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OSVALDO SORIANO EL NEGRO DE PARIS CON ILUSTRACIONES DE MIGUEL REP El Negro es un gato tranquil, distan- te, tosco a veces, sin ser grosero. Mi papé yo fuimos a buscarlo una tarde a la So- ciedad Protectora de Animales de Paris. Habfamos llegado tiempo atras a Francia, y yo me sentfa muy solo, sin entender muy bien por qué habfamos dejado Bue- nos Aires con tanto apuro. ‘Mi papé y mi mama me explicaron muchas veces que corriamos peligro mientras los militares gobernaran el pais, Y que seria mejor que yo creciera y fuera a Ta escuela en un lugar donde me ense- arian a vivir en libertad, Cuando nos fui ‘mos de Buenos Aires no tuvimos tiempo de Ievarnos nuestras cosas; yo tuve que dejar un triciclo y un largo tren eléctrico que hacia marchar entre montafias, bos- ‘ques y rfos que cabian sobre la mesa del comedor. Pero lo que mas me dolié fue dejar a Pulqui, que dormfa conmigo he- cha una bolita tibia, acurrucada entre mis piernas, hasta que me despertaba a la mafiana, siempre ala misma hora, para ir al colegio. Cuando legé el momento de ir a to- mar el avi6n, mi tio Casimiro vino a bus- carla y me dijo que no estuviera triste, que él la cuidaria y que cuando volviéra- mos iria con ella a buscarnos al aero- puerto. Me lo prometié, esperd que la acariciara un rato y después la metimos en una canasta de mimbre. La of maullar mientras mi mam me abrazaba y me apretaba muy fuerte y me decia que pronto volveria a verla. Llegamos a Francia y tuve que hacer nuevos amigos que hablaban un idioma cantarin y engolado que al principio no entendia, Todo era nuevo para mi: el idioma, pero también la nieve, las calles que se terminaban enseguida y si uno do- blaba la esquina, se perdia, porque en Pa- ris es imposible dar la vuelta a la manza- na. Les muestro el plano de mi barrio y diganme ustedes e6mo harian para ubi- carse en este enjambre de callecitas. {Lindo lio! No sé cémo se las arreglaré el cartero para ir y venir por ese jeroglifi- co, pero de ver en cuando trafa una carta de mi tio Casimiro para pap y mamé y una foto de la Pulgui para mi, Pero la foto no me bastaba. Yo queria acariciarla y jugar eon ella como antes, y tanto la extrafiaba que un dia mi papa ‘me propuso que le buscéramos un ami- 80. Un lindo gato que pudiera recorrer las calles de Paris sin perderse y que al- guna ver Ilevariamos con nosotros a la Argentina para que se reuniera con Pul- qui y le contara cémo es esta ciudad vis- ta desde los techos. Entonces, una tarde fuimos en émni bus hasta la Sociedad Protectora de Ani: males y eneontramos al Negro. Habia muchos gatos y perros y gente ‘que los miraba y les hablaba. Daban lasti- ma, ahi encerrados esperando que al- guien viniera a buscarlos. Yo hubiera querido llevarmelos a todos, perros y ga- ringtone oe rants tos, pero tenia razén mi mamé cuando ‘me dijo que no habfa lugar en casa para todo el mundo. Nuestro departamento era muy chiquito y hubiera sido un lio te- nerlos a todos encima de la cama, sobre el ropero, en Ia bafiadera y hasta en los ca-. jones de los armarios. jue estuvimos mirando hasta que lo vial Negro. Estaba sobre un tronco lar- g0 que atravesaba la jaula, echado, con la ‘mirada distante como si sofiara. No bien lo vi, con esos ojos redondos como eace- rolas y esos bigotes largos como cafias de pesear, me parecié que lo conocia de toda mi vida, Me dije que a Pulqui le gustaria que le levaramos un amigo asi. Lo lamé a través del alambre, mish, mish, mish- mishmish, y tardé un rato en mover la ca beza y mirarme como diciéndome: «Ca- Mate, no hagas el ridfeulo, équerés?» De A . THY - ii YG <= SSS modo que cerré la boca, le sonrei, lo sefia~ Ié con el dedo y le dije a mi papa: —Ese todo negro, evémonos ese que tiene cara de zonzo. Lo traté de zonzo a propésito, como para que viera que no me iba a impresio- nar con su mirada de arrogancia. Yo los conozco muy bien a los gatos, que como se saben