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Sólo hay una puerta, no una respuesta

EL ALUMNO

Sólo en la escuela de arquitectura, nunca después, se produce este hecho extraordinario: allí
es donde la confianza del alumno sale a encontrarse con la confidencia del profesor. Allí, antes
que la inteligibilidad de los conceptos, aparece la confianza en una persona; mucho antes que
cualquier señal de conocimiento surge un signo sobre la amabilidad de las relaciones humanas.
Los cachorros de una leona, al seguir los avisos de su madre sin comprenderla, salvan su vida.
Sí, en los primeros momentos de un aprendizaje todo ocurre muy rápido, no hay tiempo para
argumentar ni para convencer. Hay que dejarse llevar por el relámpago cognoscitivo de la
confianza.

La confianza empieza por la confianza del profesor en sí mismo. Cuántas veces hemos visto a
profesores que quieren parecer más seguros de lo que realmente son y que tienen miedo a
dudar en público. Me parece, por el contrario, que es bueno, casi es aconsejable, que un
profesor no encuentre siempre la respuesta a la pregunta de un alumno o la solución a un
problema de arquitectura. Aquí nos sostiene el ejemplo ofrecido por algunos arquitectos
admirables que dedicaron toda su vida a buscar la respuesta, una respuesta tan variable como
llena de intensidad, a una pregunta concreta. Pensando en ellos, tendríamos que desconfiar de
los profesores –o de algunos alumnos- que siempre quieren tener una respuesta inmediata
para todo. Si el profesor no sabe qué responder, el alumno, en vez de sentirse engreído o
decepcionado por el silencio de su profesor, debería esperar y confiar. La confianza educa. La
simpatía sobre la que se sustenta la confianza penetra más hondo que cualquier pensamiento.

Pienso también que habría que convencer al alumno de que el error no es un adversario. El
arquitecto en el que creemos, que se equivoca al proyectar, no odia el error, no tacha lo que
dibuja. Al contrario, quiere dejar el error ahí, ante él, para poder seguir mirándolo
cariñosamente. Sabe que dentro del error se encuentra un fragmento de la solución y
sospecha que lo que hoy está equivocado, mañana, tal vez, podría no estarlo. Ese error debe
ser contemplado a distancia, con respeto, porque puede vivir una metamorfosis sorprendente.
En un camino que progresa, es imprescindible contar con una buena colección de errores
amistosos. El error es un ensayo, es el mismo proyecto en marcha, en plena energía, no es un
rival, sino un motor del conocimiento. Proyectar no sólo es encontrar soluciones fantásticas,
sino excluir errores fantásticos.

Pero el alumno, aunque tenga confianza en su profesor, en algunas ocasiones no tiene


demasiada confianza en sí mismo y vive la posibilidad del error como una amenaza. Duda, está
inseguro, está lleno de incerteza, tiembla… Habría que decirle: ¿y qué? Los mejores alumnos
siempre han temblado. Para Gaston Bachelard un valor que no tiembla es un valor que no
existe. El temblor es lo mejor del hombre escribe Gide citando a Goethe. Y el joven Fernando
Távora anota en su diario: para mim a vida e uma coisa carregada de duvidas, de incertezas… Y
confiesa años después: tenho uma grande dificuldade em ter certezas absolutas, percebe? Tres
grandes autores salen aqui en defensa del estremecimiento.

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El profesor, ese profesor en el que nos gusta creer, tendría que defender el error y el temblor
y no cansarse de alabar la fuerza que proporciona la falta de seguridad. Una vez, un alumno le
mostró un proyecto al maestro español Alejandro de la Sota: -Ya lo tengo claro, Don Alejandro.
Y la respuesta de Don Alejandro no se hizo esperar: -Pues oscurézcalo un poco.

