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A Sus Plantas Rendido Un León
A Sus Plantas Rendido Un León
A sus plantas
rendido un león
NARRATIVAS ARGENTINAS
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Osvaldo Soriano A sus plantas rendido un león
OSVALDO SORIANO
A sus plantas
rendido un león
EDITORIAL SUDAMERICANA
BUENOS AIRES
IMPRESO EN LA ARGENTINA
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723. © 1986, Editorial Sudamericana, S.A., Humberto I 531, Buenos Aires, Argentina.
ISBN 950—07—0389—0
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sueldo y se preparó los tallarines con tomate y una gota de aceite mientras la radio
transmitía el oficio religioso del mediodía.
Almorzó desnudo, hojeando el diario sin poder concentrarse. ¿No sería que los
servicios de inteligencia británicos habían descubierto su relación con Daisy?, pensó. Tal
vez había caído en sus manos alguna de las cartas que le escribía por las noches, a la luz de
una vela, esperando el encuentro de los viernes en el cementerio. Pero ¿qué importancia
tenía ahora saber de qué manera se había enterado Mister Burnett? Lo cierto era que Daisy
estaba bajo custodia y no podría volver a verla sin afrontar el despecho y los celos del
marido.
Cuando terminó de comer lavó el plato y la cacerola, encendió un cigarrillo y fue a
la oficina a buscar un pasaporte en blanco. En el armario, bajo una montaña de papeles,
encontró una almohadilla reseca y un bloc de formularios. Los llevó al escritorio, apartó el
calentador para el mate, y se secó el sudor del cuello con una toalla. Iba a extender la
primera renovación de pasaporte desde su llegada a Bongwutsi. Escribió cuidadosamente
sus datos, puso los sellos, e imitó la enrevesada firma de Santiago Acosta. Después frotó el
pulgar en la almohadilla y lo apoyó en el lugar indicado en el documento. Cuando
terminó se dio cuenta de que le hacían falta cuatro fotos tres cuartos perfil, fondo blanco.
Se dijo que al caer la tarde iría al centro a retratarse y de vuelta pasaría otra vez por la
embajada italiana.
Apagó la radio y se tendió en el sofá. Sobre la pared, encima del armario, vio al
grillo que lo despertaba por las noches. En un ángulo del techo había una telaraña
ennegrecida por el polvo y el humo del tabaco. Bertoldi sabía que, tarde o temprano, el
grillo caería en la trampa.
Estaba empezando a dormirse cuando sonó el timbre. Se levantó, extrañado, y fue a
buscar la salida de baño. En la puerta, tieso como un espárrago, encontró a un oficial
inglés flanqueado por dos reclutas. Bertoldi siempre se preguntaba cómo hacían para no
transpirar los uniformes.
—Parte para el señor embajador de la República Argentina —dijo el militar—. Era
un pelirrojo petiso, de lentes cuadrados.
—No hay embajador. Salga del sol, hombre.
El oficial le extendió un sobre cuadrado, igual a los que le traían los ordenanzas con
las invitaciones a los cócteles y a los agasajos. Sin esperar respuesta, los ingleses saludaron
y se fueron caminando por el medio de la calle. El cónsul los siguió con la mirada y tuvo la
sensación de que esta vez no se trataba de una invitación. Volvió a la oficina, buscó un
cortaplumas y abrió el sobre.
Ante la salvaje agresión sufrida por la Corona británica, Mister Alfred Burnett hace saber al señor
representante de la República Argentina en Bongwutsi que el Reino Unido se dispone a defender por todos
los medios lo que por legítimo derecho le pertenece. El honor y la virtud de la Corona serán preservados. El
señor Cónsul de la República Argentina deberá abstenerse en el futuro de todo acto que pudiera ser
considerado sospechoso, pérfido o agresivo. Mr. Burnett ha ordenado a las tropas de Su Majestad que
establezcan una zona de exclusión de 200 metros en torno de la embajada de Gran Bretaña. Dentro de ese
perímetro, todo súbdito argentino será declarado persona no grata y tratado en consecuencia.
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El cónsul se quedó un rato inmóvil, con la mirada fija en el papel. El era el único
argentino conocido en cinco mil kilómetros a la redonda. Bruscamente se dio cuenta de
que Mister Burnett no volvería a llamar al Chase Manhattan Bank para autorizar el pago
de su sueldo que llegaba todavía a nombre de Santiago Acosta.
Fue hasta el sofá y se dejó caer, abatido, entre los almohadones deshechos. Mientras
Estela estaba a su lado, aún tenía esperanza de escapar vivo de allí, pero cuando ella cayó
enferma y la cancillería no respondió al telegrama que imploraba la repatriación se dio
cuenta de que no podría salir de ese lugar porque ni siquiera tenía un amigo y su
existencia no contaba para nadie. Las veces que intentó llamar por teléfono en cobro
revertido el operador le respondió que ese número ya no correspondía al Ministerio de
Relaciones Exteriores.
Desde que empezó a encontrarse con Daisy en la caballeriza, pensó que al menos
alguien contaba los días esperándolo, que era algo más que un funcionario improvisado e
inútil de un país que nadie conocía. Pero ahora los servicios de inteligencia lo habían
arruinado todo y Mister Burnett parecía decidido a convertir su desengaño matrimonial en
una cuestión de Estado. Bertoldi se dijo que nunca terminaría de entender la mentalidad
británica.
Fue al baño, dejó la carta sobre el lavatorio, y abrió la ducha. Las hormigas habían
hecho un agujero en la pared, junto a la bañadera, y formaban una larga fila que bordeaba
los zócalos hasta el aparador de la cocina. Había probado todos los insecticidas, incluso
uno inglés que Daisy le había llevado una noche a la caballeriza, pero no lograba
detenerlas. Iba a meterse bajo el agua cuando oyó que golpeaban de nuevo a la puerta. Por
un momento creyó que sería Mister Burnett en persona, pero por la ventana vio a tres
negros con el uniforme de la guardia del Emperador y se tranquilizó.
—El embajador de la República Argentina—. El que hablaba leía de reojo un apunte
escrito en la palma de la mano.
—Cónsul. A sus órdenes.
—Mister Bertoldi, Fa—us—tino —le costaba pronunciarlo.
—Servidor, oficial.
—Su Majestad está esperándolo.
El cónsul sintió que se le aceleraba el ritmo del corazón y se quedó como petrificado
con una mano en el picaporte. Luego fue al dormitorio, a vestirse y advirtió que temblaba.
Se preguntó hasta dónde llegaría Mister Burnett y por qué había decidido llevar el asunto
ante el gobierno. Mientras se ponía el traje miró a los hombres a través de la puerta
entreabierta. El que había hablado estaba parado frente al mapa de la República. Otro
observaba de cerca el retrato de Gardel y el tercero montaba guardia en la puerta. Bertoldi
limpió los zapatos con una punta de la colcha y volvió a su despacho.
—Su presidente se metió en un lío —dijo el oficial señalando a Gardel.
El cónsul asintió con una sonrisa mientras se colocaba una escarapela en la solapa.
—A su disposición —dijo, y salió sin echar llave.
Viajaron en silencio. El Buick con la bandera de Bongwutsi trepaba por las colinas
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mientras el chofer discutía con alguien por un walkie—takie. El cónsul, apretado entre dos
soldados, buscó comprender la situación, imaginar qué podía haber llevado a Mister
Burnett a recurrir al propio Emperador. Trató de ponerse en su lugar, pero enseguida se
dijo que Estela nunca se habría entregado a otro hombre y desistió de la comparación. Tal
vez, pensó, el inglés sólo buscaba un buen motivo para obtener el divorcio, o para que la
prensa de Londres hablara de él. Se dió cuenta de que el aire acondicionado le permitía
razonar con más claridad y atribuyó su dificultad para ordenar las ideas a que el aparato
del consulado estuviera descompuesto desde hacía más de un año.
El auto se detuvo frente a una gigantesca escalinata. Un soldado de pantalón sobre
la rodilla saludó a desgano y abrió la puerta de un tirón.
El Primer Ministro esperaba en la galería, sobre la alfombra verde y amarilla.
Mientras le estrechaba la laño, Bertoldi creyó verle un reproche en la mirada. —Supongo
que conoce las reglas, embajador. —No estoy seguro. Es la primera vez que... —Su
Majestad quiere expresarle personalmente el disgusto del gobierno. Cuando estemos
frente al trono salude inclinando el cuerpo y quédese con la cabeza baja. Solo hablará si el
Emperador se lo ordena. De todos molos yo tengo que hacer lo mismo, así que no tiene
más que imitarme. Cuidado al retirarse: no vaya a dar la espalda al trono ni a levantar la
cabeza. Retroceda siguiendo la larca de la alfombra para no chocar con la planta que nos
regaló Monsieur Giscard d'Estaing. Ahora sáquese eso e lleva ahí.
—Son los colores de la Argentina, excelencia.
—Con más razón.
El Primer Ministro le arrancó la escarapela y la arrojó canasto de los papeles.
—Protesto, señor.
—A la salida la recoge, hombre. Vamos.
Atravesaron un corredor y luego dos salones infinitos y desiertos. Todas las
ventanas estaban protegidas por barrotes. Se detuvieron ante una puerta custodiada por
dos hombres de túnicas verdes y bonetes que terminaban en cabeza de serpiente. El
Primer Ministro habló con un secretario y señaló a Bertoldi. El cónsul se dijo que sería,
mejor negarlo todo. La puerta empezó a abrirse pesadamente y el Primer Ministro lo tiró
de un brazo. Bertoldi bajó la cabeza y se vio la punta de los zapatos gastados. La
habitación estaba en semipenumbra. Una luz difusa insinuaba las columnas del trono
talladas en oro. De reojo, vio al Primer Ministro doblado en dos y más allá un bulldog con
un collar de diamantes. Sintió el silencio y la frescura del templo hasta que desde lo alto le
llegó una voz ronca y vieja.
—Explíquese, embajador. Yo creía conocer todas las formas de la estupidez
humana, pero ésta me deja perplejo.
El cónsul permaneció callado hasta que el Primer Ministro lo sacudió de un codazo.
—Mister Burnett exagera, Majestad.
—Reuter y Associated Press dicen lo mismo que él —un largo rollo de télex cayó
como una serpentina y se enredó a los pies del cónsul—. Son hijos de ingleses, hablan
como ingleses, viven como ingleses, ¿qué demonios busca un argentino ahí?
Bertoldi mantenía la cabeza gacha pero levantaba los ojos hasta hacerse daño.
Alcanzó a ver unos pies desnudos y viejos apoyados en un pedestal de marfiles. Sintió
otro codazo.
—Alivio, señor. Un poco de paz.
—¡Ah, es una guerra santa, entonces! Sin embargo Mister Burnett pide soldados, no
filósofos. Voy a decirle una cosa, embajador: no me disgusta que los ingleses reciban una
lección de tanto en tanto, pero al final siempre somos nosotros los que pagamos los platos
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rotos. Si ustedes siguen en esa condenada isla voy a tener que mandar un batallón y bien
sabe Dios que mi gente no ha visto nunca el mar...
—Usted insinúa que...
El Primer Ministro le hundió el codo en las costillas.
—¿Qué tiempo hace allí ahora?
—¿Dónde...? —el cónsul sintió una oleada de calor que le subía por la espalda.
—En las Falkland.
—¡No me diga que...! —el cónsul hablaba en español.
—Hielo, nieve, siempre nos tócalo peor...
—¡... recuperamos las Malvinas!
—¿Qué dice?
—¡Viva la patria, carajo!
El Primer Ministro estrelló el zapato contra una pantorrilla del cónsul que gritaba
como un desaforado.
—Sí, parecen inmensamente imbéciles —dijo el Emperador con voz cansada—.
Sáquenlo de aquí. ¡Fuera! ¡Que vengan los otros!
Dos hombres lo arrastraron hasta la puerta. El cónsul alcanzó a dar otros tres vivas
a la patria y antes de que lo sacaran escaleras abajo pudo oír que el Emperador se sonaba
ruidosamente la nariz.
Calles prolijas, canales mansos, un lago cristalino. La primavera que asoma en las
macetas que adornan los balcones. ¿Qué podía importarle a Lauri esa ciudad si era un
azar, un cruce de caminos, un punto de fuga?
Mientras pasaba por una callejuela solitaria, de puertas cerradas, jugó a imaginar
que Zurich no había cambiado desde los tiempos en que Lenin tomó el tren para atravesar
Alemania y sublevar Petrogrado. Cuando llegó a la estación algo apareció en su memoria:
"Sí... pero Lenin sabía adonde iba".
Fue hasta la plaza del ajedrez, se detuvo un par dé veces a observar las caras de los
que' meditaban una jugada y continuó por un sendero de baldosas desierto e impecable.
Atravesó el puente y se agachó en la otra orilla a mirar los cisnes que se le acercaban
deslizándose sobre el agua. De cuclillas al borde del lago, pensó que tal vez Lenin salía de
su casa por las mañanas con un pedazo de pan para ellos y un libro (¿cuál?) para leer en el
silencio de la plaza.
Pero Vladimir Ilich estaba terriblemente muerto y Lauri se había dejado ganar por
la melancolía. Parado al borde de la vereda, miró a la mujer que dirigía el tránsito. Cuando
vio el gesto invitándolo a cruzar, sintió una vez más el peso de ese mundo aséptico y
calibrado, tan lejano al suyo. Tomó un tranvía y se quedó parado para observar las caras
de los viejos que mostraban la indiferencia cordial de los gerentes de banco. En un cruce
de avenidas advirtió que se había pasado de parada y tuvo que rehacer a pie el camino
hasta el hotel. Caía la tarde y quería evitar el gentío que abandonaba las oficinas y los
negocios. Preguntó al conserje si había correspondencia para él, y subió los cuatro pisos
hasta su habitación. Junto a la pared había varios pares de zapatos para lustrar y un
canasto con sábanas sucias. Lauri fue hasta el baño que quedaba al fondo del corredor y
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trepar por la baranda. En la caja iban cuatro peones mugrientos, cubiertos con sombreros
de paja. Uno, al que le faltaba una oreja, lo ayudó a subir tomándolo de un brazo. El
cónsul fue a apoyarse sobre una pila de caños de cemento y se limpió la cara. Los negros lo
observaban en silencio; el más joven le alcanzó una botella de agua y le indicó un cajón
donde sentarse.
—Coche roto —dijo el que tenía una sola oreja.
—No —Bertoldi movió la cabeza—. Guerra.
—¿Guerra? ¿Otra vez?—. Los peones se miraron entre ellos, inquietos.
—No, no aquí. Guerra mía —se tocó la escarapela y sonrió al escucharse hablar—.
Argentina invadió Malvinas.
Los negros volvieron a mirarse sin entender. El cónsul tomó un trago y dejó que el
agua le mojara la cara.
—Yo, argentino. Sudamérica. Británicos rendirse. Islas ahora nuestras.
—¿Sudamérica invadir islas británicas? —los ojos del que tenía una sola oreja
parecían a punto de reventar.
—Ingleses huir —asintió Bertoldi.
El peón que hablaba inglés vaciló un momento mientras sus compañeros seguían
expectantes cada uno de sus gestos. Al cabo de un momento se dio vuelta y empezó a
traducir atropelladamente. Los otros lo interrumpieron, varias veces, pero él siguió su
relato acompañándolo con ademanes, ruidos e imprecaciones al cielo. Uno de los que
escuchaban levantó la pala y la descargó varias veces sobre el techo de la cabina. El camión
frenó, sacó dos ruedas del camino y se detuvo en medio de una polvareda. El conductor
saltó al asfalto poniéndose el sombrero. El de una sola oreja le habló en su lengua mientras
señalaba al cónsul, que se había puesto de pie.
—¿Inglaterra rendirse?
Bertoldi asintió con un gesto solemne.
Los que estaban en la caja empezaron a discutir entre ellos. El que tenía una oreja de
menos se acercó al cónsul y le puso una mano sobre el hombro.
— ¡Festejar! —dijo, e hizo el gesto de empinar el codo. El chofer, cada vez más
excitado, fue hasta la cabina y volvió con la manija del arranque, Bertoldi creyó oportuno
señalar que estaba sin un centavo.
—No plata —dijo y tiró hacia afuera los bolsillos del pantalón. Los nativos
interrumpieron la charla y lo miraron con desconfianza. Abajo, el chofer daba golpes de
manija sin obtener más que un breve carraspeo del motor.
—¿No festejar? —se indignó el más joven.
El cónsul se dio cuenta de que le sería difícil explicar su situación. Levantó la vista y
encontró las miradas atónitas de los peones.
—No plata —repitió y volvió a sentarse— ingleses robar todo. Hubo un instante de
silencio hasta que el de la oreja se puso de cuclillas frente al cónsul.
—Firma —dijo, comprensivo—. Paga mañana.
Bertoldi lo miró a los ojos y vio el destello de una sonrisa. Asintió sin pensarlo,
como para sacarse el problema de encima. Los negros se pusieron contentos de golpe y
empezaron a dar burras a la Argentina, y el cónsul tuvo que levantarse a estrecharles la
mano por segunda vez.
El chofer dejó la manija en la cabina y les hizo señal para que bajaran a empujar.
Bertoldi se incorporó a desgano, pasó una pierna sobre la baranda y echó una mirada al
paisaje de un verde intenso, enceguecedor. El chofer dio la orden desde la cabina y todos
empujaron al mismo tiempo. El Chevrolet se movió y tomó la bajada. Cuando por fin
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arrancó con una humareda, el cónsul vio aparecer en la ruta, silencioso como una gacela,
el Rolls Royce Silver Shadow de la embajada británica. Desde la banquina notó que Mister
Burnett se volvía para mirarlo mientras encendía la pipa. "Ojalá no se lo cuente a Daisy"
pensó, y subió al camión.
Poco antes del mediodía, cuando bajó a desayunar, Lauri encontró el telegrama que
esperaba desde hacía una semana. Tomó un café de pie y cruzó la plaza del ajedrez en
dirección a la prefectura. Espero en un largo banco de madera entre árabes, africanos y
vietnamitas, hasta que oyó su nombre por el parlante. En un mostrador de informaciones
le indicaron que el comisario estaba esperándolo.
El comisario era una mujer de unos cuarenta años, pálida, carnosa, con el pelo
suelto. A su espalda había una reproducción del Guernica iluminada por un pequeño spot.
El argentino le dio la mano y se sentó al otro lado del escritorio.
—Las noticias no son buenas, señor Lauri. El resultado del interrogatorio fue
considerado negativo.
Abrió la carpeta y recorrió algunas páginas.
—A la pregunta de si militaba en un partido político usted contesta que no. En el
renglón siguiente dice haber participado en huelgas y manifestaciones, pero niega haber
llevado armas o asaltado cuarteles. Se le pregunta si ha incendiado automóviles y dice que
no, aunque reconoce haber arrojado piedras contra la policía. Eso es lo que dice usted a la
comisión.
—Sí, señora.
Pues bien, el gobierno concluye que si en su país hay huelgas y manifestaciones en
las que usted participó sin necesidad de ir armado, eso prueba que la persecución política
es inexistente o casi. Por otra parte en la Argentina hay demostraciones a favor del
gobierno.
—Eso es por la guerra.
—Señor Lauri, si tanta gente desaparece o es asesinada, ¿por que todo lo que usted
hizo fue tirar piedras a la policía?
— Era lo único que tenía a mano.
—La comisión habría valorado algún acto de resistencia. ¿No es usted comunista?
—No exactamente, señora.
—Comprenderá entonces que reservemos el derecho de asilo a quien realmente lo
necesita. Hoy dimos refugio al hombre que le disparó, tres balazos a Pinochet.
—No sabía que hubieran herido a Pinochet.
—Está escrito aquí —señaló otra carpeta.
Tenía unos bucles rubios que le caían sobre los hombros y un escote lleno de pecas.
Lauri pensó que en otro lugar y en otra circunstancia podía ser una mujer atractiva.
—Lo lamento. Pruebe en otro país —dijo poniéndose de pie—. Puede quedarse
cuarenta y ocho horas más en Zurich.
Lauri le estrechó la mano y tuvo la impresión de que la mujer estaba sinceramente
apenada por el dictamen de la comisión. Al salir se cruzó con un negro bien trajeado que
lo interrogó con una seña, como si fuera a dar examen. Lauri le deseó suerte y volvió a la
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calle.
Tenía hambre y caminó hacia el Mac Donald de la esquina. En la entrada había un
grupo de africanos que protestaba alrededor de alguien que Lauri supuso sería un
vendedor ambulante. Se detuvo, atraído por la gritería y vio a una mujer enorme, vestida
con una túnica violeta, que golpeaba con una cartera a un hombre acurrucado contra la
vidriera. Una mesa plegable se había volcado sobre la vereda y montones de papeles
estaban desparramados en el suelo. Lauri era el único blanco que se había detenido a
mirar el incidente. Cuando el negro logró escapar de su encierro, la mujer lo empujó hasta
un banco y le cantó cuatro frescas mientras lo sacudía del saco. Entonces Lauri reconoció
al hombre que la noche anterior había entrado en su habitación.
