los valores trascen­
dentes, intemporales e inmutables. Son muchos los
nostálgicos del arte clásico —del Gran Arte— que no
admiten que el fin de la armonía significa también el
fin de la inocencia. La «crisis de la apariencia» que,
según Adorno, caracteriza al arte moderno desde co­
mienzos del siglo XX encuentra su prolongación en
el arte contemporáneo, en esa rebelión contra la fal­
sa reconciliación entre el arte y la vida, entre la «be­
lla apariencia» —precisamente— y una realidad que
no deja de denunciar como mentiras sus promesas
de felicidad, reiteradas pero siempre desmentidas y
quizás insostenibles.
El filósofo de la Escuela de Francfort expresaba
perfectamente la irreductible incompatibilidad en­
tre la forma artística y una realidad informulable y,
por lo tanto, «informable». Cuando se decidió a escri­
bir sobre Auschwitz y sobre la Shoah, aclaró que le
había sido imposible trabajar la calidad de la expre­
sión porque, «cuando se habla de cosas extremas, de
la muerte atroz, se experimenta una especie de ver­

280
La q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

güenza ante la forma, como si esta ultrajara el sufri­


miento reduciéndolo impiadosamente al estado de
un simple material». Pero al mismo tiempo puso de
relieve la temible ambigüedad de esta actitud: «Es
imposible escribir bien sobre Auschwitz; si uno quie­
re permanecer fiel a las emociones, debe renunciar a
los matices, y a partir de esa renuncia uno cede, a la
vez, ante la regresión general».
Este dilema se halla en el centro de la problemáti­
ca de buena parte del arte contemporáneo.26
El arte actual, por definición, aún no ha experi­
mentado la selección ni la sanción del tiempo. Y no
todo lo que se crea hoy se inscribirá en la historia del
arte. Sólo se impondrán algunas escasas obras deci­
sivas; las otras, más numerosas, se hundirán en el
olvido. Esas son evidencias, siempre ha sido así. Na­
da autoriza a pensar que será diferente en el futuro.
Empero, la historia no es ese tribunal que impar­
te una justicia inm anente al evaluar las obras en
función de su propio régimen de excelencia. Al arte le
ha llevado más de un siglo liberarse de las normas,
los criterios y las convenciones clásicas, idealistas y
románticas. Esas desvinculaciones y rupturas suce­
sivas lo hacen aparecer ahora como es realmente, es
decir, como objeto de experiencia en relación con to­
das las demás actividades de la existencia.
Esta experiencia ya no se halla aislada ni circuns­
cripta sólo al campo de las bellas artes. Ahora, la
tarea de una filosofía del arte contemporáneo consis­
tiría en posibilitar que esa experiencia desemboque
en la estética a fin de erigir «en coherencia y en con­
ciencia lo que se produce de manera incoherente y
confusa en las obras de arte».27
Esa estética cumpliría lo que no pudo lograr la
querella del arte contemporáneo: poner fin al mono-

281
M arc J im e n e z

polio elitista del mundo del arte, terminar con las de­
mandas de las instituciones oficiales y, fuera de los
caminos trillados de la Cultura, abrir el vasto campo
de la experiencia artística a todos los que deseen in­
cursión ar en ella o se atrevan a hacerlo.

Crítica y argumentos estéticos

«Erigir en conciencia y en coherencia» lo que es


percibido de manera confusa, indiferenciada: he aquí
una de las tareas del discurso estético frente a crea­
ciones que, en su diversidad y heterogeneidad, han
asumido la vocación de perturbar conscientemente
nuestra percepción de lo real, a diferencia de los pro­
ductos de la industria cultural, dedicados al consu­
mo inmediato y que sólo exigen nuestra adhesión es­
pontánea.
A falta de criterios seguros, una de las dificulta­
des con que tropieza la estética del arte contemporá­
neo reside en la fragilidad y variabilidad de los jui­
cios formulados sobre las obras del tiempo presenté;
todos pueden ser distintos y, sin embargo, todos pue­
den pretender la misma legitimidad.
Pueden resultarme pueriles los gatos de Séchas,
mininos a veces encantadores y apacibles, a veces
irónicos, agresivos e inquietantes. Y las obras me pa­
recen entonces insignificantes o gratuitamente pro­
vocadoras, como los animales —en algunos casos^
cortados en dos o despedazados— que Damien Hirst
(1965) conserva en formaldehído, acción muy ino­
cente si se la compara con su instalación Dos copu­
lando, dos mirando, que muestra a una vaca y un to­
ro que copulan ayudados por una máquina.28

282
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

Pueden, asimismo, parecer de una obscenidad un


tanto regresiva ciertas performances del dúo Gübert
& George, quienes persisten en la provocación con la
utilización de esperma y excrementos. Las impre­
siones de cuerpos a los que se les practicaron autop­
sias, expuestas por Teresa Margolles, así como la
compra de un niño nacido muerto a una madre per­
turbada y sin recursos, hieren con bastante violencia
la sensibilidad. La performance El arte de la muerte,
de Marina Abramovic, acostada sobre un piso sem­
brado de huesos y carne sanguinolenta, y embadur­
nada con hemoglobina animal, está desprovista de
toda estética atractiva. Los dudosos chistes de Mau-
rizio Cattelan se parecen mucho a bromas de cole­
gial. El gran canasto de diarios de Wang Du parece
muy inofensivo con respecto a lo que pretende de­
nunciar, y el Hybertmercado de Pabrice Hybert se
muestra mucho más complaciente con respecto a la
gran distribución cuyos méritos, a fin de cuentas, pa­
rece ponderar.
Esta postura podría incitar a denunciar, como lo
hace Michel Onfray, la complicidad entre los artistas
y el sistema que garantiza todo lo relacionado con
desbordes, en especial con la transgresión de las
convenciones y el buen gusto, la inversión de los va­
lores, la explotación desvergonzada de la vulgaridad
y del cinismo, aquí confundidos. Muy crítico frente a
ciertas producciones artísticas actuales, el filósofo
declara: «Esta escenografía se propone, de manera
trivial, ocupar una almena en la que se juega la carta
del humor, de lo lúdico, de lo gratuito, por un impro­
bable artista hábil para recoger los beneficios con­
tantes y sonantes de esta parte del mercado —fácil,
de moda, en boga— del mundo del arte contemporá­
neo. . ,».29

283
M arc J im e n e z

La reacción del autor contraeos estragos del nihi­


lismo, de la tanatomanía y de lo orgiástico en las pro­
ducciones actuales es saludable. La argumentación,
rica en ejemplos y opciones personales, se muestra
algo más convincente que las quejas de adversarios
declarados del arte actual en la famosa querella.
La distinción que establece entre el mal y el buen
cinismo, entre el cinismo vulgar, corrompido, y el ci­
nismo constructivo, irónico, voluntarista y revitali-
zador resulta, sin embargo, problemática. Serían
«vulgares cínicos los artistas que optan por el poder,
la institución, el academicismo de las vanguardias,
la facilidad de lo neo y de la copia o la inscripción de
su trabajo en una modalidad que lo vehiculiza», así
como los «fabricantes de reputaciones utilizan la
transgresión y el escándalo para acelerar la transfor­
mación de un nombre en un súbito valor comercial».
Aunque legítimas, esas quejas son imprecisas y
pueden referirse a buena parte del mundo del arte. Y
uno llega a preguntarse quién está en condiciones de
separar la paja del trigo.
Según Michel Onfray, el cinismo que lleva a posi­
bilidades estéticas y existenciales nuevas es el que,
sobre todo, «prefiere el valor intelectual crítico a la
fetichización de la mercadería» y «la intersubjetivi-
dad de las conciencias a los egoísmos autistas».30
¿Cómo no aprobar este cuestionamiento del siste­
ma comercial y del comercio artístico? ¿Es posible
negarse a la instauración de intercambios intelec­
tuales entre individuos reacios a la masificación cul­
tural? Las propuestas de Michel Onfray lindan aquí
con los argumentos de Rainer Rochlitz en favor de
un debate que permita confrontar las apreciaciones
formuladas por cada uno sobre las diversas expe­
riencias estéticas vividas.31 Empero, el autor no re­

284
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

suelve, en verdad, la cuestión estética de la evalua­


ción y la crítica. En efecto, puedo hacer que mi gusto
personal concuerde con el de él en lo relacionado, por
ejemplo, con Maurizio Cattelan, Panamarenko32 y
Eduardo Kac, mas estar en total desacuerdo con él
en lo que respecta a Teresa Margolles, Alain Séchas
y Jeff Koons. En este sentido, estamos divididos por
dos juicios basados en el gusto subjetivo diametral-
mente opuestos. La única manera de resolver la con­
tradicción sería, por cierto, recurrir a una forma de
discusión argumentada sobre las propias obras. Mi-
chel Onfray aboga por esta clase de confrontación.
Sin embargo, no satisface por completo su propia
exigencia y se muestra dispuesto a excluir de su se­
lección lo que considera sendos testimonios del nihi­
lismo contemporáneo. Puede parecer, así, sorpren­
dente que incluya apresuradamente en la categoría
de lo fútil (Séchas, Koons) o lo mórbido (Margolles)
producciones que, sin embargo, no parecen contrade­
cir en nada su alegato en favor de una «estética cíni­
ca». Tales posturas, basadas en el análisis de ejem­
plos precisos, tienen no obstante el mérito de evitar
la abstracción y las generalizaciones que fueron tan
perjudiciales para la originalidad y la coherencia del
debate de la década del noventa. Su libro Archéologie
du présent demuestra que es posible elaborar una fi­
losofía del arte contemporáneo contra la corriente de
las trivialidades y los prejuicios habituales.

