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Ilustraciones de I T O C O N T R E R A S
Crónicas
del Ejécatl
C
rónicas del Ejécatl, es un viaje a través de
pasajes históricos y actuales de San Igna-
cio. Durante el recorrido, Juan Ramón Man-
jarrez nos platica del arribo de los jesuitas a la
región, quienes con la cruz como punta de lanza
llegaron a predicar la palabra de Dios entre una
raza que desde entonces ya se hablaba de tú con
el diablo.
Guadalupe Ledesma
6
San Ignacio,
un relampagueante
galope por su historia
E
n la división política del estado de Sinaloa, el
sur empieza en San Ignacio. Es el municipio
de la sima de entrada a la sierra madre y es
la cima del techo de Sinaloa (Los Frailes). Su río
Piaxtla nace en las montañas, cruza por el centro
y se convierte en mar, para luego reiniciar su mi-
lenario recorrido: Tropel de agua, arena en el mar,
asunción de la brisa, nubes de algodón, rompe-
cabezas del cielo, acueducto natural.
1
Valadés, José C. Rafael Buelna. Las Caballerías de la Revolución.
México, Secretaría de Cultura. Diciembre de 2018.
2
Con Información de la revista México Desconocido y de Ángel
Eduardo Rivera Medina, de Culiacán Adventures.
14
La casa de tres pisos
N
unca se supo cómo ni cuándo exactamen-
te llegó Diamantina a vivir a San Ignacio.
Así, de la noche a la mañana apareció ha-
bitando la vetusta y abandonada casona de los
tres pisos que está frente a la plazuela. Al prin-
cipio hubo curiosidad entre los vecinos por saber
quién era esa señora güerita, de pelo rubio y ojos
color de mar que, acompañada de un niño, se
había animado a hospedarse en esa finca de tan
tétrica fama, pues se sabía, desde entonces, que
en la época de la Revolución mexicana vivió allí
un médico muy querido por las familias poten-
tadas de San Ignacio, cuando la casa fue tomada
como fortín por un grupo de maderistas, quienes
sostuvieron un tiroteo hacia el tejado de la iglesia
donde estaban apostadas las fuerzas porfiristas
que resistían a golpe de bala, en defensa de la
plaza.
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El doctor ya había sido advertido que no se aso-
mara por ningún lado, so pena de ser alcanzado
por una bala, pero no hizo caso. Abrió una de las
ventanas del tercer piso y pertrechado sobre un
muro inclinó ligeramente el cuerpo y asomó la
cara para mirar hacia la iglesia, recibiendo un cer-
tero impacto de bala, de un máuser 7 milímetros,
tres dedos arriba del entrecejo. Instintivamente,
el doctor puso las manos en su frente como que-
riendo tapar la herida. Luego, en acto de muerte,
regresó a su posición inicial, quedando de pie y
con la cabeza pegada en el muro y las palmas de
sus manos ensangrentadas sobre la pared, como
sosteniéndose para no caerse.
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La capilla del diablo
E
l cielo se fue encapotando hasta que una
tormenta de truenos y centellas fue cu-
briendo con su manto negro la noche aque-
lla en que don Bernardo alcanzó su última boca-
nada de aire. En cuanto la oscurana cedió paso a
la claridad de la madrugada, un peón ensilló uno
de los mejores caballos de la hacienda y salió a
todo galope rumbo a San Ignacio a dar parte de
la muerte de su patrón.
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Ahora el reloj quedó con sus piezas auténticas y
le agregamos, sin que le afecte su originalidad,
un mecanismo automatizado de cuerda y un sis-
tema electro acústico independiente de sonería,
el cual, sincronizado con el tic tac de los engra-
nes, desde las seis de la mañana, cada dos horas
y hasta las diez de la noche, toca una antología
de música sacra.
34
En un lugar de
La Nanchi de cuyo
nombre sí me puedo
acordar
E
n un lugar de La Nanchi de cuyo nombre
sí me puedo acordar, ocurrió lo que ahora
cuento en esta imprecisa historia del San
Ignacio de los 60 y en la que algo, seguramente,
habrá de verdad.
37
Y esa vez llovió siete días con sus siete noches
consecutivas, hasta que algunas casas empeza-
ron a derrumbarse como mantequilla y la tierra
de los adobes se fue dispersando en un hilillo
rojo como barro líquido. Hubo necesidad enton-
ces de mandar a un propio hasta Ajoya para que
les prestaran el Santo y pasearlo, esta vez, por
las calle de San Ignacio, para que pusiera fin al
diluvio. Ese recuerdo, aunque aparentemente ol-
vidado, fue lo que llevó a El Bulliringues a sentir
ese extraño temblequeo que lo asustó aún más.
