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Juan Ramón Manjarrez

(San Ignacio, Sinaloa, 1958).


Es egresado de la Escuela de
Filosofía y Letras de la Universidad
Autónoma de Sinaloa, en la licenciatura de
Lengua y Literatura Hispánicas. Tiene
estudios de maestría y doctorado en
Desarrollo Humano. Como escritor ha
publicado un libro de cuentos y sus relatos
han sido antologados en Cien Años del
Cuento en Sinaloa, Antología del Cuento
Sinaloense y Lecturas Sinaloenses. Fue Crónicas
Director General de la Dirección de
Investigación y Fomento de Cultura Regional
de Sinaloa y Subsecretario de Desarrollo
del Ejécatl
Educativo y Vinculación Social en la
Secretaría de Educación Pública y Cultura de Juan Ramón
Sinaloa. Actualmente, Juan Ramón Manjarrez
es Promotor y Facilitador Cultural. Es Manjarrez Peñuelas
miembro del Seminario de Cultura
Mexicana, capítulo Culiacán.
Forma parte del Consejo
Editorial del Colegio de
Bachilleres del Estado de
Sinaloa. Es integrante de la
Asociación de Cronistas del
Estado de Sinaloa y cronista
del municipio de San Ignacio,
Sinaloa.

Ilustraciones de I T O C O N T R E R A S
Crónicas
del Ejécatl

Juan Ramón Manjarrez Peñuelas


Crónicas del Ejécatl,
Juan Ramón Manjarrez Peñuelas

Primera edición 2019


© Derechos Reservados
Textos, Juan Ramón Manjarrez Peñuelas
© Derechos Reservados
Ilustraciones, José Alfredo Contreras Godínez, Ito Contreras
Culiacán Rosales, Sinaloa, octubre de 2019

Cuidado de la edición: Guadalupe Ledesma


Diseño e ilustración: Ito Contreras

Edición con fines de difusión cultural. No lucrativa.


Hecho en México / Printed in Mexico
Presentación

C
rónicas del Ejécatl, es un viaje a través de
pasajes históricos y actuales de San Igna-
cio. Durante el recorrido, Juan Ramón Man-
jarrez nos platica del arribo de los jesuitas a la
región, quienes con la cruz como punta de lanza
llegaron a predicar la palabra de Dios entre una
raza que desde entonces ya se hablaba de tú con
el diablo.

Nos lleva por los caminos olorosos a pólvora que


transitaron los sanignacenses, que sin dudarlo
hicieron causa común en la defensa de los pos-
tulados del movimiento de Reforma y la Revolu-
ción mexicana, y que con su heroísmo tiñeron de
rojo las aguas del río Piaxtla.

Con un justo manejo de la prosa, Juan Ramón es-


cribe los recuerdos de un pueblo que, a pesar de 5
las fatalidades y los golpes de la vida, sacó fuer-
zas de su orgullo para reírse de la muerte y can-
tar como cantan los pájaros.

Los que abran la puerta de este libro, van a des-


cubrir personajes como el Gordonio, el Sombras
o el Bulliringues, quienes por mérito propio en-
traron con el pie derecho al anecdotario del te-
rruño que los viera nacer, y cuyas andanzas han
sido reseñadas puntualmente con el fino humor
que distingue al autor.

No podían faltar en estas páginas las leyendas


de aparecidos, que con los años se han magni-
ficado al pasar de boca en boca. Muestra de ello
son La capilla del diablo y La casa de tres pisos de
las que, juran muchos, por las noches emergen
fantasmas, que como sábanas blancas recorren
los callejones oscuros del caserío.

Estas crónicas, aunque tienen un carácter local,


no dejan de ser también universales, porque las
historias aquí contadas se repiten como el ama-
necer en muchos otros lugares del mundo.

Guadalupe Ledesma

6
San Ignacio,
un relampagueante
galope por su historia
E
n la división política del estado de Sinaloa, el
sur empieza en San Ignacio. Es el municipio
de la sima de entrada a la sierra madre y es
la cima del techo de Sinaloa (Los Frailes). Su río
Piaxtla nace en las montañas, cruza por el centro
y se convierte en mar, para luego reiniciar su mi-
lenario recorrido: Tropel de agua, arena en el mar,
asunción de la brisa, nubes de algodón, rompe-
cabezas del cielo, acueducto natural.

Y más allá, en la profundidad de los años (1630-


1633), el padre jesuita Diego González de Cueto,
logró por fin y después de tantas tribulaciones,
hacer contacto con los temidos hinas, en unas
“espaciosas mesas de arenales” fundando ahí la
primera iglesia que bautizó con el nombre de El
Espíritu Santo. Después, de sus termales veneros
de agua bendita, fueron surgiendo los pueblos
9
que ahora pueblan (algunos) el municipio: San-
tiago Apóstol, Santa Apolonia, San Jerónimo de
Ajoya, San Sebastián de Guaimino, San Ignacio,
San Juan, San Agustín y San Javier; luego vinieron
otros que no alcanzaron la santidad: Cabazán, El
Carmen, Palmarito, Ixpalino, Coyotitán, El Limón
de los Peraza, Camino Real, Piaxtla y Dimas.

El siglo XIX y los primeros años del XX, entinta-


ron de oro reluciente las montañas de San Igna-
cio y los caminos se llenaron de gambusinos y
arrieros, y los pueblos de algarabía y de grandes
tiendas, de cantinas y billares, de hostales y pos-
tas. Heraclio Bernal pasó de bandolero a bandido
generoso, de El Rayo de Sinaloa a precursor de
la Revolución mexicana. El mineral de El Tambor,
de la comisaría de Campanillas, fue el último fi-
lón dorado de esa época que poco a poco se fue
diluyendo, decolorándose hasta quedar en un
relavado color estepario y en el fondo de las que-
bradas, las copelas de oro y el canto primero de
Ignacio Pérez Meza (Luis Pérez Meza).

Pero como toda cima tiene su sima, déjenme


ubicar aquí, casi al inicio de este periodo (8 de fe-
brero de 1811), la estrepitosa derrota sufrida por
el insurgente José María González de Hermosillo,
en su intento por tomar la plaza de San Ignacio,
10
que estaba en manos de los realistas, y sumarla
al movimiento de insurrección iniciado por Miguel
Hidalgo y Costilla en el centro del país. Queda en
las alturas, entonces, y en pleno movimiento de
Reforma, el triunfo de Feliciano Roque frente al
ejército francés, el más poderoso del mundo, que
en los primeros días de febrero de 1865 pudo
derrotarlo con un grupo de indígenas, armados
con arcos y flechas y pertrechados en el mira-
dor de la Mesa, evitando que el pueblo de San
Ignacio cayera en manos del ejército invasor. Por
este hecho de guerra el general Ramón Corona,
nombró a Feliciano Roque, general en jefe de las
fuerzas indígenas.