Arte versus cultura

El proceso de integración del arte en la industria


cultural parece irreversible. No está limitado ya a

285
M arc J im e n e z

las sociedades posindustriales y se generaliza bajo el


efecto de la mundialización. La absorción de todas
las formas de creación artística en la diversión, el tu­
rismo, la moda y la comunicación sirve a los intere­
ses de un sistema económico basado en la rentabili­
dad, según un proceso que confirma las inquietudes
y el pronóstico formulados hace más de medio siglo
por Max Horkheimer, uno de los fundadores de la
teoría crítica: «En el contexto de la economía capita­
lista, [la] relativa independencia del individuo ya no;
es más [...] que un recuerdo. El individuo no piensa
ya por sí mismo. El contenido de las creencias colec­
tivas en las que nadie cree verdaderamente es el pro­
ducto directo de las burocracias predominantes en la
economía y en el Estado, y sus adeptos no hacen más
que obedecer en secreto a intereses personales ato­
mizados y por eso mismo inauténticos; ya no actúan
sino como simples engranajes económicos».33
En términos asombrosamente actuales, Horkhei-,
mer extrae las consecuencias de esta doble asimila­
ción de arte-cultura-economía y de sus efectos en el
comportamiento de los individuos: «Por eso, la de­
pendencia de la cultura en relación con la economía;
ya no es concebida como antes. Con la aniquilación
del individuo como tipo, debe ser comprendida, de al-:
guna manera, en un sentido más vulgarmente mate­
rialista. La explicación de los fenómenos sociales se
vuelve a la vez más simple y más complicada. Más
simple, porque la economía determina a los hombres
de manera más directa y más accesible a la concien­
cia, y la facultad de resistencia relativa de las esferas
culturales y su propia consistencia no dejan de redu­
cirse; más complicada, porque la dinámica econó­
mica desenfrenada a cuyo servicio la mayor parte de
los individuos no son más que simples medios no de­

286
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

ja de producir, a un ritmo acelerado, figuras y fatali­


dades siempre nuevas».34
La actualidad de este texto resulta evidente. Deli­
beradamente orientado hacia la producción y la difu­
sión de una cultura de masas, el funcionamiento de
la industria cultural no parece estar en condiciones
de favorecer una experiencia estética de una calidad
y una profundidad tales que pueda ser compartida.
Esta situación vuelve absolutamente ilusoria y pro­
blemática la asombrosa reconciliación, pretendida
por Onfray, entre la ética, la estética y la política. Por
lo demás, ese no es en modo alguno el camino que pa­
recen decididos a seguir los artistas actuales, mucho
más reticentes al consenso y al compromiso con el or­
den existente que lo que permite suponer el discurso
dominante sobre el arte contemporáneo.
El reemplazo del arte por la cultura y por la su­
puesta comunicación —cuyos efectos benéficos no
dejamos de esperar— se presenta como la forma pos-
moderna de una muerte efectiva del arte. Este fin no
es el anunciado por Hegel ni el proclamado por Dan­
to. Se trata de una muerte por sustitución que —se­
gún la fórmula de Luigi Pareyson— deriva del hecho
de que nuestra época «reemplaza al arte por su er-
safe».35
Lo que deploramos bajo el nombre de fracaso de la
democratización cultural es, en parte, esta conmuta­
ción: la cultura, producto de consumo, se presenta co­
mo un sucedáneo de la experiencia estética. Este fenó­
meno ofrece un radical desmentido a los discursos
tranquilizadores sobre la diversidad y la pluralidad
; culturales que afirman que todos los clientes respon­
den a las demandas del sistema, unidos en un mismo
fervor comunicativo y consumista. Ahora bien: no es
cierto, contrariamente a las afirmaciones de los teó­

287
M arc J im e n e z

ricos del pluralismo, que al antiguo papel asignado


hasta hace poco al Gran Arte, el de nexo o argamasa
social, le suceda el juego consensual y participativo
de una cultura plural convertida como por arte de
magia en el privilegio de todos.
La realidad es más compleja. Las recientes inves­
tigaciones efectuadas en Francia36 sobre las prácti­
cas culturales revelan, en efecto, que luego de más
de veinte años de política artística y cultural, la dis­
tancia entre quienes cuentan con una cultura clási-
ca, erudita, «legítima», y quienes tienen y practican
una cultura de masas, popular, «ilegítima», no ha de­
jado de aumentar. Las interacciones, los pasajes, las
transferencias son, por cierto, más numerosos que
en la época en que el sociólogo Pierre Bourdieu escri­
bía La distinctionp Esas transferencias crean diso­
nancias, originan mezclas de géneros, pero global­
mente el esquema sigue siendo el mismo: en el mun­
do de la cultura, la circulación va en un solo sentido.
Un intelectual cultivado puede pasar fácilmente de
una lectura de Jean-Paul Sartre a la de una novela
policial, alternar un filme de Godard con un western
clase B. Por el contrario, un aficionado a las sitcoms y
a los folletines televisivos, o bien un lector asiduo de
novelas como las que se venden en las terminales de
transporte, accederá más difícilmente a una cultura
«legítima», aún considerada burguesa y elitista.
Los desfasajes culturales dan testimonio así dé
una notable inercia. Ni la enseñanza de las artes
plásticas, ni el dinamismo de las escuelas y los cen­
tros de arte, ni el voluntarismo de instituciones tales
como los FRAC —a menudo, injustamente desacre­
ditados—, ni la plétora de ensayos, catálogos, revis­
tas, exposiciones y festivales han llegado a resolver
esta «fractura».

288
La q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n é b

El desarrollo de un debate intersubjetivo en tomo


al arte actual, que se ha vuelto ya imprescindible
después del derrumbe de los criterios inmutables y
universales, no sobrevendrá mágicamente. Comen­
zará el día en que la filosofía del arte y la estética,
después de la desestabilización provocada por el arte
contemporáneo, recuperen la coherencia y el poder
teórico y crítico necesarios para hacer frente a los
discursos que predican la adaptación y la sumisión
al tiempo presente. Y también el día en que se llegue
a demostrar que la cultura posmodema, industriali­
zada, curiosamente denominada «de masas», lejos de
dirigirse a todos, les habla en verdad a públicos frag­
mentados, a veces refugiados en guetos, con la coar­
tada de la gran reconciliación dentro de la democra­
cia consensual.
A esta concepción hoy dominante de la cultura se
opone, casi punto por punto —como también lo re­
cuerda Luigi Pareyson—, otra idea de la creación ar­
tística: «El arte realiza la noción más difícil de so­
ciabilidad, porque la obra de arte se dirige a todo el
mundo, pero hablándole a cada uno a su manera».38
Y esta personalización de la relación con la obra
de arte, muy diferente del consumo cultural masivo,
es precisamente la condición de una interpretación
siempre renovada y de un diálogo permanente e ina­
cabado con el otro, porque frente al arte, por más
contemporáneo y actual que sea, «uno se halla ante
una cosa y en ella descubre un mundo».39

Notas

1 Es así como la filósofa Anne Cauquelin menciona en su Petit


traité d ’art eontemporain, de manera irónica, algunos entrete­

289
M á RC JIMENEZ

nidos ejemplos de prácticas artísticas actuales. Cf. Petit traite


d’art contemporain, op. cit., pág. 7,
2 Algunos de esos trabajos son mencionados en la obra de Ed-
ward Lucie-Smith, A rt Tomorrow. Regará sur les artistas du fu-
tur, París: Terrail, 2002.
3 Clisés de Aziz y de Cucher fueron presentados en el Espace
Peiresc, de Tbulon, en 2003.
4 Su nuevo ciclo, Como seres humanos, se expuso en Berlín en
2003.
5 «Dominad todos los peces del mar y todos los pájaros del cie­
lo y todas las formas de vida sobre la tierra» (Génesis 1,26 y 28).
6 Cabe citar, entre otros, las instalaciones interactivas de Jef-
frey Shaw (1944) (recorrer las ciudades de Amsterdam, Karls-
ruhe o Nueva York en bicicleta sobre la pantalla de una compu­
tadora), Christa Sommerer (1964) y Laurent Mignonneau (1964)
(controlar el crecimiento de plantas sintéticas, deformarlas,
combinarlas, crear otras nuevas, jugar en la pantalla con cria­
turas que simulaban ser seres vivos), el artista australiano Ste-
larc (1946) (quien sometía su propio cuerpo a tecnologías ciber­
néticas, creando así un cyborg, un hombre-máquina), etcétera.
7 «Posmoderna» se emplea aquí en la acepción más común­
mente admitida de «posterior a la modernidad», y no en referen­
cia a la corriente artística de la década del ochenta.
8 «Un portrait idéologique de l’artiste fin de siécle», entrevista
realizada por Yves Helias y Alain Jouffroy, Le Monde diplomati-
que, 22 de enero de 1990.
9 Cf. Yves Michaud, V art a Vétat gazeux. Essai sur le triomphe
de Vesthétique, París: Stock, 2003, págs. 169 y sigs. [El arte en
estado gaseoso: ensayo sobre el triunfo de la estética, México:
Fondo de Cultura Económica, 2007].
10 Ibid., pág. 102,
11 Ibid., págs. 98 y 99.
12 Cf. la obra de Roger Pouivet, L’ceuvre d ’art á l’áge de sa mon-
dialisation. Un essai d ’ontologie de Vart de masse, París: La Let-
tre Volée, 2003. El autor subraya la oposición tradicional entre
un «arte de masas», producido o vehiculizado, sobre todo, por
las tecnologías audiovisuales antiguas y recientes —televisión,
video, Internet, CD, CD-Rom, cine, fotografía, etc.—, y las obras
de arte «clásicas». El arte de masas es, según Pouivet, indivi­
dualista y antihumanista, raram ente innovador, mientras que
las obras clásicas son hum anistas, comunitarias, y p ara ser

