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Lo que importa
es el porqué
Los motivos económicos
ocultos de nuestras acciones
EMPRESA ACTIVA
Argentina – Chile – Colombia – España
E
stados Unidos – México – Perú – Uruguay – Venezuela
Título original: The Why Axis –Hidden Motives and the Undiscovered Economics of Everyday Life
1.ª edición Junio 2014
www.empresaactiva.com
www.edicionesurano.com
Depósito Legal: B 11255-2014
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ejemplares mediante alquiler o préstamo público.
Para nuestros experimentos de campo más importantes, nuestros increíbles hijos:
Annika, Eli, Noah, Greta y Mason
Noam, Netta y Ron
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo de Steven D. Levitt
Introducción
1. ¿Cómo hacer que la gente haga lo que uno quiere que haga
2. ¿Qué pueden enseñarnos los portales de anuncios clasificados, los laberintos, una
pelota...
3. ¿Qué puede enseñarnos una sociedad matrilineal sobre las mujeres y la
competencia?
4. ¿Cómo pueden ayudarnos los medallistas de plata tristes y los felices medallistas de
bronce a reducir las diferencias en el rendimiento?
5. ¿Cómo pueden los chicos pobres alcanzar a los ricos en cuestión de meses?
6. ¿Cuáles son las palabras que pueden acabar con la discriminación actual?
7. Cuidado con lo que escoges. Puede ser usado en tu contra
8. ¿Cómo podemos protegernos de nosotros mismos?
9. ¿Qué hace que la gente haga obras de caridad?
10. ¿Qué nos enseñan las fisuras palatales y las casillas de autoexclusión sobre las
razones por las que las personas hacen donativos para obras benéficas?
11. ¿Por qué los directivos de empresa son hoy una especie en peligro?
Epílogo
Agradecimientos
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Prólogo
A veces las cosas que deberían resultar absolutamente evidentes son las más difíciles de
ver.
Ese fue, al menos, mi caso cuando era un joven economista a finales de la década de los
90. Fue un momento emocionante para la economía. Tuve la gran suerte de estar en ese
momento en Harvard y el MIT, dos instituciones reverenciadas que estaban en el
epicentro de las nuevas tendencias en la economía.
Históricamente, las ciencias económicas habían sido una disciplina dominada por la
teoría. Los grandes avances habían provenido en su mayoría de personas extremadamente
inteligentes que escribían modelos matemáticos complejos que, a su vez, generaban
teoremas abstractos sobre el modo en que funcionaba el mundo. En la década de los 80 y
en la de los 90, sin embargo, la explosión en la potencia de los ordenadores y las grandes
bases de datos transformaron la profesión de economista. La investigación empírica —el
análisis de los datos reales— se convirtió en el enfoque que muchos economistas
utilizaban de forma creciente. Parecía algo respetable para un joven economista como yo,
dedicar mi tiempo a trabajar con datos, buscando cosas interesantes una vez quedó claro
que no era suficientemente inteligente para elaborar modelos teóricos maravillosos.
En aquel entonces (como hoy) el gran reto estaba en averiguar si la relación entre dos
variables era realmente causal o si, por el contrario, era mera correlación. ¿Por qué era eso
importante? Si una relación era causal, es posible modificarla a través de medidas
políticas. La relación causal permitía aprender algo importante sobre la forma en que
funcionaba el mundo.
La causalidad, sin embargo, es algo difícil de probar. La mejor manera de probarla es a
partir de experimentos aleatorios. Esa es la razón, por ejemplo, por la que la Food and
Drug Administration (Administración de Alimentos y Fármacos) obliga a realizar este
tipo de experimentos aleatorios, antes de autorizar un nuevo medicamento. El problema
radicaba en que el tipo de experimentos utilizados para probar un medicamento no era
tan fácilmente aplicable a las preguntas para las que los economistas como yo buscaban
respuestas. En consecuencia, gastábamos nuestra energía tratando de encontrar
«experimentos accidentales», esas cosas peculiares que suceden por casualidad en el
mundo real y que se asemejan vagamente a experimentos aleatorios. Por ejemplo, cuando
un huracán devasta una ciudad y deja otra indemne, uno puede pensar que eso depende
de factores completamente aleatorios. O, por ejemplo, en lo que se refiere a la legalización
del aborto, con la resolución de la Corte Suprema en el caso de Roe contra Wade en 1973,
la probabilidad de que se produjera un aborto voluntario cambió radicalmente en algunos
estados pero no en otros. Una comparación de las consecuencias en la vida de los nacidos
en ese momento en distintos estados nos aporta información sobre el impacto que
determinada legislación tiene, y quizás también sobre cuestiones más profundas, como si
el hecho de haber nacido sin ser deseado afecta a la vida de las personas.
Así que ese era el modo en que yo, y muchos otros economistas, pasábamos los días:
buscando experimentos accidentales.
Para mí todo cambió el día que conocí a un economista, algunos años más joven que
yo. Tenía un pedigrí muy distinto del mío. No venía de Harvard o del MIT, sino que se
había licenciado por la Universidad de Wisconsin-Stevens Point y había obtenido su
doctorado por la Universidad de Wyoming. La Universidad Central de Florida, una
institución sin mucho prestigio, le había dado su primer trabajo como profesor.
Su nombre era John List. A diferencia de lo que hacían otros economistas de renombre
y yo mismo, él era pionero en algo que, en retrospectiva, resulta absolutamente lógico y
obvio: llevaba a cabo experimentos económicos aleatorios en el mundo real. Pero por
alguna razón, casi nadie más lo hacía. De algún modo, a causa de las costumbres de la
profesión y lo que otros economistas antes que nosotros habían hecho, nunca se nos
ocurrió pensar que podíamos desarrollar experimentos aleatorios con personas reales, en
condiciones económicas reales, sin que esas personas supieran en ningún momento que
eran parte de dicho experimento. Y fue el hijo de un conductor de camión el que nos
mostró el camino.
Reflexionemos sobre los prejuicios, por ejemplo. Si una persona actúa de forma
sesgada con otra, por ejemplo, todos asumimos que es racista, sexista, homófobo o lo que
sea. Pero nadie nunca ha desmenuzado los motivos subyacentes de aquellos
comportamientos que, aparentemente, parecen basarse en la antipatía, la aversión o el
odio sin límites hacia otras personas, del modo en que lo han hecho John List y Uri
Gneezy. Sus experimentos, que se describen en los capítulos 6 y 7, han mostrado que las
razones ocultas tras la discriminación no se basan siempre en el odio, sino que a veces
simplemente se trata de ganar más dinero.
Para mí, la prueba del auténtico genio es la habilidad para ver cosas que son totalmente
evidentes pero que nadie más ve. Y si esa es la prueba, John List y Uri Gneezy son
auténticos genios. Son verdaderos pioneros de una de las mayores innovaciones en las
ciencias económicas en los últimos cincuenta años. Este libro cuenta la historia sobre
cómo el enfoque experimental, en manos de investigadores extremadamente serios y
creativos, puede aportar luz a cualquier problema existente bajo el sol. El único límite está
en la imaginación de la persona que diseña el experimento.
Los experimentos de campo aleatorios (nombre con el que se conoce el enfoque de
John y Uri) no son únicamente una herramienta poderosa, sino que pueden ser muy
divertidos, como pronto descubrirá el lector. Espero que disfruten leyendo este libro tanto
como yo lo he hecho.
STEVEN LEVITT
Introducción
La señal de tráfico en la carretera que lleva a la ciudad de Shilong, en las montañas Khasi
al noreste de la India contiene un mensaje desconcertante: «Distribución equitativa de los
derechos de propiedad autoadquiridos». Le preguntamos a Minott, nuestro conductor,
qué significaba eso.
Minott había venido a buscarnos al aeropuerto de Guwahati tras un largo vuelo desde
Estados Unidos. Fue un guía fantástico y locuaz mientras viajábamos por carreteras
imposibles, cruzando bonitos y tranquilos pueblos, entre colinas con aroma de jengibre,
rodeados de arrozales y campos de piñas. Bajo, delgado y sonriente, con veintiocho años
llenos de deseos de agradar, Minott hablaba siete dialectos y un inglés razonablemente
bueno, y nos conquistó inmediatamente.
«No trabajo en los campos de arroz como la mayoría de los hombres de mi pueblo»,
nos contó con orgullo. «Trabajo como traductor. Y como conductor. Y en una gasolinera
que tiene mi hermana en su casa. Y comercio en el mercado. ¡Ya ven! ¡Trabajo muy
duro!»
Asentimos como muestra de acuerdo. Realmente parecía un emprendedor por
naturaleza. Sin duda, en Estados Unidos Minott habría tenido una franquicia de éxito, o
quizás, con la suerte de una buena educación, una empresa emergente de software al estilo
de Silicon Valley.
Pero la vida de Minott tenía limitaciones. «No puedo casarme», suspiraba. Cuando le
preguntamos por qué, nos explicó que como hombre khasi, tendría que vivir con la
familia de su hermana o con la de su mujer y él no quería hacer eso. Quería tener una casa
propia, pero eso era imposible en su sociedad. La propiedad privada no estaba permitida.
Muchas de las cosas que quería hacer requerían del permiso de su hermana, ya que en la
sociedad matrilineal de los khasi son las mujeres las que gestionan los recursos
económicos. Incluso los hombres más aptos y emprendedores, como Minott, son
relegados a ciudadanos de segunda clase. La señal de la carretera, según nos contó Minott,
era parte de un nuevo movimiento con el que los hombres khasi canalizaban su
resentimiento por ser tratados como «animales de cría y niñeras».1
Estábamos en un universo paralelo, uno que creíamos que podía ayudarnos a
responder a una de las cuestiones económicas más espinosas de la sociedad occidental:
¿por qué las mujeres triunfan económicamente en menor medida que los hombres?
Si uno es como la mayoría, tiene una opinión sobre por qué existen esas desigualdades
de género y sobre otros problemas como la discriminación, la brecha educacional entre
estudiantes ricos y pobres y la miseria. Pero ¿cómo averiguamos realmente por qué? ¿A
través de anécdotas? ¿Por intuición? ¿Con la introspección?
Como se verá, este libro trata de ir más allá de las anécdotas y las leyendas urbanas. En
estas páginas, usted será nuestro compañero de exploración, y descubrirá por qué la gente
normal actúa de la forma en que lo hace. Para llegar a las motivaciones interiores reales
del ser humano, llevamos a cabo experimentos «de campo», donde podemos observar
actuar a las personas en sus entornos naturales sin que estas se den cuenta de que están
siendo observadas. Luego desmenuzamos los resultados para llegar a conclusiones que
cambiarán la forma que tenemos de ver a la humanidad y a nosotros mismos. Nuestro
enfoque único permite entresacar nuevas lecciones de la observación de la vida diaria,
ayudándonos a comprender los estímulos que motivan a las personas, ya sean el dinero,
reconocimiento social o alguna otra cosa.
¿Cómo descubrimos cuáles son las motivaciones subyacentes y los incentivos correctos?
¿Cómo llegamos al verdadero núcleo de la motivación humana? En los últimos veinte
años hemos salido de nuestros despachos para intentar entender qué motiva a las
personas a hacer lo que hacen en sus entornos naturales. Nuestras razones para hacerlo
son simples: si ponemos a una persona llena de prejuicios en un laboratorio donde se
siente observado, no actuará como un fanático, dirá aquello que el científico quiere oír, o
actuará como la sociedad espera que lo haga porque estará motivado para hacer lo que
supone que el investigador desea. Pero si observamos su comportamiento en el bar de su
barrio, cuando entra alguien «distinto» (o le damos la oportunidad de conversar con
alguien que se parece y habla como el grosero cómico Borat), seremos testigos de la
discriminación.
Por esta razón, nuestra investigación nos ha llevado en un viaje desde los pies del
Kilimanjaro a las bodegas californianas, desde el bochorno del norte de la India al frío de
las calles de Chicago, desde los patios de las escuelas de Israel a las salas de juntas de
algunas de las mayores corporaciones mundiales. Aventurándonos en el mundo real
hemos conseguido una comprensión única sobre lo que en realidad ocurre con la gente.
Observando la manera en que las personas actúan en el día a día, entenderemos mejor
sus motivaciones. Uno de nuestros descubrimientos clave es que el propio interés está en
la base de la motivación humana; no necesariamente como sinónimo de egoísmo, sino de
interés por uno mismo. Pueden parecer la misma cosa pero, de hecho, son notablemente
distintos. Esta es una idea clave porque una vez establecido lo que las personas valoran
realmente —dinero, altruismo, relaciones, reconocimiento o lo que sea— podemos
descubrir de forma más precisa los desencadenantes o mecanismos necesarios para
inducirlos a tener mejores notas en la escuela, mantenerse alejados de los problemas con
la ley, rendir más en el trabajo, hacer más obras de caridad, discriminar menos a otros, etc.
¿Cómo desarrollamos este enfoque? En la década de los 80, como vendedores y
coleccionistas de cromos deportivos, John probaba con distintas tácticas de negociación y
políticas de precios para ver cuál funcionaba mejor. Y más tarde, como universitario que
seguía con la intermediación mientras estudiaba económicas en la Universidad de
Wisconsin-Stevens Point, se preguntó muchas veces si se podía aprender algo importante
sobre economía utilizando experimentos de campo. ¿Podían probarse las leyes de la
economía en el mundo real utilizando experimentos de campo? A miles de kilómetros,
Uri se preguntaba cómo incentivar a los voluntarios que recogían donativos con fines
benéficos. Mientras estaba en ello, descubrió que cuando se motivaba a los voluntarios, el
modelo tradicional de pago de incentivos ligados al rendimiento podía llegar a ser peor
que no pagar absolutamente nada a la gente.
En el pasado, los economistas han sido escépticos sobre el desarrollo de experimentos
de campo controlados. Para que un experimento sea válido todo debe permanecer
constante, a excepción del objeto que está siendo investigado. Así es como los
investigadores prueban sus teorías: si quieren determinar si la Coca-Cola Light provoca
cáncer en ratones mantienen el entorno «sin cambios» y varían únicamente la cantidad de
Coca-Cola Light consumida. El mismo aire, la misma luz, el mismo tipo de ratón.
Durante años, los economistas creyeron que no podían efectuarse pruebas de ese tipo en
el «mundo real» porque era difícil controlar el resto de los factores relevantes.
Sin embargo, el entorno económico no es una probeta de laboratorio. Existen miles de
millones de personas y miles de empresas. Contrariamente a lo que dice la sabiduría
económica demostraremos que si uno trabaja en un entorno «contaminado» —es decir si
está observando cómo suceden las cosas en el loco y descontrolado mundo real— los
experimentos de campo aleatorios generan respuestas reales. De hecho, los experimentos
de campo se han convertido en una de las innovaciones empíricas más importantes en
décadas. Nuestra metodología nos permite no solo medir lo que está ocurriendo sino
averiguar por qué sucede. Daremos ejemplos sobre la forma en que nuestra metodología
puede resolver muchos de los problemas económicos más desconcertantes, incluidos los
siguientes:
• ¿Por qué, en las sociedades modernas, las mujeres siguen ganando menos que los hombres por el
mismo trabajo, y ocupan puestos de alta dirección con menos frecuencia?
• ¿Por qué algunas personas pagan más por determinados productos y servicios que otras?
• ¿Por qué la gente discrimina a otra gente y cómo podemos hacer que eso deje de ocurrir, y evitar
hacerlo nosotros mismos?
• A pesar del hecho de que Estados Unidos gastan mucho más en educación pública que la mayoría
de los países desarrollados, en algunos lugares la tasa de abandono en la educación secundaria es
superior al 50 por ciento. ¿Sirven para algo los carísimos programas de moda que se aplican?
¿Cómo podemos cerrar la brecha educativa entre los estudiantes ricos y los pobres a un coste
asumible?
• ¿Cómo pueden innovar las empresas de forma original, mejorar su productividad y crear más
valor, oportunidades y trabajo en un mundo cada vez más global y competitivo?
• ¿Cómo pueden las organizaciones sin ánimo de lucro convencer a más gente para que aporte algo
a la sociedad y cómo puede conseguirse que los donativos para la campaña benéfica preferida por
cada uno sean más efectivos?
Uno puede pensar que esas cuestiones tienen poco o nada en común. Pero desde
nuestro punto de vista, todas ellas pueden ser consideradas desde una perspectiva
económica. Y todas ellas son susceptibles de tener una solución económica simple. Los
experimentos de campo pueden hacer emerger esas soluciones. Se trata de comprender
cuáles son los incentivos adecuados y averiguar qué hace que la gente haga lo que hace.
También nos estimulan nuestros propios intereses y pasiones.3 Por ejemplo, pensemos de
qué manera empezamos a interesarnos por la pregunta: ¿por qué la gente discrimina a otra
gente? No fue únicamente porque la discriminación hace daño a la sociedad en general, o
porque se trata de un asunto turbio que ha preocupado a los investigadores durante años.
Escogimos estudiar este tema porque nosotros y aquellos a los que amamos lo hemos
sufrido.
Uri nunca olvidará las historias de terror que su padre, Jacob, un superviviente del
Holocausto, le contó sobre lo que ocurrió en su barrio. Cuando los nazis tomaron
Hungría y el Holocausto alcanzó Budapest en 1944, a Jacob se le prohibió trabajar. Su
madre, Magda, logró llevar a la familia a una de las tres casas seguras del diplomático
sueco Raoul Wallenberg, fuera del gueto judío. Pero las casas resultaron no ser tan
seguras, después de todo.
Una noche, miembros del partido pronazi Cruz Flechada sacaron a sus vecinos judíos
de sus casas, los llevaron al Danubio y mataron a todos los hombres, mujeres y niños. La
noche siguiente, lo mismo ocurrió con la gente que se refugiaba en el segundo edificio.
Una noche más tarde, el padre de Uri y su familia temían el mismo destino. Pero en vez de
ello, los simpatizantes nazis los llevaron a punta de pistola hasta el gueto, donde Magda
logró salvar a la familia de la inanición luchando por la carne, claramente no kosher, de
los caballos muertos. Escaparon a la muerte por pura suerte. Muchos años más tarde, no
muy lejos del lugar en que se produjeron esas detenciones, Uri daba una conferencia en la
Universidad de Budapest, la misma institución de la que su abuelo fue expulsado
sumariamente a causa de su religión. Uri no pudo evitar estremecerse, de pie, en el
estrado.
Cuando pensamos en la discriminación, ese es el tipo de prejuicio virulento que nos
viene a la mente. Sin embargo, John se enfrentó a un tipo de discriminación
completamente distinto cuando entró en el mercado de trabajo recién doctorado en 1995.
A pesar de que presentó su solicitud a más de ciento cincuenta puestos académicos, solo
tuvo una entrevista. Más tarde se enteró de que otros candidatos muy similares a él habían
obtenido treinta entrevistas habiendo hecho solo cuarenta solicitudes. La gran diferencia
entre John y los otros candidatos era que John se había doctorado por la Universidad de
Wyoming, mientras que el resto había obtenido su título en escuelas «con nombre» como
Harvard, Princeton y la Universidad de Chicago. Los seleccionadores estaban usando esa
información para cribar a sus candidatos. De hecho discriminaban entre los que «venían
de» y los que «no venían de» para ahorrar tiempo en entrevistas.
Es probable que el lector haya experimentado ese tipo de discriminación, quizás sin ni
siquiera saberlo. Y como la mayoría de la gente, tal vez piense que el ser humano es
injusto en su trato con otros seres humanos, simplemente porque estamos programados
así. Resulta fácil comprender por qué pensamos siempre lo peor del otro. A nuestro
alrededor, día tras día, se oyen acusaciones de racismo. Los partidarios del presidente
Obama acusan a sus detractores de racismo y viceversa; los blogueros, medios de
comunicación, políticos y otros funcionarios públicos llegan habitualmente a
conclusiones sobre las motivaciones de la gente antes de que estas se muestren.
¿Qué tiene eso que ver con la economía? La respuesta es la siguiente: más que aceptar
que los humanos están configurados para ser racistas o intolerantes, queríamos saber más
sobre las motivaciones subyacentes que explican por qué las personas realmente
discriminan. Resulta evidente que la discriminación tiene importantes efectos a largo
plazo en la vida de las personas y queríamos entender cómo funciona dicha
discriminación en la realidad en la que los individuos se encuentran a diario. ¿Qué la
provoca? ¿Se origina únicamente en un profundo prejuicio o tiene alguna otra
explicación?
Utilizando diversos experimentos de campo en la vida real, hemos comprendido que la
discriminación que John sufrió es hoy mucho más habitual que la que padeció la familia
de Uri. El odio descarado y la pura animosidad son menos habituales de lo que creemos.
En consecuencia, si se quiere acabar con la discriminación, no se puede trabajar
únicamente en la vertiente fea y racista de las cosas, que pueden no ser la causa. En
cambio, hay que identificar el incentivo económico que provoca la discriminación y a
continuación observarlo a través del microscopio. Resulta que la mayoría de los casos de
discriminación en el mundo actual son provocados por personas o empresas que intentan
incrementar sus beneficios.
Eso no significa que el odio absoluto haya desaparecido. Las personas a menudo
discriminan de forma intolerante cuando perciben que los otros tienen algo que ver con el
asunto. Como Archie Bunker, el protagonista racista de la vieja comedia televisiva Todo
en familia, que pregunta a Sammy Davis Jr. en un famoso episodio: «De acuerdo, eres de
color. Sé que no tuviste posibilidad de elegir. Pero ¿por qué eres judío?»4
Comprender este aspecto es importante no solo para la sociedad sino para nosotros
como individuos. Además, los legisladores no pueden luchar por algo que no
comprenden. Si uno redacta leyes, comprender cómo evitar sufrir discriminación tiene un
valor incalculable.
Otro tema que nos preocupaba de forma importante era la diferencia entre géneros en el
mercado laboral. Las mujeres siguen ganando menos que los hombres con las mismas
capacidades y su presencia en las salas de juntas y en el nivel directivo máximo de las
grandes empresas es todavía demasiado escaso.
Nosotros dos tenemos cuatro hijas inteligentes (y cuatro maravillosos hijos). Como le
ocurre a cualquiera, queremos que nuestros hijos tengan un trato justo mientras crecen,
van a la universidad y compiten por un puesto de trabajo. Pero desde que eran pequeños,
nos dimos cuenta de que nuestras hijas no siempre recibían esa justicia en el trato. ¿Por
qué el profesor de una de nuestras hijas parecía estar diciéndole que no era tan buena en
matemáticas como los chicos, a pesar de que tenía facilidad para esa materia? ¿Por qué los
entrenadores de deporte regañaban a los chicos de su clase con la frase: «deja de jugar al
fútbol como una niña»? Y ¿por qué las hijas de Uri —una muy competitiva y la otra no
tanto— son tan distintas entre sí?
Ambos nos preguntábamos si nuestras hijas podrían competir por una plaza en alguna
universidad prestigiosa o por un buen trabajo, o si, por el contrario, se desanimarían y
serían marginadas por el camino. Después de combinar nuestras observaciones de sus
primeros días en la escuela con la realidad sobre la enorme diferencia entre la capacidad
de hombres y mujeres para lograr un buen salario, llegar a triunfar a nivel corporativo o
disponer de una posición pública relevante, nos preguntamos si las diferencias en el nivel
de competencia podían ayudar a explicar las diferencias entre géneros. Nos hicimos una
pregunta simple: ¿son las mujeres distintas de los hombres en términos de competitividad?
Encontramos diferencias importantes, y nos planteamos la vieja cuestión: ¿se produce esa
diferencia a nivel de competitividad por causas genéticas o aprendidas?
Para hallar las respuestas, tomamos aviones, helicópteros, trenes y automóviles y nos
desplazamos a los rincones más lejanos del planeta para investigar la competitividad
vinculada al género en las sociedades más y menos patriarcales de la Tierra (así fue como
conocimos a Minott). Los resultados de nuestra investigación apuntan con claridad a que
las causas están en el aprendizaje. En un entorno adecuado —uno en el que las mujeres
son aceptadas socialmente como personas poderosas— estas se vuelven tan competitivas
como los hombres y, en ocasiones, incluso más. Esto tiene implicaciones importantes para
nuestras hijas y para las de todos, y para los legisladores que quieren reducir las
diferencias de género en los mercados laborales. Si se fijan los incentivos adecuados, las
diferencias de género pueden reducirse de manera drástica.
Otra de las preguntas que nos hicimos fue: ¿cómo hacer que la gente dé más dinero para
obras de caridad? Además del deseo de ser buenos ciudadanos, cada uno de nosotros tenía
sus propias razones para interesarse por ello.
En el caso de John, había estado interesado en la economía de la beneficencia desde los
tiempos en que era un profesor novato en la Universidad Central de Florida, donde
descubrió que una parte importante de nuestra economía —el sector de la beneficencia—
estaba muy influenciada por anécdotas y normas obsoletas vacías de cualquier contenido
que permitiera una validación científica. Conoció a Brian Mullaney, fundador y CEO de
Smile Train and WonderWork.org, cuyas campañas de anuncios en revistas y de
marketing directo llaman a realizar donativos para corregir el problema de las fisuras
palatales (y a través de WonderWork.org, otras enfermedades) con una simple cirugía.
Un experimento de campo a gran escala que incluía a ochocientos mil receptores de
una campaña de marketing directo nos demostró algo sobre la beneficencia que nadie
podía haber adivinado: al permitir a la gente marcar una casilla que decía «no vuelvan a
ponerse en contacto conmigo nunca más», el nivel de donativos se incrementaba, en lugar
de disminuir. Muchos expertos en la recaudación de fondos pensaron que la idea era
absurda: ¿por qué extraña razón un proyecto de beneficencia daría a la gente la
posibilidad de dejar de contribuir? Y, sin embargo, funcionaba. Se consiguieron más
fondos incluyendo la casilla en cuestión que por el sistema habitual. Solo un 39 por ciento
de los receptores marcaron la casilla. Smile Train y WonderWork.org acabaron
ahorrando dinero en el franqueo porque solo volvían a enviar información a aquellos que
estaban interesados en seguir con los donativos en el futuro. Fue algo rentable para todo el
mundo.
Por su parte, Uri estaba fascinado por la idea de conseguir más donativos con fines
caritativos al mismo tiempo que experimentaba con un nuevo mecanismo de fijación de
precios para diversas compañías al que llamaba «pague-lo-que-quiera». Con este sistema
de precios de pague-lo-que-quiera, una empresa dice a sus clientes que pueden obtener los
productos que necesitan al precio que decidan (lo que incluye un precio cero). Logramos
convencer a Disney para que probara esta forma de fijación de precios nueva y poco
habitual en uno de sus grandes parques temáticos. Nos dimos cuenta de que cuando una
donación caritativa se combina con una forma de fijación de precios de pague-lo-que-
quiera, la gente aporta mucho; más, de hecho, de lo que hacen si se usan los modelos de
precio tradicionales.
Asimismo descubrimos que los seres humanos tienen razones más complicadas y, sí,
más complejas para hacer donaciones, que el simple altruismo. Cuando revisamos todo
tipo de técnicas —campañas puerta a puerta, solicitudes directas por correo electrónico,
donaciones compartidas, etc.— averiguamos lo que funciona mejor para utilizar los
incentivos adecuados para convencer a la gente para que sea generosa y contribuya. Como
se irá viendo, uno de los temas que se repiten a lo largo de este libro es este: una vez
descubrimos lo que las personas valoran —dinero, altruismo, relaciones, reconocimiento
social— podemos diseñar políticas útiles que influyan en su comportamiento y provoquen
un cambio.
Otro de los dilemas que nos atrapó fue: ¿cómo utilizar incentivos para mantener a los
chicos en las escuelas y reducir el uso de armas entre los jóvenes?
Esta pregunta es cualquier cosa menos abstracta. En algunas áreas de Chicago las
escuelas públicas tienen una tasa de abandono brutal, en algunos casos del 50 por ciento, y
en una de cada mil escuelas públicas un estudiante recibe un disparo. Cuando el alcalde de
Chicago Heights pidió ayuda a John, este le respondió como hubiera hecho cualquier
buen ciudadano y se llevo el kit de herramientas del economista al trabajo. Los
experimentos a gran escala que describimos en este libro —los primeros de su especie en
cualquier lugar del país— están demostrando ahora que algunos tipos de estímulo,
ofrecidos de la manera adecuada, pueden colaborar en gran medida a la mejora del
rendimiento académico. Y también pueden salvar vidas.
Al investigar el rendimiento académico, tuvimos que profundizar mucho en la
motivación. ¿Qué sucede en realidad cuando usamos el dinero como incentivo? ¿Cuándo
funcionan los incentivos y cuándo no lo hacen? Estas preguntas empezaron a
preocuparnos hace años, cuando nuestros hijos estaban en el jardín de infancia. El
responsable de preescolar, frustrado porque algunos padres no recogían a sus hijos a la
hora pactada, decidió poner una pequeña multa a aquellos que llegaban tarde. La multa
actuó en realidad a la inversa de lo esperado, porque le puso precio —y un precio muy
bajo— a la incomodidad que se producía para maestros y personal del centro. Tal vez los
padres se sentían mal por llegar tarde antes de esa acción pero una vez establecida la
multa, decidieron que era ridículamente absurdo llegar a la hora. ¿Para qué correr como
locos sorteando el tráfico para evitar pagar algunos dólares? Profundizamos en la
investigación y concluimos que si se quiere que alguien haga algo, hay que ser cuidadoso
con los detalles: el quién, el qué, el cuándo, el dónde, el porqué y el cómo se motiva. El
dinero funciona, siempre que se use en la proporción adecuada.
Llegados a este punto, quizás el lector ya haya descubierto que no somos como la mayoría
de los economistas. Partimos de ideas importantes que provienen de las teorías
económicas, pero no desarrollamos nuestro pensamiento en el interior de un invernadero
intelectual.
Por ejemplo, John, como hemos mencionado antes, hizo sus primeras incursiones en el
mundo de los negocios cuando era un hambriento estudiante universitario, que aprendía
a vender, comprar y negociar con cromos coleccionables. Recibió una lección inolvidable
sobre la competencia feroz y el capitalismo cuando cambió una valiosa colección de
cromos de su propiedad por una serie de falsificaciones sin valor alguno. Sin embargo, en
el proceso aprendió cómo negociar de forma más eficaz, e incluso cómo poner el precio
correcto a los productos que ofrecía. Para su sorpresa, más tarde pudo observar que
muchas empresas —incluso corporaciones internacionales— no tienen la más remota idea
de cómo poner precio a sus productos y servicios.
Uri adora el vino californiano. A menudo, cuando visitaba bodegas, se había
preguntado cómo ponían sus propietarios precio a los vinos; una tarea particularmente
difícil, ya que es complicado juzgar la calidad de manera objetiva. Cuando el dueño de una
bodega le pidió ayuda justamente para eso, Uri le dijo que no tenía la clave para saber qué
debía costar el vino pero que disponía de una herramienta que podía ayudar a averiguarlo
de forma precisa y económica. Hicimos un pequeño experimento de campo en la bodega,
y unas semanas más tarde fuimos capaces de fijar el mejor precio, que elevó los beneficios
de la compañía de modo considerable. Nuestros experimentos de campo en empresas han
mostrado cómo elevar tanto la productividad como los beneficios de forma que todo el
mundo salga ganando.
A menudo, la gente del mundo de la empresa cree que el experimento de campo es
muy caro, pero nosotros creemos que resulta prohibitivo asumir el coste de no realizarlo.
¿Cuántos productos han fracasado y cuántas veces un precio ha resultado un error por no
haber realizado la investigación y las pruebas necesarias? Pregunten por ejemplo al equipo
de Netflix, que cometió un inmenso error cuando cambiaron los precios, lo que perjudicó
no solo a la marca sino a su valor en bolsa.
Cada transacción es una oportunidad para aprender algo sobre los consumidores. Las
empresas que aprenden a realizar experimentos de campo, y lo hacen bien, serán líderes
en sus mercados. En el pasado, directivos con talento podían confiar en su intuición y en
el conocimiento heredado de sus antecesores. Pero el directivo de éxito en el futuro
generará sus propios datos vía experimentos de campo y utilizará esa información para
aumentar sus beneficios.
Así que ahí lo tienen. Cuando acaben de leer este libro, esperamos que tengan una idea
más clara sobre aquello que funciona y lo que no lo hace. También esperamos que vean la
economía como una ciencia apasionante y no como una «ciencia lúgubre», el nombre que
le dio el historiador victoriano Thomas Carlyle.5
Para nosotros, la economía es una disciplina completamente comprometida con todo
el espectro de emociones del ser humano, que dispone de un laboratorio tan grande como
el mundo entero, y con la capacidad de producir resultados que pueden cambiar toda la
sociedad para mejor. Creemos que descubrirán que nuestros experimentos de campo no
son solo esclarecedores sino divertidos y llenos de sorpresas. Esperamos que se dé cuenta
de que la economía no es aburrida o lúgubre en absoluto. Creemos que terminarán
descubriendo los motivos ocultos que llevan a las personas a comportarse como lo hacen y
cómo todos podemos obtener mejores resultados para nosotros mismos, nuestras
empresas, nuestros consumidores y la sociedad en general.
Finalmente, esperamos que lleguen a una nueva comprensión sobre la manera en que
los incentivos pueden utilizarse para abordar cuestiones y recoger ideas que son no solo
interesantes sino importantes y útiles.
Deseamos que disfruten del viaje.
1 Syed Z. Ahmed, «What Do Men Want?», New York Times, 15 de febrero de 1994, A21.
2 David Brooks, «What You’ll Do Next», New York Times, 15 de abril de 2013.
3 Cuando utilizamos el pronombre «nosotros» a lo largo de este libro, significa que uno de nosotros o ambos
estuvimos implicados en los experimentos que se describen, en general, como se menciona, con otros
investigadores. Asimismo, en determinados puntos del libro utilizamos seudónimos para proteger la intimidad de
quien así lo prefiere.
4 All in the Family (en español, Todo en familia). Segunda temporada. Accesible en YouTube, 25 de marzo de 2013.
http://www.youtube.com/watch?v=O_UBgkFHm8o
5 Thomas Carlyle, «Occasional Discourse on The Negro Question», Fraser’s Magazine (diciembre de 1849).
Reimpreso como panfleto independiente en 1853, reproducido en The Collected Works of Thomas Carlyle, vol. 13
(1864).
1
Si queremos que las personas hagan lo que deseamos, los incentivos pueden ser muy
útiles. Cuando éramos pequeños y nuestras madres nos prometían un juguete si
limpiábamos nuestra habitación, probablemente terminábamos haciéndolo. Y si a la
semana siguiente no lo habíamos hecho nos quitaban el juguete hasta que lo hacíamos.
Mucho de lo que aprendemos en el momento en que balbuceamos nuestras primeras
palabras está basado en gran medida en las zanahorias como premio y los palos como
castigo. Los incentivos negativos en forma de castigo o multa pueden evitar que la gente se
comporte de manera no deseable. Los estímulos positivos —a menudo en forma de
incentivos económicos— pueden hacer que las personas muevan montañas, mejoren su
modo de actuar y hagan lo «correcto».
Pero los incentivos son más engañosos de lo que parece. Se trata de herramientas
sofisticadas, y no siempre producen los efectos esperados. Cuando se va a usar un
determinado incentivo, primero hay que entender cómo funciona y luego comprender por
qué la gente actúa como lo hace. Una vez sabemos lo que las personas valoran y por qué,
podemos desarrollar incentivos eficaces y usarlos como herramientas para modificar el
comportamiento de nuestro hijo, motivar a nuestros empleados, atraer a los
consumidores e incluso convencernos a nosotros mismos para realizar determinadas
cosas. Los experimentos de campo son una poderosa herramienta para comprender cómo
y por qué funcionan los incentivos.
A veces el uso de un incentivo se puede transformar en un tiro por la culata, y hacer
que la gente actúe de forma contraria a la que esperamos.
Uno de nosotros aprendió esta lección hace algunos años cuando llegó tarde a la
guardería a buscar a los niños. Ayelet (la mujer de Uri) y Uri pasaban un día fantástico en
la playa de Tel Aviv, con un almuerzo y una conversación estupendos, lo que hizo que se
olvidaran del reloj. Eran casi las cuatro y tenían menos de quince minutos para recoger a
sus hijas en la guardería, que estaba a media hora de distancia. Cuando finalmente
llegaron, sus hijas los recibieron como cachorros felices. Entonces vieron a Rebecca.
La querida Rebecca. Era una mujer amable y cariñosa, la propietaria, directora y
matriarca de la guardería. Durante años había trabajado duro y había ahorrado hasta que
pudo abrir su propio centro, en una bonita casa antigua en las afueras, a veinte minutos de
Tel Aviv. Todas las estancias eran luminosas y estaban llenas de color, y los niños
chillaban de alegría en el patio. Rebecca contrató a un equipo de profesores de ensueño
para que vigilaran a los pequeños y el centro ganó reputación rápidamente como uno de
los mejores de la ciudad. Estaba orgullosa de su proyecto, y tenía buenas razones para ello.
Sin embargo, cuando vio a Uri y Ayelet los miró disgustada.
«Siento tanto haber llegado tarde», aventuró Uri. «El tráfico…»
Rebecca negó con la cabeza. No dijo nada mientras Uri y Ayelet recogían a sus hijas.
¿Qué estaba pensando? Sabíamos que estaba disgustada pero, ¿cuán disgustada estaba?
Era difícil de decir, porque Rebecca siempre era muy amable. Uri y Ayelet se sintieron
muy mal por haber llegado tarde. Llegamos a preguntarnos si Rebecca cuidaría menos a
las niñas por el retraso de los padres.
Rebecca mostró algo de lo que sentía a Uri y Ayelet por su retraso, unas semanas más
tarde, cuando anunció que empezaría a multar con 10 nuevos shéqueles israelíes (unos 3
dólares) a los padres que recogieran a sus hijos con más de diez minutos de retraso. Al
hacer eso, estaba dando un valor exacto al hecho de llegar tarde: 3 dólares.
¿Cómo funcionó la idea de Rebecca? No demasiado bien. Ya que el precio de llegar
tarde era solo de 3 dólares, Uri y Ayelet pensaron que era un buen negocio para disponer
de un rato más de guardería. En la siguiente ocasión en que por el trabajo o por un día de
playa, sabían que iban a llegar tarde, no conducían como locos para llegar al centro lo
antes posible. Después de todo, ya no tenían que enfrentarse al enfado de Rebecca. Una
vez impuesta la sanción de 3 dólares por el retraso, pagarían la multa sin inmutarse y
continuarían con lo que estaban haciendo sin preocuparse o sentirse culpables.
