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Índice

Portada
Ana la de Tejas Verdes 2
Capítulo 1. Un vecino muy enfadado
Capítulo 2. Una venta demasiado apresurada y un largo
Capítulo 3. En casa del señor Harrison
Capítulo 4. Diversidad de opiniones
Capítulo 5. Una maestra hecha y derecha
Capítulo 6. Todo tipo de hombres… y de mujeres
Capítulo 7. Sentido del deber
Capítulo 8. Marilla adopta a los mellizos
Capítulo 9. Una cuestión de color
Capítulo 10. Davy busca diversión
Capítulo 11. Realidad y fantasía
Capítulo 12. Un día de perros
Capítulo 13. Un pícnic para recordar
Capítulo 14. Un peligro sorteado
Capítulo 15. El inicio de las vacaciones
Capítulo 16. La esencia de las esperanzas
Capítulo 17. Una serie de desgracias
Capítulo 18. Una aventura en el Camino de los Tory
Capítulo 19. Solo un día feliz
Capítulo 20. Cosas que ocurren a menudo
Capítulo 21. La dulce señorita Lavendar
Capítulo 22. Cabos sueltos
Capítulo 23. El romance de la señorita Lavendar
Capítulo 24. Un profeta en su tierra
Capítulo 25. Escándalo en Avonlea
Capítulo 26. En el recodo
Capítulo 27. Una tarde en la casa de piedra
Capítulo 28. El príncipe regresa al palacio encantado
Capítulo 29. Poesía y prosa
Capítulo 30. Una boda en la casa de piedra
Créditos
A Hattie Gordon Smith, mi antigua profesora,
con agradecimiento y en recuerdo de su simpatía y apoyo.
Las flores brotan por donde ella pisa al transitar
por el camino del deber,
y la rígida línea de nuestras vidas se dobla en
suaves curvas de placer.
JOHN GREENLEAF WHITTIER
Capítulo 1
Un vecino muy enfadado

U na muchacha alta, delgada, de dieciséis años ya cumplidos, con unos


ojos grises y serios y un cabello cuyo color sus amigos definirían como
castaño claro, se sentó una hermosa tarde de agosto en el amplio
escalón de caliza roja de una granja en Isla del Príncipe Eduardo,
firmemente decidida a traducir unos versos de Virgilio.
Pero aquella tarde de agosto, con la bruma azul sobre las tierras de
cultivo en las colinas, la brisa susurrando como un duende entre los álamos
y las esplendorosas amapolas bailando ante el oscuro bosquecillo de abetos
jóvenes en una esquina del huerto de cerezos, era más indicada para soñar
que para traducir versos en lenguas muertas. El libro de Virgilio pronto
cayó descuidadamente al suelo y Ana, con el mentón apoyado en las manos
y los ojos posados en el espléndido banco de mullidas nubes que se
amontonaban justo por encima de la casa del señor J. A. Harrison como si
fueran una gran montaña blanca, viajó muy lejos, a un mundo delicioso
donde cierta maestra de escuela estaba llevando a cabo una labor
maravillosa, moldeando los destinos de los futuros hombres de Estado e
infundiendo nobles y elevadas ambiciones en las mentes y corazones de los
jóvenes.
Para ser sinceros, si se consideraba el asunto con los pies en el suelo —
algo que, hay que confesar, Ana hacía raras veces y solo por obligación—,
no parecía existir un material muy prometedor en la escuela de Avonlea.
Aunque nunca se puede saber qué puede pasar si una maestra emplea bien
su influencia. Ciertamente, Ana albergaba ciertas ideas pretenciosas sobre
lo que una profesora podría lograr si seguía el camino correcto, y en aquel
momento estaba imaginando una escena deliciosa, cuarenta años después,
en la que un personaje famoso —aunque la razón de su fama se dejaba
convenientemente velada, Ana pensaba que estaría bien que se tratara del
rector de una universidad o del primer ministro de Canadá—, la saludaba
con una reverencia y le tomaba su mano ya arrugada, para asegurarle
después que ella había sido la primera en haber alentado sus ambiciones, y
que todos los éxitos conseguidos a lo largo de su vida eran debidos a las
lecciones recibidas tanto tiempo atrás en la escuela de Avonlea. Sin
embargo, aquella visión tan agradable se hizo añicos ante una interrupción
de lo más desagradable.
Una vaca Jersey apareció al trote por el sendero y, unos segundos más
tarde, llegó el señor Harrison…, si se podía decir «llegar» a la manera en
que irrumpió en el jardín.
Saltó la verja sin tan siquiera abrir la puerta y, muy enfadado, se encaró
con una atónita Ana, que se había puesto en pie de un brinco y lo
contemplaba algo perpleja. El señor Harrison era su nuevo vecino a la
derecha, y Ana todavía no había tenido oportunidad de conocerlo, aunque sí
lo había visto de lejos un par de veces.
A principios de abril, antes de que Ana volviera de la Academia Queen’s,
el señor Robert Bell se había mudado a Charlottetown y había vendido su
granja, que lindaba por el oeste con la de los Cuthbert. La había comprado
un tal señor J. A. Harrison, cuyo nombre, y el hecho de que fuera de New
Brunswick, era lo único que se sabía de él. Sin embargo, antes de que
transcurriera un mes de su llegada a Avonlea, ya se había ganado la
reputación de ser una persona extraña…, «un cascarrabias», según había
dicho la señora Rachel Lynde. La señora Rachel Lynde era una mujer que
hablaba sin tapujos, como recordarán aquellos que ya la conocen. No cabía
duda de que el señor Harrison era algo diferente, y como todo el mundo
sabe, esa es la principal característica de un cascarrabias.
En primer lugar, vivía solo y había declarado públicamente que no quería
a ninguna mujer ni sus tonterías merodeando por su morada. El sector
femenino de Avonlea se vengó con chismes espantosos sobre su gobierno
de la casa y sus guisos. Había contratado al pequeño John Henry Carter, de
White Sands, y fue él quien inició los rumores. Para empezar, no había una
hora fija para comer en casa del señor Harrison. Este «picaba algo» cuando
se sentía hambriento, y si John Henry andaba por allí en aquel momento, lo
compartían, pero, de lo contrario, tenía que esperar hasta que el señor
Harrison volviera a sentir el estómago vacío. John Henry aseguraba con
tristeza que habría muerto de hambre de no ser porque se atiborraba los
domingos, cuando regresaba a casa, y porque su madre, antes de que se
fuera el lunes por la mañana, siempre lo cargaba con un gran cesto de
comida.
En lo que respectaba a los platos, el señor Harrison jamás mostraba
intención de lavarlos, excepto en los domingos de lluvia. Entonces se ponía
a la faena, los fregaba todos de una vez en el barril con el que recogía el
agua del cielo, y los dejaba allí hasta que se secaran.
El señor Harrison también era un tacaño. Cuando se le pidió que
contribuyera al salario del reverendo Allan, dijo que esperaría a ver cuántos
dólares valían sus sermones, que no quería que le dieran gato por liebre. Y
cuando la señora Lynde fue a pedirle un donativo para sus obras de
beneficencia —y, de paso, a echar una ojeada a la casa—, le dijo que no
había visto jamás tantas chismosas como en Avonlea, que eran unas
paganas y que a la única cosa que contribuiría era a cristianizarlas si ella se
encargaba personalmente. La señora Rachel se alejó de aquel lugar,
murmurando que era una suerte que la pobre esposa de Robert Bell
estuviera tranquila en su tumba, porque, de otro modo, se le habría roto el
corazón al ver en aquel estado la casa de la que tanto se enorgullecía.
—¡La pobre fregaba el suelo de la cocina día sí, día también! —explicó
una indignada señora Lynde a Marilla Cuthbert—. ¡Y tendrías que verla
ahora! ¡Hasta me levanté la falda al entrar!
Para colmo, el señor Harrison tenía un loro llamado Ginger. En Avonlea,
nadie antes había tenido un loro. En consecuencia, aquel comportamiento se
consideró poco respetable. ¡Y qué loro! Si se tomaba en serio lo que
explicaba John Henry Carter, no había pájaro más tremendo. Decía
palabrotas sin cesar. De haber estado segura de poder conseguirle otro
trabajo, la señora Carter se habría llevado a John Henry de allí enseguida.
Además, un día en que John Henry se acercó demasiado a la jaula, Ginger
lo mordió en la nuca. Cuando el desdichado joven regresaba a casa los
domingos, la señora Carter le enseñaba a todo el mundo la marca que le
había dejado.
Todas aquellas cosas cruzaban por la mente de Ana mientras el señor
Harrison estaba en pie frente a ella, al parecer mudo de ira. Y aunque
estuviera de buen humor, no se podía considerar al señor Harrison como un
hombre atractivo. Era bajito, gordo y calvo, y en aquel momento, con el
rostro redondo de color púrpura por la ira y sus ojos azules y saltones casi
saliéndose de las órbitas, a Ana le pareció, de hecho, la persona más fea que
jamás había visto.
De repente, el señor Harrison empezó a hablar.
—No voy a tolerarlo —soltó—. No, señorita, ni un día más. ¿Me oye?
Válgame Dios, ya es la tercera vez que ocurre, ¡la tercera vez! Y mi
paciencia tiene un límite, señorita. Ya le dije a su tía que no permitiera que
volviera a ocurrir…, y lo ha permitido… Ya lo creo que lo ha permitido…
Lo que quiero saber es qué pretende. Por eso estoy aquí, señorita.
—¿Podría explicarme qué ha sucedido? —preguntó Ana con tono
solemne. Últimamente había estado practicando, preparándose para el inicio
de la escuela, pero, al parecer, sus maneras no tuvieron ningún efecto en el
enfadado J. A. Harrison.
—¿Que qué ha sucedido, señorita? Válgame Dios, una cosa horrible. Lo
que ha sucedido, señorita, es que hace menos de media hora me he
encontrado de nuevo a la vaca Jersey de su tía en mi campo de avena. Y ya
es la tercera vez. La encontré allí el pasado domingo, y también ayer. Vine
aquí y le dije a su tía que tomara medidas para que no ocurriera de nuevo.
Pero no lo ha hecho. ¿Dónde está su tía, señorita? Quiero hablar con ella y
decirle cuatro cosas bien dichas.
—Si se refiere a la señorita Marilla Cuthbert, no es tía mía, y se ha
marchado a East Grafton para visitar a un pariente lejano que está muy
enfermo —dijo Ana, acentuando su tono solemne con cada palabra—.
Siento mucho que mi vaca haya irrumpido en su campo de avena… La vaca
no es de la señorita Cuthbert, es mía. Matthew me la regaló hace tres años
cuando se la compró al señor Bell siendo una ternerita.
—Lo siento mucho, señorita, pero sus disculpas no van a servir de nada.
Será mejor que vaya a ver los estragos causados por su vaca… ¡Lo ha
pisoteado todo!
—Lo siento mucho —repitió Ana con firmeza—, aunque quizá si
reparara y mantuviera su cerca en buen estado, Dolly no la habría
traspasado. Es su cerca la que separa el campo de avena y nuestro prado, y
el otro día advertí que no estaba en muy buenas condiciones.
—Mi cerca está perfectamente bien —espetó el señor Harrison, más
enfadado que nunca al ver que lo atacaban en su propio terreno—. Ni los
barrotes de un calabozo podrían con ese demonio de vaca. Y voy a decirte
algo, pelirroja insignificante: si, tal como dices, la vaca es tuya, será mejor
que te dediques a vigilar que no se mete en los campos de otra gente en
lugar de quedarte ahí sentada leyendo novelitas cursis… —concluyó,
dirigiendo una mirada feroz hacia los pies de Ana, donde se encontraba el
inocente ejemplar con tapa de color ocre de los poemas de Virgilio.
En aquel momento, no solo el cabello de Ana, que siempre había sido su
punto débil, era de color rojo.
—Prefiero tener el pelo rojo que no tener ninguno, excepto unos pocos
sobre las orejas —respondió.
El golpe dio en el blanco, puesto que el punto débil del señor Harrison
era su calvicie. Mudo de ira, lo único que pudo hacer fue contemplar a Ana,
quien recobró el aplomo y aprovechó la situación.
—Señor Harrison, como tengo imaginación, puedo ser condescendiente
con usted. Puedo imaginar fácilmente lo difícil que debe de ser encontrar
una vaca en su campo y no albergaré ningún resentimiento por lo que ha
dicho. Le prometo que Dolly no volverá a entrar en sus campos de nuevo.
Le doy mi palabra de honor sobre esa cuestión en concreto.
—Bien, será mejor que así sea —murmuró el señor Harrison en un tono
ciertamente más sumiso.
Sin embargo, se alejó a grandes zancadas, tan enfadado que Ana siguió
oyendo sus gruñidos hasta que se perdió en la distancia.
Con la mente tristemente turbada, Ana atravesó el jardín y encerró a la
traviesa vaca en el establo de ordeño.
«No puede salir de ahí a menos que rompa la puerta —pensó—. Ahora
parece tranquila. Me atrevo a decir que se ha empachado con tanta avena.
Ojalá la hubiera vendido al señor Shearer la semana pasada, pero me
pareció mejor esperar a tener una oferta en la subasta y venderlas todas
juntas. Me parece que eso de que el señor Harrison es un cascarrabias es
verdad. Ciertamente, no he visto un alma gemela en él. En absoluto».
Ana siempre estaba en busca de almas gemelas.
Mientras volvía del establo, Ana vio que Marilla Cuthbert entraba en el
jardín sobre el carro y salió disparada a preparar el té. Comentaron el asunto
mientras lo tomaban.
—Me alegraré cuando haya terminado la subasta de ganado —dijo
Marilla—. Es demasiada responsabilidad tener tantas y solo contar con
Martin, que no es de mucho fiar, para cuidarlas. Todavía no ha regresado, y
eso que me prometió que volvería anoche si le daba el día libre para ir al
funeral de su tía. No sé cuántas tías tiene. Es la cuarta que ha fallecido
desde que lo contraté hace un año. Estaré más que agradecida cuando
recojamos la cosecha y el señor Barry se haga cargo de la granja.
Tendremos que encerrar a Dolly en el establo hasta que Martin regrese
porque pasta en el prado trasero y el cercado allí no está en buenas
condiciones. Como dice Rachel, en este mundo no hay más que dolor y
preocupaciones. Sin ir más lejos, mira a la pobre Mary Keith. Se está
muriendo, y no sé qué va a pasar con sus dos criaturas. Tiene un hermano
en Columbia, en la zona británica, y le ha escrito sobre el asunto, pero
todavía no ha recibido respuesta.
—¿Cómo son los niños? ¿Qué edad tienen, Marilla?
—Algo más de seis años… Son mellizos.
—Oh, siempre me han interesado los mellizos, sobre todo desde que
cuidé de los de la señora Hammond. Tenía muchos —dijo Ana con
entusiasmo—. ¿Son guapos?
—Santo cielo, iban tan sucios que no sabría decirte. Davy había estado
fuera jugando con el barro y Dora salió para decirle que entrara. Davy la
empujó y la hizo caer en el montón más grande y, a continuación, como se
puso a llorar, él también se metió y empezó a chapotear para demostrarle
que no había motivo para tantas lágrimas. Mary dijo que Dora era muy
buena niña pero que Davy era muy travieso, que nadie se había ocupado
nunca de él. Que jamás había recibido educación. Su padre murió siendo él
un bebé y Mary ha estado enferma desde entonces.
—Siempre siento lástima por los niños de los que no se han podido
ocupar y que no han recibido educación alguna —dijo Ana seriamente—.
Ya sabe que ese fue mi caso hasta que usted se hizo cargo de mí. Espero que
su tío los cuide. ¿Qué parentesco guarda con la señora Keith?
—¿Con Mary? Ninguno. Su marido era… mi primo tercero. Ahí llega la
señora Lynde. Ya me imaginaba que pasaría a preguntar por Mary.
—No le diga nada del señor Harrison y la vaca —imploró Ana.
Aunque Marilla prometió no decir nada, la promesa fue innecesaria,
porque la señora Lynde no se había sentado aún cuando dijo:
—He visto al señor Harrison espantando a tu vaca de su campo de avena
cuando regresaba a casa desde Carmody. Parecía muy alterado. ¿Ha armado
mucho revuelo?
Ana y Marilla intercambiaron una sonrisa furtiva y asombrada. Pocas
cosas que ocurrían en Avonlea se le escapaban a la señora Lynde.
Precisamente aquella misma mañana, Ana había dicho: «Si fueras a tu
habitación a medianoche, cerraras la puerta, bajaras la persiana y
estornudaras, ¡al día siguiente, la señora Lynde te preguntaría qué tal va tu
resfriado!».
—Creo que sí —admitió Marilla—. Yo no estaba. Pero Ana sí, y le dijo
cuatro cosas bien dichas.
—Me parece un hombre de lo más antipático —dijo Ana, negando con
resentimiento con su cabeza rojiza.
—Nunca has dicho una verdad más grande —convino solemnemente la
señora Rachel—. Supe que habría problemas cuando Robert Bell vendió su
hacienda a un hombre de New Brunswick, sí, señor. No sé que será de
Avonlea con todos esos forasteros. Pronto ni siquiera estaremos seguros en
nuestra propia cama.
—¿Y eso, es que van a llegar más forasteros? —preguntó Marilla.
—¿No lo has oído? Bueno, en primer lugar, una familia llamada Donnell.
Han alquilado el viejo caserón de Peter Sloane. Peter ha contratado al
hombre para que lleve el molino. Son del este y nadie sabe nada de ellos.
Después está la familia del perezoso de Timothy Cotton, que va a mudarse
de White Sands y se convertirá en una carga para el erario público. Tiene
tisis…, y también roba…, y su esposa es una criatura retorcida y holgazana
que no mueve un dedo. ¡Lava los platos sentada! La esposa de George Pye
ha tomado a su cargo al sobrino huérfano de su marido, Anthony Pye. Irá a
tu escuela, Ana, y no dudes que te dará problemas. Y también tendrás a otro
alumno forastero: Paul Irving va a venir de los Estados Unidos para vivir
con su abuela. Seguro que te acuerdas de su padre, Stephen Irving, el que
dejó plantada a Lavendar Lewis en Grafton…
—No creo que la dejara plantada. Se pelearon… Supongo que fue culpa
de los dos.
—Bueno, de todos modos, no se casó con ella y, desde entonces, según
dicen, Lavendar se comporta de una forma muy extraña… Vive sola en esa
casita de piedra a la que llama La Cabaña del Eco. Stephen partió hacia los
Estados Unidos, se asoció con su tío y se casó con una yanqui. Jamás ha
regresado a casa, aunque su madre sí ha ido a verlo un par de veces. Su
esposa falleció hace dos años y ahora envía al chico con la abuela, a pasar
una temporada. Tiene diez años y no sé si será muy buen alumno. Con los
yanquis, nunca se sabe.
La señora Lynde pensaba que nada bueno se podía esperar de todos
aquellos que habían tenido la desgracia de haber nacido o haber crecido en
un lugar diferente a Isla del Príncipe Eduardo. Puede que fueran buenas
personas, por supuesto, pero lo más seguro era dudarlo. Tenía un prejuicio
concreto hacia los «yanquis». Una vez, un empleado que había trabajado en
Boston le estafó diez dólares a su marido y ya no hubo manera de
convencer a la señora Rachel de que los Estados Unidos no eran
responsables de tal fechoría.
—La escuela de Avonlea no se resentirá por un poco de sangre nueva —
dijo Marilla secamente—, y si este chico se parece en lo más mínimo a su
padre, no pasará nada. Steve Irving era el muchacho más educado que he
visto por estos parajes, aunque alguna gente lo consideraba orgulloso. Creo
que la señora Irving se alegrará de tener al chico. Desde que su marido
falleció, ha estado muy sola.
—Oh, puede que sea un buen chico, pero no tendrá nada en común con el
resto de niños de Avonlea —dijo la señora Rachel, como si con aquello
zanjara el tema. Las opiniones de la señora Rachel sobre cualquier persona,
lugar o cosa siempre estaban justificadas—. He oído que vas a fundar una
Asociación para la Mejora del Pueblo, ¿es eso cierto, Ana?
—Mis compañeros y yo justo lo comentamos en el último Club de
Debate —respondió Ana, sonrojándose—. Les pareció bien… y al señor y a
la señora Allan, también. Muchos pueblos la tienen.
—Bueno, no sabéis dónde os metéis. Acabaréis con el agua al cuello.
Mejor dejarlo estar, Ana, sí señor. A la gente no le gusta que la mejoren.
—Oh, pero no vamos a tratar de mejorar a la gente, sino a Avonlea. Hay
muchas cosas que se pueden hacer para que el pueblo sea más bonito. Por
ejemplo, si pudiésemos convencer al señor Levi Boulter de que derribara
ese viejo y horrible caserón en la parte más alta de su granja, ¿no sería eso
una mejora?
—Desde luego que sí —admitió la señora Rachel—. Hace años que esas
viejas ruinas son una vergüenza para la comarca. Pero si los «mejoradores»
llegáis a convencer a Levi Boulter de que haga algo por la comunidad sin
recibir nada a cambio, yo quiero estar allí para verlo y oírlo, sí, señor. No
quiero desanimarte, Ana. Aunque tu idea es buena, supongo que la habrás
sacado de alguna de esas revistas yanquis que son pura bazofia. Vas a estar
muy ocupada con la escuela y como amiga te digo que no te preocupes por
las mejoras, eso es. Aunque ya sé que si se te ha metido entre ceja y ceja,
seguirás adelante. Eres de las que, de alguna manera, siempre acometen lo
que se proponen.
Algo en el rictus de la boca de Ana constataba que la señora Rachel no
iba muy equivocada. Estaba totalmente convencida de fundar la Asociación
para la Mejora. Gilbert Blythe, que iba a ser el maestro de White Sands
pero que regresaría a casa el viernes para pasar el fin de semana, estaba
entusiasmado con la idea. Y los demás se mostraron dispuestos a apuntarse
a cualquier cosa que supusiera reuniones ocasionales y, por lo tanto, algo de
«diversión». Sin embargo, respecto a «las mejoras», nadie tenía una idea
muy clara, excepto Ana y Gilbert. Habían hablado largo y tendido sobre el
tema, acabando por crear una Avonlea ideal en sus mentes, una que no
existía en ningún otro lugar.
La señora Rachel tenía todavía una noticia que dar.
—Le han dado la escuela de Carmody a una tal Priscilla Grant. Ana, ¿no
había una chica que se llamaba así en Queen’s?
—Sí, así es. ¡Qué bien! ¡Priscilla en Carmody! ¡Es maravilloso! —
exclamó Ana.
Al alzar la mirada hacia las estrellas vespertinas, tenía tal brillo en sus
ojos grises que, una vez más, la señora Lynde se preguntó si llegaría a
decidir algún día si encontraba a Ana Shirley una muchacha hermosa.
Capítulo 2
Una venta demasiado apresurada y un largo
arrepentimiento

L a tarde siguiente, Ana se dirigió a Carmody para ir de compras y se


llevó a Diana Barry con ella. Por supuesto, Diana era un miembro
activo de la Asociación para la Mejora, y las dos muchachas no
hablaron de otra cosa durante el trayecto de ida y el de vuelta.
—Lo primero que hay que hacer es pintar el salón de actos —dijo Diana
al pasar frente al salón de actos de Avonlea, un edificio bastante
destartalado situado en una hondonada boscosa y oculto entre varias píceas
—. Es un lugar horrible y antes de pedirle al señor Levi Boulter que derribe
su casa, tenemos que ocuparnos de él. Papá dice que jamás conseguiremos
que lo haga, que Levi Boulter es demasiado mezquino y que no malgastará
su tiempo en eso.
—Quizá deje que los chicos la derruyan si prometen que se llevarán los
tablones de madera y le darán la leña —dijo Ana esperanzada—. Al
principio, tendremos que esforzarnos y contentarnos con los resultados. No
confiemos en mejorarlo todo enseguida. Primero hay que educar el
sentimiento popular.
Diana no estaba muy segura de qué quería decir eso, pero sonaba bien y
sintió cierto orgullo de formar parte de una institución con tal objetivo.
—Anoche se me ocurrió algo que podríamos hacer, Ana. ¿Sabes ese
terreno triangular donde se cruzan las carreteras de Carmody, Newbridge y
White Sands? Está lleno de pequeñas píceas. ¿No estaría bien limpiarlo y
dejar solo los dos o tres abedules que hay en él?
—Una idea espléndida —convino Ana—. Y podríamos poner un banco
bajo los abetos. Así, al llegar la primavera, podríamos colocar un parterre
de flores y plantar geranios.
—Sí, solo tenemos que encontrar la manera de mantener a la vieja vaca
de la señora Hiram Sloane alejada de la carretera; de lo contrario, se comerá
todos los geranios —dijo Diana entre risas—. Empiezo a entender qué
quieres decir con eso de educar el sentimiento popular, Ana. Mira, ahí está
la vieja casa de los Boulter. ¿Has visto alguna vez una cosa más
destartalada? Y justo al lado del camino. Un viejo caserón con todas las
ventanas rotas siempre me recuerda a algo muerto y con los ojos
arrancados.
—Pues a mí me provoca tristeza —dijo Ana en un tono de ensoñación—.
Siempre me da la sensación de que está pensando en el pasado y añorando
mejores tiempos. Marilla dice que, años atrás, en ese viejo caserón vivía
una familia, y que era un lugar muy bonito, con un hermoso jardín y rosales
silvestres por doquier. Estaba lleno de criaturas, de risas y de canciones. Y
míralo ahora, vacío y con el viento como único habitante. ¡Qué solitario y
triste debe de sentirse! Quizá regresen todos en las noches de luna llena…,
los fantasmas de los niños del pasado, las rosas y las canciones, y, durante
un instante, la vieja casa se siente de nuevo habitada por la juventud y la
alegría.
Diana negó con la cabeza.
—Ana, ahora ya no imagino cosas así de un sitio. ¿Recuerdas cómo se
enfadaron mamá y Marilla cuando nos imaginamos que había fantasmas en
el Bosque Encantado? Todavía hoy no me atrevo a cruzarlo una vez ya ha
anochecido. Y si empiezo a imaginarme esas cosas del viejo caserón de los
Boulter, también me dará miedo pasar frente a él. Además, esos niños no
están muertos. Ahora son adultos y les va muy bien. Uno de ellos es
carnicero. De todos modos, las flores y las canciones no se convierten en
fantasmas.
Ana suspiró levemente. Quería mucho a Diana y siempre habían sido
muy buenas amigas. Sin embargo, tiempo atrás había entendido que debía
adentrarse sola en el reino de la fantasía. Ni siquiera su amiga más querida
podía atravesar el sendero encantado que llevaba hasta él.
Mientras estaban en Carmody, cayó un chaparrón. Pero no duró mucho, y
el viaje de regreso, a través de los senderos flanqueados por setos cubiertos
de brillantes gotas de lluvia y por valles llenos de hojarasca y helechos
empapados que desprendían olores aromáticos, fue delicioso. Sin embargo,
justo cuando entraban en el camino de los Cuthbert, Ana vio algo que
estropeó la belleza del paisaje.
Delante de ellas, a la derecha, se extendía el ancho y verde campo de
avena, húmedo y espléndido; y allí, plantada justo en el centro, medio
oculta entre los apetitosos brotes y mirándolas tranquilamente por encima
de los intervalos de campanillas, ¡estaba la vaca!
Ana soltó las riendas y se puso en pie con una mueca en los labios que no
auguraba nada bueno para la cuadrúpeda depredadora. Sin mediar palabra,
empezó a bajar por las ruedas y saltó el cercado antes de que Diana pudiera
entender qué estaba ocurriendo.
—Ana, vuelve —gritó tan pronto como recuperó la voz—. Te mojarás el
vestido… Lo echarás a perder. ¡Vaya, no me oye! Bueno, jamás conseguirá
sacar esa vaca de ahí ella sola. Tengo que ir a ayudarla.
Ana iba a la carga, atravesando las espigas medio trastornada. Diana saltó
del carro, ató el caballo a un poste, se echó la falda de su bonito vestido
sobre el hombro, trepó a la cerca y fue a la zaga de su frenética amiga.
Podía correr más rápido que Ana, cuya falda empapada le impedía el
avance, y pronto la alcanzó. Tras ellas se abría una senda que rompería el
corazón del señor Harrison cuando la viera.
—Ana, por el amor de Dios, detente —dijo Diana, casi sin aliento—.
Casi no puedo respirar y tú estás calada hasta los huesos.
—Tengo que… sacar… esa vaca… antes de que… el señor Harrison… la
vea —jadeó Ana—. No… me importa… si acabo empapada… si lo…
conseguimos.
Pero la vaca no consideró razonable abandonar un terreno tan sabroso.
Tan pronto como las muchachas jadeantes se hubieron acercado, dio media
vuelta y salió al trote hacia el lado opuesto del campo.
—¡Desvíala! —gritó Ana—. ¡Corre, Diana, corre!
Diana corrió. Ana también lo intentó, y la traviesa vaca atravesó el
campo como si estuviera posesa. Para sus adentros, Diana pensaba que lo
estaba de verdad. Pasaron diez largos minutos antes de que lograran
desviarla y conducirla a la entrada que hacía esquina con el sendero de los
Cuthbert.
Ana no estaba precisamente de un humor angelical en aquellos precisos
instantes. Y no mejoró al advertir, justo en el camino, una calesa en la que
estaban sentados el señor Shearer de Carmody y su hijo, ambos con una
sonrisa de oreja a oreja.
—Habrías hecho bien en venderme esa vaca el año pasado, Ana, cuando
quise comprarla —dijo el señor Shearer entre carcajadas.
—Se la vendo ahora mismo si todavía la quiere —dijo la sonrojada y
despeinada propietaria de la vaca—. Puede llevársela ahora mismo.
—Trato hecho. Te doy los veinte que ya te ofrecí por ella y Jim la llevará
hasta Carmody. Esta tarde saldrá hacia la ciudad con el resto del ganado. El
señor Reed, de Brighton, quiere una vaca Jersey.
Cinco minutos más tarde, Jim Shearer y la vaca se alejaron por el
camino, mientras la impulsiva Ana, con los veinte dólares en la mano,
condujo el carro hacia el sendero de Tejas Verdes.
—¿Qué dirá Marilla? —preguntó Diana.
—Oh, no le importará. Dolly era mi vaca y no creo que hubiese
conseguido más de veinte dólares en la subasta. Pero, ay, querida, si el
señor Harrison ve el campo, sabrá que ha estado allí de nuevo, ¡y le di mi
palabra de honor! Bueno, al menos he aprendido la lección: no debo dar mi
palabra de honor cuando se trate de vacas. Una vaca capaz de saltar y
romper un cercado o escaparse del establo no merece confianza alguna.
Marilla se había acercado a la casa de la señora Lynde y cuando regresó,
ya estaba enterada de lo de la venta de Dolly y de su traslado, puesto que la
señora Lynde había visto gran parte de la transacción desde su ventana y
había adivinado el resto.
—Supongo que así es mejor, pero tienes la costumbre de hacerlo todo
siempre con prisas, Ana. Lo que sigo sin entender es cómo salió del establo.
Debe de haber roto algunos de los tablones de la puerta.
—No se me ha ocurrido mirarlo —dijo Ana—, pero lo haré ahora mismo.
Martin no ha vuelto todavía. Quizá se le haya muerto otra de sus tías. Creo
que es algo parecido a lo del señor Peter Sloane y los octogenarios. La otra
noche, la señora Sloane estaba leyendo un periódico y le dijo al señor
Sloane: «Se ha muerto otro octogenario. ¿Qué es un octogenario, Peter?». Y
el señor Sloane respondió que no lo sabía, pero que debían de ser criaturas
muy enfermas, porque lo único que se sabía de ellas era que se morían. Eso
es lo que debe pasar con las tías de Martin.
—Martin no es mejor que todos esos franceses —dijo Marilla disgustada
—. No puedes fiarte de ellos para nada.
Marilla estaba mirando las compras de Ana en Carmody cuando oyó un
grito procedente del establo. Un minuto después, Ana entró a toda prisa en
la cocina, retorciéndose las manos.
—Ana Shirley, ¿qué es lo que ocurre ahora?
—Oh, Marilla, ¿qué voy a hacer? Es terrible. Y es todo culpa mía. Oh,
¿cuándo voy a aprender a reflexionar un poco y a no hacer las cosas sin
pensar? La señora Lynde siempre me ha dicho que algún día haré algo
horrible, ¡y ese día acaba de llegar!
—¡Ana, eres exasperante! ¿Qué es exactamente lo que has hecho?
—¡He vendido al señor Shearer la vaca del señor Harrison…, la que le
compró al señor Bell! Dolly está todavía en el establo.
—Ana Shirley, dime que estás soñando.
—Ojalá… Pero no es ningún sueño, sino más bien una pesadilla. Y en
este preciso instante, la vaca del señor Harrison ya debe de estar en
Charlottetown. Oh, Marilla, pensé que mis días de meterme en líos habían
terminado, pero veo que todavía es peor. ¿Qué puedo hacer?
—¿Hacer? No hay nada que puedas hacer, niña, excepto ir a ver al señor
Harrison para explicárselo. Podemos ofrecerle nuestra vaca a cambio si no
quiere el dinero. Es igual de buena que la suya.
—Estoy segura de que se enfadará muchísimo y será desagradable —
gimió Ana.
—Seguro que sí. Parece ser un tipo bastante irascible. Iré yo a
explicárselo si lo prefieres.
—No, no soy tan mezquina como para hacer eso —exclamó Ana—. Todo
ha sido por mi culpa y no voy a permitir que sufra usted mi castigo. Iré yo
sola e iré ahora mismo. Cuanto antes termine, mejor, porque la humillación
será terrible.
La pobre Ana tomó su sombrero y los veinte dólares y atravesó el umbral
de la puerta. Por casualidad, dirigió su mirada hacia la puerta abierta de la
alacena. En la mesa reposaba un pastel de nueces que había horneado ella
misma aquella mañana… una combinación particularmente sabrosa,
glaseada con azúcar rosa y adornada con nueces. Ana lo reservaba para el
viernes por la tarde, día en que los jóvenes miembros de la Asociación para
la Mejora de Avonlea iban a reunirse en Tejas Verdes. Pero ¿qué
importancia tenían ellos en comparación con la ofensa que acababa de
cometer hacia el señor Harrison? Ana pensó que aquella tarta ablandaría el
corazón de cualquiera, y especialmente de una persona que tenía que
cocinarse para sí mismo, así que rápidamente la puso en una caja. Se la
llevaría al señor Harrison en señal de paz.
«Eso si me da la oportunidad de pronunciar palabra alguna —pensó con
remordimientos mientras saltaba por el cercado y atravesaba por un atajo
los campos de cultivo, que despedían destellos dorados con la luz de aquel
adorable atardecer de agosto—. Ahora sé cómo se sienten los que van
camino de la horca».
Capítulo 3
En casa del señor Harrison

L a casa del señor Harrison era un edificio pasado de moda, blanqueado


con cal y de aleros bajos, que se silueteaba frente a un espeso
bosquecillo de abetos.
El mismísimo señor Harrison estaba sentado en la sombreada veranda, en
mangas de camisa, disfrutando de su pipa tras un día de trabajo. Cuando se
dio cuenta de quién se aproximaba por el camino, se puso en pie de un
brinco, entró en casa y cerró la puerta. Aquello era meramente a causa de la
sorpresa y la incomodidad, mezcladas con una buena cantidad de vergüenza
por su arrebato de mal genio del día anterior. Sin embargo, con aquel gesto,
casi barrió lo que quedaba de valentía en el corazón de Ana.
«Si ahora ya está tan enfadado, ¿cómo estará cuando se entere de lo que
he hecho?», pensó Ana mientras llamaba a la puerta, sintiéndose muy
desgraciada.
Sin embargo, el señor Harrison abrió con una sonrisa tímida y la invitó a
pasar en un tono bastante sumiso y amistoso, por no decir nervioso. Había
dejado su pipa y se había puesto el abrigo. Con mucha educación, le ofreció
asiento a
Ana en una silla polvorienta, y aquella recepción habría sido bastante
agradable de no ser por la cháchara de un loro que lo observaba todo con
unos ojos dorados y perversos a través de los barrotes de su jaula. Nada más
Ana hubo tomado asiento, Ginger gritó:
—Válgame Dios, ¿qué querrá esa pelirroja insignificante?
Sería difícil de decir quién se sonrojó más, si el señor Harrison o Ana.
—No le hagas mucho caso al loro —dijo el señor Harrison, lanzándole
una mirada fulminante a Ginger—. Siempre está diciendo tonterías. Me lo
dio mi hermano, que era marinero. Los marineros no suelen usar un
lenguaje muy fino, y los loros son pájaros que suelen imitarlo todo.
—Eso pensaba —dijo la pobre Ana, recordando su misión para mitigar el
resquemor que sentía. No podía permitirse desairar al señor Harrison en
aquellas circunstancias. Cuando se acaba de vender la vaca Jersey de un
hombre sin que este lo sepa o haya dado su consentimiento, no debe
importarte que un loro repita cosas feas sobre ti. Aun así, la «pelirroja
insignificante» no estaba todo lo mansa que debería haber estado.
—He venido a confesarle algo, señor Harrison —dijo con resolución—.
Es… Es sobre… esa vaca Jersey.
—Vágame Dios —exclamó el señor Harrison con cierto nerviosismo—.
¿No se habrá metido de nuevo en mis campos? Bueno, no importa. No
importa en absoluto. No pasa nada… Ayer me precipité, eso es. No importa
si se ha metido en el campo otra vez.
—Oh, ojalá solo fuera eso. —Suspiró Ana—. Pero es diez veces peor.
No…
—Válgame Dios, ¿me vas a decir que se ha metido en mis campos de
trigo?
—No, no, en el trigo no. Pero…
—¡Entonces en el de repollos! Se ha metido entre los repollos que estaba
cultivando para el concurso, ¿verdad?
—¡Señor Harrison, no tiene nada que ver con sus repollos! Se lo diré
todo…, para eso he venido, pero no me interrumpa más. Me pone más
nerviosa. Solo deje que le explique lo que ha ocurrido y no diga nada hasta
que termine.
«Seguro que entonces tendrá ganas de decir muchas cosas», concluyó
Ana para sus adentros.
—Está bien, no diré ni una palabra más —dijo el señor Harrison, y no lo
hizo.
Pero Ginger no estaba ligado a ninguna promesa de silencio y continuó
soltando «pelirroja insignificante» hasta que hizo enfurecer a Ana.
—Ayer encerré a mi vaca en el establo. Esta mañana, he ido a Carmody y
cuando regresé, vi una vaca Jersey en su campo. Diana y yo la perseguimos
hasta que conseguimos sacarla, y no se puede ni imaginar cuánto nos costó.
Estaba calada hasta los huesos, y tan cansada y enojada que cuando
apareció el señor Shearer, le ofrecí comprar la vaca. Se la vendí allí mismo
por veinte dólares. Ya sé que no estuvo bien por mi parte. Tendría que haber
esperado a consultarlo con Marilla, por supuesto. Pero acostumbro a hacer
las cosas sin pensar… Cualquiera que me conozca se lo dirá. El señor
Shearer se llevó la vaca enseguida para trasladarla en el tren de primera
hora de la tarde.
—Pelirroja insignificante —apuntó Ginger en un tono de profundo
desprecio.
En aquel instante, el señor Harrison se incorporó y, con una expresión
que habría aterrorizado a cualquier pájaro que no fuera un loro, se llevó la
jaula de Ginger a una habitación contigua y cerró la puerta. Ginger chilló,
maldijo y se comportó tal como se esperaba de él, pero, al final, al ver que
no servía de nada, se sumió en un silencio taciturno.
—Disculpa, ya puedes continuar —dijo el señor Harrison, sentándose de
nuevo—. Mi hermano, el marinero, jamás le enseñó modales.
—Regresé a casa y después de merendar fui al establo. Señor Harrison…
—Ana se inclinó hacia delante, juntando las manos en un gesto infantil,
mirando implorante con sus grandes ojos grises el rostro de incomodidad
del señor Harrison—. Mi vaca estaba todavía allí, en el establo. La vaca que
le vendí al señor Shearer era la suya.
—Válgame Dios —exclamó el señor Harrison, pálido y atónito ante esta
conclusión inesperada—. ¡Qué cosa tan extraordinaria!
—Oh, no creo que sea muy extraordinario que siempre acabe metida en
líos y que arrastre también a los demás —admitió Ana tristemente—. Es mi
marca de la casa. El próximo mes de marzo cumpliré diecisiete años y
debería ser lo suficientemente mayor para estas cosas, pero, al parecer, no
es así. Señor Harrison, ¿sería demasiado pedirle que me perdonara? Me
temo que ya es demasiado tarde para recuperar a su vaca, pero aquí tiene el
dinero que me pagaron… O, si lo prefiere, puede quedarse con la mía. Es
muy buena vaca. Y no sabe cuánto lamento todo esto.
—Vaya, vaya —dijo bruscamente el señor Harrison—. Señorita, no
quiero oír ni una palabra más sobre este asunto. No tiene importancia
alguna, en absoluto. Se trata de un accidente. A veces yo también me
comporto de forma precipitada, incluso diría que demasiado. Pero no puedo
evitar decir lo que pienso y la gente tiene que aceptarme tal como soy.
Ahora, si esa vaca hubiese pisado mis repollos… Bueno, no importa, no lo
hizo, así que no pasa nada. Creo que me quedaré con tu vaca, ya que
quieres librarte de ella.
—Oh, muchas gracias, señor Harrison. Estoy tan contenta de que no se
haya enfadado. Pensaba que lo haría.
—Y supongo que estabas muerta de miedo de venir aquí y explicármelo
todo, ¿verdad? Después de todo el jaleo que armé ayer. Pero no debes
hacerme caso. Soy un viejo que no tiene pelos en la lengua… Y siempre
estoy listo para decir la verdad, aunque a veces no suene muy bien.
—Igual que la señora Lynde —soltó Ana antes de poder evitarlo.
—¿Cómo? ¿La señora Lynde? Ni se te ocurra decirme que soy como esa
vieja cotorra —dijo el señor Harrison algo irritado—. No lo soy… En
absoluto. Veamos, ¿qué llevas en esa caja?
—Un pastel —respondió Ana alegremente. Había sentido tal alivio ante
la amabilidad inesperada del señor Harrison que su humor estaba por las
nubes—. Lo he traído para usted… Pensé que quizá no comiera pastel muy
a menudo.
—Así es, y la verdad es que me encanta. Te lo agradezco mucho. Tiene
muy buena pinta. Espero que sepa igual de bien.
—Seguro que sí —dijo Ana en un tono alegre y confiado—. Como puede
explicarle la señora Allan, he hecho pasteles que distaban mucho de tener
buen sabor, pero este está bien. Lo cociné para la Asociación para la
Mejora, pero puedo hacer otro.
—Bueno, pues te diré una cosa, señorita, tendrás que ayudarme a
comerlo. Voy a poner agua a calentar y tomaremos una taza de té. ¿Qué te
parece?
—¿Me permitiría hacer el té? —preguntó Ana dubitativamente.
El señor Harrison soltó una risita.
—Ya veo que no confías mucho en mis habilidades entre fogones. Pues te
equivocas… Puedo hacer el té más bueno que hayas probado jamás. Pero si
lo prefieres, hazlo tú. Por suerte, el domingo pasado llovió y los platos están
limpios.
Ana se incorporó de un brinco y se puso manos a la obra. Fregó la tetera
varias veces antes de poner el té. A continuación, quitó las brasas, fue a
buscar los platos a la alacena y dispuso la mesa. Aunque el estado en que la
encontró la dejó horrorizada, no lo mencionó por prudencia. El señor
Harrison le dijo dónde podía encontrar el pan, la mantequilla y una lata de
melocotones. Ana adornó la mesa con un ramo del jardín e hizo como si las
manchas del mantel no estuvieran. Pronto, todo estuvo listo y Ana se
encontró sentada frente al señor Harrison, vertiendo el té en su taza y
charlando alegremente sobre la escuela, sus compañeros y sus planes.
Apenas podía dar crédito.
El señor Harrison había traído a Ginger de vuelta, con la excusa de que el
pobre pájaro se sentiría solo. Ana, que se veía capaz de perdonarlo todo y a
todos, le ofreció una nuez. Pero Ginger parecía muy dolido y rechazó
cualquier intento de amistad. Malhumorado, se posó sobre la percha y plegó
las plumas hasta que quedó convertido en una pelotita de color verde y
dorado.
—¿Por qué lo llama Ginger? —preguntó Ana, que tenía preferencia por
los nombres apropiados y pensaba que el de Ginger no se ajustaba en
absoluto a aquel magnífico plumaje.
—Fue mi hermano el que le puso el nombre, tal vez por su carácter. Le
he cogido cariño a este pájaro… Te sorprendería saber cuánto. Tiene sus
defectos, claro, y me ha dado buenos disgustos. A alguna gente no le gusta
en absoluto su costumbre de decir palabrotas, pero es algo que no se le
puede quitar. Lo he intentado… yo, y muchos otros. Hay quien tiene
prejuicios contra los loros. Menuda tontería, ¿verdad? A mí me gustan.
Ginger me hace mucha compañía. No cambiaría este loro…, por nada en el
mundo, señorita.
El señor Harrison pronunció la última frase con mucho sentimiento,
como si sospechara que Ana albergaba la idea de persuadirlo para que se
deshiciera de Ginger. Sin embargo, Ana estaba empezando a tomarle
aprecio a aquel hombrecillo extraño, inquieto y quisquilloso, y antes de
terminar el té, ya se habían hecho amigos. En cuanto supo de la existencia
de la Asociación para la Mejora, estuvo dispuesto a colaborar.
—Es buena idea. Adelante. Hay muchas cosas por mejorar en este
pueblo… y también en la gente.
—Oh, yo no diría tanto —soltó Ana. Podía admitir para sus adentros, o
ante sus compañeros, que existían ciertas imperfecciones fácilmente
remediables en Avonlea y en sus habitantes. Pero oírlo en boca del señor
Harrison, un perfecto forastero en términos prácticos, era algo
completamente diferente—. Creo que Avonlea es un lugar precioso, y la
gente de aquí es también muy agradable.
—Me parece que saltas fácilmente —comentó el señor Harrison,
observando las mejillas ruborizadas y los ojos indignados ante él—. Según
creo, es típico en los cabellos como el tuyo. Avonlea es un lugar bastante
decente, de lo contrario, no me habría instalado aquí. Pero supongo que
incluso tú admitirás que tiene algunos defectillos…
—Es justamente por esos defectos que me gusta tanto —dijo con lealtad
Ana—. No me gustan los lugares o la gente que no tienen defectos. Pienso
que una persona completamente perfecta no tendría interés alguno. La
señora Milton White dice que jamás ha conocido a una persona perfecta,
pero que ha oído muchas cosas sobre una en concreto: la primera esposa de
su marido. ¿No cree que debe de ser muy desagradable estar casada con un
hombre cuya primera esposa era perfecta?
—Sería más desagradable estar casado con la esposa perfecta —declaró
el señor Harrison en un ataque repentino e inexplicable de simpatía.
Cuando terminaron el té, Ana insistió en lavar los platos, aunque el señor
Harrison le aseguró que en la casa había suficientes para varias semanas. Le
habría encantado también barrer el suelo, pero la escoba no se veía por
ningún lado y no quiso preguntar por miedo a que no hubiera.
—Tienes que venir a visitarme de vez en cuando —sugirió el señor
Harrison cuando Ana estaba a punto de marcharse—. Somos vecinos y
debemos ser amables entre nosotros. Me interesa bastante esa asociación
vuestra. Me parece que puede ser divertida. ¿Con quién vais a encararos en
primer lugar?
—Nuestra idea no es meternos con la gente, solo queremos mejorar
lugares —dijo Ana en tono solemne. Sospechaba que el señor Harrison se
mofaba de su proyecto.
Una vez se fue, el señor Harrison la observó por la ventana: una silueta
ágil y juvenil, que cruzaba corriendo el campo bajo el resplandor del
atardecer.
—Soy un vejestorio solitario y gruñón —dijo en voz alta—, pero esa
chica hace que me sienta joven de nuevo…, y es una sensación tan
placentera que me gustaría que se repitiera de vez en cuando.
—Pelirroja insignificante —graznó Ginger en tono de burla.
El señor Harrison amenazó al loro con el puño cerrado.
—Pajarraco terco… —murmuró—. No sé por qué no te retorcí el cuello
cuando mi hermano te trajo. ¿Cuándo vas a dejar de fastidiarme?
Ana corrió a casa sin preocupaciones y relató su aventura a Marilla,
quien se había alarmado ante su prolongada ausencia y estaba a punto de
salir a buscarla.
—Al final, el mundo es bueno y hermoso, ¿a que sí, Marilla? —concluyó
Ana felizmente—. El otro día, la señora Lynde se quejaba de que el mundo
no valía nada. Dijo que cada vez que se espera algo bueno, acabas por
decepcionarte… Quizá sea verdad. Pero también hay un lado bueno.
Cuando se espera algo muy malo, tampoco acaba por cumplir con tus
expectativas… Casi siempre tiene un resultado mejor del que se esperaba.
Esta tarde, cuando he ido a ver al señor Harrison, pensaba que se convertiría
en la peor experiencia de mi vida. En cambio, ha sido muy amable y casi he
llegado a pasar un buen rato. Creo que vamos a ser muy buenos amigos si
nos damos margen, y todo ha salido de la mejor manera posible. Sin
embargo, le puedo asegurar, Marilla, que jamás volveré a vender una vaca
sin antes cerciorarme de a quién pertenece. Y definitivamente, ¡no me
gustan los loros!
Capítulo 4
Diversidad de opiniones

U n atardecer, Jane Andrews, Gilbert Blythe y Ana Shirley estaban


hablando bajo las frescas ramas de los abedules que el viento agitaba
suavemente, apoyados en una cerca, desde donde partía un atajo
conocido como la Vereda de los Abedules y que cruzaba el bosque hasta la
carretera principal. Jane había ido a pasar la tarde con Ana, que la
acompañó un trozo hasta casa; en la cerca encontraron a Gilbert, y los tres
comentaban el fatídico día siguiente, puesto que era el primero de
septiembre y el primer día de escuela. Jane iría a Newbridge, y Gilbert, a
White Sands.
—Me sacáis ventaja. —Suspiró Ana—. Vais a enseñar a niños que no os
conocen, mientras que yo tendré que enseñar a mis propios compañeros de
escuela, y la señora Lynde me ha dicho que, a menos que sea muy estricta
desde el principio, teme que no me respeten como lo harían con un
desconocido. Sin embargo, yo no creo que un maestro tenga que ser
estricto. ¡Oh, me parece una responsabilidad enorme!
—Supongo que nos irá bien —dijo Jane con parsimonia.
A Jane no le preocupaba ser una buena influencia. Lo único que quería
era ganarse honestamente el sueldo, llevarse bien con los síndicos y que
incluyeran su nombre en el cuadro de honor del inspector general. Aquellas,
y solo aquellas, eran sus aspiraciones—. Lo principal será mantener el
orden, y un maestro tiene que ser un poco estricto si quiere lograrlo. Si mis
alumnos no hacen lo que les digo, los castigaré.
—¿De qué manera?
—Les daré una buena azotaina, por supuesto.
—¡Oh, Jane, no serás capaz! —gritó Ana, atónita—. Jane, ¡no puedes
hacerlo!
—De hecho, sí puedo y lo haré si se lo merecen —dijo Jane con tono
decidido.
—Yo nunca podría pegar a una criatura —objetó Ana con la misma
resolución—. No creo en ello en absoluto. La señorita Stacy nunca nos
pegaba y siempre mantenía el orden, y el señor Philips siempre lo hacía y
nadie guardaba silencio. No, no lo haré. Y si no puedo evitarlo, entonces
debería pensar en no enseñar. Hay mejores maneras de tratar a los alumnos.
Intentaré ganarme su afecto y así me obedecerán por voluntad propia.
—Pero imagina que no lo hacen… —dijo la práctica Jane.
—No les daría una azotaina de ninguna de las maneras. Estoy segura de
que no serviría para nada. Oh, por favor, querida Jane, no pegues a tus
alumnos, por muy mal que se porten.
—¿Tú qué piensas, Gilbert? —preguntó Jane—. ¿No crees que hay niños
que necesitan una buena tunda de vez en cuando?
—¿No crees que pegar a una criatura, de la forma que sea, es algo
bárbaro y cruel? —exclamó Ana, sonrojada por el ardor de la conversación.
—Bueno —dijo Gilbert lentamente, debatiéndose entre sus creencias
reales y su deseo de estar a la altura del ideal de Ana—, ambos métodos
tienen sus pros y sus contras. No creo que dar una azotaina funcione mucho.
Creo que, como tú bien has dicho, Ana, hay mejores maneras de tratarlos, y
que el castigo corporal debería ser el último recurso. Pero, por otro lado,
como dice Jane, creo que ocasionalmente puedes encontrarte con un niño
con el que no queda más remedio y a quien un buen azote no le va nada
mal. Mi norma será el castigo corporal como último recurso.
Como suele suceder, Gilbert, al tratar de agradar a ambas partes, no
consiguió complacer a ninguna. Jane negó con la cabeza.
—Yo daré unos azotes a mis alumnos cuando no se porten bien. Es la
manera más fácil y rápida de convencerlos.
Ana miró desilusionada a Gilbert.
—Yo jamás castigaré físicamente a una criatura —repitió con firmeza—.
Estoy convencida de que ni está bien ni es necesario.
—Imagina que un chico te replica cuando le mandas hacer algo —dijo
Jane.
—Haría que se quedara una vez terminaran las clases y le hablaría con
amabilidad y firmeza —respondió Ana—. Hay bondad en el interior de
todas las personas, solo hace falta encontrarla. Y el deber de una maestra es
precisamente hallarla y desarrollarla. Eso es lo que nos dijo nuestro
profesor de pedagogía en Queen’s, ya lo sabes. ¿Crees que al darle una
azotaina a un niño vas a encontrar algo bueno en él? Como dice el profesor
Rennie, es mucho más importante influenciarlos para bien que enseñarles a
leer, escribir y contar.
—Pero el inspector los califica según esas materias, y no te hará un buen
informe si no dan la talla —objetó Jane.
—Prefiero que mis alumnos me quieran y que, cuando miren atrás, se
acuerden de mí como una persona que les ayudó a tener un buen informe.
—¿Y no piensas castigarlos de ningún modo cuando se comporten mal?
—preguntó Gilbert.
—Oh, sí. Supongo que tendré que hacerlo, aunque sé que no me gustará
nada. Pero siempre puedo dejarlos sin el recreo, ponerlos contra la pared o
hacerles copiar cien veces.
—Supongo que no castigarás a las chicas haciéndolas sentar con los
chicos, ¿verdad? —dijo Jane con picardía.
Gilbert y Ana se miraron y esbozaron una tímida sonrisa. Una vez, en el
pasado, a Ana la castigaron a sentarse con Gilbert, y las consecuencias
fueron tristes y amargas.
—Bueno, el tiempo dirá cuál es el mejor método —concluyó Jane con
filosofía cuando cada uno tomó su camino.
Ana regresó a Tejas Verdes por la Vereda de los Abedules, sombría,
susurrante y llena del aroma de los helechos, atravesó el Valle de las
Violetas, siguió por Willowmere, donde la oscuridad y la luz se besaban
bajo los árboles, y después cogió el Sendero de los Amantes… Había
bautizado todos aquellos lugares junto a su amiga Diana mucho tiempo
atrás. Caminaba despacio, disfrutando de la dulzura del bosque y los
campos y del estrellado atardecer veraniego, mientras ponderaba las nuevas
obligaciones que debería afrontar al día siguiente. Cuando llegó al jardín de
Tejas Verdes, le llegó a través de la ventana abierta de la cocina la voz
decidida y fuerte de la señora Lynde.
«La señora Lynde ha venido a darme un buen par de consejos para
mañana —pensó Ana con una mueca—, aunque no creo que entre. Sus
consejos suelen ser como la pimienta, o eso creo: excelentes en pequeñas
cantidades pero algo cáusticos en sus dosis. Me acercaré a casa del señor
Harrison para charlar un rato».
Aquella no era la primera vez que Ana había ido a casa del señor
Harrison para charlar desde el notorio incidente con la vaca. Lo había
visitado varias tardes y se habían convertido en buenos amigos, aunque en
ocasiones le molestaba aquella franqueza de la que se jactaba. Ginger
continuaba mirándola con recelo y siempre la saludaba con su sarcástico
«pelirroja insignificante». El señor Harrison había tratado de quitarle el
hábito, y cada vez que veía a Ana acercándose exclamaba: «Válgame Dios,
ahí llega esa hermosa chiquilla de nuevo», o algo igual de halagador. Pero
todo había sido en vano. Ginger captó enseguida sus intenciones y se
mofaba de él. Ana nunca llegaría a enterarse de todos los piropos que le
hizo el señor Harrison a sus espaldas. De lo que no cabía duda es de que
nunca se los hacía en su presencia.
—Bueno, supongo que has estado de nuevo por los bosques recogiendo
las varas que necesitarás mañana, ¿verdad? —Fue su saludo nada más Ana
puso un pie en los escalones del porche.
—Por supuesto que no —dijo Ana con tono indignado. Ana era un
excelente blanco para las bromas porque se tomaba las cosas demasiado en
serio—. Jamás tendré una vara en mi escuela, señor Harrison. Una que
utilizaré como puntero sí, por supuesto, pero solo la usaré para eso, para
señalar.
—Entonces, ¿me estás diciendo que utilizarás el cinturón? Bueno, no
tengo mucha idea, pero me parece que tienes razón. Es verdad que la vara
pica en el momento, pero el cinturón duele durante más tiempo.
—No voy a utilizar nada de eso. No voy a azotar a mis alumnos.
—Válgame Dios —exclamó el señor Harrison con genuina sorpresa—.
¿Y cómo piensas mantener el orden?
—Los trataré con cariño, señor Harrison.
—No va a funcionar —respondió este—, en absoluto,Ana. «Quien bien
te quiere, te hará llorar». Cuando iba a la escuela, el maestro me daba azotes
cada día porque decía que aunque no estuviese haciendo travesuras, las
estaba planeando.
—Los métodos han cambiado desde sus días de escuela, señor Harrison.
—Pero la naturaleza humana, no. Recuerda mis palabras: jamás
conseguirás que los niños te hagan caso sin una vara a mano. De otro modo,
es imposible.
—Bueno, primero probaré mi método —dijo Ana, que tenía gran fuerza
de voluntad y tendía a aferrarse con tenacidad a sus teorías.
—Veo que eres bastante cabezota. —Aquella fue la conclusión del señor
Harrison—. Bueno, bueno, ya veremos. Algún día, cuando te saquen de
quicio, y a la gente con el pelo como el tuyo le suele pasar fácilmente, te
olvidarás de esos bellos principios y darás algún que otro azote. De todos
modos, eres demasiado joven para ser maestra… Demasiado joven e
infantil.
Al final del día, Ana se acostó con un ánimo bastante pesimista. Durmió
mal, y a la hora del desayuno estaba tan pálida y triste que Marilla se
alarmó e insistió en que tomara una taza de ese horrible té de jengibre. Ana
lo sorbió con paciencia, aunque no llegaba a ver qué bien podía hacerle. De
haber sido un brebaje mágico, capaz de conferir años y experiencia, Ana se
habría tragado medio litro sin pestañear.
—Marilla, ¿y si fracaso?
—Es difícil que llegues a fracasar por completo en un día, y hay muchos
más —respondió Marilla—. El problema contigo, Ana, es que esperas que
esos niños lo aprendan todo y corrijan sus fallos enseguida, y si no pueden
lograrlo, creerás que has fracasado.
Capítulo 5
Una maestra hecha y derecha