griciles y hermosos quieren impresionar a la gente con la indiferen- cia y la coqueteria. En el fondo son unos timidos holgazanes que no saben vivir solos como los leones, o los elefantes, 0 los pdjaros. Nos lo entregaron en una caja de car- ton a la que s6lo le faltaba el mofio. Como Jos franceses son muy prolijos, nos dieron su eédula de identidad en la que figuraba un nombre que ya no recuerdo y al que él no respondfa. También su certificado de vacuna y un papelito donde decia que lo habfan encontrado perdido en Ia calle y que tenia seis meses de edad. Mientras ibamos en el taxi hice la cuenta: estibamos en junio, y si el Negro —yo ya lo Tlamaba asf— tenia seis meses querfa decir que habia nacido, como yo, en enero. Decidi, entonces, que cumpli- riamos afios el mismo dia. De esa mane- +a, cuando mis papas me hicieran Ia fies- ta de cumpleaios yo tendrfa que invitarlo a soplar conmigo las velas de la torta y hacerle un regalo como para un gato. En poco tiempo de juegos y de mira- das que valian més que palabras, me di cuenta de que el Negro tenia un earéeter calmo, distante, rudo cuando se lo mo- lestaba, aunque nunca legé a ser grose- ro. Cuando venian visitas, por ejemplo, ‘echaba una mirada a la gente y si adver- tia que iban a hablar de cosas aburridas ‘me miraba y con los ojos me decia: «V4- monos a otra pieza, que éstos son unos plomos». ¥ nos fbamos a jugar, oa char- lar a otro lado. Yo no hablaba con él como lo hacia con los otros chicos, o con mi papa y mi ‘mamé. Nos bastaban gestos, guifios, mi- radas, movimientos de cabeza. A veces agregébamos una palabra o un maullido ara subrayar, pero en general no hacfa falta. Los gatos tienen un lenguaje que no comprenden quienes no aceptan el misterio, A medida que pasaron los afios fuimos entendiéndonos mejor. ElLNegro salfa por las noches y a veces volvia débil y mal entrazado, Trafa los bi- gotes desalifiados y algin rasguiio que le quedaba de una pelea. Tenia amores tem- porarios y tormentosos que a veces lo po- nian de mal humor, pero cuando pasaba l tiempo del celo volvia a ser amable y carifioso y se quedaba a dormir en mi ea- ‘ma, apretado a mf, como antes solia ha- cerlo Pulgui. Estaba impaciente por co- nocerla y hasta un poco celoso de saber que él no era el tinico gato que contaba en mi vida. Entretanto yo habia aprendido a ha- blar y a escribir en franeés y tenia buenas notas en Ia escuela. Lentamente, sin dar- ‘me cuenta casi, Buenos Aires empez6 a ser para mi una curiosidad que mis pa- dres nombraban con pasién y a veces con miedo. Mis amigos del colegio no sabian nada de la ciudad en la que yo habia naci- do, Desconocfan el mate cocido, las pasti- las de menta, los clisicos entre Boca y River, la factura, la planta de ruda, el dul- ce de leche, el guardapolvo blanco de la escuela, la campafia de San Martin y las tortas fritas, ‘También yo empezaba a olvidarme de aquel mundo tan lejano. Pulqui era un re- ‘cuerdo plasmado en una foto yempezaba a darme cuenta de que quiz podfa vivir sin ella y ella sin mi. Por supuesto que me entusiasmaba la idea de volver a verla y jugar con ella. De resentarle al Negro e imaginar que sal- drian juntos a retozar por los patios, las veredas y los techos. Cuando a fines de 1983 los argentinos restauramos la democracia, mi pap y mi ‘mam empezaron a hablar todos los dias de volver a Buenos Aires. Decian que habia ue regresar para hacer un lindo pais, una nacion donde yo, que estaba terminando la escuela, pudiera vivir en libertad, con jus- ticia y sin miedo. Para que nunca tuviera que irme como ellos se fueron. Por las noches, mi pap4 desplegaba un gran mapa de la Argentina sobre la mesa y me contaba cosas que yo no habia aprendido en el colegio francés. Recorria con su gran dedo indice ese tridngulo que se termina en la Antértida y me contaba de las provincias célidas de la Mesopota- mia, de Cuyo y de la Patagonia fria y rica. Me relataba las batallas de la