Cuando la mujer se fue, se acercó a saludarlo. Tenía tantas marcas en la cara que era
imposible saber cuáles eran del día.
—Usted lleva una vida difícil —dijo Lauri, y se sentó al lado. El negro lo miró,
desconcertado, hasta que pareció recordarlo de golpe.
— ¡Ah, usted! ¿Le cobraron la cerradura?
—Veinte francos. ¿Qué hace aquí?
—Ayudo a mi gente a encontrar un refugio en este país. No es fácil.
—¿Refugio político? —Lauri señaló el edificio de la prefectura.
—Están cada vez más exigentes. Y peor con los africanos, imagínese.
—Me imagino. Acaban de rechazarme.
—¿En serio? —el hombre pareció recobrar un poco de aplomo—. Seguro que no
tenía una buena historia... Me hubiera dicho anoche y le preparaba una. Claro, después
todo depende de que usted sepa contarla. Esa mujer no supo y vino a quejarse. No es
justo, pero suele suceder.
—¿Cómo es eso?
El negro se paró y fue a recoger las hojas desparramadas por el suelo.
—Déme una mano. Levante la mesa.
Lauri la apoyó contra la pared y se quedó mirando al otro, que iba de un lugar a
otro de la vereda juntando papeles escritos a máquina.
—¿Adonde piensa ir? —preguntó el negro.
—No sé. ¿Qué me aconseja?
—Vaya a donde vaya, necesita una historia convincente. ¿Me invita a tomar una
cerveza?
—Bueno, pero vamos a un lugar donde nadie lo golpee. El negro movió la cabeza y
sonrió. Había juntado una pila de volantes que apretaba bajo un brazo.
—¿Mi nombre no le dice nada?
—Sinceramente, no.
—Comandante Michel Quomo, fundador del primer estado marxista-leninista de
África.
Lauri se echó a reír, pero advirtió que el negro lo miraba con sorpresa.
—Está bien —dijo—. Se ganó la cerveza.
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las embajadas. Cuando Bertoldi llegó al lugar, al atardecer, estaba borracho y no recordaba
cuántas facturas había tenido que firmar antes de salir del bar con los obreros de la
municipalidad. Lo que sí tenía presente era que todos habían coreado con él los compases
del Himno Nacional Argentino.
En la esquina el cónsul encontró una barrera y el cartel que anunciaba Argentines are
not admitted. Los guardias británicos salieron de la garita y le hicieron señas para que no se
acercara. Indignado, emprendió un largo rodeo para volver al consulado. Mientras
caminaba apoyándose en la pared o en los coches estacionados trató de definir una
estrategia para responder a la agresión de Mister Burnett. Tenía la mente demasiado
nebulosa para evaluar todos los sucesos del día, y las imágenes de Daisy y Estela distraían
su atención mientras trataba de esquivar los baches de las veredas.
Ni bien entró en su despacho buscó la carta del embajador inglés, pero desistió de
releerla porque las líneas se le confundían y deformaban. Tenía conciencia de que había
tomado demasiado y se reprochó su debilidad en un momento tan trascendental para la
historia de la patria. Encendió la radio, que todavía estaba pagando a crédito, y sintonizó
el informativo de la BBC. Luego se quitó el traje mugriento, y como apenas podía
mantenerse de pie, tomó una ducha sin jabón, sentado en la bañadera. Se quedó dormido
un par de veces, pero entre sueños alcanzó a escuchar que el gobernador británico había
sido expulsado de Puerto Stanley y que en todo el país la gente salía a las calles a festejar
la reconquista de las islas. Lo tranquilizó pensar que muchos de sus compatriotas estarían
emborrachándose por la misma razón que él, y se preguntó si durante esos años los
diarios no habían estado exagerando en lo que decían sobre los militares argentinos.
Desde el día en que llegó a Bongwutsi para hacerse cargo de la oficina de turismo,
Bertoldi no tuvo otras noticias de lo que ocurría en su país que las publicadas por el Herald
Tribune. Más tarde, ya con el cargo de cónsul, dio como ciertas las informaciones para no
discutir con los embajadores sobre temas tan irritantes como la política, aunque en el
fondo siempre tuvo la sensación de que el Herald cargaba las tintas. En sus cartas a
Santiago Acosta solía hacer referencias al injusto tratamiento que los periódicos
extranjeros daban a la Argentina y el daño que ello podría causar a la tarea de difundir los
atractivos turísticos del país. Pero Acosta nunca le respondió, y poco a poco Bertoldi, que
todavía se dirigía a él como si fuera su jefe, fue espaciando la correspondencia hasta
circunscribirla a los saludos de fin de año.
Santiago Acosta había partido tan silenciosamente de Bongwutsi que cuando el
nuevo empleado se presentó en las embajadas de los países amigos, todos creyeron que
estaban ante un nuevo cónsul. Halagado, Bertoldi concluyó que no valía la pena
desengañarlos, sobre todo cuando a fin de mes en el banco no supieron darle noticias
sobre su sueldo y le pidieron que avisara a Santiago Acosta que podía pasar a cobrar el
suyo. Fue en esos días cuando hizo las primeras llamadas infructuosas a la cancillería y
Estela empezó a mostrar signos de nostalgia y abandono. Entonces; Bertoldi, que nunca
había estado en el extranjero, se dijo que la Argentina no podía quedarse sin representante
en Bongwutsi y decidió redactar su propio nombramiento.
Para cobrar el sueldo tuvo que acudir a la buena voluntad del embajador de Gran
Bretaña, que en su juventud había sido escolta del gobernador de las Falkland. Todos los
meses, Mister Burnett llamaba al banco y autorizaba el endoso del giro que llegaba a la
orden de Santiago Acosta. Así, Bertoldi y Estela pudieron pagar el alquiler de la casa
mientras abrigaban la esperanza de regresar lo antes posible a Buenos Aires. Poco a poco,
Bertoldi se fue acostumbrando a presentarse como cónsul, pero cuidaba de no darse ese
tratamiento en los informes que enviaba por correo al Ministerio de Relaciones Exteriores.
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Al cabo de unos meses, el título le era tan familiar como ajenas las funciones que
implicaba. De todos modos nunca tuvo noticias de que otro argentino anduviera por las
cercanías, ni nadie puso en tela de juicio la legitimidad de su nombramiento. Ahora, el
propio Emperador reconocía su importancia al recibirlo en el templo y Bertoldi hubiera
querido tener un buen traje para ir a festejar la reconquista de las Malvinas al bar del
Sheraton.
Fue a vestirse y puso la marcha Aurora en el tocadiscos. Encendió todas las luces de
la casa y abrió las ventanas para que la música se escuchara por todo el barrio. Afuera, las
paredes y el piso conservaban el calor acumulado durante las horas de sol y los vecinos
empezaban a sacar las mesas y las sillas para cenar en la vereda. Bertoldi empezó a arriar
la bandera cantando a todo pulmón. Los nativos que pasaban por la calle se paraban a
mirarlo y algunos se quitaban el sombrero. De golpe, todas las luces del barrio se apagaron
y el disco se frenó con un sonido ahogado. El cónsul volvió a su despacho con la bandera,
encendió una vela y se sentó frente a su escritorio.
Se preguntaba cómo responder al embajador británico, y aunque tenía atolondrado
el pensamiento, lo ganó un incontenible deseo de llevar la enseña de la patria hasta la zona
de exclusión y plantarla allí, como una estaca en el arrogante corazón de Mister Burnett.
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Las piedras preciosas brillaban, tocadas por el sol que se filtraba entre las tablas
resecas; Mister Burnett disimuló su desazón y dejó que el alemán terminara el análisis del
conflicto sin siquiera sacarse la pipa de la boca. Luego se levantó y sugirió regresar
inmediatamente al bulevar para comunicarse con Europa.
Ni bien salieron de la caballeriza, los negros corrieron hacia ellos con las sombrillas.
Los músicos, que descansaban entre el follaje, se pusieron de pie y esperaron órdenes.
Mister Burnett se disculpó y regresó al galpón como si hubiera olvidado algo. Una vez a
solas recogió el prendedor y se sacudió la paja que se le había pegado al pantalón. Una luz
roja reverberaba sobre la hierba y teñía el carro abandonado en el fondo del establo.
Después, mientras iba hacia la residencia con la cabeza gacha —que los otros atribuyeron a
la preocupación patriótica—, Mister Burnett recordó que Daisy culpaba de las picaduras
que tenía en el cuerpo a las caminatas del atardecer y a los baños de sol al borde de la
piscina. El commendatore Tacchi, que caminaba un paso más atrás, lo arrancó de sus
pensamientos tomándolo de un brazo.
—Cuídense, Mister Burnett, los argentinos son medio italianos y van a pelear hasta
que caiga el último hombre.
Con un gesto de disgusto, el inglés miró la mano que le palmeaba el hombro y se
preguntó si no sería la misma que acariciaba a escondidas a la mujer con la que había
vivido feliz durante más de veinte años.
Daisy amaba la literatura y nadie, entre los blancos, compartía su interés. Cada vez
que el Times comentaba un libro que le interesaba, anotaba el título y le pedía a Mister
Burnett que se lo hiciera enviar por valija diplomática.
La primera vez que vio a Bertoldi y su mujer, en la embajada de sudáfrica, les habló
de Borges por pura cortesía y se sorprendió cuando Estela se puso a recitar en castellano
un poema que ella había leído muchas veces en inglés. La segunda vez, en la residencia
del commendatore Tacchi, Daisy evocó Emma Zunz y el cónsul le recomendó La intrusa,
que había hojeado en la revista de cabina de Aerolíneas Argentinas. Entonces empezaron a
verse más seguido. Estela mostraba ya las señales de su enfermedad y su cara bondadosa
parecía estar despidiéndose del mundo con resignación. Las dos hablaron de Eva Perón,
porque la señora Burnett había visto la ópera en Londres, y desde entonces Daisy se las
arreglaba para que los otros embajadores pasaran por alto el protocolo que excluía al
cónsul de las recepciones por insuficiencia de rango. A veces, por las tardes, invitaba a los
Bertoldi a tomar el té en su biblioteca, y cuando Estela cayó enferma se acercaba al
consulado para hacerle compañía.
Después de la muerte de su amiga, la señora Burnett siguió invitando al cónsul a la
hora del té, pero su marido aprovechaba para llevárselo al atelier donde construía las
cometas y un día lo hizo correr por todo el bulevar arrastrando una estrella de cinco
puntas. Al cónsul no se le ocurrió pensar que en Bongwutsi no había viento suficiente para
remontar barriletes y Mister Burnett y los ordenanzas estuvieron una tarde entera
riéndose de él. Daisy se sintió avergonzada por la crueldad de su marido y la ingenuidad
de su amigo, a quien creía un intelectual, y cuando se quedaron a solas le puso entre las
manos un volumen en cuero del Tristram Shandy. Súbitamente, el cónsul le dijo que no
volvería a visitarla porque estaba enamorándose de ella y la besó dulcemente, de pie, con
el sombrero colgando de una mano.
Desde entonces empezaron a encontrarse los viernes en el cementerio. Daisy
llegaba un poco más temprano, dejaba una rosa en la tumba de Estela y luego caminaba
hasta el panteón de los ingleses. Fingían encontrarse al azar y conversaban paseando entre
los sepulcros de los héroes de la colonia. Allí arreglaban las citas nocturnas a orillas del
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Fueron caminando en silencio por la orilla del lago hasta que llegaron a una
cervecería con mesas en el jardín. Quomo indicó un lugar bajo la pérgola y se sentó con
cautela, como si la silla estuviera ocupada. 1,
—Aquí se encontraban Lenin y Trotsky —dijo, y pidió dos cervezas—.—En ese
tiempo éste era un país hospitalario.
— ¿No los obligaban a contar historias?
—Eran blancos... Los negros tenemos que contar cosas de negros.
—¿Y se las creen?
—Depende. Ayer conseguí colocar a Amos Tutuola, el mecánico del Emperador.
—¿Hay un Emperador en Bongwutsi?
—Un patán que dejaron los ingleses. El mecánico éste, ni bien supo que el
Emperador salía de paseo, le dio una serruchada a la dirección del Bentley, pero con tanta
mala suerte que la barra se rompió antes dé entrar en el camino de cornisa... El infeliz tuvo
que esconderse en la selva y anduvo caminando sin rumbo seis semanas hasta que llegó a
la frontera. Trabajó ocho meses en Tanzania, pero al fin una patrulla lo agarró sin
documentos y lo mandó al frente de Ougabutu. Peleó cincuenta y seis días hasta que lo
hirieron en la cabeza y cayó en manos del enemigo. Ya sabe cómo tratan en Ougabutu a
los prisioneros, así que cuando vieron que Tutuola no era soldado de Tanzania lo tomaron
por mercenario. Lo torturaron quince días seguidos y lo mandaron a abrir la ruta
transelvática con los condenados a trabajos forzados. Yo conozco eso y le aseguro que es
un infierno. Se quedó allí hasta que en una pelea mató a un egipcio de un machetazo y lo
sentenciaron a muerte. Ahora vea usted qué cosa: la tarde antes del fusilamiento se
descubre que el egipcio planeaba una fuga masiva que se desbarata con su muerte, y el
comandante, Como ejemplo, le perdona la vida a Tutuola y lo toma como mandadero. Una
noche, algo tomado, se va a dormir con él y después de una semana de verse a escondidas
le declara su amor y decide desertar para llevárselo a Europa. A la primera oportunidad
suben a un helicóptero de la empresa soviética de cooperación y en el viaje amenazan al
piloto y lo obligan a volar hasta el Zaire. Apenas pasan la frontera tienen que bajar para
reabastecerse de combustible y allí el piloto les dice que también él quiere pedir asilo en
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Occidente. Durante diez días vuelan a ras del suelo para no ser detectados por los radares.
Cargan combustible en cualquier estación de servicio y así llegan a los suburbios de Rabat.
El estúpido del comandante se presenta de inmediato a la policía para pedir asilo político,
pero los marroquíes no quieren líos con Ougabutu y lo entregan a la embajada soviética
acusándolo de haber robado un helicóptero. El agregado militar ruso, que se ve venir una
maraña de trámites y papeleos, lo hace fusilar en el sótano y Tutuola se queda sin
protector. Entre tanto, el piloto se mete en la embajada de Canadá y dicen que ahora tiene
un criadero de pollos cerca de Winnipeg. El pobre Tutuola vagabundea por las calles de
Rabat hasta que conoce a una joven suiza que se apiada de él y le compra ropas de blanco
y un buen reloj y lo aloja en el Hilton. Esta muchacha estaba de amores con un militante
del Frente Polisario, así que le consigue un pasaporte de la República Popular de Benín
que tiene grabados la hoz y el martillo sobre fondo rojo. Entonces Tutuola corre a la
embajada de Alemania Federal, dice que se presenta a elegir la libertad, y enseguida le dan
buena comida y un dormitorio para él solo. Pero claro, los alemanes son desconfiados y lo
mandan a Bonn para ver si no se trata de un agente comunista. Entonces Tutuola sube a
un tren a una hora de mucho tráfico y llega a Zurich con una carta de su protectora que
atestigua haberlo conocido en situación difícil. Por un tiempo trabaja clandestinamente
como peón de mudanzas, hasta que me encuentra a mí. Entonces en un par de días
armamos el discurso; él va a la oficina donde estuvo usted, les cuenta la historia y los deja
con la boca abierta. Le otorgaron una beca para estudiar informática o algo así.
—¿Le dieron refugio con esa historia?
—Naturalmente. Tiene la herida en la cabeza, tiene fotocopia del pasaporte de
Benin, tiene una amiga suiza que dice haberle comprado ropa en Rabat. Pero sobre todas
las cosas es un tipo convincente. En cambio, esa mujer que me vino con el reclamo no lo
era. La historia que le di era mejor que la de Tutuola, pero no supo contarla.
—¿Y usted qué gana con esto?
—Plata, nada. Retomo el contacto con la gente que me puede apoyar cuando vuelva
a tomar el poder.
—¿Va a hacer una revolución en Bongwutsi?
—Sí, pero no acepto más consejos. La otra vez confié los rusos y me equivoqué.
—Es lo que le reprochaba anoche su amigo.
—¡Amigo! ¡Un oportunista! ¡Una marioneta de la CIA! Pensar que los rusos no me
dejaron fusilarlo...
Lauri hizo un gesto para pedir otra cerveza. En la mesa vecina había una muchacha
con la mirada perdida que limpiaba los anteojos con un pañuelo. Tenía el pelo muy corto,
teñido de distintos tonos de naranja y unos pechos en punta que se le veían por el escote.
—¿Tuvo la oportunidad de hacerlo fusilar? —preguntó Lauri. Quomo sonrió y miró
a la muchacha.
—Claro que la tuve. Ese imbécil estaba casado con la hija del Emperador y cuando
estaba borracho la golpeaba como un salvaje. Varias veces le llamé la atención, y el propio
Emperador me pidió que lo matara, pero los rusos decían que había que aguantárselo
porque era el contacto con los servicios franceses. Ahora anda metido con ellos en un
golpe de Estado y me quiere embarcar a mí. Pero lo que yo quiero es levantar a las masas y
terminar de una buena vez con la farsa.
—¿Y cómo piensa hacerlo?
—Está todo planeado —se puso un dedo sobre la frente—. Lo tengo aquí, paso a
paso.
Terminó el segundo porrón de cerveza y miró el lago que iba cambiando de color
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más cerca mientras el cónsul se aplastaba contra el piso. Nunca había estado en un lugar
más fresco desde su llegada a Bongwutsi. Avanzaron unos metros más. El repartidor frenó
junto a la garita y Bertoldi escuchó la voz de un británico que hablaba del calor. El soldado
levantó una punta de la lona, sacó un cuchillo y rompió un pedazo de hielo sin ver que el
argentino estaba agachado al otro lado. Cuando entraron al Bulevar, Bertoldi se puso de
pie ganado por la emoción.
Parado allí, con la bandera apretada en un puño, divisó los jardines de la embajada
de Gran Bretaña y decidió que había llegado el momento de cumplir con su deber. Arrojó
las barras de hielo a la calle para evitar que pudieran seguirlo con los patrulleros y se tiró,
corriendo en el sentido de la marcha. Los soldados oyeron el ruido del hielo contra el
pavimento y fueron detrás del argentino, disparando al aire. Los empleados de las
embajadas salieron a mirar lo que ocurría y vieron a Bertoldi que esquivaba guardias
británicos como en una carga de rugby, mientras desplegaba la bandera y festejaba a
gritos. Todos sintieron alguna simpatía por él cuando corría calle arriba, buscando
desesperadamente un lugar donde poner la estaca que enarbolaba sobre la cabeza. Un
suboficial alcanzó a tomarlo de la camisa, pero Bertoldi zafó y encaró derecho hacia un
montículo de tierra que había frente a la embajada de Bélgica. Llegó justo cuando lo
tomaban de una pierna y alcanzó a hundir el mástil sin que se le ocurriera nada
memorable para gritar en ese momento. Un escocés de barba le dio con el fusil en la
espalda y el cónsul se perdió en un revoleo de polleras y botas que lo pateaban sin piedad.
No quería quejarse, ni pedir auxilio, y para evitar el dolor fijaba su pensamiento en la cara
serena del general San Martín. Un guardia arrancó la estaca y se la tiró por la cabeza
mientras otro lo tomaba de una pierna y empezaba a arrastrarlo por el asfalto. En ese
momento cumbre de su existencia, Bertoldi apretó la bandera contra su pecho y se
encomendó a Dios con la serenidad de un mártir.
Había bastante gente en la calle cuando la garita de la zona de exclusión reventó
como un petardo. Las palmeras se sacudieron y una lluvia de dátiles y cascotes cayó sobre
el bulevar. Bertoldi advirtió que dejaban de golpearlo y, sentado en el medio de la calle,
vio a los británicos que salían corriendo para la esquina desde donde partía una humareda
gris. Una alarma empezó a sonar dentro de la embajada británica y enseguida un camión
de bomberos y una tanqueta antimotines salieron de la residencia de los Estados Unidos.
Bertoldi se sintió abandonado por todos, como si lo suyo no tuviera ninguna importancia.
Empezó a alejarse, un poco desencantado, cuando un negro que llevaba una Polaroid le
pidió que clavara otra vez la bandera para hacerle una foto.
El cónsul estaba posando junto a la enseña patria, rotoso y dolorido, cuando vio a
Daisy, que salía al jardín de la embajada. Su pulso se aceleró de sólo pensar que ella se
acercaba a prestarle ayuda. Corrió a su encuentro sin advertir que entraba en territorio de
Su Majestad y el único soldado que había quedado en la guardia lo apartó de un culatazo.
Daisy gritó que lo dejaran en paz y el embajador de Italia, que pasaba corriendo hacia el
lugar de la explosión, empujó al inglés que levantaba el arma. El cónsul aprovechó la
intervención del commendatore. Tacchi para arrojarse sobre Daisy y estrecharla contra su
pecho. El italiano, alarmado, corrió a poner a salvo a la señora Burnett y el guardia apartó
a Bertoldi agarrándolo del cuello.