Sé que parece una tontería decirlo, pero el profesor tendría también que enseñar, antes que a
conocer y amar la arquitectura, a amar y conocer la vida. Tendría que explicar cómo acercarse
a un árbol, cómo entrar en este patio rehundido, cómo sentir que llega el otoño, qué significa
un hombre en una puerta. Tendría que ser como los profesores de los primeros cursos de la
facultad de medicina, que, según me cuentan, no comienzan sus clases por las enfermedades y
las patologías, sino por el cuerpo, por la salud del cuerpo, por su inverosímil complejidad y
belleza. Como los estudiantes de medicina, los estudiantes de arquitectura, animados por un
profesor excelente, deberían partir desde la vida, observándola con curiosidad, con ironía y
con admiración.

La mirada del alumno mira entonces hacia lo alto y hacia lo bajo, nunca descansa, siente que
las ciudades, la naturaleza, el mundo y, por supuesto, todos los hombres y las mujeres, son un
acontecimiento. Allí están todos los refugios para el saber y para el ensueño. El estudiante
comienza a sentir toda la generosidad que cabe en una mirada en estado de alerta. Está de
acuerdo con Le Corbusier cuando decía: he nacido para ver. Comprende enseguida que la
percepción es más creativa que la propia creación y que, en un mundo que bosteza, es
envidiable poder vivir la vida de un centinela; comprueba, cada vez que intenta trazar una
línea, cómo la imaginación, antes que imaginar imágenes, transforma las imágenes ofrecidas
por la mirada. Recuerdo unas palabras de Alvaro Siza. -Cuando me preguntan: ¿Álvaro, cómo lo
consigues? Respondo: abrindo os olhos.

Al proyectar, el alumno visita lugares, al estudiar los proyectos de otros arquitectos también se
convierte en un visitante. Descubre que el arquitecto es un visitante incansable que va de casa
en casa, de parque en parque, de plaza en plaza y de ciudad en ciudad. Es todo un aventurero
sedentario. Entra en las terrazas, en los salones, en las buhardillas, en los dormitorios, abre y
cierra las puertas y las ventanas, registra todos los armarios... Derrida dice que escribir es
habitar. Yo quiero rectificarle: para mí, proyectar es habitar.

El estudiante de arquitectura no está quieto, ha sido movilizado, crece. La escuela de


arquitectura debe presentarse ante él como un camino ascendente, como un lugar parecido a
esa escuela de pintura soñada por Matisse que tenía tres plantas: en la primera planta los
alumnos aprenderían a dibujar ante el modelo. En la segunda planta, los alumnos ya no
tendrían modelo pero podrían bajar a verlo si necesitasen realizar alguna comprobación. En la
tercera planta estaría prohibido a los alumnos bajar a ver el modelo. En esta escuela
ascendente el camino del aprendizaje se muestra como un lento internamiento en un espacio
personal y de emancipación, supone la entrada en un proceso de aislamiento mágico.

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PRIMERA IMAGEN

Escuela de arquitectura en Sao Paulo, de Vilanova e Artigas. Se presienten actividades


indefinidas, jerarquías extrañas, una unión. ¿Dónde están los profesores y los maestros? La
respuesta es rápida: los profesores y los maestros están diluidos en los estudiantes. A través
de esos estudiantes, una nueva generación, una regeneración que se establece de forma
continua e imparable en las escuelas de arquitectura, toma el mando. Lo hace con un aire de
fiesta y al mismo tiempo de orgullosa concentración.

La escala del lugar, la rampa gigante, las desconocidas ventanas, la belleza del techo con su
ilimitación, se refieren a un edificio donde ocurre algo excepcional, que asciende y que se
expande. Lo importante no es la clase, el aula, sino el impulso o la energía que nacen en este
centro de observación. Miren bien a todos esos jóvenes sentados en el suelo. Esto no es una
huelga en una fábrica ni es un lugar de trabajo colectivo. Al contrario, da la impresión de que
allí no se trabaja mucho. Y es verdad: ¡tal vez en ninguna escuela de arquitectura se trabaje
mucho! Son lugares de ocio y no de negocio. Pero allí se crea un deseo insustituible.