Indepen- dencia, me hablaba de la Primera Junta, de Moreno, de Belgrano, de San Martin, de Rosas, de Sarmiento, de Yrigoyen y de Perén. Empezé a darme algunos libritos que al principio me aburrian, pero como 1 me explicaba con infinita paciencia ya veces hasta me hacia refr, fui leyéndolos y aprendi desde muy lejos a conocer al pais en el que habia nacido. No habia en la Argentina dragones, ni lefantes, ni leones de gran melena; pero habia tigres de los llanos, peludos gorilas, salvajes unitarios, eaciques y hombres de a caballo. Poco a poco, mi pap me fue contando luna historia larga de desalientos y de uto- pias y me decia que yo debia heredar, so- bre todo, la esperanza. Mientras mi pap me hablaba, el Ne- {970 nos miraba como si la conversacién le interesara. De vez en cuando le acaricié- ‘bamos la cabeza o le rascébamos el cogo- te, bajo la trompa, y podfamos ofrlo ron- ronear. Poco poco empecé a sofiar con ese pais misterioso y mio que mi papa y mi ‘mam me haefan revivir todas las noches. No era tan extraiio yajeno como el de San- dokén, ni tan fantastico como el de Tarzan, eu neaRro eres ni habia en él islas con tesoros escondidos. Pero era el mio y ahora podiamos volver y mi curiosidad se habia despertado. ‘A veces, antes de dormirme, pensaba en cordilleras nevadas, tierras rojas, la- nuras interminables y guardapolvos blancos. Una de esas noches, el Negro se ech6 a mi lado, junté las patitas de delan- te bajo la trompa, tiré los bigotes hacia atras y me dijo con un abrir y cerrar de ojos que habfa una manera de mirar so- bre el mar, de ver mi pais y asf palpitarlo antes de volver definitivamente. Me sorprendi, sabedor de las bromas que el gato piearo solia hacerme a esas horas. «No —me insistié—, no bromeo. Puedo mostrarte el mundo entero si te animas a subir conmigo alto, muy alto.» Y asi emprendf|la gran aventura de mi vida. Una aventura que ahora me animo a contar y que todavia me parece haber sofiado, porque todavia siento mi propia respiracién agitada, mi coraz6n que sal- ta de emocién y mis ojos que se abren, enormes, para ver del otro lado del mar. La primera vez que salimos no lega- ‘mos muy lejos porque se me ocurrié en- trar a un bar (en Parfs los laman bistré) donde vendian chocolatines y tuvimos que salir corriendo, perseguidos por una manada de perros que nos tiraban taras- cones a centimetros de las nalges. Resulta que en Francia los kioscos es- tan adentro de los bares. No son tan sur- tidos como los argentinos, pero en algu- nos hay chieles y chocolates con almen- dras que a mi me gustan tanto... El Ne~ gro, en cambio, no quiere saber nada con eso y prefiere el pescado, que a mi, la ver- dad, ni me va ni me viene. ‘Tengo que confesar que el Negro me avisé que no entréramos porque esos Iu- gares suelen ser peligrosos. Pero como los gatos siempre exageran, insisti, lo tomé entre los brazos, abri la puerta de un em- pujén, como John Wayne, y entré. Enton- cces me di cuenta de que el Negro tenia ra- zn. Adentro, al calorcito de la estufa, ha- bfa una docena de perros de todo tipo, ta- mafio y color esperando que sus duefios terminaran el aperitivo. Alverlo al Negro saltaron y empezaron a rasear el piso con las patas. Grufiian feo, sacaban la lengua y ladraban a coro, Eso de que perro que ladra no muerde, no es cierto: es un invento de ellos para que ‘uno no salga corriendo. €Qué hizo el Negro, acosado y en infe- rioridad de condiciones con sus cuatro ki- Jos inmovilizados entre mis brazos? Lo primero fue lamarme estipido y otras cosas més. Después agaché las ore- as, inflé la cola y mostr6 los cuatro lus- trosos colmillos como si fueran clavos de carpintero. Yo me asusté un poco porque ‘me di cuenta de que estaba todo compli- cado y la fbamos a ligar. La puerta se ha- bia cerrado y ya no habfa tiempo para co- rer. Estébamos acorralados entre el mostrador y los perros, que se parecian a ‘e505 que se ven por televisién en las peli- culas de terror. ELNegro