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JOSÉ ORTEGA

EL ÚLTIMO SUEÑO DE LA MARIPOSA

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INTRODUCCIÓN

Corría 1993 cuando conocí a un pintor llamado Juan


Luis Javier. Era un artista reconocido que había sido
incluido en un libro sobre los mejores pintores de la
Comunidad Valenciana, pero en esa época había
abandonado la actividad porque sus problemas con la
ley de costas absorbían su atención. Por eso vino al
pequeño despacho que yo tenía entonces en la calle
Garrigues, cerca del Ayuntamiento de Valencia.

En esa época yo estaba empezando a hacer cine con


Juan Piquer y Juan Luis me mostró una colección de
fotografías de una gran casa palacio de su propiedad
en la vecina localidad de Moncada. Insistía en que
podía servirnos de decorado para alguna película.

Me resistí durante un tiempo pero al fin lo acompañé a


su casa. Sus padres habían sido al parecer marqueses y
aquel lugar era la mansión familiar. Estaba
abandonada y ruinosa pero era enorme y resultaba
muy conveniente para rodar. Las cámaras para
almacenar productos agrícolas, llamadas en Valencia
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cambras o andanas, eran pintorescas. Había un jardín
descuidado como el del cuento de aquel gigante que
odiaba a los niños. Podía hacer las veces de estupendo
bosque donde filmar sin necesidad de generador,
puesto que la casa tenía instalación eléctrica.

Filmamos allí varias escenas de Manoa y después yo


mismo grabé mis series documentales Génesis y Las
Crónicas de la Tierra Encantada. Posteriormente se
transformó en el humilde hogar del pescador de
sirenas en mi cortometraje La dama del mar.

Después de haber hecho todos aquellos trabajos de


cine y televisión, me atreví a intentar el salto a la
dirección de cine y comencé a pensar en una historia
que resultara extraordinariamente barata, con pocos
personajes y un único decorado a ser posible. El
resultado fue El sueño de la mariposa, un guión escrito
para la casa de Juan Luis. Habitualmente el guionista
escribe la historia y después los de producción buscan
las localizaciones. No es corriente que suceda en
sentido contrario. He oído hablar de guiones escritos
para una actriz, pero no para una casa. Éste parecía ser
el primero.
Recuerdo cómo hablé de este proyecto en un
encuentro de coproducción en la sede de la Sociedad
General de Autores en Valencia. Anuncié que la
localización estaba lista para entrar a rodar sin que el
equipo de producción necesitara que hacer una sola
gestión porque allí dentro estaba todo listo, incluyendo
un inquietante autorretrato de Juan Luis que tiene
papel protagonista en la historia.

Recuerdo también la primera vez que Juan Luis me


mostró su casa y vi aquel autorretrato colgado de la
pared de uno de los dormitorios. Desde aquel primer
momento sentí que aquel espacio era algo más que
unas cuantas paredes y unos cuantos muebles. Aquella
imagen suya era una especie de espíritu del lugar. Él
no vivía en la casa, excepto en sus deseos frustrados, y
la pintura parecía retratar esas ansias no realizadas y
esa permanente lucha interior.

No escribí pensando en el autorretrato, pero no deja de


asombrarme la forma en que esa única imagen
constituye una insuperable síntesis de la historia: Un
joven desnudo, con labios voluptuosos y un par de
enormes alas de ángel con las que sin embargo no
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puede volar porque está atado. Esta suerte de
Prometeo encadenado, atormentado por no poder alzar
el vuelo, define de forma extrañamente completa al
héroe de la historia.

Esto podría no ser más que una grata coincidencia,


pero entonces descubrí otra pintura que el autor me
remitió por correo electrónico después de escrito el
guión. Se había representado a sí mismo con una
camisa blanca manchada de sangre, igual que sus
manos. Hay unas manchas de sangre también en la
pared. Cuando vi esta pintura me quedé muy pasmado
porque también retrata una de las situaciones que vive
el protagonista dentro de la casa. Aún no tengo
explicación para esto.

Como la película no llegó a buen fin, hice otra cosa en


el sentido inverso al habitual. En vez de adaptar al
cine una obra literaria, como es habitual, transformé el
guión en una novela. Esto es algo que he hecho varias
veces por falta de financiación para mi cine y puedo
asegurar que es una forma muy apetecible de escribir.
Al ponerme con una historia nueva, no sé lo que va a
suceder al final. Ni siquiera sé lo que va a suceder a
continuación. Se me van ocurriendo cientos de ideas
nuevas según escribo, y así es como la historia va
creciendo. Es muy gratificante comprobar cómo todas
esas ideas van brotando como de un pozo sin fin y la
historia va cobrando coherencia.

Cuando transformo un guión en una novela no existen


ni esa incertidumbre ni ese descubrimiento. La
escritura tiene menos de aventura personal, pero en
cambio es extraordinariamente relajante porque ya sé
lo que va a pasar en cada momento y mi trabajo se
limita a aportar forma literaria a un armazón desnudo.

Fue en ese trance cuando escribí la metáfora de aquel


palacio arruinado como un libro en cuyas páginas
había que leer una historia secreta. Juan Luis siempre
se quejaba del olvido en el que habían caído su
antigua vida en aquel lugar y el lugar mismo, y
valoraba mucho que yo le prestara atención y lo usara
para mis películas. A veces pienso que la casa misma,
a través de aquellos óleos, me dictó al oído la historia
que ahora os presento, y que lo hizo para ser rescatada
del abandono.

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Una noche hablé de esta historia con una amiga que
mantiene relaciones privilegiadas con lo invisible. Fue
una conversación singular por su contenido, pero
también por la forma, pues ambos conducíamos
rumbo a Valencia en la misma noche de invierno
mientras yo le hablaba de El Sueño de la Mariposa. De
pronto me informó de que le acababan de decir los de
arriba que el guión no saldría adelante hasta que no le
cambiara el final. Estábamos entrando en la era de
Acuario y hacían falta historias que se abrieran a la
esperanza. Mientras ella me estaba diciendo eso, y a
velocidad de vértigo, aquel nuevo final nació en mi
mente. Y era sólo una palabra. Una palabra que lo
cambiaba todo. Se lo dije así y me contestó que al
escucharme un estremecimiento acababa de recorrerle
la espalda.

Como el lenguaje cinematográfico es poco amigo de


los discursos, en la escritura final del guión sustituí
aquella palabra por el gesto equivalente, y en la novela
hice algo parecido con la intención de que la palabra
se forme espontáneamente en vuestra imaginación sin
necesidad de verla escrita.
Pero eso no cambia la grandeza de que una sola
palabra pudo cambiar todo el sentido de la historia y
abrirla a la esperanza para sintonizar con un universo
que está cambiando y que nos dirige a una vida mejor.

Si queréis saber cuál es esa palabra, leed la historia.

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I

Puedo recordar perfectamente todo lo sucedido. He


escapado por fin de los horrores, he superado las
pruebas a las que me ha sometido la vida y, sobre
todo, he elegido.  Desde mi actual situación apenas
puedo atisbar el mundo, pero no necesito hacerlo para
saber que la Tierra sigue girando, que los hombres son
lobos con los hombres, que el poder corrompe, la
religión mata y la riqueza envilece. Por suerte, he
sabido mantenerme al margen. He conquistado un
espacio interior intocable, como lo quería Séneca
cuando escribió la  Consolación a su madre Helvia. Él
se metió en una bañera de agua  caliente, se cortó las
venas e inició su dulce regreso a la nada sin luz.  Yo
no haré lo mismo. La última vez que me metí en una
bañera fue hace apenas unas horas, junto a una mujer
por la que sentía el deseo más encendido, y que se me
escapó como de entre los dedos. No voy a dejarme ir.
Debo vivir.
No sabría decir cuándo comenzó esta historia en la
que el amor y la muerte han caminado tan juntos,
como dos novios. En realidad hace mucho tiempo, en
las tierras ásperas de mi juventud, cuando divagaba
imaginando cómo sería mi vida y   tanto temía al
fracaso. Pero los extraños acontecimientos que os
  tengo que contar se precipitaron hace apenas una
semana. Todo ha sido   como una nube que se va
cargando poco a poco de agua y se va volviendo más y
más  oscura, hasta que no puede soportar la  tensión y
rompe a llover. La lujuria que he vivido junto a una
mujer desconocida, las turbulencias que han
despertado dentro de mí, y la dura prueba que mis
enemigos me han hecho pasar, todo ha sido como
lluvia gris sobre la tierra, liberando la tensión,
levantando aromas nuevos y cambiándolo todo.
Unos días de lluvia. Y de niebla. Las dudas y temores
que me habían atormentado, el gran misterio que se
había abierto y aún se abre ante mí, todo ha sucedido
tan rápido como el descargar de la tormenta.
Y la muerte, sí, el asesinato. Ese cuerpo sin vida que
apareció de pronto, cosido obscenamente a cuchilladas
¿Y si os dijera que la mano que empuñó el arma
homicida era sutil y semitransparente, como el humo?
¿Y si os revelara que el asesino escapó a la justicia?

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Un paraje junto a unos estanques de agua. Quizá eran
cultivos de sal, quizá campos de arroz inundados. Sólo
recuerdo un camino largo y rectilíneo, rodeado de
agua dorada por ambos lados, como el puente que
llevase a otro mundo por entre las aguas de la muerte.
Había llegado allí durante la noche, después de una
caminata larga y desasosegada, y me había echado a
dormir. Era media mañana cuando desperté. Vi los
juncos agitarse  con monótona suavidad y los insectos
dorados rondando las flores. Una tela de araña
brillaba, frágil y sin embargo desafiante. Una libélula
  posada en una rama agitaba sus alas   translúcidas.
  Podría decir que había estado soñando con Elena,
como casi siempre, pero no fue así. Lo supe cuando
una mariposa cruzó delante de mí, con su vuelo
indeciso. Recordé que en mi sueño también yo era una
mariposa. Volaba alto, sobre las montañas, y después
rozando un mar verdoso e inmóvil, como no suelen
hacerlo las mariposas. Era como si hubiera salido a
mundos extraños en busca de algo.
Cerré de nuevo los ojos para buscar en mis recuerdos,
pero ya no había nada más. Y sin embargo el sueño me
había trasladado tan lejos y con tanta  intensidad al
otro  mundo, que cuando volví a mirar alrededor, el
 que tenía delante me pareció tan impreciso y poco
definido como esos pensamientos que cruzan, fugaces,
y se disipan para no volver. Era como si una película
brumosa tuviera atrapado al paisaje impidiéndole todo
movimiento. Mi sueño me pareció más vívido que
aquella realidad en entredicho. Tanto que, para
averiguar quién era yo, tuve que asegurarme de que
mis manos no eran alas.
¿Quién era? ¿Un hombre que acababa de soñar que era
una mariposa, o el sueño de una mariposa que en ese
momento estaba soñando ser un hombre? ¿Cuál de los
dos mundos era el real? ¿A cuál pertenecía yo?
A modo de respuesta, distinguí una figura que
avanzaba a lo lejos, la silueta de una mujer que se
acercaba empujando una bicicleta. Yo conocía aquella
forma de caminar. Como siempre que tenía una duda o
me sentía angustiado, Rosa aparecía. Probablemente
ella nunca llegará a saber cuánta seguridad y cuánta
paz me llegaba a proporcionar.
-La dama del lago -anuncié cuando estuvo cerca, pero
la voz me salió ronca por las horas a la intemperie.

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Ella se detuvo y puso ese gesto de mamá bondadosa.
Se fijó en el libro que conservaba en mi regazo, como
si fuera un gorrión necesitado de calor.
Capté su cariñoso reproche, pero por toda respuesta
apreté inconscientemente el viejo volumen, como
quien estrecha a un antiguo amor. Eran muchos años
leyendo y releyendo las mismas páginas con los
mismos poemas, pero ni el poeta ni sus versos me
cansaban, porque su historia era mi misma historia, y
me conmovía que, siendo también mía, fuera por ahí,
de boca en boca y de mano en mano, desde antes de
mi nacimiento.
-¿Vienes de la residencia?
Pregunta molesta de hermana demasiado maternal. No
me incomodó, pero sabía lo que ella iba a hacer a
continuación. Iba a preguntarme cosas que no me
gustaban, y que yo no quería contestar.
Dejó la bici en el suelo y se sentó junto a mí, para
contemplar cómo el sol centelleaba en el agua. Pero
yo ya no estaba pendiente del esplendor de la
naturaleza. Como demasiado a menudo, la belleza
resultaba herida por aquellas molestas llamadas a una
realidad que siempre me había parecido soez.
Percibí el momento de tensión. Creo, creí al principio,
que a ella le pesaba la pregunta que debía hacerme.
-¿Has visto al médico?
El mundo dejó de parecerme un sueño. La danza de
las abejas ya no era una ronda mágica a mi alrededor,
  las doradas telarañas dejaron de ser especie de
diademas sutiles cubiertas de rocío, y las libélulas
 como hadas diminutas de alas translúcidas. Regresaba
rápidamente a la tierra trivial, como si alguien me
aspirase por un túnel oscuro.  No, no quería hablar de
ello. Era como frotar con limón una herida en carne
viva.
-No lo soporto -respondí, escondiendo la mirada.
-¿Por qué?
Dejé volar un suspiro.
-Vive en su mundo, está obsesionado. Y quiere
obsesionarme a mí.
Rosa calló. Aquellos silencios suyos me angustiaban,
porque no dejaban ver lo que estaba pensando y yo
siempre estaba buscando su aprobación.
Entonces ella reparó en la carpeta que yacía sobre la
hierba.
-Que llevas ahí? ¿es un manuscrito?
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La miré. Era una vieja carpeta de cartón de un  azul
descolorido, cerrada con elásticos. Llevaba una
etiqueta con mi nombre. Y recuerdo como si fuera
ahora mismo el rechazo que sentí al mirarla.  Había
sentido un escalofrío de pánico, como si fuera el único
objeto discordante en aquel universo amigable, como
si en vez de pertenecer al mundo del agua, del cielo y
de la belleza, fuera un pequeño fragmento de otra
vida, caída en esta por error, tal como si dentro de ella
se encerrase todo el mal.
-¿Qué es? -insistió Rosa.
-No es nada -respondí, incómodo.
Ella permaneció mirándome. Era evidente que
aguardaba una respuesta mejor.
-En realidad ni yo mismo lo sé -confesé, tratando de
zanjar la cuestión.
Ella jugó durante unos minutos con sus manos. Se la
veía insegura, preocupada.
-Estás igual ¿verdad? -me dijo, a modo de conclusión.
Y de acusación.
Dejé de ver el paisaje delante de mí. Sus palabras lo
habían borrado.
-Estoy bien -contesté secamente.
-Han pasado diez años ¿por qué no lo dejas ya?
Sí, aquella era la cuestión. Era lo que todos querían, lo
que todos me pedían, lo que me aconsejaban día y
noche. Déjalo ya, olvídalo, supéralo. El mundo quería
que yo me reintegrara en su corriente y enviaba a sus
emisarios para convencerme, para recordarme que no
debía vivir por más tiempo al margen. La vida es
como un cubo lleno de cangrejos -había oído alguna
vez. Cuando   alguno de ellos, después de mucho
esfuerzo, consigue trepar por los bordes y está a punto
de escapar, otro cangrejo lo sujeta con sus pinzas y
vuelve a caer en el fondo del cubo.
Yo no quería contestar a aquella pregunta. No quería
romper la armonía. Sólo ansiaba sumergirme de nuevo
en mi océano interior, muy profundamente, donde el
sol no alcanza, a salvo del mundo. Pero Rosa, como la
hosca guardiana de aquel universo paralelo,   me
miraba fijamente, incluso severamente, aguardando
aún una respuesta.
-Quiere que sea como los demás -respondí, a modo de
triste conclusión.
Ella no insistió y yo noté el hastío en sus ojos. Era
como el de un esclavo atado durante toda su vida al
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molino, girando y girando, pisoteando sus propias
huellas y sin poder dar ni un solo paso fuera del
mismo círculo. Sabía que no podía sacar nada de mí,
pero aún y así no dejaba de intentarlo.
Se puso súbitamente en pie.
-Venga vamos a casa.
La obedecí, y juntos caminamos en silencio por aquel
camino entre los espejos de agua. Lo recordé de mis
tiempos de psicoanálisis: el agua es un símbolo del
subconsciente. Quizá por eso todo el paisaje me  había
sugerido un sueño. Quizá por eso caminaba por
aquella estrecha senda que me llevaba a casa, lo
mismo que los antiguos chamanes siberianos debían
avanzar por un camino tan delgado como un cabello
para alcanzar el otro mundo. El agua alrededor
apremiaba, acosaba. La senda seca era como el
estrecho camino del entendimiento, a salvo del
subconsciente murmurante y caótico.
Me fijé en mi hermana. Caminaba cabizbaja, parecía
preocupada.
-¿Te pasa algo?
Ella me miró furtivamente y luego apartó la mirada.
-Me voy -murmuró, y la voz le salió débil, como el
gorjeo de un pájaro moribundo.
No dije nada, porque nada podía decir. Rosa era mi
sostén en la vida, así de simple. Se había expresado de
forma tan rotunda que me asusté.
-Me han dado la beca -añadió.
-¿Allí...?
-En Filadelfia, sí.
-¿Para mucho tiempo?
Escondió el rostro, como si se avergonzara.
-Dos años. Sé que me necesitas, pero...
Aún insistía en tratarme como un niño, en protegerme
del mundo. Pero yo no necesitaba ya ese apoyo. Cierto
que a veces me sentía solo, y algunos días creía que
todo me acechaba, que la vida era como un perro
salvaje que me mordía los talones, y entonces
necesitaba buscar refugio en Rosa. Pero era capaz de
sobrevivir sin ella. Podía aprender a camuflarme,
esconderme, acurrucarme para dejar que el infortunio,
esa alimaña en busca de víctimas, pasara de largo.
Podía fabricarme una alegría secreta y vivirla solo.
-No puedo dejar pasar esta  oportunidad -añadió.
- ¿Y el piso?
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-Tendría que alquilarlo para pagar algo allí -respondió,
con expresión implorante.
Me detuve en seco. Era otra vez aquella opresión,
aquella sensación de apremio, aquel afilado estilete
con que la vida me abría las carnes. Las cosas del
mundo eran enemigas de las ideas, de la poesía y el
espíritu. Ahora no sólo no tenía a mi hermana.
Tampoco tenía un lugar donde dormir. Las cosas del
mundo, tan prosaicas como una cama, tan vulgares
como un techo, me faltaban.
-¿Qué ocurre?
-Ya no tengo casa... No voy a ningún sitio -me
lamenté.
Su rostro se iluminó con una débil sonrisa.
-Ven... Quiero que veas algo.

Yo no sabía qué hacíamos allí, cociéndonos al sol del


mediodía y delante de aquella casa tan cubierta de
pintadas que parecía el muro de las lamentaciones de
una tribu  de artistas urbanos.
-Es del siglo XVII -explicó Rosa.
Encogí los hombros. El siglo me daba igual. Lo único
que le habría visto de bueno es que diera sombra. Pero
el sol venía del lado equivocado.
-¿Te gusta?
-¿Es un regalo? -ironicé.
-Es de Marcelo ¿te acuerdas de él?
Recordaba vagamente a un amigo de Rosa, excéntrico
y cosmopolita, que se pasaba media vida en Suiza, y la
otra dormitando en un pueblo de la costa.
-¿El pintor?
-Te la deja por unos meses. Él no la usa.
Eché un vistazo al caserón con ojos nuevos. Visto así,
me pareció mucho más que piedra y ladrillo. Lo
imaginé lleno de promesas y posibilidades, como un
libro viejo aún sin abrir.
-¿Y qué pide a cambio?
-Él nada, pero yo sí...
No necesité más para entenderla. Sabía qué era lo que
ella quería. Lo sabía muy bien, pero por desgracia era
algo que quedaba lejos de mis posibilidades. Me pedía
la misma cosa que me pedía yo a mí mismo cada día:
Una novela. Quería que volviera a escribir

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-Rosa, no voy a poder. No tengo inspiración -me
lamenté.
-Tu primera novela fue un éxito.
Ella hablaba con esa simpleza de quienes ven las cosas
desde fuera, como si escribir fuera lo mismo que coser
un botón o atarse los zapatos, como si no fueran
precisos tanto dolor, tanta nostalgia, tanta renuncia,
para dejar escrito algo que no fuera pura chatarra o
puro artificio.
Escribir no es un oficio, es un estado de ánimo. Nunca
había podido compartir frases hechas como aquélla
atribuida a Baudelaire, no sé si con mucho
fundamento, la inspiración es trabajar todos los días.
Quienes piensan así niegan la evidencia de que la
literatura es posesión y el escritor  un hombre poseído.
Niegan que emociones e ideas brotan de modo
maravillosamente inesperado, como los fuegos fatuos
en un cementerio, o las estrellas fugaces en el cielo, y
que entonces el escritor pasa a ser una especie de
intermediario con el otro mundo, ése que no está
hecho de barro, ni de metal, sino de ideas doradas y
sublimes.
Hay escritores que inventan tramas y folletines
ingeniosos para el público, pero yo no hablo de eso.
Yo hablo de servir a las musas, de dejar que el mundo
secreto hable a través de mí.
Yo escribía sobre el alma. Pero mi alma estaba seca y
fría. Si las tenues señoras que traen la inspiración
hubieran pasado cerca de mí, me habrían confundido
con un témpano, o con una roca inanimada, y habrían
seguido adelante. Y eso no podía contárselo a mi
hermana.  
-Arturo... Tienes talento, no lo desperdicies -me dijo,
con los ojos muy abiertos y apretándome el brazo,
como hacía siempre que quería influir en mí.
Su insistencia me complació. Incluso me animó.
Guardaba aún el manuscrito que en vano había tratado
de convertir en una nueva historia. No era más que un
amontonamiento de palabras sin mucho ingenio, ni
 siquiera tenía un título.  Quizá encerrado detrás de
aquellos muros consiguiera hacerlo revivir y darle el
alma que aún no tenía.
Escribir, ese antiguo placer...  Aquel  diálogo interior
que antes fluía dentro de mí, como el agua que corre ...
Yo ya no creía en mí mismo, pero aún así miré de
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reojo al viejo caserón, con ansias nuevas. Me imaginé
que entraba en él y que, al abrir la pesada puerta de de
carruajes, era como si estuviera abriendo la  tapas de
aquel libro   antiguo, para leer en su interior una
historia insospechada, quizá para buscar allí la
inspiración que había perdido. La vida es un río lleno
de posibilidades, había escrito Amado Nervo, el poeta
mejicano. Le da lo mismo llenar un cántaro grande
que un cántaro pequeño, por eso nos es lícito esperarlo
todo de la vida. Quizá yo, que desde la muerte de
Elena ya no esperaba nada, podría también esperarlo
todo. Mi suerte aún no estaba escrita. Nadie había
decidido que tenía que ser desdichado.
-¿No crees que soy un pobre iluso que está viviendo
un sueño en el que es un buen escritor? -pregunté a mi
hermana.
-Creo que eres un buen escritor que crea sueños.
La rapidez de su respuesta me sorprendió.   Es
agradable tener al lado a alguien que cree en ti, pero si
eres de los que tienen aspiraciones y ansias, es además
imprescindible. Acarrear sueños puede hacerse tan
duro como acarrear hasta el río un cántaro grande y
pesado. Los sueños son ideas, te dan alas, pero pesan.
  Cuando te hacen soñar puedes subir al cielo sin
esfuerzo apoyado en esas alas, pero cuando se dan de
bruces con el mundo de barro y metal, pueden
aplastarte contra el suelo y hacerte creer que eres
incapaz de caminar. O quizá es que las fuerzas fallan.
Aquellos que dejan pasar toda una vida junto al río
lleno de posibilidades sin poder llenar su cántaro
enorme,  al volver a casa, malgastadas su juventud  y
su vigor, apenas pueden con su peso.
-La ciudad del alma... -añadió Rosa, dejando las
palabras en el aire, como si flotaran, como si fueran un
conjuro capaz de hacer florecer una planta estéril.
 Sí, claro. La ciudad del alma. Hacía mucho que había
escrito aquel poema, poco tiempo después de la
muerte de Elena. Mi profesión de soledad, mi
declaración de enemistad con el mundo.
-Léemelo otra vez.
Saqué de entre las páginas del viejo libro la misma
cuartilla en la que por primera vez lo había escrito. Era
un fetiche, una consigna, como el pasaporte que
acreditaba mi ciudadanía de aquel país interior.
Como uno más, habito el mundo de los hombres...
...Como uno más la lluvia empapa mis vestidos.
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Como uno más el sueño vence mis ojos.
Pero esta no es mi ciudad, mi comarca, ni mi hogar.
Mi corazón peregrina por una urbe invisible,
la ciudad dormida hecha de pensamientos,
en cuya penumbra habitas sólo tú.
La ciudad del alma, donde tú respiras y me esperas.
Estás muerta, pero sólo en el mundo de los hombres.
Mi ciudad hecha de pensamientos,
mi casa hecha de recuerdos,
son más reales y más ciertos
que todo este planeta orgulloso.
Miré a Rosa. Estaba sonriendo. Sonreímos los dos
bajo el sol, como si en un momento la vida se hubiera
despojado de toda tragedia y todo fuera como debía
ser. Nos disponíamos a iniciar cada uno una nueva
vida llena de experiencias. Siempre hay lugar para un
nuevo comienzo. Las ansias de felicidad florecen
siempre, en cualquier momento y en cualquier edad.  

