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S12 Lectura Modelo Violencia Sistemica PDF
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Introducción
Cuando la violencia irrumpe en la familia, ésta pierde su connotación
de espacio destinado a garantizar la seguridad y el crecimiento de sus
miembros.
Desafortunadamente, las evidencias nos muestran que la violencia
intrafamiliar es un fenómeno con gran presencia en el entorno. Por dar sólo
un ejemplo, la encuesta sobre Violencia Intrafamiliar realizada en 1999 en el
área metropolitana de la ciudad de México por el Instituto Nacional de
Estadística, Geografía e Informática (INEGI, 2003) nos muestra que uno
de cada tres hogares ha vivido situaciones de maltrato emocional,
intimidación, abuso físico o abuso sexual.
La socialización temprana en un entorno dominado por la cultura de la
violencia da lugar, más tarde, a la reproducción de dinámicas familiares en
las cuales los roles tradicionalmente identificados como de agresores y
víctimas se ven envueltos en conductas vio- lentas, donde se acepta el uso
de la fuerza del hombre contra la mujer, del más fuerte sobre el débil, del
adulto sobre el niño, de los adultos sobre los ancianos, y la impunidad de los
delitos cometidos en el ámbito del hogar.
Una vez que reconocemos su existencia, la reacción social típica ha sido
la de perseguir y culpar a los «agresores», y proteger de ellos a sus
«víctimas». Sin embargo, reconocer la extensión del fenómeno y las
consecuencias gravísimas para el futuro emocional y relacional de todos los
implicados obliga a pensar en procesos de verdadera rehabilitación
familiar, en donde las pautas de relación que conducen a la violencia sean
desactivadas, mientras se aprenden nuevas formas de interacción que
garanticen su permanencia y su contribución a una interacción familiar
nutricia.
El Centro de Estudios Especializados en la Familia (CEEFAM), del
Centro Universitario de la Costa de la Universidad de Guadalajara recibe un
número significativo de familias que presentan, casi siempre de manera
implícita, esta problemática. El artículo muestra la articulación entre la
postura teórica del enfoque sistémico en terapia familiar y las estrategias
específicas que se desarrollan como una metodología de trabajo terapéutico
con estas familias, a través del análisis de casos, en los que lograron
movilizarse las pautas relacionales para dar lugar a una interacción familiar
más sana.
Fue hasta 1960 cuando Henry Kempe (1977) definió el síndrome del niño
apaleado y diez años después, en 1970, Leonore Walter define el síndrome de
la mujer golpeada, dando pie a la visibilidad de la violencia intrafamiliar
como fenómeno relevante para atenderse y volverse objeto de estudio.
Recientemente el fenómeno del maltrato psicológico se ha con- vertido en
objeto de investigación y de medidas tendientes a prevenirlo y remediarlo.
Fue hasta hace algunos años que el maltrato infantil pasó a ser percibido a
los ojos de la sociedad, y su identificación como problema se enfrentaba a
dos fenómenos básicos: la invisibilización y la naturalización.
La invisibilización indica que para que una situación pueda ser percibida
por la sociedad (percepción social) se necesitan dos condiciones, la primera:
Inscripciones materiales que lo hagan perceptible:
«lo que se ve es real». Por ejemplo, es más fácil reconocer socialmente el
maltrato físico, por las heridas y cicatrices que deja. La segunda condición es
que el observador disponga de las herramientas o instrumentos conceptuales
necesarios para percibirlo (significados).
La naturalización por su parte se refiere a la tendencia de atri buir a la
condición humana la tendencia a la violencia, restándole con ello
reconocimiento como fenómeno relacional, al que se responde con apatía
y resignación.
Así, por mucho tiempo esta problemática se mantuvo invisible para los
ojos de la familia, de los vecinos, de la sociedad misma, cometiendo uno
de los más graves pecados, que bautiza Fontana (2003) como «La
Mutilación del Espíritu de un Niño».
Un elemento más que contribuyó a la invisibilidad de la violen- cia
intrafamiliar fue la cuestión de la asociación semántica de los vocablos
«Violencia y Familia». Por mucho tiempo esta asociación se mantuvo como
una paradoja incomprensible (Corsi, 2003), ya que la violencia era
considerada como un acto exclusivo de las calles, como elemento espacial
para su definición, mientras que contrariamente la familia se definía como un
espacio idealizado, como un contexto nutricio, proveedor de seguridad,
afecto y estímulos para el bienestar y cuidado de sus miembros. Esta paradoja
ha con- tribuido, a las definiciones excluyentes, al retraso por muchos años de
la presentación, conocimiento y divulgación de otra cara de la familia,
como un entorno potencialmente patógeno.