Al fin, Tacchi consiguió levantar en brazos a Daisy, qué había perdido un zapato, y
la llevó hacia la galería. El cónsul, atropellado por los curiosos, decidió que había llegado
el momento de emprender la retirada. El negro de la Polaroid lo alcanzó y le devolvió la
bandera con una sonrisa.
—Felicitaciones —dijo, mientras sacaba una libreta de apuntes—, ¿Dónde se las
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mando?
—¿Qué cosa?
—Las fotos. Recuerdo de guerra —el negro señaló la cámara. En ese momento una
ambulancia entró en el bulevar haciendo sonar la sirena.
El cónsul miró al fotógrafo, indeciso, y le dio la dirección del consulado.
—¿Qué pasó allá?—preguntó.
—Una bomba —dijo el negro, como si no le interesara.
—¿Conoce al hombre que rescató a la dama?
Bertoldi asintió, confuso, y nombró al commendatore Tacchi. El fotógrafo le
agradeció con una reverencia y fue a dejarle su tarjeta al guardia de la embajada británica.
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—Le advierto —gritó Patik al teléfono—, usted está tratando con el ser más
inhumano y terco del que Bongwutsi tenga memoria. Si sigue frecuentándolo me voy a ver
obligado a señalarlo a las autoridades suizas.
—Sólo hemos tomado un par de cervezas juntos.
—Es más que suficiente. El tiempo de una cerveza le bastaría a ese monstruo para
desatar un motín en el Vaticano.
—A mí me parece inofensivo.
—Cuando era Primer Ministro mandó amputar el clítoris a cien mil mujeres. No le
quedó fama de feminista, créame.
—Hoy vi a una golpeándolo en la calle.
—Pura justicia. No se junte con él si quiere quedarse en el país.
—No se preocupe, ya me expulsaron.
—¿Va a Trípoli?
—No sé. Más bien París, o Madrid.
— ¿Puedo verlo esta noche?
—Si quiere... No tengo quién me pague la cena.
—Lo espero a las ocho y media en el reservado del Chien qui Boite.
En la vidriera del restaurante había tres cangrejos que caminaban sobre un piso de
algas. Un gato los miraba a través del vidrio y de vez en cuando se lamía una pata, como si
se tomara su tiempo. Lauri empujó la puerta del reservado y vio a Patik que tosía en
medio de una aureola de humo azulado. Ni bien terminó de entrar, un negro lo levantó de
la cintura y lo sentó sobre una mesa con los cubiertos preparados. Sin darle tiempo a
protestar, el hombre le estrujó la ropa y volvió a ponerlo en el suelo mientras hacía un
gesto negativo en dirección de Patik. El gordo se levantó, tiró una bocanada del cigarro y
le tendió la mano.
—Disculpe. Este es un lugar honorable y tenemos que asegurarnos de que lo siga
siendo. No se preocupe por él —señaló al que acababa de revisarlo—, es sordo como una
tapia.
Se sentaron y el guardaespaldas apretó un botón de llamada. Un jarrón con flores
colocado en el centro de la mesa los obligaba a torcer el cuello para verse las caras. El
maítre tocó a la puerta y entró con una fuente de ostras adornadas con rodajas de limón.
Enseguida llegó un camarero con una botella de vino blanco en un balde de hielo y dos
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platitos con manteca decorada. Patik extendió los brazos hasta dejar a la vista los puños de
la camisa abrochados con gemelos de oro, y tomó los cubiertos como si atrapara mariposas
por las alas.
—Así que intrigando con Quomo, ¿eh? —dijo, y chupó el jugo de una ostra. El
sordomudo le seguía los movimientos con admiración.
Lauri empezó a imitar los gestos de Patik con un tiempo de retraso.
—Le repito que apenas lo conozco.
—Justamente, Si lo conociera ya se habría alejado de él o lo hubiera apuñalado
mientras duerme.
—Si lo odia tanto, ¿por qué fue a batearlo la otra noche?
Patik hizo un gesto desdeñoso al tiempo que colocaba una ostra sobre el pan.
—Lo encontré borracho. Es la única manera de acercársele. Hacía años que no lo
veía y tenía una propuesta para hacerle. Pero es terco como una mula.
Lauri se inclinó para verlo al otro lado del florero. Tenía la cara opaca como un
pizarrón. En la solapa llevaba un prendedor finito tocado por una perla.
—Yo diría que está bastante castigado —opinó Lauri por decir algo.
—Todavía vive, y eso es mucho decir. En Bongwutsi lo fusilaron y ahí anda, como
si nada. Se escapó cuatro veces de la cárcel y cuando los rusos le hicieron un proceso por
trotskismo fueron los jueces, los que terminaron en la cárcel. Entonces cometió el error de
confiar en ellos. ¿Sabe lo que hizo ni bien tomó el poder? Convocó al Emperador y su
familia y les anunció que había llegado la hora del proletariado. Yo miraba a esos
zaparrastrosos por la ventana y tuve que contenerme para no soltar la risa. ¡Proletariado!
Ese rejunte de rufianes analfabetos le tiene más miedo al comunismo que yo al cáncer.
Pero entonces había que callarse la boca porque esos imbéciles se creían la reencarnación
del Che Guevara. Usted también es de los que creen que murió como un héroe, ¿verdad?
—Digamos que eligió una manera digna para terminar sus días. I
—Pobre infeliz, lo dejaron solo en Haití, muerto de hambre...
—Bolivia.
—Eso. Yo lo respeto, no crea. El tipo murió por sus ideas, ¡pero las imitaciones...!
Eso es como la historia del Rolls, ¿manejó alguna vez un Rolls Royce?
—Nunca.
Ahí está. En este mundo la abundancia de comunistas esta en relación con la
escasez de Rolls. Alcánceme la botella.
Lauri llenó la copa. El gordo hizo un esfuerzo para arrancar la última ostra sin
ensuciarse la camisa y salió airoso. El camarero se precipitó a cambiar los platos y las
migas con un cepillo. El maitre acomodó las flores y puso sobre la mesa un pato
deshuesado con salsa de crema. Patik señaló una cosecha de tinto e hizo un gesto que se
llevaran el balde del hielo. ¿Sabe lo primero que hicieron los rusos cuando Quomo tomó el
poder? Le regalaron un Rolls que después resultó falso.
—¿Cuándo lo descubrieron?
—Mucho más tarde, cuando llevó de picnic al embajador británico con su esposa y
el coche se descompuso en plena selva. Hacia un calor de mil demonios y Quomo empezó
a reprocharle al embajador la propaganda capitalista en torno a la infalibilidad del Rolls.
El inglés estaba colorado de vergüenza y se deshizo en excusas hasta que levantaron el
capó y encontraron que el coche tenía un motor Lada de lo más ordinario. Estuvieron tres
días comiendo frutas silvestres y tomando jugo de coco hasta que los avistaron desde un
helicóptero. Encima la mujer del embajador estaba con la menstruación y las picaduras de
los insectos la habían afiebrado hasta el delirio, cuando volvieron a la capital Quomo
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estaba loco de ira humillación y ordenó que devolvieran el falso Rolls a los soviéticos con
una carga de trotyl en el sistema de encendido, de manera que los rusos tuvieron media
docena de bajas y se quedaron con la sangre en el ojo. Unos días después lo citaron al
Kremlin con la excusa de entregar un auto de los buenos y un millón de rublos para el
desarrollo de la agricultura. Fue ahí que le hicieron juicio ir trotskismo. Pero, claro, lo
dejaron hablar y toda la corte fue a parar a Siberia.
—¿Y usted qué hacía en ese tiempo?
—Yo estaba casado con la hija del Emperador, así que o se animó a tocarme.
Cuando empezaron a llegar los asesores soviéticos las cosas se pusieron feas para la gente
que tenía tierras, pero se puso peor para los comunistas. Los ingleses y los franceses
protestaban, pero el Emperador los convenció de que antes de echar a los rusos había que
dejar que acabaran con los marxistas. Ahí teníamos prochinos, trotskistas, albaneses,
socialdemócratas, nacionalistas, tribalistas, de manera que los soviéticos pusieron un poco
de orden, y Quomo se fue metiendo la soga al cuello con sus llamados a incendiar el país
en nombre del leninismo. Para colmo hizo la reforma agraria en la estación de las lluvias y
la cosecha de café se pudrió completa y el algodón llegó mojado a Europa.
—En toda revolución se cometen errores —dijo Lauri y empujó el último bocado
con un trago de vino.
—Es que la revolución es en sí misma un error, señor mío. Felizmente los ingleses y
los americanos se pusieron de acuerdo con los rusos y una noche organizaron una
operación comando para liquidarlo de una vez por todas. Se lo llevaron al medio de la
selva para fusilarlo, pero cometieron el error de dejarlo grabar un mensaje de despedida
que se copió de una carta del Che. Su fuerte es la tosudez, no la imaginación.
—Yo me había hecho otra idea...
—Cuidado. Si usted va a enfrentar a los ingleses no haga acuerdos con ese hombre.
Avise a su gobierno. Fíjese que antes de que lo fusilaran, cuando lo largaron en un
descampado y empezaron a preparar las armas, se puso a hablar, a gritar viva el
socialismo, viva el proletariado y todas esas estupideces y no había manera de pararlo.
Cantaba la Internacional y no podían bajarle el brazo para atárselo a la espalda, de modo
que el oficial ruso, que era un sentimental, se negó a dar la voz de fuego. Así estuvieron
tres días y tres noches, esperando a que se callara, que cambiara de discurso, que pidiera
por Dios, o por su madre, algo que permitiera fusilarlo sin remordimientos y sin riesgo de
que pasara a la historia. El oficial contó después, cuando le formaron tribunal militar en
Kabul, que parecía tan sincero como el propio Lenin, y que lodos tuvieron la impresión de
que se estaban equivocando de persona, así que llamaron al Kremlin para consultar, pero
nadie quiso hacerse responsable. Durante todo ese tiempo Quomo estuvo gritando cosas
como viva la resistencia popular, comunismo o muerte, arriba los explotados del mundo, y
al cuarto día empezó con las marchas rojas de Vietnam y Corea. Cuando se quedaba
dormido no había argumentos para convencer a los soldados de que dispararan contra un
tipo que hablaba en sueños y contaba historias de resistencia, y gestas populares. Ya ve,
también los rusos tienen su lado romántico y vaya uno a saber lo que les enseñan en la
escuela.
—Lo dejaron escapar.
—Lo abandonaron en la selva, que era como darlo por muerto sin tener cargo de
conciencia. Después, cuando Quomo reapareció en Europa, el oficial ruso que incumplió la
orden de fusilarlo fue ejecutado en Afganistán por alta traición con retroactividad.
—Yo lo dejé esta tarde en una cervecería conversando con una chica.
—¿Árabe?
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Como las otras casas del barrio, el consulado tenía rotos los vidrios de todas las
ventanas. Bertoldi se inclinó a recoger las astillas esparcidas sobre el camino de lajas y se
pió cuenta de que estaba más maltrecho de lo que había supuesto en un principio. Le dolía
todo el cuerpo y lamentaba que los periodistas no estuvieran allí para transmitir a Buenos
Aires la noticia dé su asalto contra el enemigo. Fue hasta el mástil y puso la bandera en su
lugar. Estaba sucia y tenía algunos flecos, pero imaginó que en el futuro alguien la
exhibiría en la vitrina de algún museo como ejemplo de coraje y patriotismo.
El despacho tenía los postigos cerrados y la penumbra le alivió los ojos inflamados.
No recordaba haber corrido [as cortinas ni tampoco cuándo había comido los huevos, pero
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las cáscaras estaban allí, apiladas sobre la mesa de la cocina. Su cabeza era un verdadero
desorden, un caos de imágenes e ideas que se mezclaban y neutralizaban entre sí. Se
desnudó y abrió la canilla para llenar la bañadera. En el espejo se vio la cara manchada de
tierra y el cuello salpicado de sangre. Advirtió de pronto, que no se afeitaba desde el
comienzo de la guerra y que esos días le habían parecido los más largos desde las vigilias
junto al lecho de Estela. Se alejó del espejo para mirarse el cuerpo y descubrió que tenía
moretones en las piernas y un raspón a la altura de la cadera. Miró el agua que subía en la
bañadera y se dijo que no le vendría mal un vaso de ginebra. Fue a la heladera porque le
parecía que había dejado una botella casi llena, pero no la encontró. Tampoco estaba en la
alacena, ni en el aparador de las cacerolas.
Miró en el congelador, pero sólo encontró un atado de rabanitos, una banana
ennegrecida y las mandarinas que empezaban a cubrirse de un moho azulado. Desistió de
la ginebra y se comió la banana de pie, apoyado en la heladera. Después fue al baño, orinó
largamente y pensó que en el canasto de los papeles encontraría algunas colillas para
armar un cigarrillo y fumarlo en la bañadera. Volvió a su despacho, abrió un postigo y se
agachó a revolver en el cesto. Fue entonces que encontró, junto al escritorio, un bolso de
lona verde y un par de borceguíes. Una puntada en la rodilla le hizo cerrar los ojos y trató
de relacionar esos objetos con lo ocurrido en las últimas horas. Al cabo de un momento
intuyó que no estaba solo en la casa. Se, levantó sigilosamente y vio, sobre la mesa ratona,
un paquete de Benson, un sombrero panamá y la botella de ginebra. Entonces descubrió al
hombre que dormía en el sofá.
Era blanco, de nariz muy grande y barba descuidada, Tenía el pelo escaso y rubio.
En la mano derecha, que apoyaba en la almohada, sostenía una pistola reluciente que
apuntaba a la cabeza del cónsul. Bertoldi dio un paso al costado y el caño del arma lo
siguió como si obedeciera a un radar. El hombre tenía la boca abierta y parecía estar en un
sueño profundo. Desde donde estaba parado Bertoldi tuvo la impresión de ver la bala en
el fondo de la recámara. Iba a hablarle, pero temió sobresaltarlo y empezó a retroceder
hacia el baño. Recién cuando salió al pasillo, el intruso dejó descansar la mano sobre la
almohada, pero sin sacar el dedo del gatillo.
El cónsul se deslizó hasta el dormitorio, volvió con la radio y la puso en el suelo,
frente a la puerta del despacho. El hombre cambió de posición para llevarse la mano libre
a la frente y empezó a roncar. El cónsul giró el dial en busca de alguna música estridente
hasta que se detuvo, sin proponérselo, en la emisión de Radio Tirana. De pronto, la
Internacional brotó del parlante apenas deformada por la lejanía de la onda, y el barbudo
saltó de la cama como un resorte. Tenía el puño izquierdo en alto y los ojos desorbitados
por la emoción. Estaba duro como un palo en el medió del salón, con la pistola en la mano
derecha y un crucifijo al cuello. Bertoldi se sentía infinitamente cansado y tenía la
impresión de que nunca más volvería a echarse en una cama. Apagó la radio y decidió ir a
hacerse cargo de su destino.
— ¡Embajador, los patriotas del mundo lo saludan! —gritó el barbudo cuando lo
vio llegar. La piel cuarteada por el sol y los ojos azules, muy bizcos, le daban el aspecto de
un fraile bonachón.
—Usted está violando territorio argentino —dijo el cónsul—. Espero que pueda
darme una buena explicación.
El otro bajó el brazo, estornudó dos veces y dejó la pistola sobre la mesa. Parecía
aliviado. Buscó en el bolso y sacó un habano de quince centímetros, grueso como un dedo,
y una caja de fósforos de madera. La habitación se llenó de un perfume dulce y el cónsul
tuvo la sensación de que le acariciaban el paladar con una pluma.
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Mientras volvía al hotel, Lauri trataba de darse cuenta si Patik estaba jugando con
él. En todo caso, pensó, había unido bien y al día siguiente subiría a un tren escoltado Por
dos gendarmes que lo entregarían en la frontera para comenzar con los interrogatorios y
las huellas digitales, estaba cansado y no tenía ganas de hablar con nadie. Quería
encerrarse y pensar, hallarle un sentido a la vida que había dejado atrás.
Cuando llegó a su habitación encontró la ropa en el suelo y la cama deshecha. La
puerta estaba abierta y alguien había dejado un chicle pegado en el espejo. Se quedó un
rato parado en el medio de la pieza sin saber qué hacer y sintió que lo invadía un
sentimiento de inquietud. Estaba recogiendo la ropa cuando oyó a su espálela una voz
conocida.
—Un tipo bien trajeado, pelirrojo —dijo Quomo—. Seguro que va a volver.
Lauri lo estudió un momento.
—¿Usted lo vio?
—Cuando se iba. ¿Por qué no se viene a mi habitación? Tengo café recién hecho.
—No quisiera molestar.
—Venga, traiga la valija.
Bajaron un piso. En la cama, cubierta con una sábana, dormía la muchacha de pelo
anaranjado.
—Pase—Quomo miró a la chica e hizo un gesto de asombro—. Vino a pie desde
Holanda para participar en una marcha contra los misiles. ¿Se da cuenta? De Amsterdam a
Zurich caminando... No tiene perdón. Espero que usted no sea de los que les gusta
caminar.
—Pierda cuidado.
—Siéntese en la cama nomás; no hay nada que pueda despertarla. Pasamos una
noche bastante pobre, pero qué le voy a reprochar si tenía los pies llenos de ampollas.
Sacó dos tazas del ropero y sirvió café de un termo.
—El tipo que le desarregló la pieza es un profesional. Estuvo sentado en la escalera
hasta la medianoche. Cuando el reloj de la catedral dio las doce, se paró y se fue. No le
importaba que lo vieran. Cuando fui a buscar el café me lo llevé por delante y el hombre se
disculpó como un caballero. En fin, usted sabrá.
—¿Se disculpó en alemán?
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Lauri empujó la puerta del Procope con la maleta y miró cada una de las mesas de
la planta baja. Luego fue hacia la escalera disculpándose en francés cada vez que la valija
chocaba contra alguna silla. Durante el viaje, sentado entre dos gendarmes, había pensado
que Quomo no estaría allí y que posiblemente no lo vería nunca más. Con el tiempo tal vez
leería en un diario la noticia de su triunfo o de su muerte.
Llegó al primer piso y recorrió detenidamente el salón. Había varios negros
comiendo, pero no el que buscaba. Bajo el óleo de Voltaire había un africano viejo y flaco
que no le sacaba la vista de encima. Lauri miró la hora y se dispuso a esperar un poco. Iba
a llevar la valija al guardarropas cuando el viejo se puso de pie y se le acercó. Arrastraba
una pierna, pero se movía con soltura.
—¿Mister Lauri?
El argentino sintió que el alma le volvía al cuerpo.
—De parte de la persona que usted busca. Mi nombre es Chemir.
—Mucho gusto — Lauri le tendió la mano—. Ya oí hablar de usted.
—Me llamaron de Zurich, señor. ¿Alguna dificultad?
—No, el papeleo para solicitar el refugio, nada más.
—Entonces todo está en orden. Ahora, si le parece, tenemos que deshacernos del
inglés.
— ¿Otro más?
—El pelirrojo aquél. Viene detrás suyo. ¿Se enteró de que la flota británica va a
bombardear las Falkland?
—¿Ya?
El negro hizo un gesto de desazón.
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—Temo que sea muy pronto, señor. Habrá que precipitar todo. ¿Tiene algo
irreemplazable en su valija?
—Nada más que ropa.
—Bien. El comandante está en el Georges V, habitación 502. Tome un taxi y avísele
de dónde me llevaron. No creo que falte más de dos o tres días.
Sin agregar una palabra se dio vuelta, caminó hasta la mesa del pelirrojo, y le tiró
un puñetazo a la nariz. El inglés cayó hacia atrás y con los pies volteó la mesa en la que
tenía un Martini recién servido. Lauri dejó la valija y mientras las camareras llamaban a la
policía, descendió por la escalera tratando de mantener la calma. Sobre él boulevard Saint
Germain detuvo un taxi y se hizo conducir al Georges V. Subió al quinto piso sin
detenerse en la recepción. Golpeó con suavidad en la 502 y esperó mirando a los costados
para estar seguro de que no lo seguía nadie. Quomo apareció en la puerta envuelto en una
bata, azul de seda; estaba bien afeitado y olía a agua de colonia.
—Lo felicito —dijo y le dio una palmada en el brazo—, Gran trabajo.
Lauri le devolvió el gesto y entró en la habitación. En uno de los televisores había
un programa de juegos y en el otro un informativo. Sobre la cómoda Lauri vio una valija
azul sin abrir.
—Excelente puntería —dijo Quomo y fue a buscar una botella de whisky—. Ese
campanario sonaba a música celestial.
—¿Salió todo bien?
—Perfecto. El francés vino como si hubiera recibido un telegrama y hasta me pidió
disculpas por la demora.
—¿Y el sordo?
—Cuando yo salí estaba en la vereda mirando el reloj.
—¿Qué hizo con el arma?
—La envolví en una bolsa de plástico y la tiré al lago. Esta mañana los gendarmes
me trajeron en tren. La persona que mandó a buscarme se metió en un lío por golpear a un
inglés y me pidió que le avisara.
—¿Lío de qué tipo?