La calle era ruidosa y agresiva. Caminaba abstraído,


pensando en mi nueva vida sin mi hermana, en las
promesas que murmuraba el viejo caserón, en la
rutilante posibilidad de volver a ser escritor. Apenas
era consciente de la riada humana que se cruzaba
conmigo. Creo que yo era invisible para ellos, pero
también lo eran ellos para mí. Alelados por la
televisión, las prisas, las costumbres y las creencias,
me parecían como esas  bandadas de estorninos que se
mueven juntos en el cielo semejando un único ser. Las
grandes mentiras del mundo se habían escrito para
ellos: Que el progreso económico es un bien social,
 que un dios murió para lavar sus  pecados, que la
enfermedad es inevitable, que las guerras se deben a
las ambiciones de los tiranos locales. No me
interesaba nada aquella gente que   avanzaba por la
calle cual bandada de estorninos, sometidos a un
    pensamiento uniforme que ni siquiera era suyo,
porque se lo habían inoculado desde fuera.  
De pronto, algo me llamó la atención. Una niña.
Tendría unos doce años, y llevaba con ella un violín
guardado en su funda. La imagen evocó en mí tristes
recuerdos. Quizá por ello me detuve y la contemplé
con detenimiento. Aún conservaba la frescura. La
estaban educando para que creyera en las mentiras del
mundo, pero aún estaba en el proceso. Aún no había
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perdido su primitiva naturaleza inmortal, ni su alma
limpia, ni su bendita inocencia. En unos años tendría
ya el mismo  pensamiento plano e indiferenciado del
resto, pero incluso así conservaría su individualidad,
porque, en un mundo en el que todo es mentira, la
música es casi lo único verdadero. La música nos
mantiene a salvo de la espantosa visión racionalista,
   académica, plana y antinatural de las cosas. Yo lo
sabía porque la poesía es  música también. Si la niña
se aferraba a su violín, podría ser siempre un pájaro
libre unido al cielo por la música.
El recuerdo fue inevitable. Fue hace mucho tiempo, en
una casa de  pueblo. Elena había acababa de sacar de
su funda el violín de su padre. Era primavera, llevaba
los hombros desnudos y sonreía con esa naturalidad
inconsciente de quien está en paz con el mundo. Me
pareció entonces no sólo fresca y natural, como la niña
de la calle, sino también inalcanzable, a semejanza del
espectro de la primavera, el mundo florecido donde de
repente todo era nuevo.  Botichelli había pintado una
primavera rubia, de ojos verdes y piel clara. Mi
primavera era aquel largo mechón de pelo negro, sus
ojos oscuros y el sonido de su voz.
Pero después ella atrajo hacia sí un taburete, se acercó
al cuello la base del violín, y se puso a tocar. Y yo me
sentí miserable, me convencí de que mis movimientos,
mis gestos, mis palabras, eran tan torpes como los de
un ogro patizambo que caminara dando tumbos. Ante
su música me creí pequeño, insignificante y fuera de
lugar, y me sentí agradecido porque ella me permitiera
saciarme en silencio de la belleza que era capaz de
crear, como el peregrino sediento que alcanza una
fuente.
Cómo no iba a enamorarme. Sólo tenía veinte años, y
con ella sentí que poco a poco iba cerrando mis
puertas abiertas al mundo. Fue entonces cuando
comencé a percibir la semilla de esa indiferencia hacia
las cosas que tan vigorosamente ha crecido en mí.
Sólo tenía ojos, memoria y energía para dedicarlos a
ella, y así ha seguido siendo a lo largo de los años,
mientras vivió, pero también después de su muerte.
La niña pasó de largo. Ella llevaba su violín, que la
hacía ingrávida. Yo arrastraba el saco de mis
recuerdos, que me aplastaba contra el suelo.
□□□□□

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!
II

Hace mucho tiempo aquella costa fue solitaria, con


pinos hasta el mar, y con una playa en la que brotaban
manantiales de agua dulce. Sólo había una casa, y la
llamaban la casa del notario. Después vinieron los
artistas del ladrillo y forraron toda aquella montaña de
viviendas de vacaciones.   La casa del notario se
convirtió en una extraña entre desconocidos, una
abuela vetusta e incomprendida, ahogada por la
arrogancia de las nuevas urbanizaciones impersonales.
Estaba rodeada de un jardín, pero era inmenso y
salvaje, porque más que jardín era un trozo de monte
cercado donde la garriga crecía entre pinos, y unos y
otros lo hacían sin permiso. La vieja casa del notario
era una construcción de planta baja, un poco
desaliñada, que miraba al mar a través de una terraza y
un porche sustentado por columnas blancas. Desde allí
podías detenerte y sentir que el Mediterráneo era tuyo.
Penélope seguramente vigiló el horizonte marino
desde una terraza como aquélla.  
Entré por una puerta que daba directamente a la cocina
y de pronto me vi en una estancia enorme, de techos
muy altos, que más parecía el taller de un artesano
viejo.
Vi a dos hombres de mediana edad sentados frente a
frente. Estaban jugando al ajedrez. Uno de ellos se
dirigió a mí.
-¿Eres el hermano de Rosa?
Su tono era cordial. Me adelanté y extendí la mano.
-Sí... Arturo...
Él me la estrechó.
-Yo soy Marcelo, y éste es Esteban.
Nos saludamos con cortesía de desconocidos.
-Siéntate...
Obedecí, y ellos reanudaron la partida.
-¿Quién va ganando? -pregunté, por ser amable, al
comprobar que habían dejado de reparar en mí.
-Huy, Esteban... como siempre -contestó Marcelo.
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!
Él parecía no escucharme. Se mantenía concentrado
en el tablero.
-A ver dame un consejo ¿qué hago...? ¿Qué pieza
muevo?
-Ni idea.
No añadió nada más durante unos momentos.
-Quiere que te deje mi casa -comentó al fin, sin retirar
la atención de las fichas.
Por fin movió una pieza.
-Sí, eso me dijo -respondí con timidez.
De pronto retiró la mirada del tablero y la fijó en mí.
  Por un momento pensé que se iba a burlar de mí
petición y me iba a decir que volviera por donde había
venido. Al fin y al cabo no me conocía de nada. No
tenía por qué confiar en mí.
-Pues no hay nada más que hablar. Ahí está la llave -
proclamó con despreocupación.
Señalaba a un aparador.
-¿Así de fácil?
-Hay una asistenta -continuó, sin prestarme atención-.
Es barata y no da problemas, así que, por favor, trátala
bien.
-De acuerdo -murmuré.
Esteban levantó una ceja.
-¿No le dices...? -comentó a su compañero.
-¿Qué?
-Lo otro.
Marcelo se encogió de hombros y guardó silencio.
-¿Qué es lo otro? -pregunté.
Marcelo carraspeó.
-Bueno, parece que en la casa hay más gente.
-¿Gente...? ¿Ocupas...?
-Es una especie de antepasado -respondió, eligiendo
las palabras y dejándolas caer de forma artificiosa.
Me lo quedé mirando. Era evidente que estaba dando
rodeos, que quería decirme algo y al mismo tiempo
ocultármelo.
-No entiendo -declaré.
-Es un fantasma -terció Esteban, con decisión.
-¿Un qué...?
Ellos no me atendieron. Siguieron pendientes del
tablero, indiferentes. Parecían seres sobrenaturales que
jugaran con el destino del mundo.
-Te como la torre -anunció Esteban.
-Vaya, por distraerme.
Esteban me miró y exhaló un suspiro.
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-Quédate a cenar y te lo explicamos.
A continuación se volvieron a concentrar en el juego.

Había sido mi noche de miel y gloria. Una noche de


verano, de madrugada, en el más oscuro confín del
puerto, al penumbroso pie de la torre que destellaba
con la luz verde. Toda la velada hablando y bebiendo,
y habíamos acabado en aquel rincón,  frecuentado sólo
por los pescadores que se abrían paso en la tiniebla y
de vez en cuando  regresaban a puerto patroneando
frágiles barcos de madera.
Todo fue muy lento y muy natural, pero me causó
sorpresa cuando ella me dio a entender que quería que
la penetrara. No sucedió sobre un lecho sedoso, sino
sobre el duro hormigón del muelle. Allí fue donde los
cielos se abrieron para mí, pero no cuando me besó, ni
cuando me abrazó, ni tampoco cuando se me entregó.
Fue cuando, al sentirme tierna y cálidamente dentro,
susurró mi nombre con un rumor íntimo, casi secreto,
que sugería universos enteros de complicidad y
placeres.
Elena pronunció mi nombre y así fue como se cerraron
los sellos, se bloquearon los cerrojos y se clausuraron
los portones. Me quedé encerrado en aquella ciudad
interior, donde el único habitante era y sería siempre
yo mismo y donde ella vivía también, pero sólo en ni
deseo.
Puede parecer contradictorio. No creo en nada, todo
me parecen mentiras y cuentos, pero en cambio creí y
aún creo en su palabra cuando el placer se escapó a su
boca formando mi nombre, en aquellos momentos en
los que el cielo entero hacía girar su rueda de molino
en torno a la estrella polar.

-Muy, muy bueno, como siempre -proclamó Marcelo,


cruzando los cubiertos sobre su plato vacío.
Marcelo y Esteban eran homosexuales y formaban
pareja desde hacía años. Frisaban los cincuenta y se
les notaba que, aunque sin el amaneramiento del
cosmopolita pedante, procuraban viajar, aprender y
gozar de las cosas buenas de la vida.
Esteban dio las gracias de forma algo rutinaria.
-Es un gran cocinero -continuó Marcelo.
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-Sí... Lo he notado -murmuré confusamente, al
comprender que ambos aguardaban un elogio de mi
parte.
-No le hagas caso... Lo dice para no tener que cocinar
él -repuso Esteban.
Pero a mí no me interesaban los comentarios
gastronómicos, sino aquello que me había hecho
quedarme a cenar.
-¿Y qué pasa con el fantasma? -pregunté.
Marcelo bebió de su copa de vino, y luego la dejó
sobre la mesa con delicadeza.
-En realidad no es más que un rumor de la gente -
comentó, en un tono descuidado. Me pareció que
intencionadamente.
-¿Y qué dicen esos rumores? -insistí.
-Lo típico.  Que si luces de noche, que si puertas que
golpean...
-¿Sólo eso?
-La asistenta nunca se ha quejado, así que yo no me lo
tomo en serio.
Esteban se adelantó, inclinándose sobre la mesa y
mirándome fijamente.
-Oye, si estás asustado no vayas.
-¿Te da miedo? -completó Marcelo.
Por un momento pensé que estaban jugando conmigo.
La casa no me costaba dinero, pero creo que querían
que no me fuera de rositas.     
-Sí... Y no -contesté, con cuidada ambigüedad.
-¿Sí y no? Pareces una tía -se burló Esteban.
-El miedo me atrae -añadí.
Mis palabras los desconcertaron un poco. Pude ver
cómo dudaban.
-¿Y cómo eres tan valiente? -preguntó Marcelo.
-No es que sea valiente, es... Otra cosa.
Marcelo y Esteban me miraron, o más bien me
estudiaron, tratando de resolver el enigma.  
-¿Qué es? ¿Una especie de secreto?
Yo titubeaba. Tenía razones para sentirme atraído por
el miedo. Durante una parte de mi vida lo había
rondado, como un psicópata.
-Es que... Es que necesito olvidar... Olvidar algo que
pasó -expliqué.
-Una mujer -concluyó sabiamente Marcelo.
¿Qué hacía yo allí, intimando con dos desconocidos?
Se suponía que sólo tenía que coger la llave y
marcharme. Se suponía que yo era antisocial. Se
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!
suponía que mi trágico pasado me había encerrado
dentro de mí mismo. Debía ser amable, sí, pero sólo lo
justo para no parecer grosero. Y sin embargo la
conversación se habría paso por senderos que se
adentraban en mis secretos. Puede que la
homosexualidad de mis compañeros de mesa les
hiciera escépticos o marginados como yo, y que eso
hubiera creado un vínculo entre los tres. O puede que
yo estuviera necesitado de abrir mi alma a alguien
que, por excepción, no fuera Rosa. No podía hacerlo
con Elena, porque estaba muerta, ni con Piquer,
porque no congeniábamos, ni con la niña del violín,
porque era una desconocida y una niña. Hablar con
aquellos dos artistas era mejor que hacerlo con las
piedras, lo que seguramente era mi destino si
continuaba con mi tendencia al ensimismamiento.
De todos modos me resistí. Les dije que no quería
hablar del tema y lo entendieron. Y sin embargo, yo
estaba recordando. Recordé aquella extraña visita a
una playa desolada. Estaba atardeciendo y no se veía
un alma. Al fondo, al pie del acantilado, había docenas
de barracones de madera vacíos pero con todas las
ventanas abiertas. Yo estaba solo, caminaba por la
orilla... e imaginaba que los barracones estaban
repletos de desconocidos ocultos y hostiles, una
multitud de ojos silenciosos espiándome. Aquellos
ojos vacíos me asustaron,   pero el sentimiento era
 como una droga. Me tentaba la idea de quedarme a
dormir en la playa para experimentar ese miedo toda
la noche.
En aquellos años de soledad había leído todas esas
obras de Herman Hesse sobre personajes solitarios,
introvertidos y tímidos, entre ellos Demián, el héroe
que nos hablaba de ese dios Abraxas guardador tanto
de la bondad como de la maldad. Aquella lectura
comenzó a zafarme de las estrechas correas de la
religión que me habían enseñado de pequeño, a
abrirme el entendimiento y a adentrarme en esos otros
mundos que pululan dentro de éste, invisibles para la
mayoría, pero que no pasan desapercibidos a las
personas sensibles.
Pasamos la vida amordazados por el miedo, aferrados
a la seguridad gris del trabajo, la familia y el culto.
Queremos llevar una existencia blanca, limpia, cierta,
al margen de sobresaltos, por encima de las
incertidumbres, siempre del lado de la luz. No a la
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aventura, no a la droga, no al desorden, no a la locura,
no a los personajes sospechosos que pueden abrirnos
puertas prohibidas. También no al lado oscuro, no
vaya a ser que nos conduzca gentilmente a otro
mundo. No vaya a ser que descorra el cerrojo de esos
pozos de sentimientos encerrados en  nuestro interior.
No vaya a ser que de alguna manera el instinto reviva,
las emociones resuciten y el sentimiento se abra paso.
Ulises no había experimentado aún bastante miedo
después de años de lucha al pie de las murallas de
Troya. Fue arrogante y los dioses, en su regreso a
casa, lo condenaron a una zozobra permanente, de
sobresalto en sobresalto. Pero a cambio, en su
ancianidad pudo decir que todo ese tiempo había
estado vivo. Su tragedia y su miedo lo habían salvado
de esa muerte en vida de los estorninos que van y
vienen siempre juntos, buscando la luz, privados de
pensamiento propio y mirando como la vida la viven
otros.  
Yo también fui cobarde. Concebí la idea de dejar que
la tarde cayera, que la luz se fuera disipando, que los
ojos negros de los barracones se fueran haciendo más
y más ominosos, hasta encontrarme encerrado en la
arena de un circo siniestro, quizá como Ulises en la
playa de la bruja Circe.
Pero no lo hice. El momento de locura pasó, y yo me
reintegré al fondo del cubo, donde una multitud de
cangrejos llevaba una vida zafia pero segura.

La brisa mecía con suavidad los pinos jóvenes, la luz


resplandecía en la superficie del agua, las nubes
panzudas desfilaban despacio, como convoy de
pesadas naves blancas. En la terraza de la casa del
notario, sentado en la soledad, mientras Marcelo y
Esteban se ocupaban de sus asuntos, sólo podía hacer
una cosa. Abrir el mismo libro, leer los mismos
versos.
 "No quiero que te vayas dolor,
última forma de amar,
 me estoy sintiendo vivir cuando me dueles"
Los había descubierto cuando todo sucedió, cuando
debía elegir entre seguir adelante o permanecer, entre
olvidar o recordar, entre buscar la felicidad o
refugiarme en la melancolía. Los había escrito tiempo
atrás un poeta que en algún momento había sentido lo
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mismo que yo, y a quien aquel dolor seguramente le
había franqueado las puertas del Parnaso. A través de
los años, más allá de la muerte, Pedro Salinas se había
transformado en un compañero, un sabio, un guía de
aquella ciudad invisible que yo había llamado la
ciudad del alma.
¡Qué intenso había sido todo! ¡Qué desgarradoramente
rápido! Aquella noche, en el puerto, había sucedido
algo más. No sólo que Elena me estrechara con un
lazo tan dulce, no sólo que susurrara mi nombre como
un conjuro, no sólo que su abrazo me hubiera dado las
alas que me trocaban de gusano en mariposa. Ella
llevaba dentro un hijo mío. Me había acercado a aquel
espectro de la primavera a la manera del pescador que
atrapó en sus redes a una sirena y se las arregló para
retenerla, hacerla su esposa y  recibir hijos venidos del
mar.
Ella quería tener el niño y yo quería que lo tuviera.
Acababa de descubrir algo más importante, más sólido
y más eterno que el susurro de mi nombre en la
oscuridad. Ella me amaba, y para mí el futuro era
dorado.

A pesar de todo, no podía evitar la sensación de
clandestinidad. Me había plantado allí en mitad de la
noche, sin apenas equipaje, y aún no podía creer que
la casa fuera para mí. Introduje la llave y me pareció
como una violación. De una mujer, de la propiedad
privada o de un secreto, no sabría decir. La puerta de
la antigua entrada de carruajes era pesada, pero no
gruñó al girar sobre sus goznes para franquearme el
paso a aquella casa enorme y llena de rincones, que
decían encantada, y donde tenía la esperanza de
encontrar la chispa que me faltaba como escritor.
Había leído muchos libros en mi vida, pero todos ellos
eran letra muerta. La imaginación era imprescindible
para ponerles vida. Sin ella, leer es un acto neutro que
no conduce a nada. Pero cuando la puerta se abrió,
experimenté aquella sensación con la que había estado
fantaseando: Era igual que la portada de un libro que
se abre. Quizá la casa me contara su historia. Quizá el
fantasma me susurrara al oído. Quizá todo aquello era
la forma que el destino había elegido para permitirme
por fin la entrada al lado oscuro. Quizá incluso ni la
imaginación fuera precisa. Puede que fuera la casa la
que me imaginase a mí.
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!
Me vi en un patio enorme y desordenado, donde las
malas hierbas crecían sin freno y los árboles sin podar
acaparaban todo el espacio.
Encendí un interruptor. La luz era insuficiente, y
transformó el patio en un espacio tétrico al arrancar
sombras alargadas a aquellas ramas como brazos
huesudos.
Abrí la puerta de la vivienda. Subí por una escalera
estrecha. Una baldosa estaba suelta y al pisarla resonó
de tal forma que sólo entonces me fijé en el silencio de
tumba que reinaba allí.
La casa estaba habitada por un fantasma sí, pero me
pareció que era el propio espectro de Marcelo, o
mejor, el de su juventud, disperso por las paredes a
través de numerosos autorretratos en los que se había
pintado a sí mismo de forma surrealista. Un Marcelo
joven y bello, de labios carnosos, como un efebo
desnudo y con unas alas angelicales brotándole de la
espalda, los brazos levantados dejando ver unas axilas
cuyo vello había arrollado alrededor de esos rulos que
usan las mujeres para rizarse el pelo. Surrealista y
provocador.
Pero la pintura que realmente me tocó por dentro
estaba en lo que parecía su mismo dormitorio, sobre el
cabezal de la cama. Representaba a Marcelo joven,
con los brazos suspendidos sobre la cabeza y las
muñecas atadas, y con una turbia expresión de
angustia en el semblante. Un ángel hermoso, pecador,
caído y castigado.
Cada obra de arte es una invitación al sentimiento. Lo
que yo vi en aquélla fue la sensualidad dominada, el
mundo de los instintos sometido por la razón y las
leyes, la emoción aprisionada por las cadenas de la
costumbre y la cultura.
Por todas partes la misma lucha, por todas partes el
espíritu perdiendo su batalla por ser sublime. Era la
pugna de todo hombre en toda época, también la mía.
También mis sentimientos estaban reprimidos y
maniatados, y el encargado de apretar los nudos no era
otro que Piquer, el psiquiatra, que me impedía
experimentar la tristeza natural y querida ante la
pérdida de Elena y de mi hijo, y relamerme al
saborearla como quien ha tenido en la boca el bocado
más dulce.   

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!
Abrí un armario. Estaba repleto de ropa anticuada pero
bien conservada, que seguramente llevaba años sin
usar, como la casa misma. Pasé un rato probándomela,
no por coquetería, sino para imaginar otras vidas, y
acabé vistiendo una camisa blanca y un pantalón de
color hueso que me venían bien. Tal vez así la casa me
reconocería como uno de los suyos y accediera a
confiarme sus secretos.

La sala era un lugar entre acogedor e inquietante, con


una iluminación tenue e indirecta que realzaba las
muchas obras de arte a la vista, incluyendo un enorme
busto de barro crudo que representaba a un anciano
con aspecto de profeta atormentado. De alguna
manera me pareció que el rincón     tenía su propia
historia personal, como si allí se hubieran vivido
sentimientos tan profundos y violentos que hubieran
dejado en el aire una especie de huella indeleble.
Saqué mi ordenador portátil de su maletín y lo coloqué
sobre la mesa. Había sido un gesto mecánico, como si
estuviera decidido a escribir, como si hubiera olvidado
que ya no podía hacerlo y que me había vuelto una
nulidad incapaz de enfrentarse a la cuartilla en blanco.
Pero era un estupendo síntoma. Me coloqué delante
del teclado sintiéndome importante, como si me
instalara ante el cuadro de mandos de un avión. Aparte
de mi mal manuscrito, no tenía trama, ni ideas. Sólo
sentimientos. Escribí lo que sentía:
"Los barrotes de su cárcel eran dulces y fuertes.
Aquella prisión, de la que no deseaba salir, era su
recuerdo.   Su nombre era como un conjuro que
extendía su hechizo más allá del espacio y el tiempo.".
Me detuve y permanecí abstraído mirando el texto. Ya
no podía pensar, sólo recordar. Mi mente tiraba de mí
otra vez, de forma irresistible, como el viento en las
velas empuja a los navíos y los lleva lejos. Recordé su
llamada. Estaba exultante. Era el espíritu de la
primavera caminando por la calle, paseando la nueva
vida que llevaba dentro para mostrarle la ciudad donde
habría de crecer.
Me lo dijo. Me dijo que estaba embarazada, que
íbamos a tener un niño. Ella podía haber reaccionado
de forma bien distinta, podría haber decidido
deshacerse de él, pero no fue así. Había hecho su
opción, lo mismo que yo.
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Constantemente recuerdo aquella conversación, pero
no puedo evocar lo que sentí. Tanta exaltación había
quedado sepultada y silenciada por lo que sucedió
después.

Por suerte, desde la casa podía conectarme a internet.
Lo hice así, y me puse a buscar imágenes que llevaran
por título Elena. Mi pantalla se llenó de fotografías de
mujeres. La miré sin saber muy bien qué estaba
haciendo. Creo que de alguna manera había vivido
todos aquellos años esperando una nueva llamada
suya. De modo insensato, cuando la melancolía se
volvía insoportable, pensaba que todo había sido un
sueño, una pesadilla, y que ella estaba en ese instante
marcando mi número, que mi teléfono iba a sonar y
todo iba a ser como antes, así que al escribir su
nombre en el buscador, en realidad esperaba
encontrarla. Confiaba en descubrir que no había
muerto, que vivía apartada de mí por algún motivo,
pero que aún me amaba.
Había revisado ya cientos de fotos cuando una llamó
mi atención. Aparecían tres niñas con instrumentos
musicales. Una llevaba un clarinete, otra un
violonchelo, y la tercera un violín. Ésta última era
idéntica a la niña que había visto en la calle. Sonia,
Elena y María, se llamaba el archivo gráfico ¿Cuál de
las tres sería la niña del violín?   
Tres golpes secos que resonaron como campanadas,
uno por cada niña. Me quedé muy quieto. Esperé. No
se repitieron. Habían sido tres golpes contundentes y
cortantes, como una sentencia de muerte. Miré a mi
alrededor, nada se movía. Entonces me di cuenta de
que era la aldaba. Habían llamado a la puerta. Me
dirigí a la entrada, aunque no creía que ya hubiera
nadie ahí.
No había mirilla. Abrí la puerta y vi ante mí a una
mujer de edad indefinible, alta, reseca  y avejentada,
con la cara y las manos huesudas. Estaba enfundada
en un vestido rojo que de alguna manera parecía fuera
de lugar a aquella hora y en aquella circunstancia. Me
alargó un folleto con lo que intentaba ser una sonrisa,
pero no dijo ni una palabra. Después se marchó.
Miré el folleto.  Era una oferta de lo que llaman en
algunos sitios “el seguro de los muertos”, que cubre
los gastos del propio funeral.   Había fotografías de
féretros de diversas calidades. "Nadie sabe la hora...",
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decía una cita del Evangelio, que siempre me había
parecido intencionadamente inquietante.
La calle parecía desolada. Un perro ladraba a lo lejos,
pero apenas podía percibirse bajo el sonido de los
tacones de la extraña mujer, que se perdía por entre las
callejuelas. Su ritmo sólido y machacón me llenó de
angustia. Se parecía en exceso al inapelable sonido de
la aldaba. En ninguno de los dos sonidos había duda ni
inflexión. Eran como el rumor de la azada en la tierra,
que llevaba a Antonio Machado evocaciones del más
allá. Cerré la puerta, asustado y convencido de que la
muerte había venido a visitarme, y miré al sombrío
edificio, que parecía mirarme a mí con ojos negros,
como los de los barracones de mi playa desolada. No
sabía si era mi salvación o mi tumba.

Llevé el folleto a la cocina y allí lo quemé. No quería


tenerlo cerca de mí. Me daba miedo.   Entonces volví
al ordenador y miré de nuevo la foto de las tres niñas.
La quité de mi vista, irritado. Estaba perturbado. La
niña con el violín... ¿cuál de las tres se llamaría Elena?
Y aquella mensajera del otro mundo... Era fácil pensar
que ninguna de esas cosas significaba nada, pero yo
veía en todo anuncio y presagios. Creo que me sentía
inseguro sin mi hermana y que eso afectaba a mi
percepción de la realidad.
Afortunadamente la separación no era total. Habilité la
webcam, establecí una comunicación de
videoconferencia, y de pronto Rosa estaba en la
pantalla.
-Eh, buenos días... ¿estás en la casa? -dijo al verme.
-Sí, estoy en la casa.  Bueno, en la ruina... Y aquí son
buenas noches.
-¿Y cómo estás?
-Querrás decir cómo estamos.
-¿Tú y quién?
-Yo y… el fantasma.
-Ah... Imagínate lo que inspira uno de ésos. Tu novela
lo agradecerá.
-Si no me mata de un susto.
-Qué suerte tienes. Aquí no hay ni fantasmas ni nada.
Todo es de plástico.
-Alguno habrá, no te fíes.
-Tú dime si estás dispuesto a escribir.

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Al pensar en ello, me di cuenta de que me sentía otro.
Sentía más energía, más determinación, como si la
casa me diera fuerza. No es que tuviera ninguna idea,
pero estaba seguro de que las iba a tener. La misteriosa
coincidencia de la niña, a quien había encontrado en la
calle y después en la red, y el extraño encuentro con la
arpía vestida de rojo, habían empezado a sacudir mi
imaginación.
-No pienso en otra cosa -comenté, y me sentí
verdaderamente lleno de fuerza.

Entonces la calle me parecía muy distinta, como si
estuviera llena de amigos y todo el mundo fuera feliz,
y lo mereciera. Veía armonía en las cosas feas, creía
que había un buen motivo para que las raíces de los
árboles levantaran las aceras, para que las pintadas
afearan las fachadas y los contenedores de basura
estuvieran cojos y rotos. No había ni una sola cosa que
me incomodara mientras caminaba de vuelta a casa,
apretando en el bolsillo la caja que contenía el anillo
que acababa de comprar para Elena. Quería estar en
casa cuando ella volviera y deslizar el anillo de plata -
todo lo que me podía permitir- en el dedo de la futura
madre, así que subí a casa, me senté y esperé a que
entrara por la puerta, imaginando qué palabras le diría
al entregarle su regalo.

La cama de Marcelo era enorme, el colchón bastante
duro e irregular. Estaba allí, tumbado, abrumado e
insomne, alerta ante cada sonido, ante cada corriente
de aire. Cada crujido me hacía evocar la arpía de rojo,
temía verla de pronto frente a mí, a los pies de la
cama, como la muerte que visita a los moribundos.
Llegué a pensar si no sería el propio fantasma, que, en
lugar de aparecerse en el interior, se presentaba
engañosamente a la puerta de la casa.
Pero en realidad no había motivo alguno para el
miedo. Aquella vieja casa, con sus enormes vigas de
madera, era como una ruina parlante, y pronto me di
cuenta de que los crujidos iban y venían sin necesidad
de que nadie me estuviera rondando.  Me quedé por
fin dormido, pero pronto me despertó otro ruido muy
distinto. Estaba seguro de que había sido la baldosa
suelta en la escalera.

□□□
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!
III

En la casa había entrado alguien, o quizá ya había


alguien desde el principio, un extraño que podía haber
estado vigilándome todo el tiempo con ojos negros y
ciegos, como los de los barracones de la playa. Me
levanté y me dirigí de puntillas a la cocina. Allí aferré
fuertemente un cuchillo de carne, pero al hacerlo noté
que las manos me temblaban. Pocas horas antes había
estado perorando sobre mi atracción por el miedo. El
miedo como sentimiento conmovedor, que te rescata
de la mediocridad soez propia de la mayoría de los
mortales. El miedo como remedio contra el
adocenamiento. El miedo que te sacude para impedir
que tu vida caiga en los patrones vulgares de los otros.
 