290
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o *

comprendidas se apoyan en la transmisión de un saber y una


tradición cultural. Del arte contemporáneo, asimilado al arte
clásico, y de las prácticas actuales se habla muy poco.
13 Cf. Marc Jimenez, Qu’est-ce que l’esthétique?, París: Galli-
mard, col. «Folio essais», n° 303,1997, pág. 429 [¿Qué es la esté­
tica?, Barcelona: Idea Books, D. L., 1999].
14 Grupo fundado en 1990 por Teresa Margolles, Arturo An­
gulo Gallardo y Carlos López Orozco.
15 Las imágenes en tres dimensiones del embrión humano, lo­
gradas a p artir de la ecografía y fijadas en CD-Rom, pronto
reem plazadas por videos grabados en DVD, tienden segura­
mente á banalizar y a popularizar esta apropiación estética de
técnicas de punta.
16 Informaciones disponibles en www.scicult.com/artists/ma-
rileneoliver.
17 E m est Breleur, «II faut que l’art surprenne, qu’il soit im­
previsible», Recherches en esthétique, revista del CEREAP, n° 3,
septiembre de 1997, dif. Jean-Michel Place, págs. 91 y sigs.
18 Natacha Merrit, Digital Diaries, Taschen, 2000. Véase asi­
mismo el sitio www.digitalgirly.com.
19 En 2003, Wang Du expuso una alfombra voladora monu­
mental de 102 m2, que pesaba cerca de una tonelada, en pura
lana virgen de Nueva Zelanda. Así representaba la explosión en
vuelo de la nave Columbia, según la foto publicada en la prime­
ra plana del Times Magazine. Su gran canasto con informacio­
nes, lleno de diarios, fue expuesto en el Palais de Tokio, durante
la inauguración del museo.
20 Véase supra, pág. 46.
21 Las condiciones en las cuales el anatomista alemán consi­
gue los cadáveres no resultan claras. Quizá sea una de las razo­
nes por las cuales ciertos países, entre ellos Francia, se mues­
tran reticentes a acoger los «Kórperwelten».
22 Sin embargo, la autenticidad de esta acción ha sido cuestio­
nada.
23 Véase la exposición «Hardcore. Vers un nouvel activisme»,
de Jéronae Sans, en el Palais de Tokyo, París, del 27 de febrero
al 18 de mayo de 2003.
24 JeffKoons (nacido en 1955) causó escándalo al exponer una
serie de esculturas y cuadros de gran tamaño que representa­
ban sus proezas sexuales con su mujer, la Cicciolina, estrella
del porno italiano. También le pertenece, en un género muy di­

291
M A R C JIMENEZ

ferente, su gran perro Puppy (1992; acero, madera, tierra, plan­


tas) que recibe a los visitantes del Museo Guggenheim de Bilbao.
25 Pensamos especialmente en los numerosos atropellos co­
metidos en Irak, donde algunos prisioneros fueron fotografia­
dos y filmados en escenificaciones de una estética sórdida. ¿Có­
mo no recordar, asimismo, lo que todo internauta pudo ver en la
web durante los meses de mayo y junio de 2004, a saber: la de­
capitación de rehenes? Lo que escribe —sin puntuación— Thór
mas Bernhard a propósito de los escritores vale también para
los artistas: «Lo que escriben los escritores no es por supuesto
contra la realidad sí o sí escriben por supuesto que todo es es^
pan toso que todo es corrupto y decadente que todo es catastrófi­
co y que todo es sin salida pero todo lo que escriben no es nadá
frente a la realidad la realidad es tan mala que no puede ser
descripta la realidad tal como es en verdad es lo que es espanto­
so» (Heldenplatz, op, cit.).
26 Cf. Modeles critiques, París: Payot, 1984, trad. de M. Jime-
nez y E. Kaufholz, págs. 135-6.
27 T. W. Adorno, Théorie esthétique, París: Klincksieck, trad.
de M. Jimenez, 1995, pág. 365 [Teoría estética, Madrid: Taurus,
1980].
28 La instalación fue prohibida en Nueva York en agosto dé
1995, con el pretexto del riesgo de explosión debido al despren­
dimiento de metano procedente de la descomposición de los ca­
dáveres.
29 Michel Oníray, Archéologie du présent. Manifeste pour une
esthétique cynique, París: Grasset/Adam Biro, 2003, pág. 53.
30 M. Onfray, op. cit, pág. 69.
31 Cf. ibid.t pág. 105. La idea de que el arte contemporáneo
«apela a un contrato de comunicación, a un intercambio, a una
acción comunicativa, a una transmisión», seguramente resulta
esencial.
32 Henri Van Herreweghe (su verdadero nombre), Panama-
renko («Pan Air Lines and Company»), artista belga nacido en
1940, realizó sorprendentes máquinas a partir de investigacio­
nes entre el arte, la técnica y la ciencia, que se basan, a su vez,
en invenciones de Leonardo da Vinci y en la imaginación de Ju ­
lio Verne: avión-bicicleta alado, insectos gigantescos, helicópte­
ros, dirigibles, esqueletos de pájaros (Persis Clambatta, 2001),
etc. Su «avión de papel» U-Control III fue expuesto en París, en
el Museo de Artes y Oficios, en 2004.

292
L a q u e r e l l a d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

33 Cf. Max Horkheimer en la Zeitschrift für Sozialforschung.


El texto data de 1941, poco antes de que Horkheimer y Adorno
crearan la expresión «Kultur-industrie» y caracterizaran el me­
canismo de la industria cultural en la Dialectique de la raison.
34 Ibid.
35 Luigi Pareyson, Conversations sur l’esthétique, París: Ga-
llimard, col. «Bibliothéque de Philosophie», 1992 [Conversacio­
nes de, estética, Madrid: Visor, 1988]. El contexto de esta cita es
el siguiente: «Privar al arte de su carácter excepcional es privar­
lo también de su universalidad y de su carácter perenne: el arte
que está al alcance de todo el mundo, enteramente sumergido
en la vida de su tiempo, presente hasta en los menores aspectos
de la civilización de la que forma parte, es un arte tan ligado a
sus condiciones históricas que está destinado a morir con su
época y a volverse cada vez más incomprensible».
36 Cf., sobre todo, Bernard Lahire, La culture des individus.
Dissonances culturelles et distinction de soi, París: La Décou-
verte, 2004.
37 Pierre Bourdieu (1930-2002), La distinction. Critique so-
ciale du jugement, París: Éd. de Minuit, 1979 [La distinción.
Análisis social del criterio selectivo, Madrid: Taurus, 1991].
38 Luigi Pareyson, op. cit,
39 Ibid.

293
Epílogo

[. ..] los epílogos muy bien pueden ser los prólogos


de nuevos comienzos.
G e o r g e S t e in e r

La querella de la década del noventa corrió la


misma suerte que la mayoría de los conflictos estéti­
cos: fue intempestiva y estuvo desfasada, retrasada,
con respecto a la producción artística de la época.
Otro tanto ocurrió en el pasado: la querella de los An­
tiguos y los Modernos, la del color, la de los Bufones,
la de la abstracción contra lo figurativo, la del dode-
cafonismo contra la tonalidad, eran inevitables —es
decir, determinadas por tensiones y conflictos ante­
riores—, pero pertenecían ya a la retaguardia en el
momento de su eclosión.
En cada caso, pasado el momento de la ruptura y
del deseo de hacer tabla rasa, la novedad se impuso,
no para erradicar lo antiguo ni para reemplazarlo,
sino para ampliar el campo de la experiencia estéti­
ca. El «bello maquillaje» de Rubens —según la ex­
presión de Roger de Piles— no mató al «bello método
de pintar»1 de Nicolás Poussin; la pintura abstracta
no reemplazó a la figuración, y no todos los composi­

295
M á RC JIMENEZ

tores se convirtieron en seriales. La gama de posibi­


lidades creadoras y expresivas simplemente se am­
plió, anticipándose a las expectativas de la época. La
sensibilidad estética se acomoda, para muchos, a los
contrarios, y se pliega, afortunadamente, a una mul­
titud de matices* Pueden gustarme al mismo tiempo
las bromas con conejos de Barry Flanagan (1941)
—preferirlas, pese a todo, al conejo fluorescente de
Eduardo Kac—y continuar extasiándome ante el A u­
riga de Delfos. Puedo apreciar un video de Antonio
Muntadas (1943) y el Autorretrato en Saco, de Cara-
vaggio, del mismo modo en que experimento un pla­
cer sim ilar escuchando las Respuestas de Pierre
Boulez, o la Ofrenda musical de Johann Sebastian
Bach, o el ritmo mballakh de Youssou N’Dour.
Durante esta década de controversias y polémi­
cas sobre la creación actual —forzoso es comprobar­
lo—, ni la dimensión prospectiva del arte ni el aspec­
to polimorfo de la experiencia estética fueron toma­
dos en cuenta. El debate se focalizó en un concepto
muy particular de arte contemporáneo, un arte con­
dicionado, total o parcialmente, por el mercado, colo­
cado bajo la égida de la institución y del poder políti­
co, obsesionado por un exceso transgresor que anula­
ba el propio sentido de la transgresión.
Más que de una crisis de la legitimidad del arte o
una crisis de la representación del arte, habría que
hablar de una crisis del discurso estético en su in­
tento de hacerse cargo de la creación actual.2 Esta
quiebra tuvo como resultado la aparición de simula­
cros de teorías que reproducían, aparentemente sin
proponérselo, una serie de lugares comunes sobre la
falta de compromiso de los artistas, su interés mer­
cantil, su apoliticismo y su duplicidad frente a las
instituciones. En suma, se transfirieron al campo del
296
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

arte y de la cultura las tesis actualmente dominan­


tes que legitiman la evolución económica y política
de cierto tipo de sociedad occidental.
Es probable, entonces, que el interés del debate
sobre el arte contemporáneo no haya residido tanto
en lo que se dijo como en lo que consciente o incons­
cientemente fue silenciado.
Inspiradas en concepciones anglosajonas, las teo­
rías de reemplazo, que supuestamente descalifica­
ban a la teoría tradicional, no mostraron demasiada
pertinencia con respecto al arte de hoy, al que muy a
menudo dejaron al margen de sus preocupaciones.
Su único efecto, en apariencia benéfico, consistió en
permitir que se integrara en un conjunto coherente,
y en una visión muy particular de la historia del si­
glo XX, una aventura artística inaugurada por Mar-
cel Duchamp, que después siguió —y según Arthur
Danto, concluyó— con el pop art y Andy Warhol.
Como contrapartida, recurrir a la filosofía analíti­
ca del arte no produjo inflexión alguna en la postura
francamente etnocéntrica y occidentalista del deba­
te. Era una paradoja. En efecto, la manera misma en
que la estética analítica estudiaba el hecho artístico
y se interrogaba prioritariamente sobre la relación
estética con un objeto cualquiera, en principio, le im­
pedía privilegiar una cultura particular en detri­
mento de culturas exógenas y de otras artes no occi­
dentales.
En realidad, la propia expresión «artista contem­
poráneo» remitía a un nivel de excelencia atribuido
por un mundo del arte erigido en jurado. Lo cual sig­
nificaba que ese nivel apareciera como una inven­
ción occidental tanto en opinión de quienes se benefi­
ciaban con él como de quienes aspiraban a que les
fuese atribuido.