—Le dio un tortazo.
—Lástima, lo vamos a necesitar para preparar el viaje.
—¿Cuánta gente tiene?
—Todo el pueblo está conmigo.
—Gente en armas, digo.
—En armas usted, yo y dos más.
—Pero tropa, con qué tropa cuenta.
—En eso está el irlandés. El va a mover un poco el ambiente allá.
—¿Es un tipo serio?
—Lo encontré en el Sahara. Es el que organizó las columnas de Agostinho Netto, así
que es hombre de terreno. Además sueña con la revolución. El proletariado era el único
espejismo que veía mientras caminábamos por la arena.
—¿Pero estuvo en alguna?
—De Argelia para acá en todas. Le diría que en tantas como yo. A veces, cuando el
sol nos hacía delirar, yo me acordaba de mi madre, de mis hijos, que a muchos no los
conozco, pero él sólo veía gente en armas. Nunca me voy a olvidar cuando asaltó el
Palacio de Buckingham tirado en una duna, con los ojos desorbitados.
—¿No va a llamar la atención por ser blanco?
—Ya le dije que estuvo con Netto en Angola. ¿Por qué no va a comprar ropa nueva?
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Con el apagón la ciudad desaparecía bajo las estrellas. Desde los barrios de paja
desparramados en las faldas de las montañas, o desde el cuartel de los británicos,
instalado en el pico más alto, sólo podían verse brillar las cuatro torres del palacio imperial
y el ancho bulevar de las embajadas.
Bertoldi y O'Connell estaban a los postres cuando la electricidad dejó de funcionar,
pero los camareros habían dispuesto un candelabro de plata en cada mesa y los clientes
apenas notaron el cambio. Un puñado de bailarinas de pechos al aire, con un breve
disimulo de plumas bajo el ombligo, se acercó a los clientes para apantallados con hojas de
palmera.
O'Connell apuró el cognac y tiró a través de la mesa un puñado de billetes
arrugados. El cónsul los recogió y los contó mientras los planchaba con los dedos. Se sentía
bien: había tornado una botella de chablis y estaba en el tercer Remy Martin. Cuando vio a
las muchachas sintió un calor que le bajaba hasta las piernas y encendió por segunda vez
el cigarro que le había convidado el irlandés. Por el vitral se veían los barcos anclados en el
puerto alumbrados con faroles a kerosene, y el contorno de la bahía iluminado por la luna.
—Esto es una inmoralidad—dijo O'Connell y miró a las mujeres con los ojos
descarrilados.
—Costumbre del país —respondió el cónsul. Un aire suave, todavía fresco, le
llegaba a la cara y empezaba a adormecerlo. Con un gesto llamó al camarero y le dio
cuatro billetes de cincuenta libras con el encargo de que preparara una botella de Etiqueta
Negra y dos paquetes de Marlboro para llevar. Como oyó que el irlandés suspiraba,
molesto, le tiró con una miga de pan y se arrellanó en el asiento para terminar el cognac.
—Creí que no quería darme asilo —dijo O'Connell, despectivo.
El cónsul pensó que al irlandés le hacía falta un baño y también un corte de pelo. El
camarero volvió con los cigarrillos, la botella y un vuelto de veintidós libras. Bertoldi
guardó el cambio y dejó sobre el plato un billete de diez.
—¿Alguna vez se acostó con una negra? —preguntó y tiró el humo hacia la
bailarina que agitaba la hoja con ungí sonrisa siempre igual. Llevaba dos aros de hueso y
un collar de pelo de elefante.
—Y también con árabes, amarillas y esquimales. Pero nunca tuve que pagar.
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—No quise ofenderlo. Ahora, que se haya acostado con una esquimal, permítame
que lo ponga en duda.
—¿Por qué? Estuve dos meses en el norte de Alaska trabajando en un portaviones.
Allí conocí a un criminal compatriota suyo, un tal Carlos.
—Ese es venezolano.
—Bueno, de por ahí.—Un tipo terco: quería hacer saltar la aldea entera cuando los
yanquis llegaban de franco. Hubo que devolverlo a Trípoli atado como un salame.
—¿Usted estaba en el portaviones?
—No, yo lo tenía que inutilizar. Me llevó dos meses, de ahí que conocí a una chica
que vivía en un iglú. La diferencia, Bertoldi, está en la mirada. Es lo único que no se puede
maquillar.
—No se me había ocurrido. ¿Es cierto que esa gente ofrece la mujer al huésped,
como homenaje?
—No sé, yo la tuve que conversar una semana y sin conocer el idioma.
El irlandés se puso de pie, pasó la correa del bolso sobre la cabeza y recogió el plano
de la ciudad que había estado estudiando durante la cena.
—Bueno, tengo que dejarlo. No le molestará que duerma en el despacho, espero.
—Vaya tranquilo. Yo me vuelvo caminando despacito. Cuando O'Connell salió, el
cónsul pidió otro café con cognac y aprovechó para cambiar un billete de veinte. Estuvo
tentado de averiguar el precio de la muchacha, pero recordó lo que O'Connell le había
dicho sobre las miradas. La joven que lo apantallaba tenía unos ojos blancos y duros como
piedras de mar. Bertoldi se preguntó antes de salir si también ella se sublevaría cuando
llegara el momento.
Frente al restaurante había varios taxis, pero prefirió remontar la cuesta a pie, por el
medio de la calle para evitar los pozos y los tarascones de los perros. Había pasado la
jornada más difícil de su vida y mientras caminaba se preguntó si era correcto lo que había
hecho hasta el momento. Estaba solo, representando a un país que lo ignoraba, pero a los
ojos de todos los embajadores, la Argentina era él. Si no hubiera respondido al desafío de
Mister Burnett, la patria sería ahora símbolo de cobardía en lodo Bongwutsi. Pero, ¿había
hecho bien en cobijar bajo el pabellón nacional a un guerrillero? Concluyó que sí: la
generosidad y la grandeza de alma eran las mayores cualidades de los argentinos.
Cuando se acercaba al bulevar de las embajadas vio las barreras que los ingleses
habían colocado para desviar el tránsito a cien metros del lugar de la explosión. Dos
soldados fumaban y charlaban junto a un jeep del ejército. Para evitarlos tenía que dar un
rodeo y caminar varias cuadras de más, pero había comido bien y los tragos le confortaban
el ánimo. Volvió sobre sus pasos y fue por una calle sin faroles en la que entraba de lleno
la claridad de la luna. Cada tanto brillaban los ojos de un gato mientras el canto de los
grillos flotaba, armonioso, en el aire caliente. De golpe, una figura enorme, sigilosa, salió
de un corredor que separaba dos casas de madera y lo atropello haciéndole perder el
equilibrio. Para evitar la caída tuvo que agarrarse de un árbol mientras tropezaba con las
piernas de un hombre que dormía en la vereda.
Se dio vuelta para disculparse y entonces vio que tenía enfrente un gorila grande
como una puerta. El animal se metía un dedo en la nariz y gruñía igual que un perro
abandonado. Parado a contraluz proyectaba una sombra que llegaba hasta la esquina. El
nombre con el que Bertoldi había tropezado sacudió a dos amigos que dormían sobre unos
fardos de tabaco e inició la retirada. El que parecía mejor alimentado se puso en cuclillas e
hizo un gesto que pedía calma. "Nbgwana preg, nbgwana preg", decía en voz baja. El
cónsul vio que los negros retrocedían muy despacio hacia un camión estacionado junto a
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la vereda. "Nbgwana preg", repitió el más joven, que tenía una deformación en la cadera y
se movía como torcido por un ciclón, Bertoldi fue detrás de ellos, reculando, maldiciendo
los zapatos que se le escapaban de los pies. El primero que llegó al camión abrió
suavemente la puerta y se zambulló dentro de la cabina. Los otros dos lo siguieron,
rápidos como lagartos, y cerraron de un portazo. El cónsul se quedó al lado del camión,
gesticulando para que le hicieran un lugar, pero los negros se disponían ya a seguir
durmiendo y el torcido le hacía ademanes para que se alejara de allí. Bertoldi tiró de la
manija sin dejar de mirar al gorila, pero los negros se abalanzaron sobre la puerta y la
sostuvieron hasta que el cónsul dejó de hacer fuerza. El mono se había movido tras ellos,
imitando su cautela, pero cuando los vio entrar al camión se enojó. Fue hasta el paragolpes
delantero y lo sacudió hasta arrancarlo. Excitado, lanzó dos rugidos y lo estrelló contra el
capó hasta que los vecinos empezaron a asomarse por las ventanas con faroles y linternas.
El cónsul seguía allí, inmóvil, sin saber qué hacer. Sacó la botella, tomó un trago, nervioso,
y se dijo que lo menos aconsejable era echarse a correr. Los nativos hacían comentarios en
su lengua, de ventana a ventana, y al rato todos se volvieron a la cama y la calle quedó en
silencio. Bertoldi advirtió, entonces, que los grillos habían dejado de cantar. El gorila
arrastró el paragolpes sobre el empedrado sacándole chispas, hasta que reparó en Bertoldi,
que seguía tieso como un monolito. Estaban a dos metros de, distancia y el cónsul podía
sentir el aliento del animal. De la nariz aplastada le salía un moco que se estiraba
lentamente hasta cortarse por lo más fino y se renovaba cada vez que abría la boca y
parecía a punto de estornudar. Debe estar resfriado, pensó Bertoldi y le tendió la botella.
El mono la agarró, la miró de cerca y al ponerla hacia abajo lo sobresaltó el whisky que se
derramaba a sus pies. Desconcertado, le acercó la lengua y la lamió como si fuera un
chupetín. Al cónsul le pareció que sonreía mientras daba vuelta la botella tratando de
averiguar por dónde salía el líquido. Bertoldi levantó un brazo e hizo la mímica de beber
al seco. El gorila lo miró, interesado, gruñendo bajito, aspirando los mocos, golpeando
estruendosamente el paragolpes contra un guardabarros del camión. El negro que parecía
mejor alimentado bajó un poco el vidrio y gritó "gziga dum, gziga dum" y volvió a
encerrarse. "Ya me vas a venir a pedir limosna, vos", pensó Bertoldi y siguió con el
ademán del tipo que bebe de pie. Al fin, el mono lo imitó, pero una parte del whisky se le
deslizó por el brazo. El cónsul lo observó tragar y luego lamerse los pelos con más
curiosidad que gusto. Miró a su alrededor, calculando hasta dónde podría llegar si salía
corriendo de golpe. Pero el mono ya estaba tendiéndole la botella. Pronunciaba una suerte
de "ah" larga y monótona. El cónsul bebió hasta quedarse sin respiración. El animal había
dejado de estrellar el paragolpes contra el camión y esperaba, complacido e impaciente.
Bertoldi calculó que la botella estaría por la mitad y volvió a ofrecerla. Los movimientos
del mono fueron más precisos esta vez. Tomó mirando al cielo, largamente apoyando el
pico sobre los dientes de abajo, hasta que se atoró y empezó a toser. El cónsul recibió una
lluvia de baba sobre la cara, pero no se movió. El mono arrojó el paragolpes contra el
frente de una casa y fue a sentarse sobre el guardabarros abollado. Al toser hacía un ruido
lastimero y la nariz mojaba el piso como una canilla mal cerrada. Bertoldi quiso sacarle la
botella, pero el gorila cambió la tos por un rugido y le tiró una patada imprecisa.
Estuvieron un momento en silencio, estudiándose. Los tres nativos apoyaban las narices
contra el parabrisas del camión y no se perdían detalle. El mono tomó otro trago y entregó
la botella. Bertoldi trató de beber sin tocar el vidrio con los labios porque lo sentía húmedo
y pegajoso. Cuando devolvió la botella, sintió que todo empezaba a girar a su alrededor y
buscó un punto de referencia para mantenerse de pie. Un foco del bulevar lo hizo sentirse
de nuevo en la tierra. El gorila chupaba estirando la trompa y movía la cabeza como si se
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dejara llevar por una melodía. Bertoldi encendió un cigarrillo y empezó a silbar un tango
tristón. Se bamboleaba. Pasaron el whisky ni par de veces más, mirándose a los ojos y
sacándose la lengua. El mono paladeaba las últimas gotas mientras el cónsul arrancaba
una y otra vez Sur, paredón y después, sin que el siguiente verso le viniera a la memoria. Por
fin enganchó una luz de almacén y se derrumbó hacia adelanten brazos del gorila.
Estuvieron un rato cabeza contra cabeza, hasta que el animal lo tomó de un hombro, lo
apartó medio metro y le mostró la botella vacía. Bertoldi, de rodillas sobre el empedrado,
la puso boca abajo y abrió los brazos, apenado. El mono se golpeó el pecho entonando un
"ah" distinto, tal vez suplicante, y empezó a desmoronarse suavemente, como una
montaña de lana. Su cuerpo ocupaba el ancho de la calle. Estaba boca arriba, mirando las
estrellas, jadeando, agitando los brazos como si tratara de atrapar una mosca o de
agarrarse a una liana que viene y va. El cónsul había logrado ponerse de pie aferrándose al
radiador del camión; patinaba en nuestra marcha sin querellas por las calles de Pompeya, hasta
que encontró los ojos de los negros que espiaban desde el otro lado del vidrio. Les hizo
una mueca de desprecio y se acercó al mono para ayudarlo a levantarse. Hizo fuerza
tironeándolo de un brazo, pero también él se fue al suelo y se puso a cantar a toda voz
hasta que se quedó dormido. El gorila le dio unas palmadas en la espalda, se levantó
buscar la botella y encaró hacia el bulevar. Caminaba de costado, haciendo eses,
levantando las patas endurecidas, así llegó a la barrera antiargentina. Al verlo llegar, los
toldados se refugiaron en la garita y uno de ellos empezó a hablar por teléfono a los gritos.
El gorila aplastó la nariz contra el vidrio blindado y lanzó un chillido que parecía de
súplica. Levantó la botella vacía, retrocedió trastabillando, y se la llevó a la boca con un
enredo de locos. Cada tanto la tendía hacia donde había quedado el cónsul, como si
reclamara compañía. Estuvo así un rato largo, vacilando, igual que una palmera en la
tormenta, hasta que estrelló la botella contra la garita. Después salió a la deriva, pateando
cascotes, y llegó hasta un boquete que conducía al patio de la embajada británica.
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despacio, sin hablarse. Lauri se demoró un momento para tomar distancia. El otro cerró al
cofre e hizo girar de nuevo el tambor de la ruleta.
—No lo envidio —dijo, y se mordió los labios
—¿Hace mucho que lo conoce?
—Viene cada dos o tres años a remover las heridas. Alguna vez pensé en matarlo,
pero no vale la pena; otro se encargará de hacerlo. Trate de estar lejos, porque no van a
tirarle con un simple revólver. ¿De dónde sacó la plata?
—No sé, no soy de preguntar.
Cuando volvieron al salón de los espejos los encontraron abrazados. Quomo le
acariciaba los cabellos y hablaba en voz muy baja. Saturno había vuelto a su sillón.
—Ahora tengo que irme, Florentine —dijo Quomo y la acarició con dulzura. Ella
esbozó una sonrisa apenada.
—Un día voy a ganarte —dijo—. Entonces vas a estar viejo y cansado y voy a
ponerte tres o cuatro chicas que no te dejen salir de la cama. A cierta edad el único sitio
posible es una buena cama, Michel.
— Prometido —dijo Quomo. Después tomó el gato en sus brazos y lo llevó hasta la
puerta.
—A veces me pregunto por qué lo sabe todo — dijo, y lo dejó en el suelo. Florentine
lo besó en los labios mientras el otro hombre espiaba desde la escalera.
—Pareces un príncipe —repitió ella y cerró la puerta lentamente, como si temiera
perderlo del todo.
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El día del atentado, a la hora de la cena, Daisy se sentó a la larga mesa del comedor
y encontró, dentro del plato de porcelana, el prendedor que había perdido en la caballeriza
y la foto en que el commendatore Tacchi la tomaba en sus brazos.
Mister Burnett llegó un momento después, la besó en la frente y se sentó a la otra
lejana cabecera. Daisy dejó la foto sobre la mesa y envolvió el prendedor en el pañuelo.
Después comieron en silencio. El teniente Wilson se presentó en medio de la cena y
anunció que un gorila había entrado al parque de la embajada. Luego de aplastar las flores
de los jardines y arrancar las frutas de la huerta para arrojarlas contra la guardia, el animal
había destrozado las reposeras y las sombrillas y se había arrojado a la piscina. Ahora
estaba atrapado en una red y la guardia esperaba órdenes.
Mister Burnett dejó la servilleta sobre la mesa y salió con el oficial. Los reflectores
enceguecían al mono, que se debatía sobre el césped. Los negros se divertían mirando
cómo los soldados se esforzaban por sujetar la red, pero corrían a resguardarse cada vez
que el gorila intentaba levantarse sobre las patas.
Un jardinero afimó que se trataba de un animal viejo que bajaba a la ciudad por
primera vez. Un soldado avisó que el furgón municipal estaba en la puerta y esperaba
autorización para recoger al gorila. La señora Burnett había subido a su habitación del
primer piso y seguía la escena desde el balcón. Cuando el animal gritó una larga letanía y
levantó la cara y los brazos hacia el cielo tratando de ver más allá de las luces, Daisy creyó
encontrar su mirada furiosa y desesperada. Sintió que su pecho se vaciaba, que no tenía
piernas, ni brazos, ni lengua para gritar. Oyó a su marido vociferar sobre los rugidos del
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animal y vio que la gente vacilaba, inquieta. Los soldados bajaban las cabezas y los negros
retrocedían a pasos cortos, cautelosos. Mister Burnett, inflamado de ira, le gritó al teniente
Wilson; éste le gritó a su vez a un sargento de pantalón corto y los soldados corrieron a
buscar sus fusiles. El gorila, enmarañado en la red, resbaló y cayó boca abajo. Estaba
empapado y de sus labios brotaba una es puma macilenta. Había dejado de chillar y su
cuerpo se estremecía con espasmos epilépticos. Dos soldados volvieron con las armas y
Mister Burnett dio la orden de fuego. Hubo cuatro disparos, y luego una larga pausa en la
que todos miraron en silencio la sangre que iba a teñir el agua de la piscina. Entonces
Daisy aulló hasta quedar sin fuerzas. Dos mucamas corrieron a su habitación. Cuando
abrieron la puerta, Daisy les pidió, casi sin voz que le prepararan una maleta de viaje.
Al regresar de la embajada de Gran Bretaña, el furgón le recogía los animales
extraviados halló al cónsul Bertoldi dormido en el medio de la calle. El capataz que revisó
las ropas del borracho encontró el pasaporte, los cigarrillos y una cantidad de libras que
no había visto nunca. Los cuatro empleados decidieron sin disputa repartir—el dinero y
los cigarrillos en proporción a la escala jerárquica y poner al cónsul sobre la vereda para
que no lo atropellara un coche. Los tres hombres que se habían encerrado en la cabina del
camión advirtieron lo que ocurría, y el de la cadera torcida salió a reclamar una
participación en el reparto. Al cabo de una discusión que amenazaba con alborotar al
vecindario, el capataz aceptó dátiles un billete de cinco libras a cada uno y llevarlos hasta
el bar. El que parecía mejor alimentado levantó el pasaporte del suelo, le echó —un vistazo
a la luz del camión y pensó que pegándole su foto podría entrar gratis a la cancha y hasta
viajar en tren sin boleto.
Cuando Bertoldi se despertó, la calle estaba desierta y los grillos habían vuelto a
cantar. Le dolía la cabeza y tenía la boca reseca, como si hubiera comido tierra. Buscó los
cigarrillos, pero lo único que encontró fue el pañuelo arrugado. Al principio eso no le
llamó la atención, porque había olvidado lo sucedido desde la borrachera anterior, pero
luego, mientras caminaba hacia el consulado, pareció recordar que otros acontecimientos y
otras gentes habían pasado por su vida en las últimas horas.
Al entrar en su despacho encendió una vela y vio, en di piso junto a la puerta, un
papel doblado en dos. Reconoció el perfume y la letra menuda de Daisy, que le pedía que
se reuniera enseguida con ella en la caballeriza de australianos.
Se dio una ducha y cuando fue a lavarse los dientes reparó en el otro cepillo y en un
tubo de dentífrico que no era suyo. Entonces se acordó de las Malvinas y del irlandés. Se
sentó al borde de la bañadera, con los ojos fijos en los azulejos, y se preguntó con qué
pretexto había salido Daisy de la embajada. Al mirar el reloj llegó a la conclusión de que se
trataba de algo grave, más grave todavía que la guerra, y lamentó no haber regresado a
una hora más apropiada para recibir mensajes de urgencia.
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—¿Y qué pasa con usted? ¿Acaso no piensa imponer una dictadura del
proletariado?
—Sí, pero contra el orden. En una revolución cada uno hace lo que quiere, menos
explotar a los demás. Eso lo discutí mucho con los rusos.
—Es decir que usted propone el gobierno del desorden.
—Absolutamente.
—Pero para organizar la producción, por ejemplo, hace falta que las cosas estén en
su lugar, que cada uno cumpla con su función, que todo el mundo trabaje.
