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Uri

Gneezy – John A. List


Lo que importa
es el porqué
Los motivos económicos
ocultos de nuestras acciones

EMPRESA ACTIVA
Argentina – Chile – Colombia – España
E
stados Unidos – México – Perú – Uruguay – Venezuela
Título original: The Why Axis –Hidden Motives and the Undiscovered Economics of Everyday Life

Editor original: Public Affairs, New York

Traducción: Marta Durán Merino


1.ª edición Junio 2014

Copyright © 2013 by Uri Gneezy and John A. List

Copyright del prólogo © 2013 by Steven D. Levitt


All Rights Reserved

© 2014 de la traducción by Marta Durán Merino

Revisión científica de la traducción de Pedro Rey Biel


(Universidad Autónoma de Barcelona y Barcelona GSE)

© 2014 by Ediciones Urano, S.A.

Aribau, 142, pral. – 08036 Barcelona

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www.edicionesurano.com


Depósito Legal: B 11255-2014

ISBN EPUB: 978-84-9944-747-6

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medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de
ejemplares mediante alquiler o préstamo público.





Para nuestros experimentos de campo más importantes, nuestros increíbles hijos:

Annika, Eli, Noah, Greta y Mason

Noam, Netta y Ron
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo de Steven D. Levitt
Introducción
1. ¿Cómo hacer que la gente haga lo que uno quiere que haga
2. ¿Qué pueden enseñarnos los portales de anuncios clasificados, los laberintos, una
pelota...
3. ¿Qué puede enseñarnos una sociedad matrilineal sobre las mujeres y la
competencia?
4. ¿Cómo pueden ayudarnos los medallistas de plata tristes y los felices medallistas de
bronce a reducir las diferencias en el rendimiento?
5. ¿Cómo pueden los chicos pobres alcanzar a los ricos en cuestión de meses?
6. ¿Cuáles son las palabras que pueden acabar con la discriminación actual?
7. Cuidado con lo que escoges. Puede ser usado en tu contra
8. ¿Cómo podemos protegernos de nosotros mismos?
9. ¿Qué hace que la gente haga obras de caridad?
10. ¿Qué nos enseñan las fisuras palatales y las casillas de autoexclusión sobre las
razones por las que las personas hacen donativos para obras benéficas?
11. ¿Por qué los directivos de empresa son hoy una especie en peligro?
Epílogo
Agradecimientos
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Prólogo

A veces las cosas que deberían resultar absolutamente evidentes son las más difíciles de
ver.
Ese fue, al menos, mi caso cuando era un joven economista a finales de la década de los
90. Fue un momento emocionante para la economía. Tuve la gran suerte de estar en ese
momento en Harvard y el MIT, dos instituciones reverenciadas que estaban en el
epicentro de las nuevas tendencias en la economía.
Históricamente, las ciencias económicas habían sido una disciplina dominada por la
teoría. Los grandes avances habían provenido en su mayoría de personas extremadamente
inteligentes que escribían modelos matemáticos complejos que, a su vez, generaban
teoremas abstractos sobre el modo en que funcionaba el mundo. En la década de los 80 y
en la de los 90, sin embargo, la explosión en la potencia de los ordenadores y las grandes
bases de datos transformaron la profesión de economista. La investigación empírica —el
análisis de los datos reales— se convirtió en el enfoque que muchos economistas
utilizaban de forma creciente. Parecía algo respetable para un joven economista como yo,
dedicar mi tiempo a trabajar con datos, buscando cosas interesantes una vez quedó claro
que no era suficientemente inteligente para elaborar modelos teóricos maravillosos.
En aquel entonces (como hoy) el gran reto estaba en averiguar si la relación entre dos
variables era realmente causal o si, por el contrario, era mera correlación. ¿Por qué era eso
importante? Si una relación era causal, es posible modificarla a través de medidas
políticas. La relación causal permitía aprender algo importante sobre la forma en que
funcionaba el mundo.
La causalidad, sin embargo, es algo difícil de probar. La mejor manera de probarla es a
partir de experimentos aleatorios. Esa es la razón, por ejemplo, por la que la Food and
Drug Administration (Administración de Alimentos y Fármacos) obliga a realizar este
tipo de experimentos aleatorios, antes de autorizar un nuevo medicamento. El problema
radicaba en que el tipo de experimentos utilizados para probar un medicamento no era
tan fácilmente aplicable a las preguntas para las que los economistas como yo buscaban
respuestas. En consecuencia, gastábamos nuestra energía tratando de encontrar
«experimentos accidentales», esas cosas peculiares que suceden por casualidad en el
mundo real y que se asemejan vagamente a experimentos aleatorios. Por ejemplo, cuando
un huracán devasta una ciudad y deja otra indemne, uno puede pensar que eso depende
de factores completamente aleatorios. O, por ejemplo, en lo que se refiere a la legalización
del aborto, con la resolución de la Corte Suprema en el caso de Roe contra Wade en 1973,
la probabilidad de que se produjera un aborto voluntario cambió radicalmente en algunos
estados pero no en otros. Una comparación de las consecuencias en la vida de los nacidos
en ese momento en distintos estados nos aporta información sobre el impacto que
determinada legislación tiene, y quizás también sobre cuestiones más profundas, como si
el hecho de haber nacido sin ser deseado afecta a la vida de las personas.
Así que ese era el modo en que yo, y muchos otros economistas, pasábamos los días:
buscando experimentos accidentales.
Para mí todo cambió el día que conocí a un economista, algunos años más joven que
yo. Tenía un pedigrí muy distinto del mío. No venía de Harvard o del MIT, sino que se
había licenciado por la Universidad de Wisconsin-Stevens Point y había obtenido su
doctorado por la Universidad de Wyoming. La Universidad Central de Florida, una
institución sin mucho prestigio, le había dado su primer trabajo como profesor.
Su nombre era John List. A diferencia de lo que hacían otros economistas de renombre
y yo mismo, él era pionero en algo que, en retrospectiva, resulta absolutamente lógico y
obvio: llevaba a cabo experimentos económicos aleatorios en el mundo real. Pero por
alguna razón, casi nadie más lo hacía. De algún modo, a causa de las costumbres de la
profesión y lo que otros economistas antes que nosotros habían hecho, nunca se nos
ocurrió pensar que podíamos desarrollar experimentos aleatorios con personas reales, en
condiciones económicas reales, sin que esas personas supieran en ningún momento que
eran parte de dicho experimento. Y fue el hijo de un conductor de camión el que nos
mostró el camino.
Reflexionemos sobre los prejuicios, por ejemplo. Si una persona actúa de forma
sesgada con otra, por ejemplo, todos asumimos que es racista, sexista, homófobo o lo que
sea. Pero nadie nunca ha desmenuzado los motivos subyacentes de aquellos
comportamientos que, aparentemente, parecen basarse en la antipatía, la aversión o el
odio sin límites hacia otras personas, del modo en que lo han hecho John List y Uri
Gneezy. Sus experimentos, que se describen en los capítulos 6 y 7, han mostrado que las
razones ocultas tras la discriminación no se basan siempre en el odio, sino que a veces
simplemente se trata de ganar más dinero.
Para mí, la prueba del auténtico genio es la habilidad para ver cosas que son totalmente
evidentes pero que nadie más ve. Y si esa es la prueba, John List y Uri Gneezy son
auténticos genios. Son verdaderos pioneros de una de las mayores innovaciones en las
ciencias económicas en los últimos cincuenta años. Este libro cuenta la historia sobre
cómo el enfoque experimental, en manos de investigadores extremadamente serios y
creativos, puede aportar luz a cualquier problema existente bajo el sol. El único límite está
en la imaginación de la persona que diseña el experimento.
Los experimentos de campo aleatorios (nombre con el que se conoce el enfoque de
John y Uri) no son únicamente una herramienta poderosa, sino que pueden ser muy
divertidos, como pronto descubrirá el lector. Espero que disfruten leyendo este libro tanto
como yo lo he hecho.

STEVEN LEVITT
Introducción

Más allá de las suposiciones


¿Por qué la gente hace lo que hace?

La señal de tráfico en la carretera que lleva a la ciudad de Shilong, en las montañas Khasi
al noreste de la India contiene un mensaje desconcertante: «Distribución equitativa de los
derechos de propiedad autoadquiridos». Le preguntamos a Minott, nuestro conductor,
qué significaba eso.
Minott había venido a buscarnos al aeropuerto de Guwahati tras un largo vuelo desde
Estados Unidos. Fue un guía fantástico y locuaz mientras viajábamos por carreteras
imposibles, cruzando bonitos y tranquilos pueblos, entre colinas con aroma de jengibre,
rodeados de arrozales y campos de piñas. Bajo, delgado y sonriente, con veintiocho años
llenos de deseos de agradar, Minott hablaba siete dialectos y un inglés razonablemente
bueno, y nos conquistó inmediatamente.
«No trabajo en los campos de arroz como la mayoría de los hombres de mi pueblo»,
nos contó con orgullo. «Trabajo como traductor. Y como conductor. Y en una gasolinera
que tiene mi hermana en su casa. Y comercio en el mercado. ¡Ya ven! ¡Trabajo muy
duro!»
Asentimos como muestra de acuerdo. Realmente parecía un emprendedor por
naturaleza. Sin duda, en Estados Unidos Minott habría tenido una franquicia de éxito, o
quizás, con la suerte de una buena educación, una empresa emergente de software al estilo
de Silicon Valley.
Pero la vida de Minott tenía limitaciones. «No puedo casarme», suspiraba. Cuando le
preguntamos por qué, nos explicó que como hombre khasi, tendría que vivir con la
familia de su hermana o con la de su mujer y él no quería hacer eso. Quería tener una casa
propia, pero eso era imposible en su sociedad. La propiedad privada no estaba permitida.
Muchas de las cosas que quería hacer requerían del permiso de su hermana, ya que en la
sociedad matrilineal de los khasi son las mujeres las que gestionan los recursos
económicos. Incluso los hombres más aptos y emprendedores, como Minott, son
relegados a ciudadanos de segunda clase. La señal de la carretera, según nos contó Minott,
era parte de un nuevo movimiento con el que los hombres khasi canalizaban su
resentimiento por ser tratados como «animales de cría y niñeras».1
Estábamos en un universo paralelo, uno que creíamos que podía ayudarnos a
responder a una de las cuestiones económicas más espinosas de la sociedad occidental:
¿por qué las mujeres triunfan económicamente en menor medida que los hombres?
Si uno es como la mayoría, tiene una opinión sobre por qué existen esas desigualdades
de género y sobre otros problemas como la discriminación, la brecha educacional entre
estudiantes ricos y pobres y la miseria. Pero ¿cómo averiguamos realmente por qué? ¿A
través de anécdotas? ¿Por intuición? ¿Con la introspección?
Como se verá, este libro trata de ir más allá de las anécdotas y las leyendas urbanas. En
estas páginas, usted será nuestro compañero de exploración, y descubrirá por qué la gente
normal actúa de la forma en que lo hace. Para llegar a las motivaciones interiores reales
del ser humano, llevamos a cabo experimentos «de campo», donde podemos observar
actuar a las personas en sus entornos naturales sin que estas se den cuenta de que están
siendo observadas. Luego desmenuzamos los resultados para llegar a conclusiones que
cambiarán la forma que tenemos de ver a la humanidad y a nosotros mismos. Nuestro
enfoque único permite entresacar nuevas lecciones de la observación de la vida diaria,
ayudándonos a comprender los estímulos que motivan a las personas, ya sean el dinero,
reconocimiento social o alguna otra cosa.

¿Cómo descubrimos cuáles son las motivaciones subyacentes y los incentivos correctos?
¿Cómo llegamos al verdadero núcleo de la motivación humana? En los últimos veinte
años hemos salido de nuestros despachos para intentar entender qué motiva a las
personas a hacer lo que hacen en sus entornos naturales. Nuestras razones para hacerlo
son simples: si ponemos a una persona llena de prejuicios en un laboratorio donde se
siente observado, no actuará como un fanático, dirá aquello que el científico quiere oír, o
actuará como la sociedad espera que lo haga porque estará motivado para hacer lo que
supone que el investigador desea. Pero si observamos su comportamiento en el bar de su
barrio, cuando entra alguien «distinto» (o le damos la oportunidad de conversar con
alguien que se parece y habla como el grosero cómico Borat), seremos testigos de la
discriminación.
Por esta razón, nuestra investigación nos ha llevado en un viaje desde los pies del
Kilimanjaro a las bodegas californianas, desde el bochorno del norte de la India al frío de
las calles de Chicago, desde los patios de las escuelas de Israel a las salas de juntas de
algunas de las mayores corporaciones mundiales. Aventurándonos en el mundo real
hemos conseguido una comprensión única sobre lo que en realidad ocurre con la gente.
Observando la manera en que las personas actúan en el día a día, entenderemos mejor
sus motivaciones. Uno de nuestros descubrimientos clave es que el propio interés está en
la base de la motivación humana; no necesariamente como sinónimo de egoísmo, sino de
interés por uno mismo. Pueden parecer la misma cosa pero, de hecho, son notablemente
distintos. Esta es una idea clave porque una vez establecido lo que las personas valoran
realmente —dinero, altruismo, relaciones, reconocimiento o lo que sea— podemos
descubrir de forma más precisa los desencadenantes o mecanismos necesarios para
inducirlos a tener mejores notas en la escuela, mantenerse alejados de los problemas con
la ley, rendir más en el trabajo, hacer más obras de caridad, discriminar menos a otros, etc.
¿Cómo desarrollamos este enfoque? En la década de los 80, como vendedores y
coleccionistas de cromos deportivos, John probaba con distintas tácticas de negociación y
políticas de precios para ver cuál funcionaba mejor. Y más tarde, como universitario que
seguía con la intermediación mientras estudiaba económicas en la Universidad de
Wisconsin-Stevens Point, se preguntó muchas veces si se podía aprender algo importante
sobre economía utilizando experimentos de campo. ¿Podían probarse las leyes de la
economía en el mundo real utilizando experimentos de campo? A miles de kilómetros,
Uri se preguntaba cómo incentivar a los voluntarios que recogían donativos con fines
benéficos. Mientras estaba en ello, descubrió que cuando se motivaba a los voluntarios, el
modelo tradicional de pago de incentivos ligados al rendimiento podía llegar a ser peor
que no pagar absolutamente nada a la gente.
En el pasado, los economistas han sido escépticos sobre el desarrollo de experimentos
de campo controlados. Para que un experimento sea válido todo debe permanecer
constante, a excepción del objeto que está siendo investigado. Así es como los
investigadores prueban sus teorías: si quieren determinar si la Coca-Cola Light provoca
cáncer en ratones mantienen el entorno «sin cambios» y varían únicamente la cantidad de
Coca-Cola Light consumida. El mismo aire, la misma luz, el mismo tipo de ratón.
Durante años, los economistas creyeron que no podían efectuarse pruebas de ese tipo en
el «mundo real» porque era difícil controlar el resto de los factores relevantes.
Sin embargo, el entorno económico no es una probeta de laboratorio. Existen miles de
millones de personas y miles de empresas. Contrariamente a lo que dice la sabiduría
económica demostraremos que si uno trabaja en un entorno «contaminado» —es decir si
está observando cómo suceden las cosas en el loco y descontrolado mundo real— los
experimentos de campo aleatorios generan respuestas reales. De hecho, los experimentos
de campo se han convertido en una de las innovaciones empíricas más importantes en
décadas. Nuestra metodología nos permite no solo medir lo que está ocurriendo sino
averiguar por qué sucede. Daremos ejemplos sobre la forma en que nuestra metodología
puede resolver muchos de los problemas económicos más desconcertantes, incluidos los
siguientes:
• ¿Por qué, en las sociedades modernas, las mujeres siguen ganando menos que los hombres por el
mismo trabajo, y ocupan puestos de alta dirección con menos frecuencia?
• ¿Por qué algunas personas pagan más por determinados productos y servicios que otras?
• ¿Por qué la gente discrimina a otra gente y cómo podemos hacer que eso deje de ocurrir, y evitar
hacerlo nosotros mismos?
• A pesar del hecho de que Estados Unidos gastan mucho más en educación pública que la mayoría
de los países desarrollados, en algunos lugares la tasa de abandono en la educación secundaria es
superior al 50 por ciento. ¿Sirven para algo los carísimos programas de moda que se aplican?
¿Cómo podemos cerrar la brecha educativa entre los estudiantes ricos y los pobres a un coste
asumible?
• ¿Cómo pueden innovar las empresas de forma original, mejorar su productividad y crear más
valor, oportunidades y trabajo en un mundo cada vez más global y competitivo?
• ¿Cómo pueden las organizaciones sin ánimo de lucro convencer a más gente para que aporte algo
a la sociedad y cómo puede conseguirse que los donativos para la campaña benéfica preferida por
cada uno sean más efectivos?

Uno puede pensar que esas cuestiones tienen poco o nada en común. Pero desde
nuestro punto de vista, todas ellas pueden ser consideradas desde una perspectiva
económica. Y todas ellas son susceptibles de tener una solución económica simple. Los
experimentos de campo pueden hacer emerger esas soluciones. Se trata de comprender
cuáles son los incentivos adecuados y averiguar qué hace que la gente haga lo que hace.

Correlación versus Causalidad


A la gente le encanta decir: «Esto produce aquello», sea cierto o no. Pero si no disponemos
de datos experimentales obtenidos en el mundo real, cuando suponemos que hay
causalidad estamos hablando por hablar.
No hace mucho tiempo, junto con Steve Levitt y Chad Syverson, colegas economistas
de la Universidad de Chicago, estuvimos debatiendo con los ejecutivos de una empresa
grande y muy conocida sobre cómo potenciar sus ventas. Un ejecutivo de marketing de
alto nivel nos mostró el siguiente gráfico en un intento de demostrar que la campaña
publicitaria dirigida al consumidor final que realizaba la compañía era útil para
incrementar las ventas (se han modificado los números para preservar la confidencialidad,
pero la relación es similar):
«Esta es la prueba del delito», nos dijo con orgullo. «Muestra una clara relación
positiva entre los anuncios y las ventas. Cuando nuestra campaña constaba de 1.000
anuncios, las ventas eran aproximadamente de 35 millones de dólares. Sin embargo,
cayeron hasta los 20 millones de dólares cuando los anuncios se redujeron a 100.»
Para demostrar que la relación entre anuncios activos y ventas puede no ser tan
evidente como creía el ejecutivo mencionado, observemos un gráfico similar que hemos
creado:
Este gráfico muestra dos fenómenos muy distintos: el número de ahogados entre 1999
y 2005, y las ventas de helados de cucurucho (expresadas en millones) correspondientes a
una de las mayores empresas de helados de Estados Unidos en el mismo periodo de
tiempo. Por supuesto, resulta chocante que exista una relación entre ambas variables.
Algunos padres, convencidos por gráficos como este, pueden llegar a creer que la
correlación es causal, y no permitir a sus hijos comer helados cerca del mar. Pero, por
supuesto, existe una tercera variable oculta, acechando en la sombra. En verano, la gente
come más helados y sale a nadar con más frecuencia. A más baños, más ahogamientos.
Aunque la gente come más helados en verano, comer helados no causa ahogamientos. La
gente se ahoga porque sale a nadar.
Así pues, ¿cuál era la variable oculta acechando tras el gráfico que nos mostraba el
ejecutivo de marketing? Más tarde, supimos que la empresa emitía muchos anuncios
durante la campaña de Navidad, en noviembre y diciembre, momento en que se vendía
mucho, cosa que no debería sorprendernos. Este hecho provocaba la ilusión de que los
anuncios y las ventas tenían una relación de causalidad. Pero cuando analizamos en
profundidad los datos y vimos cuándo se habían emitido los anuncios, averiguamos que
no existía causalidad entre ellos, sino únicamente correlación. Los consumidores
compraban más a causa de las fiestas, no necesariamente a causa de los anuncios.
Nuestro mundo está lleno de errores como ese. Cuando creemos que la relación causal
puede tener lógica, resulta fácil confundir meras correlaciones con causalidades. Al
hacerlo, podemos malgastar mucho dinero y esfuerzo para nada. El problema es que el
mundo está lleno de relaciones complicadas y resulta difícil encontrar causalidades
auténticas y verdaderas.
Además, actualmente existe una tendencia al uso de «macrodatos». Los que trabajan
con ellos pueden llegar a conclusiones interesantes recogiendo toneladas y toneladas de
datos y observando los patrones existentes. Los macrodatos son importantes, pero
también tienen grandes limitaciones. El planteamiento subyacente se basa en
correlaciones mucho más que en causalidades. Como dice David Brooks: «Son
incontables las cosas que pueden correlacionarse entre sí, en función de cómo se
estructuren los datos y qué tipo de comparación se haga. Para discernir cuáles tienen
sentido y cuáles no, en muchas ocasiones hay que dar por buenas algunas hipótesis de
causalidad, que expliquen qué conduce a qué. Regresamos, entonces, al mundo de la
teoría».2
El otro problema con los macrodatos es su volumen, que resulta difícil de manejar. Las
empresas poseen tantos datos que no saben qué deben mirar. Lo guardan todo y luego se
sienten abrumadas porque existen tantas permutaciones posibles entre variables
interesantes que ni siquiera saben por dónde empezar. Dado que nuestro trabajo se basa
en el uso de experimentos de campo para inferir relaciones causales, y dado que
analizamos intensamente las relaciones que buscamos antes de generar los datos,
podemos ir mucho más lejos de lo que el uso de «macrodatos» permite.
Afortunadamente, los experimentos de campo pueden proporcionar el tipo de datos en
bruto que los ciudadanos, los educadores, los filántropos, los legisladores y los CEO
necesitan para evitar cometer grandes errores, pero también para comprender mejor a la
gente a la que supuestamente sirven: ¿qué es lo que realmente motiva a las personas y por
qué?
¿Qué tipo de estímulos hace que la gente haga lo «correcto»? ¿Cuándo, estos estímulos,
en forma de castigos o sanciones, hacen que la gente se aparte de las conductas
indeseables? Y, ¿cuándo los incentivos simplemente no funcionan?
Como economistas creemos firmemente que en lo que se refiere a la motivación hay
mucho más de lo que está a la vista, y cuando uno encuentra una relación causal entre
variables, los efectos pueden ser de gran calado. De hecho, los incentivos no son
únicamente instrumentos contundentes. Los motivos ocultos son en realidad muy
complejos, y no siempre funcionan como creemos que deberían hacerlo. Hasta que uno
no comprende en profundidad qué incentivos mueven a la gente, resulta imposible
predecir cómo funcionarán nuevas políticas o cambios en las que están vigentes.
En este libro mostraremos las muchas formas en que los incentivos pueden ayudar a
cambiar para mejor nuestra conducta, nuestros negocios, nuestras escuelas y el mundo en
general. Pero antes de tratar de aplicarlos, debemos comprender de qué manera esos
incentivos modifican nuestras motivaciones ocultas.

También nos estimulan nuestros propios intereses y pasiones.3 Por ejemplo, pensemos de
qué manera empezamos a interesarnos por la pregunta: ¿por qué la gente discrimina a otra
gente? No fue únicamente porque la discriminación hace daño a la sociedad en general, o
porque se trata de un asunto turbio que ha preocupado a los investigadores durante años.
Escogimos estudiar este tema porque nosotros y aquellos a los que amamos lo hemos
sufrido.
Uri nunca olvidará las historias de terror que su padre, Jacob, un superviviente del
Holocausto, le contó sobre lo que ocurrió en su barrio. Cuando los nazis tomaron
Hungría y el Holocausto alcanzó Budapest en 1944, a Jacob se le prohibió trabajar. Su
madre, Magda, logró llevar a la familia a una de las tres casas seguras del diplomático
sueco Raoul Wallenberg, fuera del gueto judío. Pero las casas resultaron no ser tan
seguras, después de todo.
Una noche, miembros del partido pronazi Cruz Flechada sacaron a sus vecinos judíos
de sus casas, los llevaron al Danubio y mataron a todos los hombres, mujeres y niños. La
noche siguiente, lo mismo ocurrió con la gente que se refugiaba en el segundo edificio.
Una noche más tarde, el padre de Uri y su familia temían el mismo destino. Pero en vez de
ello, los simpatizantes nazis los llevaron a punta de pistola hasta el gueto, donde Magda
logró salvar a la familia de la inanición luchando por la carne, claramente no kosher, de
los caballos muertos. Escaparon a la muerte por pura suerte. Muchos años más tarde, no
muy lejos del lugar en que se produjeron esas detenciones, Uri daba una conferencia en la
Universidad de Budapest, la misma institución de la que su abuelo fue expulsado
sumariamente a causa de su religión. Uri no pudo evitar estremecerse, de pie, en el
estrado.
Cuando pensamos en la discriminación, ese es el tipo de prejuicio virulento que nos
viene a la mente. Sin embargo, John se enfrentó a un tipo de discriminación
completamente distinto cuando entró en el mercado de trabajo recién doctorado en 1995.
A pesar de que presentó su solicitud a más de ciento cincuenta puestos académicos, solo
tuvo una entrevista. Más tarde se enteró de que otros candidatos muy similares a él habían
obtenido treinta entrevistas habiendo hecho solo cuarenta solicitudes. La gran diferencia
entre John y los otros candidatos era que John se había doctorado por la Universidad de
Wyoming, mientras que el resto había obtenido su título en escuelas «con nombre» como
Harvard, Princeton y la Universidad de Chicago. Los seleccionadores estaban usando esa
información para cribar a sus candidatos. De hecho discriminaban entre los que «venían
de» y los que «no venían de» para ahorrar tiempo en entrevistas.
Es probable que el lector haya experimentado ese tipo de discriminación, quizás sin ni
siquiera saberlo. Y como la mayoría de la gente, tal vez piense que el ser humano es
injusto en su trato con otros seres humanos, simplemente porque estamos programados
así. Resulta fácil comprender por qué pensamos siempre lo peor del otro. A nuestro
alrededor, día tras día, se oyen acusaciones de racismo. Los partidarios del presidente
Obama acusan a sus detractores de racismo y viceversa; los blogueros, medios de
comunicación, políticos y otros funcionarios públicos llegan habitualmente a
conclusiones sobre las motivaciones de la gente antes de que estas se muestren.
¿Qué tiene eso que ver con la economía? La respuesta es la siguiente: más que aceptar
que los humanos están configurados para ser racistas o intolerantes, queríamos saber más
sobre las motivaciones subyacentes que explican por qué las personas realmente
discriminan. Resulta evidente que la discriminación tiene importantes efectos a largo
plazo en la vida de las personas y queríamos entender cómo funciona dicha
discriminación en la realidad en la que los individuos se encuentran a diario. ¿Qué la
provoca? ¿Se origina únicamente en un profundo prejuicio o tiene alguna otra
explicación?
Utilizando diversos experimentos de campo en la vida real, hemos comprendido que la
discriminación que John sufrió es hoy mucho más habitual que la que padeció la familia
de Uri. El odio descarado y la pura animosidad son menos habituales de lo que creemos.
En consecuencia, si se quiere acabar con la discriminación, no se puede trabajar
únicamente en la vertiente fea y racista de las cosas, que pueden no ser la causa. En
cambio, hay que identificar el incentivo económico que provoca la discriminación y a
continuación observarlo a través del microscopio. Resulta que la mayoría de los casos de
discriminación en el mundo actual son provocados por personas o empresas que intentan
incrementar sus beneficios.
Eso no significa que el odio absoluto haya desaparecido. Las personas a menudo
discriminan de forma intolerante cuando perciben que los otros tienen algo que ver con el
asunto. Como Archie Bunker, el protagonista racista de la vieja comedia televisiva Todo
en familia, que pregunta a Sammy Davis Jr. en un famoso episodio: «De acuerdo, eres de
color. Sé que no tuviste posibilidad de elegir. Pero ¿por qué eres judío?»4
Comprender este aspecto es importante no solo para la sociedad sino para nosotros
como individuos. Además, los legisladores no pueden luchar por algo que no
comprenden. Si uno redacta leyes, comprender cómo evitar sufrir discriminación tiene un
valor incalculable.

Otro tema que nos preocupaba de forma importante era la diferencia entre géneros en el
mercado laboral. Las mujeres siguen ganando menos que los hombres con las mismas
capacidades y su presencia en las salas de juntas y en el nivel directivo máximo de las
grandes empresas es todavía demasiado escaso.
Nosotros dos tenemos cuatro hijas inteligentes (y cuatro maravillosos hijos). Como le
ocurre a cualquiera, queremos que nuestros hijos tengan un trato justo mientras crecen,
van a la universidad y compiten por un puesto de trabajo. Pero desde que eran pequeños,
nos dimos cuenta de que nuestras hijas no siempre recibían esa justicia en el trato. ¿Por
qué el profesor de una de nuestras hijas parecía estar diciéndole que no era tan buena en
matemáticas como los chicos, a pesar de que tenía facilidad para esa materia? ¿Por qué los
entrenadores de deporte regañaban a los chicos de su clase con la frase: «deja de jugar al
fútbol como una niña»? Y ¿por qué las hijas de Uri —una muy competitiva y la otra no
tanto— son tan distintas entre sí?
Ambos nos preguntábamos si nuestras hijas podrían competir por una plaza en alguna
universidad prestigiosa o por un buen trabajo, o si, por el contrario, se desanimarían y
serían marginadas por el camino. Después de combinar nuestras observaciones de sus
primeros días en la escuela con la realidad sobre la enorme diferencia entre la capacidad
de hombres y mujeres para lograr un buen salario, llegar a triunfar a nivel corporativo o
disponer de una posición pública relevante, nos preguntamos si las diferencias en el nivel
de competencia podían ayudar a explicar las diferencias entre géneros. Nos hicimos una
pregunta simple: ¿son las mujeres distintas de los hombres en términos de competitividad?
Encontramos diferencias importantes, y nos planteamos la vieja cuestión: ¿se produce esa
diferencia a nivel de competitividad por causas genéticas o aprendidas?
Para hallar las respuestas, tomamos aviones, helicópteros, trenes y automóviles y nos
desplazamos a los rincones más lejanos del planeta para investigar la competitividad
vinculada al género en las sociedades más y menos patriarcales de la Tierra (así fue como
conocimos a Minott). Los resultados de nuestra investigación apuntan con claridad a que
las causas están en el aprendizaje. En un entorno adecuado —uno en el que las mujeres
son aceptadas socialmente como personas poderosas— estas se vuelven tan competitivas
como los hombres y, en ocasiones, incluso más. Esto tiene implicaciones importantes para
nuestras hijas y para las de todos, y para los legisladores que quieren reducir las
diferencias de género en los mercados laborales. Si se fijan los incentivos adecuados, las
diferencias de género pueden reducirse de manera drástica.

Otra de las preguntas que nos hicimos fue: ¿cómo hacer que la gente dé más dinero para
obras de caridad? Además del deseo de ser buenos ciudadanos, cada uno de nosotros tenía
sus propias razones para interesarse por ello.
En el caso de John, había estado interesado en la economía de la beneficencia desde los
tiempos en que era un profesor novato en la Universidad Central de Florida, donde
descubrió que una parte importante de nuestra economía —el sector de la beneficencia—
estaba muy influenciada por anécdotas y normas obsoletas vacías de cualquier contenido
que permitiera una validación científica. Conoció a Brian Mullaney, fundador y CEO de
Smile Train and WonderWork.org, cuyas campañas de anuncios en revistas y de
marketing directo llaman a realizar donativos para corregir el problema de las fisuras
palatales (y a través de WonderWork.org, otras enfermedades) con una simple cirugía.
Un experimento de campo a gran escala que incluía a ochocientos mil receptores de
una campaña de marketing directo nos demostró algo sobre la beneficencia que nadie
podía haber adivinado: al permitir a la gente marcar una casilla que decía «no vuelvan a
ponerse en contacto conmigo nunca más», el nivel de donativos se incrementaba, en lugar
de disminuir. Muchos expertos en la recaudación de fondos pensaron que la idea era
absurda: ¿por qué extraña razón un proyecto de beneficencia daría a la gente la
posibilidad de dejar de contribuir? Y, sin embargo, funcionaba. Se consiguieron más
fondos incluyendo la casilla en cuestión que por el sistema habitual. Solo un 39 por ciento
de los receptores marcaron la casilla. Smile Train y WonderWork.org acabaron
ahorrando dinero en el franqueo porque solo volvían a enviar información a aquellos que
estaban interesados en seguir con los donativos en el futuro. Fue algo rentable para todo el
mundo.
Por su parte, Uri estaba fascinado por la idea de conseguir más donativos con fines
caritativos al mismo tiempo que experimentaba con un nuevo mecanismo de fijación de
precios para diversas compañías al que llamaba «pague-lo-que-quiera». Con este sistema
de precios de pague-lo-que-quiera, una empresa dice a sus clientes que pueden obtener los
productos que necesitan al precio que decidan (lo que incluye un precio cero). Logramos
convencer a Disney para que probara esta forma de fijación de precios nueva y poco
habitual en uno de sus grandes parques temáticos. Nos dimos cuenta de que cuando una
donación caritativa se combina con una forma de fijación de precios de pague-lo-que-
quiera, la gente aporta mucho; más, de hecho, de lo que hacen si se usan los modelos de
precio tradicionales.
Asimismo descubrimos que los seres humanos tienen razones más complicadas y, sí,
más complejas para hacer donaciones, que el simple altruismo. Cuando revisamos todo
tipo de técnicas —campañas puerta a puerta, solicitudes directas por correo electrónico,
donaciones compartidas, etc.— averiguamos lo que funciona mejor para utilizar los
incentivos adecuados para convencer a la gente para que sea generosa y contribuya. Como
se irá viendo, uno de los temas que se repiten a lo largo de este libro es este: una vez
descubrimos lo que las personas valoran —dinero, altruismo, relaciones, reconocimiento
social— podemos diseñar políticas útiles que influyan en su comportamiento y provoquen
un cambio.
Otro de los dilemas que nos atrapó fue: ¿cómo utilizar incentivos para mantener a los
chicos en las escuelas y reducir el uso de armas entre los jóvenes?
Esta pregunta es cualquier cosa menos abstracta. En algunas áreas de Chicago las
escuelas públicas tienen una tasa de abandono brutal, en algunos casos del 50 por ciento, y
en una de cada mil escuelas públicas un estudiante recibe un disparo. Cuando el alcalde de
Chicago Heights pidió ayuda a John, este le respondió como hubiera hecho cualquier
buen ciudadano y se llevo el kit de herramientas del economista al trabajo. Los
experimentos a gran escala que describimos en este libro —los primeros de su especie en
cualquier lugar del país— están demostrando ahora que algunos tipos de estímulo,
ofrecidos de la manera adecuada, pueden colaborar en gran medida a la mejora del
rendimiento académico. Y también pueden salvar vidas.
Al investigar el rendimiento académico, tuvimos que profundizar mucho en la
motivación. ¿Qué sucede en realidad cuando usamos el dinero como incentivo? ¿Cuándo
funcionan los incentivos y cuándo no lo hacen? Estas preguntas empezaron a
preocuparnos hace años, cuando nuestros hijos estaban en el jardín de infancia. El
responsable de preescolar, frustrado porque algunos padres no recogían a sus hijos a la
hora pactada, decidió poner una pequeña multa a aquellos que llegaban tarde. La multa
actuó en realidad a la inversa de lo esperado, porque le puso precio —y un precio muy
bajo— a la incomodidad que se producía para maestros y personal del centro. Tal vez los
padres se sentían mal por llegar tarde antes de esa acción pero una vez establecida la
multa, decidieron que era ridículamente absurdo llegar a la hora. ¿Para qué correr como
locos sorteando el tráfico para evitar pagar algunos dólares? Profundizamos en la
investigación y concluimos que si se quiere que alguien haga algo, hay que ser cuidadoso
con los detalles: el quién, el qué, el cuándo, el dónde, el porqué y el cómo se motiva. El
dinero funciona, siempre que se use en la proporción adecuada.

Llegados a este punto, quizás el lector ya haya descubierto que no somos como la mayoría
de los economistas. Partimos de ideas importantes que provienen de las teorías
económicas, pero no desarrollamos nuestro pensamiento en el interior de un invernadero
intelectual.
Por ejemplo, John, como hemos mencionado antes, hizo sus primeras incursiones en el
mundo de los negocios cuando era un hambriento estudiante universitario, que aprendía
a vender, comprar y negociar con cromos coleccionables. Recibió una lección inolvidable
sobre la competencia feroz y el capitalismo cuando cambió una valiosa colección de
cromos de su propiedad por una serie de falsificaciones sin valor alguno. Sin embargo, en
el proceso aprendió cómo negociar de forma más eficaz, e incluso cómo poner el precio
correcto a los productos que ofrecía. Para su sorpresa, más tarde pudo observar que
muchas empresas —incluso corporaciones internacionales— no tienen la más remota idea
de cómo poner precio a sus productos y servicios.
Uri adora el vino californiano. A menudo, cuando visitaba bodegas, se había
preguntado cómo ponían sus propietarios precio a los vinos; una tarea particularmente
difícil, ya que es complicado juzgar la calidad de manera objetiva. Cuando el dueño de una
bodega le pidió ayuda justamente para eso, Uri le dijo que no tenía la clave para saber qué
debía costar el vino pero que disponía de una herramienta que podía ayudar a averiguarlo
de forma precisa y económica. Hicimos un pequeño experimento de campo en la bodega,
y unas semanas más tarde fuimos capaces de fijar el mejor precio, que elevó los beneficios
de la compañía de modo considerable. Nuestros experimentos de campo en empresas han
mostrado cómo elevar tanto la productividad como los beneficios de forma que todo el
mundo salga ganando.
A menudo, la gente del mundo de la empresa cree que el experimento de campo es
muy caro, pero nosotros creemos que resulta prohibitivo asumir el coste de no realizarlo.
¿Cuántos productos han fracasado y cuántas veces un precio ha resultado un error por no
haber realizado la investigación y las pruebas necesarias? Pregunten por ejemplo al equipo
de Netflix, que cometió un inmenso error cuando cambiaron los precios, lo que perjudicó
no solo a la marca sino a su valor en bolsa.
Cada transacción es una oportunidad para aprender algo sobre los consumidores. Las
empresas que aprenden a realizar experimentos de campo, y lo hacen bien, serán líderes
en sus mercados. En el pasado, directivos con talento podían confiar en su intuición y en
el conocimiento heredado de sus antecesores. Pero el directivo de éxito en el futuro
generará sus propios datos vía experimentos de campo y utilizará esa información para
aumentar sus beneficios.

Así que ahí lo tienen. Cuando acaben de leer este libro, esperamos que tengan una idea
más clara sobre aquello que funciona y lo que no lo hace. También esperamos que vean la
economía como una ciencia apasionante y no como una «ciencia lúgubre», el nombre que
le dio el historiador victoriano Thomas Carlyle.5
Para nosotros, la economía es una disciplina completamente comprometida con todo
el espectro de emociones del ser humano, que dispone de un laboratorio tan grande como
el mundo entero, y con la capacidad de producir resultados que pueden cambiar toda la
sociedad para mejor. Creemos que descubrirán que nuestros experimentos de campo no
son solo esclarecedores sino divertidos y llenos de sorpresas. Esperamos que se dé cuenta
de que la economía no es aburrida o lúgubre en absoluto. Creemos que terminarán
descubriendo los motivos ocultos que llevan a las personas a comportarse como lo hacen y
cómo todos podemos obtener mejores resultados para nosotros mismos, nuestras
empresas, nuestros consumidores y la sociedad en general.
Finalmente, esperamos que lleguen a una nueva comprensión sobre la manera en que
los incentivos pueden utilizarse para abordar cuestiones y recoger ideas que son no solo
interesantes sino importantes y útiles.
Deseamos que disfruten del viaje.

1 Syed Z. Ahmed, «What Do Men Want?», New York Times, 15 de febrero de 1994, A21.

2 David Brooks, «What You’ll Do Next», New York Times, 15 de abril de 2013.

3 Cuando utilizamos el pronombre «nosotros» a lo largo de este libro, significa que uno de nosotros o ambos
estuvimos implicados en los experimentos que se describen, en general, como se menciona, con otros
investigadores. Asimismo, en determinados puntos del libro utilizamos seudónimos para proteger la intimidad de
quien así lo prefiere.

4 All in the Family (en español, Todo en familia). Segunda temporada. Accesible en YouTube, 25 de marzo de 2013.
http://www.youtube.com/watch?v=O_UBgkFHm8o

5 Thomas Carlyle, «Occasional Discourse on The Negro Question», Fraser’s Magazine (diciembre de 1849).
Reimpreso como panfleto independiente en 1853, reproducido en The Collected Works of Thomas Carlyle, vol. 13
(1864).
1

¿Cómo hacer que la gente haga


lo que uno quiere que haga?

Cuando los incentivos (no) funcionan y por qué1

Si queremos que las personas hagan lo que deseamos, los incentivos pueden ser muy
útiles. Cuando éramos pequeños y nuestras madres nos prometían un juguete si
limpiábamos nuestra habitación, probablemente terminábamos haciéndolo. Y si a la
semana siguiente no lo habíamos hecho nos quitaban el juguete hasta que lo hacíamos.
Mucho de lo que aprendemos en el momento en que balbuceamos nuestras primeras
palabras está basado en gran medida en las zanahorias como premio y los palos como
castigo. Los incentivos negativos en forma de castigo o multa pueden evitar que la gente se
comporte de manera no deseable. Los estímulos positivos —a menudo en forma de
incentivos económicos— pueden hacer que las personas muevan montañas, mejoren su
modo de actuar y hagan lo «correcto».
Pero los incentivos son más engañosos de lo que parece. Se trata de herramientas
sofisticadas, y no siempre producen los efectos esperados. Cuando se va a usar un
determinado incentivo, primero hay que entender cómo funciona y luego comprender por
qué la gente actúa como lo hace. Una vez sabemos lo que las personas valoran y por qué,
podemos desarrollar incentivos eficaces y usarlos como herramientas para modificar el
comportamiento de nuestro hijo, motivar a nuestros empleados, atraer a los
consumidores e incluso convencernos a nosotros mismos para realizar determinadas
cosas. Los experimentos de campo son una poderosa herramienta para comprender cómo
y por qué funcionan los incentivos.
A veces el uso de un incentivo se puede transformar en un tiro por la culata, y hacer
que la gente actúe de forma contraria a la que esperamos.
Uno de nosotros aprendió esta lección hace algunos años cuando llegó tarde a la
guardería a buscar a los niños. Ayelet (la mujer de Uri) y Uri pasaban un día fantástico en
la playa de Tel Aviv, con un almuerzo y una conversación estupendos, lo que hizo que se
olvidaran del reloj. Eran casi las cuatro y tenían menos de quince minutos para recoger a
sus hijas en la guardería, que estaba a media hora de distancia. Cuando finalmente
llegaron, sus hijas los recibieron como cachorros felices. Entonces vieron a Rebecca.
La querida Rebecca. Era una mujer amable y cariñosa, la propietaria, directora y
matriarca de la guardería. Durante años había trabajado duro y había ahorrado hasta que
pudo abrir su propio centro, en una bonita casa antigua en las afueras, a veinte minutos de
Tel Aviv. Todas las estancias eran luminosas y estaban llenas de color, y los niños
chillaban de alegría en el patio. Rebecca contrató a un equipo de profesores de ensueño
para que vigilaran a los pequeños y el centro ganó reputación rápidamente como uno de
los mejores de la ciudad. Estaba orgullosa de su proyecto, y tenía buenas razones para ello.
Sin embargo, cuando vio a Uri y Ayelet los miró disgustada.
«Siento tanto haber llegado tarde», aventuró Uri. «El tráfico…»
Rebecca negó con la cabeza. No dijo nada mientras Uri y Ayelet recogían a sus hijas.
¿Qué estaba pensando? Sabíamos que estaba disgustada pero, ¿cuán disgustada estaba?
Era difícil de decir, porque Rebecca siempre era muy amable. Uri y Ayelet se sintieron
muy mal por haber llegado tarde. Llegamos a preguntarnos si Rebecca cuidaría menos a
las niñas por el retraso de los padres.
Rebecca mostró algo de lo que sentía a Uri y Ayelet por su retraso, unas semanas más
tarde, cuando anunció que empezaría a multar con 10 nuevos shéqueles israelíes (unos 3
dólares) a los padres que recogieran a sus hijos con más de diez minutos de retraso. Al
hacer eso, estaba dando un valor exacto al hecho de llegar tarde: 3 dólares.
¿Cómo funcionó la idea de Rebecca? No demasiado bien. Ya que el precio de llegar
tarde era solo de 3 dólares, Uri y Ayelet pensaron que era un buen negocio para disponer
de un rato más de guardería. En la siguiente ocasión en que por el trabajo o por un día de
playa, sabían que iban a llegar tarde, no conducían como locos para llegar al centro lo
antes posible. Después de todo, ya no tenían que enfrentarse al enfado de Rebecca. Una
vez impuesta la sanción de 3 dólares por el retraso, pagarían la multa sin inmutarse y
continuarían con lo que estaban haciendo sin preocuparse o sentirse culpables.
El caso de Rebecca y su multa por retraso nos inspiró y nos pusimos a trabajar junto
con Aldo Rustichini, con diez guarderías en Israel, para medir el efecto que una pequeña
multa a los padres por llegar tarde tenía en un periodo de veinte semanas. En primer lugar
medimos lo que ocurría cuando no existía multa. Después, en seis de los centros, creamos
la multa fija de 3 dólares para los padres que llegaban más de diez minutos tarde. Como
habrán adivinado el número de padres que llegaban tarde se incrementó drásticamente.
Incluso cuando las guarderías eliminaron la multa, el número de padres que llegaban
tarde siguió siendo superior en los centros que la habían utilizado.2
¿Qué estaba sucediendo? Cuando Rebecca creó la multa, cambió el significado del
retraso. Antes de que existiera la multa, los padres operaban con un acuerdo tácito, que
decía que llegar a tiempo era «lo correcto» para sus hijos, para Rebecca y para su equipo.
Sin embargo, este contrato con Rebecca estaba incompleto. Decía que los padres
debían recoger a sus hijos a las cuatro de la tarde pero no especificaba qué sucedería si no
lo hacían. ¿Le parecería bien a Rebecca quedarse con los niños hasta que los padres
llegaran? ¿Se molestarían Rebecca y el equipo y, como consecuencia, tratarían peor a los
niños? Simplemente, no lo sabíamos.
Cuando Rebecca creó la multa, el significado del acuerdo entre los padres y los
profesores cambió. Los padres se dieron cuenta de que no tenían que conducir de forma
temeraria para llegar a la hora. Más aún, Rebecca fijó un precio claro —bajo, sí, pero un
precio al fin y al cabo— por el retraso. De acuerdo con eso, llegar tarde ya no rompía
ningún acuerdo tácito. El tiempo extra de los profesores se convirtió en una mercancía,
como un aparcamiento o una barrita de chocolate. El incentivo económico completó el
contrato: ahora todo el mundo sabía exactamente cómo de malo era llegar tarde. Si usted
fuera Rebecca, habría entendido rápidamente que imponer una multa era mucho menos
eficaz que hacer que los padres se sintieran culpables.
Cambiar el significado de algo de este modo es importante. Digamos que uno tiene
una hija adolescente. Habla con ella sobre las drogas con la esperanza de convencerla de
que son perjudiciales. Si tiene suerte ella le escuchará. Pero si sospecha, quizás decida
pedirle que se haga un test de drogas. ¿Cómo cambia esa petición la relación con su hija?
Ya no será solo su padre sino que también será un policía. Y su hija puede tratar a partir
de ese momento de encontrar maneras de hacer trampas en el test de drogas en lugar de
cuestionarse el uso de las drogas en general.
Los incentivos negativos, sean en la forma de una multa por retraso o a través de un
test de drogas, cambian el significado de las cosas, aunque, por supuesto, las recompensas
también lo hacen. Todos asumimos que si ofrecemos dinero a la gente conseguiremos que
haga lo que queremos. Pero imaginemos que vamos a un bar después del trabajo.
Conocemos a alguien atractivo y creemos que la atracción es mutua. Nos invitamos
mutuamente a bebidas y tenemos una conversación interesante. Al cabo de un rato,
decimos: «Oye, me gustas de verdad. ¿Te vienes a mi casa?» Quizás haya suerte. ¡Quién
sabe! Pero ¿qué ocurrirá si añadimos: «Te pagaría 100 dólares»? El significado de la
interacción habría cambiado completamente y la otra persona se sentiría insultada porque
se la ha tratado como un prostituto o una prostituta. Poniendo precio a la interacción
habríamos destruido en esencia lo que podía haberse convertido en una bonita relación.

El diablo está en los detalles


El intríngulis del episodio con Rebecca está en que si se van a usar incentivos, hay que
asegurarse de que realmente van a funcionar. De hecho, si se utilizan incentivos que
tengan que ver con el dinero, es mejor ser cuidadoso con los detalles, porque los
incentivos pueden cambiar con facilidad la percepción que tenemos de una relación.
Consideremos los dos escenarios siguientes, que tienen que ver con la política
destinada a animar a la gente al reciclaje de latas de refresco.

Escenario 1: Digamos que vivimos en un lugar donde no se retribuye a la gente por el


reciclaje de latas. En una fría mañana vemos a un vecino transportando una gran bolsa,
llena de latas, de camino al centro de reciclaje.

Escenario 2: Nuestra ciudad ha modificado su política. Ahora la gente recibe una


recompensa de cinco céntimos por cada lata de refresco que recicle. Vemos a nuestra
vecina acarreando una gran bolsa llena de latas de camino al centro de reciclaje.

¿Qué pensamos de ella en el primer escenario? ¿Y en el segundo?


En el primer caso probablemente pensaremos que se trata de una defensora del medio
ambiente, una ciudadana con carácter, haciendo lo que debe por el entorno.
Sin embargo, una vez aparece la pequeña recompensa de los cinco céntimos por lata, es
posible que pensemos que nuestra vecina es alguien miserable o que se trata de un
indigente. «¿Por qué razón», nos preguntaremos, «va a hacer tal esfuerzo por una
recompensa tan pequeña? ¿Es una tacaña?»
De hecho, el incentivo de los cinco céntimos puede haber modificado el significado de
lo que nuestra vecina cree estar haciendo. Antes de que la política municipal se
modificara, recoger latas era sinónimo de proteger el medio ambiente. Pero después del
cambio, quizás la vecina sea consciente de que puede parecer miserable o desesperada.
Quizás piense «¿Qué viene luego, revolver en la basura?» Porque si es así no vale la pena
seguir recogiendo latas. Este cambio en la percepción que tiene de sí misma puede hacer
que deje de reciclar.
Otro ejemplo sobre cómo el uso de dinero como incentivo puede volverse contra
nosotros tuvo lugar en Israel, en los ampliamente publicitados «días de donación».3 Cada
año los estudiantes de secundaria iban puerta a puerta recogiendo donativos para una
organización caritativa que apoyaba, digamos, la investigación sobre el cáncer o la ayuda a
niños discapacitados. Como media, cuantas más casas visitaban los estudiantes, más
dinero recogían.
Nuestro objetivo experimental era determinar si un incentivo monetario incrementaría
la cantidad obtenida y, si era así, cuánto dinero haría falta para maximizar el rendimiento
de los estudiantes. Dividimos los ciento ochenta estudiantes en tres grupos distintos
(ninguno de los participantes sabía que era parte de un experimento). El primer grupo
escuchó a su líder hablar sobre la importancia de los donativos para beneficencia,
explicando que la organización quería motivarlos para que recaudaran tanto dinero como
fuera posible. En el segundo grupo, el líder añadió que cada estudiante recibiría una prima
del 1 por ciento de la cantidad que consiguiera (aclarando que el bono no provendría de
las mismas donaciones). Ese 1 por ciento añadió una motivación monetaria externa a la
intrínseca, que consistía en hacer el bien. Al tercer grupo se le dijo que conseguirían el 10
por ciento de la cantidad que obtuvieran.
El grupo que consiguió más donativos fue el que no percibía ninguna retribución. En
resumen, ese grupo quería únicamente hacer el bien. Aparentemente, cuando se introdujo
la recompensa monetaria los otros dos grupos dejaron de pensar que lo importante era
ayudar y se concentraron en un simple cálculo coste-beneficio focalizado en el pago que
obtendrían. El grupo al que se le prometió el 10 por ciento se situó en segundo lugar.
Aquel que obtenía el 1 por ciento quedó el tercero. ¿Por qué? Porque en este caso, el
dinero no contribuía al incentivo intrínseco de hacer el bien. Al contrario, como en el caso
de la multa de Rebecca en la guardería, eliminó la motivación más elevada. Es decir, el
dinero se convirtió en un elemento más relevante que el deseo de contribuir.
Cuando se está decidiendo cómo motivar a alguien, primero hay que pensar si el
incentivo eliminará el deseo de hacer las cosas bien sin que exista estímulo alguno
(contribuir al medio ambiente reciclando latas de refresco, ayudar en la investigación
contra el cáncer, etc.). Este desplazamiento puede ocurrir por un cambio en la percepción
de lo que se está haciendo, o porque la persona a la que estamos intentando animar o
desanimar se sienta insultada. Cuando se decide utilizar un incentivo, hay que asegurarse
de que este es suficientemente relevante como para reportar beneficios. Pensemos en el
incentivo como si fuera un precio. Si el precio es demasiado alto (por ejemplo, si Rebecca
hubiera multado a los padres con 5 dólares cada minuto, como ocurre en algunos lugares
en Estados Unidos), habría aumentado la probabilidad de que la gente se comportara
como ella quería. Así que la moraleja de esta historia es que o bien el pago es suficiente o
mejor que no exista en absoluto.
El dinero, en resumen, no es el rey; algunas cosas no pueden comprarse. Recompensar
a las personas con aquello que realmente valoran —su tiempo, la imagen que tienen de sí
mismos como buenos ciudadanos, caramelos— es a veces mucho más motivador que dar
o quitar un par de billetes. En resumen, no todos los incentivos son iguales.4
Tomaré lo mismo que ella
Los incentivos pueden influir en la conducta de formas diversas. Pongamos como ejemplo
lo que sucede en un episodio de la comedia de televisión Friends, cuando el grupo de
amigos sale a cenar a un bonito restaurante. Monica, Ross y Chandler, que se ganan
bastante bien la vida, piden primer y segundo plato, pero Rachel, que gana poco, pide
únicamente una guarnición de ensalada. Phoebe, cuya cuenta bancaria es igual de exigua,
pide una taza de sopa, y Joey, que tampoco tiene dinero, pide una pizza en miniatura.
Cuando llega la cuenta, al final de la cena, Ross anuncia que pagarán a escote, lo que
supone 33,5 dólares por cabeza. El ambiente puede cortarse con un cuchillo. «Ni hablar»,
replica Phoebe enfadada. Y se acaba la fantástica noche con los amigos.
Dividir la cuenta a partes iguales tiene mucho sentido, al menos en teoría: después de
todo, tener que sentarse a calcular exactamente quién ha comido qué y qué tasa le toca
pagar a cada uno es una mala manera de acabar con una noche estupenda. De hecho, en
algunas culturas, hacerlo se consideraría una falta de educación. Los alemanes calcularían
el precio individual de la cena hasta el último céntimo y nadie se sentiría ofendido. Pero
en Israel, y en muchos lugares de Estados Unidos, ese comportamiento es considerado
una grosería. Cuando un grupo de gente disfruta compartiendo una comida en un
restaurante, existe a menudo el acuerdo tácito de dividir la cuenta a partes iguales. ¿Cómo
afecta, entonces, esa decisión al comportamiento de las personas?
Desarrollamos un estudio para ver qué sucedía cuando diversos grupos de comensales
—estudiantes que no se conocían entre sí— se enfrentaban a distintas maneras de pagar la
cuenta.5 Dividimos a nuestros participantes en tres grupos, cambiando en cada caso la
manera de pagar la cuenta. En el primer caso, seis comensales (tres hombres y tres
mujeres) pagaron individualmente; en el segundo, se repartieron el importe de manera
equitativa. En el último caso, nosotros pagamos la cuenta. ¿Cómo afectó la forma de pago
a los platos que los comensales eligieron?
Ahora imagine que es usted uno de los seis estudiantes que va a almorzar como parte
de nuestro experimento, y le decimos que se dividirá la cuenta a partes iguales entre los
seis. Tiene bastante hambre, así que pide un rollito de langosta (20 dólares), una
guarnición de patatas fritas (3,50 dólares) y una cerveza (5 dólares). La persona que se
sienta a su lado no tiene mucha hambre, así que pide solo una ensalada (8 dólares) y un té
helado (2,50 dólares). Una vez terminada la comida, decide, como algunos otros de los
que se sientan a la mesa, pedir un trozo de pastel (4 dólares) y un capuchino (5,50
dólares), mientras que otros se abstienen.
El camarero llega con la cuenta: el total es de 125 dólares, incluyendo los impuestos y la
propina, lo que significa que cada uno de los comensales tiene que pagar 25 dólares. Para
usted ese no es un problema porque, si hubiera tenido que pagar individualmente, le
habría costado 40 dólares. El problema lo tiene la persona que ha comido realmente por
valor de 10,50 dólares.
Resulta que la forma en que se repartirá la cuenta afecta a lo que se pide. Los
comensales comieron más cuando les dijimos que nosotros pagaríamos la cuenta. Sin
sorpresas. Pero cuando llegamos al grupo que debía pagar la factura a escote, la gente
tendía a pedir platos más caros de los que pedían cuando tenían que pagar
individualmente. Hay que analizar a aquellos que pedían «más». No se trataba de «mala»
gente que se aprovechaba de los demás: únicamente estaban reaccionando a los incentivos
recibidos. Al fin y al cabo por cada dólar extra que pedían solo tenían que pagar una sexta
parte. Así que, ¿por qué no pedir una langosta de 20 dólares, si solo va a costarte 4
dólares? Por supuesto, no existen comidas gratuitas (excepto en nuestro experimento), así
que alguien tiene que pagar los 16 dólares que faltan por la langosta.
Este es un ejemplo de «externalidad negativa»; es decir, que el comportamiento de un
tercero afecta a nuestro bienestar. Por ejemplo, imagine que usted no fuma, y un fumador,
a su lado, enciende un cigarrillo. Él disfruta de su cigarrillo pero usted también está
obligado a «consumir» su humo. El fumador supone una externalidad negativa. Dicho de
forma simple, el que consume el bien no está pagando todo el coste que supone hacerlo.
En una situación en que se paga a escote, aquel que pide una comida completa y cara,
mientras otros comen menos, está haciendo lo mismo. La gente reacciona a los incentivos
que recibe.

¿Qué incentivos funcionan?


A lo largo de este libro analizaremos asuntos relevantes como la discriminación, las
diferencias de género y la brecha educativa, las donaciones para beneficencia y la
rentabilidad de las empresas. La lección que se repite es la siguiente: los incentivos
determinan los resultados. Pero es crucial fijarlos adecuadamente y ajustarlos para que
encajen con las motivaciones subyacentes de las personas.
Pensemos, por ejemplo, en lo que puede costar que las personas pierdan peso. En la
última década hemos vivido un incremento dramático en la obesidad en Estados Unidos.
Y la obesidad es un factor de riesgo importante en las enfermedades coronarias, la
diabetes y otros problemas de salud. ¿Puede incentivarse a la gente para que controle su
peso?
Después de unas vacaciones más con excesos de comida y bebida —todas esas galletas
de Navidad, esas frituras bañadas en crema agria típicas de Hanukah, esa extravagancia de
champán y caviar para la noche de fin de año— uno se mira al espejo, se sube a la balanza
y se da cuenta de que ha alcanzado lo que puede llamarse la «masa crítica». Hay que
aflojarse el cinturón. Se siente culpable por ello y promete adelgazarse.
El gimnasio del barrio está ofreciendo un descuento por una cuota anual, así que
renuncia a la modalidad de 10 dólares «pague-cuando-venga» y firma un contrato de
largo plazo. Si es como la mayoría de la gente, irá al gimnasio unas cuantas veces en enero,
menos en febrero y muy poco después de entonces.6 Existen diversas razones (¿excusas?)
para ello: no tiene tiempo, le da vergüenza subirse a la cinta con los michelines a la vista,
está bajo de forma de todos modos así que no puede hacer ejercicios vigorosos o se queja
simplemente porque no le gusta sudar. Ya que no va al gimnasio más que algunas veces,
su decisión de pagar la cuota anual resulta mucho más cara que la opción que tenía antes
de «pague-cuando-venga».
Su fracaso para mantener una rutina de ejercicio una vez se ha decidido por la cuota
anual se produce quizás porque fue excesivamente optimista cuando empezó. Creyó
realmente que haría mucho más ejercicio del que ha terminado haciendo. Otra
explicación, más sofisticada, es que ha «intentado ganar la carrera contra lo que será en el
futuro». Es decir, tiene el presentimiento de que en el futuro tendrá menos ganas de hacer
ejercicio. Sabe que con la opción «pague-cuando-venga» puede elegir. Imagina, por
ejemplo, que puede usar los 10 dólares en una sesión de gimnasia o para ir al cine. Tiene el
presentimiento de que elegiría el cine. Así que paga la cuota anual hoy, para reducir el
riesgo que percibe en el futuro. Si paga hoy, piensa, más adelante no dará a su pereza una
razón (ahorrar 10 dólares) para no ir al gimnasio.
Es posible que otras personas y organizaciones se preocupen por su salud. Muchas
veces porque así ahorran dinero. Pongamos como ejemplo los incentivos que algunos
empresarios y aseguradoras utilizan para tratar de animar a los empleados a hacer
ejercicio. Digamos que lo llaman para pesarlo y medirlo. También le preguntan si fuma. Si
juzgan que pesa lo que debe, no fuma y tiene la presión adecuada y el colesterol bajo
control, la empresa reduce o le devuelve la parte de la mutua privada de salud que paga
como empleado, ahorrándole 750 dólares al año. No está mal, ¿eh?
Eso es exactamente lo que la cadena de supermercados Safeway intentó hacer con su
Programa de Medidas Saludables que aplicó, con gran revuelo a su personal no sindicado
(la mayoría de la gente que trabaja en las oficinas). «Según nuestros cálculos, si este país
hubiera adoptado nuestro programa en 2005, la factura sanitaria habría disminuido en
550.000 millones de dólares», afirmó su CEO, Steven Burd en 2009 en el editorial del Wall
Street Journal.7 Burd se felicitaba porque los costes sanitarios en su empresa no habían
aumentado nada.
Después de la publicación de su artículo Burd se convirtió en una celebridad. Otras
empresas y aseguradoras empezaron a explorar programas similares. En Washington DC
Safeway se convirtió en sinónimo de reforma sanitaria. El presidente Obama habló de que
Safeway había recortado su gasto sanitario en un 13 por ciento. La Cámara de
Representantes y el Senado se pusieron a trabajar en la así llamada «Enmienda Safeway»,
que podía ahorrar a las familias saludables miles de dólares anuales.
Hay que ser prudente cuando se extrapolan las afirmaciones de Safeway y se
convierten en ahorros a nivel nacional. En primer lugar, las estadísticas utilizadas por el
señor Burd eran dudosas.8 Siempre resulta difícil concluir qué cosas funcionan y cuáles
no lo hacen cuando las personas que suministran los datos son parte implicada en las
conclusiones. Además, el programa de Safeway no era un experimento controlado. Por
ejemplo, no sabemos qué parte del cambio fue debido a las personas saludables que ya
estaban en nómina de la compañía y qué parte se debió a las que se incorporaron de
nuevo al conocer el programa. Quizás las personas que estaban menos en forma
decidieron irse a trabajar para otra empresa. Sea como sea, Safeway ahorra dinero —lo
que es genial— pero desde una perspectiva global, el problema se termina cuando uno
cambia de empresa.
Nada de esto significa que el sistema de incentivos sea malo. Pero desde una
perspectiva práctica, diseñar incentivos que tratan de cambiar el comportamiento es todo
un reto. En los últimos años, hemos estado implicados en un enorme proyecto con una
gran aseguradora sanitaria que trata de utilizar incentivos para ayudar a sus miembros. La
suya es una situación en la que todos ganan: los asegurados están en mejor forma y la
compañía ahorra dinero. El problema es que los incentivos pasan por encima de fuertes
motivaciones que ya existían. Piense en la cantidad de dinero y esfuerzo que la gente gasta
en dietas, en tentativas frustradas para perder peso. Ya están motivados para adelgazar.
¿Puede un poco de ayuda monetaria ayudarlos a cambiar sus hábitos de ejercicio físico?
La trampa de usar dinero, por supuesto, es que la gente sienta la tentación de cambiar
sus hábitos. Veamos el ejemplo de un esquema de incentivos que diseñamos y probamos.9
Queríamos usar el incentivo más simple que fuera posible, así que invitamos a estudiantes
a nuestro laboratorio, y luego los dividimos aleatoriamente en dos grupos. Uno de los
grupos funcionaba meramente como grupo de control; «sobornamos» al otro ofreciendo
pagar a los participantes 100 dólares para que fueran al gimnasio ocho veces a lo largo de
un mes. Siguiendo el principio de «pagar lo suficiente», existen pocas cosas que los
estudiantes no harían por la cantidad apropiada de dinero, así que no resultó
sorprendente que los participantes vinieran a las reuniones y fueran al gimnasio de
acuerdo con lo que les habíamos pedido.
Pero no era un cumplimiento temporal lo que buscábamos. La pregunta crítica era si el
incentivo llevaba a la formación de un hábito: ¿qué pasaría una vez terminara el mes y
dejáramos de pagar el soborno? ¿Nos estallaría el incentivo entre las manos, como pasó en
el estudio de las guarderías? ¿Habría algún cambio? ¿O bien los estudiantes habrían
adquirido cierto hábito de ir al gimnasio, el suficiente para continuar haciéndolo una vez
dejáramos de pagarles?
Los resultados fueron prometedores. El hábito de ir al gimnasio, incluso después de
eliminar el pago, se dobló en el grupo que había recibido el dinero por ir a hacer ejercicio
ocho veces en un mes. El incentivo pareció ayudar a ese grupo a «superar la barrera» del
ejercicio habitual. Aquellos que decían que no hacían ejercicio porque no tenían tiempo,
lo «encontraron» después de «obligarlos» a ello (con incentivos), y continuaron
encontrando el tiempo después. Quizás otros se dieron cuenta de que se sentían mucho
mejor. Y tal vez otros hicieron nuevos amigos a los que tenían ganas de seguir viendo.
Cualesquiera que fueran las razones, lo importante es que consiguieron modificar sus
hábitos y que, como consecuencia, lograron mejorar su salud.
¿Qué podemos aprender de este estudio? Muchos de nosotros quisiéramos hacer más
ejercicio del que hacemos. El experimento nos demostró que lo más duro de hacerlo no es
sudar, jadear y cambiarse de ropa, sino adaptarse a la rutina. Todo es cuestión de
adaptación. Piense en ello por un momento. Hay determinadas rutinas sin las que
probablemente no podría vivir: la taza de café de la mañana, lavarse los dientes por la
noche, etc. Así que, si se da tiempo suficiente para saltar las barreras y adaptarse a una
nueva rutina de ejercicio físico, lo convertirá en un hábito.
Empiece comprometiéndose a ir al gimnasio dos veces a la semana durante un mes.
Aunque al principio pueda pensar que el coste de hacerlo será mayor que el beneficio,
después de esas cuatro semanas se dará cuenta de que se ha acostumbrado a los efectos del
ejercicio. Notará su corazón bombear, la mejora psicológica, el sentimiento de haberlo
logrado. Tras un mes haciendo ejercicio, se dará cuenta de que el esfuerzo de ir al
gimnasio es mucho menor de lo que era durante la primera semana de su experimento
personal. De hecho, se habrá acostumbrado tanto a la forma en que se siente después de
hacer ejercicio que empezará a extrañarla si se salta una sesión de gimnasia. Llegados a
este punto decidirá que o bien el coste de ir al gimnasio es menor, o el beneficio mayor, o
ambos, de manera que el ejercicio se convertirá en algo positivo.
De todos modos, resulta excesivamente simplista pensar que podemos ofrecer dinero u
otros incentivos positivos a las personas a lo largo del tiempo y esperar que hagan lo que
queremos que hagan. (Pregunten a cualquier padre o jefe sobre ello.) Cambiar hábitos
profundamente incorporados es muy difícil para la mayoría de la gente. Después de todo,
algunas personas siguen fumando o comiendo lo que no deben aun cuando son
conscientes de la posibilidad de morir.
Como puede ver, hacer suposiciones sobre cómo reacciona la gente a los incentivos
resulta bastante arriesgado. Asumimos que las personas reaccionan según lo previsto,
instintivamente, a incentivos como el dinero, pero no lo hacen. Algunas veces los
incentivos funcionan en el corto plazo pero no en el largo plazo. Y a veces hacen que la
gente se comporte de la forma opuesta a lo que esperaríamos que hicieran. Incentivos
mayores no siempre conducen a un mejor rendimiento.
Esta es la verdad: si queremos que la gente haga algo tenemos que comprender sus
motivaciones. Esa es la clave: una vez hemos comprendido lo que motiva a las personas,
logramos que los incentivos funcionen según lo previsto y podemos hacer que la gente
(incluyéndonos a nosotros mismos) se comporte como queremos que lo haga.
Como economistas, nuestro trabajo es bajar a los detalles. Tenemos que aprender qué
ocurre en distintos escenarios. Y debemos tratar de comprender, tan bien como podamos,
qué incentivos funcionan, cuáles no lo hacen y por qué, de forma que los individuos,
empresas y gobiernos puedan alcanzar sus objetivos.
En los dos capítulos siguientes analizaremos cómo la visión del mundo que distintas
culturas tienen interiorizada afecta a la vieja pregunta de por qué las mujeres siguen
ganando menos que los hombres.