297
M A R C JIMENEZ

Y si bien es verdad que en todo el mundo se desa­


rrollaba cierto cosmopolitismo gracias a las bienales
y a las exposiciones internacionales,3 nada justifica­
ba en verdad que juzgáramos y calibráramos el arte
contemporáneo occidental con la vara de lo que se ha­
cía en otras esferas culturales. Siempre ocurre a la
inversa. El arte contemporáneo, convertido en refe­
rencia incuestionable, continuó afianzando su hege­
monía en el mercado internacional, imponiendo sus
modelos, sus tendencias, sus estilos y su economía.
Los intentos orientados a abrir la problemática
artística a otros horizontes culturales, a menudo no­
tables y animados por los mejores propósitos, tenían
dificultades para convencer al mundo del arte occi­
dental de la necesidad de colocar la mirada en otra
parte. En 1989, la exposición titulada «Los magos de la
tierra», organizada en el Grand Palais de París por
Jean-H ubert M artin, se proponía m ostrar que la
producción artística contemporánea concerniente a
obras llamadas «primitivas» podía escapar a los pre­
juicios etnocéntricos. Esta manifestación cosmopoli­
ta —la primera del género en Francia— acogió a ar­
tistas procedentes de horizontes culturales descono­
cidos o soslayados, en especial africanos y asiáticos:
chinos, zaireños, esquimales, malgaches e hindúes
se codeaban con norteamericanos y europeos. En un
mismo lugar se encontraban reunidos, por ejemplo,
el pintor marfileño Frédéric Bruly Bouabré, el escul­
tor beninés Dossou Amidou,4 el alemán Anselm Kie-
fer y el francés Jean-Michel Alberola. Lejos de las
tendencias dominantes y de las modas efímeras que
suelen agitar el universo del arte contemporáneo oc­
cidental, la intención era mostrar que el arte vivo, en
particular el africano, podía escapar a la mirada pu­
ram ente etnológica sin quedar reducido a «arte de

298
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o '

aeropuerto» o a las fruslerías exóticas de uso mera­


mente turístico.
A pesar de su éxito de público, la exposición gene­
ró muchas polémicas. Desde el comienzo, este tipo de
manifestaciones se halla amenazado, en efecto, por
la contradicción. La mayoría de las obras no occiden­
tales son seleccionadas según los criterios de recono­
cimiento vigentes en Occidente y en las redes del ar­
te contemporáneo. Si no fuera así, las obras no se­
rían aceptadas y se las consideraría literalmente im­
presentables.
En tiempos más recientes, la Bienal de Lyon «Com­
partir exotismos» (2000)5 padeció la misma ambigüe­
dad. La clasificación de las obras en diferentes cate­
gorías antropológicas permitió evitar el aspecto caó­
tico y de «desván lleno de trastos» que había aqueja­
do a «Los magos de la tierra». El término «exotismo»
no es en sí inadecuado, ya que puede interpretarse
como una invitación al intercambio recíproco de los
exotismos. Desafortunadamente, esa palabra fue
aplicada en este caso a objetos destinados a ser mira­
dos como obras de arte, aun cuando sólo remitían a
actividades o gestos cotidianos comunes a todos, to­
talmente desprovistos del menor exotismo: amar, co­
mer, luchar, sufrir, morir, tatuar, orar, vestirse, ser
exótico (!), etc. Era la confirmación de que sólo la mi­
rada occidental estaba en condiciones de «elevarlos a
la dignidad de objetos artísticos».
Más enojoso es el hecho de que esas categorías
antropológicas e intemporales no permitan poner de
manifiesto el contexto histórico que está en el origen
de esas prácticas. Lejos de abrevar en las fuentes de
la tradición «artística» africana, como declararon de
m anera desconsiderada ciertos críticos franceses, la
confección de chucherías o esculturas a partir de ma­

299
M arc J im e n e z

teriales desechados6 —chatarra, latas de conservas,


bidones, etc.— remite, sobre todo, a las secuelas de
una colonización que les permitió a las sociedades
occidentales sembrar aquí o allá sus propios dese­
chos industriales.
Y la paradoja suprema radica, por cierto, en que
esas manifestaciones, que supuestamente resistían
el achatamiento cultural de la mundialización y lu­
chaban contra la sofocación de las diferencias y los
particularismos, terminaron finalmente por promo­
ver a artistas «exóticos» en las grandes galerías de
arte contemporáneo, neoyorquinas, londinenses o ber­
linesas.
El círculo quedaba así cerrado. Por lo menos, apa­
rentemente.
Sin embargo, vale la pena recorrer esos caminos
aún mal explorados. Le corresponde a la reflexión es­
tética y filosófica interrogarse en verdad acerca de
las apuestas estéticas, éticas y políticas del arte ac­
tual, aunque sea a costa de una nueva querella.
Si, como hemos dicho, la crisis del arte contempo­
ráneo es, ante todo, una crisis del discurso que su­
puestam ente debe, en principio, hacerse cargo de
aquel, le corresponde a la estética y a la filosofía pa­
liar ese quebranto. Contrariamente al diagnóstico
de Arthur Danto, el arte dista de haber concluido «su
misión conceptual». Nada ha sido más perjudicial
para la reflexión estética reciente que el descrédito
volcado sobre el pensamiento y sobre el concepto en
el intento de comprender e interpretar las obras a los
efectos de captar lo que generan como experiencia,
pero también como meditación.
Si hemos de creerle a George Steiner, vivimos hoy
el más largo de los días. Ese día, dice, es el sábado, el
día del Epílogo, que nos deja a la espera del domingo,

300
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

día de la liberación de la inhumanidad y de la servi­


dumbre, día también de la utopía, cuando «la estéti­
ca [.. .3 ya no tendrá razón de ser».7
Pero, ¿y hasta entonces?

Notas
1 La expresión es de Charles Le Brun.
2 Sobre los diversos aspectos de esos discursos en crisis, cf.
Marc Jimenez, La critique, Crise de l’art ou consensu.s culturéis,
París: Klincksieck, 1995.
3 Pensamos, sobre todo, en la Documenta de Kassel y en las
bienales de Venecia y San Pablo, pero también en la de Kwang-
ju, en Corea del Sur, que no vaciló en acoger en 1997 la famosa
obra —Cloaca— de un artista occidental como Wim Delvoye. Es
de desear que se multipliquen los intercambios bilaterales.
4 Frédéric Bruly Bouabré, artista y también filósofo y poeta,
debe su reconocimiento ante el mundo del arte internacional a
«Los magos de la tierra». Dossou Amidou esculpe y pinta, sobre
todo, máscaras policromas correspondientes a ritos guedelé.
5 También con la curadoría de Jean-Hubert Martin.
6 El artista Romuad Hazoumé, calificado a veces de «dadaísta
beninés», realiza esculturas yorubas y «máscaras bidón» con
materiales recuperados.
7 George Steiner,Réelles présences, París: Gallimard, col. «Fo­
lio essais», n° 255, 1991, trad. de Michel R. de Pauw, pág. 275
[Presencias reales; ¿Hay algo en lo que decimos1?, Barcelona:
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301
Apéndices
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305
M A R C JIMENEZ

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308
La q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

Obras colectivas y actas de coloquios


L ’art contemporain en question, París: Ed. du Jeu de
Paume, 1994.
Vart en temps de crise, Estrasburgo: CEAAC, 1994.
Hors limites, L’art et la vie, 1952-1994, París: Museo Na­
cional de Arte Moderno, 1994.
Groupes, mouvements et tendances de Vart contemporain
depuis 1945, París: Escuela Nacional Superior de
Bellas Artes, 1989.
L ’art sans compás. Redéfinitions de Vesthétique, Procope,
colección dirigida por C. Bouchindhomme y R. Roch-
litz, París: Éd. du Cerf, 1992.

Además, se han consultado a partir de 1989 los


artículos referidos, en especial, al debate sobre el ar­
te contemporáneo publicados en las revistas Esprit,
Artpress, Le Débat, Ligeia, Critique, UÉvénement du
Jeudi, Krisis, así como el hebdomadario Télérama y
los diarios Le Monde y Libération. (Referencias men­
cionadas en las notas, supra.)

