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IV.

Influencia de la familia en el suicidio (i guess)

Resulta que el factor esencial de la inmunidad de los casados es la familia, es decir, el grupo
completo formado por los padres y los hijos. Si la desaparición de uno de ellos acrecienta el riesgo
de que el otro se mate, a medida que los suicidios disminuyen, la densidad familiar crece
regularmente.

Donde los suicidios son poco numerosos, la familia suele tener, por lo general, un elevado número
de miembros. El número de elementos del que se compone la familia determina la inclinación al
suicidio que varía según esta sea más o menos densa. Ocurre, en efecto, que la densidad de un
grupo no puede descender sin que su vitalidad disminuya. De ahí que, que cuanto mayor es una
muchedumbre, más susceptibles de degenerar en violencia son las pasiones que se desencadenan
en su seno. Por consiguiente, en el seno de una familia poco numerosa los sentimientos, los
recuerdos comunes, no pueden ser muy intensos, porque no hay bastantes conciencias para
representárselos y reforzarlos participando de ellos. No podrían formarse esas fuertes tradiciones
que sirven de nexo de unión entre los miembros de un mismo grupo más que sobreviviéndoles y
uniendo a las generaciones sucesivas entre sí. Por otra parte, las familias pequeñas son
necesariamente efímeras, y sin duración no hay comunidad trabada. En este caso, los estados
colectivos son débiles y no pueden ser numerosos, pues su número depende de la actividad de
intercambio de visiones e impresiones que circulan de un sujeto a otro; un intercambio tanto más
rápido cuantas más son las personas que participan en él. Así: la familia preserva muy bien de la
tendencia al suicidio, tanto mejor cuanto mejor constituida esté.

V. Suicidio y comunidades políticas.

En vísperas de la Revolución, las alteraciones que afectaron a la sociedad tras la descomposición


del antiguo sistema social se tradujeron en el brusco aumento de suicidios del que época. No
todas las crisis políticas o nacionales ejercen esta influencia (de suicidio). Sólo lo hacen las que
exacerban las pasiones. Las grandes conmociones sociales, como las grandes guerras populares,
avivan los sentimientos colectivos estimulando tanto el espíritu de partido como el patriotismo,
tanto la fe política como la fe nacional y permitiendo, al dirigir toda actividad a un mismo fin, una
mayor integración de la sociedad, aunque sea temporal. No es a la crisis a la que se debe la
saludable influencia cuya existencia acabamos de establecer, sino a las luchas que genera esa
crisis. Como los hombres no tienen más remedio que asociarse para hacer frente al peligro
general, el individuo piensa menos en sí mismo y más en la idea común.

VI. Comprobando hipótesis

El suicidio varía en razón inversa al grado de integración de los grupos sociales de los que forma
parte el individuo. Cuanto más débiles son los grupos a los que pertenece, menos depende de
ellos y más se exalta a sí mismo para no reconocer otras reglas de conducta que las fundadas en
sus intereses privados. Así pues, si llamamos egoísmo a ese estado en el que el yo individual se
afirma en exceso frente al yo social y a expensas de este último, podremos calificar de egoísta al
tipo concreto de suicidio que resulta de una individuación desmesurada. ¿Pero cómo puede tener
tal origen el suicidio? Por lo pronto podemos señalar que, si la fuerza colectiva que reprime el
suicidio se debilita, este tenderá a aumentar. En cuanto se admite que los individuos son dueños
de sus destinos, les corresponde señalar el término de los mismos. Les falta una razón para
soportar con paciencia las miserias de la vida. Porque, cuando son solidarios con un grupo al que
aman, a cuyos intereses sacrifican los suyos, ponen más obstinación en vivir. El lazo que les liga a
la causa común les une a la vida, y, por otra parte, su elevado objetivo les impide sentir tan
vivamente las contrariedades privadas. En fin, en una sociedad coherente y vivaz hay un continuo
intercambio de ideas y sentimientos así como una mutua asistencia moral, que hace que el
individuo, en vez de estar reducido a sus propias fuerzas, participe de la energía colectiva y la
busque para fortalecer la suya cuando se debilita. Cuando no tenemos más objetivo que nosotros
mismos, no podemos escapar a la idea de que nuestros esfuerzos están destinados a perderse en
la nada donde iremos a parar.

En otras palabras, si como se ha dicho a menudo el hombre tiene una doble dimensión, es porque
al hombre físico se superpone el hombre social. Ahora bien, este último presupone
necesariamente una sociedad a la que encarna y sirve. Cuando se disgrega y ya no la sentimos viva
y dinámica a nuestro alrededor y por encima de nosotros, nuestro ser social se encuentra
desprovisto de todo fundamento objetivo. Sólo es una combinación de imágenes ilusorias, una
fantasmagoría que un poco de reflexión disipa; nada, por consiguiente, que pueda servir de meta a
nuestros actos. Es más, este ser social lo es todo para el hombre civilizado, es lo que da valor a su
existencia.

Pero eso no es todo. Esta ruptura no se produce sólo en los individuos aislados. Uno de los
elementos constitutivos de todo temperamento racional es la forma de estimar el valor de la
existencia. Hay un humor colectivo, como hay un humor individual, que inclina a los pueblos a la
tristeza o a la alegría, que les hace ver las cosas risueñas o tétricas. La sociedad es la única que
puede expresar un juicio de conjunto sobre el valor de la vida humana; el individuo no está
capacitado para hacer ese juicio. No se conoce más que a sí mismo y a su pequeño horizonte, su
experiencia es demasiado limitada como para servir de base a una apreciación general. Puede
juzgar que su vida no tiene objeto, pero no puede decir nada que se refiera a los demás. La
sociedad, en cambio, puede generalizar sin sofismas, expresar su estado de salud y de
enfermedad. Los individuos participan demasiado estrechamente en su vida como para que esté
enferma sin que ellos se vean afectados por la dolencia. Su sufrimiento es el sufrimiento de ellos,
todo mal se transmite a sus partes. Así se forman corrientes de depresión y de desencanto que no
emanan de ningún individuo en particular, pero expresan el estado de desintegración de la
sociedad. Entonces aparecen esos sistemas metafísicos y religiosos que, reduciendo a fórmulas los
sentimientos oscuros, vienen a demostrar a los hombres que la vida no tiene sentido y que
atribuírselo es engañarse a sí mismo.