Recordé un cuento oriental. Un emperador chino
estaba enfermo de una melancolía incurable, sin que
ninguno de sus médicos pudiera hacer nada por él.
  Oyó hablar de un médico con fama de sabio y lo
mandó llamar. El sabio     aseguró que curaría al
emperador. Lo único que necesitaba era que le trajeran
a su esposa favorita y la dejaran a solas con él. Así se
hizo. Pero el médico se limitó a acostarse con ella y
después desaparecer. Cuando el emperador lo supo
montó en cólera, pero así se curó de su enfermedad, y
eso es lo que el médico esperaba. Los chinos creen
que un sentimiento desaloja a otro en el corazón del
hombre. La cólera expulsó a la melancolía y el
emperador se curó. Entonces, mientras permanecía en
la cocina sin atreverme a salir, con mis manos
temblorosas tratando de aferrar el cuchillo, reconocí el
origen de mi inclinación a explorar el lado oscuro y
experimentar el miedo.
Desde la muerte de Elena yo sabía que nunca más
podría ser feliz. Era también incapaz de sentir cosas
como la cólera o la ira, mis sentimientos eran
demasiado blandos. Pero, inconscientemente, buscaba
que otro sentimiento desplazara mi tristeza. No podía
inocularme gratuitamente, como si fuera un
medicamento, ni cólera, ni ira, ni furia, ni paz, ni
sorpresa, ni esperanza. Pero en cambio sí que podía
procurarme una dosis de miedo. Era suficiente con
buscar la tiniebla.

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!
Pero en ese momento el miedo era de verdad, no un
recurso mental. Y no era agradable. Ya no quería
permanecer más allí, solo ante aquel caserón
susurrante lleno de sombras. Deseaba estar lejos, con
Rosa, en un lugar donde brillara el sol. A pesar de
todo, salí de la cocina y recorrí la casa en busca del
intruso, enarbolando el cuchillo en una forma que
ahora, al recordarla, me parece ridícula. Entré en el
salón. Un enorme gato negro de ojos verdes estaba
sentado sobre la mesa, mirándome con la indiferencia
de un Buda distante. Escruté los alrededores, no había
nada más. Ningún extraño, ninguna mirada acechante,
sólo un gato. Pero incluso así no sabía qué pensar,
sobre todo después de que la extraña mensajera de la
muerte hubiera tocado a la puerta esa noche. Nunca
había sido supersticioso, pero en ese momento dudé.
Me acerqué sin dejar de blandir el cuchillo, como si el
visitante fuera a saltarme a la cara o a transformarse
en bruja de los mismos ojos verdosos que la diosa
Atenea. El gato esperó al último momento y después
dio un salto y desapareció ¿Acaso la muerte me estaba
cercando, me marcaba, me revelaba sus signos? Dejé
el gran cuchillo sobre la mesa y entonces me fijé en mi
sombra furtiva en el espejo. Me vi allí, en la pared,
casi como otra persona.
Mi vida era en realidad muerte. Era toda ella una
negación, una renuncia, una extraña búsqueda de la
sombra.  Había sido así desde aquel mal día. Elena no
cabía dentro de sí de excitación. No controlaba, no
sabía lo que hacía. Iba hablando con todo el mundo
por el teléfono móvil, dando la gran noticia de su
embarazo con la alegría de un arlequín
despreocupado. No se fijó en lo que hacía cuando
cruzaba la calle, ni vio el camión que circulaba a
buena velocidad, ni se dio cuenta de que se estaba
muriendo. Los testigos dijeron que aún estaba
ensimismada y sonriendo cuando recibió el terrible
impacto. Eso es todo. Estaba tan viva y feliz, y al
instante siguiente estaba muerta. Su cuerpo tendría
que reintegrarse a la naturaleza madre. Se
transformaría en hierba, en lluvia, en viento, serviría
de alimento a las criaturas del mundo, ya lo sabía.
Pero ¿y su alma? ¿Dónde se había refugiado? ¿En qué
rincón permanecía agazapada, muerta de miedo? Tanta
alegría, tanta vida, tanta fuerza ¿pueden disiparse en
un momento? ¿No pugnan los sueños por cumplirse,
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!
incluso desde el otro lado? ¿Permanecería su fantasma
vagando eternamente por aquellas calles grises,
empapándose con la lluvia, quemado por el sol del
verano, mientras esperaba en vano, por los siglos de
los siglos, el nacimiento de su hijo?
Y en cuanto a mí, ¿cómo vivir cuando la tragedia te ha
arrancado el alma de cuajo? Yo ya no necesitaba que
la huesuda muerte viniera a tocar mi puerta, ni que se
me insinuara en forma de gato negro. Ya no podía
estar más muerto, ni tenía nada a lo que aferrarme, ni
un motivo para vivir. Lo único que me recordaba que
aún estaba vivo era el dolor.
No quiero que te vayas, dolor,
última forma de amar,
me estoy sintiendo vivir cuando me dueles.
Yo también había quedado sin vida sobre el asfalto.
Mi alma aplastada, rota, mutilada, era lo que iba
arrastrando en aquel mundo de los vivos, pero su
patria era la ciudad interior, cuyos ladrillos no estaban
hechos de tierra, sino de recuerdos. En realidad yo era
un tullido, pero mi mal estaba muy dentro.

El sol entraba a raudales en aquel jardín inculto que
era como una jauría de ramas que se comía la casa. Un
árbol de nísperos estaba a rebosar, con la fruta madura
pudriéndose en el suelo y comida por los pájaros. La
avena silvestre crecía espigada buscando la luz y no
dejaba ver la tierra. Las plantas trepadoras habían
conquistado sin orden cada palmo de los muros.
El día me había devuelto la confianza hasta el extremo
de que llevaba conmigo aquella carpeta de cartón azul
desgastado a la que tanto temía. Quería saber si por fin
sería capaz de abrirla y enfrentarme a su contenido.
Me sentía fuerte porque la noche anterior había
conseguido comerme mi miedo y superarlo, y un
destello de autoestima había venido a mí. En cierto
sentido, era verdad que aquel sentimiento de terror
había movido algo en mi interior. La mezcla de
emociones tenía ahora una composición distinta. La
melancolía tendía a disiparse, podía percibirlo. Estaba
aún ahí, pero ya no me atenazaba con sus dedos
engañosamente tenues.
Me senté en un sillón de plástico medio roto que
encontré entre la hierba, y por fin me quedé con la
carpeta frente a frente, como si fuera un enemigo que
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se mantuviera indiferente e inmóvil, sabiendo de su
superioridad y aguardando torvamente a que
cometiera un error. No sabía si estaba lo bastante
maduro para abrirla. Si no era así, su contenido podía
herirme. Sería como abrir la jaula a una alimaña. Y
sabía que, una vez hecho, ya no habría vuelta atrás
¿Estaba preparado para domeñar a la fiera?
El sonido del teléfono móvil me sobresaltó. Miré la
pantalla. Era mi agente. Aún entonces, cada vez que
sonaba el teléfono tenía la esperanza de que fuera
Elena quien me llamaba para continuar con aquella
conversación interrumpida. De alguna manera
imposible, completamente fuera de la lógica y la
realidad, yo aún esperaba que volviera a hablarme de
mi hijo y sentirme otra vez pleno e inmortal como
aquel día. Confiaba en que todo hubiera sido un sueño,
un engaño de los sentidos, una mala broma o una
equivocación. Deseaba estar viviendo una mentira,
aunque fuera tan larga como mi propia vida, que todo
fuera como en el equívoco sueño de la mariposa.
Era mi agente. Quería saber cómo llevaba mi
manuscrito, me preguntaba si podíamos cenar juntos
para hablar de ello, si podía visitarme y si le permitía
organizar una campaña de promoción de la nueva
novela. Sin duda Rosa se había puesto en contacto con
él para decirle que había nuevo libro a la vista.
Le mentí. Le dije que el trabajo estaba muy avanzado,
que su título era El último  sueño de la mariposa, y
que era una historia intimista. Yo no era más que un
hombre introvertido que buscaba refugio en las
palabras porque todas las demás cosas del mundo le
resultaban poco seductoras. Pero como mi primera
novela había funcionado, el sistema me hacía
carantoñas y se suponía que debía exhibirme como un
animal de feria en conferencias, fiestas y ruedas de
prensa.  
No, nadie me había entendido. Escribí en aquellos días
un libro de recuerdos. Se llamaba Tu nombre. Rosa lo
llevó a la editorial sin mi conocimiento y
prácticamente me obligó a firmar el contrato. Insistió
en que era bueno para mí, anunció que alcanzaría el
éxito, y así fue. Todo lo que ella dijo se cumplió. Pero
ese éxito me convertía en un tornillo del sistema y
alguien había creído que me obligaba a seguir
escribiendo, como hacen los profesionales y las
estrellas de este arte.  No importa que ya me hubiera
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vaciado, que ya hubiera dicho todo lo que tanto había
necesitado decir. Me exigían inventar sentimientos que
ya no tenía o que nunca tuve, describir emociones que
no sentía y nunca había sentido. Me exigían fingir
como fingen las prostitutas con sus clientes.
Escribir no era otra cosa más que escarbar dentro de
mí.  Y al hacerlo, sabía mejor quién era yo. Si el pozo
fuera profundo, yo lo era también: Significaba que
tenía algo dentro. Si era un pozo superficial, así sería
yo igualmente. Si en el pozo había luz, significaba que
yo era luminoso. En caso contrario, sería sombrío
como la noche. Y en realidad aún no sabía cómo era,
aún estaba en el camino. Aún estaba buscando dónde
cavar.
Tenía sólo una vaga idea de lo que iba a escribir. De
mi vida en la casa, de mi experiencia con el miedo y,
si tenía suerte, de mi encuentro, real o imaginado, con
el fantasma. Se lo dije así a mi agente.   Va de un
hombre solitario en un recinto solitario... De sus
pensamientos, de un hombre que sueña. Un hombre
que sueña. O quizá un hombre que es soñado y no es
más que el sueño de alguien, un personaje de ficción
que sólo existe mientras el durmiente siga soñando.

Era de noche, de nuevo aquel silencio de cementerio


nunca visitado. La conversación telefónica había
pospuesto mi ánimo inicial de abrir la carpeta. Para
ello necesitaba toda una arquitectura de sentimientos,
frágil y penosa, que culminara en el valor. Tenía tanto
miedo a lo que pudiera leer allí que cualquier ráfaga
de viento echaba por tierra aquella arquitectura. Ya la
abriría, quizá mejor por la mañana. Aún debía reunir
entereza.
Estaba tecleando con poco convencimiento, como si
merodease en busca de inspiración. Sólo había escrito
unos pocos párrafos sin demasiado sentido.  De pronto
Rosa apareció en mi pantalla.
-¿Eh... hola...? -dijo alegremente.
-Buenos días.
-¿Qué tal tu primera noche?
-Esperando al fantasma. Confío mucho en él.   Me
siento como uno de esos poetas románticos del siglo
XIX aficionados a frecuentar los cementerios. Si no
tenían una calavera a mano no eran capaces de escribir
nada.
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-¿Y no te da miedo?
-Lo que me da miedo es la página en blanco. Mirarla y
darme cuenta de que no tengo talento. Si consigo oír al
fantasma, si lo veo... Te aseguro que pienso pegarme a
él, a ver si de verdad me inspira.  
-¿No te sientes solo?
-La soledad es una bendición.
-Pues yo aquí siempre estoy con gente.
-¿Y qué haces?
-Madrugo un montón, trabajo mucho y estoy tratando
de adaptarme a la comida de los americanos... Bien...
Voooy... Tengo que irme. Lo siento ¿Te queda mucho?
-No. Ahora pensaba relajarme.
-¿Un poco de televisión?
-Aquí no hay televisión. Mejor un baño gótico.
-¿Qué es eso?

Sí, era como un poeta de los románticos del siglo XIX,


desnudo en una tina llena de agua y jabón y rodeado
de taburetes donde ardían unas cuantas velas y había
libros desparramados.  Una terrible soledad, pero una
soledad sublime y tibia, en la compañía de ese tumulto
de ideas que se agita en el interior de los libros.
El Elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam, es un
extenso monólogo en el que la locura defiende sus
virtudes frente a la vulgaridad académica. Muy
apropiado para personajes solitarios que no piensan
como los demás. La decadencia de Occidente, de
Spengler, es una obra monumental escrita en 1918,
que contrapone el sentimiento a la inteligencia
material, lo vivido a lo estudiado, lo sentido a lo
pensado. Politeísmos, de Álvaro Naira, es una novela
contemporánea que especula con la noción de que
cada uno de nosotros alberga en su interior un animal
que define su personalidad. Psicología y Alquimia, de
Karl Jung, es una colección de comentarios sobre los
símbolos y subconsciente. Gilgamesh y la muerte
recrea el mito más antiguo del género humano, y
describe un proceloso viaje interior en busca de la
inmortalidad. Éstos eran los libros que estaban
conmigo aquella noche, compartiendo el cálido
resplandor de las velas, como una familia que sin
romper el silencio no dejaba de susurrar pensamientos
e ideas.
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Sentía que estaba entrando en intimidad con la casa,
que podía entenderla. Las vigas seguían crujiendo ante
el avance de la noche, pero ya no me inquietaban. El
silencio era profundo y oscuro, como pozo sin fondo,
pero ya no me parecía ominoso. Y ya sabía que un
gato negro iba y venía a su antojo, pero no era más
que un gato.
De pronto me sentía identificado con la casa, sabía que
me iba a desvelar sus secretos, y que era como un
libro muy viejo que yo había abierto y estaba
empezando a leer. Quería conocer aquella historia,
entrar en ella, ser al mismo tiempo lector y personaje.
Recogí del taburete unas cuartillas escritas. Eran la
primicia de mi nuevo manuscrito.
"Cuando se dio cuenta de lo que había hecho se sintió
como..."
- ¿Cómo qué, Arturo?
Tomé el bolígrafo, taché algunas expresiones y escribí
otras nuevas.
"Cuando se dio cuenta de lo que había hecho miró a su
alrededor y sintió la necesidad de pedir ayuda, pero no
tenía a quién..."
Un ruido. Me pareció que era la baldosa suelta. En el
caserón silencioso cualquier pequeño rumor sonaba
como un mazazo. Pero me limité a pensar que el gato
pululaba de nuevo por la escalera. Ya no tenía miedo.
 Volví a leer el texto reescrito:
"Cuando se dio cuenta de lo que había hecho miró
dentro de sí y se reconoció por primera vez. Por fin
sabía quién era él..."
Desvié la mirada al suelo, más allá de las cuartillas, y
vi allí una sombra alargada. Alcé la vista y me
estremecí al contemplar a la mujer de rostro cerúleo
que me vigilaba sólo a unos metros. El terror me hizo
saltar hacia atrás, las cuartillas cayeron al agua y su
contenido se perdió. Era una mujer joven, vestida con
una camisa oscura y una falda larga, negra y
anticuada, como una campesina de hace cien años.
Permanecía inmóvil, sujetando entre las manos unas
toallas perfectamente planchadas y dobladas
-No se asuste. Soy la encargada -dijo, con voz que no
conseguía hacerse amigable.
Pero yo aún no podía articular palabra. Ni siquiera me
moví. Permanecí acurrucado en la bañera, como un
sapo agonizante en su humilde charca.  
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-Creí que Marcelo le había dicho... -añadió.
Sí, la asistenta. Lo había olvidado por completo. De
pronto todo me pareció normal. La asistenta con unas
toallas. Cuando Marcelo me había hablado de ella,
había entendido que se refería a una especie de
limpiadora, pero al parecer me equivocaba. Después
de todo, sus padres habían sido marqueses y estaban
acostumbrados al servicio.  
Me deshice en disculpas, pero sin atreverme a revelar
lo que acababa de pasar por mi cabeza.   Porque
durante aquel instante de pánico había creído estar
frente a frente con el mismo fantasma.
-Me llamo Ángela.
Se inclinó para depositar las toallas sobre una silla.
Después volvió a envararse, adoptando aquella actitud
hierática de gobernanta de vieja escuela.   Más allá de
sus formas rígidas y su antigua vestimenta, me di
cuenta de lo hermosa que era. Tenía mi misma edad,
pero al mismo tiempo su expresión parecía
ensombrecida, con un gesto que sólo se adquiere
después de haber vivido cientos de años, o por la
tragedia de un solo día.
-¿Necesita algo más?
Negué torpemente.
-Entonces voy a prepararle la cena.
-No te molestes, pensaba pedir una pizza.
Ella no me hizo el menor caso. Parecía indiferente a
mis opiniones.
-No es molestia -comentó mientras se volvía.
Eché un vistazo a mi reloj, que descansaba en uno de
los taburetes. Eran las nueve.
-Oye... ¿Qué horario tienes?
Ella se volvió y me miró extrañada, como si acabara
de decir algo grotesco.
-¿Horario?  ¿No se lo dijo Marcelo? Yo vivo aquí.
Después salió. Pese a sus modales de sirvienta, parecía
sentirse superior, como si fuera la personificación de
la casa misma, impasible mientras ve pasar y morir a
sus habitantes. Impasible e inmortal.  
Volví a relajarme y rescaté del agua las masas viscosas
de lo que un momento antes habían sido mis primeras
páginas escritas.   Entonces me fijé en las gotas de
sangre que manchaban el suelo, justo donde había
estado la asistenta. Sin poder evitarlo, mi mente voló
al lugar donde Elena había entregado su vida y la de
mi hijo.  Había salpicaduras de sangre en el asfalto.
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Elena estaba muerta y ensangrentada.   Aún
conservaba en la agarrotada mano el análisis que
confirmaba su embarazo, mecido por el viento,
mientras el teléfono móvil reproducía mis gritos de
angustia.
Salí de la bañera para estudiar las gotas de sangre. No
recordaba haberlas visto antes allí, pero tampoco
entendía qué relación podían tener con la asistenta.
 Me atreví a pasar el dedo, y miré la yema enrojecida.
 Estaba fresca. Acababa de gotear.
¿Era Ángela realmente una asistenta? ¿Por qué dejaba
tras de sí un rastro de sangre?
Limpié las manchas del suelo con un paño húmedo.
En mi mente todo eran preguntas sin respuesta. La
casa estaba empezando a contarme su historia, pero en
un idioma de signos que no podía entender.

Cené en la cocina lo que me había preparado Ángela,


mientras ella limpiaba y ordenaba, dándome la espalda
y se diría que ignorándome a conciencia. Pero yo no
podía permanecer indiferente a su presencia. Cuando
iba en el autobús o estaba en un lugar concurrido,
nunca me fijaba en la gente, excepto que alguien
estuviera leyendo un libro. Entonces sentía una
curiosidad instantánea por saber que leía. Un libro
significaba inteligencia, pensamiento y diálogo
interior. La persona que leía adquiría todo mi respeto.
De pronto deseaba saber quién era, por qué había
elegido ese libro y qué pensaba de él. Ángela no
estaba leyendo, sino fregando la vajilla, pero la tenía
demasiado cerca, demasiado presente, y sentía por ella
la misma curiosidad. Quizá se daba cuenta, y por eso
me daba la espalda y permanecía muda.
-¿Dónde duermes? -pregunté.
-Mi cuarto está arriba -contestó en tono impersonal,
sin volverse.
-Pues no sabía que... bueno, cuando me lo dijo
Marcelo creía que trabajabas por horas. Esto así me
parece... Lo encuentro decadente.
Sí, eso es lo que pensaba. Marcelo podía ser muy
marqués, pero mantener a una asistenta en un caserón
vacío me parecía como un lujo versallesco fuera de
lugar.
-No le entiendo -respondió ella, mientras fregaba una
taza.
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-Significa que tiene la belleza de las cosas antiguas,
recargadas e innecesarias.
Ángela se volvió por fin, mientras se secaba las manos
en el rústico delantal. De tan distante e indiferente,
parecía enojada.
-¿Quiere algo más antes de que me acueste? ¿Un café,
una infusión?
-Me gustaría que me tutearas.
Se me quedó mirando con una expresión de censura.
Sin duda me había malinterpretado.
-El trato formal me resulta incómodo, eso es todo. Yo
no soy un señorito ¿no lo ves? Soy como tú. Normal.
Ella suspiró, cual si yo fuera efectivamente un señorito
al que hay que conceder cada capricho.
-De acuerdo -admitió, con voz cansada.
-Gracias.
Ella se movió hacia la salida.  
-Buenas noches.
-Ángela...
Se detuvo en el vano de la puerta y se volvió a mí, tan
críptica como una esfinge.
-¿Hay un fantasma?
La pregunta no pareció sorprenderle
-Eso dicen -contestó.
-¿Eso es todo?
-Eso es todo.
Su contundencia llegó a parecerme hostil. Yo quería
que hablara más, que se sentara a mi lado y me
contara toda la historia, y ella lo sabía, pero mantenía
aquel muro de desconfianza.
-¿No tienes miedo? -insistí.
-¿Y usted?
Hice un gesto de desaprobación. Ella había prometido
tutearme.
-¿Y tú? -corrigió, pero sin conseguir que le saliera
natural.
-Yo ninguno, pero no has contestado a mi pregunta.
-Es que el tema no me gusta.
-¿Y entonces? -insistí- ¿tienes miedo o no?
-Sí... Lo tengo.
Ella se marchó, visiblemente incómoda, como si la
mención del fantasma fuera una descortesía, como si
fueran cosas de las que mejor no hablar.

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Me fui al salón, conecté el ordenador y me puse a
reescribir el texto que había caído a la bañera.
"Cuando se dio cuenta de lo que había hecho miró
dentro de sí y se reconoció por primera vez. Por fin
sabía quién era él...".
Lo leí varias veces. Describía una sensación muy
habitual, la del personaje que necesita exigirse,
medirse, ponerse a prueba, para saber qué es lo que
tiene dentro, y por tanto quién es él en realidad.
Sucede en todos los relatos que describen la iniciación
juvenil y sobre todo en el cuento popular. El héroe,
que es un joven inexperto, duda y siente miedo. Nunca
está seguro de que podrá realizar la hazaña, culminar
el viaje con éxito y alcanzar el reino encantado. Sólo
entonces, cuando al fin lo consigue, averigua quién es
él en realidad. A menudo esto mismo sucede ante una
crisis imprevista. Podemos vivir toda una vida sin
dificultades ni pruebas, y de pronto aparece algo que
nos exige reaccionar. Sólo entonces sabemos quienes
somos en realidad. Sucede también en la amistad: sólo
ante una crisis sabrás si tu amigo lo es de verdad. Es
como si conviviéramos toda la vida con un
desconocido, hasta el gran día en que se manifiesta,
nos dice su nombre y averiguamos si somos valientes
o cobardes, toscos o ingeniosos, egoístas o generosos.
Mandé imprimir la página, pero cuando iba a
recogerla vi que estaba manchada de sangre. La cogí,
como hipnotizado, y la sangre impregnó mis dedos.
□□□□□

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!
IV

Miré alrededor... ¿Qué había pasado? Entonces me di


cuenta de que una gota de color rojo encendido caía
sobre la impresora, y luego otra. En el techo había una
mancha roja goteante. Sentí un escalofrío al
comprender que alguien se estaba desangrando en el
piso de arriba. La muerte huesuda, el gato negro de
ojos verdes, y ahora la gota que, al caer rítmicamente,
era como un reloj macabro.
Me puse en pie, horrorizado y sin saber qué hacer ¿Se
trataba de un crimen, o el fantasma me estaba
provocando?     ¿Tenía valor para subir al piso de
arriba? No lo dudé, quizá porque, de alguna manera, la
curiosidad superaba al miedo que de nuevo venía a mí,
como un viejo compañero.
Subí a todo correr, y mientras lo hacía, calculé que la
sangre venía del cuarto de baño. Me situé frente a la
puerta. Fuera lo que fuera, allá adentro aguardaba el
horror. Tragué saliva e intenté abrir, pero estaba
cerrado. Escuché desde el interior la voz de Ángela.
-¿Te pasa algo? -pregunté.
-No, nada -fue la poco convincente respuesta.
-El techo gotea sangre...  
-¿Sangre? -preguntó. Parecía contrariada.
-Sí... ¿tienes algún problema?
Entreabrió la puerta apenas unos centímetros. Estaba
en albornoz y mostraba una venda en el tobillo.
-Lo siento, no quería que se enterara -comentó,
señalando a la venda.
-¿Qué te ha pasado?
-En el jardín. Me he hecho una herida.
Renuncié a preguntarle cómo había sucedido. Supe
que nunca me lo diría.
-¿Puedo hacer algo?
-No, gracias..., voy a limpiar el suelo.
-Si necesitas ayuda...
-No se preocupe. La servidora soy yo.
Cerró la puerta, y yo me quedé alimentando
sospechas, examinando conjeturas, experimentando un
turbio remolino de emociones. Ángela era altiva y
misteriosa. Acepté que nunca la podría comprender.

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Estaba asustado. Entendía la explicación de Ángela,
pero estaba asustado. Y era el turbio misterio de lo que
había realmente tras la puerta cerrada lo que me
producía desasosiego. Un techo goteando sangre no
responde a una simple herida. Tras la puerta podía
esconderse cualquier cosa, cualquier horror, alguna
espantosa imagen de la muerte. Y de pronto, mientras
arrastraba mis dudas pasillo adelante como un pesado
fardo, me maravilló la forma rápida y natural en que
Ángela me había convencido, y me daba cuenta de
que ella estaba adquiriendo poder sobre mí. En la casa
se estaba tejiendo una red de influencias, o puede que
una lucha por la jerarquía, por ver quién subyugaba a
quien. Y su fuerza era sutil, pero podía percibirla.
Me refugié en la cocina, y allí me lavé las manos con
cuidado para librarlas de la sangre. Vi cómo el agua
enrojecida giraba en espiral alrededor del sumidero,
antes de desaparecer.  Esa espiral gira siempre en el
mismo sentido, lo llaman fuerza de coriolis. Me
pregunté si en el mundo del sueño la espiral giraría
también en el mismo sentido. La realidad es una, pero
puede percibirse de muchas maneras distintas. Un
viajero hace una y otra vez el mismo viaje, por la
misma carretera y a través de los mismos paisajes. A
cada lado de la carretera hay una estación de servicio.
En la ida, se detiene en una, a la vuelta en la otra. El
paisaje es el mismo, pero no en su percepción. Para él,
durante la ida está en un sitio, y durante la vuelta en
otro distinto. El cambio de punto de vista afecta al
objeto. Yo veía el mundo con mis ojos, Piquer
pretendía que lo hiciera con los suyos. Estábamos en
el mismo paraje, pero él viajaba en una dirección y yo
en la contraria.
Por un corto instante me pregunté si estaba viendo
girar el agua alrededor del sumidero en la dirección
correcta, si yo era tan buen escritor como creía, si la
casa misma existía o no. Fue sólo un instante. Era el
vértigo que siente quien se ha decidido a negar la
realidad. Miré mis manos. Había tenido en mí la
sangre de Ángela. Era una especie de intimidad, como
una suerte de posesión. Era como un hechizo.

El depósito era un lugar frío donde olía a alcohol


metílico y a desinfectante. Allí los pasos resonaban
como tambores ominosos y el sonido rebotaba contra
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las paredes de azulejo que un día fue blanco. Así
sonaban los pasos del policía que avanzaba resuelto
delante de mí, con la indiferencia de quien caminara
por un supermercado. Se detuvo frente a lo que
parecía un archivador, leyó la inscripción y tiró con
fuerza del cajón. Todo con rutina de policía cansado.
Entonces me pidió que mirase el cuerpo congelado.
Antes de hacerlo, formulé en silencio un deseo, que el
universo entero hubiera cometido un error y aquel
cuerpo no fuera el de Elena. Incluso aunque la había
visto tirada en la calle. Incluso aunque estaba seguro
de que no había sobrevivido al impacto. Miré. Era
ella. Ella y mi hijo, oculto en su interior. El policía
empujó de nuevo el cajón, y yo también sentí cómo mi
corazón se sentía frío y se encogía.