me mir6, movi6 los bigotes y me hizo sefia de que lo dejara sobre el mostrador. Habfa sacado unas uifas que parecian garfios, cosa de impresionar un poco a la concurrencia. Lo puse entre uuna botella y un cenicero y me hice a un lado temiendo que los mastines me hi- cieran aiticos los pantalones, Los parro- ‘quianos manotearon las copas en un de- sesperado intento por salvar las diltimas gotas de vermut y se fueron hacia la pa- red como para ver el espectaculo desde una platea. En sus miradas habia una clara simpatia por el batallén de perros que rugian y movian sus eabezas como si no supieran por quién empezar, si por el Negro o por mi. Eran perros amaestrados, como esos que tiene la policfa. El més fiero era uno modelo alemén que respondia a un tipo grandote, de campera negra atravesada por dos calaveras, que estaba jugando con la méquina tragamonedas. EI gran- dote le decfa: «Vaya, coma, vaya» y se di- vertia como loco. EL Negro, entretanto, se paseaba por el mostrador, la pelambre toda inflada, sin perder de vista a sus adversarios. De vez en cuando, para fingir que el asunto no ‘merecfa toda su atencién, levantaba una pata y le daba un par de lamidas como si fuera un helado. Yo estaba bastante jule- eado, tengo que confesarlo, y si hubiera podido salir habria corrido a buscar a mi ap para que nos diera una mano. Por fin, uno de los perros earg6 como estuviera en le caballerfa. Era un cuz- quito de nada. Salt6, més por hacer pinta que por morder, y recibié un zarpazo aba- jo del morro que lo hizo volver gritando a Ja retaguardia. Hubo estupor en la concu- rrencia. Yo pegué un grito: —iVamos, Negro, nomdst —Y el gato me miré de reojo como diciendo: «No me hable al tiro, compaiiero», La gente emperé a hacer comentarios desagradables para el chico extranjero que habfa venido a arruinarles el aperiti- rere eno oe ran hy vo. Que «qué tiene que hacer un pibe a esta hora en la calle», y todas esas cosas. ELNegro, bastante agrandado, salté a una ‘mesa vacfa, olié el salero al pasar, como si de pronto se hubiera olvidado de los pe- 170s y luego volvié a inflarse. Un petiso bigotudo, con una boina me- tida hasta las orejas, dijo que ya era hora de terminar con el asunto y dio la orden a su doberman para que se lanzara al ata- que. Yo traté de explicarle, desesperado, la diferencia de tamaiio y de animal, pero no hubo caso. El petiso dio un grito y el perrazo sal Cuando salt6 tenfa la boca muy abier- tay le corria la baba entre los cotmillos. El Negro se eché para atrés, arqueado como un jugador de tenis, y le tiré un derechazo de arriba hacia abajo. El pe- ro, que empezaba a elevarse en el salto, ‘como un cohete, se quedé a mitad de camino, ensartado por la nariz. Cay6 sentado, un poco ridiculo, y me dio kistima verlo tan incbmodo. Otro, con Ja trompa cuadrada, atropellé con un au- ido largo y quiso subir a la mesa. El Ne- gro se movié como un relampago, bufé, se hizo aun lado y sacé un zurdazo que _peg6 justo en el morro del rival. El salero rod6 y cayé sobre la cabeza de un perrito color canela que se habia acercado para que no lo tomaran por flojo. Hubo des- bande general. ELNegro dio un salto para ira otra me- sa ubicada cerea de la pared, pero el pa- ttén del bar, hombre sin eserdpulos, se la aparté de un tirén. El pobre Negro cayé al suelo como una pera madura y vio que el asunto se le ponia feo. El doberman no se hizo esperar y le tiré un tarascén que le arrane6 un mechén de pelo del lomo. Pa- ra esquivarlo, el Negro hizo una gambeta yy derrapé como una moto, Desesperado, me precipité hacia la puerta y la abri de un tirén. El Negro amagé arranear para el otro lado, hizo una finta y pic6 hacia la salida, No sé quién gané primero la calle, si él ‘yo, pero los perros nos seguian pisindo- nos los talones y la gente del bar se asomé a ver la caceria. Corrimos como avestru- ces hasta que vimos un paredén que de- bia de tener dos metros de alto. EL Negro, que