Y como esas corrientes son colectivas, tienen una autoridad que se impone al individuo y le
empuja con más fuerza en la misma dirección a la que le inclina el desamparo moral que ha
suscitado en él la desintegración social. Así, incluso en el momento en el que se libra del ambiente
social, sigue sufriendo su influencia. Por individualizados que estemos, siempre queda algo de
colectivo; la depresión y la melancolía resultan de esta individualización exagerada. Cuando no hay
otro ideal común, se comulga con la tristeza.

VII. EL suicidio altruista. (habla mucho de las muertes por honor como los japoneses y así.
También menciona a los soldados.)
Si, como acabamos de ver, una individuación excesiva conduce al suicidio, una individuación
insuficiente produce los mismos efectos. Para que la sociedad pueda obligar a ciertos miembros a
matarse la personalidad individual debe contar poco. Porque el primer derecho de toda persona
es el derecho a la vida, y sólo puede suspenderse en circunstancias muy excepcionales como la
guerra. Pero la individuación débil sólo puede deberse a una causa. Para que el individuo ocupe
tan poco lugar en la vida colectiva debe estar totalmente absorbido por el grupo y, por
consiguiente, se tratará de un grupo fuertemente integrado.

Puesto que hemos llamado egoísmo al estado del yo cuando vive su vida personal y sólo obedece
a sí mismo, la palabra altruismo expresa bastante bien el estado contrario, aquel en el que el yo no
se pertenece a sí mismo, se confunde con otra cosa que no es él, y el grupo del que forma parte,
algo externo, determina lo que rige su conducta.

VIII. El suicidio anómico.

En las sociedades tradicionales, Durkheim identifica como forma de funcionamiento de las


relaciones entre los individuos una solidaridad mecánica, ya que en este tipo de sociedades los
vínculos surgen gracias a la existencia de una conciencia colectiva que está basada en la
uniformidad de creencias y costumbres y en donde la diferencia es considerada por la totalidad
del grupo como una amenaza, con el resultado de que aquél que rompe con lo establecido será
fuertemente castigado por la mayoría. Frente a ella, en las sociedades modernas, los lazos sociales
se establecen a partir de una solidaridad orgánica en forma de complementariedad debido a las
diferencias existentes entre los miembros. Es en estas sociedades donde la diversidad es la
característica central, donde la división del trabajo ha hecho posible que la individuación y la
cohesión social avancen a la par. En este contexto, las reglas que antes servían para organizar e
interpretar al mundo han dejado de cumplir ese rol; probablemente, debido a la multiplicidad de
caminos y objetivos y consecuentemente, a que cada individuo cuenta con diferentes perspectivas
en cuanto a la mejor forma de organizarse y los valores que debe dominar. Para lograr que en esa
diversidad se establezcan lazos sólidos y fines comunes, es necesario generar una reglamentación
que, a pesar de las diferencias, logre vincularlos a todos por medio de principios generales que a
todos interesen y que sean capaces de regular las nuevas relaciones que surgen con la
modernidad.

La anomia se refiere a la ausencia de un cuerpo de normas que gobiernen las relaciones entre las
diversas funciones sociales que cada vez se tornan más variadas debido a la división del trabajo y
la especialización, dado que la transformación ha sido rápida y profunda, la sociedad se encuentra
atravesando por una crisis transicional debida a que los patrones tradicionales de organización y
reglamentación han quedado atrás y no ha habido tiempo suficiente para que surjan otros acordes
con las nuevas necesidades. Como consecuencia de ello, se ha producido una situación de
competencia sin regulación, lucha de clases, trabajo rutinario y degradante, entre otros, en el que
los participantes no tienen clara cuál es su función social y en la que no hay un límite claro, un
conjunto de reglas que definan qué es lo legítimo y lo justo. Durkheim considera la anomia como
como un mal crónico de la sociedad moderna y factor explicativo de un porcentaje de la tasa social
de suicidios de la Europa de finales del siglo XIX. A raíz de este debilitamiento identificado como
anomia, los individuos han dejado de tener clara la diferencia entre lo justo y lo injusto, lo legítimo
y lo ilegítimo. los límites se encuentran debilitados o no existen, el individuo se encuentra en una
situación complicada debido a que sus pasiones y deseos se hallan desbocados al perder todo
punto de referencia. Este hecho le genera un constante sentimiento de frustración y malestar, ya
que todo aquello que logra le parece poco, pues siempre quiere algo nuevo que supone le
generará un mayor placer.
La anomia conyugal que tiene que ver con el debilitamiento del matrimonio tal y como ha ocurrido
con el resto de las instituciones sociales. Al contraer matrimonio, el hombre entra en una
institución que le pone límites a sus acciones, le da la estabilidad y el orden que hasta ese
momento le habían faltado. En la mujer tiene un efecto contrario pues no requiere de una
institución que le ponga límites, más bien el matrimonio se presenta como una forma de
regulaciones excesivas que la hacen sentirse atrapada y frustrada

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