Fuimos pasando lentamente de la arquitectu-


ra vernácula a la colonial (donde parece que el
tiempo se detuvo para beneficio, ahora, de los
que bien podrían ser pueblos mágicos).

Luego vino la Revolución mexicana, y los gene-


rales sanignacenses Gabriel Leyva Velázquez,
Rafael Aguirre Manjarrez y Miguel V. Laveaga,
se incorporaron a la fuerza armada con la que
se pretendió inicialmente restablecer el orden
constitucional trastocado por la traición de Vic-
toriano Huerta.
11
El 13 de agosto de 1913, Rafael Buelna, “al fren-
te de cuarenta hombres, cayó inesperadamen-
te sobre las avanzadas federales y, sin disparar
un tiro, hizo los primeros prisioneros, entrando
violentamente hasta el centro de la población e
iniciando un vigoroso ataque sobre la iglesia, en
cuyas azoteas y torres (sic) se encontraban pa-
rapetados los gobiernistas” 1. Con esta batalla
celebrada en San Ignacio, el joven Buelna puso
su primer copela, a lo que después sería su gra-
nito de oro.

El siglo XX siguió cruzando lentamente el muni-


cipio. En 1930 el quinto censo de población re-
gistró 1 772 habitantes en la cabecera municipal,
631 en Ixpalino, 470 en Dimas, 344 en Piaxtla,
342 en San Javier, 330 en Cabazán, 270 en Coyo-
titán, 266 en Santa Apolonia y 133 en El Carmen.

Los apellidos de prosapia, alcurnia, abolengo,


linaje, estirpe, ascendencia, casta, progenie,
(espacio para tomar una bocanada de aire) al-
canzaron su máximo esplendor: Alarid, Arella-
no, Almaral, Canizales, Bastidas, Bernal, Bonilla,
Burgueño, Carranza, Castelo, Catalán, Escobosa,
Figueroa, Gamboa, Lafarga, Leyva, Loaiza, Man-
cillas, Manjarrez, Maldonado, Milán, Millán, Ne-
vares, Osuna, Pardo, Perales, Rochín, Salcido,
Sarabia, Torróntegui, Torrero, Tostado, Valverde,
12 Zazueta, Zúñiga, entre otros.
El 21 de febrero de 1944, el gobernador sanigna-
cense Rodolfo T. Loaiza fue asesinado un martes
de carnaval en el puerto de Mazatlán.

El general Gabriel Leyva Velázquez fue goberna-


dor de 1957 a 1962 y su legado cultural sirvio
de cimiento a las instituciones y movimientos
culturales de ahora. Luego, en el último cuarto
del siglo, el dorado “triángulo dorado” nos tocó
de refilón y aparecieron, primero los gomeros y
luego los narcos. La Operación cóndor prendió la
mecha y propició el incendio que hasta ahora no
se ha podido ni siquiera controlar.

En 1977 el presidente López Portillo entregó, por


fin, el añorado puente con el que tanto habían
soñado los sanignacenses de la cabecera muni-
cipal y entró en desuso la batanga de don Santos
Ríos, el marinero de agua dulce, como dijera el
Manolo Bastidas, y la canoa con todo y garrocha
del Chacho Calderón.

En 1978, una expedición, bastante bien organi-


zada (se ocuparon 18 bestias para trasportar el
equipo), llegó a la base de los Frailes con el pro-
pósito de conquistar la cumbre del Fraile mayor
(el pico más alto de los tres). El 23 de marzo, por
fin cuatro de los expedicionarios hicieron cumbre
por primera vez en la historia de la cima del te-
cho de Sinaloa, el resto lo hizo el día siguiente. 13
En el centro de la cima dejaron una bandera del
Club de Exploradores de México y en un enva-
se de película, el siguiente texto de puño y letra
de Alfredo Careaga Cervera, que dice: “El triunfo
del Hombre sobre las cumbres de las montañas
es tan grande que sólo se compara con la gran-
deza y el entusiasmo de los que son capaces de
conquistarlas: Alfredo Careaga Pardavé, Alfredo
Careaga Cervera, Andrés Hiriart Rodríguez, Mi-
guel Aguilar Silva, Gerardo Ávalos, Jorge Flores
Saldaña, Leonardo Patiño. 23 y 24 de marzo de
1978” 2.

El siglo XXI sorprendió al padre Mariano Solór-


zano, junto con un grupo de laicos ignacianos
comprometidos, construyendo una escultura de
20 metros (el Cristo de la Mesa) para festejar los
dos mil años del cristianismo.

Y así, sin querer, ya le hemos carcomido un buen


pedazo de tiempo a este siglo en el que, según
algunas predicciones, los seres humanos serán
potencialmente inmortales.

1
Valadés, José C. Rafael Buelna. Las Caballerías de la Revolución.
México, Secretaría de Cultura. Diciembre de 2018.
2
Con Información de la revista México Desconocido y de Ángel
Eduardo Rivera Medina, de Culiacán Adventures.
14
La casa de tres pisos
N
unca se supo cómo ni cuándo exactamen-
te llegó Diamantina a vivir a San Ignacio.
Así, de la noche a la mañana apareció ha-
bitando la vetusta y abandonada casona de los
tres pisos que está frente a la plazuela. Al prin-
cipio hubo curiosidad entre los vecinos por saber
quién era esa señora güerita, de pelo rubio y ojos
color de mar que, acompañada de un niño, se
había animado a hospedarse en esa finca de tan
tétrica fama, pues se sabía, desde entonces, que
en la época de la Revolución mexicana vivió allí
un médico muy querido por las familias poten-
tadas de San Ignacio, cuando la casa fue tomada
como fortín por un grupo de maderistas, quienes
sostuvieron un tiroteo hacia el tejado de la iglesia
donde estaban apostadas las fuerzas porfiristas
que resistían a golpe de bala, en defensa de la
plaza.
17
El doctor ya había sido advertido que no se aso-
mara por ningún lado, so pena de ser alcanzado
por una bala, pero no hizo caso. Abrió una de las
ventanas del tercer piso y pertrechado sobre un
muro inclinó ligeramente el cuerpo y asomó la
cara para mirar hacia la iglesia, recibiendo un cer-
tero impacto de bala, de un máuser 7 milímetros,
tres dedos arriba del entrecejo. Instintivamente,
el doctor puso las manos en su frente como que-
riendo tapar la herida. Luego, en acto de muerte,
regresó a su posición inicial, quedando de pie y
con la cabeza pegada en el muro y las palmas de
sus manos ensangrentadas sobre la pared, como
sosteniéndose para no caerse.