—No señor, el que quiere trabaja, y al que no, se le garantiza la subsistencia.
—¿Usted cree que con ese plan va a recibir ayuda de otras organizaciones?
—No soy tan iluso. Hablé con el IRA, con el ETA, con el Polisario, pero son todos
iguales: generosos pero solemnes, aburridísimos. En eso debo confesar que estoy solo.
—No es muy alentador.
—Hay que cambiarlo todo, Lauri, hay que hacer una revolución que de ganas de
hacer otras revoluciones.
—Eso no se consigue con cuatro tipos, Quomo.
—Pero se puede empezar. Después la gente se subleva aunque sea por curiosidad.
Ni bien el irlandés haga un poco de ruido y las masas vean que los ingleses están
ocupados en otro lado, se van a levantar. Ahora, si usted quiere abrirse, todavía está a
tiempo. Con los cincuenta mil dólares que se ganó en el tiro al blanco tiene como para
empezar una buena vida de ex revolucionario.
—¿Cuándo piensa salir para Bongwutsi?
—Antes de que los británicos lleguen a las Falkland, pero para eso necesito un
avión. ¿Qué me dice del árabe?
—¿Qué tiene que ver?
—Hombre, un tipo con ese diamante en la cabeza no viaja por Air France. Vaya,
llame a ver si soltaron a Chemir. Si lo encuentra dígale que prepare el plan sin alcohol.
Quomo le pasó una tarjeta. Lauri quiso preguntar algo más, pero advirtió que el
negro tenía la cabeza en otra parte. Fue a la barra y pidió el teléfono. Al otro lado
respondió Chemir.
—Entendido, señor —dijo—. Le aviso que el inglés sigue en circulación, lo acabo de
ver cerca de Chátelet.
—¿Qué pasó con usted?
—Conseguí escapar antes de que llegara la policía.
Lauri volvió a la mesa y aprovechó para saludar al árabe, que lo seguía con la
mirada.
—Todo en orden —dijo.
A Quomo se le iluminó la cara.
—Seguimos con suerte. Pida la cuenta.
Lauri hizo una seña al màitre y encendió un cigarrillo.
—Usted que lo puede ver de frente, ¿cuánto le parece que pesa? —preguntó
Quomo.
—El qué.
—El diamante.
—Ni idea, pero es grande como una nuez.
Quomo dejó cuatro billetes en la bandeja y se puso de pie.
—Disculpe la intromisión, Monsieur —dijo acercándose al árabe— pero me
pregunto si no nos hemos conocido en Bagdad. Mi nombre es Michel Nakuto, industrial
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de Bongwutsi.
—Es posible —dijo el árabe, que no parecía sorprendido—. Sultán Alí El Katar,
presidente de la Corte Suprema de Justicia de Kuwait.
—Ahora veo —dijo Quomo—. Es su fotografía en los diarios que me quedó
grabada. Este es el señor Lauri, encargado de negocios de la República Argentina,
desgraciadamente en guerra. Ahora le ruego que me disculpe...
—Un momento, Monsieur... ¿me concederían el honor de compartir un té con
ustedes?
—Con todo gusto. Pero quisiera tener el placer de ser yo quien lo invite a tomar una
copa.
—No, por favor, nada de alcohol para mí.
—Justamente, yo iba a sugerir un lugar donde se prueba el mejor whisky
desalcoholizado.
— ¿Eso existe?
—Por supuesto, en Place des Vosges, un rincón propiedad para un puñado de
amigos.
—¿Sin alcohol?
—Solamente queda el sabor. El Islam no prohíbe el sabor a whisky, ¿verdad?
—Bueno... nunca me lo había preguntado.
Quomo abrió los brazos, miró a la mujer de anteojos y le dirigió una sonrisa
luminosa.
—Permítanme que los invite, entonces. Tengo curiosidad por saber si además de
haberlo visto en los periódicos, no nos conocemos de la Guerra de los Seis Días.
—¿Usted estuvo allí?
—Como piloto voluntario, pero lamentablemente al quinto día de combate los
judíos me derribaron en el Sinaí.
—Pida el coche, Mariè-Christine —dijo el sultán—. Si los suizos inventaron el café
descafeinado, ¿por qué este hombre no puede haber descubierto el alcohol
desalcoholizado?
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le enviara a Londres las cartas que había dejado en el buzón del consulado, convencida de
que para borrar de su vida al marido tenía que olvidar también al amante. Bertoldi fingió
comprenderla, pero al amanecer, mientras la acompañaba por el sendero del bosque, se
dijo que nunca se las enviaría, porque ella no lo deseaba de verdad. Se sentía tan abatido
que cuando Daisy llamó un taxi ni siquiera le preguntó a qué hora salía el avión. Le dio un
beso en la mejilla, ayudó al chofer a poner la valija en el baúl y se quedó parado en la
vereda mirando el coche que se alejaba.
La caballeriza quedaba a dos kilómetros del consulado, pero para esquivar la zona
de exclusión Bertoldi tenía que caminar unas treinta cuadras. Prefirió, entonces, internarse
en el bosque y bordear el lago. Tenía el cuerpo pesado y el ánimo abatido. Sentía que con
la partida de Daisy, la muerte de Estela volvería a ocupar toda su vida. Al pasar frente al
embarcadero viejo le vino a la memoria el atardecer en que subieron por primera vez a un
elefante. Dos nativos que regresaban a una aldea del norte les hicieron un lugar y se
internaron en la selva por un camino de cazadores. Los otros animales se apartaban a su
paso y sólo los insectos de luz y las mariposas los acompañaban en la marcha. El andar del
elefante era tan suave que tuvieron la sensación de ir sobre una nube que se desplazaba
entre el follaje y las flores. En el viaje fumaron tabacos nuevos, y soñaron despiertos con lo
que nunca soñaban dormidos. Desde entonces Estela empezó a creer, como los nativos,
que las pesadillas venían del diablo y se despertaba espantada y sin coraje para nada.
En ese tiempo ya conocían a Daisy, pero el cónsul no sospechó nunca que un día
sería su amante. Estela le contó la travesía a lomo de elefante y Daisy se sorprendió de que
hiciera un mundo de tan poca cosa. Los ingleses salían en safari todos los meses y la
señora Burnett no recordaba otra cosa que el asedio de los mosquitos y la tediosa espera
hasta que aparecía la presa. Era raro que el embajador volviera con una pieza mayor
porque tenía muy mala puntería y se quedaba dormido sobre el mantel del pic-nic ni bien
los negros retiraban la vajilla del almuerzo.
Tal vez si Daisy le hubiera contado lo ocurrido con el gorila en la embajada
británica, Bertoldi no habría sentido un vago sentimiento de compasión por Mister
Burnett. También él conocería ahora el silencio de las piezas vacías, sabría que esos
cabellos enredados en la rejilla del lavatorio sólo podían ser suyos, dejaría siempre
encendida una luz en otra habitación, revolvería cajones en busca de fotos y cartas que
antes le hubieran parecido sin importancia. O, como hacía el cónsul, dejaría una canilla
abierta en la cocina mientras andaba por la casa.
Bertoldi fue a la costa por un camino de piedras azules. Las iguanas iban a
refugiarse bajo las plantas y de pronto la marea depositó un bulto sobre la playa. Se acercó
a mirar y halló un perro muerto, hinchado a reventar, con la boca abierta y los ojos
desorbitados. Estuvo largo tiempo allí, rodeado por las olas, mojándose los zapatos,
pensando que tal vez alguien lo había arrojado de un barco y el animal no pudo encontrar
la orilla.
Al llegar a su casa fue derecho al buzón donde estaba el paquete que había dejado
Daisy. Lo puso sobre la mesa y abrió un postigo para que entrara la luz. Un pedazo de
vidrio roto cayó al suelo y una lagartija asomó la cabeza por el agujero de la ventana.
Ahora eran varios los grillos que cantaban en la habitación. Se echó en el sofá y cerró los
ojos, pero no pudo apartar de su cabeza la imagen del perro ahogado. Buscó en el cesto de
los papeles y encontró una colilla de la que sacó un par de pitadas. Los grillos estaban
aturdiéndolo y tuvo que abrir todos los postigos para que la luz los hiciera callar. Se
preparó un café y lo llevó al despacho. Daisy había envuelto el paquete con una cinta con
los colores británicos, pero Bertoldi lo atribuyó a pura distracción y empezó a desatar el
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nudo mientras el pucho se le consumía en los labios. Dio vuelta el retrato de Estela y
rompió el forro azul, pegado con scotch. Adentro encontró una colección completa y bien
ordenada de las partituras para piano de Ludwig van Beethoven.
Aunque seguía aturdido, no necesitó mucho tiempo para darse cuenta de que Daisy
se había equivocado paquete y que sus cartas seguían en la embajada británica al alcance
del despechado y rencoroso Mister Burnett.
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—Yo los llevo adonde quieran y cuando quieran— dijo el sultán a medianoche.
Empezaba a trabársele la lengua y la voz le salía empastada. La luz hacía relumbrar la
piedra del turbante y costaba seguirle la mirada.
—¿Pero el avión es suyo?
—Personal. Con ruleta y pase inglés a bordo. Hágame servir otra copa, por favor...
¿Cómo me dijo que le llaman a esto?
— Tzelvita, pero enseguida la gente lo confunde con el whisky.
—Yo no noto la diferencia. Si pudiéramos inscribirla como bebida sin alcohol
reventamos a Coca-Cola.
—¿Dónde está el piloto? —preguntó Quomo.
—El piloto soy yo. Ochenta y seis horas de vuelo. Estoy tomando un curso para
emergencias aquí en París. No sabía que le interesara la aviación.
—Es que tengo que llevar la destiladora a Bongwutsi y no quisiera pasar por la
aduana. ¿Prueba el de anís?
—¿De anís también hay? —se sorprendió El Katar— . ¿Usted sabe el negocio que
tiene en sus manos?
—Sí, pero necesito un piloto que pueda aterrizar en cualquier parte. ¡Chemir, el de
anís!
—Usted dice evitar el aeropuerto.
—El aeropuerto, la luz del día, las miradas indiscretas. Un avión se consigue en
cualquier parte, pero ya no hay verdaderos pilotos; son computadoras, robots incapaces
de hacer volar un barrilete. Lo mío es una revolución en materia de bebidas y no se lo
puedo confiar a cualquiera.
—Adonde quiera y cuando quiera —repitió el sultán y terminó el vaso.
Chemir repartió copas y sirvió de una jarra blanca. Había cerrado las puertas del
bistrot y cada tanto apartaba la cortina para echar una mirada a la calle. Llevaba puesta
una chaqueta de camarero y cuando se movía entre el mostrador y la mesa arrastraba la
pierna con cierta elegancia. Quomo lo miró e hizo un gesto de compasión.
—Vea cómo quedó. En un tiempo fue el mejor baterista de Nueva Orleans y
acompañaba a Count Basie en las giras. Con las piernas quebradas liquidó a los tres judíos
que vinieron a rematarnos después de la caída. Yo estaba ciego y escuchaba los gritos de
los soldados que se nos acercaban. Me había quemado los ojos y desde entonces sólo
puedo ver en línea recta, por eso me perdonará que lo mire tan fijo. En eso siento que
Chemir me arráncala ametralladora de la correa y empieza a tirar. El fuselaje del avión se
estaba quemando y hacía un calor de infierno, así que nos dieron por muertos. Estuvimos
dos días achicharrándonos en el Sinaí hasta que llegaron los jordanos a rescatarnos.
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Con las partituras en la mano, absorto, el cónsul se paseó por su despacho y trató
de recordar cuántas cartas le había escrito a Daisy en esos meses. Varias veces le había
pedido que las quemara, pero en verdad se sentía orgulloso de que ella las guardara y las
releyera cuando se sentía sola, a la hora de la siesta, mientras Mister Burnett se encerraba
en su atelier a armar los barriletes que copiaba del Kite Magazine.
Pensó en lo que podía ocurrir cuando el embajador británico las hallara en el cajón
de algún armario y se le hizo un nudo en el estómago: lo más probable, supuso, sería que
atacara el consulado con el pretexto de toma de represalias por la reconquista de las
Malvinas.
Entró al baño, abstraído en sus conjeturas, y encontró a O'Connell que dormía en la
bañadera, con un braza bajo la nuca y los pies apoyados contra los azulejos. Tenía la boca
muy abierta y la barba aplastada contra el pecho. Una gotera caía desde la ducha y corría
hacia el desagüe formando un hilo delgado y movedizo. Cada vez que se le acercaba un
mosquito, el irlandés levantaba una mano y se golpeaba la cabeza como si acabara de
acordase de algo importante. Había dejado la pistola en la jabonera y el panamá colgaba
de una canilla, junto a la camisa recién lavada.
Cuando Bertoldi se acercó al inodoro, O'Connell manoteó la pistola y se sentó,
rígido, con la mirada atravesada.
—Me robaron la plata —anunció el cónsul—. Esos negros de mierda…
—¿No me diga? ¿Lo golpearon?
—Seguro, si me desperté tirado en una vereda.
— ¡Muy bien! Yo no esperaba tanto.
— ¿Qué es lo que le parece muy bien?
—Que estén acumulando fuerzas. ¿No tiene idea de quién los manda?
—Qué sé yo. Son unos muertos de hambre.
—De acuerdo, pero se están organizando, expropian a los blancos. A usted ya le
habían sacado los documentos, me dijo.
—En el ómnibus. La plata y el pasaporte, como ahora.
—¿También se llevaron el pasaporte? —el irlandés salió de la bañadera, exultante—
¡Me lo hubiera dicho antes, hombre!
—Yo no veo ningún motivo de regocijo. Si hasta los cigarrillos me robaron.
—Eso está mal, ¿ve? Son desviaciones criticables, ya se lo vamos a decir. Lo
importante es que están juntando documentación.
—¿Para qué quieren un pasaporte sin foto?
—¿Sin foto? ¿El pasaporte estaba en blanco?
—Qué quiere, si no tenía plata para ir al fotógrafo.
— ¡Ah, pero entonces esta gente sabe muy bien lo que hace!
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Venga con nosotros al hotel. Paga la República Socialista de Bongwutsi. De paso llévese un
par de botellas de whisky.
—El patrón es buena persona, Michel, no le puedo hacer una cosa así.
—La revolución ya empezó, mi querido Chemir. No más servilismo en París. ¿No
es eso lo que quería?
—No agachar más la cabeza.
—Nunca más.
Chemir hizo dos pasos arrastrando la pierna, se quitó la chaqueta de camarero y la
tiró sobre una silla.
—De acuerdo, Michel. Que Dios nos ayude.
—Somos ateos, Chemir. Tampoco en eso hemos cambiado.
—Pero estamos más viejos, ¿verdad?
—Yo no. No me lo puedo permitir. ¿Recuerdas la consigna?
Chemir esbozó una sonrisa nostálgica y los ojos se le pusieron aguachentos.
—Vencer o morir —dijo por lo bajo, y sonrió con los pocos dientes que le quedaban.
Lauri sintió que algo se movía dentro de él. Salió a la calle, bajo la llovizna, y pensó
que todavía estaba a tiempo de alejarse de allí para siempre.
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la gente los despedía con pañuelos y colores británicos. De pronto la pantalla mostró una
multitud clamorosa que levantaba banderas celeste y blanco en una plaza que el cónsul
reconoció de inmediato. Por un instante olvidó el traje y trató de escuchar el relato del
periodista a través de la vidriera. Parecía tan interesado que el vendedor se acercó al
aparato y pasó la antena a un video portátil. En el televisor apareció J.R. apretando el
cuello de una mujer huesuda y de ojos verdes y el cónsul hizo un gesto de fastidio.
Entonces el vendedor le mostró a Silvester Stallone sacando a un negro del ring y Bertoldi
reculó hacia Pierre Cardin con la mirada perdida en una confusión de imágenes hasta
entonces olvidadas.
Durante un rato deambuló por las galerías tratando de juntar pedazos, cabos
sueltos, figuras ocultas en el fondo de su memoria bruscamente perforada por la imagen
fugitiva de la Casa Rosada. Al fin se detuvo en la vidriera de Yves Saint Laurent y se dijo
que el traje era lo bastante sobrio y elegante como para presentarse ante Mister Burnett el
día que los ingleses firmaran la rendición.
Frente al espejo, mientras se lo probaba, trató de adivinar si Estela habría aprobado
el color y si no se reiría de la solemnidad que se pintaba en su cara mientras el vendedor le
acercaba al cuello una corbata envuelta en dos dedos. Pidió tres camisas de diferente tono
y las hizo envolver junto a las dos que le había encargado O'Connell. Calculó que tenía un
par de horas hasta que el vidriero terminara de trabajar en el consulado, de manera que
decidió llevarse el traje puesto y tomar una copa en el bar del hotel. Miró el reloj y por
primera vez lo encontró viejo, golpeado, pasado de moda, incapaz de acompañar el
atuendo que estaba eligiendo. Se lo quitó, lo puso entre la ropa que había llevado puesta y
llamó al vendedor.
—Hágame el favor, queme esto —dijo y guardó el dinero en el pantalón nuevo.
El empleado hizo un bollo con todo y lo arrojó a al canasto. Bertoldi se quedó
sentado en el probador, frente al espejo, esperando que el sastre cortara las botamangas.
¿Daisy habría guardado bien las cartas, o al envolver las partituras de Beethoven las
habría dejado al descuido sobre una mesa? ¿Se comportaría Mister Burnett como un
gentleman o lo haría asesinar por uno de esos torvos agentes de seguridad que se
disimulaban entre los invitados a las recepciones? ¿Qué diría esa multitud de la Plaza de
Mayo si supiera que su hombre en Bongwutsi había desafiado al enemigo en su propio
terreno? Bertoldi se revolvió en la silla y pensó que al fin y al cabo el advenimiento del
comunismo le permitiría regresar a Buenos Aires como un héroe. El vendedor pasó una
mano entre las cortinas del probador y le alcanzó el traje y la camisa beige. Se vistió
despacio: en el espejo aparecía de apoco una figura desconocida, alguien a quien los
negros hubieran abierto la puerta del camión cuando huían del gorila. Se abrochó el saco,
y cuando el empleado le preguntó si pagaría con tarjeta hizo un gesto de negación
displicente. Oyó la cifra sin alterarse: arrugó la boleta y tiró sobre el mostrador ocho
billetes de cien. El vendedor abrió un cajón, sacó un aparato no más grande que un
despertador electrónico y el cónsul sintió, de pronto, que su gallarda compostura se
derrumbaba de un golpe.
—Lo lamento, señor, los billetes no sirven.
Bertoldi empezó a sudar frío. Un rencor sordo, de perro abandonado, se le mezcló
con la sangre.
—No entiendo —dijo, y trató de parecer firme—. ¿Qué quiere decir?
—Con todo respeto, señor: la máquina rechaza los billetes.
—¿Y quién es ese aparato para rechazar mi dinero?
—La computadora de la casa, señor. Fíjese, aquí nos indica que falta la línea de
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segmento, ¿ve?
—¿Usted insinúa que ese esperpento rechaza el dinero que me da el banco?
—Lo siento, señor. Con toda seguridad aceptará su tarjeta de crédito.
El cónsul miró hacia la puerta y sintió, por un momento, un desesperado deseo de
salir corriendo.
—No traje la tarjeta. Tome, pruebe éstos.
Un rocío transparente brilló en la calva del empleado que se inclinaba bajo la
lámpara. El hombre del sombrero tejano que Bertoldi había cruzado en el hall, entró en la
silla de ruedas. Llevaba una mano en la cadera de la rubia que mascaba chicle.
—Todos malos, señor. Lo siento. Si me permite el pase del hotel podemos cargarlo
en su cuenta.
—Acabo de llegar.
—Sin problemas. Se lo hacemos llegar a su habitación.
El cónsul sintió un revoltijo en las tripas y temió ensuciar el traje flamante.
—No tendrá inconveniente en que vaya un momento hasta la gerencia—dijo.
—Ninguno señor. ¿Me permite su pasaporte, por favor?
Bertoldi dio vuelta la cabeza y encontró la mirada severa del hombre del sombrero.
De vez en cuando la rubia lo levantaba del cuello de la camisa y lo acomodaba en la silla.
—Me lo robaron —dijo el cónsul.
—Lo siento mucho, señor. El probador está a su disposición.
—Dos blancos pasaron dinero falso en un restaurante, la otra noche —dijo el de la
silla de ruedas y frotó la entrepierna de la muchacha—. ¿Conoce a la persona que le dio
esos billetes?
El cónsul sacó la ropa vieja del canasto, entró al probador sin responder y volvió a
vestirse. El corazón le latía con fuerza y sus ojos vieron en el espejo a un hombre que jamás
podría abandonar ese país. Estaba ajustándose el cinturón cuando oyó la voz del tejano.
—En su lugar yo retendría esos billetes, joven. Nunca se sabe.
—Dice que se los dieron en el banco.
—Con más razón. No me sorprendería que los rusos ya nos estén manejando la
Reserva Federal. Vea lo que les pasó a los británicos por mirar para otro lado. Guarde eso.