El caso de Rebecca y su multa por retraso nos inspiró y nos pusimos a trabajar junto
con Aldo Rustichini, con diez guarderías en Israel, para medir el efecto que una pequeña
multa a los padres por llegar tarde tenía en un periodo de veinte semanas. En primer lugar
medimos lo que ocurría cuando no existía multa. Después, en seis de los centros, creamos
la multa fija de 3 dólares para los padres que llegaban más de diez minutos tarde. Como
habrán adivinado el número de padres que llegaban tarde se incrementó drásticamente.
Incluso cuando las guarderías eliminaron la multa, el número de padres que llegaban
tarde siguió siendo superior en los centros que la habían utilizado.2
¿Qué estaba sucediendo? Cuando Rebecca creó la multa, cambió el significado del
retraso. Antes de que existiera la multa, los padres operaban con un acuerdo tácito, que
decía que llegar a tiempo era «lo correcto» para sus hijos, para Rebecca y para su equipo.
Sin embargo, este contrato con Rebecca estaba incompleto. Decía que los padres
debían recoger a sus hijos a las cuatro de la tarde pero no especificaba qué sucedería si no
lo hacían. ¿Le parecería bien a Rebecca quedarse con los niños hasta que los padres
llegaran? ¿Se molestarían Rebecca y el equipo y, como consecuencia, tratarían peor a los
niños? Simplemente, no lo sabíamos.
Cuando Rebecca creó la multa, el significado del acuerdo entre los padres y los
profesores cambió. Los padres se dieron cuenta de que no tenían que conducir de forma
temeraria para llegar a la hora. Más aún, Rebecca fijó un precio claro —bajo, sí, pero un
precio al fin y al cabo— por el retraso. De acuerdo con eso, llegar tarde ya no rompía
ningún acuerdo tácito. El tiempo extra de los profesores se convirtió en una mercancía,
como un aparcamiento o una barrita de chocolate. El incentivo económico completó el
contrato: ahora todo el mundo sabía exactamente cómo de malo era llegar tarde. Si usted
fuera Rebecca, habría entendido rápidamente que imponer una multa era mucho menos
eficaz que hacer que los padres se sintieran culpables.
Cambiar el significado de algo de este modo es importante. Digamos que uno tiene
una hija adolescente. Habla con ella sobre las drogas con la esperanza de convencerla de
que son perjudiciales. Si tiene suerte ella le escuchará. Pero si sospecha, quizás decida
pedirle que se haga un test de drogas. ¿Cómo cambia esa petición la relación con su hija?
Ya no será solo su padre sino que también será un policía. Y su hija puede tratar a partir
de ese momento de encontrar maneras de hacer trampas en el test de drogas en lugar de
cuestionarse el uso de las drogas en general.
Los incentivos negativos, sean en la forma de una multa por retraso o a través de un
test de drogas, cambian el significado de las cosas, aunque, por supuesto, las recompensas
también lo hacen. Todos asumimos que si ofrecemos dinero a la gente conseguiremos que
haga lo que queremos. Pero imaginemos que vamos a un bar después del trabajo.
Conocemos a alguien atractivo y creemos que la atracción es mutua. Nos invitamos
mutuamente a bebidas y tenemos una conversación interesante. Al cabo de un rato,
decimos: «Oye, me gustas de verdad. ¿Te vienes a mi casa?» Quizás haya suerte. ¡Quién
sabe! Pero ¿qué ocurrirá si añadimos: «Te pagaría 100 dólares»? El significado de la
interacción habría cambiado completamente y la otra persona se sentiría insultada porque
se la ha tratado como un prostituto o una prostituta. Poniendo precio a la interacción
habríamos destruido en esencia lo que podía haberse convertido en una bonita relación.
1 Uri Gneezy, Steven Meier y Pedro Rey-Biel, «When and Why Incentives (Don’t) Work to Modify Behavior»,
Journal of Economic Perspectives 25 (2011): 191-210,
http://rady.ucsd.edu/faculty/directory/gneezy/pub/docs/jep_published.pdf
2 Uri Gneezy y Aldo Rustichini, «A Fine Is a Price», Journal of Legal Studies 29 (enero de 2000): 1-17.
3 Uri Gneezy y Aldo Rustichini, «Pay Enough or Don’t Pay At All», Quarterly Journal of Economics (agosto de
2000): 791-810, http://rady.ucsd.edu/faculty/directory/gneezy/pub/docs/pay-enough.pdf
4 Como ha demostrado nuestro amigo Dan Ariely, la forma en la que se paga es relevante. En particular, pagar en
efectivo es diferente de cualquier otra forma de pago. Ariely y su colega de investigación, James Heyman,
empezaron demostrando que los estudiantes a los que no se pagaba por determinada tarea (ayudar a cargar un sofá
en una furgoneta) ponían más ganas que aquellos que recibían una cantidad simbólica de dinero. Otro grupo
recibió un caramelo. Según lo esperado, los que recibían el caramelo se esmeraban más que los que recibían el pago
simbólico en efectivo (y el mismo esmero que los que no recibían nada). Y aquí llega la parte interesante: en una
opción distinta, en el caramelo estaba la etiqueta con el precio. Predijeron que una vez los estudiantes supieran el
precio de venta del caramelo, pondrían tantas ganas como los que recibían el pago en efectivo. Y así ocurrió. Ver
«Effort for Payment», Psychological Science 15, n.º 11 (2004).
5 Uri Gneezy, Ernan Haruvy y Hadas Yafe, «The Inefficiency of Splitting the Bill», Economic Journal 114, n.º 495
(abril de 2004): 265-280.
6 Nuestros amigos Stefano DellaVigna y Ulrike Malmandier demostraron este punto en un magnífico documento
titulado «Paying Not to Go to the Gym», American Economic Review 96 (2006): 694-719,
http://emlab.berkeley.edu/~ulrike/Papers/gym.pdf
7 Steven A. Burd, «How Safeway Is Cutting Health Care-Costs», Wall Street Journal, 12 de junio de 2009.
8 Ver David S. Hilzenrath, «Misleading Claims About Safeway Wellness Incentives Shape Health-Care Bill»,
Washington Post, 17 de enero de 2010.
Hace unos años, en una noche helada, en un típico ejercicio de comunión masculina,
estábamos sentados con otros hombres jugando a póquer en College Park, en Maryland.
Entre caladas de puro y tragos de whisky, nos preguntamos por qué la mayoría de las
mujeres parecía no disfrutar tanto de esas actividades tan divertidas como lo hacíamos
nosotros. Y, más importante todavía: reflexionamos sobre los resultados de los
experimentos llevados a cabo en Technion y en la escuela. ¿Han nacido las mujeres para
no querer competir o la sociedad ha influenciado sus gustos y preferencias? ¿Es la falta de
competitividad inherente a las mujeres o es una conducta aprendida? Si la respuesta es
esta última, ¿qué tiene que ver la educación de sus hijos —o el hecho de que sus
inclinaciones competitivas puedan provenir de aspectos culturales— con su aprendizaje?
Y si las diferencias resultan ser fruto de la socialización, ¿tendrán nuestras hijas las
mismas oportunidades de triunfar en una sociedad competitiva?
Solo había una manera de averiguarlo. Teníamos que alejarnos de la sociedad
occidental. Con el apoyo de la National Science Foundation, decidimos comprobar
nuestras asunciones sobre la competitividad en dos de los lugares culturalmente más
dispares del planeta. Hicimos un experimento en una sociedad en que las mujeres no
tienen virtualmente ningún poder, y en una en la que son las que mandan. Literalmente
viajamos a los confines de la Tierra para responder a la afirmación que Freud, Darwin y
muchos otros psicólogos, sociólogos y antropólogos después de ellos habían sido
incapaces de comprobar.
En el proceso pudimos desarrollar experimentos científicos que nos permitieron tener
una visión única del comportamiento femenino en sociedad, en sociedades
extremadamente distintas que daban a las mujeres roles diametralmente opuestos.
Explorando las claves de su comportamiento, obtuvimos información sobre la siguiente
cuestión: ¿son las mujeres, en cualquier ámbito de la vida, menos proclives a ser
competitivas que los hombres?
Con la ayuda de algunos amigos antropólogos, identificamos dos tribus absolutamente
opuestas: los ultrapatriarcales masái de Tanzania, y el matriarcado khasi en el noreste de la
India (a quienes conoceremos en el próximo capítulo). ¿Qué ocurriría si comparábamos la
forma en que hombres y mujeres de esas tribus competían cuando las condiciones
experimentales eran las mismas?12
Un viaje a Tanzania
En las llanuras a los pies del Kilimanjaro, la montaña más alta de África, los orgullosos
hombres de la tribu de los masái visten con colores brillantes y con sus lanzas en la mano
siguen la llamada de sus ancestros ganaderos. Cuantas más cabezas de ganado posee un
hombre, más rico es. Las vacas son más importantes para un hombre masái que sus
mujeres. Un masái propietario de un gran rebaño puede tener hasta diez mujeres.
La cultura masái es muy poco amable con sus mujeres. Los hombres, que en general no
se casan hasta cumplidos los treinta, lo hacen con mujeres que están al principio de la
adolescencia. Si le preguntas a un hombre masái «¿Cuántos hijos tiene?» contará
únicamente a los varones. Se enseña a las mujeres desde su nacimiento a subordinarse a
ellos. Una mujer vive confinada trabajando en su casa y en su aldea. Si su marido se
ausenta, la mujer debe pedir permiso a un hombre mayor para viajar, buscar ayuda
médica o tomar cualquier decisión importante.
Una mañana brillante de domingo llegamos a una de las aldeas masái para coordinar
los experimentos de la semana. Adelantamos a muchas familias que caminaban hacia el
mercado, que estaba a más de 15 kilómetros. En cada grupo el hombre iba a la cabeza,
llevando únicamente su lanza. Detrás, a pocos metros, caminaba su mujer, sosteniendo
una enorme y pesada cesta en equilibrio sobre la cabeza. En general la mujer llevaba un
niño atado a su espalda, lo que le dejaba las manos libres para dárselas a sus hijos mayores.
Los hombres ni siquiera volvían la vista atrás para comprobar cómo les iba a sus mujeres y
a sus hijos.
Básicamente, las mujeres masái son una propiedad. «Los hombres nos tratan como si
fuéramos mulas de carga», dijo una mujer masái a unos investigadores.13
Cuando llegamos a la aldea Masái fuimos recibidos por un maravilloso cántico en que
las mujeres se llamaban y se respondían (por lo que parece los masái cantan así casi
continuamente). Koinet Sankale, el jefe masái, cuyo nombre significa, según nos dijeron,
«el hombre alto», salió a recibirnos. Guapo y cejijunto, era un respetado guerrero que
había probado su valor cuando era un adolescente enfrentándose a un león con la lanza.
El animal le dejó la señal de sus dientes en la cara, el pecho y ambos brazos. Se nos acercó
a grandes zancadas y nos dio la mano. Luego se dio la vuelta y nos presentó a treinta
hombres de la tribu que nos observaron con desconfianza. Todos los hombres vestían una
especie de capa colorida, lisa o a cuadros, que cubría sus hombros. Llevaban grandes
pendientes y collares hechos con brillantes abalorios, y sus caras y brazos estaban pintados
con líneas rojo ocre. A muchos de ellos les faltaban algunos dientes.
Después de las presentaciones, compartimos una comida consistente en un chivo a la
barbacoa, juntos en un círculo en medio de sus chozas de techo plano, llamadas bomas,
mientras escuchábamos los mugidos del ganado, con el que los masái parecen tener una
relación simbiótica.
Después de dormir en un hotel local para nada maravilloso, nos levantamos al día
siguiente para dar comienzo al experimento y descubrimos que había malas noticias.
Habíamos viajado a Tanzania para realizar una prueba piloto utilizando el mismo
experimento de los laberintos que habíamos usado con Ira pero sin ordenadores. Se
suponía que los masái resolverían los laberintos sobre el papel, utilizando lápices. Pero
cuando se enfrentaron a estas sencillas herramientas, las mujeres del poblado se rascaron
la cabeza. Nunca habían sostenido un lápiz y no pensaban hacerlo ahora.
Teníamos un problema.
Alguien sugirió que construyéramos los laberintos con madera y las mujeres los
resolvieran desplazando una pequeña pieza del mismo material por ellos. Ken Leonard,
nuestro colaborador en el proyecto, que era un experto en los masái, conocía a alguien
que tenía un taller en la ciudad. Al día siguiente, con la ayuda de un mecánico de coches
local y un carpintero, pasamos doce horas sudando bajo el ardiente sol africano
construyendo un laberinto de madera. Los aldeanos nos observaban trabajar, mirando y
riéndose de los divertidos hombres blancos que, en apariencia, trataban de construir un
juguete infantil. Después de un largo día de trabajo, habíamos construido un laberinto.
Eso, desafortunadamente, era indicativo de nuestro talento como carpinteros. El laberinto
no tenía solución. Así que ahora teníamos más problemas. ¿Cómo podíamos volver a la
aldea al día siguiente y enfrentarnos a la multitud reunida con las manos vacías?
Y entonces, ¡eureka! De camino al hotel, Uri vio una tienda que vendía pelotas de tenis
y cubos. La tarea que decidimos usar (y que hemos repetido en muchos otros
experimentos desde entonces) era simple: pedimos a los participantes que lanzaran una
pelota de tenis y acertaran en el cubo.
Los aldeanos no habían jugado nunca a algo similar al baloncesto, así que no existía
ventaja por la práctica o por el género. Además, creímos que este ejercicio nos daría un
indicativo rápido de la propensión inicial de un individuo a competir. Lo único que se
necesita para meter una pelota en un cubo es puntería.
Por la mañana, nuestro equipo regresó a la aldea, con una serie de tubos de pelotas de
tenis, cubos de juguete y mucho dinero. La gente nos esperaba y los dividimos en dos
grupos. Luego invitamos a un integrante de cada grupo a entrar en una estancia sin
público donde un miembro del equipo de investigación los esperaba. Se les dijo que el
objetivo era lanzar la pelota y acertar en el cubo a una distancia de 3 metros. Cada
participante dispondría de diez oportunidades para conseguir que la pelota aterrizara en
el cubo y se quedara en él.
A continuación les pedimos a los aldeanos que escogieran entre dos formas de pago: en
el primer caso, los participantes recibirían el equivalente a 1,5 dólares —el salario de un
día entero— cada vez que consiguieran encestar. En el segundo caso, recibirían el
equivalente a 4,5 dólares pero solo si lo hacían mejor que su oponente. Si ambos
empataban, recibirían 1,5 dólares por cada canasta. Pero si su oponente lo hacía mejor que
ellos, no recibirían nada. Es decir, podían elegir entre dos opciones: una que dependía
únicamente de su propio acierto y otra en la que competían contra un tercero.
Los jóvenes —especialmente los hombres— parecían encantados con la idea mientras
los mayores, sin diferencia de género, desconfiaban. (Probablemente a usted le pasaría lo
mismo. Imagínese a alguien que llega a su lugar de residencia y le ofrece a usted y a sus
vecinos el salario de una semana por lo que parece ser únicamente un juego tonto.)
El primero que se decidió fue un hombre alto y corpulento, llamado Murunga, que
parecía estar cerca de los sesenta. Murunga era un auténtico patriarca tribal, con seis
mujeres, treinta hijos y un número incontable de nietos y bisnietos. Decidió competir.
Balanceó el brazo y apuntó al cubo. Tiró la bola con demasiada fuerza y falló el primer
intento. Gruñó descontento. En el segundo intento, la bola pasó por el borde del cubo.
Pero a la tercera acertó y sonrió de oreja a oreja. Continuó tirando las siete bolas que le
quedaban. Después de unos cuantos aciertos y de saber que había encestado más veces
que su competidor, tomó su dinero y se marchó pareciendo complacido.
No pasó mucho tiempo hasta que se extendió la noticia de que unos ridículos
estadounidenses estaban repartiendo montones de dinero. En total, 155 personas vinieron
a jugar. Al final del día los aldeanos no querían dejarnos marchar. Logramos escapar,
saltando al coche con el dinero que nos quedaba —y que necesitábamos para repetir el
experimento en otras aldeas— y huyendo de la escena, con la gente pisándonos los
talones.
Después de un par de semanas repitiendo el experimento en diversas aldeas,
recopilamos los datos. ¿Mostrarían los hombres de una cultura tan patriarcal ser más
competitivos que los estadounidenses o los israelís o los hombres de otros países
desarrollados? ¿Lo serían menos las mujeres?
El gráfico siguiente explica los resultados. En resumen, descubrimos que los hombres y
las mujeres de Tanzania se parecían mucho a los hombres y mujeres que habíamos
estudiado en Estados Unidos e Israel. Mientras un 50 por ciento de los hombres masái
eligieron competir, solo un 26 por ciento de las mujeres lo hizo.
Una vez más, parecía que la mayoría de las mujeres no quería competir, pero de forma
que puede resultar sorprendente, no eran mucho menos competitivas que las mujeres de
culturas occidentales.
La persona adecuada para el trabajo
Mientras tanto, en Estados Unidos, Liz trataba de encontrar trabajo.
Liz era una mujer de cuarenta y dos años que había solicitado un trabajo como
directora creativa de una compañía de marketing directo con sede en Nueva York. Liz
tenía mucha experiencia como antigua jefa de un departamento creativo, y disponía de
todas las calificaciones y capacidades requeridas. Pero había cientos de solicitudes y el
proceso de selección fue largo y muy competitivo.
Para separar el grano de la paja, el responsable de la selección y el departamento de
recursos humanos pidieron a los mejores candidatos, Liz incluida, que participaran en
múltiples entrevistas. A medida que el proceso aumentaba su competitividad se pidió a los
candidatos que en el plazo de una hora diseñaran un sobre para un envío de correo. Para
hacerlo correctamente se necesitaba mucho más tiempo, y la tarea tenía poco que ver con
el trabajo real que suponía dirigir un equipo interno de veinte diseñadores. La prueba
tenía más que ver con la capacidad para trabajar con rapidez en un entorno competitivo
—algo más adecuado, digamos, para valorar un trabajo en el parquet bursátil— de lo que
tenía que ver con la responsabilidad de hacer que la gente abriera la correspondencia.
Al final de una de las jornadas, la compañía contrató al hombre que lo hizo mejor en el
proceso competitivo. Sin saber qué capacidades específicas buscaba, la compañía terminó
contratando al candidato ganador. Para Liz eso significaba que había perdido frente a
alguien menos cualificado que ella. Para la empresa, significaba que habían ignorado al
candidato con más talento en favor del más competitivo.
1 Archive of Remarks at NBER Conference on Diversifying the Science & Engineering Workforce, 14 de enero de 2005.
Ver también «Lawrence Summers», Wikipedia, http://en.wikipedia.org/wiki/Lawrence_Summers#cite_note-
harvard2005%e2%80%9336 (último acceso, el 26 de marzo de 2013).
2 Daniel J. Hemel, «Summers’ Comments on Women and Science Draw Ire», The Harvard Crimson, 14 de enero de
2005, http://www.thecrimson.com/article/2005/1/14/summers-comments-on-women-and-science/
3 «Fast Facts: Degrees Conferred by Sex and Race», National Center for Education Statistics,
http://nces.ed.gov/fastfacts/display.asp?id=72 (último acceso, el 26 de marzo de 2013); «Women in Management in
the United States, 1960-Present», Catalyst, http://www.catalyst.org/publication/207/women-in-management-in-the-
united-states-1960-present (último acceso, el 26 de marzo de 2013); y Patricia Sellers, «New Yahoo CEO Mayer Is
Pregnant», CNN Money, 16 de julio de 2012, http://postcards.blogs.fortune.cnn.com/2012/07/16/mayer-yahoo-ceo-
pregnant/ (último acceso, el 26 de marzo de 2013).
5 Ver Jeffrey A. Flory, Andreas Leibbrandt y John A. List, «Do Competitive Work Places Deter Female Workers? A
Large-Scale Natural Field Experiment on Gender Differences in Job-Entry Decisions», Documento de Trabajo
NBER, código w16546, noviembre de 2010.
6 Terminamos ofreciendo puestos de trabajo a los candidatos y, finalmente, diez de ellos fueron contratados.
7 No resulta adecuado (y en algunos casos es ilegal) preguntar al candidato sobre su sexo, así que recurrimos a un
método de prueba y error para determinar si el candidato era hombre o mujer —su nombre de pila—. Basándonos
en las probabilidades derivadas de la base de datos de la Seguridad Social (SSA) sobre la popularidad de los nombres
por sexo y año de nacimiento en diversas ciudades, asignamos un sexo. Para cualquier nombre que no estuviera
incluido en la base de datos de la SSA, utilizamos otra base de datos creada por el recopilador de nombres infantiles
Geoff Peters, que calcula la ratio de género por nombre de pila, utilizando Internet para analizar patrones de uso de
nombres para cien mil nombres de pila. Por último, para nombres neutros que se utilizan para ambos géneros, que
no obtenían un porcentaje determinante en ninguna de las bases de datos, buscamos en Internet identificaciones
concretas de los individuos en cuestión, como por ejemplo, sus cuentas en las redes sociales. Al final, creemos
firmemente que la distribución por géneros fue correcta.
8 Puede consultarse el test de laboratorio sobre ello en Muriel Niederle y Lise Vesterlund, «Do Women Shy Away
From Competition? Do Men Compete Too Much?», Quarterly Journal of Economics 122, n.º 3, 2007: 1067-1101.
9 Uri Gneezy, Muriel Niederle y Aldo Rustichini, «Performance in Competitive Environments: Gender
Differences», Quarterly Journal of Economics 118, n.º 3 (2003): 1049-1074,
http://rady.ucsd.edu/faculty/directory/gneezy/pub/docs/gender-differences.pdf
10 Se ha escrito mucho sobre las razones por las que las chicas se desaniman en matemáticas, ingeniería y ciencia y
se ven superadas en número en profesiones relacionadas con la ciencia, las matemáticas o la tecnología. Ver Valerie
Strauss, «Decoding Why Few Girls Choose Science, Math», Washington Post, 1 de febrero de 2005,
http://www.washingtonpost.com/wp-dyn/articles/A52344-2005Jan31.html; y Jeanna Bryner, «Why Men Dominate
Math and Science Fields», LiveScience, 10 de octubre de 2007, http://www.livescience.com/1927-men-dominate-
math-science-fields.html (último acceso, el 26 de marzo de 2013).
11 Uri Gneezy y Aldo Rustichini, «Gender and Competition at a Young Age», American Economic Review Papers
and Proceedings 94, n.º 2 (2004): 377-381, http://rady.ucsd.edu/faculty/directory/gneezy/pub/docs/gender.pdf.
12 A diferencia de muchos de nuestros experimentos a gran escala —como el que estamos llevando a cabo
actualmente en las escuelas públicas de Chicago— esta investigación en lugares remotos debería ser relativamente
reducida y usar algunas de las técnicas que podrían haberse utilizado en un laboratorio. Llamamos a este tipo de
proyecto un «experimento de campo tangible» o un estudio de «laboratorio de campo». Uri Gneezy, Kenneth L.
Leonard y John A. List, «Gender Differences in Competition: Evidence from a Matrilineal and Patriarchal Society»,
Econometrica 77, n.º 5 (2009): 1637-1664, http://rady.ucsd.edu/faculty/directory/gneezy/pub/docs/gender-
differences-competition.pdf.
13 Dorothy L. Hodgson, «Gender, Culture and the Myth of the Patriarchal Pastoralist», en Rethinking Pastoralism
in Africa, ed. D. L. Hodgson (Londres: James Currey, [1639,1641] 2000).
14 «Male Boards Holding Back Female Recruitment, Report Says», BBC News, 28 de mayo de 2012,
http://www.bbc.co.uk/news/business-18235815
15 Barbara Black, «Stalled: Gender Diversity on Corporate Boards», Trabajo de investigación (n.º 11-06) del
Departamento de Administración Pública de la Universidad de Dayton.
http://www.udayton.edu/law/_resources/documents/law_review/stalled_gender_diversity_on_corporate_boards.pdf
16 Aileen Lee, «Why Your Next Board Member Should Bea Woman», TechCrunch, 19 de febrero de 2012,
http://techcrunch.com/2012/02/19/why-your-next-board-member-should-be-a-woman/ (último acceso, el 26 de
marzo de 2013).
3
Como vimos en el capítulo anterior, todos nuestros experimentos —desde los llevados a
cabo virtualmente con Craiglist, a los de Technion, pasando por las carreras de los niños
en las escuelas o nuestra visita a los masái— confirmaron que a las mujeres no les gusta
competir como a los hombres y reaccionan a los escenarios competitivos de forma distinta
a la que adoptan sus compañeros masculinos. Este hecho, en sí mismo, ofrece una
explicación adicional a las diferencias de género.
Pero seguíamos queriendo saber, por qué sucede esto. ¿Existe una diferencia innata
importante entre sexos que lleve a los individuos a actuar de esta manera, con
independencia de cómo hayan sido educados? ¿O tienen las influencias sociales un rol
crítico en lo que se refiere a la propensión a competir?
Nuestra visita a la sociedad matrilineal de Khasi nos ayudó a dar respuesta a estas
preguntas clave. Vamos a conocer la exótica vida de los khasi. Abróchense los cinturones
porque van a participar en un viaje increíble.
Minott (el conductor que nos recogió en el aeropuerto después de nuestro aterrizaje en la
India, al que ya conocimos en la Introducción) fue nuestro primer guía en la sociedad
matrilineal de los khasi. Con él, atravesamos un curioso mundo de sexismo a la inversa.
Para nuestros estándares, obviamente, resultaba injusto que Minott no pudiera poseer una
casa, aunque pudiera permitírsela, y que sus oportunidades personales estuvieran
limitadas. Al mismo tiempo, disponíamos de una ventana fabulosa a través de la cual
observar lo que pasaba en una cultura en la que las mujeres llevan las riendas de la
economía.
En nuestro viaje con Minott desde el aeropuerto de Guwahati a la ciudad de Shillong,
encontramos gente en cada metro cuadrado del camino —mujeres con saris de colores,
hombres de pelo oscuro con camisas de algodón, mendigos medio desnudos, niños—
todos empujándose y apretándose los unos contra los otros con un calor infernal. Al día
siguiente cuando Uri fue al banco local a sacar el dinero que necesitábamos para nuestros
experimentos, la gente lo siguió, apiñándose detrás de él, como si fueran a coger un tren.
(Una vez más se trataba de un occidental rico aterrizando en una cultura extranjera.)
Cuando solicitó un reintegro de 60.000 dólares en cheques de viajes el cajero fue a
consultar con su superior y, tras horas de negociaciones y discusiones, Uri consiguió una
enorme bolsa llena de rupias que procedió a contar delante de todo el mundo.
Con miedo a que las personas que lo empujaban le sacaran la bolsa de las manos, se dio
la vuelta y se abrió paso entre la multitud y luego escapó tan rápidamente como pudo. (En
esos momentos comprendió la euforia que los famosos ladrones de bancos Bonnie y Clyde
sentían después de cada atraco.)
Minott nos llevó por carreteras imposibles hasta nuestro destino —un pueblo apacible
en medio de verdes colinas y campos fecundos. A pesar de ser rico en atractivos naturales,
el pueblo era económicamente modesto. Descargamos nuestro equipaje, bolsa de dinero
incluida, en nuestra casa de alquiler sin llave. Luego salimos a conocer a los aldeanos. En
lugar de ser recibidos por las miradas desconfiadas de unos guerreros masái con sus
túnicas rojas, nos encontramos con personas sonrientes, afables y cálidas.
Descubrimos que la vida de las mujeres khasi es mucho más fácil que la de sus
homólogas masái. La sociedad khasi es uno de los pocos matriarcados del mundo; la
herencia pasa de las madres a las hijas más jóvenes. Cuando una mujer se casa, no tiene
que marcharse a casa de su marido: es él quien se desplaza (desde la casa de su madre a la
de su mujer). La casa de la madre es, por tanto, el centro de la familia, y la abuela es quien
manda en la casa. Las mujeres khasi no saben gran cosa sobre el trabajo en el campo pero
tienen el poder económico y poseen un alto grado de autoridad sobre los hombres. De
hecho, el rol de los hombres khasi es similar a la subordinación de las mujeres en las
sociedades patriarcales.
Durante las semanas que siguieron, llevamos a cabo el experimento de lanzar la bola al
cubo, como habíamos hecho en Tanzania. En un lado del edificio de la escuela del pueblo,
los hombres khasi hicieron cola ordenadamente, y los investigadores escribieron los
resultados obtenidos como habían hecho en Tanzania. Un hombre joven llamado
Kyrham, vestido con una camiseta blanca y unos tejanos, eligió no competir. Sonrió con
amabilidad y lanzó la primera pelota de tenis. Parecía un poco inseguro y la primera bola
no acertó en el cubo por muy poco. En el siguiente intento, lanzó con algo más de fuerza y
la bola aterrizó al otro lado del cubo. Estaba claramente decepcionado y se mordía el labio.
En el tercer intento, consiguió encestar limpiamente.
En el otro lado del edificio, una mujer se salió de la fila. Su asertividad nos impresionó.
Shaihun no dudó en elegir la modalidad competitiva. Se arremangó, cogió una pelota de
tenis y fijó la mirada, lista para la batalla, en el cubo de plástico de juguete que estaba a 3
metros de ella. Extendió su brazo lleno de brazaletes con confianza y lanzó la bola hacia su
objetivo. Falló, pero eso no la desanimó. Cuando la segunda bola entró en el cubo, gritó
alegremente. De hecho, encestó la pelota cinco veces y, al hacerlo, ganó mucho dinero en
pocos minutos de un juego que valió la pena. Se sentía total y absolutamente competente,
segura de sí misma y al mando. Era el momento de que sus competidores abandonaran.
Habíamos aterrizado en un mundo al revés, en lo que se refería a los géneros. Nuestros
resultados, resumidos en el gráfico, mostraron que el 54 por ciento de las mujeres khasi
eligieron competir mientras que solo el 39 por ciento de los hombres lo hicieron. Las
mujeres khasi eran más proclives a elegir competir que los superpatriarcales hombres
masái. En general, puede decirse que el comportamiento de las mujeres khasi se parecía
más al de los hombres masái (o los estadounidenses).
El experimento khasi arroja cierta luz —en este campo— sobre los interminables
debates respecto a la diferencia entre géneros. Por supuesto, observábamos el
comportamiento de las mujeres en una sociedad muy distinta a la mayoría de las que
existen en el mundo. Pero ese era precisamente el punto: eliminar en la medida de lo
posible las influencias culturales de la sociedad patriarcal. En el caso de los khasi, la mujer
media eligió competir con mucha más frecuencia que el hombre medio. O, para decirlo
llana y simplemente, la naturaleza no era la única fuerza en juego. En el caso de los khasi,
el factor rey —o reina, según se mire— era la educación de los niños.
Nuestro estudio sugiere que en el entorno cultural adecuado, las mujeres son tan
competitivas como los hombres, e incluso más en algunas situaciones. La competitividad,
por tanto, no solo depende de las fuerzas de la evolución que dictan que los hombres son
más proclives a ella que las mujeres. La mujer media competirá más que el hombre medio
si existen unos incentivos culturales adecuados. En la sociedad matrilineal khasi, se paga a
las mujeres más que a los hombres, las mujeres llegan a ser líderes en sus ámbitos de
influencia y alcanzan puestos destacados en el gobierno con mayor frecuencia que los
hombres.
En último lugar, es importante decir que a pesar de que la capacidad para competir es
importante, no es la llave de la felicidad. No encontramos la paz en lo que poseemos o en
nuestros títulos sino en la vida que vivimos como ciudadanos, padres y vecinos. Nuestro
deseo personal, es, por encima de cualquier otro, que nuestras hijas (y todo el mundo en
general) aprendan esta lección.
En los dos capítulos siguientes, extenderemos el debate sobre la desigualdad a algo
mucho más amplio —la educación en general— y averiguaremos cómo cuando los
incentivos se aplican correctamente, pueden ayudar a reducir las desigualdades entre los
estudiantes ricos y los pobres.
1 Garret Hardin, «The Tragedy of the Commons», Science 162 (1968): 1243-48.
2 Hemos tomado este tipo de manipulación del encuadre de nuestro amigo James Andreoni, que fue famoso por los
cambios que introdujo en el juego de los bienes públicos.
3 Linda Babcock y Sara Laschever, Women Don’t Ask: The High Cost of Avoiding Negotiation-and Positive Strategies
for Change (Bantam, Nueva York, 2007).
4 Ver Andreas Grandt y John A. List , «Do Women avoid Salary Negotiations? Evidence from a Large-Scale Natural
Field Experiment», NBER, 2012.
7 Steffen Andersen, Seda Ertac, Uri Gneezy, John A. List y Sandra Maximiano, «Gender, Competitiveness and
Socialization at a Young Age: Evidence from a Matrilineal and a Patriarchal Society», que se publicará
próximamente en The Review of Economics and Statistics.
4
Hasta el momento, hemos aprendido lo importante que resulta comprender las razones
por las que las personas se comportan como lo hacen. Hemos aprendido que los
incentivos son tramposos y que pueden estallarnos en las manos si no entendemos las
motivaciones de la gente. También hemos aprendido que las mujeres responderán con
tanta fuerza a los incentivos competitivos como lo hacen los hombres, siempre que su
entorno no dicte que deben hacer lo contrario.
En este capítulo y el siguiente, mostraremos cómo los experimentos de campo ayudan
a profundizar nuestro conocimiento sobre uno de los problemas más difíciles de la
sociedad: la educación de los niños. Solo en Estados Unidos se gastan 600.000 millones de
dólares anuales en la educación pública primaria y secundaria. Con 54,7 millones de
estudiantes, eso supone un gasto medio de 11.467 dólares por estudiante, con unos
resultados no demasiado espectaculares.
Podemos revertir el declive que durante décadas ha aquejado a nuestro sistema
educativo, convirtiendo nuestras escuelas en laboratorios de innovación. De ese modo,
aprenderemos junto a nuestros hijos: aprenderemos lo que funciona y lo que no y por
qué, y los niños podrán incorporar herramientas que les permitan tener éxito en la vida. A
través de la lente de los experimentos de campo mostraremos que las escuelas pueden
utilizarse para educar a nuestros hijos de forma eficaz, al mismo tiempo que sirven como
espacio educativo útil para aquellos adultos a los que les preocupa la educación.
Una tarde, a principios del otoño, nuestro investigador adjunto, Joe Seidel, visitó la
escuela primaria Wentworth en Chicago South Side. Joe estaba hablando con los
administradores del centro sobre un proyecto que teníamos en marcha. Mientras bajaba
por una escalera, escuchó un disparo. Pensó que había sonado como si alguien hubiera
tirado al suelo un montón de libros, pero el sonido se repitió varias veces. Se detuvo y
miró la cara de una profesora por el hueco de la escalera. Sus ojos estaban muy abiertos y
su cara, blanca. Joe nunca había oído el sonido de un disparo pero era evidente que ella sí.
Unos segundos más tarde, una voz anunció por el sistema de megafonía que la escuela
quedaba en confinamiento. Durante la hora siguiente, la policía se dedicó a reunir pruebas
e interrogar a los testigos en el exterior, mientras en el interior las clases seguían como si
nada hubiera sucedido. Con disparos o sin ellos, seguían teniendo que dar clase sobre el
periodo anterior a la guerra, introducción al álgebra y la estructura en párrafos. ¿Cómo
podían los estudiantes prestar atención en esas circunstancias?
Para muchos estudiantes en zonas pobres de Estados Unidos, obtener una educación
pública apropiada es más cuestión de suerte que otra cosa. Este hecho no es únicamente
trágico sino terriblemente irónico, dado que Estados Unidos es uno de los países más
prósperos del mundo. A pesar del golpe recibido por la crisis financiera de 2008 y la
recesión subsiguiente, Estados Unidos todavía ocupa las primeras posiciones en los
rankings que miden los datos económicos básicos: esperanza de vida, nivel de renta,
calidad del sistema sanitario y número de electrodomésticos y dispositivos tecnológicos
que facilitan la vida y el ocio de las personas.
El hecho de que esta prosperidad histórica haya venido de la mano de logros sin
precedentes en la educación no es una coincidencia. Cuando Thomas Jefferson abogó por
un sistema educativo público en el nacimiento de la nación, el objetivo era que todos los
estadounidenses recibieran una educación secundaria de calidad. Cuando el sistema
educativo empezó a tomar forma, en la segunda mitad del siglo diecinueve, los
legisladores estadounidenses habían hecho una apuesta ganadora para la mejora en la
calidad de la educación. Durante décadas, las escuelas primarias estadounidenses fueron
tan impresionantes como los institutos y las universidades. De hecho, estas últimas siguen
siendo la envidia del mundo entero, y hoy miles de estudiantes no estadounidenses llegan
a sus aulas para estudiar una carrera, obtener un máster o un doctorado.
Sin embargo, durante las últimas décadas, Estados Unidos ha desarrollado dos sistemas
educativos a nivel de primaria: uno para los que tienen y otro para los que no. Aquellos
estudiantes cuyos padres pueden pagar para enviarlos a escuelas de secundaria
generosamente dotadas reciben una educación competente (los que tienen), los que no
gozan de tanta suerte acaban a menudo en escuelas donde hay tiroteos y donde la mitad
de los estudiantes no llegan a graduarse (los que no tienen). Las tasas de abandono para
los estadounidenses de renta baja cuadruplican las de los estadounidenses de renta alta.
Por ejemplo, en 2008, un 2 por ciento de los estudiantes con un nivel de renta elevado
abandonaron, frente al 9 por ciento de los estudiantes de renta baja. Y las tasas de
abandono en las escuelas de las zonas urbanas deprimidas sobrepasan el 50 por ciento.
Los contribuyentes estadounidenses continúan aportando ingentes recursos al sistema
de educación público. El país está en quinta posición a nivel mundial en lo que se refiere al
gasto por alumno. A pesar de este nivel de inversión, el sistema de educación primaria es
duro para muchos niños. Los alumnos de catorce años de noveno grado en las escuelas
públicas de Chicago o Nueva York tienen las mismas habilidades lectoras que los de
tercero o cuarto grado, con ocho años, provenientes del sistema educativo de primer nivel.
Los resultados en lectura, matemáticas y ciencias en Estados Unidos ya no están entre las
diez primeras posiciones del mundo. De hecho, en lo que se refiere a gramática básica y
matemáticas de bachillerato, el nivel de Estados Unidos es considerado, como mucho,
mediocre. El sistema ha empeorado tanto que la tasa de graduación de bachilleres en
Estados Unidos está cerca de la de México o Turquía, países que gastan mucho menos en
educar a sus jóvenes.
Obviamente, hay algo que no funciona con la educación en las ciudades
estadounidenses. Los muchos esfuerzos para corregir este problema a través de nuevas
leyes —desde la resolución de 1954 del Tribunal Supremo en el caso de Brown vs. Consejo
de Educación hasta la legislación No child left behind (ningún niño dejado de lado), de
2001— solo han conseguido maquillar el problema. ¿Qué políticas nos quedan por
probar? ¿Podemos utilizar el dinero en rediseñar los incentivos que hay en el sistema para
obtener mejores resultados?