C uando Ana llegó a la escuela por la mañana —por primera vez en su


vida había atravesado la Vereda de los Abedules sin reparar en sus
bellezas—, todo estaba tranquilo y silencioso. La anterior maestra
había acostumbrado a los alumnos a situarse en sus pupitres y esperar su
llegada, así que cuando Ana entró en el aula, la recibieron unas largas
hileras de caritas sonrientes y ojos brillantes y curiosos. Colgó el sombrero
y miró a sus alumnos, confiando en no parecer tan asustada y tonta como se
sentía y en que no percibieran que estaba temblando.
La pasada noche había estado despierta hasta casi las doce preparando el
discurso que pensaba dar a sus alumnos el primer día. Lo había leído y
releído, y lo había mejorado con esmero, y después se lo aprendió de
memoria. Era un discurso muy bueno, lleno de grandes ideas, especialmente
en lo referente al trabajo en equipo y a los deseos y esfuerzo por aprender.
El único problema era que, en aquel momento, era incapaz de recordar una
palabra.
—Por favor, abran sus Biblias —dijo con voz débil después de lo que le
pareció un año entero (unos diez segundos en realidad). A continuación, se
desplomó sin aliento en su silla, envuelta por los crujidos y golpes de las
tapas de los pupitres. Mientras los niños leían, Ana recompuso sus frágiles
pensamientos y observó las filas de pequeños peregrinos que marchaban
hacia la Tierra de la Madurez.
Por supuesto, ya conocía a la gran mayoría. Sus propios compañeros
habían pasado de curso el año anterior, pero el resto había ido con ella a la
escuela, exceptuando los de la clase de primero y diez recién llegados.
Secretamente, Ana se sintió más interesada por estos últimos que por los
primeros, cuyas posibilidades ya conocía bastante bien. Seguramente serían
igual de vulgares que los demás, pero, por otro lado, podría haber un genio
entre ellos. Era una idea apasionante.
En un pupitre del rincón, solo, estaba sentado Anthony Pye. Tenía una
pequeña carita morena y malhumorada, y estaba mirando a Ana con una
expresión hostil en sus ojos negros. Al instante, Ana decidió que se ganaría
el afecto de ese chico y así descontentaría a los Pye por siempre jamás.
En la otra esquina del aula había otro de los forasteros, sentado con Arty
Sloane: un pequeño de aspecto alegre, nariz chata y cara llena de pecas, con
unos ojos grandes de color azul claro, rodeados de pálidas pestañas.
Probablemente era el chico de los Donnell. Y si el parecido servía para
algo, su hermana estaba sentada justo al otro lado del pasillo, junto a Mary
Bell. Ana se preguntó qué tipo de madre tendría aquella criatura para
enviarla a la escuela ataviada de aquel modo. Llevaba un vestido de seda de
color rosa pálido, adornado con una gran cantidad de encajes, unos zapatos
de piel de cabritilla blancos y medias de seda. Su pelo rubio había sido
torturado hasta conseguir un número incontable de tirabuzones artificiales,
coronados por un lazo rimbombante de seda más grande que su cabeza. A
juzgar por su expresión, se sentía satisfecha consigo misma.
Ana pensó que la chiquilla pálida de sedosos y finos cabellos del color
del heno que le caían sobre los hombros debía de ser Annetta Bell, cuyos
padres habían vivido en el pasado en el distrito escolar de Newbridge pero
que, por haber trasladado su casa cuarenta y cinco metros más al norte,
ahora estaban en Avonlea.
Las tres niñitas demacradas que se apiñaban en un banco eran, sin duda,
las Cotton. Como tampoco había duda de que la pequeña belleza de largos
rizos castaños y ojos color avellana, que lanzaba miradas coquetas hacia
Jack Gills por encima de su Biblia era Prillie Rogerson, cuyo padre acababa
de contraer matrimonio por segunda vez y había traído a la niña de Grafton,
donde vivía con su abuela. Ana no consiguió identificar a una chiquilla alta
y desgarbada, que parecía tener demasiadas manos y pies, sentada en la
última fila. Más tarde descubrió que se llamaba Barbara Shaw y que había
llegado a Avonlea para vivir con su tía. También averiguó que cuando
Barbara recorría el pasillo sin darse un traspié ni tropezar con nadie, el resto
de los estudiantes anotaban el inusitado acontecimiento en la pared del
porche a modo de conmemoración.
Pero cuando los ojos de Ana se encontraron con los del chico en el
pupitre de la primera fila ante el suyo, una pequeña y extraña sensación la
hizo estremecer, como si acabara de encontrar a su genio. Sabía que aquel
niño debía de ser Paul Irving, y que, por primera vez, la señora Rachel
Lynde había tenido razón al profetizar que no tendría nada en común con el
resto de niños de Avonlea. Más aún, Ana comprendió que no se parecía a
nadie de ningún lugar, y que a través de aquellos ojos de color azul oscuro
que la miraban tan intensamente asomaba un alma sutilmente parecida a la
suya.
Sabía que Paul tenía diez años, pero parecía no tener más de ocho. Tenía
la carita más preciosa que jamás había visto en una criatura, con unos
rasgos extremadamente refinados, envueltos por un halo de rizos castaños.
Su boca era delicada, carnosa pero sin sobresalir, con unos labios carmesí
que se cerraban con suavidad y se curvaban afinadamente hasta formar unos
hoyuelos. Tenía una expresión sobria, grave y meditabunda, como si su
espíritu fuera mucho más viejo que su cuerpo. Sin embargo, cuando Ana le
sonrió amablemente, aquella expresión desapareció en una amplia sonrisa
que pareció iluminar todo su ser, como si una lámpara se hubiese encendido
en su interior, irradiándolo de la cabeza a los pies. Y lo mejor era que todo
había sido involuntario, nacido no de un esfuerzo o motivación externa,
sino la demostración súbita de una personalidad escondida, delicada, dulce
y preciosa. Con aquel intercambio de sonrisas, Ana y Paul trabaron amistad
instantánea y para siempre, sin tan siquiera haber cruzado palabra.
El día pasó como una ensoñación. Ana fue incapaz de recordarlo con
claridad más adelante. Era como si no fuera ella la que impartía clase, sino
otra persona. Escuchó lecciones, hizo sumas y mandó ejercicios de forma
mecánica. Los niños se portaron bastante bien. Solo ocurrieron dos casos de
indisciplina.
Descubrió a Morley Andrews haciendo carreras de grillos amaestrados en
el pasillo. Ana puso a Morley contra la pared durante una hora y, algo que
el niño sintió todavía más profundamente, confiscó sus grillos. Los puso en
una caja y al regresar a casa después de la escuela los liberó en el Valle de
las Violetas, aunque Morley estaba convencido de que se los había llevado a
casa y se los había quedado para divertirse.
El otro culpable fue Anthony Pye, que vertió las últimas gotas de agua de
su botella en la nuca de Aurelia Clay. Ana dejó a Anthony sin recreo y le
habló sobre lo que se esperaba de los caballeros, explicándole que estos
jamás echaban agua por el cuello de una dama. Le dijo que quería que todos
sus alumnos fueran caballerosos. Su breve sermón fue amable y sentido,
pero, por desgracia, Anthony permaneció completamente insensible. La
escuchó en silencio, con la misma expresión huraña, y silbó con desdén al
salir. Ana suspiró, y a continuación se animó recordando que el afecto de un
Pye, como la construcción de Roma, no se ganaba en un día. De hecho,
dudaba de que los Pye tuvieran algún afecto que ganarse. Aun así, Ana
esperaba mejores resultados con Anthony, que parecía un buen chico si se
conseguía traspasar aquella hosquedad.
Cuando las clases hubieron terminado y los niños se hubieron ido, Ana se
dejó caer en la silla, rendida. Le dolía la cabeza y se sentía tristemente
desanimada. No había razón alguna para aquel desánimo, puesto que no
había ocurrido nada realmente horrible, pero Ana estaba cansada y pensaba
que jamás aprendería el oficio de maestra. ¡Y qué terrible sería trabajar de
algo que no te gustaba cada día durante… bueno, digamos que cuarenta
años! Ana no sabía si ponerse a llorar allí mismo o esperar a estar en la
seguridad del hogar, en su dormitorio de blancas paredes. Antes de que
pudiera decidirlo, oyó un ruido de pasos y un rumor de seda procedente del
porche, y se encontró ante una dama cuya apariencia le trajo a la mente una
crítica reciente del señor Harrison sobre una mujer excesivamente
engalanada que había visto en una tienda de Charlottetown. «Parecía una
colisión entre una figurita de porcelana y una pesadilla».
La recién llegada iba ataviada con un veraniego vestido de seda azul, con
volantes y fruncidos por todas partes. Su cabeza estaba coronada por un
sombrero de gasa blanca adornado con tres plumas de avestruz, largas
aunque algo fibrosas. Un velo de gasa rosa, profusamente moteado de
grandes lunares negros, le colgaba como una cortina desde el ala del
sombrero hasta los hombros y dos vaporosos lazos flotaban como
serpentinas a sus espaldas. Llevaba todas las joyas que podía llevar una
mujer pequeña y desprendía un fuerte olor a perfume.
—Soy la señora Donnell, esposa de H. B. Donnell —anunció aquella
visión—, y he venido a verla para comentarle algo que me dijo Clarice
Almira cuando vino a comer hoy, algo por lo que estoy terriblemente
preocupada.
—Lo siento —balbuceó Ana, tratando en vano de recordar cualquier
incidente de la mañana en los que se vieran envueltos los niños de los
Donnell.
—Clarice Almira me ha dicho que ha pronunciado nuestro apellido Dón-
nell, con acento en la primera sílaba. Pues bien, señorita Shirley, que sepa
que la pronunciación correcta es Don-néll, acentuando la última. Espero
que lo recuerde en el futuro.
—Lo intentaré —dijo Ana, casi sin aliento y reprimiendo un fuerte deseo
de reírse—. Sé por experiencia propia que no es agradable que deletreen
mal el nombre de una y supongo que debe de ser peor que lo pronuncien de
forma indebida.
—Así es. Y Clarice Almira también me ha informado de que ha llamado
a mi hijo Jacob.
—Así me dijo que se llamaba —protestó Ana.
—Debería haberlo supuesto —dijo la esposa de H. B. Donnell, en un
tono que implicaba que no se debía esperar la gratitud de los niños en
aquella edad degenerada—. Ese chico tiene unos gustos tan plebeyos,
señorita Shirley. Cuando nació, yo quería llamarlo St. Clair… Suena tan
aristocrático, ¿no cree? Pero su padre insistió en que lo llamáramos Jacob,
como su tío. Cedí, porque el tío Jacob era un rico soltero. ¿Y sabe lo que
pasó, señorita Shirley? Que cuando nuestro pequeñín tenía cinco años, el
viejo tío Jacob se casó y ahora tiene tres chicos. ¿Ha visto usted tamaña
ingratitud? En el preciso momento en que recibimos la invitación a la boda,
porque tuvo la impertinencia de enviarnos una, señorita Shirley, dije: «Se
acabó eso de Jacob». Desde ese día, llamo a mi hijo St. Clair, y estoy
decidida a que así lo llamen los demás. Su padre se obstina en llamarlo
Jacob, y él mismo muestra una clara preferencia por ese nombre vulgar.
Pero su nombre es St. Clair y así debe ser. Lo recordará, ¿verdad, señorita
Shirley? Se lo agradezco. Le dije a Clarice Almira que estaba segura de que
era solo un malentendido y de que se arreglaría si lo hablaba con usted.
Donnell, acento en la última sílaba… Y St. Clair, nada de Jacob. ¿Lo
recordará? Muchísimas gracias.
Cuando la esposa de H. B. Donnell y sus aires de grandeza se hubieron
retirado, Ana cerró la escuela y se dirigió a casa. Al pie de la colina, cerca
de la Vereda de los Abedules, se encontró con Paul Irving, quien le tendió
un ramo de las pequeñas y delicadas orquídeas salvajes que los niños de
Avonlea conocían como «lirios de arroz».
—Por favor, señorita, las he recogido en el campo del señor Wright —
dijo tímidamente—, y he vuelto para dárselas porque he pensado que usted
es la clase de dama a la que le gustarían, y porque… —Alzó sus hermosos y
grandes ojos—. Porque me gusta usted, señorita.
—Gracias, cariño —respondió Ana, aceptando las fragantes flores.
Las palabras de Paul actuaron como un hechizo, y el desánimo y el
cansancio desaparecieron de su espíritu, que se volvió a inundar de
esperanza como si naciera de un manantial. Recorrió la Vereda de los
Abedules a paso ligero, acompañada por la dulzura de aquellas flores, que
actuaron como una bendición.
—Bueno, ¿cómo te ha ido? —preguntó Marilla intrigada.
—Pregúnteme dentro de un mes y quizá sea capaz de contestarle… Ni
siquiera lo sé… Es demasiado reciente. Tengo la cabeza como si me la
hubieran removido y mis pensamientos son espesos y fangosos. Lo único de
lo que estoy completamente segura es de haberle enseñado la letra A a
Cliffie Wright. No la sabía. ¿No le parece que ya es mucho haberle indicado
el camino que puede llevarlo a convertirse en un Shakespeare o a escribir el
Quijote?
La señora Lynde apareció más tarde para infundirle más ánimos. Aquella
buena mujer había abordado a los escolares a las puertas de su casa y les
había preguntado qué pensaban de la nueva profesora.
—Y todos ellos dijeron que les has gustado mucho, Ana, excepto
Anthony Pye. Tengo que admitirlo. Dijo que «no tenías nada de especial,
sino que eras como cualquier otra maestra». Ahí tienes a tu oveja
descarriada. Pero no te preocupes.
—No voy a preocuparme —replicó Ana con calma—. Y voy a hacer que
Anthony Pye me tome afecto. Me lo ganaré con un poco de paciencia y de
amabilidad.
—Bueno, yo no estaría tan segura con un Pye —objetó la señora Rachel
prudentemente—. La mitad de las veces se contradicen, como los sueños. Y
en lo que respecta a esa señora Donnell, que no cuente conmigo para
acentuar la última sílaba, te lo aseguro. El nombre es Donnell, con acento
en la primera, y siempre ha sido así. Esa mujer es una excéntrica, sí, señor.
Tiene una perra faldera llamada Reinecita que come en la mesa, con el resto
de la familia, y en plato de porcelana. Si yo fuera ella, esperaría que me
llovieran las críticas. Thomas dice que aunque el señor Donnell es un
hombre sensato y trabajador, demostró poco sentido común al elegir esposa.
Capítulo 6
Todo tipo de hombres…
y de mujeres

E ra un día de septiembre en Isla del Príncipe Eduardo. Una refrescante


brisa soplaba desde el mar hacia las dunas; un largo camino rojo
serpenteaba entre campos y bosques, rodeando abetos, bordeando un
grupo de arces jóvenes que crecían en el suelo de helechos para hundirse en
una hondonada donde brillaba el riachuelo del bosque, arrollándose entre
cintas de doradas cañas y margaritas de color azul humo; el aire estaba lleno
del canto de millares de grillos, esos alegres veraneantes de las colinas; un
robusto poni marrón recorría el camino, y tras él iban dos muchachas
repletas de la simple e impagable alegría de la vida y la juventud.
—¡Oh, Diana, parece que estemos en el paraíso! —dijo Ana, suspirando
de felicidad—. ¿Puedes sentir la magia en el aire? Mira esos tonos púrpura
al fondo del valle. ¿Hueles los pinos que ya empiezan a secarse? Viene de
esa hondonada soleada, donde el señor Eben Wright ha estado cortando
estacas. Qué bendición es poder vivir un día así; pero el olor de los pinos
que se secan es como estar en el mismísimo cielo. Esta frase es mitad
Wordsworth, mitad Ana Shirley. No parece muy probable que en el cielo
haya pinos que se sequen, ¿a que no? Y sin embargo, el cielo no sería
perfecto si, al atravesar sus bosques, no sintieras el aroma de los pinos.
Quizá allí estos huelen sin necesidad de morirse. Sí, creo que debe de ser
así. Ese aroma delicioso debe ser el alma de los pinos… y claro, en el cielo,
solo hay almas…
—Los árboles no tienen alma —respondió la práctica Diana—. Aunque
es verdad que el olor de los pinos que se secan es muy agradable. Haré un
almohadón y lo llenaré con agujas de pino. Tú también podrías hacer uno,
Ana.
—Creo que sí, y lo usaré a la hora de la siesta. Así, seguro que soñaré
que soy una dríada o una ninfa de los bosques. Aunque en este instante
tengo más que suficiente con ser Ana Shirley, la maestra de Avonlea,
recorriendo este camino en un día tan dulce y agradable.
—Sí, es un día muy agradable, pero la tarea que nos espera no tiene nada
de placentero. —Suspiró Diana—. ¿Por qué se te ocurrió la idea de hacer la
colecta en este camino, Ana? Casi todos los cascarrabias de Avonlea viven
por aquí y nos tratarán como si lo hiciéramos para nuestro propio beneficio.
Es el peor camino de todos.
—Por eso lo elegí. Seguro que Gilbert y Frederic se hubieran hecho
cargo de habérselo pedido. Pero ¿sabes, Diana?, como yo fui quien la
sugirió, me siento responsable de la Asociación para la Mejora, y me parece
que debo ser yo la que se encargue de la tarea más desagradable. Me sabe
mal por ti, pero no hace falta que hables con los cascarrabias. Yo lo haré…
La señora Lynde diría que nadie mejor para ello. ¿Sabes? No se ha formado
una opinión clara sobre nuestra iniciativa. Se inclina a aprobarla, sobre todo
al recordar que el señor y la señora Allan la apoyan, pero encuentra pegas
en el hecho de que este tipo de sociedades tuviera su origen en los Estados
Unidos. De manera que se coloca entre las dos opiniones y solo el éxito nos
justificará ante sus ojos. Priscilla va a escribir un artículo para nuestra
próxima reunión, y seguro que será bueno, porque su tía es una escritora
muy inteligente y no dudo que vendrá de familia. Nunca olvidaré el
escalofrío que sentí cuando supe que la señora Charlotte E. Morgan era tía
de Priscilla. ¡Me pareció tan fascinante ser amiga de la muchacha cuya tía
ha escrito Los días de Edgewood y El jardín de los pimpollos!
—¿Dónde vive la señora Morgan?
—En Toronto. Priscilla dice que visitará Isla del Príncipe Eduardo el
próximo verano y que a lo mejor hasta nos concede una entrevista. Parece
demasiado bonito para ser verdad, aunque me encanta imaginármelo
cuando me voy a dormir.
La Asociación para la Mejora de Avonlea ya estaba constituida. Gilbert
Blythe era el presidente; Fred Wright, el vicepresidente; Ana Shirley, la
secretaria y Diana Barry, la tesorera. Los «mejoradores», como pronto se
los bautizó, se reunían una vez cada quince días en casa de uno de los
miembros. Tenían que admitir que no se podrían hacer muchas mejoras con
el invierno a las puertas, pero decidieron planear la campaña para el
siguiente verano, reunirse y discutir ideas, escribir y leer informes y
artículos y, como decía Ana, «educar el sentimiento popular».
Por supuesto, fueron muchos los que desaprobaron la iniciativa y, algo
que los mejoradores sintieron más aún, fueron muchos los que los pusieron
en ridículo. Se enteraron de que el señor Elisha Wright había dicho que el
nombre más apropiado habría sido «Club de Noviazgos». La esposa de
Hiram Sloane dijo que había oído que los mejoradores tenían pensado arar
las cunetas de los caminos para plantar geranios. El señor Levi Boulter
advirtió a todos sus vecinos de que los mejoradores insistirían en que todo
el mundo echara abajo sus casas para reconstruirlas según planos aprobados
por la misma Asociación. El señor James Spencer mandó decir que deseaba
que le hicieran el favor de traspalar la colina de la iglesia. Eben Wright le
dijo a Ana que deseaba que los mejoradores convencieran al viejo Josiah
Sloane de que cuidara de sus bigotes. El señor Lawrence Bell anunció que
estaba dispuesto a encalar sus establos, pero que no pensaba poner cortinas
de encaje en las ventanas. El comandante Spencer preguntó a Clifton
Sloane, un mejorador que llevaba la leche a la quesera en Carmody, si era
verdad que al verano siguiente se les iban a pedir lecheras pintadas a mano
y con un tapete bordado.
Pese a todo esto, o quizá a causa de la propia naturaleza humana, la
Asociación emprendió con valentía la única mejora que, con suerte, podrían
terminar aquel otoño. En la segunda reunión, en casa de los Barry, Oliver
Sloane propuso una colecta para reparar y pintar el salón de actos; Julia Bell
lo apoyó, con la molesta sensación de estar haciendo algo poco femenino.
Gilbert lo sometió a votación y se aprobó por unanimidad, y Ana lo hizo
constar en acta. El siguiente paso fue nombrar un comité, y Gertie Pye,
dispuesta a impedir que Julia Bell se llevara todos los laureles, sugirió no
sin osadía que fuera la señorita Jane Andrews la presidenta de dicha
comisión. Una vez que se votó la propuesta, Jane devolvió el cumplido y
nombró a Gertie para formar parte de la comisión, junto con Gilbert, Ana,
Diana y Frederic Wright. La comisión eligió sus rutas en cónclave privado.
A Ana y Diana les tocó el camino de Newbridge; a Gilbert y Frederic, el de
White Sands, y a Jane y Gertie, el de Carmody.
—Eso se debe —explicó Gilbert a Ana, mientras volvían andando a casa
a través del Bosque Embrujado— a que todos los Pye viven en ese camino
y no darán un céntimo a menos que se lo pida uno de ellos.
El sábado siguiente, Ana y Diana se pusieron en marcha. Fueron hasta el
fin del camino e hicieron la colecta de vuelta a casa, empezando por los
Andrew.
—Si Catherine está sola, puede que consigamos algo —dijo Diana—,
pero si Eliza anda por allí, no.
Eliza estaba allí, sí, con una expresión más adusta que de costumbre. La
señorita Eliza era uno de esos seres que dan la impresión de que la vida es
un valle de lágrimas y de que una sonrisa, por no hablar de una carcajada,
es una pérdida de tiempo y energía. Las «chicas» Andrew habían sido
«chicas» durante unos cincuenta años y parecía que iban a permanecer en
ese estado hasta el fin de su peregrinación terrenal. Se decía que Catherine
no había abandonado las esperanzas por completo; sin embargo, Eliza, que
era pesimista de nacimiento, nunca las había tenido. Vivían en una pequeña
casa marrón construida en un soleado hueco junto al hayedo de Mark
Andrew. Eliza se quejaba de que era terriblemente caluroso en verano,
mientras que Catherine decía que era hermoso y cálido en invierno.
Eliza estaba confeccionando una colcha con retales, no porque fuera
necesario, sino como protesta contra el frívolo encaje que tejía Catherine.
Las hermanas escucharon, la primera con el ceño fruncido y la segunda con
una sonrisa, a las muchachas. Aunque era evidente que cada vez que
Catherine miraba a su hermana eliminaba la sonrisa con un aire confuso y
culpable, esta reaparecía al instante.
—Si tuviera tanto dinero como para ir malgastándolo —dijo Eliza en
tono grave—, quizá le prendería fuego solo por gusto, pero no tengo
intención alguna de darlo para ese salón de actos, ni un centavo. No aporta
nada a la comunidad… No es más que un lugar para que los jóvenes se
reúnan y monten escándalo cuando estarían mejor en sus casas.
—¡Vamos, Eliza! Los jóvenes tienen que divertirse —protestó Catherine.
—No veo la necesidad. Nosotras no salíamos de picos pardos ni íbamos a
esos sitios cuando éramos jóvenes, Catherine Andrew. Este mundo va a
peor.
—Pues yo creo que mejora —dijo Catherine con decisión.
—¿Que tú crees? —La voz de Eliza expresó el mayor desprecio—. Lo
que tú creas no tiene valor, Catherine Andrew. Las cosas son como son.
—Bueno, a mí siempre me gusta ver el lado bueno, Eliza.
—No hay tal lado bueno.
—Oh, claro que lo hay —gritó Ana, que no podía resistir tal herejía en
silencio—. Hay muchos lados buenos, señorita Andrew. El mundo es un
lugar muy hermoso.
—Cuando hayas vivido tanto como yo, no tendrás una opinión tan
elevada de él —respondió amargamente Eliza—, y tampoco tendrás tanto
entusiasmo por mejorarlo. ¿Cómo está tu madre, Diana? Parece muy
cansada últimamente. Se la ve muy decaída. Dime, Ana, ¿y cuánto tiempo
le queda a Marilla antes de quedarse ciega?
—El médico dice que sus ojos no empeorarán si tiene cuidado —
balbuceó Ana.
Eliza negó con la cabeza.
—Los médicos siempre hablan así para animar a la gente. Si yo fuera
ella, no me haría muchas ilusiones. Es mejor estar preparada para lo peor.
—¿Y no deberíamos estar preparados también para lo mejor? —rogó
Ana—. Hay tantas posibilidades de que ocurra una cosa como la otra.
—Mi experiencia afirma que no, y yo tengo cincuenta y siete años, y tú
solo dieciséis —respondió Eliza—. ¿Ya os vais? Bueno, espero que vuestra
nueva Asociación sea capaz de evitar que Avonlea se hunda todavía más,
aunque la verdad es que no guardo mucha esperanza.
Ana y Diana salieron y se alejaron a toda velocidad. Apenas pasaron la
curva del bosque de hayas, vieron una rolliza figura que cruzaba corriendo
el prado del señor Andrew, haciéndoles señas con los brazos. Era Catherine
Andrew y estaba tan agitada que casi no podía hablar, pero echó un par de
monedas de veinticinco centavos en la mano de Ana.
—Esta es mi contribución para pintar el salón de actos —murmuró
entrecortadamente—. Me hubiera gustado dar un dólar, pero no me atrevo a
coger más dinero porque Eliza se daría cuenta. Estoy realmente interesada
en vuestra institución y creo de verdad que vais a hacer mucho bien. Soy
optimista. Tengo que serlo, viviendo con Eliza. Debo regresar antes de que
me eche de menos… Le he dicho que salía a dar de comer a los pollos.
Espero que tengáis suerte con la colecta y no os toméis en serio lo que ha
dicho mi hermana. El mundo está mejorando… Claro que sí.
La siguiente parada fue la casa de Daniel Blair.
—Bueno, todo depende de si su mujer está o no en casa —dijo Diana,
mientras avanzaba, dando saltos por el sendero repleto de raíces—. Si está,
no nos darán un centavo. Todo el mundo dice que Daniel Blair no se atreve
a cortarse el pelo sin pedirle permiso a la tacaña de su mujer. Dice que las
personas deben ser justas antes que generosas, pero la señora Lynde afirma
que se pasa tanto rato en ese «antes» que la generosidad nunca llega.
Ana contó a Marilla su experiencia en casa de los Blair.
—Atamos el caballo y llamamos a la puerta de la cocina. Nadie acudió,
pero la puerta se hallaba abierta y escuchamos a alguien en la despensa,
murmurando entre dientes. No llegamos a distinguir las palabras, pero
Diana dice que le parecieron palabrotas. En ningún momento he creído que
fuera el señor Blair, siempre tan callado y dócil; pero, Marilla, hay que
reconocer que tenía sus razones, porque al final, cuando el pobre hombre
apareció en la puerta, rojo como una amapola, tenía puesto uno de los
grandes delantales de su mujer. «No me puedo librar de esta maldita cosa»,
dijo, «porque está anudada muy fuerte y no puedo romperla, de manera que
me tendrán que disculpar, señoritas». Le rogamos que no le diera
importancia, entramos y nos sentamos. El señor Blair también lo hizo; se
echó el delantal a la espalda y lo enrolló, pero parecía tan avergonzado que
me dio lástima y Diana dijo que le parecía que habíamos llegado en un
momento poco oportuno. «Oh, no», dijo el señor Blair, tratando de sonreír;
ya sabe que es muy educado. «Ando un poco ocupado… Estoy preparando
una tarta. Mi mujer recibió un telegrama de Montreal avisándola de que su
hermana llega esta noche y ha ido a esperar el tren. Me ha pedido que
prepare una tarta. Escribió la receta y me dijo qué debía hacer, pero ya he
olvidado la mitad de las instrucciones. Aquí dice: “Sazonar al gusto”. ¿Qué
querrá decir eso? ¿Y qué ocurre si mi gusto es diferente al de los demás?
¿Será suficiente con una cucharadita de vainilla?». Sentí mucha piedad por
aquel pobre hombre. Parecía estar completamente fuera de lugar. Sabía que
existían maridos dominados y me pareció que estábamos ante uno de ellos.
Tuve la tentación de decirle: «Señor Blair, si me ofrece un donativo para
pintar el salón de actos, le mezclaré los ingredientes». Pero, de pronto,
pensé que no sería caritativo aprovecharse de un semejante en apuros. De
manera que me ofrecí para amasar la tarta sin condiciones. Aceptó mi oferta
al momento. Dijo que antes de casarse solía hacer el pan, pero que la temida
tarta era demasiado para él, aunque no quería desilusionar a su mujer. Me
consiguió otro delantal y Diana batió los huevos mientras yo amasaba. El
señor Blair nos ayudó, alcanzándonos los ingredientes. Se había olvidado
por completo de su delantal y al caminar deprisa, se agitaba tras él y Diana
se moría de risa. Dijo que hornearía él la tarta, que estaba acostumbrado…
y entonces nos dio cuatro dólares para la colecta. De manera que fuimos
recompensadas. Pero de no haber recibido un centavo, seguiría pensando
que hicimos una auténtica obra de caridad.
La siguiente parada fue en casa de Theodore White. Ni Ana ni Diana
habían estado allí antes y solo conocían a la señora White de vista, y no era
una persona muy dada a la hospitalidad. ¿Debían ir por la puerta principal o
por la trasera? Mientras lo hablaban en voz baja, la señora White apareció
en la puerta principal con una pila de periódicos. Uno por uno, los fue
poniendo deliberadamente sobre el suelo del porche y los escalones, y luego
por el camino hasta llegar a los pies de sus sorprendidas visitantes.
—¿Me haréis el favor de limpiaros los pies en la hierba y luego caminar
sobre estos papeles? —dijo con inquietud—. Acabo de fregar toda la casa y
no quiero que se ensucie. Ayer llovió y todavía hay barro en el camino.
—No te rías —murmuró Ana, mientras caminaban sobre los diarios—.
Por favor, Diana, no me mires, diga lo que diga. De lo contrario, no seré
capaz de reprimir la risa.
Los periódicos cruzaban el salón hasta una inmaculada sala de estar. Las
muchachas se acomodaron en las sillas más cercanas y explicaron su
misión. La señora White las escuchó educadamente, interrumpiéndolas solo
en un par de ocasiones: una, para cazar una mosca aventurera, y la otra,
para recoger una brizna de hierba que había caído del vestido de Ana. Esta
se sintió horriblemente culpable, pero el ama de casa aportó dos dólares que
pagó al momento para, como dijo Diana al salir, «evitar que regresáramos».
Antes de que las muchachas desataran el poni, la señora White ya había
apilado de nuevo los periódicos, y antes de abandonar el jardín la vieron
muy ocupada barriendo el salón.
—Siempre he oído que la señora White era la mujer más pulcra del
mundo y ahora lo creo —dijo Diana, soltando una carcajada reprimida tan
pronto como estuvieron en terreno seguro.
—Me alegro de que no tenga niños —dijo Ana con cierta gravedad—.
Sería terrible para ellos.
En casa de los Spencer, la señora Isabella les hizo pasar un mal rato
criticando a todos los habitantes de Avonlea. El señor Thomas Boulter se
negó a participar porque, veinte años atrás, cuando construyeron el edificio,
no lo hicieron donde él recomendó. La señora Esther Bell, que era el vivo
retrato de la salud, se pasó media hora detallando sus dolores y achaques, y
contribuyó con cincuenta tristes centavos porque al año siguiente no podría
ayudar puesto que ya no estaría allí… Ah, no, seguro que estaría bajo tierra.
La peor recepción, sin embargo, fue en casa de Simon Fletcher. Cuando
entraron en el jardín, vieron dos caras que las observaban desde la ventana
del porche. Pero, pese a que llamaron y esperaron pacientemente, nadie
acudió. Como resultado, dos muchachas indignadas abandonaron la
propiedad. Hasta Ana admitió que comenzaba a desanimarse. Pero la marea
cambió. A continuación venían varias casas de los Sloane, donde casi todo
el mundo contribuyó y desde allí al final, salvo algún que otro tropiezo, les
fue bastante bien. La última visita fue a la casa de Robert Dickson, junto al
puente de la laguna. Como la señora Dickson tenía reputación de ser una
mujer muy susceptible, se quedaron a tomar el té para no ofenderla.
Mientras estaban allí, llegó la anciana esposa de James White.
—Acabo de estar en casa de Lorenzo —anunció—. Es, en este momento,
el hombre más feliz de Avonlea. ¿Y por qué, pensaréis? Pues porque hay un
nuevo muchachito allí… Y después de siete chicas, es todo un
acontecimiento.
Ana prestó atención y, nada más salir, declaró:
—Voy directamente a casa de Lorenzo White.
—Pero si vive en el camino de White Sands y está bastante lejos de
nuestra ruta… —protestó Diana—. Gilbert y Fred le pedirán su
contribución.
—Hasta el sábado no pasarán por allí, y entonces ya será muy tarde —
dijo Ana con firmeza—. La novedad habrá desaparecido. Lorenzo White es
terriblemente mezquino, pero en este instante, contribuirá en cualquier cosa,
lo que sea. No debemos dejar perder una oportunidad como esta.
El resultado justificó la intuición de Ana. El señor White las recibió en el
jardín, más resplandeciente que el sol. Cuando Ana le pidió una
contribución, él accedió, entusiasmado.
—Claro, claro. Donaré un dólar más que la cantidad más alta que hayáis
conseguido.
—Entonces, serán cinco dólares; el señor Daniel Blair puso cuatro —dijo
Ana con cierto temor. Pero Lorenzo no pestañeó.
—Pues cinco entonces, y aquí tenéis el dinero. Ahora, quiero que entréis
en casa. Hay algo que quiero que veáis…, algo que poca gente ha visto.
Entrad y dad vuestra opinión.
—¿Qué diremos si el niño no es guapo? —murmuró Diana temblando
mientras seguían al entusiasmado Lorenzo.
—¡Oh, seguro que le encontraremos algo bonito! —dijo Ana—. Siempre
pasa lo mismo con los niños.
Sin embargo, el bebé era precioso, y el señor White tuvo por bien
pagados sus cinco dólares con lo encantadas que quedaron las niñas ante el
rollizo recién llegado. Esa fue la primera y única vez que Lorenzo hizo un
donativo.
Ana, terriblemente cansada, se esforzó un poco más aquella noche por el
bien público: cruzó el campo y fue a visitar al señor Harrison, quien, como
de costumbre, fumaba su pipa en el porche con Ginger a su lado. Para ser
precisos, su casa estaba situada en el camino de Carmody, pero Jane y
Gertie, que solo lo conocían de oídas, habían rogado a Ana que lo visitara.
Sin embargo, el señor Harrison se negó rotundamente a contribuir ni
aunque fuera con un centavo, y la petición de Ana cayó en saco roto.
—Pero, señor Harrison, yo creía que usted aprobaba nuestra Asociación
—se quejó.
—Y así es…, así es…, pero la aprobación no llega a mi bolsillo, Ana.
«Con unas pocas experiencias más como las de hoy, me volveré tan
pesimista como la señorita Eliza Andrew», pensó Ana aquella noche al
mirarse al espejo antes de acostarse.
Capítulo 7
Sentido del deber

U na agradable tarde de octubre, Ana se recostó en su silla y suspiró.


Estaba sentada ante una mesa cubierta de libros de texto y ejercicios,
pero las hojas de papel manuscritas que se encontraban frente a ella no
parecían tener aparente conexión con estudios o deberes.
—¿Qué sucede? —preguntó Gilbert, que se había asomado a la puerta
abierta de la cocina justo a tiempo para escuchar el suspiro.
Ana se ruborizó y escondió los papeles bajo unas redacciones de sus
alumnos.
—Nada terrible. Solo trataba de plasmar en papel algunos de mis
pensamientos, tal como me aconsejó el profesor Hamilton, pero no lo
consigo. Resultan tan mansos y tontos en blanco y negro. Las fantasías son
como sombras, vacilantes y danzarinas, imposibles de atrapar. Pero si sigo
probando, quizá algún día aprenda el secreto. Ya sabes que no tengo mucho
tiempo. No siempre me apetece escribir cuando termino de corregir deberes
y redacciones.
—Lo estás haciendo muy bien en la escuela, Ana. Todos los niños te
quieren mucho —dijo Gilbert tomando asiento sobre el escalón de piedra.
—¡Oh, no, eso no es cierto! Anthony Pye no me quiere ni quiere
quererme. Y lo que es peor, no me respeta en absoluto. Se limita a
observarme con desprecio, y he de confesarte que empieza a preocuparme.
No es que sea malo…, es solo algo travieso, pero no más que el resto.
Aunque no suele desobedecerme, acepta mis órdenes con un desdeñoso aire
de tolerancia, como si pensara que no vale la pena discutir la cuestión y es
un mal ejemplo para los demás. He tratado por todos los medios de
ganarme su afecto, pero me parece que no lo conseguiré nunca. Aunque me
gustaría, porque es buen chico. Además, es un Pye, y podría quererlo si me
lo permitiera.
—Probablemente su comportamiento sea el resultado de lo que escucha
en casa.
—No, en absoluto. Anthony es un chiquillo muy independiente capaz de
formarse su propia opinión. Siempre ha tenido a maestros y dice que las
mujeres no saben enseñar. Bueno, veremos qué consigo con paciencia y
amabilidad. Me gustan los retos, y la enseñanza es una profesión
verdaderamente interesante. Con Paul Irving se compensa todo lo que les
falta a los otros. Ese niño es encantador, Gilbert, y además es un genio.
Estoy segura de que el mundo oirá hablar de él algún día —concluyó Ana,
conmovida.
—A mí también me gusta enseñar —respondió Gilbert—. Es un buen
entrenamiento, Ana. He aprendido más en las semanas que llevo en White
Sands que en todos los años de colegio. Parece que a todos nos va muy
bien. He oído decir que la gente de Newbridge está contenta con Jane, y
creo que en White Sands están bastante satisfechos con este humilde
servidor. Todos, excepto el señor Andrew Spencer. Anoche, al regresar a
casa, me encontré con la esposa de Peter Blewett y me dijo que creía que
era su deber informarme de que el señor Spencer no aprobaba mis métodos.
Ana tomó un aire reflexivo.
—¿Has reparado en que, cuando alguien te dice que cree su deber
informarte sobre una cosa determinada, siempre debes prepararte para oír
algo desagradable? ¿Por qué será que nunca consideran un deber decirte
algo agradable que hayan escuchado sobre ti? La esposa de H. B. Donnell
volvió ayer otra vez a la escuela y me dijo que creía que era su deber
informarme de que a la esposa de Harmon Andrew no le parecía bien que
les leyera cuentos de hadas a los niños, y que el señor Rogerson pensaba
que Prillie no adelantaba lo suficiente en aritmética. Si Prillie pasara menos
tiempo guiñando el ojo a los muchachos por encima del libro, adelantaría
más. Estoy completamente segura de que James Gills le hace las sumas en
clase, pero nunca he podido pescarlo con las manos en la masa.
—¿Has conseguido reconciliar al hijo de la señora Donnell con su
nombre cristiano?
—Sí —rio Ana—, aunque fue una labor verdaderamente difícil. Al
principio, cuando lo llamaba «St. Clair», no hacía caso hasta que lo repetía
dos o tres veces. Y luego, cuando los otros niños le daban un codazo, me
miraba con aire agraviado, como si le hubiese llamado John o Charlie y no
tuviese por qué darse por aludido. De manera que una tarde le pedí que se
quedara al finalizar las clases y le hablé con amabilidad. Le dije que su
madre quería que le llamara St. Clair y que no podía oponerme a sus
deseos. Lo comprendió enseguida, porque es un niño muy razonable, y dijo
que yo podía llamarlo St. Clair, pero que «le daría una paliza» al compañero
que lo hiciera. Por supuesto, tuve que reprenderlo por usar esos términos.
Desde entonces yo lo llamo St. Clair, los muchachos lo llaman Jake y todo
marcha bien. Me ha confesado que quiere ser carpintero, pero la señora
Donnell dice que debo hacer de él un profesor universitario.
La mención de la universidad desvió los pensamientos de Gilbert, y
durante un rato hablaron de sus planes y sueños con tono grave, serio y
esperanzado, como hablan los jóvenes mientras el futuro es aún un sendero
por recorrer, lleno de maravillosas posibilidades.
Gilbert tenía decidido que quería ser médico.
—Es una profesión magnífica —anunció con entusiasmo—. En la vida,
un hombre debe luchar por algo. ¿No se definió al hombre como un animal
en lucha constante? Pues yo deseo luchar contra la enfermedad, el dolor y la
ignorancia. Quiero contribuir al mundo con un trabajo real y honesto, Ana,
y contribuir al saber que ha venido acumulando la humanidad desde el
principio de los siglos. Quienes han vivido antes que yo han hecho tanto por
mí que quiero agradecerlo haciendo algo por los que vendrán después. Me
parece que es la única manera de cumplir con las obligaciones hacia la
humanidad.
—A mí me gustaría contribuir con algo de belleza —dijo Ana con aire
soñador—. No es mi deseo concreto hacer que la gente sepa más…, aunque
reconozco que esa es la más noble de las ambiciones. Pero me gustaría
hacer a los demás más felices, darles pequeñas alegrías que no podrían
haber disfrutado de no haber nacido yo.
—Creo que cumples tu ambición a diario, Ana —dijo Gilbert con
admiración.
Y tenía razón. Ana era una de esas criaturas que iluminaban por
naturaleza. Cuando dirigía una sonrisa o una palabra a alguien, esa persona
veía la vida hermosa y llena de esperanzas, por lo menos durante ese
instante.
Por fin, Gilbert se incorporó pesarosamente.
—Bueno, debo ir a casa de los MacPherson. Moody Spurgeon llega hoy
de la Academia Queen’s para pasar el domingo en casa y va a traerme un
libro que me envía el profesor Boyd.
—Y yo debo preparar el té para Marilla. Fue a ver a la señora Keith y
pronto estará de regreso.
Cuando llegó Marilla, Ana ya lo tenía todo preparado. Los leños
crepitaban en el fuego, la mesa estaba adornada con ramas de pino y hojas
rojas de arce, y el aroma del jamón y las tostadas impregnaba la estancia.
Sin embargo, Marilla se desplomó en la silla con un profundo suspiro.
—¿Le molestan los ojos? ¿Le duele la cabeza? —inquirió Ana con
ansiedad.
—No, solo estoy cansada…, y preocupada por Mary y sus niños. Mary
ha empeorado. No durará mucho. Y en cuanto a los mellizos, no sé qué será
de ellos.
—¿No han tenido noticias del tío?
—Sí. Mary recibió una carta suya. Está trabajando en un aserradero y
«pasándolo en grande». Dice que no puede hacerse cargo de los niños hasta
la primavera. Para entonces, espera estar casado y tener casa propia, pero
hasta ese momento le ha pedido a Mary que encuentre a algún vecino que
se ocupe de ellos durante el invierno. Ella dice que no se atreve a pedirle a
nadie ese favor. Mary nunca se ha llevado bien con la gente de East
Grafton. Esa es la cuestión. Y, ¿sabes, Ana?, estoy segura de que Mary
quiere que me haga cargo de los niños. No me lo ha dicho con palabras,
pero me lo ha pedido con los ojos.
—¡Oh! —Ana juntó las manos con entusiasmo—. Y por supuesto que lo
hará, ¿verdad, Marilla?
—Todavía no lo he decidido —dijo esta agriamente—. No decido las
cosas tan precipitadamente como tú, Ana. Somos parientes lejanos y es una
responsabilidad muy grande cuidar de dos niños de seis años, y para colmo,
mellizos.
Marilla tenía la convicción de que los mellizos eran el doble de malos
que los otros niños.
—Los mellizos son muy interesantes…, al menos cuando solo son un par
—dijo Ana—. La monotonía llega cuando hay dos o tres. Y creo que a
usted le vendría bien tener un poco de diversión mientras yo estoy en la
escuela.
—No veo en qué puede ser divertido… Yo diría que nos traerá más
preocupaciones y dolores de cabeza que otra cosa. No sería tan arriesgado si
al menos tuvieran la misma edad que cuando tú llegaste. Dora no me
preocupa tanto, parece buena y tranquila. Pero Davy…
A Ana le gustaban mucho los niños y suspiraba por los mellizos Keith.
En ella aún estaba vivo el recuerdo de su propia niñez. Sabía que la única
debilidad de Marilla era su profunda devoción hacia lo que creía su deber.
Así que, hábilmente, Ana construyó su argumentación sobre dicho punto.
—Si Davy es desobediente, razón de más para ocuparse de él. No
sabemos qué será de ellos ni qué influencias extrañas podrían recoger.
Suponga que se hacen cargo de ellos los Sprott, sus vecinos. La señora
Lynde dice que Henry Sprott es el hombre más malhablado que ha conocido
en su vida y ni se imagina la cantidad de palabrotas que dicen sus hijos.
¿No sería horrible que los mellizos las aprendieran? Suponga que se van
con los Wiggins. La señora Lynde dice que el señor Wiggins vende todo
cuanto puede y alimenta a su familia con leche descremada. A usted no le
gustaría que sus parientes se murieran de hambre, ¿a que no? Me parece,
Marilla, que es su deber hacerse cargo de ellos.
—Supongo que sí —dijo Marilla tristemente—. Creo que se lo
comunicaré a Mary. No debes ponerte tan contenta, Ana. Lo único que esto
va a suponer es más trabajo para ti. Yo no puedo coser por culpa de mis
ojos, de manera que deberás encargarte de confeccionarles y arreglarles la
ropa. Y a ti no te gusta coser.
—Lo detesto —dijo Ana con calma—, pero si usted acepta hacerse cargo
de esos niños por un sentido del deber, yo coseré por la misma razón.
Siempre sienta bien hacer cosas que no nos gustan…, con moderación,
claro.
Capítulo 8
Marilla adopta a los mellizos

L a señora Rachel Lynde estaba tejiendo una colcha junto a la ventana de


su cocina, al igual que varios años atrás, cuando Matthew Cuthbert
había aparecido en la colina con el carruaje y lo que la señora Lynde
bautizó como «su huérfana importada». La única diferencia era que en
aquel momento no estaban en primavera, sino a finales de otoño, y los
árboles estaban desnudos y los campos secos y de color marrón. El sol se
ponía entre abundantes tonos púrpura y oro tras los oscuros bosques del
oeste de Avonlea, cuando un coche tirado por un hermoso rocín apareció
bajando la colina. La señora Lynde lo observó con avidez.
—Ahí está Marilla volviendo del funeral —anunció a su marido, que
estaba recostado en la butaca de la cocina. Thomas Lynde llevaba un tiempo
recostándose más que de costumbre en su butaca, pero su mujer, tan experta
en advertir todo lo que ocurría fuera de su hogar, aún no había caído en ello
—. Y trae a los mellizos consigo… Sí, ahí está Davy, tirándole de la cola al
poni mientras Marilla lo aparta. Dora está sentada, estirada como un palo.
Parece como si la acabaran de almidonar y planchar. Vaya, vaya, no cabe
duda de que la pobre Marilla va a estar bastante ocupada este invierno. Y
sin embargo, vistas las circunstancias, no creo que tuviera otra opción. Al
menos, tiene a Ana para que la ayude. La muchacha está contentísima. Y
tiene gracia con los niños, sí, señor. Parece que fue ayer cuando el pobre
Matthew trajo a Ana y todos se rieron ante la idea de Marilla de criar una
niña. Y ahora ha adoptado mellizos. Qué sorpresas da la vida…
El robusto poni cruzó el puente de la hondonada de los Lynde y tomó el
sendero que conducía a Tejas Verdes. Marilla no parecía muy contenta.
Durante los quince kilómetros desde East Grafton, Davy Keith no había
dejado de moverse, como si tuviera el baile de San Vito. Marilla no había
conseguido que se sentara y se mantuviera quieto y había estado todo el
camino con el temor constante de que cayera y se rompiera el cuello o fuera
a parar a las patas traseras del poni. Finalmente, lo amenazó con darle una
azotaina tan pronto llegaran a casa. Davy enseguida se sentó en su regazo
haciendo caso omiso de las riendas, le echó sus brazos regordetes al cuello
y le dio un abrazo de oso.
—No creo que lo diga en serio —dijo, y a continuación besó
afectuosamente la arrugada mejilla de Marilla—. No parece una señora
capaz de darle una azotaina a un niño porque no se queda quieto. ¿No era
difícil para usted estarse quieta cuando tenía mi edad?
—No, siempre me quedaba quieta cuando me lo ordenaban —contestó
Marilla, hablando secamente aunque con el corazón conmovido por los
arrumacos impulsivos de Davy.
—Bueno, creo que eso fue porque era una niña —respondió el chiquillo,
volviendo a su lugar después de otro abrazo—. Es divertido pensar que ha
tenido que ser una niña en algún momento de su vida. Dora está sentada y
quieta…, pero a mí no me parece divertido. Me parece muy aburrido ser
niña. Dora, voy a animarte un poco.
El método de Davy para «animarla» era agarrar los rizos de Dora y darles
un tirón. La niña lanzó un chillido y se puso a llorar.
—¿Cómo puedes ser tan malo cuando acabamos de enterrar a tu pobre
madre? —dijo Marilla tristemente.
—Pero a ella le gustó morirse —contestó Davy en tono confidencial—.
Lo sé porque me lo dijo. Estaba harta de estar enferma. Hablamos mucho la
noche antes de que muriera. Me contó que Dora y yo pasaríamos el invierno
con usted y me pidió que fuera bueno. Voy a ser bueno, aunque… ¿no
puedo ser igual de bueno tanto si me muevo como si estoy quieto? Y
comentó que también debía ser bueno con Dora y protegerla, y así lo voy a
hacer.
—¿Y crees que tirándole del pelo estás siendo bueno con ella?
—Oh, no voy a dejar que nadie más lo haga —dijo Davy, apretando el
puño y frunciendo el ceño—. Que se atrevan a intentarlo. No le he hecho
daño… ¿Podría llevar yo las riendas un rato?
Al entrar en el jardín, donde la brisa de la noche otoñal bailaba con las
hojas amarillas, Marilla se sintió la mujer más agradecida del mundo al ver
a Ana, que los esperaba en la puerta, lista para bajar a los mellizos. Aunque
Dora se resignó con calma a que la besaran, Davy respondió a la bienvenida
de Ana con uno de esos cariñosos abrazos y el alegre anuncio de: «Soy el
señor Davy Keith».
Durante la cena, Dora se comportó como una señorita, pero la actitud de
Davy dejó mucho que desear.
—Tengo tanta hambre que no puedo perder el tiempo en comer
correctamente —dijo cuando Marilla lo reprendió—. Dora no tiene ni la
mitad de hambre que yo. Piense en todo el ejercicio que he hecho durante el
viaje. Esta tarta está riquísima. Hacía muchísimo que no comíamos tarta en
casa. Mamá estaba demasiado enferma para hacerla y la señora Sprott decía
que con traernos el pan ya hacía suficiente. Y la señora Wiggins jamás pone
ciruelas en sus tartas. ¿Puedo servirme otro trozo?
Marilla habría dicho que no, pero Ana le cortó un generoso pedazo y se
lo tendió, recordándole que debía dar las gracias. Davy sonrió de oreja a
oreja y le dio un buen mordisco. Cuando se lo hubo terminado, dijo:
—Si me diera otro trozo, le daría las gracias.
—No, ya has comido bastante —respondió Marilla, en un tono que Ana
conocía bien y que, en el futuro, Davy llegaría a identificar como
concluyente.
Davy guiñó el ojo a Ana e inclinándose sobre la mesa, le arrebató el trozo
a Dora, quien solo había dado un pequeño bocado y, abriendo la mandíbula
todo lo que pudo, lo engulló entero. Los labios de Dora empezaron a
temblar y Marilla quedó muda de horror. Con su mejor tono de maestra,
Ana exclamó:
—¡Oh, Davy, los caballeros no hacen este tipo de cosas!
—Ya lo sé —dijo el niño tan pronto como pudo hablar—, pero yo no soy
ningún caballero.
—¿Y no quieres serlo? —preguntó la sorprendida Ana.
—Claro que sí. Pero hasta que no te haces mayor, no eres un caballero.
—Oh, ya lo creo que lo eres —se apresuró a decir Ana, advirtiendo una
buena oportunidad de sembrar para el futuro—. Se puede empezar a ser
caballero ya de pequeño. Y los caballeros nunca arrebatan cosas a las
chicas, ni se olvidan de dar las gracias ni estiran el pelo.
—Entonces se deben de aburrir mucho —dijo Davy con franqueza—. Me
parece que esperaré a crecer antes de serlo.
Marilla, con aire resignado, cortó otro trozo para Dora. No se sentía
capaz de lidiar con Davy en aquellos momentos. Había sido un día muy
duro, con el funeral y el largo viaje. En aquel momento, contemplaba el
futuro con un pesimismo digno de Eliza Andrew.
Los mellizos no se parecían mucho, aunque ambos eran rubios. Dora
tenía una melena rizada, larga y suave, y siempre iba peinada, mientras que
el pelo de Davy era indomable. Los ojos castaños de Dora eran suaves y
dulces; los de Davy, tan inquietos como los de un duende. La nariz de Dora
era recta; la de su hermano, completamente chata. El rictus de Dora era
remilgado; el de Davy, todo sonrisas, y además tenía un hoyuelo en una sola
mejilla, lo que le daba un aspecto cómico, afectuoso y asimétrico cuando
reía. Detrás de todos los pliegues de su rostro se escondían la alegría y las
travesuras.
—Será mejor que os acostéis —dijo Marilla, que pensaba que esa era la
mejor forma de deshacerse de ellos—. Dora dormirá conmigo. Ana, puedes
poner a Davy en la buhardilla del oeste. No tienes miedo de dormir solo,
¿verdad, Davy?
—No, pero no pienso ir a dormir hasta dentro de un rato.
—Oh, ya lo creo que irás.
Aunque la rendida Marilla no dijo nada más, su tono hizo callar al niño.
El pequeño siguió obediente a Ana.
—Cuando sea grande, lo primero que haré será estar levantado toda la
noche para ver qué ocurre —anunció en tono confidencial.
En los años que siguieron, Marilla jamás dejó de echarse a temblar cada
vez que recordaba aquella primera semana de los mellizos en casa. En
realidad, no fue peor que las siguientes, pero le pareció así por la novedad.
No había momento del día en que Davy no estuviera portándose mal o
planeando hacerlo, aunque su primera hazaña notable ocurrió a los dos días
de llegar, un domingo, en una mañana agradable y cálida, como si fuera de
septiembre. Ana lo vistió para ir a la iglesia mientras Marilla arreglaba a
Dora. Davy enseguida protestó enérgicamente por tener que lavarse la cara.
—Marilla ya me la lavó ayer, y la señora Wiggins la fregó con jabón el
día del funeral. Es suficiente para una semana. No veo para qué sirve estar
tan limpio. Es muchísimo más cómodo estar sucio.
—Paul Irving se lava la cara todos los días por voluntad propia —dijo
Ana con astucia.
Aunque habían pasado poco más de cuarenta y ocho horas desde que
llegara a Tejas Verdes, Davy ya adoraba a Ana y odiaba a Paul Irving, a
quien Ana había elogiado con entusiasmo al día siguiente de su llegada. Si
Paul Irving se lavaba todos los días, ya no había nada más que añadir. Él,
Davy Keith, también lo haría, aunque le repateara. La misma consideración
lo hizo someterse mansamente a otros detalles del aseo personal y, al
finalizar, estaba realmente guapo. Mientras lo guiaba hasta el viejo banco de
los Cuthbert, Ana sintió cierto orgullo maternal.
Al principio, Davy se comportó bastante bien y se entretuvo mirando de
reojo a los otros chiquillos y adivinando quién podía ser Paul Irving. Los
dos primeros himnos y las lecturas transcurrieron sin novedad. El señor
Allan se hallaba predicando cuando ocurrió la catástrofe.
Lauretta White estaba sentada delante de Davy, con la cabeza
ligeramente inclinada y peinada con dos largas trenzas que dejaban ver su
pálida piel, rodeada de un cuello de encaje holgado. Lauretta era una niña
de ocho años, regordeta y de aspecto plácido, que había tenido un
comportamiento irreprochable en la iglesia desde el primer día en que su
madre la llevó, cuando tenía solo seis meses.
Davy hurgó en su bolsillo y extrajo… una oruga, una oruga peluda y
serpenteante. Marilla lo vio y trató de detenerlo, pero ya era demasiado
tarde. Davy metió la oruga en el cuello de Lauretta.
En mitad del sermón del señor Allan, se oyeron unos gritos
desgarradores. El reverendo se detuvo sorprendido y abrió los ojos. Todos
los feligreses alzaron la cabeza. En su banco, Lauretta White bailaba algún
tipo de danza extraña, rascándose frenéticamente la espalda.
—¡Oh, mamá…, mami! Oh, sácala… sácala… ¡Oh! Ese niño malo me la
ha metido en el cuello. ¡Oh, mamá, está cada vez más abajo…! ¡Oh! ¡Oh!
La señora White se puso en pie y sacó con determinación a la histérica
Lauretta de la iglesia. Sus gritos se perdieron en la distancia y el señor
Allan prosiguió con el sermón. Pero todos tuvieron la sensación de que fue
un fracaso. Por primera vez en su vida, Marilla no lo siguió y Ana se
mantuvo sentada, roja de vergüenza.
Al regresar a casa, Marilla llevó a Davy a la cama y lo obligó a quedarse
allí todo el día. No le dio comida alguna, excepto té con pan y mantequilla.
Ana se lo sirvió y se sentó tristemente a su lado, mientras él comía con una
avidez que indicaba poco arrepentimiento. Pero la mirada de reproche de
Ana lo turbaba.
—Supongo que Paul Irving no habría dejado caer una oruga en el cuello
de una niña estando en la iglesia, ¿a que no? —dijo reflexivamente.
—Desde luego que no —respondió Ana con tristeza.
—Bueno, entonces siento un poco haberlo hecho —concedió Davy—.
Pero era una oruga tan bonita… La atrapé al entrar, en los escalones de la
capilla. Me daba pena que se perdiera. Dime, ¿no ha sido divertido oír gritar
a esa niña?
El martes por la tarde, la Sociedad de Beneficencia se reunió en Tejas
Verdes. Ana se apresuró a regresar a casa desde la escuela porque sabía que
Marilla necesitaría toda la ayuda posible. Dora, pulcra y correcta, con su
vestido blanco bien almidonado y un cinto negro, estaba sentada en la sala
con los miembros de la Sociedad, respondiendo recatadamente cuando le
hablaban y callando cuando no, y en todo momento se comportaba como
una niña modelo. Davy, sucio a más no poder, se encontraba en el establo
jugando con barro.
—Le dije que podía hacerlo —dijo Marilla apesadumbrada—. Pensé que
así no haría una travesura peor. De esa forma solo se ensucia. Terminaremos
de tomar el té y lo llamaremos para que tome el suyo. Dora puede estar con
nosotras, pero jamás dejaría sentar en la misma mesa a Davy y a los
miembros de la Sociedad.
Cuando Ana fue a avisar a los invitados de que podían pasar a tomar el
té, vio que Dora no estaba en la estancia. La esposa de Jasper Bell dijo que
Davy había aparecido bajo el umbral de la puerta y le había pedido que
saliera. Después de una rápida charla con Marilla en la despensa, decidieron
que los niños tomarían el té más tarde.
Ya casi habían terminado sus tazas cuando el comedor se vio invadido
por una figura desconcertada. Marilla y Ana intercambiaron miradas
desesperadas, y las visitantes, sorprendidas. ¿Podría ser Dora esa cosa
indescriptible y llorosa con un vestido empapado y goteante y unos cabellos
desde los que chorreaba agua sobre la nueva alfombra de Marilla?
—Dora, ¿qué te ha ocurrido? —gritó Ana, mirando con expresión
culpable a la esposa de Jasper Bell, de quien se decía que su familia era la
única en el mundo a la que nunca ocurrían accidentes.
—Davy me ha hecho caminar por la cerca de la pocilga. —Lloriqueó
Dora—. Yo no quería, pero él me ha llamado miedica. Y entonces me he
caído dentro, y se me ha ensuciado el vestido y el cerdo se me ha echado
encima. Mi vestido estaba horrible, pero Davy ha dicho que si me ponía
bajo la bomba, el agua me limpiaría, así que me he puesto allí y él ha
bombeado, pero el vestido no está limpio y he estropeado mi cinto y mis
zapatos…
Durante el resto de la merienda, Ana hizo sola los honores de la mesa
mientras Marilla vestía nuevamente a Dora con su ropa de diario. Atraparon
a Davy y lo enviaron a la cama sin cenar. Ana se acercó a su habitación al
caer la tarde y le habló con seriedad. Creía mucho en aquel método, aunque,
lamentablemente, los resultados no lo acompañaran. Le dijo que se sentía
muy avergonzada por su conducta.
—También yo lo estoy ahora —admitió Davy—, pero lo malo es que
siempre siento las cosas después de haberlas hecho. Dora no quiso jugar
conmigo con el barro porque tenía miedo de ensuciarse y me enfadé.
Supongo que Paul Irving no hubiera hecho caminar a su hermana por la
cerca de la pocilga de haber sabido que se caería.
—No, ni se le hubiera pasado por la cabeza. Paul es un perfecto
caballerito.
Davy apretó con fuerza los ojos y pareció meditarlo durante unos
instantes. A continuación, echó sus brazos al cuello de Ana, hundiendo su
carita sonrojada en el hombro de la muchacha.
—Ana, ¿no me quieres un poquito, aunque no sea tan bueno como Paul?
—Claro que te quiero —respondió Ana sinceramente. Le era imposible
no querer a Davy—. Pero te querría más si no fueses tan malo.
—Bueno… la verdad… hoy… yo… he hecho algo más —continuó Davy
en voz baja—. Ahora me arrepiento, pero tengo muchísimo miedo de
decírtelo. Solo te enfadarás un poquito, ¿verdad? Y no se lo dirás a Marilla,
¿a que no?
—No sé, Davy, quizá deba decírselo. Pero creo que puedo prometerte no
hacerlo si tú me das tu palabra de que no volverás a hacerlo nunca.
—No, no lo haré más. De todos modos, no creo que encuentre otro este
año. Lo encontré en los escalones del sótano.
—Davy, ¿qué has hecho?
—He puesto un sapo en la cama de Marilla. Puedes ir y sacarlo si
quieres. Pero, Ana, ¿no crees que sería muy divertido dejarlo allí?
—¡Davy Keith! —Ana se escapó de entre los brazos del niño y corrió por
el vestíbulo hacia el dormitorio de Marilla. Vio que la cama estaba un poco
arrugada. Retiró las sábanas rápidamente y allí estaba el sapo, observándola
entre parpadeos, debajo de una almohada.
—¿Cómo me las arreglaré para sacar de aquí a este horrible bicho? —
murmuró Ana estremeciéndose.
Pensó en la pala para la leña y, al advertir que Marilla estaba ocupada en
la despensa, fue escaleras abajo a buscarla. La tarea de transportar el sapo al
piso inferior no fue fácil y Ana se encontró con bastantes obstáculos,
porque el animal saltó fuera de la pala tres veces y una de ellas Ana pensó
que lo había perdido. Por fin, cuando lo dejó en la huerta, suspiró de alivio.
—Si Marilla lo supiera, no volvería a acostarse tranquila en su vida.
Estoy muy contenta de que ese pequeño pecador se haya arrepentido a
tiempo. Ah, ahí está Diana haciéndome señas desde su ventana. Qué bien.
Necesito despejarme de verdad, porque entre Anthony Pye en la escuela y
Davy Keith en casa, mis nervios ya han sufrido todo lo que pueden soportar
en un día.
Capítulo 9
Una cuestión de color