Bertoldi apartó las cortinas con la escasa fuerza que le quedaba y levantó los billetes
que el empleado estaba a punto de meter en la caja.
—Llegará un día —dijo pausadamente, y su voz sonaba cansada—, que toda esta
mierda será expropiada. Entonces yo voy a venir a buscar mi traje y usted tendrá que
lavarme los calzoncillos antes de que lo lleven al paredón de fusilamiento.
—Curiosa conducta para un blanco, señor —dijo el lisiado mientras apretaba las
nalgas de la rubia— ¿En nombre de quién se permite semejante grosería?
—En nombre de la República Socialista Popular de Bongwutsi —dijo el cónsul y
abandonó Yves Saint Laurent a trancos largos, como si escapara de su propia sombra.
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Para pasar desapercibido O'Connell tomó un atajo a través del bosque, pero se
arrepintió muy pronto, por, que la vegetación le produjo una seguidilla de estornudos y
los ojos se le pusieron colorados como tomates. No había previsto ese inconveniente
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oscilaba sobre las copas de los árboles. A lo lejos distinguió el carro que se detenía junto a
la barranca y arrojaba los borrachos al agua. Dio gracias a Dios por la falta de viento y
arrojó un puñado de explosivo sobre la antorcha. La llamarada se quedó flotando un rato
en el aire y desde la kermesse llegaron los primeros aplausos. O'Connell buscó más
pólvora en el bolso y pudo medir la expectativa que despertaba su discurso por el silencio
que se producía en el patio. Al segundo fogonazo, cuando intentó dibujar una sirena con
alas, los músicos dejaron de tocar y ya todo el mundo lo señalaba y le prestaba atención.
Las mujeres habían salido de las casas a las apuradas, envueltas en batas y chales. El carro
de los borrachos se detuvo a mitad de camino y las patrullas fueron a buscar instrucciones.
O'Connell hizo bocina con las manos y pidió atención mientras arqueaba las suelas para
no resbalar. Tenía los pies acalambrados y la voz le salió llena de furia cuando se cagó en
la reina. Isabel y en el colonialismo británico. Alguien, en el palco de la orquesta, traducía
por el micrófono y una gritería satisfecha le llegó de abajo. Cuando se hizo silencio,
O'Connell anunció el inminente regreso de Quomo; llamó a la rebelión armada y avisó que
ese lugar de perdición estaba plagado de bombas. Enseguida arrojó la antorcha, y se irguió
con un jubiloso "Dios los bendiga camaradas" y un vibrante “Venceremos".
El del micrófono tradujo que los británicos habían puesto bombas en la isla y los
negros empezaron a desbandarse, enfurecidos. Las mujeres sacaron a los blancos de sus
camas y los músicos voltearon el alambrado para correr por el campo. La patrulla disparó
al aire y los borrachos aprovecharon la confusión para escapar del carro. Alguien encontró
una de las bombas y la arrojó en un aljibe. O'Connell escuchó la explosión cuando saltaba
sobre el techo de la cantina. Los británicos, desnudos, corrían por las calles oscuras y los
negros los perseguían a cascotazos y los perros les mordían las piernas. La policía empezó
con los bastonazos y las botellas desaparecieron de los estantes. Antes de escapar por los
baldíos, O'Connell escuchó los otros estallidos y vio que los negros colgaban piedras al
cuello de los ingleses y los arrojaban por el acantilado. Lo invadía una sensación de gozo y
recordó la noche que Michel Quomo le dijo que su pueblo heroico se levantaría contra la
opresión cuando alguien le hablara con toda franqueza. Inició la retirada a través del
bosque, estornudando de nuevo, y bajó a la playa en busca de la canoa. No era la primera
vez que sublevaba multitudes, pero siempre sentía la misma satisfacción. Remó unos
minutos con un cigarrillo en los labios y luego dejó que él bote se abandonara al capricho
del agua. Estaba un poco cansado y le dolían las piernas, pero no tenía sueño. Se recostó a
babor y estuvo un largo rato mirando caer ingleses desde lo alto del despeñadero. Pensó
que ahora nada ni nadie podría apagar la cólera de los humillados y los explotados del
África.
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El bar nocturno del Georges V estaba a media luz. En barra había tres hombres
rubios y corpulentos, vestidos de azul, que tomaban cerveza en silencio. Al beber miraban
el techo y se daban codazos de complicidad, como si compartieran una picardía secreta.
Casi todas las mesas estaban ocupadas y nadie parecía entusiasmarse por la interpretación
del pianista. Chemir miró a través del vidrio pero ni siquiera sabía a quién buscaba. Fue a
mirar al baño, por rutina, y luego volvió al hall.
—Sin novedad—dijo.
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—Chemir viene para acá —dijo el argentino y empezó a vestirse—. ¿Qué pasó?
—Se equivocaron de negro. Deben haber llegado justo cuando Patik estaba
revisando la pieza.
—¿Lo buscaban a usted?
—Claro, esa fanfarronada es de los Kruger.
Chemir golpeó a la puerta con suavidad. Lauri le abrió y la luz del pasillo iluminó
el living. El rengo fue directamente al baño.
—Un canalla menos —dijo al regresar—. ¿Y ahora, Michel?
—Hay que salir del hotel antes de que se den cuenta del error —dijo Quomo y fue a
mirar por el balcón.
—¿Pido un taxi? —preguntó Lauri.
—No, bajemos por acá. Chemir, alcánceme las cuerdas de las cortinas y vaya a
buscar las de su habitación.
Chemir salió corriendo mientras Lauri se reunía con Quomo en el balcón.
—¿Piensa bajar los cinco pisos así?
—Si usted conociera a los Kruger no vacilaría en tirarse de cabeza. Déme la valija.
—No, yo no me animo.
Quomo lo miró, extrañado.
—No me diga que tiene vértigo.
—Lo que tengo es miedo.
—Muy bien, sepa que uno de esos tipos se cargó a Sadat y otro disparó contra
Reagan. O fue el mismo, nunca se supo bien. Los mandaron a la Siberia después del
atentado del Vaticano. Los llaman La Demoníaca Trinidad.
—El tipo que tiró contra Reagan está preso.
—¿Pero usted en qué mundo vive? Ese pasaba por ahí y la historia de las cartas de
amor a Jodie Foster se la di yo.
—A mí esos tipos no me conocen.
—¿Y qué va a hacer con el inglés? Ese no se ya a quedar conforme hasta que usted
no le explique lo de las Falkland. Recuérdeme que le prepare una buena historia para eso.
Lauri miró hacia abajo. La piscina se esfumaba entre la niebla. Chemir llegó con un
montón de cuerdas rojas y desflecadas.
—Son muy cortas —dijo Quomo, y ató una a la baranda—. Vamos a tener que ir de
balcón en balcón.
Lauri miró a Chemir que temblaba como un pájaro mojado. Apenas alcanzaba a
distinguirle la cara en la penumbra.
—¿Usted no dice nada?
—Yo no paso delante de ellos ni loco. En Bongwutsí colgaron a todos los
compañeros.
—¿Cómo sabe que están abajo? —insistió Lauri.
—Willie siempre deja de tocar a las tres —dijo Quomo y se sacó la camisa.
—A veces me pregunto si no se están burlando de mí.
—Lo discutimos otro día —Quomo pasó una pierna sobre la baranda—. Si viene
trate de no hacer ruido.
—¿Y si voy por el ascensor?
—Entonces invente algo para el inglés. Y de paso dígales a los Kruger que están
trabajando como amateurs. Sería una pena que los devolvieran a Siberia antes de que se
hayan tomado toda la cerveza del mundo libre.
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La hierba había crecido alrededor de la tumba de Estela y el cónsul estuvo toda una
mañana arrancándola con una azada. Mientras trabajaba iba contándole lo ocurrido desde
los primeros días de la guerra y se demoró en el asalto a la zona de exclusión y la llegada
de O'Connell. Contó también la partida de Daisy, pero ni siquiera esta vez se atrevió a
confesar que habían sido amantes clandestinos. Bertoldi sabía que hablaba para sí mismo,
pero una extraña compasión le impedía evocar en ese lugar su relación con la esposa del
embajador británico. Un nativo que pasó a su lado creyó que el cónsul rezaba y se
santiguó en señal de respeto. Por momentos el cielo claro se estremecía con un relámpago
y Bertoldi pensó que durante las lluvias le sería imposible atravesar el lodazal para llegar
hasta la tumba.
Cuando el rectángulo estuvo limpio de arbustos se quedo un rato en cuclillas,
mirando la tierra reseca. Le costaba creer que el cuerpo de Estela estuviera cubierto de
gusanos, que la piel se le desgajara día a día como en esas horribles películas de
Christopher Lee. Casi involuntariamente, empezó a rascar la tierra con la llave de la casa
hasta que encontró una raíz carcomida por los bichos. Entonces estrelló un puño contra el
suelo y sintió que el sol estaba revolviéndole los sesos. En voz muy baja pidió perdón por
sus pensamientos y se puso de pie, empapado, Estuvo un rato en silencio, secándose el
cuello con un pañuelo. Un poco más allá dos peones cavaban un pozo y se turnaban para
ir a descansar bajo un árbol. El ruido de un trueno le hizo levantar la cabeza y recordó que,
cuando estaban juntos, Estela apagaba las velas para descifrar mejor las figuras que
cruzaban por el cielo. Cuando caía una estrella, cerraba los ojos y pensaba en secreto un
deseo que los dos creían realizable. Por un instante, el cónsul tuvo la sensación de que en
ese tiempo eran felices porque aún creían que podía sucederles algo nuevo. Habían
decidido tener un hijo cuando regresaran a Buenos Aires, pero después ni siquiera
volvieron a hablar de eso y fueron encerrándose en sí mismos hasta vivir como una sola
persona que repetía mecánicamente la rutina de todos los días. Estaba preguntándole a
Estela por qué no habían luchado con más fuerza, por qué se habían entregado a la
resignación, cuando uno de los peones se acercó a reclamar la azada. Bertoldi le dio un
billete de una libra y el enterrador se quitó dos veces el sombrero antes de salir corriendo
hacia donde lo esperaba su compañero. El cónsul caminó hasta la calle sombreada por las
palmeras y se paseó entre las tumbas, enfrascado en sus pensamientos. Al pasar frente al
panteón de los ingleses, un negro bien trajeado, que salió de abajo de una cúpula, lo llamó
por su nombre y se alejó por la vereda. El cónsul creyó reconocer la ropa y se quedó
mirándolo, desconcertado. El desconocido entró en la capilla a paso lento, y lo invitó con
un gesto a ir detrás de él. Bertoldi dudó un instante, se sonó la nariz, y concluyó que no
arriesgaba nada con seguirlo. El hombre se arrodilló frente al Cristo, juntó las manos y
bajó la cabeza como si dijera una oración. El cónsul se hincó a su lado y le copió los gestos
con impaciencia.
—Hace días que vengo a buscarlo. Ya se imagina.
El cónsul lo miró de reojo. Había poca luz y apenas podía distinguir que se trataba
de un tipo elegante.
—¿Usted es del gobierno? —dijo Bertoldi.
—No me pregunte nada. Su valija está en la conserjería del Sheraton.
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Metió dos dedos entre el pañuelo que asomaba del bolsillo del saco y le pasó un
ticket amarillo.
—Perdone la demora, pero todo el mundo está nervioso por las bombas.
—¿Una valija?
—No hubo tiempo para preparar algo mejor. Le sugiero que la retire antes de la
fiesta de los británicos, pero ande con cuidado: su casa está demasiado vigilada.
Bertoldi miró hacia los costados. Un cura joven estaba cambiando las velas de la
Virgen.
—Se va a reír pero no tengo plata para ir al hotel.
—Está todo pago.
El cónsul movió la cabeza, intrigado.
—Perdone la curiosidad. ¿Ese traje lo compró en Yves Saint Laurent?
El hombre tuvo un sobresalto.
—¿Me estuvo vigilando?
—No, por favor, no tiene importancia.
—Lo había subestimado, embajador.
Estuvieron unos minutos en silencio y el cónsul se dio cuenta de que había
empezado a rezar de verdad. Completó el Padre Nuestro y se animó a preguntar:
—¿Por qué yo?
El negro se levantó, se persignó, y lo miró por primera a los ojos.
—Usted es demasiado modesto, Mister Bertoldi.
Después fue hacia la salida y el cónsul lo vio caminar a contraluz. El traje no tenía
ni una arruga. Sintió deseos alcanzarlo pero estaba tan desconcertado que siguió rezando
hasta que se le secaron los labios. Salió despacio, el sombrero en la mano, tratando de
darle un sentido que había dicho aquel hombre. Luego de una larga reflexión lo relacionó
con el cerrado lenguaje de los diplomáticos y los terroristas. Entonces recordó que
O'Connell le había anticipado la llegada de una encomienda y tuvo la certeza de que el
irlandés lo estaba utilizando para recibir armas. En un arranque de furia pateó una corona
marchita que rodó hasta el portal de la capilla y salió a la calle. Llamó un taxi, le dio la
dirección del consulado y le explicó cómo esquivar la zona de exclusión. Iba con la idea de
cantarle cuatro frescas a su refugiado, pero de pronto advirtió que todavía no había
almorzado y tenía una habitación paga en el hotel que siempre había querido conocer.
Lo pensó un instante y cuando pasaron frente a la estación se inclinó hacia el
conductor para decirle que lo llevara directamente al Sheraton.
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discapacitados.
Lo sorprendió encontrar en el hall al agente británico Fred Richardson, que salía de
una cabina de teléfonos. Tenía la cara hinchada y llevaba unos anteojos negros que apenas
le cubrían el ojo en compota. Bouvard se escondió detrás de una columna y lo miró ir
hacia los ascensores. Lo había conocido en el Chad, cuando las tropas francesas lo
encontraron dormido bajo el sol con el Times abierto en la página de deportes. Estaba tan
despellejado que tuvieron que devolverlo a Londres en un cajón de hielo picado. Desde
entonces su área de operaciones se había restringido a los países nórdicos y Bouvard se
asombró al encontrarlo en París. De inmediato dedujo que Richardson iba detrás del
argentino y temió que sus movimientos alertaran a Quomo.
Cuando el ascensor partió, el francés salió de su escondite y se acercó al indicador
para ver dónde se detenía. Luego corrió por la escalera de incendios y subió hasta el
quinto piso ahogándose, jurando que al día siguiente dejaría de fumar. Recorrió el pasillo
alfombrado hasta que encontró una habitación con la puerta entreabierta. La empujó con
cuidado y vio que el inglés se quitaba los zapatos y salía al balcón. Desconcertado,
Bouvard entró al living y se escondió detrás de una cortina. Desde allí observó cómo
Richardson guardaba los anteojos y armaba el silenciador de la pistola. El francés pensó,
con alivio, que si el inglés se encargaba del argentino, le allanaría el camino para
sorprender a Quomo. Lo vio subir a la baranda del balcón e inclinarse sobre el vacío.
Ganado por la curiosidad, entró al dormitorio para mirarlo de cerca y comprendió que se
proponía saltar a la suite vecina. El francés calculó que el mayor obstáculo no era la
distancia de dos metros y medio, sino la llovizna que dificultaba la visión y humedecía el
piso. Supuso, sin embargo, que el entrenamiento de los británicos preveía esas dificultades
y se deslizó en la oscuridad para no perderse detalle. Parado bajo el toldo podía distinguir
el patio y la piscina desierta.
Richardson hizo algunas flexiones, abrió los brazos, dobló las rodillas y dio un
breve grito de guerra antes de saltar al vacío. Bouvard lo vio perderse en la oscuridad, con
el saco inflado como un paracaídas, y no pudo contener un gesto de admiración y envidia.
Mientras se deslizaba por la cuerda Lauri escuchaba las voces de Quomo y Chemir
que susurraban en el balcón de abajo. La lluvia le había levantado el ánimo y pensaba que
seguramente Lenin no había empezado su revolución colgando de una soga sobre el patio
de un hotel.
Trataba de concentrarse en ese pensamiento para nos sentirse tentado de mirar
hacia el patio. En el segundo piso, el comandante lo ayudó a bajar y le mostró una latas de
cerveza olvidadas en el suelo. Desde adentro llegaban: los ruidos de dos ronquidos
distintos. Abrieron las latas y brindaron con un gesto. Estaban bebiendo con las cabezas
tumbadas hacia atrás cuando vieron, los tres al mismo tiempo, la chaqueta inflada por el
viento y los brazos abiertos del agente Fred Richardson que caía en silencio resignado a su
suerte. Cuando se estrelló en la piscina oyeron el ruido de una ola que arrastró las
reposeras. Después volvió el silencio y nadie salió al patio. Chemir ató la penúltima
cuerda y terminó la cerveza.
—¿Quién sería? —preguntó como para sí mismo.
—Enseguida lo vamos a saber —dijo Quomo—. Los Kruger no paran de hacer
salvajadas esta noche.
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con el título en letras de oro. Fuera de sí, se puso de rodillas y tironeó hasta que el cerrojo
cedió con un golpe seco. Una montaña de billetes relucientes cubrió la cama y algunos,
envueltos en fajos cayeron al suelo.
El cónsul retrocedió con la boca abierta y un temblor en los labios. Balbuceó un
"carajo" y una puteada sin destinatario preciso. La toalla se le había desprendido de la
cintura y temblaba como un epiléptico. Lentamente se fue doblando hasta que las rodillas
llegaron a la alfombra y levantó un billete en el que Benjamín Franklin estaba más serio
que un monje español. Entonces tuvo un mareo y cayó de lado, con una mejilla apoyada
sobre un fajo de cien y el oído acariciado por la música funcional.
Se despertó al caer la tarde con la sensación de haber navegado por un ancho río,
entre caballos muertos y árboles a la deriva. Los dólares seguían allí, pulcros como
estampitas de la Virgen, Bertoldi levantó un puñado contra la luz que se filtraba entre las
cortinas y estuvo así, quieto, hasta que abrió la mano y por entre las lágrimas vio que la
suerte, por fin, venía a su encuentro.
No se movió hasta el anochecer. Varias veces miró su nombre en la etiqueta de la
valija y lo repitió con la garganta apretada. Luego se levantó y comió el resto del
sandwich. A medianoche se vistió en un rincón, recogió la plata y la puso en la maleta,
cuidadosamente. La cerradura le dio un poco de trabajo, pero al fin oyó el clik y se
tranquilizó. Llamó a la recepción y preguntó el horario de los aviones para Europa. Con
voz de circunstancias, el empleado le informó que la pista acababa de ser inutilizada por
una bomba, pero que las líneas aéreas se harían cargo de los gastos de hotel. Preguntó a
qué compañía debía cargar su cuenta, pero Bertoldi colgó sin responder y deseó a
O'Connell los peores males del infierno. Aturdido, fue a lavarse la cara y se quedó unos
minutos con los ojos fijos en el espejo. Cuando se sintió más tranquilo tomó la valija y bajó
para dejarla en depósito.
Le dieron un ticket celeste y el gerente salió a estrecharle la mano otra vez,
apesadumbrado por lo de la pista. Bertoldi volvió al consulado a pie, mirando la ciudad
como si fuera la última vez. Su corazón, que saltaba de impaciencia, le decía que el largo
exilio estaba llegando su fin.
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Bertoldi no podía pegar los ojos. Entre zumbidos de interferencia, la BBC detallaba
los bombardeos de la flota británica contra las Malvinas y los preparativos para el
inminente desembarco. Afuera arreciaban los truenos y los sapos anunciaban la estación
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de las lluvias. El cónsul ya había tomado la decisión de proteger el pabellón nacional con
una retirada decorosa: como el aeropuerto seguía cerrado, el único medio de repliegue
posible era el ómnibus a Dar-es-Salaam.
A las tres de la mañana, O'Connell oyó entre sueños un ruido en la habitación del
fondo y sacó la pistola de abajo de la almohada. Descalzo, con el calzoncillo bajo el
ombligo, salió del despacho y fue hasta el dormitorio donde Bertoldi estaba escuchando la
radio, enfrascado en sus pensamientos. O'Connell comprendió que el argentino, abatido
por la derrota, no pudiera dormir, ni siquiera darse cuenta de que alguien estaba tratando
de forzar la ventana. Le hizo una seña para que no hablara y se agachó junto a la cama. Las
bisagras saltaron casi sin ruido y afuera una sombra se movió recortada por la claridad de
un relámpago. O'Connell dio un paso atrás, manoteó la radio que estaba sobre la mesa de
luz y, antes de que el cónsul pudiera decir algo, la arrojó contra el postigo que empezaba a
abrirse.
Hubo un estallido de vidrios y luego un instante de silencio. O'Connell subió a la
cama y se tiró de cabeza por la ventana, llevándose las últimas astillas y la cortina de hilo
que había cosido Estela.
Bertoldi oyó una exclamación de sorpresa y se asomó a ver que pasaba. Alcanzó a
distinguir la silueta de un hombre de traje, que se tambaleaba tomándose la cabeza, y al
irlandés que le daba un puñetazo en el estómago. La figura se derrumbó en silencio entre
los arbustos.