Había salido el sol, y parecía como si la luz llegara al


último rincón de la casa, como si sus rayos se
empeñasen en doblarse y girar para que nada quedase
en penumbra. A diferencia de la noche anterior, tenía
hambre y optimismo, como si el encuentro con Ángela
me hubiera dado energías nuevas.
Cuando iba a entrar en la cocina, ella ya estaba allí.
Me escondí un poco contra el marco de la puerta para
poder observarla. Se sentaba a la vieja mesa de
madera, delante de una taza de café, pero no estaba
desayunando. Leía concentradamente lo que al
principio me parecieron unos documentos, pero en
seguida reconocí, con sorpresa, como mi manuscrito.  
¡Ángela estaba leyendo mi novela! Permanecí allí, no
sé cuanto tiempo, preguntándome qué estaría
pensando ella de mi texto y de mí. El sol se filtraba
por su pelo castaño, arrancándole reflejos encendidos.
La luz rebotaba en los platos del desayuno y en la
blancura de las cuartillas, e iluminaba su semblante.
Estaba inmóvil, atenta. Me pareció más atractiva que
nunca y noté cómo algo se deslizaba suavemente en
mi interior, cómo la muchacha dejaba de ser una
simple asistenta para transformarse en una mujer cuyo
interior, cerrado y secreto, de pronto deseaba conocer.
Pensé, quizá de forma en exceso idealista, que yo me
había impregnado de ella a través de su sangre, y ella
de mí a través de mi texto. En aquella tenebrosa
soledad del caserón, éramos como dos náufragos sin

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afectos, y algo estaba sucediendo entre nosotros, podía
sentirlo. Algo que no me dejaba indiferente.
-Buenos días -dije por fin, después de un breve
carraspeo para hacerme notar.
Ella se levantó sobresaltada y con un gesto de culpa,
como una niña sorprendida mientras hace algo
prohibido.
-Lo siento -susurró.
Su turbación me pareció divertida. Por fin no aparecía
rígida y distante. Ya no era una asistenta, en ese
momento era una persona.
-¿Lo sientes?
Ella asintió mientras se miraba los zapatos.
-¿Lo has desordenado? -pregunté, señalando al
manuscrito.
-No.
-¿Alguna mancha de mermelada?
-Claro que no.
-Entonces ¿por qué lo sientes?
-No he debido cogerlo.
-Oh, venga... lo que quieren los escritores es que los
lean, y yo no tengo público. Así que no sólo no estoy
molesto, sino que te lo agradezco.
Ella pareció aliviada, pero entonces se olvidó del
manuscrito, como si fuera cosa del pasado, y recuperó
su tono altanero de ama de llaves.
-¿Quiere que le sirva el café?
La inflexión me resultó molesta.
-¿No ibas a llamarme de tú?
Ella bajó la mirada con timidez.
-Ya... ¿Café?
Entonces me fijé en la carpeta.
Estaba sobre la mesa, junto al manuscrito. De pronto
sentí pánico, como si todo el mundo se hundiera a mi
alrededor. En ese momento sólo había una cosa que
me importara.
-¿La has abierto?
Ángela se me quedó mirando un momento. Su rostro
no expresaba nada en absoluto, y eso me inquietó aún
más. Nunca supe si lo hizo a propósito.
-¿Es importante?
La respuesta me pareció una impertinencia. O un
desafío. Quizá un hito más en la disputa por la
autoridad. Me di cuenta de que su anterior sumisión
era fingida.
-¿La has abierto?
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Ella negó, y para mí fue suficiente. Aún necesitaba
reunir valor y tiempo para abrir aquella carpeta cuyo
interior me atormentaba. Aún era mi talón de Aquiles.
La parte más débil y vulnerable de mi persona estaba
ahí, encerrada, escrita, expuesta a cualquier mirada.
Era como en esos cuentos populares, en los que el
corazón del gigante no está dentro de él mismo, sino
escondido en otro lugar, en el tronco de un árbol o en
una cueva. Cualquiera que lo encontrara podría acabar
con su vida. Cualquiera que abriera la carpeta y leyera
su contenido tendría acceso directo a mi alma y podría
disponer de ella.
-¿Café...? -repitió Ángela, para romper mi
ensimismamiento.
Sí, era una agradable vuelta al principio en aquella
mañana de sol tibio en la que el día, o el destino,
parecían empeñados en que todo fuera bien. Decidí
que tenía que olvidarme de la carpeta y dejarme llevar
por la luz y el ritmo de aquella jornada.
-Me apetece un montón -dije, y añadí: -¿Cómo está tu
pierna?
-¿Mi pierna? -repitió ella, mientras me llenaba una
taza. Parecía haber olvidado su incidente en el jardín.
-Sí, tu herida.
-Mucho mejor, gracias -contestó en tono neutro.
Noté cómo evitó mirarme mientras pronunciaba estas
palabras y supe que había algo que me ocultaba. Algo
relacionado con el charco de sangre.  Sabía que ella no
me lo iba a contar, pero tarde o temprano yo lo
averiguaría. Sólo necesitaba tiempo.

Notaba una inspiración fluida que parecía emanar de


la casa. O de Ángela. O quizá ambas eran la misma
cosa. Y si ella estaba dispuesta a repasar mi
manuscrito, eso lo cambiaba todo entre nosotros. Ya
no era una trabajadora. En cierto sentido era mi amiga.
El simple gesto de leer mis páginas había descorrido
ciertos cerrojos. Cerrojos que en mí estaban cerrados,
bloqueados y cubiertos de orín desde hacía años.
Notaba cómo algo agradable fluía por esas puertas que
se acababan de entreabrir. Algo a lo que no le había
puesto nombre,   pero que parecía estar llevándose los
pesados copos de polvo acumulados durante mucho
tiempo.

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!
"Abrió un ojo y vio la miseria del mundo. Abrió el
otro ojo y vio el odio del mundo. Abrió los oídos y
escuchó las mentiras del mundo. Entonces cerró los
ojos y los oídos y regresó a casa, a esa casa grande y
apartada que estaba dentro de él".
Miré las paredes, cubiertas de pinturas, reparé de
nuevo en el severo busto de barro, rememoré el
sobrecogedor autorretrato de Marcelo alado y atado,
una imagen que parecía la quintaesencia de la casa, y
de todo el arte que había en ella, como si todo el
recinto fuera un templo en honor de la pasión
dominada por la razón, como si el lugar al que había
ido a parar fuera el refugio secreto de los que han
nacido con alas para volar pero siguen dolorosamente
atados a la tierra.
La casa como museo. La palabra museo proviene del
término museion. Es así como llamaban los griegos a
los lugares frecuentados por las musas. Yo estaba en el
centro de un museion. Sentía que las musas ya no sólo
no estaban lejos de mí, sino que suspiraban alrededor
y me susurraban al oído.
Escuché los leves pasos de Ángela. Me volví y la vi
llevando en los brazos unas sábanas recién
planchadas. Alta, espigada y ausente, como si
meditara en otros mundos, cruzó el salón en dirección
a la cocina.
-Ángela...
Ella se detuvo.
-Quiero pedirte un favor.
-Usted di... Tú dirás.
-Me gustaría que leyeras el manuscrito entero. Sé que
es pedirte mucho, es un poco extenso, pero quisiera...
Necesito una opinión.
Yo no sabía si realmente necesitaba ayuda o sólo
quería que ella leyera mi trabajo. Quizá ansiaba que
Ángela se acercase a mí más y más a través de mis
palabras y de la historia que yo era capaz de concebir.
Quizá quería que ella me admirase. Un ansia extraña
en quien ya renunció tiempo atrás al mundo y a los
afectos. Un ansia que me hacía sentirme inseguro.
Se mantuvo distante y desconfiada.
-¿Por qué?
Difícil pregunta. Yo no conocía la respuesta, sólo
quería verla otra vez sentada leyendo mi historia, su
elegante cuello de cisne sosteniendo aquella cabeza
inmóvil, su rostro atento.  Quería volver a sentir la
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!
sensación de aquella mañana.   Pero no me atreví a
confesarlo.
-Para recuperar la confianza -respondí-. Me temo que
es bastante malo, no creo que tenga nada original...
¿Me harías ese favor?
Ella dejó las sábanas sobre un mueble. Me fijé en la
dulce blandura de su cuerpo al curvarse y el
pensamiento me sobresaltó.
-Ya lo he hecho -comentó, con esa contundencia suya
que no dejaba lugar a matices ni dudas.
Debió leer el estupor en mi rostro. Me había dejado
sin palabras.
-Lo leí anoche -completó.
-¿Entero?
-Sí -se limitó a decir.
Era inútil esperar más, ya lo sabía. Ella no malgastaba
las palabras.   Pero me costaba creerlo, era demasiado
extraordinario.
-¿Es que no has dormido?
Ángela hojeó el manuscrito, como si ante sus ojos
todos los sentimientos, las emociones, las lágrimas y
las sonrisas encerrados en el texto se hubieran hecho
de pronto visibles.
-Estaba demasiado interesada -declaró.
Se le había escapado una sonrisa tenue, casi insinuada.
A ella, tan rígida, tan lejana, tan hosca. Supe lo que
eso significaba: lo que no había conseguido yo con
mis torpes modales, lo había conseguido mi escrito:
Abrir un hueco en aquel carácter serio y reservado,
despejar el camino hacia su corazón.
-No podía dejarlo a la mitad -añadió.
Había llegado el momento de la gran pregunta, la que
tanto teme el ego hinchado de los artistas.
-¿Y qué te parece?
Por un momento sentí su mirada como un par de
fogones encendidos. Me pareció que con aquella
forma de mirar estaba intentando comprenderme, pero
creo que al mismo tiempo acababa de darse cuenta de
que había ganado la batalla. Yo estaba tenso ante su
veredicto, y por tanto, en cierto sentido humillado ante
ella. Creo que demoró la respuesta con toda intención,
para prolongar mi ansiedad.
-Me gusta... me gusta mucho. Pero yo cambiaría
algunas cosas.
Guardé silencio, invitándola a continuar.

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!
-Hay momentos en que el lenguaje se vuelve
demasiado seco. Cansancio o falta de ideas. No
contrasta bien con los pasajes buenos, que son
muchos. Tienes que trabajar más.
Me había dejado de piedra. De pronto, de aquella
forma tan inesperada, había encontrado a alguien en
quien confiar. Para mí la casa acababa de
transformarse en el mundo. Dentro de ella estaba todo
lo que necesitaba. Rosa se había ido, pero Ángela
estaba empezando a llenar su hueco.            
Y algo más. Ya había aprendido la forma
maravillosamente empírica con la que los chinos
sabían curar la melancolía. El miedo que había sentido
se había apoderado de la totalidad de mí hasta el
extremo de desplazar mi tristeza de doce años. Aquella
tristeza se había endurecido, en cierto sentido se había
petrificado. Era como una roca que Piquer no pudo
remover con medicamentos. Pero ya no estaba. Mi
instinto de buscar el lado oscuro había funcionado
mucho mejor que todas las técnicas clínicas.  
Ya no tenía tristeza, pero tampoco miedo. El campo
estaba vacío. Peligrosamente vacío, porque notaba el
lejano cosquilleo de un sentimiento nuevo que se
insinuaba. Era eso lo que había sentido al ver a Ángela
aquella mañana en la cocina, cuando percibía que algo
se estaba deslizando dentro de mí. Eran los últimos
restos de mi temor.
-¿Y por qué no me ayudas? -me atreví a proponer.
Ella bajó la cabeza, con timidez.
-Sólo soy la sirvienta.
Iba a decir algo, pero en ese momento sonó el aviso de
videoconferencia.
-¡Holaaaa...! -saludó jovialmente mi hermana.
Comprobé que Ángela estaba en el campo de la
cámara y me preocupé. No sabía cómo reaccionaría
Rosa al saber que tenía compañía. Ella había sido
siempre tan protectora, que seguramente me haría mil
preguntas que a mí no me apetecía contestar.   En
cierto sentido me sorprendí a mí mismo. Nunca antes
se me había ocurrido ocultarle algo.
-¿Qué...? ¿Qué cuentas? ¿Has encontrado ya al
fantasma?
Desvié la mirada hacia Ángela.
-He encontrado algo mucho mejor.

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!
Ella había vuelto a recoger sus sábanas. Me sonrió con
lo que me pareció un gesto de complicidad y continuó
su camino a la cocina.

Estaba durmiendo, creo que más plácidamente que


nunca. No sólo se habían acabado los miedos, sino que
además ahora tenía un motivo para alegrarme. De
pronto todo había cobrado sentido. Tenía ideas, y ansia
por contarlas. Ángela era sensible y hermosa y sentía
con ella una intimidad difícil de definir, pero muy
dulce. La casa era en verdad un viejo libro que había
empezado a mostrarme sus páginas, escritas en aquel
lenguaje de símbolos que yo aún debía descifrar.
Aquel libro me contaba una historia que me traía    un
torbellino de sentimientos nuevos para un alma hasta
ahora encogida y encerrada por demasiadas
seguridades. El miedo ante el ruido nocturno de una
baldosa que se mueve, la inquietud ante un techo que
rezuma sangre, o la dulzura de la contemplación de
Ángela leyendo al sol, todo eso eran emociones, era
vida.
Pero el viejo libro tenía que contarme cosas mucho
más crudas, y hacerme vivir sentimientos mucho más
intensos, al borde del delirio. La historia que la casa
me estaba revelando crecía, sin que yo me diera
cuenta de que era el protagonista, y sin que pudiera, ni
con toda mi imaginación de escritor, sospechar el
inaudito final que me tenía reservado.
Desperté de pronto. En algún lugar de la casa estaba
sonando un teléfono móvil. Me levanté de la cama y
me puse un albornoz del guardarropa de Marcelo y
salí. Supuse que era el teléfono de Ángela y me dirigí
directamente a su dormitorio. Toqué a la puerta.
-¡Ángela, te está sonando el móvil!
Nadie contestó. Dudé si debía abrir, pero el teléfono
no dejaba de sonar y me decidí. La habitación estaba
vacía ¿Dónde estaba Ángela? ¿por qué no cogía el
teléfono? Salí al jardín. En uno de los almacenes
dedicados a depositar cosechas vi unas luces furtivas.
La traza huidiza del fantasma, pensé, si no fuera
porque el teléfono seguía sonando. Y el sonido venía
de allí.  
Entré. Era una estancia alargada, llena de muebles
viejos cubiertos de polvo y excrementos de
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!
murciélago. Ángela estaba en el otro extremo. Vestía
un camisón blanco y llevaba en la mano un
candelabro. Estaba muy pálida. Podía adivinar su
cuerpo a través de la pieza semitransparente. Creo que
habría sentido deseo si no hubiera estado tan confuso.
-¿Qué haces aquí? -pregunté.
-He oído el teléfono...
-¿No es tuyo?
-Yo no tengo móvil.
Pero entonces ¿de quién era? ¿Quién estaba llamando?
¿Y a quién? Me fijé en un amontonamiento de puertas
viejas y tablones apoyados en la pared. Me pareció
que el sonido venía de allí. Me puse a apartarlo todo, y
de pronto sentí un escalofrío.
V

Ante mí había una mujer muerta, colgada de un


gancho y cubierta de sangre seca. Desvié mis ojos a
Ángela, buscando una respuesta. Ella avanzó hacia mí,
muy despacio. No parecía sorprendida.
-¿Quién es? -preguntó.
-¿Cómo voy a saberlo? Esto es una locura... Una
locura... ¿Qué hace aquí esta mujer? ¿Quién le ha
hecho esto?
Ángela dejó el candelabro en el suelo. Se movía
lentamente, como en un ritual. Entonces me abrazó.
-Ha sido el espíritu -me susurró al oído.
Me separé de ella y la miré a los ojos, aún hierática y
misteriosa, como si escondiera mundos secretos. Me
pareció que se podría pasear por sus misterios
interiores sin llegar nunca agotarlos.
-Lo he visto -añadió
De pronto no entendía nada, todo me parecía absurdo
y me superaba. Necesitaba perentoriamente poner
orden en todo aquello.
-Voy a llamar a la policía -anuncié.
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-No -susurró Ángela, como herida.
Me detuve en seco. No podía entenderla.
-¿Cómo que no?
Ella se acercó a mí de nuevo. Se me acercó en exceso.
Me equivoqué cuando dejé que mi mirada vagara libre
y errática por sus ojos, sus labios, su cuello, fuera a
detenerse en su pecho, visible bajo el delgado camisón
de lino, y se quedara hechizada en sus pezones
erectos. Hay una filosofía oriental, el Tao, cuya
máxima consiste en dejarse llevar por la corriente. En
cierto sentido, el Tao es una filosofía del placer. Yo
estaba a punto de incurrir en un acto de renuncia que
también era un dejarme llevar. Renuncia a la
responsabilidad y a la razón. Ángela no razonaba ni
explicaba. Sus comentarios sobre un espíritu asesino
no tenían el menor sentido. Pero ella era el paisaje, el
río y la corriente que tiraba de mí, y yo era un extraño
en su país y sentía que la única forma de vivir en él era
soltarme y dejar que todo fluyera.
Su mano buscó mi piel bajo el albornoz. Sentí sus
dedos, su palma tibia en mi pecho.  
-Si entra alguien se romperá el hechizo... Tú quieres
escribir, buscas la inspiración ¿no es cierto? ¿Crees
que lo conseguirás con la casa llena de policías
pisoteándolo todo?
A una parte de mí, la que está construida a base de
reglas y disciplina, el argumento le pareció absurdo.
Se había cometido un asesinato.   Lo que teníamos
delante era un cadáver. En esas condiciones yo no
podía seguir pensando por más tiempo en la
inspiración, ni en mi novela, ni en mi narcisismo.
Estaba asustado.  Pero esa parte de mí apenas tenía ya
voz.
Hay dos mundos, el de los instintos y el de la razón, el
del sentimiento y el del conocimiento, el de las
emociones y el de las reglas. Piquer representaba el
mundo de la razón, el conocimiento y las reglas.
Ángela era los instintos, el sentimiento y la emoción.
Yo estaba en mitad de los dos, pero mentiría si dijera
que esa noche tuve que elegir.
-No, por favor -murmuré débilmente y sin
convencimiento, un instante antes de ceder, mientras
ella me acariciaba voluptuosamente.
Me dejé ir. Era como un viajero perdido en su
comarca, un viajero que se aferra a una rama para
evitar que lo arrastre la corriente, porque teme lo que
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!
pueda encontrar río abajo, es decir, teme al futuro.
Lentos meandros bajo el sol, un bello paisaje de
primavera, rápidos capaces de partirlo en dos, saltos
de agua a los que nunca podría sobrevivir. Pero ese
viajero tan asustado y prudente desconoce el placer de
abandonarse al destino, llevado suavemente por la
voluntad superior del río, totalmente en manos de la
suerte. Preocupado por el futuro, aniquila el presente,
que es lo único que tiene.
Yo me solté de la rama que me mantenía unido al
mundo que conocía, y me dejé llevar. Al hacerlo, vino
a mí uno más de aquel tropel de sentimientos nuevos,
la lujuria que había dejado tan atrás. Sentí el placer de
dejarme ir para explorar cada palmo de aquel territorio
nuevo, beber en sus fuentes y pegarme a él,
escuchando su respiración.

La habitación de Marcelo, que ahora era la mía, estaba


en semipenumbra. Su imagen como efebo alado y
encadenado parecía contemplarnos, silencioso y
burlón.
-¿Por qué eres así? –me preguntó Ángela.
La miré. Estaba casi desnuda. Después de haber hecho
el amor parecía mucho más bella.
-¿Cómo?
-Tan melancólico.
Guardé silencio mientras decidía hasta qué punto
debía confiar en ella. Pero al hacerlo olvidaba que yo
ya no era libre, sino que flotaba a la deriva en sus
aguas. Ángela se había apoderado de mi alma.
-Se llamaba Elena. Estudiaba violín...
-¿Y qué pasó?
-Murió.
-Qué triste.
-No he podido recuperarme. Es como un saco que
llevo a la espalda. Tuve que acudir al psiquiatra.
-¿Y qué?
-Que ella se ha quedado para siempre... Conmigo...
dentro... Los médicos intentan echarla, pero ella no
quiere irse y yo tampoco quiero que se vaya. Y así me
va.
Me miró dulcemente. Jugó con la correa de su
albornoz.
-Tu novela tiene que ver con Elena ¿no?
-Mucho... todo.  
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!
Ya estaba dicho. Y así debía ser. Rosa había salido de
mi vida, y Ángela había ocupado su lugar. Ahora me
daba cuenta de cómo había necesitado que eso
sucediera. Rosa había sido mi apoyo, pero al mismo
tiempo el impedimento para que otra mujer viniera a
llenar el vacío de Elena. En cierto sentido, mi hermana
estaba perpetuando mi enfermedad. Piquer siempre me
lo decía.
-Es raro... -comenté- He venido aquí en busca de
aislamiento, y te he encontrado a ti.
-¿Y yo te sirvo para olvidar?
-No sabes hasta qué punto.
-¿Hasta qué punto?
Debía haberlo pensado, pero no lo hice.
-Hasta el de poder enamorarme.
Ella pareció repentinamente incómoda. Se puso en pie.
-No es una buena idea -declaró, y volvía a parecer otra
persona, hosca y lejana.
No la entendí. No entendí su repentina hostilidad, por
qué había dejado atrás su dulzura, y por qué después
de besar toda mi piel la idea del amor parecía
repugnarle.
-¿Por qué? -pregunté.
No obtuve respuesta.   En su lugar, ella preguntó
secamente:
-¿Qué hacemos con el cuerpo?
Me puse yo también en pie. Ya no me acordaba del
asesinato, ni del cadáver.  Sólo tenía atención para la
voluptuosidad, pero ahora estaba confuso, y también
preocupado.
-Escucha Ángela... me veo aquí, contigo... y no sé si
estoy despierto o soñando.   Es como si estuviera
viendo una película.  Creía que nunca en mi vida iba a
poder mirar a otra mujer y fíjate.  Así que te puedes
hacer una idea de cómo me siento.   Quisiera no
hacerme preguntas y dejarlo correr, pero...
-¿Pero qué?
-Ahí afuera hay un cadáver... Un cadáver de verdad.
Huele a sangre seca, por Dios... Tengo que llamar a la
policía.
Ella adoptó el tono de un juez.
-¿Quieres que acabe el sueño?
Con esa sola frase me había dejado paralizado, como
si me hubieran atornillado al suelo.
-¿Sueño?

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!
-Si viene alguien tendré que marcharme, y no me
verás más -completó, airada.
Vinieron a mi mente las imágenes que había querido
borrar. El techo rezumando sangre, el secreto tras la
puerta del baño, el agua impregnada de rojo cayendo
en espiral por el sumidero. Una espiral que giraba
siempre en el mismo sentido.
-¿Quieres decir que la has matado tú? -concluí.
Ella no se dignó parpadear.
-El destino te está poniendo a prueba. Tienes que
elegir.
No contesté, no podía. No sabía de qué me estaba
hablando. Pero la miré suplicante, esperando una
respuesta.
-El sueño… O la verdad.  ¿Quieres ser feliz? -insistió.
La miré con ojos nuevos, y lo que vi fue muy diferente
a lo que había visto hasta entonces.  No sólo no era ya
el ama de llaves tímida y hosca, ni la compañera que
me ayudaba con mi manuscrito, ni la mujer voluptuosa
capaz de hacerme perder el control.  Ahora era un ser
superior y sobrenatural con la facultad de decidir el
destino.
-Me estás dando miedo -confesé, aturdido.
-Dime ¿quieres de verdad ser feliz? -insistió, con un
tono entre altivo y misterioso.
Pero yo no entendía, no quería esas preguntas. Unos
momentos atrás ella estaba en mis brazos, como un
gato mimoso, y ahora se elevaba por encima de las
cosas.
-¿Qué tiene que ver ahora eso?
Su respuesta fue terrible.
-Averígualo.
Me detuve unos momentos, tratando de asimilar la
nueva situación, convencido de que me estaba
utilizando, de que se me había entregado sólo para
mostrarme la dulzura de su cuerpo y después
negármela, y así tenerme ya siempre a su merced. Me
estremecí al darme cuenta de que me estaba
transformando en su marioneta.
-¿Qué quieres? ¿Jugar conmigo?
Entonces adoptó un tono compasivo y maternal,
parecido al que solía emplear mi hermana.
-La verdad te hace daño.  No puedes soportarla. La
vida es demasiado dura para ti.
Viaje de ida y vuelta.  Era como si Rosa viniera de
nuevo para protegerme como a un niño necesitado.
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-¡Qué tontería...! -chillé.
-¿Tontería? Entonces ¿por qué le tienes tanto miedo a
esa carpeta que tiene tu nombre? ¿Por qué no quieres
que la abra?
Sus palabras fueron como una punzada en mi corazón.
La carpeta era mi punto débil y ella lo había
averiguado. Parecía saberlo todo sobre mí, como si
habitara en mi mente.
-Dime ¿la has abierto tú? -insistió.
Me quedé en silencio.  Toda alusión a la carpeta me
dolía.  Era como si me clavaran un cuchillo y después
lo retorcieran en la herida.  No, no la había abierto
porque me sentía atemorizado, porque no me atrevía,
porque no era capaz. Lo que encerraba la carpeta
podía ser para mí peor que un balazo en el corazón. Y
si osaba abrirla, yo mismo estaría apretando el gatillo.
Ella salió.  
-¿A dónde vas? -pregunté.
-Te dejo elegir -declaró, antes de desaparecer.
Mis ojos se desviaron al Marcelo alado y atado.  Un
espíritu divino que no podía volar porque estaba atado
a la materia, como el albatros de Baudelaire, cuyas
alas de gigante le impedían caminar. A sí me sentía yo.
 Me quedé allí, pensativo, durante unos momentos. Y
al cabo tomé la decisión de no doblegarme.  Por un
momento la magia se había esfumado.  Ya no quería
seguir flotando confiado a mi suerte, ni ser el juguete
de una mujer, por hermosa que fuese.  Se acercaban
los rápidos, que fácilmente podían despedazarme.  Fui
al salón, busqué el teléfono y llamé a información.
-¿Oiga...? ¿Me puede dar el número de la policía?
Tenía la sensación de estar totalmente despierto.
 Mucho más de lo que lo había estado nunca.
Obtuve un número. Entonces colgué y tomé nota.
Después me quedé mirando el teléfono y respiré
hondo, como para darme valor. Marqué con decisión.
-¿Policía? Mire, se ha producido un, un... Un
asesinato.
En ese preciso momento Rosa volvió a llamar por
videoconferencia.
-¿Buenas noches...? ¿Hay alguien ahí? -dijo
jovialmente.
Permanecí inmóvil e indeciso. Seguir adelante
significaba salir de mi mundo y entrar de nuevo en la
comarca de barro y metal, el país de hierro y hormigón
donde los adultos tejían sus reglas asfixiantes. Me
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!
llevarían a una comisaría, me exigirían explicaciones
y me retendrían en su mundo. Al menos podría
posponer la decisión hasta escuchar a Rosa.
Me situé frente al ordenador y colgué el teléfono,
ignorando la voz electrónica que me hablaba desde el
otro lado.
-Hola... -murmuré.
-¿Te pasa algo? -preguntó Rosa, al ver mi cara de
circunstancias.
-Sí... -respondí- Ha pasado algo... Algo muy serio.
-Pues cuéntamelo.
-Es que...
Dudé mientras miraba a Ángela, que se apoyaba en el
marco de la puerta, serena y segura. Ella sabía bien
que yo estaba a punto de tomar una decisión. Su
cuerpo era ahora mi hogar. Quería volver a él para
siempre, como un emigrante que añora su país. En
cierto sentido es como si quisiera volver a entrar en el
vientre de mi madre, el lugar sin sociedad,
obligaciones ni contrariedades, donde todo se vivía
por dentro. Y entonces me di cuenta de que la ciudad
del alma, el claustro materno y Ángela eran la misma
cosa. Cuando imaginaba dejarme llevar por su
corriente, flotando con indolencia, estaba evocando en
realidad el líquido amniótico, que no fluye hacia
ninguna parte y por tanto en él sólo existe el presente.
Ángela era mucho más que una mujer. Era la armonía.
Miré de nuevo a mi hermana, expectante en la
pantalla.
-Que me ha venido una inspiración como nunca
¿sabes? Como nunca. Estoy viviendo en un sueño.
Vi cómo Ángela se retiraba satisfecha. Sabía que
acababa de adquirir dominio definitivo sobre mí.