1 Uri Gneezy, Steven Meier y Pedro Rey-Biel, «When and Why Incentives (Don’t) Work to Modify Behavior»,
Journal of Economic Perspectives 25 (2011): 191-210,
http://rady.ucsd.edu/faculty/directory/gneezy/pub/docs/jep_published.pdf

2 Uri Gneezy y Aldo Rustichini, «A Fine Is a Price», Journal of Legal Studies 29 (enero de 2000): 1-17.

3 Uri Gneezy y Aldo Rustichini, «Pay Enough or Don’t Pay At All», Quarterly Journal of Economics (agosto de
2000): 791-810, http://rady.ucsd.edu/faculty/directory/gneezy/pub/docs/pay-enough.pdf

4 Como ha demostrado nuestro amigo Dan Ariely, la forma en la que se paga es relevante. En particular, pagar en
efectivo es diferente de cualquier otra forma de pago. Ariely y su colega de investigación, James Heyman,
empezaron demostrando que los estudiantes a los que no se pagaba por determinada tarea (ayudar a cargar un sofá
en una furgoneta) ponían más ganas que aquellos que recibían una cantidad simbólica de dinero. Otro grupo
recibió un caramelo. Según lo esperado, los que recibían el caramelo se esmeraban más que los que recibían el pago
simbólico en efectivo (y el mismo esmero que los que no recibían nada). Y aquí llega la parte interesante: en una
opción distinta, en el caramelo estaba la etiqueta con el precio. Predijeron que una vez los estudiantes supieran el
precio de venta del caramelo, pondrían tantas ganas como los que recibían el pago en efectivo. Y así ocurrió. Ver
«Effort for Payment», Psychological Science 15, n.º 11 (2004).

5 Uri Gneezy, Ernan Haruvy y Hadas Yafe, «The Inefficiency of Splitting the Bill», Economic Journal 114, n.º 495
(abril de 2004): 265-280.
6 Nuestros amigos Stefano DellaVigna y Ulrike Malmandier demostraron este punto en un magnífico documento
titulado «Paying Not to Go to the Gym», American Economic Review 96 (2006): 694-719,
http://emlab.berkeley.edu/~ulrike/Papers/gym.pdf

7 Steven A. Burd, «How Safeway Is Cutting Health Care-Costs», Wall Street Journal, 12 de junio de 2009.

8 Ver David S. Hilzenrath, «Misleading Claims About Safeway Wellness Incentives Shape Health-Care Bill»,
Washington Post, 17 de enero de 2010.

9 Gary Charness y Uri Gneezy, «Incentives to Exercise», Econometrica 77 (2009): 909-931.


2

¿Qué pueden enseñarnos los portales de


anuncios
clasificados, los laberintos, una pelota y un
cubo
sobre las razones por las que las mujeres
ganan
menos que los hombres?
En las llanuras, a los pies del Kilimanjaro

En enero de 2005, Larry Summers, en aquel momento rector de la Universidad de


Harvard, ofreció una presentación durante un almuerzo en la Conferencia Diversifying
the Science & Engineering Workforce (Diversificación de los trabajadores del sector de la
ciencia y la ingeniería). Presentó su ponencia como «un intento de provocación» y luego
lanzó una carga de profundidad sobre la vieja guerra de los géneros. En concreto, se
preguntó en voz alta en qué medida era la diferencia innata de aptitud entre los sexos la
causa del gran desequilibrio entre hombres y mujeres en el colectivo de científicos de alto
nivel.
Citando investigaciones que mostraban que las mujeres constituían únicamente el 20
por ciento de los profesores estadounidenses de ciencia e ingeniería, Summers se
cuestionó si «en el caso particular de la ciencia y la ingeniería, existen aspectos vinculados
a la capacidad intrínseca y en concreto a las diferencias de aptitud, y si esas diferencias se
ven reforzadas por lo que en realidad son factores menos relevantes relacionados con la
socialización y la discriminación continuada». En otras palabras, se preguntaba si las
mujeres estaban en desventaja intelectual cuando se trataba de progresar hasta la cumbre
de las ciencias puras.1
La reacción al comentario de Summers fue inmediata, contundente y muy dura. Una
prestigiosa bióloga del MIT, Nancy Hopkins, abandonó la sala muy enfadada. «Que él
diga que la “aptitud” es la segunda razón por la que las mujeres no llegan más arriba,
cuando dirige una institución en la que el 50 por ciento de estudiantes son mujeres es
profundamente ofensivo para mí», dijo Hopkins posteriormente a los periodistas.
«Harvard no debería admitir mujeres si su rector piensa anunciar cuando ya están allí que,
ya ves, no cree que consigan llegar a la cima.»2 Los medios de comunicación locales y
nacionales se volvieron locos y empezó a tomar fuerza una campaña para demandar a
Summers. Al año siguiente, renunció a su cargo en Harvard; en parte debido a las
reacciones a sus comentarios en la conferencia.
Los comentarios de Summers —percibidos como sexistas si nos ponemos en lo peor,
como poco adecuados si somos benévolos y del todo incorrectos políticamente (y se
disculpó por ello en diversas ocasiones)— eran coherentes, como mínimo, con siglos de
tradición. Durante milenios, la cultura y la ciencia han tratado de explicar por qué las
mujeres no son tan competitivas y ambiciosas como los hombres. En el libro del Génesis,
el papel de Adán es ser el maestro de Eva. En la antigua Roma, las mujeres eran
ciudadanas pero no podían votar o ejercer cargos públicos. Muchas religiones, leyes y
culturas en todo el mundo persisten en subyugar a las mujeres y prohibir que compitan en
«un mundo de hombres».
Los comentarios de Summers llevaban también el sello de Charles Darwin, que ciento
cincuenta años antes había enunciado que los machos que triunfaban habían
evolucionado para ganar la carrera del apareamiento. Desde entonces, la teoría de la
selección natural de Darwin ha ayudado a explicar por qué los machos son, en general,
más agresivos que las hembras. Después de todo, los hombres tienen que salir ahí fuera y
competir con los hombres de otras tribus para cazar animales, mientras que las mujeres
educan y crían a los jóvenes. La idea principal es que el coste que tener y criar a los niños
tiene para las mujeres (el embarazo, el nacimiento, la lactancia, etc.) es mucho mayor que
el que tiene para los hombres. Por eso los hombres deben competir por tener tantos hijos
como puedan, mientras que las mujeres necesitan ser exigentes en su elección del hombre
adecuado.
Si, como sugería Darwin, la evolución es la responsable de la falta de competitividad
relativa en las mujeres (Darwin no escribió únicamente sobre el ser humano), unos
cuantos cientos de años de cambios culturales no supondrían ninguna diferencia. La
evolución podría ayudar a explicar por qué el número de mujeres en trabajos de alto nivel
aún palidece en comparación con el de sus colegas masculinos, o por qué en Estados
Unidos las mujeres solo ganan como media 80 centavos por cada dólar que ganan los
hombres.
Después de citar la investigación en cuestión y de mencionar su hipótesis sobre las
«diferencias innatas», Summers dijo explícitamente a la audiencia: «Me gustaría que me
demostraran si estoy equivocado».
En este capítulo y el siguiente aceptaremos el reto. En concreto, examinaremos qué
parte de la diferencia entre géneros que se da en el mercado laboral está causada por la
cultura. No podíamos dar por bueno, sin datos que lo confirmaran, que las mujeres son
menos competitivas que los hombres de forma innata. Decidimos empezar a recoger datos
observando a hombres y mujeres ordinarios en sus entornos habituales mientras hacían
cosas cotidianas —por ejemplo, participar en una clase de gimnasia o responder a una
oferta de trabajo en un portal de anuncios clasificados— y utilizamos todas y cada una de
las herramientas experimentales de las que disponíamos para dar respuesta a estas
preguntas: ¿hasta qué punto las diferencias entre hombres y mujeres (como el nivel de
agresividad, la competitividad y la capacidad para obtener un buen salario) son innatas?
¿Hasta qué punto son fruto de una cultura aprendida? Al final, hemos llegado a una
explicación sobre las diferencias persistentes que se observan entre hombres y mujeres, en
particular cuando se trata de competir.
Pero observemos con más detalle la razón por la que las mujeres, a pesar de una mejora
evidente, siguen en segundo plano.

¿Hasta qué punto compiten las mujeres?


Nuestro interés por el rol de cada género y por la competitividad comenzó con el
nacimiento de nuestros propios hijos. Ya desde muy pequeños empezamos a notar
diferencias entre las chicas, y entre ellas y sus hermanos varones. Aunque una de las hijas
de Uri era mucho más competitiva que la otra, todas preferían las muñecas a los camiones
y pelotas de béisbol de sus hermanos. Empezamos a preguntarnos lo mismo que se
preguntan la mayoría de los padres que tienen hijas: en un mundo de hombres, ¿qué
posibilidades tienen? ¿Serán capaces de jugar y triunfar en una cultura en la que las
oportunidades son desiguales a pesar de los grandes avances que las mujeres han hecho?3
La triste realidad es que mientras las mujeres obtienen mejores resultados que los
hombres en algunas áreas, como en la educación superior, todavía no existen razones para
celebrar el final de un milenio dominado por el viejo orden de cosas masculino. En
Estados Unidos, y en todo el mundo, los hombres siguen ocupando los puestos de mayor
nivel en la sociedad. La proporción de mujeres en el mercado de trabajo se ha
incrementado desde un 48 por ciento en 1970 a un 64 por ciento en 2011,4 pero solo uno
de cada cinco puestos de alta dirección y menos de un 4 por ciento de los CEO de las
quinientas compañías que aparecen en Fortune están ocupados por mujeres. Algunos
consideran estos porcentajes un gran logro, ya que son los más altos en la historia de
Estados Unidos. Sin embargo, las mujeres siguen estando peor pagadas que los hombres
por trabajos equivalentes. Incluso en posiciones públicas las mujeres no han alcanzado la
paridad. En el Congreso, por ejemplo, solo ocupan el 17 por ciento de los escaños.
Los académicos han hecho conjeturas durante décadas sobre las razones por las que las
mujeres no parecen hacer un progreso más claro para romper el techo de cristal.
Personalmente creemos que gran parte del problema radica en lo siguiente: los hombres y
las mujeres tienen prioridades distintas en lo que a competitividad se refiere y responden
de forma diferente a los incentivos. Nuestra investigación muestra que las mujeres tienden
a evitar los puestos competitivos y los trabajos en los que el salario es determinado por la
posición en un ranking.
Para poner un ejemplo, consideremos el siguiente experimento de campo a gran escala
que llevamos a cabo en Craiglist (portal de anuncios clasificados).5 En este experimento
queríamos averiguar directamente los factores que llevan a los individuos a solicitar un
puesto de trabajo de nivel básico. ¿Cómo respondían hombres y mujeres a los distintos
escenarios en lo que a retribución se refiere? ¿Optarían las mujeres por un trabajo mejor
pagado si la competitividad y la asunción de riesgo fueran mayores?
Para obtener algunas respuestas pusimos dos anuncios en los portales de empleo de
Internet de dieciséis ciudades, buscando un asistente administrativo, uno de los trabajos
más comunes en Estados Unidos. Uno de nuestros anuncios, el de Seattle, era el siguiente:

CATEGORÍA: trabajo de oficina/administración


PUESTO: administrativo para la búsqueda de noticias deportivas.
El Centro Becker busca un asistente administrativo que colabore en las tareas de
recogida de información sobre temas relacionados con el deporte en el área de
Seattle. A pesar de que el Centro Becker tiene su central en Chicago posee un
proyecto satélite en Seattle. El asistente se responsabilizará de aportar información
actualizada sobre noticias locales de baloncesto, fútbol americano, béisbol, fútbol,
carreras de coches (NASCAR), golf, tenis, hockey y otros deportes. Las
responsabilidades del puesto incluyen la lectura de la prensa deportiva local
(profesional, semiprofesional y universitaria) y la elaboración de informes breves. El
candidato elegido deberá dominar también las responsabilidades administrativas
habituales, a saber, gestión de la correspondencia, corrección de borradores,
archivo, comunicaciones por correo electrónico y teléfono, etc.
RETRIBUCIÓN: Por horas.

En nuestro segundo anuncio, la descripción del puesto era prácticamente idéntica a la


anterior, pero no mencionaba los deportes. En lugar de ello, la descripción del puesto
decía: «El asistente aportará información actualizada sobre acontecimientos que tengan
lugar en la comunidad, eventos, arte y cultura, negocios, ocio, asuntos políticos, sucesos y
otros temas. Las responsabilidades del puesto incluyen la búsqueda, lectura y resumen de
los sucesos locales así como la preparación de informes».
Durante cuatro meses, casi siete mil personas que buscaban trabajo solicitaron estos
puestos en distintas ciudades.6 Al responderles, dijimos a los candidatos cuál sería la
estructura retributiva del puesto: a algunos se les dijo que se les pagaría por horas,
mientras que a otros se les decía que su salario dependería de su rendimiento comparado
con el de un colega.
Nuestro objetivo era ver si el aspecto competitivo influía en uno de los sexos más que
en el otro.7 ¿Qué creen que descubrimos después de varios meses de tener el anuncio
publicado en Craiglist?
No resulta sorprendente que los hombres estuvieran más interesados en el anuncio
orientado a los deportes y las mujeres en el que no lo estaba: el 53,8 por ciento de los que
respondieron al primero eran mujeres mientras en el segundo caso el porcentaje llegaba al
80,5 por ciento.
Sin embargo, la auténtica diferencia salió a la luz cuando intervino el esquema
retributivo. En una de las opciones se pagaba el trabajo con una tarifa plana de 15 dólares
la hora, en la línea de un puesto básico de administrativo en oficinas. En el otro caso, por
el contrario, se recompensaba a los trabajadores en función de su rendimiento comparado
con el de un colega. A los candidatos se les dijo que se les pagarían 12 dólares por hora
pero que adicionalmente su rendimiento sería comparado con el de un compañero, y
aquel que obtuviera mejores resultados recibiría un bono de 6 dólares adicionales por
hora. De hecho, como media, ambos trabajos pagaban 15 dólares la hora pero uno de ellos
tenía un incentivo importante mientras que el otro carecía de él.
Quizás le sorprenda (y le entristezca) la distribución por géneros de los que solicitaron
cada puesto de trabajo. En general, a las mujeres no les gustó la opción competitiva, de
hecho eran un 70 por ciento menos proclives a decidirse por ella. Adicionalmente, las
mujeres que solicitaron el trabajo incentivado por el bono tenían, en general, currículos
mucho más impresionantes que los hombres que optaban al mismo puesto. Estos
hallazgos parecían subrayar que cuando se trata de competir los hombres están mucho
más dispuestos que las mujeres.8
Una carrera exitosa como CEO necesita de un alto nivel de compromiso y capacidad
de respuesta a situaciones competitivas. No resulta por tanto extraño que haya tan pocas
mujeres en la cima. Si busca en el Google la frase «CADA HOMBRE TIENE SU PRECIO»
encontrará muchas citas fantásticas sobre lo fácil que resulta sobornar a un hombre para
casi cualquier cosa. Pero si busca en el Google «CADA MUJER TIENE SU PRECIO» el significado
es completamente distinto.

Las chicas contra los chicos


¿Qué ocurre entonces cuando matemáticas y científicas muy inteligentes compiten con los
hombres? Para averiguarlo, formamos grupos de tres hombres y tres mujeres a quienes
pedimos que resolvieran una serie de laberintos en un ordenador a cambio de una
compensación económica.9
El lugar en que este proyecto se desarrollaba era Technion, algo así como el MIT pero
en Israel. Es muy difícil conseguir plaza en esa escuela, y los hombres constituyen el 60
por ciento del alumnado. Las alumnas femeninas de Technion tienen que demostrar
desde el primer año que son tan brillantes en matemáticas y en ciencias como sus
compañeros masculinos, aunque se asume implícitamente que las mujeres tienen que
trabajar más duro para demostrar que también pueden ser Einstein.
Una de las mujeres que participó en nuestro experimento era Ira (un nombre común
en Israel entre las inmigrantes rusas). Ira era una estudiante brillante que había jugado a
juegos de ordenador toda su vida y disfrutaba con la tecnología y los conceptos técnicos
sofisticados. Había nacido en Moscú y emigró a Israel con sus padres y su hermano mayor
cuando tenía diez años. Ya cuando era niña, las matemáticas eran su pasión, así que su
decisión de tratar de entrar en Technion no fue una sorpresa. Pero estar allí no fue fácil;
había sido la estrella de su clase de matemáticas en secundaria pero en Technion todo el
mundo era brillante. Tenía que trabajar muy duro y competir con otros estudiantes para
pasar de curso. Muchos estudiantes menos comprometidos fracasaron en el camino y
cambiaron a campos menos competitivos. Pero a Ira le fue bien. Trabajó con diligencia,
durmiendo solo cuatro horas cada noche, y abandonando el ballet. Sabía que iba a
conseguirlo.
A diferencia de algunas de sus compañeras, a Ira la idea de una carrera en ciencia y
tecnología no le daba miedo.10 Sin embargo, queríamos saber si el hecho de ser una mujer
afectaría a su deseo de competir por dinero en nuestro experimento. ¿Iría a por todas en
un juego competitivo si se añadía un incentivo?
El juego consistía en resolver tantos laberintos como se pudiera en quince minutos, y
se recibía 1 dólar por cada laberinto resuelto. Cuando medimos después cómo lo había
hecho cada grupo descubrimos que las mujeres lo habían hecho tan bien como los
hombres. No obstante, otros grupos tuvieron un incentivo competitivo adicional. La
persona que resolvía más laberintos recibía un pago proporcionalmente mayor. En el
fragor de la batalla, ¿incrementaría Ira su esfuerzo?
Resultó que los participantes masculinos respondieron al incentivo competitivo
incrementando significativamente el número de laberintos que resolvían en quince
minutos, pero Ira y el resto de las mujeres no rindieron tanto. En condiciones
competitivas, las mujeres resolvieron los mismos laberintos que cuando no competían. La
hipótesis de que las mujeres no son tan competitivas como los hombres parecía
confirmarse; incluso en el caso de Ira y las otras alumnas brillantes de Technion.
En un experimento posterior, imitamos algo que quizás recuerde de su infancia.11
Piense en correr tan rápidamente como pueda estando solo o junto a otra persona. Si es
competitivo, tener a alguien corriendo a su lado puede motivarle para correr más rápido y
ganar la «carrera» imaginaria. Habrá transformado una situación inocente en una
competición. Y si es poco competitivo, tal vez no dé importancia a quien corre a su lado y
simplemente corra rápido.
Quizás haya adivinado que lo que pretendíamos era comprobar si los chicos y chicas
tenían tendencias diferentes en lo que a competitividad se refiere. Para hacerlo, fuimos a
visitar la clase de cuarto grado (alumnos de nueve y diez años) de algunas escuelas
primarias en Israel. En la clase de educación física pedimos primero a los alumnos que
corrieran 40 metros en línea recta, uno después del otro. Una vez los profesores hubieron
anotado los tiempos individuales de cada uno, los alumnos que habían obtenido
resultados similares corrieron uno al lado del otro. No ofrecimos incentivo alguno y ni
siquiera les dijimos que se trataba de una competición. Simplemente tenían que correr
juntos.
Igual que en el experimento de los laberintos en Technion, los chicos reaccionaron con
más ímpetu al entorno competitivo, corriendo más que cuando lo hacían solos. Las chicas,
una vez más, no parecieron reaccionar al incremento en la competitividad. Corrieron tan
rápido como cuando lo hacían solas, a pesar de que competían solo con otras chicas. De
nuevo, parecía que las chicas no reaccionaban a un contexto competitivo.
Eventualmente, nuestra investigación nos llevó a visitar las sociedades más patriarcales
y matriarcales del mundo. Con ese enfoque pretendíamos obtener algunas pistas sobre
cómo influye la cultura en las preferencias competitivas.

Hace unos años, en una noche helada, en un típico ejercicio de comunión masculina,
estábamos sentados con otros hombres jugando a póquer en College Park, en Maryland.
Entre caladas de puro y tragos de whisky, nos preguntamos por qué la mayoría de las
mujeres parecía no disfrutar tanto de esas actividades tan divertidas como lo hacíamos
nosotros. Y, más importante todavía: reflexionamos sobre los resultados de los
experimentos llevados a cabo en Technion y en la escuela. ¿Han nacido las mujeres para
no querer competir o la sociedad ha influenciado sus gustos y preferencias? ¿Es la falta de
competitividad inherente a las mujeres o es una conducta aprendida? Si la respuesta es
esta última, ¿qué tiene que ver la educación de sus hijos —o el hecho de que sus
inclinaciones competitivas puedan provenir de aspectos culturales— con su aprendizaje?
Y si las diferencias resultan ser fruto de la socialización, ¿tendrán nuestras hijas las
mismas oportunidades de triunfar en una sociedad competitiva?
Solo había una manera de averiguarlo. Teníamos que alejarnos de la sociedad
occidental. Con el apoyo de la National Science Foundation, decidimos comprobar
nuestras asunciones sobre la competitividad en dos de los lugares culturalmente más
dispares del planeta. Hicimos un experimento en una sociedad en que las mujeres no
tienen virtualmente ningún poder, y en una en la que son las que mandan. Literalmente
viajamos a los confines de la Tierra para responder a la afirmación que Freud, Darwin y
muchos otros psicólogos, sociólogos y antropólogos después de ellos habían sido
incapaces de comprobar.
En el proceso pudimos desarrollar experimentos científicos que nos permitieron tener
una visión única del comportamiento femenino en sociedad, en sociedades
extremadamente distintas que daban a las mujeres roles diametralmente opuestos.
Explorando las claves de su comportamiento, obtuvimos información sobre la siguiente
cuestión: ¿son las mujeres, en cualquier ámbito de la vida, menos proclives a ser
competitivas que los hombres?
Con la ayuda de algunos amigos antropólogos, identificamos dos tribus absolutamente
opuestas: los ultrapatriarcales masái de Tanzania, y el matriarcado khasi en el noreste de la
India (a quienes conoceremos en el próximo capítulo). ¿Qué ocurriría si comparábamos la
forma en que hombres y mujeres de esas tribus competían cuando las condiciones
experimentales eran las mismas?12

Un viaje a Tanzania
En las llanuras a los pies del Kilimanjaro, la montaña más alta de África, los orgullosos
hombres de la tribu de los masái visten con colores brillantes y con sus lanzas en la mano
siguen la llamada de sus ancestros ganaderos. Cuantas más cabezas de ganado posee un
hombre, más rico es. Las vacas son más importantes para un hombre masái que sus
mujeres. Un masái propietario de un gran rebaño puede tener hasta diez mujeres.
La cultura masái es muy poco amable con sus mujeres. Los hombres, que en general no
se casan hasta cumplidos los treinta, lo hacen con mujeres que están al principio de la
adolescencia. Si le preguntas a un hombre masái «¿Cuántos hijos tiene?» contará
únicamente a los varones. Se enseña a las mujeres desde su nacimiento a subordinarse a
ellos. Una mujer vive confinada trabajando en su casa y en su aldea. Si su marido se
ausenta, la mujer debe pedir permiso a un hombre mayor para viajar, buscar ayuda
médica o tomar cualquier decisión importante.
Una mañana brillante de domingo llegamos a una de las aldeas masái para coordinar
los experimentos de la semana. Adelantamos a muchas familias que caminaban hacia el
mercado, que estaba a más de 15 kilómetros. En cada grupo el hombre iba a la cabeza,
llevando únicamente su lanza. Detrás, a pocos metros, caminaba su mujer, sosteniendo
una enorme y pesada cesta en equilibrio sobre la cabeza. En general la mujer llevaba un
niño atado a su espalda, lo que le dejaba las manos libres para dárselas a sus hijos mayores.
Los hombres ni siquiera volvían la vista atrás para comprobar cómo les iba a sus mujeres y
a sus hijos.
Básicamente, las mujeres masái son una propiedad. «Los hombres nos tratan como si
fuéramos mulas de carga», dijo una mujer masái a unos investigadores.13
Cuando llegamos a la aldea Masái fuimos recibidos por un maravilloso cántico en que
las mujeres se llamaban y se respondían (por lo que parece los masái cantan así casi
continuamente). Koinet Sankale, el jefe masái, cuyo nombre significa, según nos dijeron,
«el hombre alto», salió a recibirnos. Guapo y cejijunto, era un respetado guerrero que
había probado su valor cuando era un adolescente enfrentándose a un león con la lanza.
El animal le dejó la señal de sus dientes en la cara, el pecho y ambos brazos. Se nos acercó
a grandes zancadas y nos dio la mano. Luego se dio la vuelta y nos presentó a treinta
hombres de la tribu que nos observaron con desconfianza. Todos los hombres vestían una
especie de capa colorida, lisa o a cuadros, que cubría sus hombros. Llevaban grandes
pendientes y collares hechos con brillantes abalorios, y sus caras y brazos estaban pintados
con líneas rojo ocre. A muchos de ellos les faltaban algunos dientes.
Después de las presentaciones, compartimos una comida consistente en un chivo a la
barbacoa, juntos en un círculo en medio de sus chozas de techo plano, llamadas bomas,
mientras escuchábamos los mugidos del ganado, con el que los masái parecen tener una
relación simbiótica.
Después de dormir en un hotel local para nada maravilloso, nos levantamos al día
siguiente para dar comienzo al experimento y descubrimos que había malas noticias.
Habíamos viajado a Tanzania para realizar una prueba piloto utilizando el mismo
experimento de los laberintos que habíamos usado con Ira pero sin ordenadores. Se
suponía que los masái resolverían los laberintos sobre el papel, utilizando lápices. Pero
cuando se enfrentaron a estas sencillas herramientas, las mujeres del poblado se rascaron
la cabeza. Nunca habían sostenido un lápiz y no pensaban hacerlo ahora.
Teníamos un problema.
Alguien sugirió que construyéramos los laberintos con madera y las mujeres los
resolvieran desplazando una pequeña pieza del mismo material por ellos. Ken Leonard,
nuestro colaborador en el proyecto, que era un experto en los masái, conocía a alguien
que tenía un taller en la ciudad. Al día siguiente, con la ayuda de un mecánico de coches
local y un carpintero, pasamos doce horas sudando bajo el ardiente sol africano
construyendo un laberinto de madera. Los aldeanos nos observaban trabajar, mirando y
riéndose de los divertidos hombres blancos que, en apariencia, trataban de construir un
juguete infantil. Después de un largo día de trabajo, habíamos construido un laberinto.
Eso, desafortunadamente, era indicativo de nuestro talento como carpinteros. El laberinto
no tenía solución. Así que ahora teníamos más problemas. ¿Cómo podíamos volver a la
aldea al día siguiente y enfrentarnos a la multitud reunida con las manos vacías?
Y entonces, ¡eureka! De camino al hotel, Uri vio una tienda que vendía pelotas de tenis
y cubos. La tarea que decidimos usar (y que hemos repetido en muchos otros
experimentos desde entonces) era simple: pedimos a los participantes que lanzaran una
pelota de tenis y acertaran en el cubo.
Los aldeanos no habían jugado nunca a algo similar al baloncesto, así que no existía
ventaja por la práctica o por el género. Además, creímos que este ejercicio nos daría un
indicativo rápido de la propensión inicial de un individuo a competir. Lo único que se
necesita para meter una pelota en un cubo es puntería.
Por la mañana, nuestro equipo regresó a la aldea, con una serie de tubos de pelotas de
tenis, cubos de juguete y mucho dinero. La gente nos esperaba y los dividimos en dos
grupos. Luego invitamos a un integrante de cada grupo a entrar en una estancia sin
público donde un miembro del equipo de investigación los esperaba. Se les dijo que el
objetivo era lanzar la pelota y acertar en el cubo a una distancia de 3 metros. Cada
participante dispondría de diez oportunidades para conseguir que la pelota aterrizara en
el cubo y se quedara en él.
A continuación les pedimos a los aldeanos que escogieran entre dos formas de pago: en
el primer caso, los participantes recibirían el equivalente a 1,5 dólares —el salario de un
día entero— cada vez que consiguieran encestar. En el segundo caso, recibirían el
equivalente a 4,5 dólares pero solo si lo hacían mejor que su oponente. Si ambos
empataban, recibirían 1,5 dólares por cada canasta. Pero si su oponente lo hacía mejor que
ellos, no recibirían nada. Es decir, podían elegir entre dos opciones: una que dependía
únicamente de su propio acierto y otra en la que competían contra un tercero.
Los jóvenes —especialmente los hombres— parecían encantados con la idea mientras
los mayores, sin diferencia de género, desconfiaban. (Probablemente a usted le pasaría lo
mismo. Imagínese a alguien que llega a su lugar de residencia y le ofrece a usted y a sus
vecinos el salario de una semana por lo que parece ser únicamente un juego tonto.)
El primero que se decidió fue un hombre alto y corpulento, llamado Murunga, que
parecía estar cerca de los sesenta. Murunga era un auténtico patriarca tribal, con seis
mujeres, treinta hijos y un número incontable de nietos y bisnietos. Decidió competir.
Balanceó el brazo y apuntó al cubo. Tiró la bola con demasiada fuerza y falló el primer
intento. Gruñó descontento. En el segundo intento, la bola pasó por el borde del cubo.
Pero a la tercera acertó y sonrió de oreja a oreja. Continuó tirando las siete bolas que le
quedaban. Después de unos cuantos aciertos y de saber que había encestado más veces
que su competidor, tomó su dinero y se marchó pareciendo complacido.
No pasó mucho tiempo hasta que se extendió la noticia de que unos ridículos
estadounidenses estaban repartiendo montones de dinero. En total, 155 personas vinieron
a jugar. Al final del día los aldeanos no querían dejarnos marchar. Logramos escapar,
saltando al coche con el dinero que nos quedaba —y que necesitábamos para repetir el
experimento en otras aldeas— y huyendo de la escena, con la gente pisándonos los
talones.
Después de un par de semanas repitiendo el experimento en diversas aldeas,
recopilamos los datos. ¿Mostrarían los hombres de una cultura tan patriarcal ser más
competitivos que los estadounidenses o los israelís o los hombres de otros países
desarrollados? ¿Lo serían menos las mujeres?
El gráfico siguiente explica los resultados. En resumen, descubrimos que los hombres y
las mujeres de Tanzania se parecían mucho a los hombres y mujeres que habíamos
estudiado en Estados Unidos e Israel. Mientras un 50 por ciento de los hombres masái
eligieron competir, solo un 26 por ciento de las mujeres lo hizo.
Una vez más, parecía que la mayoría de las mujeres no quería competir, pero de forma
que puede resultar sorprendente, no eran mucho menos competitivas que las mujeres de
culturas occidentales.
La persona adecuada para el trabajo
Mientras tanto, en Estados Unidos, Liz trataba de encontrar trabajo.
Liz era una mujer de cuarenta y dos años que había solicitado un trabajo como
directora creativa de una compañía de marketing directo con sede en Nueva York. Liz
tenía mucha experiencia como antigua jefa de un departamento creativo, y disponía de
todas las calificaciones y capacidades requeridas. Pero había cientos de solicitudes y el
proceso de selección fue largo y muy competitivo.
Para separar el grano de la paja, el responsable de la selección y el departamento de
recursos humanos pidieron a los mejores candidatos, Liz incluida, que participaran en
múltiples entrevistas. A medida que el proceso aumentaba su competitividad se pidió a los
candidatos que en el plazo de una hora diseñaran un sobre para un envío de correo. Para
hacerlo correctamente se necesitaba mucho más tiempo, y la tarea tenía poco que ver con
el trabajo real que suponía dirigir un equipo interno de veinte diseñadores. La prueba
tenía más que ver con la capacidad para trabajar con rapidez en un entorno competitivo
—algo más adecuado, digamos, para valorar un trabajo en el parquet bursátil— de lo que
tenía que ver con la responsabilidad de hacer que la gente abriera la correspondencia.
Al final de una de las jornadas, la compañía contrató al hombre que lo hizo mejor en el
proceso competitivo. Sin saber qué capacidades específicas buscaba, la compañía terminó
contratando al candidato ganador. Para Liz eso significaba que había perdido frente a
alguien menos cualificado que ella. Para la empresa, significaba que habían ignorado al
candidato con más talento en favor del más competitivo.

Al final, muchos responsables de contratación se fían más de sus sensaciones y de su


intuición que de una comprensión profunda sobre lo que puede aportar y lo que no puede
aportar el candidato. A veces, las empresas contratan gente que creen que encajará en el
puesto sin darse cuenta de que pueden estar sesgados a favor de los candidatos
masculinos. Estudio tras estudio, se ha demostrado que cuando los miembros, todos
hombres, de un consejo de dirección tienen que elegir a un nuevo miembro o a un CEO,
eligen en general a alguien que se les parece.14 Un estudio de 2012 de la Facultad de
Derecho de la Universidad de Dayton apuntaba a que «todos los informes o estudios
recientes describen el progreso de las mujeres en la obtención de una mayor
representación en los consejos de dirección corporativos con la palabra “paralizado” u
otra similar,15 a pesar del hecho de que cuando las mujeres forman parte de los Consejos
“sus empresas” aumentan de valor en el mercado».16
Pero el talento puntero no puede ser ignorado durante mucho tiempo por los
mercados. Pronto llegará el momento en que las mujeres disfrutarán de los puestos que
merecen a la cabeza de las organizaciones, y las empresas que se den cuenta antes
obtendrán mayores beneficios.
En el próximo capítulo llegaremos al fondo de este asunto.

1 Archive of Remarks at NBER Conference on Diversifying the Science & Engineering Workforce, 14 de enero de 2005.
Ver también «Lawrence Summers», Wikipedia, http://en.wikipedia.org/wiki/Lawrence_Summers#cite_note-
harvard2005%e2%80%9336 (último acceso, el 26 de marzo de 2013).

2 Daniel J. Hemel, «Summers’ Comments on Women and Science Draw Ire», The Harvard Crimson, 14 de enero de
2005, http://www.thecrimson.com/article/2005/1/14/summers-comments-on-women-and-science/

3 «Fast Facts: Degrees Conferred by Sex and Race», National Center for Education Statistics,
http://nces.ed.gov/fastfacts/display.asp?id=72 (último acceso, el 26 de marzo de 2013); «Women in Management in
the United States, 1960-Present», Catalyst, http://www.catalyst.org/publication/207/women-in-management-in-the-
united-states-1960-present (último acceso, el 26 de marzo de 2013); y Patricia Sellers, «New Yahoo CEO Mayer Is
Pregnant», CNN Money, 16 de julio de 2012, http://postcards.blogs.fortune.cnn.com/2012/07/16/mayer-yahoo-ceo-
pregnant/ (último acceso, el 26 de marzo de 2013).

4 «Working Women: Still Struggling», The Economist, 25 de noviembre de 2011,


http://www.economist.com/blogs/dailychart/2011/11/working-women

5 Ver Jeffrey A. Flory, Andreas Leibbrandt y John A. List, «Do Competitive Work Places Deter Female Workers? A
Large-Scale Natural Field Experiment on Gender Differences in Job-Entry Decisions», Documento de Trabajo
NBER, código w16546, noviembre de 2010.

6 Terminamos ofreciendo puestos de trabajo a los candidatos y, finalmente, diez de ellos fueron contratados.

7 No resulta adecuado (y en algunos casos es ilegal) preguntar al candidato sobre su sexo, así que recurrimos a un
método de prueba y error para determinar si el candidato era hombre o mujer —su nombre de pila—. Basándonos
en las probabilidades derivadas de la base de datos de la Seguridad Social (SSA) sobre la popularidad de los nombres
por sexo y año de nacimiento en diversas ciudades, asignamos un sexo. Para cualquier nombre que no estuviera
incluido en la base de datos de la SSA, utilizamos otra base de datos creada por el recopilador de nombres infantiles
Geoff Peters, que calcula la ratio de género por nombre de pila, utilizando Internet para analizar patrones de uso de
nombres para cien mil nombres de pila. Por último, para nombres neutros que se utilizan para ambos géneros, que
no obtenían un porcentaje determinante en ninguna de las bases de datos, buscamos en Internet identificaciones
concretas de los individuos en cuestión, como por ejemplo, sus cuentas en las redes sociales. Al final, creemos
firmemente que la distribución por géneros fue correcta.

8 Puede consultarse el test de laboratorio sobre ello en Muriel Niederle y Lise Vesterlund, «Do Women Shy Away
From Competition? Do Men Compete Too Much?», Quarterly Journal of Economics 122, n.º 3, 2007: 1067-1101.

9 Uri Gneezy, Muriel Niederle y Aldo Rustichini, «Performance in Competitive Environments: Gender
Differences», Quarterly Journal of Economics 118, n.º 3 (2003): 1049-1074,
http://rady.ucsd.edu/faculty/directory/gneezy/pub/docs/gender-differences.pdf
10 Se ha escrito mucho sobre las razones por las que las chicas se desaniman en matemáticas, ingeniería y ciencia y
se ven superadas en número en profesiones relacionadas con la ciencia, las matemáticas o la tecnología. Ver Valerie
Strauss, «Decoding Why Few Girls Choose Science, Math», Washington Post, 1 de febrero de 2005,
http://www.washingtonpost.com/wp-dyn/articles/A52344-2005Jan31.html; y Jeanna Bryner, «Why Men Dominate
Math and Science Fields», LiveScience, 10 de octubre de 2007, http://www.livescience.com/1927-men-dominate-
math-science-fields.html (último acceso, el 26 de marzo de 2013).

11 Uri Gneezy y Aldo Rustichini, «Gender and Competition at a Young Age», American Economic Review Papers
and Proceedings 94, n.º 2 (2004): 377-381, http://rady.ucsd.edu/faculty/directory/gneezy/pub/docs/gender.pdf.

12 A diferencia de muchos de nuestros experimentos a gran escala —como el que estamos llevando a cabo
actualmente en las escuelas públicas de Chicago— esta investigación en lugares remotos debería ser relativamente
reducida y usar algunas de las técnicas que podrían haberse utilizado en un laboratorio. Llamamos a este tipo de
proyecto un «experimento de campo tangible» o un estudio de «laboratorio de campo». Uri Gneezy, Kenneth L.
Leonard y John A. List, «Gender Differences in Competition: Evidence from a Matrilineal and Patriarchal Society»,
Econometrica 77, n.º 5 (2009): 1637-1664, http://rady.ucsd.edu/faculty/directory/gneezy/pub/docs/gender-
differences-competition.pdf.

13 Dorothy L. Hodgson, «Gender, Culture and the Myth of the Patriarchal Pastoralist», en Rethinking Pastoralism
in Africa, ed. D. L. Hodgson (Londres: James Currey, [1639,1641] 2000).

14 «Male Boards Holding Back Female Recruitment, Report Says», BBC News, 28 de mayo de 2012,
http://www.bbc.co.uk/news/business-18235815

15 Barbara Black, «Stalled: Gender Diversity on Corporate Boards», Trabajo de investigación (n.º 11-06) del
Departamento de Administración Pública de la Universidad de Dayton.
http://www.udayton.edu/law/_resources/documents/law_review/stalled_gender_diversity_on_corporate_boards.pdf

16 Aileen Lee, «Why Your Next Board Member Should Bea Woman», TechCrunch, 19 de febrero de 2012,
http://techcrunch.com/2012/02/19/why-your-next-board-member-should-be-a-woman/ (último acceso, el 26 de
marzo de 2013).
3

¿Qué puede enseñarnos una sociedad


matrilineal sobre las mujeres y la
competencia?
Una visita a Khasi

Como vimos en el capítulo anterior, todos nuestros experimentos —desde los llevados a
cabo virtualmente con Craiglist, a los de Technion, pasando por las carreras de los niños
en las escuelas o nuestra visita a los masái— confirmaron que a las mujeres no les gusta
competir como a los hombres y reaccionan a los escenarios competitivos de forma distinta
a la que adoptan sus compañeros masculinos. Este hecho, en sí mismo, ofrece una
explicación adicional a las diferencias de género.
Pero seguíamos queriendo saber, por qué sucede esto. ¿Existe una diferencia innata
importante entre sexos que lleve a los individuos a actuar de esta manera, con
independencia de cómo hayan sido educados? ¿O tienen las influencias sociales un rol
crítico en lo que se refiere a la propensión a competir?
Nuestra visita a la sociedad matrilineal de Khasi nos ayudó a dar respuesta a estas
preguntas clave. Vamos a conocer la exótica vida de los khasi. Abróchense los cinturones
porque van a participar en un viaje increíble.

Minott (el conductor que nos recogió en el aeropuerto después de nuestro aterrizaje en la
India, al que ya conocimos en la Introducción) fue nuestro primer guía en la sociedad
matrilineal de los khasi. Con él, atravesamos un curioso mundo de sexismo a la inversa.
Para nuestros estándares, obviamente, resultaba injusto que Minott no pudiera poseer una
casa, aunque pudiera permitírsela, y que sus oportunidades personales estuvieran
limitadas. Al mismo tiempo, disponíamos de una ventana fabulosa a través de la cual
observar lo que pasaba en una cultura en la que las mujeres llevan las riendas de la
economía.
En nuestro viaje con Minott desde el aeropuerto de Guwahati a la ciudad de Shillong,
encontramos gente en cada metro cuadrado del camino —mujeres con saris de colores,
hombres de pelo oscuro con camisas de algodón, mendigos medio desnudos, niños—
todos empujándose y apretándose los unos contra los otros con un calor infernal. Al día
siguiente cuando Uri fue al banco local a sacar el dinero que necesitábamos para nuestros
experimentos, la gente lo siguió, apiñándose detrás de él, como si fueran a coger un tren.
(Una vez más se trataba de un occidental rico aterrizando en una cultura extranjera.)
Cuando solicitó un reintegro de 60.000 dólares en cheques de viajes el cajero fue a
consultar con su superior y, tras horas de negociaciones y discusiones, Uri consiguió una
enorme bolsa llena de rupias que procedió a contar delante de todo el mundo.
Con miedo a que las personas que lo empujaban le sacaran la bolsa de las manos, se dio
la vuelta y se abrió paso entre la multitud y luego escapó tan rápidamente como pudo. (En
esos momentos comprendió la euforia que los famosos ladrones de bancos Bonnie y Clyde
sentían después de cada atraco.)
Minott nos llevó por carreteras imposibles hasta nuestro destino —un pueblo apacible
en medio de verdes colinas y campos fecundos. A pesar de ser rico en atractivos naturales,
el pueblo era económicamente modesto. Descargamos nuestro equipaje, bolsa de dinero
incluida, en nuestra casa de alquiler sin llave. Luego salimos a conocer a los aldeanos. En
lugar de ser recibidos por las miradas desconfiadas de unos guerreros masái con sus
túnicas rojas, nos encontramos con personas sonrientes, afables y cálidas.
Descubrimos que la vida de las mujeres khasi es mucho más fácil que la de sus
homólogas masái. La sociedad khasi es uno de los pocos matriarcados del mundo; la
herencia pasa de las madres a las hijas más jóvenes. Cuando una mujer se casa, no tiene
que marcharse a casa de su marido: es él quien se desplaza (desde la casa de su madre a la
de su mujer). La casa de la madre es, por tanto, el centro de la familia, y la abuela es quien
manda en la casa. Las mujeres khasi no saben gran cosa sobre el trabajo en el campo pero
tienen el poder económico y poseen un alto grado de autoridad sobre los hombres. De
hecho, el rol de los hombres khasi es similar a la subordinación de las mujeres en las
sociedades patriarcales.

Durante las semanas que siguieron, llevamos a cabo el experimento de lanzar la bola al
cubo, como habíamos hecho en Tanzania. En un lado del edificio de la escuela del pueblo,
los hombres khasi hicieron cola ordenadamente, y los investigadores escribieron los
resultados obtenidos como habían hecho en Tanzania. Un hombre joven llamado
Kyrham, vestido con una camiseta blanca y unos tejanos, eligió no competir. Sonrió con
amabilidad y lanzó la primera pelota de tenis. Parecía un poco inseguro y la primera bola
no acertó en el cubo por muy poco. En el siguiente intento, lanzó con algo más de fuerza y
la bola aterrizó al otro lado del cubo. Estaba claramente decepcionado y se mordía el labio.
En el tercer intento, consiguió encestar limpiamente.
En el otro lado del edificio, una mujer se salió de la fila. Su asertividad nos impresionó.
Shaihun no dudó en elegir la modalidad competitiva. Se arremangó, cogió una pelota de
tenis y fijó la mirada, lista para la batalla, en el cubo de plástico de juguete que estaba a 3
metros de ella. Extendió su brazo lleno de brazaletes con confianza y lanzó la bola hacia su
objetivo. Falló, pero eso no la desanimó. Cuando la segunda bola entró en el cubo, gritó
alegremente. De hecho, encestó la pelota cinco veces y, al hacerlo, ganó mucho dinero en
pocos minutos de un juego que valió la pena. Se sentía total y absolutamente competente,
segura de sí misma y al mando. Era el momento de que sus competidores abandonaran.
Habíamos aterrizado en un mundo al revés, en lo que se refería a los géneros. Nuestros
resultados, resumidos en el gráfico, mostraron que el 54 por ciento de las mujeres khasi
eligieron competir mientras que solo el 39 por ciento de los hombres lo hicieron. Las
mujeres khasi eran más proclives a elegir competir que los superpatriarcales hombres
masái. En general, puede decirse que el comportamiento de las mujeres khasi se parecía
más al de los hombres masái (o los estadounidenses).
El experimento khasi arroja cierta luz —en este campo— sobre los interminables
debates respecto a la diferencia entre géneros. Por supuesto, observábamos el
comportamiento de las mujeres en una sociedad muy distinta a la mayoría de las que
existen en el mundo. Pero ese era precisamente el punto: eliminar en la medida de lo
posible las influencias culturales de la sociedad patriarcal. En el caso de los khasi, la mujer
media eligió competir con mucha más frecuencia que el hombre medio. O, para decirlo
llana y simplemente, la naturaleza no era la única fuerza en juego. En el caso de los khasi,
el factor rey —o reina, según se mire— era la educación de los niños.
Nuestro estudio sugiere que en el entorno cultural adecuado, las mujeres son tan
competitivas como los hombres, e incluso más en algunas situaciones. La competitividad,
por tanto, no solo depende de las fuerzas de la evolución que dictan que los hombres son
más proclives a ella que las mujeres. La mujer media competirá más que el hombre medio
si existen unos incentivos culturales adecuados. En la sociedad matrilineal khasi, se paga a
las mujeres más que a los hombres, las mujeres llegan a ser líderes en sus ámbitos de
influencia y alcanzan puestos destacados en el gobierno con mayor frecuencia que los
hombres.

¿Pueden las mujeres negociar con eficacia?


¿Cómo afecta, entonces, el interés por competir al comportamiento de las mujeres khasi
en el mercado, donde mandan los incentivos económicos? Para averiguarlo visitamos un
mercado al aire libre en Shillong, donde la comunidad khasi convive con otras
comunidades.
El mercado al aire libre de Shillong —uno de los mayores del mundo— está lleno de
vida. Mientras uno va caminando entre la multitud, se huele a carne podrida y a sangre, se
siente el aroma de los tomates, las cebollas y los pimientos frescos, el perfume de las flores,
los sombreros de paja y las camisetas de algodón. Productos electrónicos baratos y zapatos
se amontonan en las paradas.
Para analizar el efecto de la cultura en el estilo de negociación, dimos a hombres y
mujeres khasi y otros que no lo eran dinero para comprar 2 kilos de tomates en el
mercado. Los precios iban desde las 20 a las 40 rupias el kilo, dependiendo del regateo; los
participantes ganaban más si negociaban un precio menor. En cada proceso de compra de
tomates, registramos el precio de salida, el tiempo de negociación y el precio obtenido
finalmente.
Descubrimos dos cosas importantes. La primera, que las mujeres khasi, acostumbradas
desde su nacimiento a ser asertivas y a tener confianza en ellas mismas, resultaron ser muy
buenas negociadoras; nuestro experimento de encestar pelotas había demostrado ser un
indicador fiel de lo que ocurría en la vida real. El segundo hallazgo fue igualmente
interesante. El mercado funcionaba de forma muy distinta dependiendo de que las
normas sobre los precios fueran establecidas por mujeres de la sociedad matriarcal o no.
Cuando las mujeres khasi llegaban a una parte del mercado en que era gente ajena a los
khasi la que fijaba los precios y los vendedores eran tanto hombres como mujeres que
negociaban codo con codo, las mujeres khasi demostraban ser fuerzas de la naturaleza.
Shaihun estaba entre ellas. Negociaba estupendamente, consiguiendo precios excelentes
por cosas como tomates o camisetas de algodón para sus hijos. Curiosamente, cuando
Shaihun y sus amigas llegaban a una zona en la que únicamente los khasi fijaban los
precios y solo había mujeres comprando y vendiendo, nos dimos cuenta de que no había
mucho regateo. Los precios de compra parecían, como en Occidente, fijos más que
negociables. Parecía que tanto el entorno como la socialización eran instrumentales en lo
que se refería al comportamiento de la gente.
Las dos observaciones están relacionadas. Se puede enseñar a las mujeres a reaccionar a
los incentivos del mismo modo en que lo hacen los hombres y pueden negociar tan bien
como ellos. Pero si tenían opción, las mujeres khasi fijaban sus incentivos en la parte del
mercado que controlaban, de forma diferente a la de los hombres. Poniendo precios
estándares, conseguían un entorno menos competitivo y agresivo, y reaccionaban ante los
incentivos sociales que ellas mismas habían fijado.

¿Pueden las mujeres salvar a la humanidad de sí


misma?
Otra de las lecciones que aprendimos de los khasi es la siguiente: cuando las mujeres
tienen el poder todo el mundo parece beneficiarse.
En 1968, el ecologista Garrett Hardin publicó un artículo titulado «The Tragedy of the
Commons» (La tragedia de lo común) en el que describía lo que ocurría cuando un
recurso público se agotaba porque eran demasiados los que se aprovechaban de él.1 En el
artículo describía un caso en la Europa medieval en la que los pastores compartían una
parcela de tierra a la que todo el mundo estaba autorizado a llevar a pastar el ganado.
Mientras los pastores controlaron el número de cabezas de ganado que había en el terreno
a la vez, todo funcionó bien. Pero si un pastor codicioso llevaba más vacas al terreno, los
pastos se resentían más y al final la parcela se agotaba de forma que ningún animal podía
pastar en ella.
Pensemos por ejemplo en las licencias de pesca costera. En muchos lugares, la
sobreexplotación ha agotado de tal forma los caladeros que el futuro de algunas especies
de peces está en peligro. Dada la demanda de pescado, cada pescador tiene un incentivo
para pescar tanto como pueda; pero si todos hacen lo mismo, no quedará nada para las
generaciones futuras, puesto que en cierto momento la población de peces decrece tanto
que nunca se recupera.
Existe la creencia general de que las mujeres se preocupan más que los hombres por los
bienes públicos, como los caladeros de peces y las praderas. Tratamos de comprobar esa
afirmación con los khasi, así como en una aldea vecina de Assam, una tribu patriarcal, con
un juego estándar en economía conocido como «el juego de los bienes públicos» (llamado
así porque emula lo que ocurre cuando pagamos dinero para dar acceso a todo el mundo a
los bienes comunes, como por ejemplo el cuidado de los parques nacionales y el aire
puro).
Dimos a cada grupo las mismas instrucciones: «En este juego, puede elegir entre
invertir en la comunidad o invertir en sí mismo». A algunos participantes les dijimos que
«cada rupia invertida en sí mismos les permitiría ganar una rupia, mientras que cada
rupia gastada en intercambios en el grupo daría a cada uno de sus miembros —no solo al
que la invertía— un retorno de media rupia».2
Dado lo que ya sabe sobre su sociedad, puede adivinar que los khasi tenían más
tendencia a gastar sus rupias para invertir en el grupo. Y acertaría. Los hombres y mujeres
khasi invertían más en el grupo que sus colegas assamese. Básicamente, nuestros
resultados identificaban menos personas egoístas, con independencia de su sexo, entre los
khasi. Estos resultados sugerían la posibilidad de que una sociedad dirigida por mujeres
fuera un entorno más amable y tranquilo, donde los recursos necesarios para la vida
tuvieran buenas probabilidades de durar hasta el siglo veintidós.
¿Qué podemos hacer?
La irreverente serie de televisión Mad Men muestra cuánto han avanzado las relaciones
entre sexos en la sociedad estadounidense desde la década de los 60, cuando el discurso
público era que las mujeres debían ser y actuar supuestamente como Marilyn Monroe y
los hombres debían hacerlo como los depredadores del Rat Pack. La serie ofrece una
buena visión sobre el modo en que la sociedad dictaba el comportamiento de hombres y
mujeres antes de que nadie soñara con un movimiento feminista, el black power (poder
negro) o la liberación gay. Quizás la gente no estaba segura de quién era pero sabía lo que
no debía ser si quería estar tranquila.
Avancemos hasta el siglo veintiuno. Ahora sabemos que los hombres y las mujeres
reaccionan de forma distinta a los incentivos competitivos; y esta diferencia de reacción
está fuertemente influenciada por la cultura. En conjunto, estos factores sociales ayudan a
explicar la brecha existente en el estatus laboral y el salario entre hombres y mujeres. Tal
como nos mostraron los khasi, si las mujeres se hacen responsables de la economía y
pueden expresar sus verdaderas preferencias sin temor al escarnio público, pueden
aprender a reaccionar a los incentivos competitivos para obtener una rentabilidad
económica y pueden convertirse en auténticos líderes para sus sociedades.
Las implicaciones de nuestros dos hallazgos clave —a) que las mujeres pueden ser tan
competitivas, o incluso más, que los hombres; y b) que cuando las mujeres tienen una
influencia fuerte en la economía la sociedad se vuelve más consensuada y con más espíritu
público— son profundas. Cuando observábamos a las mujeres regatear por los tomates,
pensamos en las mujeres estadounidenses que no se presentan para puestos de trabajo
competitivos o no piden aumentos de sueldo. Pensamos sobre los problemas estructurales
de las sociedades occidentales que impiden a las mujeres conseguir todo lo que podrían
lograr. Y cuando observamos el funcionamiento del mercado femenino, con mucha
menos fricción, pensamos en el Congreso estadounidense, donde las discusiones y el
lucimiento personal son la norma.
Así que si queremos animar a las mujeres y a las chicas a ser más competitivas e
incrementar su capacidad económica, ¿qué cambios deberíamos hacer para posibilitarlo?
¿Qué significa todo esto para nuestras hijas y para las suyas?
La hija de diecinueve años de Uri, por ejemplo, cree que puede tener éxito en su futura
carrera. Sus padres la han animado a creer que el único límite es el cielo y que puede
conseguir lo que se proponga. Al mismo tiempo, cree, al menos en la cultura de San Diego
en 2013, que no puede salir ahí fuera y competir con tanta libertad como sus compañeros
masculinos. Así que ¿cómo va a llegar a la cima sin comportarse de una forma tan agresiva
como hacen ellos?
A su vez, las chicas de John, en el sur de Chicago, también se dan cuenta de que en la
clase de gimnasia, los chicos que no rinden hasta el límite son regañados por sus
entrenadores, que, como ya hemos comentado, les conminan a «dejar de jugar como si
fueran niñas». «¿Debemos jugar como chicas o como chicos?», pregunta la hija de John.
«¿Debemos ser amables o quedarnos con todo lo que podamos?»
Como dijimos al principio de este capítulo, las mujeres tienden a evitar las
negociaciones salariales; la investigación ha mostrado, por ejemplo, que es nueve veces
más probable que un hombre pida una retribución mayor en un proceso de selección para
un trabajo que el que lo haga una mujer. Sin embargo, ¿se manifiestan estas tendencias en
el mundo real? Y, si lo hacen, ¿por qué?3
Para averiguarlo, desarrollamos un experimento de campo similar al de Craiglist que
hemos explicado en el capítulo 2. Entre noviembre de 2011 y febrero de 2012, pusimos
dieciocho anuncios virtuales «SE NECESITA» para un asistente administrativo en nueve de
las mayores áreas metropolitanas de Estados Unidos. Los trabajos no especificaban el sexo
y eran bien para un puesto de recaudación de fondos, bien para temas relacionados con el
entorno deportivo, cosa que atrajo a más candidatos masculinos que femeninos. Uno
especificaba que se pagaban 17,60 dólares y que el sueldo era negociable. El otro decía que
el salario era de 17,60 dólares fijos.4
Recibimos respuesta de 2.422 personas. ¿Qué ocurrió?
En primer lugar descubrimos que cuando no se decía explícitamente que los sueldos
eran negociables —el caso ambiguo— los hombres tendían más que las mujeres a negociar
un sueldo más elevado. De todos modos, cuando se mencionaba explícitamente que el
salario era negociable, esta diferencia desaparecía e incluso tendía a revertirse —en ese
caso las mujeres negociaban incluso algo más que los hombres.
Dicho de otro modo, cuando los empleadores decían que los salarios eran negociables,
las mujeres lo hacían. Pero cuando los empleadores no decían nada, y las normas que
determinaban el salario quedaban en la ambigüedad, era más probable que fueran los
hombres los que negociaran un salario mayor.
¿Y quién solicita estos puestos? Hallamos que solo por el hecho de añadir la
información de que el salario era «negociable» la brecha por razón de género en las
solicitudes se reducía en un 45 por ciento aproximadamente. Esto sucedía incluso en los
trabajos catalogados como «masculinos» (nuestro anuncio de deportes), donde uno
esperaría que la mayoría de los candidatos fueran hombres.
Estos resultados mostraban que las mujeres evitan los anuncios de trabajo que no son
explícitos sobre las reglas del juego, mientras que a los hombres les encantan. Si se desea
poder elegir con comodidad entre hombres y mujeres, los empleadores deberían ser
explícitos en los detalles del trabajo así como en lo que se refiere al salario/compensación
ofrecido. A continuación ampliaremos este tema.

¿Qué pueden hacer los empleadores?