E sa vieja pesada de Rachel Lynde ha venido hoy por aquí otra vez a
importunarme con una colecta para una alfombra nueva para la sacristía
—dijo el señor Harrison muy enfadado—. Odio a esa mujer más que a
nadie en el mundo. Es capaz de condensar todo un sermón, texto,
comentario o petición en seis palabras, y arrojarlas como si fueran un
ladrillo.
Ana, que estaba sentada de espaldas en la barandilla del porche,
disfrutando en aquel atardecer gris de noviembre del encanto del suave
viento del oeste que soplaba a través del campo recién arado y ululaba una
peculiar melodía entre los enroscados abetos detrás del jardín, volvió su
rostro soñador.
—El problema es que usted y la señora Lynde no se entienden —explicó
—. Siempre es así cuando dos personas no se gustan. Al principio, a mí
tampoco me cayó bien, pero en cuanto comencé a comprenderla, acabó por
agradarme.
—La señora Lynde puede ser del gusto de algunas gentes, pero yo no voy
a seguir comiendo plátanos solo porque me digan que acabarán por
gustarme —gruñó el señor Harrison—. Y en cuanto a lo de comprenderla,
lo único que comprendo es que es una entrometida, y así se lo hice saber.
—Oh, eso debe de haber herido mucho sus sentimientos —dijo Ana en
tono de reproche—. ¿Cómo le ha podido decir algo semejante? Yo le dije
algunas cosas terribles a la señora Lynde en el pasado, pero fue porque me
pudo mi mal genio. No podría haberlas dicho a propósito.
—Era la verdad, y no acostumbro a callármela.
—Pero usted no dice toda la verdad —objetó Ana—, sino solo la parte
desagradable. Por ejemplo, me ha dicho una docena de veces que mi pelo es
rojo, pero nunca que tengo una nariz bonita.
—Me atrevería a afirmar que eso ya lo sabes sin necesidad de que te lo
diga. —Se rio el señor Harrison.
—También sé que soy pelirroja…, aunque mi pelo se ha oscurecido
mucho…, así que tampoco tiene por qué decírmelo.
—Bueno, bueno, si te lo tomas así, trataré de no volver a mencionarlo.
No me lo tengas en cuenta, Ana. Tengo la costumbre de ser franco y es
mejor no hacerme mucho caso.
—Pero es que no se puede no hacerle caso. Y no ayuda en nada eso de
que sea una costumbre. ¿Qué pensaría usted de una persona que fuera
pinchando a la gente con agujas y alfileres y diciendo: «Perdóneme, no
haga caso, es simplemente una costumbre mía»? Creería que está loco,
¿verdad? Y respecto a la señora Lynde, quizá sí sea una entrometida, pero
¿le ha dicho usted que tiene un gran corazón, que siempre ayuda a los
pobres y que nunca dijo una palabra cuando Timothy Cotton le robó una
fuente de manteca y le comentó a su esposa que se la había comprado?
Cuando se encontraron, la señora Cotton protestó diciendo que sabía a
nabos, y la señora Lynde solo le dijo que lamentaba mucho que hubiera
salido tan mala.
—Supongo que tiene algunas cosas buenas —concedió el señor Harrison
a regañadientes—. La mayoría de las personas las tienen. Hasta yo, aunque
no lo parezca. Pero aun así, no pienso dar nada para esa alfombra. Me
parece que la gente de aquí siempre está pidiendo dinero. ¿Qué tal va tu
proyecto de pintar el salón de actos?
—Estupendamente. Tuvimos una reunión de la Asociación para la
Mejora el viernes por la noche y calculamos que tenemos el suficiente
dinero para pintar el edificio y también para reparar el tejado. La mayoría
de las personas han sido muy generosas, señor Harrison.
Aunque Ana era una chica muy dulce, también sabía usar la ironía
cuando lo requería la ocasión.
—¿De qué color van a pintarlo?
—Nos hemos decidido por un verde muy bonito. Evidentemente, el techo
será rojo oscuro. Hoy el señor Roger Pye se acercará a la ciudad a buscar la
pintura.
—¿A quién se le ha encargado el trabajo?
—Al señor Joshua Pye, de Carmody. Ya casi ha terminado de poner las
tejas nuevas. Tuvimos que encargárselo a él porque los Pye…, bueno,
dijeron que no darían ni un centavo a menos que Joshua lo hiciera, y ya
sabe usted que son cuatro familias… Iban a aportar doce dólares entre todos
y nos pareció que era una suma considerable que no debíamos perder. Pero
hay gente que cree que hicimos mal al haber cedido ante los Pye. La señora
Lynde dice que tratan de dirigirlo todo.
—La principal cuestión es si ese tal Joshua hará bien el trabajo. Si lo
hace, ¿qué más da su apellido?
—Tiene fama de ser trabajador, aunque dicen que es un hombre muy
peculiar. Apenas habla.
—Entonces es muy peculiar —dijo el señor Harrison secamente—. O, al
menos, eso pensarán las gentes de por aquí. Yo jamás he sido muy charlatán
hasta que vine a Avonlea, y entonces tuve que comenzar a hablar en defensa
propia o la señora Lynde hubiera dicho que era mudo y habría iniciado una
colecta para enseñarme lengua de signos. ¿Ya te vas, Ana?
—Debo hacerlo. Esta tarde tengo que coser varias cosas para Dora. Y
Davy probablemente esté sacando a Marilla de quicio con alguna nueva
travesura. Esta mañana, nada más levantarse, lo primero que dijo fue:
«¿Adónde va la oscuridad, Ana? Quiero saberlo». Le contesté que iba
dando la vuelta por la otra parte del mundo, pero después del desayuno
declaró que no era así, que seguro que se metía en el pozo. Marilla afirma
que hoy lo encontró cuatro veces asomado, tratando de alcanzar la
oscuridad.
—Menudo demonio —declaró el señor Harrison—. Ayer pasó por aquí y
arrancó seis plumas de la cola de Ginger antes de que yo pudiera salir del
establo. Desde entonces, el pobre pájaro va con cara mustia. Esos niños
deben suponeros una fuente inagotable de problemas.
—No hay recompensa sin trabajo —dijo Ana, decidiendo para sus
adentros que, hiciera la travesura que hiciera, iba a perdonar a Davy por
haberla vengado de Ginger.
El señor Roger Pye llegó con la pintura esa misma noche y Joshua Pye,
un hombre rudo y taciturno, comenzó a pintar al día siguiente. Nadie lo
molestó mientras hacía su trabajo. El salón de actos estaba situado en el
llamado «camino de abajo» y, a finales de otoño, ese camino estaba siempre
húmedo y lleno de barro, y la gente iba a Carmody por el «camino de
arriba». El edificio estaba tan rodeado de bosques de pinos que resultaba
invisible a menos que se estuviera muy cerca. El señor Joshua Pye pintó
acompañado de la soledad e independencia que apreciaban su insociable
corazón.
El viernes por la tarde, al terminar el trabajo, regresó a Carmody, a su
casa. Poco después de que se marchara, la señora Rachel Lynde desafió el
barro del camino y, llevada por la curiosidad, fue a ver cómo había quedado
el salón de actos con la nueva capa de pintura. Lo vio nada más doblar la
curva de las píceas.
Y lo que vio la afectó de forma extraordinaria. Soltó las riendas, juntó las
manos y, como si no creyera lo que veían sus ojos, exclamó:
—¡Providencia bendita!
Luego se echó a reír casi histéricamente.
—Debe de haber algún error… Tiene que haberlo. Ya sabía yo que esos
Pye lo estropearían todo.
La señora Lynde regresó a su casa y, de camino, contó lo del salón de
actos a todas aquellas personas que encontró. La noticia corrió como la
pólvora. Gilbert Blythe, que estaba estudiando en su casa, lo oyó de labios
de un empleado de su padre y corrió sin respiro hasta Tejas Verdes,
topándose en el camino con Fred Wright. Hallaron a Diana Barry, Jane
Andrews y Ana Shirley, que eran la imagen de la desgracia personificada,
ante la verja del jardín de Tejas Verdes, bajo los grandes sauces sin hojas.
—Seguro que no es verdad, Ana —exclamó Gilbert.
—Es verdad —respondió Ana, que parecía la musa de la tragedia—. La
señora Lynde vino a decírmelo. ¡Oh, es sencillamente horrible! ¿De qué
sirve preocuparse por mejorar algo?
—¿Qué es tan horrible? —preguntó Oliver Sloane, que llegaba en ese
momento con una caja de cartón que traía de la ciudad para Marilla.
—¿No te has enterado? —dijo Jane muy enfadada—. Bueno, pues
sencillamente que Joshua Pye, en lugar del verde que le pedimos, ha
pintado nuestro salón de actos de azul, del azul brillante que se usa para
pintar carros y carretillas. Y la señora Lynde dice que es el color más
espantoso que pueda imaginarse para un edificio, especialmente combinado
con el tejado rojo. Cuando lo oí, se me heló la sangre. Es desesperante,
después de todas las molestias que nos hemos tomado.
—¿Cómo demonios ha podido suceder algo así? —gimió Diana.
Finalmente, la culpa de aquel imperdonable desastre recayó sobre los
Pye. Los mejoradores habían decidido usar pinturas Morton-Harris, y los
botes de dicha pintura iban numerados de acuerdo a los colores del
muestrario. Un comprador elegía el tono en el muestrario y lo encargaba
según el número correspondiente. El que correspondía al verde deseado era
el 147, y cuando el señor Roger Pye avisó a los mejoradores a través de su
hijo John Andrew de que iba a la ciudad y que les traería la pintura, estos le
dijeron que querían el 147. John Andrew siempre lo negó, pero el señor
Roger Pye declaró firmemente que su hijo le había dicho 157. Ahí estaba el
error.
Aquella noche, en las casas de Avonlea en las que vivía algún mejorador,
reinó la consternación. La tristeza en Tejas Verdes era tan intensa que
incluso sosegó a Davy. Ana lloraba sin consuelo.
—Aunque casi tenga diecisiete años, Marilla, no puedo evitar llorar —
gimió—. Es tan mortificante. Y es el fin para la Asociación. Seremos el
hazmerreír de todo el pueblo.
Sin embargo, en la vida, como en los sueños, las cosas a menudo no
suceden según lo esperado. La gente de Avonlea no se rio, sino que se
enfadó muchísimo. Era su dinero el que habían dado para pintar el edificio
y, consecuentemente, se sentían terriblemente agraviados. La indignación
popular se concentró en los Pye. Tanto Roger Pye como John Andrew
habían metido la pata. Y en cuanto a Joshua Pye, debía de estar ciego para
no reparar en el error al abrir las latas y ver el color de la pintura. Ante estas
críticas, Joshua Pye replicó que sobre gustos no hay nada escrito, que a él lo
habían contratado para pintar y no para discutir sobre el color y que iba a
cobrarles el trabajo.
Después de haber consultado al señor Peter Sloane, que era juez, los
mejoradores le pagaron con amargura.
—Tendrán que pagarle —les dijo Peter—. El error no es responsabilidad
suya, puesto que él sostiene que nunca se le dijo de qué color era la pintura,
sino que le entregaron los botes y se le encomendó la tarea. Pero es una
terrible vergüenza y ese edificio ha quedado realmente espantoso.
Los desdichados mejoradores pensaban que la gente de Avonlea estaría
en su contra, pero, en cambio, la simpatía pública se volcó en su favor. La
gente pensó que se había malgastado el entusiasmo de un grupo que había
trabajado muy duro para llevar a cabo su proyecto. La señora Lynde les dijo
que siguieran adelante y que demostraran a los Pye que realmente había
gente en el mundo que podía hacer las cosas sin equivocarse. El
comandante Spencer envió a alguien para informarles de que sacaría todos
los troncos que había a lo largo del camino frente a su granja y lo cubriría
de césped, y que cargaría él con los gastos. Y la esposa de Hiram Sloane se
presentó un día en la escuela, le pidió misteriosamente a Ana que saliera al
vestíbulo y le dijo que si la Asociación quería plantar geranios en las
cunetas de los caminos para la primavera, no debían preocuparse por su
vaca, que ya se encargaría ella de que el animal se quedara en su sitio.
Hasta el señor Harrison se rio en privado, si es que a eso se le podía llamar
risa. Aparentemente, todo fueron muestras de simpatía.
—No te preocupes, Ana. La mayoría de las pinturas se ponen feas con el
tiempo, pero ese azul es tan feo desde el principio que puede que se ponga
mejor cuando se decolore. Y el tejado ha quedado muy bien y está muy bien
pintado. A partir de ahora, cuando llueva, la gente podrá sentarse en el
salón sin temor a las goteras. Habéis conseguido muchísimo.
—Pero, de ahora en adelante, el salón de actos azul de Avonlea será
objeto de burlas por parte de todos los pueblos vecinos —dijo Ana
amargamente.
Y hay que reconocer que así fue.
Capítulo 10
Davy busca diversión

M ientras caminaba de regreso a casa después de la escuela por la


Vereda de los Abedules, Ana estaba nuevamente convencida de que la
vida era muy hermosa. Había tenido un buen día. Todo había
transcurrido bien en su pequeño reino. St. Clair Donnell no se había peleado
con ninguno de los otros muchachos a causa de su nombre; Prillie Rogerson
tenía la cara tan hinchada por culpa de un dolor de muelas que no había
coqueteado ni una vez con sus vecinos; Barbara Shaw solo había provocado
un accidente: derramó un cazo de agua; y Anthony Pye no había asistido a
clase.
—¡Qué agradable ha sido este mes de noviembre! —dijo Ana, que no
había superado del todo su costumbre infantil de hablar sola—. Noviembre
es generalmente un mes tan antipático… Es como si el año se diera cuenta
de repente de que está envejeciendo y se pusiera a llorar. Este año envejeció
con dignidad, igual que una majestuosa anciana que sabe que puede ser
encantadora pese a sus cabellos grises y sus arrugas. Hemos tenido días
hermosos y deliciosos crepúsculos.
La última quincena ha sido muy apacible y hasta Davy casi no ha dado
trabajo. Creo que está mejorando mucho. Qué tranquilos están hoy los
bosques… No se oye ni un murmullo, excepto los susurros de la brisa entre
las copas. Parece la resaca de una playa lejana. ¡Qué bonitos son los
bosques! ¡Árboles hermosos, os amo a cada uno de vosotros, como si
fuerais un amigo!
Ana se detuvo para abrazar un pequeño y delgado abedul y besar su
corteza de color crema. Diana, que estaba doblando la curva del sendero, la
vio y se echó a reír.
—Ana Shirley, pretendes hacernos creer que has crecido, pero me parece
que, cuando estás sola, eres igual de niña que antes.
—Bueno, no es fácil librarse así como así de la costumbre de ser niña —
respondió Ana alegre—. He sido niña durante catorce años y apenas han
transcurrido tres desde que soy adulta, si es que puede llamarse así. Creo
que siempre regresaré a la niñez en los bosques. Estos paseos de regreso a
casa son casi el único momento que tengo para soñar, exceptuando una
media hora más o menos antes de dormir. Estoy tan atareada enseñando,
estudiando y ayudando a Marilla con los mellizos que no tengo otro
momento para la imaginación. Tú no sabes las aventuras que tengo cada
noche, nada más me acuesto. Siempre imagino que soy una persona célebre,
espléndida y triunfadora…, como una gran prima donna, una enfermera de
la Cruz Roja o una reina. Anoche fui una reina. Es genial imaginar que eres
una reina. Tienes toda la diversión sin ningún inconveniente y puedes dejar
de serlo cuando quieras, algo que no ocurre en la vida real. Pero aquí, en los
bosques, prefiero imaginar otro tipo de cosas… Soy una dríada que vive en
un viejo pino o un pequeño duende del bosque oculto bajo una hoja
arrugada. Ese abedul al que antes di un beso es una hermana mía. La única
diferencia es que ella es un árbol y yo, una chica, aunque eso no importe
mucho… Y tú, Diana ¿adónde ibas?
—A casa de los Dickson. Prometí a Alberta que yo la ayudaría con los
patrones de su nuevo vestido. ¿Qué te parece acercarte más tarde y
acompañarme de regreso a casa, Ana?
—De acuerdo, así lo haré, ya que Fred Wright no está en el pueblo… —
se burló Ana, con expresión inocente.
Diana enrojeció, inclinó la cabeza y se alejó. Sin embargo, no parecía
haberse ofendido.
Aquella tarde, al caer el sol, Ana tenía toda la intención de ir a casa de
los Dickson, pero no fue. Cuando llegó a Tejas Verdes se encontró con tal
escena que lo olvidó por completo. Marilla, con los ojos fuera de las
órbitas, la esperaba en el jardín.
—¡Ana, Dora se ha perdido!
—¡Dora! ¡Perdida! —Ana miró a Davy, que se estaba columpiando en la
verja del jardín, y detectó cierta diversión en sus ojos—. Davy, ¿sabes
dónde está?
—No, no lo sé —respondió el niño tercamente—. No la he visto desde la
hora del almuerzo, te lo juro.
—Y yo no he estado aquí desde la una —dijo Marilla—. Thomas Lynde
ha enfermado de repente y Rachel me pidió que fuera enseguida. Cuando
me marché, Dora estaba jugando en la cocina, con su muñeca, y Davy
andaba detrás del establo, embarrado. He regresado hace apenas media
hora…, y no he visto a Dora por ninguna parte. Davy dice que no la ha
visto desde que me fui.
—Así es —aseguró Davy con seriedad.
—No debe andar muy lejos —dijo Ana—. Nunca se alejaría sola…, ya
sabe lo tímida que es. Quizás esté durmiendo en una de las habitaciones.
Marilla negó con la cabeza.
—He mirado por toda la casa. Pero tal vez esté en alguno de los
cobertizos.
Aquellas dos preocupadas criaturas llevaron a cabo un cuidadoso
registro. Revisaron cada rincón de la casa, del jardín y de los edificios
auxiliares. Ana recorrió el huerto y llegó hasta el Bosque Embrujado
gritando el nombre de Dora. Marilla tomó una vela y exploró el sótano.
Davy las acompañó por turnos, sugiriendo lugares donde podía estar la
niña. Finalmente, se volvieron a encontrar en el jardín.
—Es un misterio —gimió Marilla.
—¿Dónde puede estar? —dijo Ana desconsolada.
—Quizá se haya caído al pozo —sugirió Davy con despreocupación.
Ana y Marilla se miraron, asustadas. Aquel pensamiento las había
acompañado durante toda la búsqueda, pero ninguna de las dos se había
atrevido a pronunciarlo en voz alta.
—Puede…, puede que así sea —murmuró Marilla.
Ana, que se sentía débil y mareada, fue hacia el brocal del pozo y se
asomó. El balde estaba dentro, en la repisa. Al fondo, muy al fondo, brillaba
el agua quieta. El pozo de los Cuthbert era el más profundo de Avonlea. Si
Dora… Ana no podía enfrentarse a la idea. Se estremeció y regresó.
—Ve a buscar al señor Harrison —dijo Marilla, retorciéndose las manos.
—El señor Harrison y John Henry no están. Han ido a la ciudad. Iré a
buscar al señor Barry.
Ana volvió con el señor Barry, que llegó cargado con una larga cuerda de
la que colgaba algo así como una garra metálica que, en otros tiempos,
había sido el extremo de un azadón. Marilla y Ana permanecieron junto al
señor Barry, muertas de frío y miedo, mientras este rastreaba el pozo. Davy,
a horcajadas sobre la verja, observaba al grupo con una expresión que
indicaba que se lo estaba pasando en grande.
Finalmente, el señor Barry negó con la cabeza con aire aliviado.
—No puede estar aquí. Sin embargo, no sé dónde se habrá metido. A ver,
jovenzuelo, ¿estás seguro de que no tienes ni idea de dónde está tu
hermana?
—Ya le he dicho una docena de veces que no —respondió Davy con aire
ofendido—. Quizá se la llevó un mendigo.
—Tonterías —dijo Marilla secamente, ya sin el terrible temor del pozo
—. Ana, ¿crees que se ha podido meter en casa del señor Harrison? No ha
hecho más que hablar de ese loro desde que la llevaste a verlo.
—No puedo creer que Dora se aventure a ir tan lejos ella sola, pero iré a
ver.
Nadie miraba en ese momento a Davy, pero, de haberlo hecho, habrían
percibido un cambio decisivo en su expresión. Bajó sigilosamente de la
puerta y corrió, todo lo rápido que le permitieron sus gordas piernas, hacia
el establo.
Ana cruzó apresuradamente el campo en dirección a la casa del señor
Harrison sin albergar muchas esperanzas. La casa estaba cerrada con llave,
las contraventanas, encajadas, y no había señales de vida en el lugar. Se
detuvo en el porche y, desde allí, llamó a Dora.
Ginger, en la cocina, chilló y lanzó maldiciones con una ferocidad
repentina, pero, entre sus chillidos, Ana oyó un quejido procedente del
pequeño cobertizo en el jardín, el que servía de almacén de herramientas al
señor Harrison. Ana corrió hasta la puerta, la abrió y halló a la desdichada
con cara llorosa, sentada desoladamente encima de un barril lleno de clavos.
—¡Oh, Dora! ¡Dora, qué susto nos has dado! ¿Cómo has venido a parar
aquí?
—Davy y yo vinimos a ver a Ginger —sollozó Dora—, pero no lo
conseguimos. Davy solo logró que maldijera al golpear la puerta. Entonces
me trajo aquí, salió corriendo y cerró la puerta, y ya no pude salir. No podía
parar de llorar. Tenía mucho miedo, y ahora tengo hambre y frío. Creí que
no vendrías nunca, Ana.
—¿Davy?
Ana ya no pudo decir nada más. Llevó a Dora a casa muy apenada. Su
alegría al encontrar a la niña sana y salva había sido sustituida por el dolor
ante el comportamiento de Davy. Podía perdonársele la travesura de haber
encerrado a Dora, pero Davy había mentido, y a sangre fría. Esa era la triste
realidad y Ana no podía pasarla por alto. Se hubiera puesto a llorar de
desilusión. Había llegado a tenerle mucho afecto —hasta aquel momento no
había sabido cuánto—, y se sentía profundamente herida ante aquella
mentira deliberada.
Marilla escuchó el relato en un silencio que no presagiaba nada bueno
para Davy. El señor Barry soltó una carcajada y aconsejó que no tuvieran
contemplaciones con el pequeño. Cuando estuvieron solos, Ana consoló y
arropó a la llorosa y temblorosa Dora, le dio la cena y la acostó. Entonces
regresó a la cocina, justo en el momento en que Marilla entraba con el ceño
fruncido y tirando del sucio Davy, a quien había encontrado escondido en el
rincón más oscuro del establo. Lo dejó en el suelo, sobre la alfombra, y ella
fue a sentarse junto a la ventana que daba al este. Ana estaba sentada en el
lado contrario. Y entre ambas, de pie, el reo, que le daba la espalda a
Marilla, una espalda asustada, mansa, sumisa. Davy tenía el rostro hacia
Ana y la miraba con ojos avergonzados, aunque en ellos brillaba una
lucecita de camaradería, como si supiera que se había portado mal y que lo
castigarían, pero que contaba con Ana para reírse de todo más tarde.
Sin embargo, en los ojos grises de Ana no halló ni el más leve atisbo de
una sonrisa, como había ocurrido en otras ocasiones. Ahora había algo más,
algo feo y repulsivo.
—¿Cómo te puedes portar así, Davy? —preguntó con tristeza.
Davy se revolvió con incomodidad.
—Solo lo he hecho por divertirme. Todo está tan tranquilo por aquí que
creí que sería divertido dar un buen susto. Y lo ha sido.
Pese al temor y al remordimiento, Davy se rio al recordarlo.
—Pero has contado una mentira, Davy —continuó Ana, más triste que
nunca.
Davy pareció perplejo.
—¿Qué es una mentira? ¿Es lo mismo que una bola?
—Es lo mismo que algo que no es verdad.
—Claro que lo hice —dijo Davy muy franco—. De lo contrario, nadie se
habría asustado. Tenía que contarla.
Ana sintió que el temor y los nervios vencían su ánimo. La impertinente
actitud de Davy fue la gota que hizo colmar el vaso. Dos grandes lágrimas
aparecieron en sus ojos.
—¡Oh, Davy!, ¿cómo has podido hacerlo? —dijo con voz temblorosa—.
¿No ves lo mal que te has portado?
Davy se quedó atónito. ¡Ana estaba llorando! ¡Había hecho llorar a Ana!
Una ola de verdadero remordimiento invadió su corazoncito. Corrió hacia
ella, saltó a su falda, le echó los brazos al cuello y rompió a llorar.
—No sabía que no estaba bien contar mentiras —sollozó—. ¿Cómo iba a
saberlo? Todos los hijos del señor Sprott contaban bolas a diario y eran
capaces de jurar que eran verdad. Supongo que Paul Irving nunca las dice y
aunque he tratado con todas mis ganas de ser tan bueno como él, ahora
supongo que ya no podrás quererme. Pero me habrías podido decir que
estaba mal. Lamento terriblemente haberte hecho llorar, Ana, y nunca
volveré a contar una bola.
Davy hundió su cara en el hombro de Ana y lloró con amargura. Esta, en
un repentino relámpago de comprensión, lo abrazó y miró a Marilla por
encima de su rizada cabecita.
—Él no sabía que estaba mal contar mentiras, Marilla. Creo que, por esta
vez, debemos perdonarle, siempre y cuando nos prometa que nunca volverá
a decir cosas que no sean verdad. Y no se dice «bolas», Davy. Se dice
«mentiras» —dijo la maestra.
—¿Por qué? —preguntó Davy, bajando de su regazo y mirándola con
expresión inquisitiva—. ¿Por qué «bola» no es tan bueno como «mentira»?
No es más que una palabra.
—Porque «bola» no quiere decir exactamente mentira.
—Hay un montón de cosas que no están bien —dijo Davy con un suspiro
—. Nunca creí que fueran tantas. Siento mucho que no esté bien contar
bo… mentiras, porque es muy útil. Pero nunca volveré a hacerlo. ¿Cuál será
mi castigo esta vez por haberlas dicho?
Ana miró a Marilla con una súplica en los ojos.
—No quiero ser demasiado dura con él —dijo Marilla—. Estoy segura de
que nadie le dijo nunca que no está bien decir mentiras, y está claro que los
niños Sprott no fueron los mejores compañeros de juegos. La pobre Mary
estaba demasiado enferma para explicárselo y no se puede esperar que un
niño de seis años sepa esas cosas por instinto. Supongo que hay que ponerse
en la situación de que no sabe nada y comenzar desde el principio. Pero
debe recibir un castigo por haber encerrado a Dora, y no puedo pensar en
nada más que en enviarle a la cama sin cenar, y eso ya lo hemos hecho
muchas veces. ¿Puedes sugerir alguna otra cosa, Ana? Seguro que, con esa
imaginación tuya, se te ocurre algo.
—Pero a mí solo me gusta imaginar cosas agradables, y los castigos son
horribles —dijo Ana, abrazando a Davy—. En el mundo ya existen
suficientes cosas horribles como para imaginarse más.
Al final, enviaron a Davy a la cama, como de costumbre, y lo obligaron a
quedarse allí hasta el mediodía siguiente. Sin duda, el niño estuvo
pensando, pues cuando Ana subió algo más tarde a su cuarto, oyó que la
llamaba en voz baja por su nombre. Al entrar, lo halló sentado sobre la
cama, con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla entre las manos.
—Ana —dijo con gravedad—, ¿está mal para todos, eso de decir bo…
mentiras? Me gustaría saberlo.
—Sí, así es.
—¿También en una persona mayor?
—Sí.
—Entonces —dijo Davy con decisión—, Marilla es mala, porque las
dice. Y es peor que yo, porque yo no sabía que estuviera mal, y ella, sí.
—Davy Keith, Marilla jamás ha dicho una mentira en toda su vida —
respondió Ana indignada.
—Claro que sí. El martes me dijo que me ocurriría algo horrible si no
rezaba cada noche. No he rezado en una semana, solo para ver qué me
ocurría y no me ha pasado nada —concluyó el niño en tono afligido.
Ana ahogó una carcajada repentina, consciente de que no era el momento
adecuado, y emprendió la tarea de salvar la reputación de Marilla.
—Pero, Davy Keith —dijo con seriedad—, hoy te ha ocurrido algo
horrible.
Davy adoptó un aire escéptico.
—Supongo que te refieres a lo de mandarme a la cama sin cenar —dijo
con desdén—, pero eso no es horrible. Aunque no me gusta, me han
mandado ya tantas veces a la cama que me estoy acostumbrando. Y
tampoco es que consigáis nada dejándome sin cenar, porque desayuno el
doble.
—No me refiero a que te mandáramos a la cama, sino al hecho de que
dijeras una mentira. Y, Davy —Ana se inclinó sobre el extremo de la cama
y señaló al culpable con un dedo acusador—, decir una mentira es lo peor
que puede ocurrirle a un muchacho…, bueno, casi lo peor. Así que Marilla
te dijo la verdad.
—Pero yo creía que algo malo iba a ser emocionante —protestó Davy en
tono herido.
—Marilla no tiene la culpa de lo que hayas pensado. Las cosas malas no
son siempre emocionantes. A menudo solo son malas y estúpidas.
—Fue muy divertido veros a Marilla y a ti asomándoos al pozo —dijo
Davy abrazándose las piernas.
Ana siguió con cara seria hasta que salió de la habitación y fue escaleras
abajo. Entonces, se desplomó sobre el sofá de la sala y se rio hasta que le
dolieron los costados.
—Me gustaría que me contaras el chiste —dijo Marilla algo triste—. Hoy
no ha habido muchas cosas de qué reírse.
—Seguro que se ríe cuando oiga esto —aseguró Ana.
Y Marilla se rio, lo que demostró cuánto había cambiado su carácter
desde que adoptó a Ana. Sin embargo, inmediatamente después, lanzó un
profundo suspiro.
—Supongo que no debí haberle dicho eso, aunque una vez escuché que
un reverendo se lo decía a un niño. Pero es que me hizo enfadar. Fue esa
noche en que tú estabas en el festival de Carmody y yo lo acosté. Dijo que
no veía razón alguna para rezar hasta no ser lo suficientemente mayor como
para ser de alguna importancia para Dios. Ana, no sé qué vamos a hacer con
ese niño. No lo veo venir. Estoy completamente perdida.
—Oh, no diga eso, Marilla. Recuerde lo mala que era yo cuando llegué.
—Ana, tú nunca fuiste mala…, nunca; ahora lo veo, ahora que he
entendido qué es la verdadera maldad. Siempre te estabas metiendo en líos,
lo admito, pero tus razones eran siempre buenas. Davy es malo por placer.
—Oh, no. No creo que sea realmente malo —objetó Ana—. Solo es
travieso. Y este sitio es muy tranquilo para él. No tiene otros niños para
jugar y su mente necesita algo en qué ocuparse. Dora es tan remilgada que
no le sirve como compañera de juegos. Creo de verdad que lo mejor sería
que asistiera a la escuela, Marilla.
—No —respondió Marilla resueltamente—. Mi padre siempre decía que
no había que encerrar a los niños entre las paredes de un colegio hasta los
siete años, y el señor Allan piensa lo mismo. Los mellizos pueden estudiar
en casa, pero no irán al colegio hasta que no cumplan los siete.
—Bueno, entonces trataremos de reformar a Davy en casa —dijo Ana
alegremente—. Pese a todos sus defectos, en realidad es un niño que sabe
hacerse querer. No puedo evitar haberle tomado afecto, Marilla. Puede que
esté mal decirlo, pero, honestamente, con todo lo buena que es Dora,
prefiero a Davy.
—A mí me pasa lo mismo, y no sé por qué —confesó Marilla—. Y no es
correcto, porque Dora no da trabajo. No podría haber una niña mejor, pero
si apenas se la oye.
—Dora es demasiado buena —dijo Ana—. Se portaría igual de bien
aunque no hubiera nadie que le dijera que debe hacerlo. Nació educada, de
modo que no nos necesita. Y creo que siempre amamos más a las personas
que nos necesitan. Davy nos necesita mucho —concluyó Ana, poniendo el
dedo en la llaga.
Marilla asintió.
—Así es. Una cosa sí necesita: como diría Rachel Lynde, una buena
azotaina.
Capítulo 11
Realidad y fantasía

E nseñar es, en verdad, una tarea muy interesante», escribió Ana a una
compañera de la Academia Queen’s. «Jane dice que le resulta
monótono, pero a mí me parece todo lo contrario. Todos los días ocurre
algo gracioso, y los niños dicen unas cosas tan asombrosas… Jane me
explicó que castiga a sus alumnos cuando dicen cosas graciosas, lo que
probablemente sea la razón por la que se le hace tan monótona la tarea. Esta
tarde, el pequeño Jimmy Andrew estaba tratando de deletrear moteado sin
conseguirlo. “Bueno, no puedo deletrearlo, pero sé lo que significa”, dijo
finalmente. Yo le pregunté: “¿Y bien, qué significa?”. “La cara de St. Clair
Donnell, señorita.” Es verdad que St. Clair es muy pecoso, pero trato de que
los demás no hagan comentarios sobre el tema, porque yo era pecosa antes
y sé lo que es. Aunque no creo que a St. Clair le importe. Cuando volvían a
casa, le pegó a Jimmy, aunque fue porque lo llamó St. Clair. Me enteré de la
paliza, pero no oficialmente, así que no tomaré cartas en el asunto.
»Ayer estaba tratando de enseñar a sumar a Lottie Wright.
Le dije: “Si tú tienes tres caramelos en una mano y dos en la otra,
¿cuántos tendrías en total?”. “Un buen bocado”, dijo Lottie.
»Y en clase de Historia Natural, cuando les pedí que me dieran una
buena razón por la cual no debían matar a los sapos, Benjie Sloane
respondió con seriedad: “¡Porque al día siguiente llovería!”. Es tan difícil
no echarse a reír, Stella. Tengo que aguantarme la risa hasta que llego a casa
y Marilla dice que se pone nerviosa cuando escucha esos chillidos salvajes
de alegría que le llegan desde la buhardilla sin causa aparente. Dice que un
hombre de Grafton que se volvió loco empezó igual.
»¿Sabías que Thomas Becket fue canonizado “zanco”? Al menos, eso
dice Rose Bell, y también que William Tyndale escribió el Nuevo
Testamento. ¡Y Claude White afirma que un glaciar es un hombre que
vende helados!
»Creo que lo más difícil de ser maestra, así como lo más interesante, es
conseguir que los niños te confíen lo que realmente piensan sobre las cosas.
La semana pasada, en un día de tormenta, los reuní a mi alrededor a la hora
del almuerzo y traté de que conversaran como si yo fuera uno de ellos. Les
pedí que me hablaran de sus deseos y anhelos. Algunas de las respuestas
resultaron bastante corrientes: muñecas, caballitos, patinetes. Pero otras
fueron decididamente originales. Hester Boulter quería “ponerse el vestido
de los domingos todos los días y comer en la sala”. Hannah Bell deseaba
“ser buena sin esforzarse”. Marjory White, que tiene diez años, ¡quería ser
viuda! Al preguntarle el porqué, respondió con seriedad que si no te casas,
la gente te llama solterona, y si lo haces, el marido no deja de darte órdenes,
y que, al ser viuda, no había peligro ni de una cosa ni de la otra. El deseo
más extraordinario fue el de Sally Bell. Quería “una luna de miel”. Le
pregunté si sabía lo que significaba y dijo que pensaba que era una bicicleta
muy bonita, porque su primo de Montreal partió en “luna de miel” cuando
se casó ¡y siempre tenía las mejores del mundo!
»Otro día les pedí que me contaran la travesura más terrible que hubiesen
cometido. No conseguí nada de los mayores, pero los de tercer grado
contestaron con toda franqueza. ¡Eliza Bell había prendido fuego a la lana
cardada de su tía! Al preguntarle si esa había sido su intención, respondió:
“No exactamente. Solo quería quemar un trocito para ver cómo ardía y, en
un instante, todo el paquete se convirtió en una hoguera”. Emerson Gillis
confesó haberse comprado caramelos con los diez centavos que debía haber
guardado para la colecta. El peor crimen de Annetta Bell fue “comer unos
arándanos del cementerio”. Willie White se había deslizado por el tejado
del establo de las ovejas un montón de veces con los pantalones de los
domingos. “Pero me castigaron y me obligaron a llevar los pantalones
remendados durante todo el verano, y cuando te castigan por algo que has
hecho, ya no hace falta arrepentirse”, declaró Willie.
»Desearía que pudieras ver algunas de sus redacciones… Lo deseo tanto
que te envío copia de algunas recientes. La semana pasada les dije a los de
cuarto que eligieran un tema que les gustara y que me escribieran una carta,
sugiriéndoles también que podían escribir sobre algún lugar que hubieran
visitado o alguna persona o cosa que fuera de su interés. Debían escribirla
en papel de carta de verdad, introducirla en el sobre y poner mi dirección
sin ayuda de nadie. El pasado viernes por la mañana hallé un montón de
cartas sobre mi escritorio y esa misma tarde fui de nuevo testigo de que la
enseñanza tiene sus gozos y sus sombras. Estas redacciones podrían servir
de expiación. Aquí está la de Ned Clay, con la dirección y ortografía
originales.

Señorita maestra ShiRley T


ejas Berdes. La Isla.
aves
Querida maestra Pienso que le escribiré una redacción sobre las aves. Las aves son animales
muy útiles, mi gato caza pájaros. Se llama William pero papá lo llama tom. es todo rallado y el
invierno pasado se le eló una oreja. de no ser por eso sería un gato bonito. Mi tío ha adoptado un
gato, aparesió un día en su casa y ya no se quiso ir. tío dice que es porque no se acuerda. le deja
dormir en su mesedora y mi tía dice que lo cuida mas que a sus propios hijos. eso no está bien.
debemos ser buenos con los gatos y darles leche fresca pero no debemos tratarlos megor que a
nuestros propios hijos, esto es todo lo que puedo pensar por hoy y nada más.
De edward blake claY

»La carta de St. Clair Donnell es, como ya es habitual en él, breve y
buena. St. Clair es parco en palabras. No creo que haya sido él el que ha
elegido el tema ni que haya agregado la posdata por malicia. Es solo que no
tiene mucho tacto o imaginación.

Querida Srta. Shirley


Nos ha pedido que describamos algo extraño que hayamos visto. Yo describiré el salón de actos
de Avonlea. Tiene dos puertas, una interior y otra afuera. Tiene seis ventanas y una chimenea.
Tiene dos extremos y dos lados. Está pintado de color azul. Esto es lo que lo hace raro. Está en el
camino de abajo que lleva a Carmody. Es el tercero de los edificios más importantes de Avonlea.
Los otros dos son la iglesia y la herrería. Allí hacen debates, conferencias y conciertos.
Cordialmente,
James Donnell
P. S.: El salón es de un azul muy brillante.

»La carta de Annetta Bell fue muy larga, lo que me sorprendió, pues su
fuerte no es escribir y sus redacciones son generalmente tan breves como
las de St. Clair. Annetta es una niña muy tranquila y un ejemplo de buen
comportamiento, pero no hay en ella ni una chispa de originalidad. Aquí
tienes su carta.

Mi muy querida maestra:


Creo que le escribiré esta carta para decirle cuánto la quiero. La quiero con todo mi corazón,
mi alma y mi mente…, con todo lo que hay en mí…, y quiero servirla para siempre. Será un
completo privilegio. Es por esto que me esfuerzo tanto por ser buena en la escuela y por
aprenderme tan bien las lecciones. Es tan hermosa, señorita. Su voz es como música y sus ojos
como flores cubiertas de rocío. Es como una reina majestuosa. Su cabello es como oro que ondea.
Anthony Pye dice que es rojo, pero no debe hacerle caso a Anthony.
Solo hace unos pocos meses que la conozco, pero no puedo creer que haya habido un tiempo en
que no la conociera…, en que usted no hubiera llegado a mi vida para bendecirla y santificarla.
Siempre recordaré este año como el más magnífico de mi vida, porque es el que la ha traído a mí.
También es el año que nos mudamos de Newbridge a Avonlea. Mi amor por usted ha enriquecido
mi vida y me aparta del camino del mal. Y todo se lo debo a usted, mi dulce maestra.
Nunca olvidaré lo hermosa que estaba la última vez que la vi, con aquel vestido negro y flores
en el cabello. Así la veré siempre, aun cuando ambas seamos ancianas y grises. Para mí siempre
será joven y bella, amada maestra. Siempre pienso en usted, ya sea por la mañana, al mediodía o
al atardecer. La quiero cuando ríe y cuando suspira y hasta cuando me mira con desdén. Nunca la
he visto enfadada, aunque Anthony Pye dice que siempre lo está, pero sé que a él lo mira con
enfado porque se lo merece. Me gustan todos sus vestidos y cada vez que aparece con uno nuevo,
es más adorable que el anterior. Mi muy querida maestra, buenas noches. El sol se ha puesto y las
estrellas brillan…, unas estrellas que son tan brillantes y hermosas como sus ojos. Beso sus manos
y su rostro, querida. Quiera Dios protegerla y prevenirla contra todo mal.
Su afectuosa alumna,
Annetta Bell

»Esta extraordinaria carta me confundió enormemente. Estaba segura de


que Annetta no podía haberla escrito. Cuando fui a la escuela al día
siguiente, aproveché el recreo para pasear con ella hasta el arroyo y le pedí
que me confesara la verdad sobre la carta. Annetta se puso a sollozar. Dijo
que nunca había escrito una carta y que no sabía cómo hacerlo o qué decir,
pero que había un paquete de cartas de amor en el cajón de arriba de la
cómoda de su madre, escritas por un viejo pretendiente.
»”No eran de papá —gimoteó Annetta—. Eran de uno que estudiaba para
reverendo, y por eso podía escribir cartas tan encantadoras, aunque al final
mamá no se casó con él. Sin embargo, encontré las cartas muy hermosas y
pensé que podía copiar algunas cosas y escribírselas a usted. Puse ‘maestra’
donde decía ‘señora’, agregué algo de mi parte y cambié algunas palabras.
Puse ‘vestido’ en lugar de ‘ocurrencia’. No sabía bien lo que quería decir
‘ocurrencia’, pero supuse que era algo para ponerse. No creí que iba a notar
la diferencia. No veo cómo pudo darse cuenta de que no la había escrito yo.
Debe de ser terriblemente inteligente, señorita.”
»Le dije a Annetta que estaba muy mal copiar una carta ajena y hacerla
pasar por propia. Pero me temo que lo único que la pobre Annetta siente es
el hecho de que la haya descubierto.
»”Pero es que yo la quiero, señorita —sollozó—. Era todo verdad,
aunque el reverendo lo escribió primero. La quiero con todo mi corazón.”
»Es muy difícil regañar a alguien en tales circunstancias.
»Aquí está la carta de Barbara Shaw. No puedo reproducir las manchas
del original.

Querida señorita:
Usted dijo que podíamos escribir sobre una visita. Yo solo he ido de visita una vez. Fui a ver a
mi tía Mary el invierno pasado. Mi tía Mary es una mujer muy especial y una gran ama de casa.
La primera noche que estuve allí tomamos té. Golpeé un jarro y lo rompí. Tía Mary dijo que tenía
ese jarro desde que se casó y que nadie lo había roto. Cuando nos levantamos, le pisé el vestido y
se le soltaron todos los pliegues de la falda. A la mañana siguiente, al levantarme, golpeé el
cántaro contra la palangana y la agrieté, y durante el desayuno se me derramó el té sobre el
mantel. Cuando estaba ayudando a tía Mary a fregar, dejé caer un plato de porcelana y se rompió.
Esa misma tarde me caí por la escalera, me torcí un tobillo y tuve que quedarme en cama una
semana. Oí que la tía Mary le decía a tío Joseph que era una suerte porque, de lo contrario,
habría roto toda la casa. Cuando mejoré, ya era hora de regresar a casa. Las visitas no me gustan
mucho. Me gusta más ir a la escuela, especialmente desde que llegué a Avonlea.
Sinceramente suya,
Barbara Shaw

»La de Willie White comienza así:

Estimada señorita:
Quiero hablarle sobre la valiente de mi tía. Vive en Ontario y un día fue al granero y en el patio
vio a un perro. El perro no hacía nada allí y entonces ella agarró un palo, le pegó y lo encerró en
el granero. Poco después llegó un hombre buscando a un león imaginario (quizá quiso decir
extraordinario) que se había escapado de un circo. Y resultó que el perro era un león y que la
valiente de mi tía lo había encerrado a palos en el granero. Fue un milagro que no se la comiera.
Emerson Gillis dice que no fue tan valiente si pensó que era un perro. Pero Emerson está celoso
porque no tiene una tía tan valiente, solo tiene tíos.
Willie White

»He guardado lo mejor para el final. Te ríes de mí porque considero a


Paul un genio, pero estoy segura de que su carta te convencerá de que es un
niño poco común. Paul vive con su abuela, junto a la playa, y no tiene
compañeros, verdaderos compañeros de juego… Recordarás que nuestro
profesor de pedagogía nos decía que no debíamos tener “preferencias” entre
nuestros alumnos, pero no puedo evitar querer a Paul Irving más que a los
otros. Aunque no creo que esto sea malo, porque todos quieren a Paul, e
incluso la señora Lynde dice que nunca hubiera creído que llegaría a
tomarle tanto afecto a un yanqui. También sus compañeros lo quieren
mucho.
»Esta es la carta de Paul:
Mi querida señorita,
Nos dijo que podíamos escribir sobre algunas personas interesantes que conociéramos. Creo
que la gente más interesante que conozco es la de las rocas y voy a contarle algo respecto a ella.
Nunca se lo he explicado a nadie, excepto a la abuela y a papá, pero me gustaría explicárselo,
porque sé que entenderá estas cosas. Hay muchas personas que no lo entienden, de modo que no
vale la pena contarles nada. Mi gente de las rocas vive en la playa. Antes de que empiece el
invierno, voy a visitarlos todas las tardes. Ahora no puedo ir hasta la primavera, pero cuando
vuelva, allí estarán, porque nunca se mudan… Es lo bueno que tienen. La primera que conocí es
Norah, y creo que es a la que más quiero. Vive en la ensenada de los Andrew, tiene el pelo y los
ojos negros y lo sabe todo sobre las sirenas y las algas marinas. Tiene que oír las historias que
cuenta. Luego están los Gemelos Marineros. No viven en ningún lado; navegan todo el tiempo,
pero a menudo vienen a la playa y hablan conmigo. Son un par de alegres marineros que han visto
todo el mundo… e incluso más. ¿Sabe lo que le pasó una vez al más joven de los Gemelos
Marineros? Estaban navegando y entró en un claro de luna. Supongo que ya sabrá que un claro
de luna es el círculo que deja la luna llena en el agua cuando se asoma sobre el mar. Pues bien, el
menor de los Gemelos Marineros navegó a lo largo del claro de luna hasta que llegó justo hasta la
luna misma y vio una puerta de oro, la abrió y navegó a través de ella. Allí tuvo algunas aventuras
maravillosas, pero la carta sería muy larga si se las contara.
Luego está la Dama Dorada de la cueva. Un día hallé una gran caverna en la playa y, al rato,
me encontré con la Dama Dorada. Tiene cabellos de oro que le llegan hasta los pies y su vestido
es todo brillante y resplandeciente, como si fuera de oro puro. Y tiene un arpa de oro con la que
toca melodías todo el día… Desde la playa se puede oír su música si se escucha con atención,
aunque la mayoría de las personas piensan que es solo el viento entre las rocas. Nunca le he
hablado a Norah de la Dama Dorada. Temía herir sus sentimientos. Se enfada incluso si hablo
demasiado tiempo con los Gemelos Marineros.
Siempre me encuentro con los Gemelos en las Rocas Rayadas. El más joven tiene muy buen
carácter, pero el mayor puede ser terriblemente feroz a veces. Creo que, de atreverse, sería pirata.
Es realmente misterioso. Una vez dijo palabrotas, y le contesté que, si volvía a hacerlo, que no
viniera a la playa a hablar conmigo, porque le prometí a mi abuelita que no me juntaría nunca
con alguien que maldijera. Puedo asegurarle que se asustó bastante, y me dijo que, si lo
perdonaba, me llevaría hasta la puesta del sol. De manera que, al día siguiente, al atardecer,
cuando estaba sentado en las Rocas Rayadas, el mayor de los Gemelos vino navegando por el mar
en un bote encantado y yo subí. El bote era de color nácar y arcoíris, como la parte interior de las
conchas de los mejillones, y su vela era como la luz de la luna. Con él navegamos rumbo a la
puesta del sol. Piénselo, señorita, he estado en el ocaso. ¿Y cómo cree que es? Pues el ocaso es
una tierra llena de flores, como un gran jardín, y las nubes son lechos floridos. Llegamos a un
gran puerto dorado y desembarcamos directamente sobre una gran pradera cubierta de botones
de oro tan grandes como rosas. Me quedé allí un buen rato, tanto que me pareció un año, aunque
el Gemelo mayor dijo que habían sido tan solo unos minutos. Como ve, en la tierra del ocaso, el
tiempo es más largo que aquí.
Su alumno que la quiere,
Paul Irving
P. D.: Por descontado, señorita, esta carta no es verdad. P. I.
Capítulo 12
Un día de perros

E n realidad empezó la noche anterior, con una noche en vela


interminable por culpa de un dolor de muelas. Cuando Ana se levantó
aquella pesada y amarga mañana de invierno, sintió que la vida era
deprimente, amarga e inútil.
Fue a la escuela con un humor que distaba mucho de ser angelical. Le
dolía la cara y tenía una mejilla hinchada. El aula estaba fría y llena de
humo porque el fuego no prendía, y los niños se apiñaban, temblando de
frío. En un tono más seco que de costumbre, Ana les ordenó que se
sentaran. Anthony Pye se dirigió hacia el pupitre con su ya habitual paso
impertinente y Ana advirtió que le susurraba algo a su compañero y que
luego la miraba con una sonrisa burlona.
Nunca antes la habían molestado tanto los chirridos de las tizas en la
pizarra. Barbara Shaw se acercó a su escritorio y tropezó con el cubo del
carbón, con consecuencias desastrosas. El carbón salió rodando por toda el
aula, su pizarrilla se rompió en pedazos y cuando se levantó, la cara de
Barbara, manchada de carbón, provocó las carcajadas de los chicos de la
clase. Ana dejó de prestar atención al alumno que leía en voz alta.
—En serio, Barbara —dijo con frialdad—, si eres incapaz de moverte sin
tropezar con algo, será mejor que te quedes en tu asiento. Es una auténtica
desgracia que una niña de tu edad sea tan torpe.
La pobre Barbara volvió a su asiento dando traspiés, mientras las
lágrimas que le corrían por la cara se mezclaban con el polvillo del carbón,
lo que le confirió un aspecto grotesco. Nunca hasta aquel momento su
querida y comprensiva maestra le había hablado en ese tono, y la niña
estaba desolada. La propia Ana sintió remordimientos de conciencia,
aunque solo sirvieron para aumentar su irritación, y los alumnos todavía
recuerdan aquella clase, al igual que la despiadada lección de aritmética que
la siguió. Justo en el instante en que Ana estaba escribiendo las sumas en la
pizarra, llegó St. Clair Donnell, casi sin aliento.
—St. Clair, llegas media hora tarde —le advirtió con tono glacial—.
¿Cuál es la causa?
—Señorita, tuve que ayudar a mamá a cocinar porque tenemos invitados
a comer y Clarice Almira está enferma. —Fue la respuesta de St. Clair,
pronunciada con total respeto pero que, sin embargo, provocó las risas de
sus condiscípulos.
—Siéntate y, como castigo, soluciona los seis problemas de la página
ochenta del libro de aritmética —dijo Ana.
St. Clair se extrañó del tono que había utilizado su profesora, pero se
dirigió dócilmente hacia el pupitre y sacó la pizarrilla.
Entonces, a escondidas, le pasó un pequeño paquete a Joe Sloane a través
del pasillo. Ana lo sorprendió y, rápidamente, tomó una decisión fatídica.
Últimamente, la anciana esposa de Hiram Sloane había empezado a
cocinar y vender «pastelitos de nueces» para aumentar sus menguados
ingresos. Las tartas eran especialmente tentadoras para los pequeños y
durante varias semanas le habían dado a Ana más de un quebradero de
cabeza. Camino del colegio, los escolares invertían la calderilla que
llevaban en los pastelitos de la señora Hiram, los traían a clase y, si era
posible, se los comían y compartían con sus compañeros. Ana les había
prevenido de que, si los seguían trayendo, acabaría por confiscarlos. Y, pese
a dicha advertencia, allí estaba St. Clair Donnell, pasando uno de esos
pastelitos, envuelto en el papel de rayas blancas y azules que usaba la
señora Sloane, delante de sus narices.
—Joseph —dijo Ana en voz baja—, trae aquí ese paquete.
Joe, sorprendido y avergonzado, obedeció. Era un pilluelo regordete que
siempre enrojecía y empezaba a tartamudear cuando tenía miedo. En aquel
preciso momento, el pobre Joe era la viva imagen de la culpa.
—Tíralo al fuego —dijo Ana.
Joe la miró abatido.
—Por, por… fa, fa… vor, se, se… ñorita —comenzó.
—Haz lo que te digo, Joseph, y no me repliques.
—Pero, se, se… ñorita, son… son… —tartamudeó Joe con
desesperación.
—Joseph, ¿piensas obedecerme o no? —dijo Ana.
Otra persona más segura de sí misma también se habría sentido
intimidada ante el tono y los peligrosos destellos que salían de los ojos de
Ana. Era otra maestra, una que los niños no habían conocido aún. Joe,
lanzándole una mirada de angustia a St. Clair, fue hasta la estufa, abrió la
gran puerta cuadrada del frente y tiró el paquete azul y blanco al interior,
antes de que St. Clair, quien se había puesto en pie de un salto, pudiera
pronunciar ninguna palabra. Entonces se apartó justo a tiempo.
Durante unos breves instantes, los aterrorizados ocupantes del colegio de
Avonlea no supieron si se había producido una erupción volcánica o un
terremoto. El paquete de aspecto inocente que, según había pensado Ana no
sin cierta precipitación, contenía los pasteles de la esposa de Hiram,
escondía en realidad un surtido de petardos que el señor Warren Sloane
había hecho llegar desde la ciudad el día anterior a través del padre de St.
Clair con la intención de celebrar su cumpleaños esa noche. Los cohetes
estallaron con el estruendo de una tormenta y los molinetes salieron de la
estufa, explotando y girando sin parar por el aula. Ana se desplomó en su
silla, pálida y consternada, y las niñas se subieron gritando sobre los
pupitres. Joe Sloane se quedó petrificado, en medio de aquella conmoción,
mientras que St. Clair, muerto de risa, se balanceaba hacia delante y hacia
atrás en el pasillo. Prillie Rogerson se desmayó y Annetta Bell se puso
histérica.
Aunque en realidad fueron solo unos pocos minutos lo que tardó en
extinguirse el último molinete, pareció una eternidad. Sobreponiéndose,
Ana corrió a abrir las puertas para dejar salir el gas y el humo que llenaban
la habitación. A continuación, ayudó a las niñas a llevar a la inconsciente
Prillie al exterior. Allí, Barbara Shaw, en sus deseos de ser útil, echó un
cubo de agua medio helada sobre la cabeza y los hombros de la pobre
muchacha antes de que nadie pudiera detenerla.
Transcurrió una hora antes de que se restaurara la calma…, aunque era
una calma que podía cortarse con cuchillo. Todos se habían dado cuenta de
que la atmósfera mental de la maestra no se había disipado ni con la
explosión. Nadie, excepto Anthony Pye, se atrevía a murmurar palabra. Ned
Clay hizo chirriar accidentalmente su tiza mientras calculaba una suma, y al
ver la mirada que le lanzó Ana, deseó que la tierra se lo tragara. En la clase
de Geografía, viajaron por el continente a tal velocidad que se marearon. En
la de Gramática, se sucedieron unos escrupulosos análisis sintácticos.
Cuando Chester Sloane deletreó «odorífero» con dos erres, se le dejó claro
que aquello era una auténtica desgracia que arruinaría su presente y su
futuro.
Ana sabía que se había puesto en evidencia y que el incidente se
comentaría en todas las mesas a la hora de cenar, pero aquello solo hacía
que se enfadara más. En un estado de ánimo más tranquilo, podría haberse
tomado la situación a risa, pero ahora era imposible. Así que decidió pasarla
por alto con un desdén glacial.
Cuando Ana regresó a clase después de almorzar, todos los niños se
hallaban en sus asientos como de costumbre y todas las cabezas se
inclinaban sobre los pupitres con aspecto estudioso, excepto la de Anthony
Pye, que espiaba a Ana por encima del libro, con los negros ojos brillando
de curiosidad y burla. Cuando Ana abrió el cajón del escritorio para coger
una tiza, apareció un ratón que corrió por encima del mueble y saltó al
suelo.
Ana dio un brinco y lanzó un grito, como si hubiera salido una serpiente,
y Anthony Pye se rio a carcajadas.
Entonces, se hizo el silencio, un silencio incómodo y pavoroso. Annetta
Bell dudaba de si volver a ponerse histérica, teniendo en cuenta que no
sabía dónde había ido el ratón. Pero decidió que no. ¿Quién se atrevería a
ponerse histérica con una maestra tan pálida y con los ojos tan brillantes?
—¿Quién ha puesto ese ratón en mi escritorio?
Aunque hablaba en voz baja, un escalofrío recorrió la columna vertebral
de Paul Irving. Los ojos de Ana se encontraron con los de Joe Sloane,
quien, a pesar de su sentimiento de culpa, tartamudeó:
—Yo, yo, no, no, se, se… ñorita.
Ana no le prestó atención al desdichado de Joe. Miró a Anthony Pye y
este le devolvió una mirada descarada e impertérrita.
—Anthony, ¿has sido tú?
—Sí, he sido yo —respondió Anthony con insolencia.
Ana cogió el puntero, que estaba encima del escritorio. Era un puntero de
madera noble, largo y pesado.
—Ven aquí, Anthony.
No fue el castigo más severo jamás recibido por Anthony Pye. Ana, pese
a lo agitada que estaba, no podría haber castigado cruelmente a un niño.
Pero el puntero acertó en intensidad y, finalmente, el valor de Anthony lo
abandonó. Tras una mueca de dolor, le saltaron las lágrimas.
Ana, consciente de lo que acababa de hacer, dejó caer el puntero y ordenó
a Anthony que volviera a su sitio. Se sentó frente al escritorio, sintiéndose
avergonzada, arrepentida y amargamente mortificada. Su enfado se había
desvanecido y habría dado cualquier cosa por poder hallar el alivio de las
lágrimas. Así que a eso se reducía toda su ostentación y alarde…, al castigo
corporal de uno de sus alumnos. ¡Cómo presumiría Jane de su triunfo! ¡Y
cómo se reiría el señor Harrison! Aunque lo peor de aquella situación, y lo
que más amargura le provocaba, era que había perdido toda oportunidad de
ganarse a Anthony Pye. A partir de aquel momento, ya no la tendría en
buena estima.
Ana, con lo que se conoce como «un esfuerzo hercúleo», retuvo las
lágrimas hasta llegar a casa. Allí se encerró en su habitación y lloró sobre la
almohada toda su vergüenza, remordimiento y desilusión… Lloró tanto rato
que Marilla se alarmó, irrumpió en la habitación e insistió en saber qué
ocurría.
—Lo que ocurre es que me remuerde la conciencia. —Lloró Ana—. ¡Oh,
ha sido un día tan terrible, Marilla! Estoy tan avergonzada de mí misma.
Perdí los nervios y azoté a Anthony Pye.
—Me alegro de oírlo —dijo Marilla con determinación—. Ya deberías
haberlo hecho hace tiempo.
—Oh, no, no, Marilla. Y no sé cómo voy a poder mirar a la cara a esos
niños de nuevo. Siento que toqué fondo. No sabe usted lo enfadada, odiosa
y horrible que estaba. No puedo olvidar la expresión en los ojos de Paul
Irving… Parecía tan sorprendido y defraudado. Oh, Marilla, he tratado con
todas mis fuerzas de ser paciente y de ganarme el afecto de Anthony Pye…,
y lo he echado todo a perder.
Marilla pasó su mano rugosa y áspera por la cabellera despeinada de la
muchacha con un gesto de ternura. Cuando los sollozos de Ana se
calmaron, dijo en tono mucho más suave de lo habitual:
—Ana, te tomas las cosas demasiado a pecho. Todos cometemos errores,
pero la gente los olvida. Y todos tenemos días malos. En lo que se refiere a
Anthony Pye, ¿por qué te preocupa que no te quiera? Es el único.
—No puedo evitarlo. Mi deseo es que todos me aprecien y me siento
herida cuando alguien no me quiere. Y ahora Anthony nunca lo hará. Oh,
Marilla, he quedado como una idiota. Se lo explicaré todo.
Marilla escuchó el relato, y aunque algunos pasajes la hicieron sonreír,
Ana no lo apreció. Cuando esta hubo terminado, dijo abruptamente:
—Bueno, no importa. Ahora ya ha pasado y mañana será otro día, de
momento sin errores, como sueles decir tú misma. Bajemos a cenar. Verás
como una taza de té y algunos buñuelos de ciruela que he cocinado hoy te
levantan el espíritu.
—¿Cómo van a aplacar los buñuelos una mente atormentada? —dijo Ana
desconsoladamente.
Sin embargo, Marilla pensó que aquella réplica era una señal de una
ligera recuperación.
La alegre mesa de la cena, con los rostros resplandecientes de los
mellizos y los inigualables buñuelos de Marilla —de los que Davy se comió
cuatro— le «levantaron el espíritu» de forma considerable. Aquella noche
descansó, y a la mañana siguiente despertó transformada. El mundo a su
alrededor también se había transformado. Durante las horas de oscuridad,
había caído una nevada suave y espesa, y aquella bella blancura, que
chispeaba al escarchado sol, se asemejaba a un manto de caridad que cubría
los errores y humillaciones del pasado.
«Cada mañana se empieza de nuevo, cada mañana el mundo se forma
otra vez», cantaba Ana mientras se vestía.
La nieve la obligó a ir al colegio por la carretera, y se le ocurrió que era
una maliciosa coincidencia que Anthony Pye pasara por allí, justo cuando
dejaba el sendero de Tejas Verdes. Sintió tanta culpa como si la situación
hubiese ocurrido a la inversa. Sin embargo, para su sorpresa, Anthony no
solo se quitó la gorra a modo de saludo —cosa que no había hecho nunca en
el pasado—, sino que, además, dijo con despreocupación:
—Se hace difícil caminar, ¿verdad? ¿Quiere que le lleve los libros,
señorita?
Ana le entregó sus libros y se preguntó si no estaría soñando.
Anthony siguió caminando en silencio, y cuando llegaron al colegio y
Ana recuperó los libros, le sonrió…, aunque no la sonrisa «amable»
estereotipada que le había dedicado hasta el momento, sino una que
destellaba espontaneidad y camaradería. Anthony sonrió… No, a decir
verdad, Anthony forzó una sonrisa. Por lo general, se supone que una
sonrisa forzada no es algo muy respetuoso. Aun así, Ana sintió que, pese a
que no se había ganado el cariño de Anthony todavía, de un modo u otro, sí
había conseguido su respeto.
La señora Lynde fue a visitarla al siguiente sábado y lo confirmó.
—Bueno, Ana, creo que te has ganado a Anthony Pye, sí, señor. Al
parecer, dice que al fin y al cabo, no lo haces tan mal, aunque seas una
chica. Dice que lo castigaste «tan bien como un hombre».
—Jamás pretendí ganármelo a fuerza de golpes —dijo Ana algo triste,
sintiendo que en algún momento había traicionado a sus ideales—. No me
parece bien. Estoy segura de que mi teoría sobre la bondad es correcta.
—Seguro que sí, pero recuerda que los Pye son la excepción a toda regla
conocida, sí, señor —declaró la señora Lynde con convicción.
Cuando se enteró el señor Harrison exclamó: «Ya te dije que acabarías
haciéndolo», y Jane se lo restregó por las narices sin piedad.
Capítulo 13
Un pícnic para recordar