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EL PROFESOR

Qué improbable resulta poder trasmitir, con palabras, lo que algunas obras significan. A veces
parece que sólo la fealdad, por ser un resultado menos complejo, puede describirse de forma
alfabética. En clase, al profesor le resulta siempre más fácil explicar por qué algo es feo o está
mal a por qué algo es bonito y está bien. Siempre se dedica más tiempo a la crítica que a la
alabanza, a la corrección del error que al elogio. Es como si la belleza no pudiese explicarse,
como si el esplendor de la belleza fuese agramatical y nos dejase sin palabras. Enseñar la
arquitectura no es fácil.

¿De qué habla entonces el profesor de arquitectura? No habla de las ideas, que es propio de
los filósofos. No habla de la historia, que es propio de los historiadores. No habla de las
formas, que es propio de los artistas plásticos. Habla de las ideas y de la historia y de las
formas, todo unido, que es propio del arquitecto. Es algo que me recuerda a Fernando Távora
en su clase de historia de la arquitectura, que se convierte, gracias a su personalidad, en la
clase de historias de arquitectura. Me imagino que en esas clases -a las que me hubiera
gustado asistir- entrarían los lugares, las personas, los tiempos, lo significante y lo
insignificante, todo entretejido, porque de eso trata la arquitectura: de esas ordinarias y
extraordinarias historias humanas.

La arquitectura se enseña con dificultad. El otro día, paseando por un parque de Madrid, vi a
un niño muy pequeño escondido detrás del tronco de un árbol. Del otro lado del árbol, sus
padres gritaban: Martín, ¿dónde estará Martín?, fingiendo que no sabían dónde estaba
escondido su hijo. Para Martín eso era un juego, una experiencia maravillosa, porque podía
poner juntos el poder de su presencia y el poder de su desaparición. La actividad artística es
también un doble movimiento de ocultación y des-ocultación, de encubrimiento y de
descubrimiento. Mostramos la casa, ocultamos la casa. El cuadro de Las Meninas de Velázquez
es un retrato de las infantas, de las hijas de los reyes, pero también es una ocultación de la
idea de retrato. Velázquez pinta una atmósfera, un techo, una puerta al fondo con un
personaje y una luz, incluso se pinta sí mismo. Enseñar la arquitectura no es fácil porque se
enseña simultáneamente a exponer y a esconder. Se presenta una solución y se presenta un
equívoco.

Pero el profesor de proyectos no sólo debe intentar enseñar a proyectar. El sabe que a
proyectar no se aprende solo proyectando. Debe ser también el profesor del estudio de los
proyectos. Debe enseñar a los alumnos a estudiar los proyectos de otros arquitectos y
demostrarles que el estudio de los proyectos es tan personal, tan creativo, como proyectar.
Una prueba de ello es que tal vez -tal vez, no sé- puede realizarse un proyecto entre dos, pero
estudiar, se estudia solo. La experiencia del estudio, la aventura del estudio, es incompartible.

A través del estudio, el alumno comprobará que un arquitecto, él mismo que ya quiere
empezar a serlo, no puede dejar de ser un crítico de arquitectura. Comprenderá que proyectar
es establecerse como teórico y como crítico, es comparar sin descanso. En mi país se dice que
las comparaciones son odiosas. Pero para nosotros las comparaciones no son odiosas, sino
maravillosas; son señales de reunión y de apertura. Una ciudad, Oporto, Madrid, donde por fin
podemos vivir todos juntos comparándonos permanentemente, es maravillosa.

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Tengo también que decir que al profesor lo produce una escuela, que no se nace profesor. El
profesor esta hecho de alumnos y de otros profesores. Incluso me atrevería a decir que el
propio edificio donde se imparten las clases, el aula, la ciudad que queda al fondo, todos han
influido en el profesor que uno tiene delante. En esa ciudad, en esa universidad, en ese
edificio, se encuentra, cuando eres alumno, un profesor único, un profesor al que podríamos
llamar, sin exagerar, el profesor de tu vida. Debes intentar encontrar a ese profesor. Te lo
aconsejo. Tal vez no sea el mejor arquitecto. Tal vez no sea el más famoso ni el que vence en
las asambleas de profesores de tu escuela. Pero te ofrece, a ti, una llave que abre la cámara del
tesoro.