Aunque nuestro experimento del «salario negociable» tenía que ver con las respuestas a
las descripciones de los puestos ofrecidos, no se refería a la entrevista personal entre
candidato y empleador. Sin embargo, es importante entender que cuando las
descripciones de trabajo son vagas respecto a la posible negociación del salario, las
mujeres deberían «ir a por ello».
Las mujeres no deberían simplemente aceptar la primera oferta que se pone sobre la
mesa; deben hacer una contraoferta y no tener miedo de decir, simplemente: «Quiero más
dinero», sin explicar por qué. Eso es lo que los hombres hacen, después de todo.5
Los que contratan, también deben darse cuenta de que muchas mujeres han sido
culturalmente preparadas para sentir aversión por el riesgo, lo que puede impedirles subir
peldaños en la escala corporativa. Ocurre con demasiada frecuencia que las mujeres no
piden ascensos o participación en nuevos proyectos, y no es por su falta de talento sino
por su visión del mundo, que les ha enseñado que ser firmes no resulta «femenino». Las
empresas deben encontrar maneras de animar a las mujeres a luchar por los puestos
corporativos de alto nivel. Un ejemplo a seguir es el de la consultora Deloitte, que trata de
asegurarse de que sus empleadas femeninas sean tomadas en consideración para los
proyectos clave y donde aproximadamente el 23 por ciento del personal de alta dirección
está constituido por mujeres.6 Empresas como Deloitte se encontrarán pronto en mejor
posición por haber tomado esa decisión, porque serán capaces de descubrir el verdadero
talento en su organización, y eso afectará positivamente a sus beneficios.
Además, los reclutadores necesitan subirse al carro. En lugar de comprender de verdad
lo que un candidato aporta o no aporta al puesto, se fían demasiado de su propia
intuición. A veces las compañías contratan a alguien porque creen que el candidato
«encajará» en el trabajo, sin darse cuenta de que su decisión puede contener un sesgo
favorable a los hombres.
Las empresas que son conscientes de esos sesgos pueden incluir procedimientos que
ayudan a reducirlos. Por ejemplo, en Campbell Soup Company (en la que su CEO, Denise
Morrison, es una mujer), la diversidad de género es parte de su propuesta diferencial,
porque muchos de los que compran sus productos son mujeres. Por esta razón, la
empresa tomó una decisión consciente para asegurarse de que su liderazgo estaba en
manos de personas que se parecían a sus clientes.
Además, las empresas que comprenden por qué las mujeres reaccionan con menor
intensidad a los incentivos competitivos pueden usar esa información en su propio
beneficio. Por ejemplo, el mercado sin regateo de los khasi nos hizo recordar un mercado
completamente distinto, el de los vendedores de coches en Estados Unidos. Muchas
mujeres odian las «contraofertas» o el «tengo que consultarlo con mi jefe» tan habituales
en las compras de automóviles. Para resolver eso, empresas como Honda han intentado
seguir una línea que puso en marcha en primer lugar Saturn, una división de General
Motors, convirtiendo el precio no negociable en una parte de su propuesta de venta. A
pesar de que la división Saturn ya no existe, en ese tiempo sus vehículos fueron muy
populares entre las mujeres, que representaban un 63 por ciento de sus clientes.

Legisladores, educadores y padres


También los legisladores pueden contribuir a cerrar la brecha entre géneros. Si uno dicta
las normas no puede poner paños calientes en viejas heridas que necesitan realmente
cirugía correctiva rápida. Por ejemplo, no estamos seguros de que el Título IX de la norma
diseñada para garantizar la igualdad de condiciones para las atletas femeninas sea la mejor
manera de corregir las desigualdades. Habría que preguntarse: «Si lo que vamos a crear es
una sociedad más igualitaria, ¿en qué casos se justifica la intervención?» Dado que ahora
sabemos que las diferencias en competitividad se deben en parte a la influencia cultural,
será más rentable dedicar nuestra inversión para la igualdad de géneros a la educación de
los niños más pequeños y a su socialización, en vez de garantizar que los equipos de
baloncesto femeninos reciban tantos fondos como los masculinos.
Y si usted es padre, nuestros estudios tienen implicaciones sobre su manera de educar
a sus hijos. Estamos convencidos de que invertir en aumentar la autoconfianza de
nuestras hijas se parece mucho a invertir en la jubilación. Exponer a nuestras hijas a
entornos cada vez más competitivos, mientras van creciendo, y cuanto antes mejor,
resulta crítico. Esta exposición es particularmente importante cuando están en la
pubertad: los estudios han mostrado que muchas chicas pierden su confianza cuando se
enfrentan a una competencia dura en esos años.
Cuando los niños están en la escuela, la brecha entre géneros puede manifestarse a
pesar de que sus padres sean los más diligentes. Nuestro trabajo ha demostrado que esa
brecha es profunda y empieza a una edad temprana.7 Los educadores y los padres
deberían incrementar su nivel de concienciación para no hacer diferencias entre sexos,
cuando los niños son pequeños, así como tomar medidas para combatirlas. No hay que
ser tímido en animar a los niños, y en particular a las niñas, a ser competitivas. Los padres,
los profesores, y cualquiera que trabaje con niños debe comprender que en realidad es la
socialización y no solo la biología la que determina los resultados competitivos. Nada está
ya escrito sobre ser bueno en matemáticas, jugar con muñecas rosas o camiones negros,
competir en la escuela, en deporte o en cualquier otra cosa. Si cambiamos la forma en que
los niños son socializados para reaccionar a determinados incentivos, cambiaremos su
mundo.
Una posible fórmula milagrosa que ha sido propuesta para modificar completamente
la socialización de chicos y chicas es el retorno a las escuelas separadas por género. Este
regreso a nuestras raíces puritanas para fortalecer la competitividad femenina puede
parecer extraño, pero a nivel intuitivo la idea tiene sentido. La investigación demuestra
que, después de todo, los chicos siguen recibiendo más atención por parte de sus maestros
que las chicas.

En último lugar, es importante decir que a pesar de que la capacidad para competir es
importante, no es la llave de la felicidad. No encontramos la paz en lo que poseemos o en
nuestros títulos sino en la vida que vivimos como ciudadanos, padres y vecinos. Nuestro
deseo personal, es, por encima de cualquier otro, que nuestras hijas (y todo el mundo en
general) aprendan esta lección.
En los dos capítulos siguientes, extenderemos el debate sobre la desigualdad a algo
mucho más amplio —la educación en general— y averiguaremos cómo cuando los
incentivos se aplican correctamente, pueden ayudar a reducir las desigualdades entre los
estudiantes ricos y los pobres.

1 Garret Hardin, «The Tragedy of the Commons», Science 162 (1968): 1243-48.

2 Hemos tomado este tipo de manipulación del encuadre de nuestro amigo James Andreoni, que fue famoso por los
cambios que introdujo en el juego de los bienes públicos.

3 Linda Babcock y Sara Laschever, Women Don’t Ask: The High Cost of Avoiding Negotiation-and Positive Strategies
for Change (Bantam, Nueva York, 2007).

4 Ver Andreas Grandt y John A. List , «Do Women avoid Salary Negotiations? Evidence from a Large-Scale Natural
Field Experiment», NBER, 2012.

5 «Best Companies for Women’s Enhancement», Working Mother, http://www.workingmother.com/best-


companies/deloitte-3 (último acceso, el 26 de marzo de 2013).
6 Ver Richard A. Lippa, Gender, Nature and Nurture (Laurence Erlbaum Associates, Mahwah, NJ, 2005).

7 Steffen Andersen, Seda Ertac, Uri Gneezy, John A. List y Sandra Maximiano, «Gender, Competitiveness and
Socialization at a Young Age: Evidence from a Matrilineal and a Patriarchal Society», que se publicará
próximamente en The Review of Economics and Statistics.
4

¿Cómo pueden ayudarnos los medallistas


de plata tristes y los felices medallistas de
bronce
a reducir las diferencias en el rendimiento?
La educación pública: un problema
de 627.000 millones de dólares

Hasta el momento, hemos aprendido lo importante que resulta comprender las razones
por las que las personas se comportan como lo hacen. Hemos aprendido que los
incentivos son tramposos y que pueden estallarnos en las manos si no entendemos las
motivaciones de la gente. También hemos aprendido que las mujeres responderán con
tanta fuerza a los incentivos competitivos como lo hacen los hombres, siempre que su
entorno no dicte que deben hacer lo contrario.
En este capítulo y el siguiente, mostraremos cómo los experimentos de campo ayudan
a profundizar nuestro conocimiento sobre uno de los problemas más difíciles de la
sociedad: la educación de los niños. Solo en Estados Unidos se gastan 600.000 millones de
dólares anuales en la educación pública primaria y secundaria. Con 54,7 millones de
estudiantes, eso supone un gasto medio de 11.467 dólares por estudiante, con unos
resultados no demasiado espectaculares.
Podemos revertir el declive que durante décadas ha aquejado a nuestro sistema
educativo, convirtiendo nuestras escuelas en laboratorios de innovación. De ese modo,
aprenderemos junto a nuestros hijos: aprenderemos lo que funciona y lo que no y por
qué, y los niños podrán incorporar herramientas que les permitan tener éxito en la vida. A
través de la lente de los experimentos de campo mostraremos que las escuelas pueden
utilizarse para educar a nuestros hijos de forma eficaz, al mismo tiempo que sirven como
espacio educativo útil para aquellos adultos a los que les preocupa la educación.

Una tarde, a principios del otoño, nuestro investigador adjunto, Joe Seidel, visitó la
escuela primaria Wentworth en Chicago South Side. Joe estaba hablando con los
administradores del centro sobre un proyecto que teníamos en marcha. Mientras bajaba
por una escalera, escuchó un disparo. Pensó que había sonado como si alguien hubiera
tirado al suelo un montón de libros, pero el sonido se repitió varias veces. Se detuvo y
miró la cara de una profesora por el hueco de la escalera. Sus ojos estaban muy abiertos y
su cara, blanca. Joe nunca había oído el sonido de un disparo pero era evidente que ella sí.
Unos segundos más tarde, una voz anunció por el sistema de megafonía que la escuela
quedaba en confinamiento. Durante la hora siguiente, la policía se dedicó a reunir pruebas
e interrogar a los testigos en el exterior, mientras en el interior las clases seguían como si
nada hubiera sucedido. Con disparos o sin ellos, seguían teniendo que dar clase sobre el
periodo anterior a la guerra, introducción al álgebra y la estructura en párrafos. ¿Cómo
podían los estudiantes prestar atención en esas circunstancias?
Para muchos estudiantes en zonas pobres de Estados Unidos, obtener una educación
pública apropiada es más cuestión de suerte que otra cosa. Este hecho no es únicamente
trágico sino terriblemente irónico, dado que Estados Unidos es uno de los países más
prósperos del mundo. A pesar del golpe recibido por la crisis financiera de 2008 y la
recesión subsiguiente, Estados Unidos todavía ocupa las primeras posiciones en los
rankings que miden los datos económicos básicos: esperanza de vida, nivel de renta,
calidad del sistema sanitario y número de electrodomésticos y dispositivos tecnológicos
que facilitan la vida y el ocio de las personas.
El hecho de que esta prosperidad histórica haya venido de la mano de logros sin
precedentes en la educación no es una coincidencia. Cuando Thomas Jefferson abogó por
un sistema educativo público en el nacimiento de la nación, el objetivo era que todos los
estadounidenses recibieran una educación secundaria de calidad. Cuando el sistema
educativo empezó a tomar forma, en la segunda mitad del siglo diecinueve, los
legisladores estadounidenses habían hecho una apuesta ganadora para la mejora en la
calidad de la educación. Durante décadas, las escuelas primarias estadounidenses fueron
tan impresionantes como los institutos y las universidades. De hecho, estas últimas siguen
siendo la envidia del mundo entero, y hoy miles de estudiantes no estadounidenses llegan
a sus aulas para estudiar una carrera, obtener un máster o un doctorado.
Sin embargo, durante las últimas décadas, Estados Unidos ha desarrollado dos sistemas
educativos a nivel de primaria: uno para los que tienen y otro para los que no. Aquellos
estudiantes cuyos padres pueden pagar para enviarlos a escuelas de secundaria
generosamente dotadas reciben una educación competente (los que tienen), los que no
gozan de tanta suerte acaban a menudo en escuelas donde hay tiroteos y donde la mitad
de los estudiantes no llegan a graduarse (los que no tienen). Las tasas de abandono para
los estadounidenses de renta baja cuadruplican las de los estadounidenses de renta alta.
Por ejemplo, en 2008, un 2 por ciento de los estudiantes con un nivel de renta elevado
abandonaron, frente al 9 por ciento de los estudiantes de renta baja. Y las tasas de
abandono en las escuelas de las zonas urbanas deprimidas sobrepasan el 50 por ciento.
Los contribuyentes estadounidenses continúan aportando ingentes recursos al sistema
de educación público. El país está en quinta posición a nivel mundial en lo que se refiere al
gasto por alumno. A pesar de este nivel de inversión, el sistema de educación primaria es
duro para muchos niños. Los alumnos de catorce años de noveno grado en las escuelas
públicas de Chicago o Nueva York tienen las mismas habilidades lectoras que los de
tercero o cuarto grado, con ocho años, provenientes del sistema educativo de primer nivel.
Los resultados en lectura, matemáticas y ciencias en Estados Unidos ya no están entre las
diez primeras posiciones del mundo. De hecho, en lo que se refiere a gramática básica y
matemáticas de bachillerato, el nivel de Estados Unidos es considerado, como mucho,
mediocre. El sistema ha empeorado tanto que la tasa de graduación de bachilleres en
Estados Unidos está cerca de la de México o Turquía, países que gastan mucho menos en
educar a sus jóvenes.
Obviamente, hay algo que no funciona con la educación en las ciudades
estadounidenses. Los muchos esfuerzos para corregir este problema a través de nuevas
leyes —desde la resolución de 1954 del Tribunal Supremo en el caso de Brown vs. Consejo
de Educación hasta la legislación No child left behind (ningún niño dejado de lado), de
2001— solo han conseguido maquillar el problema. ¿Qué políticas nos quedan por
probar? ¿Podemos utilizar el dinero en rediseñar los incentivos que hay en el sistema para
obtener mejores resultados?

¿Qué funciona en la educación?


Empezamos a lidiar con estos temas cuando Ron Huberman, que en ese momento estaba
en sus primeros años como CEO en la Chicago Public Schools (Organización de las
escuelas públicas de Chicago) —y al que conoceremos con más profundidad en el capítulo
8— nos invitó a comer. Mientras hablábamos sobre cómo reducir la violencia juvenil y los
embarazos adolescentes en la ciudad, nos comentó que el gobierno federal estaba
considerando destinar millones de dólares para mejorar las escuelas de Chicago. Luego
nos hizo una pregunta simple: «¿Qué hago con ese dinero si finalmente lo recibo?»
No le respondimos. Claro que, como padres de niños que asistían a la escuela pública,
podíamos haber recomendado que ese dinero se gastara en incrementar la formación y los
salarios de los profesores. Quizás parte de él podría destinarse a un programa de
actividades extraescolares en algunos centros. Quizás podría dedicarse a contratar
mentores y tutores adicionales. Algunas de esas opciones habían sido probadas y algunas
habían demostrado ser positivas para mejorar los resultados de los estudiantes.
Sin embargo, Huberman buscaba una solución más profunda, más holística, que se
basara en datos sólidos que abordaran el enorme reto al que se enfrentaban las escuelas
públicas de Chicago. Queríamos asegurarnos de que si recibía el dinero del gobierno
federal, podría mantener la promesa que había hecho a la ciudad y gastarlo con sabiduría.
Él quería asegurarse de que podría ver efectos claros en lo que se hiciera.
Eso nos sonaba a música celestial. Le recordamos a Huberman la forma en que el
experimento de Louis Pasteur demostró el valor de las vacunas. En 1882, Louis Pasteur
convirtió a la mitad de un grupo de cincuenta ovejas en grupo de control y vacunó a la
otra mitad. Después, todos los animales recibieron una dosis letal de ántrax. Dos días
después de la inoculación, las veinticinco ovejas del grupo de control estaban muertas y
todas las que habían sido vacunadas seguían vivas y saludables, demostrando la teoría de
Pasteur. Aunque la idea que Huberman tenía en mente era menos dramática, entendió
rápidamente que su trabajo era «vacunar» a los chicos de las zonas deprimidas contra las
penurias de la violencia, la ignorancia y la pobreza.
Cuando analizan la educación, los economistas empiezan pensando en la manera en
que los distintos «inputs» o factores de influencia se combinan para lograr determinados
«outputs» o resultados (en la jerga, el término para eso es «función de la producción
educativa»). Por ejemplo, ¿qué inputs son necesarios para conseguir los outputs deseables
de buenas notas? En primer lugar podemos pensar en los distintos agentes que
intervienen. El esfuerzo del propio estudiante (un input) es obviamente un componente
crítico del proceso educativo, pero el esfuerzo de los profesores, los administradores de las
escuelas y los padres (otros inputs) también son cruciales. También nos interesa pensar en
la educación haciéndonos preguntas: ¿cómo logra la combinación de esfuerzos por parte del
estudiante, el profesor y los padres que se obtengan mejores resultados? ¿Qué combinación
de inputs da mejor nota en los exámenes, tasas de graduación más elevadas y permite
conseguir mejores empleos? Y ¿cuándo resulta el esfuerzo adicional de alumnos, padres y
profesores más efectivo? ¿En los años de guardería, en la escuela primaria o en secundaria?
Quizás usted piense que a estas alturas la gente que estudia el sistema educativo ya
sabrá cuál es la respuesta a estas preguntas. Después de todo, desde los tiempos de
Aristóteles, se ha debatido sobre la educación y Estados Unidos ha educado formalmente
a sus niños desde hace más de cien años. Sin embargo, la verdad es que nunca se han
utilizado de forma sistemática experimentos de campo en la educación para averiguar qué
es lo que funciona realmente, cómo y por qué lo hace. En resumen, no hemos conseguido
utilizar los miles de distritos escolares a lo largo y ancho de Estados Unidos como
laboratorios para crear una política educativa que se base en la ciencia más que en
conjeturas y anécdotas.

El microcosmos
Estados Unidos está lleno de prósperas ciudades industriales que han sido víctimas de la
deslocalización, el desempleo y, demasiado a menudo, la desesperación. Si se conduce a
través de ellas se ven depósitos de agua oxidados y fábricas cerradas, en la misma calle que
pequeñas casas con jardines abandonados y ventanas rotas mal reparadas. Más allá de las
vías del tren pueden verse tiendas clausuradas y casas embargadas llenas de grafitis. Si
giramos por la calle principal, observaremos a dos hombres de mediana edad sentados
sobre cajas de leche, pasando el día con la ayuda de lo que sea que hay escondido en las
bolsas marrones que tienen en las manos. Resulta difícil no pensar que en tiempos
mejores quizás ganaban un sueldo digno en un buen trabajo, y quizás llegaban a sus casas
con ramos de flores para sus mujeres.
Chicago Heights, con una población de más de treinta mil personas, es una ciudad con
barrios así, y como tal, es un microcosmos de los problemas educativos más duros de
Estados Unidos. Una comunidad situada a 45 kilómetros al sur de Chicago, que tiene una
renta per cápita media inferior al umbral de pobreza. Si uno es un niño en ese lugar, es
muy probable que se vaya a menudo a la cama con hambre y que su padre o padres —o
madre de acogida, si ese es el caso— vivan con la angustia permanente de las facturas
impagadas, con todos los problemas que lo acompañan.
Tom Amadio, el empresario reconvertido a superintendente del Distrito 170 de
Chicago Heights, dirige un sistema en el que, señala, el 50 por ciento de los estudiantes
son hispanos y el 40 por ciento afroamericanos. Más del 90 por ciento proviene de
familias pobres, con subsidio alimentario; muchos vienen de hogares de acogida, y
muchos reciben comida gratuita o subvencionada. Como en el caso de otras escuelas de
ciudades deprimidas, aproximadamente el 50 por ciento de los estudiantes de secundaria
abandona antes de graduarse, muchos entre noveno y décimo grado (de catorce a dieciséis
años).
Amadio es un hombre apasionado, directo, con buen olfato para los negocios. Quizás
sea el único superintendente en todo el país, que fue, en su vida anterior, un exitoso
bróquer que vivía muy bien. Sin embargo, al contrario que el estereotipo del bróquer de
Wall Street, Amadio se preocupa mucho por el drama de los más desfavorecidos. Se
indigna cuando determinado tipo de gente afirma que esos niños son carne de cañón para
el fracaso. «Hay niños que la gente asume que no pueden triunfar, y no triunfarán», dice.
«¿Sabéis lo que les diría a las personas que quieren dejar las cosas como están? “Que te
den.” Dadme los mismos recursos que tienen algunos de los distritos ricos. Dad a mis
chicos una oportunidad para estar a la par.»
Cuando fue nombrado en 2006, Amadio afirmó ante el consejo escolar en términos
nada ambiguos que había que hacer algo en su distrito para cerrar la brecha entre pobres y
ricos, entre chicos de las áreas deprimidas y chicos de los mejores barrios. «Les dije:
“Escuchen, necesitamos ayuda con nuestros resultados académicos”», nos cuenta.
«Necesitamos algo drástico. Esto es Estados Unidos. Nuestros niños no deben abandonar
y crecer como si fueran obreros no cualificados. Hay obstáculos, pero el statu quo es
inaceptable.»
Las quejas de Amadio no cayeron en saco roto. Un cirujano ortopédico de Chicago
Heights, el doctor William Payne del Hospital Saint James, quiso ayudar. El doctor Payne
tenía un profundo sentido del orgullo comunitario. «Recibiré a los estudiantes de
secundaria en mi despacho y les preguntaré cuáles son sus sueños y aspiraciones» dijo. «El
padre de un estudiante tenía tres trabajos para mantener a su familia y ahorraba suficiente
dinero para que su hijo hiciera el bachillerato. Su hijo tenía buenas notas pero para su
padre no había posibilidad de mandarlo a una buena escuela, así que el chico estaba
varado en un instituto que se especializaba en recuperaciones. Era demasiado inteligente
para eso, pero no tenía elección porque su padre no sabía cómo conseguir financiación o
navegar por el sistema educativo. Entonces empecé a leer sobre la alta tasa de abandono
escolar en nuestra ciudad y me pregunté qué podía hacerse de forma distinta.»
Conocimos al doctor Payne en el otoño de 2007. Nos pidió que ayudáramos a los niños
de Chicago Heights; específicamente quería escuchar nuestras ideas para que los chicos no
abandonaran la escuela. Nos presentó a algunas figuras relevantes de la ciudad y comenzó
a forjar alianzas con la administración de las escuelas. Comenzamos con un objetivo
singular: mejorar la tasa de graduación entre los estudiantes de bachillerato de Chicago
Heights.

Ganar la lotería
Una de las razones por las que nos molestan tanto las tasas de abandono altas es porque
abandonar el colegio es como tirar un boleto ganador de la lotería: los datos nos dicen que
por cada año de escuela que un estudiante pierde, su capacidad económica disminuye
aproximadamente en un 12 por ciento. De hecho, el salario medio anual de los que
abandonaron antes de terminar el bachillerato en 2009 fue de 19.540 dólares, a comparar
con los 27.380 dólares de los que se graduaron.1 Si multiplicamos esa diferencia por veinte
años, obtendremos un total de 156.800 dólares. Eso es realmente un boleto ganador de la
lotería, un dinero suficiente para pagar al contado una casa en muchos lugares del país.
Por supuesto, la decisión es algo más compleja que escoger entre abandonar o ganar
suficiente dinero para comprar una casa, en parte porque la recompensa económica fruto
de la educación no se materializa hasta transcurridos unos años. La gratificación por todo
el trabajo duro se retrasa mucho tiempo. Muchos de nosotros no respondemos bien a los
premios a largo plazo: estamos mucho más interesados en las recompensas inmediatas.
Por esa razón hacemos el vago, no logramos ahorrar el dinero que sabemos que
necesitaremos al jubilarnos, comemos demasiado y no hacemos el suficiente ejercicio.
Los niños tienen esa tendencia acrecentada. ¿Se acuerda de cuando era pequeño y
estaba enfermo, y sus padres tenían que luchar y rogar para que se tragara cucharadas
llenas de un horrible remedio? No podía apreciar realmente el beneficio futuro de tomarse
el jarabe, pero conocía bien el coste inmediato de ponérselo en la boca. Por eso las
compañías farmacéuticas trabajan duramente para hacer que los medicamentos infantiles
sean agradables al paladar. (Piense por ejemplo en el Tylenol infantil con gusto a chicle.)
La incapacidad para pensar en los beneficios de futuras recompensas empeora cuando
los niños se acercan a la adolescencia. Los adolescentes tienen esa tendencia más acusada
que otros, quizás porque su cerebro aún no ha madurado.2 Dicho de otro modo, los
adolescentes pueden ser verdaderos adictos a la gratificación inmediata. No entienden en
absoluto el valor de invertir en su propio futuro. Desde ese punto de vista, abandonar
puede parecer en ocasiones una buena idea.
La situación se agrava por el hecho de que muchos padres no aprecian el valor de
educar a sus hijos con habilidades no cognitivas —la importancia de invertir en su propio
futuro; de ser paciente y formal; de trabajar bien en equipo—. Esas habilidades
demuestran ser valiosísimas más adelante en la vida, pero muchos padres las subestiman.
Así que imaginemos que usted es un adolescente pobre, con acné y lleno de hormonas
cuyo cerebro todavía está en construcción. Habita en una ciudad deprimida, como
Chicago Heights, y vive la vida al día. En lo único que piensa es en la satisfacción
inmediata: su vida después del lejano momento en que obtenga el título de bachillerato es
tan real para usted como la posibilidad de vivir en Marte. Quiere satisfacer sus
necesidades HOY. ¿Existe una manera de conectar su estado mental actual con
recompensas futuras?

¿Funcionan los sobornos?


Urail King era un alumno de noveno, de catorce años, negro, en la Bloom Trail High
School de Chicago Heights.3 Su madre, Theresa, no tenía el título de bachillerato. Urail
era dinámico, extravertido e inteligente pero la escuela tampoco era lo suyo. Sus notas
estaban entre el suspenso y el aprobado. No hacía trampa abiertamente pero tomaba
atajos: en lugar de leer Matar a un ruiseñor de principio a fin, trataba de responder a las
preguntas de un cuestionario leyendo en diagonal. Urail estaba al borde del abismo. Podía
escoger hacer un esfuerzo y acabar la escuela, o podía seguir una trayectoria mucho más
negativa.
Otro estudiante de noveno, Kevin Muncy, era un chico blanco, con el pelo castaño y
corto, que llevaba un pendiente con un brillante. Le encantaba el monopatín, los
videojuegos e inventar cosas. Era inteligente y creativo: impresionaba a las chicas con un
tatuaje que se había hecho a sí mismo con un aparato de su propia invención montado a
partir de un cepillo de dientes eléctrico y una cuerda de guitarra cortada. Su madre
trabajaba en la sección de panadería de un supermercado. Kevin prefería salir con sus
amigos que preocuparse por la escuela. En clase jugaba con un pequeño aparato que
guardaba bajo su pupitre e intentaba encontrar compañeros que lo ayudaran a hacer
trampa. A pesar de eso, Kevin quería terminar la escuela, pero sus notas, muy bajas, no
iban a llevarle demasiado lejos. Si no se graduaba, pensaba alistarse y obtener el GED
(General Education Diploma), equivalente a un grado formativo de ciclo superior,
mientras estuviera en el ejército.
¿Qué tipo de incentivo sería necesario para conseguir que estos dos proyectos de
fracasado tuvieran éxito en sus estudios? ¿Tendría sentido pagarles, a ellos o a sus padres,
para que trabajaran más? Antes de rechazar esta idea, reflexionemos sobre la forma en que
conseguimos normalmente que alguien haga lo que queremos. Para conseguir que la
gente recicle más o compre vehículos respetuosos con el medio ambiente, los premiamos
con incentivos económicos. ¿Podría ser que pagar a los estudiantes consiguiera que
obtuvieran mejores resultados?

Cuando presentamos la idea de pagar a los estudiantes por su rendimiento al consejo


escolar de Chicago Heights, fue acogida con algo muy parecido al desdén. Después de
todo, muchos adultos creen que los jóvenes deberían aprender por el placer de hacerlo.
Pero la cruda realidad es la siguiente: millones de niños en las escuelas públicas no lo ven
de ese modo. Como apuntamos en el consejo, los niños deberían ordenar sus
habitaciones, pero no lo hacen. Deberían lavarse los dientes y obedecer siempre a sus
padres, pero no lo hacen. Deberían comer fruta en lugar de galletas, pero no lo hacen. Y
deberían disfrutar aprendiendo, pero, a menudo, no lo hacen.
El realismo de nuestro argumento tocó la fibra sensible cuando un miembro del
consejo escolar citó una investigación mostrando que los incentivos extrínsecos, como el
dinero, pueden desplazar a los intrínsecos, como el placer de aprender y trabajar bien en
la escuela. (¿Les suena familiar? Estaba citando algunas de las investigaciones en
psicología y economía, incluyendo las nuestras, que discutimos en el capítulo 1.)
Estuvimos de acuerdo en la importancia de los incentivos intrínsecos y con el espíritu de
esas investigaciones pero replicamos inmediatamente que cuando no hay nada que
desplazar, el dinero puede ser la solución. Algunos miembros del consejo suspiraron,
porque al fin y al cabo, sabían que su distrito estaba en serias dificultades. Aceptaron, a
regañadientes, que estaban dispuestos a probar cualquier cosa que tuviera alguna
posibilidad de éxito.
Dado que los incentivos económicos en educación generan mucha controversia, aún
no se sabe con certeza cuál es la mejor manera de usarlos.4 Nuestra primera idea fue
cambiar los incentivos al corto plazo: más que pagar a los estudiantes por un buen trabajo
al final del semestre o del año académico, lo haríamos inmediatamente tras el resultado,
para satisfacer su deseo de gratificación inmediata. (Como ya hemos dicho, los
economistas que estudian el comportamiento han demostrado que mucha gente responde
de forma mucho más evidente a incentivos que se pagan más pronto que tarde.)
Nuestra segunda idea basada en el estudio del comportamiento fue utilizar una lotería
para pagar a los estudiantes. La lotería es una fantástica herramienta de prueba, porque los
seres humanos tienden a dar mucha importancia a los sucesos poco probables. Por
ejemplo, la probabilidad de ganar la lotería estatal Powerball es menor que uno en un
millón, pero a la gente le encanta jugar de todos modos, en parte porque creen que las
probabilidades son mejores de lo que en realidad son. (En realidad, es más fácil que te
alcance un rayo que ganar la lotería Powerball en la mayoría de los estados.) Creímos que
si podíamos ofrecer recompensas a través de una lotería donde los premios son grandes
aunque las posibilidades de obtenerlos son pocas, estas recompensas parecerían más
atractivas; los estudiantes quizás sobrevaloraran sus posibilidades de ganar la lotería, lo
que los induciría a trabajar con más ahínco.
La idea final era la de actuar sobre la «función de la producción» en la educación:
utilizar los incentivos para hacer que los padres se involucraran, y ver cómo su
participación afectaba al rendimiento de sus hijos. Pensamos que pagar a los padres no
solo funcionaría sino que nos diría cuál era la manera más eficaz para incrementar el nivel
de logro. Hacer que los padres se implicaran para ayudar a sus hijos también podía
beneficiar a los otros hermanos. Después de todo, los padres empiezan a trabajar con uno
de sus hijos, y resulta justo que hagan lo mismo con el resto.
Solo teníamos un problema, y era importante. Lanzar un experimento de campo para
probar estas ideas no iba a resultar fácil. Y supondría disponer de grandes sumas de
dinero que no poseíamos.

El regalo de Griffin
Por esa época —en primavera de 2008— recibimos una llamada providencial de una
pareja de filántropos, Keneth y Anne Griffin. Keneth Griffin es el fundador de Citadel,
uno de los fondos de cobertura más grandes del mundo, y tanto él como su mujer estaban
interesados en nuestra investigación. Estaban buscando ayuda para crear una fundación
benéfica, y nos preguntaron si podíamos encontrarnos con ellos y hablarles de nuestro
trabajo. No teníamos ni idea de cómo esa llamada iba a cambiar nuestras vidas.
Fuimos en coche hasta el edificio Citadel en el centro de Chicago, una torre gigante de
acero y cristal, con 130.000 metros cuadrados de espacio de oficinas, en el centro del
núcleo económico de la ciudad. Después de franquear el vestíbulo, con sus paredes de
mármol, entramos en el ascensor y pulsamos el botón del piso 37. Se nos taparon los
oídos. Estábamos un poco nerviosos. Las puertas del ascensor se abrieron y una simpática
recepcionista nos llevó hasta una sala de conferencias decorada con mucho gusto. Nos
ofreció café y esperamos.
Cuando los Griffin entraron en la habitación, nuestra primera impresión fue que
parecían una de esas maravillosas parejas cuyas fotos de boda encuentras en las páginas de
sociedad los domingos, en el New York Times. Kenneth, atractivo e incisivo, es un
emprendedor brillante; un producto de la escuela pública en la que aprendió todo sobre
los negocios sin salir de su habitación. Anne, francesa nativa que habla cinco idiomas, es,
como su marido, un producto de la escuela pública y su madre fue profesora.
No teníamos ni idea de dónde nos habíamos metido. La mayoría de los donantes ricos
y bienintencionados firman cuantiosos cheques para la investigación y, luego, hacen una
floritura con el bolígrafo diciendo algo como: «Puede contarme qué tal van las cosas en mi
próxima fiesta». Pero los Griffin eran distintos.
Empezamos con algunas teorías sobre psicología económica, resumimos por encima
nuestra investigación y comentamos nuestras ideas sobre qué tipo de incentivo podía
funcionar con los escolares de Chicago Heights. Mientras hablábamos sus ojos se
iluminaban.
A pesar de que unas horas del tiempo de los Griffin valen probablemente cientos de
miles de dólares, pasaron largo tiempo examinando nuestras ideas experimentales,
sorprendiéndonos con su conocimiento y capacidad de comprensión. «¿Por qué creen que
las personas sobrevaloran las probabilidades cuando son bajas?», nos preguntaron. «¿Por
qué creen que hay tanta gente joven que piensa que graduarse no es importante?» Tanto
Kenneth como Anne nos interrogaron y contribuyeron a nuestras ideas con sus propios
pensamientos. Como nosotros, querían que cualquier intervención que se nos ocurriera
tuviera la escala adecuada, estuviera bien asentada en el marco teórico y fuera eficaz desde
el punto de vista del coste.
Pronto los Griffin se convirtieron en nuestros únicos socios en la investigación. Creían
apasionadamente que podían contribuir a mejorar el sistema de educación pública en
Estados Unidos, entendiendo que hacerlo era la única forma de mejorar la vida de las
personas y la economía en general. Querían implicarse a fondo en intervenciones que
pudieran ayudar a los niños de los barrios pobres a superar la brecha educacional e
incrementar los estándares educativos estadounidenses en general.
Cuando dejamos la sala, estábamos convencidos de algo: si se hubieran decidido por
una carrera académica, tanto Kenneth como Anne serían investigadores como nosotros, si
no algo mejor. Nos marchamos con un sólido diseño experimental entre las manos y en
veinticuatro horas los Griffin nos habían hecho llegar los 400.000 dólares que
necesitábamos para iniciar el experimento.
Antes de que entráramos en la sala ese día, Ken y Anne sabían cómo querían cambiar
el mundo; fuimos suficientemente afortunados para aparecer en el momento adecuado en
el lugar preciso. De pronto entendimos cómo debió de sentirse Cristóbal Colón, cuando la
reina Isabel le dio los recursos para encontrar el nuevo mundo. No solo habíamos
encontrado donantes sino que teníamos dos nuevos amigos, y nuestros nuevos colegas
iban a ayudarnos a abordar uno de los problemas actuales más importantes de Estados
Unidos.

El viaje a las escuelas públicas


Un día, una consejera escolar de bachillerato, pelirroja, delgada y amable, llamó a Kevin
Muncy a su despacho. Su nombre era Sally Sadoff y en ese momento era uno de los cuatro
graduados que administraba el experimento.5 Cuando Kevin entró, Sally lo recibió con
una gran sonrisa. «¿Cómo va el comienzo en la nueva escuela?»
«Bien, es muy fácil.»
«¿Las clases son fáciles? Veamos qué dice el informe.»
Revisó las horribles notas de Kevin. «Bien, Kevin», preguntó Sally amablemente: «¿Qué
necesitas mejorar?»
«Todo.»
«Así que probablemente te gustaría saber qué puedes obtener a cambio de cumplir con
los nuevos objetivos mensuales: cero ausencias sin justificar, cero expulsiones de día,
aprobados en todas las materias. ¿De acuerdo?» Y empujó una carpeta hacia él.
Kevin abrió la carpeta. «¿50 dólares?»
Sally sonrió. «¡Y obtendrás 50 dólares cada mes mientras tus notas sigan siendo
buenas!»
«Así, pienso que mucha gente empezará a hacer los deberes.»
«Y tú ¿qué?»
Kevin empezó a soñar un poco. «¿Qué podría hacer con 50 dólares al mes? Podría
pagar mis monopatines. Conseguir patrocinadores y ropa hasta que me graduara.»
Cuando supo que había un incentivo, la madre de Kevin lo dobló: si conseguía que sus
notas estuvieran en el nivel adecuado, podría ganar 100 dólares al mes.
Pero había más incentivos y Sally les dio mucha importancia. De hecho, eliminamos
todas las barreras que pudimos encontrar. Al final de cada mes, durante los ocho meses de
programa, los chicos hacen cola en la escuela para obtener una pizza gratuita y su dinero.
Uno por uno son llamados a la mesa donde Sally y los otros investigadores revisan sus
notas y hablan con ellos. Si ellos (o sus padres, dependiendo de cuál sea el proyecto
experimental específico) han ganado el dinero, se marchan con una sonrisa, y no solo por
el dinero.
La lotería tipo bingo, llena de misterio, era aún más divertida. Cada mes, escribíamos
diez nombres. Si un estudiante que había cumplido con los objetivos ganaba, él o ella (o
sus padres, en función del trato) se llevaba a casa el premio gordo: 500 dólares en efectivo
(así como un falso cheque de gran tamaño, al estilo de los entregados por el cómico
televisivo Ed McMahon), y también un viaje de vuelta a casa con chófer, en una limusina
Hummer blanca, con asientos de cuero y luces interiores verdes, consolas de televisión,
compartimentos con hielo y todo tipo de adornos. Cuando Urail King vio la limusina, se
volvió loco. «¡Oh, Dios mío!», chilló. «¡Esto es increíble! ¡Oh sí, sí, todas mis notas van a
ser un sobresaliente! ¡Llévame a casa, Jenkins!»
Si los chicos no conseguían los objetivos mensuales, Sally y el resto de los
investigadores les hacían sugerencias sobre cómo lograrlo. Los investigadores incluso
llamaban a los alumnos a lo largo del mes, para ver cómo les iba con las clases. Y, por
supuesto, los padres animaban a sus hijos y también trabajaban junto a ellos. Después de
todo, ¿quién no querría que su hijo ganara el premio gordo?
¿Cómo respondieron los estudiantes y sus padres a estos caros incentivos? Dado que el
cerebro de los adolescentes funciona («Quiero lo que quiero y lo quiero AHORA»), ¿era
demasiado pedirles que esperaran a final de mes para recibir su recompensa?
Los resultados globales mostraron interesantes cambios a mejor.6 Estimamos que el
programa había ayudado a aproximadamente cincuenta estudiantes que estaban al borde
del fracaso de los cuatrocientos que participaron en el grupo experimental para alcanzar
los objetivos de noveno curso. Calculamos que el programa había incrementado los
resultados en un 40 por ciento entre los estudiantes que estaban a punto de abandonar.
Por suerte, los estudiantes continuaron trabajando mejor que sus compañeros que no
recibían incentivos cuando el programa terminó en su segundo año de secundaria. De
hecho, nuestras estimaciones sugieren que cuarenta chicos que en otras circunstancias
habrían abandonado iban a recibir sus diplomas gracias a nuestro programa. (También
descubrimos que el rendimiento de los estudiantes se incrementaba algo más si eran sus
padres y no ellos los que recibían la recompensa.)
Dado que cada año adicional de secundaria incrementa tanto los ingresos de toda la
vida, ofrecer a estos estudiantes un incentivo durante su primer año parecía una
intervención clara y rentable en términos de coste. Si se añade el hecho de que los chicos
pasaban su tiempo en la escuela, más que en las calles, el éxito del programa era todavía
mayor. Habíamos encontrado una forma de llegar a una porción de los chicos que están al
límite (pero solo a una porción).

Replantear el logro
Tom Amadio estaba impresionado con los resultados, pero hizo una pregunta sobre un
tema distinto, más allá de mantener a los chicos en la escuela. ¿Podíamos mejorar las notas
de los exámenes de sus estudiantes? Después de todo, las buenas notas abren puertas, y se
vinculan a los resultados futuros como los años de escolarización y los trabajos mejor
pagados. Los resultados de los exámenes también determinan los recursos que los distritos
escolares reciben del gobierno municipal y del estatal. Por desgracia, los estudiantes
pertenecientes a minorías no parecen estar al nivel de sus compañeros blancos en lo que
se refiere a los resultados en los exámenes. La brecha en el logro académico sigue siendo
enorme y persistente y las escuelas de los barrios marginales siguen fracasando en sus
intentos por cerrarla.
Para responder al reto lanzado por Amadio, decidimos hacer otra serie de
experimentos que concernían a siete mil estudiantes en gran número de escuelas bien
diferentes de Chicago y Chicago Heights. El experimento se hizo en las salas de
informática de las escuelas, donde los estudiantes hacían un examen estándar tres veces al
año.7
Para entender la premisa de nuestro experimento, imagine dos gimnastas en las
Olimpiadas de 2008 de pie en el podio con sus medallas. Ambas lidiando con intensos
sentimientos. A fin de cuentas ambas habían entrenado durante años para alcanzar este
momento, sacrificando la vida normal de una adolescente para conseguir una actuación
perfecta. Una de las dos sonríe ampliamente y la otra parece estar conteniendo las
lágrimas.
¿Cuál cree que ganó la plata y cuál el bronce?
Todos sabemos que la plata es mejor que el bronce, pero en este caso, el contexto lo es
todo. La medallista de plata había perdido el oro y estaba destrozada. Pero la medallista
que había obtenido el bronce había ganado un lugar en el podio por décimas, y estaba
eufórica.8
En los últimos cuarenta años, dos psicólogos —Daniel Kahneman y Amos Tversky—
han revolucionado nuestra comprensión sobre la importancia de las emociones humanas
como la sensibilidad al contexto en las elecciones que hacemos a diario. Una de las cosas
que estos dos «padres» de la economía del comportamiento han establecido es que la
manera en que el ser humano comprende el mundo tiene que ver con la forma en que
interpreta (o «formula») los sucesos. Dependiendo de cómo se formula algo cuando se
habla, se influye en el comportamiento de los demás de diversos modos. Un padre puede
decirle a su hijo: «Si no te comes esos guisantes, no crecerás alto y fuerte». (Esto es lo que
los conductistas conocen como «formular una pérdida» y que apunta a un castigo.) El
padre puede, sin embargo, expresar la misma cosa de forma más positiva y decir: «Si te
comes los guisantes crecerás alto y fuerte». (Esto se conoce como «formular una ganancia»
y supone la expresión de un beneficio o recompensa.)

Imagínese que es un niño de trece años, que llega a la sala de ordenadores de la escuela
para pasar un examen estandarizado. Es un bonito día de otoño, y está nervioso, tiene un
poco de hambre y todo lo que tiene en la cabeza es la última partida que ha jugado en su
videojuego favorito y la chica guapa que se sienta en el pupitre detrás del suyo. Quisiera
estar en cualquier lugar menos en esa estúpida sala haciendo ese estúpido examen.
Entra el coordinador de evaluaciones de la escuela, el señor Belville, que pide atención
a todo el mundo. (El señor Belville es también el coordinador de lectura de la escuela y el
jefe del departamento de tecnología; un administrador sobrecualificado y absolutamente
dedicado que hace que la escuela funcione con una sola mano.) Conseguir que los
estudiantes se callen lleva un minuto, pero finalmente se calman.
«Hoy», anuncia el señor Belville, «vais a pasar el siguiente nivel de los exámenes
estandarizados que hicisteis en primavera. Pero esta vez lo haremos de forma distinta. Si
vuestros resultados de hoy son mejores de lo que lo fueron entonces, tendréis una
recompensa de 20 dólares».
Sus ojos se abren como platos. Como los de todo el mundo. «¡Fantástico!», grita
alguien. De repente todos empiezan a hablar. El señor Belville pide silencio
inmediatamente.
«Ahora, antes de empezar el examen, voy a entregar a cada uno un billete de 20
dólares», continúa diciendo. «Quiero que me firméis un recibo confirmando que habéis
recibido el dinero. En el recibo, quiero que escribáis lo que vais a hacer con él. Tendréis el
billete en la mesa durante todo el examen. Recordad que podréis quedaros con él si
vuestro resultado es mejor que el anterior. Si no lo es perderéis el dinero.» Reparte los
recibos y los billetes.
Usted cumple con lo que le han pedido, pone su nombre en el recibo y piensa sobre lo
que hará con los 20 dólares, que le gustaría ahorrar para comprar un monopatín. Escribe
su sueño en el formulario y luego coloca el billete de 20 dólares a la derecha del teclado,
delante del ratón del ordenador. «Son mis nuevas ruedas», piensa. Y se imagina entrando
en la tienda de monopatines y mostrando su dinero.
El señor Belville vuelve al frente de la sala, interrumpiendo su sueño. «Empezaremos el
examen en dos minutos. Por favor, registraos en los ordenadores.»
Así lo hace y el reloj se pone en marcha. Usted mira la manecilla de los minutos.
Quiere comenzar ya.
«¿Listos? ¡Empezad!»
Cuando tenía que hacer este tipo de examen en el pasado, lo hacía sin prestar atención
porque realmente no le importaba: pensaba que era bastante absurdo y dejaba varias
preguntas en blanco. Pero en esta ocasión, con su billete de 20 dólares delante de usted, se
toma su tiempo. Algunas preguntas se le resisten pero en vez de probar suerte y pasar a la
siguiente, empieza a pensar cuál será la mejor respuesta.
Al final de la hora, el señor Belville anuncia que el examen ha terminado. Usted
contesta a la última pregunta y pulsa el botón «ENVIAR». Casi inmediatamente, su
resultado se muestra en la pantalla del ordenador del profesor. Cuando toda la clase ha
terminado, todos pueden ver sus resultados comparados con los del examen de
primavera.
¿Cómo ha ido?
En este experimento de campo dividimos a los estudiantes en cinco grupos. Como ya
hemos explicado antes, los chicos de uno de los grupos recibían un billete de 20 dólares y
se les decía que, si no mejoraban el resultado de su examen anterior, perderían el dinero.
Este sería el que más arriba describíamos como el grupo «de pérdida»: los chicos tenían
los 20 dólares y lucharon para no perderlos, tratando de obtener los resultados deseados.
Al grupo de comparación, el de «ganancia», se le dijo que recibiría 20 dólares al
terminar el examen si mejoraban los resultados respecto de los anteriores, pero no se les
dio el billete antes. Al no tenerlo delante durante todo el examen, lucharon para ganarlo.
A un tercer grupo se le dijo que si mejoraban sus resultados anteriores se les darían 20
dólares pero no hasta transcurrido un mes del examen. Un cuarto grupo recibía un trofeo
de 3 dólares si sus notas mejoraban. Y, como siempre en nuestros experimentos, había un
grupo de control al que no se ofreció recompensa alguna, aunque sí se les animó a tratar
de mejorar.
Nuestros incentivos tuvieron un profundo impacto. Los resultados globales mejoraron
entre cinco y diez puntos porcentuales en una escala de cien puntos, haciendo que los
estudiantes partieran de una posición más equilibrada respecto de otros chicos de barrios
residenciales con mayores recursos. Era una mejora impresionante. A pesar de que los
estudiantes no supieran que habría un incentivo hasta que el examen comenzó, mejoraron
de forma notable. Así se demostraba que una parte importante de la brecha racial en los
resultados académicos no es debida a una falta de conocimiento o de capacidad, sino a la
motivación de los estudiantes cuando hacen sus exámenes.
Este resultado resaltó la importancia de comprender aquello que motiva a los
estudiantes; aunque no tenían interés en el examen en sí, sus notas se dispararon debido a
los incentivos económicos. (Piense en lo que podría haber pasado si además de dichos
incentivos hubieran tenido tiempo para estudiar y preparar el examen.) El objetivo de este
experimento no era diseñar un esquema de incentivos para utilizarlo en otras escuelas. Lo
que buscábamos era una herramienta de diagnóstico que nos ayudara a comprender si la
diferencia de puntuación se debía a diferencias de conocimiento o a diferentes niveles de
esfuerzo en el momento de realizar el examen. La respuesta a esta pregunta podía
ayudarnos a diseñar intervenciones relevantes para reducir la brecha.
Dicho esto, los incentivos funcionaron de forma distinta para cada uno de los
diferentes grupos. Averiguamos que los estudiantes más mayores, en particular,
respondían bien al dinero, mientras que los más jóvenes preferían los trofeos que
ofrecimos a cambio. Ofrecer a un estudiante de segundo, tercero o cuarto (de ocho a diez
años) un trofeo de 3 dólares antes del examen, mejoraba su rendimiento en doce puntos
porcentuales. El efecto era importante, similar al impacto de reducir el tamaño de la clase
en un tercio o incrementar la calidad académica del profesor en un tercio. Este es un punto
importante, como ya dijimos en el capítulo 1. Los incentivos no tienen por qué darse en
forma de billetes. En algunas situaciones, y para algunas personas, un trofeo (o flores, o
chocolate, o lo que se nos ocurra) puede ser igualmente interesante.
Tal como esperábamos, dar a los estudiantes el premio antes de la prueba —y
amenazando con recuperarlo si sus resultados no mejoraban— hacía subir las notas
mucho más que si prometíamos darles el dinero después. Una vez más, parecía que
formular algo diciendo «tú decides si lo pierdes» funcionaba mejor que decir «puedes
ganarlo, pero eso será después». Para entender esto debemos ponernos en la piel de un
estudiante. Si se nos ofrece una recompensa económica por mejorar nuestros resultados,
estos serán más altos si, incluso antes de hacer el examen, ya estamos pensando en
comprar esas ruedas nuevas para nuestro monopatín. Para los niños y los adolescentes, en
el mundo solo existe el presente; nuestro experimento nos ayudó a comprender qué es lo
que realmente los motiva.

Obviamente, todo lo que habíamos logrado con el experimento había sido convencer a los
estudiantes para que se esforzaran un poco más. Pero estábamos preocupados. ¿Qué
pasaría si con el tiempo, los incentivos perdían su efecto en el comportamiento? Es decir,
pensábamos que podíamos hacer que los estudiantes se esforzaran unas cuantas veces
pero nos preguntábamos si, eventualmente, los incentivos perderían su impacto en el
comportamiento. O, por el contrario, ¿se esforzarían los chicos únicamente cuando se les
ofreciera el incentivo? ¿Abandonarían si no había un billete de 20 dólares en juego?
Muchas veces escuchamos las preocupaciones de los educadores, padres y legisladores
sobre el hecho de que si bien los incentivos económicos pueden producir mejoras a corto
plazo, los chicos pueden salir perjudicados en el largo plazo; pueden dejar de hacer
esfuerzo alguno si no obtienen compensación a cambio.9 De hecho, no hallamos
evidencia alguna de que las recompensas puntuales perjudicaran los resultados en futuros
exámenes. De todos modos, como esperábamos, los incentivos puntuales tampoco
llevaban a ganancias duraderas en el aprendizaje. Nuestro simple experimento de corto
plazo mostró, sin embargo, que los niños eran más capaces de lo que uno podía haber
pensado a priori, usando el enfoque estándar de los exámenes.
El paso siguiente era, por supuesto, llevar más lejos nuestras intervenciones en la
psicología económica. ¿Qué pasaría si los estudiantes fueran recompensados
semanalmente durante todo un semestre por algo como la lectura fuera del aula? Así que
lanzamos otro estudio que ofrecía a los estudiantes de siete escuelas 2 dólares (o un
incentivo no monetario de valor similar) por cada libro que leyeran a lo largo de un
semestre. Controlábamos sus lecturas dejando que se conectaran a un programa en línea
llamado Accelerated Reader (El lector acelerado), que contiene cuestionarios cortos sobre
prácticamente cualquier libro que los estudiantes puedan leer. Los cuestionarios no son
difíciles pero resulta complejo acertar las respuestas si no se ha leído el libro. Decidimos
que si un estudiante respondía bien al 80 por ciento o más del cuestionario referido a un
libro, podría recibir el premio, que se daba semanalmente. Como en el estudio anterior,
comparamos el resultado de dar el incentivo a los estudiantes al principio de la semana o
al final de la misma. En ambos casos la tasa de lectura se incrementó en un 37 por ciento.
La lectura extra no tuvo impacto alguno en el resultado de los exámenes.

¿Puede la misma idea funcionar con los profesores?


Por supuesto, los estudiantes no aprenden en el vacío. Necesitábamos saber si ofrecer
incentivos a los profesores también funcionaría. Al fin y al cabo resulta difícil llevar una
clase cuando los estudiantes son indisciplinados o indiferentes, están asustados,
hambrientos o ausentes. Y aún resulta más descorazonador trabajar duro y enfrentarse al
hecho de que muchos de tus estudiantes de noveno leen como si estuvieran en cuarto, y
que casi la mitad de los alumnos del aula nunca llegarán a graduarse.
Una de las grandes críticas que se hacen a la educación pública (y a otras instituciones
públicas) es la falta de retribución variable. En muchas empresas privadas, los salarios se
basan en el rendimiento. Digamos que obtiene una licenciatura en Dirección de Empresas
y quiere dedicarse a las ventas. Cuando consigue un trabajo, en general, tiene un salario
base y un incentivo en forma de bono. Si su rendimiento durante el primer año es bueno,
recibirá beneficios adicionales o incluso puede ser promocionado. También existen otros
incentivos: si forma parte de un equipo de ventas y su grupo vende más de lo previsto,
consigue un bono de equipo. Y si su compañía globalmente obtiene buenos resultados,
quizás haya un extra más en su nómina.
Pero si es profesor en una escuela pública (o trabaja para el sector público en general),
difícilmente tendrá esos incentivos. Tres son los factores que determinan su sueldo como
profesor: su categoría profesional, sus títulos de posgrado y su antigüedad. Y nada más. Si
permanece en el puesto el tiempo suficiente, obtendrá un mayor salario, sea una estrella o
un desastre.
Una de las principales razones por las que no sabemos cómo funcionan los sistemas de
incentivos es que los sindicatos de profesores son reacios a adoptar esquemas de pago por
rendimiento. Eso tocó la fibra de Ron Huberman cuando le explicamos nuestra idea
inicialmente. Le hablamos sobre nuestros proyectos para incentivar a los profesores de las
escuelas públicas de Chicago. Dependiendo de lo bien que lo hicieran, los profesores
podían llegar a obtener hasta 8.000 dólares adicionales a sus salarios. Pero el sindicato de
profesores lo impidió. «No. Rotundamente no», nos dijeron. «No podemos imaginar que
algo así funcione.» Incluso cuando Ron Huberman trató de persuadirlos para que nos
permitieran poner en marcha uno de nuestros experimentos, lo rechazaron.
Pero aún contábamos con Tom Amadio, el inconformista de Chicago Heights, en
nuestro equipo. Con su capacidad de persuasión, llegamos a un acuerdo con el sindicato
de profesores de esa localidad. Afortunadamente, esos profesores estaban dispuestos a
probar lo que fuera con tal de ayudar a sus alumnos.
Ofrecimos a más de ciento cincuenta profesores de Chicago Heights la posibilidad de
ganar un bono extra.10 En el primer caso, cada profesor de forma individual podía lograr
hasta 8.000 dólares de bono; en el segundo, los profesores, trabajando en equipos de dos
se repartían el bono (la idea era que enseñar en equipo les permitiría compartir la
planificación de las clases e ideas). También aplicamos la misma formulación ganancia
—versus-pérdida, las motivaciones de la zanahoria y el palo que habíamos utilizado con
los estudiantes en las salas de ordenadores. Extendimos cheques por 4.000 dólares (la
recompensa media) para algunos profesores, antes de que empezara el año escolar,
estipulando que deberían devolver todo, o parte de ese dinero si el rendimiento de los
estudiantes no mejoraba. También extendimos cheques de 4.000 dólares para algunos de
los profesores que iban a trabajar en equipos de dos, con las mismas premisas. (Dado que
el salario medio de un profesor en Chicago Heights está en torno a los 64.000 dólares,11 el
extra de 4.000 dólares era una cantidad considerable. Imagínese a sí mismo disponiendo
de ese dinero extra en septiembre, y teniendo que devolverlo en junio. Sin presiones, por
supuesto.)
Nuestros resultados mostraron que cuando los profesores sentían la amenaza de
perder recompensas que ya habían recibido, los resultados en matemáticas de los
estudiantes mejoraban en seis puntos porcentuales y los de lectura, en dos puntos
porcentuales. Ese tipo de incentivo parecía funcionar especialmente bien cuando los
profesores trabajaban en equipo. Globalmente, el resultado de sus estudiantes mejoró
entre cuatro y seis puntos porcentuales.
Este resultado era absolutamente sorprendente. Poniéndolo en perspectiva: si los
estudiantes de renta baja, pertenecientes a una minoría de Chicago Heights, podían
repetir el porcentaje de mejora por cada año de escuela primaria, estarían cerca de cerrar
absolutamente la brecha entre sus resultados y el de los niños blancos con más recursos de
los barrios residenciales.

Cerrando el círculo: incentivar a todos los


implicados
Una vez conocida la manera de incentivar a padres, estudiantes y profesores por separado,
necesitábamos descubrir qué ocurriría si los tres colectivos trabajaban conjuntamente
para mejorar el rendimiento de los estudiantes. ¿Llevaría el esfuerzo combinado a mejoras
en las notas obtenidas por los estudiantes en los exámenes, a aumentar el número de
personas que se graduaban y a mejorar los resultados en el trabajo? ¿Conseguiría ese tipo
de cooperación subir las notas hasta el máximo nivel? Uno pensaría que sí, al menos a
nivel intuitivo. Pero la evidencia empírica era escasa.
Para saber más al respecto, lanzamos otro experimento en Chicago Heights. El
experimento implicaba a las escuelas primarias que estaban en riesgo de no cumplir con
los estándares a nivel estatal.12 Trabajamos conjuntamente con 23 tutores de matemáticas
y lectura que trabajaron a su vez con 581 alumnos de escuelas K-8, que tienen estudiantes
desde la guardería hasta octavo, organizados en grupos más pequeños durante un periodo
de cien días. Los grupos consideraban respectivamente un incentivo únicamente para el
profesor, uno solo para el estudiante, uno solo para los padres, uno para padres y
estudiantes y el último para los tres: es decir, padres, estudiantes y el tutor.
Realizamos una valoración de los estudiantes cada dos meses, y si cumplían con todos
nuestros estándares de mejora, le dábamos una recompensa de 90 dólares a cada uno. En
otro escenario, los estudiantes, los padres y los profesores compartían el incentivo,
recibiendo 30 dólares cada uno. Cuando el premio se dividía entre alumnos y padres, cada
uno recibía 45 dólares. Pagábamos a los estudiantes que llegaban al nivel inmediatamente,
una vez habían terminado su examen.
Como en el resto de los experimentos llevados a cabo en escuelas, los estudiantes
tenían muchas ganas de participar. Pero dado que el estudio solo consideraba aptos a
niños que estaban fracasando, otros estudiantes se sintieron decepcionados. (Alguien nos
explicó, como anécdota, que algunos niños estaban valorando la posibilidad de sacar
malas notas en sus exámenes para poder participar. Esa información era preocupante,
pero dice algo sobre el poder de los incentivos para cambiar el comportamiento de los
alumnos.)
También queríamos dar a los padres una herramienta para ayudar a sus hijos a
mejorar, así que al final de cada semana, los tutores crearon unos deberes que los alumnos
debían trabajar con sus padres. Una vez hechas las valoraciones, los padres acudían a las
fiestas de la pizza que tenían lugar en la escuela. Revisábamos con cada uno de ellos el
rendimiento de sus hijos, pagábamos a los que habían cumplido y nos asegurábamos de
que sabían que el programa de incentivos continuaba activo.
Nos dimos cuenta de que cuando dividíamos el incentivo en tres recompensas de
menor cuantía, 30 dólares, las mejoras eran relativamente pequeñas. Aunque todos
recibían un incentivo por hacer más, no había impacto. En cambio, pagar 90 dólares a una
sola persona resultaba bastante efectivo. Curiosamente, no importaba demasiado si los 90
dólares servían para pagar a los estudiantes, los tutores o los padres; mientras uno de ellos
recibiera la recompensa, el incentivo funcionaba bien. A pesar de que, claramente, se
necesita todo un equipo de gente para educar a un niño, nos dimos cuenta de que un
incentivo mayor dirigido solo a uno de los participantes generaba un mayor impacto.
¿Y los resultados de los alumnos? Las puntuaciones se dispararon entre un 50 y un 100
por ciento, comparadas con los casos en que nadie recibía un incentivo. Si esos resultados
parecen increíbles es porque lo son: el incentivo era suficiente para transformar los
resultados de los exámenes de un alumno medio en Chicago Heights en el tipo de
puntuación que solo se ve en los distritos escolares residenciales.

Nuestras investigaciones sobre la educación pública nos habían mostrado la potencia que
tiene combinar los experimentos de campo con razonamientos económicos. Nos dimos
cuenta de que los niños realmente responden a las recompensas inmediatas, y de que la
amenaza de quitarles algo que ya tienen es más poderosa que pagarles más tarde, tanto en
el caso de los estudiantes como en el de los profesores. También nos dimos cuenta de que
la participación de los padres contribuye realmente, no solo en aprender a leer o a sumar,
sino en tomar conciencia de algunas habilidades no cognitivas como la paciencia y el
hecho de que lo que invertimos hoy nos da recompensas mayores el día de mañana.
Por el contrario, también aprendimos que las conductas de algunos niños,
especialmente la de los chicos en el instituto —Kevin Muncy, por ejemplo— son difíciles
de cambiar. Kevin ya no estaba comprometido cuando entró en la Bloom Trail High; y
finalmente suspendió todas las materias. Los chicos que están en el límite, como Urail, son
más fáciles de motivar por el dinero o la lotería. Las mejoras que vimos en los institutos
resultaban prometedoras —docenas de chicos que no lo hubieran hecho llegaron a
graduarse—, pero no eran extraordinarias. Los alumnos de los institutos no eran tan
fáciles de motivar como esperábamos.
Comprender esto nos hizo llegar a un punto importante: aunque ofreciéramos a los
chicos como Kevin un millón de dólares para resolver un difícil problema de matemáticas,
no podrían hacerlo. ¿Por qué? Porque cuando llegan a los catorce años, ya se inclinan
hacia un lado o hacia el otro. Ya han perdido oportunidades importantes de invertir en sí
mismos, lo que hace que sea difícil alcanzar altos niveles de competencia en algunas
materias. Ya han sido condicionados por sus experiencias más tempranas; los padres han
perdido gran parte de su influencia y su autoridad para utilizar herramientas coercitivas.
Y si llegados a ese punto, sus capacidades lectoras son las de un niño de tercero, hacer que
se despabilen es extremadamente difícil.
Si cuando llegan a noveno y tienen catorce o quince años, no han aprendido a
concentrarse en una lección, resolver problemas de forma individual o alejarse de los
conflictos, las posibilidades de éxito son escasas. Para chicos desconectados como Kevin,
probablemente resulte más apropiada una intervención más profunda.
Pensemos en ello de la siguiente manera: si le pedimos que resuelva una ecuación
lineal diferencial de segundo grado, y le prometemos que le pagaremos un millón de
dólares si lo consigue, ¿podría hacerlo? Si no está entrenado para resolver este tipo de
problema matemático, ni un incentivo de un millón de dólares logrará cambiar eso. Si no
se dispone de las herramientas, adquiridas durante largos años en una buena escuela, para
la resolución de problemas complejos, aplicar incentivos no supondrá ninguna diferencia.
Eso no significa que abandonemos a esos niños, sino todo lo contrario. Existe un
puesto de trabajo productivo para cada uno de nosotros en la cambiante economía de
nuestros tiempos. Pero es evidente que tenemos que seguir investigando para saber qué
ocurrirá si cambiamos la realidad de nuestros jóvenes. La educación infantil inicial tiene la
oportunidad de abrir para todos y cada uno de nosotros la puerta que lleva al nivel más
alto de la sociedad.
Para saber cómo continuamos trabajando, pasemos al siguiente capítulo.

1 Thomas D. Snyder y Sally A. Dillow, Digest of Education Statistics 2010 (Washington DC: US Department of
Education, National Center for Education Statistics, Institute of Education Sciences, 2011).

2 Ver Richard Knox, «The Teen Brain: It’s Just Not Grown Up Yet», National Public Radio, 1 de marzo de 2010,
http://www.npr.org/templates/story/story.php?storyId=124119468 Para obtener una visión fascinante del
funcionamiento del cerebro adolescente ver el programa de Frontline «Inside the Teenage Brain»,
http://www.pbs.org/wgbh/pages/frontline/shows/teenbrain

3 Nuestro amigo y colega Roland Fryer, coautor de alguno de los trabajos mencionados aquí, ha realizado un
importante esfuerzo para implementar incentivos económicos en las escuelas a lo largo y ancho de Estados Unidos.