309

Indice de nombres

Abramovic, M arina: 69, 150 Austin, John Langshaw: 142


n. 7, 283 n. 3
A cteó n : v é a s e A lb ero la, Aziz, Antony: 257-8,290 n. 3
Jean-M ichel.
Adami, Valerio: 76 Bach, Johann Sebastian: 247
A dorno, T heo do r W iesen- n. 7, 296
grund: 101,104,108 n. 3, Bacon, Francis: 52, 55 n. 10,
110-6, 117 n. 3, 223, 234, 275
244, 273, 280-1, 292 n. Barney, M atthey: 279
26-27, 293 n. 33 B arthes, Roland: 80
Aillaud, Gilíes: 76 Baselitz, Georg: 121,150 n. 7
Alberola, Jean-M ichel: 122, Basquiat, Jean-Michel: 122
298 B ataiüe, Georges: 55 n. 10
Alexanian, Alain: 44, 55 n. 5 Baudelaire, Charles: 19, 28,
Alloway, Lawrence: 201 39, 63, 214, 227 n. 13
A lthusser, Louis: 80 B a u d rilla rd , J e a n : 145-7,
Amer, Ghada: 271 150 n. 5-7
Amidou, Dossou: 298, 301 n. Beardsley, Monroe: 219,227
4. n. 17
Andre, Cari: 82, 267 Beaugrand, C atherine: 150
A ng u lo G a lla rd o , A rtu ro : n. 7
2 9 1 n. 14 Beck, Julián: 92 n. 9
Anselmo, Giovanni: 87 Beckman, Max: 120
Ardenne, Paul: 150 n. 7 Beecroft, Vanessa: 169-70
A rm a n (A rm a n d F e r n a n ­ Bell, Daniel: 123 n. 13
dez): 75-6, 92 n. 3 B en (B e n ja m ín V a u tie r):
A rrault, Valérie: 177 n. 7 122, 150 n. 7
Arroyo, Eduardo: 76 Benjamín, W alter: 104, 108
A rtaud, Antonin: 55 n. 10 n. 2

311
M arc J im e n e z

Bernhard, Thomas: 41-2, 55 Brus, G ünther: 88


n . 2-3, 57, 60, 90, 135, Buchloh, Benjam ín: 196 n.
292 n. 25 14
Betancourt, Ingrid: 45 Bucldand, David: 269
Bethune, Christian: 108 n. 3 Bulloch, Angela: 169-70
B euys, Jo seph: 47, 88, 93, B urén, Daniel: 14, 36 n. 2,
97, 150 n. 7,182 69, 78, 150 n. 7
Bioulés, Vincent: 79 Buri, Samuel: 120
Blanchard, Rémi: 122 Burn, Ian: 217-8, 227 n. 15
Blocher, Sylvie: 150 n. 7 B u s ta m a n te , J e a n -M a rc :
Bocuse, Paul: 55 n. 5 15, 36 n. 5,150 n. 7
Boisrond, Fran^ois: 122
B o ltan sk i, C h ristia n : 141, Cabanel, Alexandre: 64
150 n. 7, 256 Cadenet, Alexander de: 269
B onito Oliva, Achille: 121, C age, Jo h n : 82, 107, 112,
123-4, 132 n. 7-8 117 n. 3, 188-90, 196 n.
B ouguereau, William-Adol- 7, 201, 208, 227 n. 7, 236
phe: 63 C alder, A lexander: 186-7,
Boulez, Pierre: 296 191
B ourdieu, Pierre: 288, 293 Calle, Sophie: 150 n. 7
n. 37 C analetto, il (Giovanni An­
Bouroullec, Erw an: 69,72 n. tonio Canal): 120
8 C anchy, Jean-F rangois de:
Bouroullec, Roñan: 69, 72 n. 150 n. 7
8 Caravaggio, el (Michelange-
B o u rriau d , N icolás: 168-9, lo Merisi): 173, 296
172, 176, 177 n. 2-3, 6 y Castelli, Leo: 150 n. 7, 201,
8 203
B ra n c u si, C o n sta n tin : 20, C a tte la n , M au riz io : 169,
37 n. 8, 83, 92 n. 5, 103, 268-9,283,285
191, 198, 210 C atts, Orón: 259
B raque, Georges: 103 C auquelin, Anne: 25, 37 n.
Brecht, Bertolt: 251 11, 131, 133 n. 16, 253,
B releur, E rnest: 269-70, 291 289 n. 1
n. 17 Celant, Germano: 85-6
Bretón, André: 90 Cena, Olivier: 150 n. 7
Broodthaers, Marcel: 182 Cézanne, Paul: 44,103, 113
B ru ly B o u a b ré, F réd é ric : Chagall, Marc: 192
298, 301 n. 4 Chandler, John: 215

312
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

Chaput, Thierry: 260 214-5, 219, 224, 226 n. 1,


C hardin, J e a n B ap tiste Si- 227 n. 3-6 y 8-9, 231,
méon: 27 287, 297, 300
C hateau, Dominique: 195 n. De Kooning, Willem: 194
2y6 De L aurentiis, Dino: 244
C h a te a u b ria n d , F ran§ois- De M aria, W alter: 88, 92 n.
René de: 39 11, 107
Chavent, Philippe: 44, 55 n. Decker, Simone: 69, 72 n. 7
5 Degas, Edgar: 64
Chia, Sandor: 121 Delacroix, Eugéne: 63
C hristo (Christo Javachefí): Delvoye, Wim: 44, 55 n. 4,
92 n. 12,120 279, 301 n. 3
Cicciolina, la (liona Staller): Dérivery, Fran?ois: 119
2 9 1 n. 24 Derrida, Jacques: 80
Clair, Jean: 96-7, 98 n. 3-4, Devade, Marc: 79
120,132 n. 13, 150 n. 7 Dezeuze, Daniel: 79
Clemente, Francesco: 121 Di Rosa, Hervé: 122
Clert, Iris: 254 Di Rosa, Richard: 122
Combas, Robert: 122 Dickie, George: 208-14, 219,
Cooper, M erian C.: 244 227 n. 10-12
Cote, Frédéric: 44, 55 n. 5 Diderot, Denis: 26, 28, 148
Courbet, Gustave: 48-54, 56 D id i-H u b erm an , G eorges:
n. 14, 61, 173 150 n. 7
Coysevox, Antoine: 27 Dix, Otto: 120
Cucchi, Enzo: 121 Domecq, Jean-Philippe: 150
Cucher, Sammy: 257-8, 290 n. 7
n. 3 Dos Passos, Jo h n : 187
Cueco, Henri: 119 Dubuffet, Jean: 150 n. 7
C u n n in g h a m , M erce: 82, Duchamp, Marcel: 14, 16-7,
201, 227 n. 7 20, 22, 34, 36 n. 4, 43,45,
Curlet, Frangois: 170 49-51, 53, 56 n. 12, 59,
61, 76-8, 81, 83-6, 90-1,
Dagen, Philippe: 150 n. 7 94,97 ,1 1 8,1 37,150 n. 7,
Dalí, Salvador: 192 182-3, 188, 190, 201,
D a n te (D a n te A lig h ie ri): 203, 207, 209-11, 235-6,
123 248 n. 11, 297
Danto, A rthur: 31, 37 n. 14, Duchamp, Suzanne: 36 n. 4
57-9, 65, 72 n . 1, 147, Dufréne, Frangois: 75
150 n. 7, 167, 197-208, Dupré, Michel: 119

313
M A R C JIMENEZ

D urkheim , Émile: 212 Géróme, Jean-Léon: 64


Duve, T hierry de: 90, 92 n. Gerz, Jochen: 141, 163 n. 7,
14,150 n. 7,235, 248 n .9 256, 262
Giap, Vo Nguyen: 86
E rn st, Max: 191-2 Gide, André: 187
E rró (G u d m u n d u r Gud- G ilb ert & G eorge (G ilbert
mundsson): 76 Proesch y George Pass-
more): 157, 283
Flanagan, Barry: 296 Gillick, Liam: 170
Fleury, Lucien: 131 n. 1 Gironcoli, Bruno: 272-3,
Flint, Henry: 207 Godard, Jean-Luc: 288
Fon tainas, André: 19-20, 37 G onzalez-Forster, Domini-
n. 7 que: 170
Foucault, Michel: 80 González-Torres, Félix: 169,
Fourastié, Jean: 73, 91 n. 1 182
Francis, Sam: 106 Goodman, Nelson: 31-2, 37
Franco, Francisco: 107 n. 13, 167, 214, 219-20,
F rank en th aler, Helen: 106 224, 227 n . 19, 231-2,
Freud, Sigmund: 89 246
From anger, Gérard: 76 Gould, Glenn: 247 n. 7
Fum aroli, M arc: 132 n. 13, Goya, Francisco de: 41
150 n. 7 G raham , Dan: 95
Grebing, H einrich Josef: 72
Gaillard, Franfoise: 150 n. 7 n. 10
García-Rossi, Horacio: 78 G reenberg, Clem ent: 72 n.
Garouste, Gérard: 122 1,102 n. 1, 108 n. 1, 109
Gasiorowski, Gérard: 43 n. 6, 117 n. 2 y 4, 192-3,
Gassiot-Talabot, Gérald: 76 217
Gauguin, Paul: 19-20, 37 n. Gris, Juan: 191
7 Gropius, W alter: 124-5
G auvreau, Philippe: 44, 55 Grosz, George: 120
n. 5 Grotowsky, Jerzy: 86
Geldzhaler, Henry: 194,196 G u ilb au t, Serge: 117 n. 5,
n. 14 196 n. 10,197 n. 13
Genette, Gérard: 167,220-1,
223-4, 228 n. 24-25, 231- H a b e rm a s , «Jurgen: 130,
5, 237, 241, 247 n. 3-4, 6 132-3 n. 13 y 15
y8 Hagens, G ünther von: 46-9,
Géricault, Théodore: 47 53, 274-5, 279, 291 n. 21