El microcosmos
Estados Unidos está lleno de prósperas ciudades industriales que han sido víctimas de la
deslocalización, el desempleo y, demasiado a menudo, la desesperación. Si se conduce a
través de ellas se ven depósitos de agua oxidados y fábricas cerradas, en la misma calle que
pequeñas casas con jardines abandonados y ventanas rotas mal reparadas. Más allá de las
vías del tren pueden verse tiendas clausuradas y casas embargadas llenas de grafitis. Si
giramos por la calle principal, observaremos a dos hombres de mediana edad sentados
sobre cajas de leche, pasando el día con la ayuda de lo que sea que hay escondido en las
bolsas marrones que tienen en las manos. Resulta difícil no pensar que en tiempos
mejores quizás ganaban un sueldo digno en un buen trabajo, y quizás llegaban a sus casas
con ramos de flores para sus mujeres.
Chicago Heights, con una población de más de treinta mil personas, es una ciudad con
barrios así, y como tal, es un microcosmos de los problemas educativos más duros de
Estados Unidos. Una comunidad situada a 45 kilómetros al sur de Chicago, que tiene una
renta per cápita media inferior al umbral de pobreza. Si uno es un niño en ese lugar, es
muy probable que se vaya a menudo a la cama con hambre y que su padre o padres —o
madre de acogida, si ese es el caso— vivan con la angustia permanente de las facturas
impagadas, con todos los problemas que lo acompañan.
Tom Amadio, el empresario reconvertido a superintendente del Distrito 170 de
Chicago Heights, dirige un sistema en el que, señala, el 50 por ciento de los estudiantes
son hispanos y el 40 por ciento afroamericanos. Más del 90 por ciento proviene de
familias pobres, con subsidio alimentario; muchos vienen de hogares de acogida, y
muchos reciben comida gratuita o subvencionada. Como en el caso de otras escuelas de
ciudades deprimidas, aproximadamente el 50 por ciento de los estudiantes de secundaria
abandona antes de graduarse, muchos entre noveno y décimo grado (de catorce a dieciséis
años).
Amadio es un hombre apasionado, directo, con buen olfato para los negocios. Quizás
sea el único superintendente en todo el país, que fue, en su vida anterior, un exitoso
bróquer que vivía muy bien. Sin embargo, al contrario que el estereotipo del bróquer de
Wall Street, Amadio se preocupa mucho por el drama de los más desfavorecidos. Se
indigna cuando determinado tipo de gente afirma que esos niños son carne de cañón para
el fracaso. «Hay niños que la gente asume que no pueden triunfar, y no triunfarán», dice.
«¿Sabéis lo que les diría a las personas que quieren dejar las cosas como están? “Que te
den.” Dadme los mismos recursos que tienen algunos de los distritos ricos. Dad a mis
chicos una oportunidad para estar a la par.»
Cuando fue nombrado en 2006, Amadio afirmó ante el consejo escolar en términos
nada ambiguos que había que hacer algo en su distrito para cerrar la brecha entre pobres y
ricos, entre chicos de las áreas deprimidas y chicos de los mejores barrios. «Les dije:
“Escuchen, necesitamos ayuda con nuestros resultados académicos”», nos cuenta.
«Necesitamos algo drástico. Esto es Estados Unidos. Nuestros niños no deben abandonar
y crecer como si fueran obreros no cualificados. Hay obstáculos, pero el statu quo es
inaceptable.»
Las quejas de Amadio no cayeron en saco roto. Un cirujano ortopédico de Chicago
Heights, el doctor William Payne del Hospital Saint James, quiso ayudar. El doctor Payne
tenía un profundo sentido del orgullo comunitario. «Recibiré a los estudiantes de
secundaria en mi despacho y les preguntaré cuáles son sus sueños y aspiraciones» dijo. «El
padre de un estudiante tenía tres trabajos para mantener a su familia y ahorraba suficiente
dinero para que su hijo hiciera el bachillerato. Su hijo tenía buenas notas pero para su
padre no había posibilidad de mandarlo a una buena escuela, así que el chico estaba
varado en un instituto que se especializaba en recuperaciones. Era demasiado inteligente
para eso, pero no tenía elección porque su padre no sabía cómo conseguir financiación o
navegar por el sistema educativo. Entonces empecé a leer sobre la alta tasa de abandono
escolar en nuestra ciudad y me pregunté qué podía hacerse de forma distinta.»
Conocimos al doctor Payne en el otoño de 2007. Nos pidió que ayudáramos a los niños
de Chicago Heights; específicamente quería escuchar nuestras ideas para que los chicos no
abandonaran la escuela. Nos presentó a algunas figuras relevantes de la ciudad y comenzó
a forjar alianzas con la administración de las escuelas. Comenzamos con un objetivo
singular: mejorar la tasa de graduación entre los estudiantes de bachillerato de Chicago
Heights.
Ganar la lotería
Una de las razones por las que nos molestan tanto las tasas de abandono altas es porque
abandonar el colegio es como tirar un boleto ganador de la lotería: los datos nos dicen que
por cada año de escuela que un estudiante pierde, su capacidad económica disminuye
aproximadamente en un 12 por ciento. De hecho, el salario medio anual de los que
abandonaron antes de terminar el bachillerato en 2009 fue de 19.540 dólares, a comparar
con los 27.380 dólares de los que se graduaron.1 Si multiplicamos esa diferencia por veinte
años, obtendremos un total de 156.800 dólares. Eso es realmente un boleto ganador de la
lotería, un dinero suficiente para pagar al contado una casa en muchos lugares del país.
Por supuesto, la decisión es algo más compleja que escoger entre abandonar o ganar
suficiente dinero para comprar una casa, en parte porque la recompensa económica fruto
de la educación no se materializa hasta transcurridos unos años. La gratificación por todo
el trabajo duro se retrasa mucho tiempo. Muchos de nosotros no respondemos bien a los
premios a largo plazo: estamos mucho más interesados en las recompensas inmediatas.
Por esa razón hacemos el vago, no logramos ahorrar el dinero que sabemos que
necesitaremos al jubilarnos, comemos demasiado y no hacemos el suficiente ejercicio.
Los niños tienen esa tendencia acrecentada. ¿Se acuerda de cuando era pequeño y
estaba enfermo, y sus padres tenían que luchar y rogar para que se tragara cucharadas
llenas de un horrible remedio? No podía apreciar realmente el beneficio futuro de tomarse
el jarabe, pero conocía bien el coste inmediato de ponérselo en la boca. Por eso las
compañías farmacéuticas trabajan duramente para hacer que los medicamentos infantiles
sean agradables al paladar. (Piense por ejemplo en el Tylenol infantil con gusto a chicle.)
La incapacidad para pensar en los beneficios de futuras recompensas empeora cuando
los niños se acercan a la adolescencia. Los adolescentes tienen esa tendencia más acusada
que otros, quizás porque su cerebro aún no ha madurado.2 Dicho de otro modo, los
adolescentes pueden ser verdaderos adictos a la gratificación inmediata. No entienden en
absoluto el valor de invertir en su propio futuro. Desde ese punto de vista, abandonar
puede parecer en ocasiones una buena idea.
La situación se agrava por el hecho de que muchos padres no aprecian el valor de
educar a sus hijos con habilidades no cognitivas —la importancia de invertir en su propio
futuro; de ser paciente y formal; de trabajar bien en equipo—. Esas habilidades
demuestran ser valiosísimas más adelante en la vida, pero muchos padres las subestiman.
Así que imaginemos que usted es un adolescente pobre, con acné y lleno de hormonas
cuyo cerebro todavía está en construcción. Habita en una ciudad deprimida, como
Chicago Heights, y vive la vida al día. En lo único que piensa es en la satisfacción
inmediata: su vida después del lejano momento en que obtenga el título de bachillerato es
tan real para usted como la posibilidad de vivir en Marte. Quiere satisfacer sus
necesidades HOY. ¿Existe una manera de conectar su estado mental actual con
recompensas futuras?
El regalo de Griffin
Por esa época —en primavera de 2008— recibimos una llamada providencial de una
pareja de filántropos, Keneth y Anne Griffin. Keneth Griffin es el fundador de Citadel,
uno de los fondos de cobertura más grandes del mundo, y tanto él como su mujer estaban
interesados en nuestra investigación. Estaban buscando ayuda para crear una fundación
benéfica, y nos preguntaron si podíamos encontrarnos con ellos y hablarles de nuestro
trabajo. No teníamos ni idea de cómo esa llamada iba a cambiar nuestras vidas.
Fuimos en coche hasta el edificio Citadel en el centro de Chicago, una torre gigante de
acero y cristal, con 130.000 metros cuadrados de espacio de oficinas, en el centro del
núcleo económico de la ciudad. Después de franquear el vestíbulo, con sus paredes de
mármol, entramos en el ascensor y pulsamos el botón del piso 37. Se nos taparon los
oídos. Estábamos un poco nerviosos. Las puertas del ascensor se abrieron y una simpática
recepcionista nos llevó hasta una sala de conferencias decorada con mucho gusto. Nos
ofreció café y esperamos.
Cuando los Griffin entraron en la habitación, nuestra primera impresión fue que
parecían una de esas maravillosas parejas cuyas fotos de boda encuentras en las páginas de
sociedad los domingos, en el New York Times. Kenneth, atractivo e incisivo, es un
emprendedor brillante; un producto de la escuela pública en la que aprendió todo sobre
los negocios sin salir de su habitación. Anne, francesa nativa que habla cinco idiomas, es,
como su marido, un producto de la escuela pública y su madre fue profesora.
No teníamos ni idea de dónde nos habíamos metido. La mayoría de los donantes ricos
y bienintencionados firman cuantiosos cheques para la investigación y, luego, hacen una
floritura con el bolígrafo diciendo algo como: «Puede contarme qué tal van las cosas en mi
próxima fiesta». Pero los Griffin eran distintos.
Empezamos con algunas teorías sobre psicología económica, resumimos por encima
nuestra investigación y comentamos nuestras ideas sobre qué tipo de incentivo podía
funcionar con los escolares de Chicago Heights. Mientras hablábamos sus ojos se
iluminaban.
A pesar de que unas horas del tiempo de los Griffin valen probablemente cientos de
miles de dólares, pasaron largo tiempo examinando nuestras ideas experimentales,
sorprendiéndonos con su conocimiento y capacidad de comprensión. «¿Por qué creen que
las personas sobrevaloran las probabilidades cuando son bajas?», nos preguntaron. «¿Por
qué creen que hay tanta gente joven que piensa que graduarse no es importante?» Tanto
Kenneth como Anne nos interrogaron y contribuyeron a nuestras ideas con sus propios
pensamientos. Como nosotros, querían que cualquier intervención que se nos ocurriera
tuviera la escala adecuada, estuviera bien asentada en el marco teórico y fuera eficaz desde
el punto de vista del coste.
Pronto los Griffin se convirtieron en nuestros únicos socios en la investigación. Creían
apasionadamente que podían contribuir a mejorar el sistema de educación pública en
Estados Unidos, entendiendo que hacerlo era la única forma de mejorar la vida de las
personas y la economía en general. Querían implicarse a fondo en intervenciones que
pudieran ayudar a los niños de los barrios pobres a superar la brecha educacional e
incrementar los estándares educativos estadounidenses en general.
Cuando dejamos la sala, estábamos convencidos de algo: si se hubieran decidido por
una carrera académica, tanto Kenneth como Anne serían investigadores como nosotros, si
no algo mejor. Nos marchamos con un sólido diseño experimental entre las manos y en
veinticuatro horas los Griffin nos habían hecho llegar los 400.000 dólares que
necesitábamos para iniciar el experimento.
Antes de que entráramos en la sala ese día, Ken y Anne sabían cómo querían cambiar
el mundo; fuimos suficientemente afortunados para aparecer en el momento adecuado en
el lugar preciso. De pronto entendimos cómo debió de sentirse Cristóbal Colón, cuando la
reina Isabel le dio los recursos para encontrar el nuevo mundo. No solo habíamos
encontrado donantes sino que teníamos dos nuevos amigos, y nuestros nuevos colegas
iban a ayudarnos a abordar uno de los problemas actuales más importantes de Estados
Unidos.
Replantear el logro
Tom Amadio estaba impresionado con los resultados, pero hizo una pregunta sobre un
tema distinto, más allá de mantener a los chicos en la escuela. ¿Podíamos mejorar las notas
de los exámenes de sus estudiantes? Después de todo, las buenas notas abren puertas, y se
vinculan a los resultados futuros como los años de escolarización y los trabajos mejor
pagados. Los resultados de los exámenes también determinan los recursos que los distritos
escolares reciben del gobierno municipal y del estatal. Por desgracia, los estudiantes
pertenecientes a minorías no parecen estar al nivel de sus compañeros blancos en lo que
se refiere a los resultados en los exámenes. La brecha en el logro académico sigue siendo
enorme y persistente y las escuelas de los barrios marginales siguen fracasando en sus
intentos por cerrarla.
Para responder al reto lanzado por Amadio, decidimos hacer otra serie de
experimentos que concernían a siete mil estudiantes en gran número de escuelas bien
diferentes de Chicago y Chicago Heights. El experimento se hizo en las salas de
informática de las escuelas, donde los estudiantes hacían un examen estándar tres veces al
año.7
Para entender la premisa de nuestro experimento, imagine dos gimnastas en las
Olimpiadas de 2008 de pie en el podio con sus medallas. Ambas lidiando con intensos
sentimientos. A fin de cuentas ambas habían entrenado durante años para alcanzar este
momento, sacrificando la vida normal de una adolescente para conseguir una actuación
perfecta. Una de las dos sonríe ampliamente y la otra parece estar conteniendo las
lágrimas.
¿Cuál cree que ganó la plata y cuál el bronce?
Todos sabemos que la plata es mejor que el bronce, pero en este caso, el contexto lo es
todo. La medallista de plata había perdido el oro y estaba destrozada. Pero la medallista
que había obtenido el bronce había ganado un lugar en el podio por décimas, y estaba
eufórica.8
En los últimos cuarenta años, dos psicólogos —Daniel Kahneman y Amos Tversky—
han revolucionado nuestra comprensión sobre la importancia de las emociones humanas
como la sensibilidad al contexto en las elecciones que hacemos a diario. Una de las cosas
que estos dos «padres» de la economía del comportamiento han establecido es que la
manera en que el ser humano comprende el mundo tiene que ver con la forma en que
interpreta (o «formula») los sucesos. Dependiendo de cómo se formula algo cuando se
habla, se influye en el comportamiento de los demás de diversos modos. Un padre puede
decirle a su hijo: «Si no te comes esos guisantes, no crecerás alto y fuerte». (Esto es lo que
los conductistas conocen como «formular una pérdida» y que apunta a un castigo.) El
padre puede, sin embargo, expresar la misma cosa de forma más positiva y decir: «Si te
comes los guisantes crecerás alto y fuerte». (Esto se conoce como «formular una ganancia»
y supone la expresión de un beneficio o recompensa.)
Imagínese que es un niño de trece años, que llega a la sala de ordenadores de la escuela
para pasar un examen estandarizado. Es un bonito día de otoño, y está nervioso, tiene un
poco de hambre y todo lo que tiene en la cabeza es la última partida que ha jugado en su
videojuego favorito y la chica guapa que se sienta en el pupitre detrás del suyo. Quisiera
estar en cualquier lugar menos en esa estúpida sala haciendo ese estúpido examen.
Entra el coordinador de evaluaciones de la escuela, el señor Belville, que pide atención
a todo el mundo. (El señor Belville es también el coordinador de lectura de la escuela y el
jefe del departamento de tecnología; un administrador sobrecualificado y absolutamente
dedicado que hace que la escuela funcione con una sola mano.) Conseguir que los
estudiantes se callen lleva un minuto, pero finalmente se calman.
«Hoy», anuncia el señor Belville, «vais a pasar el siguiente nivel de los exámenes
estandarizados que hicisteis en primavera. Pero esta vez lo haremos de forma distinta. Si
vuestros resultados de hoy son mejores de lo que lo fueron entonces, tendréis una
recompensa de 20 dólares».
Sus ojos se abren como platos. Como los de todo el mundo. «¡Fantástico!», grita
alguien. De repente todos empiezan a hablar. El señor Belville pide silencio
inmediatamente.
«Ahora, antes de empezar el examen, voy a entregar a cada uno un billete de 20
dólares», continúa diciendo. «Quiero que me firméis un recibo confirmando que habéis
recibido el dinero. En el recibo, quiero que escribáis lo que vais a hacer con él. Tendréis el
billete en la mesa durante todo el examen. Recordad que podréis quedaros con él si
vuestro resultado es mejor que el anterior. Si no lo es perderéis el dinero.» Reparte los
recibos y los billetes.
Usted cumple con lo que le han pedido, pone su nombre en el recibo y piensa sobre lo
que hará con los 20 dólares, que le gustaría ahorrar para comprar un monopatín. Escribe
su sueño en el formulario y luego coloca el billete de 20 dólares a la derecha del teclado,
delante del ratón del ordenador. «Son mis nuevas ruedas», piensa. Y se imagina entrando
en la tienda de monopatines y mostrando su dinero.
El señor Belville vuelve al frente de la sala, interrumpiendo su sueño. «Empezaremos el
examen en dos minutos. Por favor, registraos en los ordenadores.»
Así lo hace y el reloj se pone en marcha. Usted mira la manecilla de los minutos.
Quiere comenzar ya.
«¿Listos? ¡Empezad!»
Cuando tenía que hacer este tipo de examen en el pasado, lo hacía sin prestar atención
porque realmente no le importaba: pensaba que era bastante absurdo y dejaba varias
preguntas en blanco. Pero en esta ocasión, con su billete de 20 dólares delante de usted, se
toma su tiempo. Algunas preguntas se le resisten pero en vez de probar suerte y pasar a la
siguiente, empieza a pensar cuál será la mejor respuesta.
Al final de la hora, el señor Belville anuncia que el examen ha terminado. Usted
contesta a la última pregunta y pulsa el botón «ENVIAR». Casi inmediatamente, su
resultado se muestra en la pantalla del ordenador del profesor. Cuando toda la clase ha
terminado, todos pueden ver sus resultados comparados con los del examen de
primavera.
¿Cómo ha ido?
En este experimento de campo dividimos a los estudiantes en cinco grupos. Como ya
hemos explicado antes, los chicos de uno de los grupos recibían un billete de 20 dólares y
se les decía que, si no mejoraban el resultado de su examen anterior, perderían el dinero.
Este sería el que más arriba describíamos como el grupo «de pérdida»: los chicos tenían
los 20 dólares y lucharon para no perderlos, tratando de obtener los resultados deseados.
Al grupo de comparación, el de «ganancia», se le dijo que recibiría 20 dólares al
terminar el examen si mejoraban los resultados respecto de los anteriores, pero no se les
dio el billete antes. Al no tenerlo delante durante todo el examen, lucharon para ganarlo.
A un tercer grupo se le dijo que si mejoraban sus resultados anteriores se les darían 20
dólares pero no hasta transcurrido un mes del examen. Un cuarto grupo recibía un trofeo
de 3 dólares si sus notas mejoraban. Y, como siempre en nuestros experimentos, había un
grupo de control al que no se ofreció recompensa alguna, aunque sí se les animó a tratar
de mejorar.
Nuestros incentivos tuvieron un profundo impacto. Los resultados globales mejoraron
entre cinco y diez puntos porcentuales en una escala de cien puntos, haciendo que los
estudiantes partieran de una posición más equilibrada respecto de otros chicos de barrios
residenciales con mayores recursos. Era una mejora impresionante. A pesar de que los
estudiantes no supieran que habría un incentivo hasta que el examen comenzó, mejoraron
de forma notable. Así se demostraba que una parte importante de la brecha racial en los
resultados académicos no es debida a una falta de conocimiento o de capacidad, sino a la
motivación de los estudiantes cuando hacen sus exámenes.
Este resultado resaltó la importancia de comprender aquello que motiva a los
estudiantes; aunque no tenían interés en el examen en sí, sus notas se dispararon debido a
los incentivos económicos. (Piense en lo que podría haber pasado si además de dichos
incentivos hubieran tenido tiempo para estudiar y preparar el examen.) El objetivo de este
experimento no era diseñar un esquema de incentivos para utilizarlo en otras escuelas. Lo
que buscábamos era una herramienta de diagnóstico que nos ayudara a comprender si la
diferencia de puntuación se debía a diferencias de conocimiento o a diferentes niveles de
esfuerzo en el momento de realizar el examen. La respuesta a esta pregunta podía
ayudarnos a diseñar intervenciones relevantes para reducir la brecha.
Dicho esto, los incentivos funcionaron de forma distinta para cada uno de los
diferentes grupos. Averiguamos que los estudiantes más mayores, en particular,
respondían bien al dinero, mientras que los más jóvenes preferían los trofeos que
ofrecimos a cambio. Ofrecer a un estudiante de segundo, tercero o cuarto (de ocho a diez
años) un trofeo de 3 dólares antes del examen, mejoraba su rendimiento en doce puntos
porcentuales. El efecto era importante, similar al impacto de reducir el tamaño de la clase
en un tercio o incrementar la calidad académica del profesor en un tercio. Este es un punto
importante, como ya dijimos en el capítulo 1. Los incentivos no tienen por qué darse en
forma de billetes. En algunas situaciones, y para algunas personas, un trofeo (o flores, o
chocolate, o lo que se nos ocurra) puede ser igualmente interesante.
Tal como esperábamos, dar a los estudiantes el premio antes de la prueba —y
amenazando con recuperarlo si sus resultados no mejoraban— hacía subir las notas
mucho más que si prometíamos darles el dinero después. Una vez más, parecía que
formular algo diciendo «tú decides si lo pierdes» funcionaba mejor que decir «puedes
ganarlo, pero eso será después». Para entender esto debemos ponernos en la piel de un
estudiante. Si se nos ofrece una recompensa económica por mejorar nuestros resultados,
estos serán más altos si, incluso antes de hacer el examen, ya estamos pensando en
comprar esas ruedas nuevas para nuestro monopatín. Para los niños y los adolescentes, en
el mundo solo existe el presente; nuestro experimento nos ayudó a comprender qué es lo
que realmente los motiva.
Obviamente, todo lo que habíamos logrado con el experimento había sido convencer a los
estudiantes para que se esforzaran un poco más. Pero estábamos preocupados. ¿Qué
pasaría si con el tiempo, los incentivos perdían su efecto en el comportamiento? Es decir,
pensábamos que podíamos hacer que los estudiantes se esforzaran unas cuantas veces
pero nos preguntábamos si, eventualmente, los incentivos perderían su impacto en el
comportamiento. O, por el contrario, ¿se esforzarían los chicos únicamente cuando se les
ofreciera el incentivo? ¿Abandonarían si no había un billete de 20 dólares en juego?
Muchas veces escuchamos las preocupaciones de los educadores, padres y legisladores
sobre el hecho de que si bien los incentivos económicos pueden producir mejoras a corto
plazo, los chicos pueden salir perjudicados en el largo plazo; pueden dejar de hacer
esfuerzo alguno si no obtienen compensación a cambio.9 De hecho, no hallamos
evidencia alguna de que las recompensas puntuales perjudicaran los resultados en futuros
exámenes. De todos modos, como esperábamos, los incentivos puntuales tampoco
llevaban a ganancias duraderas en el aprendizaje. Nuestro simple experimento de corto
plazo mostró, sin embargo, que los niños eran más capaces de lo que uno podía haber
pensado a priori, usando el enfoque estándar de los exámenes.
El paso siguiente era, por supuesto, llevar más lejos nuestras intervenciones en la
psicología económica. ¿Qué pasaría si los estudiantes fueran recompensados
semanalmente durante todo un semestre por algo como la lectura fuera del aula? Así que
lanzamos otro estudio que ofrecía a los estudiantes de siete escuelas 2 dólares (o un
incentivo no monetario de valor similar) por cada libro que leyeran a lo largo de un
semestre. Controlábamos sus lecturas dejando que se conectaran a un programa en línea
llamado Accelerated Reader (El lector acelerado), que contiene cuestionarios cortos sobre
prácticamente cualquier libro que los estudiantes puedan leer. Los cuestionarios no son
difíciles pero resulta complejo acertar las respuestas si no se ha leído el libro. Decidimos
que si un estudiante respondía bien al 80 por ciento o más del cuestionario referido a un
libro, podría recibir el premio, que se daba semanalmente. Como en el estudio anterior,
comparamos el resultado de dar el incentivo a los estudiantes al principio de la semana o
al final de la misma. En ambos casos la tasa de lectura se incrementó en un 37 por ciento.
La lectura extra no tuvo impacto alguno en el resultado de los exámenes.
Nuestras investigaciones sobre la educación pública nos habían mostrado la potencia que
tiene combinar los experimentos de campo con razonamientos económicos. Nos dimos
cuenta de que los niños realmente responden a las recompensas inmediatas, y de que la
amenaza de quitarles algo que ya tienen es más poderosa que pagarles más tarde, tanto en
el caso de los estudiantes como en el de los profesores. También nos dimos cuenta de que
la participación de los padres contribuye realmente, no solo en aprender a leer o a sumar,
sino en tomar conciencia de algunas habilidades no cognitivas como la paciencia y el
hecho de que lo que invertimos hoy nos da recompensas mayores el día de mañana.
Por el contrario, también aprendimos que las conductas de algunos niños,
especialmente la de los chicos en el instituto —Kevin Muncy, por ejemplo— son difíciles
de cambiar. Kevin ya no estaba comprometido cuando entró en la Bloom Trail High; y
finalmente suspendió todas las materias. Los chicos que están en el límite, como Urail, son
más fáciles de motivar por el dinero o la lotería. Las mejoras que vimos en los institutos
resultaban prometedoras —docenas de chicos que no lo hubieran hecho llegaron a
graduarse—, pero no eran extraordinarias. Los alumnos de los institutos no eran tan
fáciles de motivar como esperábamos.
Comprender esto nos hizo llegar a un punto importante: aunque ofreciéramos a los
chicos como Kevin un millón de dólares para resolver un difícil problema de matemáticas,
no podrían hacerlo. ¿Por qué? Porque cuando llegan a los catorce años, ya se inclinan
hacia un lado o hacia el otro. Ya han perdido oportunidades importantes de invertir en sí
mismos, lo que hace que sea difícil alcanzar altos niveles de competencia en algunas
materias. Ya han sido condicionados por sus experiencias más tempranas; los padres han
perdido gran parte de su influencia y su autoridad para utilizar herramientas coercitivas.
Y si llegados a ese punto, sus capacidades lectoras son las de un niño de tercero, hacer que
se despabilen es extremadamente difícil.
Si cuando llegan a noveno y tienen catorce o quince años, no han aprendido a
concentrarse en una lección, resolver problemas de forma individual o alejarse de los
conflictos, las posibilidades de éxito son escasas. Para chicos desconectados como Kevin,
probablemente resulte más apropiada una intervención más profunda.
Pensemos en ello de la siguiente manera: si le pedimos que resuelva una ecuación
lineal diferencial de segundo grado, y le prometemos que le pagaremos un millón de
dólares si lo consigue, ¿podría hacerlo? Si no está entrenado para resolver este tipo de
problema matemático, ni un incentivo de un millón de dólares logrará cambiar eso. Si no
se dispone de las herramientas, adquiridas durante largos años en una buena escuela, para
la resolución de problemas complejos, aplicar incentivos no supondrá ninguna diferencia.
Eso no significa que abandonemos a esos niños, sino todo lo contrario. Existe un
puesto de trabajo productivo para cada uno de nosotros en la cambiante economía de
nuestros tiempos. Pero es evidente que tenemos que seguir investigando para saber qué
ocurrirá si cambiamos la realidad de nuestros jóvenes. La educación infantil inicial tiene la
oportunidad de abrir para todos y cada uno de nosotros la puerta que lleva al nivel más
alto de la sociedad.
Para saber cómo continuamos trabajando, pasemos al siguiente capítulo.
1 Thomas D. Snyder y Sally A. Dillow, Digest of Education Statistics 2010 (Washington DC: US Department of
Education, National Center for Education Statistics, Institute of Education Sciences, 2011).
2 Ver Richard Knox, «The Teen Brain: It’s Just Not Grown Up Yet», National Public Radio, 1 de marzo de 2010,
http://www.npr.org/templates/story/story.php?storyId=124119468 Para obtener una visión fascinante del
funcionamiento del cerebro adolescente ver el programa de Frontline «Inside the Teenage Brain»,
http://www.pbs.org/wgbh/pages/frontline/shows/teenbrain
3 Nuestro amigo y colega Roland Fryer, coautor de alguno de los trabajos mencionados aquí, ha realizado un
importante esfuerzo para implementar incentivos económicos en las escuelas a lo largo y ancho de Estados Unidos.
5 Para conocer sus historias y saber más sobre el experimento, vean el cuarto episodio del documental de 2010
«Freakonomics» («Can You Bribe a Ninth Grader to Succeed?»). Nótese que en este documental, Urail King gana la
lotería y el paseo en la limusina: no queda claro que ese momento fue planteado como si fuera un sueño. A pesar de
que Urail no resultó elegido, mejoró sus notas lo suficiente para entrar en el sorteo. Para consultar el documento
académico en el que se ha basado este episodio ver Steven D. Levitt, John A. List y Sally Sadoff, «The Effect of
Performance-Based Incentives on Educational Achievement: Evidence from a Randomized Experiment», inédito,
2011.
7 Steven D. Levitt, John A. List, Susanne Neckermann y Sally Sadoff, «The Behavioralist Goes to School: Leveraging
Behavioral Economics to Improve Educational Performance», Documento de trabajo 18165 NBER (junio de 2012).
8 Esta idea proviene de Victoria H. Medvec, Scott F. Madey y Thomas Gilovitch, «When Less is More:
Counterfactual Thinking and Satisfaction Among Olympic Medalists», Journal of Personality and Social Psychology
69 (1995): 603-610. http://psych.cornell.edu/sites/default/files/Medvec.Madey.Gilo.pdf
9 Uri Gneezy, Stephen Meier y Pedro Rey-Biel, «When and Why Incentives (Don’t) Work to Modify Behavior»,
Journal of Economic Perspectives 25, n.º 4 (2011): 191-210.
10 Ver Roland G. Fryer Jr., Steven D. Levitt, John A. List y Sally Sadoff, «Enhancing the Efficacy of Teacher
Incentives Through Loss Aversion: A Field Experiment», Documento de trabajo 18237 NBER (julio de 2012).
12 Ver John A. List, Jeffrey A. Livingston y Susanne Neckermann, «Harnessing Complimentarities in the Education
Production Function», Universidad de Chicago (fotocopias).
5
Uno de los programas más antiguos para resolver los problemas asociados a la pobreza
estructural en Estados Unidos es Head Start, que ayuda a millones de jóvenes desde su
fundación en 1965 como parte del proyecto «guerra a la pobreza» del presidente Lyndon
Johnson. Aunque el objetivo inicial de Head Start fue loable, el programa ha demostrado
ser mucho menos efectivo en lo que se refiere a ayudar a los chicos desfavorecidos de
cuatro años a desarrollar las habilidades cognitivas y sociales, de lo que se esperaba
inicialmente. A día de hoy, muchos son los académicos que han analizado en profundidad
el programa y han descubierto que presenta diversas deficiencias, fundamentalmente
porque los profesores tienen carencias importantes de formación y las madres, cuyos
salarios son muy bajos, tienen en menos de un 30 por ciento de los casos un diploma de
bachillerato.1 Otro problema tiene que ver con el hecho de que en lugar de ser gestionado
por el Departamento de Educación, Head Start se gestiona desde el Departamento de
Vivienda y Servicios Sociales —un organismo más enfocado a resolver los efectos de una
educación inadecuada que a mejorarla—. Sospechamos que si supieran toda la verdad,
muchos se preguntarían si Head Start aporta a los niños beneficios significativos.
Este hecho resulta muy decepcionante, especialmente si tomamos en consideración su
coste: el precio oficial de mantener a un niño en el programa Head Start durante un año es
de aproximadamente 22.600 dólares, mientras la guardería cuesta tan solo 9.500 dólares.
El periodista del Time, Joe Klein, se ha destacado en las críticas a Head Start: «No
podemos seguir permitiéndonos ser poco rigurosos en lo que gastamos en proyectos que
no resultan rentables, ya sea en subvencionar la industria petrolera o en el programa Head
Start».2 No podríamos estar más de acuerdo con él. La pregunta es: ¿qué sería más eficaz?
Una vez procesados los datos de los experimentos de campo de los que hablamos en el
capítulo 1, junto con nuestros colegas Steven Levitt y Roland Fryer de Harvard,
mantuvimos una conversación con Tom Amadio y con los Griffin. A pesar de que
habíamos detectado mejoras importantes entre los estudiantes de K-12, desde la guardería
hasta el bachillerato, con los que habíamos trabajado, no habíamos llegado a acertar de
pleno. Cuando llegábamos a ellos, en noveno por ejemplo, quizás podíamos ayudarlos a
obtener el título de bachillerato pero era poco probable que se convirtieran en ingenieros
prestigiosos; nuestra intervención llegaba demasiado tarde para lograr algo así.
Una alternativa es ayudar a los niños cuando son muy pequeños, lo que
potencialmente puede darles el impulso necesario al principio de su educación. Sin
embargo, la mejor manera de hacer esto al tiempo que se mantiene la integridad del
proceso científico era construir nuestras propias escuelas experimentales para conocer en
profundidad el proceso educacional, saber qué funciona, cuándo funciona mejor y por
qué.
Para académicos como nosotros, la idea de establecer escuelas propias para
comprender la educación infantil es como construir un nuevo laboratorio de
investigación desde cero. A pesar de que concluimos que esa era la forma más adecuada
de enfrentar un problema de tal envergadura,3 construir escuelas con ese fin nos suponía
un nuevo reto. La primera y quizás más importante parte de ese reto era conseguir los
recursos. Comprendimos rápidamente que el distrito escolar de Chicago Heights apenas
podía salir adelante. No disponía de recursos para los niños de preescolar, así que menos
aún para ocuparse de sus niños y los de las comunidades vecinas (lo que resultaba
necesario para obtener los tamaños de muestra que se necesitaban).
Una vez más, la Fundación Griffin mostró su generosidad, en esta ocasión con una
enorme aportación de 10 millones de dólares para trabajar con niños pequeños y con sus
padres. Había nacido Griffin Early Childhood Center (GECC). El proyecto GECC consiste
en dos guarderías en una de las áreas más pobres de Chicago, y es el corazón de uno de los
mayores experimentos de campo controlados sobre educación que jamás se haya llevado a
cabo.
Las escuelas GECC constituyen un experimento de campo integral, a largo plazo, para
comprender qué funciona y por qué con niños muy pequeños. Controlando el currículo y
el resto de los factores que condiciona la experiencia del aprendizaje, también podíamos
llevar a cabo diversos experimentos complementarios de menor entidad, para
comprender mejor por qué los resultados obtenidos eran los que eran. Las escuelas serían
nuestros laboratorios de investigación, donde descubriríamos cómo funciona la «función
de la producción en la educación» en el caso de niños muy pequeños.
Apostando fuerte
En la primavera de 2010, teníamos que terminar diversas tareas en un plazo de tiempo
muy reducido. Teníamos que contratar personal y profesores, del mismo modo en que un
distrito urbano lo haría; proporcionar a las dos guarderías el equipamiento adecuado,
juguetes y material escolar; pensar en formas de atraer a padres y estudiantes al programa
GECC y comenzar con nuestro experimento de campo. Tom Amadio nos ayudó a
encontrar los lugares adecuados, los directores y los profesores y nosotros hicimos un
casting de candidatos observándolos dar clase.
Para atraer estudiantes, insertamos anuncios bilingües en los periódicos de Chicago
Heights, colgamos carteles en los comercios y enviamos correos masivos, sondeamos en
las reuniones de estudiantes y profesores y dejamos folletos en las iglesias. En verano de
2010 más de quinientos padres asistieron a la primera reunión y recibieron un número de
la lotería. Si tenían suerte, el premio permitiría a su hijo empezar en uno de nuestros
programas (y posiblemente determinaría la trayectoria hacia su futuro), y si no tenían
premio su hijo estaría en el grupo de control, y no obtendría acceso a nuestro programa a
excepción hecha de las invitaciones a algunas fiestas.
Al principio de la reunión dijimos a los padres allí reunidos: «Estamos cansados de
sentarnos tranquilamente a ver cómo se deja atrás a nuestros hijos. El Griffin Early
Childhood Center (Centro Griffin para la Infancia) pretende dar una educación
preescolar gratuita que pueda cambiar la vida de sus hijos y la suya propia. Es una gran
oportunidad para usted y para sus hijos. Gracias por venir a jugar a la lotería esta noche.
¡Buena suerte!»
El bombo del bingo empezó a girar y los padres lo miraron expectantes.
«¡Número 52! Academia de padres.»
«¡Ganamos!», dijeron dos voces desde el fondo de la estancia. Lolitha y Dwayne
McKinney se acercaron con sus tres hijos al frente de la sala para apuntar a su hijo más
pequeño, Gabriel, que tenía cuatro años. Era uno de los ciento veinte afortunados
ganadores de la Academia de Padres y estos estaban encantados.
Tanto Dwayne como Lolitha venían de los barrios más duros de Chicago. Lolitha había
tenido la suerte de acceder a una estricta educación católica, pero Dwayne, como tantos
hombres jóvenes de raza negra, disponía de pocos recursos. Fue criado por una madre
trabajadora y una abuela en la dura vecindad de Roseland, donde siempre se sintió como
víctima potencial de un tiroteo. «No pude salir fuera a jugar hasta que tuve diez u once
años», recuerda. Nunca esperó gran cosa de la escuela; solo quería sobrevivir.
En la actualidad, tanto Dwayne como Lolitha se dedican en cuerpo y alma a mejorar la
vida de sus hijos. Como compensación por asistir a la Academia de Padres en sábados
alternos, para debatir sobre las relaciones paterno-filiales y ayudar a sus hijos a aprender
en casa, pueden llegar a ganar 7.000 dólares anuales, dependiendo de los resultados de
Gabriel en sus deberes, su asistencia a clase y las valoraciones sobre su rendimiento
escolar. «Imposible sin la motivación del incentivo económico», comenta Dwayne. «La
recompensa por los deberes hechos en casa nos motivó mucho.» Muchos otros padres en
el programa mencionado más arriba también se sintieron como si hubieran ganado la
lotería.
El bombo del bingo giró hasta sacar el número 20, uno de los que suponía una plaza
preescolar de jornada completa.