La confrontación terminó y las fuerzas revolu-


cionarias tomaron la población mientras que la
familia del doctor recogió el cuerpo y abando-
nó el pueblo sin que nadie supiera de ella. Des-
de entonces los vecinos de la casona dicen que
no pasa noche sin que no escuchen lamentos y
llamados de auxilio, que provienen precisamen-
te del tercer piso a la altura de donde están las
huellas rojas de las manos del doctor y de su cara
estampada como serigrafía sobre el enjarre de la
habitación. Algunas personas, acompañadas por
un sacerdote, intentaron borrar las huellas de
sangre, pero fue inútil; después de tanto tiempo
18
aún permanecen allí.
Por eso la llegada de Diamantina acompañada
de un niño como de seis años, impecablemente
vestido: pantalones cortos, zapatos medio botín,
camisa de manga larga, tirantes para sostener
los pantalones, y una boina vasca con una míni-
ma visera al frente, causó curiosidad y extrañe-
za. Diamantina vivió por lo menos quince años en
esa casona sin que nadie hubiese tenido noticias
de su pasado y sin que ella renegara de ruidos
extraños o aparecidos. Sólo se sabía que había
clausurado el segundo y tercer piso de la casa y
que ella habitaba exclusivamente la planta baja.
Tuvo poco contacto con los vecinos quienes muy
pronto se acostumbraron a la rutina que cumplía:
Los sábados salía a la tienda, que estaba a unos
cuantos metros de la casa, a comprar mandado.
Entre semana, llevaba al niño a la escuela aga-
rrado de la mano y en absoluto silencio. Luego a
la hora del recreo y en cuanto veía al niño salir al
patio, ella rápidamente se acercaba y le compra-
ba alguna golosina y esperaba allí hasta que la
media hora del recreo terminaba y Rubencito re-
gresaba al salón de clases. A mediodía lo recogía
y de pasada entraban un momento a la iglesia
haciendo una breve oración en silencio. Rubenci-
to no tenía amigos ni salía nunca a jugar a la calle.

Invariablemente, el primer lunes de cada mes,


ella y el niño, quien ese día no iba a la escuela, 19
tomaban el camión rumbo a Mazatlán y regresa-
ban en el último tranvía de la tarde. Alguien dijo
que una vez los había visto entrar a un banco y
cómo el gerente los recibía con comedimiento.
No había más qué decir de ellos. Así pasaron los
años y Rubencito fue creciendo y convirtiéndose
en un mocetón un poco torpe e ingenuo, debido a
la sobreprotección de Diamantina, hasta que un
buen día, y ya en edad de merecer, Rubén cruzó
miradas con una muchacha que vendía dulces en
la plazuela y pudo sentir cómo una parvada de
colibríes salía volando de su corazón, cada vez
que la veía.

Sonsacado por la dulcera y en un descuido de


Diamantina, Rubencito metió a la muchacha a
la casa e inició una relación furtiva que marcaría
para siempre el destino fatal de su madre. Fue
hasta aquella tarde en que Diamantina descubrió
en el fondo del patio el enjambre de colibríes dan-
zando como borbotones de agua caliente, muy
cerca del brocal de la noria, cuando comprendió
que su Rubencito había crecido demasiado. Pero
ya no hubo tiempo de rectificar.

Esa misma vez ya muy entrada la noche, se es-


cuchó el traqueteo constante de un martillo. La
casa amaneció tapiada con fajillas de amapas y
20
deshabitada nuevamente.
Algunos años después, un gambusino que bajó
del mineral El Tambor a vender pepitas de oro en
la tienda de los Milán, contó que Diamantina era
descendiente de un soldado francés que había
huido hacia la sierra después de una refriega que
tuvo su regimiento en la costa de Culiacán. Que
Diamantina había trabajado como criada en una
hacienda de Durango y que su patrón abusó se-
xualmente de ella, hasta que la embarazó, para
luego obligarla a reconocer públicamente que
ese niño era hijo legítimo de sus patrones y que,
a cambio, ella mantuvo el trabajo y el privilegio
de estar cerca del infante, ya que le habían asig-
nado la responsabilidad de ser su nodriza.

La historia, aseguró el gambusino, se conoció


cuando Diamantina y el niño, ya grandecito,
desaparecieron de la hacienda sin que su patrón
pudiera encontrarlos, a pesar de los esfuerzos
que éste hizo por localizarlos. Se supo después
que Rubén vivió en San Dimas, felizmente casa-
do con la dulcera de San Ignacio y que Diamanti-
na, a pesar de los años que han transcurrido, si-
gue espantando con sus quejidos y reclamos de
ingratitud desde el fondo de aquella noria, cuan-
do escuchó el aleteo de los colibríes danzando
amorosamente muy cerca del brocal.

21
La capilla del diablo
E
l cielo se fue encapotando hasta que una
tormenta de truenos y centellas fue cu-
briendo con su manto negro la noche aque-
lla en que don Bernardo alcanzó su última boca-
nada de aire. En cuanto la oscurana cedió paso a
la claridad de la madrugada, un peón ensilló uno
de los mejores caballos de la hacienda y salió a
todo galope rumbo a San Ignacio a dar parte de
la muerte de su patrón.

Lejos habían quedado aquellos años en que don


Bernardo había tenido notoriedad entre los ha-
bitantes de los pueblos mineros de la región del
Piaxtla, cuando intercambiaba mercancía por
material aurífero, que luego fundía y convertía en
doradas barras de oro.

Al paso del tiempo pudo amasar una importan-


25
te fortuna que le permitió comprar tierras de
labranza y una hacienda, logrando formar una
familia y hacerse de una acrecentada fama de
hombre rico.

Nadie supo de donde llegó aquel rumor de que la


fortuna de don Bernardo era producto, no sólo de
su trabajo como comerciante ambulante, sino de
su ambición desmedida de tener cada vez más,
lo que lo habría llevado a pactar con el mismísi-
mo diablo.

Y así, de boca en boca, la historia de que don Ber-


nardo había vendido su alma al diablo, a cambio
de su gran fortuna, fue creciendo como su fama
de hombre codicioso.

Con el tiempo los sanignacenses aseguraban ha-


berlo visto cómo se aparecía de la nada, a altas
horas de la noche, cabalgando un brioso caballo
negro y cómo desaparecía entre la bruma de los
callejones, dejando en la profundidad del silencio
el traqueteo de las pezuñas de aquel diabólico
animal.

Por eso, la noticia de que don Bernardo había


muerto, cayó como un telón negro sobre San Ig-
nacio. Ese día, ante el asombro y miedo de todos,
26
el cuerpo fue sepultado al filo del oscurecer en lo
alto de un cerro, frente a su hacienda, tal y como
él había pactado con lucifer.