—Ayúdeme a entrarlo —dijo O'Connell y arrastró al intruso de las solapas. Tenía el
calzoncillo lleno de abrojos jadeaba como un perro. Se agachó a levantar la pistola y
estornudó tres veces seguidas. Bertoldi tomó al hombre por los brazos y tironeó hasta
introducirlo en el dormitorio.
— ¿Lo conoce? —preguntó el irlandés.
—La primera vez que lo veo.
Lo arrastraron hasta un sillón del despacho; el hombre revoleaba los ojos y se
tomaba la mandíbula.
— ¡Qué país de mierda! —dijo en francés y sacudió la cabeza como para comprobar
si seguía en su lugar.
—Empecemos por el nombre —dijo O'Connell y le dio una bofetada con el revés de
la mano.
—Bouvard Jean, viajante de comercio —parecía derrotado—. ¿Usted es el
embajador argentino?
El señor O'Connell señaló al cónsul.
—Me habían dicho que estaba solo.
—Le informaron mal.
—¿Ya llegaron los Kruger?
—No sea ridículo, los Kruger están en Siberia.
—No. Andan sueltos otra vez. ¿Dónde está el dinero?
— ¿Qué dinero? —preguntó Bertoldi con un estremecimiento.
—El millón. No se haga el distraído.
—¿A quién se le extravió esa suma? —preguntó O'Conell, y se sentó sobre la mesa.
—A mí. Michel Quomo me la sopló en Zurich.
—Esa es una buena noticia. ¿Y por qué la busca aquí, si puede saberse?
—Los argentinos colaboran con él.
—¿Los argentinos están con Quomo? ¿Oyó eso, cónsul? ¡El comandante hizo un
acuerdo con los argentinos!
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—No se moleste. Si no pudo liquidarlos Pol Pot, lo único que queda por hacer es
mantenerse a distancia.
—¿Quiénes son los Kruger? —preguntó el cónsul.
—La reencarnación de Stalin, pero todavía no sabemos de qué lado juegan. Ahora
lleve a este mercenario al sótano y consígame un smoking. Todavía podemos intentar algo
para recuperar esas cartas.
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Desde que Quomo y los suyos llegaron a lo de Florentine los Kruger se instalaron
en la esquina del subte. Lauri y Chemir se turnaban para hacer guardia desde una
ventana, pero al cabo de un tiempo se convencieron de que los alemanes no se arriesgarían
a tomar la casa por asalto y sólo los atacarían cuando salieran a la calle.
Las pocas noches en que dormía solo, Lauri tenía pesadillas de las que luego
recordaba fragmentos: caras deshechas, el minué inconcluso, un banco de escuela sobre el
que alguien había grabado un jeroglífico árabe. Se acostumbró, entonces, a dejar la puerta
abierta y la luz apagada. A veces se quedaba dormido y lo despertaba una caricia, pero
nunca sabía con quién hacía el amor. Apenas podía ver los ojos de las mujeres cuando
encendían un cigarrillo y al día siguiente se esforzaba por reconocerlas en la mesa del
desayuno.
Estaba habituándose a pasar el tiempo en la cama, leyendo y observando a los
Kruger, que ya formaban parte del paisaje. Después de cenar miraba televisión y
conversaba con los clientes; lentamente había dejado de pensar en la Argentina y la
revolución de Quomo le parecía cada vez más lejana. Le sorprendió, entonces, que Quomo
lo convocara una noche a su habitación.
—¿Qué posibilidades tenemos de sacar a los Kruger de allí? —le preguntó.
—¿Ya nos vamos?
—Muy pronto.
—¿A usted le parece justo abandonar a Florentine, dejar la ruleta, y tener que
levantarse temprano por una revolución en la que nadie cree? Suponga que un día los
alemanes se vayan de la esquina y podamos ir al cine, a bares, a los museos. . .
—No, no, la plata ya está en Bongwutsi. O'Connell debe haber comprado el arsenal.
Para ir al aeropuerto hay que sacarse a esos asesinos de encima.
Lauri fue hasta la ventana y miró a la calle.
—No comen, no duermen nunca. . . Parecen robots.
—Son alemanes y tienen una orden, eso es todo —dijo Quomo.
—Disculpe que me meta en esas cosas, pero me parece que está ganando
demasiado y si Florentine se funde nos va a echar a la calle.
—Yo no puedo perder. Esta noche vaya usted y deje veinte o treinta mil francos a
punto y banca.
—Ir a perder no es muy gratificante. ¿Está seguro de que la revolución necesita de
mí?
—¿Que si necesita? Venga, mire: ¿se anima a hacer carambola desde aquí? Con
buena luz, claro.
—¿Quiere que tire otra vez desde la ventana?
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—Sí, pero no directamente —Quomo fue a correr la cortina—. Vea si puede usar la
entrada del subte para que reciban las balas de rebote. El arma está en el altillo.
—No habla en serio.
—No le digo que sea ahora mismo, pero cuando los ingleses se vayan de Bongwutsi
para las Falkland habrá que salir corriendo. El sultán no puede tener el avión esperando
todo el año. Le aviso para que no lo tome de sorpresa.
—Pensé que en una de esas nos quedábamos un tiempo en París. Lenin lo pensó
muchos años antes de largarse.
—Usted mire el cartel del subte y piense. Si quiere use la columna del semáforo,
pero no deje huellas, no quiero que Florentine tenga líos con la policía.
32
Cuando empezó a llover el cónsul se puso el impermeable y fue a arriar por última
vez la bandera. El cielo se había, cubierto de nubes que ocultaban las montañas y
acentuaban la negrura de la noche. El agua caía a un ritmo monótono y desaparecía
chupada por la tierra reseca del jardín.
Dejó la bandera sobre el escritorio y miró a su alrededor. El bolso y la ropa de
O'Connell colgaban de una silla rota. Al pasar, el cónsul se probó el panamá y sintió que le
calzaba a la perfección. Se dijo que bien podía llevárselo como recuerdo y que quizá un día
valdría tanto como la boina del Che Guevara.
Fue al dormitorio y tomó de encima del ropero la misma valija con la que había
llegado años atrás. Metió cuatro camisas, un ambo blanco arrugado, un pulóver que Estela
había envuelto en plástico, y fue al escritorio a preparar un pasaporte diplomático.
Levantó la vela y miró las paredes descascaradas y grasientas. Todo estaba igual que el día
de su llegada: el escudo nacional, el mapa de la República, la foto de Gardel, un póster de
las Cataratas del Iguazú y dos tapices ordinarios que había dejado Santiago Acosta.
También los muebles eran los mismos. Se dio cuenta de que en esos años no había dejado
una sola huella de su paso por Bongwutsi. Apenas las borrosas copias en carbónico de sus
informes semanales, en los que había respetado el estilo del último cónsul. Y a Estela en
una tumba.
En un rincón del cielo raso vio la telaraña repleta de insectos. Varias veces estuvo a
punto de sacarla de allí, pero por las noches, cuando la araña salía a pasearse por la pared,
sentía que era la única compañía que le quedaba. Pasaba largos ratos mirándola tejer y
llevarse los insectos que caían en la trampa. Ganado por una mezcla de nostalgia y
aprensión, fue a buscar las botas que había dejado sin limpiar para no llamar la atención
de O'Connell. Se cambió de camisa y usó las últimas gotas de brillantina. Había decidido
cenar en el Sheraton. Calculó que si el banco tenía los números de los billetes (lo que
después de una larga reflexión le pareció improbable), no los descubrirían hasta la mañana
siguiente. Y para entonces, él ya estaría del otro lado de la frontera.
Descolgó el cuadro de Gardel, sacó la foto de Estela del portarretrato y los metió en
la valija con la bandera y una botella de whisky. Luego se calzó las botas, tomó el
impermeable y, antes de apagar las velas recorrió otra vez esa casa que no olvidaría nunca.
Pensó un instante en O'Connell y aunque sintió un escozor de inquietud, apostó a que
saldría de la embajada sano y salvo.
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Se puso el panamá y salió sin echar llave. Pese a la lluvia, el calor no había
disminuido y el impermeable lo sofocaba. Miró hacia el bulevar y vio la garita iluminada.
Hubiera querido insultarlos, pero prefirió ir a buscar un taxi sin llamar la atención. Se
detuvo un momento en la esquina y cuando iba a refugiarse bajo un alero reconoció el
camión de la municipalidad que lo había traído del palacio del Emperador. Recordó que
aún no había pagado la cuenta en el bar al que los negros lo llevaron a festejar y se alejó a
paso rápido, pegándose a la pared. Estaba a veinte metros de una bocacalle, cuando oyó
un silbido largo y grosero. Se dio vuelta, cauteloso, y vio al chofer que corría a su
encuentro. Cerca del camión había una luz de garrafa y dos peones cavaban un pozo en el
pavimento.
—Ganando guerra —dijo el chofer, contento—. Radio decir que barcos ingleses a
pique.
Se secó el pelo con un trapo sucio y se apoyó contra la pared.
—Festejar victoria antiimperialista—agregó, e hizo seña de que quería un cigarrillo.
El cónsul se sorprendió por el lenguaje y le ofreció el paquete por debajo del impermeable.
—Otro día —dijo—. Ahora estoy apurado.
El chofer tomó el cigarrillo y no se movió de su lugar. Miraba la valija.
—Kiko tener entrada prohibida en el bar porque embajador no pagar cuenta.
Bertoldi sacó la plata falsa y le tendió un billete de cinco libras. Kiko reparó en los
de cien y lo miró con una sonrisa pícara.
—Hombre de Falkland ser feliz —dijo en un inglés pausado, echando el humo por
la nariz—; ganar guerra, sobrarle plata, tener mujer del enemigo.
El cónsul sintió un frío en la espalda y comprendió que no le sería fácil librarse de
él. Agregó un billete de cien, pero Kiko no hizo ademán de tomarlo.
—A chicas gustar coche, ¿por qué andar a pie?
—No sé manejar —Bertoldi levantó la vista—. ¡Y yo que creí que usted era un
amigo!
— ¡Amigo! —Kiko se golpeó el pecho con la mano del cigarrillo—. ¡Muy amigo! Por
eso no decir a nadie.
—Está bien. ¿Mitad para cada uno?
El chofer hizo un gesto comprensivo y tendió la mano. Bertoldi separó la mitad de
los billetes y pensó "ya te va a agarrar el comunismo a vos".
—Ahora mejor —dijo Kiko—. Llevar amigo a cualquier parte.
Antes de que Bertoldi pudiera decir algo cruzó la calle y le dio un golpe de manija
al Chevrolet. Los dos peones dejaron las palas y uno de ellos levantó el farol. Kiko les gritó
algo y volvieron al trabajo sin mucho entusiasmo. El cónsul se había escondido en un
pasillo de tierra, bajo un techo de zinc, y recién salió cuando el camión subió a la vereda.
El motor echaba humo por las ranuras del capó destartalado. Bertoldi abrió la puerta y se
encontró con el gesto despectivo de Kiko.
— ¡No blancos en cabina! —gritaba.
—Para eso voy a pie. . . —dijo el cónsul. Estaba perdiendo la calma.
—¿Ir al palacio?
—Al Sheraton.
—Subir atrás.
Bertoldi saltó a la caja y el Chevrolet arrancó para el bulevar. Estaba aturdido y
tenía miedo. Un caño de cemento rodó por la caja y lo golpeó en un tobillo. Un perro
chiquito, muy flaco, salió de entre las herramientas y se acercó a olfatear la valija. Bertoldi
se asomó por un agujero de la lona y vio que los soldados británicos hacían señas con una
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linterna. Por un instante creyó que Kiko iba a entregarlo. El guardia se acercó y al ver que
se trataba de un negro le indicó con un gesto que siguiera viaje. El Chevrolet cruzó
lentamente la zona de exclusión y Bertoldi aprovechó la oscuridad para escupir el cartel
donde decía Argentines are not admitted. Enseguida, mientras cruzaban por la esquina del
bulevar, observó que las limusinas salían de las embajadas, recorrían unos pocos metros, e
iban a embotellarse frente a lo de Mister Burnett. Pensó que era la primera vez desde su
llegada al África que faltaría a una fiesta de cumpleaños de la reina Isabel.
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—¿Cuál, señor?
El inglés levantó la cabeza y vio que O'Connell había desaparecido.
—Un rubio, de barba, que fuma un cigarro.
—Hay muchos así, señor.
—Bizco. Llevaba algo en la solapa.
—¿Como yo?
—No una flor. Algo, ¡otra cosa, imbécil!
—Sí señor.
—Están pasando cosas raras en este país —dijo Monsieur Daladieu—. A mí se me
perdió un agente de París.
Mister Burnett se quedó un momento ensimismado.
—Es curioso cómo la gente deserta últimamente...
—¿También en Inglaterra? —se asombró la mujer de Daladieu.
—Es un mal de la época, Madame. Ahora, si me permite, voy a buscar al
commendatore Tacchi. Estoy harto de que me arruine las fiestas.
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Chemir llegó con la noticia de que los británicos habían, levantado el batallón de
Bongwutsi para enviarlo a las Malvinas. De inmediato, Quomo telefoneó al sultán El Katar
y lo invitó a cenar en casa de Florentine para conversar sobre el negocio del alcohol
desalcoholizado y el viaje a Bongwutsi. Luego ordenó que el whisky y las otras bebidas se
sirvieran en jarra y que las chicas musulmanas tuvieran el día franco.
Lauri miró una vez más por la ventana y vio a los Kruger en el mismo lugar,
incorporados al paisaje como los anuncios de las galerías Lafayette y las cabinas de
teléfono. Como siempre, uno de ellos comía una salchicha, otro un helado y el tercero se
entretenía con un juego electrónico. Los tres tomaban cerveza y fumaban cigarros. El
canasto de residuos estaba lleno de latas vacías. Lauri sospechaba que dormían en alguno
de los autos estacionados allí y que usaban el baño del bistrot, aunque nunca los vio
separarse. Tenían los trajes azules muy arrugados, pero nadie los hubiera tomado por
vagabundos: más bien parecían desocupados que esperaban noticias de un nuevo empleo.
No hablaban y estaban siempre de pie; a veces uno se acercaba a otro, le tocaba un brazo
con el codo y los tres reían como si alguien hubiera contado un chiste.
Lauri observaba que siempre estaban bien afeitados, pero Chemir sostenía que,
simplemente, no les crecía la barba. Lo que más parecía molestarles era que los vecinos
sacaran a pasear los perros. Cuando los animales orinaban contra la pared y ensuciaban el
piso, se indignaban y recriminaban a los dueños. Un par de veces, el argentino los vio
conversar con la policía hasta que el patrullero se iba y ellos volvían a la vereda. Durante
todo el día leían Pravda y Die Welt y hojeaban revistas de historietas que apilaban
cuidadosamente sobre el buzón. Todo parecía serles indiferente: el hombre que pasaba seis
veces por día a recoger la correspondencia, los barrenderos, las máquinas que limpiaban la
calle, los pasajeros que esperaban el ómnibus, los pegadores de afiches y el cartero.
Cuando fumaban echaban la ceniza en el canasto y el que comía helados se guardaba el
envoltorio y los palitos en un bolsillo del saco.
Mientras los observaba desde la ventana, Lauri pensaba cómo podía hacer para
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ayudo.
El negro había quedado con medio cuerpo a la intemperie, sosteniendo el peso
muerto. O'Connell se colocó detrás de él, lo tomó de las rodillas y empujó bruscamente
hacia afuera. El sereno salió catapultado detrás del inglés. O'Connell oyó una exclamación
de sorpresa y luego el golpe contra la vereda. Al fondo se veían las luces del muelle y a un
costado, sobre la colina, la rampa de lanzamiento de bengalas y cohetes que Mister Burnett
había preparado para festejar el cumpleaños, de la reina y el desembarco de la flota
británica en las Malvinas.
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Acariciados por una luz difusa, los músicos se dejaban llevar por la melancolía del
Danubio Azul. Los violinistas habían colocado pañuelos entre sus barbillas y la lustrosa
madera de los instrumentos. Los otros aprovechaban las pausas para secarse la
transpiración. Todas las mesas estaban distribuidas alrededor de la que ocupaban Mister
Burnett, el Primer Ministro de Bongwutsi y los demás embajadores con sus esposas. Entre
los representantes de Francia e Italia había una silla vacía. Mister Fitzgerald, de los
Estados Unidos, preguntó por el diplomático ausente y Mister Burnett sonrió mientras
miraba al commendatore Tacchi.
—A esta altura ahora ya debe estar baldeando los pisos. ¿A usted le parece que se
puede bromear en un día como éste?
—Yo no lo tomaría tan a la ligera —dijo Monsieur Daladieu —. Los argentinos
podrían intentar algo.
—¿Qué vendría a hacer un argentino aquí? —preguntó Herr Hoffmann.
—Rendirse —dijo Mister Burnett, y todos rieron mientras los camareros servían la
centolla—. ¿Va a tenernos en suspenso toda la noche, commendatore?
—Si quiere mi opinión, estoy de acuerdo con Monsieur Daladieu: si aquí adentro
hay un argentino que no sea Bertoldi estamos todos en peligro.
Cuando oyó nombrar al cónsul, Mister Burnett advirtió que se había olvidado de
llamar al banco para ordenar que le pagaran el sueldo y temió que el argentino pudiera
acusarlo un día de no practicar el fair play.
—¿Usted cree que esa gente podría haber enviado hasta aquí un comando suicida?
—intervino el Primer Ministro y se llevó la copa a los labios.
—No veo cómo —dijo Herr Hoffmann—. El aeropuerto sigue cerrado. Ahora, si
dice ser paraguayo y Mister Burnett asegura que tiene aspecto europeo, habría que
vigilarlo. A ver si es el que pone las bombas. . .
—Ya está hecho —dijo el inglés—. Ese hombre no habla una palabra de español,
¿verdad commendatore?
—No tengo idea. Ni siquiera lo he visto.
—¡Ah, vamos, sus farsas no engañan a nadie! El año pasado me mandó a su
jardinero disfrazado. ¿Quién es ahora? ¿Uno de esos tipos de la P-2 que andan por su
embajada?
—Espero que sea una broma —dijo secamente el italiano y dejó los cubiertos.
—Soy yo el que está harto de sus desplantes. Mañana mismo voy a enviarle una
protesta por escrito.
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Marie-Christine los esperaba en Orly con los pasaportes, el brevet de piloto para
Quomo y cuatro cajones sellados como valija diplomática. En la bodega del avión había un
lugar especial para el Rolls Royce y la secretaria no dejó que le vaciaran el tanque de nafta.
El sultán entregó su plan de vuelo hasta Riad y se despidió de la francesa besándole la
mano en la que acababa de colocar un anillo con una esmeralda grande como un
garbanzo.
El interior del Boeing estaba preparado como una suite de hotel, con dos
dormitorios y una sala de juego. Los baños eran iguales a los de los aparatos de línea, pero
decorados con sentencias del Libro de las mil y una noches. Al pasar frente a la ruleta, Lauri
hizo girar el tambor como al descuido. Desde la escalerilla, Quomo gritó "negro el quince",
y apareció en la puerta mordiendo una manzana. La bola hizo una última finta y se detuvo
en el número cantado. Sonriente, Quomo pasó frente al argentino, le dio una palmada en
un hombro y siguió hacia la cabina de mando.
Chemir y Lauri buscaron en vano una botella de alcohol y al fin se sirvieron una
naranjada antes de ajustarse los cinturones de seguridad. Por el parlante, el sultán
explicaba el uso de los chalecos salvavidas y la ubicación de las puertas de emergencia.
Durante el decolaje, Lauri cerró los ojos y recordó la mirada suplicante del Pianista de la
Utopía Inconclusa. Podía oír, mientras el avión se metía entre las nubes, la melodía del
minué sin final que él mismo estaba silbando por lo bajo. Agitó los cubitos en el vaso y
bebió el último trago. El aparato se sacudió un poco, pero el argentino estaba seguro de
que Quomo sabía lo que hacía y se dejó llevar por la modorra.
Se despertó cuatro horas después, cuando volaban sobre un desierto marrón que se
diluía en el horizonte. El sultán estaba a su lado, con la cara pegada a una ventanilla. Por
la puerta de la cabina, Lauri vio la espalda de Quomo que iba al mando del aparato.
—Libia —dijo El Katar. Tenía una sonrisa beata y el turbante le caía sobre la frente
arrastrado por el peso del diamante.
—¿Conoce Libia? —preguntó Lauri y se sirvió una Coca-Cola.
— ¡Si conozco...! Fíjese allá, aquella mancha verde, se oasis lo perdimos tres veces y
otras tantas lo volvimos a recuperar. Apenas teníamos tiempo para tomar un poco de agua
que ya se nos venían encima con los Harrier y los tanques. Diga que los beduinos como
tanguistas son un desastre y cuando los atropellamos con los camellos se quedaron
encajados en las dunas y se rindieron enseguida.
—¿Estaba el tal O'Connell allí?
—No, él estaba en la columna del coronel Kadafi. Yo no lo conocí, pero en Trípoli
todavía se habla del personaje porque quiso convertir a los bereberes al catolicismo. Creo
que el coronel lo deportó al Chad.