  El doctor Piquer, mi psiquiatra, nunca me había


gustado. Era sesentón, corpulento y severo, pero sobre
todo autoritario.   Estaba acostumbrado a tratar con
deprimidos, frustrados y llorones que lo consideraban
su esperanza, lo habían elevado a un plano semidivino
y se mostraban siempre sumisos. Tampoco me gustaba
su gabinete. Lo encontraba frío, o quizá me disgustaba
la pintura de las paredes, o puede que sus muebles
anticuados, no sabría decir. El caso es que no conseguí
encontrarme a gusto ni un sólo momento de los que
pasé allí. Y, a mi pesar, fueron muchos.
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Él estaba sentado al otro de su mesa y yo en una silla
frente a él. Se reclinó hacia atrás y adoptó ese aire de
suficiencia que tanto me molestaba, como si estuviera
siempre declamando, teorizando, o actuando ante un
auditorio entregado.
-La depresión endógena tiene tratamiento, no te
preocupes demasiado.
-No estoy preocupado -contesté con sequedad.
Había intentado volcar en la respuesta todo el
desprecio que sentía hacia él y hacia su actitud de dios
oficioso y engreído con poder para administrar la
felicidad. Se dio cuenta, pero no le preocupó.
Continuó en su papel de ser superior.
-Pues lo pareces. -replicó.
-Oiga, no tengo depresión.
-¿Entonces qué es?
La deriva de la conversación me pareció penosa. Se
había transformado de mera consulta en un debate
dialéctico. Y a mí me tocaba convencerlo de que su
insistencia en que yo estaba enfermo no era más que
una manía ¿Qué era lo que yo sentía, si no era una
depresión? La respuesta me vino a los labios, rápida y
simple:
-Tristeza.
Las comisuras de sus labios se elevaron levemente,
pero no en señal de simpatía, sino de burla.
- Bueno, llámalo así.  -contestó, condescendiente-.  Si
haces lo que te diga lo superarás.
Se supone que el paciente de psiquiatría no debe
salirse de tono. Se supone que ha acudido a consulta
porque está desesperado y es tan dependiente como un
perro muerto de hambre.  En mí era todo lo contrario.
 Yo no había ido en busca del doctor Piquer por propia
iniciativa sino, como siempre, empujado por Rosa.  Y
no sólo no le tenía ningún aprecio, sino que no creía
que pudiera hacer nada por mí. Bien pensado, Piquer
era un mal médico. Creía que todo estaba en los libros,
que era suficiente aplicar una teoría, que no era
preciso ser amable o mostrar humanidad. Él no te
miraba, te inspeccionaba. Su mirada clínica siempre
acababa degradándote y convirtiéndote en un simple
objeto de estudio, un objeto casi inanimado cuyos
sentimientos creía poder reconducir con su ridícula
mezcla de productos químicos y teoría conductista.
Así que en aquella primera sesión, cuando se
empeñaba en convencerme de que mi pesar por la
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!
muerte de Elena era una enfermedad, mi paciencia se
acabó.
-¿Lo superaré? -pregunté, enojado- ¿El qué? La
tristeza es un estado natural.  Va y viene, eso es todo.
  Elena ha muerto ¿qué quiere? ¿Que me ponga a
bailar?
- Quiero que te pongas bien -concluyó sin pestañear.
Lo miré y lo encontré patético. Creía tener todas las
respuestas y no era más que un maniático que
confundía las emociones con enfermedades.    Había
decidido que yo estaba enfermo y no pararía hasta
convencerme también a mí. Habría tenido un brillante
papel como experto en reciclaje en el Gulag soviético,
o, mejor, en las clínicas de reeducación del
pensamiento del mundo retratado  por Georges Orwell
en 1984, donde los disidentes terminaban el cursillo
fieles a la ya famosa ecuación propuesta por el Gran
Hermano, 2+2=5.
Me puse en pie.
-¿A dónde vas? -preguntó, sorprendido.
Yo estaba realmente enfadado. Creo que levanté
demasiado la voz al contestarle.
-Si fuera por ustedes, los psiquiatras, todos seríamos
clones. Todos con la misma sonrisa idiota en los
labios, todos pensando lo mismo y opinando lo mismo
¿Eso es lo que quiere?
No le permití contestar. Salí del despacho dejándolo
con la palabra en la boca. En ese momento estaba
convencido de que no volvería a verlo nunca más,
pero estaba equivocado. Tuve tanto trato con él que
con el tiempo he llegado a enterarme de lo que hizo
nada más salir yo aquella tarde. Marcó un número de
teléfono y mantuvo una conversación con un
comisario de policía amigo suyo, a cuya esposa estaba
tratando. Le pidió un favor muy peculiar. Tenía que
localizar a alguien. Según Piquer, era la única persona
que podía ayudarme.
 Llegó el día en que supe quién era ese alguien, y me
enfrenté a él y a todo el doloroso mundo de
revelaciones que trajo consigo.

Cuando terminé la sesión de videoconferencia, busqué


a Ángela por toda la casa. Estaba deseoso de
formalizar la paz con ella, como si mi ataque de
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!
  realidad y responsabilidad hubiera sido un pecado,
como si mi vida en el caserón fuera un sueño del que
 hubiera despertado súbitamente durante el momento
en que estuve a punto de llamar a la policía, para
 después volver a soñar.
Di con ella en el jardín. Había encendido una gran
 hoguera y estaba de pie, inmóvil, contemplando las
lenguas de fuego en medio de un olor nauseabundo.
Su silueta, completamente negra contra las llamas,
tenía un  aspecto poderoso y temible. No necesitaba
acercarme para saber que estaba quemando el cadáver,
pero al mismo tiempo estaba haciendo algo más:
Estaba decidiendo por mí y estaba trazando mi
destino, como una diosa primitiva y salvaje.
Las incertidumbres que se acumulaban a mi alrededor
eran intolerables. No sabía quién era la mujer muerta,
ni quién la había asesinado, ni por qué. Y, a fin de
cuentas, tampoco sabía mucho de Ángela. Ella evitaba
hablar de su pasado. Más que una persona con
historia, parecía una ninfa, una mujer sin tiempo que
existe sólo en el aquí y ahora, carente de historia, pero
también de futuro.
Y sin   embargo lo dejé todo correr con una
indiferencia que a mí mismo me dio miedo. Me di
cuenta de que el infortunio de la muchacha asesinada
no sólo no me conmovía, sino que tampoco me
importaba, como si estuviera viviendo tan
intensamente mi propia realidad que todo lo demás me
pareciese incierto y provisorio, a semejanza del
paisaje que cruza veloz durante un viaje en tren. Todo
lo que hay más allá de la ventanilla es cierto y existe,
pero de forma tan efímera que carece de importancia,
y casi de identidad.
Pero si ya no era capaz de sentir compasión ¿en qué
me había convertido? Era como si hubiera cerrado con
el diablo un trato que me garantizara todo lo que
siempre había deseado, la inspiración, la belleza, el
amor y la lujuria, a cambio de mi envilecimiento.
Acepté, pues, que Ángela había hecho desaparecer el
cadáver, y no hice preguntas. La dejé actuar como una
madre solícita que sabía lo que era mejor para mí, y ya
nunca más volví a hablarle del tema. Haría lo que ella
me dijera. Sabía que estaba en sus manos.

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!
Desde su altar, Piquer me miraba con sus ojos aviesos,
sin saber bien por dónde atacar.
-¿Has salido hoy?
Negué con desgana.
-¿Has conversado con alguien?
Nueva negativa.
-Quiero que me digas por qué.
Allí estaba él, como un gendarme de los sentimientos,
decidiendo si yo debía tener ganas de hablar o callar.
Y exigiendo explicaciones.
-No me apetece -contesté, con intencionada simpleza.
-¿Y qué más?
Miré al suelo. Ya conocía su táctica, era la de todos los
psiquiatras: Romper tu silencio, obligarte a hablar. Le
había dicho ya lo mismo cientos de veces, y él lo
sabía, pero no se cansaba de insistir. O quizá
intentaba, con esforzada paciencia, que en algún
momento saliera de mí alguna de esas pamplinas de la
niñez que ellos se empeñan en calificar de traumas
infantiles, causas remotas o cosas así. Este tipo de
personas son rehenes de su aspiración a racionalizarlo
todo, a explicarlo todo, a someterlo todo a una malla
geométrica y metódica, a encontrar un código que les
permita interpretar cualquier aspecto de la realidad.
Carecen de emociones porque han reprimido  su parte
instintiva, sacrificándola en el altar de la ciencia
cartesiana. Por eso, cuando encuentran esas emociones
en otras personas las confunden con enfermedades y
padecimientos, que por supuesto se ofrecen a curar.
-Elena está muerta, todo lo demás no me importa -
declaré, casi con orgullo.
Era cierto. Yo mismo notaba cómo me iba cerrando al
mundo,      alejándome de él, simplemente porque sin
Elena carecía de sentido.
Él suspiró. Supongo que mi cerrazón le hartaba lo
mismo que él me hartaba a mí.
-¿Quieres curarte? -preguntó.
Pero yo no estaba dispuesto a seguir su dialéctica. Si
me dejara llevar por sus propuestas y juegos de
palabras pronto me encontraría llorando en un rincón.
-Oiga déjelo ya -contesté-. Usted se empeña en
transformar la vida interior en una cosa patológica. Si
todos los escritores y músicos hubieran tenido delante
a un hombre como usted, el arte no existiría. Ni la
inspiración.

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!
Francamente, creía que mi discursito lo iba a
convencer, pero no fue así. Se veía a la legua que la
discusión no sólo no lo ponía en aprietos, sino que le
gustaba.  
-Esos músicos y escritores salían y hablaban con todo
el mundo -dijo.
Nos miramos mutuamente, y en nuestras miradas
había hostilidad.
-¿Quieres curarte? -insistió, con una mirada severa
bajo sus pobladas cejas canosas.
-No, no quiero-declaré, muy convencido y muy
tozudo.
Seguramente se lo tomó como una declaración de
guerra, pero en realidad era una declaración de
principios. Lo que sucedía era que me había obligado
a expresarla en su idioma, en su jerga clínica, donde el
concepto de enfermedad era el  centro. La verdad era
que yo no me creía enfermo, por lo que él y yo no
teníamos nada que hablar.
Por fin había expresado en voz alta lo que él
consideraba mi problema, pero que yo sabía bien que
no era más que una opción: No quería curarme. Si me
curaba dejaría de sentir amor. Era así de simple. Yo no
quería dejar de amar, no quería reintegrarme al curso
uniforme y monótono del mundo, no quería ser como
los demás. Si dejaba de amar a Elena, la vida me
parecería como un paisaje plomizo. Si dejara de
amarla se terminaría, por así decir, el tiempo del
esplendor en la hierba y la gloria en las flores, como
había escrito Walt Whitman. Si dejara de amarla, me
vería en aquella tierra de penumbra desde la que el
poeta escribió aquella frase terrible: "ahora, cuando
hace veinte años de casi todo". Si dejara de amarla,
cesaría el dulce dolor que me traspasaba las entrañas,
y me sentiría empobrecido.
No quiero que te vayas, dolor,
última firma de amar,
Me estoy sintiendo vivir cuando me dueles.
Qué suerte tuvo Pedro Salinas. No lo persiguió ningún
psiquiatra neurótico empeñado en prohibirle que fuera
poeta.

La tierra está fría y oscura. Parece que va a durar


siempre, pero un día llega la primavera. Entonces el
hielo se funde y se transforma en agua que fluye y
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!
desaparece. Lo que era duro se debilita hasta hacerse
fluido. Lo que estaba inmóvil y bloqueado adquiere
movimiento. Yo me había mantenido fiel a Elena
durante todos aquellos años de luto, como una
mariposa que revolotea alrededor de la luz. Me había
negado a amar y me había complacido en el dulce
dolor.  Pero aquella noche, en el caserón, una emoción
me había despertado en mitad del sueño, una emoción
nueva, extraña a mí, recién llegada,  contra la que no
podía luchar. Amaba a Ángela. Podía percibir como
Elena salía de   mí, como un fluido, y desaparecía
como el agua del  deshielo. La naturaleza del agua es
fluir. El hielo es un bloqueo que impide que lo que
nació para fluir cumpla su misión. La naturaleza del
hombre es el amor. Y yo, de pronto, amaba otra vez.
El hielo en mi interior se había derretido. No amaba ya
a un recuerdo, ni al dulce dolor, sino a una mujer de
carne tibia.

Estás aquí, Escucho tus pasos


por las calles estrechas,
por la plaza abierta y ruidosa,
por entre los niños que juegan...
Me puse en pie y me sentí ligero como ráfaga de aire.
  Mis pies se movieron y era como si conocieran el
camino.
Abrí con suavidad la puerta del dormitorio de Ángela.
Penetré en el oscuro interior. Me senté al  borde de la
cama. Escuché su respiración tranquila, estudié los
bucles que el pelo le dibujaba en la frente, me detuve
en el brillo de sus mejillas tersas.
...El mismo sol da luz a tus ojos,
la misma luna vela tus sueños,
el mismo rumor del mar en nuestros oídos.
Estás aquí, has vuelto, voy a encontrarte.
Corro por fin al encuentro de la felicidad.
Ángela despertó sin sobresalto, como si abrir los ojos
en la madrugada y verme allí fuera algo natural.
-Se ha marchado -anuncié.
-¿Quién se ha marchado?
-Elena.
Se frotó los ojos para completar la transición a este
mundo.
-Soy un juguete en tus manos... Haz conmigo lo que
quieras -declaré, como mi sentida confesión de amor.
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!
-Arturo...
Pronunció mi nombre en un susurro. Y tan parecido al
modo en que lo había pronunciado Elena aquella
noche, que me pareció retroceder en el tiempo.
-Prométeme que no me dejarás nunca -le supliqué-.
No quiero volver a estar solo.  
Ella me abrazó con ternura, y al hacerlo notó la
humedad de mis lágrimas..
-¿Estás llorando?
-Piquer siempre me lo decía... Quería que buscara a
otra mujer, y yo nunca le hice caso. Pensaba que era
imposible.
-¿Quién es Piquer?
Ni siquiera contesté. No sabía cómo había podido
estar tan ciego y tan sordo al amor. Si en algún
momento pensé que lo que sentía por Ángela era sólo
lujuria, había estado equivocado. Quería estar siempre
junto a ella, y el sentimiento venía de muy dentro.
No me fijé en que yo acababa de pedirle amor eterno,
y ella había sustituido la respuesta por un abrazo. Yo
creí que el abrazo era la respuesta. Nunca pensé que al
abrazarme estaba evitando contestarme, y también
impidiendo que pudiera ver su cara. Porque la
auténtica respuesta estaba en sus ojos, y ésos no los vi.

Escuché el sonido del portón al cerrarse tras de


Ángela. Había salido a por provisiones y yo volvía a
estar solo en la casa. Pretendía aprovechar para
reflexionar sobre todo lo que me estaba pasando,
porque los acontecimientos se habían sucedido a
demasiada velocidad.   Pero entonces de nuevo la
pesadilla. Era un teléfono móvil, el mismo  de la otra
noche, que volvía a sonar desde algún rincón de la
casa.
Me asusté. Me asusté mucho pese a la luz que entraba
a raudales por la ventana, y pensé que alguien estaba
jugando a aterrorizarme.   Me puse a buscar por la
casa, pero esta vez el sonido venía del dormitorio de
Ángela, no había duda. Abrí la puerta. Allí estaba el
teléfono móvil, sobre la cama, como si alguien lo
hubiera dejado olvidado. La insistente   melodía me
recordaba los horrores de la otra noche y su
descubrimiento macabro. Tenía ya el sonido asociado
a la sangre seca, al miedo y a la muerte.
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!
□□□□□
VI

Me atreví a cogerlo. En la pantalla destellaba un


nombre: "Raúl". Marqué el botón de comunicación. Al
otro lado escuché  una voz recomida por la ansiedad.
-¿Elena...? Por favor, di algo. Hace un montón de
tiempo que no sé nada de ti.. .. Elena, contesta, por
favor... ¿Qué ha pasado?
Arrojé el teléfono lejos de mí. Era como mi propia voz
años atrás, llamando a Elena cuando ya estaba muerta.
Miré sombríamente alrededor, como si en alguna
grieta del dormitorio se ocultara el espíritu burlón que
se divertía causándome pavor, y dejé la habitación,
corriendo sin saber a dónde  porque, quienquiera que
fuera mi enemigo, la casa entera era su dominio.

Aquel día era como otro cualquiera en la residencia.


Yo avanzaba por un pasillo, camino del comedor, y
pasé delante de la consulta de Piquer. No sé por qué
me asomé a echar una ojeada, pero lo hice, y con esto
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!
mi destino tomó un rumbo dramático. El psiquiatra
estaba conversando por teléfono.   
-Llevo bastante tiempo tratando de hablar con usted...
-le decía a alguien- No, no se preocupe... Es por un
paciente mío... Arturo Montaña. Necesito su ayuda...
Bueno, ya se lo explicaré... Después de tratarlo estoy
convencido de que es usted la única persona que
puede ayudarle... Comprendo que esto le cueste,
pero... Espere, voy a cerrar la puerta y se lo cuento.
Me aparté súbitamente y ya no pude escuchar la
conversación. Pero eso fue bastante. Debía enterarme
de lo que aquel hombre estaba tramando a mis
espaldas.

Su espalda reposaba confiadamente sobre mi pecho,


dejándome sentir sobre mí su carne tersa. La bañera
no era para dos, pero nos complacía aquella estrechez
que nos obligaba a estar tan juntos, como dos
náufragos que no quieren ser encontrados. Ella leía a
la temblorosa luz de las velas, que a duras penas
conseguía aclarar la penumbra. Yo me dejaba ir,
divagando sobre mi reciente y extraña felicidad. De
pronto había notado que estaba exhausto de luchar
contra todo y contra todos. Resulta agotador
mantenerse al margen,  ignorar a esas sirenas que te
llaman susurrando hacia un mundo que no es el tuyo.
Ahora sólo ansiaba ir a la deriva, flotando cual barco
sin timón allá donde el viento me llevase, navegar
dulcemente río abajo por aquella nueva corriente de
 sentimientos, sin cuidados ni preocupaciones. Aquella
vieja bañera  era como una imagen diminuta del río
que me llevaba. Y yo ya no quería pensar, sólo sentir.
Las velas resplandeciendo tenuemente, los libros
depositados alrededor, el cuerpo de Ángela junto al
mío, sus ojos fijos en mi manuscrito, y toda la larga
noche para nosotros. Cada gorgoteo del agua resonaba
en el inmenso silencio como si adquiriese
personalidad propia.   La casa me había acogido, o
quizá me había engullido. Ahora yo le pertenecía,
 había dejado de ser un extraño y me había  convertido
en una más de sus criaturas.
Me gustaba la voz de Ángela. Me recordaba la de
alguien que había escuchado mucho tiempo atrás,
aunque no recordaba quién. Pero si además la

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!
escuchaba leer mi manuscrito, yo ya no podía pedirle
más a la vida.
  "Había recorrido un largo camino por la tierra
cenicienta,  y se dio cuenta de que su camino era ella.
Ella, y no los peñascos grises que yacían indolentes a
lo lejos, no los árboles sin hojas que extendían sus
garras en el aire, no la arcilla corrompida que recibía
sus huellas. El auténtico camino era la senda dorada
que se adentraba en la caverna de su mente,
avanzando hacia atrás, en busca de la memoria".
  Devolvió las cuartillas al taburete y se giró para
mirarme con el rabillo del ojo. En su mirada había un
brillo de consideración.
-Gracias a ti -murmuré, adelantándome a su elogio.
Se limitó a sonreír, constatando que nos habíamos
transformado en un equipo. Ángela era mi inspiración,
y yo me limitaba a escribir lo que ella me hacía sentir.
Tomó de la silla el viejo libro de Pedro Salinas. Al
hojearlo, encontró  la cuartilla con mi poema.
-¿La ciudad del alma? ... Estás muerta, pero sólo en el
mundo de los ...
No la dejé terminar. Le quité el papel de las manos.
Fue como un fogonazo, de pronto me veía desnudo e
inerme ante ella. Nadie   había leído o escuchado
nunca aquel poema, excepto mi     hermana. Sí, es
cierto que me sentía atraído por Ángela, que ella se
había transformado en una auténtica compañera y me
había    arrancado  la tristeza. Pero de pronto había
sentido que violaba mi   mundo interior, que se
disponía a entrar en mi ciudad, que sus pasos
resonaban fuertes por aquellas calles del alma, tan
tibias y silenciosas, que me veía y me leía por dentro,
desde dentro de mí. Por eso le arrebaté la cuartilla.  
Pero en seguida me arrepentí. En un parpadeo me di
cuenta también de que mi ciudad era una ciudad
solitaria, un recinto fantasmagórico donde vivía solo y
perdido. Y al imaginarla así me di cuenta de que desde
la muerte de Elena mi empeño  no había sido más que
levantar muros a mi alrededor. La ciudad del alma no
era en realidad el paraíso donde todo estaba hecho a
mi medida, sino una cárcel que podía recorrer durante
horas sin hallar calor humano.
Ángela, al ver que le quitaba la cuartilla, se había
girado hacia mí.
-¿Qué pasa? -preguntó, con estupor.

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!
-Es privado -contesté, bajando los ojos, y en cierto
sentido avergonzado.
Me entendió, y volvió a reclinar su cabeza en mi
pecho con la misma confianza que antes.
-Perdona -le dijo al aire.
-Lo siento -respondí-, es algo íntimo.
Ella guardó silencio mientras abría el libro de Pedro
Salinas.   
-¿Por qué te gusta tanto la poesía?
-¿No te cansas nunca de preguntar?
-Nunca.
Me vi obligado a dar una explicación, pero primero
necesité buscarla yo mismo.
-Cuando sufres crees que estás solo en el mundo.
Estás convencido de que todos son felices excepto tú.
Es un alivio leer a los poetas, porque ellos han sentido
lo mismo. Te hace sentir menos solo. Son como viejos
amigos.
-No sé si lo entiendo
-Ve a la página 128.
Ella hizo lo que le decía.
-Lo que está subrayado.
-Hay una fecha.
-Es cuando murió Elena.

No quiero que te vayas, dolor.


última forma de amar,
Me estoy sintiendo vivir cuando me dueles.

-¿Así es como te sientes? -preguntó.


-En el dolor hay belleza. En el recuerdo también   En
el mundo no. Allí todo es  mentira. Por eso no quiero
saber nada del mundo. La gente ya no me importa.
-Entonces... vives en esa ciudad del alma...
Estaba confiándole a Ángela mis secretos más ocultos
y no me importaba. Formaba parte de la imprevista
decisión que había tomado, o, mejor, que había
tomado mi corazón. La decisión de amarla.
-Sí, lo lamento... Todo el mundo está empeñado en
que sea como los demás, me quieren convertir en un
autómata. A la gente le molesta que tenga vida interior.
Ella volvió a girarse.
-A mí no.
Me besó, despacio y dulce. Después salió de la bañera
y se ajustó el albornoz. La luz le llegaba ahora desde
abajo, y le daba cierta apariencia fantasmagórica.
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!
-Tu novela es muy buena -declaró, mientras se frotaba
el pelo con una toalla.
-No -repuse-. Aún necesito más inspiración.
-¿Puedo hacer algo?
La pregunta no tenía sentido. Ella me había dado tanto
que tenía la sensación de que me lo había entregado
todo. Iba a decírselo así, pero entonces recordé.
-¿Dices que has visto al fantasma?
De pronto pareció ensombrecida, como si su rostro se
hubiera cubierto de ceniza.
-No quiero hablar de eso.
-¿Por qué mató a la chica? -insistí.
La vi dudar. Ángela era como un lago negro en cuya
profundidad se agitaran los misterios más secretos y
sórdidos. Aún tenía mucho por contar, y yo sólo
esperaba que algún día se abriera a mí como yo me
había abierto a ella.
-Escucha -dijo, con súbita decisión- ¿sabes por qué
está aquí? ¿Por qué no se ha ido? Está buscando algo
que es suyo. Algo que le quitaron.
Increíble. Estaba hablando por fin del fantasma.
-¿Cómo lo sabes? -pregunté.
Ella calló mientras miraba alrededor, como buscando
una respuesta. O quizá como si los pesados muros
pudieran estar espiándola.
-Se dice -fue su decepcionante respuesta.
-¿Y qué más se dice?
Esta vez me dedicó una mirada larga y detenida.
Estaba dudando.
-Que nunca enterraron el cuerpo. Que sus restos aún
están en la casa... En alguna parte. Y que hay que
encontrarlos, enterrarlos en sagrado y rezar una
oración ante ellos. Y que entonces se irá y no volverá
nunca.
Me quedé callado, tratando de entender que lo que ella
acababa de decirme no era una leyenda, sino algo real
y cierto. Me lo decían sus ojos, en los que destellaba
alguna especie de apremio.
-¿Estás sugiriendo algo?
-Nos está suplicando ayuda. Mata por despecho -
contestó rápidamente.
Guardé silencio. Todo era demasiado fantástico.
Estaba fascinado, y sólo quería que continuara.
-Está llamando nuestra atención... Quiere ser libre...
quiere irse de aquí -añadió.
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!
Sin que supiera cómo, la creí.  Nada tenía sentido, ni
se ajustaba a las reglas de la razón, pero ése era
precisamente el universo de los poetas. Un poeta no
vive en la misma vida que el resto de los hombres.
Vive en un sueño.
-Quiero verlo... Quiero ayudarlo -proclamé, como
haría un poeta, y con eso supe que estaba pasando a
formar parte de mi propio sueño.
Ella se me quedó mirando con una expresión de
condescendencia.
-¿Ayudarlo? El fantasma es una mujer ¿no lo sabías?

De pronto no sé qué me pasó.   La idea de que


realmente había un fantasma comenzó a estimularme y
a moverme. Pensé que podría investigar documentos
antiguos que hubieran registrado una muerte violenta.
Y así lo hice. Encontré por los armarios de la casa
montones de papeles polvorientos y los coloqué todos
sobre la mesa del salón, con el serio ánimo de
estudiarlos. De ordinario no habría visto en ellos nada
especial, pero en aquella circunstancia eran para mí un
tesoro suculento.
Entonces entró Ángela.
-¿Qué es todo eso? -preguntó.
-¿Sabes quién era ella? -pregunté yo, en referencia al
fantasma.
-No muy bien. Una especie de institutriz, creo. Se
ocupaba de los niños.
Se le escapó un bostezo.  
-Me duermo -comentó, a modo de disculpa-. Si te
parece me quito de en medio.  
La atraje hacia mí. Ella se inclinó y me besó. Yo no
podía imaginar tanta felicidad.
-Enseguida voy a verte -murmuré en tono
confidencial.
-Te espero.
Ella se marchó y yo me quedé delante de aquel
montón de documentos quebradizos y cubiertos de
polvo. No fui a la cama con Ángela. La obsesión por
encontrar el cuerpo muerto se había apoderado de mí.
Permanecí largas horas estudiando hasta que, a una
hora indefinida de la madrugada, me quedé dormido
sobre la mesa.