314
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

H ahn, Otto: 56 n. 12 Joyce, Jam es: 104, 186-7


H ains, Raymond: 75 J u a n Pablo II (Karol Woity-
Hanson, Duane: 119,131 n. 3 la): 268
Hanta'i, Simón: 79 Judd, Donald: 248 n. 14
H arrison, Charles: 195 n. 1,
196 n. 12, 227 n. 14 K ac, E d u a rd o : 258, 279,
Hazoumé, Romuad: 301 n. 6 285, 290 n. 5, 296
Hegel, Georg W ilhelm Frie- Kacere, John: 119, 132 n. 4
drich: 19, 65, 148, 203-5, K a n d in s k y , W assily : 64,
223-4, 287 103, 191
Heidegger, M artin: 221, 223 K a n t, E m m a n u e l: 28, 32,
H e in ich , N a th a lie : 173-6, 106, 111, 148, 221, 223,
177 n. 11-15 2 29-30, 232-3, 237-8,
Hélias, Yves: 290 n. 8 247 n. 1 y 3, 248 n. 13
H enri, Charles: 20 Kaprow, Alian: 206, 208
Hill, Christine: 171 K aw ara, On: 85, 92 n. 7
H irst, Dam ien: 282, 292 n. Kender, John: 255
28 K ennedy, Jo h n Fitzgerald:
H itler, Adolf: 55 n. 2,89,268 202
H o c k n e y , D avid: 119-20, Kiefer, Anselm: 298
132 n. 6 Kinmont, Ben: 171
Holderlin, Friedrich: 221 Klasen, Peter: 77
Horkheim er, Max: 273, 286, Klee, Paul: 103
293 n. 33-34 Klein, Yves: 73, 88,152 n. 7,
Huyghe, Pierre: 69,169-70 165, 254-5
H y b ert, F abrice: 150 n. 7, Kline, Franz: 194
171, 283 Koons, Jeff: 153 n. 7, 279,
285, 290 n. 24
J a rr, Alfredo: 277 K osuth, Joseph: 84-5, 92 n.
Jencks, Charles: 125-6 6, 165 n. 7, 207-8, 215-6
Jernigan, Joseph: 269 Kowalski, Piotr: 262
Jim enez, Marc: 37 n. 16,149 K rauss, Rosalind: 113, 117
n. 2, 291 n. 13, 301 n. 2 n. 4
Johns, Jasper: 165 n. 7, 202, Kristeva, Julia: 80
227 n. 7
Joseph, Pierre: 170 Lacan, Jacques: 56 n. 14
Joufíroy, Alain: 290 n. 8 Lacombe, Jean-Paul: 44, 55
Journiac, Michel: 45, 49, 51, n. 5
55 n. 6 Lahire, Bernard: 293 n. 36

315
M arc J im e n e z

Lalo, Charles: 212 M alevitch, Kasirair: 20, 59,


Lang, Jack: 159 n. 7 70, 137, 188
Lange, Jessica: 244 M alina, Judith: 92 n. 9
Latil, Jean-Claude: 131 n. 1 M alraux, André: 55 n. 7,159
Lavier, B ertrand: 163 n. 7 n. 7
Le Bec, Nicolás: 44, 55 n. 5 M an Ray (Em m anuel Rad-
Le Bot, Marc: 152 n. 7 nitsky): 55 n. 9,191
Le B run, Charles: 295, 301 M anet, Édouard: 39, 49, 63,
n. 1 105, 113
L e C o rb u s ie r (C h a rle s - Manzoni, Piero: 43, 49, 51
É d o u a rd J e a n n e r e t) : Mao Tsé-tung: 153 n. 7
125 M arcuse, Herbert: 146
Le Pare, Julio: 78 M argolis, Joseph: 219, 227
Lebel, Jean-Jacques: 83 n. 17
Léger, Fernand: 192 M argolles, Teresa: 267, 283,
Leonardo da Vinci: 41, 292 285, 291 n. 14
n. 32 M artin , Jean -H u b e rt: 298,
Lessing, Gotthold Ephraim: 301 n. 5
105, 109 n. 5 Marx, Karl: 89
LeW itt, Sol: 82, 165 n, 7 Masson, André: 192
L ichtenstein, Roy: 202 Matisse, Henri: 63, 103
Lipovetsky, Gilíes: 129, 133 M atta, Roberto: 192
n. 14, 150 n. 4 M auriac, Fran§ois: 150 n. 3
L ippard, Lucy Rowland: 98 M e rritt, N atacha: 272, 291
n. 2, 215, 255 n. 18
Long, Richard: 182 Merz, Mario: 86, 93
López Orozco, Carlos: 291 n. M essager, Annette: 163 n. 7
14 M este, Philippe: 46, 51, 55
Lories, Danielle: 195 n. 2 y 6, n. 8
219,226 n. 1,227 n. 16-18 Michaud, Yves: 36 n. 1,37 n.
Louis, Morris: 106 12, 143, 149 n. 1, 166-7,
L ucie-S m ith, E dw ard: 290 177 n. 1, 178 n. 16, 224,
n. 2 228 n. 26-29, 249 n. 17,
L üpertz, M arkus: 121 264, 290 n. 9-11
L y o ta rd , J e a n -F ra n g o is : M iguel Ángel (M ichelange-
116, 123, 126-7, 132 n. lo B u onarroti): 41, 247
10-13, 260-2 n. 7
Mies van der Rohe, Ludwig:
M aciunas, George: 207 125

316
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

M ignonneau, L aurent: 290 Niemeyer, Oscar: 125


n. 6 Nietzsche, Friedrich: 221
Millet, C atherine: 66, 72 n. Nitsch, H erm ann: 88
2, 93, 98 n. 1, 150 n. 7, Novalis (Friedrich von H ar-
156 denberg): 221, 223
Modigliani, Amedeo: 191
Moholy-Nagy, László: 125 O’D oherty, B rian: 172, 177
Molino, Jean: 150 n. 7 n. 10
M o n d ria n , P ie t: 70, 103, Oldenburg, Claes: 202
191-4 Oliver, Marilene: 269,291 n.
Monet, Claude: 63-4, 121 16
Monory, Jacques: 77 Onfray, Michel: 283-5, 287,
M onroe, M a rily n (N o rm a 292 n. 29-31
J e a n B ak er): 153 n. 7, O palka, Román: 70-1, 72 n.
202 10, 85
Moore, Charles: 125 Orlan: 14, 36 n. 3, 157 n. 7
Moore, Henry: 210 Orozco, Gabriel: 169
Morellet, Frangois: 78 Ostrow, Saúl: 117 n. 2
M orizot, Jacques: 221, 227
n. 19 Paik, N am June: 95
M orris, Robert: 82, 227 n. 7 P a n a m a r e n k o [«Pan A ir
Mosset, Olivier: 78, 262 L in es a n d C om pany»]
Motherwell, Robert: 106 (H e n ri V an H e rre w e -
M oulin, Raym onde: 67, 72 ghe): 285, 292 n. 32
n. 4 Pane, Gina: 157 n. 7
M o z a rt, W o lfg an g A m a- Pareno, Philippe: 170
deus: 27, 56 n. 14 P arey so n , Luigi: 287, 289,
Muehl, Otto: 89, 92 n. 13 293 n. 35 y 38-39
Munch, Edvard: 52 Parm elin, Héléne: 53
M untadas, Antonio: 296 Parm entier, Michel: 78
M utt, R[ichard]: véase Du- P arré, Michel: 131 n. 1
champ, Marcel. Penone, Giuseppe: 87, 92 n.
10
Naskovski, Zoran: 56 n. 14 Peress, Gilíes: 276
Nato: 45, 49, 51 Perrot, Raymond: 119
N aum an, Bruce: 93,227 n. 7 Perrotin, Em manuel: 268
N ’Dour, Youssou: 296 Picasso, Pablo: 52, 64, 103,
N ebreda, David: 47, 55 n. 10 107, 113, 120, 150 n. 3,
Newman, B arnett: 106 158,191,193, 267-8, 275

317
M arc J im e n e z

Piles, Roger de: 295 Reza, Y asm ina: 57, 59-61,


P in oncelli, P ie rre : 45, 49, 162 n. 7
51, 55 n. 7 Rezvani, Serge: 52-4, 56 n.
Platón: 184, 274 13,57,60-1
Pleynet, Marcelin: 80 Richard, Lionel: 72 n. 2
Poirier, Anne: 163 n. 7 R ichter, G erhard: 239, 249
Poirier, Patrick: 163 n. 7 n. 16
Pollock, Jackson: 79, 105-6, Richter, Hans: 77
113, 192-4, 202 Rimbaud, A rthur: 114
Portoghesi, Paolo: 126, 132 Riout, Denys: 37 n. 8, 72 n. 2
n. 9 Rist, Pipilotti: 43
Pouivet, Roger: 244, 247 n. Rochlitz, Rainer: 7,149 n. 3,
7, 290 n. 12 156 n. 7, 237-45, 248 n.
Poussin, Nicolás: 295, 13-15, 249 n. 17-22, 284
Pradel, Jean-Louis: 92 n. 9 Rosenberg, Harold: 24, 37 n.
Presley, Elvis: 202 10,191,193, 196 n. 8
Prinzhorn, H ans: 72 n. 10 Rosenquist, Jam es: 154 n. 7
Rossi, Aldo: 125,
Q uém in, Alain: 176, 177 n. Rothko, M ark: 106
16 Rouault, Georges: 192
Roy, Claude: 13
Rafael (Raffaello Sanzio): 64
Rubens, P eter Paul: 295
Ram sden, Mel: 215-7,227 n.
Russier, Gabrielle: 119, 131
14
n. 2
Ranciére, Jacques: 246, 249
n. 23
S ade, D o n a tie n A lph o nse
Rancillac, Bernard: 77
F ran g o is, m a rq u é s de:
R auschenberg, Robert: 75,
55 n. 10
82, 201-2
Salle, David: 121
R aynaud, Jean -P ierre: 155
Sangro, Raimondo de: 48, 56
n. 7
n. 11
Recalcati, Antonio: 76
Reich, Wilhelm: 89 Sans, Jérome: 177 n. 8, 291
Rembrandt (Rembrandt H ar- n. 23
menszoon van Rijn): 47 S ark is (Serkis Zabunyan):
Renoir, Pierre-Auguste: 64 163 n. 7
R estany, Pierre: 74-5, 92 n. S artre, Jean-Paul: 288
2 y 4, 97, 98 n. 5, 177 n. Saytour, Patrick: 79
8, 207 Schad, Christian: 120