Por la noche, nadie pudo conciliar el sueño, has-


ta que en lo más profundo de la vigilia, y casi al
amanecer, se escuchó una explosión en el cerro
donde había sido sepultado don Bernardo, pro-
vocando una estampida de animales que ter-
minó de asustar, aún más, a los habitantes del
pueblo.

Por la mañana algunos hombres se reunieron en


la plazuela principal, acordando enviar a un pro-
pio (de los más apegados a la iglesia) para que
con todo cuidado subiera al cerro y observara si
había algo sospechoso en el lugar.

El hombre salió con machete en una mano y un


rosario en la otra. Subió el cerro y en un santia-
mén regresó y, con un miedo agigantado que no
le cabía en sus ojos, describió a todos los pre-
sente cómo había visto el cuerpo de don Bernar-
do desbarrancado a unos cuantos metros de su
tumba.

Dijo haber divisado, a lo lejos, el bulto sobre las


ramas de unos palos blancos florecidos. Que el
cadáver estaba derechito, como poste en un cer-
co recién reparado. Que tenía los brazos cruza- 27
dos sobre su pecho y un paliacate que detenía su
quijada. Que a leguas se podía ver cómo el alma
ya no estaba en el cuerpo.

Desde entonces, en San Ignacio, existe la creen-


cia que esa noche el diablo fue a la tumba de don
Bernardo y al abrir el ataúd alcanzó a ver un cru-
cifijo de plata que le habían puesto al difunto so-
bre el pecho; y que saltando despavorido sobre
el barranco, el diablo abandonó el cuerpo en el
despeñadero del cerro.

Algunos años después la descendencia de don


Bernardo construyó sobre la tumba una capilla
blanca, con la intención de que la gente olvidara
aquel diabólico incidente.

Pero fue inútil, los habitantes de la región rápi-


damente bautizaron el lugar con el nombre de
La Capilla del Diablo y con este mote ha llegado
hasta nuestros días.

No está por demás decirles que esta historia


viene rodando de boca en boca, desde finales
del siglo XIX, y que por tratarse de una leyenda,
los hechos aquí relatados forman parte más de
la imaginación de quienes los cuentan que de la
propia verdad histórica.
28
El reloj de la iglesia
de San Ignacio, Sinaloa
L
a torre de la iglesia del templo de San Ignacio
de Loyola se terminó de construir en 1937 y
el reloj, donado por el general Rafael Aguirre
Manjarrez, fue instalado en 1942. Esta increíble
máquina del tiempo estaba —hasta donde te-
nemos documentado— originalmente destina-
da para el templo de San Jerónimo, en Ajoya.

Durante muchos años, don José Blancarte le dio


servicio y lo mantuvo puntualmente a la hora.
Entonces las campanas del reloj marcaban el
tiempo a tiempo: para entrar y salir de la escuela,
para ir a misa los domingos; para escuchar, a las
12 del día, el Ave María, de Schubert, por la XERJ
de Mazatlán, y para que a las 12 de la noche se
escucharan imponentes, en medio del más pro-
fundo de los silencios, mientras Morfeo arrullaba
entre sus brazos la tranquilidad de los sanigna-
31
censes. Fueron los tiempos en que las noches
eran para soñar.

Pero, lamentablemente, un día el reloj paró su


marcha porque a don José Blancarte se le detuvo
el corazón mientras daba cuerda al reloj. Desde
entonces estuvo funcionando con intermiten-
cia, y algunas veces francamente detenido, por
falta de mantenimiento y quién le diera cuerda
con la regularidad necesaria para que su áncora y
péndulo siguieran reteniendo y liberando fuerza
con la puntualidad y precisión que le exigía el dios
Cronos.

Después de algunos años consecutivos de aban-


dono, en septiembre del 2014, hablé con el pá-
rroco de la iglesia, Arturo Gallardo Vela, con quien
coincidí en la urgente necesidad de ponerlo a
funcionar nuevamente y con ello contribuir en la
preservación del patrimonio cultural tangible de
los sinaloenses, a los cuales pertenece esta má-
quina del tiempo.

La restauración fue completa. El reloj es de ma-


nufactura alemana fabricado por Weule, muy
posiblemente en 1933 (encontramos los dos úl-
timos números referenciados en su herrería).

32
Ahora el reloj quedó con sus piezas auténticas y
le agregamos, sin que le afecte su originalidad,
un mecanismo automatizado de cuerda y un sis-
tema electro acústico independiente de sonería,
el cual, sincronizado con el tic tac de los engra-
nes, desde las seis de la mañana, cada dos horas
y hasta las diez de la noche, toca una antología
de música sacra.

Luce, también, una nueva carátula de un metro


de diámetro. La anterior, que no era la original
—elaborada por la empresa de los hermanos
Olvera—, estaba en muy malas condiciones:
quebrada y con los números ilegibles.

La restauración estuvo a cargo de mi amigo el


Ing. Víctor Buelna, de la empresa Relojes Buelna,
orgullosamente sinaloense, con quien convine
en hacer una intervención con un alto sentido de
la preservación y respeto por la autenticidad del
reloj.

Ahí está y estará, espero, por muchos, pero mu-


chos años más, el reloj de la iglesia: tiempo petri-
ficado y extendido por el viento del ejécatl. Patri-
monio cultural de Sinaloa.

Sólo puedo agregar una cosa más: no vivo en


San Ignacio, como es mi deseo más profundo, 33
pero haber contribuido a restaurar su reloj me
ha generado una gran alegría y sentimiento de
gratitud que me acerca aún más a esta hermosa
tierra donde nací.

Tic tac, tic tac, tic tac…

34
En un lugar de
La Nanchi de cuyo
nombre sí me puedo
acordar
E
n un lugar de La Nanchi de cuyo nombre
sí me puedo acordar, ocurrió lo que ahora
cuento en esta imprecisa historia del San
Ignacio de los 60 y en la que algo, seguramente,
habrá de verdad.

La negrura celeste empezó como a las tres de la


tarde: “Es una culebra de agua la que se nos va
a venir encima”, dijo El Bulliringues en un tono de
preocupación y con un lenguaje corporal de mie-
do escalofriante. La tarde fue paulatinamente
enrareciéndose, poniéndose de una oscuridad
metálica poco vista por los Ignacianos. Si acaso
alguna noticia lejana del cordonazo de San Fran-
cisco o el remoto recuerdo del día en que las te-
nanchis de Ajoya sacaron a pasear a San Jeróni-
mo por las milpas para que lloviera.