Te enseñará que el trabajo del arquitecto supone un encuentro con un espacio de gran
libertad y, simultáneamente, con un compromiso personal muy exigente, con una ética.
Porque es indudable que un artista crea una ética antes que crear una obra. No hay que
equivocarse: la ética pertenece al artista y la estética al arte. Por eso tu profesor también es,
quiera él o no, un profesor de ética. Es un extraño profesor de ética. Sí, de coherencia, de
correspondencias, de principios, de lealtades, de obstinaciones, hasta de fobias y
repugnancias.

Pero no hay que confundir esa ética, que nace de una pasión y de una libertad, con las normas,
las reglas o las instrucciones que pretenden presentar un conjunto de manuales para clasificar
y calificar. Quiero decir que el profesor en el que estoy pensando, ese extraño profesor de
ética, no puede ser severo. Tal vez los profesores de matemáticas o de física pueden acogerse
a la severidad y a la lógica. Pero el profesor de arquitectura no encuentra amparo en su propia
asignatura para ser severo y lógico. Más bien al contrario: el contenido de su asignatura le
aconseja ser tierno, suave, flexible, ilógico, temerario, porque sabe que la arquitectura, como
decía Le Corbusier, es todo aquello que está más allá del cálculo.

Valoramos a los mejores profesores por lo que nos han dado, pero tal vez deberíamos
valorarlos, aun más, por aquello de lo que nos han apartado. ¡Oh profesor de haber tanto
ignorado!, dice Cesar Vallejo refiriéndose al árbol. Pero es una bella expresión que también
podríamos aplicar a un buen profesor. ¡Oh profesor, de haber tanto ignorado! ¡Oh profesor,
muchas gracias, muito obrigado, porque no me has hecho aprender esa tontería, porque no
me has hecho dibujar esa novedad novedosa, porque me has apartado de esa moda, de esa
absurda y enredada telaraña…!

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SEGUNDA IMAGEN

Esta fotografía es de una obra de Alvar Aalto, un pabellón de deportes en Otaniemi, cerca de
Helsinki. Comprueben la importancia que la estructura y la luz, como si fuesen monedas de oro
venidas del más allá, toman en este lugar, para presentarse finalmente ante estos dos
deportistas. Ante ellos, el peso y la luz, convertidos en presencias inumerables, parecen estar
señalando la altura del acontecimiento, expresando que la acción humana, el encuentro entre
las personas, la presencia física, el aprendizaje y el entrenamiento, merecen ser reverenciados.

Cuando Alvar Aalto diseño la escuela de ingeniería, un conocido edificio muy cercano a este,
evitó en su interior la presencia de los pilares. Solo aparecen en un extremo de este gran
edificio, en la escuela de arquitectura. Tal vez Aalto quería que los alumnos se rozasen con los
pilares, que chocasen con ellos, que, a través de la interposición del pilar, se preguntasen
sobre la importancia del techo, ese lugar inhabitable, pesado y luminoso, origen de la
arquitectura. Que se preguntasen cómo el pilar, ese objeto enigmático, a la vez útil y adorno,
mezcla de energía y de materia, podría estar haciendo posible la transferencia entre dos
planos paralelos que sólo se cortan en el infinito.

¿Quería Aalto que los alumnos de ingeniería, que no tenían pilares en sus pasillos, tuviesen
envidia de los alumnos de arquitectura? Me gustaría contestar que sí porque me gustaría
pensar que la arquitectura también sabe sonreír entre los labios. Pero no sé. Lo que sí sé, es
que en la escuela de Otaniemi, cada día, los estudiantes de arquitectura sienten
silenciosamente la visibilidad del pilar y la significación del pilar. Es una lección intravenosa.

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EL MAESTRO

Se comprende la admiración que los maestros de la arquitectura tuvieron por sus profesores.
Khan por Paul Cret, Le Corbusier por Le Plattinier, Saénz de Oíza por Torres Balbás, Utzon por
Kay Fisker, Asplund por Ragnar Östberg, Távora por Carlos Ramos. Podríamos decir, sin temor
a equivocarnos, que todos los maestros han sido grandes alumnos, es decir, han reconocido la
existencia de un gran profesor.