«¡Hemos ganado el premio gordo!», chilló Tamara, la madre soltera de veinticinco
años de Reggie, un niño de cinco. Tamara valoraba una buena educación pero abandonó
el bachillerato cuando se quedó embarazada a los quince, y sus sueños quedaron atrás.
Reggie se uniría a otros 149 niños en los programas de preescolar.
Un tercio de los números premiados fue, por supuesto, para el grupo de control. Esos
padres sufrieron una decepción. Tratamos de consolarlos diciéndoles que así era el azar y
que podían probar de nuevo el año siguiente. De todos modos, siguieron pensando que
habían perdido el tren. En el fondo de nuestros corazones nosotros también lo
pensábamos. Pero no teníamos los recursos necesarios para intervenir en la vida de todos
y cada uno de los niños con nuestro experimento.
Ahora póngase en el lugar de Jeff, un chico blanco de clase media, que tiene la suerte de
tener una familia que lo quiere, amigos, intereses y una educación universitaria. Educado
en Sun Prairie, Wisconsin, una bucólica ciudad cerca de Madison, no sabe lo afortunado
que es por haber nacido donde lo hizo. No ha pasado mucho tiempo en barrios peligrosos.
Es una tarde calurosa de verano en Chicago Heights, y acaban de contratarlo para un
trabajo en una guardería experimental. Su jefe John List (que resulta ser su tío político), le
acompaña a la dirección donde vive uno de los veintidós niños que faltan, y le pone en las
manos un fajo de papeles en español, que hay que rellenar para la matrícula. «Acércate a la
puerta y llama», dice John. «Cuando alguien responda, diles que vienes para que Gabriella
se matricule en la escuela.»
Le han advertido que esta parte de Chicago Heights no es un lugar agradable. Mucha
de la gente que vive en ella va armada y es peligrosa: sabe que incluso la policía evita el
barrio si puede. La población, que pertenece mayoritariamente a minorías étnicas, está de
paso: las familias se mudan con frecuencia si no pueden pagar el alquiler. Muchas familias
no hablan inglés, y los niños a menudo están solos, arreglándoselas por su cuenta
mientras su padre o padres están en el trabajo. O quedan a cargo de un familiar
sobrepasado o alguien adicto al alcohol o a las drogas. Para Jeff es un territorio
desconocido.
¿Qué hace? ¿Se aprieta el cinturón y sale del coche o se niega a hacerlo? En este caso
concreto, mira a John a la cara y le dice: «Ni hablar».
Pasados un par de minutos, sin atreverse a levantar la vista, John abre la puerta del
coche. «Cobarde», resopla mientras sale del coche.
«Estás loco, ¿lo sabías?», grita Jeff mientras John se dirige a la casa. Luego cierra
rápidamente las puertas del coche.
John se acerca a la puerta y llama. No hay respuesta. Entonces se dirige a un vecino con
mal aspecto, un personaje canoso que parece salido de Infierno de cobardes de Clint
Eastwood, que lo observa por una ventana. «Estoy buscando a Gabriella», informa John.
El hombre lo mira fijamente. Jeff tiene los dedos preparados, sobre su teléfono, para
llamar a la policía en caso de que ocurra algo. Y entonces una mujer de mediana edad se
asoma por la ventana. «No inglés», dice.
«Soy director de la escuela a la que Gabriella tiene que ir», explica John. «Necesito
hacer llegar estos papeles a su madre.»
«Mire detrás casa», dice la mujer. «Si hay coche azul, ella está en la casa. Si no…»
continúa, encogiéndose de hombros.
A lo largo de las dos semanas siguientes John y Jeff vuelven diez veces a esa casa hasta
que finalmente ven el coche azul. John llama a la puerta y le da los papeles a la madre de
Gabriella.
Uno conseguido. Veintiuno pendientes.
En otra casa, Jeff también se niega a salir del coche, así que John sale del vehículo y
llama a la puerta un buen rato. Desde lejos se oye la televisión emitiendo un capítulo de
Dora exploradora. Debe de haber alguien en casa. John desaparece de la vista y rodea la
casa hasta llegar a la parte de atrás. Ahora Jeff desearía haber ido con él. Antes de que
cunda el pánico John regresa y vuelve a llamar. «Carmella, acércate a la puerta», dice.
«Voy a pasar unos papeles por debajo. Dáselos a tu madre.» Se queda allí durante mucho
rato, y luego, despacio, alguien estira los papeles desde dentro de la casa.
John le cuenta más tarde que tuvo que subirse al alféizar de la ventana trasera para ver
el interior mientras los vecinos se reunían mirándolo y riéndose. «Sé que Carmella está en
casa», les dijo, «porque mis hijos también ven ese programa. ¿Por qué nadie abre la
puerta?» Un vecino le dijo que seguramente la niña estaba sola.
Solo faltaban veinte.
Al día siguiente conducen hasta casa de Liliana, en un barrio de bloques de ladrillo rojo
donde el asesinato y las palizas son bastante habituales. Mientras circulan lentamente
buscando un edificio concreto, observan que alguien los sigue en un coche. Llegan a su
destino y aparcan. El perseguidor también aparca. Jeff tiene miedo de salir del coche pero
todavía lo asusta más quedarse solo. Así que cuando John abre la puerta, decide seguirlo.
Ambos caminan hasta el apartamento y llaman a la puerta. Jeff mira hacia atrás y ve al
hombre que les seguía, de pie, en el patio, mirándolos con ojos achinados y un aire
sospechoso.
La puerta se abre y docenas de chiquillos se agolpan, tropezando unos con otros, para
ver quién es el visitante. Finalmente, una mujer mayor con los ojos amarillos por la
ictericia se acerca a la puerta.
«¿Está aquí Liliana?», preguntan, sintiendo la mirada del hombre que les ha seguido en
la nuca.
«Esta es Liliana», dice una niña negra adolescente que lleva un gran vendaje manchado
de sangre alrededor de la cabeza. Los visitantes se preguntan cómo se hizo daño. ¿Se cayó?
¿Le pegaron? La marea de niños desaparece y una niña preciosa de grandes ojos, que
tendrá apenas tres años, se acerca a la puerta. Jeff mira a Liliana y luego se pone en
cuclillas para quedar a la altura de sus ojos. «¿Quieres ir a la escuela?», pregunta.
«Sí», responde la niña sin dudar. «Quiero ir a la escuela.»
«Yo la apunté», dice la adolescente del vendaje con orgullo. «Es mi hermana. Es muy
lista. Quiero que tenga la posibilidad que yo nunca tuve. Ella puede hacerlo.»
Dejan los papeles a la hermana adolescente, se dan la vuelta y bajan los escalones hasta
el patio, donde veinte jóvenes negros de aspecto amenazador los miran con dureza. «¿Qué
hacéis aquí?», pregunta uno de ellos.
«Estamos aquí porque Liliana es una chica con suerte», responde John. «Ha sido
aceptada en un programa maravilloso. Irá a una escuela gratuita antes de entrar en la
escuela pública.»
«Ella no necesita nada. Tiene todo lo que le hace falta», dice otro. Pero los dejan pasar.
Una vez están de nuevo a salvo en el coche, Jeff envía un mensaje a la mujer de John.
«Tu marido está como una cabra. ¿Lo sabías?»
¿Y qué pasa con la Academia de Padres? Los niños como Gabriel, cuyos padres forman
parte del programa, también han mejorado, y sus resultados se acercan a la media
nacional. Sin embargo, la mejora no es tan importante como la de los niños que asisten a
una de las escuelas. Por lo que parece, el incentivo a corto plazo es bastante poderoso: los
niños cuyos padres están en la modalidad del programa que paga en efectivo obtienen
mejores resultados que aquellos cuyos padres están en el programa de ayuda para la
universidad.
Uno de los resultados más fantásticos es que los niños cuyos padres forman parte de la
Academia de Padres mantenían el nivel cuando el programa terminaba. Es decir, no eran
tan susceptibles de empeorar cuando dejaban de ir a la escuela al llegar el verano. Así que,
a pesar de que su rendimiento no se había incrementado en la misma proporción que en
el caso de los alumnos de nuestras guarderías, parecía que podían llegar a superarlos a
largo plazo. Eso sucedía porque los adultos que formaban parte de la Academia de Padres
disponían de las herramientas para trabajar con sus hijos y podían continuar haciéndolo
mucho después de habernos conocido. De hecho los padres que trabajaban con el
incentivo a largo plazo en forma de beca universitaria eran los que más esfuerzo invertían
en sus hijos durante el verano.
Un patrón de resultados inesperados mostró que la parte del león en lo que se refiere a
los beneficios en todos nuestros programas se producía en los primeros meses de los
mismos —entre septiembre y enero del primer año—. Este resultado es interesante
porque puede significar que la educación preescolar resulta positiva en periodos de
tiempo mucho más cortos de lo que creíamos. Lo que es más, abre la posibilidad de crear
programas «preguardería» que pueden desarrollarse en los meses de verano antes de que
los niños empiecen la guardería, momento en que los profesores y las instalaciones están
disponibles (en la actualidad estamos en el primer año de prueba en lo que se refiere a esa
hipótesis.)
La inversión de los Griffin en el proyecto de educación preliminar ha permitido a
niños cuyos resultados siempre eran los peores en los rankings estar por encima de la
media. ¿Persistirán estos efectos? ¿Podrá la implicación de los padres suplir la inversión en
educación preescolar? ¿Es posible que un programa de preparación para la guardería
aporte a nuestros niños el impulso adicional que necesitan para competir en la economía
global de nuestros días? El tiempo lo dirá y, gracias a los Griffin, allí estaremos para
comprobarlo.
Si todo esto les suena un poco a Pavlov es porque lo es. Pero puede funcionar. Y si
Chicago Heights puede reducir la brecha de la educación, entonces cualquier lugar en
Estados Unidos puede hacer lo mismo.
Los Griffin entienden todo eso, y ponen su dinero a trabajar. Hacen todo lo que
pueden para garantizar que los niños de Chicago Heights dispongan de una sólida
plataforma educativa sobre la que levantarse. Con su ayuda —y, esperamos que con
mejores intervenciones a nivel preescolar y de escuela primaria— lograremos no solo que
terminen el bachillerato más niños desfavorecidos sino que aprender pueda ser excitante y
divertido desde el principio.
Por tanto, ¿cómo podemos todos, como parte del país, llegar más lejos? Debemos
comprender que las escuelas no son solo un lugar en que educar a nuestros hijos. Son
también el lugar que nos enseña a todos aquello que funciona. Por el momento hemos
prestado atención únicamente a un lado de esta ecuación crítica. Debemos darnos cuenta
de que nuestras escuelas públicas no son solo estaciones de bombeo de conocimiento (o,
peor, niñeras) dedicadas a enseñar a nuestros hijos lo que necesitan saber para convertirse
en ciudadanos funcionales. En realidad, son laboratorios de aprendizaje para todos:
investigadores, padres, profesores, Administración y, por supuesto, estudiantes.
Imagine todo lo que podríamos aprender si más personas pusieran en marcha y
participaran en experimentos de campo para descubrir qué es lo que funciona. Si todos
aquellos a los que la educación pública preocupa llevaran a cabo este tipo de experimento,
nos ahorraríamos muchísimo tiempo, dinero y angustias. Descubriríamos qué
innovaciones son más prometedoras y cómo aplicarlas, antes de extenderlas a todo el país.
Los beneficios de un sistema educativo excelente, desde la guardería hasta el bachillerato,
serían inmensos, no solo para nuestros niños sino para Estados Unidos en conjunto.
En los capítulos siguientes profundizaremos sobre el modo en que los experimentos de
campo pueden ayudar a descubrir lo que subyace detrás de otras desigualdades sociales.
1 Ver Steven Levitt y Stephen Dubner, Freakonomics: A Rogue Economist Explores the Hidden Side of Everything
(William Morrow, Nueva York, 2005), capítulo 5: What Makes a Perfect Parent (publicado en español con el título
«Freakonomics: un economista políticamente incorrecto explora el lado oculto de lo que nos afecta», Ediciones B,
2006).
2 Joe Klein, «Time to Ax Public Programs That Don’t Yield Results», Time, 7 de julio de 2011,
http://www.time.com/time/nation/article/0,8599,2081778,00.html#ixzz1caSTom00
3 Para una descripción más detallada del proyecto GECC, ver Bloomberg Markets (abril de 2011): 85-92.
4 Los manuscritos académicos están actualmente en proceso, con un primer estudio preparado que se llamará:
Roland Fryer, Steve Levitt y John A. List, «Toward an Understanding of the Pre-K Education Production Function».
6
• El precio que se da a un hombre de raza negra que quiere comprar un coche es superior que el
que se da a un hombre blanco.
• Un vendedor ignora a una pareja de homosexuales que quiere comprar un coche.
• El precio que paga una persona discapacitada por la reparación de su coche es superior al que
paga una persona sin discapacidad.
• Un hombre de raza negra que pregunta por una dirección en una calle con mucho tráfico recibe
indicaciones erróneas mientras que una mujer blanca recibe las indicaciones correctas.
• Una mujer embarazada que opta a una promoción en el trabajo es ignorada a favor de un
hombre con las mismas capacidades.
Pensemos en el antisemitismo, que tiene una larga historia en todo el mundo, incluido
Estados Unidos. Por ejemplo, durante la Guerra Civil, Ulysses S. Grant aprobó una orden
—que luego fue revocada por Abraham Lincoln— expulsando a los judíos de algunas
zonas de Tennessee, Kentucky, y Mississippi.2 En la primera mitad del siglo veinte, los
judíos tenían problemas para conseguir algunos trabajos. No estaban autorizados a formar
parte del Club Atlético de Nueva York o de otros clubes sociales elitistas. Las
universidades de la Ivy League limitaban el número de estudiantes judíos que aceptaban.
El Ku Klux Klan y los populares discursos radiofónicos del sacerdote católico Padre
Coughlin animaban a atacar a los judíos. El número de ellos que podían entrar en el país
estaba limitado; durante el Holocausto, Estados Unidos impidió la entrada de barcos
llenos de refugiados que huían de los nazis. Henry Ford habló con dureza de la «amenaza
judía» y los responsabilizó de la Primera Guerra Mundial. Los ideólogos de la derecha
afirman que los judíos dominaron la Administración de Franklin Roosevelt.3
Este tipo de discriminación ha afectado no solo a inmigrantes y judíos, por supuesto;
en muchos lugares del mundo está íntimamente ligada a la historia desde siempre.
Pensemos en el apartheid en Sudáfrica, el genocidio de Ruanda o el trato dado a los
indígenas en Australia y el continente americano o lo sucedido con los esclavos (y sus
descendientes) en Estados Unidos. La lista de humillaciones y atrocidades es interminable.
En ese ambiente antisemita, hizo su aparición un judío llamado Gary Becker; quizás el
hombre que más ha hecho para que entendamos la discriminación en nuestros tiempos.
Gary Becker nació en 1930 en el pueblo minero de Pottsville, Pensilvania, y fue
educado en Nueva York, donde su padre, un hombre muy emprendedor, era el
propietario de una exitosa tienda de discos. Ninguno de sus padres completó la educación
secundaria, y aunque en su casa no había demasiados libros siempre se estaba debatiendo
con entusiasmo sobre lo que ocurría en el mundo. «Mi padre era un espíritu libre y
apoyaba con fuerza a Roosevelt», explica Becker. «Hablábamos de temas relacionados con
la política y la justicia social, la renta controlada, los impuestos, el trato que se daba a los
negros en el Sur y cómo ayudar a los pobres.»
Por aquel entonces, Nueva York tenía la comunidad judía más grande del país, pero
eso no protegió a la familia del antisemitismo. Recibieron ofensas por su raza. El hermano
de Becker, que poseía una licenciatura en Ingeniería Química por el MIT, trató de hacer
carrera en diversas compañías químicas pero nunca fue promocionado, así que fundó su
propia empresa. A pesar de que en ocasiones la discriminación impedía prosperar a los
judíos, Becker decía: «Mi padre mantenía que si trabajabas duro podías superarla».
Becker trabajó suficientemente duro en la escuela para ser admitido en Princeton,
pensando que estudiaría matemáticas. Pero también estaba muy interesado en contribuir
a la sociedad. En su primer año, hizo un curso de económicas y encontró su pasión.
Concibió la loca y salvaje idea de combinar de algún modo la economía con su interés en
los problemas sociales. Después de licenciarse, fue a la Universidad de Chicago, donde se
convirtió en alumno de Milton Friedman, que supo ver en Becker el brillo de un genio.
Becker empezó estudiando la base económica de la discriminación. «Tenía la intuición
de que la discriminación no era una única cosa sencilla», recuerda. «Se manifiesta de
muchas maneras, incluidos el salario y el empleo. Por ejemplo, si un empleador tenía
prejuicios contra los trabajadores negros, ¿qué implicaba eso para los trabajadores de esa
raza comparados con los de raza blanca con sus mismas capacidades?»
Becker descubrió cómo identificar los prejuicios de trabajadores, empleadores, clientes
y cualquier otro tipo de grupo y pasarlos por el filtro del análisis económico. En cierto
sentido, lo que Becker hizo fue identificar los incentivos que están en el origen de la
discriminación. «Sin embargo, tenía que trabajar a oscuras», recuerda. «Nadie había
trabajado sobre ello, a pesar de la importancia del problema.» Sus profesores de economía
se mostraron tan escépticos sobre su tesis que incorporaron a un sociólogo para que
formara parte del tribunal de tesis, pero el sociólogo en cuestión no tenía ningún interés
en lo que Becker estaba haciendo.
Por supuesto, el trabajo de Becker tenía que ver absolutamente con la economía, solo
que los economistas todavía no lo sabían. Su idea de combinar la economía con la
sociología constituyó un enorme avance para el pensamiento económico tradicional; una
vía absolutamente nueva. Su trabajo mostró qué ocurre con los mercados y las
interacciones económicas cuando las personas discriminan. Por ejemplo, ¿qué ocurre en
el mercado de trabajo cuando una empresa prefiere contratar a una persona y no a otra?
(Digamos que elige a mujeres para determinados tipos de trabajo pero no para otros.) Si
podemos desarrollar respuestas correctas para estas preguntas, entenderemos
probablemente uno de los factores importantes que condicionan el entorno económico.
Sin embargo, no parece que los economistas sean capaces de encontrar respuestas de ese
tipo en el contexto de la discriminación.
A pesar de los escépticos, Becker tenía suficiente apoyo de Friedman y otros y no
perdió la fe, y una vez doctorado empezó a trabajar como profesor en la Universidad de
Columbia. En 1957, cuando tenía veintisiete años, publicó un libro basado en su tesis, que
tituló The Economics of Discrimination (La economía de la discriminación), en el que
detallaba lo que llamaba «el gusto por la discriminación»; el prejuicio que nace del odio o
la «animosidad» frente a otros. Este tipo de discriminación aparece cuando una persona
evita o actúa contra otra «únicamente porque» no le gusta su raza, religión o preferencia
sexual.
Los incentivos que Becker estudió no se limitaban al dinero. Odiar a alguien puede
constituir una poderosa motivación para discriminarlo. Según la teoría de Becker, las
personas que tienen ese tipo de animosidad no solo odian a los «otros», sino que son
capaces de renunciar al dinero —en forma de beneficios, salario o renta— para mantener
su prejuicio. Por ejemplo, un hombre blanco que siente algo así por los individuos de raza
negra preferirá trabajar en equipo con otro hombre blanco por 8 dólares la hora antes que
ganar 10 dólares la hora trabajando con un hombre negro. En este caso, el incentivo «del
odio» supera al monetario.
Aun así, cuando emprendió por primera vez un viaje por el mundo presentando su
trabajo The Economics of Discrimination, una de las objeciones habituales de los otros
economistas fue que «eso no tenía que ver con la economía». Básicamente, su argumento
frente a Becker era que: «No es que el trabajo no sea interesante o importante; es solo que
es algo que deben estudiar los sociólogos o los psicólogos». Sin embargo, las cosas
empezaron a cambiar con la aparición del movimiento por los derechos civiles en la
década de 1960. Pronto, la gente empezó a interesarse con fuerza en el asunto de la
discriminación y la economía y el de Becker era el único libro serio sobre ello.
«De pronto, personas muy influyentes comenzaron a leerlo y todo el asunto se hinchó
como un globo», recuerda. Se reimprimió el libro en una segunda edición actualizada en
1971 y hoy se considera un clásico porque cambió completamente la manera en que
entendemos la discriminación. Cuando el Comité del Nobel otorgó el Premio Nobel de
Economía a Becker en 1992, sus miembros loaron especialmente The Economics of
Discrimination. «El análisis de Gary Becker ha resultado controvertido a menudo e,
incluso, al principio, recibido con escepticismo y hasta desconfianza», expresaba el
Comité del Nobel en su nota de prensa anunciando el premio. «A pesar de ello, nunca se
dio por vencido, sino que perseveró en el desarrollo de su investigación, ganando
gradualmente aceptación entre los economistas, por sus ideas y métodos.»4
Los prejuicios menguan
Obviamente la discriminación basada en la animosidad todavía es virulenta. A veces, sale
a la luz, como puede atestiguar cualquiera que haya escuchado alguna vez una de esas
emisoras de radio extremistas e intolerantes que hacen gala de ello. Los blancos y los
negros todavía no conviven en paz en algunos lugares del mundo. Y los homosexuales son
aún objeto de acoso, palizas y disparos.
A pesar de eso, hemos recorrido un largo camino. Si un estadounidense medio hubiera
entrado en coma en 1957 y se despertara ahora, estaría sin lugar a dudas maravillado por
el cambio en las actitudes de la sociedad. Desde el punto de vista cultural, la vida no es la
misma que solía ser; las inclinaciones y preferencias sociales de la gente han evolucionado.
Por ejemplo, ya no existe la creencia generalizada de que las mujeres son inferiores a los
hombres o de que sus vidas están dedicadas exclusivamente a sus maridos, sus hijos y su
casa. Tampoco las mujeres que trabajan fuera de casa son relegadas a las llamadas
profesiones «femeninas» como la enseñanza o la enfermería. Aproximadamente el 39 por
ciento de los licenciados por Harvard en el año 2013 son mujeres, el mayor porcentaje de
todos los tiempos, y en 2011, las mujeres han sobrepasado a los hombres en lo que se
refiere al número de títulos de máster obtenidos.5 De hecho, muchas son las empresas que
hoy en día luchan por contratar mujeres cualificadas, y pagan gustosamente las bajas
maternales para conservar a las mujeres como parte del equipo después de sus embarazos.
Además, en conjunto, la animosidad innata de los blancos hacia los negros parece estar
disminuyendo.6 Según la encuesta conjunta que Gallup y USA Today realizaron en 2011,
la sociedad acepta los matrimonios interraciales más que nunca. Según dicha encuesta el
43 por ciento de los estadounidenses pensaba que son buenos para la sociedad; el 44 por
ciento decía que no veía ninguna diferencia entre ese tipo de matrimonios y el resto. Más
de un tercio de los encuestados dijeron que tenían algún familiar casado con alguien de
otra raza y casi dos terceras partes afirmaron que les parecería bien que un miembro de su
familia decidiera casarse con alguien perteneciente a una raza o grupo étnico diferente.7
Son muchos los afroamericanos que ya no son marginados por las leyes; los
legisladores ya no se concentran tanto en cerrar la brecha educacional entre los blancos y
los niños pertenecientes a minorías étnicas. De hecho, los estadounidenses incluso han
elegido a un presidente negro en dos ocasiones. En resumen, ya no vivimos en el siglo
veinte; lo que es genial cuando se trata de terminar con la animosidad.
Porcentaje de Segundos
«Agente secreto» respuestas «útiles» de interacción
Los porcentajes que aparecen en la tabla muestran algo interesante: si usted pregunta
por una dirección y es una mujer, tiene posibilidades de recibir la ayuda que pide,
especialmente si es joven. Y si es usted es un hombre negro mayor tiene unas
probabilidades ligeramente superiores a las que tiene su homónimo blanco de recibir
dicha ayuda. Pero si usted es un joven hombre negro, mejor que lleve un GPS. Los
hombres jóvenes de raza negra tienen menos probabilidades de recibir ayuda que las
mujeres jóvenes con independencia de su raza (que fueron las que recibieron más ayuda),
o la gente de mediana edad (hombres o mujeres) de cualquier raza.
Quizás usted haya supuesto que las personas que no se detuvieron para ayudar al joven
de raza negra eran racistas, y, en algunos casos, tendría razón. Sin embargo, los datos
mostraban que los hombres y mujeres negros de más edad y las mujeres jóvenes de esa
raza recibían indicaciones adecuadas, así que el odio a las personas de raza negra no
explica los resultados. Si usted no tiene problemas con ayudar a gente de raza negra pero
percibe a ese hombre negro joven como una amenaza, quizás deberíamos considerar la
discriminación económica.
El motivo para ignorar a Tyrone no se basa en el odio, sino en el miedo y el deseo de
autoprotección. Tenerle miedo a Tyrone puede tener su origen en el miedo a ser objeto de
un acto criminal, ya que, desafortunadamente, los delitos cometidos por jóvenes hombres
negros son más habituales que en otros grupos. Aplicando la misma lógica, pensamos que
si hubiéramos utilizado a un joven blanco con la cabeza rapada, botas de cuero y el tatuaje
de una esvástica, probablemente el transeúnte se habría alejado de él a toda prisa.
Para validar esta conclusión decidimos introducir un indicador económico en el
contexto. Volvimos a utilizar a Tyrone, esta vez acompañado de otro hombre negro joven
como él, pero en esta ocasión ambos iban vestidos de traje. Si la respuesta que había
recibido proviniera de la animosidad, supusimos, continuaría siendo mal atendido. Por
otra parte, su atuendo podía indicar al transeúnte que se trataba de «buenas» personas, y,
por tanto, merecedoras de su ayuda.
Por supuesto, esta vez ambos jóvenes fueron tratados mucho mejor y recibieron la
misma información de calidad que las mujeres jóvenes. La conclusión es, por tanto, clara,
aunque no nos guste. Si eres blanco, la forma de vestir tiene menos importancia que si
eres negro. La única forma en que un joven hombre de raza negra puede reducir la
discriminación que sufre es vistiendo bien.
Este hallazgo resulta, obviamente, controvertido. Cuando Trayvon Martin, un
adolescente negro que no iba armado, fue abatido a tiros en una urbanización privada en
Florida en 2012 por un vigilante hispano-blanco llamado George Zimmerman. Martin
llevaba una sudadera con capucha, algo que según el presentador de la Fox, Geraldo
Rivera, fue en parte responsable de su muerte. «Pido a los padres de los jóvenes latinos y
negros particularmente que no dejen a sus hijos salir a la calle con sudaderas con
capucha», dijo Rivera en Fox & Friends. «Creo que la sudadera fue tan responsable de la
muerte de Trayvon como George Zimmerman.»12
El comentario de Rivera generó —legítimamente, según nuestra opinión— protestas
airadas por parte de los que creían que el programa de televisión estaba echando la culpa a
la víctima. Parecía sugerir que los individuos de piel oscura que eligen llevar sudaderas
con capucha pueden fácilmente ser percibidos por los demás como «pandilleros» y un
riesgo para la sociedad. ¿Contribuyó la combinación de la raza de Martin y su elección de
atuendo a su muerte? Eso es lo que Rivera parecía estar afirmando. Y, por desgracia,
nuestro experimento en las calles de Chicago parecía mostrar que el atuendo supuso, en
realidad, una gran diferencia en la forma en que los jóvenes negros fueron tratados.
Aquí está lo que el padre de Martin dijo cuando Rivera se disculpó con él: «Deje que le
diga algo sobre el tema de llevar sudaderas con capucha. No creo que Estados Unidos sepa
esto pero, en verdad, cuando se produjo el incidente, cuando todo empezó, estaba
lloviendo, así que Trayvon tenía todo el derecho a llevar la capucha. Se estaba protegiendo
de la lluvia. Así que… si caminar bajo la lluvia con una capucha es un crimen, entonces
creo que el mundo está rematadamente mal».
Permítanos poner esto en perspectiva. Hace cien años, lo que sucedió con el tiroteo de
Trayvon Martin no habría siquiera salido en las noticias locales del «mundo del hombre
blanco» racista sureño. Pero hace cincuenta años, en 1963, el asesinato del activista
Medgar Evers inflamó el movimiento por los derechos civiles, uniendo a personas de
todos los colores en la lucha por la justicia. Hoy, los disparos que mataron a un
adolescente desarmado pero desconocido encienden de nuevo la hoguera, como debe ser,
y una vez más, unen a gente de todas las razas en una demanda de justicia. Y muestran la
forma en que nuestra sociedad, hoy más tolerante —algo por lo que muchos han luchado
y perdido la vida— puede desandar el camino andado fácilmente.
En función de nuestro experimento en las calles de Chicago podemos argumentar que
la animosidad y el racismo han evolucionado mayoritariamente hacia la discriminación
económica, que es mucho más sutil. Pero, en ocasiones, ambas se combinan de formas
que tienen consecuencias terribles.
Mientras Joe se dirige con su silla a la sala de espera, usted calcula mentalmente. Se
siente mal por él, porque entiende que le habrá costado un esfuerzo llegar hasta el taller.
Joe necesita un descanso. Por otra parte, ¿qué posibilidades reales hay de que Joe pase por
todo esto otra vez y conduzca hasta otro taller para pedir otro presupuesto?
Media hora más tarde, los mecánicos tienen su estimación sobre el coste del trabajo. Le
dice a Joe que va a costarle 1.415 dólares, un 30 por ciento más que lo que le costaría a
alguien sin discapacidad. De hecho, tras hacer que nuestros agentes repitieran el ejercicio
docenas de veces, visitando mecánicos, el patrón se repetía: las personas con discapacidad
obtenían presupuestos un 30 por ciento más altos como media que las personas sin
discapacidad.
¿Está usted, como mecánico, reaccionando a los incentivos o lo hace porque no le
gusta ayudar y atender a personas con discapacidad? Nuestra intuición dice que el
mecánico reconoció que tenía delante a un cliente cautivo. Joe tuvo que hacer un gran
esfuerzo para llevar su furgoneta a reparar, así que el mecánico decidió cobrarle más
porque asumió que Joe no pasaría por el calvario de ir a solicitar otros presupuestos. En
otras palabras, el mecánico creyó que podría subir el precio y obtener el trabajo porque
estaba tratando con una persona discapacitada.
Para validar nuestra intuición, enviamos a un grupo completamente distinto de
agentes a pedir presupuestos. Esta vez les pedíamos, tanto a los discapacitados como a los
que no lo eran, que mencionaran cinco simples palabras.
«Hoy tendré tres presupuestos más.»
¿Adivina qué sucedió?
En esta ocasión, tanto las personas discapacitadas como las que no lo eran recibieron
ofertas idénticas. El caso estaba claro. Los mecánicos realizaban únicamente un cálculo
económico. Al potenciar sus ventas de ese modo estaban metiéndose de lleno en una
discriminación económica claramente injusta, aprovechándose del cliente discapacitado.
Los mecánicos reaccionaban a los incentivos que se les presentaban, en este caso, la
oportunidad de ganar más dinero.
1 En Estados Unidos hacer este tipo de pregunta sería ilegal, lo cual no significa, por supuesto, que los empleados
públicos estadounidenses no hagan uso de dicha información cuando han de tomar decisiones de contratación.
5 En el colectivo de adultos de más de veinticinco años, 10,6 millones de mujeres poseen títulos de máster o
superiores, comparados con los 10,5 millones de hombres con la misma titulación.
6 Ver Kerwin K. Charles y Jonnathan Guryan, «Prejudice and Wages: An Empirical Assessment of Becker’s The
Economics of Discrimination», Journal of Political Economy 116 (2008): 773-809.
7 Jeffrey M. Jones, «Record-High 86% Approve Black-White Marriages», Gallup, 12 de septiembre de 2011,
http://www.gallup.com/poll/149390/Record-High-Approve-Black-White-Marriages.aspx (último acceso, el 28 de
marzo de 2013).
8 La literatura económica se refiere habitualmente a este tipo de discriminación como «discriminación estadística».
Ver Kenneth Arrow, «The Theory of Discrimination», en Orley Ashenfelter y Albert Rees, eds., Discrimination in
Labor Markets (Princeton University Press, Princeton, NJ, 1973), 3-33.
9 Aisha Sultan, «Data Mining Spurs Users to Protect Privacy Online», The Bulletin (Oregon), 29 de septiembre de
2012, http://www.bendbulletin.com/article/20120929/NEWS0107/209290322/
10 Ver «Web Sites Change Prices Based on Customers’ Habits», CNN.com, 25 de junio de 2005,
http://edition.cnn.com/2005/LAW/06/24/ramasastry.website.prices/ (último acceso, 28 de marzo de 2013).
11 Esta investigación y la siguiente se beneficia de la investigación previa de John publicada en la década de 2000.
Ver John A. List, «The Nature and Extent of Discrimination in the Marketplace, Evidence from the Field»,
Quarterly Journal of Economics, 2004, 118 (1), 49-49.
12 Leer más en M. J. Lee, «Geraldo Rivera Apologizes for “Hoodie” Comment», Politico, 27 de marzo de 2012,
http://www.politico.com/news/stories/0312/74529.html#ixzzlqusQkm6A (último acceso, el 28 de marzo de 2013).
7
Cuando reflexionamos sobre lo lejos que han llegado las civilizaciones occidentales desde
principios del siglo veinte, no podemos sino sentirnos impresionados. Si nuestros abuelos
hubieran nacido hoy, sería difícil que encontraran el nivel de animosidad que existía en su
juventud. Resulta esperanzador ver cómo esa animosidad se reduce. Pero aún estamos
muy lejos de tener una sociedad igualitaria, y el crecimiento de la discriminación
económica hace más fácil que esta animosidad se esconda entre sus pliegues.
¿Por qué? Porque aunque la mayoría de nosotros estaría de acuerdo con que la
animosidad es mala, es fácil que no estemos de acuerdo con el hecho de que todas las
formas de discriminación económica son reprobables. Algunas pueden parecernos
justificables, otras quizás no. Algunos tipos de discriminación económica son ofensivos,
mientras que otros no lo son. Algunos merecen ser censurados legalmente, otros no.
Algunos se basan en hechos incontrovertibles; otros en estereotipos culturales y creencias.
Como hemos tratado de sugerir, separar lo que es aceptable de lo que no lo es resulta a
menudo delicado.
Volvamos por un momento al ejemplo del contratista del capítulo anterior. Si ese
hombre estuviera compitiendo en un mercado muy difícil y tuviera serios problemas de
dinero, quizás creería justificado cobrar más al CEO por su trabajo. En este caso,
podríamos ser más comprensivos porque su motivo no estaría basado en la avaricia, sino
en la pura supervivencia. Pero si el sobreprecio se debiera a que estaba ahorrando para un
yate, entonces todo sería distinto.
Muchos somos los que comprendemos que una persona como el contratista
mencionado discrimine para evitar alguna pérdida económica o de otro tipo. Pero si la
persona discrimina para aumentar sus ganancias, creemos que es un aprovechado
avaricioso. Cuando pensamos en ello, sin embargo, la «pérdida» y la «ganancia» son
únicamente dos formas distintas de formular el tema, como veíamos en los capítulos
dedicados a la educación. Cualquier ganancia puede ser formulada como una pérdida, y
viceversa, si uno es suficientemente creativo.
En otros casos, la discriminación económica puede tener que ver con la necesidad
aparentemente sensata de reducir el riesgo. Uno puede pensar que cobrar más a los
fumadores por sus seguros médicos es razonable,1 y que también tiene sentido cobrar más
a los hombres que a las mujeres por los seguros de automóvil, o que las empresas de
alquiler de coches están en su derecho si deciden no alquilar vehículos a conductores de
menos de veinticinco años. Sin embargo, aunque este tipo de políticas pueden parecer
injustas a los hombres que conducen bien o a los jóvenes que lo hacen de forma excelente,
la compañía de seguros argumentará que resulta necesario si quiere controlar sus costes.
Probablemente, las personas obesas cuyos empleadores cubren los seguros pueden tener
que pagar más por sus pólizas médicas que algunos de sus compañeros. Y algunas líneas
aéreas, como Air France o Southwest Airlines obligan a pagar por dos asientos si el
pasajero pesa tanto que no cabe en un asiento con los reposabrazos bajados.
Una persona obesa puede sentirse humillada si se ve en una situación como esa en el
mostrador de venta de billetes. Cuando Kenlie Tiggeman trató de comprar un billete en el
mostrador de Southwest Airlines, tuvo que responder a diversas preguntas. «Me
preguntaron qué talla utilizaba y cuánto pesaba. Tuve que responder en un mostrador
lleno de gente, y algunos se reían», dijo Tiggeman.2 Aunque desde el punto de vista de la
compañía, estas normas puedan tener sentido económicamente hablando, la persona
obesa las interpretará probablemente como animosidad.
Digamos que usted es el jefe de contratación de una compañía constructora, y está
seleccionando a un capataz. ¿Tiene sentido para usted negarse a entrevistar a mujeres si
cree firmemente que un hombre estará más cualificado?3 Después de todo, limitar las
entrevistas a aquellos candidatos que tienen una oportunidad de encajar con el resto de la
cuadrilla ahorra mucho tiempo, esfuerzo y dinero, tanto para usted como para los
candidatos. Ese es un argumento perfectamente racional para la discriminación
económica, pero también es descaradamente sexista. ¿Se negará a entrevistar a cualquier
mujer, del mismo modo que los entrevistadores se negaron a ver a John en 1995?
Pensemos en otro tipo de discriminación. La que existe contra los homosexuales.
Aunque esta cuestión se ha convertido en un tópico debido a la evolución de la sociedad
estadounidense, la discriminación de los homosexuales tiene una historia larga y bien
documentada. Las sociedades han criminalizado la homosexualidad durante siglos, como
Leonardo da Vinci descubrió cuando fue detenido por acostarse con un prostituto. Los
nazis acorralaron a los homosexuales, los esterilizaron y los utilizaron como mano de obra
esclava o como cobayas para los nefastos experimentos médicos del doctor Mengele. Entre
1933 y 1945 la policía alemana arrestó aproximadamente a cien mil hombres solo por ser
homosexuales.4
En la actualidad, a pesar de la persistencia de declaraciones muy agresivas hechas por
una minoría decreciente, y aunque en la mayoría de los estados el matrimonio
homosexual está prohibido, en Estados Unidos la homosexualidad ya no se considera un
crimen. Sin embargo, ¿qué tipo de discriminación contra los homosexuales es la que tiene
más prevalencia? ¿Se trata de una discriminación originada en el odio que conduce a la
violencia y al aislamiento social? ¿Es del tipo económico? ¿Se trata de una combinación de
ambas?