37
Y esa vez llovió siete días con sus siete noches
consecutivas, hasta que algunas casas empeza-
ron a derrumbarse como mantequilla y la tierra
de los adobes se fue dispersando en un hilillo
rojo como barro líquido. Hubo necesidad enton-
ces de mandar a un propio hasta Ajoya para que
les prestaran el Santo y pasearlo, esta vez, por
las calle de San Ignacio, para que pusiera fin al
diluvio. Ese recuerdo, aunque aparentemente ol-
vidado, fue lo que llevó a El Bulliringues a sentir
ese extraño temblequeo que lo asustó aún más.

La lluvia llegó por el lado de la huerta de los man-


gos y empezó a caer como grandes cortinas de
cristal recortado, luego se empezó a escuchar el
zumbido del aire que azotaba con furia las puer-
tas y ventanas del salón de baile y las del billar
de La Nanchi.

Como a las seis de la tarde, entre mangas de


agua y el vendaval arreciando, apareció por la ca-
lle, casi corriendo, el policía Faustino Vega Meza,
ataviado con un impermeable gris y la moscova
protegida con una bolsa de plástico que tenía pu-
blicidad de las Puertas Verdes, pitando y gritando
la alerta de la inminente llegada de un ciclón de
proporciones apocalípticas, noticia que él mismo
había escuchado en el radio de banda corta que
38
don José Blancarte utilizaba para sincronizar la
hora del reloj de la torre de la iglesia con el meri-
diano de Greenwich.

Poco a poco la voz y el silbato de Faustino se fue-


ron confundiendo con el silbido del aire y su figu-
ra se fue diluyendo por la bajada del callejón del
Sacrificio y en el tropel de agua que corría por las
calles como una anaconda rumbo al río Piaxtla,
que ya amenazaba con desbordar su cauce.

Así estuvo el pueblo, sumergido en una tempes-


tad y en una desolación, pues sus habitantes
no asomaban ni las orejas por ningún lado. Era
como un pueblo fantasma cuyos moradores hu-
bieran abandonado sus casas antes del meteoro.

A las once y media de la noche El Bulliringues


notó que el ciclón estaba cediendo. Salió sigilo-
samente del sótano que utilizaba para mantener
las barras de hielo sin que se derritieran, cuando
hacía bailes en el salón de La Nanchi y cruzó el
amplio patio y desamarró y empujo con fuerza la
puerta del billar. Ya adentro, a tientas, buscó una
carrumaca que siempre mantenía lista para ge-
nerar el chispazo que al instante encendía el gas
que produce la piedra de carburo de calcio con el
agua, y se fue cerciorando de que ninguna de las
dos mesas de billar se le habían siquiera mojado.
Así se mantuvo en silencio como queriendo es- 39
cuchar alguna voz que diera señales de vida. La
calma que había antecedido al vendaval era in-
creíblemente extraña y silenciosa; quitó una de
las aldabas y abrió la puerta que daba a la calle
y de una zancada alcanzó la banqueta y pudo
sentir cómo el ambiente olía a aire de mar, como
cuando iba llegando a Mazatlán.

Nuevamente la temblorina se apoderó de él y no


podía identificar si el miedo era por sus constan-
tes fallas en las prácticas de sus virtudes teolo-
gales o tenía que ver simplemente con la posibili-
dad de perder su patrimonio material. Se regresó
al billar y atrancando con el aldabón la puerta,
permaneció allí susurrando una oración milagro-
sa que sus padres leían cuando había amenaza
de que alguien de la familia podía morir.

Así estuvo como diez minutos, cuando empezó a


escuchar una voz que venía de la calle. Apagó la
luz de la carrumaca y observó por el orificio de la
cerradura de la puerta. Alcanzó a ver una mujer
robusta vestida con un cotón colorido y estam-
pado con grecas prehispánicas, que llevaba so-
bre sus manos una bacinica blanca llena de ceni-
zas de hornillas y empezó a dibujar en medio de
la calle, muy cerca de donde empieza la bajada
del Sacrificio, una enorme cruz de ceniza.
40
Muy pronto El Bulliringues adaptó la visión de
su ojo derecho sobre la cerradura y pudo darse
cuenta que la mujer era la profesora Angelita
Cárdenas, directora de la escuela primaria para
niñas, conocida por su excelso celo patriótico y su
extraordinario conocimiento sobre la liturgia ca-
tólica, quien con una devoción amplificada por al
temor al castigo divino había hecho aquella cruz
sobre el empedrado de la calle. Luego vio cómo
se aventó de rodillas y empezó gritando, con los
brazos extendidos hacia el cielo, una oración en
busca de protección e indulgencia, necesaria en
esos momentos de tribulación y congoja. “Padre
nuestro que estás en el cielo mexicanos al grito
de guerra, santificado sea tu nombre y retiemble
en sus centros la tierra…”.

El Bulliringues, que era un hombre pacífico, inca-


paz de contradecir a nadie, en esa ocasión que-
riendo distraer el miedo que sentía buscó en-
mendar la plana a la profesora y ahuecando las
manos sobre su boca y desde el anonimato que
le garantizaba la oscuridad y estar detrás de la
puerta del billar, le gritó engolando la voz: “Eso
no es una oración: es el himno nacional”. “Es lo
mismo, mal agradecido”, respondió a bote pronto
y con voz de mando, la directora; “lo que vale es
cómo ungí con ceniza a la tierra invocando mi-
sericordia y salvación”. Para entonces ya había 41
pasado el ojo de ciclón y nuevamente el agua y
el viento arreciaron con furia sinigual en la negra
y eterna noche en que San Ignacio fue golpeado
por uno de los meteoros más fuertes de su his-
toria.

42
El Gordonio
¡Oh, Pereza, ten piedad de nues-
tra dilatada miseria! ¡Oh, Pereza,
madre de todas las artes y de
las nobles virtudes, sé el bálsa-
mo de las angustias humanas!

Paul Lafargue. 1880.

C
uando el padre Poncho empezó el ritual del
sagrado bautismo, preguntó: ¿Qué nombre
quieren darle ustedes a su hijo? Ambos pa-
dres contestaron al unísono: ¡Gordonio!

El padre hizo un gesto de desagrado y mirando al


niño les dijo en un tono fuerte y molesto: Por qué
no le ponen perro, mejor; de por sí al chamaco
no lo agració Dios con su físico y ustedes quieren
terminar de joderlo con ese nombrecito. No, no, 45
no, no, este niño se llamará José Luis, remató el
cura con una voz de autoridad difícil de refutar.