4 Sally es en la actualidad profesora adjunta en la Universidad de California, San Diego.

5 Para conocer sus historias y saber más sobre el experimento, vean el cuarto episodio del documental de 2010
«Freakonomics» («Can You Bribe a Ninth Grader to Succeed?»). Nótese que en este documental, Urail King gana la
lotería y el paseo en la limusina: no queda claro que ese momento fue planteado como si fuera un sueño. A pesar de
que Urail no resultó elegido, mejoró sus notas lo suficiente para entrar en el sorteo. Para consultar el documento
académico en el que se ha basado este episodio ver Steven D. Levitt, John A. List y Sally Sadoff, «The Effect of
Performance-Based Incentives on Educational Achievement: Evidence from a Randomized Experiment», inédito,
2011.

6 Levitt, List y Sadoff, «The Effect of Performance-Based Incentives».

7 Steven D. Levitt, John A. List, Susanne Neckermann y Sally Sadoff, «The Behavioralist Goes to School: Leveraging
Behavioral Economics to Improve Educational Performance», Documento de trabajo 18165 NBER (junio de 2012).
8 Esta idea proviene de Victoria H. Medvec, Scott F. Madey y Thomas Gilovitch, «When Less is More:
Counterfactual Thinking and Satisfaction Among Olympic Medalists», Journal of Personality and Social Psychology
69 (1995): 603-610. http://psych.cornell.edu/sites/default/files/Medvec.Madey.Gilo.pdf

9 Uri Gneezy, Stephen Meier y Pedro Rey-Biel, «When and Why Incentives (Don’t) Work to Modify Behavior»,
Journal of Economic Perspectives 25, n.º 4 (2011): 191-210.

10 Ver Roland G. Fryer Jr., Steven D. Levitt, John A. List y Sally Sadoff, «Enhancing the Efficacy of Teacher
Incentives Through Loss Aversion: A Field Experiment», Documento de trabajo 18237 NBER (julio de 2012).

11 Ver Teacher Salary in Chicago Heights, IL, Indeed, http://www.indeed.com/salary/q-Teacher-l-Chicago-Heights,-


IL.html (último acceso, el 28 de marzo de 2013).

12 Ver John A. List, Jeffrey A. Livingston y Susanne Neckermann, «Harnessing Complimentarities in the Education
Production Function», Universidad de Chicago (fotocopias).
5

¿Cómo pueden los chicos pobres alcanzar


a los ricos en cuestión de meses?
Un viaje a la guardería

Uno de los programas más antiguos para resolver los problemas asociados a la pobreza
estructural en Estados Unidos es Head Start, que ayuda a millones de jóvenes desde su
fundación en 1965 como parte del proyecto «guerra a la pobreza» del presidente Lyndon
Johnson. Aunque el objetivo inicial de Head Start fue loable, el programa ha demostrado
ser mucho menos efectivo en lo que se refiere a ayudar a los chicos desfavorecidos de
cuatro años a desarrollar las habilidades cognitivas y sociales, de lo que se esperaba
inicialmente. A día de hoy, muchos son los académicos que han analizado en profundidad
el programa y han descubierto que presenta diversas deficiencias, fundamentalmente
porque los profesores tienen carencias importantes de formación y las madres, cuyos
salarios son muy bajos, tienen en menos de un 30 por ciento de los casos un diploma de
bachillerato.1 Otro problema tiene que ver con el hecho de que en lugar de ser gestionado
por el Departamento de Educación, Head Start se gestiona desde el Departamento de
Vivienda y Servicios Sociales —un organismo más enfocado a resolver los efectos de una
educación inadecuada que a mejorarla—. Sospechamos que si supieran toda la verdad,
muchos se preguntarían si Head Start aporta a los niños beneficios significativos.
Este hecho resulta muy decepcionante, especialmente si tomamos en consideración su
coste: el precio oficial de mantener a un niño en el programa Head Start durante un año es
de aproximadamente 22.600 dólares, mientras la guardería cuesta tan solo 9.500 dólares.
El periodista del Time, Joe Klein, se ha destacado en las críticas a Head Start: «No
podemos seguir permitiéndonos ser poco rigurosos en lo que gastamos en proyectos que
no resultan rentables, ya sea en subvencionar la industria petrolera o en el programa Head
Start».2 No podríamos estar más de acuerdo con él. La pregunta es: ¿qué sería más eficaz?
Una vez procesados los datos de los experimentos de campo de los que hablamos en el
capítulo 1, junto con nuestros colegas Steven Levitt y Roland Fryer de Harvard,
mantuvimos una conversación con Tom Amadio y con los Griffin. A pesar de que
habíamos detectado mejoras importantes entre los estudiantes de K-12, desde la guardería
hasta el bachillerato, con los que habíamos trabajado, no habíamos llegado a acertar de
pleno. Cuando llegábamos a ellos, en noveno por ejemplo, quizás podíamos ayudarlos a
obtener el título de bachillerato pero era poco probable que se convirtieran en ingenieros
prestigiosos; nuestra intervención llegaba demasiado tarde para lograr algo así.
Una alternativa es ayudar a los niños cuando son muy pequeños, lo que
potencialmente puede darles el impulso necesario al principio de su educación. Sin
embargo, la mejor manera de hacer esto al tiempo que se mantiene la integridad del
proceso científico era construir nuestras propias escuelas experimentales para conocer en
profundidad el proceso educacional, saber qué funciona, cuándo funciona mejor y por
qué.
Para académicos como nosotros, la idea de establecer escuelas propias para
comprender la educación infantil es como construir un nuevo laboratorio de
investigación desde cero. A pesar de que concluimos que esa era la forma más adecuada
de enfrentar un problema de tal envergadura,3 construir escuelas con ese fin nos suponía
un nuevo reto. La primera y quizás más importante parte de ese reto era conseguir los
recursos. Comprendimos rápidamente que el distrito escolar de Chicago Heights apenas
podía salir adelante. No disponía de recursos para los niños de preescolar, así que menos
aún para ocuparse de sus niños y los de las comunidades vecinas (lo que resultaba
necesario para obtener los tamaños de muestra que se necesitaban).
Una vez más, la Fundación Griffin mostró su generosidad, en esta ocasión con una
enorme aportación de 10 millones de dólares para trabajar con niños pequeños y con sus
padres. Había nacido Griffin Early Childhood Center (GECC). El proyecto GECC consiste
en dos guarderías en una de las áreas más pobres de Chicago, y es el corazón de uno de los
mayores experimentos de campo controlados sobre educación que jamás se haya llevado a
cabo.
Las escuelas GECC constituyen un experimento de campo integral, a largo plazo, para
comprender qué funciona y por qué con niños muy pequeños. Controlando el currículo y
el resto de los factores que condiciona la experiencia del aprendizaje, también podíamos
llevar a cabo diversos experimentos complementarios de menor entidad, para
comprender mejor por qué los resultados obtenidos eran los que eran. Las escuelas serían
nuestros laboratorios de investigación, donde descubriríamos cómo funciona la «función
de la producción en la educación» en el caso de niños muy pequeños.

Las escuelas GECC


Imaginemos dos guarderías privadas de vanguardia. La entrada de cada una de ellas está
adornada con carteles de todos los colores, césped perfectamente cortado y jardineras
llenas de flores. En el interior, alegres cuadros de casas y flores cubren las paredes pintadas
de amarillo brillante. Los libros de los niños se ordenan en las estanterías; juguetes, juegos
y material de dibujo llenan a rebosar las bandejas y cajas de plástico. Cada escuela tiene
cinco aulas, cinco profesores y cinco profesores ayudantes —un profesor por cada siete
estudiantes aproximadamente.
Aquí terminan los parecidos. Cuando se rasca la superficie, enseguida se observan
diferencias radicales. En una de las dos escuelas GECC, la que llamamos Tools of The
Mind (Herramientas de la mente), el currículo se basa en las habilidades sociales y el juego
estructurado. En ella los niños de preescolar aprenden a gestionar recompensas no
inmediatas. (Es muy probable que si uno es capaz de esperar por una recompensa, se
concentre más en la tarea y rinda mejor en conjunto.) En esta guardería, los niños tienen
distintos roles mientras trabajan y se mueven por la «ciudad» escuela. En la «panadería»,
una niña pequeña pretende vender magdalenas a un niño que ha elegido ser consumidor.
Otro niño hace ver que cuece pasteles en el horno de juguete. En la «escuela» un niño hace
de profesor y otros son alumnos. En el «consultorio médico», una enfermera y un doctor
visitan a un joven paciente. Más tarde, los niños juegan a juegos tales como ver cuál
aguanta más sobre un solo pie, como una bailarina, o quién puede permanecer
absolutamente quieto, como un vigilante.
De este modo, los niños desarrollan las habilidades no cognitivas que son críticas para
salir adelante con éxito: aprender a socializar, a ser paciente, a tomar decisiones y a
cumplir órdenes, y a escuchar. ¿Cómo afectará el aprendizaje temprano de estas
habilidades a su futuro? El estudio los acompañará en el proceso de convertirse en adultos
para averiguarlo.
Cerca, en la otra guardería —un área separada en una escuela más grande— los niños y
sus padres entran en una atmósfera cálida y colorida, como en el primer caso, pero el
currículo es más tradicional y académico. En esta escuela, los alumnos trabajan
aprendiendo números y letras como en Barrio Sésamo, y aprenden lectura básica.
Pequeños grupos de niños se sientan alrededor de la mesa con su profesor y ayudan a
otros a identificar formas y colores en un gran póster multicolor. Algunos niños leen ante
otros en un acogedor rincón de lectura, con la colaboración de un profesor que se pasea
entre ellos y los ayuda. Una semana se trabaja con el autor de libros infantiles Eric Cale y
los dibujos de los niños sobre The Very Hungry Caterpillar (La oruga hambrienta) llenan
las paredes.
Los alumnos de esta parte del experimento trabajan con un currículo conocido como
Alfabetización Exprés. El estudio seguirá sus pasos hasta que sean adultos para ver si el
programa de preescolar supone cambios en sus vidas.
Luego está lo que llamamos la Academia de Padres. En ella, los padres asisten a
reuniones de grupo dos veces al mes y trabajan con uno de los dos currículos que se
siguen en las guarderías. También reciben incentivos económicos (hasta los 7.000 dólares
al año) basados en su asistencia y participación, así como en el progreso en la evolución de
sus hijos. Estos incentivos económicos pueden ser a corto o a largo plazo. Por ejemplo, los
que están en el grupo de «efectivo» reciben su dinero cuando se cierran las valoraciones
periódicas. Los padres que participan en el grupo «Universidad» reciben fondos para la
cuenta universitaria de sus hijos: si estos llegan a la universidad, podrán usar ese dinero
para hacer frente a las tasas y a las matrículas. Si los niños no van a la universidad,
perderán el dinero. Creímos que el incentivo a largo plazo no solo empujaría a los padres
a ayudar a sus hijos hoy, sino que también los ayudaría más tarde, cuando crecieran.
Este experimento nos permite comprobar si podemos provocar un cambio de
conducta entre padres e hijos. En más casos de los que serían deseables, la educación
pública es una niñera extremadamente laxa. Demasiados padres dejan a sus hijos en las
guarderías, van a trabajar, vuelven a casa agotados, calientan la cena en el microondas y se
la comen con los niños delante de la tele. De hecho, muchos padres dejan la navegación en
las peligrosas aguas del aprendizaje en manos de los profesores y de los dispositivos
electrónicos de sus hijos. Es como si vieran su trabajo como padres y el trabajo de la
escuela como temas completamente distintos, como la Iglesia y el Estado.
Creemos que ambos temas no deberían separarse. ¿Tenemos razón? ¿Qué diferencia
habría si los niños vivieran la educación como un proceso conjunto entre profesores,
padres y alumnos? Para analizar esta cuestión, necesitábamos integrar a los padres y
persuadirlos para que adoptaran un papel más activo en el progreso de sus hijos.

Apostando fuerte
En la primavera de 2010, teníamos que terminar diversas tareas en un plazo de tiempo
muy reducido. Teníamos que contratar personal y profesores, del mismo modo en que un
distrito urbano lo haría; proporcionar a las dos guarderías el equipamiento adecuado,
juguetes y material escolar; pensar en formas de atraer a padres y estudiantes al programa
GECC y comenzar con nuestro experimento de campo. Tom Amadio nos ayudó a
encontrar los lugares adecuados, los directores y los profesores y nosotros hicimos un
casting de candidatos observándolos dar clase.
Para atraer estudiantes, insertamos anuncios bilingües en los periódicos de Chicago
Heights, colgamos carteles en los comercios y enviamos correos masivos, sondeamos en
las reuniones de estudiantes y profesores y dejamos folletos en las iglesias. En verano de
2010 más de quinientos padres asistieron a la primera reunión y recibieron un número de
la lotería. Si tenían suerte, el premio permitiría a su hijo empezar en uno de nuestros
programas (y posiblemente determinaría la trayectoria hacia su futuro), y si no tenían
premio su hijo estaría en el grupo de control, y no obtendría acceso a nuestro programa a
excepción hecha de las invitaciones a algunas fiestas.
Al principio de la reunión dijimos a los padres allí reunidos: «Estamos cansados de
sentarnos tranquilamente a ver cómo se deja atrás a nuestros hijos. El Griffin Early
Childhood Center (Centro Griffin para la Infancia) pretende dar una educación
preescolar gratuita que pueda cambiar la vida de sus hijos y la suya propia. Es una gran
oportunidad para usted y para sus hijos. Gracias por venir a jugar a la lotería esta noche.
¡Buena suerte!»
El bombo del bingo empezó a girar y los padres lo miraron expectantes.
«¡Número 52! Academia de padres.»
«¡Ganamos!», dijeron dos voces desde el fondo de la estancia. Lolitha y Dwayne
McKinney se acercaron con sus tres hijos al frente de la sala para apuntar a su hijo más
pequeño, Gabriel, que tenía cuatro años. Era uno de los ciento veinte afortunados
ganadores de la Academia de Padres y estos estaban encantados.

Tanto Dwayne como Lolitha venían de los barrios más duros de Chicago. Lolitha había
tenido la suerte de acceder a una estricta educación católica, pero Dwayne, como tantos
hombres jóvenes de raza negra, disponía de pocos recursos. Fue criado por una madre
trabajadora y una abuela en la dura vecindad de Roseland, donde siempre se sintió como
víctima potencial de un tiroteo. «No pude salir fuera a jugar hasta que tuve diez u once
años», recuerda. Nunca esperó gran cosa de la escuela; solo quería sobrevivir.
En la actualidad, tanto Dwayne como Lolitha se dedican en cuerpo y alma a mejorar la
vida de sus hijos. Como compensación por asistir a la Academia de Padres en sábados
alternos, para debatir sobre las relaciones paterno-filiales y ayudar a sus hijos a aprender
en casa, pueden llegar a ganar 7.000 dólares anuales, dependiendo de los resultados de
Gabriel en sus deberes, su asistencia a clase y las valoraciones sobre su rendimiento
escolar. «Imposible sin la motivación del incentivo económico», comenta Dwayne. «La
recompensa por los deberes hechos en casa nos motivó mucho.» Muchos otros padres en
el programa mencionado más arriba también se sintieron como si hubieran ganado la
lotería.
El bombo del bingo giró hasta sacar el número 20, uno de los que suponía una plaza
preescolar de jornada completa.
«¡Hemos ganado el premio gordo!», chilló Tamara, la madre soltera de veinticinco
años de Reggie, un niño de cinco. Tamara valoraba una buena educación pero abandonó
el bachillerato cuando se quedó embarazada a los quince, y sus sueños quedaron atrás.
Reggie se uniría a otros 149 niños en los programas de preescolar.
Un tercio de los números premiados fue, por supuesto, para el grupo de control. Esos
padres sufrieron una decepción. Tratamos de consolarlos diciéndoles que así era el azar y
que podían probar de nuevo el año siguiente. De todos modos, siguieron pensando que
habían perdido el tren. En el fondo de nuestros corazones nosotros también lo
pensábamos. Pero no teníamos los recursos necesarios para intervenir en la vida de todos
y cada uno de los niños con nuestro experimento.

Los riesgos de los experimentos de campo


Lo que a un padre le parece imprescindible, lo es menos para otro, por supuesto. Si estás
concentrado en la pura supervivencia, preocuparse por la educación de los niños no será
una prioridad. Hacer que Gabriel se incorporara al proyecto no fue difícil porque sus
padres estaban muy entusiasmados y comprometidos con ello. Pero a pesar de todo el
entusiasmo que habíamos logrado generar y de la decepción de muchos padres que no
lograron una plaza, hacer que todos los ganadores de la lotería participaran efectivamente
en el proyecto fue un reto aún mayor.
De los ciento cincuenta niños que ganaron una plaza en la escuela a través de la lotería,
veintidós parecían haber desaparecido tres semanas antes del inicio previsto para los
programas, mientras trabajábamos frenéticamente para completar los últimos detalles de
las nuevas escuelas. El resto de los padres habían traído la documentación necesaria.
Estábamos preocupados. Creíamos que cada niño que faltara perdería la oportunidad de
su vida. Y era más que probable que los niños que habían «desaparecido» vinieran de las
familias que más ayuda necesitaban con la educación. Combinando esto con el hecho de
que nuestros resultados estadísticos serían más precisos si esos niños formaban parte del
programa, solo había una manera de resolver el problema, y era sobre el terreno.
Convocamos una reunión «manos a la obra» y explicamos a todos los implicados en
nuestras jóvenes escuelas que teníamos que encontrar a esos niños y hacer que se
matricularan en las guarderías, no importaba cómo. ¡Teníamos que ayudarlos!
Uno de los reclutas que resultó ser crucial fue nuestro coordinador de salud, el
profesor de educación física. Jeff, un joven fuerte, robusto y alto de veinticuatro años, era
perfecto para ayudarnos a enfrentar lo que sabíamos que podían ser situaciones violentas
en barrios muy duros. Pensamos que Jeff era la persona ideal para llegar a esos niños que
estaban en riesgo. Nadie en su sano juicio se metería con él.

Ahora póngase en el lugar de Jeff, un chico blanco de clase media, que tiene la suerte de
tener una familia que lo quiere, amigos, intereses y una educación universitaria. Educado
en Sun Prairie, Wisconsin, una bucólica ciudad cerca de Madison, no sabe lo afortunado
que es por haber nacido donde lo hizo. No ha pasado mucho tiempo en barrios peligrosos.
Es una tarde calurosa de verano en Chicago Heights, y acaban de contratarlo para un
trabajo en una guardería experimental. Su jefe John List (que resulta ser su tío político), le
acompaña a la dirección donde vive uno de los veintidós niños que faltan, y le pone en las
manos un fajo de papeles en español, que hay que rellenar para la matrícula. «Acércate a la
puerta y llama», dice John. «Cuando alguien responda, diles que vienes para que Gabriella
se matricule en la escuela.»
Le han advertido que esta parte de Chicago Heights no es un lugar agradable. Mucha
de la gente que vive en ella va armada y es peligrosa: sabe que incluso la policía evita el
barrio si puede. La población, que pertenece mayoritariamente a minorías étnicas, está de
paso: las familias se mudan con frecuencia si no pueden pagar el alquiler. Muchas familias
no hablan inglés, y los niños a menudo están solos, arreglándoselas por su cuenta
mientras su padre o padres están en el trabajo. O quedan a cargo de un familiar
sobrepasado o alguien adicto al alcohol o a las drogas. Para Jeff es un territorio
desconocido.
¿Qué hace? ¿Se aprieta el cinturón y sale del coche o se niega a hacerlo? En este caso
concreto, mira a John a la cara y le dice: «Ni hablar».
Pasados un par de minutos, sin atreverse a levantar la vista, John abre la puerta del
coche. «Cobarde», resopla mientras sale del coche.
«Estás loco, ¿lo sabías?», grita Jeff mientras John se dirige a la casa. Luego cierra
rápidamente las puertas del coche.
John se acerca a la puerta y llama. No hay respuesta. Entonces se dirige a un vecino con
mal aspecto, un personaje canoso que parece salido de Infierno de cobardes de Clint
Eastwood, que lo observa por una ventana. «Estoy buscando a Gabriella», informa John.
El hombre lo mira fijamente. Jeff tiene los dedos preparados, sobre su teléfono, para
llamar a la policía en caso de que ocurra algo. Y entonces una mujer de mediana edad se
asoma por la ventana. «No inglés», dice.
«Soy director de la escuela a la que Gabriella tiene que ir», explica John. «Necesito
hacer llegar estos papeles a su madre.»
«Mire detrás casa», dice la mujer. «Si hay coche azul, ella está en la casa. Si no…»
continúa, encogiéndose de hombros.
A lo largo de las dos semanas siguientes John y Jeff vuelven diez veces a esa casa hasta
que finalmente ven el coche azul. John llama a la puerta y le da los papeles a la madre de
Gabriella.
Uno conseguido. Veintiuno pendientes.
En otra casa, Jeff también se niega a salir del coche, así que John sale del vehículo y
llama a la puerta un buen rato. Desde lejos se oye la televisión emitiendo un capítulo de
Dora exploradora. Debe de haber alguien en casa. John desaparece de la vista y rodea la
casa hasta llegar a la parte de atrás. Ahora Jeff desearía haber ido con él. Antes de que
cunda el pánico John regresa y vuelve a llamar. «Carmella, acércate a la puerta», dice.
«Voy a pasar unos papeles por debajo. Dáselos a tu madre.» Se queda allí durante mucho
rato, y luego, despacio, alguien estira los papeles desde dentro de la casa.
John le cuenta más tarde que tuvo que subirse al alféizar de la ventana trasera para ver
el interior mientras los vecinos se reunían mirándolo y riéndose. «Sé que Carmella está en
casa», les dijo, «porque mis hijos también ven ese programa. ¿Por qué nadie abre la
puerta?» Un vecino le dijo que seguramente la niña estaba sola.
Solo faltaban veinte.
Al día siguiente conducen hasta casa de Liliana, en un barrio de bloques de ladrillo rojo
donde el asesinato y las palizas son bastante habituales. Mientras circulan lentamente
buscando un edificio concreto, observan que alguien los sigue en un coche. Llegan a su
destino y aparcan. El perseguidor también aparca. Jeff tiene miedo de salir del coche pero
todavía lo asusta más quedarse solo. Así que cuando John abre la puerta, decide seguirlo.
Ambos caminan hasta el apartamento y llaman a la puerta. Jeff mira hacia atrás y ve al
hombre que les seguía, de pie, en el patio, mirándolos con ojos achinados y un aire
sospechoso.
La puerta se abre y docenas de chiquillos se agolpan, tropezando unos con otros, para
ver quién es el visitante. Finalmente, una mujer mayor con los ojos amarillos por la
ictericia se acerca a la puerta.
«¿Está aquí Liliana?», preguntan, sintiendo la mirada del hombre que les ha seguido en
la nuca.
«Esta es Liliana», dice una niña negra adolescente que lleva un gran vendaje manchado
de sangre alrededor de la cabeza. Los visitantes se preguntan cómo se hizo daño. ¿Se cayó?
¿Le pegaron? La marea de niños desaparece y una niña preciosa de grandes ojos, que
tendrá apenas tres años, se acerca a la puerta. Jeff mira a Liliana y luego se pone en
cuclillas para quedar a la altura de sus ojos. «¿Quieres ir a la escuela?», pregunta.
«Sí», responde la niña sin dudar. «Quiero ir a la escuela.»
«Yo la apunté», dice la adolescente del vendaje con orgullo. «Es mi hermana. Es muy
lista. Quiero que tenga la posibilidad que yo nunca tuve. Ella puede hacerlo.»
Dejan los papeles a la hermana adolescente, se dan la vuelta y bajan los escalones hasta
el patio, donde veinte jóvenes negros de aspecto amenazador los miran con dureza. «¿Qué
hacéis aquí?», pregunta uno de ellos.
«Estamos aquí porque Liliana es una chica con suerte», responde John. «Ha sido
aceptada en un programa maravilloso. Irá a una escuela gratuita antes de entrar en la
escuela pública.»
«Ella no necesita nada. Tiene todo lo que le hace falta», dice otro. Pero los dejan pasar.
Una vez están de nuevo a salvo en el coche, Jeff envía un mensaje a la mujer de John.
«Tu marido está como una cabra. ¿Lo sabías?»

¿Hasta dónde hemos llegado?


Ambas escuelas GECC y la Academia de Padres están en marcha; como hemos dicho
antes, nuestro deseo es que nos ayuden a entender cuáles son las habilidades clave que los
niños deben adquirir en su más tierna infancia para prepararlos de cara al éxito futuro.
Las aportaciones de los Griffin siguen en marcha y nos permitirán realizar un seguimiento
de la trayectoria educativa y profesional de los estudiantes hasta el final de sus vidas.
Desde la era dorada de los experimentos sociales, entre 1960 y 1970 jamás los economistas
se habían embarcado en un proyecto a tal escala.
Para realizar el seguimiento del proyecto, hacemos que los niños que forman parte de
los distintos programas pasen por una serie de evaluaciones integrales tres veces al año —
la primera antes de comenzar el programa, la segunda a mediados del curso (enero) y la
última a final de curso en la que los niños pasan exámenes de habilidades cognitivas o
académicas (como conocer el vocabulario, escritura básica, deletrear, resolución de
problemas, contar y trabajar encajando patrones) y habilidades ejecutivas (o no
cognitivas, como una prueba sobre el nivel de impulsividad).
También queremos saber la calidad con la que podemos preparar a los niños de
Chicago Heights para su entrada en el parvulario. Como grupo, esos niños tienen
tendencia a rendir poco en lo que se refiere a desarrollo cognitivo comparados con la
media a nivel nacional: en la preevaluación, estaban, como media, entre el percentil 30 y el
34. ¿Se pondrían a nivel y se cerraría la brecha si completaban nuestro programa
experimental? Esta pregunta es importante, porque empezar en el parvulario con un
rendimiento inferior a la media puede obstaculizar los logros en los cursos siguientes,
hasta terminar el bachillerato.
El experimento GECC aún está dando sus primeros pasos, pero los resultados hasta
hoy son muy prometedores, a pesar de que muchos niños pasan su tiempo antes y después
de ir a la escuela en entornos inestables e incluso terribles.4 Cuando Liliana había pasado
unos meses en el programa, según su hermana, podía mirar un libro y contar una historia;
empezaba a dominar las habilidades verbales. A Gabriella, Carmella y Gabriel también les
iba bien.
Globalmente, ambos currículos preescolares funcionan bien. En los diez primeros
meses del programa, los estudiantes del que llamamos Alfabetización Exprés han
avanzado más de diecinueve meses académicos por lo que se refiere a sus puntuaciones
cognitivas, doblando de hecho las habituales para los niños de esa edad. Es decir, que por
cada mes que ha pasado han aprendido la materia correspondiente a dos meses. Estamos
orgullosos de esos resultados. En el programa Herramientas de la Mente, las puntuaciones
cognitivas de los estudiantes también han mejorado considerablemente. Esos niños están
hoy cerca del nivel nacional en los resultados de los exámenes cognitivos y obtienen
buenas puntuaciones en lo que se refiere a capacidades no cognitivas como, por ejemplo,
el autocontrol. Hoy, los alumnos de ambos programas de preescolar están por encima de
la media a nivel nacional tanto en lo que se refiere a las habilidades cognitivas como a las
no cognitivas.
Resumiendo: cuando se aplican los incentivos adecuados a través del método
científico, los niños sin recursos pueden, en un plazo de diez meses, hacerlo tan bien
como los niños de familias más prósperas.

¿Y qué pasa con la Academia de Padres? Los niños como Gabriel, cuyos padres forman
parte del programa, también han mejorado, y sus resultados se acercan a la media
nacional. Sin embargo, la mejora no es tan importante como la de los niños que asisten a
una de las escuelas. Por lo que parece, el incentivo a corto plazo es bastante poderoso: los
niños cuyos padres están en la modalidad del programa que paga en efectivo obtienen
mejores resultados que aquellos cuyos padres están en el programa de ayuda para la
universidad.
Uno de los resultados más fantásticos es que los niños cuyos padres forman parte de la
Academia de Padres mantenían el nivel cuando el programa terminaba. Es decir, no eran
tan susceptibles de empeorar cuando dejaban de ir a la escuela al llegar el verano. Así que,
a pesar de que su rendimiento no se había incrementado en la misma proporción que en
el caso de los alumnos de nuestras guarderías, parecía que podían llegar a superarlos a
largo plazo. Eso sucedía porque los adultos que formaban parte de la Academia de Padres
disponían de las herramientas para trabajar con sus hijos y podían continuar haciéndolo
mucho después de habernos conocido. De hecho los padres que trabajaban con el
incentivo a largo plazo en forma de beca universitaria eran los que más esfuerzo invertían
en sus hijos durante el verano.
Un patrón de resultados inesperados mostró que la parte del león en lo que se refiere a
los beneficios en todos nuestros programas se producía en los primeros meses de los
mismos —entre septiembre y enero del primer año—. Este resultado es interesante
porque puede significar que la educación preescolar resulta positiva en periodos de
tiempo mucho más cortos de lo que creíamos. Lo que es más, abre la posibilidad de crear
programas «preguardería» que pueden desarrollarse en los meses de verano antes de que
los niños empiecen la guardería, momento en que los profesores y las instalaciones están
disponibles (en la actualidad estamos en el primer año de prueba en lo que se refiere a esa
hipótesis.)
La inversión de los Griffin en el proyecto de educación preliminar ha permitido a
niños cuyos resultados siempre eran los peores en los rankings estar por encima de la
media. ¿Persistirán estos efectos? ¿Podrá la implicación de los padres suplir la inversión en
educación preescolar? ¿Es posible que un programa de preparación para la guardería
aporte a nuestros niños el impulso adicional que necesitan para competir en la economía
global de nuestros días? El tiempo lo dirá y, gracias a los Griffin, allí estaremos para
comprobarlo.

Salvar la escuela pública


¿Qué tienen en común Albert Einstein, Bill Clinton, Martin Luther King Jr., Steve Jobs,
Mark Zuckerberg, Steven Spielberg, Shaquille O’Neal, Michael Jordan y Oprah Winfrey?
Todos fueron a la escuela pública.
Hasta la década de 1840 solo los niños de muy buena familia podían recibir una
educación. Si este fuera el caso en la actualidad, la mayor parte de la población
estadounidense sería analfabeta; y muchas, si no todas, las personas que hemos
mencionado antes no tendrían más opción a nivel laboral que algún tipo de trabajo
manual. Sin embargo, en el siglo diecinueve, ocurrió algo maravilloso: la educación
pública en Estados Unidos se convirtió en gratuita y accesible a todos los niños. Hoy, la
tasa de alfabetización está en el 85 por ciento. Si pensamos en la educación pública en
estos términos, nos daremos cuenta de que ha supuesto un éxito increíble.
Pero cuando nos percatamos de que los niños en los barrios pobres se gradúan con
resultados tan bajos como los de hace muchos años, somos conscientes de que podemos y
debemos seguir trabajando, y haciéndolo mucho mejor. La educación pública es el único
camino que esos niños tienen para salir de la pobreza y mejorar su nivel económico. Si no
fuera por las escuelas públicas, muchos niños pobres no tendrían ninguna posibilidad. No
obstante, por desgracia, esas escuelas solo arañan la superficie de lo que es posible, y
abandonan a millones de niños, condenados a desperdiciar sus vidas y a la miseria más
absoluta.
¿Qué hemos aprendido?
Durante décadas, la educación pública ha sido una fuente de tópicos e inmovilismo a
nivel político que ha mantenido el statu quo. A pesar de que todos y cada uno de los
candidatos presidenciales se llena la boca con multitud de ideas y se rodea de docenas de
asesores muy inteligentes que tienen ideas muy innovadoras para arreglar lo que ocurre
en la educación pública, hasta el día de hoy no se ha hecho absolutamente nada. Las
últimas décadas de reforma educativa han demostrado que innovar porque sí no va a
resolver la brecha de rendimiento de la educación estadounidense.
Sin embargo, el modesto Chicago Heights permite albergar esperanza sobre la solución
a este embrollo. Cuando los padres, profesores y alumnos desde preescolar a bachillerato
están motivados para hacerlo mejor, lo hacen. Demostramos que los incentivos
adecuados, combinados con una mejor formulación conductual del contexto, pueden
suponer la diferencia.
Ahora entendemos mejor cómo funcionan los incentivos simples en la educación, y
cómo, por ejemplo, expresar los incentivos en términos de pérdida dispara los resultados.
Los niños reaccionan a los sobornos, pero reaccionan mejor a las manipulaciones
conductuales; si se les da 20 dólares para que obtengan buenos resultados en un examen y
se amenaza con quitarles ese dinero si no alcanzan la media, los estudiantes mejoran
mucho.
Del mismo modo, cuando los profesores trabajan en equipo y saben que pueden
perder un considerable bono que ya han recibido, el éxito de los estudiantes aumenta,
disminuyendo la brecha educativa. Premiar a los estudiantes, padres y profesores al
mismo tiempo eleva los resultados entre un 50 y un 100 por ciento y pone a los niños más
desfavorecidos al mismo nivel que sus vecinos blancos más privilegiados.

Si todo esto les suena un poco a Pavlov es porque lo es. Pero puede funcionar. Y si
Chicago Heights puede reducir la brecha de la educación, entonces cualquier lugar en
Estados Unidos puede hacer lo mismo.
Los Griffin entienden todo eso, y ponen su dinero a trabajar. Hacen todo lo que
pueden para garantizar que los niños de Chicago Heights dispongan de una sólida
plataforma educativa sobre la que levantarse. Con su ayuda —y, esperamos que con
mejores intervenciones a nivel preescolar y de escuela primaria— lograremos no solo que
terminen el bachillerato más niños desfavorecidos sino que aprender pueda ser excitante y
divertido desde el principio.
Por tanto, ¿cómo podemos todos, como parte del país, llegar más lejos? Debemos
comprender que las escuelas no son solo un lugar en que educar a nuestros hijos. Son
también el lugar que nos enseña a todos aquello que funciona. Por el momento hemos
prestado atención únicamente a un lado de esta ecuación crítica. Debemos darnos cuenta
de que nuestras escuelas públicas no son solo estaciones de bombeo de conocimiento (o,
peor, niñeras) dedicadas a enseñar a nuestros hijos lo que necesitan saber para convertirse
en ciudadanos funcionales. En realidad, son laboratorios de aprendizaje para todos:
investigadores, padres, profesores, Administración y, por supuesto, estudiantes.
Imagine todo lo que podríamos aprender si más personas pusieran en marcha y
participaran en experimentos de campo para descubrir qué es lo que funciona. Si todos
aquellos a los que la educación pública preocupa llevaran a cabo este tipo de experimento,
nos ahorraríamos muchísimo tiempo, dinero y angustias. Descubriríamos qué
innovaciones son más prometedoras y cómo aplicarlas, antes de extenderlas a todo el país.
Los beneficios de un sistema educativo excelente, desde la guardería hasta el bachillerato,
serían inmensos, no solo para nuestros niños sino para Estados Unidos en conjunto.
En los capítulos siguientes profundizaremos sobre el modo en que los experimentos de
campo pueden ayudar a descubrir lo que subyace detrás de otras desigualdades sociales.

1 Ver Steven Levitt y Stephen Dubner, Freakonomics: A Rogue Economist Explores the Hidden Side of Everything
(William Morrow, Nueva York, 2005), capítulo 5: What Makes a Perfect Parent (publicado en español con el título
«Freakonomics: un economista políticamente incorrecto explora el lado oculto de lo que nos afecta», Ediciones B,
2006).

2 Joe Klein, «Time to Ax Public Programs That Don’t Yield Results», Time, 7 de julio de 2011,
http://www.time.com/time/nation/article/0,8599,2081778,00.html#ixzz1caSTom00

3 Para una descripción más detallada del proyecto GECC, ver Bloomberg Markets (abril de 2011): 85-92.

4 Los manuscritos académicos están actualmente en proceso, con un primer estudio preparado que se llamará:
Roland Fryer, Steve Levitt y John A. List, «Toward an Understanding of the Pre-K Education Production Function».
6

¿Cuáles son las palabras que pueden acabar


con la discriminación actual?
En realidad, no te odio: solo me gusta el dinero

Imaginemos que después de varios años desarrollando su carrera en marketing, se toma


un tiempo y vuelve a la universidad para cursar un MBA. Después, con las credenciales de
una prestigiosa universidad bajo el brazo, se encuentra en la última fase de la selección
para un puesto importante en el área de marketing en una gran corporación
multinacional. Usted y dos candidatos más están a punto de conocer al CEO para la
entrevista final. Con todo lo que sabe sobre el trabajo y basándose en su conocimiento
experto, parece que tiene buenas posibilidades de conseguir el trabajo.
Vestido con su mejor traje, se siente confiado mientras pulsa el botón del ascensor
hasta el piso 20. «Allá vamos», se dice a sí mismo.
La puerta del ascensor se abre, usted se acerca a la mesa de la secretaria y se presenta.
Esta lo acompaña a un enorme despacho, muy bien decorado con estanterías y fotos de
familia. El CEO se acerca, ofreciéndole una mano firme. «Siéntese», le indica con una
sonrisa.
«Bien», empieza, sentándose y apoyando la espalda en su silla Aeron, «ya sabe que el
trabajo consiste en comercializar nuestro nuevo producto a nivel internacional. Su
currículo es muy impresionante en ese campo. Veo que ha pasado un tiempo trabajando
en Europa y en Oriente Medio.»
«Sí», responde usted confiado. «También hablo varios idiomas, incluyendo holandés y
francés.»
«Sí, lo veo», asiente el CEO. «Parece estar sobradamente cualificado. Pero ahora vamos
a hablar sobre usted. Veo que está casado y tiene dos hijos pequeños. Si tiene un trabajo
exigente a jornada completa, ¿cuánto tiempo cree que necesitará dedicar a su familia en
relación con el que dedica a trabajar? Al fin y al cabo, este trabajo implica viajes al
extranjero.»
¿Cuál sería su respuesta a esta pregunta? ¿Cómo respondería como marido y como
padre? ¿O como esposa y madre?
La pregunta y la respuesta pueden depender de su género. Es mucho más probable que
este tipo de preguntas se le hagan a una mujer que a un hombre. Y si usted es una mujer,
defender el tiempo que dedica a su familia puede ser interpretado como una «falta de
compromiso» con el trabajo; como descubrió Ayelet, la mujer de Uri (el modelo de este
caso).1
En los capítulos 2 y 3, vimos que las diferencias de género se basan en una socialización
profunda, y de qué manera las creencias sobre la competitividad afectan a las
oportunidades de las mujeres. En los capítulos 4 y 5 vimos cómo sufren los niños de los
barrios pobres las desigualdades en la educación.
Ahora pensemos de forma más amplia en los efectos de la discriminación, más allá del
género o la pobreza: ¿qué ocurre con el racismo, la homofobia y otras formas de prejuicio?
¿Qué los provoca? ¿Se basan todas las formas de discriminación en la antipatía hacia otros o
existen otras razones?
A lo largo de este capítulo y el siguiente, hablaremos de una serie de experimentos de
campo en los que sacaremos a la luz todas las diferencias. Observaremos de cerca la
discriminación en general: cómo afecta a los mercados y cómo le afecta a usted. Le
mostraremos la forma en que los experimentos de campo nos han ayudado a comprender
muchos tipos de discriminación en todo el mundo. Esto es importante porque aunque
examinar los datos en bruto de la forma tradicional puede mostrarnos el nivel de
discriminación en determinado lugar, este enfoque no nos permite saber de qué tipo de
discriminación se trata y qué tipo de intereses se esconden tras ella. Entender los intereses
que hay detrás de la discriminación resulta crítico para nosotros como sociedad, si
queremos terminar con ella.

Las caras de la discriminación


Tomemos los siguientes ejemplos:

• El precio que se da a un hombre de raza negra que quiere comprar un coche es superior que el
que se da a un hombre blanco.
• Un vendedor ignora a una pareja de homosexuales que quiere comprar un coche.
• El precio que paga una persona discapacitada por la reparación de su coche es superior al que
paga una persona sin discapacidad.
• Un hombre de raza negra que pregunta por una dirección en una calle con mucho tráfico recibe
indicaciones erróneas mientras que una mujer blanca recibe las indicaciones correctas.
• Una mujer embarazada que opta a una promoción en el trabajo es ignorada a favor de un
hombre con las mismas capacidades.

Si usted se ha encontrado en situaciones como esas, quizás se haya sentido molesto,


frustrado e incluso insultado. Pero ¿qué podemos hacer para eliminar esas diferencias?
El primer paso es entender las razones por las que la gente discrimina. ¿Qué incentivo
hay detrás del prejuicio? Cuando tengamos la respuesta a esa pregunta, podremos
combatir la discriminación con nuestras acciones personales y con nuevas leyes.

Pensemos en el antisemitismo, que tiene una larga historia en todo el mundo, incluido
Estados Unidos. Por ejemplo, durante la Guerra Civil, Ulysses S. Grant aprobó una orden
—que luego fue revocada por Abraham Lincoln— expulsando a los judíos de algunas
zonas de Tennessee, Kentucky, y Mississippi.2 En la primera mitad del siglo veinte, los
judíos tenían problemas para conseguir algunos trabajos. No estaban autorizados a formar
parte del Club Atlético de Nueva York o de otros clubes sociales elitistas. Las
universidades de la Ivy League limitaban el número de estudiantes judíos que aceptaban.
El Ku Klux Klan y los populares discursos radiofónicos del sacerdote católico Padre
Coughlin animaban a atacar a los judíos. El número de ellos que podían entrar en el país
estaba limitado; durante el Holocausto, Estados Unidos impidió la entrada de barcos
llenos de refugiados que huían de los nazis. Henry Ford habló con dureza de la «amenaza
judía» y los responsabilizó de la Primera Guerra Mundial. Los ideólogos de la derecha
afirman que los judíos dominaron la Administración de Franklin Roosevelt.3
Este tipo de discriminación ha afectado no solo a inmigrantes y judíos, por supuesto;
en muchos lugares del mundo está íntimamente ligada a la historia desde siempre.
Pensemos en el apartheid en Sudáfrica, el genocidio de Ruanda o el trato dado a los
indígenas en Australia y el continente americano o lo sucedido con los esclavos (y sus
descendientes) en Estados Unidos. La lista de humillaciones y atrocidades es interminable.

En ese ambiente antisemita, hizo su aparición un judío llamado Gary Becker; quizás el
hombre que más ha hecho para que entendamos la discriminación en nuestros tiempos.
Gary Becker nació en 1930 en el pueblo minero de Pottsville, Pensilvania, y fue
educado en Nueva York, donde su padre, un hombre muy emprendedor, era el
propietario de una exitosa tienda de discos. Ninguno de sus padres completó la educación
secundaria, y aunque en su casa no había demasiados libros siempre se estaba debatiendo
con entusiasmo sobre lo que ocurría en el mundo. «Mi padre era un espíritu libre y
apoyaba con fuerza a Roosevelt», explica Becker. «Hablábamos de temas relacionados con
la política y la justicia social, la renta controlada, los impuestos, el trato que se daba a los
negros en el Sur y cómo ayudar a los pobres.»
Por aquel entonces, Nueva York tenía la comunidad judía más grande del país, pero
eso no protegió a la familia del antisemitismo. Recibieron ofensas por su raza. El hermano
de Becker, que poseía una licenciatura en Ingeniería Química por el MIT, trató de hacer
carrera en diversas compañías químicas pero nunca fue promocionado, así que fundó su
propia empresa. A pesar de que en ocasiones la discriminación impedía prosperar a los
judíos, Becker decía: «Mi padre mantenía que si trabajabas duro podías superarla».
Becker trabajó suficientemente duro en la escuela para ser admitido en Princeton,
pensando que estudiaría matemáticas. Pero también estaba muy interesado en contribuir
a la sociedad. En su primer año, hizo un curso de económicas y encontró su pasión.
Concibió la loca y salvaje idea de combinar de algún modo la economía con su interés en
los problemas sociales. Después de licenciarse, fue a la Universidad de Chicago, donde se
convirtió en alumno de Milton Friedman, que supo ver en Becker el brillo de un genio.
Becker empezó estudiando la base económica de la discriminación. «Tenía la intuición
de que la discriminación no era una única cosa sencilla», recuerda. «Se manifiesta de
muchas maneras, incluidos el salario y el empleo. Por ejemplo, si un empleador tenía
prejuicios contra los trabajadores negros, ¿qué implicaba eso para los trabajadores de esa
raza comparados con los de raza blanca con sus mismas capacidades?»
Becker descubrió cómo identificar los prejuicios de trabajadores, empleadores, clientes
y cualquier otro tipo de grupo y pasarlos por el filtro del análisis económico. En cierto
sentido, lo que Becker hizo fue identificar los incentivos que están en el origen de la
discriminación. «Sin embargo, tenía que trabajar a oscuras», recuerda. «Nadie había
trabajado sobre ello, a pesar de la importancia del problema.» Sus profesores de economía
se mostraron tan escépticos sobre su tesis que incorporaron a un sociólogo para que
formara parte del tribunal de tesis, pero el sociólogo en cuestión no tenía ningún interés
en lo que Becker estaba haciendo.
Por supuesto, el trabajo de Becker tenía que ver absolutamente con la economía, solo
que los economistas todavía no lo sabían. Su idea de combinar la economía con la
sociología constituyó un enorme avance para el pensamiento económico tradicional; una
vía absolutamente nueva. Su trabajo mostró qué ocurre con los mercados y las
interacciones económicas cuando las personas discriminan. Por ejemplo, ¿qué ocurre en
el mercado de trabajo cuando una empresa prefiere contratar a una persona y no a otra?
(Digamos que elige a mujeres para determinados tipos de trabajo pero no para otros.) Si
podemos desarrollar respuestas correctas para estas preguntas, entenderemos
probablemente uno de los factores importantes que condicionan el entorno económico.
Sin embargo, no parece que los economistas sean capaces de encontrar respuestas de ese
tipo en el contexto de la discriminación.
A pesar de los escépticos, Becker tenía suficiente apoyo de Friedman y otros y no
perdió la fe, y una vez doctorado empezó a trabajar como profesor en la Universidad de
Columbia. En 1957, cuando tenía veintisiete años, publicó un libro basado en su tesis, que
tituló The Economics of Discrimination (La economía de la discriminación), en el que
detallaba lo que llamaba «el gusto por la discriminación»; el prejuicio que nace del odio o
la «animosidad» frente a otros. Este tipo de discriminación aparece cuando una persona
evita o actúa contra otra «únicamente porque» no le gusta su raza, religión o preferencia
sexual.
Los incentivos que Becker estudió no se limitaban al dinero. Odiar a alguien puede
constituir una poderosa motivación para discriminarlo. Según la teoría de Becker, las
personas que tienen ese tipo de animosidad no solo odian a los «otros», sino que son
capaces de renunciar al dinero —en forma de beneficios, salario o renta— para mantener
su prejuicio. Por ejemplo, un hombre blanco que siente algo así por los individuos de raza
negra preferirá trabajar en equipo con otro hombre blanco por 8 dólares la hora antes que
ganar 10 dólares la hora trabajando con un hombre negro. En este caso, el incentivo «del
odio» supera al monetario.
Aun así, cuando emprendió por primera vez un viaje por el mundo presentando su
trabajo The Economics of Discrimination, una de las objeciones habituales de los otros
economistas fue que «eso no tenía que ver con la economía». Básicamente, su argumento
frente a Becker era que: «No es que el trabajo no sea interesante o importante; es solo que
es algo que deben estudiar los sociólogos o los psicólogos». Sin embargo, las cosas
empezaron a cambiar con la aparición del movimiento por los derechos civiles en la
década de 1960. Pronto, la gente empezó a interesarse con fuerza en el asunto de la
discriminación y la economía y el de Becker era el único libro serio sobre ello.
«De pronto, personas muy influyentes comenzaron a leerlo y todo el asunto se hinchó
como un globo», recuerda. Se reimprimió el libro en una segunda edición actualizada en
1971 y hoy se considera un clásico porque cambió completamente la manera en que
entendemos la discriminación. Cuando el Comité del Nobel otorgó el Premio Nobel de
Economía a Becker en 1992, sus miembros loaron especialmente The Economics of
Discrimination. «El análisis de Gary Becker ha resultado controvertido a menudo e,
incluso, al principio, recibido con escepticismo y hasta desconfianza», expresaba el
Comité del Nobel en su nota de prensa anunciando el premio. «A pesar de ello, nunca se
dio por vencido, sino que perseveró en el desarrollo de su investigación, ganando
gradualmente aceptación entre los economistas, por sus ideas y métodos.»4
Los prejuicios menguan
Obviamente la discriminación basada en la animosidad todavía es virulenta. A veces, sale
a la luz, como puede atestiguar cualquiera que haya escuchado alguna vez una de esas
emisoras de radio extremistas e intolerantes que hacen gala de ello. Los blancos y los
negros todavía no conviven en paz en algunos lugares del mundo. Y los homosexuales son
aún objeto de acoso, palizas y disparos.
A pesar de eso, hemos recorrido un largo camino. Si un estadounidense medio hubiera
entrado en coma en 1957 y se despertara ahora, estaría sin lugar a dudas maravillado por
el cambio en las actitudes de la sociedad. Desde el punto de vista cultural, la vida no es la
misma que solía ser; las inclinaciones y preferencias sociales de la gente han evolucionado.
Por ejemplo, ya no existe la creencia generalizada de que las mujeres son inferiores a los
hombres o de que sus vidas están dedicadas exclusivamente a sus maridos, sus hijos y su
casa. Tampoco las mujeres que trabajan fuera de casa son relegadas a las llamadas
profesiones «femeninas» como la enseñanza o la enfermería. Aproximadamente el 39 por
ciento de los licenciados por Harvard en el año 2013 son mujeres, el mayor porcentaje de
todos los tiempos, y en 2011, las mujeres han sobrepasado a los hombres en lo que se
refiere al número de títulos de máster obtenidos.5 De hecho, muchas son las empresas que
hoy en día luchan por contratar mujeres cualificadas, y pagan gustosamente las bajas
maternales para conservar a las mujeres como parte del equipo después de sus embarazos.
Además, en conjunto, la animosidad innata de los blancos hacia los negros parece estar
disminuyendo.6 Según la encuesta conjunta que Gallup y USA Today realizaron en 2011,
la sociedad acepta los matrimonios interraciales más que nunca. Según dicha encuesta el
43 por ciento de los estadounidenses pensaba que son buenos para la sociedad; el 44 por
ciento decía que no veía ninguna diferencia entre ese tipo de matrimonios y el resto. Más
de un tercio de los encuestados dijeron que tenían algún familiar casado con alguien de
otra raza y casi dos terceras partes afirmaron que les parecería bien que un miembro de su
familia decidiera casarse con alguien perteneciente a una raza o grupo étnico diferente.7
Son muchos los afroamericanos que ya no son marginados por las leyes; los
legisladores ya no se concentran tanto en cerrar la brecha educacional entre los blancos y
los niños pertenecientes a minorías étnicas. De hecho, los estadounidenses incluso han
elegido a un presidente negro en dos ocasiones. En resumen, ya no vivimos en el siglo
veinte; lo que es genial cuando se trata de terminar con la animosidad.

Discriminación económica: un problema creciente


Las buenas noticias sobre la evolución cultural a la baja de la discriminación por odio se
ven compensadas por el incremento de otro tipo de discriminación, que poco tiene que
ver con la animosidad de los tiempos de juventud de Becker. Los economistas llaman a
este nuevo prejuicio discriminación «económica»,8 y aunque es más sutil que el
fanatismo, la homofobia o el sexismo, cada vez se extiende más y se vuelve más compleja,
difícil de analizar y peligrosa. Se basa absolutamente en el egoísmo económico y la
«preocupación por uno mismo». La animosidad también tiene que ver con el egoísmo,
pero quien odia no está interesado en el dinero sino en satisfacer su deseo de hacer daño a
otros.
Probablemente ya conoce la discriminación económica porque aparece en sus facturas.
Si es fumador, su seguro médico será más caro porque usted, desde el punto de vista
económico, tiene mayor riesgo de contraer enfermedades cuyo tratamiento es costoso. Si
su calificación de solvencia no es excelente, los bancos cobrarán más por los créditos que
le den porque usted presenta, comparativamente, un mayor riesgo de impago.
Otro ejemplo muy evidente es el de los seguros de automóviles. Si usted es un
conductor masculino, pagará hasta un 20 por ciento más por su seguro que una mujer
cuyo seguro tenga idénticas coberturas. Quizás se pregunte si este tratamiento desigual es
ilegal, porque las leyes sobre los derechos civiles dicen claramente que discriminar en
virtud de características arbitrarias como la raza o el género es ilegal. Sin embargo, como
media, las mujeres tienen menos accidentes de coche que los hombres. Los costes de
asegurar a una mujer son, por tanto, inferiores a los que tiene asegurar a un hombre, así
que los tribunales han fallado que el hecho de que los seguros para hombres sean más
caros que los de las mujeres es absolutamente legal.
En este caso, la sociedad parece aceptar que la discriminación basada en diferencias en
el coste de prestar un servicio (como en el caso de los seguros) es correcta. No obstante, en
otros países hay movilizaciones para cambiar eso. Por ejemplo, la Unión Europea está
debatiendo si prohíbe la discriminación económica en los seguros de automóvil. Si se
prohíbe, las compañías aseguradoras dicen que las cuotas de los seguros para hombres
pueden disminuir hasta un 10 por ciento. Por supuesto, si la prohibición se hace efectiva,
las cuotas de las mujeres se incrementarán; las compañías aseguradoras no van a perder
dinero.
La discriminación económica también crece a partir de las ideas que la gente tiene —
sean o no correctas— sobre la situación económica de los demás. Por diversos motivos, las
personas y las empresas creen que tienen razones para hacer diferencias entre individuos
con el objetivo de obtener más beneficios. Por ejemplo, un contratista puede cargar un 20
por ciento adicional de lo que iba a facturar por reparar el tejado de la fabulosa mansión
de un CEO millonario porque cree que este puede permitírselo y las personas con
viviendas modestas no. Una empresa puede pensar que para satisfacer las expectativas de
rentabilidad de los accionistas debe incrementar los precios que pagan sus clientes. Este
tipo de discriminación no se basa en la animosidad. Se basa en el incentivo monetario
puro y duro.
Ninguna de estas aparentes desigualdades es especialmente agradable si uno es el
objetivo de las mismas, lo que no significa que el contratista que sube el precio nos odie.
Solo está pensando en su propio beneficio. Desde su punto de vista (o el de la compañía
aseguradora) que se basa en el incentivo, la discriminación económica es una manera de
ganar más dinero. Es tan simple como eso.

En teoría, la discriminación basada en aspectos económicos puede resultar perfectamente


aceptable en nuestro mundo dominado por las transacciones, pero puede resultar muy
desagradable, especialmente porque las víctimas a menudo desconocen lo que está
ocurriendo. La discriminación económica está aumentando por culpa de Internet, así
como por la cantidad de datos que se conocen sobre cada uno de nosotros. Piense en la
ingente cantidad de información personal que recogen actualmente, a diario, las
compañías de Internet. Las empresas pueden fragmentar y desmenuzar los datos para
averiguar quién es un cliente «interesante» y quién no. Así que utilizan el análisis de esos
datos y la discriminación económica para mejorar sus resultados.
Por ejemplo, consideremos el caso de Robert Cole, un hombre de sesenta y cinco años
residente en Ferguson, Missouri, que realiza muchas búsquedas en Internet. Para ayudar a
un amigo suyo que sufre diabetes, Cole busca información sobre la enfermedad en
diversas páginas web y se la pasa a su amigo. Poco después Cole se da cuenta de que está
recibiendo correos electrónicos y anuncios sobre suministros para comprobar los niveles
de azúcar. ¿Quién ha tenido acceso a los datos personales de Cole? ¿Cómo han podido los
términos de búsqueda que ha puesto en Google ser capturados, analizados y utilizados?
«¿Estoy en la base de datos de alguien como si fuera diabético? Porque no lo soy. Y no sé
qué puedo hacer para corregir ese error», le comentó a un reportero.9
Este tema da miedo. ¿Qué ocurre si la huella digital que dejamos a nuestro paso —la
información detallada sobre nuestro historial de compras, las páginas que hemos visitado
y nuestra situación financiera— se usan contra nosotros?
De hecho, la mayor parte de las páginas de Internet utilizan la información de maneras
que el consumidor no entiende. Robots automatizados barren la Red buscando
información sobre los consumidores y las páginas web usan las cookies y la huella digital
que dejamos en los motores de búsqueda para seguir a los usuarios a través de la web,
mientras bróqueres independientes venden los comportamientos previstos de los usuarios
en tiempo real. Cada vez que compramos on line, o incluso si solo buscamos, dejamos un
rastro electrónico que permite a las empresas recoger información detallada sobre nuestro
historial de compra, las páginas que hemos visitado y nuestras finanzas. Muchas páginas
web usan esa información, a su vez, para fijar los precios. Las empresas utilizan la
información que hay ahí fuera para entender lo que nos interesa y manipularlo para
incrementar sus beneficios.10
Una empresa que trabaje on line y se avenga a esta discriminación económica puede
ser capaz de analizar nuestra situación financiera observando nuestro historial de compras
a lo largo del tiempo, y decidir que podemos pagar más que otra persona. Si resulta que
estamos en mejor posición económica que la media, o perdemos menos tiempo
realizando búsquedas, seremos probablemente víctimas propiciatorias para la
discriminación económica.
Quizás usted se pregunte qué hay realmente de malo en este tipo de discriminación.
Después de todo, en el mundo real, los consumidores a menudo pagan precios distintos
por las mismas cosas. Cualquiera que haya comprado un billete de avión, reservado una
habitación de hotel o alquilado un coche se enfrenta a ese tipo de discriminación
económica. Las empresas varían los precios que piden a sus consumidores
continuamente, tratando de averiguar qué incentivos pueden ofrecer a sus clientes para
que compren sus productos. Si usted es una ejecutiva y debe viajar a San Francisco para
una reunión de negocios, quizás no se fije en el precio como lo hará un adolescente que
tiene poco presupuesto. ¿Por qué no iba a pedir la compañía aérea un precio mayor a la
ejecutiva?
El problema con el mundo digital es que los consumidores no saben que son el
objetivo (o la víctima) de un trato discriminatorio porque no pueden ver los distintos
precios. El individuo que entra en un concesionario con un traje caro y al que se ofrece el
vehículo más caro de toda la tienda intuye lo que está ocurriendo, y sabe que el precio de
tarifa solo es el punto de partida de la negociación. Pero si el mismo individuo compra un
billete de avión en la Red, quizás no sepa que su nivel salarial y su estilo de vida elegante se
trasladan al precio de sus billetes. Y no hay nada que pueda hacer para evitar esta
discriminación.
La política de precios de una página web se basa en un algoritmo informático, que
contiene información sobre el historial de compras, la dirección del usuario (después de
una selección de los distritos postales que resultan «deseables» y los que no lo son),
patrones de consumo, tarjetas de crédito, etc. Y estos programas son increíblemente
buenos reconociendo y aprovechándose de las diferencias más sutiles que hay entre las
personas. Incluso si el cliente es consciente de que la página ha ofrecido el mismo billete a
otro cliente por un precio menor, no puede utilizar esa información para negociar a la
baja; la página simplemente no le permite comprar su billete a un precio inferior.
Quizás piense: «¿Y qué? Si una persona con dinero puede permitirse pagar más, quizás
debería hacerlo». Pero profundice en ello: en el mundo real, cuando una mujer, alguien
que pertenece a una minoría étnica o que va en silla de ruedas tiene que pagar más que
otra persona, nos parece mal.
Al igual que en el caso de la animosidad, la discriminación económica también se
produce en todo tipo de situaciones cotidianas —cuando la gente pregunta por una
dirección en la calle, cuando van a comprar (ya sea en la Red o en el mundo «real»),
cuando solicitan un puesto de trabajo, cuando van al taller a reparar el coche, etc.—. Sin
embargo, decidir qué es justo y qué es injusto no resulta sencillo. Y ser consciente de esta
dificultad es importante porque hasta que entendamos lo que realmente hace que las
personas discriminen, los legisladores no pueden empezar a proteger a la gente de la
injusticia.
Así que ¿cómo diferenciamos la animosidad de la discriminación económica? Salimos
a la calle para averiguarlo.11

Vestido para triunfar


Jan era una mujer blanca de cincuenta años, madre de adolescentes, con canas en el pelo,
gafas doradas y la nariz roja por culpa de un resfriado. Llevaba un abrigo azul de lana y
una bufanda beis, y era nuestro agente secreto. Le pagamos para que preguntara a
distintas personas por la calle de forma aleatoria por el mejor camino para llegar a la
famosa Torre Willis de Chicago (antes conocida como la Torre Sears). La primera persona
a la que preguntó fue una mujer blanca de mediana edad. Le dijo a Jan que la entrada a la
torre estaba muy cerca. «Camine dos manzanas hasta la avenida Michigan, cruce la calle y
siga una manzana más hasta Van Buren. La entrada quedará a su derecha», le dijo
educadamente. Jan le dio las gracias y echó a andar. ¿Serían correctas las indicaciones?
Nuestro siguiente agente secreto fue Tyrone, un chico de raza negra de veinte años que
llevaba una sudadera con capucha y unos tejanos caídos. Tyrone se dirigió a otra mujer
blanca de mediana edad e hizo la misma pregunta. Sin detenerse, ella le respondió: «Uf,
no lo sé». Cuando Tyrone repitió la pregunta a un ejecutivo treintañero, este lo miró de
arriba abajo y luego le dio unas indicaciones erróneas.
En nuestro experimento, queríamos averiguar qué tipo de reacción obtendrían las
personas de distintas edades, sexos y razas cuando preguntaran por una dirección. ¿Afecta
la discriminación al deseo de ayudar de las personas? ¿Cómo reaccionaría un transeúnte si
la pregunta sobre la dirección de la Torre la hacía una amable mujer blanca de mediana
edad? ¿Y si quien preguntaba era un hombre negro? ¿Una joven mujer blanca? ¿Un
anciano de raza negra? Etc., etc.
Pedimos a gente de distintas edades, sexos y razas que nos ayudaran y el resultado se
resume en la siguiente tabla. ¿Qué revelaban nuestros experimentos? ¿En cuántas
ocasiones recibió nuestro «agente secreto» una respuesta útil? ¿Cuánto tiempo pasaba
hasta que el transeúnte respondía?