318
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

Schaeffer, Jean-M arie: 167, S telarc (Stelios Arcadiou):


221-4, 228 n. 20-23, 231, 290 n. 6
233-7, 247 n. 5, 248 n. Stella, F ran k: 82, 106, 154
10-12, 249 n. 17 n. 7, 227 n. 7
Scheer, Leo: 55 n. 10 Stolnitz, Jerome: 219,227 n.
Schieferstein, Iris: 258, 290 16
n. 4 Stravinsky, Igor: 104
Schiele, Egon: 52, Szeemann, Harald: 93, 113
Schier, Flint: 181-3,195 n. 1,
Schiller, Friedrich: 148, Télémaque, Hervé: 77
Schnabel, Julián: 121-2,154 T eresa de Ávila (santa): 123
n. 7 Tétedoie, C hristian: 44, 55
Schónberg, Arnold: 104,112 n. 5
Schopenhauer, A rthur: 221, Tinguely, Jean: 74-5
223 Tiravanija, Rirkrit: 169,171
Schwartzkogler, Rudolf: 89 Tisserand, Gérard: 131 n. 1
Séchas, Alain: 163 n. 7, 270- T iziano, el (T iziano Vece-
1, 282, 285 llio): 41
Séguy-Duclot, Alain: 163 n. 7 Toroni, Niele: 78
Serra, Richard: 82, 93,107 Toynbee, Arnold: 125
Shaw, Jeffrey: 290 n. 6 Troisgros, Michel: 44, 55 n. 5
Sherm an, Cindy: 157 n. 7 Tudor, David: 189
Shunk, H arry: 255 Tulp, Nicolae: 47
S h u sterm an , R ichard: 226,
228 n. 30 U n g ers, O sw ald M ath ias:
Sierra, Santiago: 275-6 125
Sm ith, David: 193-4, 196 n.
12-13 Valensi, André: 79
Sm ith, Tony: 82,165 n. 7 Velásquez, Diego: 122
Sm ithson, Robert: 88,107 Venet, B ernar: 182
Snow, Michael: 95 Venturi, Robert: 125
Sobrino, Francisco: 78 Vem e, Julio: 292 n. 32
Sollers, Philippe: 80 Veronese, el (Paolo Caliari):
Som m erer, Christa: 290 n. 6 122
Soulages, Pierre: 70-1 Viallat, Claude: 79
Spoerri, Daniel: 76 Villeglé, Jacques: 75-6
Stein, Joél: 78 V o lta ire (F ra n ^ o is M arie
S te in e r, George: 295, 300, Arouet): 19
301 n. 7 Vostell, Wolf: 95

319
M arc J im e n e z

W agner, Catherine: 259 W itkin, Joel Peter: 47, 55 n.


W agner, Richard: 39 9
Wall, Jeff: 239, 248 n. 16 W ittg e n ste in , L udw ig Jo-
W ang Du: 272, 283, 291 n. seph: 185,195 n. 4
19 Wood, Paul: 195 n. 1, 196 n.
W arhol, Andy (Andrew War- 12, 227 n. 14
hola): 34, 75, 122, 137, Wray, Fay: 243
152 n. 7, 165 n. 7, 194,
196 n. 14, 198-9, 204-5, Yvaral, Jean-Pierre: 78
207-8, 227 n. 7, 235, 297
W einer, Lawrence: 88, 93 Zadkine, Ossip: 192
Weitz, Morris: 184-8, 195 n. Zhu Yu: 275, 279, 291 n. 22
2-3 y 5,198, 213, 220 Zola, Émile: 64
W ight, Gail: 258 Zurr, Lonat: 259

320
y

Indice de nociones, movimientos


y comentes

Abstracción: 17,19-20, 64, 70, 7 5,103,105-6,108 n. 1, 124-


5, 130, 157 n. 7, 191,193,198, 249 n. 16, 257, 270, 285,
295
Academicismo: 19,22,48, 62,75,150 n. 7,191,195,212,284
Accionismo vienés: 89, 92 n. 13
Action painting: 83, 89,112, 193
A ntiarte: 77, 112, 145,147,150 n. 7
Apreciación: 13-4, 26, 32, 60,154 n .7 ,182, 208-11, 213, 224,
232-3, 236-8, 240, 242, 248 n. 8, 249 n. 18, 296
Apropiación: 75, 80, 90-1, 130,141, 150 n. 7, 257, 270, 274,
284, 291 n. 15
Arquitectura: 21, 24, 95, 118,124-5, 132 n. 9
A rt & Language (grupo): 215-7
A rte bruto: 17,112,118, 150 n. 7
A rte conceptual: 6 7 ,8 1 ,8 5 ,9 2 n. 7, 94-5,107,113,121,182,
190, 207-8, 215-6, 218, 222, 236
Arte informal: 70, 193
Arte mínimo, minimalismo: 17, 70-1,72 n. 8,82-3,87,106-7,
121,150 n. 7, 190, 239, 248 n. 14, 267
Arte moderno: 19,21-2,24-5,39, 55 n. 7, 59,62, 64-5, 67,70-
1, 74, 91,102 n. 1,103,111,113-6,117 n. 5,120,140,149
n. 3, 150 n. 7 ,1 8 3,191-2,196 n. 10, 204, 217, 228 n. 21-
22, 261
Arte povera (arte pobre): 85-6, 92 n. 8-9, 97,182
A rtes plásticas: 21-4, 51, 55 n. 6, 68-70, 83, 87,104,163 n. 7,
172, 188, 210, 233, 261, 273, 288

B a d painting: 122
Bauhaus: 124

321
M arc J im e n e z

Bellas artes: 20-2, 24, 26, 28, 48-9, 66, 93,148,150 n. 7, 223,
230, 274, 281
BMPT (Burén, Mosset, Parm entier, Toroni): 78
B ody a rt: 14, 22, 36 n. 3, 67, 88,150 n. 7

Cadáver (grupo): 275


Capitalismo: 76-7, 8 0 ,1 0 3 ,1 0 8 ,1 1 0 ,1 1 4 ,1 3 2 n. 7 y 13,217-
8, 244, 276, 286
Ciencia, tecnociencia: 44, 47,114-5 ,1 2 7 ,1 5 1 n. 7 ,1 76,192 ,
256-60, 262, 273, 277, 290 n. 3-6
Cine: 24, 83, 95, 104, 113, 150 n. 7, 169, 203, 241-4, 248 n.
16, 255, 288, 290 n. 12, 292 n. 25
Conservadurismo: 19, 23, 80, 124, 133 n. 13, 145, 153 n. 7,
182
Crisis: 13,17, 20, 29, 31, 36 n. 1, 37 n. 12,126-8,131,132 n.
7, 135, 137, 143-5, 147, 150 n. 7, 166-7, 181, 222, 224,
228 n. 26-29, 237, 249 n. 17, 280, 296, 300, 301 n. 2
Criterios: 13,15, 17, 21, 24, 26-8, 32, 49, 51, 58, 60, 69, 71,
97 ,11 3 ,1 27 ,1 2 9 ,13 8,1 4 3 ,1 4 7 -8 ,1 5 0 n. 7,187-8, 224-5,
229-30, 232-6, 238-40, 242, 249 n. 17, 262, 280, 282-5,
299
Crítica: 16-7,19, 24-30, 32-3, 35, 53, 62, 65, 69, 80, 95, 101,
104, 106-7, 111, 114-5, 118-20, 126-7, 130, 132 n. 13,
147, 149 n. 2, 150 n. 7, 188, 192-4, 195 n. 4, 201-3, 209,
214-9, 226, 227 n. 16, 231-41, 248 n. 13 y 15, 262, 265-6,
270, 273-4, 282-6, 288, 292 n. 26, 293 n. 37, 299, 301 n. 2
Cubismo: 17, 64, 89,103, 192, 193

Dada: 77, 81, 201, 237, 301 n. 6


DDP (Dérivery, Dupré, Perrot): 119
Design: 68, 124,172
Desmaterialización: 85, 93-5, 253-6, 264
D ripping: 105-6

Eclecticismo: 121, 123,126, 156 n. 7, 175


E scuela de Francfort: 273, 280
Escuela de Niza: 45
Escuela de N ueva York: 75

322
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

E scultura: 13-4, 19-21, 27-8, 36 n. 5, 41, 74, 82, 86-8, 92 n.


10-11, 95, 105, 119, 131 n. 3, 186, 190, 193, 198-9, 210,
237, 255, 258, 262, 267, 270-2, 291 n. 24, 299, 301 n. 4 y 6
Estalinism o: 111, 150 n. 7
E stética relacional: 168-72,176, 177 n. 2-3 y 6-7
Evaluación: 14, 24,27, 30, 32,42,48-51, 5 7 ,137,148,150 n.
7,175,186-8, 207,212-4, 221-2, 224-5,230-7,240-1,261,
273-4, 281, 284
Experiencia estética: 24-5, 28-9,32-3,64-5,86,103,108 n. 2,
129,148, 150 n. 7, 155,167, 181-2,194-5, 195 n. 2, 197,
208, 213,219,225,227 n. 18, 231-4,236,245,263-5,281-
2, 284, 287, 295-6, 300
Expresionismo: 64,121, 150 n. 7,193
Expresionismo abstracto: 70, 73, 75, 82, 89,106,112,194-5,
201, 216-7