El profesor enseña los caminos y el maestro las metas. El profesor alumbra con su linterna y el
maestro deslumbra, incluso ciega. Ante el maestro, el profesor adquiere una nueva
potencialidad: se sitúa como intermediario. Si el maestro descubre, el profesor da a conocer al
maestro, pone al alcance su descubrimiento. A veces, ese dar a conocer es más importante
que descubrir. Como cuenta Miguel de Unamuno, Colón descubre América, pero es Américo
Vespucio quien la da a conocer y, por tanto, quien pasa a la historia.

Creo que la labor más importante del maestro no es contribuir a la formación de nuevos
maestros. Picasso debe continuamente huir de lo que ha conseguido, debe seguir buscando y
encontrando, levantando nuevas distancias entre él y sí mismo, o entre él y los otros. Debe
andar por el filo de la navaja. No es, me parece, una línea pedagógica segura para ofrecer a los
estudiantes en sus comienzos.

Un maestro produce un círculo de alumnos, de seguidores, de profesores, de colegas, de falsos


apóstoles. Es un bello círculo cuyo centro no está ocupado por el maestro, sino por lo
inalcanzable y lo inexplicable: la arquitectura. Si pensamos en los imitadores de Aalto, de Mies,
de Wright, es un fracaso. La imitación sólo debería perseguir acercarse a ese centro del círculo
que el maestro crea y donde él no está. El placer y la gloria, el dolor y el cansancio, le
pertenecen sólo a él. Es un sueño de cercanía pero también de lejanía. Es una invitación
excluyente. Es un sabroso veneno. Es imposible, inútil, intentar imitarle. El mismo, si hubiese
vivido en nuestra época o incluso si se pareciese algo a nosotros, habría hecho algo distinto.

Los maestros pertenecen a su tierra, pero sus obras no. Pablo Picasso no pertenece a Málaga
ni a España. Y Fernando Pessoa no pertenece a Lisboa ni a Portugal. Pertenecen al mundo,
aunque nunca habrían sido nada sin Málaga o sin Lisboa. Creo que un maestro es el alquimista
que transforma un pueblo en un mundo. Y me gustaría aquí usar la palabra pueblo con toda su
fuerza penetrante, genésica, ruda, porque seguramente toda belleza es nativa y tiene raíces.
Tal vez a eso se refería José Saramago cuando en una entrevista en la televisión española
decía: … en la ciudad no tenía nada, nada, nada… ¡en el campo lo tenía todo, todo, todo…! O
Fernando Távora: E uma coisa que me anda permanentemente no ser. Ese sentido de lugar, vá
lá, ese sentido de rural. O Miguel Torga: Vem você aqui a se inspirar? –Me pregunta una
periodista en el pueblo en el que me encuentro. - Não venho a receber ordens. -De quem?-Dos
meus antepassados. O Fernando Távora, uma vez más: A casa de Ofir… prova um mor sem
limites por tudas as manifestacoes da arquitectura spontanea do meu país, um amor que vem
de muito longe.

Confieso que me encantan las monografías de los maestros porque ofrecen los resultados de
lo que significa una vida dedicada a la arquitectura y porque en ellas puedo ver cómo sus
rostros, sus cabezas, sus manos, las cuencas de sus ojos, se van haciendo cada vez más

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hermosas mientras envejecen. Mientras envejecen, algunas veces, aparecen obras de una
juventud desarmante, como Fallingwater de Wright realizada con 72 años o como Ronchamp
de Le Corbusier, terminada con 68 años. Tales monografías demuestran que la arquitectura,
vivida con esa intensidad, es un salvoconducto contra el envejecimiento. Porque esa
arquitectura exige crítica, inconformismo, originalidad, libertad, arrogancia incluso. La
inmediata simpatía que surge entre los jóvenes y los viejos maestros demuestra estas
cualidades desafiantes.