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!
Desperté  bien entrada la mañana, cuando Ángela me
quitó de entre las manos el viejo papel.
-Es una sentencia -musité, mientras pugnaba por salir
de las nieblas del sueño.
Ella se volvió hacia mí, con una mirada interrogativa.
-El padre de familia... El marqués... Había una chica.
Era muy bella, y muy joven -añadí.
-¿La institutriz?
-Y profesora de latín. Un día la marquesa salió de
viaje... En la casa no había nadie más que la muchacha
y el señor. Ella desapareció. Nunca se la volvió a ver.
Pero el novio de la chica insistía e insistía... Fue al
juez, testificó que el señor la acosaba, que le hacía
proposiciones...
-¿Y qué pasó?
-Hubo un juicio. El marqués fue acusado de violación
y asesinato... Pero se fue de rositas.
-¿Y por qué?
-Porque el cuerpo no apareció.
-¿Y después? ¿No encontraron nada?
-Nada.   
Ella paseó la mirada por el antiguo documento, y
después lo dejó sobre la mesa.
-Eso significa... -empezó a decir.
-... Que los restos de la muchacha aún están aquí... -
completé- En el mismo rincón donde los escondió su
asesino.
Ángela  echó una ojeada a los documentos esparcidos
alrededor.
-¿Eso es todo?
-No. Hay algo más... Algo misterioso.
Me puse en pie y saqué del cajón de la mesita  un
sobre cerrado con lacre.
-¿Qué crees que puede haber aquí? -pregunté.
-No sé... Cartas, un testamento... Cualquier cosa.
-Voy a abrirlo.
-No... ¿Estás loco?
Me detuve en seco. Era como si me hubieran cortado
con un cuchillo y de la herida brotara sangre. Pero en
el alma.
-No me llames loco, por favor...
Ella captó mi repentina dureza. Parecía intimidada.
Abrí el sobre. En su interior  había una llave menuda.
-No parece de una puerta -comentó Ángela.
-Pero entonces...
-Algo más pequeño...  
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!
-Espera...
Me puse a rebuscar.
-Anoche vi una caja... Tenía una cerradura... No pude
abrirla... Ah... Aquí está.
Saqué una caja pequeña de madera, con unas iniciales
grabadas y se la mostré a Ángela.
-FP ¿Qué significa? -preguntó.
-Fernando Pellicer, el   marqués que fue procesado.
Mira la sentencia.
Comprobé que la llave encajaba en la cerradura. Abrí
la caja y miré en su interior. Había un anillo de plata y
una llave.
-Es de la chica asesinada -proclamé, mostrando el
anillo.
-¿Cómo lo sabes?
-La sentencia dice que el marqués le había regalado un
anillo de plata.
-No entiendo.
-El anillo era una prueba... Una prueba de su
culpabilidad... Y a pesar de eso no se deshizo de él, lo
mantuvo a salvo.
-Quizá le recordaba a ella.
De pronto, con el anillo en la mano, se me ocurrió que
a Ángela le sentaría bien.
-¿Por qué no te lo pones?
Ella retrocedió. Parecía repentinamente asustada.
-No... -murmuró, con voz ronca.
-¿Por qué?
-Me da miedo.
Me detuve un momento a estudiar su repentina
expresión de angustia. Nada de racionalizar, ni mucho
menos de explicar. Su pánico era negro y sordo, como
el de una cierva en el bosque.
-¿Tienes miedo del fantasma?
-Me da miedo y eso es todo -concluyó ella, dando por
zanjado el asunto.
Entonces saqué la llave. Al verla, Ángela sintió una
súbita debilidad que la obligó a sentarse.
-¿Qué piensas hacer? -preguntó, como si mis
intenciones le parecieran algo terrible.
-Averiguar qué cerradura es la que abre esa llave.
-No lo hagas...
Me la quedé mirando, con una expresión interrogativa.
No podía entender sus súbitos terrores. Quizá si
accediera a explicarme...
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!
-Déjalo -insistió.
-¿Pero no fuiste tú la que...?
-Sí, pero ahora no me atrevo... Me da la sensación de
que puede pasar algo malo...
Como para confirmar sus palabras, de pronto llamaron
a la puerta.   Nos miramos el uno al otro un poco
angustiados, como dos fugitivos.
-Voy a abrir -anunció Ángela, con aquella diligencia
de ama de llaves diligente.
-No... Espera.
Me asomé a una ventana. En la calle había un hombre
al que no había visto nunca. Era de mediana edad,
compacto, me pareció que con ademanes resolutivos.
Vestía traje gris y permanecía en pie con mucha
paciencia delante de la puerta. Con esa indumentaria
no parecía ni un empleado de mensajería ni el
encargado de medir el consumo de electricidad.  
-¿Quién es? -preguntó Ángela.
-No lo sé.
Ella se asomó también.
-¿Lo conoces?
-No ¿y tú?
-Yo tampoco... ¿Le abro?
Era lo último que quería. Que Ángela abriera la puerta
y el extraño viniera a perturbar mi completa y total
armonía con la casa y con Ángela, aunque sólo
quisiera hacer una pregunta intrascendente.
-No... Ya se cansará -comenté.
Ella se separó de la ventana y se sentó con un
movimiento lánguido. Parecía desfallecida. Me
recordaba el cisne herido que había visto en alguna
ópera mucho tiempo atrás.
-Todo esto me supera... -comentó en voz baja- ¿por
qué no nos vamos de aquí?
La propuesta me sorprendió ahora que había
conseguido intimar con la casa y que estaba
empezando a disfrutar de aquella relación. Sentí que
mi vida no tendría sentido lejos de allí. Cualquier otro
lugar en el que pasara a vivir no sería más que un
triste amontonamiento de ladrillos, sin alma ni
historia. En su interior me sentía cálido y seguro,
como si efectivamente hubiera conseguido
empequeñecerme hasta volver a entrar en el útero de
mi madre.
-¿Irnos? ¿A dónde?
-No sé... Lejos.
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!
Aquello carecía de sentido, a menos que aquel hombre
llamando a la puerta significara algo. Pero, aunque así
fuera, ella  nunca me lo diría. Al verla así me pregunté
qué pasaría si Ángela me diera verdaderamente a
elegir entre ella y la casa. Imagino que la seguiría,
pero ya nada sería igual. Nuestra relación
probablemente se volvería vulgar, seríamos una pareja
más que haría lo mismo que todas las parejas, en lugar
de ser lo que éramos, un poeta y su musa encarnada.
-De acuerdo -contesté, poco convencido-, pero antes
tengo que encontrar el cuerpo.

La del portón de carruajes fue la última. Había pasado


el resto del día probando la llave secreta en todas las
cerraduras de la casa. No entraba en ninguna.
-¿Por qué no te das por vencido? -preguntó Ángela.
Reconozco que la pregunta me irritó. Cuando alguien
tiene una ilusión, confía en que el universo entero
conspire para que la consiga, como asegura un
personaje de Paulo Coelho, o, si no puede conseguir
tanto, al menos que la mujer a la que ama la comparta
con él. Las llamadas de Ángela a abandonar rompían
la armonía. En cierto sentido, eran como las pinzas del
cangrejo, empeñado en devolverte al mísero fondo del
cubo. Me armé de paciencia para explicarle algo que
debía haber sido innecesario.
-Necesito un choque. El terror, la belleza... me da
igual. Quiero dejarme impresionar. Mi novela lo
necesita.
Así era. La antigua llamada del lado oscuro, que me
atraía tanto. Puede que las pruebas que acababa de
superar me hubieran dado el valor suficiente para
adentrarme en ese camino que conduce a la incierta
penumbra. Puede que en la casa hubiera descubierto
mi verdadera personalidad sombría. Puede que ya
nunca más pudiera vivir en la luz.
Permanecí mirando a Ángela, suplicando que me
entendiera, pero no fue así. Su rostro no expresaba
sentimiento alguno.
Salí, bastante airado. Ella me llamó, pero no la
escuché. Su belleza, su misterio, ya no me bastaban.
Yo quería más.  Había empezado a no tener ojos ni
oídos más que para el fantasma.


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!
Entré con cuidado de no   hacer el menor ruido. El
gabinete del Doctor   Piquer estaba completamente
oscuro, pero no encendí ninguna luz. Como buen
saqueador, había traído conmigo una linterna. Cerré la
puerta tras de mí y me puse directamente a registrar
los cajones. No podía quitarme de la cabeza la
conversación telefónica de Piquer. Hablaba de mí con
una persona desconocida. Con una persona que, según
decía, era la única capaz de curarme.
Como había planeado, cogí el teléfono y marqué
rellamada. Había sido su última conversación de
aquella tarde, tenía que funcionar. Escuché una voz de
niña.
-Hola... Soy... Soy el Doctor. Piquer -mentí- ¿están tus
padres?
-Mi madre no está. Ha salido a comprar.
No sabía qué más decir. No había esperado
encontrarme con una niña.
-Oye ¿cómo se llama tu mamá?
-Mi madre me ha dicho que no hable con
desconocidos.
La niña colgó el teléfono al tiempo que escuché pasos
que se acercaban. Me escondí tras la cortina, pero  los
pasos siguieron de largo, repiqueteando cada vez más
débilmente a lo largo del pasillo. Registré el despacho,
abrí cajones y archivadores, y por fin encontré lo que
buscaba: Aquella carpeta de color azul gastado con
una etiqueta donde se leía mi nombre. La abrí
fugazmente, iluminando su contenido con la linterna.
Había muchos documentos escritos a mano y también
una fotografía. Una fotografía de Elena. Me quedé
totalmente ausente, como si el tiempo se hubiera
detenido a mi alrededor, como si de pronto lo ignorase
todo sobre mí, sobre mi historia y sobre el mundo, y
sólo  existiéramos de nuevo ella y yo. Mi amiga, mi
amor, mi recuerdo. Entonces me fijé en un sobre con
el membrete de una comisaría de policía. En su
interior había una carta, pero cuando iba a estudiarla,
la puerta se abrió de par en par, la luz se encendió y vi
ante mí al propio doctor Piquer, con un rostro de
completa furia. Estaba desencajado.
-¿La has leído? -preguntó, refiriéndose a la carta.

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!
Yo estaba petrificado de terror y no reaccioné. Él se
adelantó y me quitó la cuartilla de un manotazo, y yo
noté cómo la ira me iba pudiendo.
-¿A quién ha llamado esta tarde? -chillé.
Él permaneció mudo. Estaba confundido. No podía ni
imaginarse que había espiado la conversación.
-¿A quién ha llamado para hablarle de mí? -insistí.
-¿Cómo lo has sabido?
Sentí como si yo mismo fuera un recipiente vacío y la
cólera lo fuera llenando. Tendría que haberme
asustado, haber pedido mil perdones y haberme
resignado a mi sino de héroe derrotado, pero no fue
así. En lugar de eso mi indignación ante aquella
especie de conjura habló por mí.
-¿Qué está pasando aquí? ¿Qué es lo que me está
ocultando? -grité.
Piquer consiguió recomponerse un poco.
-Lo que pasa aquí es que estás enfermo y estoy
tratando de curarte. Y ahora dime ¿qué es lo que has
oído?
Reconocí que no tenía escapatoria, que él me
consideraba una cobaya de laboratorio y poco más. Ya
no podía permanecer allí por más tiempo. Debía decir
adiós a la terapia, al centro, a toda aquella vida, y
empezar una nueva etapa en libertad, donde sólo yo
pudiera decidir si el recuerdo de Elena debía
prevalecer o no, si debía mezclarme con la gente o no,
donde nadie me dijera lo que debía sentir.  
Aferré fuertemente la carpeta y aparté al psiquiatra de
un violento empujón. Sólo pensaba en correr, en llegar
muy lejos, como si de esa forma pudiera
desprenderme de mi vida anterior y recuperar la
inocencia que tanto añoraba.

Abrí los ojos. Alguien estaba llamando. A mi lado,
Ángela dormía profundamente. Me levanté de
puntillas y me asomé a la ventana de forma que no
pudieran verme. Delante de la casa había una mujer
con una niña. Vi en ellas algo que no me era extraño.
Algo familiar que me impulsó a bajar la escalera y
abrir la puerta. Pero entonces sentí como si los cielos
se abrieran para mí. De alguna manera imposible,
delante de mí estaba Elena. Mi Elena. Viva, perfecta,
inmortal.  

□□□□□
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!
VII

No había muerto, ni había regresado de ultratumba, o


quizá yo también acababa de morir mientras dormía y
ahora ella venía a trasladarme al reino de los espíritus.
Y la niña era la misma que había visto en la calle
llevando su violín. La misma que había encontrado
casualmente en la red.
-Hola, Arturo...
Me saludó con la misma intimidad de antes, como si
sólo hubiera transcurrido un suspiro, y al mismo
tiempo como si acabara de llegar de un largo viaje.
Quizá me había quedado dormido mientras ella salía a
por su análisis y en aquel momento había soñado la
tragedia de toda una vida. Quizá todos aquellos años
no habían sido más que un mal pensamiento.
-Pero creía que habías muerto -murmuré.
Ella se limitó a sonreír, y yo comencé a salir de mi
asombro y a rendirme a la evidencia de que mi
infelicidad había terminado. Miré a la niña,
concibiendo una esperanza en la que apenas me
atrevía a pensar.
-¿Es...?
Elena asintió con una sonrisa cómplice. Sí, era mi hija.
Nuestra hija. Era imposible, y sin embargo era verdad.
 
-Pero ¿de dónde sales? ¿dónde has estado?
-He criado a tu hija.
-Tu habitación se cierra con llave -dijo la niña de
pronto.
-¿Qué...?
Elena apretó la mano de nuestra hija y la corrigió.
-Papá -le dijo.
La niña asintió con gesto culpable, y terminó la frase.
-...Papá.
Creo que fue en ese momento cuando los ojos se me
llenaron de lágrimas, sintiendo que, fuera cual fuera la
falta que hubiera cometido en el pasado, me había sido
perdonada y mi penitencia había terminado. Lo único
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!
que quería era abrazar a mi mujer y mi hija y no
separarme de ellas nunca más. Extendí mis brazos
hacia las dos, como un náufrago que se aferra a un
salvavidas, sin que pudiera expresar cuánta era mi
felicidad. Entonces todo desapareció.  
Desperté, y aún tardé un momento en comprender que
había sido un sueño, sólo un triste sueño.  A pesar de
todo lo que había sido capaz de concebir por Ángela,
me sentí miserable. Ángela era un amor, pero mi
mujer y mi hija, en mi sueño, eran la plenitud. Sólo
entonces me di cuenta de que el teléfono estaba
sonando en el salón. Me levanté y salí, caminando
descalzo. Levanté el auricular, sólo para escuchar la
misma voz desesperada que ya conocía.  
-¿Elena...? ¿Elena...? Por favor, contesta...
Colgué violentamente. Estaba asustado. La voz era
como la llamada de la realidad, el recordatorio de que
existía otro mundo, el mundo gris de barro y metal,  de
hierro y cemento donde el espíritu se ahoga, el mundo
de los adultos pagados de sí mismos, cuya urdimbre
está hecha de reglas, disciplina y renuncias. Era el
mundo al que había dado la espalda y que ya no podía
alcanzarme. La casa era como un castillo. Me protegía
de él.
Volví a la cama y allí permanecí, agitado, aguardando
un sueño que se negaba a acudir. Había concebido la
esperanza de que después de cerrar los ojos mi
ensoñación continuaría y yo podría abrazar a mi mujer
y mi hija. Por él habría renunciado a todo, incluso a
Ángela, incluso al éxito de mi futura novela. Habría
trocado con gusto la realidad por aquel sueño donde
todo era bello.   Pero el sueño se negó a acudir, como
si el insomnio fuera un muro de hierro que se
interpusiera entre mí y mis seres queridos. Mis ojos,
inquietos y cansados recorrían cada rincón de la
habitación, y fue entonces cuando se detuvieron en la
puerta del dormitorio, en su vieja cerradura oxidada.
Me quedé de piedra al darme cuenta de que la puerta
tenía una cerradura.
No, mi sueño no había sido un capricho. De alguna
manera que no sabría explicar, la niña me había
avisado.
Tu habitación se cierra con llave.
Tomé la llave secreta del cajón de la mesita y me
acerqué a la cerradura, impulsado por un fuerte
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!
  presentimiento. La probé. Encajó, y yo temblé al
descubrir que la habitación prohibida que había estado
buscando era mi propio dormitorio, allí donde
habitaba el espíritu rebelde del poeta alado y
encadenado. Me giré, lleno de sospechas, e
inspeccioné visualmente la estancia. Busqué un rincón
oculto donde se pudiera esconder el cuerpo de la
muchacha asesinada. Estudié el fondo del armario
dando pequeños toques con los nudillos, para buscar
un sonido hueco. Y lo encontré.  Sorprendentemente,
el tabique de madera cayó hacia delante con una
presión. Allá dentro había una caja grande. Tiré de ella
hacia mí y miré al interior. Lo que vi me causó un
escalofrío. Era un esqueleto, inarticulado y
ennegrecido.
El ruido había despertado a Ángela.
-¿Qué pasa? -preguntó, entre sueños.
-Mira esto... -respondí, sin poder quitar lo ojos del
cajón.
Ella obedeció, pero no mostró ninguna emoción al ver
los huesos. En vez de eso, se dirigió a una estantería,
se hizo con una pesada Biblia y me la entregó.
-Lee una oración -me apremió.
-¿Por qué?
-Porque ella te eligió a ti.
Vi cómo después de entregarme el libro se refugiaba
en un rincón, como un animal herido.
-¿Qué te pasa? ¿Por qué te escondes?
-Estoy asustada.
-Son sólo unos huesos.
-Ahora reza una oración -insistió ella.
Estaba abriendo la gruesa Biblia cuando escuché
voces en el piso de abajo. Miré a Ángela.
-En la casa hay gente...
Vi que ella tenía la cara llorosa. Su cara dibujaba el
futuro.
-Es el final... Acéptalo.
Sus ojos expresaban una emoción más intensa que lo
que soy capaz de explicar.
-¿El final? ¿El final de qué? -casi grité, mientras las
voces en el piso de abajo se hacían más definidas.
Ella se acercó a mí y me besó con tal pasión que me
convencí de que era una despedida.
-Será mejor que bajes -me dijo.
Salí del dormitorio y me encaminé a la escalera, a
cuyo final la verdad de hierro y cemento me estaba
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!
  aguardando para apoderarse de mí. Allí estaba
Marcelo, acompañado del hombre del traje gris al que
había visto tocando a la puerta.
-¿Quieren explicarme qué está pasando? -protesté
Marcelo parecía indignado. No recordaba para nada al
amigable jugador de ajedrez de unos días atrás. Iba a
hablar, pero el hombre de gris lo contuvo.
-Usted quédese aquí.
-Pero es que... -protestó él.
-Me ha abierto, como le pedí, y se lo agradezco, pero
ahora manténgase al margen ¿le parece? Es mejor para
la investigación.
Marcelo permaneció donde estaba mientras el
desconocido venía hacia mí.
-¿Quién es usted? -preguntó, de manera un tanto
despótica.
-Arturo Montaña ¿y usted?
El hombre me enseñó una placa con un escudo.
-Inspector Esteve, homicidios... ¿Puedo preguntarle
qué hace en esta casa?
-Estoy trabajando en mi  novela.
-¿Es usted inquilino o algo así?
-Bueno, Marcelo me dejó la llave...
-Le dejó la llave... -repitió el inspector.
-Sí, es amigo de mi hermana.
-Se recibió una llamada desde esta casa denunciando
un asesinato ¿Sabe usted algo?
Recordé la llamada que quise hacer y no hice. Era
como si aquello hubiera sucedido mucho tiempo atrás
y fuera ya materia olvidada.
-No, nada -mentí.
-Pues es una pena, porque ha desaparecido una mujer,
y creemos que puede estar aquí.
-¿Y por qué?
-Porque casualmente es la asistenta y la última vez que
la vio alguien venía hacia esta casa.
Aquello no tenía el menor sentido. Por un momento
me alivié al saber que todo era un error, que la visita
no tenía nada que ver con la desconocida que había
aparecido muerta, como había temido.
-¿Desaparecido? La asistenta no ha desaparecido. Está
aquí.
El policía se mostró escéptico.
-¿Dónde?
-En mi dormitorio, en el piso de arriba.
-¿Puedo verla?
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!
Acompañé al inspector Esteve al piso de arriba. El
permanecía mudo, observando con atención
profesional cada uno de mis movimientos. Yo no salía
de mi confusión. Las palabras de Ángela me pesaban
tanto que me sentía casi incapaz de subir los
escalones. De alguna manera, a base de dejarme
llevar, de perder el control, yo había dejado de ser
dueño de mi propia vida, y su mensaje  anunciando el
final me pareció ineludible como una sentencia.
Como para confirmar esta impresión, ella no estaba en
el dormitorio. Pero el cajón lleno de huesos seguía allí,
un hallazgo realmente equívoco, cuando hay un
policía de por medio.
-¿Qué significa esto? -preguntó inmediatamente el
inspector, señalando al cajón.
Me estremecí al pensar lo que podría creer. Él estaba
buscando a la asistenta muerta y yo, después de
decirle que estaba en el dormitorio, le conducía a
aquellos restos humanos. La conclusión caía por su
propio peso.
-Lo acabo de encontrar en un doble fondo...  Ahí, en el
armario -comenté.
Me miró con expresión de incredulidad.
-¿Es la persona que estamos buscando?
-No... No es Ángela. Ella estaba aquí, conmigo, hace
un momento. Me pidió que...
-¿Qué...?
Podía captar su suspicacia de sabueso. Creo que no
estaba dispuesto a creer nada de lo que le dijera. Y
ahora, en contacto con el áspero mundo real,  tampoco
a mí me parecía muy creíble.
-Que rezara una oración.
Me miró como se mira a un perturbado. Yo ya conocía
aquel modo  clínico de mirar, cuando no te consideran
una persona, sino poco más que un objeto de
experimentación.
-Ya... una oración... ¿Y quién es Ángela?
-La asistenta.  
Esteve consultó  unas notas.
-La asistenta se llama Elena. Elena Torregrosa.
Esta vez fui yo el que lo miró con incredulidad, como
si el loco fuera él. Allí debía haber un gigantesco
equívoco, y más valía que se aclarase cuanto antes si
quería seguir con mi novela y con mi vida. Pero algo
me decía que ya no sería posible, que el río que me
llevaba había dejado la dulce región de los meandros y
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!
se acercaba al mar, donde mi destino sería ser
zarandeado por las olas.
-Está equivocado -contesté al policía.
-No hay equivocación posible, créame.
De pronto, en el momento de mi máximo triunfo, de
mi mayor inspiración, todo parecía desvanecerse a mi
alrededor. Acababa de descubrir el cuerpo de la
institutriz asesinada. El fantasma podía por fin, gracias
a mí, abandonar la casa y volar a su mundo de los
muertos.  Mi cerebro y mi corazón hervían de historias
para mi nueva novela. Había consumado mi incursión
en el lado oscuro, me había introducido en las entrañas
de la casa y la había liberado. Pero no podía paladear
el momento, porque un hombre vestido de gris me
hacía preguntas que no entendía, y me miraba como a
una presa sobre la que cernirse, a semejanza de un
cuervo muerto de hambre. Era la  terrible fuerza de la
realidad, que había roto los muros que me protegían e
inundaba mi mundo como agua pestilente.
-La asistenta... la asistenta es Ángela, créame. Lo sé
muy bien -insistí, pero mi voz temblaba.
El policía, indiferente a mis lamentos, se inclinó para
examinar  los huesos ennegrecidos.
-Ángela, claro... Y diga ¿Sabe o no sabe a   quién
pertenecen estos restos?
Miré el fondo del cajón... ¿cómo explicar mi aventura
a aquel embajador del mundo de hierro y  cemento?
¿Cómo hacerle entender que la casa estaba encantada,
que el fantasma de una niña asesinada estaba pidiendo
ayuda y que aquél era su cuerpo?
-Llevan ahí por lo menos setenta años... -empecé,
armándome de paciencia- Pertenecen a...
-Ni dos días. -me interrumpió, mientras se ponía en
pie
-¿Cómo dice?
-No hace ni dos días que murió... El cadáver ha sido
quemado.
Me quedé embobado ¿Cómo es posible que el destino
se burlara de mí de aquella manera? No había
investigado y buscado tanto, no había recibido un
aviso en sueños, sólo para  aceptar que todo había sido
un error.
Miré alrededor, por si un milagro me hubiera devuelto
a Ángela y pudiera descubrirla agazapada en la
penumbra de algún rincón. Entonces vi que el anillo

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!
de plata había desaparecido de la bandeja. El gesto no
pasó desapercibido al policía.
-¿Qué mira ahora? -preguntó.
-El anillo...
-¿Qué anillo?
-Ella se lo ha llevado. Entonces... Entonces...
-¿Entonces qué?
La idea que acababa de concebir me causó un
estremecimiento. De pronto todo encajaba. Había
pasado de no entender nada a entenderlo todo. Pero
era demasiado dramático, demasiado increíble. Como
en un relámpago, recordé el modo en que Ángela se
había presentado ante mí por primera vez. Sin un sólo
sonido, de pronto estaba plantada como un junco en el
cuarto de baño. Yo no sabía de dónde había aparecido
ni cómo había entrado. El mismo misterio con el que
acababa de desaparecer. Y ahora veía más claro su
interés por ayudar al fantasma, por encontrar y liberar
su cuerpo muerto. Pero apenas me atrevía a aceptar la
conclusión a la que me llevaban todas esas pistas.
El inspector me estaba mirando fijamente. Su
paciencia estaba agotada.
-¿Puede usted aclarar lo que ha pasado aquí, sí o no?
Me fijé en su figura, en sus modales, en su forma de
vestir. Él no entendía nada, ni podría entenderlo
nunca. Pertenecía a ese mundo mecánico y material,
incapaz de concebir sueños y leer el lenguaje del
espíritu. Tenía una nómina fija y seguramente una
esposa y dos hijos. Quizá también una casa en la playa
y un perro.  Se debía a su familia y a su profesión y
seguramente consideraba peligrosos sociales a las
personas capaces de creer en cosas invisibles.
-Es una larga historia... -declaré.
-¿Ah, sí? -repuso, con cierto sarcasmo- ¿Cómo de
larga?