Una vez que se ha reconocido la existencia de la violencia, la reacción
social típica ha sido la de perseguir y culpar a los «agresores», y proteger de
ellos a sus «víctimas». Sin embargo, reconocer la extensión del fenómeno y
las consecuencias gravísimas para el fu- turo emocional y relacional de todos
los implicados obliga a pensar en procesos de verdadera rehabilitación
familiar, en donde las pautas de relación que conducen a la violencia sean
desactivadas, mientras se aprenden nuevas formas de interacción que
garanticen su permanencia y su contribución a una interacción familiar
nutricia. La «reconstrucción del espíritu quebrantado» a través del trabajo
terapéutico con familias que viven violencia, requiere de elementos teóricos
y de estrategias específicas que movilizan al sistema familiar y le enseñan
nuevas maneras de relacionarse que dejan
fuera el juego de la violencia.
Revisión de la literatura
Partimos de la concepción de la violencia como el ejercicio del poder que
afecta negativamente la libertad y la dignidad del otro (Foucault, 1989). Ese
otro generalmente se encuentra en un estado más vulnerable del que somete,
ya sea por su género, edad, fuerza física, clase, etnia, relación de
parentesco, etc. Este sometimiento utiliza métodos que generalmente
causan graves daños físicos o emocionales en quien se ejerce. Siguiendo la
distinción de Foucault, cuando existe un ejercicio del poder, el otro tiene
posibilidad de reaccionar, cuando lo que se ejerce es el dominio, no hay
posibilidad de reaccionar, y en estos niveles de violencia estarían las
víctimas de la tortura, y las poblaciones en situación de pobreza extrema. A
través de los años se ha venido hablando de cómo el maltrato hacia un niño
era evidente desde épocas inmemorables. Sin embargo, es tan aceptado el
concepto de la familia como fundamento de la civilización y como base de
la sociedad moderna, que tuvo que acumularse mucha evidencia y realizar
un análisis crítico de organismos y personas comprometidas con la defensa
de los derechos del niño y la mujer, para que pudiera superarse la
sistemática negación de la violencia intrafamiliar, que compromete la visión
de la familia como institución intrínsecamente protectora y nutricia. Al
preguntarse acerca de las causas de este doloroso fenómeno, Linares (2006)
hace una reseña de cómo se ha recurrido a respuestas reduccionistas y
aparentemente tranquilizadoras. Una de las más socorridas es la de la
satanización, que atribuye la responsabilidad de estos actos de maltrato a
cierta malignidad intrínseca de la natu- raleza humana. Una muestra de la
adopción generalizada de esta respuesta puede deducirse de la tendencia a
condenar de la misma manera cualquiera de sus manifestaciones,
absolutizando el mal, y obligando, como lo hacen algunas leyes vigentes en
otros países, a denunciar el menor atisbo de maltrato, sin considerar
matices o estilos culturales en la crianza.
Una segunda explicación distorsionadora del maltrato es la tendencia a
atribuirlo a la condición animal del humano, que argumenta atender a su
condición biológica, menos «humana» que su mente racional.
De acuerdo con el propio Linares (2006), la tercera visión de-
formadora del maltrato es la masculinización, es decir la atribución del
maltrato como fenómeno ejercido de modo exclusivo por el varón, y del que
la mujer resulta la víctima por excelencia. Como resultado de esta
deformación de corte feminista, se ha colocado al abuso sexual como la
modalidad de maltrato más estudiada, «con un 70% de las publicaciones
sobre el tema, cuando la incidencia real de la violencia sexual apenas alcanza
el 8%» (Linares, 2002, p. 13).
Este mismo autor refiere que el maltrato no es satánico, animal ni
masculino, es más que la suma de esos elementos, definiéndolo como un
fenómeno de gran complejidad.
Desde la perspectiva sistémica asumida en este artículo, tomamos la
definición de Linares (2002), quien aclara… «el maltrato físico familiar es
un conjunto de pautas relacionales que, de forma inmediata y directa, ponen
en peligro la integridad física de las personas que están sometidas a ellas,
cuyos responsables son miembros significativos de sus propias familias» (p.
19). Entre estas formas de violencia física destaca por su frecuencia la
negligencia, aunque, paradójicamente, poco se hable o estudie sobre
ella.
Otra forma de violencia es el maltrato psicológico familiar, también
llamado maltrato emocional que se ha identificado con el uso violento del
lenguaje, en forma de gritos, amenazas e insultos. Sin embargo, es de suma
importancia reconocer que esta definición no es satisfactoria en el sentido de
que puede referirse como tal casi cualquier forma de interacción cotidiana y
banal de numerosas familias, habituadas a comunicarse con una intensidad
emocional tal, que fuera de su contexto, resultarían terriblemente amenazantes
y dañinas.
El maltrato psicológico incluye una violencia verbal que
frecuentemente antecede o es ingrediente de la violencia física. Por eso el
enfoque sistémico la define más bien como una pauta relacional que, en
este caso, amenaza la madurez psicológica y la salud mental de las personas
sometidas a ella, aún si se ejerce de manera tan sutil que pasa
desapercibida a terceros.