En nuestra incesante búsqueda para llegar al fondo de la discriminación, decidimos
observar el comportamiento de las personas en un entorno amable, neutral y cotidiano:
un concesionario automovilístico. Las ventas de coches son una de las transacciones más
comunes e importantes a nivel económico para la mayoría de las personas, ya que cada
año se venden en Estados Unidos aproximadamente dieciséis millones de vehículos.
Además, los importes son elevados pero las transacciones son relativamente cortas,
haciendo que se trate del lugar ideal para realizar experimentos de campo en los que los
participantes no saben que están siendo observados.
Escenario A:
Hagamos un trato
Una vez más, enviamos a distintos hombres a comprar coches, pero en esta ocasión no
como amigos o formando parte de una pareja sino individuamente con instrucciones
especificas. Todos eran de mediana edad; la mitad eran blancos y la mitad negros. Para
hacernos una idea del tema, comparemos los dos escenarios que detallamos a
continuación y observemos las diferencias.
Con un precio base de 55.000 dólares, el BMW 335i de 2012 es caro, pero también es
una belleza. Un maravilloso descapotable rojo burdeos, con llantas de aleación de doble
radio y asientos de piel negros. Una auténtica obra de arte en el mundo del automóvil.
El vendedor, un joven atlético llamado Richard sonríe a Jim. «Bonito, ¿eh? ¿Quiere
probarlo?»
«Por supuesto», responde Jim tratando de disimular su entusiasmo. Esto va a ser
divertido.
Mientras Richard va a buscar la llave, Jim piensa en los extras que añadiría al precio de
base: asientos con calefacción, dirección asistida, llantas de aleación y tal vez faros
delanteros de gama superior, que su mujer agradecería seguro en esas noches oscuras y
lluviosas de invierno.
Richard regresa con la llave y Jim se pone al volante. Mientras el descapotable sale por
la rampa del aparcamiento y se dirige a la autopista, Richard valora a su cliente. Un
hombre blanco, cerca de los cuarenta. Jim lleva unos pantalones caquis y una parca verde
encima de una camisa lisa de lana.
«¿Cuánto tiempo hace que está buscando un coche?», pregunta Richard.
«Bastante», responde Jim, sonriendo. «Estoy pensando en un regalo de cumpleaños
para mi esposa. Siempre ha soñado con uno de estos.»
«Puedo imaginar su cara cuando abra la puerta y lo vea en su garaje», responde
Richard. Mientras circulan, Richard pregunta educadamente a Jim algunas cosas sobre su
mujer y su familia.
Después del paseo, Richard ofrece a Jim una taza de café y una silla cómoda en su
oficina. Jim dice que está listo para cerrar el trato. Después de una larga negociación,
llegan a un acuerdo: Jim pagará 60.925 dólares por el coche.
Bob cree que el Toyota Corolla de 2012 es un coche bonito. Su precio es de 16.995 dólares.
Bob quiere asegurarse un buen trato para su Pathfinder de 2007 que según los libros tiene
un precio de 10.000 dólares, con alguna rebaja. Quiere deshacerse del Pathfinder, así que
está dispuesto a aceptar por él un precio menor del que conseguiría si lo vendiera
directamente.
Mientras inspecciona las llantas brillantes del coche, el vendedor se le acerca
silenciosamente. «Bonito coche», dice Bob. «¿Puedo probarlo?»
«Por supuesto. Este es el último que nos queda», contesta el vendedor. «Mi nombre es
Tony.» El vendedor extiende su mano y Bob se la estrecha. «Enseguida vuelvo y puede
llevárselo de paseo.»
Cuando Tony regresa con la llave y aprieta el mando para abrir las puertas, Bob se
sienta en el asiento del conductor, apreciando el tacto suave del cuero gris y el olor a coche
nuevo.
Mientras sale del concesionario, Tony trata de averiguar qué tipo de cliente tiene entre
manos. Bob es un hombre de raza negra que parece haber cumplido los cuarenta. Lleva
tejanos y una parca de un azul indeterminado encima de una camisa de franela roja.
«¿Cuánto tiempo hace que está buscando coche nuevo?», pregunta Tony.
«Ya hace bastante», responde Bob. «Necesitábamos un cambio y esta vez quería un
coche nuevo y no otro de segunda mano.»
Después de la prueba de conducción, Bob dice que está listo para llegar a un acuerdo.
Después de una larga negociación, el trato se cierra: Bob pagará 400 dólares más de lo que
marca la factura (16.295 dólares) y se le descontarán 8.000 dólares por el Pathfinder.
Si tuviéramos una varita mágica para tocar a los legisladores de manera que pusieran en
práctica lo que nosotros sabemos, se centrarían menos en el odio y más en las políticas
que ayudaran a aquellos que son objeto de discriminación económica. Para hacerlo,
necesitarían llevar a cabo más experimentos de campo para obtener información sobre las
distintas formas de discriminación económica en sus áreas de interés. Basándose en estas
investigaciones, podrían hacer un mejor trabajo asegurando que todos los trabajadores
tienen el mismo acceso al mercado laboral. Podrían trabajar para asegurar que todos los
consumidores tienen idéntico acceso a los productos. Cuando los clientes intentan
obtener un préstamo, deberían poder demostrar su solvencia en condiciones de igualdad.
Y los legisladores podrían asegurar que en esta época de crecimiento del comercio
electrónico, los precios son justos y transparentes para todo el mundo.
Richard Thaler, nuestro amigo de la Universidad de Chicago, tuvo una buena idea
sobre cómo llevar esto a la práctica. En su columna del New York Times llamada
«Queremos ver los datos. (Al fin y al cabo son nuestros.)», afirmaba: «Las empresas están
acumulando cantidades ingentes de información sobre lo que nos gusta y lo que no nos
gusta. Pero no lo hacen únicamente porque seamos interesantes. Cuanto más saben, más
dinero pueden ganar».8 Aunque esto pueda estar bien —¿por qué no deberían obtener
información para ganar más dinero?—, lo que no es correcto es que abusen de los
consumidores utilizando esa información. La propuesta de Thaler es que el Congreso
apruebe una ley obligando a las empresas a hacer públicos esos datos. Si eso sucede, uno
puede ver quién es el enemigo, y puede encontrar el producto o servicio que mejor cubra
sus necesidades. Si las empresas tienen que compartir sus datos con usted, les resultará
mucho más difícil usarlos en su contra. Thaler argumenta que estas empresas hacen que
elegir sea tan complicado que no podemas actuar como consumidores capacitados si no
disponemos de estos datos.
La solución de Thaler es un buen comienzo. Pero si realmente se quiere detener este
tipo de discriminación, tener acceso a nuestros propios datos no es suficiente. También
tenemos que entender el modo en que estas empresas los utilizan.
1 Entre las compañías con más de veinte mil empleados, un 24 por ciento modifican las primas en función de si el
empleado es fumador, mientras ocurre lo mismo en un 12 por ciento de las empresas que tienen quinientos o más
empleados. Ver «Smokers, Forced to Pay More for Health Insurance, Can Get Help with Quitting», Washington
Post, 2 de enero de 2012. Ver también, «Firms to Charge Smokers, Obese More For Healthcare», Reuters, 31 de
octubre de 2011.
2 «Kenlie Tiggeman, Southwest’s “Too Fat to Fly” Passenger, Sues Airline», Huffington Post, 4 de mayo de 2012,
http://www.huffingtonpost.com/2012/05/04/kenlie-tiggeman-southwests_n_1476907.html
3 Ver Andrew Dainty y Helen Lingard, «Indirect Discrimination in Construction Organizations and the Impact on
Women’s Careers», Journal of Management in Engineering 22 (2006): 108-118.
6 All in the Family (en español, Todo en familia). Segunda temporada. Accesible en YouTube, 25 de marzo de 2013.
http://www.youtube.com/watch?v=O_UBgkFHm8o
7 Ver Uri Gneezy, John A. List y Michael K. Price, «Toward an Understanding of Why People Discriminate:
Evidence from a Series of Natural Field Experiments», Documento de trabajo 17855 NBER (febrero de 2012).
8 Richard H. Thaler, «Show Us the Data. (It’s Ours After All.)», New York Times, 23 de abril de 2011,
http://www.nytimes.com/2011/04/24/business/24view.html
8
Es una tarde de finales de septiembre de 2009, y los alumnos del instituto Fenger en el
barrio Sur de Chicago, cruzan un solar de cemento en su camino a casa desde la escuela.
Algunos viven en las casas del proyecto Altgeld Gardens. Otros viven en el barrio
marginal de Roseland («The Ville»), también en Chicago. Algunos de los estudiantes de
estos dos barrios sienten una profunda antipatía por los otros, a pesar de que los grupos se
parecen más a pandillas que a bandas organizadas.
Mientras los adolescentes cruzan el solar, comienza una pelea. Los chicos de los dos
grupos, así como otros estudiantes que están de paso, se ven atrapados en la melé. Alguien
saca un teléfono móvil y empieza a grabar un vídeo en el que se ve a quince o veinte
jóvenes peleándose. No se distinguen los bandos y el altercado no parece distinto de
cualquiera de los causados por las hormonas en los institutos de todo Estados Unidos. Al
cabo de un minuto, el vídeo muestra cómo alguien descubre un par de tablones de madera
en el suelo del solar. Eugene Riley, que lleva una cazadora de motorista roja, coge uno de
los tablones que le alcanza un amigo y lo blande como si se tratara de un bate de béisbol
sobre la cabeza de Derrion Albert, un estudiante del cuadro de honor, de dieciséis años.
«¡Ayyy!», grita alguien. Los chillidos y las voces se suceden y los chicos empiezan a
correr. Algunos hacia los gritos y otros alejándose. Derrion trata de ponerse en pie pero
los puñetazos y los golpes se suceden mientras alguien grita: «¡Dios mío, chicos!» Derrion
trata de protegerse la cabeza.
La cámara se desplaza desde el solar a la calle. Un hombre de unos treinta años que no
lleva camiseta se enfrenta a un adversario mucho más joven que lo amenaza con un
tablón. El hombre tiene los brazos como troncos de árbol. El chico hace un cálculo rápido
y decide tirarle el tablón y salir corriendo. La cámara vuelve al solar. Derrion sigue en el
suelo, sin poder defenderse, mirando sin ver. Sus atacantes vuelven a golpearlo durante
más de diez segundos y luego huyen. El chico de la cámara y otros se dirigen a Derrion.
«Levántate, hijo», dice alguien. Sus amigos lo ponen en pie y lo llevan a un centro
comunitario que hay cerca del solar abandonado. Sus amigos gritan su nombre,
desesperados en un intento de que conteste. Al cabo de dos minutos, en el vídeo se
escucha una sirena.1 Derrion murió horas más tarde.
La brutal muerte de Derrion, vista miles de veces en YouTube, fue uno de los más
espantosos ejemplos de la violencia que sigue amenazando a los jóvenes de los barrios
marginales, junto con las drogas, el desempleo, los embarazos adolescentes, el abandono
escolar y la obesidad. Durante décadas, los legisladores han tratado por todos los medios
de resolver estos problemas, pero aunque los índices de criminalidad han descendido,
nunca ha estado claro qué políticas funcionaban y cuáles eran simplemente tirar el dinero.
Políticos como el alcalde Richard Daley y Ron Huberman, desesperados por probar
cosas nuevas, acudieron a nosotros. «¿Por qué no logramos saber qué funciona?», nos
preguntó Ron. Nuestra respuesta fue clara: no hemos realizado suficientes experimentos
en esta área para lograr comprender qué funciona y por qué lo hace.
Existen, sin embargo, antecedentes, en lo que se refiere al tipo de experimento social a
gran escala que Ron quería que hiciéramos. Muchos tuvieron lugar en la década de los 60,
concretamente desde 1963 a 1968, durante el mandato del presidente Lyndon Baines
Johnson. En esa época, los científicos sociales buscaban la respuesta a preguntas tales
como «¿Qué sistema resultaría ideal en lo que se refiere a los seguros médicos?»2 El
resultado de esos estudios tuvo una gran influencia, pero cuando el apoyo federal a los
mismos se terminó, los investigadores volvieron a sus ordenadores y sus laboratorios y
dejaron atrás los experimentos sociales. Recientemente, los académicos han vuelto a
formar equipo con los políticos para comprobar qué impacto tienen las intervenciones de
estos últimos en el comportamiento.
No hizo falta mucho tiempo para que el vídeo de tres minutos sobre el asesinato de
Derrion llegara al público. Apareció en todos los noticiarios de Chicago; el vídeo formaba
parte de todos los reportajes relacionados con el asesinato que corrían por la Red.
¿Voyeurismo? Por supuesto. No obstante, el vídeo ayudó a identificar a los culpables, y los
abogados de la acusación obtuvieron condenas en cinco casos. Los abogados defensores
tuvieron que enfrentarse a sentencias que iban de los siete a los treinta años de prisión.
Incluso en el caso de buen comportamiento es probable que Eugene Riley pase la mayor
parte de su vida entre rejas. Cinco condenas suponen un coste importante para la
sociedad. En Illinois el coste de un año de cárcel se estima en 40.000 dólares, y se calcula
que el coste que un homicidio tiene para la sociedad se acerca al millón de dólares en
costes médicos, investigaciones, tasas legales y el coste de la cárcel.
¿De qué manera podemos dedicar nuestros impuestos a rebajar la violencia armada
entre los adolescentes?
El minero de datos
Ron Huberman ha sido uno de los funcionarios públicos más brillantes que ha tenido
Chicago (o quizás que haya habido en cualquier parte). Guapo, con voz profunda,
exmiembro del departamento de policía, que se declara abiertamente homosexual,
Huberman nació en Tel Aviv en 1971. Era el segundo hijo de dos supervivientes del
Holocausto que emigraron a Israel cuando eran niños pequeños tras la desaparición de
muchos de sus familiares. Sus padres se marcharon con sus hijos a Oak Ridge, Tennessee,
cuando Huberman tenía cinco años. Su madre, que había sido lingüista y concertista de
piano, empezó a trabajar en el instituto local, donde enseñaba lengua extranjera. Su padre,
un biólogo molecular brillante, aceptó trabajar para el gobierno en el campo de la
investigación contra el cáncer. «Mi padre tenía mil ofertas de trabajo de las compañías
farmacéuticas», recuerda Huberman, «pero escogió investigar para el gobierno, ganando
menos de lo que el sector privado ofrecía, porque creía que podía ayudar a la gente. Creo
que su decisión influenció mi sentido del servicio público y mi deseo de contribuir».
Huberman no tomó muy en serio sus estudios en la escuela primaria y secundaria,
pero consiguió buenas notas en el instituto y entró en la Universidad de Wisconsin, donde
estudió inglés y psicología. Después de licenciarse, fue a la academia de policía, se
convirtió en policía en 1995 y empezó a trabajar en el turno de noche en Chicago.
Recuerda que formar parte de la policía le dio un lugar privilegiado para observar lo que
funciona y lo que no lo hace en una gran ciudad propensa a la violencia.
En Chicago los homicidios se habían incrementado de forma sostenida durante años;
los años 90 fueron una de las peores décadas en lo que a este extremo se refiere. En 1992
se produjeron 943 asesinatos en una ciudad con menos de tres millones de habitantes, lo
que implica un índice de un 34 por 100.000. En 1999, 6.000 personas fueron heridas de
bala en la ciudad de Chicago. De ellos, 1.000 murieron.
Huberman afirma que acudir a las llamadas por disparos en las viviendas de protección
oficial, «me mostró hasta qué punto la gente, simplemente, se resigna al horror. No había
una sola noche en que no hubiera heridos o muertos por arma de fuego. La capacidad de
indignarse de la comunidad desaparecía detrás de un inmenso cansancio, mientras los
tiroteos seguían y seguían».
Después de haber visto morir a demasiados jóvenes, Huberman empezó a pensar que la
policía debería tener un modo mejor de hacer las cosas. Comenzó a preguntarse qué
palancas debían moverse y empujarse para hacer que la policía fuera más efectiva. La
policía no podía hacer mucho para cambiar las cosas por sí misma; su trabajo era resolver
crímenes, no prevenirlos. Así que Huberman decidió volver a estudiar, durante el día, y
obtener el título en dos programas de máster de disciplinas tan distintas —algunos dirían
que contrarias— como son trabajo social y empresariales.
Poco después, Huberman fue promovido y ascendió hasta convertirse en
superintendente adjunto del cuerpo de policía. Uno de sus primeros proyectos como
posgraduado fue hacer que la policía entrara en la era de la información, desarrollando el
equivalente a un sistema de registros médicos electrónicos. «Antes de implantar este
sistema, todo se hacía en papel», recuerda. «Si se producía un atraco, y el testigo decía “el
asaltante llevaba un conejito tatuado en el hombro”, el investigador tenía que bajar al
sótano y pasar horas y horas revisando cientos de formularios de color rosa que se usan
para las descripciones de los atracos, tratando de encontrar alguno que mencionara el
tatuaje. Llevaba siglos disponer de la información correspondiente a suficientes
sospechosos para formar una rueda de reconocimiento o identificar patrones en el delito.»
La policía no disponía de los millones de dólares que costaría convertir ese caos en una
base de datos electrónica en tiempo real, así que Huberman acudió humildemente a la
enorme compañía de software Oracle y los persuadió para que la desarrollaran,
diciéndoles que podrían vender el sistema a otras policías en todo el país. Oracle mordió
el anzuelo y puso 10 millones de dólares para el proyecto. Huberman les dio la
información que necesitaban para hacerlo y una campaña «uno por uno» aportó el resto
del dinero.
El sistema CLEAR, Citizen and Law Enforcement Analysis and Reporting (Sistema de
Análisis e Información Ciudadana para el Cumplimiento de la Ley) ha cambiado la
ecuación del crimen en Chicago. Hoy, cuando se produce un atraco, la víctima dice a la
policía que el asaltante tenía tatuado un conejito en el hombro, y usando su dispositivo
electrónico, el agente puede identificar a los sospechosos más probables en el acto. Los
mandos pueden también asignar a los agentes a aquellas zonas en que se producen más
delitos. El sistema CLEAR ha permitido a los jefes de la policía probar sus hipótesis
periódicamente. ¿Se logra reducir el crimen, por ejemplo, con detenciones en el ámbito de
la droga o con arrestos entre los pandilleros? Los datos muestran qué agentes son más
eficaces en la resolución de delitos y esos oficiales son promovidos en virtud de sus
resultados. En la actualidad creemos que, en parte gracias a este sistema, los tiroteos en
Chicago han disminuido en dos terceras partes desde los tiempos en que se implantó el
CLEAR en 1999.
Cultivar la calma
Una vez puesto en marcha el sistema CLEAR, Huberman implantó rápidamente sistemas
similares en otras organizaciones grandes, complejas y culturalmente complicadas
pertenecientes al gobierno municipal. Después del 11 de septiembre de 2001, fecha en que
todas las grandes ciudades del país fueron puestas en alerta, el alcalde Richard Daley
decidió poner a Huberman a cargo de una serie de retos a corto plazo en la gestión de
algunos importantes sistemas. Cuando lo contrató, el alcalde afirmó: «Pongo en él toda mi
confianza. Puedo irme a dormir por la noche y hacerlo bien tranquilo. No tengo que
preocuparme por Ron Huberman».
Huberman se convirtió en la versión local de Superman en Chicago, encarando los
problemas notables y espinosos uno tras otro y haciéndolo siempre bien. Huberman
empezó por la gestión de las emergencias. El encargo: coordinar todas las agencias que
protegían a la ciudad de ataques terroristas, crisis de salud pública y desastres naturales y
encontrar la manera de manejar las más de veintiuna mil llamadas al 911 que se producen
a diario. Creó un centro de mando integrado para coordinar todos los recursos de la
ciudad durante las crisis. Un sistema que más tarde el secretario de Seguridad Interna de
Estados Unidos, Michael Chertoff catalogaría como «revolucionario». A continuación, en
2005, Huberman empezó a trabajar como jefe de gabinete del alcalde Daley, como
responsable de eliminar la corrupción en Chicago e implantar la obligación de rendir
cuentas en el gobierno de la ciudad. Luego, Huberman transformó la Autoridad del
Transporte de Chicago, mejorando enormemente la experiencia del usuario y
renegociando convenios colectivos para todos y cada uno de los veintiún sindicatos de
transporte existentes. En su tiempo libre, lanzó el mayor programa de contratación de
exconvictos del país.
Todos estos sistemas se basaban en la misma metodología de análisis de datos y
tratamiento estadístico que caracterizaba el sistema CLEAR. En cada caso, Huberman
creó, en diversos departamentos, equipos de personas que pensaban de forma parecida y
pertenecían a disciplinas distintas. Juntos, crearon detallados sistemas de tratamiento
estadístico orientados a cuantificar, que a menudo extraían información de fuentes no
habituales para el gobierno, y que dejaban claros los objetivos de rendimiento para las
personas que trabajaban en cada una de las áreas del gobierno local.
En 2009, poco después del asesinato de Derrion Albert, Arne Duncan, que era en aquel
entonces el responsable de las escuelas públicas de Chicago, aceptó el cargo de secretario
de Educación que le ofrecía el presidente Obama. Huberman sustituyó a Duncan como
CEO. Poco después de asumir el cargo, Huberman empezó a pensar en el problema de los
tiroteos entre adolescentes. Con la ayuda de los fondos del gobierno federal, lanzó un
programa llamado Culture of Calm (la Cultura de la Calma). El programa identificaba
una serie de escuelas de alto riesgo de Chicago y centraba todas las intervenciones
imaginables en ellas. Los investigadores analizaron todo aquello que exponía a los niños a
la violencia, desde la disciplina que se aplicaba a los estudiantes hasta el diseño de los
pasillos de los edificios. Los profesores concentraban sus esfuerzos en los estudiantes que
estaban en riesgo. Se contrataron consejeros escolares adicionales. Una vez que los chicos
más conflictivos tuvieron atención personalizada, la cultura de las escuelas empezó a
cambiar. Pero hacía falta algo más para cambiar definitivamente el paisaje.
Busque el nombre de Kanye West, el famoso rapero y productor musical. Si alguien
puede motivar a los chicos negros marginales es él. Guapo, atrevido, franco, un hombre
negro «muy macho» que siempre lleva una sudadera con capucha y una cazadora de piel
cuando actúa; West ha cosechado muchos premios con sus cinco álbumes en solitario,
todos los cuales han sido disco de platino; también es uno de los artistas digitales con más
ventas de todos los tiempos.3
Hablando con Huberman sobre un posible incentivo que implicara a West, decidimos
que un concierto íntimo con la estrella (que daría el concierto pro bono) captaría la
atención de los chicos de las treinta y dos escuelas más violentas. Así que el premio
ofrecido fue un concierto privado para la escuela que cambiara su cultura para mejor con
mayor nivel de profundidad. Cada escuela tenía su comité de Culture of Calm y
competían fieramente entre ellas.
El Instituto Farragut, que ganó el premio, se transformó de un modo increíble como
resultado del programa. Situado en el sureste de Chicago, sus estudiantes son hispanos en
un 70 por ciento y afroamericanos en un 30 por ciento. Antes de que comenzara el
programa Culture of Calm, los pasillos estaban llenos de chicos comportándose de forma
agresiva —dándose empujones, insultándose y en ocasiones soltando algún puñetazo—.
Los únicos adultos visibles eran los guardias de seguridad que deambulaban y que
literalmente empujaban a los chicos a las clases cuando sonaba el timbre.
Los estudiantes del Instituto Farragut empezaron por crear un comité de Culture of
Calm formado por los líderes estudiantiles, no solo el delegado de la clase o el
subdelegado sino chicos «con influencia», que destacaban jugando al fútbol, etc. El trabajo
de este comité era decidir cuáles serían las reglas básicas, y también se pusieron de
acuerdo en dos exigencias generales críticas: la disminución del absentismo escolar y la
reducción de los incidentes violentos tanto dentro como fuera de la escuela.
Motivados por la competencia por el premio, los chicos empezaron a trabajar
presionando a sus compañeros. El incentivo resultó ser mágico. Aunque todas las escuelas
del programa Culture of Calm consiguieron reducir de forma notable la violencia y
aumentar la asistencia a clase, en Farragut los incidentes por mal comportamiento se
redujeron en un increíble 40 por ciento.
Por supuesto, el concierto que tuvo lugar en el gimnasio de Farragut en junio de 2010
fue fabuloso. West se hizo acompañar por dos artistas muy admirados. Lupe Fiasco, que
cantó su éxito «Superstar» seguido de otra superestrella, Common, que cantó «Universal
Mind Control». Luego apareció West, y los estudiantes se volvieron locos. Para ellos, fue
una noche inolvidable.
Sin embargo, al final, resultó que no fue el incentivo del concierto lo que hizo que las
cosas cambiaran. La oportunidad de ver a West, de hecho, únicamente legitimó lo que los
chicos deseaban: un lugar seguro donde aprender. «Querían verlo, pero lo más importante
era que se sentían libres para levantarse y decir que querían una escuela segura», apunta
Huberman. En eso, los estudiantes triunfaron más allá de lo que podían haber imaginado.
En las treinta y dos escuelas del programa, las cosas han permanecido en calma. Los
profesores se pasean por los pasillos; los chicos no se enzarzan en peleas, y los incidentes
violentos, como por ejemplo los tiroteos, se han reducido en un 30 por ciento.
¿Fue esa la única solución que dio Huberman? Como se vio después, solo era la punta
del iceberg.
Una vez identificados los estudiantes, el siguiente paso fue emparejarlos con sus mentores,
a través de un programa llamado Young Advocate Programs, Inc (YAP). Uno de los
mentores del programa YAP es Chris Sutton, un afroamericano de cuarenta años, casado
y padre de dos hijos, dueño de un túnel de lavado de coches, licenciado en Marketing.
Sutton describe su peligroso trabajo con cinco palabras: «Mantengo a mis clientes vivos».
YAP paga a Sutton entre 12 y 30 dólares por hora por cada uno de sus cinco
clientes/estudiantes. Entre 60 y 150 dólares la hora. El salario es, sin duda, bueno —y sí,
suficiente para incentivarlo—, pero es un trabajo peligroso de veinticuatro horas al día, y
dice que el dinero no es su principal motivación. Realmente Sutton quiere ayudar a esos
chicos en situación de riesgo; sabe que si los abandona a su suerte en las calles, es muy
probable que mueran. Así que deja a sus jóvenes clientes en la escuela por la mañana y los
recoge por la tarde, los dos momentos de mayor violencia en el instituto. Los lleva al
trabajo y luego a cenar y a casa por las noches. Está de guardia el resto del tiempo.
Uno de los últimos clientes de alto riesgo de Sutton era un joven negro muy impulsivo
llamado Darren que cumplía con casi todos los criterios para ser víctima de un tiroteo.
Los padres de Darren eran adictos y habían estado en la cárcel. «Si estás rodeado de gente
que siempre hace lo incorrecto, tienes que ser diez veces más fuerte para hacer lo
correcto», apunta Sutton. Todos los amigos de Darren habían abandonado el instituto, y
como Darren había tenido problemas muy a menudo, había perdido muchas clases, por lo
que era mayor que sus compañeros. Estaba en libertad condicional por haber llevado una
pistola cargada a la escuela. Vivía con su padre de acogida en Englewood, una zona muy
peligrosa de Chicago, donde los tiroteos desde vehículos en marcha sucedían a diario. «Es
igual que en las películas del Oeste», dice Sutton.
Darren es brillante y trabajador, y trabaja para el ayuntamiento, limpiando las cunetas
y los parques públicos, empleo que consiguió a través del programa YAP. Por desgracia,
tiene el hábito de jugarse la paga, y le ha costado mucho entender que todos sus actos
tienen consecuencias. Como Darren desconfía mucho de las instituciones y de los adultos,
Sutton camina por la cuerda floja para tratar de ganarse su confianza. «Hay que ser muy
sutil con chicos como él», dice Sutton. «Hay que vestirse como ellos, escuchar la misma
música y estar muy atento. Recogemos datos sobre los chicos que realmente son malos y
damos aviso a los directores de la escuela para que puedan incluirlos en el programa
YAP.»
Al tiempo que el programa salva vidas, ser mentor es un trabajo muy peligroso, Un día,
Darren y otros chicos del programa YAP, junto con Sutton, cruzaron una línea roja.
Darren se peleó con otro chico, y luego un pandillero de una banda rival se metió en la
pelea. Pronto empezaron a silbar las balas. Darren y otro estudiante resultaron heridos.
Sutton reclinó el asiento de su coche, llamó al 911 y rezó.
Las buenas noticias son que Darren sobrevivió al tiroteo. Tiene el título de bachillerato.
Para su sorpresa incluso logró un notable en música, y le confiesa a Sutton que no podría
haberlo hecho sin la ayuda que le dio el YAP. Y Darren sigue manteniendo su trabajo para
el ayuntamiento. »Si los chicos como Darren pueden aferrarse a eso y lograr terminar el
bachillerato, estarán preparados para mantener un trabajo a tiempo completo —si logran
conseguirlo— una vez graduados», dice Sutton. «No podemos hacer los exámenes por
ellos, pero podemos darles transporte, ayuda en los estudios y consejo. Y eventualmente
podemos dejar que circulen sin muletas.»
Es cierto que el programa YAP es caro —15.000 dólares por estudiante
aproximadamente— pero eso no es nada comparado con el coste de la cárcel, y para
aquellos a los que ayuda parece ser una influencia duradera. Hasta hoy, a pesar de que en
la mayoría de los resultados que hemos medido, los chicos del YAP no son distintos de los
del grupo de control, ninguno de los que ha tenido éxito en el programa se ha metido en
problemas importantes tras la graduación; muchos de ellos, Darren incluido, han
mejorado de forma impresionante su comportamiento.
Sin embargo, es cierto que el YAP no puede salvar a todos los chicos en situación de
riesgo de Chicago, y que el dinero siempre escasea, sobre todo para programas
experimentales. Aunque tengan la suerte de ser adecuados para el programa YAP, muchos
son los chicos que, enfrentados a tremendos avatares en sus vidas, simplemente
abandonan. Necesitamos saber qué funciona para esos chicos.
Obesidad: el asesino silencioso
Los escolares —no solo en Chicago sino en todo el país— se enfrentan a otro gran
problema: el riesgo de obesidad, cuyo porcentaje se ha triplicado desde 1980. Según el
Centro de Prevención y Control de Enfermedades, un 17 por ciento de los jóvenes entre
dos y diecinueve años, y uno de cada siete si hablamos de niños de preescolar en zonas
pobres, son obesos en la actualidad. Obviamente, esos jóvenes pasan demasiado tiempo en
el sofá y no hacen suficiente ejercicio. También comen demasiadas grasas y comida
procesada. No solo en casa sino también en la escuela.
La obesidad es conocida como el «asesino silencioso» porque mucha gente no entiende
lo importante que es el problema. Un estudio de 1999 aparecido en el Journal of the
American Medical Association concluía que entre 280.000 y 325.000 adultos
estadounidenses mueren cada año debido a la obesidad. Dicho de otro modo, uno cada
pocos minutos, casi cuarenta muertos por hora. Esta tasa de defunciones es superior a
muchas de las bien conocidas causas de muerte, como los accidentes de tráfico y el cáncer
de mama.
Muchos adultos apenas recuerdan —o han reprimido el recuerdo— de lo que las
«cocineras», con delantales y gorros blancos, les servían en la cafetería de la escuela.
Estaban las «hamburguesas», hechas de una amalgama de sustancia marrón parecida a la
carne, servida dentro de un bollo de pan blanco. Rollos de cerdo, básicamente hechos con
pan y una salchicha minúscula en su interior. Patatas fritas pasadas. Lechuga de bolsa,
finalmente una verdura, nadando en aliño ranchero. Puré de patatas instantáneo,
inundado de salsa, lleno de menudillos. El tipo de comida que no darían a su perro, pero
por la que demasiados padres estadounidenses pagan.
Una noche de marzo de 2010, millones de televidentes pusieron la televisión para ver
cómo el famoso chef británico Jamie Oliver entraba como una furia en una cafetería
escolar de la ciudad de Huntington, West Virginia, conocida como la ciudad menos
saludable de Estados Unidos (porque la mitad de sus adultos son obesos). Su objetivo era
mejorar la alimentación colectiva de la ciudad. Oliver dijo que no podía creer lo que
estaba viendo. ¿Pizza para desayunar, seguida de un almuerzo a base de nuggets de pollo?
Las cocineras se pusieron a la defensiva, lo que no es de extrañar. ¿Por qué Oliver las
hacía responsables a ellas y no a su jefe? «Este tipo de cosas se decide mensualmente a
partir de un análisis nutricional de las comidas», afirmaba una de ellas, señalando la
etiqueta de un contenedor lleno de nuggets de pollo congelados que Oliver había sacado
de su decepcionante nevera. «El primer ingrediente es carne blanca de pollo.»
Pero mientras Oliver iba leyendo los ingredientes de la lista resultaba difícil encontrar
otro nombre pronunciable. La mayor parte de la lista eran productos químicos
irreconocibles diseñados para mejorar la conservación en el congelador, la consistencia
del producto, la frescura, la textura y la jugosidad de la sustancia parecida al pollo,
incluidos elementos como el benzoato de sodio, la terbutilhidroquinona y el
dimetilpolisiloxano. Oliver tomaba un nugget en su mano. «¿Se comerían esto?»,
preguntaba a las cocineras. «Claro», respondía una de ellas. «¡Está bueno!»
La Asociación Estadounidense para la Nutrición Escolar se ofendió por las acusaciones
de Oliver y respondió con una nota de prensa, argumentando que una encuesta en más de
mil doscientos distritos escolares realizada en 2009 en todo el país «determinó que
prácticamente todos los distritos escolares ofrecían a los estudiantes fruta y verdura fresca,
lácteos bajos en grasas, cereales integrales y un bufet de ensaladas o ensaladas envasadas.
Muchas escuelas cocinaban los productos partiendo de cero en sus cocinas y los distritos
escolares estaban incorporando cada vez más comidas vegetarianas y alimentos locales.
Los programas de nutrición escolar habían reformulado los alimentos favoritos de los
niños para hacerlos más saludables, como la pizza hecha con harina integral, el queso bajo
en grasas o la salsa baja en sal».5
Obviamente, algo entre las cocineras de Huntington, la Asociación Estadounidense
para la Nutrición Escolar y Oliver se había perdido por el camino. Pero hay que decir en
su defensa que el gobierno federal estadounidense está, de hecho (despacio y con grandes
dificultades) tratando de mejorar las cosas, con una inversión anual por valor de 1.000
millones de dólares. En 2011, el Departamento de Agricultura (USDA) revisó sus guías de
nutrición escolar por primera vez en quince años. Pero en noviembre de ese mismo año,
el Congreso dejó sin efecto los nuevos estándares de alimentación saludable para las
escuelas de la USDA, limitando algunas de sus políticas prosalud más agresivas (haciendo
que los presentadores de programas nocturnos se burlaran de la idea de que la salsa de
tomate de la pizza y las patatas fritas deben ser considerados vegetales). A pesar de eso, un
portavoz de la Asociación Estadounidense para la Nutrición Escolar afirma que esperan
que la mayoría de las escuelas sigan las guías de la USDA para conseguir comidas más
saludables.
A pesar de todas las buenas intenciones, aquí está el gran problema: muchos niños
siguen prefiriendo las patatas fritas y la pizza a las espinacas y las manzanas. A pesar de
que muchas escuelas han tratado de incorporar opciones más saludables, como fruta en
vez de postres preparados, los niños tienden a no escogerla. Y aunque lo hagan, terminan
por no comérsela. Algunos padres se esfuerzan mucho para tratar de que sus hijos elijan el
brócoli y el arroz integral, pero son derrotados por la influencia de las ofertas de los
supermercados y por vecinos, familiares o amigos tan bienintencionados como
desinformados.
Dejando de lado el hecho de que sus papilas gustativas dejan de funcionar, los niños
tienen otro problema: no tienen perspectiva a largo plazo, como ya comentamos en el
capítulo 4. Popeye comía sus espinacas, pero si le dices a un niño «cómete la verdura
porque es buena para ti, y te hará crecer fuerte y alto», te enfrentarás a una mirada
ausente. Los niños no piensan en su salud en el futuro (el futuro, con la posible excepción
del día de su cumpleaños, no les interesa en absoluto).
En el capítulo 1, hablamos sobre el uso de incentivos para hacer que las personas
hicieran más ejercicio, demostrando que si se paga a los estudiantes por ir al gimnasio
durante un mes, eso contribuye a cambiar sus hábitos. ¿Podría funcionar un incentivo de
ese tipo en este caso? ¿Qué haría que los niños prefirieran la fruta a las galletas? Para
averiguarlo, trabajamos con el Banco de Alimentos de Chicago, llevando a cabo un
estudio que implicaba a mil estudiantes del área metropolitana, utilizando los programas
de comida fuera de la escuela para entender qué podía hacer que los niños escogieran
comida saludable. Para nuestro experimento dijimos en primer lugar a los niños de un
grupo: «Hoy tenemos algunos postres extras. ¿Qué preferís, galletas o albaricoques
deshidratados?» Como era de esperar, el 90 por ciento de los niños escogió las galletas.
Luego, dimos a los niños nociones de educación nutricional, explicándoles la
importancia de comer frutas y verduras saludables y les hicimos participar en divertidos
juegos tales como dibujar sus propias pirámides alimentarias llenas de colores. Una vez
terminado el programa, ofrecimos a los niños la misma elección: ¿galletas o fruta? Para
nuestra decepción (predecible), el programa nutricional no había hecho mella en sus
preferencias. Los niños seguían prefiriendo las galletas.
Así que probamos otra cosa. Dijimos a otro grupo de niños: «Puedes comer galletas o
fruta. Si comes fruta tendrás un premio». (Los premios consistían en una goma de borrar
pequeña con colores de frutas, una pulsera y un bolígrafo con el mensaje grabado «COME
BIEN PARA SER FUERTE» o un colgante con una fruta. Esta vez, el 80 por ciento de los niños
eligió la fruta, en comparación con el 10 por ciento que lo había hecho cuando no había
premios implicados. Estábamos encantados con lo que habíamos obtenido mezclando los
programas educacionales con los premios. Cuando regresamos, una semana más tarde, el
38 por ciento de los niños seguían eligiendo y comiendo fruta —lo que demostraba que
algunos de ellos estaban empezando a adquirir hábitos saludables a largo plazo.6
Un enfoque ligeramente distinto produjo un resultado todavía más positivo.