Los padrinos, Román y Carlota, mejor conocidos


como los merengues, inclinaron al niño sobre la
pila bautismal de la iglesia de San Ignacio de Lo-
yola y, mientras el padre con un jumate, echa-
ba agua bendita sobre la cabeza del pequeño,
empezó con la unción bautismal: José Luis, yo te
bautizo en el nombre del padre y del hijo y del es-
píritu santo. Dios todopoderoso, padre de nues-
tro Señor Jesucristo, que te ha librado del pecado
y te ha dado la nueva vida por el agua y el espíritu
santo, te unja con el crisma de la salvación, para
que, incorporado a su pueblo, seas para siempre
miembro de Cristo Sacerdote, de Cristo Profeta y
de Cristo Rey. Amén.

Terminado el bautizo, el padre se lavó las manos


y secándose con el faldón de la sotana, se acercó
nuevamente al niño que ya tenía su madre pe-
gado a una teta, y le dijo haciendo la voz de niño
chiqueado: “Ay, gordoñito, vas a ser muy huevón,
no despertaste ni cuando te eché el agua ben-
dita”. Los padres agradecieron con una tímida
sonrisa la suerte de cariño que el padre hizo a su
primogénito.

Salieron todos contentos de la iglesia rumbo al


46 registro civil.
El juez preguntó a los padres: ¿Están los testigos
presentes? Sí, don Rafael, son mis compadres,
don Román y Carlotita quienes nos han hecho el
favor de bautizarnos al niño hace apenas un rato.
Entonces procedamos, respondió el Juez del re-
gistro civil de San Ignacio, alargando la mano
para recoger la fe de bautismo que la madre sos-
tenía en la punta de sus dedos.

Mientras el juez leía en voz alta el acta de naci-


miento se fue acercando a los padres, y con la
mano hizo una señal para que le descubrieran
la cara al niño, quien para variar seguía plácida-
mente dormido y succionando insistentemente
la teta churida de su madre.

Si el niño no despierta, dijo don Rafael, no puedo


certificar que me están presentando a un infante
vivo. Despiértenlo; si no, no hay registro, dijo con
voz firme, e interrumpiendo la lectura del docu-
mento.

Faustino intentó despertarlo haciéndole movi-


mientos en las piernas, pero el niño no reaccionó.
La mamá sacudió en el aire el cuerpo lánguido,
y nada. Seguía durmiendo. Así estuvieron unos
minutos y el niño apenas abría un ojo cuando ya
lo estaba cerrando. Pareciera que hubiera nacido
cansado, como muchos años después se com- 47
probó cuando le diagnosticaron un raro síndro-
me.

En la desesperación, Faustino salió de la ofici-


na del registro civil y regresó en un santiamén.
Traía en sus manos una servilleta doblada donde
llevaba un poquito de sal rojiza, con algunas se-
millitas que parecían frutilla de garabato. Hume-
deció con saliva la punta del dedo meñique de su
mano derecha y lo hundió en el polvo granulado
hasta que la yema de su dedo quedó colorada.
Luego lo frotó en los labios del pequeño Gordo-
nio hasta que éste lo confundió con la teta de su
madre y le pegó una fuerte succionada, misma
que al instante rechazó con una furia inusitada
y soltó un llanto que se escuchó hasta La Tiruta.

Enchilado con chiltepín, el niño abrió los ojos


como dos grandes brasas de mora roja y el juez
pudo comprobar que el infante presentado es-
taba vivo y consumó su registro con el mismo
nombre que el cura le había impuesto en su
bautismo y que a la postre le habría perjudicado
tanto que fue el motivo por lo que nunca pudo
ser inscrito en la escuela: ¿Te llamas José Luis o
Gordonio?, le preguntó el director de la escuela.
Gordonio, profe. Entonces no te puedo inscribir
con esta acta de nacimiento, muchacho.
48
Así irrumpió formalmente a la vida este ilustre
ignaciano, quien desde pequeño no ha hecho
otra cosa que mantenerse en el pesado camino
de la pereza y sus efectos colaterales, que con
todo honor ha puesto en práctica a través del sa-
crosanto arte del gollete en todas sus manifes-
taciones y cuya fama ha crecido bajo la fronda de
su apelativo: El Gordonio de San Ignacio.

Gordonio es una leyenda viva y de una fama que


ha traspasado las fronteras de su patria y ha
llegado hasta los confines de Los Dalles, tanto,
que un ilustrado hijo de San Ignacio ha intenta-
do en innumerables veces que la UNESCO lo de-
clare patrimonio cultural tangible de la humani-
dad, mientras esté vivo, e intangible una vez que
haya muerto. Lamentablemente el trámite no
ha prosperado, pues no se ha podido comprobar
que José Luis y Gordonio son la misma persona.
Hasta allá ha llegado la corrección de facto que el
padre Poncho hizo al cambiarle su nombre origi-
nal y al haber pronunciado aquella suerte de con-
juro camuflado de cariñito, con lo cual lo condenó
a vivir, in sæcula sæculorum, bajo la mácula de
uno de los siete pecados capitales: la pereza.

Hace unos días estuve en San Ignacio, y mientras


caminaba por la calle lo alcancé a divisar frente a
la casa de doña Mencha. Vestía un pantalón cor- 49
to a media rodilla y una camiseta con anuncio de
la Tamboreada, que no logró bajarla a la altura de
su cintura debido a lo pronunciado de su barriga.
Lucía como si trajera puesto un apretado brasier.
Se cubría la cabeza con una cachucha roja de pe-
lotero. Él ya había tenido noticias de que yo es-
taba escribiendo un libro sobre sus andanzas, así
es que a quemarropa me preguntó si era verdad
lo del libro.

—Así es, amigo Gordonio, —le contesté. Me


miró con desconfianza y me lanzó nuevamente
otra pregunta.

—¿Y cómo se llama el libro que estás escribien-


do sobre mí?

—Las Andanzas de Gordonio, Mártir de San Ig-


nacio del Piaxtla, le respondí inmediatamente
para no dar tiempo a que me siguiera interrogan-
do. Noté en su rostro que le gustó el título.

Ahorita no puedo hablar mucho, me dijo, pues


traigo la garganta seca, como cascajo del río en
las resolanas de mayo, pero si me das unos cin-
cuenta pesos puedo comprarme dos caguamas
para empezar a aflojar el gaznate. Tengo muchas
historias muy buenas y que tú no sabes, por
50
ejemplo, me dijo mientras agarraba los cincuenta
pesos. ¿Tú sabes que yo fui presidente municipal
por quince minutos? Y eso ¿cuándo fue?, pre-
gunté sorprendido. Cuando gobernó el huevón
del Palacios, me dijo, mientras salía como rayo a
comprar las cervezas.

Entre trago y trago, y cortando la secuencia de la


anécdota por los largos eructos que le generaba
beberse la cerveza a grandes bocanadas, empe-
zó a contarme lo sucedido aquella gloriosa no-
che del quince de septiembre en que se convirtió,
por unos instantes, en el presidente municipal de
San Ignacio.