Quiero decir también que la cercanía física del maestro es algo importante, es una experiencia
inolvidable para quienes la hemos podido vivir. Y es que el aprendizaje no es virtual: es
presencia física, es necesario personarse, ocupar juntos una habitación, crear un silencio, una
tensión, una risa, un aplauso, alrededor de una mesa, junto a una ventana, en una hora única.
Mucho después, todavía llega a nuestro recuerdo cómo el maestro, desde aquel cuarto,
producía a su alrededor un espacio de dulce inteligencia.

Cuando yo era un joven estudiante me gustaba, en clase, ponerme detrás de Francisco Javier
Saénz de Oíza para ver a su mano derecha dibujar. Era un momento único seguir esa impulsión
mediante la cual los pensamientos pasaban a convertirse en líneas, finas o gruesas, rectas o
temblorosas, puntos, rayas… Cómo su nervio, su temperamento, su estado de ánimo, todo su
cuerpo, se establecían en esa mano y cómo desde esa mano, como si la mano fuese un
manantial del que saliese agua fresca, brotaba el dibujo, la aproximación palpitante a la
arquitectura.

A Oíza le gustaba mucho citar una clasificación de los poetas que había escrito el poeta Erza
Pound. Decía:

“Hace poco leía la clasificación de los poetas de Erza Pound. El establecía seis niveles. El
primero es el de los inventores de la poesía, decía que esos no son nada porque ¿Quién inventa
la Iliada? ¿Homero? pero ¿quién es Homero sin sus precursores? ya que los inventores vienen a
ser la tradición o el pueblo. La segunda categoría la forman los maestros que son capaces de
aportar algo. La tercera son arquitectos como Mario Botta, es decir, los diluidores, los que
disuelven la fuerza de los maestros que a su vez habían tomado la corriente de los inventores.
Los cuartos son el común de todos los escritores, los quintos son las belles lettres (los
esteticistas) y ¿sabéis cuales eran los últimos, que era por lo que me interesaba a mí la
clasificación de Erza Pound? –Aquí Oíza se exaltaba- Los últimos son los lanzadores de modas.
Los que parece que son los más revolucionarios, los que efectivamente están en la punta de la
ola, resulta que ocupan el último lugar en la lista de los poetas…”

Creo que a Fernando Távora le hubiera gustado esta clasificación que sitúa, en primer lugar, y
antes que nada, a la tradición y al pueblo. La definición de maestro que viene a continuación,
en segundo lugar, es muy sencilla: maestro es el que aporta algo, es decir: el que trae un
presente, el que crea un presente y no lo refleja, el que hace que el presente sea profundo.
Para mí es indudable que Fernando Távora se encuentra ahí, en esa posición, justo detrás del
torrente formado por el pueblo, la tradición y la historia. Y que se encuentra, así mismo, en las
antípodas de los lanzadores de modas, un dato también importante en el que querría
detenerme porque no todos los maestros de su misma generación, como James Stirling, Aldo

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Van Eyck o Francisco Javier Saénz de Oíza, pudieron evitar ser seducidos por una canción de
verano.

TERCERA IMAGEN

Me gustaría terminar con la planta de la biblioteca Laurenciana, esta obra realizada por Miguel
Ángel, en Florencia, en el convento de san Lorenzo. La obra tiene tres partes, la primera es esa
escalera que parece materializar una celebración, la entrada en un espacio mágico, en una
cámara excepcional que se separa del mundo de lo predecible y de lo mensurable. A pesar de
ser tan grande, de que casi no cabe en la habitación donde se encuentra, la escalera tiene el
tamaño de un hombre, tiene tu tamaño potencial. Sí, me parece que está dividida en tres
tramos para que, a pesar de su apreciable desmesura, hable de tú a tú a quien decida
internarse en ese remolino de fuerzas ascendentes. Y si me permiten prolongar un poco más la
interpretación de la figura de esta escalera, diría que, como si se tratase de una imagen del
camino del conocimiento, no todos los tramos son iguales ni conducen directamente a la
puerta de entrada superior. La escalera, por supuesto, es mucho más ancha que la puerta a la
que conduce.