Porcentaje de Segundos
«Agente secreto» respuestas «útiles» de interacción

Mujer negra de 20 años 60%


20 segundos

Mujer negra de 50 años 63%


20 segundos

Hombre negro de 20 años 31%


13 segundos

Hombre negro de 50 años 61%


20 segundos

Mujer blanca de 20 años 75%


24 segundos

Mujer blanca de 50 años 63%


18 segundos

Hombre blanco de 20 años 52%


16 segundos

Hombre blanco de 50 años 59%


20 segundos

Los porcentajes que aparecen en la tabla muestran algo interesante: si usted pregunta
por una dirección y es una mujer, tiene posibilidades de recibir la ayuda que pide,
especialmente si es joven. Y si es usted es un hombre negro mayor tiene unas
probabilidades ligeramente superiores a las que tiene su homónimo blanco de recibir
dicha ayuda. Pero si usted es un joven hombre negro, mejor que lleve un GPS. Los
hombres jóvenes de raza negra tienen menos probabilidades de recibir ayuda que las
mujeres jóvenes con independencia de su raza (que fueron las que recibieron más ayuda),
o la gente de mediana edad (hombres o mujeres) de cualquier raza.
Quizás usted haya supuesto que las personas que no se detuvieron para ayudar al joven
de raza negra eran racistas, y, en algunos casos, tendría razón. Sin embargo, los datos
mostraban que los hombres y mujeres negros de más edad y las mujeres jóvenes de esa
raza recibían indicaciones adecuadas, así que el odio a las personas de raza negra no
explica los resultados. Si usted no tiene problemas con ayudar a gente de raza negra pero
percibe a ese hombre negro joven como una amenaza, quizás deberíamos considerar la
discriminación económica.
El motivo para ignorar a Tyrone no se basa en el odio, sino en el miedo y el deseo de
autoprotección. Tenerle miedo a Tyrone puede tener su origen en el miedo a ser objeto de
un acto criminal, ya que, desafortunadamente, los delitos cometidos por jóvenes hombres
negros son más habituales que en otros grupos. Aplicando la misma lógica, pensamos que
si hubiéramos utilizado a un joven blanco con la cabeza rapada, botas de cuero y el tatuaje
de una esvástica, probablemente el transeúnte se habría alejado de él a toda prisa.
Para validar esta conclusión decidimos introducir un indicador económico en el
contexto. Volvimos a utilizar a Tyrone, esta vez acompañado de otro hombre negro joven
como él, pero en esta ocasión ambos iban vestidos de traje. Si la respuesta que había
recibido proviniera de la animosidad, supusimos, continuaría siendo mal atendido. Por
otra parte, su atuendo podía indicar al transeúnte que se trataba de «buenas» personas, y,
por tanto, merecedoras de su ayuda.
Por supuesto, esta vez ambos jóvenes fueron tratados mucho mejor y recibieron la
misma información de calidad que las mujeres jóvenes. La conclusión es, por tanto, clara,
aunque no nos guste. Si eres blanco, la forma de vestir tiene menos importancia que si
eres negro. La única forma en que un joven hombre de raza negra puede reducir la
discriminación que sufre es vistiendo bien.
Este hallazgo resulta, obviamente, controvertido. Cuando Trayvon Martin, un
adolescente negro que no iba armado, fue abatido a tiros en una urbanización privada en
Florida en 2012 por un vigilante hispano-blanco llamado George Zimmerman. Martin
llevaba una sudadera con capucha, algo que según el presentador de la Fox, Geraldo
Rivera, fue en parte responsable de su muerte. «Pido a los padres de los jóvenes latinos y
negros particularmente que no dejen a sus hijos salir a la calle con sudaderas con
capucha», dijo Rivera en Fox & Friends. «Creo que la sudadera fue tan responsable de la
muerte de Trayvon como George Zimmerman.»12
El comentario de Rivera generó —legítimamente, según nuestra opinión— protestas
airadas por parte de los que creían que el programa de televisión estaba echando la culpa a
la víctima. Parecía sugerir que los individuos de piel oscura que eligen llevar sudaderas
con capucha pueden fácilmente ser percibidos por los demás como «pandilleros» y un
riesgo para la sociedad. ¿Contribuyó la combinación de la raza de Martin y su elección de
atuendo a su muerte? Eso es lo que Rivera parecía estar afirmando. Y, por desgracia,
nuestro experimento en las calles de Chicago parecía mostrar que el atuendo supuso, en
realidad, una gran diferencia en la forma en que los jóvenes negros fueron tratados.
Aquí está lo que el padre de Martin dijo cuando Rivera se disculpó con él: «Deje que le
diga algo sobre el tema de llevar sudaderas con capucha. No creo que Estados Unidos sepa
esto pero, en verdad, cuando se produjo el incidente, cuando todo empezó, estaba
lloviendo, así que Trayvon tenía todo el derecho a llevar la capucha. Se estaba protegiendo
de la lluvia. Así que… si caminar bajo la lluvia con una capucha es un crimen, entonces
creo que el mundo está rematadamente mal».
Permítanos poner esto en perspectiva. Hace cien años, lo que sucedió con el tiroteo de
Trayvon Martin no habría siquiera salido en las noticias locales del «mundo del hombre
blanco» racista sureño. Pero hace cincuenta años, en 1963, el asesinato del activista
Medgar Evers inflamó el movimiento por los derechos civiles, uniendo a personas de
todos los colores en la lucha por la justicia. Hoy, los disparos que mataron a un
adolescente desarmado pero desconocido encienden de nuevo la hoguera, como debe ser,
y una vez más, unen a gente de todas las razas en una demanda de justicia. Y muestran la
forma en que nuestra sociedad, hoy más tolerante —algo por lo que muchos han luchado
y perdido la vida— puede desandar el camino andado fácilmente.
En función de nuestro experimento en las calles de Chicago podemos argumentar que
la animosidad y el racismo han evolucionado mayoritariamente hacia la discriminación
económica, que es mucho más sutil. Pero, en ocasiones, ambas se combinan de formas
que tienen consecuencias terribles.

Joe, el hombre de la silla de ruedas


Hasta este momento, nuestros experimentos de campo han sacado a la luz la diferencia
entre discriminación económica y animosidad: la primera se basa en «buscar el propio
beneficio» mientras la segunda se basa en el odio por el «otro». Pero queríamos llevar el
tema más allá. Decidimos descubrir otro tipo de tratamiento diferencial, esta vez el que se
da a las personas discapacitadas.
Imagínese que está confinado en una silla de ruedas. Perdió el uso de las piernas por
culpa de una enfermedad en la infancia. Son las seis y media de la mañana de un día del
mes de enero en Chicago, con una temperatura de –30 ºC y usted —supongamos que se
llama «Joe»— vive en el séptimo piso de un bloque de apartamentos en el centro de la
ciudad. Para la alarma del despertador y luego, con paciencia y usando los brazos, se
destapa, coge la ropa interior y los pantalones que ha dejado a los pies de la cama y se
viste, logrando finalmente ponerse los calcetines. Este esfuerzo lo agota así que se detiene
unos minutos para recuperar las fuerzas. Luego, girando sobre sus caderas, se sienta en la
cama y deja caer las piernas hasta el suelo.
Con un esfuerzo ingente, se sienta en su silla de ruedas motorizada. Después de un
desayuno rápido (zumo de naranja, café de la cafetera automática y un bollo), sale de su
apartamento y coge el ascensor hasta la planta baja. La salida y la rampa del aparcamiento
están libres de nieve pero se ha formado una capa de hielo resbaladizo. Se acerca con
cuidado a su furgoneta adaptada llena de abolladuras.
Utilizando los botones de su llavero, hace que las puertas de la furgoneta se abran y
aparezca un elevador. Maniobra la silla de ruedas hasta el elevador y de ahí al interior de la
furgoneta, gira hasta el lugar del conductor y pone la llave en el contacto. Maniobrando
con cuidado los controles manuales, sale del aparcamiento por la rampa a la calle.
Después de conducir durante quince minutos, llega a Guy’s Auto Body, una de las
tiendas que sabe que posee aparcamiento para discapacitados. Baja el elevador de la
furgoneta y trata de llegar a través de la nieve a la rampa habilitada para sillas de ruedas. El
hielo complica la maniobra, pero usted insiste. Finalmente sube la rampa y llama a la
puerta del taller de reparaciones.
Si le ha resultado angustioso leer esta narración de los hechos, imagine lo que supone
para millones de personas discapacitadas, obligadas a destinar mucha más energía a las
tareas diarias de lo que el resto de nosotros pueda llegar a imaginar.
Existen pocos estudios que hayan analizado la discriminación hacia los discapacitados,
lo que resulta sorprendente, dado que el número de personas mayores crece en todo el
mundo y, por tanto, también lo hace el número de personas con alguna discapacidad. Joe,
por supuesto, era nuestro agente secreto. Después de luchar por llegar al taller de
reparaciones con su furgoneta, todavía debe enfrentarse al reto de conseguir que lo
acerquen a casa porque la mayor parte de taxis no están adaptados a las sillas de ruedas.
¿Cuántos presupuestos cree que manejará Joe para reparar su coche? ¿Conducirá de un
taller a otro, buscando el más económico? ¿O se verá forzado a aceptar el primer
presupuesto por una muy necesaria conveniencia?
Cuando usted va a un taller, no sabe en general lo que costará la reparación (excepto si
se trata del mantenimiento rutinario de cambio de aceite y revisión de la emisión de
humos). Los empleados del taller basan sus estimaciones en la cantidad de horas
necesarias y en su propia experiencia. Para este trabajo de campo, pedimos a diversos
hombres de entre veintinueve y cuarenta y cinco años que actuaran como agentes secretos
para nosotros. La mitad de ellos era como Joe —iban en silla de ruedas y conducían
vehículos especialmente adaptados—. Los enviamos a todos a pedir presupuestos para la
reparación de diversos vehículos. En la mitad de los casos, los hombres discapacitados
entraron en el taller solicitando un presupuesto. En la otra mitad, los que no tenían
discapacidad alguna hicieron exactamente lo mismo para los mismos vehículos.
Como media, los hombres con discapacidad obtuvieron presupuestos un 30 por ciento
superiores a los no discapacitados. Vaya. Pero ¿por qué?
Para responder a esta pregunta, pongámonos en el lugar de la persona que hay detrás
del mostrador del taller. Observamos a Joe entrar en el establecimiento con su silla de
ruedas. El diálogo podría ser el siguiente:

USTED: Hola. ¡Hace frío esta mañana!


JOE: (gruñe) Sí que lo hace. Mi furgoneta necesita una reparación. Está ahí afuera
(señala). ¿Puede decirme qué costará, más o menos?
USTED: (mirando a Joe) Bueno, tenemos mucho trabajo pero les pediré que le echen un
vistazo en cuanto puedan.
JOE: Perfecto. Esperaré.

Mientras Joe se dirige con su silla a la sala de espera, usted calcula mentalmente. Se
siente mal por él, porque entiende que le habrá costado un esfuerzo llegar hasta el taller.
Joe necesita un descanso. Por otra parte, ¿qué posibilidades reales hay de que Joe pase por
todo esto otra vez y conduzca hasta otro taller para pedir otro presupuesto?
Media hora más tarde, los mecánicos tienen su estimación sobre el coste del trabajo. Le
dice a Joe que va a costarle 1.415 dólares, un 30 por ciento más que lo que le costaría a
alguien sin discapacidad. De hecho, tras hacer que nuestros agentes repitieran el ejercicio
docenas de veces, visitando mecánicos, el patrón se repetía: las personas con discapacidad
obtenían presupuestos un 30 por ciento más altos como media que las personas sin
discapacidad.
¿Está usted, como mecánico, reaccionando a los incentivos o lo hace porque no le
gusta ayudar y atender a personas con discapacidad? Nuestra intuición dice que el
mecánico reconoció que tenía delante a un cliente cautivo. Joe tuvo que hacer un gran
esfuerzo para llevar su furgoneta a reparar, así que el mecánico decidió cobrarle más
porque asumió que Joe no pasaría por el calvario de ir a solicitar otros presupuestos. En
otras palabras, el mecánico creyó que podría subir el precio y obtener el trabajo porque
estaba tratando con una persona discapacitada.
Para validar nuestra intuición, enviamos a un grupo completamente distinto de
agentes a pedir presupuestos. Esta vez les pedíamos, tanto a los discapacitados como a los
que no lo eran, que mencionaran cinco simples palabras.
«Hoy tendré tres presupuestos más.»
¿Adivina qué sucedió?
En esta ocasión, tanto las personas discapacitadas como las que no lo eran recibieron
ofertas idénticas. El caso estaba claro. Los mecánicos realizaban únicamente un cálculo
económico. Al potenciar sus ventas de ese modo estaban metiéndose de lleno en una
discriminación económica claramente injusta, aprovechándose del cliente discapacitado.
Los mecánicos reaccionaban a los incentivos que se les presentaban, en este caso, la
oportunidad de ganar más dinero.

Como hemos intentado demostrar, la discriminación económica se basa en simples


cálculos. Por diversas razones, los individuos y las empresas pueden pensar que existen
alicientes para discriminar entre individuos. Amazon.com puede pensar que debería
incrementar los precios a determinados clientes para satisfacer las expectativas de
beneficio de sus accionistas. Las compañías aseguradoras pueden incrementar las cuotas
que pagan los fumadores porque creen que es justo que la gente que arriesga su salud
pague por ese riesgo. Los mecánicos pueden cobrar más a las personas con discapacidad
para mantener a flote su negocio. Y la razón por la que la mujer de Uri no fue contratada
no tenía nada que ver con la falta de confianza en las mujeres: se trataba de las
expectativas que ella despertaba en lo que se refería a su disponibilidad para el trabajo.
Este tipo de discriminación no se basa en la animosidad. Se basa en el aliciente
económico. Para luchar contra ella, la persona que está siendo discriminada debe dirigirse
al discriminador pidiendo ser tratada con justicia.
En el próximo capítulo, profundizaremos en la animosidad y la discriminación
económica visitando nuevos lugares, y terminaremos con algunas reflexiones sobre cómo
podemos como sociedad enfrentarnos a la discriminación.

1 En Estados Unidos hacer este tipo de pregunta sería ilegal, lo cual no significa, por supuesto, que los empleados
públicos estadounidenses no hagan uso de dicha información cuando han de tomar decisiones de contratación.

2 Ver «General Orders #11», Jewish-American History Foundation, http://www.jewish-


history.com/civilwar/go11.htm (último acceso, el 28 de marzo de 2013). Abraham Lincoln derogó dicha orden.

3 «History of Antisemitism in the United States: Early Twentieth Century», Wikipedia,


http://en.wikipedia.org/wiki/History_of_antisemitism_in_the_United_States#Early_Twentieth_Century (último
acceso, el 28 de marzo de 2013).

4 Nota de prensa. NobelPrize.org, 13 de octubre de 1992,


http://www.nobelprize.org/nobel_prizes/economics/laureates/1992/press.html

5 En el colectivo de adultos de más de veinticinco años, 10,6 millones de mujeres poseen títulos de máster o
superiores, comparados con los 10,5 millones de hombres con la misma titulación.

6 Ver Kerwin K. Charles y Jonnathan Guryan, «Prejudice and Wages: An Empirical Assessment of Becker’s The
Economics of Discrimination», Journal of Political Economy 116 (2008): 773-809.

7 Jeffrey M. Jones, «Record-High 86% Approve Black-White Marriages», Gallup, 12 de septiembre de 2011,
http://www.gallup.com/poll/149390/Record-High-Approve-Black-White-Marriages.aspx (último acceso, el 28 de
marzo de 2013).

8 La literatura económica se refiere habitualmente a este tipo de discriminación como «discriminación estadística».
Ver Kenneth Arrow, «The Theory of Discrimination», en Orley Ashenfelter y Albert Rees, eds., Discrimination in
Labor Markets (Princeton University Press, Princeton, NJ, 1973), 3-33.

9 Aisha Sultan, «Data Mining Spurs Users to Protect Privacy Online», The Bulletin (Oregon), 29 de septiembre de
2012, http://www.bendbulletin.com/article/20120929/NEWS0107/209290322/

10 Ver «Web Sites Change Prices Based on Customers’ Habits», CNN.com, 25 de junio de 2005,
http://edition.cnn.com/2005/LAW/06/24/ramasastry.website.prices/ (último acceso, 28 de marzo de 2013).

11 Esta investigación y la siguiente se beneficia de la investigación previa de John publicada en la década de 2000.
Ver John A. List, «The Nature and Extent of Discrimination in the Marketplace, Evidence from the Field»,
Quarterly Journal of Economics, 2004, 118 (1), 49-49.
12 Leer más en M. J. Lee, «Geraldo Rivera Apologizes for “Hoodie” Comment», Politico, 27 de marzo de 2012,
http://www.politico.com/news/stories/0312/74529.html#ixzzlqusQkm6A (último acceso, el 28 de marzo de 2013).
7

Cuidado con lo que escoges.


Puede ser usado en tu contra.
Las razones ocultas tras la discriminación

Cuando reflexionamos sobre lo lejos que han llegado las civilizaciones occidentales desde
principios del siglo veinte, no podemos sino sentirnos impresionados. Si nuestros abuelos
hubieran nacido hoy, sería difícil que encontraran el nivel de animosidad que existía en su
juventud. Resulta esperanzador ver cómo esa animosidad se reduce. Pero aún estamos
muy lejos de tener una sociedad igualitaria, y el crecimiento de la discriminación
económica hace más fácil que esta animosidad se esconda entre sus pliegues.
¿Por qué? Porque aunque la mayoría de nosotros estaría de acuerdo con que la
animosidad es mala, es fácil que no estemos de acuerdo con el hecho de que todas las
formas de discriminación económica son reprobables. Algunas pueden parecernos
justificables, otras quizás no. Algunos tipos de discriminación económica son ofensivos,
mientras que otros no lo son. Algunos merecen ser censurados legalmente, otros no.
Algunos se basan en hechos incontrovertibles; otros en estereotipos culturales y creencias.
Como hemos tratado de sugerir, separar lo que es aceptable de lo que no lo es resulta a
menudo delicado.
Volvamos por un momento al ejemplo del contratista del capítulo anterior. Si ese
hombre estuviera compitiendo en un mercado muy difícil y tuviera serios problemas de
dinero, quizás creería justificado cobrar más al CEO por su trabajo. En este caso,
podríamos ser más comprensivos porque su motivo no estaría basado en la avaricia, sino
en la pura supervivencia. Pero si el sobreprecio se debiera a que estaba ahorrando para un
yate, entonces todo sería distinto.
Muchos somos los que comprendemos que una persona como el contratista
mencionado discrimine para evitar alguna pérdida económica o de otro tipo. Pero si la
persona discrimina para aumentar sus ganancias, creemos que es un aprovechado
avaricioso. Cuando pensamos en ello, sin embargo, la «pérdida» y la «ganancia» son
únicamente dos formas distintas de formular el tema, como veíamos en los capítulos
dedicados a la educación. Cualquier ganancia puede ser formulada como una pérdida, y
viceversa, si uno es suficientemente creativo.
En otros casos, la discriminación económica puede tener que ver con la necesidad
aparentemente sensata de reducir el riesgo. Uno puede pensar que cobrar más a los
fumadores por sus seguros médicos es razonable,1 y que también tiene sentido cobrar más
a los hombres que a las mujeres por los seguros de automóvil, o que las empresas de
alquiler de coches están en su derecho si deciden no alquilar vehículos a conductores de
menos de veinticinco años. Sin embargo, aunque este tipo de políticas pueden parecer
injustas a los hombres que conducen bien o a los jóvenes que lo hacen de forma excelente,
la compañía de seguros argumentará que resulta necesario si quiere controlar sus costes.
Probablemente, las personas obesas cuyos empleadores cubren los seguros pueden tener
que pagar más por sus pólizas médicas que algunos de sus compañeros. Y algunas líneas
aéreas, como Air France o Southwest Airlines obligan a pagar por dos asientos si el
pasajero pesa tanto que no cabe en un asiento con los reposabrazos bajados.
Una persona obesa puede sentirse humillada si se ve en una situación como esa en el
mostrador de venta de billetes. Cuando Kenlie Tiggeman trató de comprar un billete en el
mostrador de Southwest Airlines, tuvo que responder a diversas preguntas. «Me
preguntaron qué talla utilizaba y cuánto pesaba. Tuve que responder en un mostrador
lleno de gente, y algunos se reían», dijo Tiggeman.2 Aunque desde el punto de vista de la
compañía, estas normas puedan tener sentido económicamente hablando, la persona
obesa las interpretará probablemente como animosidad.
Digamos que usted es el jefe de contratación de una compañía constructora, y está
seleccionando a un capataz. ¿Tiene sentido para usted negarse a entrevistar a mujeres si
cree firmemente que un hombre estará más cualificado?3 Después de todo, limitar las
entrevistas a aquellos candidatos que tienen una oportunidad de encajar con el resto de la
cuadrilla ahorra mucho tiempo, esfuerzo y dinero, tanto para usted como para los
candidatos. Ese es un argumento perfectamente racional para la discriminación
económica, pero también es descaradamente sexista. ¿Se negará a entrevistar a cualquier
mujer, del mismo modo que los entrevistadores se negaron a ver a John en 1995?
Pensemos en otro tipo de discriminación. La que existe contra los homosexuales.
Aunque esta cuestión se ha convertido en un tópico debido a la evolución de la sociedad
estadounidense, la discriminación de los homosexuales tiene una historia larga y bien
documentada. Las sociedades han criminalizado la homosexualidad durante siglos, como
Leonardo da Vinci descubrió cuando fue detenido por acostarse con un prostituto. Los
nazis acorralaron a los homosexuales, los esterilizaron y los utilizaron como mano de obra
esclava o como cobayas para los nefastos experimentos médicos del doctor Mengele. Entre
1933 y 1945 la policía alemana arrestó aproximadamente a cien mil hombres solo por ser
homosexuales.4
En la actualidad, a pesar de la persistencia de declaraciones muy agresivas hechas por
una minoría decreciente, y aunque en la mayoría de los estados el matrimonio
homosexual está prohibido, en Estados Unidos la homosexualidad ya no se considera un
crimen. Sin embargo, ¿qué tipo de discriminación contra los homosexuales es la que tiene
más prevalencia? ¿Se trata de una discriminación originada en el odio que conduce a la
violencia y al aislamiento social? ¿Es del tipo económico? ¿Se trata de una combinación de
ambas?
En nuestra incesante búsqueda para llegar al fondo de la discriminación, decidimos
observar el comportamiento de las personas en un entorno amable, neutral y cotidiano:
un concesionario automovilístico. Las ventas de coches son una de las transacciones más
comunes e importantes a nivel económico para la mayoría de las personas, ya que cada
año se venden en Estados Unidos aproximadamente dieciséis millones de vehículos.
Además, los importes son elevados pero las transacciones son relativamente cortas,
haciendo que se trate del lugar ideal para realizar experimentos de campo en los que los
participantes no saben que están siendo observados.

¿Les vendería un coche a esos individuos?


Compare los siguientes escenarios:

Escenario A:

Es una mañana soleada de otoño en el concesionario de Toyota en Chicago, y los nuevos


Corolla acaban de llegar. Bernard, el vendedor, espera ganar alguna suculenta comisión
hoy.
Hacia las diez de la mañana dos hombres jóvenes entran en la tienda. Se dirigen
directamente al Corolla CE, un sedán azul marino, que está en el centro de la exposición.
«Tom», le dice uno al otro. «¿No te lo dije? ¿No es este coche la cosa más maravillosa del
mundo? ¡Mira el color!»
«Tienes razón, Joe», responde Tom, observando a través de la ventanilla los asientos de
piel y el techo solar. «Creo que será perfecto.»
Mientras ellos examinan el vehículo, Bernard se acerca. «Les gusta este coche, por lo
que veo», dice. «Miren esto.» Les enseña los asientos con calefacción y otros extras y luego
los invita a una taza de café mientras discuten las virtudes del coche.
Escenario B:

En la misma mañana, Jerry y Jim entran en el concesionario de Honda al final de la calle.


Entran cogidos de la mano en una clara muestra de afecto. Se acercan al nuevo Honda
Civic CE que está en el centro de la exposición.
«Sabes, Jer», dice Jim, mientras inspecciona el papel en el que se detallan las
características del vehículo, las estadísticas y el precio. «Es el coche perfecto para nosotros.
Compacto, consume poco y estas cosas duran para siempre.»
«Y tanto», responde su pareja, abriendo la puerta del acompañante y olisqueando
alegremente. «¿No te encanta cómo huelen los coches nuevos?»
El responsable, George, observa a la pareja encantada con el coche durante un minuto,
toma un catálogo y se acerca a ellos. «Veo que les gusta este coche», dice con frialdad. «Es
un modelo nuevo en el mercado. Una buena compra a este precio. Aquí tienen un
catálogo. Ahora vuelvo.»
Para este experimento colaboramos con nuestro colega Michael Price, formando
parejas de hombres para actuar como nuestros agentes secretos: dos hombres
heterosexuales actuando como si fueran amigos, dos hombres heterosexuales actuando
como si fueran pareja, dos hombres homosexuales actuando como amigos y dos hombres
homosexuales actuando como pareja. Cada una de esas parejas visitó diversos
concesionarios para negociar la compra de un nuevo vehículo. Cada «pareja» negoció en
distintos concesionarios elegidos al azar y todos los concesionarios recibieron al menos
dos visitas. Observamos no solo el tipo de oferta que recibían las diversas «parejas», sino
en cuántas ocasiones recibían un trato obsequioso como el ofrecimiento para que
probaran el coche o una taza de café.
Nuestros resultados mostraron que aquellos que actuaban como pareja homosexual
recibieron peor trato por parte de la mayoría de los concesionarios. Muchos
concesionarios rechazaron las ofertas realizadas por parejas que percibían como
homosexuales, mientras aceptaban ofertas idénticas hechas por parejas heterosexuales.
Más del 75 por ciento de las veces, la oferta de precio inicial hecha a los homosexuales era
superior; cuando los homosexuales hacían contraofertas eran rechazadas en el 80 por
ciento de los casos y los vendedores se negaban a seguir negociando.
De todos modos, estos resultados no eran consistentes en toda la muestra. En algunos
concesionarios, las parejas homosexuales recibieron el mismo trato amable que las parejas
heterosexuales. Se les ofreció café, pudieron probar el coche, etc.
Resultó que el trato dado a las parejas homosexuales dependía en gran medida de la
raza del vendedor. Era mucho más probable que las personas que pertenecían a una
minoría (ya fueran afroamericanos o hispanos) discriminaran en mayor grado a la pareja
homosexual que sus colegas que pertenecían a la mayoría (blancos). Cuando una pareja
homosexual preguntaba, las ofertas de los vendedores que pertenecían a una minoría eran
aproximadamente 1.233 dólares más altas que las de los vendedores blancos. De hecho,
parecía que los primeros quisieran limitar su contacto con las parejas homosexuales,
evitando ofrecer pruebas de conducción o la oportunidad de valorar un vehículo más
económico, lo que implicaba que dichas parejas los incomodaban tanto que preferían
perder una buena comisión a continuar tratando con ellos. (Eso no implica que todos los
individuos pertenecientes a una minoría actuaran así, solo que muchos lo hacían.)
Quizás sería lógico pensar que las minorías deberían ser más tolerantes con las
diferencias entre personas, pero sucedió justo al contrario. Era más probable que
renunciaran a los incentivos asociados a la venta de un coche cuando los compradores
eran pareja. Una posible explicación para este hallazgo sería que las minorías se
identifican a sí mismas con más frecuencia con la religión, y muchas religiones ven la
homosexualidad como algo reprobable. Las personas religiosas, según los resultados de
algunas investigaciones, creen con más frecuencia que la orientación sexual es una
elección, más que estar determinada genéticamente. Según una encuesta de 2007 realizada
por el Foro del Centro de Investigación Pew para la religión y la vida pública, los
afroamericanos son «claramente más religiosos en lo que se refiere a determinadas cosas
que la población de Estados Unidos tomada globalmente.5 (Esta idea tiene relación con
una línea de investigación, en la que nosotros participamos, que muestra que los
individuos tienen más prejuicios hacia aquellos que creen que pueden «elegir», como es el
caso de la obesidad o la homosexualidad, condiciones que los que discriminan consideran
controlables.)
¿Existiría el mismo tipo de discriminación en lo que se refería a la raza, que claramente
no forma parte de lo que las personas pueden elegir?

Hagamos un trato
Una vez más, enviamos a distintos hombres a comprar coches, pero en esta ocasión no
como amigos o formando parte de una pareja sino individuamente con instrucciones
especificas. Todos eran de mediana edad; la mitad eran blancos y la mitad negros. Para
hacernos una idea del tema, comparemos los dos escenarios que detallamos a
continuación y observemos las diferencias.
Con un precio base de 55.000 dólares, el BMW 335i de 2012 es caro, pero también es
una belleza. Un maravilloso descapotable rojo burdeos, con llantas de aleación de doble
radio y asientos de piel negros. Una auténtica obra de arte en el mundo del automóvil.
El vendedor, un joven atlético llamado Richard sonríe a Jim. «Bonito, ¿eh? ¿Quiere
probarlo?»
«Por supuesto», responde Jim tratando de disimular su entusiasmo. Esto va a ser
divertido.
Mientras Richard va a buscar la llave, Jim piensa en los extras que añadiría al precio de
base: asientos con calefacción, dirección asistida, llantas de aleación y tal vez faros
delanteros de gama superior, que su mujer agradecería seguro en esas noches oscuras y
lluviosas de invierno.
Richard regresa con la llave y Jim se pone al volante. Mientras el descapotable sale por
la rampa del aparcamiento y se dirige a la autopista, Richard valora a su cliente. Un
hombre blanco, cerca de los cuarenta. Jim lleva unos pantalones caquis y una parca verde
encima de una camisa lisa de lana.
«¿Cuánto tiempo hace que está buscando un coche?», pregunta Richard.
«Bastante», responde Jim, sonriendo. «Estoy pensando en un regalo de cumpleaños
para mi esposa. Siempre ha soñado con uno de estos.»
«Puedo imaginar su cara cuando abra la puerta y lo vea en su garaje», responde
Richard. Mientras circulan, Richard pregunta educadamente a Jim algunas cosas sobre su
mujer y su familia.
Después del paseo, Richard ofrece a Jim una taza de café y una silla cómoda en su
oficina. Jim dice que está listo para cerrar el trato. Después de una larga negociación,
llegan a un acuerdo: Jim pagará 60.925 dólares por el coche.

Ahora imaginemos exactamente el mismo escenario, en las mismas condiciones. La única


diferencia esta vez es que Jim es un hombre de raza negra.
Esta es la pregunta. ¿Cuál es la oferta de Richard para Jim, siendo este de raza negra?
¿Mejor? ¿Peor?
Descubrimos que, en la compra de vehículos de gama alta, los hombres negros recibían
ofertas que eran como media 800 dólares más elevadas que las que recibían los hombres
blancos.
¿Se trata del mismo tipo de discriminación que describíamos con anterioridad en el
experimento de los homosexuales? ¿Por qué trataban los vendedores peor a los clientes
afroamericanos que se interesaban por un vehículo caro? ¿Por qué les ofrecían con menos
facilidad una taza de café o una prueba de conducción? Para averiguarlo, lanzamos otra
serie de experimentos.

Bob cree que el Toyota Corolla de 2012 es un coche bonito. Su precio es de 16.995 dólares.
Bob quiere asegurarse un buen trato para su Pathfinder de 2007 que según los libros tiene
un precio de 10.000 dólares, con alguna rebaja. Quiere deshacerse del Pathfinder, así que
está dispuesto a aceptar por él un precio menor del que conseguiría si lo vendiera
directamente.
Mientras inspecciona las llantas brillantes del coche, el vendedor se le acerca
silenciosamente. «Bonito coche», dice Bob. «¿Puedo probarlo?»
«Por supuesto. Este es el último que nos queda», contesta el vendedor. «Mi nombre es
Tony.» El vendedor extiende su mano y Bob se la estrecha. «Enseguida vuelvo y puede
llevárselo de paseo.»
Cuando Tony regresa con la llave y aprieta el mando para abrir las puertas, Bob se
sienta en el asiento del conductor, apreciando el tacto suave del cuero gris y el olor a coche
nuevo.
Mientras sale del concesionario, Tony trata de averiguar qué tipo de cliente tiene entre
manos. Bob es un hombre de raza negra que parece haber cumplido los cuarenta. Lleva
tejanos y una parca de un azul indeterminado encima de una camisa de franela roja.
«¿Cuánto tiempo hace que está buscando coche nuevo?», pregunta Tony.
«Ya hace bastante», responde Bob. «Necesitábamos un cambio y esta vez quería un
coche nuevo y no otro de segunda mano.»
Después de la prueba de conducción, Bob dice que está listo para llegar a un acuerdo.
Después de una larga negociación, el trato se cierra: Bob pagará 400 dólares más de lo que
marca la factura (16.295 dólares) y se le descontarán 8.000 dólares por el Pathfinder.

Ahora imaginemos exactamente el mismo escenario, en las mismas condiciones. La única


diferencia es que Bob es un hombre blanco.
Esta es la pregunta: ¿cuál de los dos obtiene el mejor trato?
En este caso, ninguno —ambos cierran el mismo acuerdo—. No encontramos
diferencias entre los dos, cuando se trataba de negociar por modelos de gama baja como
los Toyota. El hecho de que las ofertas de precio recibidas de los vendedores de los
concesionarios de vehículos de gama baja fueran iguales, con independencia de la raza del
comprador, sugiere que los concesionarios discriminaban por razones económicas
buscando aumentar sus beneficios. Es decir, los concesionarios discriminan cuando
piensan que la raza del cliente potencial disminuye la probabilidad de que compre el
vehículo caro. Y no discriminan cuando creen que todos los clientes, con independencia
de su raza, tienen las mismas probabilidades de terminar comprando el coche más barato.
Para explicarlo mejor: nuestra conjetura fue que los concesionarios podían haber
pensado que era más probable que los hombres blancos compraran los vehículos más
caros, así que se tomaban un tiempo extra en hablar con ellos, les ofrecían un café, etc.,
como Richard hizo con Jim. En este caso, los concesionarios únicamente reaccionaron a
los incentivos que percibían. Estaban más dispuestos a negociar con los hombres blancos
porque creían que esa negociación llevaría a un acuerdo.
En otras palabras, los intolerantes actúan de forma consistente como tales. Pero si uno
discrimina únicamente cuando cree que así se incrementarán sus beneficios, entonces se
trata de discriminación económica. Este tipo de discriminación puede ser considerada
poco ética e injusta, y en el caso de los concesionarios de BMW estos acaban tratando mal
a determinada gente por su raza. A pesar de ello, no se trata de animosidad.

La discriminación y las políticas públicas


Acuérdese de la pregunta que Archie Bunker hizo a Sammy Davis Jr. y que comentamos
en la introducción: «De acuerdo, eres de color. Sé que no tuviste posibilidad de elegir.
Pero ¿por qué eres judío?»6
Tal como sugerimos más arriba, nuestra investigación apunta a una conclusión
interesante: basándonos en todo lo que hemos estudiado, deducimos que la animosidad se
esconde detrás de aquellos casos en que quien discrimina cree que la persona a la que están
juzgando tiene elección.7 Por ejemplo, si uno ve a una persona obesa, puede pensar que su
situación se deriva de una falta de autocontrol. Si miramos a una persona abiertamente
homosexual, algunos atribuiremos esta característica a una elección. Pero las personas no
eligen su raza o su género (excepto los transexuales, por supuesto).
Estos hallazgos son congruentes con lo que los psicólogos llaman la teoría de la
atribución: es decir, sacamos conclusiones sobre otras personas en un esfuerzo para
explicarnos a nosotros mismos motivos o sucesos. Atribuimos explicaciones a la obesidad,
la homosexualidad, la criminalidad, etc., basadas en esas conclusiones, cuando de hecho
desconocemos por completo al individuo en cuestión. Y cuanto mejor conocemos a
alguien, menos probable es que le atribuyamos un estereotipo.
Así que volvamos sobre la cuestión de la importancia que tiene conocer la motivación
subyacente que explica la discriminación. ¿Qué diferencia supone este conocimiento?
Después de todo, sepamos más o menos, la gente sigue comportándose de forma injusta y
discriminatoria.
Nuestra respuesta es sencilla: no podemos empezar a construir una legislación sólida
para abordar la discriminación si no entendemos su origen. El hecho de que la
animosidad, aunque siga siendo peligrosa, esté decreciendo, mientras aumenta la
discriminación económica es una información importante para el legislador. Y aunque las
políticas contra la discriminación continúen modificándose, poco es lo que sabemos sobre
la relación entre las intervenciones políticas y los dos tipos de discriminación.
Durante años, el gobierno de Estados Unidos ha desarrollado y puesto en práctica leyes
que prohíben la discriminación provocada por el odio. La discriminación positiva es,
probablemente, la política más habitual para luchar contra este problema. El término
discriminación positiva apareció en la política estadounidense en la década de los 60; se
refiere a las regulaciones que tratan de reducir las diferencias y compensar a los grupos
que han sido históricamente discriminados por razón de raza, religión o género. Este tipo
de políticas no es exclusivo de Estados Unidos. Por ejemplo, la Sudáfrica postapartheid
llevó a cabo una importante política de fortalecimiento económico de los negros, que
obligaba a las empresas a tener en sus plantillas un número mínimo de empleados de raza
negra.
En cierto modo, la discriminación positiva es el polo opuesto de las leyes de
segregación de Jim Crow, el apartheid y otras leyes terribles que han discriminado a lo
largo de la historia a diversas minorías y han mantenido algunos trabajos fuera de su
alcance. Los partidarios de la discriminación positiva proponen revertir el efecto de estas
leyes tan dañinas incrementando la importancia de los grupos poco representados en las
profesiones deseadas. Este cambio tenía todo el sentido en los 60 y los 70, cuando el odio
hacia las minorías era muy fuerte.
Sin embargo, en la actualidad nuestra sociedad ha cambiado hacia formas más sutiles
de discriminar. Uno de los problemas de la discriminación positiva, según alguno de sus
detractores, es que a pesar de que el objetivo de promover la igualdad en la sociedad sea
correcto, su aplicación ya no es necesaria dados los adelantos que las mujeres y las
minorías han hecho en los últimos cincuenta años.
Un ejemplo de los problemas asociados con las políticas de discriminación positiva
tiene que ver con las conclusiones erróneas que la gente saca sobre el éxito de una de las
minorías objetivo de las mismas. Pensemos, por ejemplo, en una mujer afroamericana,
muy inteligente y trabajadora, que se licencia por una de las mejores universidades en
Derecho. Si no existiera la ley de discriminación positiva, la gente atribuiría su éxito a sus
capacidades. Pero como la ley existe, quizás su éxito se atribuya a la intervención del
gobierno. Puede pensarse que consiguió su licenciatura gracias al favoritismo, y no por su
trabajo o por su capacidad.
Como reacción a ese tipo de problema, en algunos estados la discriminación positiva
ya no es legal. Por ejemplo, en California, la propuesta de ley 209 prohíbe dar un trato
preferencial a las mujeres y las minorías en lo que se refiere a las admisiones en las
escuelas públicas, las contrataciones por parte del gobierno y las adjudicaciones.
En el caso de que el equipo de admisiones de una universidad no acepte a una mujer
negra con talento por causa de su raza o su género, a pesar de que esta es igual al resto en
todo lo demás, una política que «revierta la discriminación», como por ejemplo la ley de
discriminación positiva, es probablemente una buena solución. Pero si la razón está en la
discriminación económica —por ejemplo si el equipo de admisiones cree que no triunfará
— entonces la ley de discriminación positiva no conseguirá ayudarla. La discriminación se
basa en el cálculo que hace la universidad de la «posibilidad económica»; quieren que los
mejores estudiantes se licencien, y piensan que es menos probable que la mujer lo consiga.
En este caso la solución sería modificar el análisis coste-beneficio que siguen esos comités.
Por ejemplo, si usted fuera el candidato, debería tratar de señalar que puede obtener la
licenciatura consiguiendo buenas calificaciones en los cursos más difíciles. Esta es una
receta distinta de la que se necesita si la discriminación se basa en el odio.
Nuestra investigación sugiere que las herramientas usadas hasta ahora, como las cuotas
de contratación o la discriminación positiva, resultan obsoletas y son inadecuadas a la
hora de combatir la discriminación que hoy existe en el mercado de trabajo, porque no
tienen que ver con los problemas actuales. De hecho, combaten la discriminación errónea,
y no la que prevalece y crece: la discriminación económica actual.

Compra hasta caer rendido


La pregunta que nos hacíamos en el capítulo anterior: «¿Qué palabras pueden terminar
con la discriminación moderna?» tenía una solución fácil:
«Hoy tendré tres presupuestos más.»
Como vimos en el experimento con los conductores discapacitados, esta es la solución
cuando la persona que ofrece el producto o servicio aplica la discriminación económica.
Como diversión, la próxima vez que vaya de compras a un lugar que admita el regateo,
dígale a la vendedora «hoy tendré tres presupuestos más». Con esta sencilla frase, quizás
haya cambiado completamente la percepción que tiene sobre los incentivos a los que se
enfrenta. En vez de tratar de maximizar su beneficio vendiéndole algo a usted, quizás
rectifique y le ofrezca un precio razonable sabiendo que si no lo hace la competencia
puede ofrecerle algo mejor.
Imaginemos lo siguiente. Hace unos años, mientras Uri daba clases sobre negociación
en Singapur, tuvo que comprar un objetivo para su cámara Nikon. Se dirigió a un centro
comercial lleno de tiendas de fotografía que ofrecían buenos precios. Entró en la primera
tienda y pidió al vendedor «un buen objetivo para esta cámara Nikon».
El vendedor le explicó cuáles eran las opciones y le recomendó el objetivo que creía
más adecuado. Su precio era de 790 dólares. Cuando Uri se marchó, el vendedor lo siguió
preguntándole cuánto estaba dispuesto a pagar.
Sabiendo más sobre el objetivo que necesitaba, Uri podía comprar con toda la seriedad
del mundo. En otras tiendas entendió exactamente por qué era ese el objetivo que quería.
Cuanto más sabía sobre lo que necesitaba, mejores ofertas recibía. Al final, entró en la
última tienda, pidió un Nikon Nikkor AF-S 55-300 mm f/4.5-5.6 ED VR High Power
Zoom Lens, DX y lo compró por 328 dólares. No hizo falta negociar.
¿Qué había sucedido? El primer vendedor pretendía cobrar 790 dólares porque vio que
Uri no sabía lo que quería. El último vio que Uri sabía lo que hacía, así que le ofreció un
precio mejor. El mal trato ofrecido por el primer vendedor no tenía nada que ver con que
Uri no le gustara: simplemente lo identificó como un comprador desinformado y trató de
sacarle el máximo de dinero posible.
La moraleja de esta historia (que comprobamos más adelante de forma más
sistemática) es simple: si quiere reducir la discriminación económica cuando compra,
asegúrese de que dispone de suficiente información sobre precios y productos para
rebatirla. Cuando sabe, y se lo dice a la otra parte, cambia radicalmente los incentivos que
posee el vendedor para discriminar.

Si tuviéramos una varita mágica para tocar a los legisladores de manera que pusieran en
práctica lo que nosotros sabemos, se centrarían menos en el odio y más en las políticas
que ayudaran a aquellos que son objeto de discriminación económica. Para hacerlo,
necesitarían llevar a cabo más experimentos de campo para obtener información sobre las
distintas formas de discriminación económica en sus áreas de interés. Basándose en estas
investigaciones, podrían hacer un mejor trabajo asegurando que todos los trabajadores
tienen el mismo acceso al mercado laboral. Podrían trabajar para asegurar que todos los
consumidores tienen idéntico acceso a los productos. Cuando los clientes intentan
obtener un préstamo, deberían poder demostrar su solvencia en condiciones de igualdad.
Y los legisladores podrían asegurar que en esta época de crecimiento del comercio
electrónico, los precios son justos y transparentes para todo el mundo.
Richard Thaler, nuestro amigo de la Universidad de Chicago, tuvo una buena idea
sobre cómo llevar esto a la práctica. En su columna del New York Times llamada
«Queremos ver los datos. (Al fin y al cabo son nuestros.)», afirmaba: «Las empresas están
acumulando cantidades ingentes de información sobre lo que nos gusta y lo que no nos
gusta. Pero no lo hacen únicamente porque seamos interesantes. Cuanto más saben, más
dinero pueden ganar».8 Aunque esto pueda estar bien —¿por qué no deberían obtener
información para ganar más dinero?—, lo que no es correcto es que abusen de los
consumidores utilizando esa información. La propuesta de Thaler es que el Congreso
apruebe una ley obligando a las empresas a hacer públicos esos datos. Si eso sucede, uno
puede ver quién es el enemigo, y puede encontrar el producto o servicio que mejor cubra
sus necesidades. Si las empresas tienen que compartir sus datos con usted, les resultará
mucho más difícil usarlos en su contra. Thaler argumenta que estas empresas hacen que
elegir sea tan complicado que no podemas actuar como consumidores capacitados si no
disponemos de estos datos.
La solución de Thaler es un buen comienzo. Pero si realmente se quiere detener este
tipo de discriminación, tener acceso a nuestros propios datos no es suficiente. También
tenemos que entender el modo en que estas empresas los utilizan.

En definitiva, un conocimiento más profundo sobre la forma de funcionar de la


discriminación, no puede sino contribuir a que el mundo sea un lugar mejor. Como dijo
Gary Becker en 1992 en su discurso de aceptación del Nobel: «Es seguro que las ciencias
económicas no dan una visión romántica de la vida. Pero la pobreza, la miseria y las crisis
que se extienden en gran parte del mundo, muchas de ellas innecesarias, deben
recordarnos que comprender el marco legal económico y social puede contribuir
enormemente al bienestar de las personas». Esperamos que ahora usted entienda mejor
qué es la discriminación y cuáles son los estrechos vínculos que unen a los incentivos con
los comportamientos derivados del prejuicio.
En el capítulo siguiente explicaremos otras maneras en que los esfuerzos de las
políticas públicas encaminadas a mejorar la sociedad pueden aplicarse de forma más
inteligente.

1 Entre las compañías con más de veinte mil empleados, un 24 por ciento modifican las primas en función de si el
empleado es fumador, mientras ocurre lo mismo en un 12 por ciento de las empresas que tienen quinientos o más
empleados. Ver «Smokers, Forced to Pay More for Health Insurance, Can Get Help with Quitting», Washington
Post, 2 de enero de 2012. Ver también, «Firms to Charge Smokers, Obese More For Healthcare», Reuters, 31 de
octubre de 2011.

2 «Kenlie Tiggeman, Southwest’s “Too Fat to Fly” Passenger, Sues Airline», Huffington Post, 4 de mayo de 2012,
http://www.huffingtonpost.com/2012/05/04/kenlie-tiggeman-southwests_n_1476907.html

3 Ver Andrew Dainty y Helen Lingard, «Indirect Discrimination in Construction Organizations and the Impact on
Women’s Careers», Journal of Management in Engineering 22 (2006): 108-118.

4 «Nazi Persecution of Homosexuals, 1933-1945», United States Holocaust Memorial Museum,


http://www.ushmm.org/museum/exhibit/online/hsx/ (último acceso, el 27 de abril de 2013).
5 «The Black Church», BlackDemographics.com, http://www.blackdemographics.com/religion.html (último acceso,
el 28 de marzo de 2013).

6 All in the Family (en español, Todo en familia). Segunda temporada. Accesible en YouTube, 25 de marzo de 2013.
http://www.youtube.com/watch?v=O_UBgkFHm8o

7 Ver Uri Gneezy, John A. List y Michael K. Price, «Toward an Understanding of Why People Discriminate:
Evidence from a Series of Natural Field Experiments», Documento de trabajo 17855 NBER (febrero de 2012).

8 Richard H. Thaler, «Show Us the Data. (It’s Ours After All.)», New York Times, 23 de abril de 2011,
http://www.nytimes.com/2011/04/24/business/24view.html
8

¿Cómo podemos protegernos


de nosotros mismos?
El uso de los experimentos de campo para explicar
las situaciones de vida o muerte

Es una tarde de finales de septiembre de 2009, y los alumnos del instituto Fenger en el
barrio Sur de Chicago, cruzan un solar de cemento en su camino a casa desde la escuela.
Algunos viven en las casas del proyecto Altgeld Gardens. Otros viven en el barrio
marginal de Roseland («The Ville»), también en Chicago. Algunos de los estudiantes de
estos dos barrios sienten una profunda antipatía por los otros, a pesar de que los grupos se
parecen más a pandillas que a bandas organizadas.
Mientras los adolescentes cruzan el solar, comienza una pelea. Los chicos de los dos
grupos, así como otros estudiantes que están de paso, se ven atrapados en la melé. Alguien
saca un teléfono móvil y empieza a grabar un vídeo en el que se ve a quince o veinte
jóvenes peleándose. No se distinguen los bandos y el altercado no parece distinto de
cualquiera de los causados por las hormonas en los institutos de todo Estados Unidos. Al
cabo de un minuto, el vídeo muestra cómo alguien descubre un par de tablones de madera
en el suelo del solar. Eugene Riley, que lleva una cazadora de motorista roja, coge uno de
los tablones que le alcanza un amigo y lo blande como si se tratara de un bate de béisbol
sobre la cabeza de Derrion Albert, un estudiante del cuadro de honor, de dieciséis años.
«¡Ayyy!», grita alguien. Los chillidos y las voces se suceden y los chicos empiezan a
correr. Algunos hacia los gritos y otros alejándose. Derrion trata de ponerse en pie pero
los puñetazos y los golpes se suceden mientras alguien grita: «¡Dios mío, chicos!» Derrion
trata de protegerse la cabeza.
La cámara se desplaza desde el solar a la calle. Un hombre de unos treinta años que no
lleva camiseta se enfrenta a un adversario mucho más joven que lo amenaza con un
tablón. El hombre tiene los brazos como troncos de árbol. El chico hace un cálculo rápido
y decide tirarle el tablón y salir corriendo. La cámara vuelve al solar. Derrion sigue en el
suelo, sin poder defenderse, mirando sin ver. Sus atacantes vuelven a golpearlo durante
más de diez segundos y luego huyen. El chico de la cámara y otros se dirigen a Derrion.
«Levántate, hijo», dice alguien. Sus amigos lo ponen en pie y lo llevan a un centro
comunitario que hay cerca del solar abandonado. Sus amigos gritan su nombre,
desesperados en un intento de que conteste. Al cabo de dos minutos, en el vídeo se
escucha una sirena.1 Derrion murió horas más tarde.
La brutal muerte de Derrion, vista miles de veces en YouTube, fue uno de los más
espantosos ejemplos de la violencia que sigue amenazando a los jóvenes de los barrios
marginales, junto con las drogas, el desempleo, los embarazos adolescentes, el abandono
escolar y la obesidad. Durante décadas, los legisladores han tratado por todos los medios
de resolver estos problemas, pero aunque los índices de criminalidad han descendido,
nunca ha estado claro qué políticas funcionaban y cuáles eran simplemente tirar el dinero.
Políticos como el alcalde Richard Daley y Ron Huberman, desesperados por probar
cosas nuevas, acudieron a nosotros. «¿Por qué no logramos saber qué funciona?», nos
preguntó Ron. Nuestra respuesta fue clara: no hemos realizado suficientes experimentos
en esta área para lograr comprender qué funciona y por qué lo hace.
Existen, sin embargo, antecedentes, en lo que se refiere al tipo de experimento social a
gran escala que Ron quería que hiciéramos. Muchos tuvieron lugar en la década de los 60,
concretamente desde 1963 a 1968, durante el mandato del presidente Lyndon Baines
Johnson. En esa época, los científicos sociales buscaban la respuesta a preguntas tales
como «¿Qué sistema resultaría ideal en lo que se refiere a los seguros médicos?»2 El
resultado de esos estudios tuvo una gran influencia, pero cuando el apoyo federal a los
mismos se terminó, los investigadores volvieron a sus ordenadores y sus laboratorios y
dejaron atrás los experimentos sociales. Recientemente, los académicos han vuelto a
formar equipo con los políticos para comprobar qué impacto tienen las intervenciones de
estos últimos en el comportamiento.

No hizo falta mucho tiempo para que el vídeo de tres minutos sobre el asesinato de
Derrion llegara al público. Apareció en todos los noticiarios de Chicago; el vídeo formaba
parte de todos los reportajes relacionados con el asesinato que corrían por la Red.
¿Voyeurismo? Por supuesto. No obstante, el vídeo ayudó a identificar a los culpables, y los
abogados de la acusación obtuvieron condenas en cinco casos. Los abogados defensores
tuvieron que enfrentarse a sentencias que iban de los siete a los treinta años de prisión.
Incluso en el caso de buen comportamiento es probable que Eugene Riley pase la mayor
parte de su vida entre rejas. Cinco condenas suponen un coste importante para la
sociedad. En Illinois el coste de un año de cárcel se estima en 40.000 dólares, y se calcula
que el coste que un homicidio tiene para la sociedad se acerca al millón de dólares en
costes médicos, investigaciones, tasas legales y el coste de la cárcel.
¿De qué manera podemos dedicar nuestros impuestos a rebajar la violencia armada
entre los adolescentes?

El minero de datos
Ron Huberman ha sido uno de los funcionarios públicos más brillantes que ha tenido
Chicago (o quizás que haya habido en cualquier parte). Guapo, con voz profunda,
exmiembro del departamento de policía, que se declara abiertamente homosexual,
Huberman nació en Tel Aviv en 1971. Era el segundo hijo de dos supervivientes del
Holocausto que emigraron a Israel cuando eran niños pequeños tras la desaparición de
muchos de sus familiares. Sus padres se marcharon con sus hijos a Oak Ridge, Tennessee,
cuando Huberman tenía cinco años. Su madre, que había sido lingüista y concertista de
piano, empezó a trabajar en el instituto local, donde enseñaba lengua extranjera. Su padre,
un biólogo molecular brillante, aceptó trabajar para el gobierno en el campo de la
investigación contra el cáncer. «Mi padre tenía mil ofertas de trabajo de las compañías
farmacéuticas», recuerda Huberman, «pero escogió investigar para el gobierno, ganando
menos de lo que el sector privado ofrecía, porque creía que podía ayudar a la gente. Creo
que su decisión influenció mi sentido del servicio público y mi deseo de contribuir».
Huberman no tomó muy en serio sus estudios en la escuela primaria y secundaria,
pero consiguió buenas notas en el instituto y entró en la Universidad de Wisconsin, donde
estudió inglés y psicología. Después de licenciarse, fue a la academia de policía, se
convirtió en policía en 1995 y empezó a trabajar en el turno de noche en Chicago.
Recuerda que formar parte de la policía le dio un lugar privilegiado para observar lo que
funciona y lo que no lo hace en una gran ciudad propensa a la violencia.
En Chicago los homicidios se habían incrementado de forma sostenida durante años;
los años 90 fueron una de las peores décadas en lo que a este extremo se refiere. En 1992
se produjeron 943 asesinatos en una ciudad con menos de tres millones de habitantes, lo
que implica un índice de un 34 por 100.000. En 1999, 6.000 personas fueron heridas de
bala en la ciudad de Chicago. De ellos, 1.000 murieron.
Huberman afirma que acudir a las llamadas por disparos en las viviendas de protección
oficial, «me mostró hasta qué punto la gente, simplemente, se resigna al horror. No había
una sola noche en que no hubiera heridos o muertos por arma de fuego. La capacidad de
indignarse de la comunidad desaparecía detrás de un inmenso cansancio, mientras los
tiroteos seguían y seguían».
Después de haber visto morir a demasiados jóvenes, Huberman empezó a pensar que la
policía debería tener un modo mejor de hacer las cosas. Comenzó a preguntarse qué
palancas debían moverse y empujarse para hacer que la policía fuera más efectiva. La
policía no podía hacer mucho para cambiar las cosas por sí misma; su trabajo era resolver
crímenes, no prevenirlos. Así que Huberman decidió volver a estudiar, durante el día, y
obtener el título en dos programas de máster de disciplinas tan distintas —algunos dirían
que contrarias— como son trabajo social y empresariales.
Poco después, Huberman fue promovido y ascendió hasta convertirse en
superintendente adjunto del cuerpo de policía. Uno de sus primeros proyectos como
posgraduado fue hacer que la policía entrara en la era de la información, desarrollando el
equivalente a un sistema de registros médicos electrónicos. «Antes de implantar este
sistema, todo se hacía en papel», recuerda. «Si se producía un atraco, y el testigo decía “el
asaltante llevaba un conejito tatuado en el hombro”, el investigador tenía que bajar al
sótano y pasar horas y horas revisando cientos de formularios de color rosa que se usan
para las descripciones de los atracos, tratando de encontrar alguno que mencionara el
tatuaje. Llevaba siglos disponer de la información correspondiente a suficientes
sospechosos para formar una rueda de reconocimiento o identificar patrones en el delito.»
La policía no disponía de los millones de dólares que costaría convertir ese caos en una
base de datos electrónica en tiempo real, así que Huberman acudió humildemente a la
enorme compañía de software Oracle y los persuadió para que la desarrollaran,
diciéndoles que podrían vender el sistema a otras policías en todo el país. Oracle mordió
el anzuelo y puso 10 millones de dólares para el proyecto. Huberman les dio la
información que necesitaban para hacerlo y una campaña «uno por uno» aportó el resto
del dinero.
El sistema CLEAR, Citizen and Law Enforcement Analysis and Reporting (Sistema de
Análisis e Información Ciudadana para el Cumplimiento de la Ley) ha cambiado la
ecuación del crimen en Chicago. Hoy, cuando se produce un atraco, la víctima dice a la
policía que el asaltante tenía tatuado un conejito en el hombro, y usando su dispositivo
electrónico, el agente puede identificar a los sospechosos más probables en el acto. Los
mandos pueden también asignar a los agentes a aquellas zonas en que se producen más
delitos. El sistema CLEAR ha permitido a los jefes de la policía probar sus hipótesis
periódicamente. ¿Se logra reducir el crimen, por ejemplo, con detenciones en el ámbito de
la droga o con arrestos entre los pandilleros? Los datos muestran qué agentes son más
eficaces en la resolución de delitos y esos oficiales son promovidos en virtud de sus
resultados. En la actualidad creemos que, en parte gracias a este sistema, los tiroteos en
Chicago han disminuido en dos terceras partes desde los tiempos en que se implantó el
CLEAR en 1999.
Cultivar la calma
Una vez puesto en marcha el sistema CLEAR, Huberman implantó rápidamente sistemas
similares en otras organizaciones grandes, complejas y culturalmente complicadas
pertenecientes al gobierno municipal. Después del 11 de septiembre de 2001, fecha en que
todas las grandes ciudades del país fueron puestas en alerta, el alcalde Richard Daley
decidió poner a Huberman a cargo de una serie de retos a corto plazo en la gestión de
algunos importantes sistemas. Cuando lo contrató, el alcalde afirmó: «Pongo en él toda mi
confianza. Puedo irme a dormir por la noche y hacerlo bien tranquilo. No tengo que
preocuparme por Ron Huberman».
Huberman se convirtió en la versión local de Superman en Chicago, encarando los
problemas notables y espinosos uno tras otro y haciéndolo siempre bien. Huberman
empezó por la gestión de las emergencias. El encargo: coordinar todas las agencias que
protegían a la ciudad de ataques terroristas, crisis de salud pública y desastres naturales y
encontrar la manera de manejar las más de veintiuna mil llamadas al 911 que se producen
a diario. Creó un centro de mando integrado para coordinar todos los recursos de la
ciudad durante las crisis. Un sistema que más tarde el secretario de Seguridad Interna de
Estados Unidos, Michael Chertoff catalogaría como «revolucionario». A continuación, en
2005, Huberman empezó a trabajar como jefe de gabinete del alcalde Daley, como
responsable de eliminar la corrupción en Chicago e implantar la obligación de rendir
cuentas en el gobierno de la ciudad. Luego, Huberman transformó la Autoridad del
Transporte de Chicago, mejorando enormemente la experiencia del usuario y
renegociando convenios colectivos para todos y cada uno de los veintiún sindicatos de
transporte existentes. En su tiempo libre, lanzó el mayor programa de contratación de
exconvictos del país.
Todos estos sistemas se basaban en la misma metodología de análisis de datos y
tratamiento estadístico que caracterizaba el sistema CLEAR. En cada caso, Huberman
creó, en diversos departamentos, equipos de personas que pensaban de forma parecida y
pertenecían a disciplinas distintas. Juntos, crearon detallados sistemas de tratamiento
estadístico orientados a cuantificar, que a menudo extraían información de fuentes no
habituales para el gobierno, y que dejaban claros los objetivos de rendimiento para las
personas que trabajaban en cada una de las áreas del gobierno local.
En 2009, poco después del asesinato de Derrion Albert, Arne Duncan, que era en aquel
entonces el responsable de las escuelas públicas de Chicago, aceptó el cargo de secretario
de Educación que le ofrecía el presidente Obama. Huberman sustituyó a Duncan como
CEO. Poco después de asumir el cargo, Huberman empezó a pensar en el problema de los
tiroteos entre adolescentes. Con la ayuda de los fondos del gobierno federal, lanzó un
programa llamado Culture of Calm (la Cultura de la Calma). El programa identificaba
una serie de escuelas de alto riesgo de Chicago y centraba todas las intervenciones
imaginables en ellas. Los investigadores analizaron todo aquello que exponía a los niños a
la violencia, desde la disciplina que se aplicaba a los estudiantes hasta el diseño de los
pasillos de los edificios. Los profesores concentraban sus esfuerzos en los estudiantes que
estaban en riesgo. Se contrataron consejeros escolares adicionales. Una vez que los chicos
más conflictivos tuvieron atención personalizada, la cultura de las escuelas empezó a
cambiar. Pero hacía falta algo más para cambiar definitivamente el paisaje.
Busque el nombre de Kanye West, el famoso rapero y productor musical. Si alguien
puede motivar a los chicos negros marginales es él. Guapo, atrevido, franco, un hombre
negro «muy macho» que siempre lleva una sudadera con capucha y una cazadora de piel
cuando actúa; West ha cosechado muchos premios con sus cinco álbumes en solitario,
todos los cuales han sido disco de platino; también es uno de los artistas digitales con más
ventas de todos los tiempos.3
Hablando con Huberman sobre un posible incentivo que implicara a West, decidimos
que un concierto íntimo con la estrella (que daría el concierto pro bono) captaría la
atención de los chicos de las treinta y dos escuelas más violentas. Así que el premio
ofrecido fue un concierto privado para la escuela que cambiara su cultura para mejor con
mayor nivel de profundidad. Cada escuela tenía su comité de Culture of Calm y
competían fieramente entre ellas.
El Instituto Farragut, que ganó el premio, se transformó de un modo increíble como
resultado del programa. Situado en el sureste de Chicago, sus estudiantes son hispanos en
un 70 por ciento y afroamericanos en un 30 por ciento. Antes de que comenzara el
programa Culture of Calm, los pasillos estaban llenos de chicos comportándose de forma
agresiva —dándose empujones, insultándose y en ocasiones soltando algún puñetazo—.
Los únicos adultos visibles eran los guardias de seguridad que deambulaban y que
literalmente empujaban a los chicos a las clases cuando sonaba el timbre.
Los estudiantes del Instituto Farragut empezaron por crear un comité de Culture of
Calm formado por los líderes estudiantiles, no solo el delegado de la clase o el
subdelegado sino chicos «con influencia», que destacaban jugando al fútbol, etc. El trabajo
de este comité era decidir cuáles serían las reglas básicas, y también se pusieron de
acuerdo en dos exigencias generales críticas: la disminución del absentismo escolar y la
reducción de los incidentes violentos tanto dentro como fuera de la escuela.
Motivados por la competencia por el premio, los chicos empezaron a trabajar
presionando a sus compañeros. El incentivo resultó ser mágico. Aunque todas las escuelas
del programa Culture of Calm consiguieron reducir de forma notable la violencia y
aumentar la asistencia a clase, en Farragut los incidentes por mal comportamiento se
redujeron en un increíble 40 por ciento.
Por supuesto, el concierto que tuvo lugar en el gimnasio de Farragut en junio de 2010
fue fabuloso. West se hizo acompañar por dos artistas muy admirados. Lupe Fiasco, que
cantó su éxito «Superstar» seguido de otra superestrella, Common, que cantó «Universal
Mind Control». Luego apareció West, y los estudiantes se volvieron locos. Para ellos, fue
una noche inolvidable.
Sin embargo, al final, resultó que no fue el incentivo del concierto lo que hizo que las
cosas cambiaran. La oportunidad de ver a West, de hecho, únicamente legitimó lo que los
chicos deseaban: un lugar seguro donde aprender. «Querían verlo, pero lo más importante
era que se sentían libres para levantarse y decir que querían una escuela segura», apunta
Huberman. En eso, los estudiantes triunfaron más allá de lo que podían haber imaginado.
En las treinta y dos escuelas del programa, las cosas han permanecido en calma. Los
profesores se pasean por los pasillos; los chicos no se enzarzan en peleas, y los incidentes
violentos, como por ejemplo los tiroteos, se han reducido en un 30 por ciento.
¿Fue esa la única solución que dio Huberman? Como se vio después, solo era la punta
del iceberg.