Esa vez, el Gordonio llegó temprano a la plazuela


y al pasar frente al balcón principal de la presi-
dencia, y ya perturbado por unas docenas de ca-
guamas que le chapaleaban en la oscurana de su
andorga y que había golleteado en el portal de
los Bastidas, le dio por imaginar cómo se vería él
dando el grito y siendo aclamado por el pueblo.

Hacía rato que el reloj de la torre de la iglesia ha-


bía marcado las once de la noche y la gente se
empezó a inquietar al ver que el presidente esta-
ba demorando la salida al balcón para dar el tra-
dicional grito de independencia. Ya abajo, y por
encima de la banqueta, el personal de logística
51
había colocado un templete desde donde al día
siguiente las autoridades verían pasar los con-
tingentes del desfile del dieciséis de septiem-
bre. Cuando al fin el secretario del ayuntamiento
anunció por el sonido local que habría de iniciar
el protocolario acto patriótico. Salió el presiden-
te con bandera en mano, e inició con su arenga
patriótica:

—Sanignacenses, viva la independencia nacio-


nal. Se escucharon alguna voces mínimas que
respondieron tenuemente el viva.

—Vivan los héroes que nos dieron patria y liber-


tad. Esta vez el silencio fue sepulcral. El pueblo
estaba castigando a su alcalde por la demora de
media hora que había tenido en salir al balcón.
El presidente confundido y sin entender lo que
estaba sucediendo, dio un paso hacia atrás para
pedirle una explicación al secretario. Tiempo su-
ficiente para que el Gordonio de un salto alcan-
zara el templete y a garganta abierta, empezara
a gritar:

—Viva el Gordonio, hijos de su chingada madre.

—Viva, explotó el pueblo a favor de tan insigne


52 patriota, que ya para entonces estaba escoltado
por su estado mayor presidencial: el Cacachilas y
los tres Pitayas.

—Viva miguelito Bernal, el carpintero.

—Viva, le volvieron a contestar, ya todo mundo


desbordado.

—Viva el maistro Naguas, el mejor peluquero de


San Ignacio.

— Viva.

—Viva Delfina.

—Viva.

Tan tán tan tán tan tán tan tán tan tán repicaron
a lo lejos las campanas de la iglesia y los cohete-
ros, sin saber lo que ocurría, soltaron la tracatera
que selló la noche casi perfecta para el Gordonio.
El pueblo lo cargó en hombros por toda la pla-
zuela, hasta que una parvada de policías, como
zopilotes, cayó sobre él, y sin tocar el suelo lo lle-
varon a la barandilla donde durmió plácidamente
como cuando sus padres lo presentaron ante el
juez de lo civil, aquella mañana en que quedó for-
malmente registrado.
Para no alargar más este opúsculo sobre la hol- 53
gada vida de nuestro personaje, les diré final-
mente para honra y gloria de él, que su fama de
holgazán no se debe únicamente al conjuro pro-
nunciado por el cura la mañana de su bautismo,
sino al síndrome de la procrastinación que le fue
diagnosticado por el doctor Raúl de la Vega y
cuya definición tendrán que buscar ustedes, mis
queridos lectores, porque a mí ya se me secaron
los sesos de tanto tomar café chanatero.

54
El Sombras
A
hora estoy tras las historias de El Som-
bras, personaje de misérrima cuna y de un
irreconocible sustrato ignaciano, famoso
en la década de los 60 por su facilidad y propen-
sión a hacerse amigo de lo ajeno y cuyas histo-
rias ya hubiera querido Juan Orol para llevarlas al
cine mexicano.

Apenas tengo un recuerdo de aquella tarde-no-


che en que sigilosamente y haciendo honor a su
mote, El Sombras se introdujo a la casa de los
Torrijos y una vez adentro se escondió en un ve-
tusto ropero porfiriano abandonado en un cuchi-
tril, para esperar allí a que cortaran la luz eléctrica
del pueblo, que puntualmente y con una preci-
sión inglesa hacía Víctor Bernal todas las noches.

57
Lejos estaba nuestro personaje de imaginar si-
quiera que esta vez lo iba a traicionar su extre-
mado cansancio derivado de haberse pasado
veintecuatro horas consecutivas vigilando todos
los movimientos de los Torrijos. Había puesto los
ojos en un par de garlopas que tenía tratadas
previamente con el carpintero miguelito Bernal,
y ya de retirada se robaría también un cartón de
cerveza del expendio que estaba contiguo a la
casa y con el que pensaba festejar el día de la
virgencita de Colompo, en desagravio por aquella
vez que entró furtivamente a la capilla y sustrajo
una escasa morralla de limosna y algunos mila-
gritos de oro que luego, luego, convirtió en unas
cuantas monedas que gastó en un santiamén.

Pero haberse quedado dormido en el ropero no


fue su desgracia, sino su ronquido y la escatoló-
gica costumbre de Victoriano Torrijos de salir en
la madrugada a orinar al patio central de su casa.

Esa noche todo salió mal para El Sombras, pues


su ronquido empezó a variar de tono y a hacer un
oguillo alargado y arrítmico justo cuando Victo-
riano estaba plácidamente disfrutando del cha-
paleo que producía el chorro de orines al caer so-
bre la tierra, mientras miraba adormilado pasar
la vía láctea por la bóveda celeste de cielo estre-
58 llado de San Ignacio.
Salido del trance de vaciar la vejiga, Victoriano
estiró los brazos al aire y se retorció como un
gato viejo y luego dio media vuelta para regre-
sar a su habitación; fue entonces que alcanzó a
escuchar desde el otro lado del portal un extraño
sonido que llamó instintivamente su atención. Un
escalofrío recorrió su cuerpo robusto y cubierto
solamente por unos calzoncillos de rayas azules
que recientemente había mandado a comprar al
Parián de Mazatlán

Entonces recordó lo que contaron unos campea-


dores en el expendio de cerveza, hacía apenas
dos días, sobre una onza hambrienta que ronda-
ba peligrosamente por unos potreros muy cerca-
nos a las casas.

De dos zancadas alcanzó la puerta y ya adentro


del cuarto se convenció de que ese oguillo, a ve-
ces entrecortado que escuchaba, era el que ha-
cían las onzas antes de atacar a su presa. Como
pudo y a tientas agarró una carabina Winchester
30.30 que unos campanilleros le habían empe-
ñado por doce cartones de cerveza, y encaño-
nando la oscurana esperó así, con los ojos bien
abiertos que parecían tostones, el resto de la
madrugada para pedir ayuda.