A na se dirigía a la Ladera del Huerto cuando se encontró con Diana, que


corría hacia Tejas Verdes, justo donde el viejo puente de tablones
llenos de musgo cruzaba el arroyo detrás del Bosque Embrujado.
Ambas se sentaron a orillas de la Burbuja de la Dríada, donde los menudos
abetos se desplegaban como si fueran hadas diminutas con cabellos verdes
y rizados que despertaban de una siesta.
—Justo venía para invitarte a mi cumpleaños el sábado próximo —dijo
Ana.
—¿Tu cumpleaños? ¡Pero si fue en marzo!
—Eso no es culpa mía. —Se rio Ana—. Si mis padres me hubieran
preguntado, nunca hubiera ocurrido en esa fecha. Yo habría elegido nacer
en primavera, por supuesto. Debe ser delicioso llegar al mundo al mismo
tiempo que las flores de mayo y las violetas. Me sentiría como su hermana
adoptiva. Pero como no fue así, lo mejor que puedo hacer es celebrar mi
cumpleaños en primavera. Priscilla llega el sábado, y Jane estará en casa.
Iremos al bosque y pasaremos un día fantástico trabando amistad con la
primavera. Ninguna de nosotras la conocemos realmente todavía, pero allí
nos reencontraremos con ella mejor que en ningún otro lado. En todo caso,
quiero explorar todas esas praderas y sitios solitarios. Estoy segura de que
hay allí montones de hermosos escondrijos que nunca han sido realmente
descubiertos aunque se los haya visto. Nos haremos amigas del viento, del
cielo y del sol, y traeremos la primavera a casa en nuestros corazones.
—Suena magnífico —dijo Diana, no sin cierta desconfianza interior
hacia la magia con la que Ana se expresaba—. Pero algunos sitios todavía
estarán muy húmedos, ¿no crees?
—Oh, llevaremos botas de agua. —Esa fue la concesión de Ana a la
practicidad—. Y quiero que el sábado vengas temprano y me ayudes a
preparar la comida. Voy a hacer las cosas más delicadas…, cosas que estén
de acuerdo con la primavera, ¿sabes?, como pastelitos de jalea, bizcochos,
galletitas con glaseado rosa y amarillo, y pastel con botones de oro. Y
aunque no sean muy poéticos, creo que también llevaremos bocadillos.
El sábado amaneció como el día ideal para un pícnic: el cielo azul, la
cálida brisa, el sol y un animado viento que cruzaba las praderas y los
huertos. Sobre cada colina y campo bañados por el sol, se extendía un verde
manto salpicado de flores.
El señor Harrison, que araba en la parte de atrás de su granja, sintió algo
de la magia de la primavera incluso en su sobrio y maduro espíritu, cuando
vio a cuatro muchachas cargadas con cestas que caminaban alegremente por
el límite de su campo en el que se encontraba con un tupido monte de
abedules y abetos. Hasta él llegó el eco de sus alegres voces y risas.
—Es tan fácil ser feliz en un día como este, ¿a que sí? —estaba diciendo
Ana con esa filosofía suya marca de la casa—. Tratemos de que este sea un
auténtico día dorado, chicas, un día que siempre recordemos con placer.
Hemos partido en busca de belleza y nos negamos a ver otra cosa. ¡Que
desaparezcan las preocupaciones! Jane, no estarás pensando en algo malo
que ocurrió ayer en la escuela, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabes? —soltó Jane, asombrada.
—Oh, puedo identificar esa expresión… La he visto demasiadas veces en
mi propio rostro. Pero olvídate de ello, querida. Espera hasta el lunes…
¡Oh, chicas, chicas, mirad ese tramo de violetas! Es digno de la galería de
imágenes para el recuerdo. Cuando tenga ochenta años, si es que llego,
cerraré los ojos y veré las violetas tal como las veo en este momento. Es el
primer regalo que nos da nuestro día, y qué hermoso es.
—Si un beso pudiera verse, creo que sería parecido a una violeta —dijo
Priscilla.
A Ana le brillaron los ojos.
—Me alegro tanto de que hayas expresado ese pensamiento, Priscilla, en
lugar de pensarlo y guardártelo para tus adentros. Este mundo sería mucho
más interesante, aunque ya es muy interesante, si la gente expresara sus
verdaderos pensamientos.
—Sería muy violento aguantar depende de a quién —dijo Jane con
cordura.
—Supongo que sí, pero sería solo culpa suya, por pensar cosas
desagradables. De cualquier manera, hoy todas podemos expresar nuestras
ideas porque no vamos a pensar más que en cosas hermosas. Podemos decir
lo que se nos ocurra. Eso es conversar. Aquí hay un pequeño sendero que
jamás había visto. Explorémoslo.
El sendero era sinuoso, y tan estrecho que las chicas caminaban en fila
india y, aun así, las ramas de los abetos les arañaban el rostro. Debajo de los
árboles había unos aterciopelados cojines de musgo y más adelante, donde
los árboles eran más pequeños y escasos, el terreno mostraba una gran
riqueza y variedad de plantas verdes.
—¡Cuántas orejas de elefante! —exclamó Diana—. Voy a recoger un
buen ramo. ¡Son tan bonitas!
—¿Cómo es posible que una planta tan graciosa tenga un nombre tan
horrible? —preguntó Priscilla.
—Porque la persona que las vio por primera vez o bien no tenía nada de
imaginación o quizá tenía demasiada —respondió Ana—. ¡Oh, chicas,
mirad eso!
«Eso» era una charca poco profunda que se encontraba en el centro de un
pequeño claro al final del camino. Más entrada la estación, estaría seca y
llena de helechos, pero en ese momento era una reluciente y plácida lámina,
plana como un plato y clara como el cristal. Un anillo de finos y jóvenes
abedules la rodeaban y pequeños abetos ribeteaban sus márgenes.
—¡Qué hermoso! —dijo Jane.
—Bailemos alrededor como ninfas de los bosques —gritó Ana, dejando
su cesta y extendiendo las manos.
Pero el baile no tuvo el éxito esperado porque el terreno estaba fangoso y
a Jane se le salieron las botas de agua.
—No se puede ser ninfa de los bosques con botas de agua —afirmó.
—Bueno, debemos darle un nombre a este lugar antes de marcharnos —
dijo Ana, condescendiendo ante la lógica indiscutible de los hechos—. Que
cada una sugiera un nombre y lo echaremos a suertes. ¿Diana?
—Laguna de los Abedules —sugirió esta rápidamente.
—Lago Cristalino —dijo Jane.
Ana, en pie detrás de ellas, miró a Priscilla, implorándole con los ojos
que no dijera otro nombre por el estilo. Priscilla se puso a la altura de las
circunstancias con Cristal Reluciente. Y la propuesta de Ana fue El Espejo
de las Hadas.
Escribieron los nombres en tiras de corteza de abedul con un lápiz que la
maestra Jane llevaba en el bolsillo y las colocaron dentro del sombrero de
Ana. A continuación, Priscilla cerró los ojos y escogió una.
—Lago Cristalino —leyó Jane con aire triunfal.
Y Lago Cristalino se llamó. Y aunque Ana pensó que la suerte le había
jugado a la charca una mala pasada, no dijo nada.
Atravesando la maleza, las chicas aparecieron en los verdes pastos
traseros del señor Silas Sloane. Al cruzarlos, encontraron la entrada de un
sendero que daba a los bosques y decidieron explorarlo. El sendero premió
su curiosidad con una sucesión de agradables sorpresas. Primero, bordeando
el campo del señor Sloane, había un pasaje abovedado de cerezos silvestres
en flor. Las jovencitas se colgaron los sombreros del brazo y adornaron sus
cabezas con los mullidos capullos de color crema. A continuación, el
camino hacía un ángulo recto y desembocaba en un bosque de píceas tan
espeso que caminaban en una penumbra parecida a la del anochecer, sin tan
siquiera ver un trocito de cielo o un rayo de sol.
—Aquí es donde habitan los duendes malignos del bosque —murmuró
Ana—. Son traviesos y maliciosos, pero no pueden hacernos daño porque
no se les permite hacer maldades en primavera. Había uno que nos espiaba
justo allí, detrás de esa pícea ensortijada y vieja. ¿Y no habéis visto un
grupo de ellos en aquel gran hongo moteado que acabamos de pasar? Las
hadas buenas siempre viven en los lugares soleados.
—Ojalá existieran las hadas —dijo Jane—. ¿No sería estupendo que nos
concedieran tres deseos…, al menos uno? ¿Qué pediríais si os concediern
un deseo? Yo pediría ser rica, hermosa e inteligente.
—Yo desearía ser alta y esbelta —dijo Diana.
—Y yo, ser famosa —expresó Priscilla.
Ana pensó en su cabello, pero enseguida consideró que no valía la pena.
—Yo pediría que fuera siempre primavera, en nuestro corazón y en
nuestra vida —anunció.
—Pero eso sería desear que este mundo fuera como el cielo —dijo
Priscilla.
—Solo como una parte del cielo. En las otras partes habría verano y
otoño, y sí, también un poco de invierno. Creo que no me importaría que
hubiera brillantes campos nevados y escarcha en el cielo de vez en cuando
¿Qué opinas, Jane?
—Yo…, no sé —dijo Jane, no sin cierta incomodidad.
Jane era una buena chica, miembro de la iglesia, que se esforzaba
concienzudamente por realizar bien su trabajo y que creía todo lo que le
habían enseñado. Pero que, por eso mismo, nunca había pensado en el cielo
más de lo necesario.
—El otro día, Minnie May me preguntó si en el cielo vamos a usar todos
los días nuestros mejores vestidos. —Se rio Diana.
—¿Y no le dijiste que sí? —preguntó Ana.
—¡Por el amor de Dios, claro que no! Le dije que allí no pensaríamos
para nada en vestidos.
—Oh, yo creo que sí…, un poquito —dijo Ana seriamente—. Tendremos
tiempo de sobra para ello durante la eternidad sin descuidar otras cosas más
importantes. Yo creo que todas llevaremos hermosos vestidos… o quizá
debería decir «túnicas». Primero la llevaré de color rosa durante unos
cuantos siglos, así tendré tiempo de aburrirlo, seguro. Me gusta mucho el
rosa, y como no puedo usarlo en este mundo…
Pasadas las píceas, el camino desembocaba en un pequeño claro bañado
por el sol, con un riachuelo y un puente de madera. Luego llegó un glorioso
hayedo iluminado por la luz, donde el aire era como vino dorado
transparente, las hojas, frescas y verdes, y el suelo, un mosaico de
temblorosos rayos de sol. Después, más cerezos silvestres y un pequeño
valle de flexibles abetos, y a continuación, una colina, tan empinada que las
jóvenes la subieron casi sin aliento; pero cuando alcanzaron la cima, les
aguardaba la más maravillosa de las sorpresas.
Ante ellas, a lo lejos, se veían los campos traseros de las granjas que
daban al camino de arriba de Carmody. Justo delante de ellos, bordeado de
hayas y abetos pero abierto hacia el sur, había un pequeño rincón y en él, un
jardín…, o lo que había sido un jardín. Lo rodeaba un muro de piedra
cubierto de hierbas y musgo. A lo largo de la parte oriental, crecía un huerto
de cerezos, blanco como una ventisca de nieve. Aún se apreciaba el rastro
de viejos senderos y una doble hilera de rosales lo atravesaba; pero el resto
del terreno era una sábana amarilla y blanca de narcisos que se destacaban
con sus etéreos capullos movidos por el viento sobre el fresco césped verde.
—¡Oh, qué preciosidad! —exclamaron tres de las muchachas.
Ana se limitó a contemplarlo con un silencio elocuente.
—¿Cómo es posible que hubiera un jardín aquí? —dijo Priscilla
asombrada.
—Debe de ser el jardín de Hester Gray —dijo Diana—. He oído a mamá
hablar de él, pero nunca lo había visto y no imaginaba que todavía existiera.
¿Conoces la historia, Ana?
—No, pero el nombre me resulta familiar.
—Claro, lo has visto en el cementerio. Está enterrada en el rincón, bajo el
álamo. ¿Sabes la pequeña lápida marrón que tiene esculpidas dos puertas
que se abren y con la inscripción «A la sagrada memoria de Hester Gray, 22
años de edad»? Jordan Gray está enterrado junto a ella, pero no tiene lápida.
Es raro que Marilla nunca te lo haya contado. Aunque ocurrió hace como
treinta años y supongo que todos lo han olvidado.
—Bueno, si hay una historia, debemos escucharla —dijo Ana—.
Sentémonos aquí entre los narcisos y que Diana la cuente. Vaya, chicas, hay
cientos de narcisos… Han crecido por todas partes. Parece como si el jardín
estuviera alfombrado con una combinación de rayos de luna y de sol. Valía
la pena descubrir este paraje. ¡Y pensar que he vivido seis años a un par de
kilómetros de aquí sin haberlo visto! Venga, Diana.
—Hace mucho tiempo —comenzó Diana—, esta granja pertenecía al
anciano señor David Gray. Él no vivía en ella, sino en la que ahora
pertenece a Silas Sloane. Tenía un hijo, Jordan, quien un invierno se fue a
trabajar a Boston y se enamoró de una joven llamada Hester Murray. Era
dependienta, pero odiaba su trabajo. Había nacido en el campo, y ansiaba
regresar. Cuando Jordan le pidió que se casara con él, ella dijo que aceptaría
si la llevaba a algún lugar tranquilo donde solo viera campos y árboles. De
modo que la trajo a Avonlea. La señora Lynde dijo que corrió un gran
riesgo al casarse con una yanqui, y es cierto que Hester era muy delicada y
muy mala ama de casa; pero mamá dice que era muy bonita y dulce y que
Jordan besaba el suelo que ella pisaba. En fin, el señor Gray le dio a Jordan
esta granja, el joven edificó una casita pequeña aquí detrás y la pareja vivió
en ella durante cuatro años. Ella no salía mucho y nadie venía a verla
excepto mamá y la señora Lynde. Jordan le hizo este jardín y ella estaba
loca de alegría y pasaba aquí la mayor parte del tiempo. No era muy buena
ama de casa, pero tenía muy buena mano con las flores. Y entonces
enfermó. Mamá dice que cree que ya estaba tísica antes de llegar a Avonlea.
En realidad, nunca guardó cama, pero cada día que pasaba, estaba más y
más débil. Jordan no quiso que nadie viniera a ocuparse de ella. Él se
encargaba de todo, y mamá cuenta que era tan delicado y amable como una
mujer. Todos los días la envolvía en un chal y la llevaba al jardín, donde se
pasaba las horas feliz, sentada en un banco. Dicen que todas las mañanas y
las noches hacía que Jordan se arrodillara a su lado y rezaban para que la
muerte la sorprendiera en el jardín. Y su súplica llegó a los cielos. Un día
Jordan la sentó en el banco, recogió todas las rosas que había, las esparció
sobre ella y ella le sonrió… y cerró los ojos… y eso —concluyó Diana
suavemente— fue el final.
—¡Qué historia tan tierna! —Ana suspiró secando sus lágrimas.
—¿Qué fue de Jordan? —preguntó Priscilla.
—Después de la muerte de Hester, vendió la granja y se fue a Boston. El
señor Jabez Sloane compró la finca y trasladó la casita al lado de la
carretera. Jordan murió diez años después. Trajeron su cuerpo a Avonlea y
lo enterraron junto a Hester.
—No puedo entender cómo podía querer vivir aquí, lejos de todo —dijo
Jane.
—Oh, pues yo sí que lo entiendo —dijo Ana inmediatamente—. Yo no
podría albergar ese deseo por una cosa muy sencilla, pues aunque amo los
campos y los bosques, también quiero a la gente. Pero puedo comprenderlo
en Hester. Ella estaba mortalmente cansada del ajetreo de la gran ciudad y
del ir y venir de las gentes. Solo deseaba escapar de todo eso hacia algún
lugar apacible, verde y agradable donde poder descansar. Y obtuvo
justamente lo que deseaba, cosa que me parece que consiguen muy pocas
personas. Antes de morir pasó cuatro años maravillosos, cuatro años de
perfecta felicidad, de modo que creo que debemos envidiarla más que
compadecerla; y cerrar los ojos y quedarse dormida entre rosas con la
persona que más quieres en el mundo, sonriendo… ¡Oh, me parece tan
hermoso!
—Ella plantó esos cerezos —intervino Diana—. Le dijo a mamá que
aunque no viviría para comer sus frutos, quería pensar que algo que había
plantado seguiría viviendo y ayudando a hacer el mundo más hermoso
después de su muerte.
—Estoy tan contenta de haber venido por aquí —dijo Ana con los ojos
brillantes—. Es mi cumpleaños adoptivo y este jardín y su historia son mi
regalo. ¿Ha dicho alguna vez tu madre cómo era Hester Gray, Diana?
—No…, solo que era bonita.
—Casi me alegro, pues puedo imaginármela sin que los hechos empañen
su imagen. Pienso que era muy ligera y pequeña, de suaves y ondulados
cabellos negros; grandes, dulces y tímidos ojos castaños y un rostro pálido y
de expresión pensativa.
Las jóvenes dejaron sus cestas en el jardín de Hester y pasaron el resto de
la tarde vagabundeando por los bosques y campos que lo rodeaban,
descubriendo otros bonitos rincones y senderos. Cuando tuvieron hambre,
comieron en el lugar más hermoso de todos: sobre la orilla empinada de un
arroyuelo, donde los blancos abedules se alzaban sobre la hierba. Las
muchachas se sentaron junto a las raíces e hicieron justicia a las
exquisiteces de Ana, apreciando incluso aquellos poco poéticos bocadillos
con un apetito voraz, incitado por el aire fresco y el ejercicio. Ana había
llevado vasos y limonada para sus invitadas, pero ella prefirió beber agua
fría del arroyo con un cubo hecho de corteza de abedul. El cubo goteaba y
el agua sabía a tierra, como ocurre siempre con el agua de los arroyos en
primavera. Sin embargo, Ana lo encontró más apropiado para la ocasión
que la limonada.
—¡Mirad! ¿Veis ese poema? —dijo repentinamente, señalando con el
dedo.
—¿Dónde? —Jane y Diana miraban como si esperaran unos versos
rúnicos en los abedules.
—Allí… Abajo, en el arroyo… Ese viejo tronco verde y musgoso con el
agua que corre por encima formando esos remolinos y ese haz de rayos de
sol que justamente lo atraviesa y penetra en el agua. ¡Oh, es el poema más
hermoso que he visto!
—Yo más bien lo llamaría cuadro —dijo Jane—. Un poema tiene versos
y rimas.
—Oh, no, querida. —Ana sacudió su cabeza coronada de mullidas flores
de cerezo silvestre—. Las rimas y versos son solo el atuendo de un poema,
al igual que tus volantes y encajes no son realmente tú, Jane. El verdadero
poema está en el alma que albergan… Y ese hermoso pedacito es el alma de
un poema no escrito. No se ve un alma todos los días…, ni siquiera la de un
poema.
—Me pregunto qué aspecto tendrá un alma, un alma de persona —dijo
Priscilla con ojos soñadores.
—Pues yo diría que precisamente ese —dijo Ana señalando un radiante
rayo de sol que brillaba a través de un abedul—. Solo que con rasgos y
formas. Me gusta pensar que las almas están hechas de luz. Y que algunas
están salpicadas de manchas rosadas y estremecimientos…, que otras tienen
un suave brillo, como el de los rayos de la luna sobre el mar…, y que otras
son pálidas y diáfanas como la niebla al amanecer.
—Una vez leí en algún sitio que las almas eran como flores —dijo
Priscilla.
—Entonces la tuya es como un dorado narciso —dijo Ana—, y la de
Diana como una rosa muy roja. Y la de Jane, como un capullo de manzano,
rosa, honesto y dulce.
—Y la tuya es una violeta blanca, con rayas rojas en el centro —
concluyó Priscilla.
Jane le susurró a Diana que no entendía nada.
Las jovencitas regresaron a casa a la luz de un tranquilo y dorado
atardecer, con las cestas llenas de narcisos del jardín de Hester. Al día
siguiente, Ana fue al cementerio y puso unos cuantos sobre su tumba.
Los petirrojos trinaban en los pinos y en los pantanos, las ranas cantaban.
Las hondonadas entre las colinas rebosaban con una luz de colores topacio
y esmeralda.
—Bueno, al final nos lo hemos pasado muy bien —dijo Diana, como si
hubiera esperado todo lo contrario al inicio de la excursión.
—Realmente, ha sido un día digno de recordar —dijo Priscilla.
—Yo he disfrutado muchísimo de los bosques —añadió Jane.
Ana no dijo nada. Contemplaba el ocaso en la lejanía y pensaba en la
pequeña Hester Gray.
Capítulo 14
Un peligro sorteado

U n viernes por la tarde, Ana volvía de la estafeta de correos por el


camino de regreso a casa cuando se le unió la señora Lynde, quien,
como ya era habitual, cargaba con sus preocupaciones y chismorreos.
—Acabo de estar en casa de Timothy Cotton para ver si Alice Louise
puede venir a ayudarme unos días —dijo—. La tuve la semana pasada, y
aunque es muy lenta, es mejor que nada. Pero está enferma y no puede
venir. Timothy estaba allí sentado, también tosiendo y quejándose. Lleva
muriéndose diez años y estará así otros diez más. Los de su calaña no hacen
nada bien, ni siquiera morirse… Son una familia de vagos y solo Dios sabe
qué será de ellos. —La señora Lynde suspiró, como si dudara de que la
providencia tuviera en cuenta el asunto—. Marilla fue a visitarse por los
ojos el pasado martes, ¿verdad? ¿Qué piensa el especialista? —continuó.
—Pues quedó muy satisfecho —dijo Ana con alegría—. Afirma que sus
ojos han mejorado y que cree que el peligro de la pérdida completa de la
visión es cosa del pasado. Pero también dijo que ya no podrá leer mucho ni
volver a hacer trabajos de costura. ¿Cómo van los preparativos para su
venta benéfica?
La Sociedad de Damas de Ayuda estaba preparando una feria y una cena,
y la señora Lynde estaba al frente de la empresa.
—Bastante bien…, lo que me recuerda que la señora Allan piensa que
estaría genial decorar una caseta como cocina antigua y servir una cena de
judías, rosquillas, pastel y cosas por el estilo. Estamos recogiendo
accesorios antiguos. La esposa de Simon Fletcher nos va a prestar las
alfombras trenzadas de su madre; la esposa de Levi Boulter, algunas sillas
viejas, y la tía Mary Shaw nos dejará su vieja alacena con puertas de vidrio.
Supongo que Marilla permitirá que utilicemos sus candelabros de bronce,
¿verdad? Y también queremos todos los platos antiguos que podamos
encontrar. En especial, a la señora Allan le haría mucha ilusión una
verdadera fuente de porcelana azul. Pero me parece que nadie tiene una.
¿Sabes dónde la podríamos encontrar?
—La señorita Josephine Barry tiene una. Le escribiré pidiéndole que nos
la preste para la ocasión —respondió Ana.
—Bueno, te agradecería que lo hicieras. Supongo que celebraremos esa
cena dentro de unos quince días. El tío Abe Andrews ha vaticinado
tempestades y tormentas para esa época, así que seguro que tendremos buen
tiempo.
Se debe decir que el susodicho «tío Abe», como el resto de los elegidos,
no era profeta en su tierra. En realidad, la mayoría se lo tomaban a guasa,
puesto que pocas de sus predicciones meteorológicas se cumplían. El señor
Elisha Wright, que se tenía por el ingenioso del pueblo, acostumbraba a
decir que en Avonlea nadie miraba los periódicos de Charlottetown para
conocer el estado del tiempo. No, sencillamente, se lo preguntaban a tío
Abe y esperaban lo contrario. Tío Abe no se dejaba amedrentar y seguía
ofreciendo sus pronósticos.
—Queremos celebrar la feria antes de las elecciones —continuó la señora
Lynde—. Seguramente, los candidatos se acercarán y gastarán mucho
dinero. Los «conservadores» sobornan a diestro y siniestro, así que por una
vez les daremos la oportunidad de gastar su dinero de forma honesta.
Ana era una decidida conservadora, en lealtad al recuerdo de Matthew,
pero no dijo nada. Sabía que no era buena idea abordar el tema de la
política con la señora Lynde. La muchacha tenía una carta para Marilla, con
matasellos de una ciudad en la Columbia Británica.
—Probablemente es del tío de los niños —dijo excitada cuando llegó a
casa—. Oh, Marilla, me pregunto cuál será su contenido.
—Lo mejor será abrirla y comprobarlo —fue la seca respuesta de
Marilla.
Un agudo observador habría captado que también ella se sentía agitada,
pero Marilla no estaba dispuesta a que se le notase en absoluto.
Ana rasgó el sobre y echó un vistazo a su contenido, que estaba escrito
con poca pulcritud y pobremente.
—Dice que no puede hacerse cargo de los niños esta primavera…, que ha
estado enfermo la mayor parte del invierno y que su boda ha sido aplazada.
Quiere saber si nos podemos quedar con ellos hasta el otoño y que entonces
vendrá a buscarlos. Por supuesto que lo haremos, ¿verdad, Marilla?
—Creo que no nos queda otra opción —dijo Marilla algo seria, aunque
sintiéndose aliviada para sus adentros—. De todos modos, ahora ya no nos
dan tanto trabajo como antes… o quizá sea que nos hemos acostumbrado a
ellos. Davy parece haber mejorado mucho.
—Sus modales son en verdad mucho mejores —dijo Ana cautelosa,
como si no estuviera preparada para decir lo mismo sobre su moralidad.
Ana había regresado a casa la tarde anterior y se encontró con que
Marilla se había ido a una reunión en la Sociedad de Beneficencia, que
Dora dormía en el sofá de la cocina y que Davy, dentro del armario de la
sala de estar, saboreaba con total felicidad las famosas confituras de ciruelas
amarillas de Marilla —según las llamó Davy, «mermeladas de
compañía»—, a las que tenía prohibido acercarse. Parecía sentirse muy
culpable cuando Ana lo sorprendió y lo sacó del armario.
—¡Davy Keith! Pero ¿es que no sabes que no debes comer esa confitura,
y más cuando se te ha dicho que no toques nada de ese armario?
—Sí, ya sé que no está bien —admitió Davy incómodo—, pero la
confitura de ciruela es deliciosa, Ana. Me asomé un instante y parecían tan
buenas que quise probar un poquito. Metí el dedo… —Ana lanzó un
gemido—, y me lo chupé. Y estaba tan bueno que fui a por una cuchara y
me lancé.
Ana le dio una explicación tan seria sobre el pecado de robar confituras
que Davy sintió remordimientos de conciencia y prometió no volverlo a
hacer con besos de arrepentimiento.
—De todos modos, seguro que en el cielo hay un montón de confitura, lo
que es un consuelo —dijo complaciente.
Ana disimuló una incipiente sonrisa.
—Quizá así sea… si es lo que deseamos —dijo—. Pero ¿qué te hace
pensar eso?
—Está en el catecismo —respondió Davy.
—¡Oh, no! El catecismo no dice nada parecido, Davy.
—Pues yo te digo que sí —insistió Davy—. Está en esa pregunta que
Marilla me explicó el domingo pasado. «¿Por qué debemos amar a Dios?
Porque conserva y redime», «Conserva» es la forma sagrada de referirse a
la mermelada.
—Voy a beber un poco de agua —dijo Ana apresurada.
Cuando regresó, le costó algún tiempo y trabajo explicarle que en aquel
caso, «conserva» se refería a fines mucho más espirituales.
—Vaya, demasiado bueno para ser verdad —dijo Davy con un suspiro de
desilusión—. Además, no sé cómo podría Dios encontrar tiempo para hacer
confitura si, como dice el himno, siempre es domingo. Creo que no quiero
ir al cielo. ¿No habrá nunca sábados en el cielo, Ana?
—¡Sí, sábados y todo tipo de días hermosos! Y cada día será más
hermoso que el anterior, Davy —aseguró Ana, que estaba contenta de que
Marilla no anduviera por allí y acabara escandalizada. Era ella la que
llevaba a cabo la instrucción teológica de los mellizos según el antiguo
método y no aceptaba especulación alguna sobre el tema. Cada domingo,
les enseñaba a Dora y a Davy un himno, una pregunta del catecismo y dos
versículos de la Biblia. Dora aprendía dócilmente y recitaba como una
pequeña máquina, y quizá con la misma comprensión e interés. Por el
contrario, Davy poseía una viva curiosidad y sus frecuentes preguntas
hacían temer a Marilla por su alma.
—Chester Sloane dice que en el cielo no haremos otra cosa que caminar
todo el día con vestidos blancos, tocando el arpa y que espera no tener que
ir allí hasta que sea viejo, porque entonces puede que le guste. Y dice que
será horrible llevar vestido, y yo pienso lo mismo. ¿Por qué los ángeles no
pueden llevar pantalones, Ana? A Chester Sloane le interesan todas esas
cosas porque su familia quiere que sea pastor de iglesia. Debe serlo, porque
su abuela dejó dinero para que estudiara y no podrá tenerlo a menos que sea
pastor. Pensaba que tener un reverendo en la familia era una cosa muy
respetable. Chester dice que a él le da igual, que le gustaría ser herrero, pero
que tiene intenciones de divertirse cuanto pueda antes de convertirse en
pastor porque no cree que después sea posible. Yo no voy a ser pastor. Seré
tendero, como el señor Blair, y tendré montones de caramelos y plátanos.
Pero iría a tu cielo si me dejasen tocar una armónica en lugar del arpa.
¿Crees que me dejarían?
—Sí. Creo que te lo permitirán si lo desearas —Fue todo cuanto pudo
añadir Ana.
Aquella tarde, la Asociación para la Mejora se reunió en casa del señor
Harmon Andrews y se requirió la asistencia de todos sus miembros, ya que
debían tratarse importantes asuntos. La Asociación para la Mejora estaba en
estado floreciente y ya habían conseguido maravillas. A comienzos de la
primavera, el comandante Spencer cumplió su promesa y apisonó, niveló y
plantó la zona de la carretera ante su granja. Una docena de otros
caballeros, determinados a no dejar que un Spencer se les adelantara, otros
acuciados por los mejoradores con los que compartían apellido, siguieron su
ejemplo. El resultado fue que la maleza poco agradable a la vista fue
sustituida por unas largas franjas de suave césped aterciopelado. En
comparación, las fachadas de las granjas que no estaban arregladas parecían
tan feas que sus propietarios sentían vergüenza y ya pensaban qué podían
hacer en otra primavera. También se había limpiado y sembrado el triángulo
en el cruce de caminos, y el parterre de geranios de Ana, que no había sido
destrozado por ninguna vaca vagabunda, ya estaba en el centro.
En conjunto, los mejoradores estaban contentos con sus progresos, a
pesar de que el señor Levi Boulter, al que un comité cuidadosamente
elegido le planteó con mucho tacto el asunto de su vieja casa en la parte
superior de sus terrenos, les dijo de malos modos que no pensaba mover un
dedo.
En esta reunión especial tenían pensado redactar una petición a los
síndicos del colegio, rogándoles humildemente que se cercaran los terrenos
de la escuela. También se discutió sobre la plantación de unos pocos árboles
ornamentales junto a la iglesia, si los fondos de la entidad lo permitían, ya
que, como bien dijo Ana, no serviría de nada iniciar otra colecta mientras el
salón de actos siguiera pintado de azul. Los miembros estaban reunidos en
el comedor de los Andrews y Jane ya se disponía a solicitar el
nombramiento de una comisión que informara sobre el precio de dichos
árboles cuando Gertie Pye hizo su entrada, peripuesta y con encajes hasta
las cejas. Gertie tenía el hábito de llegar tarde, «para hacer más efectiva su
entrada», como decían las gentes malintencionadas. En aquella ocasión, la
entrada de Gertie fue ciertamente efectiva, porque se detuvo
dramáticamente en mitad del salón, alzó los brazos, puso los ojos en blanco
y exclamó:
—Acabo de oír algo horroroso. ¿Qué os parece? El señor Judson Parker
¡piensa alquilar toda la cerca de su granja que da al camino a una compañía
de productos farmacéuticos para que pongan un anuncio!
Por una vez en su vida, Gertie Pye causó la sensación que siempre había
deseado. Era como si hubiese lanzado una bomba entre el grupo de los
mejoradores.
—¡No puede ser cierto! —dijo Ana, atónita.
—Lo mismo dije yo cuando me enteré —replicó Gertie, que estaba
disfrutando de lo lindo—. Dije que no podía ser verdad, que Judson Parker
no tendría las agallas de hacerlo. Pero papá se topó con él esta tarde, le
preguntó y le dijo que era verdad. ¡Imagínate! Su granja da al camino de
Newbridge… Será horrible ver anuncios de píldoras y esparadrapo, ¿no os
parece?
Los mejoradores lo entendieron enseguida, y de forma demasiado exacta.
Hasta los menos imaginativos pudieron figurarse el efecto grotesco de casi
un kilómetro de cerca adornada con tales anuncios. Cualquier idea en lo que
respectaba a los terrenos del colegio y a la iglesia se desvaneció ante este
nuevo peligro. Olvidaron todas las normas y reglas parlamentarias, y Ana,
desesperada, se rindió en su tarea de redactar el acta. Todos hablaban al
mismo tiempo, en un barullo de voces terrible.
—Vamos, mantengamos la calma —suplicó Ana, que era la más agitada
de todos— y tratemos de pensar en cómo podemos evitarlo.
—No sé qué pretendes hacer para impedírselo —exclamó Jane
amargamente—. Todo el mundo conoce a Judson Parker. Es capaz de hacer
cualquier cosa por dinero. No tiene el más mínimo espíritu del bien común
ni sentido alguno de la belleza.
El panorama ante ellos no era muy halagüeño. Judson Parker y su
hermana eran los únicos Parker de Avonlea, de manera que no se podía
recurrir a influencias familiares. Martha Parker era una dama de cierta edad
(demasiado cierta) que no veía con buenos ojos a los jóvenes en general y a
los mejoradores en particular. Judson era un hombre jovial, de hablar
zalamero, tan natural y gentil que era sorprendente los pocos amigos que
tenía. Quizá había tenido demasiadas ganancias en los negocios, lo que rara
vez ayuda a la popularidad. Tenía la reputación de ser muy «agudo» y todos
opinaban que «no tenía muchos principios».
—Si a Judson Parker se le presenta la ocasión de «embolsarse un penique
decente», como él mismo dice, no la dejará pasar —comentó Fred Wright.
—¿Y no hay nadie que pueda hacerle cambiar de idea? —preguntó Ana
desesperada.
—Va a White Sands a ver a Louisa Spencer —informó Carrie Sloane—.
Quizá ella podría convencerle de que no alquile la cerca.
—Ella no —dijo Gilbert con énfasis—. La conozco bien. No «cree» en
las Asociaciones para la Mejora, pero sí en los dólares. Más que disuadirlo,
lo más probable es que le empuje a hacerlo.
—Lo único que podemos hacer es nombrar una comisión que lo visite y
proteste —dijo Julia Bell—. Y debemos enviar chicas, porque no creo que
sea muy civilizado con los chicos… Pero yo no iré, de manera que no es
necesario que me nombréis.
—Mejor que enviemos a Ana sola —dijo Oliver Sloane—. Es la única
capaz de lidiar con él.
Ana protestó. Deseaba ir y hablar, pero debía ir acompañada, «para
apoyo moral». Por lo tanto, nombraron a Diana y a Jane para que se lo
dieran. Los mejoradores se disolvieron indignados, hablando a
regañadientes como si fueran los zumbidos de avispas enfadadas. Ana
estaba tan preocupada que no consiguió conciliar el sueño hasta el
amanecer y entonces soñó que los síndicos habían puesto una cerca
alrededor de la escuela, con la inscripción «Pruebe las píldoras Púrpura»
pintada en ella.
El comité visitó a Judson Parker la tarde siguiente. Ana se enfrentó
elocuentemente contra aquel nefasto designio, y Diana y Jane la apoyaron
con valentía. Judson fue zalamero, suave, lisonjero; les hizo algunos
cumplidos, comparándolas a unos delicados girasoles; lamentó mucho
rechazar la propuesta de tan bellas jóvenes…, pero los negocios eran los
negocios y no podía dejar que los sentimientos se cruzaran en su camino en
estos tiempos tan difíciles.
—Pero les voy a decir qué haré —comentó, guiñando un ojo—. Le diré
al agente que use colores bonitos, rojo y amarillo, por ejemplo. E insistiré
en que no pinte bajo ninguna circunstancia el anuncio de azul.
El comité, vencido, se retiró, pensando cosas que la censura reprobaría.
—Hemos hecho cuanto nos ha sido posible y debemos confiar en la
providencia —dijo Jane, imitando inconscientemente el tono y los gestos de
la señora Lynde.
—Quizá el señor Allan pueda hacer algo —reflexionó Diana.
Ana negó con la cabeza.
—No, no sirve de nada molestar al señor Allan, especialmente ahora que
tiene al niño tan enfermo. Judson se le escurriría como a nosotras, aunque
ahora le ha dado por ir a la iglesia regularmente. Pero eso es solo porque el
padre de Louisa Spencer es viejo y se fija mucho en esas cosas.
—En Avonlea, solo se le podía ocurrir a Judson Parker eso de alquilar la
cerca —dijo Jane indignada—. Ni Levi Boulter ni Lorenzo White lo
hubieran hecho, con lo tacaños que son. Respetan demasiado la opinión
pública.
En verdad, la opinión pública se fijó en Judson Parker cuando el tema
trascendió, pero eso no sirvió de mucho. Judson se reía y la desafiaba. Los
mejoradores estaban tratando de resignarse a la idea de ver unos horribles
anuncios en la parte más hermosa del camino a Newbridge, cuando, a
petición de la presidencia, Ana informó en nombre de su comité de que el
señor Judson Parker le había dado instrucciones para que informara a la
Asociación de que no iba a alquilar su cerca a la farmacéutica.
Jane y Diana se quedaron mirándola sin dar crédito a lo que acababan de
escuchar. La etiqueta parlamentaria, que se guardaba estrictamente en la
Asociación para la Mejora, les impidió dar rienda suelta a su curiosidad.
Pero después de la sesión, asediaron a Ana en busca de una explicación.
Pero ella no tenía ninguna. Judson Parker la había alcanzado en el camino,
diciéndole que había decidido solidarizarse con la Asociación para la
Mejora en su aprensión contra los anuncios farmacéuticos. Eso fue todo
cuanto dijo Ana, en aquel instante o posteriormente, y era la pura verdad.
Sin embargo, cuando Jane Andrews, camino a casa, le confió a Oliver
Sloane su firme creencia de que había algo más detrás del misterioso
cambio de opinión de Judson Parker, también decía la verdad.
La noche anterior, Ana había ido a ver a la anciana señora Irving por el
camino de la costa, regresando a casa por un atajo que la llevó por los
campos cercanos a la línea de mar y después por el bosque de abetos cerca
de los Dickson, por un pequeño sendero que salía al camino principal justo
un poco más allá del Lago de las Aguas Luminosas, más conocido para las
gentes sin imaginación como Laguna de los Barry.
Dos hombres se hallaban detenidos junto al camino, en dos carruajes,
justo a la entrada del sendero. Uno era Judson Parker; el otro, Jerry
Corcoran, un hombre de Newbridge del que, según decía la señora Lynde,
«nunca se había podido probar nada turbio». Era viajante de aperos
agrícolas y prominente personalidad política. Tenía siempre una mano —
algunos decían que el brazo entero— metido en cualquier pastel que se
estuviera repartiendo. Y como Canadá se hallaba en vísperas de elecciones,
Jerry llevaba unas semanas muy ocupado, puesto que recorría la comarca en
busca de votos para su candidato. En el momento en que Ana emergió de
entre la maleza, escuchó que Corcoran decía:
—Si vota usted por Amesbury, Parker… Bueno, tengo un pagaré por
unas herramientas que compró usted en primavera. Supongo que no le
molestaría que lo destruya, ¿verdad?
—Bue…, bueno, si me lo pide así —respondió Judson con un guiño—,
creo que lo haré. Un hombre debe vigilar sus intereses en estos tiempos
difíciles.
En ese instante, ambos repararon en la presencia de Ana y la
conversación cesó abruptamente. Ana saludó con frialdad y prosiguió, con
la barbilla un poco más alta que de costumbre. Parker pronto la alcanzó.
—¿Quieres que te lleve, Ana? —le preguntó ingenuamente.
—No, gracias —dijo ella con educación, aunque no sin un ligero pero
punzante desdén en su voz que penetró en la poco sensible conciencia de
Judson.
Judson se ruborizó y azuzó las riendas con enojo. Sin embargo,
recapacitó al instante con prudencia. Miró incómodo a Ana, que seguía
andando sin mirar ni a derecha ni a izquierda. ¿Había oído la inequívoca
oferta de Corcoran y su demasiado evidente aceptación? ¡Maldito
Corcoran! ¡Si tuviera al menos la costumbre de no decir las cosas tan
claras! ¡Y malditas maestras pelirrojas que aparecían de entre la maleza
cuando uno menos lo esperaba! Si los había oído, seguramente que lo
contaría. Aunque a Judson Parker le preocupaba bien poco la opinión
pública, que la gente supiera que había aceptado un soborno era algo muy
feo, y si alguna vez llegaba a oídos de Isaac Spencer, ya podía decir adiós a
sus esperanzas de casarse con Louisa, a su futuro como heredero de un rico
granjero. Judson sabía que el señor Spencer ya no lo tenía en muy buena
consideración. No podía correr riesgo alguno.
—Ejem… Ana, precisamente quería verte por lo que estuvimos hablando
el otro día. He decidido no alquilar la cerca a esa compañía. Una sociedad
con un objetivo tan noble como la vuestra debe ser alentada.
Ana no permitió ni una mínima muestra de acercamiento.
—Gracias.
—Y… y… No hace falta que mencione mi conversación con Jerry.
—No tenía la menor intención de hacerlo —dijo Ana fríamente, puesto
que habría preferido ver todas las cercas de Avonlea pintadas antes que
negociar con un hombre capaz de vender su voto.
—Mejor, mejor —asintió Judson, imaginando que se comprendían
magníficamente el uno al otro—. Nunca pensé que fuera a hacerlo. Le
estaba tomando el pelo a Jerry…, se cree tan astuto. No tengo intenciones
de votar a Amesbury. Votaré a Grant, como siempre… Ya lo verá cuando
salga el ganador de las elecciones. Solo estiré de la cuerda para ver hasta
donde podía llegar Jerry. Y está bien lo de la cerca; se lo puede decir a los
mejoradores.
«En este mundo tiene que haber gente de todas clases, como he oído a
menudo, pero creo que hay algunas que no hacen falta —reflexionó Ana
aquella misma noche ante el espejo de su cuarto—. No habría mencionado
dicha situación desafortunada a nadie, así que mi conciencia está tranquila.
En realidad, no sé a qué o a quién hay que agradecérselo. No fui yo quien lo
consiguió o provocó. Y es difícil creer que la providencia actúe con los
mismos métodos que hombres como Judson Parker y Jerry Corcoran.»
Capítulo 15
El inicio de las vacaciones

A na cerró la puerta de la escuela una tarde tranquila y dorada, cuando


los vientos silbaban entre los abedules alrededor del patio de recreo y
las sombras se estiraban perezosamente junto a los bosques. Guardó la
llave en su bolsillo suspirando de satisfacción. El año escolar había
terminado, y había conseguido que la contrataran de nuevo como maestra
para el curso siguiente, con muchas opiniones satisfactorias —solo el señor
Harmon Andrews le había aconsejado usar la correa más a menudo— y la
esperaban dos meses de deliciosas y bien merecidas vacaciones. Ana se
sentía en paz con el mundo y consigo misma al bajar la colina con su cesto
lleno de flores en la mano. Desde que las primeras flores de mayo brotaron,
Ana no había faltado en su peregrinaje semanal a la tumba de Matthew.
Toda la gente de Avonlea, excepto Marilla, había olvidado al tranquilo,
tímido y poco importante Matthew Cuthbert, pero su memoria permanecía
viva en el corazón de Ana. Nunca olvidaría al bondadoso anciano que había
sido el primero en brindar amor y simpatía a su hambrienta niñez.
Al pie de la colina, a la sombra de los abetos, se hallaba un niño sentado
sobre la cerca, un niño de grandes ojos soñadores y hermoso y sensible
rostro. Se reunió con Ana con una sonrisa, pero había rastros de lágrimas en
sus mejillas.
—Sabía que iba hacia el cementerio, señorita, así que se me ocurrió
esperarla —dijo y le agarró la mano—. Yo también voy… Llevo este ramo
de geranios a la tumba del abuelo Irving de parte de la abuela. Y mire,
señorita, voy a poner este manojo de rosas blancas junto a la tumba del
abuelo para mi mamá… porque no puedo llegar hasta su tumba. ¿Cree usted
que ella se enterará?
—Sí, Paul, estoy segura.
—¿Sabe, señorita? Hoy hace tres años que murió mamá. Es mucho
tiempo, pero duele igual que siempre, y la extraño igual que siempre. A
veces me parece que no seré capaz de soportarlo.
La voz de Paul tembló y sus labios temblaron. Bajó la vista hacia las
rosas, con la esperanza de que su maestra no advirtiera las lágrimas que
había en sus ojos.
—Y aun así —dijo Ana en voz baja—, no te gustaría dejar de sentir este
dolor… No te gustaría olvidar a tu mamá aunque pudieras.
—No, por supuesto que no me gustaría. Eso es exactamente lo que
siento. Es usted tan buena al comprenderlo, señorita. Nadie me entiende tan
bien, ni siquiera la abuela, aunque es muy buena conmigo. Papá lo
comprende bastante, pero no puedo hablarle mucho de mamá porque se
pone triste. Cuando se cubre la cara con las manos, sé que debo detenerme.
Pobre papá, debe sentirse terriblemente solo sin mí, únicamente tiene la
ayuda de un ama de llaves. Y cree que no son las personas más adecuadas a
la hora de educar a un niño, sobre todo cuando él pasa tanto tiempo fuera de
casa por sus negocios. Después de las madres, las abuelas son las mejores.
Algún día, cuando crezca, volveré junto a papá y no nos separaremos nunca
más.
Paul le había hablado tanto de su madre y de su padre que Ana sentía
como si los hubiese conocido. Pensaba que la madre debía haber sido muy
parecida al niño en temperamento y carácter, y creía que Stephen Irving era
un hombre más bien reservado, de una naturaleza profunda y tierna que
escondía escrupulosamente al mundo.
—Papá no es un hombre con el que resulte muy fácil trabar amistad —le
había dicho una vez Paul—. En realidad, no fue hasta después de que mamá
muriera que empecé a conocerlo, y es fantástico. Lo quiero más que a nadie
en el mundo; después a la abuela, y luego a usted, señorita. La querría a
usted después de papá si no fuera mi deber querer más a mi abuela. Está
haciendo tanto por mí… Ya me entiende, señorita. Aunque preferiría que
dejara la lámpara en mi cuarto hasta que me durmiera. Se la lleva
inmediatamente después de acostarme porque dice que no debo ser cobarde.
Yo no soy miedoso, pero me gustaría tener la luz. Mamá siempre se sentaba
a mi lado y me cogía de la mano hasta que me dormía. Supongo que me
malcriaba. Ya sabe que las mamás a veces lo hacen.
No, Ana no lo sabía, aunque podía imaginarlo. Pensó tristemente en su
«mamá», la madre que, nada más la tuvo en sus brazos, pensó que era
«guapísima», que había muerto hacía tanto tiempo y que se encontraba
enterrada junto a su joven esposo en una tumba lejana que nadie visitaba.
Ana no tenía ningún recuerdo de su madre y casi sentía envidia de Paul.
—La semana que viene es mi cumpleaños —dijo Paul mientras subían la
colina roja y disfrutaban de los rayos del sol de junio— y papá me escribió
diciendo que iba a mandarme algo que, según cree, me encantará, más que
nada en el mundo. Creo que ya ha llegado, porque ahora la abuela cierra la
biblioteca con llave, y eso no lo ha hecho nunca. Y cuando le pregunto la
razón, me mira misteriosamente y responde que los niños no deben ser tan
curiosos. Es genial cumplir años, ¿a que sí? Voy a cumplir once. Nadie lo
diría al verme, ¿verdad? La abuela dice que soy muy pequeño para mi edad
y que es porque casi no como caldo. Hago lo posible, pero es que la abuela
sirve unos platos tan generosos… No hay nada mezquino en la abuela,
puedo asegurárselo. Desde aquel día en que usted y yo hablamos de las
oraciones camino de la escuela, cuando me dijo que debíamos rezar para
superar nuestros problemas, le he pedido a Dios todas las noches que me
concediera la fuerza suficiente para acabarme el plato. Pero nunca lo he
conseguido y aún no sé si será porque tengo muy poca fuerza o demasiado
caldo. La abuela dice que papá creció a fuerza de caldos, y funcionó
bastante bien para él: tendría que ver la espalda que tiene. Sin embargo —
suspiró Paul con un suspiro meditabundo—, a veces creo de verdad que el
caldo va a acabar conmigo.
Ana sonrió, aprovechando que Paul no miraba. Todo Avonlea sabía que
la anciana señora Irving educaba a su nieto de acuerdo con los viejos
métodos de la dieta y la moralidad.
—Esperemos que no, querido —dijo Ana alegremente—. ¿Qué tal está tu
gente de las rocas? ¿Sigue portándose bien el mayor de los Gemelos?
—Tiene que hacerlo —aseguró Paul enfáticamente—. Sabe que, de otro
modo, no seré su amigo. Me parece que está realmente lleno de maldad.
—¿Y Norah? ¿Ha descubierto ya a la Dama Dorada?
—No, pero creo que sospecha. Estoy casi seguro de que me vigilaba la
última vez que visité la cueva. A mí no me importa si se entera. Pero
preferiría que ocurriera por su bien, porque heriría sus sentimientos.
Aunque si ella está decidida a que la hieran, no puede evitarse.
—Si alguna noche te acompañara a la playa, ¿crees que podría ver
también a tu gente de las rocas?
Paul negó gravemente con la cabeza.
—No, no lo creo. Yo soy el único que puede verlos. Pero podrá ver la
suya. Usted es de la clase de personas que pueden. Los dos lo somos. Ya lo
sabe, señorita —añadió apretando la mano en señal de camaradería—. ¿No
es fantástico ser de esa clase de personas, señorita?
—Fantástico —asintió Ana fijando sus brillantes ojos grises en los
brillantes ojos azules del niño.
Ana y Paul sabían lo hermoso que es el reino cuya llave guarda nuestra
imaginación. Y ambos conocían el camino que conducía a esa tierra feliz.
Allí la rosa de la alegría florecía inmortal en los valles y arroyos; y las
nubes nunca oscurecían el soleado cielo; las dulces campanas nunca emitían
sonidos discordantes y abundaban las almas gemelas. Conocer la situación
geográfica de ese país —«al este del Sol, al oeste de la Luna»— es un don
inapreciable que no puede comprarse. Debe de ser el regalo de las buenas
hadas al nacer, y los años no pueden desfigurarlo o quitarlo. Es preferible
poseerlo y vivir en una buhardilla que habitar palacios sin él.
El cementerio de Avonlea continuaba siendo un campo solitario cubierto
de césped. Evidentemente, los mejoradores ya habían posado sus ojos en él,
y en la última reunión Priscilla Grant había leído un informe sobre
cementerios. Los mejoradores tenían la esperanza de reemplazar en el
futuro la destartalada y vieja cerca de madera llena de líquenes por una
malla de alambre, hacer cortar el césped y enderezar los monumentos que
estuvieran torcidos.
Ana puso las flores sobre la tumba de Matthew y luego fue hacia la
pequeña esquina a la sombra del álamo donde descansaba Hester Gray.
Desde el pícnic primaveral, Ana siempre ponía flores sobre la tumba de
Hester cuando visitaba la de Matthew. La tarde anterior se había acercado
hasta el desierto jardincillo entre los bosques y había recogido algunas de
las rosas blancas de Hester.
—Pensé que te gustarían más —dijo en voz baja.
Ana todavía estaba allí sentada cuando una sombra se silueteó en el suelo
junto a ella. Al azar la vista, vio a la señora Allan. Hicieron el camino de
regreso a casa juntas.
La señora Allan ya no tenía el mismo rostro de joven novia que cuando
llegó a Avonlea cinco años atrás. Había perdido algo de su lozanía juvenil,
y unas líneas pacientes y finas se perfilaban junto a su boca y ojos Una
pequeña tumba en aquel mismo cementerio había causado la aparición de
algunas de ellas; y otras más nuevas habían surgido durante la reciente
enfermedad de su hijo menor, felizmente ya fuera de peligro. Pero sus
hoyuelos seguían siendo tan dulces y espontáneos como siempre y sus ojos,
igual de claros, brillantes y sinceros; y la hermosura de la chica que había
sido estaba más que compensada con una gran ternura y fortaleza.
—Supongo que debes de tener muchas ganas de empezar tus vacaciones,
Ana —dijo cuando dejaron el cementerio.
—Sí… puedo saborear la palabra como si fuera un dulce bocado. Creo
que el verano será maravilloso. Por una parte, la señora Morgan vendrá a la
isla en julio y Priscilla la traerá a Avonlea. Ante ese pensamiento, siento
uno de mis viejos «escalofríos».
—Espero que te lo pases en grande, Ana. Has trabajado muy duro este
año y para bien.
—Oh, no sé. Me he quedado muy corta en muchas cosas. No he hecho lo
que me proponía cuando empecé a enseñar el pasado otoño. No he vivido
de acuerdo con mis ideales.
—Ninguno de nosotros lo consigue —dijo la señora Allan con un suspiro
—. Pero, Ana, ya sabes lo que dice Lowell: «No es un delito el fracaso, sino
los bajos propósitos». Debemos tener ideales y tratar de vivir de acuerdo
con ellos, aunque nunca tengamos éxito. De lo contrario, la vida sería algo
muy triste. Pero con ellos, es grande y magnífica. Mantente firme en tus
ideales, Ana.
—Lo intentaré. Pero tengo que abandonar la mayoría de mis teorías —
dijo la joven riendo un poco—. Cuando empecé a enseñar, tenía la más
hermosa colección de teorías que pueda imaginarse, pero todas ellas me han
servido de poco.
—Hasta la teoría del castigo corporal —dijo la señora Allan, tomándole
el pelo.
Ana enrojeció.
—Nunca jamás me perdonaré el haber golpeado a Anthony.
—Tonterías, querida, se lo merecía. No has tenido más problemas con él
desde entonces y ha comenzado a pensar que no hay nadie como tú. Tu
bondad se ganó su afecto una vez que la idea de que «una chica no sirve»
fuera expulsada de su cabezota.
—Puede que lo mereciera, pero esa no es la cuestión. Si lo hubiera
decidido de forma serena y deliberada, no me sentiría como me siento. Pero
la verdad, señora Allan, es que me enfurecí y por eso le pegué. No pensaba
si era justo o injusto… Si él no lo hubiera merecido, lo habría hecho igual.
Y eso es lo más humillante.
—Bueno, todos cometemos equivocaciones, querida, de manera que
olvídalo. Debemos lamentar nuestros errores y aprender de ellos, pero
nunca cargar con ellos. Ahí va Gilbert Blythe en su bicicleta. Supongo que
también volverá a casa por vacaciones. ¿Cómo os va con vuestros estudios?
—Bastante bien. Esperamos terminar con Virgilio esta noche. Nos
quedan solo veinte versos. Después, no estudiaremos más hasta septiembre.
—¿Piensas ir a la universidad?
—Oh, no sé —Ana miró soñadoramente hacia el horizonte teñido de
opalino—. Los ojos de Marilla no volverán a ser los de antes, aunque
estamos muy agradecidos de que no haya perdido la visión. Y luego están
los mellizos. De hecho, creo que su tío no vendrá a por ellos. Quizá me
convendría ir a la universidad, pero prefiero no pensar mucho en ello. Así
no me sentiré defraudada.
—Bueno, pues a mí me gustaría que fueras a la universidad, Ana, pero si
no lo consigues, no debes sentirte descontenta por ello. Al fin y al cabo, nos
ganamos la vida allí donde estemos. La universidad solo lo hace un poco
más fácil. Nuestra vida puede ser amplia o angosta, de acuerdo a lo que
ponemos en ella, no a lo que obtenemos. La vida es rica aquí y en todas
partes, solo tenemos que aprender a abrir nuestros corazones a su riqueza y
plenitud.
—Creo que la entiendo, señora Allan —dijo Ana meditabunda—. Y sé
que hay muchas cosas, tantas cosas, por las que debo estar agradecida…
Por mi trabajo, por Paul Irving, por mis queridos mellizos y por todos mis
amigos. Estoy muy agradecida a la amistad, señora Allan. Hace tan
hermosa la vida.
—De hecho, la verdadera amistad es de gran ayuda —dijo la señora
Allan—. Y debemos tener un alto ideal de ella y nunca estropearla con
ninguna falta a la verdad o no siendo sinceros. Me temo que el concepto de
amistad a menudo se degrada en una especie de intimidad que no tiene nada
que ver con la verdadera amistad.
—Sí…, como la de Gertie Pye y Julia Bell. Tienen mucha intimidad y
van juntas a todas partes, pero Gertie siempre está diciendo cosas
desagradables de Julia a sus espaldas, y todos piensan que le tiene celos,
porque siempre se alegra cuando alguien la critica. Creo que llamar amistad
a eso es un sacrilegio. Con los amigos, debemos buscar lo bueno que hay en
ellos y darles lo mejor que tenemos, ¿no le parece? La amistad sería así lo
más hermoso del mundo.
—La amistad es muy hermosa —sonrió la señora Allan—, pero un día…
Entonces, se detuvo repentinamente. En el delicado rostro de blanca
frente que tenía junto a ella, con aquellos cándidos ojos y movedizos
rasgos, aún había más de niña que de mujer. El corazón de Ana albergaba
solo sueños de amistad y ambición, y la señora Allan no deseaba pisotear la
flor de su dulce inconsciencia. De modo que dejó que los años venideros
terminaran su frase.
Capítulo 16
La esencia de las esperanzas

A na —dijo Davy en tono suplicante mientras subía al sofá de piel de la


cocina de Tejas Verdes, donde Ana estaba sentada leyendo una carta
—. Ana, tengo un hambre terrible. No te puedes imaginar cuánta.
—Dame un segundo y te traeré un trozo de pan con mantequilla —
respondió Ana, ausente.
Sin duda alguna, la carta contenía algunas noticias excitantes, porque sus
mejillas estaban tan sonrosadas como las rosas del seto y sus ojos brillaban
como solo los de Ana podían hacerlo.
—Pero yo no tengo hambre de pan con mantequilla —respondió Davy
con tono disgustado—. Tengo hambre de tarta de ciruelas.
—Oh —Se rio Ana, dejando su carta y poniendo un brazo alrededor de
Davy para darle un estrujón—. Esa es una clase de hambre que puede
soportarse fácilmente, pequeño Davy. Ya sabes que una de las reglas de
Marilla es que entre comidas solo puedes tomar pan con mantequilla.
—Está bien, tráeme un poco…, por favor.
Davy había por fin aprendido a decir «Por favor», pero siempre lo añadía
como una ocurrencia tardía. Miró con aprobación el generoso trozo que le
trajo Ana.
—Siempre le pones tanta mantequilla, Ana… Marilla no lo unta tanto. Y
con mucha mantequilla, entra mejor.
La rebanada «entró» con bastante facilidad, a juzgar por su rápida
desaparición. Davy bajó del sofá con las manos primero, dio una doble
voltereta sobre la alfombra y a continuación, se sentó y anunció:
—Ana, ya he tomado una decisión con respecto al cielo. No quiero ir.
—¿Por qué no? —dijo Ana con expresión seria.
—Porque está en la buhardilla de Simon Fletcher y a mí no me gusta ese
señor.
—¡El cielo en la buhardilla de Simon Fletcher! —Ana ahogó un grito,
demasiado sorprendida para reír—. Davy Keith, ¿quién te ha metido tal idea
en la cabeza?
—Milty Boulter dice que es allí donde está. Fue el pasado domingo, en
catequesis. La lección se refería a Elías y Eliseo, y me puse en pie para
preguntarle a la señorita Rogerson dónde estaba el cielo. Pareció
terriblemente ofendida. De todos modos, ya estaba enojada, porque cuando
nos preguntó qué le dejó Elías a Eliseo cuando fue al cielo, Milty Boulter
dijo: «Su ropa vieja», y todos estallamos en carcajadas, la señorita
Rogerson soltó: «Me gustaría que pensarais antes de hacer las cosas, así no
las haríais». Pero Milty no pretendía faltarle al respeto. Simplemente, el
nombre no le vino a la cabeza. La señorita Rogerson dijo que el cielo está
donde se halla Dios y que no debía hacer ese tipo de preguntas. Milty me
dio con el codo y me susurró: «El cielo está en la buhardilla de tío Simon.
Ya te lo explicaré de camino a casa». Y así lo hizo. Milty explica las cosas
muy bien. Aunque no sepa nada del tema, se lo inventa y acaba dándote una
explicación. Su madre es la hermana del señor Simon y la acompañó al
funeral de Jane Ellen, su prima. El reverendo dijo que había ido al cielo,
aunque Milty dice que yacía frente a ellos, en el ataúd. Supone que después
se llevaron el ataúd a la buhardilla. Bueno, cuando todo hubo terminado, su
madre fue al piso superior a recoger el sombrero y Milty le preguntó dónde
estaba el cielo al que había ido Jane, y ella señaló el techo y dijo: «Allí
arriba». Milty sabía que arriba solo estaba la buhardilla, y así es como se
enteró. Desde entonces le da mucho miedo subir al desván de su tío Simon.
Ana puso a Davy sobre su regazo y se esforzó en aclarar aquel enredo
teológico. Estaba mucho mejor preparada que Marilla para la labor, puesto
que recordaba su propia niñez y comprendía instintivamente las ideas y
curiosidad que a veces tienen los pequeños de siete años de los conceptos
que, por supuesto, son evidentes para los adultos. Acababa de convencer a
Davy de que el cielo no estaba en la buhardilla de Simon Fletcher cuando
entró Marilla desde el jardín, donde ella y Dora habían estado recogiendo
guisantes. Dora era muy trabajadora y siempre estaba contenta de ayudar en
aquellas tareas que le permitían sus dedos gordezuelos. Alimentaba las
gallinas, recogía patatas, secaba platos y llevaba recados. Era pulcra, de
confianza y obediente; nunca había que decirle dos veces que hiciera una
cosa y jamás olvidaba ninguno de sus pequeños deberes. Por el contrario,
Davy era olvidadizo y prestaba poca atención, pero poseía el don innato de
hacerse querer y Ana y Marilla le tenían más afecto.
Mientras Dora pelaba orgullosa los guisantes y Davy hacía barquitos con
las vainas, con cerillas por mástiles y velas de papel, Ana informó a Marilla
del maravilloso contenido de la carta.
—Escuche esto, Marilla. Acabo de recibir una carta de Priscilla y me
dice que la señora Morgan ya está en Isla y que el jueves, si hace buen
tiempo, vendrán a Avonlea, más o menos a las doce. Pasarán la tarde con
nosotros e irán al hotel de White Sands al anochecer, porque algunos
americanos amigos de la señora Morgan se alojan allí. ¡Oh, Marilla!, ¿no es
fantástico? Es como si lo estuviera soñando.
—Me atrevería a decir que la señora Morgan no es muy diferente del
resto de mortales —dijo Marilla secamente, aunque también se sentía un
poco entusiasmada. La señora Morgan era famosa y su visita, un
acontecimiento fuera de lo común—. Entonces, ¿vendrán a almorzar?
—Sí. Y, oh, Marilla, ¿podría preparar yo todo el almuerzo? Quiero tener
la sensación de que soy capaz de hacer algo por la autora de El jardín de los
pimpollos, aunque no sea más que cocinarle el almuerzo. Le parece bien,
¿verdad?
—Por el amor de Dios, no me gusta tanto andar cerca del fuego en julio
como para ofenderme si alguna otra persona lo hace. Estaré encantada.
—Gracias —dijo Ana, como si Marilla le hubiera hecho un favor
tremendo—. Esta misma noche confeccionaré el menú.
—Procura no incluir cosas demasiado estilosas —dijo Marilla, un poco
alarmada por lo de «menú»—. Es posible que acabe todo mal si lo haces.
—Oh, no pondré nada «estiloso», si lo que quiere decir con eso es que
haré platos demasiado extravagantes —aseguró Ana—. Eso sería afectación
y, aunque sé que no poseo el sentido y seguridad que debe tener una
muchacha de diecisiete años y una maestra, no soy tan tonta como para
hacer eso. Pero quiero que todo sea lo más exquisito posible. Davy, no dejes
esas vainas de guisantes en la escalera, alguien puede pisarlas y resbalar.
Empezaremos con una sopa ligera…, ya sabe que hago una crema de
cebollas muy sabrosa… Y luego un par de pollos asados. Cogeré los dos
pollos blancos. Les he tenido mucho afecto desde que la gallina los puso y
esas dos pelotitas amarillas salieron del cascarón, pero sé que deben ser
sacrificados alguna vez y no hay mejor ocasión. Pero, Marilla, no seré yo
quien los mate, ni siquiera en honor de la señora Morgan. Tendré que
pedírselo a John Henry Carter.
—Yo lo haré —se ofreció Davy—, eso si Marilla los coge por las patas,
porque creo que necesitaré las dos manos para levantar el hacha. Es
divertido ver cómo corren sin cabeza.
—Luego, de guarnición, serviré guisantes y judías, puré de patatas y
ensalada de lechuga —resumió Ana—. Y de postre, tarta de limón con nata
montada, queso, café y bizcochos. Mañana prepararé la tarta y los
bizcochos, y arreglaré mi vestido blanco de muselina. Debo decírselo a
Diana esta noche, pues también querrá arreglarse el suyo. Las heroínas de la
señora Morgan casi siempre visten de muselina blanca y Diana y yo
siempre hemos dicho que nos vestiríamos así si alguna vez la conocíamos.
Será un refinado cumplido, ¿a que sí? Davy, querido, no pongas la vaina de
los guisantes entre las rendijas del suelo. Debo invitar al señor Allan y a su
mujer, y a la señorita Stacy, pues todos tienen muchas ganas de conocer a la
señora Morgan. Es una suerte que la señorita Stacy todavía esté aquí. Davy,
querido, no hagas navegar las vainas de los guisantes en el cubo de agua.
Oh, espero que haga buen tiempo el jueves. Me parece que sí, porque
anoche, cuando el tío Abe fue a visitar al señor Harrison, dijo que iba a
llover casi toda la semana.
—Es una buena señal —afirmó Marilla.
Ana corrió esa noche hacia la Ladera del Huerto para darle la noticia a
Diana, que también se entusiasmó con ella, y discutieron el asunto mientras
se columpiaban en la hamaca bajo el gran sauce del jardín de los Barry.
—Ana, ¿puedo ayudarte a cocinar? —imploró Diana—. Ya sabes que
hago una ensalada de lechuga exquisita.
—Pues claro —dijo Ana sin ansias de protagonismo—. Y te necesitaré
para decorar. Quiero que el comedor sea una glorieta de flores… y que la
mesa esté adornada con rosas silvestres. Espero que todo vaya a la
perfección. Las heroínas de la señora Morgan nunca se meten en líos ni se
ponen en un apuro, y son siempre muy seguras y muy buenas amas de casa.
Parecen serlo de nacimiento. ¿Recuerdas que Gertrudis, la de Los días de
Edgewood, manejaba la casa de su padre cuando solo tenía ocho años?
Cuando yo tenía esa edad, no sabía nada, a parte de criar niños. La señora
Morgan debe de ser una autoridad en niñas, porque ha escrito mucho sobre
ellas y quiero que tenga una buena opinión de nosotras. Me lo he imaginado
cientos de veces…, cómo será, qué dirá y qué le diré yo. Y estoy muy
nerviosa por mi nariz. Como puedes ver, hay siete pecas. Aparecieron
después del pícnic, cuando me quemé por no llevar sombrero. Supongo que
soy una ingrata al preocuparme, cuando debería estar agradecida de que no
me hayan salido por toda la cara como de costumbre. Pero habría preferido
que no aparecieran. Todas las heroínas de la señora Morgan tienen unas
pieles perfectas. No puedo recordar a ninguna que fuera pecosa.
—No se notan mucho —la consoló Diana—. Prueba un poco de jugo de
limón esta noche.
Al día siguiente, Ana hizo la tarta, preparó su vestido de muselina blanca
y barrió cada habitación de la casa, procedimiento bastante innecesario,
puesto que Tejas Verdes estaba, como ya era habitual, en completo orden,
tal como le gustaba a Marilla.
Pero la muchacha sentía que en una casa que iba a recibir el honor de la
visita de Charlotte E. Morgan, una mota de polvo sería un sacrilegio. Hasta
limpió la alacena bajo la escalera, aunque no existía la más remota
posibilidad de que la señora Morgan se asomara a ella.
—Es que quiero tener la sensación de que todo está en orden, aunque ella
no lo vea —le dijo a Marilla—. Ya sabe que en su libro Llaves doradas,
hace que Alice y Louisa, sus dos heroínas, tomen como lema los versos de
Longfellow: «En los grandes días del Arte / los constructores, con cuidado
extremo, / se afanaban en cada diminuta e invisible parte / pues los ojos de
Dios todo lo ven», y por ello siempre barrían el sótano y no olvidaban
limpiar debajo de sus camas. Mi conciencia no estaría tranquila si supiera
que en ese armario reina el desorden y la señora Morgan está en casa.
Desde que leímos Llaves doradas en abril, Diana y yo también hemos
adoptado esos versos como nuestro lema.
Esa noche, John Henry Carter y Davy mataron dos pollos blancos y Ana
los aderezó, glorificando esta desagradable tarea con el destino que iban a
sufrir las aves.
—No me gusta desplumar pollos —le dijo a Marilla—, pero ¿no es una
suerte que podamos hacerlo sin pensar ni prestar mucha atención? Aunque
he estado pelando pollos con las manos, he viajado por la Vía Láctea con la
imaginación.
—Ya me parecía a mí que había más plumas que de costumbre por el
suelo —observó Marilla.
Luego Ana acostó a Davy y le hizo prometer que al día siguiente se
comportaría.
—Si mañana me porto la mar de bien, ¿dejarás que pasado mañana me
porte la mar de mal? —preguntó Davy.
—No puedo prometértelo —dijo Ana discretamente— pero os llevaré a
remar e iremos hasta el otro extremo de la laguna, y después
desembarcaremos en la arena y haremos un pícnic.
—Trato hecho —exclamó Davy—. Ya verás qué bien me portaré. Tenía
pensado ir a casa del señor Harrison a tirarle guisantes a Ginger con mi
nueva cerbatana, pero puedo hacerlo otro día. Supongo que será como un
domingo, pero un pícnic en la playa lo compensa.
Capítulo 17
Una serie de desgracias