Operación Servicio Secreto en las escuelas públicas


de Chicago
Pasado un mes del asesinato de Derrion Albert, Huberman se sentó a una mesa en el
auditorio de una escuela, enfrente de una sala llena de profesores y padres
verdaderamente enfadados. Habían acudido para recriminarle que quisiera gastar la
enorme cantidad de 60 millones de dólares en un programa experimental de dos años
para reducir la violencia en la escuela, mientras el resto del presupuesto se reducía a la
mínima expresión. Algunos profesores habían perdido sus trabajos; otros se enfrentaban a
clases con demasiados alumnos. Y los padres de los estudiantes que no estaban en
situación de riesgo no entendían por qué se iba a invertir tanto dinero en una idea que no
había sido probada para ayudar a los chicos «malos» a cambiar sus vidas.
Huberman lanzó su reto a la asamblea. «¿Qué es más importante, reducir el tamaño de
las clases o salvar vidas?», preguntó. Cada año, como media, afirmó, más de doscientos
cincuenta estudiantes son víctimas de un tiroteo y, de esos, treinta mueren. Como
expolicía había sido testigo directo de demasiadas tragedias, y le habían calado hondo. De
todas formas, argumentó, los chicos que asisten a escuelas peligrosas no pueden centrarse
en el estudio porque tienen en la cabeza algo mucho más importante, como la posibilidad
de ser asesinados. Después de un tiroteo, la asistencia a clase caía en un 50 por ciento «Si
ustedes fueran chicos motivados y con sentido común, y cerca de su escuela se produjera
un tiroteo, ¿asumirían el riesgo de ser los siguientes o preferirían ir mal en sus estudios?»,
preguntó Huberman. «Y si fueran profesores en una de esas escuelas, y la mitad de sus
alumnos no vinieran a clase, ¿volverían a explicar la materia cuando los asustados chicos
volvieran al aula, retrasando al resto de la clase? ¿Qué hace falta para romper este círculo
vicioso?»
Huberman se salió con la suya, aunque muchos padres continuaron poniendo en duda
su buen juicio, argumentando que los programas académicos salían perjudicados. Quizás
el aspecto más osado del plan de Huberman era el programa que identificaba a los chicos
que estaban en mayor situación de riesgo; aquellos cuya probabilidad de verse envueltos
en algún tipo de tiroteo era mayor. El programa emparejaría a cada uno de esos
estudiantes con un adulto responsable bien pagado que, en palabras de Huberman,
actuaría como «un mentor, un representante, un adulto implicado que pudiera hacer las
veces de figura paterna a ojos de los jóvenes». Para poder comenzar con el proyecto,
Huberman nos hizo la siguiente pregunta: de las setecientas escuelas y más de cuatrocientos
mil estudiantes, ¿cómo sabremos quién tiene más probabilidades de ser parte implicada en
un delito con armas de fuego? Supuso que si existía respuesta para esta pregunta, entonces
el sistema podría resultar eficaz. Sin esa información, el sistema tenía muchas
posibilidades de fracasar, concluyó.
Así que nos pusimos a trabajar. En primer lugar, nuestro equipo de investigadores
revisó retrospectivamente los datos referentes a quinientos tiroteos ocurridos entre
septiembre de 2007 y octubre de 2009. Queríamos saber si podíamos descifrar qué
factores suponen un mayor riesgo para los chicos.4 ¿Qué fue lo que encontramos?
El primer factor parecía ser absolutamente obvio: pertenecer al género masculino. La
raza también era importante, con los hispanos y los afroamericanos empatados con un
riesgo mucho mayor que los caucásicos. Y luego existían otros aspectos de
comportamiento (mala conducta en la escuela, tiroteos en el pasado, puntuaciones en los
exámenes, progresos hacia la graduación, suspensiones, historial penal, etc.). Entre ellos,
el que mejor predecía el futuro era haber pasado un tiempo en un centro de detención de
menores. Ese grupo tenía índices de riesgo diez veces superiores a los de los alumnos
caucásicos y seis veces superiores a la del varón hispano o afroamericano medio.
También hallamos que el mal comportamiento, el absentismo, las detenciones
juveniles y ser más mayor que los compañeros (haber repetido curso) eran
particularmente negativos para los hispanos. Por ejemplo, un chico de diecisiete años en
su primer año de instituto corría más riesgos que uno de quince. Asimismo, descubrimos
que los tiroteos sucedían en general en las horas anteriores o posteriores al horario
escolar. Un factor que explicaba por qué muchos chicos que obtenían buenos resultados
en otras clases fracasaban en las materias dadas a primera o a última hora. No asistían a
esas clases porque tenían miedo de las bandas que se reunían a esas horas.
Los resultados demostraron que nuestras variables de filtrado eran bastante precisas,
especialmente si consideramos que en los tiroteos, en general, se ve implicado un número
reducido de chicos. De todos los estudiantes de las escuelas públicas de Chicago,
determinamos que diez mil de un total de cuatrocientos diez mil (un 2,5 por ciento) eran
susceptibles de sufrir violencia por arma de fuego. La mayoría de estos estudiantes de
riesgo asistían a una de las treinta y dos escuelas situadas en los barrios más conflictivos,
eran hispanos o afroamericanos y tendían a vivir en la pobreza. De los cuatrocientos diez
mil chicos, mil doscientos estudiantes encajaban en el modelo de riesgo extremo.
Necesitaban ayuda, y rápida.

Una vez identificados los estudiantes, el siguiente paso fue emparejarlos con sus mentores,
a través de un programa llamado Young Advocate Programs, Inc (YAP). Uno de los
mentores del programa YAP es Chris Sutton, un afroamericano de cuarenta años, casado
y padre de dos hijos, dueño de un túnel de lavado de coches, licenciado en Marketing.
Sutton describe su peligroso trabajo con cinco palabras: «Mantengo a mis clientes vivos».
YAP paga a Sutton entre 12 y 30 dólares por hora por cada uno de sus cinco
clientes/estudiantes. Entre 60 y 150 dólares la hora. El salario es, sin duda, bueno —y sí,
suficiente para incentivarlo—, pero es un trabajo peligroso de veinticuatro horas al día, y
dice que el dinero no es su principal motivación. Realmente Sutton quiere ayudar a esos
chicos en situación de riesgo; sabe que si los abandona a su suerte en las calles, es muy
probable que mueran. Así que deja a sus jóvenes clientes en la escuela por la mañana y los
recoge por la tarde, los dos momentos de mayor violencia en el instituto. Los lleva al
trabajo y luego a cenar y a casa por las noches. Está de guardia el resto del tiempo.
Uno de los últimos clientes de alto riesgo de Sutton era un joven negro muy impulsivo
llamado Darren que cumplía con casi todos los criterios para ser víctima de un tiroteo.
Los padres de Darren eran adictos y habían estado en la cárcel. «Si estás rodeado de gente
que siempre hace lo incorrecto, tienes que ser diez veces más fuerte para hacer lo
correcto», apunta Sutton. Todos los amigos de Darren habían abandonado el instituto, y
como Darren había tenido problemas muy a menudo, había perdido muchas clases, por lo
que era mayor que sus compañeros. Estaba en libertad condicional por haber llevado una
pistola cargada a la escuela. Vivía con su padre de acogida en Englewood, una zona muy
peligrosa de Chicago, donde los tiroteos desde vehículos en marcha sucedían a diario. «Es
igual que en las películas del Oeste», dice Sutton.
Darren es brillante y trabajador, y trabaja para el ayuntamiento, limpiando las cunetas
y los parques públicos, empleo que consiguió a través del programa YAP. Por desgracia,
tiene el hábito de jugarse la paga, y le ha costado mucho entender que todos sus actos
tienen consecuencias. Como Darren desconfía mucho de las instituciones y de los adultos,
Sutton camina por la cuerda floja para tratar de ganarse su confianza. «Hay que ser muy
sutil con chicos como él», dice Sutton. «Hay que vestirse como ellos, escuchar la misma
música y estar muy atento. Recogemos datos sobre los chicos que realmente son malos y
damos aviso a los directores de la escuela para que puedan incluirlos en el programa
YAP.»
Al tiempo que el programa salva vidas, ser mentor es un trabajo muy peligroso, Un día,
Darren y otros chicos del programa YAP, junto con Sutton, cruzaron una línea roja.
Darren se peleó con otro chico, y luego un pandillero de una banda rival se metió en la
pelea. Pronto empezaron a silbar las balas. Darren y otro estudiante resultaron heridos.
Sutton reclinó el asiento de su coche, llamó al 911 y rezó.
Las buenas noticias son que Darren sobrevivió al tiroteo. Tiene el título de bachillerato.
Para su sorpresa incluso logró un notable en música, y le confiesa a Sutton que no podría
haberlo hecho sin la ayuda que le dio el YAP. Y Darren sigue manteniendo su trabajo para
el ayuntamiento. »Si los chicos como Darren pueden aferrarse a eso y lograr terminar el
bachillerato, estarán preparados para mantener un trabajo a tiempo completo —si logran
conseguirlo— una vez graduados», dice Sutton. «No podemos hacer los exámenes por
ellos, pero podemos darles transporte, ayuda en los estudios y consejo. Y eventualmente
podemos dejar que circulen sin muletas.»
Es cierto que el programa YAP es caro —15.000 dólares por estudiante
aproximadamente— pero eso no es nada comparado con el coste de la cárcel, y para
aquellos a los que ayuda parece ser una influencia duradera. Hasta hoy, a pesar de que en
la mayoría de los resultados que hemos medido, los chicos del YAP no son distintos de los
del grupo de control, ninguno de los que ha tenido éxito en el programa se ha metido en
problemas importantes tras la graduación; muchos de ellos, Darren incluido, han
mejorado de forma impresionante su comportamiento.
Sin embargo, es cierto que el YAP no puede salvar a todos los chicos en situación de
riesgo de Chicago, y que el dinero siempre escasea, sobre todo para programas
experimentales. Aunque tengan la suerte de ser adecuados para el programa YAP, muchos
son los chicos que, enfrentados a tremendos avatares en sus vidas, simplemente
abandonan. Necesitamos saber qué funciona para esos chicos.
Obesidad: el asesino silencioso
Los escolares —no solo en Chicago sino en todo el país— se enfrentan a otro gran
problema: el riesgo de obesidad, cuyo porcentaje se ha triplicado desde 1980. Según el
Centro de Prevención y Control de Enfermedades, un 17 por ciento de los jóvenes entre
dos y diecinueve años, y uno de cada siete si hablamos de niños de preescolar en zonas
pobres, son obesos en la actualidad. Obviamente, esos jóvenes pasan demasiado tiempo en
el sofá y no hacen suficiente ejercicio. También comen demasiadas grasas y comida
procesada. No solo en casa sino también en la escuela.
La obesidad es conocida como el «asesino silencioso» porque mucha gente no entiende
lo importante que es el problema. Un estudio de 1999 aparecido en el Journal of the
American Medical Association concluía que entre 280.000 y 325.000 adultos
estadounidenses mueren cada año debido a la obesidad. Dicho de otro modo, uno cada
pocos minutos, casi cuarenta muertos por hora. Esta tasa de defunciones es superior a
muchas de las bien conocidas causas de muerte, como los accidentes de tráfico y el cáncer
de mama.
Muchos adultos apenas recuerdan —o han reprimido el recuerdo— de lo que las
«cocineras», con delantales y gorros blancos, les servían en la cafetería de la escuela.
Estaban las «hamburguesas», hechas de una amalgama de sustancia marrón parecida a la
carne, servida dentro de un bollo de pan blanco. Rollos de cerdo, básicamente hechos con
pan y una salchicha minúscula en su interior. Patatas fritas pasadas. Lechuga de bolsa,
finalmente una verdura, nadando en aliño ranchero. Puré de patatas instantáneo,
inundado de salsa, lleno de menudillos. El tipo de comida que no darían a su perro, pero
por la que demasiados padres estadounidenses pagan.
Una noche de marzo de 2010, millones de televidentes pusieron la televisión para ver
cómo el famoso chef británico Jamie Oliver entraba como una furia en una cafetería
escolar de la ciudad de Huntington, West Virginia, conocida como la ciudad menos
saludable de Estados Unidos (porque la mitad de sus adultos son obesos). Su objetivo era
mejorar la alimentación colectiva de la ciudad. Oliver dijo que no podía creer lo que
estaba viendo. ¿Pizza para desayunar, seguida de un almuerzo a base de nuggets de pollo?
Las cocineras se pusieron a la defensiva, lo que no es de extrañar. ¿Por qué Oliver las
hacía responsables a ellas y no a su jefe? «Este tipo de cosas se decide mensualmente a
partir de un análisis nutricional de las comidas», afirmaba una de ellas, señalando la
etiqueta de un contenedor lleno de nuggets de pollo congelados que Oliver había sacado
de su decepcionante nevera. «El primer ingrediente es carne blanca de pollo.»
Pero mientras Oliver iba leyendo los ingredientes de la lista resultaba difícil encontrar
otro nombre pronunciable. La mayor parte de la lista eran productos químicos
irreconocibles diseñados para mejorar la conservación en el congelador, la consistencia
del producto, la frescura, la textura y la jugosidad de la sustancia parecida al pollo,
incluidos elementos como el benzoato de sodio, la terbutilhidroquinona y el
dimetilpolisiloxano. Oliver tomaba un nugget en su mano. «¿Se comerían esto?»,
preguntaba a las cocineras. «Claro», respondía una de ellas. «¡Está bueno!»
La Asociación Estadounidense para la Nutrición Escolar se ofendió por las acusaciones
de Oliver y respondió con una nota de prensa, argumentando que una encuesta en más de
mil doscientos distritos escolares realizada en 2009 en todo el país «determinó que
prácticamente todos los distritos escolares ofrecían a los estudiantes fruta y verdura fresca,
lácteos bajos en grasas, cereales integrales y un bufet de ensaladas o ensaladas envasadas.
Muchas escuelas cocinaban los productos partiendo de cero en sus cocinas y los distritos
escolares estaban incorporando cada vez más comidas vegetarianas y alimentos locales.
Los programas de nutrición escolar habían reformulado los alimentos favoritos de los
niños para hacerlos más saludables, como la pizza hecha con harina integral, el queso bajo
en grasas o la salsa baja en sal».5
Obviamente, algo entre las cocineras de Huntington, la Asociación Estadounidense
para la Nutrición Escolar y Oliver se había perdido por el camino. Pero hay que decir en
su defensa que el gobierno federal estadounidense está, de hecho (despacio y con grandes
dificultades) tratando de mejorar las cosas, con una inversión anual por valor de 1.000
millones de dólares. En 2011, el Departamento de Agricultura (USDA) revisó sus guías de
nutrición escolar por primera vez en quince años. Pero en noviembre de ese mismo año,
el Congreso dejó sin efecto los nuevos estándares de alimentación saludable para las
escuelas de la USDA, limitando algunas de sus políticas prosalud más agresivas (haciendo
que los presentadores de programas nocturnos se burlaran de la idea de que la salsa de
tomate de la pizza y las patatas fritas deben ser considerados vegetales). A pesar de eso, un
portavoz de la Asociación Estadounidense para la Nutrición Escolar afirma que esperan
que la mayoría de las escuelas sigan las guías de la USDA para conseguir comidas más
saludables.
A pesar de todas las buenas intenciones, aquí está el gran problema: muchos niños
siguen prefiriendo las patatas fritas y la pizza a las espinacas y las manzanas. A pesar de
que muchas escuelas han tratado de incorporar opciones más saludables, como fruta en
vez de postres preparados, los niños tienden a no escogerla. Y aunque lo hagan, terminan
por no comérsela. Algunos padres se esfuerzan mucho para tratar de que sus hijos elijan el
brócoli y el arroz integral, pero son derrotados por la influencia de las ofertas de los
supermercados y por vecinos, familiares o amigos tan bienintencionados como
desinformados.
Dejando de lado el hecho de que sus papilas gustativas dejan de funcionar, los niños
tienen otro problema: no tienen perspectiva a largo plazo, como ya comentamos en el
capítulo 4. Popeye comía sus espinacas, pero si le dices a un niño «cómete la verdura
porque es buena para ti, y te hará crecer fuerte y alto», te enfrentarás a una mirada
ausente. Los niños no piensan en su salud en el futuro (el futuro, con la posible excepción
del día de su cumpleaños, no les interesa en absoluto).
En el capítulo 1, hablamos sobre el uso de incentivos para hacer que las personas
hicieran más ejercicio, demostrando que si se paga a los estudiantes por ir al gimnasio
durante un mes, eso contribuye a cambiar sus hábitos. ¿Podría funcionar un incentivo de
ese tipo en este caso? ¿Qué haría que los niños prefirieran la fruta a las galletas? Para
averiguarlo, trabajamos con el Banco de Alimentos de Chicago, llevando a cabo un
estudio que implicaba a mil estudiantes del área metropolitana, utilizando los programas
de comida fuera de la escuela para entender qué podía hacer que los niños escogieran
comida saludable. Para nuestro experimento dijimos en primer lugar a los niños de un
grupo: «Hoy tenemos algunos postres extras. ¿Qué preferís, galletas o albaricoques
deshidratados?» Como era de esperar, el 90 por ciento de los niños escogió las galletas.
Luego, dimos a los niños nociones de educación nutricional, explicándoles la
importancia de comer frutas y verduras saludables y les hicimos participar en divertidos
juegos tales como dibujar sus propias pirámides alimentarias llenas de colores. Una vez
terminado el programa, ofrecimos a los niños la misma elección: ¿galletas o fruta? Para
nuestra decepción (predecible), el programa nutricional no había hecho mella en sus
preferencias. Los niños seguían prefiriendo las galletas.
Así que probamos otra cosa. Dijimos a otro grupo de niños: «Puedes comer galletas o
fruta. Si comes fruta tendrás un premio». (Los premios consistían en una goma de borrar
pequeña con colores de frutas, una pulsera y un bolígrafo con el mensaje grabado «COME
BIEN PARA SER FUERTE» o un colgante con una fruta. Esta vez, el 80 por ciento de los niños
eligió la fruta, en comparación con el 10 por ciento que lo había hecho cuando no había
premios implicados. Estábamos encantados con lo que habíamos obtenido mezclando los
programas educacionales con los premios. Cuando regresamos, una semana más tarde, el
38 por ciento de los niños seguían eligiendo y comiendo fruta —lo que demostraba que
algunos de ellos estaban empezando a adquirir hábitos saludables a largo plazo.6
Un enfoque ligeramente distinto produjo un resultado todavía más positivo.
Retrocedimos unos pasos para pensar sobre lo que sucede en los supermercados, «la
presentación y la colocación de los productos es una herramienta habitual para ellos»,
observa Ron Huberman. «¿Por qué no aplicar la misma técnica a la comida en las
instituciones?» (Es cierto: si colocamos la comida saludable en un lugar central, bien
iluminado y muy accesible y, en cambio, los alimentos menos saludables se colocan en los
laterales, aumenta el número de personas que se dirige a las áreas «saludables».)7
Comenzamos eliminando los alimentos poco saludables y reemplazándolos por otros
más sanos, pero —y esto es importante— no nos detuvimos ahí. Una de las innovaciones
fue reemplazar las bolsas de patatas que se situaban al inicio de los lineales de las comidas
por bolsas de manzanas fileteadas. Ese fue el acierto, piensa Huberman, porque las
manzanas fileteadas resultaban más atractivas que escoger una manzana gigante con esa
piel que se engancha en la ortodoncia y porque escondimos las bolsas de patatas. Las
patatas y las galletas estaban en un lugar que obligaba a los niños a pedirlas a la cocinera.
¿Quién tiene ganas de preguntar nada a una cocinera gruñona? Efectivamente, habíamos
modificado el coste del consumo. Como dice Huberman: «Ponles difícil el acceso a las
galletas y facilita que cojan manzanas fileteadas». ¡Sí!
¿El resultado final? Una vez más, todo tiene que ver con adaptarse: combinar la
educación nutricional con las elecciones saludables y hacer que esos productos resulten
mucho más atractivos que los menos saludables provocará el cambio.

Estímulos versus engorros para salvar vidas


Una semana antes del día de Acción de Gracias, en 2012, Gary Einerson, el suegro de
John, de setenta y tres años, estaba en cuidados intensivos en el hospital universitario de
Wisconsin, mientras la Parca esperaba pacientemente a que exhalara su último suspiro.
En el pasado fue un hombre atlético, de 1,87 metros y 90 kilos, jugador de baloncesto en la
universidad. Era conocido por ser un director de escuela sin paciencia para las tonterías
que hizo su trabajo en el Instituto Deforest, en las afueras de Madison, en Wisconsin.
Adelgazó hasta los 62 kilos mientras esperaba un trasplante de hígado. Los médicos
afirmaban que si no conseguían un hígado compatible en pocos días, Gary no
sobreviviría. Pero tuvo suerte: un hígado, probablemente el de un chico de diecinueve
años fallecido en accidente de tráfico cerca de Madison, llegó justo a tiempo. El trasplante
tuvo éxito y Gary tuvo el alta para Acción de Gracias. Fue el receptor de más edad en toda
la historia del hospital. Hoy en día Gary está ganando peso y mejorando.
Según la web del gobierno estadounidense organdonor.gov, dieciocho personas
mueren a diario mientras esperan un órgano; un único donante puede salvar hasta ocho
vidas. Sin duda todos habrán oído los discursos desgarradores sobre la necesidad de
donantes.
Los discursos se parecen a este:

A mi prima Janice, madre de dos niños pequeños, le dijeron que necesitaba un


riñón. Dos veces por semana tenía que ir a diálisis. Por supuesto, puso su nombre
en una lista para recibir un órgano inmediatamente. Si no conseguía un riñón,
moriría. En dos ocasiones en un periodo de un año recibió una llamada telefónica
que la informaba de que había un posible donante. Pero las dos veces los riñones
resultaron no ser suficientemente compatibles y tuvo que seguir esperando,
mientras enfermaba más y más. Un día recibió otra llamada. Esta vez, el riñón era
compatible. Una mujer había muerto en un accidente de coche y era donante. El
riñón de esa generosa mujer salvó la vida de Janice.

Dada la necesidad de órganos, es lógico que las autoridades de Estados Unidos y las del
mundo en general hayan tratado de facilitar la localización de los donantes.8 Cuando uno
va a realizar algún trámite administrativo, como por ejemplo renovar el carnet de
conducir, puede optar por marcar una casilla (dando consentimiento expreso para ser
considerado donante) o marcar otra en la que se rechaza explícitamente serlo (si no lo
hace, se convierte en donante por defecto). Existen fuertes evidencias de que las políticas
que obligan a los individuos a optar explícitamente por no donar incrementan las
donaciones; por ejemplo, países como Austria tienen índices de donación muy elevados
(cerca de un 99 por ciento), mientras que países que piden que el individuo consienta
explícitamente, como Alemania, tienen índices que no llegan al 12 por ciento.9
Este tipo de sistema que implica rehusar explícitamente algo es un ejemplo perfecto de
lo que nuestro colega, el economista conductual de la Universidad de Chicago Richard
Thaler define como un «sutil estímulo». Ese estímulo es, simplemente, una forma de
modificar para mejor, en pequeñas dosis, el comportamiento de la gente, de manera que
esta ni siquiera sea consciente de ello. En su libro Nudge, del que Thaler es coautor junto
con el profesor de derecho de Harvard Cass Sunstein, los autores constatan que las
modificaciones en las políticas han logrado sutilmente que los individuos tomen mejores
decisiones, como por ejemplo facilitar a los niños la elección de fruta o ensalada, en lugar
de galletas o patatas.
A pesar de que las casillas de autoexclusión han funcionado de forma eficaz en diversos
entornos (y parece una forma inmejorable de obtener órganos para personas que los
necesitan), el problema de hacer que la gente consienta de esta manera es que algunos
pueden sentirse engañados. Los objetores piensan que si van a ser tan generosos como
para donar sus riñones después de un accidente mortal, lo correcto sería preguntarles
antes si eso es lo que desean, de manera explícita y no implícitamente.
En 2007 formamos equipo con Dean Karlan de la Universidad de Yale para comprobar
si sería posible incrementar la ratio de donaciones, incluso siendo explícitos al respecto.10
En ese caso concreto decidimos analizar qué podíamos hacer para incrementar las
donaciones de córneas, de las que siempre hay escasez. Trabajamos con una organización
sin ánimo de lucro llamada Donate Life, cuya misión es incrementar la donación de
órganos, y el experimento se desarrolló oponiendo el uso de estímulos a los «engorros».
El estado de Illinois había iniciado un nuevo sistema de registro de donantes. Las
personas que ya estaban registradas como tales en el sistema anterior tenían que volver a
registrarse debido a un cambio en la ley. Así que pusimos en marcha un test en el que
nuestros investigadores ayudantes hablaron con más de cuatrocientos hogares en diversos
barrios del entorno de Chicago. Los estudiantes contaban a la gente que debido a cambios
en el registro de conductores, era posible que hubieran dejado de estar en los ficheros. A
continuación, lanzaban la gran pregunta: «¿Querría recibir información sobre las
posibilidades de hacerse donante de órganos?» Si decidían que sí querían recibir la
información, llenaban un formulario con su nombre, dirección, sexo, fecha de
nacimiento, etc. En total, un 24 por ciento respondió afirmativamente, definiendo el que
sería nuestro grupo de base.
Sin embargo, ¿qué ocurría si cambiábamos la opción por defecto y los hogares tenían
que rechazar explícitamente la opción de recibir información? En este caso, aquellos que
no deseaban recibir información tenían que rellenar el mismo formulario que en el caso
anterior, con sus nombres, direcciones, etc., para quedar al margen. Esta vez, el 31 por
ciento de la gente se registró. Parecía que un simple cambio en la opción por defecto era
suficiente incentivo para hacer que más gente se implicara.
En un tercer test, hicimos que el formulario de registro fuera mucho más corto. De
hecho, lo único que tenían que hacer era escribir sus nombres si querían recibir
información de Donate Life. En esta ocasión, el 32 por ciento de la gente quiso recibir la
información. Este resultado mostró que podíamos conseguir más donantes de ese modo
de los que lográbamos pidiendo a la gente que marcara la casilla autorizando directamente
el envío.
Los resultados mostraban que reducir los engorros —evitando a la gente perder el
tiempo y complicarse la vida— funcionaba ligeramente mejor que utilizar estímulos, lo
que significa que no necesariamente tenemos que usar la opción por defecto para
conseguir el mismo porcentaje de autorizaciones. Podemos ser explícitos e incluso así
lograr que más personas se registren.
Potencialmente, estos resultados tienen importantes implicaciones más allá del caso de
los órganos. Por ejemplo, los estadounidenses no ahorran lo suficiente para su jubilación.
Muchos creen que la trampa de la opción por defecto puede funcionar para incrementar
la tasa de ahorro de la gente. Nuestros resultados sugieren que evitando los engorros y
explicando la forma de ahorrar, clara y simplemente, podemos lograr resultados similares.
De igual modo, reducir las complicaciones en el proceso de selección del mejor plan de
salud puede aumentar el número de inscripciones. (Por supuesto, necesitábamos llevar a
cabo más experimentos de campo para comprobar nuestra hipótesis.)

Una amenaza para todos: el calentamiento global


El calentamiento global supone una de las amenazas mayores que enfrenta el ser humano.
El huracán Sandy, que devastó grandes extensiones de Nueva York, Nueva Jersey,
Pensilvania y otras zonas, fue tan solo el aperitivo de lo que parece un banquete
interminable de desastres naturales que se ha cruzado en nuestro camino. Según la
Evaluación Nacional del Clima publicada en enero de 2013, «determinados tipos de
acontecimientos relacionados con el clima han incrementado su frecuencia y/o
intensidad, incluidos olas de calor, temporales de lluvia y, en algunas regiones,
inundaciones y sequías. El nivel del mar está subiendo, los océanos aumentan su acidez, y
los glaciares y el hielo del océano Ártico se están fundiendo.11 Los expertos están más o
menos de acuerdo en que en el futuro los veranos serán más cálidos y secos; las tormentas,
más torrenciales y devastadoras; y se darán más apagones y colapsos de circulación, así
como carencias en el suministro de comida y agua.
Para luchar contra este escenario, investigadores de todo el mundo están trabajando
duramente para desarrollar nuevas tecnologías que puedan ayudar a mitigar el problema
del calentamiento global. Pero a veces resulta difícil hacer que la gente adopte estas
tecnologías. ¿De qué manera pueden ayudar los experimentos de campo?
Buscando una respuesta a esa pregunta, llevamos a cabo un experimento que trataba
sobre las bombillas. Actualmente, solo el 11 por ciento de las tomas de corriente que hay
en los hogares tienen conectadas lámparas fluorescentes compactas de bajo consumo
(CFL). Proteger el medio ambiente tiene, por supuesto, mucho que ver con los pequeños
cambios que cada uno de nosotros podemos hacer en nuestras vidas. De hecho, si cada
vivienda de Estados Unidos reemplazara tan solo una de las bombillas incandescentes,
cada año podríamos reducir en más de 4 millones de toneladas las emisiones de gases de
efecto invernadero, lo que equivale a las emisiones generadas por ochocientos mil
vehículos, y a un ahorro de 600 millones de dólares en costes energéticos.12
Con ese fin, el presidente George W. Bush firmó el Acta de Independencia y Seguridad
Energética en 2007. El Acta estipulaba, entre otras cosas, que las antiguas bombillas
incandescentes debían eliminarse porque no eran eficientes desde el punto de vista
energético. Desgraciadamente, sus sustitutas —las lámparas fluorescentes compactas de
bajo consumo o CFL— no eran una gran alternativa. Parpadeaban. Emitían una luz fría.
Su rendimiento era dudoso. No funcionaban bien cuando hacía frío. Contenían mercurio
lo que dificultaba su destrucción y constituía un problema si se rompían. Descontentos
con ellas, mucha gente compró y almacenó recambios de las antiguas.
La calidad de las bombillas CFL ha mejorado mucho desde 2007, pero muchas
personas siguen sin apreciarlas, y algunos congresistas se plantean prohibirlas. ¿Qué haría
falta para que la gente eliminara sus prejuicios y adoptara las CFL? Este es un proceso
mucho más complejo de lo que podría pensarse, porque implica una combinación de
presión del entorno cercano y reducción de precios.
Recurrir a «las normas sociales» es una herramienta poderosa para cambiar el
comportamiento; se trata de sutiles ejemplos sobre cómo estar a la altura, que hacen que la
gente haga lo que hacen los demás. Los patrones de comportamiento social están por
todas partes. Cuando el resto de los padres llegan a tiempo a recoger a sus hijos en la
guardería, lo hacen porque eso es socialmente correcto. Cuando vemos un anuncio en
televisión que afirma que «siete de cada diez consumidores están de acuerdo» con que
determinado tipo de cereal para el desayuno, pasta de dientes, coche o cualquier otra cosa,
son buenos, se está tratando de establecer un patrón de corrección. Y cuando entramos en
el baño de un hotel y vemos un cartel que dice «el 73 por ciento de los huéspedes que se
han alojado en esta habitación han reutilizado sus toallas», es otro ejemplo sobre lo que se
espera de nosotros.13
Otra de las cosas que persuade a la gente para probar algo nuevo es, por supuesto,
nuestro viejo amigo el dinero. Para determinar cuál es la combinación ideal de dinero y
presión social que hará que los individuos cambien las bombillas, trabajamos con David
Herberich y Michael Price en un experimento en el que los estudiantes —nuestros agentes
secretos —se presentaron como vendedores a puerta fría en casi nueve mil hogares de los
barrios residenciales de Chicago.14
Aquellos que les abrían la puerta recibían una oferta para comprar hasta dos lotes de
CFL. Las bombillas costaban realmente entre 3,75 y 7,15 dólares, pero nuestro precio base
quedó fijado en 5 dólares el lote. También tratamos de venderlos a 1 dólar, el precio
medio de las bombillas tradicionales. Adicionalmente los estudiantes aplicaron en algunas
viviendas una cierta presión social diciendo cosas como «¿Sabe usted que el 70 por ciento
de los hogares estadounidenses que hemos visitado en esta zona tienen al menos una
bombilla CFL?»
Descubrimos que existen dos maneras de inducir a las personas a comprar CFL. La
primera consiste en rebajar el precio. Mucha gente cree el gobierno debería
subvencionarlas, de forma que su coste fuera el mismo que el de las bombillas
tradicionales. Por desgracia, eso no iba a suceder en un momento en que los presupuestos
gubernamentales están reduciéndose al máximo. No nos sorprendió que nuestros
resultados mostraran que ese enfoque podría funcionar. Otra forma de lograr que la gente
comprara CFL era decirles que sus vecinos lo hacían. Decir a la gente lo que hacían sus
vecinos tuvo un impacto equivalente a una rebaja del 70 por ciento en el precio del lote de
5 dólares. Y lo que es más importante, cuando regresamos y ofrecimos el lote de CFL a
bajo precio, descubrimos que esos hogares seguían comprándolos.
Esa es pues la conclusión: si se quiere que la gente adopte nuevos comportamientos, la
mejor herramienta es una combinación de normas sociales y precios, que se
complementan e incrementan su influencia conjunta. Podemos empezar con la presión
que ejerce el entorno cercano: la gente necesita realmente estar a la altura, así que hágales
saber lo que han hecho sus iguales. Eso les hará considerar su oferta, así que compraran el
lote de CFL. Sin embargo, una vez se han convertido en clientes, la presión social ya no
funciona tan bien. En este punto, hay que ofrecer el producto a un precio inferior.
Entonces comprarán CFL en mayor cantidad.
Es la combinación de normas sociales y precios la que consigue convencer a la gente
para comprar productos sostenibles. De forma más general, cuando existen tecnologías
verdes que prometen respetar el medio ambiente, el gobierno, o las empresas, deberían
aproximarse a los clientes potenciales haciendo referencia a las normas sociales. Una vez
materializados los beneficios de la presión social, seguir por ese camino no funcionará.
Ese es el momento en que los precios deben entrar en escena.

No resulta habitual que los economistas que estudian problemas endémicos como la
pobreza, la indigencia, las drogas o el crimen tengan la oportunidad de ir más allá del
análisis de los datos históricos y se impliquen en la generación de modelos que puedan ser
implementados como reglamentación pública. Por eso nos emocionamos cuando tenemos
la oportunidad de trabajar con gente como Ron Huberman, que nos pidió ayuda para
determinar qué incentivos contribuirían a la resolución de algunos de los grandes
problemas que enfrenta la sociedad. Y definitivamente nos gustaría ver muchos más
experimentos en marcha.
Los funcionarios públicos se centran habitualmente en programas que tengan como
media el mayor impacto. Sin embargo, la realidad es que algunos programas funcionan
muy bien en algunos casos y mal en el resto. ¿Y si aplicáramos un escalpelo a los
problemas sociales en lugar de un martillo? Los resultados de nuestros experimentos
dejan claro que no existe un único programa de rehabilitación que sirva para todo el
mundo. Es posible que programas a medida como el YAP sean más útiles para ayudar a
personas en situación de riesgo, como los pandilleros de Chicago, que cualquier solución
estándar.
Por ejemplo, ¿qué ocurriría si programas como Culture of Calm pudieran reducir su
dimensión y aplicarse de forma más específica? Por ejemplo, quizás algunos estudiantes
respondieran con más intensidad a incentivos sociales como el concierto de Kanye West.
Otros quizás necesitaran incentivos económicos. La idea sería ir más allá de la mera
identificación de estudiantes en situación de riesgo y poner en marcha una batería de
pruebas que nos permitiera realizar un diagnóstico sobre las principales razones que
explican los problemas de comportamiento y prescribir intervenciones basadas en ese
diagnóstico. Por ejemplo, ¿cómo reducir la transmisión del sida, los embarazos
adolescentes, la polución y las tasas de abandono escolar?
Por supuesto, llevar a cabo experimentos de campo de tal envergadura requiere
tiempo, energía y valor. En momentos de ajustarse el cinturón, resulta difícil pensar en
gastar dinero en la realización de experimentos de campo previos a la aplicación de
políticas sociales. Pero esa es una forma errónea de pensar en ello: únicamente llevando a
cabo investigaciones de ese tipo sabremos qué cosas funcionan y así podremos ahorrar
recursos a largo plazo. Y muchos experimentos pueden realizarse virtualmente a coste
cero. Como Ron Huberman sabe, es posible utilizar la investigación para mejorar el futuro
en el ámbito que sea. Ya se trate de la infancia, los pobres o la salud del planeta.

1 Puede ver el vídeo en YouTube si está desesperado por descubrir qué ocurre a continuación. Quizás ya lo haya
visto: salió en las noticias a nivel nacional, después de todo. No se lo recomendamos.

2 El experimento sobre seguros médicos RAND consideraba de forma aleatoria a seis mil individuos con distintos
niveles de coste compartido. Dicho experimento sigue teniendo mucha influencia y fue citado profusamente en los
debates sobre sanidad de 2010. Quizás la mejor señal de que la experimentación ha regresado es que Oregón
terminó recientemente un estudio donde tomaron al azar individuos de Medicare. Para analizar los resultados del
primer año, ver Amy Finkelstein, Sarah Taubman, Bill Wright, Mira Bernstein, Jonathan Gruber, Joseph P.
Newhouse, Heidi Allen, Katherine Baicker y el Oregon Health Study Group (Grupo de Estudios de la Salud de
Oregón), «The Oregon Health Insurance Experiment: Evidence from the First Year», Quarterly Journal of
Economics 127, n.º 3 (2012): 1057-1106.

3 Más información en «Kanye West», Wikipedia, http://en.wikipedia.org/wiki/Kanye_West (último acceso, el 2 de


abril de 2013).

4 Ver Dana Chandler, Steven D. Levitt y John A. List, «Predicting and Preventing Shootings Among At-Risk
Youth», American Economic Review Papers and Proceedings 101, n.º 3 (2011): 288-292.

5 «Jamie Oliver Misses a Few Ingredients», Nota de prensa de la School Nutrition Association, 22 de marzo de 2010,
http://www.schoolnutrition.org/Blog.aspx?id=13742&blogid=564

6 John A. List y Anya C. Savikhin, «The Behavioralist as Dietician: Leveraging Behavioral Economics to Improve
Child Food Choice and Consumption», documento de trabajo.
7 Paul Rozin, Sydney Scott, Megan Dingley, Joanna K. Urbanek, Hong Jiang y Mark Kaltenbach, «Nudge to
Nobesity I: Minor Changes in Accessibility Decrease Food Intake», Judgement and Decision Making 6, n.º 4 (2011):
323-332.

8 Un esfuerzo importante en el incremento de las donaciones de esos órganos es la novedosa investigación del
economista de Stanford, Al Roth, que recibió el Premio Nobel de Economía en 2012, en parte por su contribución al
diseño de algoritmos que casaran a donantes vivos con personas que necesitan trasplantes. Roth y sus colegas
demostraron que cambios simples en el procedimiento utilizado para asignar los órganos podía modificar
notablemente los resultados.

9 Eric J. Johnson y Daniel Goldstein, «Do Defaults Save Lives?» Science 302 (2003): 1338-1339,
http://www.dangoldstein.com/papers/DefaultsScience.pdf

10 Ver Dean Karlan y John A. List, «Nudges for Nuisances for Organ Donation», documento de trabajo.

11 Ver «Federal Advisory Committee Draft Climate Assessment Report Released for Public Review», US Global
Change Research Program, http://ncadac.globalchange.gov/ (último acceso, el 2 de abril de 2013).

12 http://www.energystar.gov/index.cfm?fuseaction=find_a_product.showProductGroup&pgw_code=LB

13 Ver Robert Cialdini, «Don’t Throw in the Towel: Use Social Influence Research», APS Observer, abril de 2005.

14 Ver David Herberich, John A. List y Michael K. Price, «How Many Economists Does It Take to Change a Light
Bulb? A Natural Field Experiment on Technology Adoption», Universidad de Chicago. Documento de trabajo.
9

¿Qué hace que la gente haga obras de


caridad?
No apeles al corazón de la gente, apela a su vanidad

Cuando vemos a una persona sin techo en la calle, o la cara desfigurada de un niño
impresa en un sobre o a un voluntario del Ejército de Salvación durante las fiestas
navideñas, uno siente el impulso de echar mano a la cartera. Y si es como el
estadounidense medio, es probable que utilice parte de su tiempo o dé dinero cada año
para causas que lo merezcan en cualquier parte del mundo.
De hecho, los estadounidenses son bastante generosos. Nueve de cada diez personas en
Estados Unidos donan tiempo o dinero a alguna causa caritativa cada año. La
participación de las personas físicas en proyectos de beneficencia asciende a más de
300.000 millones de dólares, aproximadamente el importe del producto interior bruto de
Grecia. Si añadimos los donativos de empresas y fundaciones, la cifra se incrementa
enormemente.1
En total, estamos hablando de una cantidad impresionante de dinero. En los últimos
cuarenta años, han aparecido fundaciones caritativas por todas partes. A pesar de que esta
tendencia ha relajado la presión sobre el gobierno federal estadounidense como proveedor
de servicios como la ayuda a la pobreza, una pregunta sigue sin respuesta: ¿por qué dona
la gente?
La mayoría de las personas dirían que las causas están en nuestro deseo de ayudar a
otros. ¿Es el altruismo la única razón —o al menos la más importante— detrás de la
generosidad de las personas? Nuestra investigación revela que no es así. De hecho,
nuestros múltiples experimentos de campo con distintos proyectos de beneficencia —que
han implicado la comunicación con más de un millón de personas— mostraron
evidencias de que (prepárese) las razones psicológicas que hay detrás de los donativos son,
a menudo, mucho más egoístas de lo que querríamos o estaríamos dispuestos a admitir.
Una de las razones egoístas que hay detrás de los donativos es, obviamente, el beneficio
fiscal que obtenemos al hacerlos. El gobierno estadounidense, efectivamente, subvenciona
nuestras donaciones a causas que van desde realizar colectas para la iglesia a salvar a las
ballenas. Por supuesto, aunque la ventaja fiscal no existiera, la gente seguiría gastando el
dinero que gana con mucho esfuerzo para apoyar la causa que fuera; en general no
pedimos un recibo a un vagabundo.
Por tanto, si donamos por razones ajenas a la pura generosidad o al beneficio fiscal,
¿qué razones tenemos para hacerlo? Desde el punto de vista de la recaudación de fondos
ese extremo es importante. Seguro que las personas que se dedican a recaudar fondos para
causas benéficas deben conocer las motivaciones subyacentes tras los donativos, las
razones por las que los donantes se implican en determinadas causas y las que explican
qué hace que las fundaciones dejen de contribuir. Las organizaciones sin ánimo de lucro
necesitan saber también cómo incrementar los donativos, particularmente en un
momento de recortes masivos en servicios diversos por parte de los gobiernos locales,
estatales y federal. Además al gobierno estadounidense le encantaría saber,
probablemente, si los millones de dólares que los ciudadanos deducen anualmente de sus
declaraciones de impuestos tienen sentido desde el punto de vista económico. Si el
gobierno eliminara las deducciones fiscales sobre las obras de caridad, ¿seguiría la gente
donando?
Como cualquier otro tipo de entidad, las organizaciones sin ánimo de lucro confían en
una combinación específica de sabiduría popular. En nuestros viajes hemos aprendido
que las personas en cada momento de la vida tienden a aplicar el conocimiento aprendido
de los que decidieron antes que ellos, o confían en su «olfato» más que en datos
verificables para tomar decisiones. En el entorno de la beneficencia, por ejemplo, solicitar
donativos ha sido por tradición, una cuestión de prueba y error. Cuando tienen que
diseñar la siguiente campaña, se basan en las prácticas anteriores que tienen más de
anécdota que de ciencia.
Pero con independencia de que uno dirija una institución de beneficencia, una
corporación, un concesionario automovilístico o una empresa emergente, operar en
virtud de la sabiduría popular no suele ser una buena idea, especialmente cuando las
partes interesadas (sus empleados, aquellos a los que sirve y los que apoyan el proyecto
con sus recursos) cuentan con que usted gestionará las cosas de forma inteligente. A lo
largo de este capítulo y el siguiente, pondremos el sector de la beneficencia bajo el
microscopio y evaluaremos distintas formas de hacer las cosas.2
Nuestros hallazgos no son válidos únicamente para la beneficencia. Como veremos,
tienen implicaciones mucho más profundas para cualquier organización.
Sembrando
El origen de nuestra investigación sobre la filantropía se remonta al año 1997, cuando
John era un profesor asistente novato de la Universidad Central de Florida (UCF). En esa
época, John invertía la mayor parte de su tiempo en probar teorías económicas, mientras
avanzaba con lentitud en la jerarquía de investigación, con los experimentos de campo
realizados en el único sector que conocía realmente bien: el coleccionismo de cromos
deportivos.3
Un día se le acercó Tom Keon, el decano de la facultad de empresariales de UCF. Keon
quería que UCF se convirtiera en una organización puntera en investigación. Pensaba que
la única forma de conseguirlo era que cada departamento académico de la escuela de
negocios eligiera un nicho en el que especializarse. Una vez seleccionado uno, él haría
llegar los recursos necesarios al área elegida.4
A partir de sus conocimientos en ciencias económicas ambientales y experimentales,
John pensó en uno de los nichos que podía ganar el «concurso». Después de meses
discutiendo y negociando, el claustro votó de forma prácticamente unánime por las
ciencias económicas ambientales, complementadas por las ciencias económicas
experimentales. Fue un gran día para John y sus colegas, que lo celebraron con cerveza y
pizza.
Poco después de la votación, Tom Keon entregó el premio al ganador. «Felicidades,
John. Tu área ha sido la vencedora. He decidido que para que esto funcione de verdad,
crearemos el Center for Evironmental Policy Analysis (Centro de Análisis de Política
Ambiental) (CEPA, como se llamó más adelante). Y tú estarás al frente.»
John tembló de arriba abajo.5
«Por descontado, tendrás que salir a recaudar fondos para ello», explicó el decano. «La
escuela aportará 5.000 dólares como capital inicial. Tendrás que pensar cómo lo usas para
que se multiplique.»
John nunca había estudiado administración pública y su conocimiento sobre la
recaudación de fondos se limitaba a las respuestas ocasionales que daba a las peticiones de
colaboración que recibía por correo electrónico. Así que decidió realizar una pequeña
investigación sobre la forma en que se utiliza el capital inicial en una incipiente
organización sin ánimo de lucro. Leyó todo lo que pudo encontrar sobre el tema, pero no
halló ninguna investigación cuantitativa que especificara cuánto dinero era necesario para
lanzar una campaña. De hecho, encontró poca investigación rigurosa de ningún tipo. Así
que tuvo que poner en marcha la suya propia. ¿Cuáles eran las premisas sobre las que se
asentaba el mundo de la recaudación de fondos? Decidió hablar con los expertos en este
campo de algunas de las organizaciones benéficas más grandes del mundo.
Una tarde se encontró charlando con un atildado y elegante caballero, de pelo plateado
y americana de tweed, que trabajaba para una gran fundación de protección animal. La
conversación fue más o menos la que sigue:

JOHN: El decano me dio cinco mil dólares como capital inicial. ¿Cuánto más vamos a
necesitar para iniciar una campaña de captación de fondos?
ÉL: Ah. ¡Existe una fórmula milagrosa para saber eso!
JOHN: ¿En serio?
ÉL: (inclinándose hacia adelante) Necesita el treinta y tres por ciento de su objetivo. Así
que si está intentando captar quince mil dólares, necesita cinco mil dólares. Treinta y
tres por ciento es la poción mágica.
JOHN: Vaya. Eso es fantástico. Gracias. Pero ¿cómo sabe que es el treinta y tres por
ciento y no el cincuenta por ciento o el diez por ciento?
ÉL: Porque llevo mucho tiempo en este negocio y así es como se hace. Es exactamente
un treinta y tres por ciento. Si se lanza una campaña con un porcentaje mayor o
menor, no conseguirá recaudar tanto dinero.
JOHN: Pero ¿cómo puede estar seguro de eso? ¿Dónde están las evidencias? No he sido
capaz de encontrar ninguna investigación al respecto…
ÉL: (ligeramente exasperado) Lo sé porque lo aprendí de mi antiguo jefe, que estuvo en
este negocio durante mucho tiempo. Es lo que hacemos siempre. Confíe en mí.
JOHN: (igualmente exasperado) ¿Y él, cómo lo sabía?

Ya pueden adivinar por dónde iba la conversación. Aquel bienintencionado individuo


no había pensado seriamente en cómo recaudar más fondos. Sabía mucho más sobre
cómo organizar una gala benéfica que sobre formas más eficaces de obtener recursos. Pero
ahí estaba John, que acababa de estrenarse como recaudador de fondos con fines
benéficos a tiempo parcial, y parecía que ya había llegado al fondo de lo que algunos de los
más reconocidos personajes de ese negocio sabían sobre ello.
«Algo no funciona en el mundo de la beneficencia», pensó John. Pero las personas
como el atildado caballero eran inteligentes así que ¿qué se estaba perdiendo? John llegó a
la conclusión de que no habían usado experimentos de campo económicos para analizar
científicamente las verdaderas razones por las que la gente dona. El dinámico sector en el
que estaban se basaba en anécdotas, no en la ciencia. Eso resultaba decepcionante pero
para un investigador joven constituía una oportunidad única. Había encontrado un sector
en el que los experimentos de campo podían influir y ser de gran ayuda. En la mente de
John el final de la partida constituiría una revolución científica que cambiaria
dramáticamente la forma en que funcionaba el sector de beneficencia.

Antes de detallar qué hicimos con nuestro capital inicial, hagamos un pequeño
experimento, solo por diversión. Las siguientes ideas son habituales en el entorno de la
recaudación de fondos, y son asunciones típicas que la gente hace cada día. (Algunas de
ellas han demostrado ser útiles, pero otras no tanto. En los próximos dos capítulos
descubriremos qué trucos han sido más eficaces en cada uno de los grupos y por qué.)

Grupo A:

• Donación 1 por 1 («Si llama ahora, un donante anónimo igualará su donación dólar por dólar,
doblando de hecho la donación que usted haga.»)
• Donación 2 por 1 («Triplicando su donación.»)
• Donación 3 por 1 («Cuadruplicando su donación.»)

Grupo B:

• Lotería («Si dona ahora, su nombre entra en un sorteo.»)


• Oferta de reintegro («Si no alcanzamos los 20.000 dólares le devolvemos su dinero.»)
• Tontinas («Cuanto mayor sea su donación, mayor será el premio al que opta.»)

Grupo C:

• Peticiones puerta a puerta.


• Campañas de marketing directo con una foto de un animal o un niño que sufre impresa en el
sobre que dice: «SU DONATIVO PUEDE SALVAR UNA VIDA».
• «Disponemos de 5.000 dólares como capital inicial. Ayúdennos a recaudar 25.000 dólares.»

Cuánto más lo analizábamos, más claro estaba que todo el mundo tenía una opinión
sobre lo que funcionaba y lo que no lo hacía. Pero existía poca evidencia científica que
identificara las razones por las que la gente donaba a obras de caridad, o por qué
respondía a determinados estímulos de marketing como los mencionados. Piense en ello:
¿cuántas veces usa la gente de marketing o de ventas tácticas de este tipo para animar a los
consumidores potenciales a invertir su dinero? De hecho, todo el marco económico de la
beneficencia se asemejaba a un prometedor campo de investigación, porque sus
implicaciones eran aplicables, como veremos, a todos y cada uno de los campos
imaginables.
Seguir al líder
Lo primero que necesitaba el centro de investigación eran ordenadores nuevos. Seis, para
ser exactos, y los 5.000 dólares no iban a ser suficiente. Así que una noche, estábamos
hablando con nuestros colegas y amigos, los economistas James Andreoni y David
Lucking-Reiley y juntos ideamos un plan para desarrollar el primer test sobre las prácticas
habituales en la recaudación de fondos.6
Distribuimos el capital del que disponíamos para la campaña en diversas campañas
más pequeñas, para financiar los seis ordenadores que el centro necesitaba y cada
campaña servía además como experimento independiente. Enviamos distintas versiones
de la misma carta de solicitud a los hogares de tres mil habitantes de Florida central,
explicando que el nuevo Center for Environmental Policy Analysis (CEPA) de la
Universidad Central Florida se ocuparía de asuntos referentes al entorno local, estatal y
global como la polución en el aire y el agua, la protección de especies en peligro o el
incremento de la biodiversidad. ¿Harían un donativo para los ordenadores que
necesitaban los investigadores?
Al preguntar a la gente si contribuirían para la compra de un ordenador de 3.000
dólares, introducíamos diversos tipos de aportación y distintas opciones de cantidad. En
una de las cartas decíamos que ya podíamos sufragar el 10 por ciento del coste, y solo
pedíamos el dinero necesario para el resto, es decir 2.700 dólares. En otra de las cartas
elevábamos el porcentaje hasta el 33 por ciento, y pedíamos 2.000 dólares. En una tercera
afirmábamos que ya disponíamos del 67 por ciento del dinero que necesitábamos y
pedíamos a los donantes que nos ayudaran con los 1.000 dólares que faltaban. Algunas de
las cartas especificaban que si no conseguíamos fondos suficientes para los ordenadores, el
dinero se utilizaría para cubrir los gastos operativos del CEPA. En otras se decía que si no
lo lográbamos, devolveríamos los importes de los donativos. Todas iban acompañadas del
habitual «muchas gracias», un formulario para contribuir y un sobre ya franqueado.
Enviamos las cartas y esperamos.
Mientras las respuestas iban llegando, descubrimos que los usos comunes de la
industria eran correctos, aunque solo en parte. El capital inicial es útil para atraer a nuevos
donantes. Pero el 33 por ciento del que nos habían hablado los expertos era absolutamente
erróneo. De hecho, los donativos se incrementaron cuando dijimos a la gente que ya
disponíamos del 33 por ciento de los fondos, y crecieron incluso más cuando les decíamos
que ya disponíamos del 67 por ciento. Cuando los fondos de los que disponíamos
inicialmente eran menores (digamos un 10 por ciento) las contribuciones disminuían.
Parecía que las buenas personas del sector de la beneficencia, en su convencimiento
sobre el 33 por ciento como proporción ideal entre capital y donaciones, habían
desperdiciado oportunidades de captar más fondos. Sin embargo, quizás no estuvieran tan
equivocados. Los niveles de capital inicial transmiten información competitiva a los
donantes potenciales. Por una parte, uno podría pensar que cuanto más cerca está una
campaña benéfica de conseguir un objetivo económico, menos importancia da el donante
a su aportación para ayudar a lograrlo, porque se lo deja a otros.
Pero, por otra parte, los donantes son personas ocupadas. No tienen tiempo para
investigar hasta el último detalle de cada obra de caridad, así que se fían de la información
aportada por otros donantes. Si uno dice que ya dispone de una cifra considerable de
capital proveniente de un donante anónimo, los otros donantes interpretan que un
«experto» ha hecho los deberes y ha decidido hacer una contribución importante.
A la gente le gusta jugar a seguir al líder. De hecho, nuestra investigación descubrió
que ese comportamiento era importante para los donantes, tan importante que
sobrepasaba ampliamente el efecto de dejar que contribuyeran otros. Descubrir cuán lejos
puede llegar este argumento es todavía una cuestión empírica sin respuesta. Por ejemplo,
estamos convencidos de que si dijéramos que ya disponíamos del 99,9 por ciento de lo que
necesitábamos, los donantes no harían aportaciones. Pero es solo una suposición.
Sin embargo, jugar la carta de seguir al líder no resulta tan fácil. Dijimos a algunos
destinatarios de la campaña que si no conseguíamos suficientes fondos, les devolveríamos
el importe donado. Sería fácil pensar que la promesa de reintegro elevaría el número de
aportaciones porque no existe el problema de dejárselo a otros y sí existe el señuelo de
seguir al líder. Pero cuando analizamos los datos en detalle, averiguamos que ofrecer un
reintegro no afectaba en absoluto a los donativos.
Para asegurarnos de los resultados tomamos la idea del Sierra Club de Canadá, una
organización antigua, con una base de donantes y un histórico de tres o cuatro campañas
masivas de marketing directo al año. La delegación de British Columbia nos había
invitado a colaborar, así que junto con nuestro colega Daniel Rondeau, lanzamos otro
experimento pidiendo a tres mil hogares ayuda para que el Sierra Club pudiera extender la
oferta educativa a estudiantes de guardería y primaria de la zona.7 Dijimos a la mitad de
los receptores de la carta (el grupo de control) que el objetivo era de 5.000 dólares y a la
otra mitad que ya habíamos cubierto la mitad de ese objetivo, 2.500 dólares. ¿Funcionó
nuestra teoría en esta ocasión? Puede apostar que sí. Conseguimos un total de 1.375
dólares del grupo de control, y 1.620 dólares —un 18 por ciento más— del grupo objeto
del experimento. El capital inicial disponible funcionó según lo previsto.
¿Cuál es la conclusión de todo esto? Muchas organizaciones sin ánimo de lucro
parecen estar en contra de anunciar que ya disponen de un importe elevado de fondos
porque temen el efecto «que lo haga otro». Creemos que estas organizaciones no
entienden que los donantes quieren seguir a un líder. De hecho el efecto de seguir al líder
es tan poderoso que se come al efecto «que lo haga otro».8

La ecuación de la barrita de chocolate


Mientras algunos de los ciudadanos más conservadores de la derecha ven la National
Public Radio (Radio Nacional Pública) (NPR) como uno de los antros desde los que los
liberales acechan para lanzar conspiraciones socialistas, en realidad se trata de una
organización de bastante calidad y, para muchos, una parte importante de su día a día.
Como apunta la NPR durante sus campañas petitorias, no solo emite las noticias de
ámbito nacional e internacional sino que también tiene programas de humor como A
Prairie Home Companion y Wait Wait… Don’t Tell Me!
De todos modos, si usted vive y trabaja en lugares distintos y disfruta escuchando las
voces conocidas de los locutores de las emisoras locales, sabe probablemente que las
peores semanas para estar en la carretera son las que coinciden con las campañas
petitorias de temporada de la NPR. Cada día de campaña, los locutores que normalmente
son cómicos se transforman en ávidos recaudadores que utilizan cualquier estratagema
para incrementar los donativos. Una de las frases favoritas de estos locutores es decir: «¡Si
dona 100 dólares ahora, puede doblar esa cantidad con una equivalente de otro donante
generoso!»
Ese argumento tiene toda la lógica del mundo, desde el punto de vista económico. En
general, cuando se realiza una contribución a beneficencia, cada dólar que uno dona se
transforma en un dólar para la causa. Pero cuando uno sabe que si aporta 100 dólares, el
proyecto recibirá 200 dólares, quizás piense que se le está ofreciendo un especial dos por
uno, y eso es exactamente lo que los recaudadores de fondos quieren que piense.
Dicho de otro modo, si puede obtener una barrita de chocolate por 1 dólar o dos
barritas por el mismo importe, seguro que elegirá la segunda opción. Es economía básica.
Y si esa táctica funciona para una tienda de comestibles, debería funcionar para los
recaudadores de fondos, ¿verdad? Esta suposición tiene tanta fuerza entre la comunidad
de recaudadores de fondos que su Biblia advierte que uno debería «no subestimar jamás el
poder de un regalo que incorpora un reto» y que «obviamente, un donativo uno por uno
—cada dólar que uno da supone otro dólar— es más atractivo que el reto uno por dos… y
un reto más atractivo (dos por uno) hace que donar resulte también más interesante».9
¿Son este tipo de aportaciones el equivalente al especial dos por uno que encontramos
en los grandes almacenes? O, dicho de otro modo, ¿funcionan de la misma manera en que
lo hacen los descuentos en el mundo del gran consumo? Después de todo, todos los
donantes importantes han confiado en esta idea durante años. Por ejemplo, un donante
anónimo dio recientemente 75 millones de dólares a la Universidad de Drake y estipuló
que la escuela debería igualar esa cantidad con una campaña tres por uno y dos por uno
que solicitara más dinero. En otras palabras, pidió a Drake que multiplicara esa gigantesca
suma de dinero utilizando la idea de la barrita de chocolate llevada al extremo.
Sin embargo, ¿funciona realmente este tipo de campaña? Para averiguarlo, trabajamos
conjuntamente una vez más con Dean Karlan de la Universidad de Yale, un profesor de
económicas de centro-izquierda que también estaba interesado en investigar las causas
que propician los donativos.10 Después de que George W. Bush fuera elegido presidente
en 2004, Dean escribió a una organización sin ánimo de lucro progresista a la que
admiraba, explicando que queríamos llevar a cabo un experimento con cincuenta mil de
sus simpatizantes.11
La organización estuvo encantada de contar con nuestra ayuda para su campaña, así
que aceptó nuestra oferta de ayuda. Trabajando conjuntamente con su equipo diseñamos
una campaña de recaudación de fondos experimental. Una de las cartas (la de control)
pedía simplemente una contribución y no mencionaba nada más. Las demás eran
distintas versiones de la que sigue:

Donativo proporcional
AHORA ES EL MOMENTO DE DONAR
Preocupado por la continua erosión de nuestros derechos constitucionales, uno de
nuestros miembros nos ha ofrecido un donativo proporcional… para alentar a
todos nuestros simpatizantes a contribuir. Para evitar perder la lucha por la defensa
de nuestros derechos, este miembro ha anunciado una oferta (1, 2, 3 dólares) por
cada dólar que usted aporte. Es decir que por cada dólar con el que usted
contribuya, de hecho recibiremos (2, 3, 4 dólares). No perdamos esta oportunidad.
Por favor, ayúdenos.12

Dividimos a los destinatarios, de forma aleatoria, en cuatro grupos: tres niveles de


donativo proporcional y un grupo de control. Los integrantes del Grupo 1 recibían una
oferta uno por uno, en la que se les explicaba que por cada dólar que donaran, la
organización recibiría 2 dólares. Al grupo que recibió la oferta dos por uno se le explicó
que por cada dólar que donaran, la organización recibiría 3 dólares, etc.13
Enviamos las cartas y esperamos. El resultado fue el que preveíamos: la oferta
funcionó. Una vez recibidas todas las respuestas y procesados los datos, comprobamos
que los donativos de aquellas personas que habían recibido la carta que hablaba de
aportaciones proporcionales eran superiores en un 20 por ciento al resto. Es decir, por el
mero hecho de existir, el donativo proporcional incrementaba la eficacia de la campaña en
un 20 por ciento. Parecía pues que este tipo de aliciente funcionaba y lo hacía
estupendamente.
Sin embargo, la sorpresa estaba servida: la cantidad del donativo proporcional no
importaba en absoluto. La oferta tres por uno no resultaba más atractiva que la de uno por
uno. Y lo mismo sucedía con la de dos por uno. De acuerdo con la creencia extendida de
que donativos proporcionalmente mayores funcionan mejor que los inferiores, nuestros
resultados, obtenidos en miles de observaciones, resultaban chocantes.
También realizamos otro descubrimiento. La campaña funcionaba mucho mejor en los
estados llamados «rojos», o estados conservadores que en los «azules» o estados
progresistas (recuerde que la organización era progresista). ¿Por qué sucedía eso?
La respuesta fácil es que pájaros del mismo plumaje siempre vuelan juntos. Digamos
que usted es un progresista que vive en uno de los estados liberales conocidos como
Massachusetts o Vermont, cuyos senadores y congresistas también son progresistas.
Recibe una carta de una organización también progresista pidiendo colaboración
monetaria. Usted ya está dispuesto a contribuir, haya o no un aliciente adicional. Con
independencia de las credenciales de la organización, decide colaborar. «A mi alrededor,
todos lo hacen así que yo también lo haré», razona. Para usted, se trata de una
organización de izquierdas que solicita a contribuyentes de izquierdas ayuda en uno de los
estados azules, y eso no necesita estímulos adicionales.14
Pero los pájaros de otro plumaje chillan más. La campaña envió una señal distinta e
importante a los progresistas de los estados rojos. Si usted es de izquierdas y vive en
Mississippi, Tennessee o Arizona —o es un conservador en California, Oregon o Vermont
— se siente superado en número. Está en contra de la maquinaria pero no está seguro de
que la organización no lucrativa sea de fiar. Hete aquí que aparece alguien que dice
«Únete a mi lucha; tus amigos de (aquí __________habría que poner el nombre del
estado que fuera, rojo o azul) están luchando duramente y aportando mucho a la causa.»
Dado que usted pasa mucho tiempo sintiéndose en minoría frente al poder establecido (o
frente a sus vecinos), será más sensible al saber que su contribución es para una buena
causa. Es como estar del lado de los estudiantes idealistas y los humildes en Los miserables:
uno siente orgullo y gloria por lo que está haciendo.
Una de las teorías de la psicología social coincide con este razonamiento. La teoría
sostiene que los individuos que pertenecen a un grupo minoritario tienen un sentido más
fuerte de identidad social. De acuerdo con eso, la clave social de las campañas de donación
proporcional actúa como un catalizador que despierta la «solidaridad» en las personas.
Por eso, la «señal» que genera el donativo del líder es notablemente eficaz para animar a
los que pertenecen a un grupo político minoritario.
Sin embargo, si la gente hace donativos porque cree que es lo correcto o porque
comulga con el propósito de la campaña, ¿qué tiene que ver la política del estado en el que
vive con su actitud? Nuestra investigación aporta alguna pista: los donativos tienen más
que ver con la forma en que nos vemos a nosotros mismos de lo que parece. Este concepto
de egotismo benéfico tiene un nombre: la teoría conocida como de «sensación
reconfortante» que popularizó nuestro amigo James Andreoni.
Esa sensación reconfortante se origina porque uno se siente bien cuando hace un
donativo: ayudar a la escuela primaria, contribuir con el banco de alimentos, salvar la
selva o proteger a las crías de foca aumenta nuestra autoestima. Está claro que hay un
componente de altruismo en la donación pero esa sensación reconfortante (o «altruismo
impuro») también actúa como motivador. El alcalde de Nueva York, el multimillonario
Michael Bloomberg lo explica de forma elocuente: «Estamos en este mundo para
compartir y ayudar a los demás. Y nada de lo que yo haga —o de lo que haga usted o
cualquiera que sea generoso— le proporcionará tanto placer como el que obtiene cuando
se mira al espejo justo antes de apagar la luz y dice “Sabes, hoy he contribuido al
cambio”».15
En definitiva, los donativos proporcionales no son exactamente lo mismo que ofrecer
dos o tres barritas de chocolate por el precio de una. Nuestros experimentos nos han
llevado a la conclusión de que los donantes no se comportan como los clientes en la cola
del supermercado. Los donantes quieren asegurarse de que sus contribuciones son un
ejemplo de corrección. Son prudentes porque temen ser engañados. Sin embargo, la gente
hace donativos a diario porque quiere sentirse reconfortada.
Así pues, ¿qué implica este hallazgo para todos los locutores de la radio pública, para el
caballero atildado de la organización para la protección de los animales, para las
organizaciones sin ánimo de lucro, los vendedores y las empresas en general? Nuestro
consejo para ellos: dejen de confiar en fórmulas de segunda mano o de asumir que las
donaciones funcionan como la venta de barritas de chocolate. Las campañas de donación
proporcional funcionan —recuerden que cualquier proporción es mejor que ninguna—
pero nuestra investigación demuestra que la proporción uno por uno no funciona
exactamente igual que la dos por uno o la tres por uno.
Por encima de todo, es importante apelar directamente a la necesidad que tiene la
gente de sentirse reconfortada, mostrándoles lo bien que se sentirán una vez hayan hecho
el donativo. Cuando las organizaciones benéficas (y las empresas) reconocen ese aspecto
de la motivación humana, consiguen idear cientos de nuevas e interesantes formas de
hacer que los ciudadanos echen mano de sus carteras.16
El efecto belleza
Una fría tarde de diciembre, en el año 2005, Jeanne, una asistente brillante y llena de
energía de la Universidad de East Carolina (ECU), se acerca a la puerta de una casa
residencial en el condado de Pitt, en Carolina del Norte. Jeanne lleva una camiseta con un
mensaje estampado de forma muy profesional que dice «ECU National Hazards
Mitigation Research Center» (Centro de Investigación para la Mitigación de Catástrofes
Naturales.) Lleva una identificación con su foto, nombre y número de permiso. También
lleva un portapapeles y diversos folletos. Un hombre de mediana edad le abre la puerta.
«¿Sí?», dice, mirándola.
«Hola», responde ella con una gran sonrisa. «Mi nombre es Jeanne. Soy una estudiante
de ECU y hoy estoy visitando los hogares del condado de Pitt, por encargo del recién
creado ECU Natural Hazards Mitigation Research Center.»
Jeanne continúa explicando que el centro se dedica a colaborar dando apoyo y
coordinación en el caso de desastres naturales como huracanes, tornados e inundaciones,
acontecimientos que resultan familiares en la zona.
El hombre asiente. Jeanne ensancha su sonrisa. «Para conseguir fondos, estamos
llevando a cabo un sorteo benéfico. El ganador recibirá 1.000 dólares en una tarjeta
monedero de MasterCard. Por cada dólar con el que usted contribuya, recibirá un boleto
para el sorteo. Las probabilidades de ganar este sorteo dependen de su contribución y de
la contribución total recibida por parte de los habitantes del condado de Pitt.
Conoceremos al ganador a las doce del día 17 de diciembre. Se le comunicará el premio y
los resultados se publicarán en la página web del centro. Todo lo obtenido será para el
centro que es una organización sin ánimo de lucro. ¿Le gustaría contribuir?»
Por supuesto, el hombre que le abrió la puerta no sabía que Jeanne era una agente
doble. Es cierto que trataba de obtener fondos para el centro. Pero también formaba parte
de un experimento de mayor entidad que implicaba a docenas de estudiantes
universitarios como ella que habían sido entrenados y a los que se pagaba por llamar a la
puerta de cinco mil hogares en el condado de Pitt. Algunos de los estudiantes pedían
únicamente dinero pero otros, como Jeanne, añadían el incentivo del sorteo. Todos ellos
formaban parte de un estudio para determinar si el sorteo haría que aumentaran los
donativos para el centro.
Curiosamente, los resultados mostraron que el sorteo (lo que llamamos «el efecto
lotería») incrementaba los ingresos brutos obtenidos por los donativos en un 50 por
ciento respecto a la petición sin sorteo. El grupo al que se ofrecía la posibilidad de
participar en el sorteo efectuó donativos en el doble de ocasiones que aquellos que no
tuvieron esa opción. Los sorteos constituyen una herramienta que los recaudadores de
fondos pueden usar para generar «listas templadas» o grandes grupos de donantes activos
para futuras campañas. Desde esta perspectiva, la lotería aporta al recaudador de fondos
un «doble dividendo» —le permite conseguir más fondos inmediatamente y también crear
una «lista templada» más numerosa.17
Asimismo averiguamos algo más que resultaba predecible: cuanto más atractivo sea el
que hace la petición, mayores donativos recibirá. Llamamos a esto el «efecto belleza». De
cara a poder medir el atractivo físico tomamos fotografías digitales de cada candidato en
las entrevistas iniciales para preparar su acreditación.18 Luego, colocamos dichas
fotografías en un fichero que contenía las fotografías de tres candidatos más. Los ficheros,
una vez impresos en color fueron evaluados por 152 observadores distintos (estudiantes
de la Universidad de Maryland-College Park).
Los observadores puntuaron a los candidatos como Jeanne en una escala del 1 al 10 en
lo que se refería a su atractivo. Jeanne fue puntuada con un 8 y logró recaudar un 50 por
ciento más de fondos que una compañera, igualmente cualificada, que había sido valorada
con un 6. No nos sorprendió que las mujeres tuvieran más éxito que los hombres en lo
que se refería a la recaudación, cuando quien abría la puerta era un hombre. Jimmy
obtuvo una puntuación mayor que la de Stan en lo que se refería a su atractivo y consiguió
más fondos que este; pero las mujeres lograban más donativos que los hombres.
Lo que resultó interesante no fue que existiera un efecto belleza, sino la importancia de
dicho efecto. Los resultados mostraban que el «efecto belleza» tenía la misma importancia
que el «efecto lotería». Resumiendo, si el atractivo del recaudador pasaba de 6 a 8, los
resultados mejoraban en la misma proporción que cuando añadíamos el sorteo.
Dejando de lado la belleza, ¿es posible que el boleto para un sorteo produzca cambios
relevantes a largo plazo en los donativos? Años después de este primer trabajo volvimos a
visitar los mismos hogares en el marco de un nuevo experimento de campo.19
Descubrimos que las personas que inicialmente habían mostrado interés por la lotería
seguían donando en mayor medida que el resto. Sin embargo, los hombres admirados por
la belleza de Jeanne en la primera visita no continuaban haciendo donativos, excepto si
otra joven atractiva llamaba a su puerta.
No nos sorprendió que el efecto belleza no tuviera influencia a largo plazo. Después de
todo, que una cara bonita nos visitara hace tiempo no es per se razón para continuar
dando apoyo a una causa. No obstante, los que realizaron su primer donativo a causa de la
lotería continuaban haciéndolo tiempo después. Es lo mismo que ocurría en los escenarios
en que los donantes sentían que lo que aportaban se utilizaba para algo concreto
(enseguida profundizaremos en ello). El sorteo, del mismo modo que en el caso de las
aportaciones a un capital inicial, implica que el donativo es «dar algo para obtener algo».
También implica que el destinatario es una organización sólida.