corria delante, dio vuel- ta la cabeza para avisarme que habia que hacerlo o estabamos perdidos. Asi que saltamos juntos, a la desesperada, con el ‘malén husmedndonos los tobillos. Fue como si de pronto fuéramos dos Jos gatos y un solo miedo. Llegamos al horde del paredén y estuvimos haciendo equilibrio un rato, resoplando, sin alien- to, mientras el viento frfo nos acariciaba los pelos; porque yo era un gato de alba- fal, como el Negro, y me sentia all arriba como por encima del mundo. A salvo. Nos miramos y sonrefmos. Me di cuenta, mientras caia la noche, de que desde entonces los techos no tendrfan se~ eretos tampoco para mi, Ya podia hacer- To. Ya podia subir hacia las nubes y ver la Argentina a través del mar, Esa noche dormi profundamente, y al dia siguiente, en el colegio, permanecf ca- ado y sonriente cuando mis amigos con- taban durante el recreo sus pequefias aventuras de fin de semana. Esperaba impaciente un sabado que seria inolvida- ble. Y por fin, e! dia lleg6. Hacfa frio y ne- -vaba, lo que me hizo temer que no pudié- ramos salir de casa. El Negro estuvo todo el dia dormitando, serio, al lado de la es- tufa. Mi papa y mi mama dijeron que irfan al cine, Yo no queria ocultarles na- da, pero el Negro me dijo que les contara mis tarde, para no alarmatlos. elinvierno es riguroso y a las, cuatro de la tarde ya esté oscuro, El frfo y la nieve habian vaciado las calles, asi que salimos por Ia ventana de mi habitaci6n y caminamos hasta una chimenea desde donde podiamos ver las Iuces del vecin- dario. El calor del humo derretia la nieve yun hilo de agua corria por la canaleta hacia el desaguadero, Para mi era un mundo faseinante y desconocido: el reino de las alturas. El Negro, con aire siempre distrafdo, parecia otear el horizonte gris balanceando los bigotes y las delgadas antenas de la frente. De vez en cuando la brisa depositaba sobre las tejas nevadas una hoja seca o una pluma de paloma amul. Miré los contornos de los edificios y Tas pesadas sombras de la tormenta. Me pregunté cémo seria posible ver, en una noche asf, mas alld de lo que podian per- cibir mis pobres ojos de expedicionario del tejado. —éAdénde vamos? —pregunté mien- tras me apretaba contra la chimenea y ce- rraba mi campera hasta el euello. «Wo tengas miedo —contest6 el Negro con una mirada que brillaba como dos diamantes—. Vamos a pasear un rato. Ve- nif, seguime.» Y alli fuimos, de techo en techo, bor- deando antenas y saltando paredes, en dos patas y en cuatro, dando saltos gigan- tescos y cayendo siempre parados en abismos de luces y sombras. Adelante, el Negro me hacia seftas para que nos ocul- ‘taramos, para que no demoréramos en ri- fias initiles con otros gatos. Escondido ene recoveco de alguna puerta, yo no po- dia contenerme de lanzar, de cuando en cuando, un «Miauuu, miauuu>. Cruzamos un puente largo. La larga caminata, 0 el pelo que ya me estaba cre- ciendo, me habia quitado el frio. El Sena bajaba de un color marrén salvaje y sacu- fa las barcazas en los embareaderos. Le- vanté la cabeza y vi, frente a nosotros, la torre que mis papas me habian traido a ver muchas veces; la de las tarjetas posta- les, la mole gris, el coloso de acero dilui- doen laneblina y la nieve. La torre Riffel. En la escuela me habian ensefiado que tiene 300 metros de alto, asi que inme- diatamente pensé que el Negro estaba més loco que una cabra si pensaba hacer- “ ‘me seguir. Iba a decirselo cuando me ‘maullé para avisarme que me agachara y Jo mirara fijamente a los ojos. Ast estuvi- mos un rato largo, como hipnotizados, ajenos a la nevisca, solos en medio de ese inmenso parque que los franceses llaman Campo de Marte, Hasta que de pronto to- do se iluminé. Se hizo primero una inmensa luz blan- ca que me enceguecié por un instante. Luego, de a poco, como esas fotos de po- laroid que empiezan a asomar impercep- tiblemente de la nada, los colores empe- zaron a brotar de todas partes. Una inten- sidad de