L a noche anterior, Ana se desveló tres veces y se dirigió como si hiciera


un peregrinaje hacia la ventana, para asegurarse de que la predicción
del tío Abe no iba a cumplirse. Al final, la mañana apareció perlada y
lustrosa, con un cielo azul lleno de luminosidad y brillo plateados. El
maravilloso día había llegado.
Diana se presentó poco después del desayuno con una cesta de flores
colgada de un brazo y el vestido de muselina del otro, puesto que no
pensaba ponérselo hasta haber terminado de preparar la comida. Mientras
tanto, usó su vestido rosa estampado de la tarde y un delantal de lino con un
montón de volantes y fruncidos preciosos. Y su aspecto era pulcro, bonito y
de mejillas sonrosadas.
—Estás sencillamente adorable —dijo Ana admirada.
Diana suspiró.
—Pero he tenido que ensanchar otra vez todos mis vestidos. Peso casi
dos kilos más que el pasado julio, Ana. ¿Dónde vamos a ir a parar? Las
heroínas de la señora Morgan son siempre altas y esbeltas.
—Bueno, olvidémonos de nuestras preocupaciones y pensemos solo en
las alegrías —dijo Ana con un humor excelente—. La señora Allan dice que
siempre que nos venga a la mente algo que nos preocupe, debemos pensar
también en algo agradable para contrarrestarlo. Eres ligeramente rolliza, sí,
pero también tienes los hoyuelos más encantadores; y aunque mi nariz es
pecosa, su forma es perfecta. ¿Crees que el remedio del jugo de limón ha
funcionado?
—Sí, yo creo que sí —dijo Diana con aire crítico.
Y Ana, aliviada, tomó la delantera hacia el jardín, que estaba lleno de
ligeras sombras y oscilantes luces doradas.
—Primero decoraremos la sala. Tenemos mucho tiempo. Priscilla dijo
que estarían aquí a las doce y media a más tardar, así que comeremos a la
una.
No hay duda de que, en aquel preciso momento, no había en todo Canadá
o en los Estados Unidos un par de muchachas más entusiasmadas y llenas
de felicidad. De cada tijeretazo y de cada rosa o campanilla que caía parecía
surgir la melodía: «Hoy viene la señora Morgan». Ana se preguntaba cómo
el señor Harrison podía estar segando heno tan tranquilamente, como si no
fuera a pasar nada.
El salón de Tejas Verdes era una estancia algo sombría y serena, con
muebles austeros, cortinas de encaje almidonadas y blancos tapetes siempre
colocados en ángulo perfecto, excepto en las ocasiones en que se
enganchaban a los botones de algún desafortunado. Ni siquiera Ana había
conseguido que le permitieran infundirle algo de gracia, pues Marilla no era
amiga de los cambios. Pero es maravilloso lo que pueden lograr unas flores
si se les da oportunidad. Cuando Ana y Diana terminaron con la habitación,
esta estaba irreconocible. Sobre la mesa de madera pulida, lucía un gran
jarrón azul lleno de margaritas. La brillante repisa negra de la chimenea
estaba adornada con rosas y helechos. En cada estante de la rinconera había
un manojo de campanillas; las lúgubres esquinas de la reja del hogar
estaban iluminadas por frascos llenos de brillantes peonías carmesí, y en el
propio hogar brillaba el fuego de las amapolas. Todo aquel esplendor y
colorido, mezclado con los rayos del sol que entraban por las ventanas a
través de las madreselvas en una tempestuosa confusión de danzarinas
sombras sobre el piso y las paredes, convertían al fúnebre y vulgar salón en
el «cenador» que Ana había imaginado, y hasta provocó la admiración de
Marilla, quien había aparecido dispuesta a criticar y se quedó alabando la
obra de las jovencitas.
—Ahora debemos poner la mesa —dijo Ana con el tono de una
sacerdotisa a punto de realizar un rito sagrado en honor de alguna divinidad.
—Pondremos un gran jarrón con rosas silvestres en el centro, y una rosa
frente a cada uno de los platos, y un ramo de capullos de rosa especialmente
para la señora Morgan, en alusión a El jardín de los pimpollos.
Pusieron el más fino mantel de lino de Marilla, su mejor porcelana,
cristalería y cubertería de plata. Sin duda, se limpió escrupulosamente cada
objeto hasta obtener el máximo de brillo y esplendor.
A continuación, las jóvenes fueron a la cocina, impregnada de apetitosas
fragancias que emanaban del horno, donde ya se cocinaban los pollos. Ana
preparó las patatas y Diana los guisantes y las judías. Después, mientras
Diana se metía en la despensa para condimentar la ensalada de lechuga,
Ana, cuyas mejillas habían comenzado ya a ponerse carmesí tanto por la
excitación como por el calor del fuego, preparó la salsa que acompañaría a
los pollos, picó las cebollas para la sopa y finalmente batió la nata para las
tartas de limón.
¿Y qué hacía Davy todo ese tiempo? ¿Estaba cumpliendo su promesa de
ser bueno? Por supuesto que sí.
De no habérselo permitido, seguramente habría insistido en quedarse en
la cocina porque tenía curiosidad de verlo todo. Sin embargo, como vieron
que permanecía quieto en un rincón, entretenido en deshacer los nudos de
un pedazo de red para pescar arenques que se trajo de su última excursión a
la playa, nadie se opuso.
A las once y media, la ensalada estaba lista, los dorados círculos de las
tartas habían sido adornados con la nata montada y todo estaba a punto.
—Ahora será mejor que vayamos a vestirnos —anunció Ana al resto—
porque llegarán alrededor de las doce. Comeremos a la una en punto. La
sopa debe servirse en cuanto esté hecha.
Los ritos relativos al atavío que se cumplieron en la buhardilla se
realizaron ciertamente con seriedad. Ana observó ansiosamente su nariz y
se regocijó al comprobar que las pecas no se notaban en absoluto gracias al
jugo de limón, o quizá al rojo poco común de sus mejillas. Cuando
estuvieron listas, parecían tan dulces, compuestas y juveniles como
cualquiera de las «heroínas de la señora Morgan».
—Espero ser capaz de decir algo de cuando en cuando, y que no me
quedaré muda todo el rato —dijo Diana ansiosamente—. Las heroínas de la
señora Morgan conversan tan maravillosamente… Pero mucho me temo
que parecerá que el gato se me ha comido la lengua y estoy segura que solo
pronunciaré un «Ya ve» de vez en cuando. No lo he dicho desde que
tuvimos a la señorita Stacy de maestra, pero en momentos de excitación
siempre se me escapa. Ana, si dijera «Ya ve» delante de la señora Morgan,
me moriría de vergüenza. Y será casi tan malo como no tener nada que
decir.
—Yo estoy nerviosa por un montón de cosas —dijo Ana—, pero no
tengo miedo de no tener nada que decir.
Y, para hacerle justicia, así era.
Ana cubrió su vestido de muselina con un amplio delantal y fue a
preparar la sopa. Marilla se había arreglado y había vestido a los mellizos.
Nunca se había mostrado tan entusiasmada.
A las doce y media llegaron los Allan y la señorita Stacy. Aunque todo
iba bien, Ana estaba empezando a ponerse nerviosa. Ya era tiempo de que
llegaran Priscilla y la señora Morgan. Se asomaba a la puerta con frecuencia
y miraba hacia el camino con la misma ansiedad con que la muchacha del
mismo nombre de la historia de Barba Azul espiaba por la ventana de la
torre.
—¿Y si no vienen? —dijo con tono lastimoso.
—Ni lo pienses. Sería demasiado desconsiderado —dijo Diana, quien,
sin embargo, estaba comenzando un presentimiento desagradable.
—Ana —dijo Marilla saliendo del salón—, la señorita Stacy quiere ver la
fuente de porcelana de la señorita Barry.
Ana fue a buscarla al armario de la estancia.
De acuerdo con su promesa a la señora Lynde, Ana había escrito a la
señorita Barry a Charlottetown y se la había pedido prestada. La señorita
Barry, que era una vieja amiga de Ana, se la envió inmediatamente,
recomendándole que la cuidara, porque había pagado por ella veinte
dólares. La fuente se había usado durante la feria de la Sociedad de Ayuda y
luego había sido devuelta al armario de Tejas Verdes, puesto que Ana no
quería confiarle a nadie la devolución a su propietaria.
Llevó la fuente cuidadosamente hacia la puerta principal, donde se
hallaban sus invitados gozando de la fresca brisa que soplaba del arroyo.
Todos la examinaron y admiraron. Pero entonces, justo en el momento en
que Ana volvía a coger la fuente, se oyó un terrible estrépito procedente de
la despensa. Marilla, Diana y Ana salieron disparadas, y esta última solo se
detuvo a dejar apresuradamente la preciosa fuente en el segundo escalón de
la escalera.
Cuando llegaron a la despensa, sus ojos se encontraron con un
espectáculo horripilante: un pequeño muchacho con apariencia de culpable
bajaba de la mesa con toda la camisa manchada de amarillo. Sobre la mesa
descansaban los destrozados fragmentos de lo que habían sido dos
excelentes y cremosos pasteles de limón.
Davy había terminado de desenredar su red para arenques y había hecho
una pelotita con ella. Luego se había dirigido a la despensa con el propósito
de guardarla en el estante de arriba, donde ya tenía un buen surtido de
pelotas por el estilo, las cuales no servían para nada, excepto para
acumularlas. El niño tuvo que subirse a la mesa para alcanzar el estante
desde un peligroso ángulo, algo que Marilla le había prohibido.
Esta vez el resultado había sido desastroso. Davy había resbalado y había
caído de lleno sobre las tartas de limón. Su blusa limpia había quedado
arruinada, y lo que es peor, las tartas de limón, también.
—Davy Keith —dijo Marilla sacudiéndolo por un hombro—, ¿no te
había prohibido subirte a esa mesa? Contéstame.
—Se me olvidó —gimió Davy—. Hay tantas cosas que me ha prohibido
que no puedo recordarlas todas.
—Bueno, vete arriba y quédate allí hasta después de la comida. Quizá
para entonces hayas conseguido traerlas a tu memoria. No, Ana. No intentes
interceder por él. No le estoy castigando porque ha echado a perder tus
tartas; eso ha sido un accidente: lo hago por su desobediencia. He dicho que
subas, Davy.
—¿Y no voy a comer nada? —se quejó el niño.
—Puedes bajar una vez que nosotras hayamos terminado y almorzar en la
cocina.
—Oh, bueno —dijo Davy algo más conforme—. Sé que Ana me
guardará unos ricos huesos. ¿A que sí, Ana? Ya sabes que no estropeé tus
tartas a propósito. Dime Ana, ya que están en este estado, ¿puedo llevarme
un trozo?
—No, señorito Davy, no hay pastel de limón para usted —dijo Marilla
empujándolo hacia el vestíbulo.
—¿Qué haré de postre? —preguntó Ana mirando apesadumbrada aquella
ruina.
—Saca un plato con confitura de fresas —dijo Marilla consolándola—.
Hay suficiente nata en el tazón para acompañarla.
Y llegó la una…, pero no Priscilla ni la señora Morgan. Ana era la viva
imagen de la agonía. Todo estaba preparado y a tiempo, y la sopa, justo en
su punto.
—Me parece que al final no van a venir —dijo Marilla con enfado.
Ana y Diana se miraron en busca de consuelo.
A la una y media Marilla volvió a aparecer.
—Niñas, hay que comer. Todos tienen hambre y no hay razón para
esperar más tiempo. Es evidente que Priscilla y la señora Morgan no vienen
y no ganamos nada esperando.
Ana y Diana empezaron a servir los platos, sin la alegría que las había
acompañado en su preparación.
—No creo que pueda probar bocado —dijo Diana penosamente.
—Ni yo. Pero espero que a la señorita Stacy y al señor y a la señora
Allan les guste —dijo Ana con indiferencia.
Al servir los guisantes, Diana los probó y una expresión extraña asomó a
su rostro.
—Ana, ¿le pusiste azúcar a los guisantes?
—Sí —respondió Ana aplastando las patatas con aire de persona que
siempre cumple con su deber—. Puse una cucharada de azúcar. Nosotros
siempre lo hacemos. ¿No te gusta?
—Pero yo también eché una cucharada cuando los llevé a la cocina —
dijo Diana.
Ana dejó las patatas, probó los guisantes e hizo una mueca.
—¡Qué horror! No pensé que les habías puesto azúcar, porque sé que tu
madre no lo hace. Pensé en ello de casualidad, porque siempre se me
olvida.
—Creo que estamos ante un caso de demasiadas cocineras —dijo
Marilla, que había escuchado el diálogo con expresión algo culpable—. No
creí que ibas a acordarte del azúcar, Ana. Como nunca lo habías hecho
antes… Así que… Yo también eché una cucharada.
Los invitados oyeron unas fuertes carcajadas procedentes de la cocina,
pero nunca supieron cuál era el chiste. Sin embargo, aquel día no se
sirvieron guisantes.
—Bueno —dijo Ana, tranquilizándose con un suspiro—. En todo caso,
tenemos la ensalada y no creo que les haya pasado nada a las judías.
Llevemos las cosas a la mesa y olvidémoslo.
No se puede decir que aquel almuerzo fuera un éxito social. Los Allan y
la señorita Stacy se esforzaron por salvar la situación y la usual placidez de
Marilla no se alteró demasiado. Pero Ana y Diana, entre la desilusión y los
efectos del ajetreo de los preparativos, no podían comer ni hablar. Ana trató
heroicamente de tomar parte en la conversación en consideración a sus
invitados; pero todo su brillo estaba apagado por los acontecimientos y, a
pesar de su cariño por los Allan y la señorita Stacy, no podía dejar de pensar
en lo agradable que sería cuando todos se hubieran retirado y ella pudiera
enterrar su dolor y desilusión entre las almohadas de su cuarto.
Hay un viejo proverbio que en ocasiones se ajusta perfectamente: «Las
desgracias nunca vienen solas». La medida de tribulaciones de aquel día no
estaba colmada. Justo en el momento en que el señor Allan acababa de
bendecir la mesa, se escuchó un ruido en las escaleras, como de un objeto
pesado que cayera por los escalones y que aterrizara con gran estruendo.
Todos corrieron al vestíbulo y Ana soltó un grito de espanto.
Al pie de la escalera había una gran caracola rosada, ¡entre los
fragmentos de lo que había sido la fuente de la señorita Barry! Arriba de la
escalera se hallaba un aterrorizado Davy, observando con ojos como platos
los desperfectos.
—Davy —dijo Marilla animosamente—, ¿tiraste esa caracola a
propósito?
—No, juro que no —sollozó Davy—. Solo estaba aquí arrodillado,
quietecito, observándoles a través de la barandilla y sin querer mi pie dio
contra esa cosa y la empujó. Y tengo mucha hambre…, y me gustaría que
me dieran una buena azotaina en vez de mandarme siempre arriba y
perderme todo lo bueno.
—No culpen a Davy —dijo Ana recogiendo los fragmentos con dedos
temblorosos—. La culpa es solo mía. Dejé la fuente allí y me olvidé. Ha
sido un descuido… ¡Oh!, ¿qué dirá la señorita Barry?
—Bueno, ya sabes que solo la había comprado, de modo que no es lo
mismo que si la hubiera heredado —dijo Diana a modo de consuelo.
Los invitados se retiraron poco después, comprendiendo con todo tacto
que era lo mejor que podían hacer. Diana y Ana lavaron los platos hablando
menos que de costumbre. Luego Diana se fue a su casa con un gran dolor
de cabeza y Ana se retiró en similar estado a su habitación, donde se quedó
hasta el atardecer, cuando Marilla regresó de la estafeta de correos con una
carta de Priscilla escrita el día anterior. La señora Morgan se había torcido
un tobillo y no podía dejar su habitación.
«Y, ¡oh!, querida Ana —escribía Priscilla—, estoy tan apenada, porque
temo que ahora no podamos ir a Tejas Verdes, pues cuando tía se
restablezca del tobillo, tendrá que regresar a Toronto. Debe estar allí en una
fecha concreta.»
—Bueno… —Suspiró Ana dejando la carta sobre el rojo escalón de
piedra de la puerta del jardín, donde se hallaba sentada mientras caía el
crepúsculo—. Siempre pensé que era demasiado perfecto para ser verdad.
Pero… ¿habrase visto?, estas palabras tan pesimistas habrían podido salir
de la boca de Eliza Andrew, y me avergüenza haberlas pronunciado.
Después de todo no era demasiado bueno para ser verdad… Tengo cosas tan
buenas como esa constantemente. Igual los acontecimientos de hoy tienen
también su lado gracioso… Quizá cuando Diana y yo seamos viejas y
tengamos el pelo cano, nos ríamos al recordarlos. Pero no creo que pueda
hacerlo antes, porque la verdad es que ha sido una amarga desilusión.
—Estoy segura de que sufrirás muchas desilusiones peores antes de
llegar a vieja —afirmó Marilla, creyendo honestamente que estaba diciendo
algo reconfortante—. Me parece, Ana, que nunca vas a poder quitarte la
costumbre de poner todo tu corazón en lo que haces y luego caer en la
desesperación porque no lo consigues.
—Sé que suelo obrar así —asintió Ana tristemente—. Cuando pienso que
va a pasar algo hermoso me parece que vuelo; y luego, al primer
contratiempo, me caigo en picado. Pero, realmente, Marilla, la parte del
vuelo es gloriosa mientras dura. Es como remontar hasta el ocaso. Y creo
que casi compensa el golpe.
—Bueno, quizá sea así —admitió Marilla—. Yo más bien prefiero
caminar tranquilamente sin vuelo ni caída. Pero cada uno tiene su modo de
vivir. Yo creía que había un solo camino recto, pero desde que te crie a ti y a
los mellizos, no estoy tan segura. ¿Qué vas a hacer con la fuente de la
señorita Barry?
—Devolverle los veinte dólares que pagó por ella, supongo. Estoy muy
agradecida de que no sea una antigua herencia, porque en ese caso no
habría dinero que pudiera pagarla.
—Quizá puedas conseguir una igual en alguna parte y comprársela.
—Me temo que no. Fuentes tan antiguas como esa son muy escasas. La
señora Lynde no pudo encontrar una por ningún lado. Ojalá la consiguiera,
porque para la señorita Barry sería lo mismo una fuente que otra si es
igualmente antigua y genuina. Marilla, mire esa gran estrella con ese
resplandor plateado enmarcado por el cielo sobre los manzanos del señor
Harrison. Parece una plegaria. Después de todo, cuando se pueden ver
estrellas y cielos como estos, las pequeñas desilusiones y accidentes no
tienen mucha importancia, ¿a que no?
—¿Dónde está Davy? —preguntó Marilla, mirando a la estrella con
indiferencia.
—En la cama. Le prometí que mañana los llevaría de excursión a la
playa. Por supuesto, el trato era que debía ser bueno. Y él trató de serlo…
Así que no tengo valor para desilusionarlo.
—Tú y los mellizos sois capaces de ahogaros si remáis con ese bote —
gruñó Marilla—. He vivido aquí sesenta años y todavía no he cruzado la
laguna.
—Bueno, nunca es tarde si la dicha es buena —dijo Ana en tono de ruego
—. ¿Por qué no se viene mañana con nosotros? Cerramos Tejas Verdes y
pasamos todo el día en la playa, olvidándonos del mundo.
—No, gracias —respondió Marilla indignada—. ¡Menudo espectáculo
daría yo subida a un bote en la laguna! Ya me parece oír a Rachel. Mira, por
ahí va el señor Harrison. ¿Crees que es cierto el rumor que corre de que se
ve con Isabella Andrews?
—No, estoy convencida de que no. Solo fue allí una tarde porque tenía
que tratar varios asuntos con el señor Harmon Andrews. La señora Lynde lo
vio y dijo que había ido a cortejar porque iba bien vestido. No creo que el
señor Harrison llegue a casarse nunca. Parece tener prejuicios contra el
matrimonio.
—Bueno, yo no pondría la mano en el fuego con los viejos solterones. Y
si iba bien vestido, estoy de acuerdo con Rachel en que es muy sospechoso,
porque nunca lo ha hecho en el pasado.
—Yo creo que solo se vistió así porque deseaba llegar a un acuerdo
comercial con el señor Andrews —dijo Ana—. Le he oído decir que es la
única circunstancia en que un hombre debe preocuparse por su apariencia,
porque si presenta un aspecto boyante, probablemente la parte contraria no
trate de engañarlo. En realidad, el señor Harrison me da mucha pena. No
creo que le guste la vida que lleva. Debe de ser muy triste no tener a nadie
más que a un loro que cuidar, ¿no cree? Pero me he dado cuenta de que el
señor Harrison detesta la compasión. Bueno, supongo que a nadie le gusta.
—Ahí viene Gilbert subiendo la cuesta —dijo Marilla—. Si quiere que lo
acompañes a remar, ponte la chaqueta y las botas de agua. Hay mucha
humedad esta noche.
Capítulo 18
Una aventura en el Camino de los Tory

A na —dijo Davy, sentado en la cama con la barbilla apoyada entre las


manos—. Ana, ¿dónde se encuentra el sueño? La gente «va a dormir»
cada noche y ya sé que es el lugar donde yo hago las cosas que sueño,
pero quiero saber dónde está y cómo voy y vuelvo de allí sin saberlo… y en
camisón. ¿Dónde está?
Ana se hallaba arrodillada frente a la ventana de la buhardilla que daba al
oeste observando el atardecer, que hacía que el cielo pareciera una gran flor
con pétalos de azafrán y corazón de vivo amarillo. Volvió la cabeza ante la
pregunta de Davy y respondió con ensoñación: «Más allá de las montañas
de la luna / En el fondo del valle de las sombras».
Paul Irving lo habría comprendido, o le habría dado un significado, pero
el práctico Davy, quien, como Ana había observado bastante a menudo para
su desesperación, no poseía ni una pizca de imaginación, reaccionó con
disgusto.
—Ana, creo que dices tonterías.
—Pues claro, pequeño. ¿Es que no sabes que solo los tontos hablan todo
el tiempo en serio?
—Bueno, me gustaría que me contestaras de forma razonable cuando te
hago una pregunta razonable —dijo Davy en tono ofendido.
—Oh, eres demasiado pequeño para poder comprenderlo —respondió
Ana.
Sin embargo, nada más decirlo, se sintió algo avergonzada, ya que
recordaba haber preguntado cosas similares de pequeña y había prometido
solemnemente no decirle nunca a un niño que era demasiado pequeño para
comprender algo. Y allí estaba, haciéndolo. ¡Qué difícil resultaba llevarlo a
la práctica!
—Bueno, me esfuerzo por crecer —dijo Davy—, pero es algo que no
depende de mí ni puedo acelerar. Si Marilla no fuera tan tacaña con sus
dulces, creo que crecería más rápidamente.
—Marilla no es tacaña —dijo Ana con severidad—. Es muy ingrato de tu
parte decir tal cosa.
—Hay una palabra que significa lo mismo y suena muchísimo mejor,
pero no puedo recordarla —dijo Davy, frunciendo el ceño—. Oí que Marilla
se llamaba a sí misma así…
—Creo que te refieres a «ahorradora», y es algo muy distinto de ser
tacaña. Ser ahorradora es una virtud excelente. Si Marilla fuera tacaña, no
se hubiera hecho cargo de ti y de Dora cuando tu madre falleció. ¿Te
hubiera gustado vivir con la señora Wiggins?
—¡Pues claro que no! —Fue la enfática respuesta—. Ni tampoco quiero
ir con el tío Richard. Prefiero vivir aquí, aunque Marilla sea esa palabra tan
larga con los dulces. Aquí estás tú. Ana, ¿me contarás un cuento antes de
dormir? No quiero un cuento de hadas. Prefiero algo más excitante, con
muchos tiros y muertos y una casa incendiada y cosas por el estilo.
Por fortuna para Ana, Marilla la llamó desde su habitación:
—Ana, Diana está haciendo señales a un ritmo vertiginoso. Será mejor
que vayas a ver qué quiere.
Ana salió corriendo hacia su buhardilla y vio los parpadeos de la luz en
grupos de cinco desde la ventana de Diana, lo que, de acuerdo a su antiguo
código infantil, significaba: «Ven lo antes posible porque tengo algo
importante que decirte». Ana se echó un chal blanco a la cabeza y cruzó
apresuradamente el Bosque Embrujado y el prado del señor Bell hasta la
Ladera del Huerto.
—Ana, tengo noticias para ti —dijo Diana—. Mamá y yo acabamos de
regresar de Carmody y allí, en la tienda del señor Blair, he visto a Mary
Sentner, de Spencervale. Dice que las viejas Copp, que viven en el Camino
de los Tory, tienen una fuente de porcelana y cree que es exactamente igual
a la que se rompió. Dice que seguro que la venderán, puesto que Martha
Copp no guarda nada que pueda vender, pero que si no lo hacen, en
Spencervale, en casa de Wesley Keyson, hay otra que seguro que venden,
aunque no puede garantizar que sea exactamente de la misma calidad que la
de tía Josephine.
—Mañana iré a Spencervale a verlas —resolvió Ana—, y tú vendrás
conmigo. Me sacaré un peso de encima. Pasado mañana debo ir a la ciudad
y no me atrevería a enfrentarme a tía Josephine sin la fuente. Sería peor que
la vez que tuve que confesarle lo de los brincos en la cama del cuarto de
huéspedes.
Ambas muchachas rieron con el recuerdo de aquel incidente, ocurrido
algunos años antes.
Las muchachas partieron la tarde siguiente. Quince kilómetros separaban
Spencervale de Avonlea, y no hacía muy buen día para viajar. El calor era
sofocante y en el camino se acumulaba el polvo de seis semanas de sequía.
—Espero que llueva pronto. —Suspiró Ana—. Todo está muy seco. Los
pobres campos me dan lástima y los árboles parecen levantar sus brazos
suplicando lluvia. Me entristezco cada vez que voy al jardín. Supongo que
no debería quejarme, cuando los campesinos están sufriendo por sus
cosechas. El señor Harrison dice que sus pastos están tan secos que las
pobres vacas apenas pueden encontrar bocado y que se siente culpable cada
vez que las mira a los ojos.
Después de un viaje agotador, las muchachas llegaron a Spencervale y
tomaron el Camino de los Tory, una carretera verde y solitaria en la que las
hierbas entre los surcos de las ruedas evidenciaban la falta de tránsito. Hasta
donde sus ojos podían ver, estaba flanqueada por espesos abetos, con
algunos huecos aquí y allá, de donde partía el camino hacia alguna granja o
que presentaban algún tronco calcinado.
—¿Por qué lo llaman el Camino de los Tory?
—El señor Allan dice que es por la misma causa que se le dice arboleda a
un lugar donde no hay árboles —dijo Diana—, puesto que nadie vive en
este camino, excepto las Copp y el viejo Martin Bovyer en el extremo más
alejado, y él es liberal. El gobierno tory construyó el camino solo para
demostrar que hacían algo.
El padre de Diana era liberal, y por esa razón, las dos muchachas nunca
hablaban de política. Los habitantes de Tejas Verdes habían sido siempre
conservadores.
Finalmente, llegaron a la vieja casa de las Copp, un lugar de tal pulcritud
exterior que hasta Tejas Verdes hubiera empalidecido en comparación. La
casa era de estilo muy antiguo, situada en una cuesta, lo que obligó a hacer
el edificio con un sótano de piedra en un extremo. El encalado de la casa y
los cobertizos casi cegaba y no se veía ni una sola brizna de hierba en el
peripuesto patio de la cocina, rodeado por su empalizada blanca.
—Las cortinas están corridas —dijo Diana tristemente—. Creo que no
hay nadie.
Y así era. Las muchachas se miraron perplejas.
—No sé qué hacer —dijo Ana—. Si estuviese segura de que la fuente es
la que buscamos, no me importaría esperar. Pero si no lo es, puede que
después sea demasiado tarde para ir a casa de Wesley Keyson.
Diana miró hacia una ventanita del sótano.
—¡Seguro que es la ventana de la despensa! —anunció—. La casa es
igual a la de tío Charles en Newbridge y la ventana de la despensa está
precisamente en el mismo lugar. La persiana no está bajada, de modo que si
subimos al techo de aquella caseta, podremos echar una mirada a la
despensa y ver la fuente. ¿Crees que estará mal?
—No, no lo creo —decidió Ana, tras reflexionar sobre ello debidamente
—. Nuestra razón no es la mera curiosidad.
Una vez arreglado el asunto ético, Ana se dispuso a subir a la susodicha
caseta, con tejado a dos aguas, que en otro tiempo sirviera de cobertizo a los
patos. Las Copp habían abandonado la crianza de patos —«porque eran
animales muy descuidados»— y la construcción no se usaba desde hacía
años, excepto para guardar gallinas. Pese a su encalado perfecto, estaba
destartalada y Ana no se sintió muy segura al subir apoyándose en un barril.
—No sé si resistirá mi peso —dijo mientras pisaba con cuidado el tejado.
—Apóyate en la ventana —le aconsejó Diana y Ana le hizo caso.
Para su satisfacción, vio una fuente de porcelana exactamente igual a la
que buscaba sobre el estante justo enfrente de la ventana. Eso fue todo lo
que pudo ver antes de la catástrofe. En su alegría, Ana olvidó la precaria
calidad de su sostén, dejó de apoyarse en el marco de la ventana, dio un
impulsivo salto de placer… y el techo cedió bajo sus pies, hundiéndose
hasta las axilas y quedándose allí colgada, incapaz de soltarse. Diana entró
como pudo en la caseta y, tomando de la cintura a su desafortunada amiga,
trató de bajarla.
—Oh… no —se quejó la pobre Ana—. Se me clavan unas largas astillas.
Mira si puedes colocarme algo bajo los pies…, quizá así pueda subir.
Diana metió el barril y Ana pudo apoyar los pies. Pero no se podía
liberar.
—¿Crees que podré sacarte si subo? —sugirió Diana.
Ana negó desesperanzada.
—No… Las astillas hacen mucho daño. Quizá si encuentras un hacha…
Oh, estoy empezando a creer que nací bajo una estrella de mal agüero.
Diana buscó cuidadosamente, pero no había hacha.
—Tendré que ir a pedir ayuda —anunció al regresar junto a la prisionera.
—No —dijo Ana con vehemencia—. Si lo haces, todo el mundo lo sabrá
y me moriré de vergüenza. No, tendremos que esperar a que las Copp
regresen y pedirles que guarden el secreto. Ellas sabrán dónde está el hacha
y me sacarán. No estoy incómoda si me quedo quieta, es decir, mi cuerpo
no está incómodo. ¿En cuánto evaluarán las Copp esta caseta? Tendré que
pagar el daño que hice, pero no me importará si comprenden mis motivos
para espiar por la ventana de la despensa. Mi único consuelo es que la
fuente es de la clase que busco y si la señorita Copp me la vende, me
resignaré.
—¿Y qué ocurre si las Copp no regresan hasta entrada la noche… o hasta
mañana?
—Supongo que tendrás que buscar otra ayuda —dijo Ana de mala gana
—, ¡pero no lo hagas a menos que sea indispensable! ¡Oh, querida!, esta es
una situación horrible. Mis desgracias no me importarían mucho si fueran
románticas, como las de las heroínas de la señora Morgan, pero resulta que
siempre son ridículas. Imagina qué dirán las Copp cuando lleguen y vean la
cabeza y los hombros de una chica saliendo del tejado. Escucha, ¿no oyes
un carro? Oh, no, Diana… Creo que es un trueno.
Y sin duda alguna, lo era. Diana, tras una precipitada vuelta alrededor de
la casa, volvió para anunciar que un nubarrón negro asomaba por el
noroeste.
—Me parece que va a caer un chaparrón —exclamó—. Ana, ¿qué
haremos?
—Debemos estar preparadas —dijo Ana tranquilamente. Un chaparrón
parecía una tontería en comparación con lo sucedido—. Será mejor que
pongas el carro bajo ese alero. Por fortuna, traje mi sombrilla. Ten, llévate
mi sombrero. Marilla me dijo que era una tontería ponerme mi mejor
sombrero para venir por el Camino de los Tory, y como siempre, tenía
razón.
Mientras caían las primeras gotas, Diana desató las riendas del poni y
colocó el carro bajo el alero. Allí se sentó a contemplar el chaparrón, que
fue tan fuerte que apenas pudo ver a Ana, sosteniendo valientemente la
sombrilla sobre su cabeza desnuda. No hubo muchos truenos, pero llovió
durante casi una hora. Ocasionalmente, Ana echaba atrás la sombrilla y
hacía un gesto de valor con la mano, ya que, dadas las circunstancias, la
conversación era imposible. Por fin, la lluvia cesó, salió el sol y Diana se
aventuró a través de los charcos.
—¿Te has mojado mucho? —preguntó ansiosa.
—No —contestó Ana alegremente—. Tengo bastante seca la cabeza y los
hombros y la falda solo se me ha mojado porque el agua ha entrado por
entre los listones. No me compadezcas, Diana; yo no le he dado
importancia. Todo el tiempo he estado pensando en lo bien que irá la lluvia
y en lo contento que estará mi jardín; he estado imaginando qué pensarán
las flores y los capullos cuando las gotas han empezado a caer. He
imaginado un diálogo muy interesante entre los ásteres y los guisantes y el
espíritu guardián del jardín. Tengo pensado escribirlo en cuanto llegue a
casa. Quisiera tener lápiz y papel para hacerlo ahora, porque quizá se me
olviden las mejores partes antes de llegar a casa.
La fiel Diana tenía lápiz y descubrió una hoja de papel de embalar en el
cajón del carro. Ana cerró la chorreante sombrilla, se puso el sombrero,
desplegó el papel sobre una madera que le alcanzó Diana y escribió su idilio
del jardín, en unas condiciones que no podrían ser consideradas como
favorables para la literatura. Sin embargo, el resultado fue bastante bueno y
Diana se sintió «arrebatada» cuando Ana se lo leyó.
—Oh, Ana, qué dulce… Envíalo a Mujer canadiense.
Ana negó con la cabeza.
—Oh, no, no serviría para nada. No tiene argumento. No es más que una
sucesión de fantasías. Me gusta escribirlas, pero no se pueden publicar
porque, como dice Priscilla, los editores insisten en que tengan argumento.
Oh, ahí está la señorita Copp. Diana, ve y cuéntaselo, por favor.
La señorita Sarah Copp era una persona pequeña que vestía de negro, con
un sombrero que apelaba más a la utilidad que al sentido de la moda. Miró
el espectáculo con toda la sorpresa que podía esperarse, pero cuando
escuchó la explicación de Diana, fue muy compasiva. Rápidamente, abrió la
puerta trasera, trajo un hacha y con unos pocos y hábiles golpes liberó a
Ana. Esta, ligeramente entumecida, se deslizó dentro de la prisión y,
agradecida, caminó hacia su recobrada libertad.
—Señorita Copp —dijo fervientemente—, le aseguro que miré por la
ventana de su despensa solo para ver si tenía una fuente de porcelana. No vi
otra cosa, ni tampoco busqué nada más.
—Por el amor de Dios, no pasa nada —dijo amigablemente la señorita
Sarah—. No tiene por qué preocuparse, no ha hecho daño alguno. Gracias a
Dios, las Copp mantenemos presentable la despensa en cualquier momento
y no nos importa que alguien la mire. En lo que se refiere al techo, me
alegra que se haya roto, porque quizá ahora Martha accederá a que derriben
la caseta. Nunca lo hacía por si todavía se le podía dar algún uso y yo debía
blanquearla cada primavera. Y es inútil discutir con ella. Hoy se ha ido a la
ciudad… Acabo de llevarla a la estación. Así que quiere comprarme la
fuente. Bien, ¿cuánto me da por ella?
—Veinte dólares —dijo Ana, que no pretendía negociar con una Copp o,
de lo contrario, no habría ofrecido su precio desde el principio.
—Bien, ya veo —dijo cautelosamente Sarah—. Afortunadamente, esa
fuente es mía. Si no lo fuera, no me atrevería a venderla sin haberlo
consultado con Martha. De todas maneras, estoy segura de que protestará.
Es la dueña y señora de la casa, se lo aseguro. Me estoy cansando de vivir
bajo el dominio de otra mujer. Pero entren, por favor. Deben de estar
hambrientas. Les ofrezco té, pero les aviso que no esperen nada que no sea
pan con mantequilla. Martha cerró bajo llave todas las tartas y el dulce
antes de irse. Hace eso porque dice que soy capaz de derrocharlas si vienen
visitas.
Las chicas estaban lo suficientemente hambrientas como para aceptar
cualquier cosa y disfrutaron del pan y de la magnífica mantequilla. Cuando
terminaron el té, Sarah dijo:
—No me importa vender la fuente. Pero vale veinticinco dólares. Es muy
antigua.
Diana le pegó a Ana un débil puntapié por debajo de la mesa, queriendo
decir: «No aceptes; si resistes, aceptará los veinte». Pero Ana no estaba
dispuesta a correr riesgos. Accedió rápidamente al precio, y la señorita
Sarah lamentó no haber pedido treinta.
—Bueno, pues supongo que se la pueden llevar. Quiero todo el dinero
que pueda sacar ahora. El hecho es… —La señorita Sarah alzó la cabeza
con dándose importancia y un orgulloso rubor se extendió por la palidez de
sus mejillas— que voy a casarme con Luther Wallace. Estuvo enamorado
de mí hace veinte años. Yo le quería mucho pero en aquel entonces él era
muy pobre y papá lo mandó a paseo. Supongo que no debí haberlo dejado ir
tan dócilmente, pero era tímida y respetaba a mi padre. Además, no sabía
que los hombres eran tan escasos.
Cuando las jovencitas se alejaron sanas y salvas, Diana a las riendas y
Ana con la fuente cuidadosamente entre los brazos, la soledad verde y
refrescada por la lluvia del Camino de los Tory se animó con las risas
juveniles.
—Tía Josephine se divertirá mucho con la «extraña y azarosa historia» de
esta tarde cuando la visite mañana y se la explique. Han sido unos
momentos difíciles, pero todo ha terminado. Tengo la fuente y la lluvia ha
asentado el polvo admirablemente, de manera que «bien está lo que bien
acaba».
—Aún no hemos llegado a casa —dijo Diana con un tono algo pesimista
—. Y no podemos asegurar que no ocurra algo más. ¡Atraes las aventuras,
Ana!
—Tener aventuras es algo natural en algunas personas —dijo Ana
serenamente—. O se tiene facilidad para atraerlas o no.
Capítulo 19
Solo un día feliz

A l fin y al cabo —le dijo Ana a Marilla en una ocasión—, creo que los
días más agradables y dulces no son aquellos en los que ocurren cosas
espléndidas, maravillosas o excitantes, sino los que nos traen pequeños
y sencillos placeres poco a poco, como si fueran perlas que se sueltan de un
collar.
La vida en Tejas Verdes estaba llena de días así, pues las aventuras y
desventuras de Ana, como las de otras personas, no ocurrían todas a la vez,
sino que se diseminaban a lo largo del año, con largos intervalos de días
felices y anodinos llenos de trabajo, sueños, risas y lecciones. Un día así
llegó en el mes de agosto. Por la mañana, Ana y Diana llevaron a los
encantadores mellizos hasta la laguna a buscar «hierbas frescas» entre las
dunas y a chapotear en las olas, sobre las que el viento cantaba una antigua
melodía aprendida al principio de los tiempos.
Por la tarde, Ana fue hasta la vieja casa de los Irving a ver a Paul. Lo
encontró acostado sobre un montículo cubierto de hierba junto al espeso
bosque de abetos que resguardaba la casa por el norte, completamente
absorto en un libro de cuentos de hadas. Cuando la vio, se levantó con
expresión radiante.
—¡Oh, qué bien que haya venido, señorita, porque la abuela se ha
marchado! —dijo fervientemente—. Se quedará a merendar conmigo, ¿a
que sí? Es tan triste merendar solo, señorita. He considerado seriamente la
posibilidad de pedirle a Mary Joe que se siente a merendar conmigo, pero
he pensado que a la abuela no le parecería bien. Dice que a los franceses
hay que ponerlos en su lugar. Y, de todos modos, es difícil hablar con Mary
Joe. Solo se ríe y dice: «Vaya, no he conocido nunca a nadie como usted».
Y esa no es precisamente mi idea de una buena conversación.
—Por supuesto que me quedaré a merendar —exclamó Ana alegremente
—. Tenía muchas ganas de que me lo pidieras. Mi boca se hace agua cada
vez que pienso en el delicioso bizcocho de tu abuela que probé la última
vez que estuve aquí.
Paul se puso muy serio.
—Si dependiera de mí, señorita —dijo de pie delante de Ana, con las
manos en los bolsillos y una repentina sombra de preocupación en su
hermosa carita—, le daría el bizcocho entero. Pero depende de Mary Joe.
He oído que la abuela le decía antes de irse que no me diera porque es
demasiado fuerte para el estómago de los niños. Pero quizá Mary Joe lo
saca si le prometo no probar ni un bocado. Confiemos en que así sea.
—Sí, confiemos —accedió Ana con alegre filosofía—. Y si Mary Joe es
de corazón duro y no me da bizcocho, no pasa nada, de modo que no debes
preocuparte.
—¿Está segura de que no le importaría? —preguntó Paul con inquietud.
—Perfectamente segura, cariño.
—Entonces dejaré de preocuparme —dijo Paul con un largo suspiro de
alivio—, y más porque en realidad creo que Mary Joe entrará en razón. En
general no es una persona irracional, pero ha aprendido por experiencia que
no es bueno desobedecer las órdenes de la abuela. Es buena mujer, pero hay
que hacer lo que ella dice. Esta mañana se ha puesto muy contenta porque
por fin he podido terminar mi plato de caldo. Ha sido un gran esfuerzo, pero
lo he conseguido. La abuela dice que así me haré un hombre. Pero, señorita,
quiero hacerle una pregunta muy importante. Me contestará con sinceridad,
¿verdad?
—Lo intentaré —dijo Ana.
—¿Cree que estoy mal de la azotea? —preguntó Paul como si toda su
existencia dependiera de la respuesta.
—¡Oh, no, Paul, por Dios! Por supuesto que no. ¿Quién te ha metido esa
idea en la cabeza?
—Mary Joe…, pero no sabía que la estaba escuchando. Ayer vino a verla
Verónica, la criada del señor Peter Sloane, y al cruzar el vestíbulo, las oí
hablar en la cocina. Mary Joe decía: «Ese Paul es el señorito más raro que
he conocido. Dice unas cosas tan extrañas que creo que está mal de la
azotea». Anoche no pude dormir pensando si Mary Joe tendría razón. Y no
me atrevía a preguntárselo a la abuelita; por eso decidí preguntárselo a
usted. Estoy muy contento de que piense que estoy bien de la cabeza.
—Por supuesto que sí. Mary Joe es una niña tonta e ignorante y nunca
debes tener en cuenta lo que diga —añadió Ana indignada, decidiendo para
sus adentros insinuarle discretamente a la señora Irving sobre la
conveniencia de refrenar la lengua de Mary Joe.
—Bueno, me ha quitado un peso de encima —dijo Paul—. Ahora,
gracias a usted, soy completamente feliz. No sería nada agradable estar mal
de la azotea. ¿A que no, señorita? Supongo que Mary Joe habla así porque a
veces le cuento lo que pienso sobre las cosas.
—Es una práctica algo peligrosa —admitió Ana, recordando su propia
experiencia.
—Bueno, luego le explicaré lo que le conté a Mary Joe y podrá ver si hay
algo de raro en ello —dijo Paul—. Pero esperaré hasta que oscurezca. Esa
es la hora en que siento necesidad de contar cosas y si no hay nadie más
cerca, tengo que decírselas a Mary Joe. Pero de ahora en adelante no lo
haré, si eso le hace pensar que estoy mal de la cabeza. Sufriré y aguantaré.
—Y si sufres mucho, puedes venir a Tejas Verdes a contarme a mí tus
pensamientos —sugirió Ana con toda la seriedad que le hacía ganar la
simpatía de los niños, a los que les encanta que los tomen en serio.
—Así lo haré. Pero espero que cuando vaya, Davy no esté por allí,
porque se burla de mí. No le doy mucha importancia, ya que él es un niño y
yo ya soy grande. Pero aun así, no es muy agradable que se burlen de uno.
Y Davy me hace muecas terribles. A veces temo que no pueda volver a
recuperar sus propias facciones. Me las hace en la iglesia, cuando debo
pensar en cosas sagradas. Por el contrario, a Dora le gusto y ella me gusta a
mí, pero no tanto como antes desde que le dijo a Minnie May Barry que
quería casarse conmigo cuando fuera mayor. Me casaré con alguien cuando
crezca, pero todavía soy demasiado joven para pensar en ello. ¿No le
parece?
—Bastante joven —admitió Ana.
—Hablando de casarse, eso me ha hecho recordar otra cosa que me ha
estado preocupando últimamente —continuó Paul—. La semana pasada la
señora Lynde vino a tomar el té con la abuela, y esta me pidió que le
mostrara un retrato de mamá, el que me mandó papá como regalo de
cumpleaños. No tenía muchas ganas de enseñárselo a la señora Lynde. Es
buena y amable, pero no es la clase de persona a quien me apetece
mostrarle la fotografía de mi madre. Ya me entiende, señorita. Pero obedecí,
por descontado. La señora Lynde dijo que era muy guapa, pero que parecía
una actriz y que debía haber sido muchísimo más joven que papá. Después
añadió: «Un día de estos puede que tu papá vuelva a casarse. ¿Qué te
parecería tener una nueva madre, Paul?». Bueno, la idea casi me cortó la
respiración, señorita, pero no iba a permitir que la señora Lynde se diera
cuenta. Así que la miré fijamente… y le dije: «Señora Lynde, mi papá no se
equivocó al elegir a mi primera mamá, y puedo confiar en que hará lo
mismo la segunda vez». Y de verdad que confío en él, señorita. Pero aun
así, espero que si alguna vez me da una nueva madre, me pedirá opinión
antes de que sea demasiado tarde. Allí viene Mary Joe a llamarnos para el
té. Le consultaré lo del bizcocho.
Como resultado de la «consulta», Mary Joe cortó el bizcocho y agregó un
plato de dulce. Ana sirvió el té y tuvieron una alegre merienda en la oscura
y vieja sala por cuyas ventanas entraba la brisa del golfo, y hablaron de
tantas «tonterías» que Mary Joe se escandalizó y a la tarde siguiente le
contó a Verónica que «la mademoiselle del colegio» era tan rara como Paul.
Después del té, el niño condujo a Ana a su habitación y le mostró el retrato
de su madre, que había sido el misterioso regalo de cumpleaños que había
guardado la señora Irving en la biblioteca con tanto celo. El pequeño
dormitorio de techos bajos de Paul era un suave remolino de rayos rojizos
que se ponían sobre el mar y movedizas sombras de los abetos que crecían
junto a la ventana. En medio de todo ese suave brillo y encanto, se
distinguía un dulce y juvenil rostro, con tiernos ojos maternales, colgado en
la pared que daba a los pies de la cama.
—Esa es mi mamá —dijo Paul, henchido de orgullo y amor—. Conseguí
que la abuelita lo colgara allí, donde puedo verlo nada más abrir los ojos
cada mañana. Ahora ya no me importa no tener una luz cuando me acuesto,
porque pienso que mi madre está aquí conmigo. Papá acertó con el regalo
de cumpleaños, y sin preguntarme nada. ¿No es maravilloso todo lo que
saben los padres?
—Tu madre era muy guapa, Paul, y tú te pareces un poco a ella. Pero sus
ojos y cabellos son más oscuros que los tuyos.
—Mis ojos son del mismo color que los de papá —dijo Paul mientras
recorría la habitación amontonando todos los almohadones disponibles
sobre el alféizar de la ventana—, pero el cabello de papá es gris. Tiene
mucho, pero es gris. Papá tiene casi cincuenta años. Es ya maduro, ¿no le
parece? Pero es solo viejo por fuera. Por dentro es tan joven como
cualquiera. Ahora, señorita, por favor, siéntese aquí, y yo me sentaré a sus
pies. ¿Puedo recostar mi cabeza sobre su regazo? Así es como nos
sentábamos mamá y yo. ¡Oh, me parece que esto es fantástico!
—Ahora, quiero oír esos pensamientos que a Mary Joe le parecen tan
extraños —dijo Ana mientras acariciaba la rizada cabecita.
Paul no necesitaba que le presionaran mucho para contar sus
pensamientos… al menos, a un alma gemela.
—Me los imaginé una noche en el bosque de abetos —dijo
soñadoramente—. Por supuesto, no me los creí, solo me los imaginé. Y
entonces quise explicárselos a alguien y la única que estaba era Mary Joe,
que amasaba pan en la despensa. Me senté en un banco junto a ella y dije:
«Mary Joe, ¿sabes lo que pienso? Creo que el lucero de la tarde es el faro de
la tierra donde viven las hadas». Y Mary Joe me contestó: «Pero qué niño
más raro. Las hadas no existen». Me ofendí un poco. Ya sé que no hay
hadas, pero nada me impide pensar que existen. Así que volví a insistir
pacientemente. Dije: «Bueno, Mary Joe, ¿sabes lo que pienso? Pienso que
después de que el sol se pone, un ángel camina sobre el mundo…, un ángel
alto, blanco, con alas plateadas…, y les canta a las flores y a los pájaros
para que se duerman. También los niños pueden escucharlo si saben oírlo».
Entonces Mary Joe levantó sus manos llenas de harina y dijo: «Pero bueno,
eres un niño muy raro. Me das miedo». Y parecía asustada de verdad.
Entonces salí y le conté al jardín el resto de mis pensamientos. Ha muerto
un pequeño abedul que había en el jardín y la abuela dice que ha sido a
causa de la sal del mar; pero yo creo que la dríada que lo habitaba era tonta
y se fue a conocer mundo y se ha perdido. Y al pobre árbol se le rompió el
corazón de tristeza.
—Y cuando la pobre y tonta dríada, cansada del mundo, regrese en busca
de su árbol, será su corazón el que quedará destrozado —dijo Ana.
—Así es. Pero si las dríadas son tontas, deben atenerse a las
consecuencias, como si fueran personas —dijo Paul con expresión adusta
—. ¿Sabe lo que pienso de la luna nueva, señorita? Creo que es mi pequeño
bote dorado, lleno de sueños.
—Y cuando una nube lo golpea algunos se desprenden y caen en nuestra
mente cuando dormimos.
—Exacto, señorita. ¡Oh, usted sí que lo entiende! Y también pienso que
las violetas son pequeños pedazos de cielo que caen cuando los ángeles
cortan los agujeritos por donde brillan las estrellas. Y que los botones de
oro son viejos rayos de sol y que los guisantes se convierten en mariposas
cuando van al cielo. Entonces, señorita, ¿hay algo tan raro en estos
pensamientos?
—No, querido, no tienen nada de raro; es extraño y hermoso que los
piense un niño y por eso las personas que no serían capaces de imaginarlos
ni aunque lo intentaran durante cien años los califican de raros. Pero
continúa pensando así, Paul; creo que algún día te convertirás en un poeta.
Cuando Ana regresó a casa, se encontró con un niño muy diferente,
esperando a que lo acostaran. Davy estaba malhumorado. Cuando Ana
terminó de quitarle la ropa, se arrojó sobre el lecho y escondió la cara entre
las almohadas.
—Davy, has olvidado rezar —dijo Ana con reproche.
—No, no lo he olvidado —respondió desafiante el niño—, es que no voy
a hacerlo nunca más. Renuncio a tratar de portarme bien, porque no importa
lo bueno que sea, tú siempre querrás más a Paul Irving. De modo que seré
malo y al menos me divertiré.
—Yo no quiero más a Paul Irving —dijo Ana seriamente—. Te quiero
tanto como a él, solo que de diferente manera.
—Pero yo quiero que me quieras de la misma manera —insistió Davy.
—No se puede querer a personas diferentes de la misma forma. Tú no
nos quieres a Dora y a mí del mismo modo, ¿a que no?
Davy se sentó y reflexionó.
—No… —admitió finalmente—. A Dora la quiero porque es mi
hermana, pero a ti porque eres tú.
—Y yo quiero a Paul porque es Paul y a Davy porque es Davy —dijo
Ana en tono alegre.
—Bueno, entonces diré mis oraciones —añadió Davy convencido—.
Pero es mucho trabajo salir ahora de la cama para hacerlo. Rezaré dos veces
mañana por la mañana, Ana. ¿Crees que estará bien?
—No. —Ana no pensaba que lo estuviera.
Así que Davy salió de la cama y se arrodilló frente a ella. Cuando
terminó de rezar, se incorporó y la miró.
—Ana, soy más bueno que antes.
—Sí, claro que sí, Davy —asintió Ana, quien nunca vacilaba en dar la
razón a quien la tenía.
—Sé que soy más bueno —dijo Davy en tono confidencial— y te diré
por qué lo sé. Hoy Marilla me ha dado dos trozos de dulce, uno para mí y
otro para Dora. Uno era mucho más grande que el otro y Marilla no me dijo
cuál era el mío. Pero yo le di el más grande a Dora. Eso estuvo muy bien, ¿a
que sí?
—Muy bien, Davy, y muy caballeroso.
—Claro que como Dora no tenía mucha hambre, solo comió la mitad y
me dio el resto —admitió Davy—, pero eso yo no lo sabía cuando le di el
pedazo más grande, de modo que fui bueno, Ana.
Al anochecer, Ana fue hasta la Burbuja de la Dríada y vio a Gilbert
Blythe que cruzaba el Bosque Embrujado. De repente, se dio cuenta de que
Gilbert ya no era un colegial. ¡Y qué apuesto y varonil era su aspecto!: alto,
de rostro franco, con claros ojos y anchas espaldas. Ana pensó que, aunque
no se ajustaba a su ideal de hombre, Gilbert era un muchacho muy
atractivo. Hacía ya mucho que ella y Diana habían decidido qué clase de
hombre admiraban y sus gustos eran exactamente iguales. Debía ser muy
alto y distinguido, de ojos melancólicos e inescrutables y voz suave y
compasiva. No había nada de melancólico e inescrutable en la fisonomía de
Gilbert, pero, por supuesto, eso no tenía importancia en lo que se refería a
su amistad.
Gilbert atravesó los helechos junto a la Burbuja y observó a Ana con
aprobación. Si le hubieran pedido que describiera su ideal de mujer, la
respuesta habría correspondido punto por punto a Ana, incluyendo hasta las
siete pecas que tanto la mortificaban. Gilbert era poco más que un
muchacho, pero un chico tiene sus sueños como todos, y en los de Gilbert
había siempre una joven de grandes y límpidos ojos grises y tez fina y
delicada como la de una flor. También había decidido que su futuro debía
ser digno de aquella diosa. Hasta en la tranquila Avonlea se encontraban
tentaciones. La juventud de White Sands era algo alocada y Gilbert contaba
con cierta popularidad. Pero quería ser digno de la amistad de Ana y, algún
día, incluso de su amor. Y vigilaba sus palabras, pensamientos y actos tan
celosamente como si ella fuera a juzgarlos. Ejercía sobre él la inconsciente
influencia de toda joven cuyos ideales son altos y puros, influencia que
perduraría mientras ella continuara siendo fiel a esos ideales y que
desaparecería si faltara a ellos. Para Gilbert, el principal encanto de Ana
consistía en que nunca caía en los defectos de tantas jóvenes de Avonlea:
los celos, las rivalidades, los intentos por ser las preferidas. Ana se
mantenía apartada de todo eso, y no intencionadamente, sino simplemente
porque no entraba dentro de su impulsiva naturaleza ni de sus aspiraciones.
Sin embargo, Gilbert no intentaba traducir en palabras sus pensamientos.
Tenía muy buenas razones para saber que Ana cortaría despiadada e
indiferentemente todo intento de sentimentalismo de cuajo; o se reiría de él,
lo que era diez veces peor.
—Pareces una verdadera dríada bajo ese abedul —dijo con mofa.
—Adoro los abedules —respondió Ana apoyando su mejilla contra el
blanco raso del delicado tronco, con uno de sus encantadores y espontáneos
gestos.
—Entonces te alegrará saber que el comandante Spencer, siguiendo los
consejos de la Asociación para la Mejora, ha decidido plantar una hilera de
abedules blancos a lo largo de todo el camino de su granja —anunció
Gilbert—. Hoy me ha estado hablando de eso. El comandante Spencer es el
hombre más progresista y lleno de espíritu por el bien común de todo
Avonlea. Y el señor William Bell va a poner un seto de abetos frente al
camino y a lo largo de su sendero. Nuestra asociación va viento en popa,
Ana. Ha pasado ya el período de prueba y ahora es un hecho aceptado. Los
más ancianos han empezado a interesarse y en White Sands ya se habla de
fundar una. Hasta Elisha Wright se entusiasmó desde el día en que las
turistas americanas hicieron la excursión a la playa. Alabaron muchísimo
los márgenes de nuestros caminos y dijeron que son mucho más lindos que
los de cualquier otra parte de la isla. Y, más adelante, cuando los demás
granjeros sigan el buen ejemplo del comandante Spencer y planten árboles
ornamentales y setos a lo largo de sus caminos, Avonlea será el pueblo más
hermoso de la provincia.
—La Sociedad de Ayuda está pensando en arreglar el cementerio —dijo
Ana—, y espero que lo hagan, porque podrán conseguir algo en una colecta,
y para nosotros es inútil intentarlo después de lo del salón de actos. Pero a
la Sociedad de Ayuda nunca se le habría ocurrido pensar en el asunto si la
Asociación para la Mejora no lo hubiera indicado extraoficialmente. Los
árboles que plantamos en los terrenos de la iglesia están floreciendo y los
síndicos han prometido que cercarán los terrenos de la escuela el año
próximo. Si lo hacen, decretaré un «día del árbol» y cada escolar plantará
uno; y tendremos un jardín en el recodo que da al camino.
—Hemos conseguido rápidos triunfos en todo lo que nos hemos
propuesto, excepto en lo de la vieja casa de Boulter —expresó Gilbert—, y
me he dado por vencido en eso. Levi nos ignora solo por fastidiar. Todos los
Boulter tienen muy desarrollado el espíritu de contradicción.
—Julia Bell quiere enviar otra comisión para que le haga una visita, pero
creo que lo mejor será dejarlo en paz —dijo Ana sabiamente.
—Y confiar en la Providencia, como dice la señora Lynde. —Sonrió
Gilbert—. En serio, no más comisiones. Solo consiguen irritarle. Julia Bell
cree que todo se puede conseguir si una comisión lo intenta. La próxima
primavera, Ana, debemos iniciar una cruzada por hermosos prados y
terrenos. Este invierno distribuiremos semillas. Tengo aquí un tratado sobre
prados y formas de crearlos y voy a preparar un informe. Bueno, supongo
que nuestras vacaciones ya casi han terminado. La escuela se abre el lunes.
¿Ha conseguido Ruby Gillis la escuela de Carmody?
—Sí. Priscilla escribió diciendo que ella había decidido incorporarse a la
escuela de su pueblo, y los síndicos le dieron la de Carmody a Ruby. Siento
que Priscilla no vaya a regresar, pero ya que no puede, me alegro de que
Ruby lo haya conseguido. Volverá a casa los sábados, y ella, Jane, Diana y
yo estaremos juntas de nuevo, como en los viejos tiempos.
Cuando Ana volvió a casa, encontró a Marilla sentada en el escalón del
porche trasero. Acababa de regresar de casa de la señora Lynde.
—Rachel y yo hemos decidido ir mañana a la ciudad —dijo—. El señor
Lynde se siente mejor esta semana y Rachel quiere ir antes de que tenga
otra recaída.
—Trataré de levantarme más temprano que de costumbre, porque tengo
mucho que hacer —dijo Ana virtuosamente—. Primero, voy a pasar las
plumas de mi viejo colchón al nuevo. Debí haberlo hecho hace tiempo pero
he ido posponiéndolo. ¡Es una tarea tan poco agradecida! Es una mala
costumbre dejar las tareas desagradables para otro día, y no volveré a obrar
así. De lo contrario, no podré decir con tranquilidad a mis alumnos que no
deben hacerlo. Sería una contradicción. Luego, quiero hacer un pastel para
el señor Harrison y terminar mi informe sobre jardines para la Asociación
de Mejora, y escribir a Stella y lavar y almidonar mi vestido de muselina y
confeccionarle a Dora el delantal nuevo.
—No harás ni la mitad —dijo Marilla con pesimismo—. Siempre que me
he propuesto hacer muchas cosas, ha sucedido algo que me lo ha impedido.
Capítulo 20
Cosas que ocurren a menudo