Asesinatos, casillas de exclusión voluntaria


y otras tentaciones
En febrero de 2011, en un episodio de The Daily Show with John Stewart, Stewart,
haciendo el papel de un heterosexual, pide al experto del programa para todo, John
Hodgman, que dé una solución para el difícil e inconmesurable problema de equilibrar el
presupuesto de Estados Unidos. Después de sugerir que se reduzca el Pentágono (el
edificio) desde su excesiva dimensión de cinco lados a un romboide de cuatro lados,
Hodgman sugiere aumentar los ingresos de una forma poco convencional. «Si realmente
se quieren llenar las arcas del Estado, ya sabes lo que hay que hacer: legalizarla», afirma.
(La audiencia, ante la sugerencia sobrentendida de legalizar la marihuana, ríe y aplaude.)
El resto de la conversación se desarrolla como sigue:

HODGMAN: Ya sabes de qué hablo. Legalizar el asesinato…


STEWART: ¿Estás proponiendo legalizar el asesinato?
HODGMAN: Asesinato. Todo lo que digo es que pongamos a prueba las teorías de
Darwin en el mercado de libre competencia. Dejemos que perezcan los débiles y que
los más aptos les quiten la vida. Mientras puedan pagar el impuesto por bigamia.
STEWART: ¿Y la Seguridad Social y Medicare?
HODGMAN: Eso constituye la mitad de nuestro presupuesto. ¿Y para qué? ¿Cuidar de
los ancianos y los enfermos en lugar de prestar atención a jóvenes sexis como
nosotros?… Eso no es justo.
STEWART: ¿Te refieres a deshacerse de los ancianos y los enfermos?
HODGMAN: No, no, no hay que eliminarlos. Me refiero a hacer que la Seguridad Social
sea divertida. Montemos un concurso. Quien gana se lo queda todo.
STEWART: No quieres decir…
HODGMAN: Sí, John. Una tontina. Un acuerdo entre caballeros en el que el último
participante vivo se queda todos los fondos de la Seguridad Social.
STEWART: Pero ¡si el asesinato es legal, entonces lo que hará será animar a la gente a
asesinar a otros para ganar el bote!…20

El mejor ejemplo de argumentos tan ridículos como este es el que enunció Jonathan
Swift en su ensayo «A modest proposal for preventing the children of poor people in
Ireland, from being a burden on their parents or country, and for making them beneficial
to the public» (Una modesta propuesta para evitar que los hijos de los pobres en Irlanda
sean una carga para sus padres y para el país, haciendo que sean beneficiosos para el
público en general), en el que proponía que los padres irlandeses sin recursos pudieran
vender a sus hijos como comida para la gente pudiente. Sin embargo, las tontinas son una
forma de ganar dinero de gran tradición, y son mucho más que un acuerdo entre
caballeros.
En palabras simples, una tontina es una combinación interesante de una renta vitalicia
en grupo, un seguro de vida en grupo y una lotería y no se limita a ser el argumento de un
enigma o una comedia. Las tontinas ocupan un espacio interesante en la historia
económica, y fueron una forma importante de recaudar fondos en Europa durante los
siglos diecisiete y dieciocho. Deben su nombre a Lorenzo Tonti, un napolitano al que
nadie conocía hasta que su patrocinador, Mazarino, cardenal francés (responsable de la
salud financiera del Estado) apoyó su entrada en la corte del rey de Francia en la década
de 1650.
En el ejercicio de sus funciones, Tonti propuso una anualidad vitalicia, con beneficios
para los supervivientes, en la que los suscriptores, agrupados por tramos de edad, hacían
un único pago al gobierno por un importe de 300 libras. Cada año, el gobierno haría un
pago a cada grupo que supondría el 5 por ciento del capital total con el que dicho grupo
había contribuido. Este pago se distribuiría entre los supervivientes del grupo en la misma
proporción en que cada uno había contribuido inicialmente. La deuda del gobierno
desaparecía con la muerte del último miembro del grupo.
Después de su éxito en Francia, las tontinas se popularizaron. Los gobiernos las usaron
para financiar guerras y proyectos municipales como por ejemplo el puente más antiguo
de Londres (el puente Richmond). Construido en 1777, el puente fue financiado con
cuotas por un valor, considerable en aquellos tiempos, de 100 libras cada una. Se prometía
a los inversores una rentabilidad anual basada en los ingresos procedentes del peaje del
puente. Cuando uno de los accionistas moría, los miembros supervivientes recibían su
parte (esta es la razón por la que las tontinas parecen hechas a medida para provocar
misteriosos asesinatos y están prohibidas en Estados Unidos).21
Las tontinas ocupan también un lugar sobresaliente en la ficción. Agatha Christie las
utilizó como la clave en diversas tramas en sus novelas, incluyendo Asesinato en el Orient
Express. Recientemente, en un episodio de Los Simpson, Abe Simpson y el señor Burns
descubren que sirvieron juntos en la Segunda Guerra Mundial y que su escuadrón es
propietario de valiosas obras de arte alemanas que serán del último superviviente del
grupo. La caja de las sorpresas, una maravillosa película antigua protagonizada por Peter
Cook, Dudley Moore, Ralph Richardson, John Mills y muchos otros actores cómicos, se
basa en una historia original de Robert Louis Stevenson en la que los nietos del último
superviviente de una tontina luchan por su fortuna.
Como sabíamos, por nuestra investigación previa, que las loterías contribuyen a
incrementar los donativos caritativos, nos preguntamos si las tontinas podían lograr algo
similar. Es decir: en vez de utilizar las tontinas como mecanismo para financiar la deuda
pública o garantizar una renta vitalicia a los suscriptores, ¿podrían las organizaciones
benéficas utilizarlas para incrementar los donativos? ¿Cómo funcionaría una tontina en
relación con el resto de los instrumentos que habíamos analizado?
En primer lugar, pensemos en nuestra lotería benéfica. Por cada dólar que uno da,
gana un boleto para la rifa; cada boleto representa una posibilidad de conseguir el premio.
Por tanto, cuanto más alto sea el donativo, mayores son nuestras probabilidades de ganar.
No importa cuánto dinero se recaude, el premio no cambia; pero la probabilidad de
ganarlo decrece si otros dan más que nosotros, porque de ese modo se incrementa el
número de boletos.
Sin embargo, si nos paramos a pensar un momento, no queda claro por qué las
organizaciones caritativas optarían por una lotería cuando invertir ese esquema podría
dar mejores resultados. Una tontina benéfica daría a cada donante una probabilidad cierta
de ganar un premio, siendo el importe del premio proporcional a la cantidad del donativo.
Por ejemplo, imaginemos que usted se acerca a la feria del condado y observa que hay
personas en un estand recaudando fondos para la American Cancer Society (Sociedad
Americana contra el Cáncer) utilizando una tontina benéfica. Un simpático voluntario le
dice que no importa cuánto done, porque usted tendrá un 25 por ciento de probabilidades
de ganar un premio en cualquier caso, aunque a mayor donativo, mayor premio. Luego le
muestra los diversos niveles de premios por los que compite. Si su donativo es inferior a
20 dólares, usted podrá elegir entre diversas cosas sencillas como un punto de libro o una
botella para el agua. Entre 20 y 50 dólares, podría ganar una fantástica botella de vino. Por
50 dólares puede obtener un atractivo cheque de compras, por 100 dólares un fin de
semana en un centro de vacaciones y por 200 dólares quizás gane un Lexus nuevo.
Empieza a pensar en su donativo como una oportunidad de inversión.
Para comprobar si las tontinas podían funcionar realmente así, formamos equipo con
Andreas Lange y Michael Price para diseñar un juego de laboratorio al que jugaban los
estudiantes de la Universidad de Maryland. El juego era artificial pero muy realista desde
el punto de vista financiero. Las decisiones de los estudiantes tenían implicaciones
financieras, quizás más llamativas por la posibilidad de convertir las fichas en dinero en
efectivo.
Esta es la forma en que se desarrolló el juego: cada estudiante formó grupo con otros.
Al principio de cada ronda cada uno de los estudiantes obtuvo cien fichas. Podían tomar
la decisión de entregar esas fichas para el bien público (a beneficencia, por ejemplo) o
conservarlas. Si decidían conservarlas, obtendrían unos centavos por cada una de ellas. Si
las donaban, podían pasar dos cosas. En uno de los escenarios, cada ficha donada para el
bienestar público aumentaba de valor. Así, si uno donaba cinco fichas, se convertían en
seis. (Este acuerdo refleja bastante bien lo que ocurre con los donativos para beneficencia.
Por ejemplo, cuando se dona sangre a la Cruz Roja, esa sangre no tiene mucho valor para
el donante pero es realmente valiosa para otros. El incremento en el valor de cada ficha
dedicada al bien público trataba de reflejar ese efecto.)
En el otro escenario, todos los miembros del grupo se beneficiaban con cada
aportación. Aunque no se hiciera donativo alguno para el bien público se seguía
disfrutando de los resultados de los donativos que hacían otros. (De forma similar,
cuando Bill Gates da miles de millones de dólares a proyectos benéficos, ayuda a mejorar
el mundo, pero los demás no pagamos nada por disfrutar del fruto de su generosidad.)
Una vez asignados a un grupo, los estudiantes tenían que tomar únicamente una decisión
simple: cuánto conservarían y cuánto donarían para el bien público. Pero entonces
añadimos una complejidad adicional: los hicimos participar bien en una lotería, bien en
una tontina.
Descubrimos que las tontinas funcionaban mucho mejor que las loterías en dos
aspectos muy distintos. En primer lugar, en casos en que los participantes tienen gustos
diferentes, las tontinas obtienen mucho más dinero que las loterías, Cuando las personas
tienen preferencias realmente divergentes, las tontinas son un buen instrumento para
hacer que la gente que quiera haga mayores donativos. En segundo lugar, cuando los
individuos implicados sienten aversión por el riesgo —es decir, no son amigos de jugar o
invertir en productos no seguros— la tontina es un buen modo de recaudar fondos. Dado
que esos dos aspectos —que las personas son diferentes y que sienten aversión por el
riesgo— son representativos del mundo actual, las tontinas son herramientas adecuadas
para los recaudadores de fondos.
Los resultados de nuestros experimentos también sugerían que la gente era más
propensa a donar cuando se implicaba en el juego. Este hallazgo tiene sentido. Después de
todo, si uno siente que el proyecto es de confianza (¿recuerdan el efecto de seguir al
líder?), y cree que tiene una posibilidad de «ganar», sea hoy o en el futuro, es más fácil que
responda a la propuesta que le hacen.

Dicho todo lo anterior, nuestra investigación sugiere que donar no tiene tanto que ver con
hacer algo bueno por los demás sino con hacer algo bueno por uno mismo. «Eso es menos
decepcionante de lo que parece», escribió David Leonhardt, mientras resumía nuestros
resultados en el New York Magazine como sigue:

Para empezar, los proyectos de beneficencia siguen recibiendo el dinero, con


independencia de los motivos que tengan los donantes, y muchos de esos proyectos
hacen un buen uso de esos fondos. Por otra parte, la teoría de la sensación
reconfortante implica que la filantropía puede ser más que un juego de suma cero.
Si los donativos fueran estrictamente racionales, el anuncio de una gran donación
podría llevar a otra gente a dar menos para la misma causa; esa gente quizás
pensaría que su dinero ya no resultaba tan necesario. Gracias a la existencia de la
sensación reconfortante, sin embargo, el donativo de 31.000 millones de dólares que
hizo Warren Buffet a la Fundación Gates no hizo que otras personas pensaran que
ya no hacía falta ayuda para luchar contra la disentería. Si algo hizo el donativo de
Buffet fue hacer aumentar la probabilidad de que se produjeran otros donativos. Las
personas sentían que estaban uniendo su esfuerzo al realizado por otros —Warren
Buffet, nada más y nada menos— y que formaban parte de una causa más
importante.22

Este es un punto clave, y no debe ser subestimado: aunque el comportamiento humano


pueda parecer irracional, todo cambia una vez comprendemos qué motiva a la gente a
actuar. Cuando comprendemos las motivaciones de las personas, nos damos cuenta de
que su actitud es, al menos desde su propio punto de vista, bastante racional. Todos
tratamos de satisfacer distintas necesidades y deseos, pero que no encajan en los supuestos
tradicionales y encorsetados: las ideas fijas, las recetas de segunda mano y hacer las cosas
como siempre se han hecho.
Como vimos en el capítulo 1, por ejemplo, la gente puede pensar que matricularse en
un gimnasio los inspirará para hacer ejercicio más a menudo de lo que en realidad lo hace.
Así que se apuntan a la cuota mensual con la esperanza de que ese sea el caso. Quizás
terminen haciendo menos ejercicio del que habían planificado pero tuvieron un motivo
racional para apuntarse en el primer momento.
Volviendo a nuestro experimento de donativos proporcionales, parece tener sentido
que igualar un donativo funcione pero que el importe con el que se complementa no sea
relevante. Por ejemplo, pensemos en uno de los problemas que los economistas definen
como crítico a nivel nacional: no ahorramos lo suficiente para la jubilación. ¿Cuánto
ahorra la mayoría de nosotros? En general, debemos a la cantidad que complementan
nuestros empleadores lo que finalmente ponemos en un fondo de pensiones. Tal como
señalan nuestros colegas Richard Thaler y Cass Sunstein, las personas que ponen su
dinero en un plan de jubilación tipo 401k contribuyen exactamente en la misma cantidad
que desencadena la aportación complementaria. Si un empleador complementa el primer
5 por ciento del salario uno por uno, el empleado ahorrará exactamente el 5 por ciento de
su salario. Y si el empleador complementa ese 5 por ciento en una base uno por dos (el
empleador contribuye con 0,5 dólares por cada dólar que ahorra el empleado), entonces el
empleado seguirá ahorrando exactamente el 5 por ciento de su salario.
Esto puede resultar confuso de entrada pero coincide exactamente con nuestros
hallazgos. ¿Podemos tal vez aprovechar este descubrimiento conductual para hacer del
mundo un lugar mejor? Si estamos convencidos de que la gente debería ahorrar más, esto
es lo que podemos hacer. Las empresas que habitualmente complementan el primer 5 por
ciento del salario en una base uno por uno deberían simplemente decir: «Hemos decidido
cambiar nuestro plan de jubilación. Ahora complementaremos el primer 10 por ciento del
salario en una base uno por dos».
¿Qué sucedería? Digamos que somos empleados cuyo salario es de 50.000 dólares
anuales. Bajo el planteamiento tradicional, ahorraríamos personalmente 2.500 dólares y la
empresa aportaría otros 2.500 dólares, lo que supondría un ahorro total de 5.000 dólares.
Con el nuevo planteamiento, ahorraremos 5.000 dólares que la empresa complementará
con 2.500 dólares, totalizando 7.500 dólares. Simplemente modificando las reglas, el
empleador ha aumentado nuestros ahorros sin invertir ni un centavo más. Asumiendo
que el gobierno de Estados Unidos apoyara un cambio de este tipo en las reglas de los
planes de pensiones, podría ponerse en marcha una simple modificación de la normativa,
y nosotros, y miles de otras personas incrementaríamos nuestros ahorros.
Al final, hacer donativos con fines benéficos tiene poco que ver con la compra de una
barrita de chocolate; se trata más de hacer lo correcto, unirse a una lucha y sentirse bien
con lo que aportamos. Visto de ese modo, hacer donativos tiene tanto que ver con
nuestras preferencias como con el efecto de nuestra donación. Si usted es el CEO de pelo
canoso de una organización filantrópica, debería comprender que los donantes responden
a desencadenantes que son distintos de los que tradicionalmente han funcionado, o de lo
contrario, sus campañas no alcanzarán todo su potencial.
En el próximo capítulo exploraremos las estrategias que una institución benéfica
específica utilizó para recaudar fondos y aprenderemos más cosas sobre la forma en que
las personas responden a un «estímulo» particular.

1 «American Giving Knowledge Base», Grant Space, http://grantspace.org/Tools/Knowledge-Base/Funding-


Resources/Individual-Donors/American-giving (último acceso, el 27 de abril de 2013).

2 Esta investigación nos ha llevado a establecer, en la Universidad de Chicago, el Science of Philanthropy Initiative
(SPI) (Iniciativa Científico-Filantrópica) con el objetivo de explorar las claves de la filantropía utilizando un
enfoque interdisciplinar que incluye colaboraciones estratégicas con la comunidad de recaudadores de fondos. SPI
opera con una subvención de 5 millones de dólares de la Fundación John Templeton. Por favor, vea
http://www.spihub.org si desea más información.
3 Dado que John no disponía de recursos para llevar a cabo estos experimentos, también fue de ayuda que pudiera
usar la colección de cartas de deportes que consiguió en su infancia para pagar a los participantes.

4 Aunque pueda parecer una gran idea si uno es un administrador en potencia, presenta algunos inconvenientes. El
primero es que cada persona del departamento pensará que su área debería haber resultado elegida. Los que
estudian la economía del intercambio quieren que ese sea el nicho elegido; los que se dedican al ámbito laboral,
creen que su proyecto es el mejor, etc.

5 Antes de este rol de líder, John solo había entrenado a los equipos femenino y masculino de esquí acuático.

6 El documento fue publicado, constando como autores John A. List y David Lucking-Reiley, «The Effects of Seed
Money and Refunds on Charitable Giving: Experimental Evidence from a University Capital Campaign», Journal of
Political Economy 110 (2002): 215-233.

7 John A. List y Daniel Rondeau, «Matching and Challenge Gifts to Charity: Evidence from Laboratory and Natural
Field Experiments», Experimental Economics 11 (2008): 253-267.

8 Otros economistas, fundamentalmente nuestros amigos Jan Potters, Martin Sefton y Lise Vesterlund, han llegado
a conclusiones similares a partir de experimentos de laboratorio.

9 Kent E. Dove, Conducting a Successful Capital Campaign, segunda edición (Jossey-Bass, San Francisco, 2000), 510.

10 Dean Karlan y John A. List, «Does Price Matter in Charitable Giving? Evidence from a Large-Scale Natural Field
Experiment», American Economic Review 97, n.º 5 (2007): 1774-1793.

11 Como condición del experimento, acordamos guardar el anonimato respecto al nombre de la organización, de
forma que no podemos decir aquí de cuál se trata.

12 Los paréntesis constituyen un atajo (para evitar tener que escribir toda la carta tres veces, por su salud, y por la
nuestra).

13 En esencia, tiramos un dado de cuatro caras para cada una de las cincuenta mil viviendas. Si salía un «1» la
vivienda se asignaba al Grupo 1, al que se ofrecía una donación complementaria uno por uno. Si salía un 2, la
vivienda se asignaba al Grupo 2, y se le ofrecía un dos por uno. Si salía un 3, se ofrecía un tres por uno y el Grupo 4
era nuestro grupo de control.

14 Este resultado encaja perfectamente con lo que intuíamos.

15 Harry Bruinius, «Why the Rich Give Money to Charity», Christian Science Monitor, 20 de noviembre de 2010,
http://www.csmonitor.com/Business/Guide-to-Giving/2010/1120/Why-the-rich-give-money-to-charity
16 Ver la excelente investigación de los economistas Rachel Croson, Catherine Eckel, Phil Grossman, Stephan Meier
y Jen Shang, que demuestra la influencia del entorno cercano en los donativos benéficos.

17 Ver Craig E. Landry, Andreas Lange, John A. List, Michael K. Price y Nicholas G. Rupp, «Toward an
Understanding of the Economics of Charity: Evidence from a Field Experiment», Quarterly Journal of Economics
121 (mayo de 2006): 747-782.

18 Todos los candidatos firmaron un formulario con su consentimiento para ser evaluados de este modo. El lector
que tenga interés puede consultar el excelente trabajo de Biddle & Hammermesh (1998) sobre las mediciones
cuantitativas del atractivo físico.

19 Ver Craig E. Landry, Andreas Lange, John A. List, Michael K. Price y Nicholas G. Rupp, «Is a Donor in Hand
Better than Two in the Bush? Evidence from a Natural Field Experiment», American Economic Review 100 (2010):
958-983.

20 The Daily Show with John Stewart, 16 de febrero de 2011, http://www.thedailyshow.com/watch/wed-february-


16-2011/you-re-welcome-balancing-the-budget.

21 Proviene mayoritariamente de Andreas Lange, John A. List y Michael K. Price, «A Fundraising Mechanism
Inspired by Historical Tontines: Theory and Experimental Evidence», Journal of Public Economics 91 (junio de
2007): 1750-1782.

22 Ver David Leonhardt, «What Makes People Give?», New York Times Magazine, 9 de marzo de 2008.
10

¿Qué nos enseñan las fisuras palatales


y las casillas de autoexclusión sobre
las razones por las que las personas
hacen donativos para obras benéficas?
El increíble fenómeno de la reciprocidad

Sonría si reconoce esta foto:


Si no sabe quién es, debería. Su nombre es Pinki Shonkar y es la estrella de un
documental de 2008, titulado Smile Pinki (Sonríe, Pinki) que ganó una estatuilla de la
Academia.
Pinki nació en una humilde aldea rural de Mirzapur, en la India. Pasaba los días
sentada en un rincón de su casa. No se atrevía a salir porque la gente la señalaba y se la
quedaba mirando fijamente. Ni siquiera se le permitía ir a la escuela. Se sentía dolida y
hambrienta y quería saber por qué era distinta de los demás. Su padre estaba convencido
de que nunca se casaría y creía que estaría mejor muerta. Un día, conoció a un amable
trabajador social, llamado Pankaj que, a su vez, le presentó a un médico llamado Subodh
Kumar Singh.

¿La reconoce ahora?


El problema de Pinki no es raro. Alrededor de treinta y cinco mil niños indios nacen
con fisuras palatales anualmente, y son millones en todo el mundo los que sufren como lo
hacía ella. Sus padres, que no pueden permitirse una operación, abandonan a menudo a
esos niños en la cuneta de cualquier carretera creyendo que una maldición ha caído sobre
ellos, y los que no los abandonan, los esconden presas de la vergüenza. Para ellos, comer y
respirar es difícil. Si sobreviven, los niños con fisuras palatales son rechazados por sus
compañeros en la escuela y por su comunidad.
Las caras de esos niños son omnipresentes, gracias a los anuncios que la organización
Smile Train inserta en periódicos y revistas y, por supuesto, gracias al documental que fue
premiado. Los anuncios han generado millones de dólares en donaciones para el proyecto
benéfico que ofrece operaciones quirúrgicas gratuitas para los niños de países en vías de
desarrollo que sufren ese defecto de nacimiento, habitual y fácilmente corregible, pero que
es un perfecto desconocido en Estados Unidos porque se resuelve en muy poco tiempo
tras nacer los niños.
Hoy Pinki es una celebridad en su pueblo. Tiene muchos amigos y le encanta llevar
brillo de labios.1 Y es uno de los cien mil niños en todo el mundo que anualmente
resuelven su problema de forma gratuita gracias a una idea experimental de Brian
Mullaney, el cofundador de Smile Train y WonderWork.org
En el capítulo anterior, aprendimos que las motivaciones de las personas son diversas;
el deseo de sentirse reconfortados, por ejemplo. Ahora, mostraremos cómo un único
experimento de campo que utiliza una campaña de marketing directo y se basa en
principios que son aplicables de igual modo al mundo de la empresa, supone una enorme
diferencia para Pinki y millones como ella, apelando, una vez más, a un deseo humano
fundamental.

La desgracia de una hermana, inspiración


para su hermano
Brian Mullaney es uno de esos irlandeses combativos de pelo rizado y ojos azules que uno
se encuentra en un aeropuerto en una larga escala. La luz de sus ojos brilla con
inteligencia, candor y un espíritu emprendedor que dice atrápame si puedes. Habla con
un simpático acento de Ohio pasado por Harvard que es a la vez incisivo e informal. Te
sientas en el bar y te pregunta cuál es tu nombre, adónde te diriges y qué haces para
ganarte la vida. Enseguida te encuentras invitándolo a una cerveza, intercambiando
tarjetas y diciéndole: «¿Y tú de dónde sales?» Luego, hombro con hombro, escuchas su
historia.
Mullaney nació en 1959 en Dayton, Ohio, y es el segundo hijo de los cinco nacidos en
una estricta familia católica, miembro de una larga saga de abogados por parte de padre.
Su abuela paterna, Beatrice, fue una de las primeras mujeres que se licenciaron por la
Facultad de Derecho de la Universidad de Boston, en la década de 1920, y fue la primera
mujer juez de Massachusetts. Su padre, Joseph, se graduó por la escuela de leyes de
Harvard después de pasar un tiempo en el ROTC (Programa Universitario para Oficiales
de la Reserva); ascendió hasta convertirse en fiscal del Estado y abogado de empresa, y,
con el tiempo, vicepresidente de Gillette. La madre de Brian, Rosemary, ama de casa,
había estudiado en Stonehill College y la Universidad de Brandeis.
Los Mullaney eran una familia unida y feliz hasta que, cuando Brian tenía once años,
llegó la tragedia. Su adorada y maravillosa hermana Maura sufrió una fiebre muy alta y
fue diagnosticada con una enfermedad autoinmune llamada el síndrome de Stevens-
Johnson, que provocaba una erupción rojiza que se extendía y se ulceraba, haciendo
finalmente que las células de la epidermis de su cara murieran y su piel se desprendiera en
láminas.
En pocas semanas de fiebre, Maura pasó de ser una bonita y saludable niña de ocho
años a lo que Brian Mullaney describe como una «cáscara vieja de noventa años»
confinada en una silla de ruedas. A pesar de haberse quedado ciega y sufrir constantes
dolores, intentó, mostrando mucho valor, regresar a la escuela. Pero los otros niños se
burlaban de ella. Brian la protegía tan bien como podía, pero sentía un profundo rencor
por el hecho de que Maura fuera marginada por su aspecto. Murió cuando tenía diez
años. Brian solo tenía trece, pero sintió profundamente lo injustos que habían sido con
Maura aquellos que no comprendían su sufrimiento.

Después de lo que le pasó a Maura, Brian dejó de ser un piadoso y obediente hijo y se
convirtió en un adolescente rebelde, indignado y fuera de control al que solo interesaba el
baloncesto y salir con sus amigos. Cuando llegó a noveno, con quince años, tuvo que
repetir. Sus padres lo sacaron de la escuela pública y lo inscribieron en una escuela
privada, donde los chicos iban de uniforme y los que sacaban malas notas eran objeto de
todas las burlas. Así que se reformó y terminó yendo a Harvard, donde se graduó en
Ciencias Económicas, especialidad empresa y empezó a cultivar una saludable falta de
respeto por el statu quo establecido. Empezó a producir viñetas editoriales para el
Harvard Crimson.
Las viñetas, algunas muy críticas con la hipocresía, lo metieron en líos. En una de ellas,
que se publicó cuando el representante por Massachusetts, Barney Frank, abiertamente
homosexual se presentaba para el cargo en 1980, Brian se burlaba de la Iglesia católica,
cuyos sacerdotes sugerían a sus feligreses que no votaran por Frank. La caricatura
mostraba a dos hombres abandonando la iglesia, después de confesarse. Uno le decía al
otro: «No me importa rezar veinte avemarías por engañar a mi mujer, pero cincuenta
padrenuestros por votar a Barney Frank es excesivo». «Los católicos del campus me
odiaron por eso», cuenta Brian.
Pero las cosas empeoraron cuando se burló de las políticas del recién creado Third
World Center (Centro para el Tercer Mundo) de Harvard. El centro, que iba a dedicarse a
apoyar las necesidades de los estudiantes pertenecientes a minorías, estipuló que ningún
blanco podía formar parte de su consejo porque en Harvard ya había demasiados
caucasianos. En su viñeta, Brian —que odiaba el racismo de cualquier tipo, discriminación
positiva incluida— dibujó un castillo con una señal que decía «No se admiten blancos», y
una caricatura del entonces rector de Harvard, Derek Bok, entregando bolsas de dinero a
un hombre negro y a uno chino en la escalera. La viñeta mostraba a Bok diciendo:
«¡Márchate, blanco! Soy el rector Bok y aquí estoy yo con tu dinero». Los estudiantes de
raza negra se volvieron locos, tildaron a Brian de racista y destrozaron las oficinas
editoriales del Crimson. El editor se escondió bajo su mesa, y Brian se vio forzado a
contratar un guardaespaldas y un abogado defensor. «Fue horrible», recuerda.
Un día Brian tuvo una brillante idea para ganar algún dinero para sí mismo como
publicitario. Se puso traje y corbata y visitó las empresas del área de Boston, diciéndoles
que podía crear anuncios, jingles y pósteres para ellos. Le salió bastante bien y después de
licenciarse encontró trabajo en Young & Rubicam como redactor, para disgusto de sus
padres. «Me preguntaron: “¿Por qué hemos gastado todo ese dinero para que fueras a
Harvard si ahora estás en un sector que ni siquiera pide el título universitario?”», recuerda
Brian.
En Young & Rubicam, Brian descubrió lo convencionales que pueden llegar a ser los
publicitarios. «Generábamos cientos de buenas ideas y luego la agencia las probaba todas
en diversos grupos de discusión», recuerda. «Sin embargo, rechazaban las buenas ideas
que salían de las sesiones de prueba porque no tenían nada que ver con la estrategia
corporativa del cliente. En lugar de eso seguían presentando aburridas campañas que
tenían que ver absolutamente con la estrategia y nada con la venta de patatas fritas o
gelatina», que era lo que vendían en realidad.
Brian necesitaba un trabajo más adecuado para dar salida a sus ideas creativas, así que
se marchó a trabajar para J. Walter Thompson, donde fue responsable de las campañas
multimillonarias de una marca de cerveza. «Entré en la sala del consejo de Miller, donde
un grupo de hombres blancos mayores vestidos de traje tomaban todas las decisiones.
Jugué la carta de la juventud y les dije: “Soy el único en esta habitación que estaba en el
bar ayer a la una de la madrugada”», dice Brian. «Estaba improvisando. No había
preparado un PowerPoint ni disponía de datos al respecto. Solo le puse mucha pasión.
Eventualmente me convertí en una figura haciendo presentaciones a los ricos.»
Brian se paseaba por Madison Avenue, resplandeciente en sus trajes de Armani y sus
mocasines de Gucci. Entró de lleno en el mundo a lo Mad Men, el de las coctelerías
glamurosas y la belleza por doquier: anuncios maravillosos, productos maravillosos y
gente maravillosa. Pero se sentía inquieto trabajando para otros, así que creó su propia
agencia de publicidad. Su talento para vender ideas dio sus frutos cuando cofundó
Schell/Mullaney, en 1990. La empresa atendía a clientes de los medios de comunicación y
del sector de alta tecnología, como Dow Jones, Computer Associates y Ziff-Davis.
De cara al exterior, Brian era un hombre de negocios competitivo e inteligente que
nadaba con los tiburones de Madison Avenue. De puertas adentro seguía pensando en lo
que había ocurrido con su hermanita. En 1996, su socio y él vendieron la empresa por 15
millones de dólares y a los treinta y seis años Brian ya había «terminado». «Era una
cantidad de dinero increíble», dice. «De pronto me di cuenta de que era libre para hacer
realmente lo que quisiera.»
Brian era demasiado emprendedor para seguir el camino típico que siguen los nuevos
ricos. No trató de navegar alrededor del mundo o de jugar al golf en el primer circuito.
Era el tipo de persona que adora innovar, ir más allá del límite. La memoria de Maura lo
llevó a querer ayudar a los niños, así que se marchó a una misión médica a China. Allí fue
consciente del aislamiento social que sufrían los niños con fisuras palatales y la facilidad
con la que sus vidas podían transformarse con un procedimiento quirúrgico simple. Así
que en 1998, se asoció con el fundador de Computer Associates, Charles Wang y nació
Smile Train.
No está mal para un publicitario de Madison Avenue.

El negocio de sonreír
La pasión es lo que lleva a la gente como Brian a fundar organizaciones benéficas, pero
hacer que tengan éxito requiere de olfato para los negocios. «Muchas organizaciones
benéficas son dirigidas de forma muy ineficiente por personas muy bienintencionadas»,
insiste Brian. «No importa lo ineficiente o incompetente que seas, es casi imposible que
una organización benéfica desaparezca. Mientras dispongas de una serie de diapositivas
de PowerPoint que muestren fotografías que hagan llorar a la gente, obtendrás suficiente
dinero para seguir en el negocio.»
Smile Train es única entre las organizaciones benéficas porque Brian la dirige como si
se tratara de una empresa. Del mismo modo en que innovó cuando era un publicitario, se
saltó las normas cuando logró recaudar más fondos y hacer buenas obras. Básicamente,
reinventó el modelo tradicional del misionero bienintencionado. En lugar de desplazar a
médicos occidentales para realizar las operaciones, Smile Train creó una tecnología de
vanguardia que formaba a los médicos de los países en vías de desarrollo para que
supieran realizar la cirugía que resolvía las fisuras palatales (Brian llama a esto un modelo
«Enséñale a pescar».)
Smile Train también es única porque lleva a cabo experimentos de campo para
averiguar qué tipo de incentivo funciona mejor con los donantes. Por ejemplo, dice Brian,
Smile Train hizo muchas pruebas para ver qué idea funcionaba mejor: una fotografía del
niño «antes» y «después» o simplemente una foto «antes». Como publicitario, Brian sabía
que la fórmula estándar era la primera: mostrar ambas fotos. «Después de todo, es una
máxima publicitaria que la gente quiere ver en los anuncios las imágenes de la ropa antes
y después de lavarla con los detergentes de Procter and Gamble», afirma. «Sin embargo,
cuando lo comprobamos resultó que mostrar únicamente la fotografía del “antes”
incrementaba los donativos en un 17 por ciento. ¿Por qué? La imagen de un niño con una
fisura palatal te persigue.» La razón, afirma, es que la fotografía de un niño que necesita tu
ayuda hace que la petición de dinero se convierta en algo personal. Los donantes sentían
que debían ayudar a ese niño que había nacido sin labio superior.
Smile Train también llevó a cabo diversos experimentos de campo para averiguar qué
tipo de fotografías hacían que se abriera la caja de la solidaridad. Probaron las respuestas,
con cuarenta y nueve tipos diferentes de sobres, impresos con fotografías de niños y niñas
negros, mulatos, asiáticos y blancos de diversas edades y con diferentes expresiones:
algunos sonreían, otros fruncían el ceño, otros miraban fijamente y otros lloraban. Smile
Train descubrió que las caras de los niños son un imán importante, y ciertos niños y
determinadas expresiones lograban mejores resultados que otros.
En diciembre de 2008, Smile Train realizó una prueba con veintiuna fotos diferentes
impresas en los sobres de una campaña de marketing directo. La fotografía ganadora
consiguió un 62 por ciento más de donativos que la menos popular. Smile Train descubrió
que la fotografía de un niño caucásico de mirada triste (que resultó ser afgano) era la que
más respuestas había generado. ¿Por qué? Brian conjeturó que los donantes blancos —que
eran la mayoría de la muestra— preferían ayudar a alguien que fuera como ellos.2

La opción «una vez y basta»


Cuando conocimos a Brian, ya había perfeccionado diversas maneras únicas de recaudar
fondos, todas ellas fruto de su uso constante de los experimentos de campo. Enviaba
cartas a los donantes potenciales «invitándolos» a contribuir o a «salvar la vida de un
niño.» Fueron los mensajes de esas cartas, que reflejaban el aprendizaje de años de trabajo
de campo sobre las campañas de marketing directo, los que llevaron a Smile Train a
recibir donativos por valor de casi 100 millones de dólares anuales.
Brian sentía mucha curiosidad por nuestras ideas sobre la economía conductual y la
beneficencia. Se preguntó si podíamos ayudar a Smile Train a mejorar el resultado
obtenido por las mejores cartas que había utilizado y refinado durante años. Decidimos
empezar por la que mejor había funcionado y trabajar para mejorarla. Aunque en ese
momento no lo sabíamos, habíamos iniciado el camino hacia uno de los experimentos de
campo a gran escala más interesantes jamás llevados a cabo.3
En abril de 2008 comenzamos con la prueba. Enviamos cartas a ciento cincuenta mil
hogares. El grupo de control recibió una solicitud estándar de Smile Train pidiendo una
contribución. No había ningún mensaje especial o eslogan en el sobre. El grupo
experimental recibió cartas metidas en un sobre especial que decía: «HAGA UN DONATIVO Y
JAMÁS VOLVEREMOS A PEDIRLE OTRO». La carta informaba a los receptores que podían
marcar la casilla de autoexclusión que decía: «ESTE SERÁ MI ÚNICO DONATIVO. POR FAVOR,
ENVÍENME UN RECIBO Y NO VUELVAN A SOLICITAR MI CONTRIBUCIÓN». Los donantes
disponían de otra opción: podían elegir recibir «envíos limitados» (lo que además podía
comportar un ahorro en franqueos para Smile Train).
Este mecanismo puede parecer un poco absurdo. Muchos expertos, manuales y guías
en el campo de la recaudación de fondos se burlarían de la mera idea porque uno de los
principios importantes en los círculos que trabajan en proyectos benéficos es desarrollar la
llamada «pirámide de donantes». La pirámide de donantes se asienta sobre el grupo de
donantes dedicados, que aportan a la causa una y otra vez. Cuando ese tipo de donante
existe, ¿por qué extraña razón vas a decirles «Gracias por ayudar esta vez. No volveremos
a pedírselo»?

En los meses que siguieron al envío de las cartas de nuestra primera prueba, comenzó
el goteo de donativos. Y todas las señales apuntaban a que nuestro experimento había
tenido un éxito enorme. En respuesta a las cartas que enviamos en abril, obtuvimos 13.234
dólares de 193 donantes con la estándar y 22.728 dólares de 362 donantes con la opción
«una vez y basta». En total la opción experimental recaudó mucho más dinero e implicó a
muchos más donantes que la opción estándar. Y, curiosamente, solo un 39 por ciento de
los donantes marcó la casilla de autoexclusión.
La campaña «una vez y basta» tuvo tanto éxito que decidimos volver atrás y aplicarla a
otros trabajos de campo. En total, entre abril de 2008 y septiembre de 2009, enviamos
cinco oleadas de cartas a más de ochocientos mil destinatarios.
Una vez más, observamos un incremento increíble de las aportaciones con la opción
«una vez y basta». Las cartas con esa opción generaron una respuesta que prácticamente
duplicó la de la carta estándar. También supuso donativos ligeramente superiores (56
dólares frente a 50 dólares). En consecuencia, la campaña «una vez y basta» consiguió una
recaudación que dobló inicialmente la obtenida por la campaña estándar (152.928 dólares
frente a 71.566 dólares), consiguiendo la notable cantidad de 0,37 dólares por carta
enviada.
Por supuesto, si los donativos siguientes hubieran sido inferiores en el caso de la
campaña «una vez y basta», entonces la sabiduría popular habría tenido razón. Es decir,
que no deberíamos haber animado a la gente a desentenderse. Sin embargo, lo que
constatamos fue que en la siguiente campaña, las aportaciones provenientes del grupo
«una vez y basta» eran casi idénticas a las provenientes de las cartas estándares.
Sumando los ingresos de las donaciones iniciales y las subsiguientes, la campaña «una
vez y basta» había generado un total de 260.783 dólares, comparados con los 178.609
dólares del grupo de control —un incremento del 46 por ciento—. Adicionalmente,
debido a la limitación de futuros envíos en el caso de los que marcaban la casilla de
autoexclusión, Smile Train ahorró en costes de franqueo, ya que dejaron de enviarse
solicitudes a personas que no estaban interesadas.
Generar una campaña tan exitosa es importante pero queríamos profundizar en las
causas por las que las cartas «una vez y basta» funcionaban tan bien. ¿Cuáles eran las
razones?

Reciprocidad: la clave para la satisfacción del cliente


Después de analizar los cientos de miles de resultados de diversos experimentos de
campo, encontramos que al pasar la pelota del campo de la organización benéfica al del
donante habíamos cambiado el juego. Al dar a los receptores la opción de autoexcluirse,
Smile Train les estaba ofreciendo un regalo. Les ahorraba tener que decir que no a futuras
peticiones. En lugar de pedir dinero y punto, la organización les decía «Tú me ayudas, yo
te ayudo».
Las ciencias económicas tradicionales asumen que, actuando en su propio interés,
muchas personas simplemente sonreirán y tirarán a la papelera la carta con la petición. Y,
tal como Ernst Fehr y sus colegas han demostrado empíricamente, no todos somos
egoístas. Algunas personas, incluidos algunos economistas, son buena gente que
realmente quiere responder a la amabilidad con amabilidad.4 Sabiendo esto, apelar al
sentido de reciprocidad de la gente puede funcionar. Las organizaciones benéficas, en
particular, acostumbran a enviar etiquetas impresas con la dirección, mapas del mundo o
calendarios, esperando obtener un donativo a cambio.
A nivel más general, nuestros resultados ponen de manifiesto beneficios ocultos,
asociados a incentivos que son ignorados en el modelo económico tradicional. Por
ejemplo, nuestra interpretación también implica que el mensaje psicológico que se
expresa en los incentivos —ya sean estos percibidos como amigables u hostiles— tiene
efectos importantes en el comportamiento. La intención importa: si eres una empresa que
se preocupa por sus clientes, es importante saber que a los clientes les gusta que les
pregunten por su opinión, y les encanta ser consultados sobre su voluntad de
autoexcluirse.
Nuestras investigaciones en el mundo de la beneficencia tienen implicaciones
importantes. En los círculos políticos, la gente quiere conocer la respuesta a la pregunta: si
eliminamos las deducciones fiscales a la beneficencia, ¿qué ocurrirá con todas las obras
benéficas que cohesionan a la sociedad? ¿Qué pasará con las subvenciones del Estado? Antes
de detallar los efectos de cambios como esos, necesitamos conocer las causas por las que la
gente hace donativos a obras de beneficencia.

Esta es otra de las cosas que Brian, el publicitario que se convirtió en filántropo, puede
enseñarnos sobre los negocios. Si hay algo que comprende a la perfección es la escala.
Smile Train lleva a cabo aproximadamente cien mil intervenciones quirúrgicas anuales, y
se trata de una cifra que va a menos. No porque Smile Train no pueda ayudar a más niños
sino porque sus intervenciones han alcanzado las necesidades a nivel mundial. Los niños
con fisuras palatales ya no tienen que esperar para obtener la ayuda que merecen. Sin
embargo, Brian no quería limitarse a resolver fisuras palatales, sino que deseaba
enfrentarse a problemas de mayor entidad, si cabe. Sabiendo lo que funcionaba en las
campañas benéficas, se distanció de Smile Train y fundó una nueva iniciativa llamada
WonderWork.org
Esta nueva organización intenta resolver cinco problemas que sufren los niños pobres
en todo el planeta y que tienen una solución fácil: la ceguera infantil, el pie equino, las
quemaduras, la hidrocefalia («líquido en el cerebro») y los soplos cardíacos. Tomemos por
ejemplo la ceguera. En el mundo hay más de cuarenta millones de personas ciegas. De
ellos, dice Brian «la mitad podrían recuperar la vista con una operación ambulatoria de
diez minutos que cuesta tan solo 100 dólares».
WonderWork.org, que fue declarada por Time en 2011 como «una de las diez ideas
que cambiaron el mundo»,5 tiene una estructura organizativa única que nadie en el
ámbito de la beneficencia ha probado jamás. «Vamos a crear la General Motors de la
compasión, con distintas marcas benéficas que abordarán problemas específicos», explica
Brian. «Igual que General Motors tiene Chevrolet y Cadillac, tendremos una marca para la
ceguera, una para el pie equino, una para las quemaduras, una para la hidrocefalia y otra
para los soplos cardíacos. Agrupando cinco causas bajo el mismo sistema de gestión,
reducimos los gastos de estructura y generales de cada causa en un 80 por ciento. Eso nos
proporciona enormes ventajas. Si tenemos éxito en la creación de cinco Smile Trains,
podemos crear cien.»
Mientras Smile Train ha dejado de utilizar campañas del tipo «una vez y basta», una de
las «marcas» de WonderWork.org, Burn Rescue, la ha utilizado con muy buenos
resultados.
Después de muchas pruebas durante el año 2012, en 2013 se lanzó una campaña con
más de cuatro millones de envíos utilizando el modelo «una vez y basta» con la que
WonderWork.org espera captar trescientos cincuenta mil donantes y conseguir
15.000.000 de dólares.
Aún mejor, Brian espera doblar la contribución por donante porque los contribuyentes
tendrán más de una causa para escoger. La nueva estructura no permite que los donantes
se duerman porque hace «ventas cruzadas». Algo nunca visto en el sector sin ánimo de
lucro. «El mundo de la beneficencia odia la palabra “vender”», dice Brian. «Pero a mí me
encanta.»
Obviamente, en el ámbito de la beneficencia no existe mucha gente como Brian. Es un
emprendedor. Muchos de los peces gordos de ese mundo tienen un miedo enorme a
cambiar las bases del negocio. Y no los estamos acusando de negligencia, sino de estar
sesgados a favor del statu quo. Su corazón sigue en el lugar adecuado. Probablemente
muchos se han implicado en proyectos sin ánimo de lucro porque creen firmemente que
tienen que contribuir tanto como puedan para conseguir un mundo mejor. Asumir que es
posible que los donantes no compartan sus creencias o no sean tan altruistas como ellos
quisieran creer puede parecerles sinónimo de fracaso.
Sin embargo, cada vez resulta más evidente que las organizaciones benéficas son los
proveedores de primera línea de muchos servicios y productos de interés público. Como
el gobierno federal y estatal hace recortes, los fondos para ayudas a la infancia, la tercera
edad, la pobreza, el entorno o la cultura se reducen. Organizaciones como el Sierra Club,
Amnistía Internacional, la Cruz Roja y todas las grandes organizaciones que lo dan todo
para alimentar, alojar y educar a los necesitados, al tiempo que nos ofrecen cultura y
entretenimiento, necesitan a alguien que dé un paso al frente por su causa. El
razonamiento científico puede ayudarlas.

Las bases del éxito a largo plazo


A pesar de haber profundizado en la lógica económica de la beneficencia, nuestros
experimentos de campo han dejado sin analizar evidencias sólidas y cuantificables sobre el
modo en que funcionan los incentivos para atraer a nuevos donantes y clientes; y, lo que
es más importante, dichas evidencias son la base del éxito a largo plazo. Ahora sabemos
que los donativos proporcionales, los boletos de lotería, los niños caucásicos de ojos tristes
con fisuras palatales y las chicas bonitas en el umbral de nuestras casas ayudan a recaudar
fondos. La evidencia muestra que la presión social constituye una parte importante de la
motivación para donar. Creemos que los esquemas del tipo tontina pueden incentivar a la
gente para echar mano de sus carteras. Y hemos descubierto que dar a la gente el derecho
de autoexcluirse no solo incrementa los donativos actuales, sino que sienta las bases para
campañas futuras eficaces.
Al final, creemos que aunque los donantes se centran día a día en esa sensación
reconfortante, los grandes benefactores —los que aportan millones de dólares cada año—
están más influenciados por los cambios a nivel impositivo. Si pensamos en ello, tiene
sentido. Cuando llega la hora de pagar los impuestos, el gobierno habilita determinadas
deducciones de la cuota para aquellos que realizan donaciones, siempre que detallen de
qué se trata. Para aquellos que están en el tramo impositivo del 35 por ciento, esa
posibilidad reduce inmediatamente el precio de cada dólar donado a 65 centavos. Ese es
un incentivo notable.6

Todos asumimos que las personas hacen donativos porque así ayudan a otros. Pero la
verdad, como hemos visto en nuestros experimentos de campo una y otra vez, es que
muchas personas donan por su propio interés. Tristemente, las organizaciones benéficas
todavía no lo han comprendido. Para hacer que la gente abra sus carteras, estas
organizaciones han utilizado algunos trucos del oficio —anuncios diciendo que ya se
dispone del 33 por ciento del capital necesario, donativos proporcionales tres a uno,
peticiones directas por correo, etc.— confiando en la tradición y en algunas fórmulas.
Haciendo eso, han dejado de obtener millones.
En gran variedad de experimentos —desde las campañas de Smile Train hasta las de
Sierra Club, desde la Universidad Central de Florida a distintos barrios en todo el país—,
hemos descubierto que algunas asunciones sostenidas históricamente sobre las obras de
caridad no tienen demasiada base. Francamente, no nos sorprendió descubrir que los
hombres son más generosos cuando la que se lo pide es una hermosa mujer, pero sí nos
extrañó que los donantes de Smile Train prestaran más atención a las cartas si el niño del
sobre se parecía a ellos. En palabras de la irrepetible Carly Simon, (todos) somos «muy
vanidosos». Al final, necesitamos sentir que formamos parte del juego de la beneficencia.
Nuestra conclusión es sencilla: las organizaciones benéficas, por necesidad, tendrán
que dejar de confiar en fórmulas de segunda mano y empezar a experimentar más; si no lo
hacen, sus competidores ganarán la partida.
Esperamos que los experimentos de campo que hemos descrito a lo largo de estos
capítulos aporten a esas organizaciones una serie de ideas, consejos y conocimientos
nuevos para dar el primer paso. Con los cambios en el sector, los experimentos de campo
se convertirán en herramientas útiles para incentivar la revolución, y terminarán siendo
una norma, más que una excepción para las organizaciones sin ánimo de lucro.
A continuación visitaremos otro grupo de directivos que nos necesitan: los que dirigen
organizaciones con ánimo de lucro.

1 Ver «Pinki Sonkar: From School Outcast to an Oscar-Winning Film», People Magazine, 23 de febrero de 2009,
http://www.peoplestylewatch.com/people/stylewatch/redcarpet/2009/article/0,,20249180_20260685,00.html?
xid=rss-fullcontent. Por cierto, SmileTrain fue el responsable de la película y ésta se convirtió en la campaña
publicitaria benéfica más eficaz de todas las que había llevado a cabo.

2 Hoy existe evidencia suficiente en la literatura que apoya este punto de vista, incluyendo alguna de la que somos
autores. Ver John A. List y Michael K. Price, «The Role of Social Connections in Charitable Fundraising: Evidence
from a Natural Field Experiment», Journal of Economic Behavior and Organization 69, n.º 2 (2009): 160-169.

3 Ver Anne Kamdar, Steven D. Levitt, John A. List, Brian Mullaney y Chad Syverson, «Once and Done: Leveraging
Behavioral Economics to Increase Charitable Contributions», documento de trabajo NBER que será publicado en
2013.

4 El lector a quien interese debe acudir a la literatura económica y psicológica, llena de modelos y experimentos que
demuestran que los individuos tienden a ser amables con aquellos que son amables con ellos. Ver, por ejemplo:
Akerlof, George, 1982. «Labor Contracts as Partial Gift Exchange». Q.J.E, 97 (noviembre): 543-69, Rabin, Matthew,
1993. «Incorporating Fairness into Game Theory and Economics». A.E.R. 83 (diciembre): 1281-1302; Fehr, Ernst y
Simon Gachter. 2000 «Fairness and Retaliation: The Economics of Reciprocity», J. Econ. Perspectives 14 (verano):
159-181; Dufwenberg, Martin y Georg Kirchsteiger. 2004. «A Theory of Sequential Reciprocity». Games and Econ.
Behavior 47 (mayo): 269-98: Charness, Gary. 2004. «Attribution and Reciprocity in an Experimental Labor Market».
Manuscrito, Universidad de California, Santa Barbara; Sobel, Joel 2005. «Social Preferences and Reciprocity.»
Manuscrito, Univ. California, San Diego; Falk, Armin. 2007. «Charitable Giving as a Gift Exchange: Evidence from
a Field Experiment». IZA Working Paper n.º 1148, Inst. Study Labor, Bonn.

5 Belinda Luscombe, «Using Business Savvy to Help Good Causes», Time Magazine, 17 de marzo de 2011.

6 La deducción por donaciones benéficas constituye una causa de intensos debates políticos. Muchos creen que
eliminar esta deducción impositiva arrasaría el sector de organizaciones sin ánimo de lucro. Este argumento es el
sujeto de una investigación que está en curso y no podemos ofrecer las conclusiones todavía. Pero el impacto real se
basa en las razones reales por las que la gente hace donativos.
11

¿Por qué los directivos de empresa


son hoy una especie en peligro?
Crear una cultura basada en la experimentación en su negocio

Es un día suave, con un cielo azul, a mediados de septiembre de 1965, en la ciudad de


Nueva York. Un hombre se baja de un taxi en la esquina de la Primera con la 64. Entra en
un restaurante art nouveau. Se mira en el espejo de la entrada y piensa que está muy
atractivo con su traje de Brooks Brothers, su corbata negra y una camisa blanca
perfectamente almidonada. Se percibe un ligero aroma de Old Spice.
Saluda a los tres ejecutivos de marketing de Westinghouse como si fueran grandes
amigos, mientras la camarera, vestida con una falda tubo y zapatos de tacón, asiente y le
sonríe con timidez. Acompaña al grupo a una mesa con mantel de lino y cristalería fina,
bajo el techo de cristal coloreado de Tiffany. Sus compañeros y él se sientan y miran la
carta mientras el camarero trae la primera ronda de bebidas.
«Hola, Roger», dice con familiaridad. «Tomaré lo de siempre. Dry Martini con tres
aceitunas. ¿Qué sopa tenemos hoy?»
«La sopa del día es una sopa cremosa de langosta de Maine, señor. Está deliciosa.»
«No. Paso», dice. «Comí langosta ayer. Tomaré el hojaldre de paté para empezar, y
después jabalí; de postre, pastel de limón y un café.»
Una comida intrascendente de otro ejecutivo de Madison Avenue, pero de hace
cincuenta años. ¿Qué hace el resto de su semana laboral? Es una semana corta, gracias a
todos esos almuerzos con martinis que duran horas. Reuniones con clientes en los
restaurantes y clubes más de moda de la ciudad de Nueva York. Reuniones de oficina que
terminan con bourbon. Y por supuesto mucho sexo.
Esta es la clase de mundo que pinta la serie de televisión Mad Men (y no, no es una
exageración de la realidad de aquel momento). La composición apunta al drama, a pesar
de los trece (y subiendo) Premios Emmy. Pero desde la perspectiva del economista
puntilloso, la serie hace aflorar la cuestión: ¿en qué estaban pensando las empresas que
contrataron para sus campañas publicitarias a los pretenciosos y sobreactuados chicos al
estilo de Don Draper? Es cierto que eran creativos pero ¿cómo sabían las empresas que lo
que sugerían funcionaría?
Actualmente los altos ejecutivos no siempre toman las grandes e importantes
decisiones sobre productos, precios y campañas publicitarias a lo largo de almuerzos
repletos de alcohol, sino que demasiado a menudo deciden en virtud de poco más que
corazonadas. Creemos que las empresas que no experimentan —y demuestran, a partir de
datos reales que sus ideas pueden funcionar realmente antes de pasar a la acción— están
tirando el dinero. Y no solo eso: esos ejecutivos están situando sus nombres en la lista de
las especies en peligro de extinción.