La sala era fría y lóbrega, y estaba mal iluminada. Las


paredes mugrientas tenían la apariencia de haber sido
salpicadas de sangre en tiempo inmemorial, sin que
nunca hubieran sido completamente lavadas, tal como
si la sangre sólo hubiera sido extendida y cambiada de
sitio. El pavimento oscurecido parecía ocultar
manchas inmemoriales de moho y humedad. El
mobiliario estaba reducido a una mesa grande y vieja
de madera maciza y dos sillas. Al fondo se veía una
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!
puerta. Tenía una ventana con barrotes de hierro, lo
mismo que la que yo acababa de traspasar, que
quedaba a mi espalda.
Estaba en una prisión. Rosa estaba sentada a la mesa,
delante de mí, mirándome venir con expresión de
congoja. Ella no encajaba con aquel cuarto desolado.
Era lo único digno que había al alcance de mi vista.
Avancé, abatido y confuso, aferrando aún mi libro de
Pedro Salinas, que era como el emblema de mi porfía
y mi obsesión. Esposado y humillado, había dicho un
forzoso adiós a aquellas jornadas de exaltación, en las
que por fin había llegado a superar mi renuncia a la
vida, y ahora sentía que me lo habían quitado todo,
incluso la libertad.
-Arturo... ¿Qué ha pasado? -preguntó Rosa,
impaciente, ansiosa, abriendo mucho los ojos.
Me senté y callé ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo conseguir
que entendiera? Todo era demasiado fantástico,
incluso para mí.
-Algo increíble... -murmuré, la mirada perdida, la
memoria aún esclava de aquellos momentos tan
dulces. Era como si mi mente se moviera con retraso y
se hubiera quedado aún   merodeando por las
habitaciones penumbrosas del viejo caserón, sutil pero
persistente, como un nuevo fantasma.
Ella extendió su mano hasta alcanzar suavemente la
mía. Me habló con tono cómplice.
-Cuéntamelo...
Noté cómo el contacto con su piel me daba confianza.
Ella siempre había sido mi norte y mi apoyo.  Cuando
todo fallaba, Rosa siempre estaba allí. Era como la
estrella polar, firme en el centro del universo.
-Conseguí... Conseguí olvidarme de ella -declaré, aún
titubeante.
-¿De Elena?
-Me enamoré.
-¿De quién?
-De Ángela.
-¿Y quién es Ángela?
Me hice a mí mismo aquella pregunta. Era la misma
que me había venido haciendo durante todo aquel
tiempo. Tenía una respuesta, pero era demasiado
penosa y triste.
-Ella leyó mi manuscrito. Lo corrigió, me aconsejó
cómo mejorarlo, trabajó conmigo codo con codo. Se
convirtió en una compañera... Es lo que yo necesitaba.
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!
-¿Y qué pasó?  ¿Dónde está ahora?
Miré su mano sobre la mía,  preguntándome si Rosa
llegaría a sospechar hasta qué punto dependía de ella,
si era consciente de que si ella no estuviera allí me
limitaría a echarme a llorar sin esperanza.
-Se ha ido -contesté.
-¿A dónde?
Me eché atrás en el asiento,  dándome por vencido, y
suspiré.
-Tan lejos que no puedo alcanzarla.
Ella insistió. Si tenía que consolarme, necesitaba
saber.
-¿A dónde, Arturo?
-Es mejor que no te lo cuente.
-Sí, cuéntamelo... Soy tu hermana.
Dudé si debía confiarle la historia de mi felicidad y mi
tragedia en aquellos días. Temía su reacción. Temía
que incluso ella no me creyera, que me mirase con
condescendencia y me diera la espalda, que me tratara
igual que los médicos.
-En la casa había un fantasma, ya lo sabes.
-Bueno, pero eso era una exageración... una broma.
-No me preguntes cómo es posible, pero... Pero... El
fantasma era la propia Ángela. Era como una persona
normal, podía tocarla... Oh, Dios...
Hundí el rostro entre las manos, sin saber qué pensar
ni qué decir.
-Arturo, eso no es posible -respondió Rosa, muy seria.
La miré repentinamente, con ojos duros como el
mármol.
-¿Vas a llamarme loco?
Noté cómo se envaraba y cómo a continuación trataba
de recomponerse, adoptando aquella expresión
maternal que ya conocía.
-No... No..., de ninguna manera ¿Y qué pasó?
-Ella fue quien mató a aquella muchacha...
-¿Y por qué iba a hacer una cosa así?
-Quería que la ayudara a escapar. Necesitaba que
alguien rescatara su cuerpo y pronunciara una
oración... Y quería su anillo. Entonces... Entonces ella
huyó. Y ya no volveré a verla nunca más.
Rosa suspiró.
-Es increíble, tenías razón.
Sentí que mi asidero se alejaba de mí, como un
náufrago al que la corriente aleja de la tierra firme.
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!
Sentí que me hundía, que me ahogaba, que las olas
corrían hacia mí, deseosas de transformarse en mi
tumba.
-Por favor, créeme... Necesito que me creas.
En ese momento comenzaron a oírse unos pasos tras la
puerta que había detrás de Rosa. Pasos que se
acercaban. Y una vez más el misterio, el secreto y la
incertidumbre ante lo que había al otro lado, tras la
puerta cerrada.
-¿Sabes quién ha venido a verte?

□□□□□
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!
VIII

-Ni Ángela ni Elena, supongo.


-El Doctor Piquer.
El nombre sonó en mis oídos como un pesado cerrojo
de hierro que se cierra con fuerza, resonando con un
eco sórdido.
El Doctor Piquer, quién si no -me lamenté, la mirada
fija en las grietas que surcaban la antigua mesa de
madera.
-¿Quieres verlo?
Me encogí de hombros sin levantar la vista. Ya todo
me daba igual. Un hombre sufre. Es un cautivo, o una
persona desgraciada, o un amante no correspondido,
no importa. Sufre y no ve el fin. Pero una noche sueña
que es libre, que es feliz, que la persona deseada
también lo ama. Se relame de placer en la dulzura de
su sueño, y cree que es para siempre, porque en los
sueños no hay tiempo. No sabe que en algún momento
tiene que acabar, que debe abrir los ojos y volver a ser
otro  cautivo, desafortunado o amante sin respuesta. Y
entonces el abatimiento es aún mayor, porque ahora
sabe que hay un mundo mejor y que la vigilia lo ha
expulsado de él. Así me sentía yo al volver a caer en
las garras de Piquer.
-Sé amable con él ¿de acuerdo? -me pidió Rosa.
Después se puso en pie y salió de la estancia al mismo
tiempo que entraba el psiquiatra. Observé que ni
siquiera la saludó cuando se cruzaron. Parecía tener
ojos sólo para mí, sus ojos carroñeros ávidos de
dominación. Se sentó a mi mesa mostrando su peor
cara de maestro severo, y se   fijó   en mi libro de
poemas como si fuera una publicación de pedofilia o
algo peor
-¿Cómo estás? -masculló.
Me costó volver a dirigirle la palabra. Habían
sucedido demasiadas cosas. Había navegado lejos, en
libertad, por mares soleados. Había conocido a
Ángela, había vuelto a creer en mí mismo como
escritor, en cierto modo había resucitado. Yo ya no era
el mismo.
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!
-No es mi mejor momento. Me acusan de asesinato -
respondí.
-Bueno, voy a tratar de ayudarte. Informaré que no
estabas en tus cabales.
No me sorprendió que me diera por culpable con aquel
apresuramiento. Por un instante lo miré a la cara y
entonces descubrí qué es lo que me desasosegaba.
Piquer me trataba, me aconsejaba y me recetaba, pero
 no me quería. Después de conocer a Ángela me había
dado cuenta de lo mucho que necesitaba que me
quisieran. Quizá el breve  paraíso que acababa de vivir
no fuera nada complicado. Quizá fuera sólo amor, eso
tan sencillo, que tenía todo el mundo menos yo. Quizá
yo era como un perro de la calle, solitario y sombrío,
acostumbrado a los golpes y capaz de entregar todo su
amor escondido a la primera mano que lo acaricia.
-Gracias pero no hace falta que me proteja,  porque
soy inocente -contesté.
Ni se le ocurrió polemizar. En vez de eso, abrió con
mucho método una carpeta con aspecto de expediente
y leyó para sí unas líneas de mi declaración ante la
policía.
-¿Crees que viste a un fantasma? -preguntó,
levantando la vista de los papeles.
-Hice algo más que verlo.
-¿Hablaste con él y todo eso?
-Y todo eso, sí. Pero no era "él"...Era una mujer.
-Una mujer..., ya -respondió, con tono de
condescendencia.
Su respuesta me irritó. Es duro soportar a alguien que
cree que eres culpable de un crimen y además un
enfermo. Alguien que piensa que no vales nada, que
eres como un apéndice tumefacto de la sociedad.
-Ya sé que no me cree -protesté-. Para usted nada de lo
que digo es verdad.
Se me quedó mirando como a un bicho de laboratorio.
Aguardó un momento, lo noté dudar.
-¿Estás seguro de que sabes lo que es la verdad? -dijo
al fin.
Me sentí humillado. Sabía muy bien qué era la verdad.
La había tocado, la había saboreado. La verdad era
Ángela. Era más verdad que aquella mesa y aquella
estancia lóbrega, más verdad que todas las teorías y
todos los libros de un médico sin corazón como
Piquer.
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!
-Lo que necesito es un abogado -respondí- y no la
única persona del mundo que está dispuesta a no creer
ni una palabra de lo que tengo que decir.
-Aún crees que pretendo robarte tu mundo interior
¿verdad?
Él sabía lo que tenía que decir en cada momento para
causarme daño y   hacerme vulnerable. Ahora había
elegido el papel de víctima. Pero yo no iba a callarme.
-Es lo que siempre ha querido -respondí- Que sea
como los demás, que actúe como todo el mundo. Pasó
años intentado que olvidara a Elena y ahora viene aquí
dispuesto a convencerme de que no he visto lo que sé
que he visto.
Él dejó pasar un momento durante el cual fingió
considerar lo que acababa de decirle. Después habló
con su habitual tono de diván, como si yo fuera un
niño o un perturbado.
-Bueno, tengo entendido que de todos modos has
conseguido por  fin olvidarla.
Sí, había olvidado a Elena, la había desalojado de
aquel profundo interior. Pero sólo Rosa y yo mismo lo
sabíamos. Eso significaba que...
-¿Estaba escuchando...?
Piquer no contestó.
-Era una conversación privada...
-Bueno -dijo con mucha sorna- , creo que he
aprendido de ti.
Tuve que tragarme su sarcasmo y enmudecer.
-¿Es verdad que te enamoraste de esa chica que
encontraste en la casa? -continuó él.
-Es cierto -musité en voz muy baja, como si fuera una
confidencia.
-¿Tienes idea de quién era?
-Creo que usted ya lo sabe. Era la asistenta.
Pude ver un momento su sonrisa burlesca. Parecía
satisfecho.
-Ella era todo lo que esperabas en una mujer ¿verdad?
Se ocupaba de ti, leía tu manuscrito, te ayudaba... Te
comprendía, te daba la razón, te elogiaba...
-Usted lo sabe todo ¿por qué está aquí,
preguntándome?
-¿Recuerdas su cara?
-Sí... Muy bien.
-Te voy a enseñar una foto.
Me mostró la fotografía de una muchacha muy
atractiva. Grandes ojos negros, cara ovalada, cabello
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!
oscuro, largo y liso. Tenía otra edad, otro color de pelo
y otro peinado, pero era Ángela.
-Sí, es ella -reconocí- ¿de dónde la ha sacado?
-Dale la vuelta.
Al hacerlo, un escalofrío me recorrió la espalda. Una
nota a mano ponía "Elena, 1987".
-No es posible... Me está engañando...
-Es tu letra -sentenció.
Sí, era mi letra. Lo recordé, yo mismo había escrito
aquella nota durante un verano. Le había hecho
aquella foto una tarde en la playa.
-Estabas viendo a Elena. Todo el tiempo -concluyó el
psiquiatra.
Dejé la fotografía sobre la mesa, totalmente confuso.
Aquello no tenía el menor sentido. Era imposible,
debía haber algún error.  
-Esa mujer, Ángela, nunca existió... Pero no porque
fuera un fantasma, sino porque la inventaste tú mismo.
Iba a protestar, pero él me lo impidió con un gesto
enérgico.
-Después de tantos años escuchando que tenías que
olvidar a Elena, tu inconsciente reaccionó, aunque de
forma peculiar. Realmente intentaste olvidarla y
realmente creíste olvidarla cuando te enamoraste, pero
lo único que hiciste fue describir un círculo que te
hizo volver a ella. Creaste a otra, pero era la misma.
-No puede ser... El cuerpo que encontré...
-Era el cuerpo de la asistenta -Piquer consultó unas
notas. Elena Torregrosa, soltera, 23 años... Iba a
casarse.
Todo se derrumbaba a mi alrededor. Lo que decía
Piquer era un completo absurdo, y sin embargo una
parte de mi mente se negaba a rechazarlo. Me
estremecí al darme cuenta de que esa parte de mí
estaba dispuesta a aceptar su versión.
-La asistenta... Entonces... ¿quién la mató?
-Me temo que tú...
Escruté su rostro suplicando que todo fuera una
broma, una equivocación. Quizá estaba soñando, quizá
todo era una pesadilla. Seguramente en ese momento
estaba durmiendo junto a Ángela. Pronto despertaría y
toda aquella angustia se desvanecería.
-¿Qué está diciendo?
-La policía tiene el cuchillo. Son tus huellas -
completó.
-Está loco... ¿Por qué iba a hacerlo?
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!
-Porque te descubrió de ocupa en una casa que no era
tuya. Porque se llamaba Elena, y profanaba tu
recuerdo... Y porque era gorda y poco agraciada, y no
como tú recordabas a tu novia. Para ti era intolerable.
Lo mismo que estas fotos.
Piquer me enseñó las fotos de chicas con el nombre de
Elena que había bajado de internet. Pude ver otra vez
la imagen de las tres niñas con sus instrumentos
musicales y recordé mi sueño de aquella misma
madrugada, en el que una de ellas era mi hija de doce
años y me hablaba. Era mi intimidad, mi secreto. Él no
tenía derecho. Era como si hubiera violado mi alma,
como si se hubiera introducido en su interior para leer
mis emociones.
-Basta...  
-La policía lo registró todo. Lo que descubrió no fue
nada tranquilizador. No sólo no te has curado, sino que
estás peor que nunca.
-Ya está bien... Váyase... No tengo por qué oír todo
esto.
Piquer se puso en pie, pero no se marchó. Comenzó a
dar paseitos por la estancia.
-Aquella noche te escapaste del sanatorio. Estabas
considerado un interno peligroso, así que tuve que
llamar a la policía. Fuiste listo... te metiste en los
pantanos para que los perros perdieran tu pista.
Estabas decidido a separarte de la realidad y entregarte
definitivamente a tu mundo interior. Tu rastro se
perdió... No volvimos a saber más hasta que la policía
te encontró por casualidad en la casa.
Se detuvo para observar mi reacción. Escrutó mi
rostro con la misma mirada aguda de un águila
vigilando los movimientos del ratón al que pronto se
va a comer.  Después continuó.
-Marcelo había visitado el sanatorio unas cuantas
veces para ver a su madre, y allí lo conociste y supiste
de su casa en ruinas. Consideraste que sería un buen
refugio para ti.
Fue como una visión, como si Piquer me estuviera
induciendo una hipnosis. Estaba en la casa, acababa de
llegar. Todo estaba ruinoso y abandonado. Había ratas
merodeando confiadas en el jardín inculto. Me
miraron como a un intruso y continuaron, indiferentes.
Entré en la casa, la estudié. No había luz eléctrica. En
lo que parecía el dormitorio de Marcelo descubrí su
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autorretrato estremecedor. Miré n su  guardarropa y
me apoderé de una camisa y unos pantalones que me
sentaban bien. Deambulé por la casa, estudiando cada
detalle, investigando con perezosa curiosidad el
contenido de los armarios. Así fue como di con el
doble fondo de un guardarropa, que ocultaba un fajo
de escrituras y   documentos antiguos, frágiles y
amarillentos. Los saqué de su escondite, los extendí
sobre la mesa, y, obedeciendo a una pulsión
desconocida, me puse a estudiarlos. Me fascinó
asomarme a otras vidas a través de todos aquellos
papeles. Así fue como llegó a mis manos la sentencia
sobre la joven institutriz asesinada.
En aquel momento, cuando más abstraído estaba,
escuché el giro de una llave en la cerradura. Me di
perfecta cuenta de cómo la puerta principal se abría y
cómo alguien subía la escalera. Pude oír moverse la
baldosa suelta y sentí un miedo repentino, casi animal.
Yo era un fugitivo. Me había escondido en aquel
caserón, me había puesto la ropa de su dueño y estaba
manoseando los documentos confidenciales de la
familia. Pero ahora alguien había entrado,
seguramente el propietario. O quizá algo peor. Puede
que la institutriz  muerta anduviera aún por la casa.
Fue pánico lo que sentí. Pánico de muchas cosas. De
ser descubierto, de ser devuelto al sanatorio, de ver
cara a cara un espíritu. Sin pensarlo, corrí a la cocina y
me hice con un cuchillo.   Armado con él salí al
encuentro del extraño y encontré en el salón a una
muchacha joven, obesa, de aspecto vulgar, que al
verme compuso una mueca de desagrado.
-¿Quién eres tú? -preguntó despreciativamente.
Pero yo era incapaz de hablar. Un miedo irracional me
traía continuamente la imagen del sanatorio.
-¡Contesta! ¿Qué haces aquí?
-¿Y tú...? -musité a duras penas.
-Soy Elena.
La respuesta me pareció un insulto. En aquel tiempo
yo vivía pendiente del recuerdo de Elena, del nombre
de Elena, de la sublime imagen de Elena. Aún
confiaba en encontrármela de pronto, en que un buen
día la vería por la calle y me diría: Hola, soy Elena.
Por eso me molestó tanto que aquella extraña la
suplantara.
-¿Elena?
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-Sí, claro. La asistenta.
-¿Tú...? ¿Elena...? Tú no puedes ser Elena -protesté.
-Claro que soy Elena ¿y tú quién coño eres y qué estás
haciendo en esta casa?
-Soy un escritor.
-¿Escritor? Eres un ocupa, y ahora mismo llamo a la
policía.
Sacó de su bolso el teléfono móvil, y me di cuenta de
que con una sola llamada ella podía arruinar mi vida.
Me devolvería al sanatorio y me obligaría a vivir
aquella no vida vacía y horrible. De repente el pánico
pudo conmigo.
-No, no... No vas a llamar a nadie, gorda de mierda -
chillé.
Me abalancé sobre la muchacha indefensa y le clavé el
cuchillo con un golpe seco y ciego. Ríos de sangre
manaron a borbotones.   El teléfono móvil cayó al
suelo y a continuación ella se desplomó, con los ojos
en blanco, estupefactos. Acababa de matarla. Me lavé
las manos manchadas de sangre y después corrí al
salón, encendí el ordenador y me puse a escribir, como
en estado febril
Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, miró en
su interior y reconoció a una persona distinta...
Leí el texto. Por fin estaba inspirado. La ferocidad de
mi asesinato había abierto los pozos de la imaginación
y de pronto me creía capaz de escribir toda la noche.
Me preparé mentalmente para una larga sesión de
trabajo y mandé imprimir la página, pero entonces me
quedé helado al ver que una gota de sangre había
caído sobre la cuartilla. Miré al techo. La sangre lo
empapaba en una mancha intensamente púrpura.
Después de matar a la chica me había desentendido de
ella, como una alimaña que mata sólo por matar. Lo
único que quería era escribir. Un vampiro bebe la
sangre de su víctima. Lo que yo saqué de ella no fue
sangre, sino una inspiración apremiante, que tenía que
pasar cuanto antes al papel.
Sin duda el cadáver se estaba desangrando. Subí al
piso de arriba, donde lo había abandonado. Yacía,
curvado sobre sí mismo, en medio de un gran charco
de sangre. Lo arrastré al jardín y allí lo quemé.
Aguardé con paciencia a que la carne desapareciera, y
después recogí los huesos renegridos y los escondí en
el mismo doble fondo que había encontrado en el
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armario.   Tuve que dedicar toda la noche a esos
horribles trabajos. Por razones obvias, ya había estado
antes en contacto con la muerte, pero no con aquellos
aspectos sórdidos y repulsivos. Nunca me había
abrazado a un cadáver para moverlo, empapándome
de su sangre de forma tan obscena. Nunca había
permanecido, como aquella noche, largas horas ante
una pira funeraria que sin embargo no pertenecía a
ningún culto, embriagándome con el olor nauseabundo
de la carne y las vísceras quemadas. Ni había
recogido, uno por uno, los huesos chamuscados, para
esconderlos en el último confín inimaginable.   Era
como si aquella noche me hubiera ido de jarana con la
muerte misma y hubiera forjado con ella una
intimidad siniestra.
Después de ocultar los restos aún tuve que dedicarle
un tiempo a limpiar el suelo, donde el cuerpo había
ido dejando un rastro de sangre a su paso.    Cuando
concluí estaba amaneciendo. Los pájaros comenzaron
a gorjear en el jardín y su indiferencia me pareció
monstruosa. Se había cometido un asesinato cruel,
pero ellos seguían saludando al día como si todo
continuara siendo maravilloso.
Fue de esta manera como me di   cuenta de lo que
acababa de hacer,   un crimen inaceptable e
imperdonable incluso para alguien como yo, que creía
tener una disculpa suficiente. Entonces busqué
frenético mi medicamento. Había decidido no volver a
tomarlo, pero ahora lo necesitaba. Tenía que recuperar
el sentido de la realidad y ser capaz de pensar.
  Después de tomar el comprimido crucé los brazos
sobre la mesa del salón y reposé sobre ellos. Al
instante me quedé dormido. Cuando desperté miré la
caja de pastillas, y después a mi alrededor, como si
todo fuera nuevo. Los  comprimidos me obligaban a
percibir la realidad de otra forma, una forma mucho
más clara y fiel. Fue así como recordé lo que acababa
de hacer y me pareció espantoso. Había matado a una
persona y ante esa evidencia sólo podía hacer una
cosa. Corrí al teléfono y llamé a la policía.
-Oiga... ¿policía? Se ha cometido un asesinato.
Pero en ese momento me miré al  espejo. Mi camisa
blanca estaba salpicada de sangre, tenía el pelo
alborotado, los ojos enrojecidos y rodeados de
profundas ojeras. No era la imagen de alguien que
puede dar cuenta objetiva y desapasionada de un
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crimen, sino la de un fanático en quien nadie confiaría.
Me detendrían, me ficharían, me harían fotos de
aquella guisa, y quién sabe qué me podría aguardar en
el sórdido calabozo.
Colgué el auricular, desoyendo las preguntas del
policía de guardia y  sin saber qué podía hacer. Miré
ansiosamente el reloj. La eficacia del medicamento
empezaría pronto a disiparse y cuando eso sucediera
ya sabía lo que iba a pasar. La muerte de la chica
volvería a parecerme indiferente y no le volvería a
otorgar ni un minuto de atención, en especial porque
me distraía del fin principal de mi vida, que en ese
momento no era otra cosa más que mi manuscrito.
De hecho, ya estaba comenzando a sentirlo. Los
llamados a la responsabilidad perdían el perfil, se
hacían menos sólidos y contundentes, se volvían
borrosos. Lentamente estaba volviendo a entrar dentro
de mí mismo.
 Renuncié a pensar y a hacerme preguntas. Me deshice
de la camisa y del resto de la ropa y me preparé un
baño para celebrar la toma de posesión de mi nueva
casa. Encendí unas velas y me rodeé de libros
escogidos. El baño parecía un altar donde las
luminarias resplandecían en honor de las ideas y de los
hombres esforzados que las habían concebido.
Entonces me metí en la bañera como en un rito capaz
de hacerme partícipe del genio de todos aquellos
escritores. Sentí la tibieza del agua, y me quedé unos
minutos contemplando la luz reflejarse en la
superficie. Después releí mis notas.

Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, miró


dentro de sí mismo y se reconoció por primera vez.

De forma inopinada, desvié mi mirada del papel y


miré al pavimento, donde distinguí unas gotas de
sangre. Dejé a un lado las notas y permanecí un rato
estudiándolas. Era como si el rastro del crimen fuera
constantemente tras de mí, como si estuviera
contaminado para siempre, como si la muerte pegajosa
y sanguinolienta ya no fuera a soltarme nunca más de
su abrazo.
Salí penosamente de la bañera y limpié las manchas
mientras me preguntaba qué otras pistas inadvertidas
había ido dejando por toda la casa. Cuando volví a

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entrar al agua, ya no era igual. Había perdido el
sosiego.

Piquer sacó unas pastillas de un tubo y me las ofreció.
Ya las conocía. Era el medicamento. De nuevo el
medicamento. Quería que lo tomara y que con él
volviera a su mundo, que hablara su idioma.
-Ten, toma esto...
Se las tiré de un manotazo.
-Déjeme en paz... Quiero ver a Rosa.
Él contuvo su irritación. Volvió a cerrar el tubo y
después lo dejó a un lado y me miró francamente, con
una mirada que escondía otras cosas.
-¿Estás seguro?
No contesté. Era evidente que estaba seguro.
-Te llevaste la carpeta con tu expediente -añadió- . Ya
lo sabes todo. O casi todo.
-No llegué a abrirla.
-Sí, ... -insistió él- Haz memoria, recuerda.

Fue en la cocina del caserón ruinoso, en una mañana


de sol. Allí estaba la carpeta, desafiante y misteriosa,
encerrando algo desconocido, pero que era la llave  a
las torturas de mi alma. La abrí   solemnemente y
estudié su contenido. Era mi  expediente clínico.  
"Para aliviar su frustración y su rechazo del mundo, el
paciente ha inventado un personaje inexistente, al que
ha llamado Rosa  y considera su hermana. Se procede
a grabar los monólogos del paciente, que él cree
conversaciones con su hermana, y a partir de su
análisis se llega a la conclusión de que Rosa, que
cuida al paciente  y lo comprende, es un sustitutivo de
la madre. Desde luego, se diagnostica una
esquizofrenia".
"Cuando el paciente toma su medicación, remiten los
síntomas y deja de ver a su hermana imaginaria. Pero
se da cuenta y procura engañar a los enfermeros,
simulando que toma las pastillas, y evita hacerlo para
poder volver a ver a su hermana. La reacción se
vuelve contra los médicos, a quienes acusa de querer
romper sus vínculos familiares. Se produce así un
rechazo a la medicación, porque el paciente considera
que le separa de un mundo que le resulta agradable,
que poco a poco se ha convertido para él en el mundo
real".
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Cerré la carpeta, consternado y angustiado. Me sentía
como alguien que acaba de salir del quirófano después
de un accidente, y se da cuenta de que le falta un
brazo. De pronto no tenía hermana. Lo habían
decidido los científicos y yo me había quedado solo.
La vida es áspera como el cemento, dura e inflexible
como el hierro. Cada uno de nosotros tiene la potestad
de dulcificarla, de hacerla humana, en cierto sentido
de domesticarla, pero sólo en nuestra imaginación,
amasando sueños y dándoles forma como si fueran de
arcilla. Podemos pensar que la vida es esponjosa y
cálida, como sábanas recién lavadas, o dulce como la
miel. Podemos pensar que está enamorada de
nosotros, y nos acaricia como una amante. Pensar,
pensar y pensar. Sólo pensar. Esa cosa que no sucede
de verdad en ningún lugar, porque no puede traspasar
las fronteras de la mente.
A veces el pensamiento va demasiado lejos, y pierde
pie. La vida no es suave, ni dulce, ni amante. Es sólo
un monte informe de hierro y cemento, con muchas
aristas hirientes, un monte al que hay que subir con
esfuerzo sólo para descubrir que en la cima, en lugar
de un vellón de oro, sólo hay más hierro y más
cemento. Cuando la vida decide que tiene que poner
fin a toda ilusión, a todo sueño,  a toda esperanza, lo
hace con eficacia estremecedora. Es inapelable como
el estruendo de un cañón, como el corte seco de un
cuchillo de carnicero. La vida se obstina en burlarse
de los ilusos mostrándose a sí misma tal como es: gris
y vacía.
Mi estruendo de cañón, mi golpe de cuchillo de
carnicero, había sido el contenido de la carpeta ¿Era
posible que Rosa no existiera, que no hubiera existido
nunca? ¿Debía acostumbrarme a la idea de que estaba
solo en aquel mundo ceniciento?
Como para responder a aquella pregunta, acudí al
salón, encendí el ordenador e intenté una sesión de
videoconferencia con mi hermana. Pero no lo
conseguí. Ella no contestaba. La pantalla permanecía
inmóvil, ausente y tozuda. Vi allí letras y dibujos de
colores, un entorno  amigable capaz de  transportarme
de idea en idea y de belleza en belleza, algo tan
parecido al mundo interior de los sueños. Pero aquel
cuadro de colores, con sus posibilidades y promesas,
estaba enmarcado por otro cuadro gris que recordaba
cómo todo era ilusorio y fútil. La única realidad
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verdadera era aquel marco de plástico gris.   Los
sueños e ilusiones de la pantalla podían cambiar,
acabarse o simplemente no existir. Lo único que
existiría para siempre era el marco, gris como la vida
que cerca y ahoga los sueños.