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El Gordonio
¡Oh, Pereza, ten piedad de nues-
tra dilatada miseria! ¡Oh, Pereza,
madre de todas las artes y de
las nobles virtudes, sé el bálsa-
mo de las angustias humanas!
C
uando el padre Poncho empezó el ritual del
sagrado bautismo, preguntó: ¿Qué nombre
quieren darle ustedes a su hijo? Ambos pa-
dres contestaron al unísono: ¡Gordonio!
— Viva.
—Viva Delfina.
—Viva.
Tan tán tan tán tan tán tan tán tan tán repicaron
a lo lejos las campanas de la iglesia y los cohete-
ros, sin saber lo que ocurría, soltaron la tracatera
que selló la noche casi perfecta para el Gordonio.
El pueblo lo cargó en hombros por toda la pla-
zuela, hasta que una parvada de policías, como
zopilotes, cayó sobre él, y sin tocar el suelo lo lle-
varon a la barandilla donde durmió plácidamente
como cuando sus padres lo presentaron ante el
juez de lo civil, aquella mañana en que quedó for-
malmente registrado.
Para no alargar más este opúsculo sobre la hol- 53
gada vida de nuestro personaje, les diré final-
mente para honra y gloria de él, que su fama de
holgazán no se debe únicamente al conjuro pro-
nunciado por el cura la mañana de su bautismo,
sino al síndrome de la procrastinación que le fue
diagnosticado por el doctor Raúl de la Vega y
cuya definición tendrán que buscar ustedes, mis
queridos lectores, porque a mí ya se me secaron
los sesos de tanto tomar café chanatero.
54
El Sombras
A
hora estoy tras las historias de El Som-
bras, personaje de misérrima cuna y de un
irreconocible sustrato ignaciano, famoso
en la década de los 60 por su facilidad y propen-
sión a hacerse amigo de lo ajeno y cuyas histo-
rias ya hubiera querido Juan Orol para llevarlas al
cine mexicano.
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Lejos estaba nuestro personaje de imaginar si-
quiera que esta vez lo iba a traicionar su extre-
mado cansancio derivado de haberse pasado
veintecuatro horas consecutivas vigilando todos
los movimientos de los Torrijos. Había puesto los
ojos en un par de garlopas que tenía tratadas
previamente con el carpintero miguelito Bernal,
y ya de retirada se robaría también un cartón de
cerveza del expendio que estaba contiguo a la
casa y con el que pensaba festejar el día de la
virgencita de Colompo, en desagravio por aquella
vez que entró furtivamente a la capilla y sustrajo
una escasa morralla de limosna y algunos mila-
gritos de oro que luego, luego, convirtió en unas
cuantas monedas que gastó en un santiamén.
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El matarife
D
on Nardo era matancero. Lo veía pasar
frente a mi casa todas las mañanas rumbo
a los chiqueros del Coquillo. Tenía un paso
menudito y caminaba aprisa, casi sin levantar los
pies. Siempre iba con la cabeza agachada pero de
todo se daba cuenta, pues invariablemente salu-
daba a cuanta persona se cruzaba en su camino:
Eeuuup, gritaba sin levantar la cara y sin perder
ningún segundo el ritmo constante de sus pasos.
Ése era su saludo.
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La curiosidad de un niño casi siempre peca de
imprudente. Un buen día me envalentoné y me
puse en medio de su camino para obligarlo a que
detuviera su trote. Quería verlo de frente, pues
algo notaba en su cara que me tenía intrigado.
Don Nardo descubrió mis intenciones justo como
a unos treinta metros antes de encontrarnos.
Sin aminorar su ritmo fue sesgándose casi im-
perceptiblemente hacia su derecha para esqui-
varme pero, como en las jugadas de ajedrez, me
desplacé como una torre y me puse frente a su
avance de caballito poni, lo que inevitablemente
lo obligó a detenerse. Quedamos así algunos se-
gundos hasta que sorpresivamente y de manera
relampagueante me mostró toda su cara como
queriéndome asustar.
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Índice
5 Presentación
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Crónicas del Ejécatl
de Juan Ramón Manjarrez Peñuelas.
Se terminó de imprimir en el mes de octubre de 2019
en la imprenta de la Universidad Autónoma de Sinaloa.