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CARTAS DEL DIABLO A SU SOBRINO

C S. LEWIS
CARTA XII

Mi querido Orugario:

Evidentemente, estás haciendo espléndidos progresos. Mi único temor es que, al intentar meter
prisa al paciente, le despiertes y se dé cuenta de su verdadera situación. Porque tú y yo, que
vemos esa situación tal como es realmente, no debemos olvidar nunca cuan diferente debe
parecerle a él. Nosotros sabemos que hemos introducido en su trayectoria un cambio de dirección
que le está alejando ya de su órbita alrededor del Enemigo; pero hay que hacer que él se imagine
que todas las decisiones que han producido este cambio de trayectoria son triviales y revocables.
No se le debe permitir sospechar que ahora está, por lentamente que sea, alejándose del sol en
una dirección que le conducirá al frío y a las tinieblas del vacío absoluto.

Por este motivo, casi celebro saber que todavía va a misa y comulga. Sé que esto tiene peligros;
pero cualquier cosa es buena, con tal de que no llegue a darse cuenta de .hasta qué punto ha roto
con los primeros meses de su vida cristiana: mientras conserve externamente los hábitos de un
cristiano, se le podrá hacer pensar que ha adoptado algunos amigos y diversiones nuevos, pero
que su estado espiritual es muy semejante al de seis semanas antes, y, mientras piense eso, no
tendremos que luchar con el arrepentimiento explícito por un pecado definido y plenamente
reconocido, sino sólo con una vaga, aunque incómoda, sensación de que no se ha portado muy bien
últimamente.

Esta difusa incomodidad necesita un manejo cuidadoso. Si se hace demasiado fuerte, puede
despertarle, y echar a perder todo el juego. Por otra parte, si la suprimes completamente —lo
que, de pasada, el Enemigo probablemente no permitirá—, perdemos un elemento de la situación
que puede conseguirse que nos sea favorable. Si se permite qué tal sensación subsista, pero no
que se haga irresistible y florezca en un verdadero arrepentimiento, tiene una invaluable
tendencia: aumenta la resistencia del paciente a pensar en el Enemigo. Todos los humanos, en
casi cualquier momento, sienten en cierta medida esta reticencia; pero cuando pensar en Él
supone encararse —intensificándola— con una vaga nube de culpabilidad sólo a medias consciente,
tal resistencia se multiplica por diez. Odian cualquier cosa que les recuerde al Enemigo, al igual
que los hombres en dificultades económicas detestan la simple visión de un talonario. En tal
estado, tu paciente no sólo omitirá sus deberes religiosos, sino que le desagradarán cada vez
más. Pensará en ellos de antemano lo menos que crea decentemente posible, y se olvidará de
ellos, una vez cumplidos, tan pronto como pueda. Hace unas semanas necesitabas tentarle al
irrealismo y a la falta de atención cuando rezaba, pero ahora te encontrarás con que te recibe
con los brazos abiertos y casi te implora que le desvíes de su propósito y que adormezcas su
corazón. Querrá que sus oraciones sean irreales, pues nada le producirá tanto terror como el
contacto efectivo con el Enemigo. Su intención será la de «dejar la fiesta en paz».
Al irse estableciendo más completamente esta situación, te irás librando, paulatinamente, del
fatigoso trabajo de ofrecer placeres como tentaciones. Al irle separando cada vez más de toda
auténtica felicidad esa incomodidad, y su resistencia a enfrentarse con ella, y como la costumbre
va haciendo al mismo tiempo menos agradables y menos fácilmente renunciables (pues eso es lo
que el hábito hace; por suerte, con los placeres) los placeres de la vanidad, de la excitación y de
la ligereza, descubrirás que cualquier cosa, o incluso ninguna, es suficiente para atraer su
atención errante. Ya no necesitas un buen libro, libro que le guste de verdad, para mantenerle
alejado de sus oraciones, de su trabajo o de su reposo; te bastará con una columna de anuncios
por palabras en el periódico de ayer. Le puedes hacer perder el tiempo no ya en una conversación
amena, con gente de su agrado, sino incluso hablando con personas que no le interesan lo más
mínimo de cuestiones que le aburren. Puedes lograr que no haga absolutamente nada durante
períodos prolongados. Puedes hacerle trasnochar, no yéndose de juerga, sino contemplando un
fuego apagado en un cuarto frío. Todas esas actividades sanas y extravertidas que queremos
evitarle pueden impedírsele sin darle nada a cambio, de tal forma que pueda acabar diciendo,
como dijo al llegar aquí abajo uno de mis pacientes: «Ahora veo que he dejado pasar la mayor
parte de mi vida sin hacer ni lo que debía ni lo que me apetecía». Los cristianos describen al
Enemigo como aquél «sin quien nada es fuerte». Y la Nada es muy fuerte: lo suficiente como para
privar a un hombre de sus mejores años, y no cometiendo dulces pecados, sino en una mortecina
vacilación de la mente sobre no sabe qué ni por qué, en la satisfacción de curiosidades tan débiles
que el hombre es sólo medio-consciente de ellas, en tamborilear con los dedos y pegar taconazos,
en silbar melodías que no le gustan, o en el largo y oscuro laberinto de unos ensueños que ni
siquiera tienen lujuria o ambición para darles sabor, pero que, una vez iniciados por una asociación
de ideas puramente casual, no pueden evitarse, pues la criatura está demasiado débil y aturdida
como para librarse de ellos.

Dirás que son pecadillos y, sin duda, como todos los tentadores jóvenes, estás deseando poder
dar cuenta de maldades espectaculares. Pero, recuérdalo bien, lo único que de verdad importa es
en qué medida apartas al hombre del Enemigo. No importa lo leves que puedan ser sus faltas, con
tal de que su efecto acumulativo sea empujar al hombre lejos de la Luz y hacia el interior de la
Nada. El asesinato no es mejor que la baraja, si la baraja es suficiente para lograr este fin. De
hecho, el camino más seguro hacia el Infierno es el gradual: la suave ladera, blanda bajo el pie,
sin giros bruscos, sin mojones, sin señalizaciones.

Tu cariñoso tío,

ESCRUTOPO

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