El ejemplo de Netflix
Netflix, la compañía que suministra películas bajo demanda, es un modelo que demuestra
la necesidad de experimentación en los negocios. Dado que su producto y su base de
clientes son inigualables han podido evitar la quiebra después de una serie de decisiones
completamente evitables, sorprendentes y poco inteligentes realizadas en 2011.
Netflix fue fundada en 1997 para dar respuesta a una necesidad: ¿pagaría la gente una
suscripción mensual por disponer de un servicio de entrega de DVD puerta a puerta (sin
sobrecoste en horario nocturno) en lugar de tener que caminar hasta el videoclub más
cercano (que sí cobraba por entregas en este horario)? El mercado respondió a gritos con
un «¡Sí!» La pequeña y resolutiva compañía de Silicon Valley hacía llegar a la gente los
vídeos que esta quería, con rapidez y en general hacía un trabajo excelente jugando a ser
David contra el Goliat de las cadenas de videoclubes como Blockbuster.
Más adelante, Netflix empezó a ofrecer vídeos on line, en streaming, aunque la
selección era mucho más limitada; así que los clientes podían ver las películas de dos
maneras distintas. Con este movimiento, rompió el modelo organizativo de los
videoclubes que alquilaban películas, incluyendo al gigantesco Blockbuster, que se vio
obligado a cerrar diversos establecimientos. Con veinticinco millones de suscriptores
satisfechos, Netflix era también la favorita de la Bolsa; en julio de 2011 se pagaban casi 300
dólares por acción.
Pero ese mismo mes, la empresa hizo algo extraño: explicó a sus clientes a través de un
correo electrónico largo y bastante confuso que separaba en dos las actividades de la
empresa: streaming y entrega a domicilio. Los clientes ya pagaban 9,99 dólares, 12,99
dólares o 14,99 dólares al mes por alquilar a la vez uno, dos o tres DVD, respectivamente,
dependiendo de su cuota, y un número limitado de vídeos en streaming. Pero ahora la
empresa les decía que iba a cobrar a todos los clientes 7,99 dólares por alquilar una
película por vez y otros 7,99 dólares por acceder al servicio de streaming, lo que suponía
de hecho un incremento en los precios del 60 por ciento.
Los clientes mostraron alto y claro su desacuerdo, atribuyendo este cambio a una «paja
mental» de la dirección. Un cliente llamado Greg, escribió el siguiente comentario en la
web de Netflix (firmando como excliente):

Querido Netflix:
Para ser breve, estoy estupefacto y consternado por tu reciente comportamiento.
Ayer parecíamos ser los mejores amigos. Me mantenías informado con tus
conmovedores documentales; siempre me reía con tus ridículas películas de horror
de serie B. Durante cuatro años has sido el agraciado destinatario del sueldo que
gano duramente. Lástima que tus recientes acciones me hayan forzado a
reconsiderar nuestra relación. El aumento de las tarifas, a pesar de ser inesperado,
no hace mella en mi lealtad. Sin embargo, la presentación que Jessie Becker ha
hecho del aumento, como si se tratara de algo que se hace para beneficiarme, insulta
a mi inteligencia y revela el alcance de tu arrogancia. Si se me hubiera tratado como
a un adulto e informado de esos cambios de manera directa y honesta, quizás
podríamos haber recuperado la chispa. Por desgracia, este curso de acción ya no es
posible; tu tono condescendiente y manipulador ha arruinado de forma irreparable
nuestra relación.1

Netflix recibió tantas quejas que tuvo que reforzar el área de servicio al cliente con
nuevos empleados. El valor en Bolsa de la compañía cayó un 51 por ciento. En septiembre
de 2011, el CEO, Red Hastings se disculpó con los clientes y anunció que Netflix trataría
de corregir la situación. ¿Cómo? Dividiendo la empresa en dos centros de operaciones: el
primero, que se llamaría Qwikster, se quedaría el negocio de entrega a domicilio, y sería
dirigida por un nuevo CEO; el otro se quedaría el servicio de streaming y se llamaría
Netflix.
Este anuncio enfadó aún más a los clientes. Con el cambio los suscriptores de ambos
servicios, el de streaming y el de DVD, recibirían dos cargos en los extractos de sus tarjetas
de crédito y tendrían que conectarse a dos webs diferentes. La cotización en Bolsa cayó
otro 7,4 por ciento.
Dándose cuenta de que habían empeorado las cosas, en octubre de 2011, el «Equipo
Netflix» envió a los consumidores el siguiente correo:

Apreciado (nombre del cliente):


Resulta evidente que para muchos de nuestros miembros, operar con dos páginas
dificultará las cosas, así que vamos a dejar que Netflix sea la página que se utilice
tanto para el streaming como para los DVD. Eso significa que no hay cambios: una
web, una cuenta, una contraseña... en otras palabras, no hay Qwikster.
Netflix calculó que perdería algunos clientes, pero su sorpresa fue mayúscula al saber
que casi un millón de clientes se daba de baja. En ese momento, Netflix era el hazmerreír
de todo el mundo, y se usaba como ejemplo de empresa mal dirigida. Incluso en Saturday
Night Live terminaron burlándose de ella.2
La cotización en Bolsa antes y después del caos muestra cuál fue el coste de no haber
hecho experimento alguno:

Contamos esta historia porque la compañía pudo haber evitado la pérdida de miles de
millones de dólares y el daño que sufrió su marca si hubiera llevado a cabo algunos
experimentos simples. En lugar de aplicar el esquema tradicional que consiste en confiar
en los clientes, y en vez de poner en marcha algunas ideas poco meditadas (basadas en la
intuición de algún miembro inteligente del consejo, quizás de un grupo de discusión o de
alguna de esas caras empresas consultoras), todo lo que Netflix tenía que hacer era lanzar
una prueba piloto de su gran plan en un área del país —digamos San Diego— y luego
estudiar la reacción de los clientes. El experimento a escala reducida podía haber ahorrado
a la empresa mucho dinero sin deteriorar su valor. Tal vez Netflix hubiera perdido
algunos clientes en San Diego pero habría podido ajustar su plan (o quizás cancelarlo) y
continuar siendo el líder de mercado. Incluso si este experimento hubiera generado cierta
atención negativa, los ejecutivos de Netflix podían haber explicado que se trataba de un
problema local. El daño habría sido mucho menor y el experimento habría valido su peso
en oro. Netflix se ha recuperado desde entonces, y esperamos que dada su cartera de
producto y una base de clientes sólida, la compañía continuará teniendo buenos
resultados, especialmente si mejora su rendimiento llevando a cabo algunos experimentos
de campo.
Cuando hablamos de la experimentación con algunos líderes empresariales, en general
responden diciendo «hacer un test resulta caro». Después de contestarles que no es así,
reformulamos la cuestión mostrando lo caro que resulta no hacerlos, como demuestra el
ejemplo de Netflix. Explicamos, con todo respeto, que cada día que pasa con precios
fijados de forma poco adecuada, campañas publicitarias que no funcionan o incentivos
salariales para sus trabajadores que no son atractivos supone tirar millones de dólares.
Por supuesto, son muchas las empresas que realizan experimentos de campo, y lo
hacen con frecuencia. Por ejemplo, Apple en los tiempos de Steve Jobs experimentaba
continuamente con el diseño y con nuevas maneras de vender el producto. El problema es
que las empresas raramente llevan a cabo experimentos que permitan hacer
comparaciones entre el grupo con el que se trabaja y el grupo de control. El lanzamiento
del iPod y de iTunes por parte de Jobs revolucionó la industria. Pero durante años Jobs
insistió a los artistas y compañías discográficas en cobrar exactamente 99 centavos por
canción en iTunes. Sin embargo, resulta difícil defender cualquier justificación que Apple
pudiera tener para insistir en esta política. La compañía no valoró jamás el impacto que
los precios de iTunes tenían en sus ventas de canciones e iPods. Y en ausencia de
evidencias sólidas, los ejecutivos de Apple echaron mano a su intuición. La estrategia
funcionó pero quizás el resultado hubiera pasado de bueno a excelente a través de la
experimentación.
Dicho de otro modo, imaginemos que usted tiene una enfermedad grave. Acude a la
consulta de su médica, y esta le prescribe un nuevo tratamiento. Cuando usted le pregunta
qué evidencia existe de que ese es el tratamiento adecuado, ella contesta: «Esa es mi
intuición». Si eso sucede, lo más probable es que usted se marche y no vuelva jamás,
porque preferirá poner su vida en manos de alguien cuyas decisiones médicas se basen en
la evidencia científica.
¿En qué se diferencia tomar las mejores decisiones a nivel empresarial de elegir el
mejor tratamiento médico? Quizás piense que no hay vidas en juego, pero a los ejecutivos
se les paga millones de dólares anuales para tomar decisiones que pueden costar a la gente
el puesto de trabajo y suponer millones para la economía. Los experimentos que se llevan
a cabo en el mundo de la empresa son investigaciones que dan a las compañías la
posibilidad de obtener de forma rápida y precisa datos que permiten tomar las mejores
decisiones. Manipulando diversos factores del entorno, las empresas pueden comprender
mejor la relación causal entre un cambio en la estrategia y la respuesta de sus clientes, su
competencia, sus empleados u otros implicados.
Los experimentos de campo en el mundo de los negocios son distintos de otras
herramientas de investigación —como por ejemplo los grupos de discusión— porque los
participantes toman decisiones en la vida real, sin ni siquiera saber que forman parte de
un estudio. Si están bien diseñados, los experimentos en el campo de la empresa pueden
aportar ideas valiosísimas y producir resultados sorprendentes, que la compañía puede a
continuación implementar a mayor escala. En este capítulo, contaremos la historia de dos
importantes ejecutivos que han dirigido sus empresas usando experimentos de campo. A
lo largo del camino, hablaremos de experimentos que hemos llevado a cabo con estas y
con otras compañías.

Innovación en Intuit
Intuit, la empresa de Silicon Valley famosa por sus programas de software QuickBooks y
TurboTax, ha trabajado durante años para que la experimentación formara parte de su
razón de ser. «Acostumbrábamos a tomar decisiones desde el análisis y la opinión de la
dirección, con un enfoque de arriba abajo», dice su fundador y presidente Scott Cook.
«Ahora dejamos que nuestros experimentos controlados e inmediatos tomen las
decisiones por nosotros.»
En otros tiempos, Intuit era dirigida como la mayoría de las grandes organizaciones. El
equipo de desarrollo de producto generaba ideas. Los directivos de las unidades de
negocio obtenían datos de los grupos de discusión y de otras investigaciones, llevaban a
cabo algunos análisis, presentaban sus conclusiones en PowerPoints, compartían sus
conclusiones con el resto de la compañía y sus superiores decidían si el proyecto seguía
adelante o no. Pero Cook empezó a comprender que ese sistema era como andar por la
cuerda floja. «Me convencí de que la experimentación era la solución a dos problemas»,
explica Cook. «El primero era cómo lograr que una empresa grande y exitosa fuera ágil e
innovadora, porque la dimensión y el éxito son inversamente proporcionales a la
innovación y el cambio. El segundo problema era que las decisiones tomadas de la forma
tradicional eran a menudo erróneas.»
Intuit formaba a su gente en «pensamiento creativo», una metodología para investigar
problemas —especialmente si son confusos y poco concretos— recogiendo información y
encontrando soluciones creativas a los mismos. El pensamiento creativo usa una
aproximación holística, aporta imaginación al trabajo y logra aproximaciones
innovadoras a la solución del problema. Un pequeño grupo de pensadores y ejecutivos
creativos enseñó a cien líderes de la organización a llevar adelante experimentos que
validaran determinadas asunciones e hipótesis: recogieron datos y aportaron soluciones.
Esos líderes dijeron a sus equipos que hicieran lo mismo. Adicionalmente, ciento
cincuenta «catalizadores de la innovación» distribuidos por toda la empresa, trabajan en
cada uno de los departamentos para asentar esa cultura de la experimentación. Hoy, todos
se atreven a jugar, a la manera de Galileo, con nuevas ideas, utilizando el mismo método
científico experimental que nosotros aplicamos a nuestro trabajo.
Anteriormente, el equipo de la división de Turbotax.com llevaba a cabo siete
experimentos anuales. Hoy desarrollan ciento cuarenta y un experimentos rápidos, de
bajo coste, durante las campañas impositivas, en ciclos semanales que comienzan los
jueves. Validan la idea, desarrollan el experimento, analizan los datos, ajustan el
experimento y el jueves siguiente vuelven a lanzarlo. El veloz ciclo experimental «hace
aflorar toda la innovación y la iniciativa empresarial», afirma Cook.
Como empresa, Intuit da libertad a sus empleados para que destinen el 10 por ciento
de su tiempo a trabajar en proyectos de su propia creación. En la actualidad Intuit
experimenta, siempre que puede con proyectos reducidos y económicos, como eje
principal de su proceso de creación. Los empleados que aportan ideas innovadoras deben
demostrar que trabajan analizando los resultados correspondientes de clientes reales; las
ideas más prometedoras salen a la superficie. Fue así como Intuit desarrolló SnapTax (que
prepara la declaración de impuestos con una cámara o un teléfono móvil); SnapPayroll
(que permite a las empresas pagar las nóminas a sus empleados a través del teléfono
móvil); e Intuit Health Debit Card, que ofrece cobertura sanitaria a pequeñas empresas
que no pueden permitirse los seguros médicos de sus empleados, etc.
A menudo, de estos experimentos terminan surgiendo nuevas funcionalidades para los
productos. Por ejemplo, el equipo de desarrollo hizo uso de una serie de preguntas
experimentales concretas sobre distintas situaciones impositivas; en función de las
respuestas, el software recomendaba la deducción estándar o la específica. Las pruebas
realizadas mostraron que esta función podía reducir el tiempo dedicado a completar las
declaraciones de impuestos en un 75 por ciento, de modo que todas las versiones
subsiguientes del producto incorporaron dicha funcionalidad, que se llamó «FastPath»
(Atajo), en la edición gratuita «Federal Edition» del software TurboTax.
Los equipos de desarrollo de Intuit también pusieron en marcha el Audit Support
Center (Centro de Servicio a la Inspección) que guiaba a todos los clientes a través de los
procedimientos de inspección, como si hubieran recibido una carta de inspección de la
IRS (Agencia Tributaria Estadounidense). La prueba confirmó que una vez añadida esa
funcionalidad a la web, aumentó el número de clientes que empezaba informándose y
terminaba comprando TurboTax. «La tasa de conversión a cliente —el número de
personas que compra el producto después de buscar en Internet— ha aumentado en un 50
por ciento en seis años», dice Cook.
Se anima a los empleados a aportar ideas para resolver problemas importantes a nivel
social. En uno de los casos, en la India, un equipo desarrolló un programa para los
agricultores indios llamado FASAL («cosecha» en hindi). Los miembros del equipo habían
observado que las familias de agricultores —la mitad de la sociedad india— eran tan
pobres que no tenían acceso a algunas necesidades básicas. ¿Cómo, se preguntaron los
ingenieros, podían mejorar las vidas de esos agricultores?
El equipo de Intuit llevó a cabo su propio estudio, observando a los agricultores tanto
en sus tierras como cuando iban al mercado. Muchos agricultores tenían acceso
únicamente a uno o dos mercados a cierta distancia el uno del otro y tenían que acudir a
un intermediario en cada uno de ellos para vender su producto. El intermediario se
sentaba bajo un toldo y fijaba el precio a través de signos. No existía transparencia en los
precios y el sistema era desfavorable para los agricultores. Sin embargo, los campesinos
tenían algo a su favor: teléfonos móviles.
Los ingenieros concibieron una aplicación de texto para los móviles que informaba a
los agricultores sobre los precios ofrecidos por los intermediarios en distintos mercados.
En pocas semanas, los ingenieros probaron el concepto con un experimento rápido y poco
estructurado, haciendo llegar mensajes de texto a ciento veinte agricultores, en los que se
les informaba sobre qué mercados ofrecían los mejores precios para sus cosechas. La
prueba funcionó y los agricultores empezaron a utilizar la aplicación. Hoy FASAL ayuda a
1,2 millones de campesinos a salir de la pobreza.
«FASAL no es una obra de caridad. Lo tratamos como si fuera un negocio, que tiene
como objetivo hacer frente a uno de los problemas más perniciosos de los países en vías
de desarrollo, la pobreza en el campo», dice Cook. «Observamos y analizamos los
problemas de mayor entidad que podemos resolver, y muchos de ellos son problemas
sociales. Los enfocamos a partir de experimentos rápidos y poco comprometidos.»
Trabajando conjuntamente con Intuit, en la actualidad tenemos en marcha docenas de
experimentos de campo que prometen aclarar qué funciona y por qué lo hace. Creemos
que muchos serán positivos para los beneficios de la empresa. Intuit es una compañía
ejemplar que lleva el gen de los experimentos de campo en su ADN.

Intervenciones en Humana
Humana, la gran compañía de atención a la salud que nació como una cadena de
residencias de ancianos y hospitales, es otra de las empresas que cree en los experimentos
de campo. «Me gusta saber qué hace que las cosas se muevan», dice Mike McCallister, el
afable y bigotudo presidente y CEO de Humana. De hecho, McCallister es una de esas
personas que está continuamente pensando en cómo mejorar la forma de hacer las cosas.
Piensa más como un emprendedor —o como un economista de campo— que como un
CEO. Mientras otros confían en la intuición, él confía en analizar a fondo las cosas. «Me
gusta averiguar qué resulta factible», dice. «La gente asume que determinadas cosas no
pueden hacerse, pero ¿quién se atreve a afirmarlo? ¡Hay que comprobarlo!»
Por ejemplo, en el pasado, antes de que Humana se convirtiera en proveedora de
servicios médicos, gestionaba hospitales y edificios de consultorios médicos y McCallister
era el responsable de los ambulatorios. Los ambulatorios eran ruinosos pero las farmacias
hospitalarias ganaban dinero. McCallister tuvo una idea brillante: vincular algunas de las
farmacias a los ambulatorios y ver qué tal funcionaban desde el punto de vista económico
en relación con los que no tenían una farmacia asociada. Y, por supuesto, los
ambulatorios con farmacia resultaron ser más rentables. Con esa evidencia en la mano,
Humana extendió el concepto a todos sus ambulatorios y ganó dinero. Nadie había
intentado hacer algo así antes. No se había «hecho» en Humana ni en ningún otro lugar
en la industria de la sanidad. Sabemos que romper el molde requiere valor, pero también
evidencia proveniente de los experimentos de campo que nos permite confiar en que
nuestra intuición es realmente correcta.
Una vez Humana se convirtió en una empresa de servicios médicos y McCallister en su
CEO, comenzó a realizar experimentos sobre otras cosas. Como empleador, Humana se
dio cuenta de que sus propios costes sanitarios estaban fuera de control, en parte porque
sus empleados no se preocupaban por su salud. McCallister es un firme creyente en la
responsabilidad personal, así que informó a sus empleados de que nadie iba a decirles lo
que tenían que hacer. Tenían que trabajar en el problema de forma conjunta. Un enfoque
posible era llevar a cabo experimentos con incentivos a nivel limitado. Humana ofreció un
programa de pérdida de peso que empezaba y terminaba con una medición del IMC
(índice de masa corporal). Los que habían conseguido resultados participaban en un
sorteo que tenía como premio un suculento cheque de 10.000 dólares. No resulta
sorprendente que este incentivo creara un cierto alboroto en la empresa —y, sí, algunos
perdieron peso.
El experimento de la pérdida de peso tuvo un alcance limitado, pero hablemos de un
experimento a gran escala que Humana está desarrollando en la actualidad. A pesar de
que McCallister cree que todo el mundo debe tener acceso a una sanidad que pueda
pagarse, reconoce que la burocracia de Medicare crea pocos estímulos para invertir en la
prevención. Eso, piensa McCallister, conduce al «fraude, el abuso y el uso excesivo de los
servicios». Enfrentados a una enorme generación de hijos del Baby Boom que se hacen
mayores y producen un incremento en los costes sanitarios, piensa que hay una forma
mejor de prestar servicios médicos a los pacientes, una que se centre en la salud de las
personas, lo que serviría al doble propósito de ahorrar dinero y salvar vidas.
Con ese fin, la compañía ha adoptado recientemente un mantra: ayudar a la gente a
tener salud para toda la vida. Pero ¿qué es lo que funciona? Para averiguarlo, contrató a
un consultor llamado Judi Israel para que creara un «consorcio de economía del
comportamiento». Como parte de ese consorcio, colaboramos en el diseño de algunos
experimentos de campo e intervenciones conductuales. Nuestro objetivo compartido era
determinar qué tipo de actuaciones ayudaban más a los pacientes a mejorar o estabilizar
su salud al tiempo que controlaban los costes.
Pensemos en un ciudadano de la tercera edad de Medicare, por ejemplo, que sufre un
ataque al corazón. Sobrevive, recibe el tratamiento adecuado y se marcha a casa. Sin
embargo, debe volver al hospital al cabo de un mes, por algún asunto relativamente
menor, como que no toma la medicación prescrita. Cada ingreso hospitalario cuesta como
media 10.000 dólares, sin contar los «extras» tales como prescripciones médicas, servicios
de rehabilitación, etc. Dado que la nada despreciable cifra de uno de cada cinco pacientes
de Medicare debe ser ingresado de nuevo en el hospital en el plazo de un mes desde su
primer ingreso,3 esos costes son inmensos —y volver a ingresar en el hospital tampoco
resulta agradable para el paciente—. Humana, que cubre los costes que no cubre
Medicare, tiene un gran interés en resolver esta situación.
Por eso la compañía buscó en sus bases de datos y descubrió que un número
considerable de sus miembros con el seguro de Medicare estaban sufriendo reingresos
hospitalarios. La empresa puso en marcha a su equipo analítico para que construyera un
modelo que permitiera abordar este problema. Entre otras conclusiones, el equipo halló
que las personas que sufren problemas de salud crónicos (diabetes, obesidad, problemas
de corazón, problemas respiratorios, anginas de pecho, etc.) eran los primeros de la lista.
En función de ello, Humana se fijó como objetivo realizar un seguimiento de esos
pacientes, una vez salían del hospital. Todos los pacientes recibían una llamada de
teléfono automática ofreciéndoles ayuda vía un número gratuito, pero los que tenían
problemas crónicos recibían una llamada de una enfermera que los guiaba a través de los
pasos a seguir para su rehabilitación y se aseguraba de que seguían el programa. Y los
pacientes que sufrían diversos problemas crónicos recibían una visita de la enfermera en
sus domicilios que los ayudaba a controlar su evolución. Más de cien mil miembros de
Humana Medicare con múltiples enfermedades crónicas reciben este tipo de ayuda.
A través de pruebas controladas, Humana ha averiguado que una intervención
proactiva, simple y de bajo coste, como enviar una enfermera a casa del paciente, puede
ahorrar cantidades significativas de dinero, al tiempo que ayuda a las personas.
Continuamos trabajando con Humana, a través de intervenciones conductuales simples
que creemos conducirán a mejoras significativas en los beneficios.
Desde el punto de vista del negocio y de la industria de la sanidad, estas acciones
tienen sentido. «Nuestro sector no ha sido innovador», insiste McCallister. «Este país es
productivo gracias a su tecnología, pero no existe innovación alguna en los seguros
médicos, excepto en el área de producto. Tratamos de resolver un gran problema:
controlar los gastos sanitarios y enfrentarnos al deterioro de la salud al mismo tiempo.
Quizás aprendamos algo de nuestros experimentos que podamos compartir.»

El precio es justo
Los experimentos de campo que se centran en productos, servicios y precios no son
exclusivos de las grandes empresas como Intuit o Humana. De hecho, quizás sean más
cruciales para empresas pequeñas, que sortean el peligro de la quiebra a diario.
En verano del año 2009, Uri y su mujer Ayelet recibieron una llamada de un colega al
que llamaremos «George», propietario de una bodega en Temecula, California, una
ciudad lánguida y bucólica a una hora de San Diego en dirección noreste. George les pedía
ayuda para poner precio a sus vinos, lo que era sin duda una de las decisiones
empresariales más importantes que debía tomar. Estuvieron encantados de aceptar su
invitación para visitarlo en su bodega, probar algunos de sus productos y probablemente
ayudarlo en el proceso.4
Cuando Uri y Ayelet le preguntaron cómo había fijado los precios en el pasado, la
respuesta fue la esperada: viendo qué hacían otras bodegas con vinos similares, intuición,
los precios de años anteriores, etc. George esperaba que los profesores de economía y
empresa llegaran, miraran a su alrededor, hicieran algunos cálculos rápidos y encontraran
el número mágico que lo haría rico. Pueden imaginarse cuán decepcionado se quedó
cuando, después de pasar algún tiempo con él (y con su magnífico cabernet), Uri y Ayelet
le dijeron que no tenían ni la más remota idea sobre cuál era el precio «correcto» y que el
número mágico no existía. Un poco más y les retira el vino que ya les había servido.
En un intento por salvar su bebida, Uri y Ayelet le ofrecieron ayuda, a través de una
metodología sin magia, sin ecuaciones y sin conocimientos superiores, solo el diseño de
un experimento. Poner precio a un vino es una tarea especialmente compleja porque la
calidad no es algo objetivo. Si todo el resto de las características son iguales, hacemos una
conexión automática entre precio y calidad; si un ordenador de sobremesa cuesta más
porque pesa menos, la gente piensa que es mejor. Y así es como funciona el mundo. Es
difícil hallar evidencias que contradigan esta intuición básica.
¿Ocurre eso también con los vinos? Podríamos asumir que sí, porque el rango de
precio para el vino es enorme. Desde los pocos dólares que puede costar una botella de
vino de mesa, a los 10.000 dólares que se pagan por una botella de Domaine de la
Romanee Conti de 1959. La investigación sugiere que a pesar de que la evaluación de la
calidad de un producto es subjetiva (como sucede con el vino, ya que la gente tiene gustos
distintos), incrementar su precio puede incrementar su atractivo para los consumidores.
Los visitantes de la bodega de George, como sucede con otras bodegas de la región,
pueden probar diversos vinos y después elegir cuál compran entre los que han probado.
En general, los consumidores llegan a esa región en viajes enoturísticos, y van de una
bodega a la otra probando y comprando vinos. El vino con el que Uri y Ayelet realizaron
el experimento era un cabernet sauvignon de 2005, un «vino con complejas notas de
arándano, licor de grosella negra y una pizca de cítricos». El precio que George había
elegido previamente era de 10 dólares, precio al que se vendía bien.
Para el experimento, modificamos el precio del cabernet desde 10 dólares, pasando a
20 dólares y a 40 dólares, en días distintos, a lo largo de varias semanas. Cada uno de los
días del experimento, George recibía a los visitantes y les hablaba de la cata. Luego, los
visitantes se dirigían al mostrador donde estaba la persona que administraba la cata y esta
les daba una simple hoja de papel que contenía los nombres y precios de las nueve
variedades, que iban desde los 8 dólares a los 60 dólares, entre las que los visitantes podían
elegir seis. Como en la mayoría de las bodegas, las variedades se ordenaban de la más
«ligera a la más intensa», empezando por los vinos blancos, siguiendo por los tintos y
terminando con los vinos de postre. Los visitantes escogían en general los vinos, revisando
la lista de arriba abajo y el cabernet sauvignon siempre estaba en el número siete. Las catas
llevaban entre quince minutos y media hora, y a continuación los visitantes podían decidir
si querían comprar o no.
Los resultados sorprendieron a George. La probabilidad de que los visitantes
compraran cabernet aumentaba en un 50 por ciento cuando costaba 20 dólares en
relación con lo que sucedía cuando costaba 10 dólares. Es decir que, al incrementar el
precio del vino, este aumentaba su popularidad.
Utilizando un experimento que prácticamente no tenía coste, y cambiando los precios
en consecuencia, los beneficios totales de la bodega de George aumentaron en un 11 por
ciento. A partir de ese experimento, hizo suyos con alegría los resultados y cambió el
precio de su vino a 20 dólares. Como la inmensa mayoría de los clientes de la bodega son
visitantes de una sola vez (la bodega vende casi todos sus vinos en tiendas) pocos clientes
fueron conscientes de que había habido un cambio en el precio.

Sea creativo
Es importante encontrar el precio «correcto». Pero a veces no es suficiente. No se trata
únicamente del precio sino de cómo se cobra.
Hace unos años, una estudiante llamada Amber Brown que se había licenciado por la
Universidad de California, en San Diego, empezó a trabajar para Disney Research, un
trabajo ideal para una joven psicóloga. Disney tiene un equipo interno interdisciplinar
que utiliza la ciencia para tratar de mejorar el rendimiento de la compañía y explorar
nuevas tecnologías, opciones de marketing y de gestión económica. Como en el caso de
Humana, este grupo entiende la importancia de utilizar investigación conductual para
mejorar simultáneamente tanto la experiencia del consumidor como el resultado de la
compañía.
Cuando Amber fue contratada, nosotros estábamos muy interesados en un enfoque de
precio basado en la conducta que empezaba a tomar fuerza: pague-lo-que-quiera. Un
ejemplo conocido de este enfoque es el utilizado por la banda de música británica
Radiohead. En 2007 la banda sacaba al mercado un CD como una descarga digital.
Animaba a sus seguidores a conectarse a su web y descargarse el álbum por el precio que
escogieran. Los seguidores del grupo podían conseguir el álbum gratis, o pagar 65
centavos por él (la tasa que cobra la compañía gestora de la tarjeta de crédito) o más.
¿Pagarían los seguidores del grupo por algo que podían conseguir gratis? Curiosamente
cientos de miles de personas descargaron el álbum de la web de la banda, y muchos de
ellos (aproximadamente el 50 por ciento) pagaron algo por él. (Por cierto, como dice
nuestro amigo Al Roth, recientemente premiado con el Nobel, «Colón no fue el primero
en descubrir América. Fue el último». Después de Colón todo el mundo conocía el
«nuevo» continente. Aquí pasa lo mismo. Radiohead no fue el primero en utilizar esa
estrategia de precios, pero el grupo es suficientemente famoso para ser el «último» en
hacerlo. Nunca nadie más tendrá que redescubrirla.)
Este ejemplo muestra que incluso en el mercado, las personas no son tan egoístas. Sin
embargo, los resultados del modelo de Radiohead y de otras empresas que lo han
utilizado, deja muchas preguntas por responder. Claramente, la gente pagó más de lo que
estaba obligada a pagar, pero no queda claro si la estrategia de precios utilizada tuvo
consecuencias positivas o negativas para la banda. ¿Ganó el grupo más o menos dinero
que si hubiera aplicado un esquema de precios estándar?
Decidimos estudiar el esquema pague-lo-que-quiera con un experimento de campo.5
Pensamos que una combinación pague-lo-que-quiera y una campaña benéfica podía
resultar interesante. Llamamos a esta combinación Shared Social Responsibility (SSR)
(responsabilidad social compartida) porque en lugar de ser la empresa la única que
decidía cuánto dar para beneficencia, los donantes también podían participar en esa
decisión. Si la gente pudiera pagar lo que quisiera por algo, ¿pagarían más si apelábamos a
«lo mejor de su naturaleza»?
Para ello, diseñamos conjuntamente con Disney Research un importante experimento
de campo que incluía cien mil participantes, para probar el efecto de pague-lo-que-quiera
combinado con la beneficencia. Concretamos el experimento en una montaña rusa de un
parque Disney donde la gente puede subir y después comprar una foto de sí mismos
chillando y riendo.
Ofrecíamos la foto bien por el precio habitual de 12,95 dólares o bajo el esquema
pague-lo-que-quiera. También existían otras opciones, donde la mitad de los ingresos se
destinaban a un proyecto benéfico bien conocido. Este diseño experimental tenía cuatro
opciones distintas que probamos en días distintos durante un mes.
El gráfico siguiente muestra los resultados:
Como puede ver, descubrimos que al nivel estándar de precio de 12,95 dólares, el
componente benéfico solo aumentaba ligeramente la demanda, elevando el ingreso por
usuario en unos centavos. Pero ¿y cuando los participantes podían elegir su precio? La
demanda se disparaba. Dieciséis veces más personas (8 por ciento en lugar de 0,5 por
ciento) compraban la foto. Sin embargo, como solo pagaban 1 dólar como media, Disney
no ganaba dinero con ellos. (Recordemos que estábamos interesados en llevar a cabo
experimentos que supusieran una solución «todos ganan» para las empresas y sus clientes.
Esta es la mejor forma en que las empresas logran hacer cambios que perduran.)
¿Y qué nos interesaba más sobre los resultados del experimento? Cuando
combinábamos el pague-lo-que-quiera con la beneficencia, un 4 por ciento de la gente
compraba la foto, pero pagaban mucho más (aproximadamente 5 dólares) por ella.
Añadir el componente benéfico demostró ser muy rentable. De hecho, el parque de
atracciones llegó a ingresar 600.000 dólares más al año ofreciendo el esquema combinado
pague-lo-que-quiera/beneficencia, en esa atracción concreta. De forma más general, este
cambio también incrementó el beneficio de los proyectos benéficos, y presumiblemente el
de los clientes, que sintieron que estaban haciendo algo bueno.
Una moraleja importante del experimento es que si quieres que tus clientes dejen de
actuar con egoísmo, necesitas demostrar que tú puedes hacer lo mismo. Cuando Disney se
avino a realizar el experimento con el nuevo precio, demostró a sus clientes que estaba
comprometida con las causas benéficas, y, más importante todavía, que deseaba compartir
el riesgo de actuar sobre lo que la preocupaba. A nivel más general, aprendimos que ser
creativo con los precios demuestra que se puede hacer el bien, haciéndolo bien (como
comentamos en los capítulos 9 y 10).

¿Cómo podemos conseguir que usted reaccione?


Como mencionamos en el capítulo anterior, todos estamos acostumbrados a recibir
cantidad de correo basura con ofertas que suenan demasiado buenas para ser ciertas
(probablemente porque o no son tan buenas o no son tan ciertas). Muchos de nosotros no
abrimos jamás ese tipo de correo, solo lo «archivamos» en la papelera sin tan siquiera
mirarlo. Los que lo abren, ignoran habitualmente el contenido o la petición que se les
hace. Sabiendo eso, ¿cómo puede una empresa llamar nuestra atención con un envío de
correo directo (o a través de las redes sociales)?
Imagine que abre un sobre con correo publicitario y un billete de 20 dólares cae del
interior. Quien sea que haya enviado el correo ha conseguido probablemente captar su
atención desde ese preciso instante. Siente curiosidad y lee la carta. La empresa que la
envía le pide que complete y devuelva una encuesta corta. ¿Lo hará? ¿Lo haría si en el
sobre solo hubiera 10 dólares? ¿O solo 1?
Con anterioridad hemos mostrado cómo Smile Train y WonderWork.org han
utilizado la reciprocidad —el principio básico que dice que si alguien hace algo bueno por
nosotros, deberíamos devolverlo de igual modo— con éxito. Pero ¿qué ocurre si no
hablamos de una organización benéfica?
En el caso del correo publicitario, la empresa nos ha enviado dinero y pide
amablemente que hagamos algo a cambio. Digamos que usted es el director de marketing
de una importante cadena de tiendas y se pregunta a sí mismo si tiene sentido apelar a la
reciprocidad de las personas cuando se les pide que respondan a una campaña de
marketing directo. Su empresa tiene mucha experiencia en envíos de encuestas y también
es buena en el tratamiento de las respuestas. Pero no lo hace tan bien cuando se trata de
averiguar qué tipo de incentivo funciona mejor en una campaña de marketing directo.
Junto con nuestro colega Pedro Rey-Biel (de la Universidad Autónoma de Barcelona),
analizamos los resultados de un importante experimento de campo, que incluía 29
opciones y 7.250 «miembros de un club» que ya eran clientes registrados de una gran
cadena de tiendas.6 Para este estudio, la compañía envió cartas pidiendo a los miembros
del club que completaran una encuesta de quince minutos. La pregunta que la compañía
quería responder era: ¿qué es mejor: pagar a los clientes antes para que respondan a una
carta en un envío de marketing directo o prometer que se les enviará el dinero una vez
hayan respondido?
Dicho de otro modo: ¿respondería más gente —y el estudio resultaría más rentable
económicamente— si la compañía usara el enfoque de la reciprocidad y enviara a los
destinatarios el dinero junto con la encuesta a la que quiere que respondan? ¿Sería mejor
hacer las cosas del modo tradicional? Es decir, ¿sería mejor tratar a la gente como si fueran
empleados y vincular la recompensa a la realización del trabajo? O ¿debería la compañía
olvidar todo el tema de los incentivos y simplemente enviar las encuestas sin recompensas
asociadas?
En una de las opciones, la empresa envió cartas con dinero en efectivo, en cantidades
que iban desde 1 dólar a 30 dólares, a la mitad de los destinatarios (llamábamos a esto la
opción «social», ya que la reciprocidad es un fenómeno social). En la segunda opción, la
empresa prometía enviar a 3.500 personas cheques (con los mismos importes que en el
caso anterior) si respondían a la encuesta (esta opción era llamada «de contingencia»). En
el grupo de control, la empresa simplemente enviaba la encuesta a doscientas cincuenta
personas y les pedía que respondieran. El gráfico que se presenta a continuación muestra
los resultados.
El gráfico muestra que el «punto de corte» se sitúa cerca de los 15 dólares. Hasta ese
importe, descubrimos que anticipar el dinero hacía que la gente sintiera que debía actuar
recíprocamente y, por tanto, era más probable que devolvieran la encuesta completada,
incluso si la cantidad anticipada era solo de 1 dólar. De hecho, la respuesta era
significativamente mayor cuando decíamos a la gente: «Le pagamos 1 dólar por completar
la encuesta y devolverla». Sin embargo, superados los 15 dólares, la tasa de respuesta del
grupo de contingencia —responda a la encuesta y luego obtendrá el pago— aumentaba.
Y lo que es más importante: el enfoque «rellene la encuesta y luego le pagaremos»
resultaba más económico que el del pago anticipado. Tiene sentido: después de todo pagar
únicamente a los que devuelven la encuesta completada es más barato que pagar a todos,
respondan o no. El coste medio de una encuesta completada en la opción social era de
45,4 dólares, más del doble del coste en la opción de contingencia (20,97 dólares). Como
resultado, el coste total de la opción social era tres veces superior al de la opción de
contingencia (38.820 dólares frente a 13.212 dólares).
¿Qué pueden aprender las empresas que realizan campañas de marketing directo de
este ejercicio? Si su presupuesto solo permite pagar 1 dólar por cada encuesta completada,
mejor poner el billete en el sobre. La gente (al menos los que son amables) estará
encantada de recibirlo y actuaran recíprocamente. Pero si puede permitirse gastar más
dinero por persona, mejor pagar una vez haya recibido la encuesta completada. Puede,
por supuesto, hacer una muestra con las dos opciones, pero nuestra apuesta es que logrará
más respuestas de gente con mentalidad de economista en el caso de contingencia y más
gente con mentalidad no económica en el otro caso.

Un viaje a China
En el capítulo 4 hablamos sobre cómo la formulación de un bono como una pérdida o
como una ganancia afectaba al rendimiento de profesores y estudiantes. El encuadre que
damos a las cosas puede ser una herramienta importante también para las empresas.
Digamos que usted es el director de marketing de un producto llamado Sunny Sunscreen
SPF 50 Lotion, y tiene que decidir qué tipo de campaña hacer. Si se decide por «formular
la ganancia», o usar un mensaje positivo, puede decir «Use Sunny Sunscreen para
minimizar el riesgo de contraer cáncer de piel» o «Utilice Sunny Sunscreen para ayudar a
su piel a estar sana». En cambio, si se decide por «formular la pérdida», o usar un mensaje
negativo, diría «Sin Sunny Sunscreen tiene más posibilidades de contraer cáncer» o «Sin
Sunny Sunscreen no puede garantizar la salud de su piel».
De igual forma, un directivo puede decir a sus empleados «Si aumentamos la
producción en un 10 por ciento este año, todos tendremos una prima» o puede decir «Si
este año la producción no se incrementa en un 10 por ciento, nadie ganará la prima».
¿Qué tipo de formulación cree usted que motiva más?
Para descubrirlo nos fuimos de viaje con nuestro colega Tanjim Hossain (de la
Universidad de Toronto) a la moderna y activa ciudad de Xiamen, en la provincia de
Fujian, en la costa sur de China, no muy lejos de Hong Kong.7
Xiamen es la sede de grandes fábricas. De hecho tanto Dell como Kodak poseen
plantas en ella. El lugar en que íbamos a desarrollar un experimento de seis meses era una
compañía china de alta tecnología, con veinte mil empleados, que produce y distribuye
componentes electrónicos para ordenadores. La compañía —Wanlida Corporation—
produce y distribuye teléfonos móviles, productos de audio y vídeo digitales, navegadores
GPS, pequeños dispositivos de uso doméstico, etc. que se exportan a más de cincuenta
países.
Nuestro objetivo era simple: queríamos ver si podíamos incrementar la productividad
en la planta formulando el tema de diversos modos. Para ello enviamos dos tipos de cartas
a dos grupos distintos de empleados.
Imaginemos por un momento que usted es una joven de veintiún años —la
llamaremos Lin Li— que trabaja en Wanlida, donde su responsabilidad consiste en
inspeccionar placas base de los ordenadores. Llega a la fábrica cada lunes por la mañana,
se sienta ante su mesa, y pone en marcha una lámpara de aumento similar a la que usan
los cirujanos o los dentistas. Se pone unos guantes desechables, toma una placa base entre
las manos y revisa cada chip, cada detalle y cada milímetro buscando defectos. Realiza la
misma operación durante nueve horas al día, seis días por semana y, por supuesto, recibe
un salario por ello.
Un día recibe una carta de dirección. «Apreciada Lin», dice la carta, «recibirá un bono
de 80 yuanes por cada semana en la que la producción semanal media de su equipo supere
las cuatrocientas unidades por hora». 80 yuanes son aproximadamente 12 dólares, lo que
es un bono considerable para un trabajador chino. Dado que el salario medio de los
trabajadores chinos está entre 290 yuanes y 375 yuanes, un bono de 80 yuanes representa
más del 20 por ciento del salario semanal del empleado mejor pagado. Ninguno de los 165
trabajadores implicados sabía que formaba parte de un experimento.
Lin Li vuelve al trabajo, sonriente y con fuerzas renovadas. Otro joven empleado —
llamémosle Zi Peng— recibe otra carta: «Apreciado Zi Peng, recibirá un bono puntual de
320 yuanes. Sin embargo, por cada semana en que la producción media semanal de su
equipo esté por debajo de las cuatrocientas unidades por hora, el incremento salarial se
reducirá en 80 yuanes». Zi Peng no está muy seguro sobre cómo se siente con este arreglo
pero vuelve a su mesa y reemprende el trabajo con gusto.
Tal vez este tipo de formulación le recuerde a los incentivos que utilizamos con los
profesores y los estudiantes en el capítulo 4, cuando les dijimos que perderían su dinero si
no rendían adecuadamente. Y, sin duda, se habrá dado cuenta de que este tipo de
formulación combina una zanahoria («recibirá un bono») con un palo («si no produce lo
suficiente perderá el dinero»). El mensaje está —clara e intencionadamente— mezclado,
porque queremos observar los efectos de lo que los científicos sociales llaman «aversión a
la pérdida» en el escenario real de un trabajo en una fábrica.
Cuando creemos que «poseemos» algo —por ejemplo, determinados privilegios en las
redes sociales (si hablamos de un preadolescente)—, nuestra colección de LP de la década
de los 70, nuestro coche, nuestra casa, nuestro trabajo o nuestra nómina— la posibilidad
de perderlo nos produce un gran disgusto.
Así que si volvemos a la fábrica, ¿qué individuos y equipos trabajaron mejor? ¿Aquellos
que, como su álter ego en la ficción, Lin Li, recibieron la carta zanahoria o los que como
su colega Zi Peng recibieron la carta palo? Antes de que aventure una respuesta,
pregúntese a sí mismo qué le motiva más: ¿«una formulación de ganancia» o «una
formulación de pérdida»? Y si trabaja en equipo con otras personas, sabiendo que el
rendimiento de cada una de ellas afecta al bono de todo el equipo, ¿trabajará usted con
más ahínco en la formulación en la que gana o en la que pierde?
Aquí están nuestros resultados: el mero hecho de disponer de un incentivo
incrementaba la productividad. El efecto estaba entre el 4 y el 9 por ciento para los
miembros de un equipo y entre el 5 y el 12 por ciento para los empleados que trabajaban
solos. Estos son efectos notables, considerando la magnitud de los bonos. Sin embargo,
resulta más interesante constatar que mientras los trabajadores individuales estaban muy
influenciados por la formulación de pérdida, los que formaban parte de un equipo
incrementaban su productividad entre un 16 y un 25 por ciento por encima de los
trabajadores en la formulación de ganancia. ¿Y saben qué? No aumentaban los defectos o
los errores.
En conjunto, descubrimos que Wanlida podía utilizar formulaciones simples de forma
eficaz para incrementar la productividad global del equipo.
¿Desaparecerían estos resultados pasado un tiempo? ¿Disminuiría o perdería fueza la
respuesta de los trabajadores al incentivo negativo? La respuesta era no. Semana tras
semana, durante seis meses, el encuadre penalizador incrementó la productividad.
Claramente, el miedo a la pérdida motivaba a los trabajadores en mayor medida que la
perspectiva de la ganancia. En otras palabras, las zanahorias funcionan mejor si se parecen
a un palo. Pero ¿quién quiere trabajar para una compañía que da a sus empleados este tipo
de doble opción zanahoria y palo? De hecho, las pérdidas forman parte de la vida, alguien
tiene que soportarlas. Creemos que la pérdida es un potente motivador. Las empresas han
utilizado la amenaza del despido para animar la productividad, pero fuera de ese tipo de
amenaza a gran escala, raramente utilizan la formulación de pérdida.

Por supuesto, si uno es un directivo, no tiene que utilizar incentivos tan perversos como
los descritos en ese estudio. Recuerde: tiene que ver con el encuadre. Si se da a los
trabajadores participación sobre lo que producen y luego se enfoca en las pérdidas que
podrían darse por su falta de rendimiento, logrará los efectos antes descritos sin asustar a
sus empleados con incentivos manipuladores.

Así pues, ¿dónde está el gran problema?


¿Por qué, entonces, las empresas no experimentan más? Existen ciertas barreras que hacen
que la implementación de los experimentos les resulte difícil. Una de ellas, según nos
comentó Scott Cook, es que las personas que ostentan el mando se sienten cómodas con el
contenido de sus PowerPoints y no quieren que nadie les señale como el emperador
desnudo del cuento, o les diga que su imperio podría dirigirse de otra manera.
Otra barrera es la enorme inercia burocrática. Por ejemplo, en el verano de 2009
reclutamos algunos estudiantes para que nos ayudaran con un experimento de campo
sobre incentivos en una gran empresa. La empresa vino a San Diego a reunirse con
nosotros, nos contó el sencillo problema al que se enfrentaban y estuvieron de acuerdo en
comenzar el experimento al cabo de unos meses. Cuatro años más tarde, el estudio sigue
enterrado en alguna parte de su gran organización, esperando la aprobación de la
dirección.
En otras ocasiones, los directivos se sienten intimidados por la incertidumbre que
comporta el cambio y lo desconocido. Circular por la vía tradicional sin introducir nuevos
métodos resulta familiar, y mientras funcione, parece más seguro («Si no está roto, no lo
arregles»). Los directivos también sienten que se les ha contratado para aportar soluciones
y tomar decisiones difíciles que ayuden a mejorar el rendimiento de la empresa. En otras
palabras, creen que se espera de ellos que tengan respuestas preparadas para los retos a los
que se enfrenta la compañía. Optar por la experimentación puede implicar que no hacen
su trabajo y comprometer en apariencia su conocimiento experto, haciendo que parezca
que han fracasado en su misión.
Uno podría superar esas barreras de dos formas distintas: de arriba abajo y de abajo
arriba. En el primer caso, el equipo directivo de la empresa debería superar la visión
«beneficios a corto plazo primero» y alentar (e incluso premiar) cualquier
experimentación que pueda mejorar el rendimiento de la compañía, como Cook y
McCallister hicieron. Este enfoque requiere contratar y formar a gente para diseñar y
ejecutar experimentos, analizar los datos resultantes y sacar conclusiones. Desde un
enfoque de abajo arriba, los ejecutivos de nivel más bajo podrían desarrollar estudios de
campo a menor escala y luego presentar los resultados a sus superiores, de forma que estos
tomaran conciencia de los costes y beneficios asociados a la investigación.

Cambiar un modo de pensar probado, aunque no sea el mejor, no es cosa fácil. Al final,
desarrollar una cultura experimental requiere de una combinación de liderazgo valiente,
entrenamiento y experiencia de primera mano. Si las empresas tienen éxito en ello,
pueden redefinir completamente sus sectores.
Hemos visto a demasiados altos ejecutivos enamorarse de sus propias ideas y luego
volcarlas en un mundo confiado, generando una enorme reacción, como hizo Netflix (y
otras compañías antes y después que ella). Hemos visto a líderes empresariales utilizar
zanahorias y palos en un esfuerzo por incrementar la productividad, sin resultado alguno.
Hemos visto empresas tratando de averiguar cuál era el precio adecuado para un
producto, sin tener ni idea de lo que los clientes valoraban. Estos costosos errores se
producen continuamente, y podrían ser prevenidos.
Por el contrario, empresas grandes y pequeñas que realizan experimentos de campo
están aumentando sus beneficios y captando más clientes. Intuit ha expandido su
mercado, probando ideas y llevando adelante las mejores. Humana, el proveedor de
servicios sanitarios, descubrió que asesorando activamente a los ciudadanos de la tercera
edad con sus prescripciones y el cuidado de sí mismos, la gente mayor podía evitar
ingresar en los hospitales y la empresa ahorraba millones de dólares en el proceso. Una
enorme compañía tecnológica como Wanlida aprendió que ofreciendo a sus empleados
un bono y amenazando con obligarlos a devolverlo, conseguía aumentar de forma drástica
la productividad. El propietario de una pequeña bodega en el norte de California,
experimentando con el precio de sus vinos, descubrió que había estado cobrando la mitad
de lo que sus clientes estaban dispuestos a pagar. Y Disney aprendió que dejar que la gente
pagara lo que quisiera por una foto tomada en una atracción funcionaba especialmente
bien cuando la mitad de lo pagado se dedicaba a beneficencia.
Los beneficios para una empresa son los siguientes: si quiere aumentar sus beneficios,
la respuesta son los experimentos de campo. Si quiere pasar a los anales de la historia
como una gran empresa, utilice experimentos de campo.

1 «Netflix Introduces New Plans and Announces Price Changes», Netflix US & Canada Blog, martes 12 de julio de
2011, http://blog.netflix.com/2011/07/netflix-introduces-new-plans-and.html?commentPage=25

2 «Netflix Apology», vídeo de Saturday Night Live, http://www.nbc.com/saturday-night-live/video/netflix-


apology/1359563

3 Stephen F. Jencks, Mark V. Williams y Eric A. Coleman, «Rehospitalizations Among Patients in the Medicare Fee-
for-Service Program», New England Journal of Medicine 360 (2009): 1418-1428.

4 En las siguientes fuentes describimos nuestra experiencia en la bodega con más detalles, «Intuition Can’t Beat
Experimentation», Rady School of Management, UC San Diego, http://rady.ucsd.edu/mba/student/clubs/rbj/rady-
business-journal/2011/intuition/ (último acceso, el 29 de abril de 2013). Para una descripción del experimento, ver
Ayelet Gneezy y Uri Gneezy, «Pricing Experimentation in Firms: Testing the Price Equal Quality Heuristics», Rady
School of Management, UC San Diego, http://econ.as.nyu.edu/docs/IO/11975/Gneezy_CESS.pdf

5 Ayelet Gneezy, Uri Gneezy, Leif D. Nelson y Amber Brown, «Shared Social Responsibility: A Field Experiment in
Pay-What-You-Want Pricing and Charitable Giving», Science 329 (2010): 325-327.

6 Uri Gneezy y Pedro Rey-Biel, «On the Relative Efficiency of Performance Pay and Social Incentives», Facultad de
Economía de Barcelona, documento de trabajo n.º 585, octubre de 2011.
7 Tanjim Hossain y John A. List, «The Behavioralist Visits the Factory: Increasing Productivity Using Simple Frame
Manipulations», Management Science 58 (2012): 2151-2167.
Epílogo

Cómo cambiar el mundo… o, como mínimo,


conseguir un trato mejor
La vida es un laboratorio

Hace casi cuatrocientos años, Galileo realizó el primer experimento de campo del que se
tiene constancia escrita. Colocó pesadas bolas en un tablón y las hizo rodar hacia abajo
para probar su teoría de la aceleración. Desde ese momento, los experimentos de
laboratorio han sido la piedra angular del método científico. El principio de la ciencia y la
prueba de todo conocimiento, de acuerdo al renombrado físico teórico Richard Feynman
es el experimento. El «experimento», afirmó, «es el único juez de la “verdad” científica».
Los economistas se han decantado de forma creciente por el modelo experimental de las
ciencias físicas como método para entender el comportamiento humano.1
Hasta el día de hoy, esta búsqueda del método experimental se ha producido
mayoritariamente en el interior del laboratorio. Los experimentos de laboratorio
cambiaron la forma en que los economistas veían el mundo, como se demostró cuando en
el año 2002, el jurado del Nobel otorgó el premio a Daniel Kahneman y Vernon Smith.
Sin embargo, la convicción absoluta de que el comportamiento puede probarse
exclusivamente en un laboratorio está cambiando.
Somos parte de un grupo emergente de economistas que utiliza los experimentos de
campo para entender lo que ocurre en el mundo. Mientras esperamos a que nuestros
amigos economistas y también los que pertenecen a otras disciplinas académicas recojan
el guante que les hemos lanzado, no hay que dormirse en los laureles. Puede utilizar las
herramientas que le damos en la vida diaria para descubrir lo que realmente funciona en
cualquier campo, desde enseñar a su bebé a usar el orinal a dirigir una corporación
multinacional.
¿Por dónde empezar?
En primer lugar hay que pensar en aquello que se quiere modificar. Quizás su objetivo
sea incrementar los beneficios de su negocio; quizás sea engatusar a su hijo para que
trabaje más en la escuela. Quizás quiera ayudar a la ONG March of Dimes a recaudar más
dinero en su caminata solidaria, o encontrar formas de reducir su gasto energético. Es
crucial saber exactamente qué se quiere cambiar y cómo podemos medirlo. Por ejemplo,
las notas de los exámenes pueden ser medidas, como los vatios de energía y la
productividad.
El siguiente paso es idear una serie de formas de cambiar lo que estamos midiendo. En
general, partimos de la premisa de que los incentivos importan. Los incentivos
económicos simples son fantásticos pero los no económicos pueden, en ocasiones,
producir mayores resultados. Por ejemplo, si su hijo de nueve años está obsesionado con
jugar a los videojuegos, quizás pueda usar eso en su propio beneficio. Ofrecerle tiempo
extra para jugar si sus notas son mejores puede ser un buen aliciente para alguien tan
joven. (Este enfoque no funcionará para todos los niños. Nuestros estudios sugieren que
cuando crecen, los incentivos no económicos pierden fuerza. Utilice sus propios
experimentos para determinar qué es lo que mejor se adapta a su situación específica.)
A veces, eliminar los incentivos negativos puede marcar una gran diferencia. Por
ejemplo, si en su edificio de apartamentos hay un solo contador eléctrico y la factura se
divide a partes iguales, entran en juego los incentivos negativos. Como dijimos en el
capítulo 1, dividir las facturas de ese modo puede hacer que la gente consuma más de lo
que haría en otro caso. Reemplazar ese incentivo con algo más sensible (como contadores
individuales) puede ser muy útil para reducir gastos innecesarios y, por supuesto, el mal
ambiente.
Una vez tenemos un plan en mente, todo lo que hay que hacer es lanzar una moneda al
aire o aplicar un poco de aleatoriedad. Querrá comparar los resultados entre un grupo de
«control» y la situación «experimental». Por ejemplo, si cree que existen dos estrategias
para negociar un precio más bajo con varios concesionarios automovilísticos, lance una
moneda al aire antes de ir a ver a cada uno de ellos para decidir qué estrategia usará en
cada caso. Si sale «cara» usted hace la primera oferta al concesionario. Si sale «cruz» es el
concesionario el que hace la primera oferta. ¿En qué ocasión consigue el mejor trato? Si
quiere profundizar, visite a un tercer concesionario y haga usted la primera oferta. O
pruebe lo siguiente: anuncie a algunos de ellos que tiene intención de «visitar a cinco
concesionarios hoy». En cambio, deje que otros sepan que «son los únicos a los que
visitaré». Después, observe lo que ocurre.
Pongamos otro caso. Supongamos que está usted comprando antigüedades y visita
unos cuantos establecimientos donde los precios pueden negociarse. En el primero de los
casos, haga saber a los vendedores que no tiene tiempo para regatear, y que necesita su
mejor precio para esa bonita cómoda de 1790, por ejemplo. En otro establecimiento, deje
que el proceso de regateo se desarrolle de la manera habitual. ¿En qué caso obtendrá el
mejor precio?
O digamos, por ejemplo, que quiere incrementar los donativos que recibe la
organización sin ánimo de lucro con la que colabora como voluntario ayudando en una
campaña de marketing directo. Pruebe a enviar a la mitad de los donantes potenciales de
su lista de correo, aleatoriamente, una nota sobre un donativo complementario.2 En todos
los casos la aleatoriedad es la clave; el objetivo del juego es probar hipótesis competitivas
que puedan tener influencia en el resultado final del experimento.
Una de las cosas más fantásticas que hay en llevar a cabo experimentos económicos es
que no se necesita un doctorado para ponerse en la piel de alguien que está participando
en el estudio. Imagine que está de viaje de negocios y deja en la puerta de la habitación del
hotel la indicación para que se limpie cuando se marcha por la mañana. El primer día no
deja propina alguna y cuando regresa hace una revisión para valorar la limpieza. El
segundo día deja unos dólares y luego compara la limpieza con la del día anterior. El
tercer día aumenta la propina, y así día tras día. Quizás encuentre unos caramelos extras
encima de la almohada el tercer día. Ese experimento puede ayudarle a decidir qué
propina dejar en futuros viajes.
También puede tratar de llevar adelante el siguiente experimento cuando actúa como
anfitrión en una cena. En lugar de servir el vino de la botella, pruebe a servir vinos de
distintos precios con decantadores y luego pida a los invitados que elijan el vino que creen
que es el mejor. Este experimento constituye una buena forma de descubrir qué vinos
servir en la siguiente cena. Y quizás averigüe que los vinos más baratos son los que usted y
sus invitados prefieren.
Como puede ver, creemos que las herramientas económicas pueden ser muy útiles
para resolver problemas importantes de forma práctica. Cuando los investigadores,
utilizando los métodos descritos en este libro, salen de detrás de sus teclados y pisan la
calle, descubren cosas que modifican la idea previa que tenían de sus teorías y sus
hipótesis.
En lugar de trabajar con una ciencia funesta, los economistas pueden descubrir que
están trabajando con una que resulta apasionante —una ciencia que se mueve por
intereses personales profundos, que tiene que ver con las emociones humanas y que es
capaz de producir resultados que cambien el mundo para mejor—. Pero la oportunidad
para cambiar va mucho más allá de las ciencias económicas. Creemos que existen
enormes oportunidades para los investigadores en el campo de la sociología, la
antropología, la empresa, la educación y muchos otros que pueden utilizar las
herramientas de los experimentos de las ciencias económicas para modificar de forma
sustancial las vidas de millones de personas en todo el mundo.
Una y otra vez a lo largo de este libro, hemos sugerido que las razones por las que
nosotros, como sociedad, no hemos progresado lo suficiente en la batalla contra los
grandes y pertinaces problemas en la educación, la discriminación, la pobreza, la salud, la
igualdad de género y el medio ambiente, entre otros, es que no hemos hecho esfuerzos
verdaderos y coordinados para dejar atrás las suposiciones previas. Hemos fracasado en la
búsqueda y descubrimiento de aquello que funciona y las razones por las que lo hace.
Seguimos perdiendo la oportunidad de utilizar las herramientas de la investigación
científica para entender los problemas más acuciantes. Sin entender que la vida es
realmente un laboratorio, y que todos debemos aprender de nuestros hallazgos, no
podemos esperar progresar en algunas áreas críticas.
Sin embargo, parafraseando a John Lennon, nos gustaría que usted imaginara que
existe una alternativa. Imagine lo que ocurriría si miles de investigadores en todo el
mundo aplicaran los mismos métodos científicos que hemos descrito en las páginas
precedentes a problemas importantes. Imagine cientos de experimentos enlazados
desarrollándose en todo el mundo, todos dedicados a derribar los obstáculos y buscar la
esencia de los grandes problemas a los que nos enfrentamos. Imagine lo que podría
suceder si, una vez recogida la enorme cantidad de datos generados, pudiéramos probar, y
probar, y volver a probar hasta descubrir lo que funciona y lo que no lo hace. E imagine
qué podría suceder si, armados con este conocimiento, los gobiernos de todo el mundo
pudieran hacer cambios políticos de gran profundidad basados en la sólida evidencia
empírica aportada por estas pruebas.
Así que, aquí lo tiene. Ya entiende la idea. ¡Experimente! Salga ahí fuera —la bata
blanca y el juego de bolígrafos y portaminas no son necesarios— y descubra lo que sucede
realmente. Y luego, háganos saber lo que descubre o la forma en que ha empezado a
pensar de manera distinta.

1 Este pasaje proviene de Steven D. Levitt y John A. List, «What Do Laboratory Experiments Measuring Social
Preferences Reveal About the Real World», Journal of Economic Perspectives 21, n.º 2 (2007): 153-174. Para leer uno
de los primeros documentos de un pionero en el campo de las ciencias económicas experimentales ver Vernon L.
Smith, «Microeconomic Systems as an Experimental Science», American Economic Review 72, n.º 5 (1982): 923-955.

2 Por razones obvias le animamos a no decepcionar a sus clientes. En este caso, no anuncie una donación
complementaria si no existe.
Agradecimientos

Llevar a cabo investigaciones de campo requiere de muchas horas, la mayoría pasadas


lejos de casa. El contenido de este libro ha sido construido a lo largo de muchos años y en
muchas partes distintas del mundo. Este libro hubiera sido imposible sin el apoyo y el
ánimo de nuestras esposas, Ayelet y Jennifer. Las palabras jamás podrán expresar nuestra
gratitud hacia ellas.
También hemos tenido que proponer nuevas teorías, dar sentido a los datos, y escribir
largos informes académicos. Nos gustaría agradecer a nuestros hijos que nos dejaran
trabajar esas largas horas con nuestros ordenadores.
Ha hecho falta una ciudad entera para que este libro fuera editado. Aunque son
demasiados para mencionarlos a todos, sí queremos dar las gracias a los numerosos
coautores, asistentes, investigadores y colegas que nos han permitido perseguir nuestros
sueños. Sin su ayuda, nada de todo lo que hemos hecho hubiera sido posible. Por
apoyarnos en el punto de partida a nivel académico queremos dar las gracias a nuestros
consejeros Eric van Damme y Shelby Gerking.
Bronwyn Fryer desempeñó un papel clave en la escritura del manuscrito e insuflando
vida a nuestra investigación. Aprendimos día a día de su excelencia en la escritura
mientras convertía nuestro redactado «académico» en algo que pudiera leerse. Nuestro
agente, James Levine, de la agencia literaria Levine Greenberg, nos dio apoyo profesional y
una excelente guía que nos ayudó a navegar por las diferentes aguas que este libro ha
recorrido hasta su publicación. Nuestro esfuerzo hubiera resultado estéril sin el trabajo de
Bronwyn y Jim.
Nuestro editor, John Mahaney, nos dio consejo profesional y asistencia para pulir este
manuscrito, compartiendo con nosotros algunas grandes ideas que han matizado nuestros
pensamientos. Nuestro diseñador gráfico se encargó de la cubierta, que transmite
perfectamente nuestro mensaje. Damos gracias a nuestro editor, PublicAffairs, que creyó
en nosotros lo suficiente para permitirnos escribir este libro de modo que transmita el
mensaje principal, y por darnos la flexibilidad que necesitábamos.
Finalmente, algunas personas aportaron ideas que nos ayudaron a dar forma a este
manuscrito. Entre ellas, Jennifer List, Ayelet Gneezy, Augie List, Alec Brandon, Molly
Wright Buck, Joseph Buck, Winnie Pitcock, David «Lenny» Haas, Michael Price, Anya
Samak, Edie Dobrez, Katie Baca-Motes, Sally Sadoff, Jeff Livingston, Steven Levitt,
Stephen Dubner, Dave Novgorodsky, David Herberich, Annika List, Sandi Einerson, Jeff
Einerson, Ron Huberman, Scott Cook, Freddie Chaney, Michael Goldberg, Pete Williams,
Joe Gonzalez, Ryan «Mamba» Pitcok, Eric Faolo, Pete Bartolomei, John Friel, Michael
McCallister, Brian Mullaney, Min Lee, Katie Spring y nuestros amigos y asociados en
Intuit y Humana. Gracias a todos por vuestra ayuda y apoyo a lo largo del camino.




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Índice
Portadilla 2
Créditos 3
Dedicatoria 5
Contenido 6
Prólogo de Steven D. Levitt 7
Introducción 10
1. ¿Cómo hacer que la gente haga lo que uno quiere que haga 24
2. ¿Qué pueden enseñarnos los portales de anuncios clasificados, los
36
laberintos, una pelota...
3. ¿Qué puede enseñarnos una sociedad matrilineal sobre las
51
mujeres y la competencia?
4. ¿Cómo pueden ayudarnos los medallistas de plata tristes y los
felices medallistas de bronce a reducir las diferencias en el 64
rendimiento?
5. ¿Cómo pueden los chicos pobres alcanzar a los ricos en cuestión
87
de meses?
6. ¿Cuáles son las palabras que pueden acabar con la discriminación
100
actual?
7. Cuidado con lo que escoges. Puede ser usado en tu contra 125
8. ¿Cómo podemos protegernos de nosotros mismos? 138
9. ¿Qué hace que la gente haga obras de caridad? 159
10. ¿Qué nos enseñan las fisuras palatales y las casillas de
autoexclusión sobre las razones por las que las personas hacen 180
donativos para obras benéficas?
11. ¿Por qué los directivos de empresa son hoy una especie en
196
peligro?
Epílogo 219
Agradecimientos 223
Visítenos en la web 225
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