A na se levantó al alba a la mañana siguiente y saludó alegremente al


fresco día, justo cuando las franjas del sol atravesaban el cielo perlado.
Tejas Verdes estaba en un charco de sol, salpicado con las danzarinas
sombras del sauce y de los chopos. Al otro lado del sendero, se extendía el
trigal del señor Harrison, una gran extensión de pálido oro agitada por el
viento. El mundo era tan hermoso que Ana pasó diez maravillosos minutos
junto a la verja del jardín sin hacer nada empapándose de su belleza.
Después del desayuno, Marilla se preparó para el viaje. Dora iba a
acompañarla, algo que le había prometido tiempo atrás.
—Davy, sé bueno y no molestes a Ana —lo reprendió—. Si te portas
bien, te traeré una piruleta rayada de la ciudad.
¡Ay, Marilla había caído en la mala costumbre de sobornar a la gente para
que se comportara bien!
—No seré malo a propósito —dijo el niño—. Pero ¿y si soy malo
accidentalmente?
—Tendrás que evitar los accidentes —lo advirtió Marilla—. Ana, si viene
el señor Shearer, cómprale un buen trozo de asado y filete. Si no tiene,
tendrás que matar un pollo para el almuerzo de mañana.
Ana asintió.
—No voy a cocinar nada para Davy y para mí hoy —dijo—.
Almorzaremos jamón frío y tendré un filete listo para cuando regrese esta
noche.
—Esta mañana tengo que ayudar al señor Harrison a recoger algas rojas
—anunció Davy—. Me lo pidió y sospecho que me invitará a almorzar. El
señor Harrison es un hombre muy amable. Es muy sociable. Espero, cuando
crezca, ser como él. Me refiero a portarme como él… no a tener su
apariencia. Aunque me parece que no tengo nada que temer, porque la
señora Lynde dice que soy un niño muy guapo. ¿Te parece que eso durará,
Ana? Necesito saberlo.
—Me atrevo a decir que sí —respondió Ana con seriedad—. Eres un
niño guapo, Davy —Marilla mostró claramente su desaprobación—, pero
debes estar a la altura y ser tan bueno y caballeroso como aparentas.
—Y el otro día que encontraste a Minnie May Barry llorando porque
alguien le había dicho que era fea, le dijiste que si era buena, gentil y
amable, a nadie le iba a importar su apariencia —dijo Davy descontento—.
Me parece que en este mundo no hay manera de escaparse a eso de ser
bueno. Hay que portarse bien.
—¿Tú no quieres ser bueno? —preguntó Marilla que, aunque había
aprendido mucho, aún no sabía lo fútil de hacer tales preguntas.
—Sí, quiero ser bueno, pero no demasiado —respondió Davy con cautela
—. Para ser director de la catequesis no es necesario ser demasiado bueno.
El señor Bell lo es y es un hombre realmente malo.
—Nada de eso —dijo Marilla indignada.
—Lo es, lo dice él mismo —afirmó Davy—. Lo dijo cuando rezó el
domingo en la catequesis. Dijo que era un vil gusano, un miserable pecador
y culpable de la iniquidad más grande. ¿Por qué es tan malo, Marilla?
¿Mató a alguien? ¿O robó la colecta? Necesito saberlo.
Afortunadamente, en aquel momento apareció la señora Lynde con el
carro y Marilla partió con la sensación de haber escapado como una presa
de su cazador y deseó devotamente que el señor Bell no fuera tan figurativo
en sus oraciones públicas, especialmente ante el auditorio de muchachitos
que siempre «necesitan saber».
Ana, sola en todo su esplendor, trabajó a conciencia. Barrió el piso, hizo
las camas, dio de comer a las aves, lavó el vestido de muselina y lo puso a
secar. Entonces se preparó para el cambio de plumas. Fue a la buhardilla y
se puso el primer vestido viejo que encontró, un vestido de cachemira que
llevaba cuando tenía catorce años. Era decididamente corto y tan ridículo
como aquel que vistió en la memorable ocasión de su presentación en Tejas
Verdes. Pero, por lo menos, las plumas no lo echarían a perder. Ana terminó
de vestirse atándose a la cabeza un pañuelo de lunares blanco y rojo que
había pertenecido a Matthew y, ataviada de tal modo, se dirigió hacia la
estancia adyacente a la cocina, donde Marilla, antes de partir, la había
ayudado a trasladar el colchón de plumas.
Colgado junto a la ventana había un espejo roto y, en un momento
inoportuno, allí se miró Ana. En su nariz estaban las siete pecas, más
rampantes que nunca, o al menos, así lo parecían a la deslumbrante luz que
entraba por la ventana.
«Oh, anoche olvidé frotarme con esa loción —pensó—. Será mejor que
corra a la despensa y lo haga ahora».
Ana ya había sufrido alguna contrariedad por tratar de hacer desaparecer
las pecas. En una ocasión, cambió toda la piel de su nariz, pero las pecas
permanecieron. Pocos días antes, había encontrado una receta contra las
pecas en una revista y, como los ingredientes se hallaban al alcance de su
mano, la preparó enseguida, ante el disgusto de Marilla, quien pensaba que
si la Providencia le obsequiaba a una con pecas, era deber ineludible
dejarlas.
Ana bajó a la despensa que, siempre oscura por el gran sauce que crecía
junto a la ventana, estaba ahora casi sin luz debido a la cortina contra las
moscas. Tomó la botella que contenía la loción y se untó la nariz con una
esponja. Una vez realizado ese importante deber, retornó a su labor. Alguien
que haya cambiado plumas de un colchón a otro sabrá que, cuando Ana
terminó, era digna de ver. Su vestido estaba blanco por los plumones, y el
cabello que sobresalía del pañuelo se hallaba adornado por un verdadero
halo de plumas. En aquel preciso momento sonó un golpe en la puerta de la
cocina.
«Debe de ser el señor Shearer —pensó Ana—. Aunque mi aspecto es
horrible, debo ir, porque siempre tiene prisa».
Ana salió corriendo hacia la puerta de la cocina. Y el suelo debería haber
sido lo suficientemente caritativo como para tragarse a aquella emplumada
damisela de Tejas Verdes. En la puerta se hallaba Priscilla Grant, magnífica
y hermosa en un vestido de seda; una dama bajita y rolliza con un traje de
tweed y cabellos grises, y otra dama, alta, majestuosa, ataviada
maravillosamente, con una cara hermosa y grandes ojos violeta, que
produjo a Ana la «sensación instintiva» (como hubiera dicho en sus años
primeros) de que era la señora Charlotte E. Morgan.
En aquel instante embarazoso, una idea sobresalió entre la confusión de
la mente de Ana y a ella se aferró: todas las heroínas de la señora Morgan se
destacaban por «hacer frente a la situación». Fueran cuales fuesen sus
preocupaciones, se enfrentaban a la situación y mostraban su superioridad
sobre todos los males del tiempo, espacio y cantidad. Por lo tanto, Ana
sintió que era su deber hacer frente a la situación y así lo hizo, tan
perfectamente que Priscilla declaró más tarde que nunca había admirado
más a Ana Shirley que en aquel momento. No importa cuáles fueran sus
pensamientos; no los demostró. Saludó a Priscilla y la presentación de
acompañantes se desarrolló con tanta calma y compostura como si se
hallara vestida con sus mejores galas. En realidad, se sorprendió al saber
que aquella dama que había creído que era la señora Morgan no lo era, sino
una desconocida señora Pendexter, mientras que la robusta y pequeña mujer
de cabellos grises sí era la señora Morgan. Pero aquella sorpresa se esfumó
ante la situación. Ana condujo a las huéspedes tranquilamente hacia el salón
y fue a ayudar a Priscilla a desenganchar el caballo.
—Es terrible haber llegado así, tan inesperadamente —se disculpó
Priscilla—, pero hasta anoche no supe que veníamos. Tía Charlotte se va el
lunes y había prometido pasar el día de hoy en la ciudad con una amiga.
Pero anoche, su amiga la llamó por teléfono para decirle que no fuera
porque se hallaba en cuarentena por la escarlatina. Así que sugerí que
viniéramos aquí, pues sabía que tenías ganas de conocerla. Pasamos por el
hotel de White Sands y trajimos a la señora Pendexter con nosotros. Es
amiga de mi tía. Su marido es millonario y viven en Nueva York. No
podremos quedarnos mucho tiempo, pues la señora Pendexter debe estar de
regreso a las cinco en el hotel.
Mientras liberaban al caballo de sus arreos, Ana notó que Priscilla la
miraba perpleja.
«No tiene necesidad de mirarme así —pensó Ana con cierto
resentimiento—. Si no sabe qué es traspasar un colchón de plumas, puede
imaginárselo».
Cuando Priscilla hubo entrado a la sala y antes de que Ana pudiera
escapar escaleras arriba para asearse, Diana entró a la cocina. Ana tomó del
brazo a su sorprendida amiga.
—Diana Barry, ¿quién crees que está en ese salón en este mismo
momento? La señora Charlotte E. Morgan… y la esposa de un millonario
de Nueva York… y aquí me tienes a mí, con este aspecto y sin otra cosa que
ofrecer para almorzar que jamón frío.
Para entonces, Ana ya había percibido que Diana la contemplaba
precisamente con la misma perplejidad que Priscilla. Aquello era
demasiado.
—Oh, Diana, no me mires así —imploró—. Al menos tú debes saber que
ni la persona más pulcra del mundo podría cambiar un colchón de plumas
sin ponerse así.
—No… No son… las plumas —dijo Diana—. Es… tu nariz, Ana.
—¿Mi nariz? ¡Oh, Diana, seguro que no le ha pasado nada!
Ana corrió hasta el pequeño espejo del fregadero. Una mirada le reveló la
cruda realidad. ¡Su nariz estaba roja como un tomate!
Ana se sentó en el sofá, completamente vencida.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Diana, dejando que su curiosidad ganara a
los miramientos.
—Creí que la estaba frotando con la loción para las pecas, pero debo
haber usado la tinta para los dibujos de las alfombras de Marilla. ¿Qué voy
a hacer?
—Pásate un poco de agua —respondió Diana.
—Quizá no salga. Primero tiño mis cabellos; luego, la nariz. Marilla me
cortó el pelo entonces, pero ese remedio no será posible en este caso.
Bueno, otro castigo por ser vanidosa, y me lo merezco…, aunque eso no me
consuela mucho. Es como para hacerle creer a uno en la mala suerte,
aunque la señora Lynde diga que no hay tal cosa, porque todo está escrito.
Afortunadamente, el tinte salió con facilidad y Ana, más aliviada, se
dirigió a la buhardilla mientras Diana corría hacia su casa. Al poco rato,
Ana bajó, bien vestida y de buen humor. El vestido de muselina que
esperaba vestir bailaba afuera en la cuerda, de manera que se vio forzada a
contentarse con uno negro. Ya tenía el fuego encendido y el té casi listo
cuando regresó Diana, con su vestido de muselina y sosteniendo una fuente
cubierta entre las manos.
—Mamá te envía esto —dijo, alzando la tapa y presentando un pollo
trinchado ante los ojos agradecidos de Ana.
El pollo fue complementado con pan, excelente mantequilla y queso,
pastel de frutas de Marilla y un plato de ciruelas en almíbar. Un gran jarrón
de flores blancas y rosadas decoraba la mesa. Sin embargo, todo aquello
parecía magro ante el programa que habían preparado semanas atrás para la
señora Morgan.
Las hambrientas huéspedes, sin embargo, no parecieron notar que faltaba
nada y comieron los alimentos con aparente alegría. Al poco rato, las
preocupaciones de Ana se desvanecieron. La apariencia exterior de la
señora Morgan podía ser un poco desilusionante, como se vieron forzadas a
admitir sus más leales admiradoras, pero su conversación resultó magnífica.
Había viajado mucho y era una excelente narradora. Conocía muchas clases
de hombres y mujeres y sus experiencias se cristalizaban en una serie de
frases y sentencias que hacían que sus oyentes creyeran estar escuchando a
uno de sus personajes. Pero bajo su brillantez se podía sentir una fuerte
corriente de verdadera simpatía y bondad, que le ganaba afectos con tanta
facilidad como su brillantez le ganaba devoción. Tampoco monopolizaba la
conversación. Podía hacer hablar a los demás con tanta habilidad y
franqueza como lo hacía ella, y Ana y Diana se encontraron charlando
tranquilamente con su visitante. La señora Pendexter habló poco. Se limitó
a sonreír con sus hermosos ojos y labios, y comió pollo, pastel de frutas y
confituras con tanta gracia y exquisitez que daba la impresión de estar
almorzando mieles y ambrosías. Pero, como le dijo Ana más tarde a Diana,
alguien tan divinamente hermoso como la señora Pendexter no tenía
necesidad de hablar, era suficiente con que mirara.
Después de almorzar, pasearon por el Sendero de los Amantes, por el
Valle de las Violetas y la Vereda de los Abedules, y después cruzaron el
Bosque Embrujado hacia la Burbuja de la Dríada, donde se sentaron y
charlaron durante una deliciosa media hora más. La señora Morgan quiso
saber de dónde provenía el nombre del Bosque Embrujado y se rio hasta
que se le saltaron las lágrimas cuando supo la historia y el dramático relato
de Ana de cierto paseo a través de él a la hora embrujada del crepúsculo.
—Ha sido una fiesta para el espíritu —dijo Ana, una vez que sus
huéspedes se hubieron marchado y se encontraron ella y Diana de nuevo a
solas—. No sé qué he disfrutado más, si escuchar a la señora Morgan o
contemplar a la señora Pendexter. Creo que nos lo hemos pasado mejor que
si hubiésemos sabido que venían y nos hubiéramos preocupado por la
comida. Quédate a merendar, Diana, y así podremos charlar más rato.
—Priscilla dice que la cuñada de la señora Pendexter está casada con un
noble inglés y, sin embargo, se sirvió dos raciones de ciruelas en almíbar —
dijo Diana, como si los dos hechos fueran incompatibles.
—Me atrevo a decir que ni siquiera el noble inglés habría rechazado las
ciruelas de Marilla —contestó Ana con orgullo.
La muchacha no mencionó el incidente con su nariz cuando aquella
noche relató a Marilla los acontecimientos del día. Pero fue a buscar la
botella de loción para las pecas y la vació.
—Jamás volveré a probar ningún tratamiento de belleza —dijo
firmemente resuelta—. Puede que funcionen con las personas prudentes y
reflexivas, pero en alguien tan propenso a cometer errores como yo, me
parece que es tentar a la suerte.
Capítulo 21
La dulce señorita Lavendar

L as clases comenzaron de nuevo y Ana retomó el trabajo con menos


teorías pero mayor experiencia. Tenía varias nuevas incorporaciones a
la clase, alumnos de seis y siete años, que se aventuraban con los ojos
muy abiertos hacia un mundo de maravillas. Entre ellos estaban Davy y
Dora. Davy se sentó junto a Milty Boulter, quien ya llevaba un año yendo a
la escuela y, por lo tanto, era casi un hombre de mundo. Dora ya había
convenido el día anterior sentarse con Lily Sloane, pero como esta última
no fue a la escuela el primer día, Dora tuvo que sentarse temporalmente
junto a Mirabel Cotton, que tenía diez años y parecía a ojos de Dora una de
las «niñas grandes».
—Me parece que la escuela es muy divertida —le dijo Davy a Marilla
nada más llegar a casa—. Dijiste que me iba a costar estar tanto tiempo
sentado y me cuesta…, es casi cierto. Pero puedes mover las piernas debajo
del pupitre y eso ayuda mucho. Es fantástico tener a tantos niños con
quienes jugar. Me siento al lado de Milty Boulter. Es más alto que yo, pero
yo soy más ancho. Es mejor sentarse al final de la clase, pero no podré
hacerlo hasta tener las piernas lo suficientemente largas como para que
lleguen al suelo. Milty hizo un retrato de Ana en su pizarra y era tan
horrible y feo que le advertí que si seguía haciendo dibujos de Ana, iba a
zurrarlo en el recreo. Primero pensé en hacer un retrato suyo con cuernos y
cola, pero me dio miedo herir sus sentimientos, y Ana dice que nunca hay
que hacer eso. Debe de ser terrible tener los sentimientos heridos. Es mejor
dar un golpe a un niño que herir sus sentimientos. Milty dijo que no me
tenía miedo, pero que le cambiaría el nombre para complacerme. Así que
borró el nombre de Ana y escribió «Barbara Shaw». A Milty le cae mal
Barbara porque ella lo llama «niño mono» y una vez le dio unas suaves
palmadas en la cabeza.
Por su parte, Dora anunció con formalidad que le gustaba el colegio. Sin
embargo, se la veía muy tranquila, más que de costumbre. Cuando Marilla
la envió arriba a acostarse, comenzó a llorar.
—Estoy… estoy asustada —sollozó—. No… no quiero ir arriba sola.
—¿Qué se te ha metido ahora en la cabeza? —inquirió Marilla—. Te has
ido a dormir sola todo el verano y jamás has tenido miedo.
Dora continuaba llorando, de modo que Ana la aupó, la abrazó
cariñosamente y dijo:
—Cuéntaselo todo a Ana, cariño. ¿De qué tienes miedo?
—De… del tío de Mirabel Cotton. —Lloriqueó Dora—. Hoy, en la
escuela, Mirabel me lo ha contado todo sobre su familia. Casi todos han
muerto… todos sus abuelos y abuelas y un montón de tíos y tías. Mirabel
dice que tienen la costumbre de morirse. Está muy orgullosa de tener tantos
parientes muertos y me ha explicado cómo se murieron y el aspecto que
tenían en sus ataúdes. Y Mirabel dice que uno de sus tíos fue visto cuando
caminaba alrededor de la casa después de que lo enterraran. Su madre lo
vio. Lo demás me da igual, pero no puedo dejar de pensar en ese tío.
Ana subió con Dora y se sentó a su lado hasta que se quedó dormida. Al
día siguiente, Mirabel Cotton fue abordada durante el recreo y advertida
«suave pero firmemente» de que cuando una tenía la desgracia de tener un
tío que insistía en pasearse por las casas después de haber sido
decentemente enterrado, no era de buen gusto contárselo a una compañera
de menos años. A Mirabel no le gustó que se lo dijeran. Los Cotton no
tenían mucho de qué presumir. ¿Cómo iba a mantener su prestigio entre los
escolares si le prohibían lucirse con el fantasma de la familia?
Septiembre pasó. Un viernes por la tarde, Diana fue a visitarla.
—Hoy he recibido una carta de Ella Kimball, Ana, y quiere que vayamos
a tomar el té mañana por la tarde para presentarnos a su prima Irene Trent,
que vive en la ciudad. Pero mañana no hay ningún caballo libre en casa y tu
poni está débil, de modo que no tenemos con qué ir.
—¿Y por qué no vamos caminando? —sugirió Ana—. Si atravesamos los
bosques de atrás, llegaremos al camino de West Grafton que está cerca de la
casa de los Kimball. El invierno pasado paseé por allí y conozco el camino.
No son más de seis kilómetros y no tendremos que volver caminando,
porque Oliver Kimball seguro que nos trae. Estará encantado de tener una
excusa para visitar a Carne Sloane porque dicen que su padre raramente le
deja usar el caballo.
Acordaron que irían caminando y la tarde siguiente emprendieron la
marcha, yendo por el Sendero de los Amantes hasta la parte de atrás de la
granja de los Cuthbert, donde hallaron una senda que se internaba en el
corazón de hectáreas y más hectáreas de brillantes hayas y bosques de arce,
en medio de una inmensa paz y tranquilidad.
—Es como si el año estuviera arrodillado rezando en una vasta catedral
llena de suaves y coloridas luces. ¿A que sí? —dijo Ana con aire de
ensoñación—. No parece correcto apresurarse por aquí, es una irreverencia,
como si corrieras por una iglesia.
—De cualquier modo debemos darnos prisa —respondió Diana, mirando
su reloj—. Vamos justas de tiempo.
—Bueno, andaré deprisa, pero no me pidas que hable —dijo Ana
aligerando su marcha—. Quiero absorber los encantos del día… que roza
mis labios como si fuera un vaso de vino eterno. Debo degustar un sorbo a
cada paso.
Quizá fuera porque se encontraba tan absorta «bebiendo», Ana dobló
hacia la izquierda al llegar a una encrucijada. Aunque debió haber tomado
el camino de la derecha, más tarde consideró ese error como el más
afortunado de su vida. Finalmente, llegaron a un solitario camino cubierto
de césped completamente rodeado de abedules.
—Pero ¿dónde estamos? —exclamó Diana asombrada—. Este no es el
camino de West Grafton.
—No, es el de Middle Grafton —dijo Ana algo avergonzada—. Debo de
haberme equivocado al tomar el camino. No sé exactamente dónde estamos,
pero debemos hallarnos a unos cuatro kilómetros de la casa de los Kimball.
—Entonces no llegaremos antes de las cinco, porque ya son las cuatro y
media —dijo Diana con una intranquila mirada a su reloj—. Llegaremos
después de que hayan tomado el té y tendrán que tomarse la molestia de
servirlo de nuevo.
—Mejor sería que regresáramos a casa —sugirió Ana humildemente.
Sin embargo, Diana, tras reflexionarlo un instante, resolvió lo contrario.
—No, ya que estamos, debemos seguir y aprovechar la tarde.
Unos metros más adelante, las jóvenes llegaron a un lugar donde el
camino volvía a bifurcarse.
—¿Cuál debemos seguir? —vaciló Diana.
Ana negó con la cabeza.
—No sé, y no podemos exponernos a cometer más equivocaciones. Aquí
hay un sendero que se interna directamente en el bosque. Debe de haber una
casa al otro lado. Vayamos y preguntemos.
—¡Qué camino tan viejo y romántico! —exclamó Diana mientras
recorrían sus vueltas y recovecos. Se extendía bajo viejos y patriarcales
abetos de altísimas ramas que creaban una eterna tiniebla donde no podía
crecer más que musgo. Sobre uno de los lados estaba la tierra parda,
cruzada aquí y allá por rayos de sol. Todo era muy tranquilo y remoto,
como si el mundo y sus problemas estuvieran muy lejos.
—Me siento como si caminara por un bosque encantado —dijo Ana en
voz baja—. ¿Crees que alguna vez hallaremos el camino de vuelta al
mundo, Diana? Me parece que vamos a llegar de un momento a otro a un
palacio con una princesa encantada.
Al dar la vuelta al siguiente recoveco del sendero, se encontraron no con
un castillo, sino con una pequeña casa, casi igual de sorprendente que lo
primero que vio en aquella provincia de granjas de madera tan parecidas y
convencionales. Ana se detuvo asombrada y Diana exclamó:
—¡Oh! Creo que ya sé donde estamos. Esta es la casita de piedra donde
vive la señorita Lavendar Lewis… Creo que la llama La Morada del Eco. A
menudo he oído hablar de ella pero nunca la había visto antes… ¿No te
parece un lugar romántico?
—Es el sitio más maravilloso que he visto o imaginado —dijo Ana,
encantada—. Parece sacado de un libro de cuentos o de un sueño.
La casa era un edificio bajo, construido con bloques de piedra arenisca
roja de la isla, con un pequeño tejado puntiagudo, donde asomaban dos
ventanas con exquisitos frontones de madera y dos grandes chimeneas.
Toda la casa estaba cubierta por una exuberante enredadera que se apoyaba
sobre la ruda obra de sillería y que la escarcha del otoño había tornado de
un hermoso tono bronceado y rojo.
Delante de la casa había un jardín del que partía el sendero donde estaban
detenidas las muchachas. Bordeaba la casa por un lado y los otros tres
estaban rodeados por una vieja pared de piedra, tan cubierta de musgo,
hierbas y helechos, que parecía una inmensa loma verde. A derecha e
izquierda, altos y oscuros abetos extendían sus ramas como palmas sobre él,
pero a sus pies había un pequeño prado reverdecido de tréboles que
descendían suavemente hasta el lago azul del río Grafton. No se veía otra
casa o claro por los alrededores; solo cumbres y valles cubiertos por
jóvenes abetos.
—¿Qué clase de persona será la señorita Lewis? —preguntó Diana,
mientras abrían la puerta del jardín—. Dicen que es muy peculiar.
—Entonces debe ser muy interesante —afirmó Ana decididamente—. La
gente peculiar por lo menos es eso. ¿No te había dicho que llegaríamos a un
palacio encantado? Me parece que los duendes han echado algún que otro
encantamiento en nuestro camino.
—Pero la señorita Lavendar Lewis no tiene nada de princesa encantada.
—Se rio Diana—. Es una anciana… He oído que tiene cuarenta y cinco
años y que es toda gris.
—Oh, eso es solo parte del hechizo —aseguró Ana confidencialmente—.
Su corazón es aún joven y hermoso… y si solo supiéramos cómo conjurar
el encantamiento, volvería a ser radiante y bella. Pero no lo sabemos. Solo
el príncipe lo sabe, y el de la señorita Lavendar no ha llegado aún. Quizá lo
ha detenido algún fatal infortunio… aunque eso está contra las leyes de
todos los cuentos de hadas.
—Me temo que llegó hace mucho tiempo y volvió a irse —dijo Diana—.
Dicen que estuvo comprometida con Stephen Irving, el padre de Paul,
cuando eran jóvenes. Pero discutieron y rompieron.
—¡Silencio! —previno Ana—. La puerta está abierta.
Las jovencitas se detuvieron en la galería bajo la enredadera de hiedra y
llamaron con los nudillos. Hubo ruido de pasos dentro y apareció una
personita singular, una niña de unos catorce años, de rostro pecoso, nariz
chata, una boca tan grande que realmente parecía llegarle «de oreja a
oreja», y dos largas trenzas de cabello rubio atadas con enormes lazos de
cinta azul.
—¿Está la señorita Lewis? —preguntó Diana.
—Sí, señora. Pase, señora… por aquí, señora… y siéntese, señora. Le
diré a la señorita Lavendar que está usted aquí, señora. Está arriba, señora.
Con estas palabras desapareció la pequeña criada y las jóvenes, al quedar
solas, miraron alrededor con ojos encantados. El interior de la maravillosa
casita era tan interesante como su exterior. La habitación era de techo bajo y
tenía dos pequeñas ventanas cuadradas, adornadas con cortinas de muselina
llenas de volantes. Todos los muebles eran muy antiguos, pero tan limpios y
bien conservados, que el efecto resultaba delicioso. Aunque el mueble más
atractivo para aquellas dos saludables muchachas que habían caminado seis
kilómetros en una fresca tarde de otoño era una mesa servida con delicada
porcelana azul pálido y cargada de deliciosos manjares, mientras pequeños
helechos dorados esparcidos sobre el mantel le daban lo que Ana hubiera
llamado «un aire festivo».
—La señorita Lavendar debe tener invitados para la merienda —
murmuró—. Hay servicio para seis personas. ¡Qué criada tan graciosa
tiene! Parece un heraldo del país de los duendes. Supongo que ella podría
habernos indicado el camino, pero tenía curiosidad por ver a la señorita
Lavendar… Chist, allí viene.
Y la señorita Lavendar apareció en la puerta. Las jóvenes se llevaron tal
sorpresa que olvidaron los buenos modales y se quedaron con la boca
abierta. Para sus adentros, habían esperado ver la típica solterona: una
persona angulosa, de estirados cabellos grises y anteojos. No podían haber
imaginado nada más distinto de la señorita Lavendar.
Era una dama pequeña, de espesos cabellos blancos como la nieve,
maravillosamente ondulados y peinados con cuidado. Debajo de ellos
asomaba un rostro juvenil de rosadas mejillas y dulces labios, con grandes
ojos castaños y hoyuelos, verdaderos hoyuelos. Llevaba un exquisito traje
de muselina color crema con rosas pálidas… un vestido que habría parecido
ridículamente juvenil en la mayoría de las mujeres de su edad, pero que le
quedaba tan perfectamente que no podía pensarse en ello.
—Charlotta IV dice que desean verme —dijo con una voz acorde con su
apariencia.
—Queríamos preguntar por el camino a West Grafton —dijo Diana—.
Estamos invitadas a tomar el té en casa de los Kimball, pero equivocamos
el rumbo y en vez de llegar al camino de West Grafton, desembocamos en
el camino lateral. ¿Debíamos doblar hacia la derecha o hacia la izquierda a
la entrada de su camino?
—A la izquierda —respondió la señorita Lavendar con una indecisa
mirada a la mesa del té. Luego exclamó, como si se hubiera resuelto de
pronto—: Pero ¿por qué no se quedan a tomar el té conmigo? Por favor,
quédense. En casa del señor Kimball ya habrán terminado cuando ustedes
lleguen y Charlotta IV y yo estaremos encantadas de tenerlas con nosotras.
Diana miró a Ana en busca de respuesta.
—Nos encantaría —dijo Ana rápidamente, porque había decidido que
quería saber más de la sorpresiva señorita Lavendar—, pero no queremos
causarle molestia alguna. Está esperando otros invitados, ¿verdad?
La señorita Lavendar volvió a mirar la mesa y se sonrojó.
—Sé que les pareceré terriblemente tonta —dijo—. Lo soy y me
avergüenzo cuando me descubren, aunque no si nadie lo hace. No espero a
nadie. Solo lo simulaba; estoy muy sola, ¿saben? Adoro la compañía, es
decir, la verdadera compañía, pero son muy pocas las personas que vienen
hasta aquí. Charlotta IV también estaba sola. De modo que simulé que iba a
dar un té. Cociné, decoré la mesa, puse la porcelana de bodas de mi madre y
me vestí para la ocasión.
Diana secretamente pensó que la señorita Lavendar era tan peculiar como
la pintaban. ¡Una mujer de cuarenta y cinco años jugando a las visitas como
si fuera una niña! Pero Ana, con los ojos brillantes, exclamó gozosa:
—¡Oh! ¿Usted también imagina cosas?
El «también» le reveló a la señorita Lavendar que tenía ante sí un alma
gemela.
—Sí, así es —confesó libremente—. Por supuesto es una tontería en
alguien de mi edad. Pero ¿de qué vale ser una solterona independiente si no
puede ser tonta cuando tiene ganas sin herir los sentimientos de nadie? Una
persona debe tener algunas compensaciones. A veces pienso que no podría
vivir sin la imaginación. No me sorprenden así a menudo y Charlotta IV
nunca dice nada. Pero me alegro que haya ocurrido, porque ustedes han
venido en realidad y yo tengo el té listo. ¿Quieren pasar al cuarto de
huéspedes a dejar sus sombreros? Es esa puerta blanca frente a la escalera.
Debo ir a la cocina a vigilar que Charlotta IV no deje el té mucho rato.
Charlotta IV es una niña muy buena, pero lo deja mucho rato, hasta que
hierve.
La señorita Lavendar corrió a la cocina y las jovencitas subieron al cuarto
de huéspedes, una habitación tan blanca como su puerta, iluminada por la
ventana cubierta de hiedra y con todo el aspecto, como dijo Ana, de ser el
lugar donde nacen los sueños.
—Es toda una aventura, ¿no te parece? —dijo Diana—. Es algo rara,
pero ¿no es dulce la señorita Lavendar? No parece en absoluto una
solterona.
—Creo que parece un sonido musical —respondió Ana.
Cuando bajaron, la dueña de la casa estaba llevando la tetera y detrás de
ella, con aspecto muy complacido, iba Charlotta IV con un plato de
bizcochos calientes.
—Ahora, deben decirme sus nombres —comentó la señorita Lavendar—.
Estoy tan contenta de que sean jóvenes. Adoro a las jóvenes. Es fácil
imaginarme que yo misma soy una muchacha cuando estoy con ellas. Odio
—continuó con una mueca— pensar que soy vieja. Ahora bien, ¿quiénes
son ustedes? ¿Diana Barry y Ana Shirley? ¿Puedo imaginar que las conozco
hace cien años y llamarlas Ana y Diana directamente?
—Puede hacerlo —contestaron las niñas al unísono.
—Entonces sentémonos a comer —dijo la señorita Lavendar alegremente
—. Es una suerte que haya preparado el bizcocho y los buñuelos. Por
supuesto, era una tontería hacerlos para huéspedes imaginarios. Sé que
Charlotta IV lo pensaba; ¿no es así, Charlotta? Pero ya ven qué bien se ha
resuelto todo. Claro que no se iban a desperdiciar, porque Charlotta y yo los
hubiéramos ido comiendo. Pero el bizcocho no es algo que mejore con el
tiempo.
Fue una alegre y memorable merienda y cuando terminaron salieron al
jardín bajo el resplandor de la puesta de sol.
—Pienso que vive en el más maravilloso de los lugares —dijo Diana
mirando en torno de ella admirativamente.
—¿Por qué lo llama La Morada del Eco? —preguntó Ana.
—Charlotta —dijo la señorita Lavendar—, trae el pequeño cuerno de
hojalata que está colgado sobre el estante del reloj.
Charlotta IV salió corriendo y regresó con el cuerno.
—Sopla, Charlotta —le ordenó.
Charlotta sopló y se oyó un sonido algo ronco y estridente. Hubo un
momento de silencio… y luego, desde los bosques, llegó una multitud de
hermosos ecos, dulces, fugaces, argentinos, como si todos los «cuernos de
la región del encanto» estuvieran soplando. Ana y Diana quedaron
maravilladas.
—Ahora ríe, Charlotta. Ríe fuerte.
Charlotta, que probablemente hubiera obedecido a la señorita Lavendar
aunque le hubiera ordenado que se pusiese cabeza abajo, subió al banco de
piedra y se rio con todas sus ganas. El eco lo devolvió, como si una horda
de duendes estuvieran haciendo burlas a su risa en los bosques púrpura y a
lo largo de la orla de abetos.
—La gente siempre ha admirado mi eco —dijo la señorita Lavendar
como si el eco fuera de su propiedad—. Yo lo quiero mucho. Son muy
buena compañía, con un poquito de imaginación. En los calmos atardeceres,
Charlotta IV y yo nos sentamos aquí y nos entretenemos con él. Charlotta,
llévate el cuerno y cuélgalo en su sitio con cuidado.
—¿Por qué la llama Charlotta IV? —preguntó Diana, que se consumía de
curiosidad.
—Solo para no confundirla con todas las otras Charlotta de mis
pensamientos —dijo la señorita Lavendar seriamente—. Todas se parecen
tanto que no puedo distinguirlas. Su nombre no es realmente Charlotta.
Es… déjeme pensar… ¿cómo era? Creo que Leonora… sí, es Leonora.
Verá, la cosa es así, cuando murió mi madre hace diez años, no podía
quedarme aquí sola… y no tenía medios para pagar el sueldo de una criada.
De modo que hice venir a vivir conmigo a Charlotta Bowman a cambio de
casa y comida. Su verdadero nombre era Charlotta: fue Charlotta I. Tenía
trece años y se quedó conmigo hasta los dieciséis. Luego se fue a Boston,
porque allí podría abrirse camino mejor. Entonces vino su hermana a
quedarse aquí. Se llamaba Julietta. Me parece que la señora Bowman tiene
debilidad por los nombres caprichosos, pero era tan parecida a Charlotta
que continué llamándola por este nombre y no se opuso. De manera que
abandoné mis esfuerzos por recordar su verdadero nombre. Fue Charlotta II
y cuando se fue, vino Evelina y fue la III. Ahora tengo a Charlotta IV y
cuando tenga dieciséis años, ahora tiene catorce, se irá también a Boston y
realmente no sé que haré entonces. Charlotta IV es la última de las
hermanas Bowman y la mejor. Las otras Charlotta siempre me demostraron
que consideraban como una tontería el que yo imaginara cosas, pero
Charlotta IV nunca lo hace, no importa lo que piense realmente. No me
importa lo que pueda pensar la gente de mí mientras no me lo haga ver.
—Bueno —dijo Diana mirando pesarosa el sol que se ponía en el
horizonte—, supongo que debemos irnos si queremos llegar a casa del
señor Kimball antes de que oscurezca. Hemos pasado un rato delicioso,
señorita Lewis.
—¿Vendréis a verme otra vez? —rogó esta.
Ana puso su brazo sobre el hombro de la pequeña dama.
—Claro que sí —prometió—, ahora que la hemos descubierto. Sí,
debemos irnos, «debemos arrancarnos de aquí», como dice Paul Irving cada
vez que viene a Tejas Verdes.
—¿Paul Irving? —Hubo una repentina mutación en la voz de la señorita
Lavendar—. ¿Quién es? No sabía que hubiera alguien de ese nombre en
Avonlea.
Ana se sintió molesta por su propia imprudencia. Había olvidado el viejo
romance de la señora Lavendar al nombrar a Paul.
—Es un pequeño alumno mío —explicó pausadamente—. Llegó de
Boston el año pasado a vivir con su abuela, la señora Irving, sobre el
camino de la playa.
—¿Es el hijo de Stephen Irving? —preguntó la señorita Lavendar
inclinándose sobre la franja de flores de lavanda de modo que su rostro
quedó oculto.
—Sí.
—Voy a darles un manojo de lavandas a cada una —dijo la señorita
Lewis alegremente, como si no hubiera oído la respuesta a su pregunta—.
Son muy dulces, ¿no les parece? Mamá siempre las amó. Plantó estos
parterres hace mucho tiempo. Papá me llamó Lavendar porque a él también
le gustaban mucho. Vio a mi madre por primera vez cuando visitó su casa
en East Grafton con mi tío. Se enamoró a primera vista. Le pusieron en el
cuarto de huéspedes; las sábanas estaban perfumadas con lavanda. Y
permaneció despierto toda la noche pensando en ella. Desde entonces papá
siempre amó el perfume de la lavanda. Y por eso me dieron su nombre.
Regresad pronto, queridas. Charlotta IV y yo os estaremos esperando.
Abrió la puertecilla debajo de los abetos y ellas salieron. De repente,
parecía vieja y cansada. El resplandor y brillo de su rostro se había
desvanecido; su sonrisa era tan dulce como siempre, pero cuando las
jóvenes se giraron en la primera curva del sendero, la vieron sentada bajo
los álamos plateados, sobre el viejo banco de piedra en medio del jardín,
con la cabeza entre las manos.
—Parece muy triste —dijo Diana suavemente—. Debemos venir a verla
a menudo.
—Pienso que sus padres le dieron el nombre más apropiado y
conveniente que podían darle —dijo Ana—. Si hubieran sido tan ciegos
como para llamarla Elisabeth o Nellie o Muriel, igual debía llamarse
Lavendar. Ese nombre está lleno de sugerencias de antiguas gracias y trajes
de seda. Ahora mi nombre me suena a pan y manteca, remiendos y tareas
domésticas.
—Oh, yo no pienso así —exclamó Diana—. Ana me parece majestuoso,
como el de una reina. Pero hasta Kerrenhappuch me gustaría si fuera tu
nombre. Creo que la gente hace bonitos o feos a los nombres, según cómo
se comporte. Ahora no puedo soportar los nombres de Josie o Gertie, pero
antes de conocer a los Pye, pensaba que eran nombres bonitos.
—Es una idea espléndida, Diana —dijo Ana entusiasmada—. Vivir para
embellecer el nombre, aunque no sea de por sí hermoso, y hacer que la
gente lo recuerde como algo bello y placentero en lo cual nunca pensarían.
Gracias, Diana…
Capítulo 22
Cabos sueltos

D e modo que merendaste en la casa de piedra con Lavendar Lewis —


dijo Marilla a la mañana siguiente—. ¿Qué aspecto tiene ahora? Hace
más de quince años que no la veo. Desde un domingo en la iglesia de
Grafton. Supongo que ha cambiado mucho. Davy Keith, cuando no llegues
a algo, pídelo y no te estires sobre la mesa. ¿Has visto que Paul Irving haga
eso cuando viene a comer?
—Paul tiene los brazos más largos que yo —gruñó Davy—. Sus brazos
han tenido once años para crecer, y los míos solo siete. Lo he pedido, pero
tú y Ana estabais charlando y no me hicisteis caso. Además, Paul solo ha
venido a tomar el té y es más fácil ser bien educado en el té que en el
desayuno. Se tiene la mitad de hambre. Además, Ana, esa cucharilla es
igual de pequeña que el año pasado y yo soy más grande.
—Desde luego, no sé cuál sería el aspecto de la señorita Lavendar en el
pasado, pero no creo que haya cambiado mucho —dijo Ana, después de dar
a Davy dos cucharadas de miel, doble dosis que de costumbre, para
apaciguarlo—. Su cabello está como la nieve, pero su cara es fresca y casi
infantil y posee unos dulces ojos castaños, de un hermoso tono marrón
boscoso con destellos dorados, y su voz hace pensar en el raso blanco, en el
agua cristalina y en las campanas de las hadas, todo junto.
—Cuando era joven, se la consideraba una belleza —dijo Marilla—.
Nunca la traté mucho, pero me gustaba. Ya entonces, algunos la
consideraban peculiar. Davy, si te descubro otra vez haciendo esas cosas, te
obligaré a esperar a que todos terminen de comer.
La mayoría de las conversaciones que mantenían Ana y Marilla en
presencia de los mellizos estaban salpicadas con estos comentarios a Davy.
En esta ocasión, el pequeño, al no serle posible recoger las últimas gotas de
miel del plato con la cuchara, había solucionado el problema lamiendo el
plato.
Ana lo miró con ojos tan horrorizados que el pequeño pecador enrojeció
y dijo, mitad avergonzado, mitad desafiante:
—Así no malgastamos.
—Quienes son distintos a los demás reciben siempre el calificativo de
peculiares —dijo Ana—. Y la señora Lavendar es distinta, aunque es difícil
señalar dónde reside su diferencia. Quizá esté en que es una de esas
personas que nunca envejecen.
—Uno debe envejecer con su generación —dijo Marilla—. Si no lo
haces, estás fuera de tono. Por lo que se ve, Lavendar se apartó de todo. Ha
vivido en ese lugar alejado hasta que todos la olvidaron. Esa casa de piedra
es una de las más viejas de la isla. El anciano señor Lewis la construyó hace
ochenta años, cuando llegó de Inglaterra. Davy, deja de dar codazos a Dora.
¡Ah, no, te he visto! No necesitas hacerte el inocente. ¿Por qué te portas así
esta mañana?
—Quizá me levanté con mal pie —sugirió Davy—. Milty Boulter dice
que, si eso ocurre, todo va mal durante el día. Su abuela se lo dijo. Pero
¿cuál es el pie correcto? ¿Y qué pasa cuando la cama está contra la pared?
Necesito saberlo.
—Me habría gustado saber qué ocurrió entre Stephen Irving y Lavendar
Lewis —continuó Marilla, ignorando a Davy—. Hace veinticinco años
estaban comprometidos y de pronto, todo se acabó. No sé cuál fue la causa,
pero debió de ser algo terrible, pues él se marchó a los Estados Unidos y ya
no regresó.
—Quizá no fue algo tan terrible después de todo. Creo que, en la vida, las
pequeñas cosas hacen más daño que las grandes —dijo Ana, con uno de
esos relámpagos de sabiduría que la experiencia no puede perfeccionar—.
Marilla, por favor, no le diga a la señora Lynde que he estado con la
señorita Lavendar. Empezará a hacer preguntas y no me va a gustar, y a la
señorita Lavendar, si se entera, tampoco. Estoy segura.
—Me atrevo a decir que a Rachel le gustaría curiosear —admitió Marilla
—, aunque ahora no tiene tanto tiempo como antes para meterse en las
cosas de los demás. Está atada a su casa por culpa de Thomas y empieza a
descorazonarse, pues creo que no hay esperanzas de que mejore. Rachel se
quedará muy sola si algo le pasa a él, con todos sus hijos afincados en el
oeste, excepto Eliza, que está en la ciudad; pero a Rachel no le gusta su
marido.
Los chismes de Marilla atacaron a Eliza, quien estaba en muy buenos
términos con su marido.
—Rachel dice que si se levantara y tuviera voluntad, mejoraría. Pero es
igual que pedirle a un trozo de jalea que se ponga en pie —continuó Marilla
—. Thomas Lynde nunca tuvo voluntad propia. Su madre lo dominó hasta
que se casó, y entonces Rachel se hizo cargo de la tarea. Es extraño que se
atreviera a ponerse enfermo sin permiso. Pero no debería hablar así. Rachel
ha sido una buena esposa. Él nunca habría llegado a nada sin ella, eso es
verdad. Nació para obedecer y fue una suerte que cayera en manos de una
mujer inteligente y capaz como Rachel. A él no le importaba la manera de
ser de su esposa. Siempre le ha ahorrado todas las preocupaciones, hasta la
de tomar decisiones. Davy, deja de retorcerte como una anguila.
—No tengo otra cosa que hacer —protestó Davy—. No puedo comer
más y no es muy divertido veros comer a ti y a Ana.
—Bueno, tú y Dora podéis ir a dar de comer a las aves —dijo Marilla—.
Y no trates de quitarle las plumas de la cola a la gallina blanca.
—Necesitaba algunas plumas para mi tocado indio —contestó Davy—.
Milty Boulter tiene uno muy elegante hecho con las plumas que le dio su
madre cuando mataron la vieja gallina blanca. Podría dejarme que le
arrancara algunas. Esa gallina tiene más de las que necesita.
—Puedes usar el viejo plumero que hay en el desván —dijo Ana—; yo te
las teñiré de verde, rojo y amarillo.
—Estás malcriando al niño —protestó Marilla cuando Davy, con cara
radiante, siguió a la peripuesta Dora.
Aunque la educación de Marilla había hecho grandes progresos durante
los últimos seis años, todavía no se podía librar de la idea de que era malo
para los niños que accedieran muy a menudo a sus deseos.
—Todos los muchachos de su edad tienen tocados indios y Davy quiere
el suyo —dijo Ana—. Y sé lo que se siente. Nunca olvidaré cuánto añoré
las mangas abullonadas cuando todas las chicas las llevaban. Y Davy no
está malcriado. Progresa día a día. Piense cuán diferente es de cuando llegó
hace un año.
—Es cierto que no hace tantas diabluras desde que empezó a ir a la
escuela —reconoció Marilla—. Supongo que la tendencia se diluye con los
otros muchachos. Pero es raro que no tengamos noticias de Richard Keith.
Ni una palabra desde mayo.
—Me dan miedo sus noticias. —Suspiró Ana, mientras recogía los platos
—. Si llega una carta, temeré abrirla, por si nos dice que le enviemos a los
mellizos.
Una carta llegó un mes más tarde. Pero no era de Richard Keith. Un
amigo suyo escribió para decir que había muerto de tisis hacía quince días.
El corresponsal era su albacea y en el testamento figuraba un legado de dos
mil dólares para la señorita Marilla Cuthbert, como albacea de Davy y Dora
Keith, hasta que fueran mayores de edad o hasta que se casaran. Entre tanto,
los intereses debían ser empleados para su manutención.
—Me parece horrible alegrarse por algo relacionado con la muerte —dijo
Ana—. Lo siento por el pobre señor Keith, pero me alegro de que nos
quedemos con los mellizos.
—El dinero nos vendrá bien —dijo la práctica Marilla—. Quería
quedarme con ellos, pero no veía cómo, especialmente cuando crecieran. El
alquiler de la granja no da más que para mantener la casa y estaba decidida
a que no se gastara en ellos un centavo de tu dinero. Ya haces bastante.
Dora no necesitaba ese sombrero nuevo que le compraste. Pero ahora todo
irá bien y ellos tendrán sus propios fondos.
Davy y Dora se alegraron cuando supieron que se quedarían en Tejas
Verdes para siempre. La muerte de un tío a quien no conocían no cambió
mucho las cosas. Pero Dora tenía una duda.
—¿Enterraron al tío Richard? —inquirió.
—Sí, querida, desde luego.
—Él… no… es… como el tío de Mirabel Cotton, ¿a que no? —insistió
aún más agitada—. No andará por la casa después de enterrarlo, ¿verdad,
Ana?
Capítulo 23
El romance de la
señorita Lavendar

C reo que iré hasta La Morada del Eco esta tarde —dijo Ana un viernes
de diciembre después de almorzar.
—Parece que va a nevar —dijo Marilla dubitativamente.
—Estaré allí antes de que empiece y me quedaré a dormir. Diana no
puede ir porque tiene visitas, pero estoy segura de que la señorita Lavendar
me estará esperando. Hace quince días que no voy.
Ana había hecho muchas visitas a La Morada del Eco desde aquel día de
octubre. Algunas veces ella y Diana iban por el camino y otras atravesaban
los bosques. Cuando Diana no podía acompañarla, Ana iba sola. Entre ella
y la señorita Lavendar había surgido una de esas amistades fieles y
fervientes, posibles solo entre una mujer que ha conservado un corazón
fresco y joven y una muchacha cuya imaginación e intuición suplen la falta
de experiencia. Ana por fin había descubierto una verdadera «alma
gemela», mientras que para la solitaria vida de la pequeña dama, Ana y
Diana traían la alegría y regocijo del mundo exterior, en el que la señorita
Lavendar, «olvidada del mundo y por el mundo olvidada», hacía ya mucho
que no participaba. Habían llevado a la pequeña casa de piedra una
atmósfera de juventud y realidad. Charlotta IV siempre las recibía con su
más amplia sonrisa… y las sonrisas de Charlotta eran inmensamente
amplias. Las quería tanto por el bien que hacían a su adorada señora, como
por sí misma. Nunca hubo en la casita de piedra risas y alegrías como las de
aquel hermoso y largo otoño, cuando en pleno noviembre parecía continuar
octubre y hasta aun diciembre imitaba los rayos de sol y las brumas del
verano.
Pero aquel día parecía que el mes de diciembre había recordado que ya
era tiempo de que llegara el invierno, y repentinamente se presentó oscuro y
amenazador, con una quietud que predecía nieve. A pesar de todo, Ana
disfrutó de su paseo a través de la gran masa gris de terrenos cubiertos de
hayas. Aunque iba sola, no sentía la soledad; su imaginación poblaba su
camino de alegres compañeros con quienes mantenía divertidas
conversaciones, más ingeniosas y fascinantes que las de la vida real. En una
reunión «fingida» de espíritus elegidos, cada uno dice justamente lo que
uno quiere que diga; y así da oportunidad a contestarle lo que uno quiere
decir. Con esta invisible compañía, Ana atravesó los bosques y llegó a la
Vereda de los Abedules justo cuando empezaban a caer los primeros copos.
En el primer recodo, encontró a la señorita Lavendar, de pie bajo un
inmenso abeto de espeso ramaje. Llevaba un traje de color rojo vivo y
envolvía su cabeza y los hombros con un mantón de seda gris plata.
—Parece la reina de las hadas del bosque de los abetos —saludó Ana
alegremente.
—Pensé que vendría esta tarde, Ana —dijo la señorita Lavendar
corriendo hacia ella—. Y estoy doblemente contenta, porque Charlotta IV
no está. Su madre está enferma y fue a pasar la noche a su casa. Me hubiera
sentido muy sola si no hubiera venido. Ni los sueños ni los ecos habrían
resultado suficiente compañía. ¡Oh, Ana, qué hermosa es usted! —agregó
repentinamente mirando a la alta y delgada muchachita sonrosada por el
paseo—. ¡Qué hermosa y qué joven! Es delicioso tener diecisiete años, ¿no
es cierto? La envidio —concluyó la señorita Lavendar cándidamente.
—Pero usted tiene diecisiete años en el corazón. —Sonrió Ana.
—No, soy una vieja de mediana edad, que es mucho peor —suspiró—;
algunas veces pretendo que no es así, pero otras me doy cuenta. Y no puedo
reconciliarme con la idea como parece hacerlo la mayoría de las mujeres.
Siento la misma rebelión que el día que descubrí mi primera cana. Ana, no
me mire como si estuviera tratando de comprender. Diecisiete años no
pueden entenderlo. Voy a imaginar que yo también los tengo, y podré
hacerlo, ahora que está aquí y trae la juventud en las manos, como un don.
Vamos a pasar una tarde divertida. Primero el té. ¿Qué quiere comer?
Tendremos cuanto guste. Pensemos en algo rico e indigesto.
Esa noche, ruidos de júbilo y alboroto poblaron la casita de piedra, si
bien es cierto que al cocinar, reír, hacer dulces e «imaginar», la señorita
Lavendar y Ana no se comportaron de acuerdo a su dignidad de solterona
de cuarenta y cinco años la una, y de sosegada maestra de escuela la otra.
Luego se sentaron a descansar sobre la alfombra del comedor iluminado
solo por las suaves llamas y perfumado por las rosas. El viento se había
desatado y suspiraba y se quejaba por los aleros y la nieve golpeaba
suavemente contra las ventanas, como si un centenar de duendes de las
tormentas trataran de entrar.
—¡Estoy tan contenta de que haya venido, Ana! —dijo la señorita
Lavendar acariciándola dulcemente—. Si no estuviera aquí, me sentiría
triste, muy triste, terriblemente triste. Los sueños y las suposiciones están
muy bien de día, a la luz del sol; pero cuando llega la noche y la tormenta,
ya no satisfacen. Entonces se desean cosas reales. Pero usted no puede
comprenderlo. Diecisiete años no lo entienden. A esa edad, los sueños sí
satisfacen, porque uno piensa que las realidades la esperan más adelante.
Cuando tenía sus años, Ana, no pensaba que a los cuarenta y cinco estaría
convertida en una solterona de cabellos blancos con la vida llena nada más
que de sueños.
—Pero usted no es una solterona —dijo Ana sonriendo—. Las solteronas
nacen, no se hacen.
—Algunas nacen solteronas, otras ganan la soltería y otras la reciben a la
fuerza.
—Entonces usted es una de las que la ganaron —se rio Ana—, y lo ha
hecho tan encantadoramente que si todas las solteronas fueran como usted,
creo que se implantaría la moda.
—Siempre me gusta hacer las cosas lo mejor posible —dijo Lavendar—.
Y ya que tuve que ser una solterona, decidí ser una agradable. La gente dice
que soy rara; pero es porque yo sigo mi propio método de solterona, en vez
de copiar los ya establecidos. Ana, ¿alguna vez le han contado algo sobre
Stephen Irving y yo?
—Sí —respondió Ana cándidamente—. He oído que estuvieron
comprometidos.
—Lo estuvimos…, hace veinticinco años… Una eternidad. Y teníamos
que casarnos en primavera. Tenía mi vestido de novia hecho aunque nadie,
excepto mamá y Stephen, lo sabía. Podría decirse que estuvimos
comprometidos casi toda la vida. Cuando Stephen era un niño, su madre lo
trajo aquí una vez que vino a ver a la mía. Y la segunda vez que vino tenía
nueve años y yo seis. Me dijo en el jardín que ya tenía decidido casarse
conmigo cuando creciera. Recuerdo que le dije: «Gracias». Y cuando se fue
le dije a mamá que me había quitado un gran peso de encima, pues ya no
temía llegar a ser solterona. ¡Cómo se rio la pobre!
—¿Y qué sucedió?
—Tuvimos una estúpida disputa, tonta y vulgar. Tan vulgar que ni
siquiera recuerdo cómo empezó; apenas si recuerdo quién tuvo más culpa.
Stephen empezó, pero supongo que yo debí de haberlo provocado con
alguna de mis tonterías. Él tenía uno o dos rivales. Yo era vanidosa y
coqueta, y me gustaba atormentarlo un poquito. Stephen era un hombre
muy sensible. Bueno, nos separamos enfadados. Pero yo pensaba que todo
iba a terminar bien y así habría sido de no regresar tan pronto Stephen. Ana,
querida, lamento confesar… —la señorita Lavendar se detuvo como si fuera
a declarar su predilección por asesinar gente— que soy una persona
terriblemente malhumorada. ¡Oh!, no, no sonría…, es la verdad. Tengo muy
mal humor, y Stephen volvió antes de que yo terminara de calmarme. No
quise escucharlo ni perdonarlo; y él se fue para siempre. Era demasiado
orgulloso para insistir. Y entonces me enfurecí porque no regresaba. Quizá
pude haberlo mandado buscar, pero no podía humillarme hasta ese extremo.
Era tan orgullosa como él. Orgullo y mal genio combinan mal, Ana. Pero
nunca pude querer a otro, ni quise intentarlo. Prefería ser solterona durante
mil años que casarme con alguien que no fuera Stephen Irving. Bueno, todo
esto parece un sueño. Con cuánta simpatía me mira, Ana… con toda la
benevolencia que puede despertar en sus diecisiete años. Pero no se exceda.
Realmente soy muy feliz a pesar de tener destrozado el corazón. Mi corazón
se rompió, como puede romperse un corazón, cuando comprendí que
Stephen Irving no regresaría. Pero Ana, un corazón destrozado en la vida
real, no es la mitad de terrible de lo que dicen en los libros. Se parece
mucho a tener caries en un diente, aunque no sea una comparación muy
romántica. Tiene períodos de dolor y no deja dormir de vez en cuando, pero
permite disfrutar de la vida, de los sueños, de los ecos y de algún dulce
como si no ocurriera nada. Ahora me mira desilusionada. Ya no me
encuentra ni la mitad de interesante que hace cinco minutos, cuando creía
que vivía presa de un trágico recuerdo que ocultaba valientemente con
sonrisas. Esto es lo peor, o lo mejor, de la vida real, Ana. No te deja ser
desgraciada. Se empeña en conformarla, y lo consigue, aun cuando se esté
decidida a ser infeliz y romántica. ¿No es magnífico este dulce? Ya he
comido más de lo que conviene a mi salud, pero no importa; seguiré
comiendo.
Después de un breve silencio la señorita Lavendar dijo de repente:
—Me sorprendió oír hablar del hijo de Stephen el primer día que estuvo
aquí, Ana. Desde entonces, no me había atrevido a nombrárselo, pero
deseaba saberlo todo sobre él. ¿Qué clase de niño es?
—Es la criatura más dulce y encantadora que he conocido, señorita
Lavendar. Y también imagina cosas como usted y yo.
—Me gustaría conocerlo —dijo la señorita Lavendar en voz baja, como
para sus adentros—. Me pregunto si se parecerá algo al pequeño niño de
mis sueños. Mi pequeño niño.
—Si quiere conocer a Paul, puedo traerlo conmigo alguna vez —dijo
Ana.
—Me gustaría, pero no demasiado pronto. Tengo que acostumbrarme a la
idea. Habrá en ello más dolor que alegría, si se parece demasiado a Stephen
o si no se le parece lo suficiente. Puede traérmelo dentro de un mes.
De acuerdo con esto, un mes más tarde, Ana y Paul atravesaron los
bosques rumbo a la casita de piedra y hallaron a la señorita Lavendar en el
sendero. Ella no les esperaba y palideció.
—Así que este es el hijo de Stephen —dijo en voz muy baja, tomando la
mano de Paul y observándolo en toda su hermosura y su niñez, con su
elegante abrigo y la gorra de piel—. Es… es muy parecido a su padre.
—Todos dicen que soy una astilla del viejo tronco —dijo Paul con su
desenvoltura de costumbre.
Ana, que había estado observando la escena, respiró aliviada. Vio que la
señorita Lavendar y Paul se habían «aceptado» mutuamente y que no se
trataban con modales afectados. La señorita Lavendar era una persona muy
sensata a pesar de su romance y de sus sueños, y después de esa pequeña
traición, escondió sus sentimientos y entretuvo a Paul como si este fuera el
hijo de cualquier persona que hubiera ido a visitarla. Pasaron una tarde muy
divertida y comieron manjares que habrían hecho que la anciana señora
Irving se horrorizara por creer que arruinaban para siempre la digestión de
Paul.
—Vuelve a visitarme, querido —dijo la señorita Lavendar estrechándole
la mano para despedirse.
—Si quiere, puede darme un beso —dijo Paul seriamente.
La señorita Lavendar lo hizo.
—¿Cómo sabías que quería hacerlo? —murmuró.
—Porque usted me miraba igual que mamá cuando tenía ganas de
besarme. En general no me gusta. A los muchachos no se les dan besos,
¿sabe? Pero me gusta que usted lo haga. Y por supuesto que vendré a verla
otra vez. Me gustaría que fuera mi amiga, si usted no se opone.
—No, no me opondré —dijo la señorita Lavendar.
A continuación, se volvió y empezó a andar con paso rápido. Sin
embargo, al momento siguiente, estaba tras la ventana, despidiéndolos con
una alegre sonrisa.
—Me gusta la señorita Lavendar —anunció Paul mientras cruzaban los
hayedos—. Me gusta cómo me miraba y su casita de piedra, y también
Charlotta IV. Desearía que la abuela tuviera una Charlotta IV en vez de a
Mary Joe. Estoy seguro de que Charlotta IV no pensaría que estoy mal de la
cabeza cuando le contara lo que pienso sobre las cosas. ¿No ha sido una
merienda fantástica, señorita? La abuela dice que un niño no debe pensar en
qué va a comer, pero no puedo evitarlo cuando tengo mucha hambre. Creo
que la señorita Lavendar no le haría comer caldo a un niño si él no quisiera.
Le dejaría hacer lo que deseara. Aunque, evidentemente —Paul era un niño
justo—, eso no sería muy bueno para él. Pero ¿sabe, señorita? Estaría bien,
para variar.
Capítulo 24
Un profeta en su tierra