Retrocedimos unos pasos para pensar sobre lo que sucede en los supermercados, «la
presentación y la colocación de los productos es una herramienta habitual para ellos»,
observa Ron Huberman. «¿Por qué no aplicar la misma técnica a la comida en las
instituciones?» (Es cierto: si colocamos la comida saludable en un lugar central, bien
iluminado y muy accesible y, en cambio, los alimentos menos saludables se colocan en los
laterales, aumenta el número de personas que se dirige a las áreas «saludables».)7
Comenzamos eliminando los alimentos poco saludables y reemplazándolos por otros
más sanos, pero —y esto es importante— no nos detuvimos ahí. Una de las innovaciones
fue reemplazar las bolsas de patatas que se situaban al inicio de los lineales de las comidas
por bolsas de manzanas fileteadas. Ese fue el acierto, piensa Huberman, porque las
manzanas fileteadas resultaban más atractivas que escoger una manzana gigante con esa
piel que se engancha en la ortodoncia y porque escondimos las bolsas de patatas. Las
patatas y las galletas estaban en un lugar que obligaba a los niños a pedirlas a la cocinera.
¿Quién tiene ganas de preguntar nada a una cocinera gruñona? Efectivamente, habíamos
modificado el coste del consumo. Como dice Huberman: «Ponles difícil el acceso a las
galletas y facilita que cojan manzanas fileteadas». ¡Sí!
¿El resultado final? Una vez más, todo tiene que ver con adaptarse: combinar la
educación nutricional con las elecciones saludables y hacer que esos productos resulten
mucho más atractivos que los menos saludables provocará el cambio.
Dada la necesidad de órganos, es lógico que las autoridades de Estados Unidos y las del
mundo en general hayan tratado de facilitar la localización de los donantes.8 Cuando uno
va a realizar algún trámite administrativo, como por ejemplo renovar el carnet de
conducir, puede optar por marcar una casilla (dando consentimiento expreso para ser
considerado donante) o marcar otra en la que se rechaza explícitamente serlo (si no lo
hace, se convierte en donante por defecto). Existen fuertes evidencias de que las políticas
que obligan a los individuos a optar explícitamente por no donar incrementan las
donaciones; por ejemplo, países como Austria tienen índices de donación muy elevados
(cerca de un 99 por ciento), mientras que países que piden que el individuo consienta
explícitamente, como Alemania, tienen índices que no llegan al 12 por ciento.9
Este tipo de sistema que implica rehusar explícitamente algo es un ejemplo perfecto de
lo que nuestro colega, el economista conductual de la Universidad de Chicago Richard
Thaler define como un «sutil estímulo». Ese estímulo es, simplemente, una forma de
modificar para mejor, en pequeñas dosis, el comportamiento de la gente, de manera que
esta ni siquiera sea consciente de ello. En su libro Nudge, del que Thaler es coautor junto
con el profesor de derecho de Harvard Cass Sunstein, los autores constatan que las
modificaciones en las políticas han logrado sutilmente que los individuos tomen mejores
decisiones, como por ejemplo facilitar a los niños la elección de fruta o ensalada, en lugar
de galletas o patatas.
A pesar de que las casillas de autoexclusión han funcionado de forma eficaz en diversos
entornos (y parece una forma inmejorable de obtener órganos para personas que los
necesitan), el problema de hacer que la gente consienta de esta manera es que algunos
pueden sentirse engañados. Los objetores piensan que si van a ser tan generosos como
para donar sus riñones después de un accidente mortal, lo correcto sería preguntarles
antes si eso es lo que desean, de manera explícita y no implícitamente.
En 2007 formamos equipo con Dean Karlan de la Universidad de Yale para comprobar
si sería posible incrementar la ratio de donaciones, incluso siendo explícitos al respecto.10
En ese caso concreto decidimos analizar qué podíamos hacer para incrementar las
donaciones de córneas, de las que siempre hay escasez. Trabajamos con una organización
sin ánimo de lucro llamada Donate Life, cuya misión es incrementar la donación de
órganos, y el experimento se desarrolló oponiendo el uso de estímulos a los «engorros».
El estado de Illinois había iniciado un nuevo sistema de registro de donantes. Las
personas que ya estaban registradas como tales en el sistema anterior tenían que volver a
registrarse debido a un cambio en la ley. Así que pusimos en marcha un test en el que
nuestros investigadores ayudantes hablaron con más de cuatrocientos hogares en diversos
barrios del entorno de Chicago. Los estudiantes contaban a la gente que debido a cambios
en el registro de conductores, era posible que hubieran dejado de estar en los ficheros. A
continuación, lanzaban la gran pregunta: «¿Querría recibir información sobre las
posibilidades de hacerse donante de órganos?» Si decidían que sí querían recibir la
información, llenaban un formulario con su nombre, dirección, sexo, fecha de
nacimiento, etc. En total, un 24 por ciento respondió afirmativamente, definiendo el que
sería nuestro grupo de base.
Sin embargo, ¿qué ocurría si cambiábamos la opción por defecto y los hogares tenían
que rechazar explícitamente la opción de recibir información? En este caso, aquellos que
no deseaban recibir información tenían que rellenar el mismo formulario que en el caso
anterior, con sus nombres, direcciones, etc., para quedar al margen. Esta vez, el 31 por
ciento de la gente se registró. Parecía que un simple cambio en la opción por defecto era
suficiente incentivo para hacer que más gente se implicara.
En un tercer test, hicimos que el formulario de registro fuera mucho más corto. De
hecho, lo único que tenían que hacer era escribir sus nombres si querían recibir
información de Donate Life. En esta ocasión, el 32 por ciento de la gente quiso recibir la
información. Este resultado mostró que podíamos conseguir más donantes de ese modo
de los que lográbamos pidiendo a la gente que marcara la casilla autorizando directamente
el envío.
Los resultados mostraban que reducir los engorros —evitando a la gente perder el
tiempo y complicarse la vida— funcionaba ligeramente mejor que utilizar estímulos, lo
que significa que no necesariamente tenemos que usar la opción por defecto para
conseguir el mismo porcentaje de autorizaciones. Podemos ser explícitos e incluso así
lograr que más personas se registren.
Potencialmente, estos resultados tienen importantes implicaciones más allá del caso de
los órganos. Por ejemplo, los estadounidenses no ahorran lo suficiente para su jubilación.
Muchos creen que la trampa de la opción por defecto puede funcionar para incrementar
la tasa de ahorro de la gente. Nuestros resultados sugieren que evitando los engorros y
explicando la forma de ahorrar, clara y simplemente, podemos lograr resultados similares.
De igual modo, reducir las complicaciones en el proceso de selección del mejor plan de
salud puede aumentar el número de inscripciones. (Por supuesto, necesitábamos llevar a
cabo más experimentos de campo para comprobar nuestra hipótesis.)
No resulta habitual que los economistas que estudian problemas endémicos como la
pobreza, la indigencia, las drogas o el crimen tengan la oportunidad de ir más allá del
análisis de los datos históricos y se impliquen en la generación de modelos que puedan ser
implementados como reglamentación pública. Por eso nos emocionamos cuando tenemos
la oportunidad de trabajar con gente como Ron Huberman, que nos pidió ayuda para
determinar qué incentivos contribuirían a la resolución de algunos de los grandes
problemas que enfrenta la sociedad. Y definitivamente nos gustaría ver muchos más
experimentos en marcha.
Los funcionarios públicos se centran habitualmente en programas que tengan como
media el mayor impacto. Sin embargo, la realidad es que algunos programas funcionan
muy bien en algunos casos y mal en el resto. ¿Y si aplicáramos un escalpelo a los
problemas sociales en lugar de un martillo? Los resultados de nuestros experimentos
dejan claro que no existe un único programa de rehabilitación que sirva para todo el
mundo. Es posible que programas a medida como el YAP sean más útiles para ayudar a
personas en situación de riesgo, como los pandilleros de Chicago, que cualquier solución
estándar.
Por ejemplo, ¿qué ocurriría si programas como Culture of Calm pudieran reducir su
dimensión y aplicarse de forma más específica? Por ejemplo, quizás algunos estudiantes
respondieran con más intensidad a incentivos sociales como el concierto de Kanye West.
Otros quizás necesitaran incentivos económicos. La idea sería ir más allá de la mera
identificación de estudiantes en situación de riesgo y poner en marcha una batería de
pruebas que nos permitiera realizar un diagnóstico sobre las principales razones que
explican los problemas de comportamiento y prescribir intervenciones basadas en ese
diagnóstico. Por ejemplo, ¿cómo reducir la transmisión del sida, los embarazos
adolescentes, la polución y las tasas de abandono escolar?
Por supuesto, llevar a cabo experimentos de campo de tal envergadura requiere
tiempo, energía y valor. En momentos de ajustarse el cinturón, resulta difícil pensar en
gastar dinero en la realización de experimentos de campo previos a la aplicación de
políticas sociales. Pero esa es una forma errónea de pensar en ello: únicamente llevando a
cabo investigaciones de ese tipo sabremos qué cosas funcionan y así podremos ahorrar
recursos a largo plazo. Y muchos experimentos pueden realizarse virtualmente a coste
cero. Como Ron Huberman sabe, es posible utilizar la investigación para mejorar el futuro
en el ámbito que sea. Ya se trate de la infancia, los pobres o la salud del planeta.
1 Puede ver el vídeo en YouTube si está desesperado por descubrir qué ocurre a continuación. Quizás ya lo haya
visto: salió en las noticias a nivel nacional, después de todo. No se lo recomendamos.
2 El experimento sobre seguros médicos RAND consideraba de forma aleatoria a seis mil individuos con distintos
niveles de coste compartido. Dicho experimento sigue teniendo mucha influencia y fue citado profusamente en los
debates sobre sanidad de 2010. Quizás la mejor señal de que la experimentación ha regresado es que Oregón
terminó recientemente un estudio donde tomaron al azar individuos de Medicare. Para analizar los resultados del
primer año, ver Amy Finkelstein, Sarah Taubman, Bill Wright, Mira Bernstein, Jonathan Gruber, Joseph P.
Newhouse, Heidi Allen, Katherine Baicker y el Oregon Health Study Group (Grupo de Estudios de la Salud de
Oregón), «The Oregon Health Insurance Experiment: Evidence from the First Year», Quarterly Journal of
Economics 127, n.º 3 (2012): 1057-1106.
4 Ver Dana Chandler, Steven D. Levitt y John A. List, «Predicting and Preventing Shootings Among At-Risk
Youth», American Economic Review Papers and Proceedings 101, n.º 3 (2011): 288-292.
5 «Jamie Oliver Misses a Few Ingredients», Nota de prensa de la School Nutrition Association, 22 de marzo de 2010,
http://www.schoolnutrition.org/Blog.aspx?id=13742&blogid=564
6 John A. List y Anya C. Savikhin, «The Behavioralist as Dietician: Leveraging Behavioral Economics to Improve
Child Food Choice and Consumption», documento de trabajo.
7 Paul Rozin, Sydney Scott, Megan Dingley, Joanna K. Urbanek, Hong Jiang y Mark Kaltenbach, «Nudge to
Nobesity I: Minor Changes in Accessibility Decrease Food Intake», Judgement and Decision Making 6, n.º 4 (2011):
323-332.
8 Un esfuerzo importante en el incremento de las donaciones de esos órganos es la novedosa investigación del
economista de Stanford, Al Roth, que recibió el Premio Nobel de Economía en 2012, en parte por su contribución al
diseño de algoritmos que casaran a donantes vivos con personas que necesitan trasplantes. Roth y sus colegas
demostraron que cambios simples en el procedimiento utilizado para asignar los órganos podía modificar
notablemente los resultados.
9 Eric J. Johnson y Daniel Goldstein, «Do Defaults Save Lives?» Science 302 (2003): 1338-1339,
http://www.dangoldstein.com/papers/DefaultsScience.pdf
10 Ver Dean Karlan y John A. List, «Nudges for Nuisances for Organ Donation», documento de trabajo.
11 Ver «Federal Advisory Committee Draft Climate Assessment Report Released for Public Review», US Global
Change Research Program, http://ncadac.globalchange.gov/ (último acceso, el 2 de abril de 2013).
12 http://www.energystar.gov/index.cfm?fuseaction=find_a_product.showProductGroup&pgw_code=LB
13 Ver Robert Cialdini, «Don’t Throw in the Towel: Use Social Influence Research», APS Observer, abril de 2005.
14 Ver David Herberich, John A. List y Michael K. Price, «How Many Economists Does It Take to Change a Light
Bulb? A Natural Field Experiment on Technology Adoption», Universidad de Chicago. Documento de trabajo.
9
Cuando vemos a una persona sin techo en la calle, o la cara desfigurada de un niño
impresa en un sobre o a un voluntario del Ejército de Salvación durante las fiestas
navideñas, uno siente el impulso de echar mano a la cartera. Y si es como el
estadounidense medio, es probable que utilice parte de su tiempo o dé dinero cada año
para causas que lo merezcan en cualquier parte del mundo.
De hecho, los estadounidenses son bastante generosos. Nueve de cada diez personas en
Estados Unidos donan tiempo o dinero a alguna causa caritativa cada año. La
participación de las personas físicas en proyectos de beneficencia asciende a más de
300.000 millones de dólares, aproximadamente el importe del producto interior bruto de
Grecia. Si añadimos los donativos de empresas y fundaciones, la cifra se incrementa
enormemente.1
En total, estamos hablando de una cantidad impresionante de dinero. En los últimos
cuarenta años, han aparecido fundaciones caritativas por todas partes. A pesar de que esta
tendencia ha relajado la presión sobre el gobierno federal estadounidense como proveedor
de servicios como la ayuda a la pobreza, una pregunta sigue sin respuesta: ¿por qué dona
la gente?
La mayoría de las personas dirían que las causas están en nuestro deseo de ayudar a
otros. ¿Es el altruismo la única razón —o al menos la más importante— detrás de la
generosidad de las personas? Nuestra investigación revela que no es así. De hecho,
nuestros múltiples experimentos de campo con distintos proyectos de beneficencia —que
han implicado la comunicación con más de un millón de personas— mostraron
evidencias de que (prepárese) las razones psicológicas que hay detrás de los donativos son,
a menudo, mucho más egoístas de lo que querríamos o estaríamos dispuestos a admitir.
Una de las razones egoístas que hay detrás de los donativos es, obviamente, el beneficio
fiscal que obtenemos al hacerlos. El gobierno estadounidense, efectivamente, subvenciona
nuestras donaciones a causas que van desde realizar colectas para la iglesia a salvar a las
ballenas. Por supuesto, aunque la ventaja fiscal no existiera, la gente seguiría gastando el
dinero que gana con mucho esfuerzo para apoyar la causa que fuera; en general no
pedimos un recibo a un vagabundo.
Por tanto, si donamos por razones ajenas a la pura generosidad o al beneficio fiscal,
¿qué razones tenemos para hacerlo? Desde el punto de vista de la recaudación de fondos
ese extremo es importante. Seguro que las personas que se dedican a recaudar fondos para
causas benéficas deben conocer las motivaciones subyacentes tras los donativos, las
razones por las que los donantes se implican en determinadas causas y las que explican
qué hace que las fundaciones dejen de contribuir. Las organizaciones sin ánimo de lucro
necesitan saber también cómo incrementar los donativos, particularmente en un
momento de recortes masivos en servicios diversos por parte de los gobiernos locales,
estatales y federal. Además al gobierno estadounidense le encantaría saber,
probablemente, si los millones de dólares que los ciudadanos deducen anualmente de sus
declaraciones de impuestos tienen sentido desde el punto de vista económico. Si el
gobierno eliminara las deducciones fiscales sobre las obras de caridad, ¿seguiría la gente
donando?
Como cualquier otro tipo de entidad, las organizaciones sin ánimo de lucro confían en
una combinación específica de sabiduría popular. En nuestros viajes hemos aprendido
que las personas en cada momento de la vida tienden a aplicar el conocimiento aprendido
de los que decidieron antes que ellos, o confían en su «olfato» más que en datos
verificables para tomar decisiones. En el entorno de la beneficencia, por ejemplo, solicitar
donativos ha sido por tradición, una cuestión de prueba y error. Cuando tienen que
diseñar la siguiente campaña, se basan en las prácticas anteriores que tienen más de
anécdota que de ciencia.
Pero con independencia de que uno dirija una institución de beneficencia, una
corporación, un concesionario automovilístico o una empresa emergente, operar en
virtud de la sabiduría popular no suele ser una buena idea, especialmente cuando las
partes interesadas (sus empleados, aquellos a los que sirve y los que apoyan el proyecto
con sus recursos) cuentan con que usted gestionará las cosas de forma inteligente. A lo
largo de este capítulo y el siguiente, pondremos el sector de la beneficencia bajo el
microscopio y evaluaremos distintas formas de hacer las cosas.2
Nuestros hallazgos no son válidos únicamente para la beneficencia. Como veremos,
tienen implicaciones mucho más profundas para cualquier organización.
Sembrando
El origen de nuestra investigación sobre la filantropía se remonta al año 1997, cuando
John era un profesor asistente novato de la Universidad Central de Florida (UCF). En esa
época, John invertía la mayor parte de su tiempo en probar teorías económicas, mientras
avanzaba con lentitud en la jerarquía de investigación, con los experimentos de campo
realizados en el único sector que conocía realmente bien: el coleccionismo de cromos
deportivos.3
Un día se le acercó Tom Keon, el decano de la facultad de empresariales de UCF. Keon
quería que UCF se convirtiera en una organización puntera en investigación. Pensaba que
la única forma de conseguirlo era que cada departamento académico de la escuela de
negocios eligiera un nicho en el que especializarse. Una vez seleccionado uno, él haría
llegar los recursos necesarios al área elegida.4
A partir de sus conocimientos en ciencias económicas ambientales y experimentales,
John pensó en uno de los nichos que podía ganar el «concurso». Después de meses
discutiendo y negociando, el claustro votó de forma prácticamente unánime por las
ciencias económicas ambientales, complementadas por las ciencias económicas
experimentales. Fue un gran día para John y sus colegas, que lo celebraron con cerveza y
pizza.
Poco después de la votación, Tom Keon entregó el premio al ganador. «Felicidades,
John. Tu área ha sido la vencedora. He decidido que para que esto funcione de verdad,
crearemos el Center for Evironmental Policy Analysis (Centro de Análisis de Política
Ambiental) (CEPA, como se llamó más adelante). Y tú estarás al frente.»
John tembló de arriba abajo.5
«Por descontado, tendrás que salir a recaudar fondos para ello», explicó el decano. «La
escuela aportará 5.000 dólares como capital inicial. Tendrás que pensar cómo lo usas para
que se multiplique.»
John nunca había estudiado administración pública y su conocimiento sobre la
recaudación de fondos se limitaba a las respuestas ocasionales que daba a las peticiones de
colaboración que recibía por correo electrónico. Así que decidió realizar una pequeña
investigación sobre la forma en que se utiliza el capital inicial en una incipiente
organización sin ánimo de lucro. Leyó todo lo que pudo encontrar sobre el tema, pero no
halló ninguna investigación cuantitativa que especificara cuánto dinero era necesario para
lanzar una campaña. De hecho, encontró poca investigación rigurosa de ningún tipo. Así
que tuvo que poner en marcha la suya propia. ¿Cuáles eran las premisas sobre las que se
asentaba el mundo de la recaudación de fondos? Decidió hablar con los expertos en este
campo de algunas de las organizaciones benéficas más grandes del mundo.
Una tarde se encontró charlando con un atildado y elegante caballero, de pelo plateado
y americana de tweed, que trabajaba para una gran fundación de protección animal. La
conversación fue más o menos la que sigue:
JOHN: El decano me dio cinco mil dólares como capital inicial. ¿Cuánto más vamos a
necesitar para iniciar una campaña de captación de fondos?
ÉL: Ah. ¡Existe una fórmula milagrosa para saber eso!
JOHN: ¿En serio?
ÉL: (inclinándose hacia adelante) Necesita el treinta y tres por ciento de su objetivo. Así
que si está intentando captar quince mil dólares, necesita cinco mil dólares. Treinta y
tres por ciento es la poción mágica.
JOHN: Vaya. Eso es fantástico. Gracias. Pero ¿cómo sabe que es el treinta y tres por
ciento y no el cincuenta por ciento o el diez por ciento?
ÉL: Porque llevo mucho tiempo en este negocio y así es como se hace. Es exactamente
un treinta y tres por ciento. Si se lanza una campaña con un porcentaje mayor o
menor, no conseguirá recaudar tanto dinero.
JOHN: Pero ¿cómo puede estar seguro de eso? ¿Dónde están las evidencias? No he sido
capaz de encontrar ninguna investigación al respecto…
ÉL: (ligeramente exasperado) Lo sé porque lo aprendí de mi antiguo jefe, que estuvo en
este negocio durante mucho tiempo. Es lo que hacemos siempre. Confíe en mí.
JOHN: (igualmente exasperado) ¿Y él, cómo lo sabía?
Antes de detallar qué hicimos con nuestro capital inicial, hagamos un pequeño
experimento, solo por diversión. Las siguientes ideas son habituales en el entorno de la
recaudación de fondos, y son asunciones típicas que la gente hace cada día. (Algunas de
ellas han demostrado ser útiles, pero otras no tanto. En los próximos dos capítulos
descubriremos qué trucos han sido más eficaces en cada uno de los grupos y por qué.)
Grupo A:
• Donación 1 por 1 («Si llama ahora, un donante anónimo igualará su donación dólar por dólar,
doblando de hecho la donación que usted haga.»)
• Donación 2 por 1 («Triplicando su donación.»)
• Donación 3 por 1 («Cuadruplicando su donación.»)
Grupo B:
Grupo C:
Cuánto más lo analizábamos, más claro estaba que todo el mundo tenía una opinión
sobre lo que funcionaba y lo que no lo hacía. Pero existía poca evidencia científica que
identificara las razones por las que la gente donaba a obras de caridad, o por qué
respondía a determinados estímulos de marketing como los mencionados. Piense en ello:
¿cuántas veces usa la gente de marketing o de ventas tácticas de este tipo para animar a los
consumidores potenciales a invertir su dinero? De hecho, todo el marco económico de la
beneficencia se asemejaba a un prometedor campo de investigación, porque sus
implicaciones eran aplicables, como veremos, a todos y cada uno de los campos
imaginables.
Seguir al líder
Lo primero que necesitaba el centro de investigación eran ordenadores nuevos. Seis, para
ser exactos, y los 5.000 dólares no iban a ser suficiente. Así que una noche, estábamos
hablando con nuestros colegas y amigos, los economistas James Andreoni y David
Lucking-Reiley y juntos ideamos un plan para desarrollar el primer test sobre las prácticas
habituales en la recaudación de fondos.6
Distribuimos el capital del que disponíamos para la campaña en diversas campañas
más pequeñas, para financiar los seis ordenadores que el centro necesitaba y cada
campaña servía además como experimento independiente. Enviamos distintas versiones
de la misma carta de solicitud a los hogares de tres mil habitantes de Florida central,
explicando que el nuevo Center for Environmental Policy Analysis (CEPA) de la
Universidad Central Florida se ocuparía de asuntos referentes al entorno local, estatal y
global como la polución en el aire y el agua, la protección de especies en peligro o el
incremento de la biodiversidad. ¿Harían un donativo para los ordenadores que
necesitaban los investigadores?
Al preguntar a la gente si contribuirían para la compra de un ordenador de 3.000
dólares, introducíamos diversos tipos de aportación y distintas opciones de cantidad. En
una de las cartas decíamos que ya podíamos sufragar el 10 por ciento del coste, y solo
pedíamos el dinero necesario para el resto, es decir 2.700 dólares. En otra de las cartas
elevábamos el porcentaje hasta el 33 por ciento, y pedíamos 2.000 dólares. En una tercera
afirmábamos que ya disponíamos del 67 por ciento del dinero que necesitábamos y
pedíamos a los donantes que nos ayudaran con los 1.000 dólares que faltaban. Algunas de
las cartas especificaban que si no conseguíamos fondos suficientes para los ordenadores, el
dinero se utilizaría para cubrir los gastos operativos del CEPA. En otras se decía que si no
lo lográbamos, devolveríamos los importes de los donativos. Todas iban acompañadas del
habitual «muchas gracias», un formulario para contribuir y un sobre ya franqueado.
Enviamos las cartas y esperamos.
Mientras las respuestas iban llegando, descubrimos que los usos comunes de la
industria eran correctos, aunque solo en parte. El capital inicial es útil para atraer a nuevos
donantes. Pero el 33 por ciento del que nos habían hablado los expertos era absolutamente
erróneo. De hecho, los donativos se incrementaron cuando dijimos a la gente que ya
disponíamos del 33 por ciento de los fondos, y crecieron incluso más cuando les decíamos
que ya disponíamos del 67 por ciento. Cuando los fondos de los que disponíamos
inicialmente eran menores (digamos un 10 por ciento) las contribuciones disminuían.
Parecía que las buenas personas del sector de la beneficencia, en su convencimiento
sobre el 33 por ciento como proporción ideal entre capital y donaciones, habían
desperdiciado oportunidades de captar más fondos. Sin embargo, quizás no estuvieran tan
equivocados. Los niveles de capital inicial transmiten información competitiva a los
donantes potenciales. Por una parte, uno podría pensar que cuanto más cerca está una
campaña benéfica de conseguir un objetivo económico, menos importancia da el donante
a su aportación para ayudar a lograrlo, porque se lo deja a otros.
Pero, por otra parte, los donantes son personas ocupadas. No tienen tiempo para
investigar hasta el último detalle de cada obra de caridad, así que se fían de la información
aportada por otros donantes. Si uno dice que ya dispone de una cifra considerable de
capital proveniente de un donante anónimo, los otros donantes interpretan que un
«experto» ha hecho los deberes y ha decidido hacer una contribución importante.
A la gente le gusta jugar a seguir al líder. De hecho, nuestra investigación descubrió
que ese comportamiento era importante para los donantes, tan importante que
sobrepasaba ampliamente el efecto de dejar que contribuyeran otros. Descubrir cuán lejos
puede llegar este argumento es todavía una cuestión empírica sin respuesta. Por ejemplo,
estamos convencidos de que si dijéramos que ya disponíamos del 99,9 por ciento de lo que
necesitábamos, los donantes no harían aportaciones. Pero es solo una suposición.
Sin embargo, jugar la carta de seguir al líder no resulta tan fácil. Dijimos a algunos
destinatarios de la campaña que si no conseguíamos suficientes fondos, les devolveríamos
el importe donado. Sería fácil pensar que la promesa de reintegro elevaría el número de
aportaciones porque no existe el problema de dejárselo a otros y sí existe el señuelo de
seguir al líder. Pero cuando analizamos los datos en detalle, averiguamos que ofrecer un
reintegro no afectaba en absoluto a los donativos.
Para asegurarnos de los resultados tomamos la idea del Sierra Club de Canadá, una
organización antigua, con una base de donantes y un histórico de tres o cuatro campañas
masivas de marketing directo al año. La delegación de British Columbia nos había
invitado a colaborar, así que junto con nuestro colega Daniel Rondeau, lanzamos otro
experimento pidiendo a tres mil hogares ayuda para que el Sierra Club pudiera extender la
oferta educativa a estudiantes de guardería y primaria de la zona.7 Dijimos a la mitad de
los receptores de la carta (el grupo de control) que el objetivo era de 5.000 dólares y a la
otra mitad que ya habíamos cubierto la mitad de ese objetivo, 2.500 dólares. ¿Funcionó
nuestra teoría en esta ocasión? Puede apostar que sí. Conseguimos un total de 1.375
dólares del grupo de control, y 1.620 dólares —un 18 por ciento más— del grupo objeto
del experimento. El capital inicial disponible funcionó según lo previsto.
¿Cuál es la conclusión de todo esto? Muchas organizaciones sin ánimo de lucro
parecen estar en contra de anunciar que ya disponen de un importe elevado de fondos
porque temen el efecto «que lo haga otro». Creemos que estas organizaciones no
entienden que los donantes quieren seguir a un líder. De hecho el efecto de seguir al líder
es tan poderoso que se come al efecto «que lo haga otro».8
Donativo proporcional
AHORA ES EL MOMENTO DE DONAR
Preocupado por la continua erosión de nuestros derechos constitucionales, uno de
nuestros miembros nos ha ofrecido un donativo proporcional… para alentar a
todos nuestros simpatizantes a contribuir. Para evitar perder la lucha por la defensa
de nuestros derechos, este miembro ha anunciado una oferta (1, 2, 3 dólares) por
cada dólar que usted aporte. Es decir que por cada dólar con el que usted
contribuya, de hecho recibiremos (2, 3, 4 dólares). No perdamos esta oportunidad.
Por favor, ayúdenos.12
El mejor ejemplo de argumentos tan ridículos como este es el que enunció Jonathan
Swift en su ensayo «A modest proposal for preventing the children of poor people in
Ireland, from being a burden on their parents or country, and for making them beneficial
to the public» (Una modesta propuesta para evitar que los hijos de los pobres en Irlanda
sean una carga para sus padres y para el país, haciendo que sean beneficiosos para el
público en general), en el que proponía que los padres irlandeses sin recursos pudieran
vender a sus hijos como comida para la gente pudiente. Sin embargo, las tontinas son una
forma de ganar dinero de gran tradición, y son mucho más que un acuerdo entre
caballeros.
En palabras simples, una tontina es una combinación interesante de una renta vitalicia
en grupo, un seguro de vida en grupo y una lotería y no se limita a ser el argumento de un
enigma o una comedia. Las tontinas ocupan un espacio interesante en la historia
económica, y fueron una forma importante de recaudar fondos en Europa durante los
siglos diecisiete y dieciocho. Deben su nombre a Lorenzo Tonti, un napolitano al que
nadie conocía hasta que su patrocinador, Mazarino, cardenal francés (responsable de la
salud financiera del Estado) apoyó su entrada en la corte del rey de Francia en la década
de 1650.
En el ejercicio de sus funciones, Tonti propuso una anualidad vitalicia, con beneficios
para los supervivientes, en la que los suscriptores, agrupados por tramos de edad, hacían
un único pago al gobierno por un importe de 300 libras. Cada año, el gobierno haría un
pago a cada grupo que supondría el 5 por ciento del capital total con el que dicho grupo
había contribuido. Este pago se distribuiría entre los supervivientes del grupo en la misma
proporción en que cada uno había contribuido inicialmente. La deuda del gobierno
desaparecía con la muerte del último miembro del grupo.
Después de su éxito en Francia, las tontinas se popularizaron. Los gobiernos las usaron
para financiar guerras y proyectos municipales como por ejemplo el puente más antiguo
de Londres (el puente Richmond). Construido en 1777, el puente fue financiado con
cuotas por un valor, considerable en aquellos tiempos, de 100 libras cada una. Se prometía
a los inversores una rentabilidad anual basada en los ingresos procedentes del peaje del
puente. Cuando uno de los accionistas moría, los miembros supervivientes recibían su
parte (esta es la razón por la que las tontinas parecen hechas a medida para provocar
misteriosos asesinatos y están prohibidas en Estados Unidos).21
Las tontinas ocupan también un lugar sobresaliente en la ficción. Agatha Christie las
utilizó como la clave en diversas tramas en sus novelas, incluyendo Asesinato en el Orient
Express. Recientemente, en un episodio de Los Simpson, Abe Simpson y el señor Burns
descubren que sirvieron juntos en la Segunda Guerra Mundial y que su escuadrón es
propietario de valiosas obras de arte alemanas que serán del último superviviente del
grupo. La caja de las sorpresas, una maravillosa película antigua protagonizada por Peter
Cook, Dudley Moore, Ralph Richardson, John Mills y muchos otros actores cómicos, se
basa en una historia original de Robert Louis Stevenson en la que los nietos del último
superviviente de una tontina luchan por su fortuna.
Como sabíamos, por nuestra investigación previa, que las loterías contribuyen a
incrementar los donativos caritativos, nos preguntamos si las tontinas podían lograr algo
similar. Es decir: en vez de utilizar las tontinas como mecanismo para financiar la deuda
pública o garantizar una renta vitalicia a los suscriptores, ¿podrían las organizaciones
benéficas utilizarlas para incrementar los donativos? ¿Cómo funcionaría una tontina en
relación con el resto de los instrumentos que habíamos analizado?
En primer lugar, pensemos en nuestra lotería benéfica. Por cada dólar que uno da,
gana un boleto para la rifa; cada boleto representa una posibilidad de conseguir el premio.
Por tanto, cuanto más alto sea el donativo, mayores son nuestras probabilidades de ganar.
No importa cuánto dinero se recaude, el premio no cambia; pero la probabilidad de
ganarlo decrece si otros dan más que nosotros, porque de ese modo se incrementa el
número de boletos.
Sin embargo, si nos paramos a pensar un momento, no queda claro por qué las
organizaciones caritativas optarían por una lotería cuando invertir ese esquema podría
dar mejores resultados. Una tontina benéfica daría a cada donante una probabilidad cierta
de ganar un premio, siendo el importe del premio proporcional a la cantidad del donativo.
Por ejemplo, imaginemos que usted se acerca a la feria del condado y observa que hay
personas en un estand recaudando fondos para la American Cancer Society (Sociedad
Americana contra el Cáncer) utilizando una tontina benéfica. Un simpático voluntario le
dice que no importa cuánto done, porque usted tendrá un 25 por ciento de probabilidades
de ganar un premio en cualquier caso, aunque a mayor donativo, mayor premio. Luego le
muestra los diversos niveles de premios por los que compite. Si su donativo es inferior a
20 dólares, usted podrá elegir entre diversas cosas sencillas como un punto de libro o una
botella para el agua. Entre 20 y 50 dólares, podría ganar una fantástica botella de vino. Por
50 dólares puede obtener un atractivo cheque de compras, por 100 dólares un fin de
semana en un centro de vacaciones y por 200 dólares quizás gane un Lexus nuevo.
Empieza a pensar en su donativo como una oportunidad de inversión.
Para comprobar si las tontinas podían funcionar realmente así, formamos equipo con
Andreas Lange y Michael Price para diseñar un juego de laboratorio al que jugaban los
estudiantes de la Universidad de Maryland. El juego era artificial pero muy realista desde
el punto de vista financiero. Las decisiones de los estudiantes tenían implicaciones
financieras, quizás más llamativas por la posibilidad de convertir las fichas en dinero en
efectivo.
Esta es la forma en que se desarrolló el juego: cada estudiante formó grupo con otros.
Al principio de cada ronda cada uno de los estudiantes obtuvo cien fichas. Podían tomar
la decisión de entregar esas fichas para el bien público (a beneficencia, por ejemplo) o
conservarlas. Si decidían conservarlas, obtendrían unos centavos por cada una de ellas. Si
las donaban, podían pasar dos cosas. En uno de los escenarios, cada ficha donada para el
bienestar público aumentaba de valor. Así, si uno donaba cinco fichas, se convertían en
seis. (Este acuerdo refleja bastante bien lo que ocurre con los donativos para beneficencia.
Por ejemplo, cuando se dona sangre a la Cruz Roja, esa sangre no tiene mucho valor para
el donante pero es realmente valiosa para otros. El incremento en el valor de cada ficha
dedicada al bien público trataba de reflejar ese efecto.)
En el otro escenario, todos los miembros del grupo se beneficiaban con cada
aportación. Aunque no se hiciera donativo alguno para el bien público se seguía
disfrutando de los resultados de los donativos que hacían otros. (De forma similar,
cuando Bill Gates da miles de millones de dólares a proyectos benéficos, ayuda a mejorar
el mundo, pero los demás no pagamos nada por disfrutar del fruto de su generosidad.)
Una vez asignados a un grupo, los estudiantes tenían que tomar únicamente una decisión
simple: cuánto conservarían y cuánto donarían para el bien público. Pero entonces
añadimos una complejidad adicional: los hicimos participar bien en una lotería, bien en
una tontina.
Descubrimos que las tontinas funcionaban mucho mejor que las loterías en dos
aspectos muy distintos. En primer lugar, en casos en que los participantes tienen gustos
diferentes, las tontinas obtienen mucho más dinero que las loterías, Cuando las personas
tienen preferencias realmente divergentes, las tontinas son un buen instrumento para
hacer que la gente que quiera haga mayores donativos. En segundo lugar, cuando los
individuos implicados sienten aversión por el riesgo —es decir, no son amigos de jugar o
invertir en productos no seguros— la tontina es un buen modo de recaudar fondos. Dado
que esos dos aspectos —que las personas son diferentes y que sienten aversión por el
riesgo— son representativos del mundo actual, las tontinas son herramientas adecuadas
para los recaudadores de fondos.
Los resultados de nuestros experimentos también sugerían que la gente era más
propensa a donar cuando se implicaba en el juego. Este hallazgo tiene sentido. Después de
todo, si uno siente que el proyecto es de confianza (¿recuerdan el efecto de seguir al
líder?), y cree que tiene una posibilidad de «ganar», sea hoy o en el futuro, es más fácil que
responda a la propuesta que le hacen.
Dicho todo lo anterior, nuestra investigación sugiere que donar no tiene tanto que ver con
hacer algo bueno por los demás sino con hacer algo bueno por uno mismo. «Eso es menos
decepcionante de lo que parece», escribió David Leonhardt, mientras resumía nuestros
resultados en el New York Magazine como sigue:
2 Esta investigación nos ha llevado a establecer, en la Universidad de Chicago, el Science of Philanthropy Initiative
(SPI) (Iniciativa Científico-Filantrópica) con el objetivo de explorar las claves de la filantropía utilizando un
enfoque interdisciplinar que incluye colaboraciones estratégicas con la comunidad de recaudadores de fondos. SPI
opera con una subvención de 5 millones de dólares de la Fundación John Templeton. Por favor, vea
http://www.spihub.org si desea más información.
3 Dado que John no disponía de recursos para llevar a cabo estos experimentos, también fue de ayuda que pudiera
usar la colección de cartas de deportes que consiguió en su infancia para pagar a los participantes.
4 Aunque pueda parecer una gran idea si uno es un administrador en potencia, presenta algunos inconvenientes. El
primero es que cada persona del departamento pensará que su área debería haber resultado elegida. Los que
estudian la economía del intercambio quieren que ese sea el nicho elegido; los que se dedican al ámbito laboral,
creen que su proyecto es el mejor, etc.
5 Antes de este rol de líder, John solo había entrenado a los equipos femenino y masculino de esquí acuático.
6 El documento fue publicado, constando como autores John A. List y David Lucking-Reiley, «The Effects of Seed
Money and Refunds on Charitable Giving: Experimental Evidence from a University Capital Campaign», Journal of
Political Economy 110 (2002): 215-233.
7 John A. List y Daniel Rondeau, «Matching and Challenge Gifts to Charity: Evidence from Laboratory and Natural
Field Experiments», Experimental Economics 11 (2008): 253-267.
8 Otros economistas, fundamentalmente nuestros amigos Jan Potters, Martin Sefton y Lise Vesterlund, han llegado
a conclusiones similares a partir de experimentos de laboratorio.
9 Kent E. Dove, Conducting a Successful Capital Campaign, segunda edición (Jossey-Bass, San Francisco, 2000), 510.
10 Dean Karlan y John A. List, «Does Price Matter in Charitable Giving? Evidence from a Large-Scale Natural Field
Experiment», American Economic Review 97, n.º 5 (2007): 1774-1793.