-¡Quiero ver a Rosa! -chillé- . ¡Quiero ver a mi


hermana...!
-Tú no tienes ninguna hermana...  Y lo sabes -contestó
Piquer, con el convencimiento del que dice la verdad.
No le llevé la contraria. Yo sabía que Rosa existía ¿por
qué me habría de esforzar en discutir algo tan
evidente? Ella no era hermana de Piquer, sino mía, y
por tanto yo tenía más  autoridad que él para decidir si
existía o no. Para él Rosa no era más que una ficha en
un expediente. Para mí era la familia, el apoyo, el
aliento. Todo el mundo tiene derecho a gozar de esas
certezas, y él no era nadie para quitármelas.
El psiquiatra recogió sus documentos, se levantó y se
dispuso a salir de la estancia. Al parecer había dado la
reunión por concluida. Pero aún había algo pendiente.
-Oiga... Mi manuscrito ¿Podrá recuperarlo?
Se detuvo y buscó entre sus papeles.
-Ah... Sí. ¿Es éste?
Sacó de su maletín un paquete de folios y los dejó con
cuidado, casi amablemente, sobre la mesa.
-Sí, gracias.
En la primera página podía leerse El último sueño de
la mariposa. Cuando todo parecía hundirse en mi
interior, cuando Piquer acababa de desintegrar mi
pilares más sólidos negando a Rosa y disipando a
Ángela, aquellas cuartillas eran  lo único cierto que
me quedaba de mis días en la casa. No era más que un
conjunto de ideas, pero ya fijadas por escrito y por
tanto transformadas en algo visible. Por fin algo
material que podía retener junto a mí.
Extrañamente, Piquer no se movió. Parecía estar
esperando a que examinara el manuscrito. Lo hice así,
pasando algunas hojas, sólo para ver que estaban en
blanco. Lo examiné con más cuidado: nada. Allí no
había nada escrito, ni una sola frase.
-¿Qué es esto? -murmuré, asustado.
-Tu manuscrito -contestó Piquer, lacónicamente y con
algo de desprecio.

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Sí, aquello era un proceso, una progresión. Él ya me
había quitado todos mis afectos humanos y ahora
estaba dispuesto a destruir mi autoestima quitándome
también aquello que me daba vida y me hacía
levantarme cada mañana. Las personas seríamos
muñecos inanimados sin ese conjunto de deseos y
proyectos al que podríamos llamar alma. Mi alma era
mi texto.
-He escrito una novela ¿Qué quiere, volverme loco? -
protesté.
Como si hubiera leído mi discurso mental, contestó:
-Yo nunca quise quitarte el alma. Intentaba evitar que
pasara esto. Vi crecer tu obsesión día a día, como un
cáncer. Vi como te dominaba. Tu única ayuda era el
medicamento, pero cuando viste que desdibujaba tu
recuerdo de Elena comenzaste a engañarme y a dejar
de tomarlo. Querías seguir soñando. El medicamento
es lo único, casi lo único, que puede devolverte a la
realidad, pero eres tú quien tiene que decidir volver.
Has matado a una persona y ahora ya no depende sólo
de mí. Está la policía. Mira, creo que entiendes bien lo
que estoy diciendo. Decide tú.
Séneca insistió en el pensamiento típicamente estoico
de que el hombre debe mantener un núcleo interior
intocable, indiferente al halago o a la lisonja. Quienes
lo consiguen gozan de un humor inmutable y no se
dejan zarandear por el infortunio. Yo no tenía nada
parecido. Mi corazón estaba troceado y repartido,
como si se lo hubiera dado de comer a las palomas.
Rosa, Elena, Ángela, habían recibido su parte, pero
otra, una última,  se alojaba en mi novela. Si me lo
quitaban todo, me transformaría en un muñeco sin
alma.
Piquer dejó unas pastillas sobre la mesa, junto al vaso
de agua. Fue como un desafío. Quería que las tomara
y así reintegrarme a su mundo. Pero su mundo no era
real, sino una pesadilla nocturna, uno de esos sueños
ansiosos y obsesivos.
-Un hombre despierta y recuerda que ha soñado que
era una   mariposa... -dije, recordando el antiguo
pensamiento oriental- Pero ¿es el hombre el que sueña
que es una mariposa o la mariposa la que está soñando
 que es un hombre? ¿Dónde está la realidad y dónde
está el sueño, doctor? ¿Quién me asegura que el
mundo imaginario no es usted y todo lo que intenta
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venderme? ¿Quién dice que no me da esas pastillas
para que siga soñando?
Él no contestó. O bien yo tenía razón o bien era
demasiado orgulloso para discutir conmigo. Se puso
en pie y se retiró hacia la salida. Miró atrás una sola
vez y después salió.  Primero fue el  ruido de la puerta
de hierro al cerrarse ruidosamente, después   sus
pisadas alejándose. Unas y otras resonaron en la sala
acentuando la soledad. Pero yo no estaba solo. De
pronto vi, con alivio indecible, que Rosa estaba
sentada junto a mí. Era la prueba de que Piquer
mentía.
-¿Vas a tomarlas? -preguntó, mirando las pastillas
como si fueran veneno.   
Por toda respuesta, cogí la foto de Ana y la estreché
contra mi pecho. Me  levanté, cabizbajo y derrotado,
con las piernas temblando y la cabeza hundida entre
los hombros, como un viejo. Ayudado por mi
hermana, caminé despacio hacia la misma puerta de la
que había salido,   dejando las pastillas sin tocar.
 Entramos en un pasillo velado por la penumbra, y tan
monótono que se diría infinito, y caminamos hacia un
destino apenas perceptible en la tenue luz, como los
murciélagos que no pueden ver, aunque conocen el
camino.
-Recítala otra vez -me pidió Rosa.
Era la vieja complicidad. Mi poema, en aquella
circunstancia, era como la canción de marcha de los
exploradores, monte arriba.   De hecho en aquel
momento necesitaba recordar y repetir aquellos versos
para convencerme de que el pasillo era como la senda
que me conducía no a una celda guardada por
barrotes, sino a la ciudad del alma, el paraíso interior
donde yo siempre sería libre.

Como uno más, habito el mundo de los hombres.


Como uno más la lluvia empapa mis vestidos,
Como uno más el sueño vence mis ojos.
Pero esta no es mi ciudad, mi comarca, ni mi hogar.
Mi corazón y mi alma peregrinan por una urbe
invisible,
la ciudad dormida hecha de pensamientos,
en cuya penumbra habitas sólo tú.
La ciudad del alma, donde...

De pronto algo, un fuerte impulso, me hizo detenerme.


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□□□□□
IX

Acababa de escuchar un acorde de violín. Entrecerré


los ojos, agucé el oído y permanecí inmóvil para
escuchar mejor el sonido casi imperceptible. El violín
sonaba muy lejos, como en otro mundo, o en otro
sueño. Era como si sus frágiles notas pudieran
traspasar y unir todos los mundos en los que yo había
vivido, como si fueran capaces de convocarme al reino
de los adultos y tirar de mí de forma irresistible,
incluso a través de los espesos muros de mi ciudad
interior, donde me creía aislado y a salvo. Más sutil y
más indirecta, pero mucho más eficaz que el
medicamento, supe que aquella música me llamaba de
vuelta al mundo que hacía muchos años había
decidido abandonar.
-Olvídate de Piquer -me recomendó Rosa, viéndome
dudar-. Ahora puedes dedicarte por fin a escribir sin
preocupaciones. He vuelto para protegerte. No tengas
miedo, ya no me separaré más de ti.

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Pero no la escuché. Por primera vez en mi vida no le
hice el menor caso. Sentía que debía atender a aquella
llamada. Me di la vuelta y volví a la sala.   Al
plantarme de nuevo allí, percibí la tristeza que
desprendían sus cuatro paredes desnudas, la soledad
que insinuaban la vieja mesa y las sillas vacías. Pero
quizá era una proyección de mi estado de ánimo.
-¡Piquer! -grité, en la esperanza de que no fuera
demasiado tarde.
Durante un momento no sucedió nada, excepto que el
violín enmudeció súbitamente y que temí que su
llamada hubiera sido una nueva ilusión, una más,
como si la realidad estuviera oculta en una habitación
de espejos sin que pudiera decirse cuál entre todas las
imágenes era la verdadera.  
Pero entonces escuché pasos que se acercaban y el
psiquiatra volvió a entrar.  Permaneció bajo el vano de
la puerta, corpulento y sólido, y guardó un silencio
intencionado.  De pronto no sabía qué decirle. O quizá
sí. En el fondo todo era sencillo. Se limitaba a aceptar
humildemente la derrota, a reconocer que tenía un
problema y a abandonarme en sus manos. Se trataba
de dejarme ir, dejarme llevar, permitir que la corriente
me arrastrara, algo a lo que ya estaba acostumbrado.
No importa que esta corriente discurriera ahora en
dirección contraria. La consigna era el abandono.
-Ayúdeme -supliqué, con una humildad que nunca
había empleado en nuestras sesiones.
Mi nueva actitud no hizo mella en él.
-Ayúdate tú mismo. -respondió con dureza, señalando
el medicamento.
-No quiero tomar eso.
-¿Tienes miedo?
Él creía que me asustaba la perspectiva de que los
comprimidos alejaran a Rosa y borraran mi mundo
interior. Pero no se trataba de eso.  Yo sabía que el
medicamento no era el único camino. Sospechaba que
había otra vía, aunque fuera incierta.
-La persona a la que llamó por teléfono...
-Sí...
-Le dijo usted que era la única que me podía ayudar.
Él no hizo el menor gesto de confirmación. Su rostro
permaneció sellado a las emociones, y me pareció que
fingía, que con su inexpresividad estaba jugando
conmigo una partida de estrategia.
-Conteste ¿es cierto?
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-Es cierto -admitió con franqueza.
-Entonces ¿por qué no me ayuda?
Él pareció pensarlo un instante. Por fin tenía que
improvisar. Por fin algo que no estaba en su guión.
-No me atrevo -dijo al fin-. Temo que sea demasiado
duro para ti.   
Sentí a mi espalda el aliento de Rosa. Aspiré su olor,
sentí su calidez, todo eso que tan bien conocía y que
de ordinario me reportaba tanto reposo.
-Tengo una idea para tu novela... -susurró, con voz
seductora, pero sus palabras ya no me decían nada. De
pronto me parecieron como el engañoso canto de las
sirenas que sedujeron a Ulises. Mujeres espíritu
aladas, en cuya existencia sólo creen quienes son
capaces de soñar.
-¿Qué hay detrás de la puerta? -pregunté a Piquer,
ignorando deliberadamente a mi hermana.
De nuevo el misterio de la puerta cerrada, tan
inquietante como el de la carpeta cerrada. A menudo
es mejor no saber. El mucho saber aflige al hombre,
había escrito el mismo Salomón. Si no hubiera visto la
sangre filtrarse en el techo, si no hubiera insistido en
saber lo que había tras la puerta cerrada del baño, si
hubiera renunciado a abrir la carpeta... quizás
conservaría el tosco bienestar de los ignorantes. Pero
mi curiosidad no lo toleraba y ahora, una vez más,
necesitaba saber qué había tras la puerta.
-La vida real... -contestó Piquer- Sin sueños, donde la
gente sufre y envejece ¿quieres saber como es?
Acababa de describirme su mundo, la colina gris, el
lugar de donde yo había huido poco después de mi
tragedia jurando no volver nunca. Pero yo sospechaba
que al otro lado había algo más que el mundo que
tanto despreciaba. Sospechaba que aquel más allá
ocultaba el violín y al músico capaz de tocarlo. Y
temía encontrar allí algo terrible, mucho más que un
cadáver sangrante o un expediente clínico. Algo que
me rompería el alma.
-¿Me escuchas? -decía Rosa-, no entres ahí, no podrás
soportarlo...
La voz confortable de la mujer espíritu me invitaba a
seguir soñando, la áspera voz de aquel portero del
mundo cuadriculado, matemático y hostil me sugería
capitular y me invitaba a cruzar el umbral.
Lo que tenía ante mí era una decisión, la más
importante de mi vida. Una decisión como la que tuvo
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que afrontar el príncipe danés (¿Qué es más
beneficioso para el alma...?), entre la pasividad y la
iniciativa, entre la blandura y el coraje. Reparé en los
últimos años de mi vida y me di cuenta de que toda
ella había sido un dejarse ir que en realidad ocultaba
una renuncia a decidir. Sartre había escrito sobre lo
que llamó la cárcel de la libertad. Estamos
perpetuamente condenados a elegir. En cada
momento, en cada minuto. Y sabemos que si elegimos
lo uno es seguro que perderemos lo otro. De ahí que
siempre perdemos. Y de ahí la angustia. Yo, que me
había liberado de aquella cárcel, también debía ahora
elegir.
¿Por qué escuché la voz de mi enemigo, de mi
torturador, y no hice caso a la de mi hermana? Quizá
porque permanecer siempre a la contra, cada minuto
de cada hora, causa una fatiga insoportable. Y yo
estaba cansado de mi guerra permanente con el
mundo.
Me adelanté hacia la puerta como un soldado asustado
que sale de la trinchera, rumbo a la gloria o a la
muerte.
-La verdad te hace daño -proclamó Rosa, en forma de
dramática sentencia que se clavó en mi corazón.
Como el soldado desesperado, como el aventurero
ebrio de riesgo, como el poeta seducido por la cierva
blanca del misterio, crucé por fin el umbral. Sabía que
al abrir aquella puerta iba a encontrar la curación o el
desespero, y sabía que era mi última y definitiva
prueba. Me vi ante otro pasillo. En el fondo, en un
lateral, había un banco corrido donde se sentaban una
mujer y una niña, como si esperaran algo.  Como si
me esperaran a mí. Me acerqué despacio hasta poder
estudiarlas mejor, y con un sobresalto, comprobé que
la niña era la misma que había visto por la calle, la que
había encontrado en la  red, la misma de mi sueño.
Estaba devolviendo un violín a su funda, con la
naturalidad que da la costumbre.
La mujer, en cambio, me era completamente
desconocida. Sujetaba unas bolsas de la compra y
parecía cansada. Cuando me acerqué, soltó las bolsas,
se puso en pie, diría que nerviosamente, y me dirigió
una mirada cargada de emoción. Tenía sombras
oscuras alrededor de los ojos y arrugas prematuras en

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el rostro. En el pelo, fino y escaso, habían aparecido
las primeras canas.
-¿Cómo estás? -me dijo, con tono inseguro.
No contesté. Me sentía confuso. No la conocía y no
sabía por qué me trataba con familiaridad, ni por qué
parecía tan tensa.
-He venido a decirte algo -añadió-. Quiero pedirte
perdón.
Esto me dejó aún más desconcertado. Miré atrás, a
Piquer, formulando una pregunta muda.
-Es Elena -me dijo.
¡Elena...! Maldije a aquel hombre que desmontaba y
volvía a montar mi vida a su solo antojo. Aquella
mujer, superada por el cansancio, vencida por la
vulgaridad, no podía ser mi viejo amor. No sólo
porque yo mismo la había visto muerta, sino porque
simplemente no era ella. Elena era todo esperanza, y
aquella mujer tenía las ilusiones rotas y parecía ya
decepcionada de la vida.
-Elena está muerta -protesté.
-¿No me reconoces? -respondió ella, como para
contradecirme, y en el fondo de sus palabras creí
percibir cierta dulzura, incluso cierta familiaridad.
Hice el esfuerzo que me pedía para reconocerla, pero
no lo conseguí. Y sin embargo, mi mente volvió a
viajar al pasado, al inicio de mi juventud, cuando ella
dio sentido a todo. Yo estaba en la calle, mirando, más
bien admirando, a Elena, que iba con un grupo de
amigos, todos músicos llevando sus instrumentos.
Parecían felices y compenetrados, y yo sentí tanto
amor y al mismo tiempo tanta envidia...
-Te enamoraste de mí -dijo la mujer-, y yo... yo no
podía corresponderte. Yo tenía mi vida, mis amigos...
No me interesabas nada.
Su tono era de disculpa, como si tuviera que sentirse
culpable de todas mis desgracias personales. Recordé
mi momento de amor, cuando entré en su cuerpo
tierno, cuando pronunció mi nombre,  cuando creí por
un momento que las estrellas no giraban  alrededor  de
la polar, sino en torno a nosotros dos.
-Pero aquella noche... -protesté, y me sorprendí a mí
mismo hablándole a aquella desconocida como si
realmente fuera Elena. Me disponía a reprocharle su
entrega, su amor, su emoción, pero ella no me dejó
terminar.

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-Aquella noche no significó nada -contestó- . Fue sólo
una noche, y tú creíste que iba a ser para siempre.
Fue como si me hubieran sacado toda la sangre del
cuerpo con una jeringuilla. Me sentí débil, tan débil
que creía que no iba a ser capaz de sostenerme, ni de
articular palabra, ni de aspirar aire una sola vez más.
Fuera quien fuera aquella mujer, me traía un mensaje
muy simple, un mensaje que ya conocía y que mi
memoria había tratado de borrar, pero que se mantenía
aún, difuminado, desdibujado, como esas manchas de
sangre de la habitación de al lado que ni el agua ni el
jabón habían conseguido eliminar completamente.
Aquel mensaje era el rechazo.
Nunca había creído posible que Elena se fijara en mí,
ni me atreví a concebir una vida junto a ella. Pero
cuando en aquella noche negra me sintió dentro,
cuando susurró mi nombre blandamente, yo pensé que
mi sino había cambiado y que iba a ser para siempre.
Creí que había llegado para mí el sublime momento de
la consumación y que aquel amor inesperado iba a
hacerme feliz para toda la vida. Para mí había sido una
experiencia en cierto sentido sagrada. Para ella, un
episodio vulgar.
-He vivido mi vida, y no tenía ni idea de que estabas
así... no creía que te había hecho tanto daño -continuó,
con un tono quejumbroso que denotaba, o aparentaba,
verdadera culpa.
Yo simplemente no podía soportar sus palabras.
  Aquella mujer estaba allí, hurgando en la herida
abierta, haciendo que doliera como nunca, arrojando a
la basura en un momento  toda mi fe, lo más noble e
importante que tenía.  No, no lo podía soportar. Me
estaba doliendo.
Llamé a Rosa, pero no acudió. Miré atrás: no estaba
allí. Me sorprendió, pero no a Piquer. Al ver su rostro
de satisfacción comprendí lo que estaba pensando: Si
Rosa no acudía a mi llamada, esto significaba que
estaba empezando a aceptar la realidad y a desechar
mi imaginario, que me estaba curando.
-Mira, quería que supieras... -dijo la mujer.  
Al mismo tiempo, me mostró el anillo de plata en su
dedo. Lo reconocí al instante. Era el mismo que había
regalado a Elena.
-Lo he llevado todo el tiempo... Es un recuerdo bonito
-añadió.

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Pero si aquel era el mismo anillo, eso tenía unas
consecuencias dramáticas. Significaba que aquella
mujer agotada y avejentada era efectivamente Elena,
la misma a la que yo había amado en su dulce
juventud, la que había muerto en plena calle bajo las
ruedas de una furgoneta de reparto, o eso creía yo.
Una lágrima resbaló por mi mejilla.
Sentí una pena desconsolada por mí mismo, por mi
juventud malgastada, por el mundo ficticio que había
construido, por toda la vida que había renunciado a
vivir.  Pero al mismo tiempo sucedió algo maravilloso:
Me curé. Sé que me curé. Entendí con total claridad
qué es lo que me había pasado. Recordé que era un
muchacho tímido, iluso y virgen, que la noche con
Elena me había transportado a otro mundo y que,
mientras para mí aquel encuentro había sido el
principio de un amor sin fin, para ella había sido una
noche más, algo carente de importancia, que pasa y se
olvida. Recordé que su rechazo me causó tal
sufrimiento que dejé completamente de comer y caí
enfermo, y durante mi enfermedad y mi delirio
concebí una mentira piadosa dirigida a mí mismo:
Elena no me había rechazado, sino que había muerto.
Sólo creyendo firmemente en esta mentira conseguí
sobrevivir. Pero me hice esclavo de ella, dependía de
ella si no quería regresar a aquella pena desconsolada.
Y la mentira se fue afianzando hasta convertirse en
verdad.
Sí, de pronto estaba curado y lo entendía todo. Por fin
estaba preparado para aceptar aquella realidad que
había negado durante doce años. Piquer había tenido
razón. Yo había intentado seguir sus consejos, olvidar
a Elena, caminar sin la ayuda de Rosa, enamorarme de
nuevo. Por eso mi mente había enviado lejos a mi
hermana, me había obligado a valerme por mí mismo
encontrando una casa donde vivir, y había inventado a
Ángela. Eran pasos en la buena dirección, pero yo aún
no estaba preparado para desasirme realmente del
recuerdo de Elena. Por eso Ángela tenía el mismo
rostro que ella. Ángela era Elena y yo había descrito
un círculo, me había liberado sólo para volver al
principio. Había olvidado a Elena, pero había vuelto a
enamorarme de ella a través de Ángela.
Estaba curado, y tenía un buen motivo para no recaer:
Elena no había muerto, pero en realidad sí. Mi
demencia se había transformado en una especie de
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paradójico viaje de ida y vuelta, porque toda aquella
revelación me había servido para darme cuenta de que
la única Elena que me importaba, la que conocí y amé,
ya no existía. Aquella mujer ajada que tenía delante
sólo compartía con ella el nombre. Ella también tuvo
sueños, pero algo debía haber funcionado mal en su
vida y los sueños estaban ya sepultados bajo la
montaña de cemento y hierro. La rutina y el fracaso se
la habían tragado, la habían superado hasta el extremo
de hacerla entregar su propia identidad porque, carente
ya de ideales, era igual a cualquier otra persona, un
ladrillo en el muro, un tornillo en la maquinaria, un
estornino más en la bandada que vuela son   descanso,
como alma atormentada que buscara el reposo. Me
estremecí al pensar que podía haberme cruzado con
ella mil veces en la ciudad y haberla ignorado,
abstraído como estaba en el recuerdo de la otra Elena.
Así pues, su rechazo ya no podía causarme más dolor.
Estaba liberado, el experimento de Piquer, que había
movido los hilos para aquel encuentro, había tenido
éxito. Y, junto a la pena por los años perdidos bajo la
sombra de mi propia mentira, sentí un gran alivio,
como si me hubieran quitado de los hombros un fardo
muy pesado, y una gran alegría al haber podido
reconciliarme con el mundo. Por primera vez en
muchos años me sentía en paz. No me importó por qué
ella había llevado una vida   desgraciada, ni quise
saberlo. Al contrario, casi me alegré de que ya no
fuera la diosa inaccesible, la belleza sin igual, aquella
muchacha que al tocar el violín desafiaba a la muerte.
El violín. Entonces me fijé en la niña.
-Se llama María -comentó Elena.
-María... -repetí- ¿Es...?
-Es mi hija -completó ella, y me pareció que con
demasiada rapidez, como si le urgiera dejarlo claro.
Entonces una especie de estrella fugaz cruzó mi mente
y una idea audaz se abrió paso con tal ímpetu que en
seguida se asomó a mis labios.
-¿Es nuestra? -pregunté.
Ella bajó la cabeza con un gesto de desaliento.
-Tengo que irme ya... Lo siento -declaró, con
expresión huidiza.
La niña aparentaba doce años. Yo no sabía qué había
hecho Elena en todo aquel tiempo, ni con quién había
vivido, pero no era insensato pensar que aquella
noche, en el puerto, hubiera concebido. Nunca había
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pensado en una cosa así, pero nunca antes había tenido
un sueño en el que ella misma me presentaba como
hija mía a una niña que era la misma que la que ahora
tenía delante.
Miré el estuche de violín.
-Es mío. Estoy en tercero -dijo orgullosamente la
muchacha.
-¿Es mi hija? -insistí, mirando a su madre.
Ella pareció ansiosa. Escondió la mirada y evitó
contestarme.
-No puedo seguir aquí... Vamos María.
Tomó la mano de la niña y se dirigió al banco para
recoger sus cosas.
-¿Es mi hija? -repetí.
María volvió la cabeza para mirarme, y era la misma
mirada, la misma expresión, que en mi sueño, cuando
Elena le había dicho saluda a tu padre.
"Es cierto, es mi hija", me dije, y me lo repetí cien,
mil veces, mientras una sombra negra y ardiente caía
sobre mí. Yo siempre había tenido la mente frágil. No
soportaba los contratiempos y las decepciones. Me
causaban tal sufrimiento que fingía ignorarlos, o
directamente los negaba. Es una técnica que me había
enseñado el psicólogo infantil, pero con la que yo
había llegado demasiado lejos. Poco a poco la
negación me había obligado a inventar una verdad
paralela, una verdad falsa, pero vivida como
verdadera.
Acababa de vivir el contratiempo más serio de mi
vida, tener una hija y haberlo ignorado durante doce
años. No haber podido tenerla en mis brazos, acunarla,
bañarla, escuchar sus primeras palabras, enseñarla a
caminar. Tener una hija y no poder verla nunca más.
Tener una hija que dentro de poco sería la viva imagen
de lo que fue su madre, con su larga cabellera negra y
su violín a cuestas, y no poder verla transformarse.
¡Cómo afrontar esa frustración! ¡Cómo aceptar que mi
niña se marchara y yo no pudiera verla nunca más!
¡Cómo describir el dolor que sentí, cual si rompieran
mi alma en mil pedazos!   
Un sentimiento desplaza a otro. El miedo intenso
expulsa a la tristeza. El dolor prevalece sobre la paz.
Mi paz recién obtenida se había marchado. Mi dolor,
negro y rabioso, mi angustia recién llegada, mi furia
apenas contenida, acababan de pisotearla apenas

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nacida. El dolor amenazaba con matarme.
Simplemente no era capaz de soportarlo.
Elena ya se disponía a marcharse con mi hija, y mi
angustia se hizo tan aguda que hice lo único que
estaba en mi mano, lo mismo que había hecho en los
últimos tiempos cuando necesitaba serenarme. Volví a
llamar a mi hermana, y esta vez apareció por el fondo
del pasillo, llegó junto a mí y me apretó el brazo en
señal de apoyo. Me sentí como anestesiado.
Entonces miré a la madre y su hija, y de pronto vi a
dos extrañas. Como para afirmar esa sensación,
estudié la foto de Elena joven y la comparé con la
mujer envejecida que tenía delante.
-Lo siento, estoy confuso. Elena murió... Pero el
amor... Sigue -murmuré.
-¿Por qué...? -contestó aquella mujer- Ha pasado toda
una vida.  
¿Por qué? Yo no podía improvisar una explicación.
Era demasiado complicada y sobre todo demasiado
intensa. Entonces tomé una decisión inesperada.
Entregué a la extraña mi viejo libro de poemas de
Pedro Salinas. Con ello quizá sólo quería contestar a
su pregunta, o quizá una parte remota de mí aún la
creía la única, auténtica y amada Elena, y aspiraba a
que conservara algo mío.
-Página 128... Está subrayado.
Me di la vuelta y regresé junto a Rosa. Ella me sujetó
para ayudarme a caminar, porque las piernas me
temblaban, y juntos avanzamos pasillo atrás, hacia la
lóbrega estancia de interrogatorios, y más allá, al
pasillo penumbroso donde me esperaba mi celda y una
reclusión de por vida. Era mi último viaje hacia  mí
mismo, muy dentro de mi propia alma, hacia el rincón
oscuro donde debía permanecer agazapado, como  el
animal asustado y atrapado que era, sin permitir que ni
la luz, ni los hombres, ni el dolor me descubrieran
nunca.
Pero antes de cruzar de nuevo la puerta, miré atrás. La
mujer había abierto el libro.
-¿Qué pone, mamá? -preguntó la niña.
Ella leyó en voz alta.

No quiero que te vayas, dolor,


última forma de amar.
Me estoy sintiendo vivir cuando me dueles.

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La niña miró a su madre.
-¿Qué quiere decir?
No me quedé a escuchar la respuesta. El diálogo entre
dos extrañas no tenía por qué importarme. Yo me
debía sólo a Elena, mi amor perdido, y a mi hijo que
nunca llegó a nacer, y caminé despacio hacia la
tiniebla, donde me aguardaba su resplandeciente
recuerdo.
Fue entonces cuando escuché aquella palabra. Resonó
a mi espalda y pareció llenar todo el  pasillo de luz.
Me pareció  la palabra más dulce del mundo y sentí
cómo aquella simple palabra me empujaba fuera de mí
mismo, más allá de mis propios muros, muy  lejos de
mi  ciudad del alma, atrayéndome hacia aquel mundo
de los hombres.
Me  giré y vi cómo la niña se acercaba hacia mí a lo
largo del pasillo. Miré de soslayo a Rosa, pero no
estaba.
-Papá...
Mi hija repitió la palabra y sentí que me sumergía
gozosamente en la vida.

FIN
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