Fauvistas: 63-4
Figuración: 48-9, 57, 69, 71, 77-81, 105, 118-23, 198, 269,
295-6
Figuración docta: 122-3
Figuración libre: 122
Figuración narrativa: 76, 80-1,118-9
Filosofía: 1 9 ,21,24,26,28,30, 33,64,79-80, 94-5,101,103-4,
106,110-6,121, 126,129-30,137,142 n. 3,146, 148, 149
n. 3,150 n. 7,166,176,184,192-4,195 n. 4, 203-5, 220-5,
226-7 n. 1-3, 229-34, 237-8, 244-6, 248 n. 13, 262-3, 265,
272-3, 280-1, 285, 287-8, 289 n. 1, 293 n. 35, 299-300
Filosofía analítica: 30-2, 37 n. 13-14, 57-9, 65, 72 n. 1, 73 n.
6, 83-5, 147, 150 n. 7, 166-7,183-8,195 n. 2-5, 197,199-
216, 218-25, 226 y n. 1, 227 y n. 3-6, 8-12 y 16-17, 228 n.
30, 231, 233, 240-1, 246, 287, 297, 300
Fluxus: 83, 95, 207
Form alismo: 106-7, 111, 217, 220-1
Fotografía: 36 n. 5, 47, 49-50, 55 n. 9-10, 70, 72 n. 7, 84, 86,
89, 92 n. 7 ,106, 113,119-20, 169-71, 202, 210, 240, 248
n. 16, 254-5, 257, 260, 268-9, 272, 276, 290 n. 12, 291 n.
19, 292 n. 25
Funcionalismo: 124

323
M arc J im e n e z

GRAV (Grupo de Investigación en A rte Visual): 77, 80-1

H appening: 17, 23, 44-6, 83, 93-4, 97, 107, 112, 171, 190,
206, 208, 215
Hibridación: 21, 35, 36 n. 3, 66, 121,140, 256-9, 272
Hipermodernismo: 146, 170 n. 4
Hiperrealismo: 113, 119, 146, 272

Impresionismo: 17, 20, 63-4, 120, 207


Inm aterial: 169, 254, 258-64, 270, 280
Instalación: 13-5, 17, 22, 28, 44, 84, 86-7, 93,106, 150 n. 7,
169-71, 235-6, 253, 266-7, 271, 276, 282, 290 n. 6, 292 n.
28
Institución: 14-5, 20, 22, 25,29-30, 32-4,49, 53, 60, 67-8, 76-
8, 91, 118, 139-40, 143, 145, 150 n. 7, 170, 173, 175-6,
183-4, 189-90, 206-15, 218, 226, 235, 240-1, 246, 278,
28 1,283,288,295-6
Intersubjetividad: 133 n, 13, 168-9, 238, 240-1, 246, 249 n.
18,284,288

Juicio: 14, 17-8, 25-9, 32-3, 48-9, 51, 53-60, 80, 91, 109 n. 3,
111,113, 129,138,140, 143-4,147-8, 150 n. 7, 175, 186,
201, 209, 213, 221, 224-6, 229-34, 237-8, 240-1, 243, 247
n. 1-4,249 n. 18-22, 254, 261-2, 273-4, 281, 284-5, 293 n.
37, 298-9

K itsch: 103-4, 108 n. 1,110, 114,150 n. 7

L a n d A rt (o E arth Art): 67, 87-8, 93-4,113


Lenguaje, lingüística: 37 n. 13, 84-5,132 n. 13,142 n, 3,195
n. 4, 197, 205, 215-7, 218, 220, 227 n. 19, 261
L iteratura: 41-2, 55 n. 2-3, 60,80, 90,103-5,118-9,123,130,
135, 185,187, 209, 221, 292 n. 25
L iving Theater: 92 n. 9

M alassis, Cooperativa de los: 119, 131 n. 1


Marxismo: 80, 89,10 3 ,1 1 0 ,1 1 5 , 132 n. 7
Medios de comunicación: 14, 16, 25, 29, 35, 47, 96, 128-30,
137,150 n. 4 y 7,175, 201,203,206-7,212, 217,241,262,
272-3, 275-6, 278-9
M imesis: 18, 115,199, 230

324
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o *

M odernidad: 15, 18-21, 41, 44, 62-6, 71, 75, 80, 95-6, 101,
102 n. 1,110,113-8,122-5,127-8,130,132 n. 9 y 13,139,
150 n. 7,166 ,1 73 ,1 9 0 , 205, 221-2, 241, 259-60, 262, 290
n. 7, 295
Modernismo: 65,70, 72 n. 1,101,102 n. 1,103,106-7,110-1,
113,117 n. 4, 121-2, 125-7, 132 n. 7 y 13, 145, 150 n. 7,
166-7, 191-2, 194, 200, 221-3, 264
Monocromo: 57, 70-1, 85
Mundo del arte CArtworld): 17, 20, 31, 34-5, 49, 51, 61, 68-9,
90, 127, 129-30, 137-8, 140, 143, 148, 150 n. 7, 188, 197,
200, 202-4, 206-18, 222, 226 y n. 1, 227 n. 3-5 y 12, 229,
235, 240-1, 248 n. 11, 265-6, 281, 282-4, 297-8, 301 n. 4
Música: 24, 28, 81, 83,103-4,106,108 n. 3 ,1 1 2 ,1 1 4 ,1 1 7 n.
3, 122, 150 n. 7, 172, 189-90, 200, 209-10, 220, 233-4,
236-7, 261, 295

Nazismo: 55 n, 2, 72 n. 10, 89-90,107,111,119-20,150 n. 7,


256, 268
Neocapitalismo: 217
Neoconservadurismo: 130, 132 n. 13
Neodadaísmo: 75, 77, 94, 209, 215
Neoexpresionismo: 121, 124
No-arte: 22, 28, 76, 118,150 n. 7,181, 204, 207-8, 274
N ueva Figuración: 76
N ueva Objetividad (Neue Sachlichkeit): 120-1
Nuevo Realismo: 73-7, 80-1, 85, 92 n, 2 y 7, 97,131 n. 3,150
n. 7 ,1 7 7 n. 10, 206
N ueva Subjetividad: 120-1
Nuevos Fauvistas: 121
Nuevos medios de comunicación: 35, 126, 128-31, 170, 260,
268-70, 276, 290 n. 12, 291 n. 15, 292 n. 25

Ontología: 195 n. 2, 223, 227 n. 18, 234-5, 244, 247 n. 7, 290


n. 12
Op a rt: 86

Performance: 23, 28, 36 n. 3, 44, 46, 71, 93-5,150 n. 7,169,


171-2, 235-6, 258, 267, 275-6, 283
Performativo: 140-1, 142 n. 3, 235-6

325
M arc J im e n e z

Pintura: 19-21, 26, 28, 36 n. 2 y 5, 37 n. 7, 41, 43, 45, 48-54,


55 y n. 9, 56 y n. 14, 57-8, 60,62-4, 68-70, 72 n. 11, 74-81,
85, 88-9, 90, 92 n. 10, 94,103-13,116-22,132 n. 6,150 n.
7,17 3 ,1 8 1 , 192, 200-3, 207-9, 215-6, 227 n. 7 y 12, 233-
5, 237, 240, 247 n. 7, 248 n. 16, 253, 255, 257, 261, 269,
291 n. 24
Plastinación, plastinados («arte anatómico»): 46-7, 54, 55 n.
11, 274-5, 279, 291 n. 21
Pluralism o: 28, 32-3, 125, 148, 150 n. 7, 166-7, 217, 223-6,
230, 265, 287
Pop a rt: 17, 34, 37 n. 15, 67, 75, 77, 81-2, 107,113,120, 132
n. 6, 137, 150 n. 7, 194,197-208, 215, 235, 297
Posmodernidad: 41, 61, 96,108, 116, 118, 121-8,132 n. 10-
13,139,146,150 n. 4 y 7,166,204,221,246, 259-61,278,
287, 289, 290 n. 7
Pureza: 103-6, 108 n. 1,110, 116,124-5,192-3, 214

Ready-made\ 14,17,20, 22-3, 34, 36 n. 4, 45,49-52,55 n. 11,


76-7, 81-90, 92 n. 14, 93,137,150 n. 7,181-2,188-9, 200,
203-4, 206, 209-11, 235-6, 297
Realismo: 48-9, 54, 74, 80-1, 90, 92 n. 7,106,118-9,127,131
n. 3, 150 n. 7, 166, 170-1, 173, 175, 177 n. 7, 256, 260,
262-3, 265, 267, 270, 272-3, 277-80, 292 n. 25
Relativismo: 32, 166-7, 225

Semefo [Servicio médico forense] (grupo): 267, 291 n. 14


Soporte(s)/Superficie(s): 78-81, 96, 150 n. 7
Subjetividad: 29, 33, 57, 82,106, 111, 114, 121, 123, 196 n.
8, 222, 232-4, 237-8, 240, 245-6, 247 n. 3, 249 n. 18, 284
Surrealism o: 192

Tachismo: 70, 192


Teatro: 57-61, 82, 90, 209
Teatro pobre: 86
Tradición: 15, 18-24, 29-30, 34, 48-51, 63, 67, 73-7, 80, 83,
86, 93, 97,103,113-4,120,122-3,148-9,150 n. 7,167-8,
173, 181-4, 188, 193-4, 198, 203-4, 206, 213, 215, 217-8,
220-3, 229-30, 255, 260, 269-71, 275, 290 n. 12,296, 299

326
L a q u e r e lla d e l a r t e c o n te m p o r á n e o

Tradicionalismo: 111, 132 n. 13, 145, 150 n. 7


T ransgresión: 19, 21-2, 44, 49, 51, 89, 113, 139, 150 n. 7,
173-4,176,184, 214, 237, 273-4, 277-9, 282-3, 295-6
Transvanguardia: 121-4, 126, 132 n. 8 ,1 5 0 n. 7

Vanguardia: 17,20-1, 53, 63, 65-6, 76, 80-1,93,103-5,108 n.


1,110-3,117 n. 4 ,1 2 3 ,1 2 5 ,1 3 2 n. 13,139,150 n. 7 , 173,
175, 193, 201, 204, 206, 221-2, 261-3, 277-8, 283
Videoarte: 56 n. 14, 68, 95, 113, 169-71, 256, 267, 270, 276,
290 n. 12, 291 n. 15, 296

White Cube'. 172, 177 n. 10

327

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