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En defensa de la medida de aseguramiento

De la medida de aseguramiento se puede decir que: 1) es un mal, inclusive peor que la


pena, ya que se impone con anterioridad a una sentencia condenatoria en firme y
ejecutoriada; 2) genera daños reputacionales a su destinatario, casi irreparables, cuyo
nombre es vulnerado en una sociedad que suele opinar generosamente sobre temas jurídicos
y que es altamente influenciada por los medios de comunicación; y 3) con frecuencia es
impuesta sin tener en cuenta su carácter excepcionalísimo.

Estas son solo algunas de las críticas que pueden plantearse sobre las medidas de
aseguramiento y, en particular, de las privativas de la libertad. Sin embargo, estimo
pertinente plantear algunas reflexiones acerca de esta figura.

El año pasado, a raíz de una decisión de esta índole al interior del proceso penal más
importante de la historia colombiana, pudimos apreciar varias opiniones en redes sociales
que criticaban la implementación de la medida de aseguramiento y en las que se llegó a
censurar a aquellos penalistas que la “celebran”. Lo primero que se me vino a la cabeza es
esa palabra, celebrar. Una cosa es “celebrar” o “aprobar” su decreto y otra muy distinta es
“alegrarse”.

Se puede estar de acuerdo algo sin que ello implique felicidad. Que se restrinja
cautelarmente la libertad sin fallo condenatorio no es motivo de júbilo. Inclusive, la
sentencia que impone una pena debe interpretarse como lo que es: ejercicio del poder
punitivo y de violencia institucional del Estado. En sentido similar, me cuesta creer que la
mayoría de fiscales sientan “euforia” al solicitarla ante los jueces y que estos se “alegren”
por dictarla.

Es necesario estudiar las razones que fundamentan su solicitud e imposición: 1) la


competencia para pedirla, que fundamentalmente radica en la Fiscalía General de la
Nación; 2) el cumplimiento de los requisitos objetivos de los artículos 313 o 313A de la
Ley 906 de 2004 para los delitos alegados; 3) una inferencia razonable de autoría o
participación en contra del imputado, estándar probatorio más tenue que la posibilidad de
afirmación con probabilidad de verdad y que el conocimiento más allá de toda duda
razonable; 4) la presencia de uno o más fines constitucionales, junto con la justificación de
una o más de las circunstancias previstas en el Código de Procedimiento Penal para cada
una de ellos; y 5) la argumentación del test de proporcionalidad, que incluye un análisis de
la suficiencia, en sede de la necesidad, de la restricción de la libertad y la correlativa
insuficiencia de los demás gravámenes ofrecidos en el catálogo del artículo 307 del mismo
cuerpo normativo.

Pensemos en un fiscal acucioso, que acredita una inferencia razonable coherente con sus
medios de prueba y que, corolario a lo anterior, demuestra el o los fines constitucionales
con prognosis a futuro. Y pensemos también en un juez diligente que, tras escuchar y
analizar cada una de las manifestaciones aportadas por las partes y de los demás
intervinientes, decide decretarla, con una debida sustentación, por encontrarla jurídicamente
procedente.

En este evento considero que se puede celebrar la imposición de la medida de


aseguramiento, pues este acto procesal será la aplicación de nuestra normativa en el caso
En defensa de la medida de aseguramiento

concreto. En otras palabras, será la demostración férrea de que el ordenamiento jurídico ha


sido cumplido.

Sus acérrimos detractores consideran que siempre será la antítesis del garantismo. Difiero
respetuosamente porque en mi concepto, y bajo circunstancias particulares, podrá ser lo
contrario. Por ejemplo, cuando se judicializa a señalados miembros de grupos armados
organizados o grupos delictivos organizados dedicados a múltiples crímenes, como
homicidios y extorsiones, en determinados sectores de un país tan violento como el nuestro,
se puede hablar de una tutela de los intereses de las víctimas; o si se identifica que un
indiciado cuenta con la doble nacionalidad de un Estado que no extradita a sus ciudadanos
y quiere huir a este, se puede proteger la administración de justicia, por no hablar también
de la verdad, justicia y reparación de los perjudicados.

O pensemos en otros casos límite: violadores en serie o que cometen conductas sexuales en
contra de mujeres mayores o menores de edad. En estas circunstancias no se apela a la
necesidad de sentencias anticipadas, a falsas apariencias de eficacia de la administración de
justicia o a criterios emocionales y populistas, sino a la protección de la comunidad y de las
víctimas, entre otros posibles propósitos constitucional y legalmente consagrados. Si la
Fiscalía General de la Nación cuenta con un buen acervo probatorio y hace una adecuada
sustentación, ¿será tan erróneo “celebrar”?

Es fundamental reconocer que la medida de aseguramiento ha tenido una excesiva y


desbordada utilización. No obstante, algunas soluciones a este grave asunto no se
encuentran en desconocer o rechazar a esta institución procesal. Algunas propuestas son: 1)
reconocer su excepcionalísima aplicación de una vez por todas; 2) comprender que el literal
b) del artículo 307 de la Ley 906 de 2004 consagra medidas menos delicadas y que, en
varios casos, pueden resultar más procedentes; y 3) que dentro del ente acusador se deje de
considerar, como criterio de calificación a sus fiscales, la cantidad de solicitudes de
capturas, imputaciones y solicitudes de medida de aseguramiento que hagan y más bien su
calidad.

Resulta desconcertante aquella conclusión tendiente a clasificar como antigarantistas a


quienes, en circunstancias particularísimas, estamos de acuerdo con una medida de
aseguramiento. Se trata de una visión simplista de la situación que deja de lado, en primer
lugar, la complejidad del sistema procesal colombiano y, en segundo lugar, su dinamismo.
Es frecuente ver cómo un abogado representa hoy a un procesado y mañana a una víctima,
o inclusive es él mismo la víctima, y coadyuva su imposición en la audiencia.

Un penalista no deja de serlo porque celebre una medida de aseguramiento privativa de la


libertad fundamentada y proporcional, como tampoco deja de serlo cuando presenta una
denuncia y solicita a la Fiscalía que ejerza la acción penal. Lo que el penalista no puede
perder es el sentido de humanidad y legalidad, que deberá tener en cuenta sin importar el
rol que tenga, así como la tolerancia a las ideas ajenas.

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