La noticia corrió como centella embalada por


todas las calles de San Ignacio, El Sombras ha- 59
bía sido detenido por un piquete de gendarmes
al mando del nada más ni nada menos, mejor
hombre que tenía el heroico cuerpo de la policía
municipal de San Ignacio: Nachón Zúñiga y que,
en suerte para los Torrijos, y desgracia para El
Sombras, estaba esa noche de guardia en la co-
mandancia.

Dos meses después, El Sombras salió libre tras


haber cumplido con creces la sentencia de barrer
las calles principales del pueblo durante todo el
tiempo que duró su cautiverio, bajo la vigilancia y
chicotazos de Faustino Vega, gendarme éste re-
conocido por su estricto e inmisericorde actuar,
y por las miradas burlescas de los habitantes de
prosapia de San Ignacio.

Pero a la distancia de El Sombras, ni sus som-


bras.

Sólo puedo decirles una cosa más: fue un hombre


congruente, pues murió ahogado en el río Piaxtla
en el sacrosanto cumplimiento de su deber, al
querer cruzar la corriente con un pesado rollo de
alambre de púas atado a su cintura, el cual había
robado de una bodega de Ferreira, en El Cantón.

Pero siendo justos, El Sombras fue víctima de la


60
marginación y la pobreza endémica del pueblo
mexicano, pues robaba para medianamente ali-
mentarse; eso es lo único cierto en este relato.

Lo demás es cosa de los gnomos de la imagina-


ción, dijera el vizconde Medardo.

61
El matarife
D
on Nardo era matancero. Lo veía pasar
frente a mi casa todas las mañanas rumbo
a los chiqueros del Coquillo. Tenía un paso
menudito y caminaba aprisa, casi sin levantar los
pies. Siempre iba con la cabeza agachada pero de
todo se daba cuenta, pues invariablemente salu-
daba a cuanta persona se cruzaba en su camino:
Eeuuup, gritaba sin levantar la cara y sin perder
ningún segundo el ritmo constante de sus pasos.
Ése era su saludo.

Llevaba siempre un morral de jarcia donde ocul-


taba un par de dagas cachas de concha nácar y
un afilador de cuchillo con mango de madera,
todo ello envuelto en una franela verde deste-
ñida.

65
La curiosidad de un niño casi siempre peca de
imprudente. Un buen día me envalentoné y me
puse en medio de su camino para obligarlo a que
detuviera su trote. Quería verlo de frente, pues
algo notaba en su cara que me tenía intrigado.
Don Nardo descubrió mis intenciones justo como
a unos treinta metros antes de encontrarnos.
Sin aminorar su ritmo fue sesgándose casi im-
perceptiblemente hacia su derecha para esqui-
varme pero, como en las jugadas de ajedrez, me
desplacé como una torre y me puse frente a su
avance de caballito poni, lo que inevitablemente
lo obligó a detenerse. Quedamos así algunos se-
gundos hasta que sorpresivamente y de manera
relampagueante me mostró toda su cara como
queriéndome asustar.

Yo pegué un salto hacia un lado y él continuó su


camino. Rápidamente me levanté y corrí a alcan-
zarlo pero esta vez me puse frente a él, y cami-
nando hacia atrás seguí buscándole su rostro.
Él ya no alzó su cara. Siguió sin detenerse y fue
entonces que me dijo: espérame en la tarde en
la banqueta de tu casa, ahí te voy a contar lo que
me pasó.

Y entre el miedo y la intriga agigantada le dejé


libre el camino.
66
Toda la mañana pasé distraído en la escuela por
mi encuentro con don Nardo y cuando la profe-
sora Coquí me pasó al pizarrón olvidé la tabla del
nueve que debía recitar, mientras ella señalaba
con una regla el nueve en medio de una flor y los
números consecutivos del uno al diez en los pé-
talos, y por los cuales habría de multiplicar: nueve
por uno: nueve; nueve por dos: dieciocho; nueve
por tres: silencio. De allí no pasé.

Por la tarde me mandaron a la iglesia para que


ensayara las letanías con su respectiva contes-
tación del ora pro nobis, que debíamos tener lis-
tas para las posadas. Fui y vine como relámpago
celeste. Le dije al padre Poncho que ya me había
aprendido muy bien todo y me dejó salir tempra-
no.

La tarde iba recostándose lentamente sobre el


cerro de Cabazán y cuando el sol ya no pegaba
directamente sobre la calle Porvenir, vi a lo lejos
la figura de don Nardo, que caminaba lentamen-
te y zigzagueando. Esperé unos momentos has-
ta que se paró frente a la casa y guardando ape-
nas el equilibrio alcanzó la banqueta y tiró sobre
los ladrillos el morral con los cuchillos envueltos
en la franela verde. Y como si no estuviera nadie
y desinhibido por el alcohol que había tomado,
empezó a contar lo ocurrido el día de su desgra-
cia. 67
Aquella vez don Nardo llegó muy temprano al
chiquero y de espaldas al corral de los marranos
desbastó el filo de sus dagas antes de iniciar la
faena. Luego retiró unas trancas y se metió entre
los puercos, y ocultando los cuchillos en el morral
fue avanzando entre el lodo negro y resbaladizo
por el estiércol, hasta que estuvo frente al animal
que habría de sacrificar. Bien sabía don Nardo,
mejor que nadie, que el cochi nunca le debía ver
el arma sobre sus manos y menos que descu-
briera sus intenciones de matarlo. Había hecho
esto en muchas ocasiones. Pero esta vez se con-
fió y en un parpadeo sacó la daga unos segundos
antes de lo debido y el animal, en un acto natural
de sobrevivencia, se lanzó sobre don Nardo y de
un tajo le arrancó casi la mitad de su cara.

Don Nardo salvó la vida pero quedó sin un ojo


y marcado para siempre. Desde entonces tiene
pesadillas. Sueña que una manada de cerdos ro-
dea su casa para atacarlo. Es algo de lo que no se
ha podido librar, tanto que ya se ha resignado a
vivir así. Sus noches de alferecías no lo han deja-
do descansar ni un momento desde aquel fatídi-
co día de su desgracia.

Y yo sigo sin aprenderme la tabla del nueve.

68
Índice

5 Presentación

7 San Ignacio, un relampagueante galope por


su historia

15 La casa de tres pisos
23 La capilla del diablo
29 El reloj de la iglesia de San Ignacio, Sinaloa
35 En un lugar de La Nanchi de cuyo nombre sí
me puedo acordar
43 El Gordonio
55 El Sombras
63 El matarife

71
Crónicas del Ejécatl
de Juan Ramón Manjarrez Peñuelas.
Se terminó de imprimir en el mes de octubre de 2019
en la imprenta de la Universidad Autónoma de Sinaloa.

La edición consta de 500 ejemplares.

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