U n día de mayo, la agitación reinaba entre los vecinos de Avonlea por


ciertos «Apuntes sobre Avonlea», firmados por un tal «Observador»,
que aparecieron en el Daily Enterprise de Charlottetown. Los rumores
adjudicaban la autoría a Charlie Sloane, en parte porque el tal Charlie había
tenido algún devaneo literario en el pasado y en parte porque dichos
apuntes parecían contener una burla dirigida a Gilbert Blythe. La juventud
de Avonlea persistía en considerar rivales a Gilbert y a Charlie por el
aprecio de cierta damisela de ojos grises y gran imaginación.
Los rumores, como de costumbre, se equivocaban. Gilbert, ayudado e
instigado por Ana, era el autor de aquellos apuntes y había incluido una
crítica a sí mismo para despistar. Solo los dos apuntes siguientes tienen
relación con esta historia:
«Se rumorea que habrá boda en el pueblo para cuando florezcan las
margaritas. Un nuevo y muy respetable ciudadano conducirá al altar a una
de nuestras más populares damas».
«El tío Abe, nuestro bien conocido profeta meteorológico, predice una
violenta tormenta con truenos y relámpagos para la tarde del veintitrés de
mayo, que comenzará a las siete en punto. El área de la tormenta cubrirá la
mayor parte de la provincia. Quienes tengan que viajar dicha tarde, será
mejor que lleven sus paraguas e impermeables».
—Es verdad que tío Abe ha vaticinado una tempestad en algún momento
de esta primavera —dijo Gilbert—, pero ¿crees que el señor Harrison va de
verdad a ver a Isabella Andrews?
—No —respondió Ana riéndose—. Estoy segura de que solo va a jugar
al ajedrez con su padre, aunque la señora Lynde dice que seguro que
Isabella Andrews va a casarse porque está de muy buen humor
últimamente.
El pobre tío Abe se sintió algo indignado por aquellos apuntes. Sospechó
que el «Observador» se estaba burlando de él. Negó rotundamente haber
asignado una fecha en concreto a su tormenta, pero nadie lo creyó.
La vida continuó en Avonlea con la suavidad y tono regular
acostumbrados. Los mejoradores celebraron un Día del Árbol. Cada
mejorador plantó, o hizo que plantaran, cinco árboles ornamentales. Como
la sociedad contaba con cuarenta socios, esto significó un total de
doscientos retoños. La avena temprana reverdecía sobre los campos rojos;
en los huertos, los manzanos extendían sus grandes brazos florecidos y la
Reina de las Nieves se adornó como una novia que espera a su amado. A
Ana le gustaba dormir con las ventanas abiertas para gozar de la fragancia
de los cerezos durante la noche. Lo creía muy poético. Marilla pensaba, en
cambio, que arriesgaba su vida.
—El Día de Acción de Gracias debería celebrarse en primavera —le dijo
Ana a Marilla una tarde, mientras escuchaban el croar de las ranas, sentadas
en los escalones de la galería—. Creo que sería mejor que celebrarlo en
noviembre, cuando todo está muerto o dormido. Entonces es necesario
recordar, para estar agradecida, mientras que en mayo, el agradecimiento es
inevitable, aunque solo sea por la vida. Me siento exactamente como Eva en
el paraíso antes del pecado. La hierba de la hondonada, ¿es verde o dorada?
Creo que en días como este, cuando florecen los capullos y los vientos
soplan con tan loca alegría, la Tierra se parece al paraíso.
Marilla pareció escandalizada y echó una aprensiva mirada, no fuera que
los mellizos estuvieran cerca. En aquel mismo instante, aparecieron por
detrás de la casa.
—¿No huele muy bien esta tarde? —preguntó Davy, oliendo
plácidamente, mientras jugueteaba con un azadón.
Aquella primavera, Marilla, para encauzar la costumbre de Davy de
andar entre el barro y la arcilla, les había dado a este y a Dora un trozo de
jardín para cuidar. Ambos se pusieron a trabajar ansiosamente en su forma
característica. Dora plantó, sembró y regó cuidadosa, sistemática y
desapasionadamente. Como resultado en su parcela ya habían brotado
pequeñas y ordenadas filas de hortalizas. Davy, sin embargo, trabajaba con
más celo que perseverancia; cavaba, abonaba, rastrillaba y trasplantaba con
tanta energía, que sus semillas no tenían oportunidad de crecer.
—¿Cómo va tu jardín, Davy? —preguntó Ana.
—Un poco lento —respondió Davy con un suspiro—. No sé por qué no
crecen mejor las cosas. Milty Boulter dice que debo haber plantado en luna
nueva y por eso no crece. Dice que no se debe sembrar, matar cerdos,
cortarse los cabellos o hacer cualquier otra cosa de importancia en fase
contraria de la luna. ¿Es eso verdad, Ana? Necesito saberlo.
—Quizá si no les sacaras las raíces para ver si crecen «del otro lado», te
iría mejor —comentó Marilla con sarcasmo.
—Solo miré en seis —protestó Davy—. Quería saber si había larvas en
las raíces. Milty dijo que si la culpa no era de la luna, era de las larvas. Pero
solo encontré una. Era grande y gorda. La puse encima de una piedra y la
aplasté. Siento que no hubiera más. Dora plantó al mismo tiempo y su
jardín crece bien. No puede ser la luna —concluyó Davy con tono
reflexivo.
—Marilla, mire ese manzano —dijo Ana—. Es casi humano. Está
alargando sus brazos para alzarse las rosadas faldas y provocar nuestra
admiración.
—Esos manzanos siempre crecen hermosos —dijo Marilla complacida
—. Ese árbol estará cargado este año. Me alegro… Son muy buenas para las
tartas.
Pero ni ella, ni Ana, ni nadie haría tartas con esos frutos aquel año.
Llegó el veintitrés de mayo, un día excepcionalmente caluroso, como
pudieron comprobar más que nadie Ana y su enjambre de alumnos, que
luchaban con las fracciones y la sintaxis en el aula de Avonlea. Antes del
mediodía había soplado una brisa cálida, pero a esa hora se había
transformado en una pesada quietud. A las tres y media, Ana escuchó un
trueno que retumbó en la lejanía. Despachó pronto a sus alumnos, de modo
que los pequeños pudieran llegar a sus casas antes de que se desatara la
tormenta.
Cuando salieron al patio, Ana percibió cierta sombra y oscuridad en el
ambiente, a pesar de que brillaba aún el sol. Annetta Bell agarró
nerviosamente su mano.
—¡Señorita, mire esa nube tan horrible!
Ana miró y lanzó una exclamación. Hacia el noroeste se alzaba un banco
de nubes como no había visto en su vida, que se arremolinaba. Era negro
como el carbón, excepto en los bordes, donde era de un blanco lívido.
Mientras se destacaba sobre el claro cielo azul, había una indescriptible
amenaza en él; de vez en cuando, un relámpago lo atravesaba, seguido por
un salvaje rugido. Estaba tan bajo que casi parecía rozar las cimas de las
colinas.
El señor Harmon Andrews apareció en la colina, con su carro, a toda la
velocidad. Se detuvo frente a la escuela.
—Sospecho que por una vez en su vida, el tío Abe ha acertado —gritó—.
Su tormenta llega un poquito adelantada. ¿Ha visto alguna vez algo igual?
A ver, todos los que vivan cerca de mí, suban, y los que no, corran a la
estafeta de correos si tienen que caminar más de medio kilómetro, y
quédense allí hasta que pase el chaparrón.
Ana cogió a los mellizos y voló colina abajo, por la Vereda de los
Abedules, cruzando el Valle de las Violetas y Willowmere. Llegaron a
tiempo a Tejas Verdes y Marilla, que acababa de encerrar a las aves, se les
unió en la puerta. Mientras entraban en la cocina, la luz pareció
desvanecerse, como ahuyentada por un poderoso bufido. Los nubarrones
cubrieron rápidamente el sol y un crepúsculo adelantado se extendió por el
mundo. Al mismo tiempo, acompañado del estruendo de los truenos y la luz
de los relámpagos, el granizo azotó los campos.
Entre el clamor de la tormenta, llegaban los golpes de las ramas que
azotaban la casa y el ruido de cristales rotos. A los tres minutos, todos los
cristales de las ventanas que daban al oeste y al norte estaban hechos añicos
y el granizo, con pelotas del tamaño de un huevo de paloma, entró por las
aberturas cubriendo el suelo. La tormenta siguió durante tres cuartos de
hora, y quien la vivió no pudo olvidarla. Marilla perdió por una vez su
compostura y se arrodilló junto a su mecedora en un rincón de la cocina,
llorando entre los ensordecedores truenos. Ana, blanca como el papel, había
arrastrado el sofá lejos de la ventana y estaba allí sentada con un mellizo a
cada lado. Davy, al primer estallido, había dicho:
—Ana, Ana, ¿es este el día del Juicio Final? —Y había hundido su cara
en la falda de la muchacha, quedándose así, con el cuerpecito temblando.
Dora, algo pálida pero bastante segura de sí misma, se sentó con su mano
entre las de Ana, silenciosa e inmóvil. Ni siquiera un terremoto hubiera sido
capaz de conmoverla.
Entonces, casi con tanta rapidez como había llegado, la tormenta cesó. El
granizo dejó de caer; el trueno se alejó hacia el este y el sol emergió alegre
y radiante sobre un mundo tan cambiado que parecía absurdo pensar que
solo tres cuartos de hora hubieran podido realizar tal transformación.
Marilla se incorporó, débil y temblorosa, y se dejó caer en la mecedora.
Su cara estaba ojerosa y parecía diez años mayor.
—¿Hemos salido todos con vida? —preguntó solemnemente.
—Creo que sí —fue la alegre respuesta de Davy, bastante recobrado—.
No tuve nada de miedo…, excepto al principio. Llegó tan de repente…
Decidí no pelearme el lunes con Teddy Sloane como había prometido, pero
ahora puede que lo haga. Dime, Dora, ¿tenías miedo?
—Sí, un poco —respondió Dora—; pero apreté la mano de Ana y recé
mucho.
—Bueno, yo hubiera rezado de haberme acordado…, pero ya ves que me
he salvado igual sin hacerlo —añadió en tono triunfal.
Ana dio a Marilla una buena copa de su potente vino casero —de cuya
potencia tenía muy buena noción— y corrió a la puerta para contemplar un
extraño cuadro.
A lo lejos se extendía una blanca alfombra de granizo, alta hasta la
rodilla; bajo los aleros y sobre los escalones, se amontonaban los trozos de
hielo. Cuando, a los tres o cuatro días, se licuaron, pudieron ver los
destrozos que habían producido; todo cuanto brotaba en los campos había
sido destruido. No solo los capullos de los manzanos habían sido
arrancados, sino que grandes ramas aparecían desgajadas, y de los
doscientos árboles plantados por los mejoradores, un buen número estaba
arrancado de raíz o hecho pedazos.
—¿Será posible que este sea el mismo mundo de hace una hora? —
preguntó Ana—. No puede ser que todo haya sido destrozado en tan poco
tiempo.
—Nunca se ha visto nada parecido en Isla del Príncipe Eduardo —dijo
Marilla—, nunca. Recuerdo que cuando era niña hubo una tormenta
terrible, pero no fue como esta. Los daños serán horribles, estoy segura.
—Espero que ninguno de los niños estuviera al aire libre —murmuró
Ana ansiosa.
Más tarde se enteraron de que nada les había ocurrido, ya que los que
debían recorrer una gran distancia hicieron caso del excelente consejo del
señor Andrews y buscaron refugio en la estafeta de correos.
—Ahí viene John Henry Carter —dijo Marilla.
John Henry venía sorteando el granizo con cara de susto.
—¿No ha sido horrible, señorita Cuthbert? El señor Harrison me manda a
ver si están bien.
—Estamos todos vivos —dijo Marilla con una mueca—, y no ha caído
ningún rayo sobre los edificios. Espero que a ustedes les haya ido igual.
—No nos ha ido tan bien, señorita. Nos cayó un rayo en la cocina, bajó
por el desagüe, tiró la jaula de Ginger, abrió un agujero en el piso y fue a
parar al sótano. Sí, señorita.
—¿Se hizo daño Ginger? —murmuró Ana.
—Sí, señorita. Bastante. Murió.
Más tarde, Ana fue a consolar al señor Harrison. Lo encontró sentado
junto a la mesa, acariciando el cuerpo muerto de Ginger con mano
temblorosa.
—El pobre Ginger ya no le dirá más groserías, Ana.
La muchacha nunca se habría imaginado que lloraría por Ginger, pero las
lágrimas acudieron a sus ojos.
—Era toda la compañía que tenía, Ana, y ahora está muerto. Bueno, soy
un viejo tonto por preocuparme tanto. Sé que va a decirme algo consolador
en cuanto termine de hablar. No lo haga. Sería capaz de echarme a llorar
como un niño. ¿No ha sido una tormenta terrible? Creo que la gente ya no
se volverá a reír de las predicciones del tío Abe. Parece como si todas las
tormentas que se pasó profetizando sin que ocurrieran se hubieran
presentado juntas. Y acertó con la fecha. Mire qué destrozos ha hecho aquí.
Saldré a buscar algunos tablones para arreglar el suelo.
Al día siguiente, los habitantes de Avonlea no hicieron otra cosa más que
visitarse y comparar daños. Los caminos estaban intransitables para los
vehículos, de manera que fueron a pie o a caballo. El correo llegó tarde con
las noticias de toda la provincia. Rayos, gente herida y muerta; todo el
sistema telegráfico y telefónico estropeado y todos los terneros que se
hallaban a campo abierto, muertos.
El tío Abe se presentó en la herrería a primera hora y pasó allí todo el día.
Era su momento de triunfo y lo gozó plenamente. Seríamos injustos con él
si dijéramos que se alegraba de que hubiera ocurrido la tormenta; pero ya
que había ocurrido así, le alegraba que su predicción se hubiese cumplido, y
en la fecha exacta. El tío Abe olvidó incluso haber negado dicha fecha. Y
en cuanto a la ligera discrepancia en la hora, eso eran minucias.
Gilbert llegó a Tejas Verdes al atardecer y encontró a Ana y a Marilla
ocupadas clavando unas telas enceradas sobre las ventanas rotas.
—Solo Dios sabe cuándo podremos reemplazar los vidrios —dijo Marilla
—. El señor Barry fue esta tarde a Carmody, pero no se consiguen por nada
del mundo. A las diez no quedaba ni uno en la tienda de Lawson y Blair.
¿Cómo fue la tormenta en White Sands, Gilbert?
—Horrorosa. Nos pilló en el colegio, con todos los niños, y creí que
algunos de ellos enloquecerían de terror. Tres se desmayaron y dos niñas se
pusieron histéricas, mientras Tommy Blewett no hacía otra cosa que gritar
con todas sus ganas.
—Yo solo chillé una vez —dijo Davy orgulloso—. Mi jardín ha quedado
destrozado —continuó con tristeza—. Pero también el de Dora —añadió en
un tono poco fraternal.
Ana llegó corriendo desde su habitación.
—¡Oh, Gilbert!, ¿te has enterado? Un rayo ha caído en la vieja casa de
Levi Boulter y la ha quemado. Creo que soy terriblemente mala al
alegrarme por eso, y más cuando hay tantos daños. El señor Boulter dice
que la Asociación para la Mejora ha causado la tormenta con ese propósito.
—Bueno, una cosa es cierta —dijo Gilbert riendo—. «Observador» ha
acabado por crearle una reputación de profeta meteorológico al tío Abe.
«La tormenta del tío Abe» figurará en la historia local. Es una
extraordinaria coincidencia que ocurriera en el día que elegimos. Siento
ciertos remordimientos, como si la hubiera provocado. Aunque podemos
también regocijarnos por la vieja casa, en vistas de que los nuevos árboles
plantados no van a darnos muchas alegrías. No han quedado ni diez en pie.
—Oh, bueno, volveremos a plantar la primavera próxima —dijo Ana,
filosófica—. Es una de las cosas buenas de este mundo. Siempre podemos
estar seguros de que habrá más primaveras.
Capítulo 25
Escándalo en Avonlea

U na alegre mañana de junio, quince días después de la tormenta del tío


Abe, Ana entró lentamente en el patio de Tejas Verdes procedente del
jardín, llevando dos malogrados tallos de narcisos blancos.
—Mire, Marilla —dijo con tristeza, alzando las flores ante los ojos de
una seria dama con una cofia en la cabeza y un delantal verde de guingán
que entraba en la casa sosteniendo un pollo desplumado—: estos son los
únicos brotes que respetó la tormenta… y aun así, están estropeados.
Cuánto lo siento. Quería llevar flores a la tumba de Matthew. ¡Siempre le
gustaron tanto las azucenas!
—Yo también las echo de menos —admitió Marilla—, pero no es justo
lamentarse por eso cuando han sucedido cosas mucho más terribles. Todas
las cosechas están destruidas, y la fruta, también.
—Pero la gente ha sembrado de nuevo su avena —dijo Ana en tono
alentador—, y el señor Harrison dice que si tenemos un buen verano,
aunque tarde, crecerá bien. Y mis flores están brotando otra vez, pero nada
puede reemplazar las azucenas. Tampoco las tendrá la pobre Hester Gray.
Anoche fui hasta su jardín y no quedaba ninguna. Estoy segura de que las
echará en falta.
—No creo que esté bien que digas estas cosas, Ana. No, definitivamente,
no está bien —dijo Marilla con severidad—. Hace treinta años que Hester
Gray murió y su alma está en el cielo… o eso espero.
—Sí, pero yo creo que todavía ama y recuerda su jardín —objetó Ana—.
Estoy segura de que por muchos años que haya vivido en el cielo, me
gustará mirar y ver que alguien pone flores en mi tumba. Si yo hubiera
tenido aquí un jardín como el de Hester Gray, tardaría más de treinta años,
incluso estando en el cielo, en olvidarlo.
—Bueno, que los mellizos no te oigan decir esas cosas… —fue la
endeble protesta de Marilla mientras entraba con el pollo.
Ana se prendió con horquillas los narcisos entre sus cabellos y se dirigió
a la verja, donde se quedó un rato tomando el radiante sol de aquella
mañana de junio antes de comenzar sus tareas del sábado. El mundo volvía
a crecer con todo su esplendor; la madre naturaleza se estaba esforzando en
restaurar los daños ocasionados por la tormenta y, aunque tardaría un
tiempo, ya se empezaban a apreciar sus maravillas.
—Hoy me gustaría poder holgazanear todo el día —le dijo Ana a un
pajarillo azulado que trinaba sobre la rama de un sauce—, pero una maestra
de escuela que también está educando a un par de mellizos no puede darse
el lujo de holgazanear. ¡Oh, qué dulce es tu canto, pajarito! Expresas mejor
que yo lo que siente mi corazón. Vaya ¿quién viene ahora?
Un carro se aproximaba traqueteando por el sendero. Llevaba dos
personas sentadas delante y un gran baúl detrás. Cuando estuvo más cerca,
Ana identificó al conductor como el hijo del jefe de la estación de Bright
River; pero su compañera era una forastera, una mujer que saltó ágilmente
ante la verja casi antes de que el caballo se detuviera. Era una personita
muy bonita, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta años, pero de
sonrosadas mejillas, brillantes ojos y cabellos negros, coronados por un
magnífico sombrero lleno de flores y plumas. A pesar de haber viajado doce
kilómetros por un camino sucio y polvoriento, presentaba un aspecto tan
limpio como si acabara de salir de su casa.
—¿Es aquí donde vive el señor James A. Harrison? —preguntó
enérgicamente.
—No, el señor Harrison vive más allá —respondió Ana con bastante
extrañeza.
—Bueno, ya me parecía que este lugar estaba muy limpio, demasiado
limpio para que viviera James A., a no ser que haya cambiado mucho desde
que no lo veo —gorjeó la pequeña dama—. ¿Es verdad que James A. va a
casarse con una mujer de este pueblo?
—¡No, oh, no! —gritó Ana, ruborizándose con tal sentimiento de culpa
que la dama la miró inquisitivamente, como si medio sospechara de que
albergaba intenciones matrimoniales respecto al señor Harrison.
—Pero si lo vi en un periódico de la isla… —insistió la bella
desconocida—. Una amiga me envió una copia en la que había señalado la
noticia. Las amigas siempre están tan dispuestas para este tipo de cosas…
El nombre de James A. estaba escrito bajo el de «nuevo ciudadano».
—Oh, eso solo fue una broma —murmuró Ana—. El señor Harrison no
tiene intenciones de casarse con nadie. Puedo asegurárselo.
—Me alegra mucho oírlo —dijo la sonrosada dama volviendo ágilmente
a su sitio en el carro—, porque resulta que ya está casado. Yo soy su esposa.
¡Ah, sí!, sorpréndase todo lo que quiera. Supongo que se las debe haber
estado dando de solterón y que habrá roto corazones a diestro y siniestro.
Pues bien, James A. —levantó el mentón hacia los campos, señalando hacia
la gran casa blanca—: se te ha acabado la diversión. Aquí estoy yo…,
aunque no me habría molestado en venir de no haber pensado que andabas
en algún enredo. Supongo —dijo dirigiéndose a Ana— que el loro sigue tan
indecente como siempre.
—Su loro… se murió… creo —murmuró la pobre Ana, quien en ese
momento no estaba segura ni de su propio nombre.
—¡Se murió! Entonces, todo irá bien —exclamó la dama con júbilo—.
Puedo manejar a James A. si el loro está fuera de juego.
Tras aquella críptica afirmación, prosiguió alegremente su viaje y Ana
voló hacia la puerta de la cocina en busca de Marilla.
—Ana, ¿quién era esa mujer?
—Marilla —dijo Ana con seriedad pero con los ojos fuera de sus órbitas
—, ¿le parece que estoy delirando?
—No más que de costumbre —respondió Marilla sin intención de ser
irónica.
—Bueno, entonces, ¿le parece que estoy despierta?
—Ana, ¿qué tonterías estás diciendo? Te he preguntado quién era esa
mujer.
—Marilla, si no estoy delirando ni dormida… tiene que ser real. De
cualquier modo, jamás habría podido imaginar un sombrero como ese. Dice
que es la esposa del señor Harrison.
Marilla, a su vez, se quedó atónita.
—¡Su esposa! ¡Ana Shirley! Entonces, ¿por qué se ha hecho pasar por un
hombre soltero?
—En realidad, no creo que lo haya hecho —dijo Ana tratando de ser
justa—. Nunca dijo que no estuviera casado. La gente simplemente lo dio
por sentado. ¡Oh, Marilla!, ¿qué dirá de esto la señora Lynde?
Aquella misma tarde se enteraron de lo que tenía que decir la señora
Lynde sobre el tema cuando esta fue a visitarlas. ¡La señora Lynde no
estaba sorprendida! ¡La señora Lynde siempre había esperado algo por el
estilo! ¡La señora Lynde siempre supo que había algo raro en el señor
Harrison!
—¡Pensar que abandonó a su esposa! —exclamó indignada—. Eso es
algo que sucede en los Estados Unidos, pero ¿quién iba a pensar que algo
semejante ocurriría aquí, en Avonlea?
—Pero no sabemos si la abandonó —protestó Ana decidida a creer en la
inocencia de su amigo hasta que se demostrara lo contrario—. No
conocemos los pormenores del asunto.
—Bueno, pronto lo sabremos.Voy a ir para allá ahora misma —dijo la
señora Lynde, que no se había enterado de que en el diccionario existía la
palabra «delicadeza»—. Se supone que yo no sé nada y el señor Harrison
tenía que traerme de Carmody una medicina para Thomas, así que ya tengo
una buena excusa. Descubriré toda la historia y me detendré a contársela
cuando regrese a casa.
La señora Lynde salió disparada hacia lo que Ana pensaba que era la
boca del lobo. Por nada del mundo se habría presentado en casa del señor
Harrison; pero tenía su propia y natural cuota de curiosidad y, secretamente,
se alegraba de que la señora Lynde fuera a desentrañar el misterio. Ella y
Marilla aguardaron llenas de ansiedad el regreso de la buena mujer, pero
esperaron en vano. La señora Lynde no volvió a Tejas Verdes aquella noche.
Davy, al regresar de casa de los Boulter, explicó la razón.
—Me he encontrado con la señora Lynde y una mujer forastera en la
hondonada —comentó—, y vaya, ¡qué manera de hablar! La señora Lynde
me dijo que te dijera que sentía mucho que fuera tan tarde para venir esta
noche. Ana, tengo muchísima hambre. Hemos merendado a las cuatro y
creo que la señora Boulter es realmente tacaña. No nos dio mermelada ni
tarta. Y hasta el pan fue escaso.
—Davy, cuando se va de visita, no hay que criticar lo que se nos da de
comer —dijo Ana con seriedad—. Es de muy mala educación.
—Muy bien. Solo lo pensaré —dijo Davy alegremente—. Dale algo de
cenar a un pobre hombre, Ana.
Ana miró a Marilla, quien la siguió a la despensa y cerró la puerta sin
hacer ruido.
—Puedes ponerle un poco de mermelada en el pan, Ana. Sé cómo sirven
el té en casa de los Boulter.
Davy recibió con un suspiro su rebanada de pan con mermelada.
—Al fin y al cabo, vivimos en un mundo lleno de decepciones —afirmó
—. Milty tiene una gata que sufre ataques, y desde hace tres semanas, tiene
uno todos los días. Milty dice que son muy divertidos. Hoy he ido a
propósito para verla, pero la malvada no ha tenido ninguno y ha estado más
sana que una manzana, aunque Milty y yo la rondamos toda la tarde. Pero
no importa —Davy se iluminó a medida que comía el pan con mermelada
—, quizá pueda verla algún otro día. No creo que haya dejado de tenerlos
así, sin más, si ya estaba acostumbrada a ellos, ¿no es cierto? Esta
mermelada está riquísima.
Para Davy no había penas que la mermelada de ciruelas no pudiera curar.
El domingo llovió tanto que nadie salió de su casa, pero el lunes el caso
Harrison ya había llegado a oídos de todos. La escuela se llenó de
cuchicheos y Davy volvió a casa con muchas noticias.
—Marilla, el señor Harrison tiene una esposa nueva… bueno, no
exactamente nueva, pero Milty dice que han dejado de estar casados por un
tiempo. Yo siempre creí que la gente tenía que seguir casada una vez que
empezaba, pero Milty dice que no, que hay maneras de terminar si uno no
puede aguantarlo. Milty dice que una manera es irse y dejar a la esposa, y
eso es lo que hizo el señor Harrison. Y dice que el señor Harrison abandonó
a la suya porque ella le tiraba cosas… cosas duras… y Arty Sloane dice que
fue porque no lo dejaba fumar; y Ned Clay dice que lo hizo porque ella
siempre estaba regañándolo. Yo no dejaría a mi esposa por cualquiera de
esas cosas. Simplemente golpearía el suelo con el pie y diría: «Señora
Keith, tiene que hacer lo que a mí me gusta, que para eso soy el hombre».
Supongo que con eso se calmaría bastante rápido. Pero Annetta Clay dice
que ella lo dejó a él porque no restregaba sus botas en la puerta, y le parece
bien. Me voy ahora mismo a casa del señor Harrison a ver cómo es ella.
Davy volvió enseguida, algo apesadumbrado.
—La señora Harrison no estaba. Fue a Carmody con la señora Lynde a
comprar papel nuevo para el salón, y el señor Harrison me pidió que
mandara llamar a Ana porque tiene que hablar con ella. Y el suelo está
limpio y el señor Harrison se ha afeitado, aunque ayer no hubo sermón.
Ana encontró desconocida la cocina del señor Harrison. El suelo estaba
escrupulosamente limpio, lo mismo que cada uno de los muebles de la
habitación; la encimera estaba tan pulida que uno podía verse reflejado en
ella; las paredes habían sido blanqueadas y los vidrios de la ventana
brillaban bajo los rayos del sol. Junto a la mesa se encontraba sentado el
señor Harrison con su ropa de trabajo, que el viernes presentaba varios
jirones, pero que ahora estaba cuidadosamente remendada y lavada. Su
rostro estaba bien afeitado y se había peinado cuidadosamente el poco
cabello que le quedaba.
—Siéntate, Ana, siéntate —dijo el señor Harrison en un tono dos grados
más bajo que el que usaba la gente de Avonlea en los funerales—. Emily
fue a Carmody con Rachel Lynde. Ya han firmado una amistad eterna.
Bueno, Ana, mi tranquilidad ha terminado, ha terminado por completo.
Supongo que de hoy en adelante, solo me esperan la limpieza y la pulcritud.
El señor Harrison hizo lo posible por parecer pesaroso, pero el brillo de
sus ojos desmentía su tono.
—Señor Harrison, ¡usted se alegra de que haya vuelto su esposa! —
exclamó Ana sacudiendo su dedo ante él—. No necesita fingir lo contrario,
porque puedo verlo perfectamente.
El señor Harrison cedió con una tímida sonrisa.
—Bueno, bueno, me estoy acostumbrando —concedió—. No puedo decir
que siento ver a Emily. En realidad, un hombre necesita algún tipo de
protección en una comunidad como esta, donde uno no puede jugar a las
damas con un vecino sin que se diga que quiere casarse con la hermana de
este y lo publiquen los diarios.
—De no haberse hecho pasar por soltero, nadie habría supuesto que iba
para ver a Isabella Andrews —dijo Ana con seriedad.
—Nunca me hice pasar por soltero. Si alguno me hubiera preguntado si
estaba casado, habría contestado que sí. Pero dieron las cosas por sentadas.
Yo no tenía muchas ganas de hablar del asunto… Me resultaba muy penoso.
La señora Lynde habría tenido un buen chisme de haberse sabido que mi
esposa me había abandonado, ¿verdad?
—Pero hay quien dice que usted la dejó a ella.
—Fue ella la que empezó, Ana, fue ella. Voy a contarte toda la historia,
porque no quiero que pienses mal de mí, al menos, no tanto como me
merezco… ni siquiera por Emily. Pero salgamos al porche. Todo está tan
limpio aquí dentro que echo de menos mi hogar. Supongo que me
acostumbraré, pero, de momento, me consuela mirar el patio. Emily todavía
no ha tenido tiempo de limpiarlo.
Cuando estuvieron cómodamente sentados en el porche, el señor
Harrison comenzó la historia de sus infortunios.
—Antes de venir a Avonlea, Ana, yo vivía en Scottsford, New
Brunswick. Mi hermana atendía mi casa y lo hacía muy bien; era
razonablemente limpia y me dejaba solo y, como dice Emily, me malcriaba.
Pero falleció hace tres años. Antes de morir, preocupada por mi futuro, me
hizo prometerle que me casaría. Me aconsejó que lo hiciera con Emily
Scott, porque tenía dinero y era una perfecta ama de casa. Yo dije: «Emily
Scott no querrá», y mi hermana contestó: «Pregúntale y verás», y solo por
tranquilizarla, le dije que lo haría… y lo hice. Y Emily aceptó. Nunca me
sorprendí más en mi vida, Ana; una inteligente y linda mujercita como ella
y un viejo como yo. Te aseguro que al principio creí que tenía suerte.
Bueno, nos casamos, pasamos quince días en St. John de luna de miel y
luego fuimos a casa. Llegamos a las diez y te doy mi palabra, Ana, de que a
la media hora esa mujer estaba limpiando la casa. ¡Oh!, sé que estás
pensando que seguramente mi casa lo necesitaba. Tienes un rostro muy
expresivo, Ana; tus pensamientos se reflejan en él…, pero la verdad es que
no estaba tan sucia. Admito que todo estaba muy revuelto mientras era
soltero, pero antes de casarme había contratado a una mujer para hacer la
limpieza, y había hecho reparar y pintar varias cosas. Te aseguro que si
llevara a Emily a un flamante palacio de mármol blanco, se pondría ropa de
faena y empezaría a fregar. Bueno, estuvo limpiando la casa hasta la una, y
a las cuatro se levantó y comenzó otra vez. Así continuó, hasta que
comprendí que nunca terminaría. Se pasaba el tiempo barriendo, limpiando
y fregándolo todo, con excepción de los domingos, día que pasaba
suspirando por que llegara el lunes, para volver a empezar. Esa era su
manera de divertirse y yo mismo podía haberme reconciliado con ella si me
hubiera dejado en paz. Pero no lo hizo. Había decidido hacerme cambiar,
pero yo ya no era joven. No me permitía entrar en casa a menos que me
cambiara los zapatos por zapatillas en la puerta. No podía fumar mi pipa
por nada del mundo, a no ser que fuera en el establo. Y mi lenguaje no era
lo suficientemente correcto. Emily fue maestra de escuela en su juventud y
nunca lo olvidó. Luego, odiaba verme comer con el cuchillo. Bueno, así era
todo. Pero para ser sincero, Ana, supongo que yo era algo cascarrabias. No
traté de mejorar tal como podría haberlo hecho. Simplemente, me ponía de
mal humor y descortés cuando ella me hacía ver mis faltas. Un día le dije
que no se había quejado de mi lenguaje cuando le propuse matrimonio. Esto
no está bien. Una mujer perdonaría antes a un hombre que la golpeara que a
uno que le dijera que dejara entrever lo contenta que estaba al haber
atrapado un buen partido. Bueno, nuestros altercados continuaron y no era
muy agradable vivir así, pero hubiéramos terminado por habituarnos uno al
otro de no ser por Ginger. Ginger fue la gota que colmó el vaso. A Emily
no le gustaban los loros y no podía soportar las blasfemias y maldiciones de
Ginger. Yo tenía cariño al bicho en recuerdo de mi hermano, el marino. Era
mi preferido cuando éramos pequeños, y me envió a Ginger cuando se
estaba muriendo. Yo no le veía ningún sentido a preocuparse tanto por sus
maldiciones. No hay nada que odie más que eso en una persona, pero en un
loro, que todo lo que hace es repetir lo que oye sin entenderlo más que lo
que yo entendería el chino, puede perdonarse. Pero Emily no lo
comprendía. Se empeñaba en que Ginger dejara de blasfemar, obteniendo el
mismo éxito que cuando trataba de cambiar mi lenguaje. Parecía que cuanto
más se afanaba, peor lo hacía Ginger, y también yo.
»Bueno, así continuaron las cosas, irritándose cada vez más hasta que
llegó el momento en que la gota colmó el vaso. Emily invitó a tomar el té a
nuestro reverendo y a su esposa y a otro reverendo con su esposa que
estaban de visita. Prometí poner a Ginger en un lugar seguro, donde nadie
pudiera oírlo. Emily no tocaba su jaula ni con una vara de tres metros de
largo. Y de verdad que tenía intención de hacerlo, porque no quería que los
ministros oyeran cosas inconvenientes en mi casa. Pero me olvidé. Emily
me despistó con sus recomendaciones sobre cuellos limpios y lenguaje, y ni
me acordé del pobre pájaro hasta que nos sentamos a tomar el té. Justo en el
instante en que el reverendo número uno bendecía la mesa, Ginger, que se
hallaba en el porche al que daba la ventana del comedor, se dejó oír. Había
visto un pavo en el corral, y la visión de un pavo siempre le provocaba una
mala reacción. Y aquella vez se superó. Puedes sonreír, Ana, no voy a
negarte que yo también lo he hecho varias veces desde entonces, pero en
aquel momento me sentí casi tan mortificado como Emily. Salí y llevé a
Ginger al granero. No puedo decir que disfrutara de aquella comida. Por la
expresión de Emily, sabía que se avecinaban grandes trastornos para Ginger
y para James A. Cuando las visitas se fueron, salí para el campo de pastoreo
y en el camino medité algo. Sentía pena por Emily y sospechaba que no
había pensado en ella tanto como debía, y además, cavilaba si los
reverendos pensarían que Ginger había aprendido su vocabulario de mí. Tal
como estaban las cosas, decidí que tendría que sacrificar piadosamente a
Ginger y cuando llegué a casa, entré a decírselo a Emily. Esta no estaba,
pero había una carta sobre la mesa…, igual que en las novelas. Me decía
que debía elegir entre ella y Ginger; que regresaba a su casa y que allí
estaría hasta que yo fuera a decirle que me había deshecho del loro.
»Me enfurecí, Ana, y dije que podía quedarse esperando hasta el día del
juicio; y persistí en ello. Embalé sus pertenencias y se las envié. Eso dio
lugar a muchísimas habladurías. Scottsford es casi tan malo como Avonlea
en ese aspecto, y todos se solidarizaron con Emily. Esto me hizo enfurecer
todavía más y comprendí que si no me iba de allí, nunca volvería a vivir en
paz. Terminé por venirme a Isla del Príncipe Eduardo. Había estado aquí de
niño y me había gustado; pero Emily siempre había dicho que nunca viviría
en un lugar donde la gente tuviera miedo a pasear después del atardecer por
si se caían por un acantilado. De manera que, por llevarle la contraria, me
mudé aquí. Y esta es la historia. No había tenido noticias de Emily hasta el
sábado, cuando al volver de mis campos la encontré fregando el suelo y
hallé sobre la mesa la primera comida decente que he probado desde que
me dejó. Me dijo que primero comiera y que después hablaríamos, por lo
que comprendí que Emily había aprendido algunas cosas respecto al modo
de tratar a los hombres. De manera que aquí está, y aquí se quedará porque
Ginger ha desaparecido y la isla es algo más grande de lo que pensaba. Ahí
llega con la señora Lynde. No, no te vayas, Ana. Quédate y conocerás a
Emily. Ya os visteis el sábado. Emily ya me ha preguntado quién es la linda
joven de cabellos rojos de la casa vecina.
La señora Harrison dio a Ana una radiante bienvenida e insistió en que se
quedara a tomar el té.
—James A. me lo ha contado todo sobre usted y me ha hablado de lo
buena que ha sido cocinándole pasteles y otras cosas. Quiero trabar amistad
con todos mis nuevos vecinos lo antes posible. La señora Lynde es una
mujer encantadora, ¿no es cierto? Muy amable.
Cuando Ana regresó a su casa en mitad del dulce crepúsculo de junio, lo
hizo acompañada de la señora Harrison y de las luciérnagas, que ya habían
encendido sus lucecitas en los campos.
—Supongo que James A. le ha contado nuestra historia, Ana —dijo
confidencialmente.
—Sí.
—Entonces no necesito hacerlo yo, pues James A. es todo un caballero y
siempre dice la verdad. La culpa no es toda suya. Ahora puedo verlo. No
llevaba una hora en casa de mamá cuando ya lamentaba mi apresuramiento.
Ahora comprendo que esperaba demasiado de un hombre. Y que era
realmente una tontería darle tanta importancia a su vocabulario. No importa
que un hombre hable mal mientras sea buen trabajador y no ande rondando
por la despensa para ver cuánto azúcar se ha gastado. Siento que James A. y
yo seremos muy felices ahora. Quisiera saber quién es «Observador» para
poder darle las gracias. Tengo una gran deuda de gratitud con él.
Ana guardó su secreto y la señora Harrison nunca supo que su gratitud
había llegado a su destino. Los resultados de aquellos estúpidos «Apuntes»
la habían dejado bastante perpleja: habían reconciliado a un hombre con su
mujer y habían dado reputación a un profeta.
La señora Lynde estaba en la cocina de Tejas Verdes. Le había estado
contando toda la historia a Marilla.
—Bueno, ¿te ha gustado la señora Harrison? —le preguntó a Ana.
—Mucho. Creo que es realmente una espléndida mujercita.
—Exactamente —dijo la señora Rachel con énfasis—. Y como acabo de
decirle a Marilla, creo que por ella todos debemos olvidar las rarezas del
señor Harrison y tratar de hacerla sentir cómoda, sí, señor. Bueno, me voy;
Thomas me estará reclamando. Desde que vino Eliza estoy saliendo un
poco más y creo que estos últimos días está mucho mejor, pero no me gusta
pasar mucho tiempo lejos de él. He oído que Gilbert Blythe ha renunciado a
la escuela de White Sands. Supongo que asistirá a la universidad en otoño
La señora Rachel observó a Ana, pero esta se hallaba inclinada sobre
Davy, quien se había amodorrado en el sillón, y no pudo interpretar su
expresión. Se llevó al pequeño, apoyando su aniñada mejilla contra la rubia
cabecita rizada. Mientras subían la escalera, Davy le rodeó el cuello con un
brazo y le dio un caluroso abrazo y un pegajoso beso.
—Eres muy buena, Ana. Milty Boulter escribió hoy en su pizarra y se lo
enseñó a Jennie Sloane: «La rosa es roja y la violeta, azul. La miel es dulce,
y también lo eres tú». Y eso expresa exactamente mis sentimientos hacia ti,
Ana.
Capítulo 26
En el recodo

T homas Lynde dejó este mundo tan tranquila y discretamente como vino.
Su esposa fue una enfermera tierna, paciente e incansable. A veces,
Rachel había sido un poco dura con su entonces saludable Thomas,
azuzada por su lentitud o docilidad. Sin embargo, cuando enfermó, no hubo
voz más queda, mano más habilidosa y dulce, y vigilia más resignada.
—Has sido una buena esposa, Rachel —dijo él sencillamente un
anochecer, cuando ella estaba sentada a su lado sosteniéndole su mano,
delgada y pálida, entre las suyas—. Una buena esposa. Lamento no dejarte
con más medios, pero los muchachos te cuidarán. Son inteligentes y
capaces, igual que su madre… Una buena madre… una buena esposa.
Entonces se durmió; y la mañana siguiente, justo cuando el alba
empezaba a arrastrarse entre los puntiagudos abetos de la hondonada,
Marilla subió sin hacer ruido a la buhardilla y despertó a Ana.
—Ana, Thomas Lynde se ha ido. El chico que tienen contratado acaba de
avisar. Me voy allí, para estar con Rachel.
Al día siguiente del funeral de Thomas Lynde, Marilla recorría Tejas
Verdes con aire extrañamente preocupado. Ocasionalmente miraba a Ana,
como si fuera a decirle algo, negaba con la cabeza y cerraba la boca.
Después del té, fue a ver a la señora Lynde y a su regreso subió a la
buhardilla, donde Ana se hallaba corrigiendo los deberes de sus alumnos.
—¿Cómo se encuentra esta noche la señora Lynde? —preguntó Ana.
—Está más tranquila y parece más entera —respondió Marilla,
sentándose en la cama de Ana, procedimiento que anunciaba alguna
excitación mental, pues para el código de ética casera de Marilla sentarse en
una cama una vez hecha era una ofensa imperdonable—. Pero está muy
sola. Eliza tuvo que volver hoy a casa. Su hijo no está bien y no podía
quedarse.
—Cuando termine de corregir estos ejercicios, iré a charlar un rato con
ella —dijo Ana—. Tenía pensado estudiar un poco de prosa latina esta
noche, pero puede esperar.
—Supongo que Gilbert irá a la universidad este otoño —dijo Marilla
bruscamente—. ¿Te gustaría ir, Ana?
La muchacha la miró sorprendida.
—Desde luego que sí, Marilla. Pero no es posible.
—Supongo que podemos hacerlo posible. Siempre he creído que debes ir.
Nunca me he sentido cómoda con que lo abandonaras todo por mí.
—Pero, Marilla, no he lamentado ni un día el hecho de haberme quedado
en casa. He sido muy feliz. Oh, estos últimos dos años han sido deliciosos.
—Sí, sé que estás contenta. Pero esa no es la cuestión. Debes continuar
con tus estudios. Has ahorrado bastante para ir un año a Redmond y lo que
saquemos del ganado será suficiente para otro. Y puedes optar a becas.
—Sí, pero no puedo ir, Marilla. Sus ojos están mejor, desde luego, pero
no puedo dejarla sola con los mellizos. Necesitan atención.
—No me quedaré sola con ellos. Eso es lo que quiero discutir contigo.
Esta noche he tenido una larga conversación con Rachel. Se siente
terriblemente mal en ciertos aspectos. Su situación económica no es muy
buena. Parece que hipotecaron la granja hace ocho años para ayudar al
menor de sus hijos a irse al oeste y no han podido pagar más que los
intereses. Y luego, la enfermedad de Thomas costó bastante. Debe vender la
granja y Rachel cree que no le quedará mucho una vez que liquide las
deudas. Dice que deberá irse a vivir con Eliza, y que le rompe el corazón
tener que dejar Avonlea. Una mujer de su edad no se desarraiga con
facilidad. Y mientras me hablaba, Ana, se me ocurrió pedirle que viniera a
vivir aquí, pero creí que debía hablarlo antes contigo. Si Rachel viniera
conmigo, tú podrías ir a la universidad. ¿Qué te parece?
—Me parece… como… si alguien… me hubiera… puesto… la luna en la
mano… y no supiera… qué… hacer… con ella —dijo Ana—. Pero en lo
que se refiere a pedirle a la señora Lynde que venga a vivir aquí, eso es cosa
suya, Marilla. ¿Cree usted… está segura… de que estará a gusto? La señora
Lynde es una buena mujer, pero…
—Pero tiene sus defectos —completó Marilla—. Por supuesto que los
tiene, pero creo que resistiría cosas peores antes de ver a Rachel marcharse
de Avonlea. La echaría mucho de menos. Es la única amiga íntima que
tengo y me sentiría perdida sin ella. Hemos sido vecinas durante cuarenta y
cinco años y nunca hemos tenido una discusión…, aunque faltó poco
cuando te enfadaste con Rachel por llamarte fea y pelirroja. ¿Te acuerdas,
Ana?
—Desde luego que sí —respondió esta tristemente—. La gente no olvida
cosas así. ¡Cómo odié en aquel momento a la pobre señora Rachel!
—¡Y cómo te «disculpaste»! Bueno, eras un caso, Ana. Me sentí muy
perdida y desconcertada contigo. Matthew te comprendió mejor.
—Matthew comprendía todo —dijo Ana en voz baja, como siempre lo
hacía al hablar de él.
—Bueno, creo que podemos hacer algo para que Rachel y yo no
choquemos. Siempre me pareció que la razón de que dos mujeres no se
lleven bien en la misma casa es el hecho de compartir la misma cocina y
cruzarse una en el camino de la otra. Entonces, si Rachel aceptara, tendría
la buhardilla que da al norte como dormitorio y el cuarto de huéspedes
como cocina, porque no necesitamos esa habitación para nada. Podría poner
allí su cocina y todos los muebles que quisiera y vivir cómoda e
independientemente. Tendrá bastante con qué vivir, por supuesto. Sus hijos
se encargarán de eso, de manera que todo cuanto le daré será alojamiento.
Sí, Ana, en lo que a mí respecta, me gusta.
—Entonces, pregúnteselo —dijo Ana con presteza—. Yo también me
entristecería si la señora Lynde se marchara.
—Y si acepta —continuó Marilla—, puedes ir a la universidad. Me hará
compañía y puede hacer por los mellizos tanto como yo, de modo que no
hay motivo para que te quedes.
Aquella noche, Ana reflexionó sobre el asunto frente a su ventana. En su
corazón luchaban la alegría y el dolor. Por fin había llegado, de pronto, al
recodo del camino y tras él estaba la universidad, con cien arcoíris de
esperanzas y visiones de futuro. Pero Ana comprendió también que si
seguía ese camino, debía dejar atrás muchas cosas dulces…, todos aquellos
sencillos deberes e intereses que tanto había amado en los últimos dos años
y que había glorificado hasta la belleza y delicia gracias al entusiasmo que
en ellos ponía. Debía abandonar su escuela, y quería a cada uno de sus
discípulos, hasta a los tontos y malos. Solo con pensar en Paul Irving hacía
que se planteara si Redmond valía la pena al fin y al cabo.
—Durante estos últimos dos años he echado mis pequeñas raíces —le
dijo Ana a la luna— y cuando las arranque, me dolerán un poco. Pero es
mejor irse y, como dice Marilla, no hay razón para no hacerlo. Debo sacar a
la luz mis ambiciones y quitarles el polvo.
Ana envió su renuncia al día siguiente y la señora Rachel, tras una
sincera conversación con Marilla, aceptó vivir en Tejas Verdes. Sin
embargo, decidió permanecer en su casa durante el verano; la granja no
había de venderse hasta el otoño y quería arreglar unas cuantas cosas antes.
—Nunca había pensado en vivir tan lejos del camino —suspiró la señora
Rachel para sus adentros—, aunque, en realidad, Tejas Verdes no parece tan
alejado del mundo como antes. Ana acompaña mucho y los mellizos
animan el ambiente. Y, por otra parte, sería capaz de vivir en el fondo de un
pozo antes de dejar Avonlea.
Estas dos decisiones, al hacerse públicas, contrarrestaron los rumores
creados por la llegada de la señora Harrison. Muchos vacilaron ante la
decisión de Marilla. La opinión general era que no podrían vivir juntas.
Ambas eran demasiado «aficionadas a ir a la suya» y se hicieron terribles
predicciones, aunque ninguna llegó a afectar a las partes en cuestión.
Habían llegado a un mutuo y claro entendimiento de sus respectivos
derechos y deberes en el nuevo acuerdo y tenían intención de cumplirlos.
—Yo no me meteré contigo ni tú conmigo —dijo la señora Rachel con
decisión—. Y en lo que respecta a los mellizos, haré con gusto cuanto
pueda por ellos. Eso sí, no me haré cargo de dar respuesta a las preguntas de
Davy, no, señor. No soy una enciclopedia ambulante. En eso echaremos de
menos a Ana.
—Algunas veces, las respuestas de ella son tan extrañas como las
preguntas de Davy —respondió secamente Marilla—. No cabe duda de que
los mellizos la echarán de menos, pero no puede sacrificar su futuro por las
ansias de conocimiento de Davy. Cuando haga preguntas que no pueda
contestar, le diré que los niños, oír y callar. Así me educaron a mí y creo
que es un método tan bueno como todas esas ideas tan de moda.
—Bueno, los métodos de Ana parecen haber dado bastante buen
resultado con Davy —dijo la señora Rachel sonriendo—. Es un niño
distinto, sí señor.
—No es mal chico —concedió Marilla—. Nunca esperé encariñarme
tanto con estos niños. Davy tiene una forma de hacerse querer. Y Dora es
una niña encantadora, aunque es… un poco… bueno, un poco…
—¿Aburrida? Exacto —completó la señora Rachel—. Como un libro con
todas las páginas iguales, eso es. Dora será una mujer buena y digna de
confianza, pero nunca se comerá el mundo. Bueno, siempre es bueno tener
gente así cerca, aunque no sean tan interesantes como los demás.
Gilbert Blythe fue probablemente la única persona que se alegró por la
renuncia de Ana. Sus alumnos lo consideraron como una catástrofe.
Annetta Bell llegó histérica a su casa. Anthony Pye dio vía libre a sus
sentimientos en dos riñas innecesarias con otros compañeros. Barbara Shaw
lloró toda la noche. Paul Irving dijo desafiante a su abuela que no pensaba
probar el caldo en una semana.
—No puedo hacerlo, abuela —dijo—. En realidad, no sé si podré comer
cosa alguna. Siento un horrible nudo en la garganta. Si James Donell no
hubiese estado conmigo, me habría puesto a llorar. Creo que lloraré después
de acostarme. Mañana no se me notará en los ojos, ¿verdad? Seguro que me
alivia. Pero, de todos modos, no puedo comer caldo. Necesitaré toda mi
fuerza de voluntad para resistir esto, abuelita, y no me quedará nada para
luchar contra el caldo. ¡Oh, abuelita, no sé que voy a hacer cuando se vaya
mi querida maestra! Milty Boulter apuesta a que Jane Andrews se hará
cargo del colegio. Supongo que es muy buena, pero sé que no comprenderá
las cosas como la señorita Shirley.
Diana también se lo tomó con cierto pesimismo.
—Estaré terriblemente sola el próximo invierno —se quejó un anochecer.
La luz de la luna penetraba en la habitación de Ana entre las ramas del
cerezo y la llenaba con un brillo suave y ensoñador en el que las dos
muchachas hablaban, Ana en su mecedora baja junto a la ventana, y Diana
tumbada de costado sobre la cama—. Tú y Gilbert os habréis ido y los
Allan, también. Llamaron al señor Allan de Charlottetown y seguro que
aceptará. Es terrible. Supongo que el puesto quedará vacante todo el
invierno y nos tocará soportar una larga lista de candidatos, la mitad de los
cuales no servirá para nada.
—Espero que no hagan venir al señor Baxter de East Grafton —dijo Ana
decidida—. Quiere esta parroquia, pero sus sermones son tan lúgubres… El
señor Bell dice que es un ministro de la vieja escuela, pero la señora Lynde
insiste en que lo único que tiene es indigestión. Parece que su mujer no es
muy buena cocinera y la señora Lynde dice que cuando un hombre come
pan duro cada dos por tres, su teología tiene muchas probabilidades de
fallar por algún lado. La señora Allan lamenta mucho irse. Dice que todos
se han portado muy bien con ella desde que llegó aquí como recién casada y
que siente como si abandonara a amigos de toda la vida. Además, deja atrás
la tumba del bebé. Dice que no sabe cómo podrá irse y dejarla; era tan
pequeño, solo tenía tres meses y teme que eche de menos a su madre,
aunque por nada del mundo se lo diría a su marido. Dice que casi todas las
noches ha ido al camposanto a cantarle una canción de cuna. Me lo contó
ayer por la tarde, mientras yo dejaba unas de esas rosas silvestres sobre la
tumba de Matthew. Le prometí que mientras estuviera en Avonlea, pondría
flores en la tumba del bebé y que cuando me fuera estaba segura de que…
—Yo lo haré —finalizó Diana—. Desde luego que sí. Y también las
pondré, en tu nombre, en la tumba de Matthew.
—¡Oh, gracias! Tenía pensado pedírtelo. Y también en la de la pequeña
Hester Gray. Por favor, no te olvides de ella. ¿Sabes?, he pensado y soñado
tanto con Hester Gray que se me ha hecho extrañamente real. Pienso en
ella, en su pequeño jardín, en ese rincón frío, verde y tranquilo y tengo la
sensación de que si pudiera deslizarme allí uno de estos atardeceres de
primavera, justo en el instante que separa la luz de las sombras, y subir por
la colina de los abetos muy sigilosamente, para que mis pisadas no la
pudieran asustar, encontraría el jardín tal como era, con sus lirios y sus
rosas tempranas, con la casita cubierta por las hojas del parral. Y la pequeña
Hester Gray estaría allí, con su dulce mirada y oscura cabellera ondeando al
viento, vagabundeando, acariciando los lirios con la punta de los dedos y
murmurando secretos a las rosas. Y entraría poco a poco, y extendiendo los
brazos, le diría: «Pequeña Hester Gray, ¿me dejas ser tu compañera de
juegos, ya que amo también las rosas?». Y nos sentaríamos en el viejo
banco y hablaríamos y soñaríamos un poco, o quizá nos quedaríamos en
silencio. Y entonces saldría la luna y miraría a mi alrededor… y no habría
Hester Gray, ni casita con parras, ni rosas…, solo un viejo y abandonado
jardín, cubierto de lirios entre el césped y el viento que suspiraría triste
entre los cerezos. Y no podría saber si aquello había sido realidad o
fantasía.
Diana se estiró y se apoyó contra el cabecero de la cama. Cuando un
compañero de crepúsculo dice cosas tan raras, es bueno cerciorarse de que
uno tiene la espalda cubierta.
—Me temo que la Asociación para la Mejora irá a menos sin ti y sin
Gilbert —comentó tristemente.
—Pues yo no lo creo en absoluto —dijo Ana con energía, volviendo de la
tierra de ensueño a los asuntos prácticos de la vida—. Ya está demasiado
arraigada para eso, especialmente desde que los mayores están tan
entusiasmados. Mira lo que están haciendo en sus campos este verano.
Además, estaré a la caza de ideas en Redmond y escribiré un informe el
próximo invierno. No tengas una visión tan trágica de la vida, Diana. Y no
eches a perder mi instante de felicidad. Ya me sentiré triste a la hora de
partir.
—Tienes muchas razones para estar contenta. Vas a la universidad, te
divertirás y harás un montón de nuevas amistades.
—Sí, espero hacer amigos… —dijo Ana pensativa—. La posibilidad de
conocer a gente nueva hace la vida más fascinante. Pero no importa cuántos
nuevos amigos haga, jamás los querré tanto como a los antiguos,
especialmente no tanto como a una muchacha de ojos negros y hoyuelos.
¿Adivinas quién es, Diana?
—¡Pero habrá tantas muchachas inteligentes en Redmond! —suspiró esta
—, y yo solo soy una estúpida campesina que a menudo dice «Ya veo»,
aunque sepa razonar si me paro a pensar. Bueno, estos dos últimos años han
sido demasiado hermosos. Sé de alguien que está muy contento de que
vayas a Redmond, Ana. Voy a hacerte una pregunta, una pregunta seria. No
te enfades y contesta seriamente: ¿te interesa Gilbert?
—Mucho como amigo y nada en el sentido que tú piensas —confesó Ana
con calma y sinceridad, pensando para sus adentros que su respuesta era
franca.
Diana suspiró. Deseaba que Ana le hubiera contestado de otro modo.
—¿No piensas casarte nunca, Ana?
—Quizás… algún día… cuando encuentre la persona indicada —
contestó la muchacha, sonriendo con aire soñador hacia la luna.
—Pero ¿cómo sabrás que lo es?
—Oh, lo sabré… Algo me lo dirá. Ya sabes cuál es mi ideal, Diana.
—Pero los ideales de la gente cambian algunas veces.
—El mío, no. Y no podrá gustarme un hombre que no lo represente.
—¿Y si nunca lo encuentras?
—Entonces moriré solterona —fue la alegre respuesta—. Me atrevo a
decir que no es la peor de las muertes.
—Oh, supongo que morir como solterona es bastante fácil; lo difícil debe
ser vivir —dijo Diana, sin intención humorística—. Aunque no me
importaría en absoluto ser una solterona si fuera como la señorita Lavendar.
Pero eso no ocurrirá nunca. Cuando llegue a los cuarenta y cinco, seré
terriblemente gorda. Y mientras que en una solterona delgada puede haber
algo romántico, en una gorda, no. ¿Sabes que Nelson Atkins se declaró a
Ruby Gillis hace tres semanas? Ruby me lo contó todo. Dice que nunca
tuvo intención de aceptarlo, porque quien se case con él debe ir a vivir con
sus padres; pero le hizo una declaración tan hermosa y romántica que la
convenció. Como no quería apresurarse, le pidió una semana para
considerarlo. Dos días más tarde, cuando fue al Círculo de la Costura con su
madre, vio allí un libro llamado La guía completa de las buenas
costumbres. Ruby dice que es incapaz de describir lo que sintió cuando, en
el capítulo llamado «La conducta durante el noviazgo y el casamiento»,
encontró, palabra por palabra, la declaración que le hizo Nelson. En cuanto
regresó a casa, le escribió una carta de rechazo muy cruel. Dice que, desde
entonces, los padres del muchacho se turnan para vigilarle, no vaya a ser
que se tire al río; pero Ruby dice que no deben preocuparse, pues en dicho
capítulo se habla de cómo debe comportarse un amante rechazado y no hay
nada sobre ahogarse. Y dice que Wilbur Blair está bebiendo los vientos por
ella, pero que no le hace caso.
Ana hizo un movimiento de impaciencia.
—Oh, no me gusta decirlo… Sonará muy desleal, pero ahora Ruby Gillis
no me cae nada bien. Me caía bien cuando fuimos juntas a la Academia
Queen’s… aunque no tanto como tú y Jane, desde luego. Pero este último
año en Carmody parece tan distinta… tan… tan…
—Ya te entiendo —convino Diana—. Es que le está saliendo el gen
Gillis. No puede evitarlo. La señora Lynde dice que las de esa familia solo
viven para los hombres. Ruby no habla más que de chicos, de los cumplidos
que le hacen y de los muchos que trae de cabeza en Carmody. Y lo raro es
que es verdad —admitió algo resentida Diana—. Anoche, cuando me
encontré con ella en la tienda del señor Blair, me murmuró que acababa de
hacer una «conquista». No le pregunté quién era, porque era precisamente
lo que ella ansiaba. Bueno, supongo que eso es lo que Ruby ha querido
siempre. ¿Recuerdas cuando era niña? Siempre decía que pensaba tener
docenas de pretendientes cuando creciera y pasarlo lo mejor posible antes
de sentar cabeza. Es tan distinta de Jane. Jane sí que es una muchacha
sensata, agradable y elegante.
—Nuestra querida Jane es una joya —asintió Ana—, pero —añadió,
inclinándose para dar una suave y tierna palmada en la gordezuela mano
que reposaba sobre su almohada— no hay nadie como mi Diana.
¿Recuerdas aquella noche cuando nos encontramos por vez primera y nos
juramos amistad eterna en el jardín? Me parece que hemos guardado el
juramento. Jamás nos hemos peleado, ni siquiera nos hemos distanciado.
Nunca olvidaré el escalofrío que sentí el día que me dijiste que me querías.
Mi corazón había estado tan solitario y tan hambriento durante toda mi
niñez… Ahora estoy comenzando a comprender lo solitaria y hambrienta
que estaba. Nadie se preocupaba ni se ocupaba de mí. Habría sido muy
desgraciada de no ser por mi extraña vida interior, gracias a la cual
imaginaba todo el amor y amigos de que no disponía. Sin embargo, cuando
vine a Tejas Verdes, todo cambió. Y entonces te encontré. No sabes cuánto
significó tu amistad para mí. Y ahora, querida, me gustaría agradecerte todo
el cariño sincero que siempre me has dado.
—Y que siempre te daré. —Sollozó Diana—. Nunca querré a nadie, a
ninguna amiga, ni la mitad de lo que te quiero a ti. Y si me caso alguna vez
y tengo una hija, la llamaré Ana.
Capítulo 27
Una tarde en la casa de piedra