11 Como condición del experimento, acordamos guardar el anonimato respecto al nombre de la organización, de
forma que no podemos decir aquí de cuál se trata.
12 Los paréntesis constituyen un atajo (para evitar tener que escribir toda la carta tres veces, por su salud, y por la
nuestra).
13 En esencia, tiramos un dado de cuatro caras para cada una de las cincuenta mil viviendas. Si salía un «1» la
vivienda se asignaba al Grupo 1, al que se ofrecía una donación complementaria uno por uno. Si salía un 2, la
vivienda se asignaba al Grupo 2, y se le ofrecía un dos por uno. Si salía un 3, se ofrecía un tres por uno y el Grupo 4
era nuestro grupo de control.
15 Harry Bruinius, «Why the Rich Give Money to Charity», Christian Science Monitor, 20 de noviembre de 2010,
http://www.csmonitor.com/Business/Guide-to-Giving/2010/1120/Why-the-rich-give-money-to-charity
16 Ver la excelente investigación de los economistas Rachel Croson, Catherine Eckel, Phil Grossman, Stephan Meier
y Jen Shang, que demuestra la influencia del entorno cercano en los donativos benéficos.
17 Ver Craig E. Landry, Andreas Lange, John A. List, Michael K. Price y Nicholas G. Rupp, «Toward an
Understanding of the Economics of Charity: Evidence from a Field Experiment», Quarterly Journal of Economics
121 (mayo de 2006): 747-782.
18 Todos los candidatos firmaron un formulario con su consentimiento para ser evaluados de este modo. El lector
que tenga interés puede consultar el excelente trabajo de Biddle & Hammermesh (1998) sobre las mediciones
cuantitativas del atractivo físico.
19 Ver Craig E. Landry, Andreas Lange, John A. List, Michael K. Price y Nicholas G. Rupp, «Is a Donor in Hand
Better than Two in the Bush? Evidence from a Natural Field Experiment», American Economic Review 100 (2010):
958-983.
21 Proviene mayoritariamente de Andreas Lange, John A. List y Michael K. Price, «A Fundraising Mechanism
Inspired by Historical Tontines: Theory and Experimental Evidence», Journal of Public Economics 91 (junio de
2007): 1750-1782.
22 Ver David Leonhardt, «What Makes People Give?», New York Times Magazine, 9 de marzo de 2008.
10
Después de lo que le pasó a Maura, Brian dejó de ser un piadoso y obediente hijo y se
convirtió en un adolescente rebelde, indignado y fuera de control al que solo interesaba el
baloncesto y salir con sus amigos. Cuando llegó a noveno, con quince años, tuvo que
repetir. Sus padres lo sacaron de la escuela pública y lo inscribieron en una escuela
privada, donde los chicos iban de uniforme y los que sacaban malas notas eran objeto de
todas las burlas. Así que se reformó y terminó yendo a Harvard, donde se graduó en
Ciencias Económicas, especialidad empresa y empezó a cultivar una saludable falta de
respeto por el statu quo establecido. Empezó a producir viñetas editoriales para el
Harvard Crimson.
Las viñetas, algunas muy críticas con la hipocresía, lo metieron en líos. En una de ellas,
que se publicó cuando el representante por Massachusetts, Barney Frank, abiertamente
homosexual se presentaba para el cargo en 1980, Brian se burlaba de la Iglesia católica,
cuyos sacerdotes sugerían a sus feligreses que no votaran por Frank. La caricatura
mostraba a dos hombres abandonando la iglesia, después de confesarse. Uno le decía al
otro: «No me importa rezar veinte avemarías por engañar a mi mujer, pero cincuenta
padrenuestros por votar a Barney Frank es excesivo». «Los católicos del campus me
odiaron por eso», cuenta Brian.
Pero las cosas empeoraron cuando se burló de las políticas del recién creado Third
World Center (Centro para el Tercer Mundo) de Harvard. El centro, que iba a dedicarse a
apoyar las necesidades de los estudiantes pertenecientes a minorías, estipuló que ningún
blanco podía formar parte de su consejo porque en Harvard ya había demasiados
caucasianos. En su viñeta, Brian —que odiaba el racismo de cualquier tipo, discriminación
positiva incluida— dibujó un castillo con una señal que decía «No se admiten blancos», y
una caricatura del entonces rector de Harvard, Derek Bok, entregando bolsas de dinero a
un hombre negro y a uno chino en la escalera. La viñeta mostraba a Bok diciendo:
«¡Márchate, blanco! Soy el rector Bok y aquí estoy yo con tu dinero». Los estudiantes de
raza negra se volvieron locos, tildaron a Brian de racista y destrozaron las oficinas
editoriales del Crimson. El editor se escondió bajo su mesa, y Brian se vio forzado a
contratar un guardaespaldas y un abogado defensor. «Fue horrible», recuerda.
Un día Brian tuvo una brillante idea para ganar algún dinero para sí mismo como
publicitario. Se puso traje y corbata y visitó las empresas del área de Boston, diciéndoles
que podía crear anuncios, jingles y pósteres para ellos. Le salió bastante bien y después de
licenciarse encontró trabajo en Young & Rubicam como redactor, para disgusto de sus
padres. «Me preguntaron: “¿Por qué hemos gastado todo ese dinero para que fueras a
Harvard si ahora estás en un sector que ni siquiera pide el título universitario?”», recuerda
Brian.
En Young & Rubicam, Brian descubrió lo convencionales que pueden llegar a ser los
publicitarios. «Generábamos cientos de buenas ideas y luego la agencia las probaba todas
en diversos grupos de discusión», recuerda. «Sin embargo, rechazaban las buenas ideas
que salían de las sesiones de prueba porque no tenían nada que ver con la estrategia
corporativa del cliente. En lugar de eso seguían presentando aburridas campañas que
tenían que ver absolutamente con la estrategia y nada con la venta de patatas fritas o
gelatina», que era lo que vendían en realidad.
Brian necesitaba un trabajo más adecuado para dar salida a sus ideas creativas, así que
se marchó a trabajar para J. Walter Thompson, donde fue responsable de las campañas
multimillonarias de una marca de cerveza. «Entré en la sala del consejo de Miller, donde
un grupo de hombres blancos mayores vestidos de traje tomaban todas las decisiones.
Jugué la carta de la juventud y les dije: “Soy el único en esta habitación que estaba en el
bar ayer a la una de la madrugada”», dice Brian. «Estaba improvisando. No había
preparado un PowerPoint ni disponía de datos al respecto. Solo le puse mucha pasión.
Eventualmente me convertí en una figura haciendo presentaciones a los ricos.»
Brian se paseaba por Madison Avenue, resplandeciente en sus trajes de Armani y sus
mocasines de Gucci. Entró de lleno en el mundo a lo Mad Men, el de las coctelerías
glamurosas y la belleza por doquier: anuncios maravillosos, productos maravillosos y
gente maravillosa. Pero se sentía inquieto trabajando para otros, así que creó su propia
agencia de publicidad. Su talento para vender ideas dio sus frutos cuando cofundó
Schell/Mullaney, en 1990. La empresa atendía a clientes de los medios de comunicación y
del sector de alta tecnología, como Dow Jones, Computer Associates y Ziff-Davis.
De cara al exterior, Brian era un hombre de negocios competitivo e inteligente que
nadaba con los tiburones de Madison Avenue. De puertas adentro seguía pensando en lo
que había ocurrido con su hermanita. En 1996, su socio y él vendieron la empresa por 15
millones de dólares y a los treinta y seis años Brian ya había «terminado». «Era una
cantidad de dinero increíble», dice. «De pronto me di cuenta de que era libre para hacer
realmente lo que quisiera.»
Brian era demasiado emprendedor para seguir el camino típico que siguen los nuevos
ricos. No trató de navegar alrededor del mundo o de jugar al golf en el primer circuito.
Era el tipo de persona que adora innovar, ir más allá del límite. La memoria de Maura lo
llevó a querer ayudar a los niños, así que se marchó a una misión médica a China. Allí fue
consciente del aislamiento social que sufrían los niños con fisuras palatales y la facilidad
con la que sus vidas podían transformarse con un procedimiento quirúrgico simple. Así
que en 1998, se asoció con el fundador de Computer Associates, Charles Wang y nació
Smile Train.
No está mal para un publicitario de Madison Avenue.
El negocio de sonreír
La pasión es lo que lleva a la gente como Brian a fundar organizaciones benéficas, pero
hacer que tengan éxito requiere de olfato para los negocios. «Muchas organizaciones
benéficas son dirigidas de forma muy ineficiente por personas muy bienintencionadas»,
insiste Brian. «No importa lo ineficiente o incompetente que seas, es casi imposible que
una organización benéfica desaparezca. Mientras dispongas de una serie de diapositivas
de PowerPoint que muestren fotografías que hagan llorar a la gente, obtendrás suficiente
dinero para seguir en el negocio.»
Smile Train es única entre las organizaciones benéficas porque Brian la dirige como si
se tratara de una empresa. Del mismo modo en que innovó cuando era un publicitario, se
saltó las normas cuando logró recaudar más fondos y hacer buenas obras. Básicamente,
reinventó el modelo tradicional del misionero bienintencionado. En lugar de desplazar a
médicos occidentales para realizar las operaciones, Smile Train creó una tecnología de
vanguardia que formaba a los médicos de los países en vías de desarrollo para que
supieran realizar la cirugía que resolvía las fisuras palatales (Brian llama a esto un modelo
«Enséñale a pescar».)
Smile Train también es única porque lleva a cabo experimentos de campo para
averiguar qué tipo de incentivo funciona mejor con los donantes. Por ejemplo, dice Brian,
Smile Train hizo muchas pruebas para ver qué idea funcionaba mejor: una fotografía del
niño «antes» y «después» o simplemente una foto «antes». Como publicitario, Brian sabía
que la fórmula estándar era la primera: mostrar ambas fotos. «Después de todo, es una
máxima publicitaria que la gente quiere ver en los anuncios las imágenes de la ropa antes
y después de lavarla con los detergentes de Procter and Gamble», afirma. «Sin embargo,
cuando lo comprobamos resultó que mostrar únicamente la fotografía del “antes”
incrementaba los donativos en un 17 por ciento. ¿Por qué? La imagen de un niño con una
fisura palatal te persigue.» La razón, afirma, es que la fotografía de un niño que necesita tu
ayuda hace que la petición de dinero se convierta en algo personal. Los donantes sentían
que debían ayudar a ese niño que había nacido sin labio superior.
Smile Train también llevó a cabo diversos experimentos de campo para averiguar qué
tipo de fotografías hacían que se abriera la caja de la solidaridad. Probaron las respuestas,
con cuarenta y nueve tipos diferentes de sobres, impresos con fotografías de niños y niñas
negros, mulatos, asiáticos y blancos de diversas edades y con diferentes expresiones:
algunos sonreían, otros fruncían el ceño, otros miraban fijamente y otros lloraban. Smile
Train descubrió que las caras de los niños son un imán importante, y ciertos niños y
determinadas expresiones lograban mejores resultados que otros.
En diciembre de 2008, Smile Train realizó una prueba con veintiuna fotos diferentes
impresas en los sobres de una campaña de marketing directo. La fotografía ganadora
consiguió un 62 por ciento más de donativos que la menos popular. Smile Train descubrió
que la fotografía de un niño caucásico de mirada triste (que resultó ser afgano) era la que
más respuestas había generado. ¿Por qué? Brian conjeturó que los donantes blancos —que
eran la mayoría de la muestra— preferían ayudar a alguien que fuera como ellos.2
En los meses que siguieron al envío de las cartas de nuestra primera prueba, comenzó
el goteo de donativos. Y todas las señales apuntaban a que nuestro experimento había
tenido un éxito enorme. En respuesta a las cartas que enviamos en abril, obtuvimos 13.234
dólares de 193 donantes con la estándar y 22.728 dólares de 362 donantes con la opción
«una vez y basta». En total la opción experimental recaudó mucho más dinero e implicó a
muchos más donantes que la opción estándar. Y, curiosamente, solo un 39 por ciento de
los donantes marcó la casilla de autoexclusión.
La campaña «una vez y basta» tuvo tanto éxito que decidimos volver atrás y aplicarla a
otros trabajos de campo. En total, entre abril de 2008 y septiembre de 2009, enviamos
cinco oleadas de cartas a más de ochocientos mil destinatarios.
Una vez más, observamos un incremento increíble de las aportaciones con la opción
«una vez y basta». Las cartas con esa opción generaron una respuesta que prácticamente
duplicó la de la carta estándar. También supuso donativos ligeramente superiores (56
dólares frente a 50 dólares). En consecuencia, la campaña «una vez y basta» consiguió una
recaudación que dobló inicialmente la obtenida por la campaña estándar (152.928 dólares
frente a 71.566 dólares), consiguiendo la notable cantidad de 0,37 dólares por carta
enviada.
Por supuesto, si los donativos siguientes hubieran sido inferiores en el caso de la
campaña «una vez y basta», entonces la sabiduría popular habría tenido razón. Es decir,
que no deberíamos haber animado a la gente a desentenderse. Sin embargo, lo que
constatamos fue que en la siguiente campaña, las aportaciones provenientes del grupo
«una vez y basta» eran casi idénticas a las provenientes de las cartas estándares.
Sumando los ingresos de las donaciones iniciales y las subsiguientes, la campaña «una
vez y basta» había generado un total de 260.783 dólares, comparados con los 178.609
dólares del grupo de control —un incremento del 46 por ciento—. Adicionalmente,
debido a la limitación de futuros envíos en el caso de los que marcaban la casilla de
autoexclusión, Smile Train ahorró en costes de franqueo, ya que dejaron de enviarse
solicitudes a personas que no estaban interesadas.
Generar una campaña tan exitosa es importante pero queríamos profundizar en las
causas por las que las cartas «una vez y basta» funcionaban tan bien. ¿Cuáles eran las
razones?
Esta es otra de las cosas que Brian, el publicitario que se convirtió en filántropo, puede
enseñarnos sobre los negocios. Si hay algo que comprende a la perfección es la escala.
Smile Train lleva a cabo aproximadamente cien mil intervenciones quirúrgicas anuales, y
se trata de una cifra que va a menos. No porque Smile Train no pueda ayudar a más niños
sino porque sus intervenciones han alcanzado las necesidades a nivel mundial. Los niños
con fisuras palatales ya no tienen que esperar para obtener la ayuda que merecen. Sin
embargo, Brian no quería limitarse a resolver fisuras palatales, sino que deseaba
enfrentarse a problemas de mayor entidad, si cabe. Sabiendo lo que funcionaba en las
campañas benéficas, se distanció de Smile Train y fundó una nueva iniciativa llamada
WonderWork.org
Esta nueva organización intenta resolver cinco problemas que sufren los niños pobres
en todo el planeta y que tienen una solución fácil: la ceguera infantil, el pie equino, las
quemaduras, la hidrocefalia («líquido en el cerebro») y los soplos cardíacos. Tomemos por
ejemplo la ceguera. En el mundo hay más de cuarenta millones de personas ciegas. De
ellos, dice Brian «la mitad podrían recuperar la vista con una operación ambulatoria de
diez minutos que cuesta tan solo 100 dólares».
WonderWork.org, que fue declarada por Time en 2011 como «una de las diez ideas
que cambiaron el mundo»,5 tiene una estructura organizativa única que nadie en el
ámbito de la beneficencia ha probado jamás. «Vamos a crear la General Motors de la
compasión, con distintas marcas benéficas que abordarán problemas específicos», explica
Brian. «Igual que General Motors tiene Chevrolet y Cadillac, tendremos una marca para la
ceguera, una para el pie equino, una para las quemaduras, una para la hidrocefalia y otra
para los soplos cardíacos. Agrupando cinco causas bajo el mismo sistema de gestión,
reducimos los gastos de estructura y generales de cada causa en un 80 por ciento. Eso nos
proporciona enormes ventajas. Si tenemos éxito en la creación de cinco Smile Trains,
podemos crear cien.»
Mientras Smile Train ha dejado de utilizar campañas del tipo «una vez y basta», una de
las «marcas» de WonderWork.org, Burn Rescue, la ha utilizado con muy buenos
resultados.
Después de muchas pruebas durante el año 2012, en 2013 se lanzó una campaña con
más de cuatro millones de envíos utilizando el modelo «una vez y basta» con la que
WonderWork.org espera captar trescientos cincuenta mil donantes y conseguir
15.000.000 de dólares.
Aún mejor, Brian espera doblar la contribución por donante porque los contribuyentes
tendrán más de una causa para escoger. La nueva estructura no permite que los donantes
se duerman porque hace «ventas cruzadas». Algo nunca visto en el sector sin ánimo de
lucro. «El mundo de la beneficencia odia la palabra “vender”», dice Brian. «Pero a mí me
encanta.»
Obviamente, en el ámbito de la beneficencia no existe mucha gente como Brian. Es un
emprendedor. Muchos de los peces gordos de ese mundo tienen un miedo enorme a
cambiar las bases del negocio. Y no los estamos acusando de negligencia, sino de estar
sesgados a favor del statu quo. Su corazón sigue en el lugar adecuado. Probablemente
muchos se han implicado en proyectos sin ánimo de lucro porque creen firmemente que
tienen que contribuir tanto como puedan para conseguir un mundo mejor. Asumir que es
posible que los donantes no compartan sus creencias o no sean tan altruistas como ellos
quisieran creer puede parecerles sinónimo de fracaso.
Sin embargo, cada vez resulta más evidente que las organizaciones benéficas son los
proveedores de primera línea de muchos servicios y productos de interés público. Como
el gobierno federal y estatal hace recortes, los fondos para ayudas a la infancia, la tercera
edad, la pobreza, el entorno o la cultura se reducen. Organizaciones como el Sierra Club,
Amnistía Internacional, la Cruz Roja y todas las grandes organizaciones que lo dan todo
para alimentar, alojar y educar a los necesitados, al tiempo que nos ofrecen cultura y
entretenimiento, necesitan a alguien que dé un paso al frente por su causa. El
razonamiento científico puede ayudarlas.
Todos asumimos que las personas hacen donativos porque así ayudan a otros. Pero la
verdad, como hemos visto en nuestros experimentos de campo una y otra vez, es que
muchas personas donan por su propio interés. Tristemente, las organizaciones benéficas
todavía no lo han comprendido. Para hacer que la gente abra sus carteras, estas
organizaciones han utilizado algunos trucos del oficio —anuncios diciendo que ya se
dispone del 33 por ciento del capital necesario, donativos proporcionales tres a uno,
peticiones directas por correo, etc.— confiando en la tradición y en algunas fórmulas.
Haciendo eso, han dejado de obtener millones.
En gran variedad de experimentos —desde las campañas de Smile Train hasta las de
Sierra Club, desde la Universidad Central de Florida a distintos barrios en todo el país—,
hemos descubierto que algunas asunciones sostenidas históricamente sobre las obras de
caridad no tienen demasiada base. Francamente, no nos sorprendió descubrir que los
hombres son más generosos cuando la que se lo pide es una hermosa mujer, pero sí nos
extrañó que los donantes de Smile Train prestaran más atención a las cartas si el niño del
sobre se parecía a ellos. En palabras de la irrepetible Carly Simon, (todos) somos «muy
vanidosos». Al final, necesitamos sentir que formamos parte del juego de la beneficencia.
Nuestra conclusión es sencilla: las organizaciones benéficas, por necesidad, tendrán
que dejar de confiar en fórmulas de segunda mano y empezar a experimentar más; si no lo
hacen, sus competidores ganarán la partida.
Esperamos que los experimentos de campo que hemos descrito a lo largo de estos
capítulos aporten a esas organizaciones una serie de ideas, consejos y conocimientos
nuevos para dar el primer paso. Con los cambios en el sector, los experimentos de campo
se convertirán en herramientas útiles para incentivar la revolución, y terminarán siendo
una norma, más que una excepción para las organizaciones sin ánimo de lucro.
A continuación visitaremos otro grupo de directivos que nos necesitan: los que dirigen
organizaciones con ánimo de lucro.
1 Ver «Pinki Sonkar: From School Outcast to an Oscar-Winning Film», People Magazine, 23 de febrero de 2009,
http://www.peoplestylewatch.com/people/stylewatch/redcarpet/2009/article/0,,20249180_20260685,00.html?
xid=rss-fullcontent. Por cierto, SmileTrain fue el responsable de la película y ésta se convirtió en la campaña
publicitaria benéfica más eficaz de todas las que había llevado a cabo.
2 Hoy existe evidencia suficiente en la literatura que apoya este punto de vista, incluyendo alguna de la que somos
autores. Ver John A. List y Michael K. Price, «The Role of Social Connections in Charitable Fundraising: Evidence
from a Natural Field Experiment», Journal of Economic Behavior and Organization 69, n.º 2 (2009): 160-169.
3 Ver Anne Kamdar, Steven D. Levitt, John A. List, Brian Mullaney y Chad Syverson, «Once and Done: Leveraging
Behavioral Economics to Increase Charitable Contributions», documento de trabajo NBER que será publicado en
2013.
4 El lector a quien interese debe acudir a la literatura económica y psicológica, llena de modelos y experimentos que
demuestran que los individuos tienden a ser amables con aquellos que son amables con ellos. Ver, por ejemplo:
Akerlof, George, 1982. «Labor Contracts as Partial Gift Exchange». Q.J.E, 97 (noviembre): 543-69, Rabin, Matthew,
1993. «Incorporating Fairness into Game Theory and Economics». A.E.R. 83 (diciembre): 1281-1302; Fehr, Ernst y
Simon Gachter. 2000 «Fairness and Retaliation: The Economics of Reciprocity», J. Econ. Perspectives 14 (verano):
159-181; Dufwenberg, Martin y Georg Kirchsteiger. 2004. «A Theory of Sequential Reciprocity». Games and Econ.
Behavior 47 (mayo): 269-98: Charness, Gary. 2004. «Attribution and Reciprocity in an Experimental Labor Market».
Manuscrito, Universidad de California, Santa Barbara; Sobel, Joel 2005. «Social Preferences and Reciprocity.»
Manuscrito, Univ. California, San Diego; Falk, Armin. 2007. «Charitable Giving as a Gift Exchange: Evidence from
a Field Experiment». IZA Working Paper n.º 1148, Inst. Study Labor, Bonn.
5 Belinda Luscombe, «Using Business Savvy to Help Good Causes», Time Magazine, 17 de marzo de 2011.
6 La deducción por donaciones benéficas constituye una causa de intensos debates políticos. Muchos creen que
eliminar esta deducción impositiva arrasaría el sector de organizaciones sin ánimo de lucro. Este argumento es el
sujeto de una investigación que está en curso y no podemos ofrecer las conclusiones todavía. Pero el impacto real se
basa en las razones reales por las que la gente hace donativos.
11
El ejemplo de Netflix
Netflix, la compañía que suministra películas bajo demanda, es un modelo que demuestra
la necesidad de experimentación en los negocios. Dado que su producto y su base de
clientes son inigualables han podido evitar la quiebra después de una serie de decisiones
completamente evitables, sorprendentes y poco inteligentes realizadas en 2011.
Netflix fue fundada en 1997 para dar respuesta a una necesidad: ¿pagaría la gente una
suscripción mensual por disponer de un servicio de entrega de DVD puerta a puerta (sin
sobrecoste en horario nocturno) en lugar de tener que caminar hasta el videoclub más
cercano (que sí cobraba por entregas en este horario)? El mercado respondió a gritos con
un «¡Sí!» La pequeña y resolutiva compañía de Silicon Valley hacía llegar a la gente los
vídeos que esta quería, con rapidez y en general hacía un trabajo excelente jugando a ser
David contra el Goliat de las cadenas de videoclubes como Blockbuster.
Más adelante, Netflix empezó a ofrecer vídeos on line, en streaming, aunque la
selección era mucho más limitada; así que los clientes podían ver las películas de dos
maneras distintas. Con este movimiento, rompió el modelo organizativo de los
videoclubes que alquilaban películas, incluyendo al gigantesco Blockbuster, que se vio
obligado a cerrar diversos establecimientos. Con veinticinco millones de suscriptores
satisfechos, Netflix era también la favorita de la Bolsa; en julio de 2011 se pagaban casi 300
dólares por acción.
Pero ese mismo mes, la empresa hizo algo extraño: explicó a sus clientes a través de un
correo electrónico largo y bastante confuso que separaba en dos las actividades de la
empresa: streaming y entrega a domicilio. Los clientes ya pagaban 9,99 dólares, 12,99
dólares o 14,99 dólares al mes por alquilar a la vez uno, dos o tres DVD, respectivamente,
dependiendo de su cuota, y un número limitado de vídeos en streaming. Pero ahora la
empresa les decía que iba a cobrar a todos los clientes 7,99 dólares por alquilar una
película por vez y otros 7,99 dólares por acceder al servicio de streaming, lo que suponía
de hecho un incremento en los precios del 60 por ciento.
Los clientes mostraron alto y claro su desacuerdo, atribuyendo este cambio a una «paja
mental» de la dirección. Un cliente llamado Greg, escribió el siguiente comentario en la
web de Netflix (firmando como excliente):
Querido Netflix:
Para ser breve, estoy estupefacto y consternado por tu reciente comportamiento.
Ayer parecíamos ser los mejores amigos. Me mantenías informado con tus
conmovedores documentales; siempre me reía con tus ridículas películas de horror
de serie B. Durante cuatro años has sido el agraciado destinatario del sueldo que
gano duramente. Lástima que tus recientes acciones me hayan forzado a
reconsiderar nuestra relación. El aumento de las tarifas, a pesar de ser inesperado,
no hace mella en mi lealtad. Sin embargo, la presentación que Jessie Becker ha
hecho del aumento, como si se tratara de algo que se hace para beneficiarme, insulta
a mi inteligencia y revela el alcance de tu arrogancia. Si se me hubiera tratado como
a un adulto e informado de esos cambios de manera directa y honesta, quizás
podríamos haber recuperado la chispa. Por desgracia, este curso de acción ya no es
posible; tu tono condescendiente y manipulador ha arruinado de forma irreparable
nuestra relación.1
Netflix recibió tantas quejas que tuvo que reforzar el área de servicio al cliente con
nuevos empleados. El valor en Bolsa de la compañía cayó un 51 por ciento. En septiembre
de 2011, el CEO, Red Hastings se disculpó con los clientes y anunció que Netflix trataría
de corregir la situación. ¿Cómo? Dividiendo la empresa en dos centros de operaciones: el
primero, que se llamaría Qwikster, se quedaría el negocio de entrega a domicilio, y sería
dirigida por un nuevo CEO; el otro se quedaría el servicio de streaming y se llamaría
Netflix.
Este anuncio enfadó aún más a los clientes. Con el cambio los suscriptores de ambos
servicios, el de streaming y el de DVD, recibirían dos cargos en los extractos de sus tarjetas
de crédito y tendrían que conectarse a dos webs diferentes. La cotización en Bolsa cayó
otro 7,4 por ciento.
Dándose cuenta de que habían empeorado las cosas, en octubre de 2011, el «Equipo
Netflix» envió a los consumidores el siguiente correo:
Contamos esta historia porque la compañía pudo haber evitado la pérdida de miles de
millones de dólares y el daño que sufrió su marca si hubiera llevado a cabo algunos
experimentos simples. En lugar de aplicar el esquema tradicional que consiste en confiar
en los clientes, y en vez de poner en marcha algunas ideas poco meditadas (basadas en la
intuición de algún miembro inteligente del consejo, quizás de un grupo de discusión o de
alguna de esas caras empresas consultoras), todo lo que Netflix tenía que hacer era lanzar
una prueba piloto de su gran plan en un área del país —digamos San Diego— y luego
estudiar la reacción de los clientes. El experimento a escala reducida podía haber ahorrado
a la empresa mucho dinero sin deteriorar su valor. Tal vez Netflix hubiera perdido
algunos clientes en San Diego pero habría podido ajustar su plan (o quizás cancelarlo) y
continuar siendo el líder de mercado. Incluso si este experimento hubiera generado cierta
atención negativa, los ejecutivos de Netflix podían haber explicado que se trataba de un
problema local. El daño habría sido mucho menor y el experimento habría valido su peso
en oro. Netflix se ha recuperado desde entonces, y esperamos que dada su cartera de
producto y una base de clientes sólida, la compañía continuará teniendo buenos
resultados, especialmente si mejora su rendimiento llevando a cabo algunos experimentos
de campo.
Cuando hablamos de la experimentación con algunos líderes empresariales, en general
responden diciendo «hacer un test resulta caro». Después de contestarles que no es así,
reformulamos la cuestión mostrando lo caro que resulta no hacerlos, como demuestra el
ejemplo de Netflix. Explicamos, con todo respeto, que cada día que pasa con precios
fijados de forma poco adecuada, campañas publicitarias que no funcionan o incentivos
salariales para sus trabajadores que no son atractivos supone tirar millones de dólares.
Por supuesto, son muchas las empresas que realizan experimentos de campo, y lo
hacen con frecuencia. Por ejemplo, Apple en los tiempos de Steve Jobs experimentaba
continuamente con el diseño y con nuevas maneras de vender el producto. El problema es
que las empresas raramente llevan a cabo experimentos que permitan hacer
comparaciones entre el grupo con el que se trabaja y el grupo de control. El lanzamiento
del iPod y de iTunes por parte de Jobs revolucionó la industria. Pero durante años Jobs
insistió a los artistas y compañías discográficas en cobrar exactamente 99 centavos por
canción en iTunes. Sin embargo, resulta difícil defender cualquier justificación que Apple
pudiera tener para insistir en esta política. La compañía no valoró jamás el impacto que
los precios de iTunes tenían en sus ventas de canciones e iPods. Y en ausencia de
evidencias sólidas, los ejecutivos de Apple echaron mano a su intuición. La estrategia
funcionó pero quizás el resultado hubiera pasado de bueno a excelente a través de la
experimentación.
Dicho de otro modo, imaginemos que usted tiene una enfermedad grave. Acude a la
consulta de su médica, y esta le prescribe un nuevo tratamiento. Cuando usted le pregunta
qué evidencia existe de que ese es el tratamiento adecuado, ella contesta: «Esa es mi
intuición». Si eso sucede, lo más probable es que usted se marche y no vuelva jamás,
porque preferirá poner su vida en manos de alguien cuyas decisiones médicas se basen en
la evidencia científica.
¿En qué se diferencia tomar las mejores decisiones a nivel empresarial de elegir el
mejor tratamiento médico? Quizás piense que no hay vidas en juego, pero a los ejecutivos
se les paga millones de dólares anuales para tomar decisiones que pueden costar a la gente
el puesto de trabajo y suponer millones para la economía. Los experimentos que se llevan
a cabo en el mundo de la empresa son investigaciones que dan a las compañías la
posibilidad de obtener de forma rápida y precisa datos que permiten tomar las mejores
decisiones. Manipulando diversos factores del entorno, las empresas pueden comprender
mejor la relación causal entre un cambio en la estrategia y la respuesta de sus clientes, su
competencia, sus empleados u otros implicados.
Los experimentos de campo en el mundo de los negocios son distintos de otras
herramientas de investigación —como por ejemplo los grupos de discusión— porque los
participantes toman decisiones en la vida real, sin ni siquiera saber que forman parte de
un estudio. Si están bien diseñados, los experimentos en el campo de la empresa pueden
aportar ideas valiosísimas y producir resultados sorprendentes, que la compañía puede a
continuación implementar a mayor escala. En este capítulo, contaremos la historia de dos
importantes ejecutivos que han dirigido sus empresas usando experimentos de campo. A
lo largo del camino, hablaremos de experimentos que hemos llevado a cabo con estas y
con otras compañías.
Innovación en Intuit
Intuit, la empresa de Silicon Valley famosa por sus programas de software QuickBooks y
TurboTax, ha trabajado durante años para que la experimentación formara parte de su
razón de ser. «Acostumbrábamos a tomar decisiones desde el análisis y la opinión de la
dirección, con un enfoque de arriba abajo», dice su fundador y presidente Scott Cook.
«Ahora dejamos que nuestros experimentos controlados e inmediatos tomen las
decisiones por nosotros.»
En otros tiempos, Intuit era dirigida como la mayoría de las grandes organizaciones. El
equipo de desarrollo de producto generaba ideas. Los directivos de las unidades de
negocio obtenían datos de los grupos de discusión y de otras investigaciones, llevaban a
cabo algunos análisis, presentaban sus conclusiones en PowerPoints, compartían sus
conclusiones con el resto de la compañía y sus superiores decidían si el proyecto seguía
adelante o no. Pero Cook empezó a comprender que ese sistema era como andar por la
cuerda floja. «Me convencí de que la experimentación era la solución a dos problemas»,
explica Cook. «El primero era cómo lograr que una empresa grande y exitosa fuera ágil e
innovadora, porque la dimensión y el éxito son inversamente proporcionales a la
innovación y el cambio. El segundo problema era que las decisiones tomadas de la forma
tradicional eran a menudo erróneas.»
Intuit formaba a su gente en «pensamiento creativo», una metodología para investigar
problemas —especialmente si son confusos y poco concretos— recogiendo información y
encontrando soluciones creativas a los mismos. El pensamiento creativo usa una
aproximación holística, aporta imaginación al trabajo y logra aproximaciones
innovadoras a la solución del problema. Un pequeño grupo de pensadores y ejecutivos
creativos enseñó a cien líderes de la organización a llevar adelante experimentos que
validaran determinadas asunciones e hipótesis: recogieron datos y aportaron soluciones.
Esos líderes dijeron a sus equipos que hicieran lo mismo. Adicionalmente, ciento
cincuenta «catalizadores de la innovación» distribuidos por toda la empresa, trabajan en
cada uno de los departamentos para asentar esa cultura de la experimentación. Hoy, todos
se atreven a jugar, a la manera de Galileo, con nuevas ideas, utilizando el mismo método
científico experimental que nosotros aplicamos a nuestro trabajo.
Anteriormente, el equipo de la división de Turbotax.com llevaba a cabo siete
experimentos anuales. Hoy desarrollan ciento cuarenta y un experimentos rápidos, de
bajo coste, durante las campañas impositivas, en ciclos semanales que comienzan los
jueves. Validan la idea, desarrollan el experimento, analizan los datos, ajustan el
experimento y el jueves siguiente vuelven a lanzarlo. El veloz ciclo experimental «hace
aflorar toda la innovación y la iniciativa empresarial», afirma Cook.
Como empresa, Intuit da libertad a sus empleados para que destinen el 10 por ciento
de su tiempo a trabajar en proyectos de su propia creación. En la actualidad Intuit
experimenta, siempre que puede con proyectos reducidos y económicos, como eje
principal de su proceso de creación. Los empleados que aportan ideas innovadoras deben
demostrar que trabajan analizando los resultados correspondientes de clientes reales; las
ideas más prometedoras salen a la superficie. Fue así como Intuit desarrolló SnapTax (que
prepara la declaración de impuestos con una cámara o un teléfono móvil); SnapPayroll
(que permite a las empresas pagar las nóminas a sus empleados a través del teléfono
móvil); e Intuit Health Debit Card, que ofrece cobertura sanitaria a pequeñas empresas
que no pueden permitirse los seguros médicos de sus empleados, etc.
A menudo, de estos experimentos terminan surgiendo nuevas funcionalidades para los
productos. Por ejemplo, el equipo de desarrollo hizo uso de una serie de preguntas
experimentales concretas sobre distintas situaciones impositivas; en función de las
respuestas, el software recomendaba la deducción estándar o la específica. Las pruebas
realizadas mostraron que esta función podía reducir el tiempo dedicado a completar las
declaraciones de impuestos en un 75 por ciento, de modo que todas las versiones
subsiguientes del producto incorporaron dicha funcionalidad, que se llamó «FastPath»
(Atajo), en la edición gratuita «Federal Edition» del software TurboTax.
Los equipos de desarrollo de Intuit también pusieron en marcha el Audit Support
Center (Centro de Servicio a la Inspección) que guiaba a todos los clientes a través de los
procedimientos de inspección, como si hubieran recibido una carta de inspección de la
IRS (Agencia Tributaria Estadounidense). La prueba confirmó que una vez añadida esa
funcionalidad a la web, aumentó el número de clientes que empezaba informándose y
terminaba comprando TurboTax. «La tasa de conversión a cliente —el número de
personas que compra el producto después de buscar en Internet— ha aumentado en un 50
por ciento en seis años», dice Cook.
Se anima a los empleados a aportar ideas para resolver problemas importantes a nivel
social. En uno de los casos, en la India, un equipo desarrolló un programa para los
agricultores indios llamado FASAL («cosecha» en hindi). Los miembros del equipo habían
observado que las familias de agricultores —la mitad de la sociedad india— eran tan
pobres que no tenían acceso a algunas necesidades básicas. ¿Cómo, se preguntaron los
ingenieros, podían mejorar las vidas de esos agricultores?
El equipo de Intuit llevó a cabo su propio estudio, observando a los agricultores tanto
en sus tierras como cuando iban al mercado. Muchos agricultores tenían acceso
únicamente a uno o dos mercados a cierta distancia el uno del otro y tenían que acudir a
un intermediario en cada uno de ellos para vender su producto. El intermediario se
sentaba bajo un toldo y fijaba el precio a través de signos. No existía transparencia en los
precios y el sistema era desfavorable para los agricultores. Sin embargo, los campesinos
tenían algo a su favor: teléfonos móviles.
Los ingenieros concibieron una aplicación de texto para los móviles que informaba a
los agricultores sobre los precios ofrecidos por los intermediarios en distintos mercados.
En pocas semanas, los ingenieros probaron el concepto con un experimento rápido y poco
estructurado, haciendo llegar mensajes de texto a ciento veinte agricultores, en los que se
les informaba sobre qué mercados ofrecían los mejores precios para sus cosechas. La
prueba funcionó y los agricultores empezaron a utilizar la aplicación. Hoy FASAL ayuda a
1,2 millones de campesinos a salir de la pobreza.
«FASAL no es una obra de caridad. Lo tratamos como si fuera un negocio, que tiene
como objetivo hacer frente a uno de los problemas más perniciosos de los países en vías
de desarrollo, la pobreza en el campo», dice Cook. «Observamos y analizamos los
problemas de mayor entidad que podemos resolver, y muchos de ellos son problemas
sociales. Los enfocamos a partir de experimentos rápidos y poco comprometidos.»
Trabajando conjuntamente con Intuit, en la actualidad tenemos en marcha docenas de
experimentos de campo que prometen aclarar qué funciona y por qué lo hace. Creemos
que muchos serán positivos para los beneficios de la empresa. Intuit es una compañía
ejemplar que lleva el gen de los experimentos de campo en su ADN.