rojos, verdes, amarillos, ocres y ‘clestes repintaron el paisaje ylos arboles en los canteros y la torre gris se inguid y mi coraz6n empez6 a golpear como si fue~ ra a escaparseme por la boca. Las hadas y los duendes, si existen, estaban alli y bai 8 aban en los ojos desmesurados de mi ga~ to negro. La noche se habia hecho dia y mi cuerpo era liviano, Agi, sutil como el polen o el roeio. ‘No podia hablar. No podia detenerme ‘a pensar ni a buscar explicaciones. Miré al Negro y lo vi correteando detrés de un colibri. Trataba de hacer como si todo fuera simple, como si su don de transfor- mar el mundo formara parte de sus habi: lidades naturales. ‘Me hizo un gesto para que lo siguiera y empezamos a subir por la escalera de la torre. En el segundo piso, donde hay un restaurante, nos detuvimos a escuchar tuna melodia muy dulee ya través del vi- drio vimos que todos los linyeras y los pordioseros de Parfs se habjan sentado a una larga mesa y comfan manjares de re- yes mientras relan y bromeaban en un idioma ininteligible y a los pies de cada uno dormfa un gato atorrante. «Hoy es el dia de los deseos que se cumplen», comenté el Negro con un mo- vimiento de cabeza, y me parecié que sonreia, Cuando legamos al iltimo y més largo ‘tramo de la torre, senti que el mundo se ‘movia a mis pies. Era como estar parado en la copa de un Arbol sacudido por el Viento, Me agarré de una de las vigas de acero y miré el esplendor de Paris. Tave un breve mareo, produeto del asombro y del zarandeo de la torre, que a esa altura se sacudia como si tuviera la tos convulsa. «éSe puede subir a tu obelisco?», pre- gunt6 el Negro, y sin estar muy seguro le dije que sf. Al regresar se lo preguntaria a Pulqui. Saltamos de una viga a la de més arri- ‘ba; yo trepaba junto al hueco del ascensor yel Negro se aferraba ala cara exterior de la torre. A pocos metros de la cima nos detuvimos para recuperar el aliento y cambiamos una mirada de complicidad. Por fin, saltamos hasta lo més alto y en- tonces senti que el mundo entero estaba a nuestros pies. «Fijate, podriamos conocer todos los paises sin movernos de aqui —me susurr® el Negro—. Allé esté Ia Argentina, éves? ill, alla, bajo la Cruz del Sur!» Sus ojos se inflaron y las estrellas apa~ recieron en el cielo sobre un paisaje que tenia la misma forma que el mapa que tantas veces me habia mostrado mi paps. De pronto, como si algo se desplazara so- bre el mar, una constelacién de edificios, avenidas y parques se desplaz6 hacia no- sotros hasta quedar casi al aleance de mis ‘manos. Entonees reconoei la calle Co- rrientes y la plaza de Mayo, los colectivos y los coches como en una fotografia agrandada y viva. En Villa Devoto estaba mi casa; més alld, en Liniers, la de mis tios, donde debia estar Pulqui. De pronto volvieron a mf los olores de las acacias, el sabor de los turrones y un torbellino de imagenes y recuerdos de cuando era muy chico y todavia no iba a la escuela, Vi, de golpe, a mi tio que salia a la vere- da, Lo lamé, le grité hasta que el Negro me dijo que no podia ofrme, que estibamos ‘muy lejos y que eran s6lo nuestros ojos los que se habian acereado a mi barrio, Yo estaba muy excitado y quise mirar or una ventana para ver a Pulgui, para presentérsela al Negro, Alli estaba en el living, persiguiendo un ovillo de lana, sin imaginarse que yo podia verla «Bs hermosa», dijo el Negro, rela- miéndose. —&Eilla puede hacer lo mismo que vos? —pregunté con ansiedad. «Todos los gatos podemos hacerlo.» —iMiril —grité—. iAquélla es la can- ‘cha de Boca! 2Vamos a venir a mirar cuando estén jugando? «No, eémo lo vamos a ver desde aqui que es tan ineémodo —dijo el Negro; ‘vamos a ir a la eancha, porque entonces ‘ya vamos a estar en Buenos Aires. Quiero decir... si me Hevan...» Lo tomé en mis brazos, le acaricié la cabeza y nos quedamos un largo rato mi- rando Buenos Aires. Tengo tantas ganas de volver... —

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