Luego, cuando se llega arriba, uno descubre un panorama de asientos y de pupitres. Allí se
encuentra un pequeño ejército de hombres, todos mirando en la misma dirección, hacia
delante. Un conjunto numeroso, no de rostros, sino de algo aun mas indecible, de nucas y
espaldas, quietas, concentradas, aplicadas en el objeto de su estudio, apremiándote a ti, que
acabas de llegar, a que pases a formar parte de ese grupo vigilante. Como este lugar es una
biblioteca podríamos decir que aquí, en esta habitación con forma de dardo, dirigida hacia
delante, en esta aula magna del conocimiento, se encuentran congregados los alumnos, los
profesores y los maestros en una feliz intersección. A esta sala podría llegar un joven
estudiante de arquitectura llamado Fernando Távora en busca de un libro de Spengler o de
Ortega y Gasset. También podría llegar un estudiante de arquitectura de cualquier lugar del
mundo, del lugar más apartado del mundo, para preguntar por un libro de un tal Fernando
Távora, un arquitecto que creía en lo rural. Todo podría ocurrir. Hasta yo mismo podría entrar
para pedir un libro de un poeta portugués, Luís de Camôes, Os Lusíadas, en una traducción al
español. Me sentaría en uno de esos pupitres, abriría el volumen, y en algún lugar del texto
podría leer despacio los siguientes versos:

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¡Qué grandes escrituras nos dejaron!
¡Qué abundancia de signos y de estrellas,
Qué extrañezas, qué grandes cualidades!
Y todo sin mentir, puras verdades.

Al leer las palabras extrañezas y estrellas, escritas a continuación de las palabras signos y
grandes cualidades, me volvería a acordar de Martín, ese niño madrileño que se escondía
detrás de un árbol y que así vivía dos existencias. Las extrañezas y las estrellas se unen en estos
versos, como acontece también en el arte de la arquitectura, a valores reconocibles: a signos y
cualidades. Es lo que le pasaba a Martín, que se asombraba al experimentar la reunificación
del encubrimiento y el descubrimiento, de los signos y las estrellas con las extrañezas y las
cualidades, sintiendose inmerso así en una realidad fantástica.

Pero fíjense también en el aviso que aparece en el último verso: Y todo sin mentir, puras
verdades. Camôes nos advierte sobre la pureza que resulta exigible al poeta cuando, jugando
seriamente, como le corresponde, intenta acercar, y apartar, el mundo a sus semejantes. No
sinceridad, sino pureza. Y también: no una única verdad, eso nunca, sino verdades. Puras
verdades.

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ULTIMA IMAGEN

Les pido por último que observen esta fotografía de la sala de lectura de la biblioteca
Laurenciana. Hay un camino que se forma entre las masas de la izquierda y de la derecha. Un
camino muy ancho que avanza hacia una puerta que se encuentra al final : un camino al que
sostienen las dos filas de pupitres y el silencio unánime de los alumnos, los profesores y los
maestros que ocupan juntos este lugar de meditación. ¿Qué hay detrás de esa puerta? Lo
ignoramos. ¿Adónde lleva ese camino? No sabemos nada. Y sin embargo ese final está ahí,
marcando un rumbo, delante de cada una de las personas reunidas en esta biblioteca. En
realidad, si nos pudiéramos acercar ahora a Florencia, al claustro del convento de san Lorenzo,
veríamos que no hay nada importante detrás de la puerta. Lo importante está en la puerta. Tal
vez la puerta es un deseo, nuestro deseo. Pero no podemos saber nada más. ¿Qué es ese
deseo? ¿A qué dará origen? Ni siquiera Miguel Ángel, uno de los más grandes artistas de todos
los tiempos, puede desvelarlo. Sólo hay una puerta y no una respuesta.

Aquí la propia arquitectura, la que tantas veces contestó de forma prodigiosa a las necesidades
y deseos humanos, renuncia a decir dónde ella misma podría llegar.

Luis Martínez Santa-María


Oporto, 10 de junio de 2015

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