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Porque Nadie Entra en Engrid's Bookshop
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Tras el mostrador, una manta vieja y sucia era todo el cobijo de Tom.
Bueno… del Tom perro. Y con una taza de agua oscura se
alimentaba, por cierto. Esquivó el mueble y sin que la señora Bolan
lo viese, como pudo, le guiñó un ojo a Oliver que arqueó sus cejas y
ahogó un comentario delator. Pero un amigo reconoce la mirada de
otro amigo. En cualquier lugar del mundo, sea en la circunstancia
que sea.
Mojo continuó.
—Es que la última vez que lo vimos a Tom, él estaba parado justo
aquí señora Bolan. —Señaló el espacio de alfombra y escuchó a
Oliver susúrrarle: “es él, el Bobtail”
—¿Desde cuándo tiene usted un perro Bobtail, señora Bolan? —
increpó el más audaz, Mojo, ahora que se comenzaban a desterrar
viejos espantos.
Bolan, como toda pérfida víbora, enemiga del buen gusto, sacó a
relucir su veneno, despreciando la palabra de un niño.
—¡Eso no te incumbe, crio repugnante! —Pero se detuvo. Sandra
Bolan enmudeció cuando observó que ahora la luz del atardecer no
la tapaban las cortinas, sino una muchedumbre de vecinos hartos de
presunciones y más cercanos a una confirmación, a una certeza que
corría por los corredores de cada generación.
Apabullada, sintiendo como nunca antes la amenaza de dejar de ser
lo que aparentaba y mostrar su apestosa existencia, tomó por el
cuello al Tom perro, y se posó mediante un fugaz resplandor, sobre
el cielo sombrío y eclipsado de Autumnville. Cerniéndose
amenazante, a 10 metros de altura, sobre el boulevard. Su figura ya
no era la de una sexagenaria. Era la de un engendro, la de un
prodigio de parábola. Sobre unas garras, Tom Scarry, aun
transformado en un Bobtail inglés; sobre las otras, un texto
milenario sobre encantamiento y hechicería: ¡El “Actus Mortis”!
Mojo y Oliver convalidaron a los adultos que el can era Tom. Los
más ingenuos blandían escopetas y los bomberos preparaban sus
mangueras con agua bendita, mientras un clérigo apuntaba su
crucifijo a aquella aberración.
—¡Dejadme ser libre, infames! —clamaba, lo que ahora era la señora
Bolan. Tom convertido en perro, ascendía con ella, y su familia se
alejaba cada vez más, veía a sus amigos como pequeños gusanos. Las
balas golpeaban sobre el pecho de la bestia, que se balanceaba con
cada impacto. El reflejo de los últimos rayos solares en el cristo de
metal que empuñaba el cura, le dejaba surcos en la piel negra, y eso
le hacía perder el control sobre Tom y el libro. Entonces el engendro
advirtió a todos:
—¡Basta de jugar, pueblo maldito! Dejadme tomar el alma de este
niño y les daré prosperidad y fortuna a toda la población. —Mojo
observó como algunos vecinos dejaban de apuntar sus armas al
escuchar esa oferta.
Otros insistían en derribar aquello que surcaba los cielos, junto a un
perro-niño y un libro. Allí desde casi 20 metros del suelo, en una
tormenta inusitada, surgida como una perversa artimaña para
provocar pavor, con nubes más grandes que un abismo, los dos
amigos, los que nunca negociaron su lealtad para encontrar a Tom, y
a pesar del pánico que significaba entrar en Engrid's Bookshop,
ellos, Mojo y Oliver comenzaron a gestar el fin de este aborrecible
capítulo en Autumnville.
El Demonio, los vecinos con armas, los padres de los niños, los
ancianos, el alguacil y los clérigos, observaron como los amigos de
Tom rociaban la librería de la señora Bolan con combustible y
provocaban la hoguera más cálida y pura de la que se tenga
conocimiento. Un incendio de pasión y de ímpetu.
Pronto miles de libros que nadie compraba, ardían y explotaban,
lanzados al aire; millones de hojas girando con el viento, almas que
escapaban con alaridos, centenares de gritos desesperados de todas
las víctimas, que se metían y retumbaban en la conciencia de cada
pueblerino. Muchos de ellos, inesperadamente, suplicaban e
imploraban misericordia, sabiéndose colaboradores de una
blasfemia que se escondía, contada entre familias y callado por la
cobardía. Algunos más complicados como el sacerdote y el aguacil,
comenzaron a arder espontáneamente, conscientes de su
complicidad.