A dónde vas tan arreglada, Ana? —quiso saber Davy—. Estás brutal con
ese vestido.
Ana había bajado a comer ataviada con un vestido nuevo de
muselina verde pálido, la primera vez que se ponía algo de color desde la
muerte de Matthew. Le quedaba muy bien, y hacía resaltar los delicados
tintes de su rostro y su lustroso y brillante cabello.
—Davy, ¿cuántas veces te he dicho que no debes usar esa palabra? —le
regañó—. Voy a La Morada del Eco.
—Llévame contigo —suplicó el niño.
—Lo haría si fuera en carro, pero voy a ir caminando y está demasiado
lejos para las piernas de un niño de ocho años. Además, Paul viene conmigo
y me temo que su compañía no sería de tu agrado.
—Oh, ahora Paul me gusta mucho más que antes —dijo Davy
comenzando a hacer incursiones en su pudin—. Desde que soy más bueno,
no me importa mucho que él lo sea un poco más que yo. Si sigo así, algún
día lo alcanzaré, en altura y en bondad. Además, Paul es realmente bueno
con los más pequeños de la escuela. No deja que los mayores se metan con
nosotros y nos enseña muchos juegos.
—¿Cómo se cayó Paul al arroyo ayer al mediodía? —preguntó Ana—.
Lo encontré en el patio de recreo completamente empapado y lo envié de
inmediato a cambiarse a su casa antes de averiguar qué había sucedido.
—Bueno, en parte fue un acidente —explicó Davy—. Metió la cabeza a
propósito, pero el resto del cuerpo se cayó por acidente. Habíamos ido
todos al arroyo y Prillie Rogerson se enfadó con Paul. Lo que tiene de
guapa, lo tiene de mala y antipática. Empezó a decir que la abuela de Paul
le rizaba el cabello todas las noches con bigudíes. Y supongo que Paul no le
habría hecho mucho caso de no ser porque Gracie Andrews se rio y Paul se
puso muy colorado, porque Gracie es su novia, ¿sabes? Le chifla. Le trae
flores y le lleva los libros hasta el camino de la playa. Se puso tan rojo
como un tomate. Y replicó que eso no era cierto, que su cabello era rizado
de nacimiento. Y entonces se tumbó en la orilla y metió la cabeza en el
arroyo para demostrarlo… Oh, pero no en el que sacamos el agua para
beber —exclamó, viendo la horrorizada cara de Marilla—, sino en el de
más abajo. Pero la orilla estaba resbaladiza y Paul se cayó. Os aseguro que
fue una zambullida brutal. ¡Oh, Ana, Ana!, no quise decir eso… Se me
escapó… Fue una zambullida fantástica. Cuando salió, empapado y lleno de
barro, estaba muy gracioso. Las chicas no dejaban de reírse; todas, excepto
Gracie. Ella parecía triste. Gracie es una niña encantadora, aunque tiene una
nariz respingona. Cuando tenga novia, no voy a querer que tenga la nariz
respingona. Elegiré una con una nariz tan bonita como la tuya, Ana.
—Un muchacho que se embadurna toda la cara de pudin cuando come
jamás conseguirá que una joven se fije en él —dijo Marilla con severidad.
—Pero si me lavaré la cara antes de hacerle la corte… —protestó Davy y
trató de mejorar su aspecto arrastrando con el dorso de la mano los restos de
pudin—. Y también me lavaré las orejas sin que me lo digan. Esta mañana
me acordé de hacerlo, Marilla. Ya no me olvido tan a menudo. Pero… —
suspiró Davy— hay tantos rincones en el cuerpo que resulta difícil
acordarse de todos. Bueno, como no puedo ir a casa de la señorita
Lavendar, iré a ver a la señora Harrison. Os aseguro que la señora Harrison
es una mujer magnífica. Guarda en su despensa un tarro de galletas, solo
para los niños pequeños, y siempre me da lo que queda en el molde cuando
hace tarta de ciruelas. El señor Harrison siempre ha sido un hombre
agradable, pero desde que está casado otra vez, lo es el doble. Supongo que
cuando te casas, te vuelves mejor persona. ¿Por qué no te casas tú, Marilla?
Necesito saberlo.
Marilla jamás había lamentado el hecho de ser soltera, de modo que
después de un intercambio de miradas cargadas de significado con Ana,
respondió amablemente que suponía que era porque nadie se lo había
pedido.
—Bueno, ¿y por qué no lo pediste tú? —objetó Davy.
—Oh, Davy —dijo Dora puntillosamente, metiéndose en la conversación
—, es el hombre el que lo pide.
—No entiendo por qué debe hacerlo siempre —gruñó el niño—. Me
parece que, en este mundo, el hombre se encarga de todo. ¿Puedo comer un
poco más de pudin, Marilla?
—Ya has comido más de lo que te conviene —respondió Marilla, aunque
le dio otro trozo.
—Me gustaría que se pudiera vivir solo de pudin. ¿Por qué no se puede,
Marilla? Necesito saberlo.
—Porque, al cabo de poco tiempo, nos cansaríamos de él.
—Pues a mí me gustaría probar —dijo Davy con escepticismo—.
Aunque supongo que es mejor tener pudin solo los días de pescado, cuando
vienen visitas, que no tenerlo en absoluto. En casa de Milty Boulter nunca
hacen. Milty dice que cuando tienen visita, su madre les da queso y lo corta
ella misma… un pedacito para cada uno y otro para que se porten bien.
—Que Milty Boulter hable así de su madre no te obliga a tener que
repetirlo —dijo Marilla seriamente.
—¡Válgame Dios! —Davy había aprendido la expresión del señor
Harrison y la repetía con gusto—. Milty lo dijo como un cumplido. Está
muy orgulloso de su madre porque la gente dice que saca de donde no hay.
—Me… me parece que esas molestas gallinas han vuelto a meterse en mi
parterre de pensamientos —dijo Marilla incorporándose y saliendo
apresuradamente.
Sin embargo, Marilla no fue en busca de las calumniadas gallinas, las
cuales, por otra parte, no se habían ni acercado al parterre. En lugar de eso,
se sentó junto a la portezuela que daba a la bodega y se rio hasta que la
vergüenza la hizo parar.
Cuando Ana y Paul llegaron a la casa de piedra, encontraron a la señorita
Lavendar y a Charlotta IV en el jardín, arrancando hierbas, rastrillando y
podando como si les fuera la vida en ello. La señorita Lavendar, alegre y
hermosa con los adornos y encajes que tanto amaba, dejó caer sus tijeras y
corrió alegremente al encuentro de sus huéspedes, mientras Charlotta
sonreía de oreja a oreja.
—Bienvenida, Ana. Ya suponía que ibas a venir hoy. Eres una persona de
tarde, así que la tarde te ha traído. Las cosas que se pertenecen siempre
llegan juntas. ¡Cuántos problemas se evitaría la gente si lo supiera! Pero no
lo saben…, y pierden sus maravillosas energías removiendo cielo y tierra
para reunir cosas que no se pertenecen. Y tú, Paul…, ¡vaya, cómo has
crecido! Estás media cabeza más alto que la última vez que viniste a verme.
—Sí, he comenzado a crecer como la mala hierba, como dice la señora
Lynde —comentó Paul francamente encantado—. La abuela dice que es el
caldo, que por fin hace efecto. Quizá sea eso. Solo Dios lo sabe… —Paul
suspiró profundamente—. Con todo el que he comido, cualquiera podría
crecer. Espero que, ya que que he empezado, continúe hasta ser tan alto
como mi padre. ¿Sabe, señorita Lavendar? Mide metro ochenta.
Sí, la señorita Lavendar lo sabía. Por un instante, el rubor de sus mejillas
se hizo más intenso. A continuación, tomó a Paul con una mano y a Ana
con la otra y caminó hacia la casa en silencio.
—¿Es hoy un buen día para el eco, señorita Lavendar? —preguntó Paul
ansiosamente.
Durante su primera visita, había hecho demasiado viento y Paul se sintió
muy desilusionado.
—Sí, uno de los mejores —respondió la señorita Lavendar, despertando
de su ensoñación—. Pero primero comeremos algo. Vosotros dos debéis
estar hambrientos después de atravesar los bosques a pie. Y Charlotta IV y
yo podemos comer a cualquier hora del día. No tenemos gran apetito. De
manera que asaltaremos la despensa. Afortunadamente, está repleta de
cosas buenas. Hoy tuve el presentimiento de que iba a tener compañía y
Charlotta IV y yo hemos preparado algo.
—Creo que usted es de esas personas que siempre tienen cosas ricas en la
despensa —dijo Paul—. La abuela también es así. Pero no le gusta que
comamos entre horas. Me pregunto… —añadió dubitativamente— si
debería comerlas fuera de casa sabiendo que ella no está de acuerdo.
—No creo que no te lo permitiera después de todo lo que has andado.
Eso cambia las cosas —dijo la señorita Lavendar intercambiando divertidas
miradas con Ana por encima de la rizada cabeza castaña de Paul—.
Supongo que los tentempiés son extremadamente poco saludables. Y por
esa razón los comemos tan a menudo en La Morada del Eco. Nosotras,
Charlotta IV y yo, nos oponemos a cualquier dieta establecida. Comemos
toda clase de cosas indigestas a cualquier hora que se nos ocurra, ya sea de
día o de noche, y florecemos como verdes laureles. Siempre tenemos
intención de reformarnos. Cuando leemos algún artículo de un periódico
que previene contra algo que nos gusta, lo recortamos y lo clavamos en la
pared de la cocina para recordarlo. Pero, de algún modo, nunca lo
conseguimos… hasta después de haberlo comido. Por el momento, no nos
ha matado nada; pero Charlotta IV tiene pesadillas cuando comemos
buñuelos, pastel de carne y tarta de frutas antes de acostarnos.
—Mi abuela me deja tomar un vaso de leche y comer un trozo de pan con
mantequilla antes de irme a la cama, y los domingos por la noche añade un
poco de mermelada en el pan —dijo Paul—. De modo que siempre me
alegro de que sea domingo por la noche… y por más de una razón. El
domingo es un día muy largo en el camino de la playa. La abuela dice que
para ella es demasiado corto y que a papá nunca se le hizo aburrido cuando
era niño. No me resultaría tan largo si pudiera hablar con la gente de las
rocas, pero a la abuela no le parece bien que lo haga en domingo. Pienso
mucho; pero temo que mis pensamientos son mundanos. La abuela dice que
los domingos son para tener pensamientos religiosos. Pero la señorita aquí
presente dijo una vez que todas las ideas hermosas son religiosas, no
importa sobre qué tema ni en qué día los pensemos. Pero estoy seguro de
que los únicos pensamientos religiosos que mi abuela admite son los
referentes a los sermones o a la catequesis, y cuando surge una diferencia de
opinión entre la abuelita y mi maestra, no sé qué hacer. En el fondo de mi
corazón… —Paul alzó sus serios ojos azules hasta el benévolo rostro de la
señorita Lavendar—, estoy de acuerdo con mi maestra. Pero sucede que la
abuela ha criado a papá a su manera, y el éxito ha sido rotundo, y la señorita
todavía no ha criado a nadie, aunque está ayudando a educar a Davy y
Dora. Pero no se sabrá el resultado hasta que crezcan. De modo que a veces
pienso que es más seguro seguir el método de mi abuelita.
—Creo que haces bien —asintió Ana solemnemente—. De cualquier
modo, yo diría que si tu abuelita y yo nos explicáramos mutuamente lo que
queremos decir, encontraríamos que es la misma cosa, expresada de
distintas maneras. Será mejor que actúes como ella dice, dado que es el
resultado de la experiencia. Debemos esperar a que crezcan los mellizos
para poder asegurar que mi método es igualmente bueno.
Después de comer regresaron al jardín, donde Paul trabó conocimiento
con el eco, para su contento y asombro, mientras Ana y la señorita
Lavendar se sentaron a conversar en el banco de piedra debajo del álamo.
—¿De modo que se marchará en otoño, Ana? —dijo la señorita Lavendar
pensativamente—. Debería alegrarme por usted, pero me apena terrible y
desesperadamente. La extrañaré muchísimo. A veces pienso que hacer
amigos no sirve de nada. Se van de nuestra vida después de un tiempo y
dejan una herida mucho más dolorosa que la soledad que los precedió.
—Eso es algo que podría haber dicho la señorita Eliza Andrew, nunca la
señorita Lavendar —contestó Ana—. No hay nada, estrictamente nada, peor
que la soledad, y yo no desapareceré de su vida. Hay unas cosas llamadas
cartas y vacaciones. Querida, me parece que está un poco pálida y cansada.
—Uh… oh… oh… —gritaba Paul en el terraplén donde había estado
haciendo toda clase de ruidos, no todos melodiosos, pero que volvían
trasmutados en sonidos dorados y plateados por los hados alquimistas del
río.
La señorita Lavendar agitó con impaciencia sus bonitas manos.
—Estoy cansada de todo, hasta de los ecos. No hay nada más que ecos en
mi vida, ecos de sueños e ilusiones perdidas. Son hermosos y se burlan de
mí. Ana, es horrible que hable así delante de ti. Es simplemente que me
estoy volviendo vieja y no me gusta. Sé que seré una persona malhumorada
cuando tenga sesenta años. Aunque quizá todo lo que necesite es una
medicina.
En aquel momento Charlotta IV, que había desaparecido después de la
comida, regresó y anunció que el extremo más al este del prado del señor
John Kimball estaba rojo de tempranas fresas y preguntó si la señorita
Shirley quería ir a recoger algunas.
—¡Fresas para el té! —exclamó la señorita Lavendar—. ¡Oh, no estoy
tan vieja como creía, y no necesito ni medicina alguna! Chicas, cuando
regreséis con las fresas, tomaremos el té aquí, debajo del álamo plateado.
Lo prepararé y haré crema casera.
Ana y Charlotta IV fueron hacia el campo del señor Kimball, un lugar
apartado y verde donde el aire era suave como el terciopelo, fragante como
un lecho de violetas y dorado como el ámbar.
—Oh, qué paraje más dulce y fresco —dijo Ana, tomando aliento—. Me
siento como si estuviera bebiendo de un rayo de sol.
—Sí señora, yo también. Así es exactamente como me siento yo, señora
—asintió Charlotta IV, que hubiera respondido exactamente lo mismo si
Ana hubiese dicho que se sentía como un pelícano del desierto.
Después de las visitas de Ana a La Morada del Eco, Charlotta IV siempre
subía a su cuartito junto a la cocina y, delante del espejo, trataba de hablar y
actuar como ella. Charlotta nunca pudo presumir de haberlo conseguido,
pero había aprendido en la escuela que la perseverancia conducía al triunfo;
y tenía esperanzas de que, con el tiempo, llegaría a descubrir el misterio de
aquella exquisita barbilla levantada, el repentino brillo de los ojos, los
andares de rama mecida por el viento. Parecía tan fácil en Ana. Charlotta IV
la admiraba de todo corazón. No era que la considerara muy hermosa. La
belleza de Diana Barry con sus mejillas carmesí y sus negros bucles era
mucho más del gusto de Charlotta que el claro encanto de Ana, con sus
luminosos ojos grises y las pálidas y siempre cambiantes rosas de sus
mejillas.
—Pero preferiría ser como usted a ser hermosa —le dijo a Ana
sinceramente.
Ana se rio, degustando la miel de aquel elogio y apartando el aguijón.
Estaba acostumbrada a recibir cumplidos variados. La opinión pública no
estaba de acuerdo sobre su apariencia. Gente que había oído decir que era
bonita, la conocía y se desilusionaba. Gente que había oído decir que su
apariencia era vulgar, la veía y pensaba dónde tenían los demás los ojos. La
misma Ana nunca se había creído hermosa. Cuando se miraba al espejo,
todo lo que veía era un pálido rostro con siete pecas sobre la nariz. Su
espejo no le revelaba la fugaz y siempre cambiante gama de sentimientos
que iluminaba sus facciones como una rosada llama, o el encanto de sueños
y risas que se alternaban en sus grandes ojos.
Aunque Ana no era hermosa en el sentido estricto de la palabra, poseía
cierto encanto y distinción que dejaba en quien la contemplaba un sentido
placentero causado por sus suaves formas femeninas, en las que se dejaba
entrever cierto potencial. Aquellos que conocían a Ana, sentían sin darse
cuenta que su mayor atracción consistía en el aire de posibilidades que la
rodeaba, en el poder del desarrollo futuro que había en ella. Parecía andar
en una atmósfera de cosas por ocurrir.
Mientras recogían las fresas, Charlotta IV le confió sus temores respecto
a la señorita Lavendar. La pequeña y ferviente doncella estaba
verdaderamente preocupada por su adorada señora.
—La señorita Lavendar no está bien, señorita Shirley. Nunca se queja,
pero estoy segura. Hace un tiempo que no parece la misma, desde el día que
usted y Paul vinieron por primera vez. Estoy segura de que aquella noche
cogió frío, señora. Después de que ustedes se fueron, caminó por el jardín
hasta que se hizo de noche con solo un chal sobre las espaldas. Había un
montón de nieve por los senderos y estoy segura de que cogió frío. Desde
entonces he notado que parece cansada y triste. No parece interesarse en
nada, señora. No quiere que venga nadie, ni se arregla ni nada, señora. Solo
cuando viene usted parece animarse un poco. Y la peor señal, señorita
Shirley… —Charlotta IV bajó la voz como si fuera a confesar un síntoma
terrible—, es que ahora nunca se enfada cuando rompo algo. Porque ayer,
señorita Shirley, rompí el jarrón verde y amarillo que estaba encima de la
biblioteca. Su abuela lo trajo de Inglaterra y la señorita Lavendar lo tenía en
gran estima. Lo estaba limpiando con todo cuidado, señorita Shirley, y se
me resbaló, rompiéndose en cuarenta millones de pedazos. Le aseguro que
estaba triste y asustada. Pensé que la señorita Lavendar me iba a reprender
severamente; y lo hubiera preferido antes de lo que hizo. Simplemente se
acercó, apenas lo miró y dijo: «No importa, Charlotta. Recoge los trozos y
tíralos». Solo eso, señorita Shirley; «Recoge los trozos y tíralos», como si
no fuera el jarrón de Inglaterra de su abuela. ¡Oh!, no está bien, y estoy
terriblemente preocupada. No tiene a nadie que la cuide más que a mí.
Los ojos de Charlotta IV estaban llenos de lágrimas. Ana golpeó con
afecto aquella mano bronceada que sostenía el agrietado bol rosa.
—Creo que la señorita Lavendar necesita un cambio, Charlotta. Aquí está
demasiado sola. ¿No podríamos convencerla de que hiciera un pequeño
viaje?
Charlotta sacudió desconsoladamente la cabeza llena de lazos.
—No lo creo, señorita Shirley. La señorita Lavendar odia ir de visita.
Solo tiene tres parientes a quienes va a ver de vez en cuando y dice que lo
hace por compromiso familiar. La última vez que fue, al regresar a casa,
dijo que no volvería a cumplir más con dicho compromiso. «He vuelto a
casa enamorada de la soledad, Charlotta», me dijo, «y no quiero apartarme
nunca más de ella. Mis parientes se empeñan en hacer de mí una anciana y
eso me sienta muy mal». Exactamente así, señorita Shirley: «Me sienta muy
mal». De manera que no creo que ganemos nada con presionarla para que
vaya de visita.
—Veremos qué puede hacerse —dijo Ana con decisión, mientras ponía la
última fresa en el bol de color rosa—. En cuanto esté de vacaciones, vendré
a pasar una semana entera aquí. Saldremos de excursión todos los días e
imaginaremos toda clase de cosas interesantes, y veremos si logramos
levantar el ánimo de la señorita Lavendar.
—Eso será lo mejor, señorita Shirley —exclamó Charlotta IV encantada.
Se alegraba por la señorita Lavendar y también por sí misma. Con toda una
semana para estudiar a Ana constantemente, seguro que lograría aprender a
moverse y a comportarse como ella.
Cuando las jóvenes regresaron a La Morada del Eco, se encontraron con
que la señorita Lavendar y Paul habían llevado al jardín la pequeña mesa
cuadrada de la cocina y tenían todo listo para el té. Nada podía ser más
sabroso que aquellas deliciosas fresas con nata, saboreadas bajo un gran
cielo azul salpicado de tenues y pequeñas nubes blancas y a la sombra de
los bosques con sus balbuceos y murmullos. Después del té, Ana ayudó a
Charlotta a lavar los platos mientras la señorita Lavendar escuchaba el
relato de Paul sobre la gente de las rocas, ambos sentados en el banco de
piedra. La dulce señorita Lavendar era una oyente atenta, pero justo al final
Paul advirtió que había perdido interés en sus Gemelos Marineros.
—Señorita Lavendar, ¿por qué me mira así? —preguntó con gravedad.
—¿Cómo, Paul?
—Como si en mí estuviera viendo a alguien que le recuerdo —contestó
Paul, que en ocasiones era capaz de adentrarse tanto en el interior de las
personas que era inútil tener secretos estando él cerca.
—Me recuerdas a alguien a quien conocí hace mucho tiempo —dijo la
señorita Lavendar con aire soñador.
—¿Cuando era joven?
—Sí, cuando era joven. ¿Te parezco muy vieja, Paul?
—¿Sabe? No puedo decirlo —respondió Paul en tono de confidencia—.
Su cabello parece viejo…, nunca conocí a una persona joven que tuviera el
cabello blanco. Pero cuando ríe, sus ojos son jóvenes como los de mi
hermosa maestra. Le diré, señorita Lavendar —la voz y el rostro de Paul
eran tan solemnes como los de un juez—… creo que usted sería una
espléndida mamá. Tiene en sus ojos la mirada precisa, la que siempre tenía
mi madre. Pienso que es una pena que no tenga hijos.
—Tengo un niño en sueños, Paul.
—¿Es cierto? ¿Cuántos años tiene?
—Más o menos tu edad, supongo. Debería ser mayor porque sueño con
él desde mucho antes de que tú nacieras. Pero nunca le dejaré tener más de
once o doce años, porque si lo hiciera, algún día crecería y entonces lo
perdería.
—La entiendo —asintió Paul—. Eso es precisamente lo que hace
hermosas a las personas de los sueños. Se quedan en la edad que uno
quiere. Usted, mi querida maestra y yo mismo somos las únicas personas
que conozco en el mundo que tenemos amigos solo en sus fantasías. ¿No es
gracioso que nos hayamos encontrado? Pero creo que esta clase de gente
siempre se reúne. La abuela nunca tiene fantasías y Mary Joe cree que estoy
mal de la azotea porque las tengo. Pero pienso que es maravilloso. Usted lo
sabe, señorita Lavendar. Cuéntemelo todo sobre su niñito de los sueños.
—Tiene ojos azules y cabello rizado. Entra a hurtadillas y me despierta
todas las mañanas con un beso. Luego juega en el jardín durante todo el día
y yo lo acompaño. Conocemos muchos juegos. Hacemos carreras,
hablamos con el eco y le explico cuentos. Y luego llega el crepúsculo…
—Ya sé —interrumpió Paul ansiosamente—. Viene y se sienta a su
lado… así… porque naturalmente a los doce años es muy grande para
subirse a su regazo… y recuesta su cabeza sobre su hombro… así… y usted
lo abraza fuerte, muy fuerte, y apoya su mejilla en sus cabellos… así… Sí,
así es cómo sucede. Oh, usted sí que lo entiende, señorita Lavendar.
Así los encontró Ana al salir de la casa de piedra y algo en el rostro de la
señorita Lavendar hizo que odiara tener que molestarlos.
—Paul, me temo que debemos irnos si queremos llegar a casa antes de
que oscurezca. Señorita Lavendar, voy a invitarme pronto a pasar una
semana entera en La Morada del Eco.
—Si viene para una semana, yo la invitaré para dos —amenazó la
señorita Lavendar.
Capítulo 28
El príncipe regresa
al palacio encantado

E l último día de escuela llegó y se fue. Tras un jubiloso «examen


semestral», que los alumnos de Ana superaron con nota, dieron un
discurso y le regalaron un escritorio portátil. Todas las niñas y
muchachas presentes lloraron, y se rumoreó que algunos de los chicos
también, aunque siempre lo negaron.
Las esposas de Harmon Andrews, de Peter Sloane y de William Bell
regresaban juntas a casa, comentando los acontecimientos.
—Creo que es una lástima que Ana se vaya, y más cuando las criaturas
parecen sentir un vínculo tan fuerte con ella. —Suspiró la esposa de Peter
Sloane, que tenía costumbre de terminar todo lo que decía suspirando,
incluso cuando explicaba un chiste—. Aunque todas sabemos que el año
que viene también tendremos una buena maestra —se apresuró a añadir.
—Estoy segura de que Jane lo hará muy bien —dijo la señora Andrews,
algo estirada—. No creo que les explique a las criaturas tantos cuentos de
hadas ni que pasen tanto tiempo vagando por los bosques. Pero su nombre
figura en la Lista de Honor del Inspector y en Newbridge están muy
afectados por su partida.
—Estoy muy contenta de que Ana vaya a la universidad —dijo la señora
Bell—. Siempre lo ha deseado y será fantástico para ella.
—Bueno, ya veremos… —Ese día, la señora Andrews estaba resuelta a
no coincidir en parecer con nadie—. No creo que Ana necesite más
educación. Probablemente acabará casándose con Gilbert Blythe, si es que a
él todavía le dura el encaprichamiento cuando acabe los estudios, y
entonces ¿de qué le servirán el griego y el latín? Si al menos enseñaran
cómo manejar a un hombre, tendría cierto sentido.
Según los rumores que corrían por Avonlea, la señora Andrews nunca
había aprendido a manejar a su «hombre» y, como resultado, el hogar de los
Andrews no era exactamente un modelo de felicidad doméstica.
—He visto que ya ha llegado de Charlottetown la solicitud de traslado
del señor Allan y la han colgado en la casa parroquial —dijo la señora Bell
—. Eso quiere decir que pronto lo perderemos.
—No se irán antes de septiembre —anunció la señora Sloane—. Será una
gran pérdida para la comunidad…, aunque siempre me pareció que la
señora Allan vestía demasiado alegre para ser la esposa de un pastor. Pero
nadie es perfecto. ¿Os disteis cuenta de lo pulcro que iba el señor Harrison
hoy? Nunca vi un hombre tan cambiado. Va a misa todos los domingos y
contribuye al pago del sueldo del pastor.
—Y Paul Irving está hecho todo un muchachito —dijo la señora
Andrews—. Era tan poca cosa cuando vino aquí. Hoy casi ni lo he
reconocido. Está empezando a parecerse a su padre.
—Es un muchacho muy inteligente —dijo la señora Bell.
—Inteligente, sí, pero… —La señora Andrews bajó la voz—. Me parece
que dice cosas raras. Gracie me explicó que, al regresar del colegio la
semana pasada, le contó un terrible galimatías sobre gentes que viven en la
costa, unas historias sin pies ni cabeza y completamente falsas. Le dije a
Gracie que no las creyera y me respondió que Paul tampoco lo esperaba. Y
entonces, ¿para qué se las contó?
—Ana dice que Paul es un genio —añadió la señora Sloane.
—Puede que lo sea. Con los estadounidenses, nunca se sabe —dijo la
señora Andrews.
El único contacto de dicha señora con la palabra «genio» era a través de
la expresión popular «Tener mal genio», dirigida a las personas que se
irritaban con facilidad. Igual que Mary Joe, probablemente pensaba que
estaba mal de la azotea.
En el aula, Ana se sentó ante el escritorio, sola, tal como lo estuviera dos
años atrás el primer día de clase, con la cara apoyada entre las manos y los
ojos húmedos mirando pensativamente el Lago de las Aguas Luminosas a
través de la ventana. Su corazón estaba tan triste por la despedida que, por
el momento, la universidad había perdido todo su encanto. Todavía sentía
los brazos de Annetta Bell rodeando su cuello mientras se lamentaba con
tono infantil: «Nunca querré a otra maestra tanto como a usted, señorita
Shirley; nunca, nunca».
Había trabajado duro durante dos años, con ganas y lealtad, cometiendo
muchos errores y aprendiendo de ellos. Y había obtenido su premio.
Aunque había enseñado algo a sus alumnos, sentía que estos se lo habían
devuelto con creces en otro tipo de lecciones: de ternura, de autocontrol, de
inocencia, del saber de los corazones infantiles. Quizá no había logrado
«inspirar» ambiciones hermosas en sus alumnos. Sin embargo, más bien
gracias a su dulce personalidad que a sus cuidadosos preceptos, les había
enseñado que, en los años que tenían ante ellos, debían ser amables y
elegantes, mantenerse firmes al lado de la verdad, la cortesía y la bondad, y
alejarse de todo aquello que oliera a falsedad, mezquindad y vulgaridad.
Probablemente los alumnos no eran conscientes de haber aprendido dicha
lección, pero la recordarían y la pondrían en práctica hasta mucho después
de haber olvidado la capital de Afganistán o las fechas de la guerra de las
Dos Rosas.
—Se cierra otro capítulo de mi vida —dijo Ana en alta voz, mientras
cerraba el pupitre con llave. Se sentía en verdad muy triste, pero lo
romántico de la idea del «capítulo cerrado» la consolaba un poco.
Al comienzo de las vacaciones, Ana pasó una semana en La Morada del
Eco, y todos los involucrados se divirtieron mucho.
Llevó a la señorita Lavendar de compras a la ciudad y la convenció para
que se comprara un nuevo vestido de organdí; luego llegó la excitación de
cortarlo y coserlo juntas, mientras la feliz Charlotta IV hilvanaba y
recortaba. Y aunque la señorita Lavendar se había quejado de que ya no
había nada que despertara su interés, los ojos volvieron a brillarle ante su
bonito vestido.
—Qué tonta y frívola debo de ser. —Suspiró—. Estoy completamente
avergonzada de que un vestido nuevo, aunque sea vaporoso y de organdí,
me ponga tan alegre. Pero si no lo consiguieron ni una buena conciencia y
una contribución adicional a las Misiones Extranjeras…
En la mitad de su visita, Ana regresó a Tejas Verdes para remendar
algunas prendas de los mellizos y responder al cúmulo de preguntas de
Davy. Ya bien entrada la tarde, se acercó al camino de la costa a ver a Paul
Irving. Mientras pasaba frente a la baja y cuadrada ventana de la sala de
estar de los Irving, vio al pequeño Paul sentado en el regazo de alguien,
pero al instante siguiente el niño apareció volando en el vestíbulo.
—¡Señorita Shirley! —gritó excitado—. No va a creer lo que ha pasado.
Algo maravilloso. ¡Papá está aquí… ¿¡qué le parece!? ¡Papá está aquí!
Entre, rápido. Papá, esta es mi hermosa maestra. Ya sabes, papá.
Stephen Irving se adelantó con una sonrisa a recibir a Ana. Era un
hombre de mediana edad alto y atractivo, con cabellos grises, profundos
ojos azules y una cara fuerte y triste, moldeada magníficamente a la altura
del mentón y la frente. «Justo la cara de un héroe de novela», pensó Ana,
sintiendo un intenso escalofrío de satisfacción. Habría sido una desilusión
conocer a alguien que debería ser héroe y encontrarlo calvo, encorvado o
carente de belleza masculina. A Ana le habría parecido horrible que el
objeto del romance de la señorita Lavendar no hubiese estado a la altura.
—De modo que esta es la «hermosa maestra» de mi hijo, de quien tanto
he oído hablar —dijo el señor Irving con un sincero apretón de manos—.
Las cartas de Paul hablaban tanto sobre usted que casi me siento como si la
conociese. Quiero agradecerle lo que ha hecho por mi hijo. Creo que su
influencia ha sido exactamente lo que necesitaba. Mamá es una mujer muy
buena y cariñosa, pero su sentido común escocés no podía comprender un
temperamento como el de mi pequeño. Usted le ha dado lo que le faltaba.
Me parece que, gracias a ambas, la educación de Paul durante estos dos
años ha sido casi ideal para un niño sin madre.
A todo el mundo le gusta ser apreciado. Ante las alabanzas del señor
Irving, la cara de Ana «se sonrojó como una rosa que acaba de florecer» y
el ocupado y triste hombre de mundo que la miraba pensó que nunca había
visto un ejemplo más dulce y hermoso de juventud y feminidad que esta
pequeña maestra de la parte este, con su roja cabellera y sus hermosos ojos.
Paul se sentó entre ambos, terriblemente feliz.
—No habría podido ni imaginar que papá venía —dijo radiante—. Ni la
abuela lo sabía. Fue una gran sorpresa. Por lo general —Paul sacudió su
rizada cabellera con seriedad—, no me gusta que me sorprendan. Cuando a
uno lo sorprenden, se pierde toda la diversión de la espera. Pero en un caso
como este, está bien. Papá llegó anoche cuando ya me había acostado. Y
tras la sorpresa de la abuelita y de Mary Joe, él y la abuela subieron a
verme. No pensaban despertarme hasta por la mañana. Pero me desperté y
vi a papá. Le aseguro que me tiré de un salto a sus brazos.
—Con un abrazo de oso —dijo el señor Irving sonriendo mientras
rodeaba el hombro de Paul—. Apenas pude reconocerlo, tan crecido, fuerte
y moreno.
—No sé quién estaba más contento de ver a papá, si la abuelita o yo —
continuó Paul—. Ella ha estado todo el día en la cocina, guisando las cosas
que le gustan a papá. Dice que no se fía de Mary Joe. Esa es su manera de
demostrar la alegría. A mí me gusta más sentarme a charlar con él. Pero
ahora, si me lo permiten, voy a dejarles un momento. Debo hacer entrar a
las vacas. Es uno de mis deberes diarios.
Cuando Paul hubo salido a cumplir con su «deber diario», el señor Irving
habló con Ana de varios temas. Pero la muchacha tuvo la sensación de que
él pensaba en otra cosa. Y de pronto, salió a la superficie.
—En la última carta, Paul me habló de una visita que usted hizo a una
vieja… amiga mía…, la señorita Lewis, en la casa de piedra de Grafton.
¿La conoce usted bien?
—Sí, es una amiga muy querida —fue la seria respuesta de Ana, que no
dio muestras del repentino escalofrío que la recorrió de pies a cabeza ante la
pregunta del señor Irving. El «instinto» de Ana la avisó de que el romance
estaba cerca.
El señor Irving se levantó, se acercó a la ventana y se puso a contemplar
el mar, inmenso y dorado, que jugueteaba ondeante con un fuerte viento.
Durante unos momentos, en la oscura habitación reinó el silencio. Entonces
se volvió y miró hacia el rostro comprensivo de Ana con una sonrisa, mitad
caprichosa, mitad tierna.
—Me gustaría saber cuánto sabe usted.
—Lo sé todo —respondió Ana enseguida—. Verá usted, la señorita
Lavendar y yo somos amigas íntimas. Ella no explicaría ese tipo de cosas
tan íntimas a cualquiera. Somos almas gemelas.
—Sí, creo que lo son. Bueno, le voy a pedir un favor. Me gustaría ver a la
señorita Lavendar, si ella está de acuerdo. ¿Podría preguntarle si puedo ir?
¿Podría? ¡Desde luego que podría! Sí, este era un romance real, con todo
el encanto de la poesía, el cuento y el sueño. Era un poco tardío, quizá,
como una rosa que florece en octubre cuando debería haberlo hecho en
junio, pero, sin embargo, era una rosa, toda dulzura y fragancia, con el
brillo del oro en su corazón. Sus pies jamás la habían llevado a Grafton, a
través de los bosques, con más ganas que aquella mañana. Encontró a la
señorita Lavendar en el jardín. Sintió las manos frías y la voz le tembló.
—Señorita Lavendar, tengo algo que decirle, algo muy importante.
¿Adivina qué es?
Ana nunca supuso que su interlocutora podría adivinarlo, pero la cara de
la señorita Lavendar palideció y lo dijo en voz muy queda, una de la que se
habían desvanecido todo el color y la chispa habituales.
—¿Stephen Irving ha regresado?
—¿Cómo lo ha sabido? ¿Quién se lo ha dicho? —gritó Ana con
desilusión, dolida de que alguien se hubiera anticipado.
—Nadie. Supe que era así por la forma en que me hablaste.
—Quiere venir a verla —dijo Ana—. ¿Puedo decirle que sí?
—Sí, desde luego. No hay razón para lo contrario. Solo viene como viejo
amigo.
Ana tenía una opinión particular sobre el asunto cuando entró
apresuradamente en la casa y se dirigió al escritorio de la señorita Lavendar
para escribir un mensaje.
«¡Oh, qué delicia es ser parte de una novela! —pensó alegre—. Desde
luego que todo saldrá bien… Tiene que salir bien. Y Paul tendrá una madre
como necesita y todos serán felices. Pero el señor Irving se llevará lejos a la
señorita Lavendar, y Dios sabe qué le ocurrirá a la casita de piedra. Así que
esto también tiene dos caras, como todo en el mundo».
El importante mensaje fue escrito y la propia Ana lo llevó a la estafeta de
correos de Grafton, donde asaltó al cartero y le pidió que lo dejara en la
oficina de Avonlea.
—Es muy importante —le aseguró Ana ansiosamente.
El cartero era un viejo personaje algo gruñón que no parecía en absoluto
un mensajero de Cupido y Ana no estaba demasiado segura de poder
confiar en su memoria. Pero le respondió que haría todo lo posible por
acordarse y la muchacha tuvo que conformarse con eso.
Charlotta IV tuvo la sensación de que sobrevolaba algún misterio en la
casa de piedra aquella tarde, misterio del cual estaba excluida. La señorita
Lavendar vagaba distraída por el jardín. Ana parecía poseída por el
demonio de la inquietud y caminaba sin cesar. Charlotta IV resistió hasta
que se le acabó la paciencia. Entonces preguntó a Ana, aprovechando la
tercera peregrinación inútil por la cocina de aquella romántica jovencita.
—Por favor, señorita Shirley —imploró Charlotta IV con un indignado
movimiento de sus azules lazos—. Está claro que usted y la señorita
Lavendar tienen un secreto. Creo, señorita Shirley, y discúlpeme si soy
demasiado directa, que está muy mal que no me lo digan cuando nosotras
hemos sido tan amigas.
—Querida Charlotta, se lo hubiera contado todo si estuviera relacionado
conmigo, pero se refiere a la señorita Lavendar. Le daré una pista… pero si
no ocurre nada, no deberá decir palabra a nadie. Verá: el príncipe encantado
viene esta noche. Vino hace mucho, pero huyó en un momento de
insensatez y se fue lejos, olvidando el secreto del mágico sendero al castillo
encantado, donde la princesa lloraba por él con todo su fiel corazón. Pero al
fin lo recordó y la princesa aún espera, porque nadie, excepto su príncipe
encantado, puede sacarla del castillo.
—Oh, señorita Shirley, ¿podría dejar la poesía y ponerlo en prosa? —
preguntó la sorprendida Charlotta.
Ana se rio.
—En prosa, es que esta noche vendrá de visita un viejo amigo de la
señorita Lavendar.
—¿Quiere decir un antiguo pretendiente?
—Probablemente eso sea lo que quiero decir en prosa —contestó Ana
con seriedad—. Es el padre de Paul, Stephen Irving. Y Dios sabe qué
pasará, Charlotta, pero esperemos lo mejor.
—Espero que se case con la señorita Lavendar —fue la inequívoca
respuesta de Charlotta—. Algunas mujeres están destinadas a ser solteronas
y, señorita Shirley, me temo que yo soy una de ellas porque tengo muy poca
paciencia con los hombres. Pero la señorita Lavendar, no. Y he sufrido
mucho pensando qué sería de ella cuando yo tuviera que irme a Boston. No
hay más mujeres en nuestra familia y Dios sabe qué sería de ella si diera
con alguna extranjera que se riera de sus fantasías y lo dejara todo
desordenado y no le gustara que la llamasen Charlotta IV. Puede que
consiga alguna que no le rompa los platos, pero es seguro que no tendrá otra
que la quiera más.
Y la leal y pequeña doncella abrió la puerta del horno con un bufido.
Aquella tarde, como era costumbre, merendaron en La Morada del Eco,
pero en realidad nadie comió nada. Después del té, la señorita Lavendar fue
a su habitación y se puso su nuevo vestido de organdí; Ana le arregló el
cabello. Ambas estaban muy nerviosas, pero la señorita Lavendar fingía
tranquilidad y despreocupación.
—Mañana debo coser el roto de la cortina —dijo inquieta,
inspeccionándola como si fuese la cosa más importante del mundo—. Esa
cortina no ha salido tan buena como esperaba, considerando lo que pagué
por ella. Charlotta ha olvidado sacar el polvo al pasamanos de la escalera
otra vez. Tengo que decírselo.
Ana se hallaba sentada en los escalones del porche cuando vio que
Stephen Irving llegaba por el sendero y cruzaba el jardín.
—En este lugar, el tiempo no corre —dijo mirando alrededor—. Ni la
casa ni el jardín han cambiado en nada desde que estuve aquí hace
veinticinco años. Me hace rejuvenecer.
—Ya sabe usted que el tiempo no pasa en un lugar encantado —dijo Ana
con seriedad—. Es cuando llega el príncipe que ocurren cosas. Solo ocurren
cosas cuando llega el príncipe.
El señor Irving dedicó una sonrisa algo triste a aquel rostro lleno de
juventud y promesa.
—Algunas veces, el príncipe llega demasiado tarde —dijo.
Pero no le pidió a Ana que tradujera el comentario. Como todas las almas
gemelas, «lo comprendía».
—Oh, no, no si se trata del verdadero príncipe que llega para la verdadera
princesa —dijo Ana, mientras abría la puerta del salón. Una vez que el
señor Irving hubo entrado, la cerró, se volvió y vio en el vestíbulo a
Charlotta IV, que era toda sonrisas.
—Oh, señorita Shirley. —Suspiró—. Espié por la ventana de la cocina, y
es muy guapo y justo de la edad ideal para la señorita Lavendar, y, ¡oh,
señorita Shirley!, ¿estaría muy mal oír tras la puerta?
—Sería horroroso, Charlotta —respondió Ana con firmeza—. Así que
ven conmigo, lejos de la tentación.
—No tengo nada que hacer y es horrible esperar. —Suspiró Charlotta—.
¿Y qué ocurre si no se le declara? De los hombres no se puede estar nunca
segura. Mi hermana mayor, Charlotta I, una vez pensó que se había
comprometido. Pero resultó que él tenía una opinión diferente y ella dice
que no volverá a confiar otra vez en un hombre. Y sé de otro caso en que un
hombre pensó que quería mucho a una mujer, cuando en realidad a quien
quería era a la hermana. Si un hombre no sabe lo que quiere, ¿cómo va a
estar segura una pobre mujer?
—Iremos a la cocina y sacaremos brillo a las cucharas de plata —dijo
Ana—. Es una tarea que por suerte no requiere mucha concentración y nos
ayudará a pasar el tiempo.
Pasó una hora. Entonces, en el momento en que Ana sacaba brillo a la
última cuchara, oyeron que la puerta principal se cerraba. Ambas buscaron
los ojos de la otra.
—Oh, señorita Shirley —tartamudeó Charlotta—, si se va tan temprano,
es que no hay nada que hacer ni lo habrá.
Ambas salieron disparadas hacia la ventana. El señor Irving no tenía
intención de partir. Él y la señorita Lavendar estaban paseando lentamente
por el sendero central, en dirección al banco de piedra.
—Oh, señorita Shirley, ¡la coge de la cintura! —murmuró Charlotta IV
llena de alegría—. Debe de haberse declarado; de lo contrario, ella no se lo
permitiría.
Ana también cogió a Charlotta por la cintura y se pusieron a bailar hasta
quedar sin aliento.
—¡Oh, Charlotta! —gritó la muchacha con júbilo—. No soy adivina,
pero voy a hacer una profecía. Habrá boda en esta vieja casa de piedra antes
de que enrojezcan las hojas del arce. ¿Quieres que lo ponga en prosa,
Charlotta?
—No, eso lo entiendo —dijo esta—. Una boda no es poesía. Pero
¡señorita Shirley!, ¿por qué llora?
—Oh, porque es todo tan hermoso… y tan novelesco… y romántico… y
triste… —contestó Ana, secándose las lágrimas—. Es todo perfectamente
hermoso… pero, de algún modo, también hay algo de tristeza.
—Siempre hay un riesgo cuando te casas con alguien —concedió
Charlotta IV—, aunque, una vez que está hecho, señorita Shirley, hay
muchas cosas peores que el marido.
Capítulo 29
Poesía y prosa

D urante el mes siguiente, Ana vivió en el centro de lo que para los


habitantes de Avonlea podría considerarse un verdadero torbellino. Los
preparativos de su modesta maleta para Redmond pasaron a un
segundo plano. La señorita Lavendar lo estaba disponiendo todo para
casarse y la casa de piedra era el escenario de infinitas consultas, planes y
discusiones, con Charlotta IV revoloteando por todos lados presa de delicia
y asombro. Luego vino la modista, y con ella llegaron los más y los menos
a la hora de elegir modelo y tomar medidas. Ana y Diana pasaban la mitad
de su tiempo en La Morada del Eco y hubo noches en las que Ana no pudo
dormir pensando si había hecho bien en aconsejarle a la señorita Lavendar
el color marrón en vez del azul marino para su vestido de viaje y que se
hiciera un vestido princesa con la seda gris.
Todos los implicados en la historia de la señorita Lavendar estaban
felices. Paul Irving había salido disparado hacia Tejas Verdes a comentar las
nuevas con Ana nada más su padre se las hubo notificado.
—Sabía que podía confiar en que papá elegiría bien a mi segunda madre
—dijo orgullosamente—. Está muy bien tener un padre en quien se pueda
confiar, señorita. Adoro a la señorita Lavendar. La abuela también está
contenta. Dice que le alegra mucho de que papá no haya elegido a una
americana como segunda esposa, porque aunque salió bien la primera vez,
hay pocas probabilidades de que se repita. La señora Lynde dice que
aprueba sinceramente la unión. Y cree que quizá la señorita Lavendar
olvidará así sus ideas raras y será como los demás ahora que se casa. Pero
espero que no lo haga, porque a mí me gusta como es ahora. Y no quiero
que sea como los demás. Ya hay demasiados.
Charlotta IV también estaba radiante.
—¡Oh, señorita Shirley, todo ha salido tan bien! Cuando el señor Irving y
la señorita Lavendar vuelvan de su luna de miel, iré a Boston a vivir con
ellos. Y solo tengo quince años, y las otras chicas no fueron hasta los
dieciséis. ¿No es fantástico el señor Irving? Besa por donde ella pisa y a
veces tengo una sensación extraña cuando veo cómo la mira. No hay
palabras para describirlo, señorita Shirley. Estoy muy agradecida de que se
quieran tanto. Al fin y al cabo, es lo mejor, aunque algunas personas pueden
pasar sin ello. Yo tengo una tía que se casó tres veces y dice que la primera
vez lo hizo por amor y las otras dos por puro negocio y que fue feliz las tres
veces, excepto en los funerales. Pero creo que se arriesgó demasiado,
señorita Shirley.
—¡Es todo tan romántico! —Suspiró Ana aquella noche hablando con
Marilla—. Si aquel día no me hubiera equivocado de camino, habríamos
llegado a casa del señor Kimball sin conocer a la señorita Lavendar, y sino
la hubiese conocido, no habría llevado a Paul, y él nunca le habría
explicado a su padre sus visitas a la señorita Lavendar justo cuando el señor
Irving partía para San Francisco. El señor Irving dice que esa carta lo hizo
cambiar de idea, y mandó allí a su socio y él vino aquí. Hacía quince años
que no sabía nada de la señorita Lavendar. Alguien le había dicho que
estaba a punto de casarse, él lo creyó y no hizo más preguntas. Y ahora todo
termina bien. Y yo he contribuido a que así sea. Quizá, como dice la señora
Lynde, todo está predestinado y acaba por pasar de cualquier modo. Pero,
aun así, es agradable pensar que he sido un instrumento del destino. Sí, no
hay duda de que es muy romántico.
—Pues yo no veo nada de romántico —dijo Marilla algo bruscamente.
Pensaba que Ana ya tenía bastante trabajo con preparar sus cosas para la
universidad, sin «escaparse» a La Morada del Eco dos días de cada tres para
ayudar a la señorita Lavendar—. En primer lugar dos jóvenes se pelean y
rompen; entonces Stephen Irving se va a los Estados Unidos y después de
un tiempo se casa y es feliz. Luego muere su esposa y, pasado un período
decente, piensa en volver a su hogar a ver si su primera novia lo recibe.
Mientras tanto, ella continúa soltera, quizá porque no la pretendió nadie lo
suficientemente agradable. Se encuentran y deciden casarse. Ahora dime,
¿dónde está el romanticismo?
—Oh, explicado de este modo, no hay ninguno —murmuró Ana, como si
le hubieran tirado encima un cubo de agua fría—. Supongo que así es como
suena en prosa. Pero es muy distinto si se observa a través de la poesía; para
mí, es más bello.
Ana se irguió un poco, sus ojos brillaron y sus mejillas se sonrojaron.
Marilla miró el radiante rostro juvenil y refrenó sus impulsos sarcásticos.
Quizá comprendió que, al fin y al cabo, era mejor tener «la visión y
aptitudes divinas», como Ana; ese regalo que el mundo no puede dar ni
quitar, de mirar la vida a través de un cristal que hace que todo parezca
rodeado de una luz celestial y de una gloria y frescura invisibles para
quienes, como Charlotta IV y ella, veían la vida solo en prosa.
—¿Cuándo será la boda? —preguntó después de una breve pausa.
—El último miércoles de agosto. Se casarán en el jardín, debajo de la
enredadera de madreselvas, que es donde el señor Irving se declaró hace
veinticinco años. Marilla, es tan romántico, incluso puesto en prosa. No
estaremos más que la señora Irving, Paul, Gilbert, Diana y yo, y los primos
de la señorita Lavendar. Y partirán en el tren de las seis, en un viaje por la
costa del Pacífico. Cuando regresen en otoño, Paul y Charlotta IV irán a
Boston a vivir con ellos. Pero La Morada del Eco la conservarán tal como
es. Evidentemente, venderán las gallinas y la vaca, y asegurarán las
ventanas; pero volverán todos los veranos. ¡Estoy tan contenta! Me habría
dolido mucho pensar que la querida casa de piedra estaba desnuda y
desierta, con las habitaciones vacías… o peor aún, que vivían en ella otras
personas. Pero ahora sé que será tal como ha sido siempre, esperando el
verano para llenarla de nuevo de vida y risas.
En el mundo había más romances que el que vivían los maduros amantes
de la casa de piedra. Ana tropezó con uno de pronto una tarde que iba a la
Ladera del Huerto por el atajo del bosque y llegó al jardín de los Barry.
Diana Barry y Fred Wright estaban sentados bajo el gran sauce. Diana se
hallaba recostada contra el tronco gris, con las pestañas bajas y las mejillas
ruborosas; Fred le sostenía una mano e inclinaba su rostro hacia ella,
balbuceando algo en voz baja y tono serio. En aquel mágico instante solo
existían ellos sobre el mundo; así que no vieron a Ana, quien con una rápida
y comprensiva mirada, dio media vuelta silenciosamente y emprendió el
regreso a través del bosque de abetos; no se detuvo hasta llegar a su
buhardilla, donde tomó asiento junto a la ventana, jadeante por el esfuerzo,
y trató de reunir sus dispersos pensamientos.
—Diana y Fred están enamorados —murmuró—. ¡Oh!, eso es tan…
tan… tan… tan de adultos.
Ana sospechaba que Diana estaba dejando de ser fiel al melancólico
héroe byroniano de sus fantasías más tempranas. Pero como «las cosas que
se ven son más potentes que las que se oyen», la constatación de que era
realidad cayó sobre ella casi con la fuerza de una sorpresa, seguida por una
extraña y algo triste sensación, como si Diana hubiese entrado en un nuevo
mundo y hubiese cerrado la verja tras ella, dejando a Ana fuera.
«Todo está cambiando tan rápidamente que a veces me da miedo —pensó
Ana algo triste—, y me temo que traerá algún cambio entre Diana y yo.
Estoy segura de que después de esto no podré contarle todos mis secretos.
Podría repetírselos a Fred. ¿Qué ve en él? Es simpático y alegre…, pero no
es más que Frederic Wright».
Esta es siempre una pregunta desconcertante: ¿qué puede ver esa persona
en la otra? Pero cuan afortunado es que sea así, pues si todos vieran igual,
como dijo el viejo indio: «Todos querrían a mi mujer». Estaba claro que
Diana veía algo en Frederic Wright, algo que permanecía oculto a los ojos
de Ana. La tarde siguiente, Diana fue a Tejas Verdes convertida en una
dama pensativa y tímida, y le contó a Ana toda la historia en el oscuro retiro
de la buhardilla. Las jóvenes lloraron, se abrazaron y rieron.
—Soy tan feliz —dijo Diana—, pero parece completamente ridículo
pensar que estoy comprometida. ¡Yo!
—¿Cómo es estar comprometida? —quiso saber Ana con curiosidad.
—Bueno, todo depende de con quién lo estés —respondió Diana, con ese
hiriente aire de superioridad que se adopta cuando se está comprometido
con quien no lo está—. Con Fred, es maravilloso, pero pienso que sería
horrible estarlo con cualquier otro chico.
—Vaya, pues el resto de las mujeres quedaremos desconsoladas, puesto
que solo existe un solo Fred. —Se rio Ana.
—Oh, Ana, no lo entiendes —dijo Diana ofendida—. No quise decir eso.
Es tan difícil de explicar. No importa, ya lo entenderás cuando te llegue el
turno.
—Dios te bendiga, mi querida Diana, ya lo entiendo. ¿De qué sirve la
imaginación si no es precisamente para ayudarte a mirar la vida a través de
los ojos de los demás?
—Serás mi dama de honor, Ana. Prométemelo. No importa dónde estés
cuando yo me case.
—Vendré desde el confín de la tierra si es necesario —prometió Ana
solemnemente.
—Por supuesto, no será pronto —dijo Diana ruborizándose—. Tres años
por lo menos, porque yo tengo dieciocho y mamá dice que una hija suya no
se casará antes de los veintiuno. Además, el padre de Frederic va a comprar
la granja de Abraham Fletcher y dice que quiere tener pagadas unas dos
terceras partes antes de ponerla a nombre de su hijo. Aunque, de todas
maneras, tres años no es demasiado tiempo para preparar el ajuar. No tengo
hecha ninguna labor. Pero mañana empezaré a hacer tapetes de ganchillo;
Myra Gillis tenía treinta y siete tapetes cuando se casó, y pienso tener tantos
como ella.
—Supongo que sería imposible mantener una casa con solo treinta y seis
tapetes —concedió Ana con rostro solemne pero bailarines ojos.
Diana se sintió herida.
—Nunca creí que te burlarías de mí, Ana —le reprochó.
—Querida, no me estaba burlando de ti —dijo Ana con arrepentimiento
—. Solo te estaba molestando un poquito. Creo que serás el ama de casa
más dulce del mundo. Y creo que es encantador que ya hagas planes para la
casa de tus sueños.
Nada más terminó de pronunciar «casa de tus sueños», su fantasía
empezó a galopar e inmediatamente comenzó el montaje de una de su
propiedad. Por supuesto, era de un dueño ideal, enigmático, arrogante y
melancólico; pero Gilbert Blythe persistía en tomar parte en todo,
ayudándola a disponer cuadros, a proyectar jardines y a llevar a cabo mil
funciones que un héroe melancólico y orgulloso consideraría poco dignas.
Ana trató de desterrar la imagen de Gilbert de su castillo en el aire, pero,
como continuaba allí, Ana, viéndose en un apuro, lo dejó estar y continuó
su arquitectura aérea con tal éxito que su «casa de los sueños» estuvo
construida y amueblada antes de que Diana volviera a hablar.
—Supongo que encontrarás extraño que me guste tanto Frederic cuando
es tan distinto al tipo de hombre con quien yo siempre dije que me casaría,
un hombre alto y esbelto; pero, no sé por qué, no me gustaría que Fred fuera
alto y esbelto… porque, ¿sabes?, entonces no sería Frederic. Por supuesto
—añadió Diana algo afligida—, haremos una pareja terriblemente
gordinflona. Pero, al fin y al cabo, lo prefiero a que uno de nosotros sea
bajo y grueso y el otro alto y delgado, como Morgan Sloane y su esposa. La
señora Lynde dice que no puede dejar de pensar en ello cuando los ve
juntos.
—Bueno —se dijo Ana aquella noche, mientras se cepillaba el cabello
ante su espejo de marco dorado—. Estoy contenta de que Diana esté tan
feliz y satisfecha. Pero cuando llegue mi turno, si es que llega, espero que
sea más emocionante. Aunque Diana pensaba así antes. La he oído decir
una y otra vez que nunca se comprometería en un lugar común o de forma
vulgar y… que su pretendiente tendría que hacer algo extraordinario para
ganar su corazón. Pero ha cambiado. Quizá yo también lo haga. Pero no…
Y estoy decidida a no hacerlo. ¡Ah, creo que estos compromisos son
terriblemente turbadores cuando quien se compromete es tu mejor amiga!
Capítulo 30
Una boda en la casa de piedra

L dlegó la última semana de agosto, la semana en que la señorita


Lavendar iba a contraer matrimonio. Quince días después, Ana y
Gilbert partirían hacia el colegio de Redmond. En el término de una
semana, la señora Lynde se mudaría a Tejas Verdes y se instalaría en el
hasta entonces vacío cuarto de huéspedes, que ya había sido preparado a tal
efecto. Había vendido todas sus pertenencias superfluas en subasta y en
aquellos momentos se distraía ayudando a los Allan en la mudanza. El
señor Allan debía pronunciar su sermón de despedida el domingo siguiente.
«El viejo orden cambiaba rápidamente para dar lugar al nuevo», pensaba
Ana, la tristeza empañando un poco todo su entusiasmo y felicidad.
—Los cambios no siempre son agradables, pero sí excelentes —dijo el
señor Harrison con filosofía—. Dos años es un tiempo casi suficiente para
que las cosas permanezcan tal cual. Si se quedasen así mucho más,
enmohecerían.
El señor Harrison se hallaba fumando en el porche. Su mujer se había
sacrificado y le había dicho que podía fumar entro de la casa, siempre y
cuando lo hiciera junto a una ventana abierta. El esposo respondió a esta
concesión yendo a fumar al aire libre durante el buen tiempo, así que
reinaba la paz.
Ana había acudido a pedirle al señor Harrison algunas de sus dalias
amarillas. Diana y ella pensaban ir aquella misma tarde a La Morada del
Eco a ayudar a la señorita Lavendar y a Charlotta IV en los preparativos
finales para la boda del día siguiente. La señorita Lavendar nunca había
tenido dalias; no le gustaban y no eran adecuadas para el elegante retiro de
su jardín chapado a la antigua. Pero en Avonlea, y en los aledaños, aquel
verano apenas había flores por culpa de la tormenta del tío Abe, y Ana y
Diana creían que cierto cántaro de piedra de color crema, generalmente
dedicado a guardar buñuelos, decorado con dalias amarillas, quedaría
perfecto en un sombrío ángulo de las escaleras de la casa de piedra, contra
el oscuro fondo del rojo empapelado del vestíbulo.
—Supongo que dentro de quince días te marcharás a la universidad —
continuó el señor Harrison—. Bueno, Emily y yo vamos a echarte
muchísimo de menos. Aunque la señora Lynde estará allí en tu lugar. No
podían haber encontrado mejor sustituta.
Resulta difícil trasladar la ironía en la voz del señor Harrison al papel: a
pesar de la intimidad entre su esposa y la señora Lynde, lo mejor que podía
decirse de las relaciones entre esa señora y el señor Harrison era que, bajo
el nuevo régimen, mantenían una neutralidad armada.
—Sí, me voy —dijo Ana—. Estoy muy contenta con la cabeza… y muy
triste con el corazón.
—Supongo que conseguirás todos los premios y honores que anden
sueltos por Redmond.
—Puede que trate de obtener uno o dos —confesó Ana—, pero ya no me
importan tanto como hace dos años. Lo que quiero sacar de la universidad
es algún conocimiento sobre la mejor forma de vivir la vida para sacarle el
máximo provecho. Quiero aprender a entender y a ayudar a los demás y a
mí misma.
El señor Harrison asintió.
—De eso precisamente se trata. En lugar de producir bachilleres tan
llenos de enciclopedias y vanidad que no les queda lugar para otra cosa, la
universidad debería tener ese objetivo. Tienes razón, Ana, la universidad no
podrá hacerte mucho daño.
Diana y Ana fueron a La Morada del Eco después del té, y llevaron
consigo todas las flores que obtuvieron de varias expediciones a los jardines
propios y del vecindario. La casa bullía de excitación. Charlotta IV iba de
un lado a otro con tal energía que sus lazos azules parecían poseer el don de
la ubicuidad. Como el estandarte de Navarra, los lazos azules de Charlotta
siempre estaban en lo más reñido de la batalla.
—Gracias a Dios que han venido —dijo con devoción—. Hay montones
de cosas por hacer. Y el glaseado del pastel no se endurece… Y todavía
queda toda la plata por pulir, y hay que cargar las maletas en el carro, y los
pollos para la ensalada andan corriendo por el gallinero, cacareando,
señorita Shirley. Y no puedo confiar en que la señorita Lavendar haga nada.
Me alegré cuando el señor Irving vino y la llevó a pasear por los bosques.
El noviazgo está muy bien, señorita Shirley, pero si se mezcla con los
fogones y el estropajo, se estropea todo. Esa es mi opinión, señorita Shirley.
Las dos muchachas trabajaron tanto que cuando dieron las diez, hasta
Charlotta IV estaba satisfecha. Se peinó el pelo con innumerables trenzas y
dejó que sus cansados huesos se desplomaran en la cama.
—Pero estoy segura de que no voy a pegar ojo, señorita Shirley, por
temor a que algo vaya mal en el último minuto, que la crema no se espese o
que el señor Irving tenga un ataque y no pueda venir.
—No tendrá la costumbre de tener ataques, ¿verdad? — preguntó Diana,
a punto de esbozar una sonrisa. Para la muchacha, Charlotta IV aunque no
era una belleza, sí un constante motivo de alegría.
—Los ataques no son cosas de la costumbre —contestó Charlotta IV con
dignidad—. Ocurren, sin más. Cualquiera puede tener un ataque. No es
necesario aprender. El señor Irving se parece mucho a un tío mío que tuvo
uno un día al sentarse a almorzar. Pero quizá todo salga bien. En este
mundo se debe esperar lo mejor, prepararse para lo peor y aceptar lo que
Dios envía.
—Lo único que me preocupa es que mañana no haga buen tiempo —dijo
Diana—. El tío Abe predijo lluvia para mediados de semana y desde la gran
tormenta no puedo evitar pensar que hay mucho de cierto en lo que dice.
Ana, que sabía mejor que Diana cuánto tenía que ver el tío Abe con la
tormenta, no estaba muy preocupada por aquello. Durmió bien y la despertó
Charlotta IV a hora intempestiva.
—Oh, señorita Shirley, siento despertarla tan temprano —decía junto al
ojo de la cerradura—, pero todavía queda tanto por hacer y, señorita Shirley,
tengo miedo de que llueva y quisiera que se levantase para decirme que no
lo va a hacer.
Ana voló a la ventana, deseando que Charlotta IV hablara así para que
saliera de la cama. Pero, ¡oh, la mañana parecía poco propicia! Bajo la
ventana, el jardín de la señorita Lavendar, que debía ser una gloria
iluminada por la naciente luz solar, estaba oscuro y el cielo se hallaba
cubierto de nubes.
—¡Es terrible! —exclamó Diana.
—Debemos esperar lo mejor —dijo Ana con resolución—. Si no llueve,
es mejor un día fresco como este a uno caluroso y soleado.
—Pero lloverá —profetizó Charlotta, entrando en la habitación como una
divertida figura, con sus innumerables rizos atados con cintas apuntando en
todas direcciones—. Aguantará hasta el último momento y entonces
comenzará a llover a cántaros. Y todos los invitados se mojarán, y se llenará
la casa de lodo, y no se podrán casar bajo la madreselva, y es de muy mal
augurio que no brille el sol en una boda, diga usted lo que quiera, señorita
Shirley. Ya sabía yo que era demasiado bonito para que durara.
Al parecer, Charlotta IV le había pedido prestada la voz a Eliza Andrew.
No llovió, aunque todo el día amenazó con hacerlo. A mediodía las
habitaciones estaban decoradas, la mesa magníficamente dispuesta, y arriba
aguardaba una novia, «vestida para su esposo».
—Está muy hermosa —dijo Ana.
—Hermosa —confirmó Diana.
—Todo está preparado, señorita Shirley, y todavía no ha ocurrido nada
malo. —Fue el alegre comentario de Charlotta cuando se trasladó a su
habitación para vestirse. Volaron los rizos y la maraña consiguiente fue
reducida a dos trenzas y atada, no con dos lazos, sino con cuatro, de
flamante cinta azul brillante. Los dos lazos superiores daban la impresión
de ser dos alas que surgían del cuello de la muchacha, con un aire que
recordaba a los querubines de Rafael. Pero Charlotta pensaba que le
quedaban bien y después de deslizarse dentro de un vestido blanco, tan
almidonado que podía quedarse de pie sin ayuda, se contempló en el espejo
con gran satisfacción, sentimiento que duró hasta que salió al vestíbulo y
vio una alta muchacha con un vestido que caía suavemente sobre su cuerpo,
que estaba prendiendo unas flores blancas en forma de estrella en los suaves
rizos de su rojo cabello.
«Oh, nunca podré parecerme a la señorita Shirley —pensó tristemente la
pobre Charlotta—. Hay que nacer así… Al parecer, la práctica no otorga ese
aire».
Sobre la una, los huéspedes ya estaban todos allí, incluyendo al señor
Allan y a su esposa, quien debía llevar a cabo la ceremonia en ausencia del
pastor de Grafton, que estaba de vacaciones. No fue una boda formal. La
señorita Lavendar bajó las escaleras, al pie de las cuales la esperaba el
novio y, al tomarle él la mano, la miró a los ojos de tal modo que Charlotta
IV sintió la sensación más extraña que jamás había experimentado. Fueron
bajo la madreselva, donde los esperaba el señor Allan. Los huéspedes se
agruparon como gustaron. Ana y Diana permanecieron junto al banco de
piedra, con Charlotta IV entre ellas, tomando desesperada sus manos entre
las suyas, frías y trémulas.
El señor Allan abrió su libro azul y la ceremonia comenzó. En el mismo
momento en que la señorita Lavendar y Stephen eran consagrados marido y
mujer, ocurrió algo muy hermoso y simbólico. El sol brilló de pronto y
alumbró a la feliz novia. El jardín revivió inmediatamente con sus luces
parpadeantes y sus sombras danzarinas.
«¡Qué presagio más hermoso!», pensó Ana mientras corría a besar a la
novia.
A continuación, las tres chicas dejaron a la pareja rodeada de los
invitados, y se dirigieron al interior de la casa a comprobar que todo
estuviera dispuesto para la fiesta.
—Gracias a Dios, ya ha terminado, señorita Shirley —suspiró Charlotta
IV—, y ya están casados, pase lo que pase. Las bolsitas con arroz están en
la despensa, señorita, y los zapatos viejos detrás de la puerta, y he dejado la
nata en los escalones de la bodega.
El señor Irving y su esposa se fueron a las dos y media, y todos los
acompañaron hasta Bright River para verlos tomar el tren de la tarde.
Cuando la señorita Lavendar —es decir, la señora Irving— atravesó el
umbral de su antiguo hogar, Gilbert y las chicas tiraron arroz, y Charlotta
IV lanzó un zapato viejo con tan buena puntería, que le dio al señor Allan
en la cabeza. Pero el adiós más hermoso estaba reservado para Paul. Salió al
porche y empezó a agitar con ganas una gran campanilla de bronce que
adornaba la repisa de la chimenea del comedor. La única intención de Paul
era hacer ruido, pero cuando cesó, llegó el tañido de «campanas de boda
encantadas», que sonaban clara y dulcemente, cada vez más débiles, como
si los amados ecos de la señorita Lavendar la estuviesen despidiendo. Y así,
en medio de aquella bendición de dulces sonidos, la señorita Lavendar
abandonó su vieja vida de sueños y fantasías en dirección a una nueva de
realidades en el ajetreo del mundo.
Dos horas más tarde, Ana y Charlotta IV volvían a encontrarse en el
sendero de la casa. Gilbert había ido a West Grafton con un recado y Diana
tenía un compromiso en casa. Las dos muchachas habían regresado para
poner un poco de orden y cerrar la casita de piedra. El jardín era un charco
dorado de tardía luz solar, con mariposas que revoloteaban y abejas que
zumbaban; pero la casita tenía ya ese aire indefinido de desolación que
siempre sigue a una fiesta.
—Oh, no me diga que no parece solitaria —dijo Charlotta IV, que había
estado llorando todo el camino de vuelta de la estación—. Al final, una vez
que todo ha terminado, no es que una boda sea más alegre que un funeral,
señorita Shirley.
Tuvieron una tarde ajetreada. Debían quitar la decoración, lavar los
platos y guardar las golosinas sobrantes en una cesta, para deleite de los
hermanos menores de Charlotta IV. Ana no descansó hasta que todo estuvo
en perfecto orden. Después de la partida de Charlotta IV, Ana recorrió las
quietas estancias, sintiéndose como alguien que cruza en soledad el desierto
salón de un banquete, y echó los postigos. Entonces cerró la puerta con
llave y se sentó bajo el álamo plateado a esperar a Gilbert, extremadamente
cansada, pero no tanto como para no seguir pensando larga y tendidamente.
—¿En qué piensas, Ana? —preguntó Gilbert, que se acercaba por el
sendero.
Había dejado el caballo y el carro en el camino.
—En la señorita Lavendar y el señor Irving —respondió con aire soñador
—. ¿No te parece hermoso cómo ha sucedido todo, cómo se han reunido
después de todos estos años de separación e incomprensión?
—Sí, es hermoso —dijo Gilbert, mirando fijamente al rostro alzado de
Ana—, pero ¿no habría sido aún más hermoso si no hubiera habido
separación e incomprensión, si hubieran recorrido de la mano todo el
camino de la vida, sin otros recuerdos que los compartidos?
Por un instante, el corazón de Ana se aceleró y, por primera vez, no pudo
sostener la mirada de Gilbert y un rubor rosado tiñó sus pálidas mejillas.
Era como si el velo que cubría su consciencia se hubiese caído, revelándole
sentimientos y realidades insospechados. Quizá, al fin y al cabo, el romance
no llegaba con pompa y esplendor, como un caballero andante; quizá se
deslizaba a nuestro lado en voz baja como un viejo amigo; quizá se revelaba
en prosa, hasta que una repentina iluminación que recorría sus páginas
traicionaba el ritmo y la música; quizá… quizá… el amor se desarrollaba de
forma natural a partir de una hermosa amistad, como el corazón de una rosa
dorada crecía de su tallo.
Pero entonces, el velo volvió a caer, aunque la Ana que recorrió el oscuro
sendero no era la misma que llegó alegre la noche antes. Un dedo invisible
había pasado la página de la niñez, y ante ella estaba la página de la
adolescencia, con todo sus encantos y misterios, sus gozos y sombras.
Sabiamente, Gilbert no dijo nada más, pero en su silencio, y recordando
el rubor en las mejillas de Ana, intuyó la historia de los cuatro años
siguientes. Cuatro años de trabajo duro y feliz… y después, el galardón del
saber útil y merecido y de una novia ganada.
En el jardín a sus espaldas, la casita de piedra se fundía
melancólicamente con las sombras. Estaba sola, aunque no abandonada.
Los sueños, las risas y la alegría de vivir todavía no habían terminado para
ella; la casita de piedra disfrutaría de futuros veranos. Mientras tanto,
esperaría. Y sobre el río, apresado por púrpuras cadenas, el eco aguardaba
su momento.
Ana Shirley, un personaje que vuelve para robarnos el corazón.
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«Ana era una de esas criaturas que iluminaban por
naturaleza. Cuando dirigía una sonrisa o una palabra
a alguien, esa persona veía la vida hermosa y llena de
esperanzas, por lo menos durante ese instante.»
Título: Ana, la de Tejas Verdes 2: Ana, la de la isla

Edición en formato digital: febrero de 2021

© Lucy Maud Montgomery, 2011


© Diseño de cubierta: Lola Rodríguez
Imagen de cubierta: © Liliya Rodnikova
© de esta edición, Antonio Vallardi Editore S.U.r.l., Milán. Duomo ediciones es un sello de Antonio
Vallardi Editore., 2012
Todos los derechos reservados

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