Intervenciones en Humana
Humana, la gran compañía de atención a la salud que nació como una cadena de
residencias de ancianos y hospitales, es otra de las empresas que cree en los experimentos
de campo. «Me gusta saber qué hace que las cosas se muevan», dice Mike McCallister, el
afable y bigotudo presidente y CEO de Humana. De hecho, McCallister es una de esas
personas que está continuamente pensando en cómo mejorar la forma de hacer las cosas.
Piensa más como un emprendedor —o como un economista de campo— que como un
CEO. Mientras otros confían en la intuición, él confía en analizar a fondo las cosas. «Me
gusta averiguar qué resulta factible», dice. «La gente asume que determinadas cosas no
pueden hacerse, pero ¿quién se atreve a afirmarlo? ¡Hay que comprobarlo!»
Por ejemplo, en el pasado, antes de que Humana se convirtiera en proveedora de
servicios médicos, gestionaba hospitales y edificios de consultorios médicos y McCallister
era el responsable de los ambulatorios. Los ambulatorios eran ruinosos pero las farmacias
hospitalarias ganaban dinero. McCallister tuvo una idea brillante: vincular algunas de las
farmacias a los ambulatorios y ver qué tal funcionaban desde el punto de vista económico
en relación con los que no tenían una farmacia asociada. Y, por supuesto, los
ambulatorios con farmacia resultaron ser más rentables. Con esa evidencia en la mano,
Humana extendió el concepto a todos sus ambulatorios y ganó dinero. Nadie había
intentado hacer algo así antes. No se había «hecho» en Humana ni en ningún otro lugar
en la industria de la sanidad. Sabemos que romper el molde requiere valor, pero también
evidencia proveniente de los experimentos de campo que nos permite confiar en que
nuestra intuición es realmente correcta.
Una vez Humana se convirtió en una empresa de servicios médicos y McCallister en su
CEO, comenzó a realizar experimentos sobre otras cosas. Como empleador, Humana se
dio cuenta de que sus propios costes sanitarios estaban fuera de control, en parte porque
sus empleados no se preocupaban por su salud. McCallister es un firme creyente en la
responsabilidad personal, así que informó a sus empleados de que nadie iba a decirles lo
que tenían que hacer. Tenían que trabajar en el problema de forma conjunta. Un enfoque
posible era llevar a cabo experimentos con incentivos a nivel limitado. Humana ofreció un
programa de pérdida de peso que empezaba y terminaba con una medición del IMC
(índice de masa corporal). Los que habían conseguido resultados participaban en un
sorteo que tenía como premio un suculento cheque de 10.000 dólares. No resulta
sorprendente que este incentivo creara un cierto alboroto en la empresa —y, sí, algunos
perdieron peso.
El experimento de la pérdida de peso tuvo un alcance limitado, pero hablemos de un
experimento a gran escala que Humana está desarrollando en la actualidad. A pesar de
que McCallister cree que todo el mundo debe tener acceso a una sanidad que pueda
pagarse, reconoce que la burocracia de Medicare crea pocos estímulos para invertir en la
prevención. Eso, piensa McCallister, conduce al «fraude, el abuso y el uso excesivo de los
servicios». Enfrentados a una enorme generación de hijos del Baby Boom que se hacen
mayores y producen un incremento en los costes sanitarios, piensa que hay una forma
mejor de prestar servicios médicos a los pacientes, una que se centre en la salud de las
personas, lo que serviría al doble propósito de ahorrar dinero y salvar vidas.
Con ese fin, la compañía ha adoptado recientemente un mantra: ayudar a la gente a
tener salud para toda la vida. Pero ¿qué es lo que funciona? Para averiguarlo, contrató a
un consultor llamado Judi Israel para que creara un «consorcio de economía del
comportamiento». Como parte de ese consorcio, colaboramos en el diseño de algunos
experimentos de campo e intervenciones conductuales. Nuestro objetivo compartido era
determinar qué tipo de actuaciones ayudaban más a los pacientes a mejorar o estabilizar
su salud al tiempo que controlaban los costes.
Pensemos en un ciudadano de la tercera edad de Medicare, por ejemplo, que sufre un
ataque al corazón. Sobrevive, recibe el tratamiento adecuado y se marcha a casa. Sin
embargo, debe volver al hospital al cabo de un mes, por algún asunto relativamente
menor, como que no toma la medicación prescrita. Cada ingreso hospitalario cuesta como
media 10.000 dólares, sin contar los «extras» tales como prescripciones médicas, servicios
de rehabilitación, etc. Dado que la nada despreciable cifra de uno de cada cinco pacientes
de Medicare debe ser ingresado de nuevo en el hospital en el plazo de un mes desde su
primer ingreso,3 esos costes son inmensos —y volver a ingresar en el hospital tampoco
resulta agradable para el paciente—. Humana, que cubre los costes que no cubre
Medicare, tiene un gran interés en resolver esta situación.
Por eso la compañía buscó en sus bases de datos y descubrió que un número
considerable de sus miembros con el seguro de Medicare estaban sufriendo reingresos
hospitalarios. La empresa puso en marcha a su equipo analítico para que construyera un
modelo que permitiera abordar este problema. Entre otras conclusiones, el equipo halló
que las personas que sufren problemas de salud crónicos (diabetes, obesidad, problemas
de corazón, problemas respiratorios, anginas de pecho, etc.) eran los primeros de la lista.
En función de ello, Humana se fijó como objetivo realizar un seguimiento de esos
pacientes, una vez salían del hospital. Todos los pacientes recibían una llamada de
teléfono automática ofreciéndoles ayuda vía un número gratuito, pero los que tenían
problemas crónicos recibían una llamada de una enfermera que los guiaba a través de los
pasos a seguir para su rehabilitación y se aseguraba de que seguían el programa. Y los
pacientes que sufrían diversos problemas crónicos recibían una visita de la enfermera en
sus domicilios que los ayudaba a controlar su evolución. Más de cien mil miembros de
Humana Medicare con múltiples enfermedades crónicas reciben este tipo de ayuda.
A través de pruebas controladas, Humana ha averiguado que una intervención
proactiva, simple y de bajo coste, como enviar una enfermera a casa del paciente, puede
ahorrar cantidades significativas de dinero, al tiempo que ayuda a las personas.
Continuamos trabajando con Humana, a través de intervenciones conductuales simples
que creemos conducirán a mejoras significativas en los beneficios.
Desde el punto de vista del negocio y de la industria de la sanidad, estas acciones
tienen sentido. «Nuestro sector no ha sido innovador», insiste McCallister. «Este país es
productivo gracias a su tecnología, pero no existe innovación alguna en los seguros
médicos, excepto en el área de producto. Tratamos de resolver un gran problema:
controlar los gastos sanitarios y enfrentarnos al deterioro de la salud al mismo tiempo.
Quizás aprendamos algo de nuestros experimentos que podamos compartir.»
El precio es justo
Los experimentos de campo que se centran en productos, servicios y precios no son
exclusivos de las grandes empresas como Intuit o Humana. De hecho, quizás sean más
cruciales para empresas pequeñas, que sortean el peligro de la quiebra a diario.
En verano del año 2009, Uri y su mujer Ayelet recibieron una llamada de un colega al
que llamaremos «George», propietario de una bodega en Temecula, California, una
ciudad lánguida y bucólica a una hora de San Diego en dirección noreste. George les pedía
ayuda para poner precio a sus vinos, lo que era sin duda una de las decisiones
empresariales más importantes que debía tomar. Estuvieron encantados de aceptar su
invitación para visitarlo en su bodega, probar algunos de sus productos y probablemente
ayudarlo en el proceso.4
Cuando Uri y Ayelet le preguntaron cómo había fijado los precios en el pasado, la
respuesta fue la esperada: viendo qué hacían otras bodegas con vinos similares, intuición,
los precios de años anteriores, etc. George esperaba que los profesores de economía y
empresa llegaran, miraran a su alrededor, hicieran algunos cálculos rápidos y encontraran
el número mágico que lo haría rico. Pueden imaginarse cuán decepcionado se quedó
cuando, después de pasar algún tiempo con él (y con su magnífico cabernet), Uri y Ayelet
le dijeron que no tenían ni la más remota idea sobre cuál era el precio «correcto» y que el
número mágico no existía. Un poco más y les retira el vino que ya les había servido.
En un intento por salvar su bebida, Uri y Ayelet le ofrecieron ayuda, a través de una
metodología sin magia, sin ecuaciones y sin conocimientos superiores, solo el diseño de
un experimento. Poner precio a un vino es una tarea especialmente compleja porque la
calidad no es algo objetivo. Si todo el resto de las características son iguales, hacemos una
conexión automática entre precio y calidad; si un ordenador de sobremesa cuesta más
porque pesa menos, la gente piensa que es mejor. Y así es como funciona el mundo. Es
difícil hallar evidencias que contradigan esta intuición básica.
¿Ocurre eso también con los vinos? Podríamos asumir que sí, porque el rango de
precio para el vino es enorme. Desde los pocos dólares que puede costar una botella de
vino de mesa, a los 10.000 dólares que se pagan por una botella de Domaine de la
Romanee Conti de 1959. La investigación sugiere que a pesar de que la evaluación de la
calidad de un producto es subjetiva (como sucede con el vino, ya que la gente tiene gustos
distintos), incrementar su precio puede incrementar su atractivo para los consumidores.
Los visitantes de la bodega de George, como sucede con otras bodegas de la región,
pueden probar diversos vinos y después elegir cuál compran entre los que han probado.
En general, los consumidores llegan a esa región en viajes enoturísticos, y van de una
bodega a la otra probando y comprando vinos. El vino con el que Uri y Ayelet realizaron
el experimento era un cabernet sauvignon de 2005, un «vino con complejas notas de
arándano, licor de grosella negra y una pizca de cítricos». El precio que George había
elegido previamente era de 10 dólares, precio al que se vendía bien.
Para el experimento, modificamos el precio del cabernet desde 10 dólares, pasando a
20 dólares y a 40 dólares, en días distintos, a lo largo de varias semanas. Cada uno de los
días del experimento, George recibía a los visitantes y les hablaba de la cata. Luego, los
visitantes se dirigían al mostrador donde estaba la persona que administraba la cata y esta
les daba una simple hoja de papel que contenía los nombres y precios de las nueve
variedades, que iban desde los 8 dólares a los 60 dólares, entre las que los visitantes podían
elegir seis. Como en la mayoría de las bodegas, las variedades se ordenaban de la más
«ligera a la más intensa», empezando por los vinos blancos, siguiendo por los tintos y
terminando con los vinos de postre. Los visitantes escogían en general los vinos, revisando
la lista de arriba abajo y el cabernet sauvignon siempre estaba en el número siete. Las catas
llevaban entre quince minutos y media hora, y a continuación los visitantes podían decidir
si querían comprar o no.
Los resultados sorprendieron a George. La probabilidad de que los visitantes
compraran cabernet aumentaba en un 50 por ciento cuando costaba 20 dólares en
relación con lo que sucedía cuando costaba 10 dólares. Es decir que, al incrementar el
precio del vino, este aumentaba su popularidad.
Utilizando un experimento que prácticamente no tenía coste, y cambiando los precios
en consecuencia, los beneficios totales de la bodega de George aumentaron en un 11 por
ciento. A partir de ese experimento, hizo suyos con alegría los resultados y cambió el
precio de su vino a 20 dólares. Como la inmensa mayoría de los clientes de la bodega son
visitantes de una sola vez (la bodega vende casi todos sus vinos en tiendas) pocos clientes
fueron conscientes de que había habido un cambio en el precio.
Sea creativo
Es importante encontrar el precio «correcto». Pero a veces no es suficiente. No se trata
únicamente del precio sino de cómo se cobra.
Hace unos años, una estudiante llamada Amber Brown que se había licenciado por la
Universidad de California, en San Diego, empezó a trabajar para Disney Research, un
trabajo ideal para una joven psicóloga. Disney tiene un equipo interno interdisciplinar
que utiliza la ciencia para tratar de mejorar el rendimiento de la compañía y explorar
nuevas tecnologías, opciones de marketing y de gestión económica. Como en el caso de
Humana, este grupo entiende la importancia de utilizar investigación conductual para
mejorar simultáneamente tanto la experiencia del consumidor como el resultado de la
compañía.
Cuando Amber fue contratada, nosotros estábamos muy interesados en un enfoque de
precio basado en la conducta que empezaba a tomar fuerza: pague-lo-que-quiera. Un
ejemplo conocido de este enfoque es el utilizado por la banda de música británica
Radiohead. En 2007 la banda sacaba al mercado un CD como una descarga digital.
Animaba a sus seguidores a conectarse a su web y descargarse el álbum por el precio que
escogieran. Los seguidores del grupo podían conseguir el álbum gratis, o pagar 65
centavos por él (la tasa que cobra la compañía gestora de la tarjeta de crédito) o más.
¿Pagarían los seguidores del grupo por algo que podían conseguir gratis? Curiosamente
cientos de miles de personas descargaron el álbum de la web de la banda, y muchos de
ellos (aproximadamente el 50 por ciento) pagaron algo por él. (Por cierto, como dice
nuestro amigo Al Roth, recientemente premiado con el Nobel, «Colón no fue el primero
en descubrir América. Fue el último». Después de Colón todo el mundo conocía el
«nuevo» continente. Aquí pasa lo mismo. Radiohead no fue el primero en utilizar esa
estrategia de precios, pero el grupo es suficientemente famoso para ser el «último» en
hacerlo. Nunca nadie más tendrá que redescubrirla.)
Este ejemplo muestra que incluso en el mercado, las personas no son tan egoístas. Sin
embargo, los resultados del modelo de Radiohead y de otras empresas que lo han
utilizado, deja muchas preguntas por responder. Claramente, la gente pagó más de lo que
estaba obligada a pagar, pero no queda claro si la estrategia de precios utilizada tuvo
consecuencias positivas o negativas para la banda. ¿Ganó el grupo más o menos dinero
que si hubiera aplicado un esquema de precios estándar?
Decidimos estudiar el esquema pague-lo-que-quiera con un experimento de campo.5
Pensamos que una combinación pague-lo-que-quiera y una campaña benéfica podía
resultar interesante. Llamamos a esta combinación Shared Social Responsibility (SSR)
(responsabilidad social compartida) porque en lugar de ser la empresa la única que
decidía cuánto dar para beneficencia, los donantes también podían participar en esa
decisión. Si la gente pudiera pagar lo que quisiera por algo, ¿pagarían más si apelábamos a
«lo mejor de su naturaleza»?
Para ello, diseñamos conjuntamente con Disney Research un importante experimento
de campo que incluía cien mil participantes, para probar el efecto de pague-lo-que-quiera
combinado con la beneficencia. Concretamos el experimento en una montaña rusa de un
parque Disney donde la gente puede subir y después comprar una foto de sí mismos
chillando y riendo.
Ofrecíamos la foto bien por el precio habitual de 12,95 dólares o bajo el esquema
pague-lo-que-quiera. También existían otras opciones, donde la mitad de los ingresos se
destinaban a un proyecto benéfico bien conocido. Este diseño experimental tenía cuatro
opciones distintas que probamos en días distintos durante un mes.
El gráfico siguiente muestra los resultados:
Como puede ver, descubrimos que al nivel estándar de precio de 12,95 dólares, el
componente benéfico solo aumentaba ligeramente la demanda, elevando el ingreso por
usuario en unos centavos. Pero ¿y cuando los participantes podían elegir su precio? La
demanda se disparaba. Dieciséis veces más personas (8 por ciento en lugar de 0,5 por
ciento) compraban la foto. Sin embargo, como solo pagaban 1 dólar como media, Disney
no ganaba dinero con ellos. (Recordemos que estábamos interesados en llevar a cabo
experimentos que supusieran una solución «todos ganan» para las empresas y sus clientes.
Esta es la mejor forma en que las empresas logran hacer cambios que perduran.)
¿Y qué nos interesaba más sobre los resultados del experimento? Cuando
combinábamos el pague-lo-que-quiera con la beneficencia, un 4 por ciento de la gente
compraba la foto, pero pagaban mucho más (aproximadamente 5 dólares) por ella.
Añadir el componente benéfico demostró ser muy rentable. De hecho, el parque de
atracciones llegó a ingresar 600.000 dólares más al año ofreciendo el esquema combinado
pague-lo-que-quiera/beneficencia, en esa atracción concreta. De forma más general, este
cambio también incrementó el beneficio de los proyectos benéficos, y presumiblemente el
de los clientes, que sintieron que estaban haciendo algo bueno.
Una moraleja importante del experimento es que si quieres que tus clientes dejen de
actuar con egoísmo, necesitas demostrar que tú puedes hacer lo mismo. Cuando Disney se
avino a realizar el experimento con el nuevo precio, demostró a sus clientes que estaba
comprometida con las causas benéficas, y, más importante todavía, que deseaba compartir
el riesgo de actuar sobre lo que la preocupaba. A nivel más general, aprendimos que ser
creativo con los precios demuestra que se puede hacer el bien, haciéndolo bien (como
comentamos en los capítulos 9 y 10).
Un viaje a China
En el capítulo 4 hablamos sobre cómo la formulación de un bono como una pérdida o
como una ganancia afectaba al rendimiento de profesores y estudiantes. El encuadre que
damos a las cosas puede ser una herramienta importante también para las empresas.
Digamos que usted es el director de marketing de un producto llamado Sunny Sunscreen
SPF 50 Lotion, y tiene que decidir qué tipo de campaña hacer. Si se decide por «formular
la ganancia», o usar un mensaje positivo, puede decir «Use Sunny Sunscreen para
minimizar el riesgo de contraer cáncer de piel» o «Utilice Sunny Sunscreen para ayudar a
su piel a estar sana». En cambio, si se decide por «formular la pérdida», o usar un mensaje
negativo, diría «Sin Sunny Sunscreen tiene más posibilidades de contraer cáncer» o «Sin
Sunny Sunscreen no puede garantizar la salud de su piel».
De igual forma, un directivo puede decir a sus empleados «Si aumentamos la
producción en un 10 por ciento este año, todos tendremos una prima» o puede decir «Si
este año la producción no se incrementa en un 10 por ciento, nadie ganará la prima».
¿Qué tipo de formulación cree usted que motiva más?
Para descubrirlo nos fuimos de viaje con nuestro colega Tanjim Hossain (de la
Universidad de Toronto) a la moderna y activa ciudad de Xiamen, en la provincia de
Fujian, en la costa sur de China, no muy lejos de Hong Kong.7
Xiamen es la sede de grandes fábricas. De hecho tanto Dell como Kodak poseen
plantas en ella. El lugar en que íbamos a desarrollar un experimento de seis meses era una
compañía china de alta tecnología, con veinte mil empleados, que produce y distribuye
componentes electrónicos para ordenadores. La compañía —Wanlida Corporation—
produce y distribuye teléfonos móviles, productos de audio y vídeo digitales, navegadores
GPS, pequeños dispositivos de uso doméstico, etc. que se exportan a más de cincuenta
países.
Nuestro objetivo era simple: queríamos ver si podíamos incrementar la productividad
en la planta formulando el tema de diversos modos. Para ello enviamos dos tipos de cartas
a dos grupos distintos de empleados.
Imaginemos por un momento que usted es una joven de veintiún años —la
llamaremos Lin Li— que trabaja en Wanlida, donde su responsabilidad consiste en
inspeccionar placas base de los ordenadores. Llega a la fábrica cada lunes por la mañana,
se sienta ante su mesa, y pone en marcha una lámpara de aumento similar a la que usan
los cirujanos o los dentistas. Se pone unos guantes desechables, toma una placa base entre
las manos y revisa cada chip, cada detalle y cada milímetro buscando defectos. Realiza la
misma operación durante nueve horas al día, seis días por semana y, por supuesto, recibe
un salario por ello.
Un día recibe una carta de dirección. «Apreciada Lin», dice la carta, «recibirá un bono
de 80 yuanes por cada semana en la que la producción semanal media de su equipo supere
las cuatrocientas unidades por hora». 80 yuanes son aproximadamente 12 dólares, lo que
es un bono considerable para un trabajador chino. Dado que el salario medio de los
trabajadores chinos está entre 290 yuanes y 375 yuanes, un bono de 80 yuanes representa
más del 20 por ciento del salario semanal del empleado mejor pagado. Ninguno de los 165
trabajadores implicados sabía que formaba parte de un experimento.
Lin Li vuelve al trabajo, sonriente y con fuerzas renovadas. Otro joven empleado —
llamémosle Zi Peng— recibe otra carta: «Apreciado Zi Peng, recibirá un bono puntual de
320 yuanes. Sin embargo, por cada semana en que la producción media semanal de su
equipo esté por debajo de las cuatrocientas unidades por hora, el incremento salarial se
reducirá en 80 yuanes». Zi Peng no está muy seguro sobre cómo se siente con este arreglo
pero vuelve a su mesa y reemprende el trabajo con gusto.
Tal vez este tipo de formulación le recuerde a los incentivos que utilizamos con los
profesores y los estudiantes en el capítulo 4, cuando les dijimos que perderían su dinero si
no rendían adecuadamente. Y, sin duda, se habrá dado cuenta de que este tipo de
formulación combina una zanahoria («recibirá un bono») con un palo («si no produce lo
suficiente perderá el dinero»). El mensaje está —clara e intencionadamente— mezclado,
porque queremos observar los efectos de lo que los científicos sociales llaman «aversión a
la pérdida» en el escenario real de un trabajo en una fábrica.
Cuando creemos que «poseemos» algo —por ejemplo, determinados privilegios en las
redes sociales (si hablamos de un preadolescente)—, nuestra colección de LP de la década
de los 70, nuestro coche, nuestra casa, nuestro trabajo o nuestra nómina— la posibilidad
de perderlo nos produce un gran disgusto.
Así que si volvemos a la fábrica, ¿qué individuos y equipos trabajaron mejor? ¿Aquellos
que, como su álter ego en la ficción, Lin Li, recibieron la carta zanahoria o los que como
su colega Zi Peng recibieron la carta palo? Antes de que aventure una respuesta,
pregúntese a sí mismo qué le motiva más: ¿«una formulación de ganancia» o «una
formulación de pérdida»? Y si trabaja en equipo con otras personas, sabiendo que el
rendimiento de cada una de ellas afecta al bono de todo el equipo, ¿trabajará usted con
más ahínco en la formulación en la que gana o en la que pierde?
Aquí están nuestros resultados: el mero hecho de disponer de un incentivo
incrementaba la productividad. El efecto estaba entre el 4 y el 9 por ciento para los
miembros de un equipo y entre el 5 y el 12 por ciento para los empleados que trabajaban
solos. Estos son efectos notables, considerando la magnitud de los bonos. Sin embargo,
resulta más interesante constatar que mientras los trabajadores individuales estaban muy
influenciados por la formulación de pérdida, los que formaban parte de un equipo
incrementaban su productividad entre un 16 y un 25 por ciento por encima de los
trabajadores en la formulación de ganancia. ¿Y saben qué? No aumentaban los defectos o
los errores.
En conjunto, descubrimos que Wanlida podía utilizar formulaciones simples de forma
eficaz para incrementar la productividad global del equipo.
¿Desaparecerían estos resultados pasado un tiempo? ¿Disminuiría o perdería fueza la
respuesta de los trabajadores al incentivo negativo? La respuesta era no. Semana tras
semana, durante seis meses, el encuadre penalizador incrementó la productividad.
Claramente, el miedo a la pérdida motivaba a los trabajadores en mayor medida que la
perspectiva de la ganancia. En otras palabras, las zanahorias funcionan mejor si se parecen
a un palo. Pero ¿quién quiere trabajar para una compañía que da a sus empleados este tipo
de doble opción zanahoria y palo? De hecho, las pérdidas forman parte de la vida, alguien
tiene que soportarlas. Creemos que la pérdida es un potente motivador. Las empresas han
utilizado la amenaza del despido para animar la productividad, pero fuera de ese tipo de
amenaza a gran escala, raramente utilizan la formulación de pérdida.
Por supuesto, si uno es un directivo, no tiene que utilizar incentivos tan perversos como
los descritos en ese estudio. Recuerde: tiene que ver con el encuadre. Si se da a los
trabajadores participación sobre lo que producen y luego se enfoca en las pérdidas que
podrían darse por su falta de rendimiento, logrará los efectos antes descritos sin asustar a
sus empleados con incentivos manipuladores.
Cambiar un modo de pensar probado, aunque no sea el mejor, no es cosa fácil. Al final,
desarrollar una cultura experimental requiere de una combinación de liderazgo valiente,
entrenamiento y experiencia de primera mano. Si las empresas tienen éxito en ello,
pueden redefinir completamente sus sectores.
Hemos visto a demasiados altos ejecutivos enamorarse de sus propias ideas y luego
volcarlas en un mundo confiado, generando una enorme reacción, como hizo Netflix (y
otras compañías antes y después que ella). Hemos visto a líderes empresariales utilizar
zanahorias y palos en un esfuerzo por incrementar la productividad, sin resultado alguno.
Hemos visto empresas tratando de averiguar cuál era el precio adecuado para un
producto, sin tener ni idea de lo que los clientes valoraban. Estos costosos errores se
producen continuamente, y podrían ser prevenidos.
Por el contrario, empresas grandes y pequeñas que realizan experimentos de campo
están aumentando sus beneficios y captando más clientes. Intuit ha expandido su
mercado, probando ideas y llevando adelante las mejores. Humana, el proveedor de
servicios sanitarios, descubrió que asesorando activamente a los ciudadanos de la tercera
edad con sus prescripciones y el cuidado de sí mismos, la gente mayor podía evitar
ingresar en los hospitales y la empresa ahorraba millones de dólares en el proceso. Una
enorme compañía tecnológica como Wanlida aprendió que ofreciendo a sus empleados
un bono y amenazando con obligarlos a devolverlo, conseguía aumentar de forma drástica
la productividad. El propietario de una pequeña bodega en el norte de California,
experimentando con el precio de sus vinos, descubrió que había estado cobrando la mitad
de lo que sus clientes estaban dispuestos a pagar. Y Disney aprendió que dejar que la gente
pagara lo que quisiera por una foto tomada en una atracción funcionaba especialmente
bien cuando la mitad de lo pagado se dedicaba a beneficencia.
Los beneficios para una empresa son los siguientes: si quiere aumentar sus beneficios,
la respuesta son los experimentos de campo. Si quiere pasar a los anales de la historia
como una gran empresa, utilice experimentos de campo.
1 «Netflix Introduces New Plans and Announces Price Changes», Netflix US & Canada Blog, martes 12 de julio de
2011, http://blog.netflix.com/2011/07/netflix-introduces-new-plans-and.html?commentPage=25
3 Stephen F. Jencks, Mark V. Williams y Eric A. Coleman, «Rehospitalizations Among Patients in the Medicare Fee-
for-Service Program», New England Journal of Medicine 360 (2009): 1418-1428.
4 En las siguientes fuentes describimos nuestra experiencia en la bodega con más detalles, «Intuition Can’t Beat
Experimentation», Rady School of Management, UC San Diego, http://rady.ucsd.edu/mba/student/clubs/rbj/rady-
business-journal/2011/intuition/ (último acceso, el 29 de abril de 2013). Para una descripción del experimento, ver
Ayelet Gneezy y Uri Gneezy, «Pricing Experimentation in Firms: Testing the Price Equal Quality Heuristics», Rady
School of Management, UC San Diego, http://econ.as.nyu.edu/docs/IO/11975/Gneezy_CESS.pdf
5 Ayelet Gneezy, Uri Gneezy, Leif D. Nelson y Amber Brown, «Shared Social Responsibility: A Field Experiment in
Pay-What-You-Want Pricing and Charitable Giving», Science 329 (2010): 325-327.
6 Uri Gneezy y Pedro Rey-Biel, «On the Relative Efficiency of Performance Pay and Social Incentives», Facultad de
Economía de Barcelona, documento de trabajo n.º 585, octubre de 2011.
7 Tanjim Hossain y John A. List, «The Behavioralist Visits the Factory: Increasing Productivity Using Simple Frame
Manipulations», Management Science 58 (2012): 2151-2167.
Epílogo
Hace casi cuatrocientos años, Galileo realizó el primer experimento de campo del que se
tiene constancia escrita. Colocó pesadas bolas en un tablón y las hizo rodar hacia abajo
para probar su teoría de la aceleración. Desde ese momento, los experimentos de
laboratorio han sido la piedra angular del método científico. El principio de la ciencia y la
prueba de todo conocimiento, de acuerdo al renombrado físico teórico Richard Feynman
es el experimento. El «experimento», afirmó, «es el único juez de la “verdad” científica».
Los economistas se han decantado de forma creciente por el modelo experimental de las
ciencias físicas como método para entender el comportamiento humano.1
Hasta el día de hoy, esta búsqueda del método experimental se ha producido
mayoritariamente en el interior del laboratorio. Los experimentos de laboratorio
cambiaron la forma en que los economistas veían el mundo, como se demostró cuando en
el año 2002, el jurado del Nobel otorgó el premio a Daniel Kahneman y Vernon Smith.
Sin embargo, la convicción absoluta de que el comportamiento puede probarse
exclusivamente en un laboratorio está cambiando.
Somos parte de un grupo emergente de economistas que utiliza los experimentos de
campo para entender lo que ocurre en el mundo. Mientras esperamos a que nuestros
amigos economistas y también los que pertenecen a otras disciplinas académicas recojan
el guante que les hemos lanzado, no hay que dormirse en los laureles. Puede utilizar las
herramientas que le damos en la vida diaria para descubrir lo que realmente funciona en
cualquier campo, desde enseñar a su bebé a usar el orinal a dirigir una corporación
multinacional.
¿Por dónde empezar?
En primer lugar hay que pensar en aquello que se quiere modificar. Quizás su objetivo
sea incrementar los beneficios de su negocio; quizás sea engatusar a su hijo para que
trabaje más en la escuela. Quizás quiera ayudar a la ONG March of Dimes a recaudar más
dinero en su caminata solidaria, o encontrar formas de reducir su gasto energético. Es
crucial saber exactamente qué se quiere cambiar y cómo podemos medirlo. Por ejemplo,
las notas de los exámenes pueden ser medidas, como los vatios de energía y la
productividad.
El siguiente paso es idear una serie de formas de cambiar lo que estamos midiendo. En
general, partimos de la premisa de que los incentivos importan. Los incentivos
económicos simples son fantásticos pero los no económicos pueden, en ocasiones,
producir mayores resultados. Por ejemplo, si su hijo de nueve años está obsesionado con
jugar a los videojuegos, quizás pueda usar eso en su propio beneficio. Ofrecerle tiempo
extra para jugar si sus notas son mejores puede ser un buen aliciente para alguien tan
joven. (Este enfoque no funcionará para todos los niños. Nuestros estudios sugieren que
cuando crecen, los incentivos no económicos pierden fuerza. Utilice sus propios
experimentos para determinar qué es lo que mejor se adapta a su situación específica.)
A veces, eliminar los incentivos negativos puede marcar una gran diferencia. Por
ejemplo, si en su edificio de apartamentos hay un solo contador eléctrico y la factura se
divide a partes iguales, entran en juego los incentivos negativos. Como dijimos en el
capítulo 1, dividir las facturas de ese modo puede hacer que la gente consuma más de lo
que haría en otro caso. Reemplazar ese incentivo con algo más sensible (como contadores
individuales) puede ser muy útil para reducir gastos innecesarios y, por supuesto, el mal
ambiente.
Una vez tenemos un plan en mente, todo lo que hay que hacer es lanzar una moneda al
aire o aplicar un poco de aleatoriedad. Querrá comparar los resultados entre un grupo de
«control» y la situación «experimental». Por ejemplo, si cree que existen dos estrategias
para negociar un precio más bajo con varios concesionarios automovilísticos, lance una
moneda al aire antes de ir a ver a cada uno de ellos para decidir qué estrategia usará en
cada caso. Si sale «cara» usted hace la primera oferta al concesionario. Si sale «cruz» es el
concesionario el que hace la primera oferta. ¿En qué ocasión consigue el mejor trato? Si
quiere profundizar, visite a un tercer concesionario y haga usted la primera oferta. O
pruebe lo siguiente: anuncie a algunos de ellos que tiene intención de «visitar a cinco
concesionarios hoy». En cambio, deje que otros sepan que «son los únicos a los que
visitaré». Después, observe lo que ocurre.
Pongamos otro caso. Supongamos que está usted comprando antigüedades y visita
unos cuantos establecimientos donde los precios pueden negociarse. En el primero de los
casos, haga saber a los vendedores que no tiene tiempo para regatear, y que necesita su
mejor precio para esa bonita cómoda de 1790, por ejemplo. En otro establecimiento, deje
que el proceso de regateo se desarrolle de la manera habitual. ¿En qué caso obtendrá el
mejor precio?
O digamos, por ejemplo, que quiere incrementar los donativos que recibe la
organización sin ánimo de lucro con la que colabora como voluntario ayudando en una
campaña de marketing directo. Pruebe a enviar a la mitad de los donantes potenciales de
su lista de correo, aleatoriamente, una nota sobre un donativo complementario.2 En todos
los casos la aleatoriedad es la clave; el objetivo del juego es probar hipótesis competitivas
que puedan tener influencia en el resultado final del experimento.
Una de las cosas más fantásticas que hay en llevar a cabo experimentos económicos es
que no se necesita un doctorado para ponerse en la piel de alguien que está participando
en el estudio. Imagine que está de viaje de negocios y deja en la puerta de la habitación del
hotel la indicación para que se limpie cuando se marcha por la mañana. El primer día no
deja propina alguna y cuando regresa hace una revisión para valorar la limpieza. El
segundo día deja unos dólares y luego compara la limpieza con la del día anterior. El
tercer día aumenta la propina, y así día tras día. Quizás encuentre unos caramelos extras
encima de la almohada el tercer día. Ese experimento puede ayudarle a decidir qué
propina dejar en futuros viajes.
También puede tratar de llevar adelante el siguiente experimento cuando actúa como
anfitrión en una cena. En lugar de servir el vino de la botella, pruebe a servir vinos de
distintos precios con decantadores y luego pida a los invitados que elijan el vino que creen
que es el mejor. Este experimento constituye una buena forma de descubrir qué vinos
servir en la siguiente cena. Y quizás averigüe que los vinos más baratos son los que usted y
sus invitados prefieren.
Como puede ver, creemos que las herramientas económicas pueden ser muy útiles
para resolver problemas importantes de forma práctica. Cuando los investigadores,
utilizando los métodos descritos en este libro, salen de detrás de sus teclados y pisan la
calle, descubren cosas que modifican la idea previa que tenían de sus teorías y sus
hipótesis.
En lugar de trabajar con una ciencia funesta, los economistas pueden descubrir que
están trabajando con una que resulta apasionante —una ciencia que se mueve por
intereses personales profundos, que tiene que ver con las emociones humanas y que es
capaz de producir resultados que cambien el mundo para mejor—. Pero la oportunidad
para cambiar va mucho más allá de las ciencias económicas. Creemos que existen
enormes oportunidades para los investigadores en el campo de la sociología, la
antropología, la empresa, la educación y muchos otros que pueden utilizar las
herramientas de los experimentos de las ciencias económicas para modificar de forma
sustancial las vidas de millones de personas en todo el mundo.
Una y otra vez a lo largo de este libro, hemos sugerido que las razones por las que
nosotros, como sociedad, no hemos progresado lo suficiente en la batalla contra los
grandes y pertinaces problemas en la educación, la discriminación, la pobreza, la salud, la
igualdad de género y el medio ambiente, entre otros, es que no hemos hecho esfuerzos
verdaderos y coordinados para dejar atrás las suposiciones previas. Hemos fracasado en la
búsqueda y descubrimiento de aquello que funciona y las razones por las que lo hace.
Seguimos perdiendo la oportunidad de utilizar las herramientas de la investigación
científica para entender los problemas más acuciantes. Sin entender que la vida es
realmente un laboratorio, y que todos debemos aprender de nuestros hallazgos, no
podemos esperar progresar en algunas áreas críticas.
Sin embargo, parafraseando a John Lennon, nos gustaría que usted imaginara que
existe una alternativa. Imagine lo que ocurriría si miles de investigadores en todo el
mundo aplicaran los mismos métodos científicos que hemos descrito en las páginas
precedentes a problemas importantes. Imagine cientos de experimentos enlazados
desarrollándose en todo el mundo, todos dedicados a derribar los obstáculos y buscar la
esencia de los grandes problemas a los que nos enfrentamos. Imagine lo que podría
suceder si, una vez recogida la enorme cantidad de datos generados, pudiéramos probar, y
probar, y volver a probar hasta descubrir lo que funciona y lo que no lo hace. E imagine
qué podría suceder si, armados con este conocimiento, los gobiernos de todo el mundo
pudieran hacer cambios políticos de gran profundidad basados en la sólida evidencia
empírica aportada por estas pruebas.
Así que, aquí lo tiene. Ya entiende la idea. ¡Experimente! Salga ahí fuera —la bata
blanca y el juego de bolígrafos y portaminas no son necesarios— y descubra lo que sucede
realmente. Y luego, háganos saber lo que descubre o la forma en que ha empezado a
pensar de manera distinta.
1 Este pasaje proviene de Steven D. Levitt y John A. List, «What Do Laboratory Experiments Measuring Social
Preferences Reveal About the Real World», Journal of Economic Perspectives 21, n.º 2 (2007): 153-174. Para leer uno
de los primeros documentos de un pionero en el campo de las ciencias económicas experimentales ver Vernon L.
Smith, «Microeconomic Systems as an Experimental Science», American Economic Review 72, n.º 5 (1982): 923-955.
2 Por razones obvias le animamos a no decepcionar a sus clientes. En este caso, no anuncie una donación
complementaria si no existe.
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Índice
Portadilla 2
Créditos 3
Dedicatoria 5
Contenido 6
Prólogo de Steven D. Levitt 7
Introducción 10
1. ¿Cómo hacer que la gente haga lo que uno quiere que haga 24
2. ¿Qué pueden enseñarnos los portales de anuncios clasificados, los
36
laberintos, una pelota...
3. ¿Qué puede enseñarnos una sociedad matrilineal sobre las
51
mujeres y la competencia?
4. ¿Cómo pueden ayudarnos los medallistas de plata tristes y los
felices medallistas de bronce a reducir las diferencias en el 64
rendimiento?
5. ¿Cómo pueden los chicos pobres alcanzar a los ricos en cuestión
87
de meses?
6. ¿Cuáles son las palabras que pueden acabar con la discriminación
100
actual?
7. Cuidado con lo que escoges. Puede ser usado en tu contra 125
8. ¿Cómo podemos protegernos de nosotros mismos? 138
9. ¿Qué hace que la gente haga obras de caridad? 159
10. ¿Qué nos enseñan las fisuras palatales y las casillas de
autoexclusión sobre las razones por las que las personas hacen 180
donativos para obras benéficas?
11. ¿Por qué los directivos de empresa son hoy una especie en
196
peligro?
Epílogo 219
Agradecimientos 223
Visítenos en la web 225
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