—¿A usted le parece que Quomo va a tomar el poder?
—El coronel le tiene fe. Vamos a entrar a Bongwutsi en Rolls, yo al volante, usted al
lado mío y los negros en el lugar de honor, como corresponde. Lo que me preocupa son
los mosquitos. Habrá que andar con las ventanillas cerradas porque me dijeron que allí
son grandes como pájaros. ¿Conoce la selva?
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cuerda que había atado en el pie de la caja fuerte. Arrodillado, con la cámara fotográfica al
cuello y un paraguas en la mano, el soviético esbozó una sonrisa incómoda y abrió los
brazos para mostrar que estaba desarmado.
—Quédese con el rollo y olvidemos el asunto —dijo.
— La soga —pidió O'Connell—. Déme la soga.
El teniente Tindemann hizo un gesto de sorpresa. La linterna le daba en los ojos y le
impedía ver a su interlocutor.
—No puede colgarme acá —dijo—. Todos los embajadores me vieron en el salón.
Desde afuera llegaron los estampidos de las pistolas. O'Connell se precipitó a la
ventana. Apenas insinuadas por el resplandor, distinguió dos siluetas de pie bajo las
gradas de la cancha de tenis. En la galería varios sirvientes negros se servían champagne y
vaciaban las botellas de vino en cantimploras. Reían, y un camarero gritó "¡Mister Burnett
se jodió!" al mismo tiempo que repartía bocaditos en la fuente de plata.
El teniente Tindemann aprovechó el momento de distracción y movió lentamente el
paraguas hasta colocarla: punta a un centímetro de la nuca de O'Connell. Cuando el
irlandés se volvió para comentar lo que veía, sintió que algo filoso como un aguijón se le
clavaba en el cuello. Su primer reflejo fue de desconcierto, pero cuando quiso expresarlo
advirtió que se había quedado sin voz. Una súbita pereza le bajó hasta las piernas,
mientras en su mente se agolpaban los mejores momentos de su vida revolucionaria.
—¿Quién cayó? —preguntó Tindemann, y se acercó a la ventana.
"Se sublevaron los negros", pensó el irlandés y se deslizó al piso. El teniente lo
sujetó de un brazo y lo acomodó contra la caja fuerte. O'Connell vio, como entre sueños,
que el ruso retrocedía y le alumbraba la cara. Entonces lo ganó un sentimiento de infinito
bienestar y pensó en Quomo y en el levantamiento popular. Sintió que el corazón le latía
con fuerza y tuvo ganas de salir al jardín a unirse a los revolucionarios. Imaginó que
pronto comenzaría la marcha hacia el palacio imperial y lamentó haberse quedado sin
energía y sin voz para aportar su experiencia. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no
supo si era de impotencia o de alegría. A su lado todo se hacía difuso. Oyó dos disparos
más, casi simultáneos, y apenas pudo levantar la vista hacia la ventana. Se preguntó si la
presencia allí de un oficial ruso significaba que Moscú apoyaba la revolución y respondió
al interrogatorio del teniente Tindemann para hacerse una idea. ¿Reconocía ser el jefe de la
misión militar de la OTAN en Bongwutsi? Movió la cabeza hacia los costados y la sintió
pesada como una piedra. ¿Sabía dónde se encontraban las copias de los informes cifrados
que Mister Burnett enviaba a Londres? Negó otra vez. ¿Conocía el plan de desembarco
británico en las Falkland? De nuevo no.
Tindemann empezó a pensar que los búlgaros se habían confundido al entregarle el
paraguas: tal vez en lugar del de la droga de la verdad, le habían dado el de la euforia
paralizante. Para confirmarlo hizo a O'Connell una pregunta de respuesta obvia:
¿reconocía ser súbdito de la corona británica? O'Connell volvió a negar con un ojo perdido
en el techo y el otro apuntando al cesto de los papeles. El soviético maldijo a los servicios
de Bulgaria y pensó que debía bajar de inmediato si quería llegar a tiempo para tomar una
foto del duelo.
Miró hacia la cancha de tenis donde los embajadores cargaban las armas. Tenía que
deshacerse del británico y le pareció que lo más adecuado seria arrojarlo por la ventana.
Lo arrastró por la alfombra mientras O'Connell lo miraba, decepcionado, pensando que los
soviéticos empezaban con las purgas aun antes de la victoria. El teniente lo enderezó, le
pasó las manos por debajo de los brazos y tocó, a través del chaleco, el paquete con las
cartas del cónsul Bertoldi. Tuvo un momento de duda y luego una corazonada. ¿Se había
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topado, acaso, con el propio correo del Foreign Office? Dejó caer el cuerpo, prendió la
linterna y le miró la cara. Estaba seguro de que alguna vez Moscú les había enviado la foto
de ese hombre. Se arrodilló, agitado, y le quitó el paquete; al azar tomó una de las cartas y
la leyó con la misma dificultad que siempre había tenido para el inglés. Encontró un verso
en el idioma de los cubanos y algunos nombres que seguramente serían seudónimos.
Revisó otros manuscritos y vio que todos estaban dirigidos a Daisy, que bien podía ser la
clave de Margaret Thatcher. Las diferentes firmas no podían confundirlo: Faustino, Bebé,
Gatito Goloso, le revelaban la remanida treta de la carta de amor. Había descifrado
decenas de ellas en Birmania, Irak y Angola. Guardó el paquete y revisó los bolsillos de
O'Connell. Encontró algunos restos de cables, dos relojes de cuarzo, un plano hecho a
lápiz y cincuenta libras que de inmediato reconoció falsas.
Se guardó todo, recogió el revólver, y apagó la linterna con la convicción de que
había encontrado algo que interesaría a la KGB. Enderezó otra vez el cuerpo desbaratado
del irlandés, lamentó sacrificar semejante fuente de información, y lo empujó por el hueco
de la ventana.
Mientras caía, O'Connell pensó que de todos modos el cónsul no tendría nada que
temer. A esa altura Mister Burnett ya debía estar camino al pelotón de fusilamiento.
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Salaam estaba confirmado. Colgó y se quedó en silencio con los ojos cerrados. Imaginó la
bronca de Mister Burnett, de plantón frente al consulado, esperándolo en vano, para
exigirle la capitulación, y se puso a tararear Chau, otario. Se vistió y guardó un fajo de
billetes en un bolsillo. Luego puso un poco de ropa junto a la plata y cerró la valija azul
con cuidado. Pensó que era hora de probar el pulpo y la langosta con una botella de
blanco del Rhin, y bajó al comedor.
El salón lo desilusionó un poco: había demasiada iluminación y la música estaba
muy fuerte. En el centro; una fuente despedía luces de colores que teñían las caras y las
ropas de los comensales. El maítre lo acompañó a la barra y el cónsul eligió un gimlet
porque le sonaba de alguna parte. La mitad de las mesas estaban vacías, pero varias tenían
puesto el cartel de reservadas. Al otro lado de la barra, bajo un cuadro con una escena de
caza, estaba la adolescente casi desnuda que había visto las otras veces en el hall. Tenía el
pelo abandonado y rubio como el de una muñeca y por los labios entreabiertos asomaban
los dientes como pastillas de menta. Los pechos cabrían en las manos de un chico y en las
piernas bronceadas chispeaba! una pelusa dorada y suave. Una gota de agua o de sudor le
brillaba entre las cejas. Estaba sola con su refresco, mordiéndose las uñas, y el cónsul tuvo
la impresión de que lo miraba con ojos de ballena encallada.
Pidió otro gimlet y se preguntó si la muchacha tenía edad para andar sola por el
mundo. Recorrió el salón con la vista para estar seguro de no tropezar con algún
diplomático y la miró con una sonrisa que quería ser sugestiva. Se sorprendió al ver que
ella le devolvía el gesto escondida detrás del vaso de Pepsi y no supo qué hacer. Su
respiración se aceleró y miró en el espejo el traje ordinario y arrugado. Se deslizó del
taburete y rozó el piso con la punta de los zapatos mojados, como si temiera que se
escucharan sus pisadas. La adolescente mordió el vaso y estiró el cuerpo para mostrar las
puntas de los pechos. Bertoldi presumió que sólo estaba jugando, pero ya caminaba hacia
ella con el gimlet en la mano y cinco mil dólares en el bolsillo. Cuando se sentó a su lado,
la muchacha volvió a sonreír y lo miró de arriba abajo.
—¿Puedo invitarla con algo más estimulante? —dijo el cónsul y señaló con una
mueca la botella de Pepsi. La adolescente lo miró, divertida, y respondió con un susurro:
—Champagne, si le parece.
El cónsul lo pidió con un gesto aparatoso a un hombre de chaqueta negra sin
advertir que no era el barman, sino el cajero. Luego señaló otra mesa, más íntima, y la
adolescente se levantó apartándose el pelo de la cara. Las pulseras eran lo más abrigado
que llevaba y se movía como si el mundo tuviera que detenerse a verla pasar. El cónsul la
dejó avanzar, le miró las caderas redondas, y se puso a buscar un tema de charla que no
sonara a desilusión.
La muchacha eligió un lugar junto a la fuente y dijo un nombre sueco o danés casi
sin mover los labios. El cónsul estuvo a punto de tenderle la mano, pero se contuvo y se
presentó con un nombre cualquiera. Estuvieron un rato en silencio, sonriendo, hasta que el
camarero dejó el balde y las copas sobre la mesa. Bertoldi lo despidió con un gesto y tomó
la botella con una servilleta. Había empezado a aflojar el corcho cuando tuvo la sensación
de que desde las otras mesas se volvían para mirarlo. Quizá eran las ropas ordinarias o sus
gestos torpes los que llamaban la atención, pero ya no recordaba con qué movimientos se
abría el champagne. Forcejeó un momento, tratando de mantener la conversación y una
sonrisa, hasta que el corcho saltó con un ruido que quedó flotando en el salón y los
comensales volvieron a sus platos y a sus murmullos monótonos. El cónsul llenó las copas
hasta la mitad, como supuso que debía hacerse. Un delgado hilo de agua corrió sobre la
etiqueta del Cordón Rouge y fue a caer sobre el pantalón, mientras la muchacha miraba al
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como si ya hubiera atravesado el océano. Señaló una mesa que parecía suspendida entre
las luces de las colinas y se dijo que desde esa noche su vida sería siempre así. Acomodó la
silla de la adolescente y en voz muy baja, con un billete de cien dólares en la mano pidió
un bouquet de rosas de Holanda. La muchacha sacó un cigarrillo y Bertoldi le dio fuego
mientras acostumbraba la vista a la oscuridad y el oído al ruido de la lluvia. Entonces,
disimulado en un rincón, detrás de la mesa de los postres, distinguió el brillo de los
cromos de un sillón de ruedas. El corazón le dio un vuelco y movió la cabeza hacia el
perchero donde colgaba, robusto e inconfundible, un solitario sombrero lejano.
La adolescente advirtió que Bertoldi se había quedado petrificado y buscó entre la
gente alguna cara de mujer alterada por los celos. Todas parecían indiferentes, salvo una
rubia que mascaba chicle y abría las rodillas para que el paralítico arrugado como un
chimpancé le metiera la mano en la entrepierna. La rubia dijo "oia", sacudió el brazo del
hombre arrugado y señaló la mesa donde el camarero entregaba un ramo de rosas rojas a
la adolescente casi desnuda. Los tres cowboys que acompañaban al paralítico dejaron los
tenedores. El cónsul se cubrió la, cara con una mano, pero era consciente de la inutilidad
de su gesto. El tejano divisó un momento entre la semioscuridad, sacó unos anteojos del
bolsillo de la camisa y, se los puso sin mover la otra mano de las piernas de la rubia.
Bertoldi sacó unos cuantos billetes y los dejó bajo una copa.
—Lo lamento —dijo—, acabo de acordarme que tengo, algo muy urgente que hacer.
Ojalá nos hubiéramos conocido en otra circunstancia.
—¿De qué huye?
—Ya le dije: es largo de contar. Brinde por mí y vuelva a la civilización.
La muchacha miró el dinero y calculó que había de sobra para un billete a
Copenhague.
—Usted es un espía o algo así, ¿no es cierto?
El cónsul ya estaba de pie y se acercó a besarla en una mejilla.
—A su lado me estaba sintiendo James Bond.
Le temblaban los labios mientras iba hacia la escalera de servicio. Cuando pasó
junto a la rubia, el paralítico estiró un brazo e intentó agarrarlo del saco mientras gritaba:
— ¡Ahí está! ¡Policía! ¡Ese es el falsificador de Moscú!
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Después de cargar la pistola por sexta vez, Mister Burnett estuvo a punto de dejar
de lado las formas y pedir lo anteojos. La lluvia le impedía ver al italiano, diluido al otro
lado de la red, y temió que el azar viniera a jugar en contra de su honor. Uno de los
pistoletazos del commendatore Tacchi había destrozado una pata de la mesa de arbitraje y
Monsieur Daladieu tuvo que parapetarse detrás de una palmera. Después de cada disparo,
el francés salía de su escondite, comprobaba que los adversarios no se hubieran producido
heridas y preguntaba al inglés si su honor estaba satisfecho. Mister Burnett decía que no,
pero no se animaba a pedir los anteojos. Siempre los usaba en su despacho, o para salir de
caza, pero esa noche, indignado y dolido, había olvidado mandarlos a buscar.
En la otra línea de la cancha, el commendatore Tacchi, que usaba lentes sin
montura, se preguntó si el inglés no a estaría tomándose las cosas demasiado en serio.
Sentía que el agua le calaba hasta los huesos y apenas podía levantar la pistola y apretar el
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gatillo. Estaba parado de costado, como había visto hacer en las películas, de manera de
escamotear el cuerpo a los disparos de su rival. Cada vez que recargaba el arma tenía que
secar los anteojos y volver a colocárselos con la cabeza gacha para impedir que se mojaran
de nuevo antes de apuntar. El cuerpo de Mister Burnett era considerable, pero el
commendatore Tacchi no le hubiera acertado a un elefante. Odiaba las armas y tenía un
sentimiento romántico de la vida que lo hubiera llevado, en caso de ser el ofendido, a dar
por terminado el duelo al primer cambio de disparos.
Durante la media hora inicial, el coronel Yustinov siguió el lance con asombro,
mientras vaciaba una botella de Cabernet, pero luego empezó a impacientarse como el
resto de los invitados que habían tomado ubicación en la tribuna. Cuando vio llegar al
teniente Tindemann, se dijo que al menos podría enviar a Moscú un informe apoyado con
documentos gráficos. El teniente plegó el paraguas, besó la mano de Madame Daladieu
que estaba en el primer peldaño y subió entre la gente mientras los adversarios levantaban
sus armas y disparaban al mismo tiempo. Los espectadores movieron las cabezas hacia los
lados, comprobaron que Mister Burnett y el commendatore Tacchi seguían en pie, y se
pusieron a charlar y reír en ellos. Sin el repertorio italiano, la orquesta empezó a repetirse.
El teniente Tindemann se sentó al lado de su superior.
—El oso tiene su comida —dijo en voz baja.
El coronel sintió que su corazón se aceleraba. Sonrió para los demás y deslizó una
pregunta casi inaudible.
—¿Suficiente para volver a su guarida?
—Afirmativo —respondió el teniente y levantó la vo para comentar que las armas
le parecían poco precisas Un camarero pasó por las gradas sirviendo vino y champagne.
—Vaya y revele —dijo el coronel.
Tindemann bajó de la tribuna, se acercó a Monsieur Daladieu para avisarle que iba
a cruzar el campo del honor, y antes de irse fotografió a Burnett y a Tacchi recargando las
armas. El capitán Standford, del servicio de inteligencia británico, había notado la ausencia
del oficial soviético. Mientras lo miraba alejarse por el sendero de lajas desplegando un
paraguas impresentable en una fiesta de gala, llamó al teniente Wilson.
—¿Usted no nota algo extraño? —preguntó.
—Iba a decírselo, señor. A mi juicio las miras están torcidas.
—Me refiero al ruso.
—Va mucho al baño.
—Está bien. Hágase cargo hasta que yo vuelva.
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El agua bajaba por las callejuelas sinuosas y se deslizaba hasta el lago arrastrando a
su paso la basura y la mugre acumuladas durante la estación seca. Mientras se alejaba del
Sheraton con la valija a cuestas, en los oídos del cónsul resonaba la voz del paralítico que
lo trataba de bolchevique y falsificador.
Por un rato creyó que pasaría sus últimas horas en Bongwutsi haciendo el amor con
la adolescente casi desnuda. Pero el tejano lo había arruinado todo y ahora tenía que
buscar un refugio hasta la hora del ómnibus. Pensó en ir a un hotel más barato, pero
dedujo que la policía, alertada por el paralítico, no tardaría en ubicar su paradero. Llegó a
la plaza del mercado y dio un rodeo para evitar la marea que salía de las letrinas
desbordadas. Los mendigos dormían amontonados en la recova y tuvo que pasar entre
ellos antes de volver a la vereda. Se detuvo bajo el toldo que cubría la estatua del
Emperador y abrió la valija para sacar la botella. Pensó que, por precaución, le convenía
abordar el ómnibus lejos del centro. Tomó otro trago y prendió el encendedor para mirar
la hora antes de alejarse del monumento. Hasta los blancos tenían prohibido detenerse
frente a la estatua. En tiempo de sol la guardia la cubría con una sombrilla de seda, y en la
estación de las lluvias con un toldo de nailon. Mientras se alejaba, el cónsul recordó lo que
Mister Burnett le había contado poco después de su llegada al país. Cuando los
comunistas tomaron el poder, el dictador Quomo hizo la promesa de inaugurar las obras
de desagüe arrojando a las cloacas a los embajadores de Estados Unidos, Gran Bretaña y
Francia. Pero sólo alcanzó a abrir la primera zanja, junto al puerto, y a su caída el
Emperador la hizo cubrir con los cadáveres de los guerrilleros. Los británicos enviaron la
maquinaria para rehacer el pavimento y, en la estación de las lluvias, el agua siguió
abriendo grietas y arrastrando ratas y perros muertos hacia las playas y los muelles.
Bertoldi se acercó a la rotonda del bulevar de las embajadas y oyó a lo lejos, un aire
de vals y dos detonaciones. Sé ocultó detrás de un Cadillac negro que tenía una bandera
norteamericana y vio que los guardias ingleses cubiertos con largos capotes grises, habían
dejado sus puestos para asomarse por encima de la cerca que cerraba el jardín. Bertoldi
bebió otra vez y apoyó la valija sobre el paragolpes del coche. Cuando terminó Strauss, la
orquesta siguió con Suppé, por lo que el cónsul creyó que los invitados estarían bailando
en las galerías. Hubo otros dos estampidos, pero la música continuó. Los soldados
conversaban entre ellos y de vez en cuando alguno iba a fumar un cigarrillo con los que
estaban dentro de la nueva garita. El cónsul temía que lo sorprendieran merodeando por
allí y fue hacia la diagonal que conducía al centro. Tenía que hacer tiempo hasta la hora
del ómnibus y se dijo que lo mejor sería entrar al cine. La función ya había comenzado y
daban dos películas norteamericanas con actores negros que no conocía. Sacó la entrada
con un billete falso y con el vuelto compró un paquete de maní tostado. El que cortaba las
entradas le dijo que estaba prohibido pasar con paquetes y valijas a causa de los atentados,
pero cambió de idea cuando Bertoldi le dio unas monedas.
Se sentó en la última fila, siguió un rato la película ya comenzada y, como no pudo
encontrar el hilo del argumento, se quedó dormido con la maleta entre las piernas Se
despertó cuando los hombres salían para el intervalo, Era el único blanco en la sala y tuvo,
por un instante, la misma sensación que cuando subió al ómnibus y le robaron la billetera.
Varios chicos lo observaban, extrañados, desde las butacas vecinas y los que iban al hall se
daban vuelta para mirarlo. El cónsul abrió el paquete de celofán y mastico lentamente los
maníes con la convicción de que ese gesto lo acercaba a los demás. Luego advirtió que
había olvidado sacarse el impermeable y que el ruido del nailon podía incomodar a otros
espectadores. Se lo quitó con cautela, lo acomodó en la butaca de al lado y siguió ton los
maníes hasta que las luces se apagaron y empezó la publicidad de Cinzano. Todos los
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protagonistas eran blancos y al verlos tan alegres y despreocupados junto a una piscina, el
cónsul se tranquilizó un poco.
En cambio, los héroes de la segunda película eran negros y la acción se situaba en la
selva de Vietnam. Los comunistas torturaban horriblemente a los soldados
norteamericanos y el único protagonista blanco ideaba el plan para huir del campo de
prisioneros. Bertoldi tomó un trago de whisky y volvió a dormirse. Abrió los ojos cuando
una música estridente acompañaba la fuga de los soldados que habían recuperado la
bandera de las barras y las estrellas y uno de los negros moría abrazado a ella.
Poco antes de que se prendieran las luces guardó la botella, se puso el impermeable
y el sombrero, y se apuró para no mezclarse con la multitud. Cuando quiso levantar la
maleta, sintió que la manija se le escapaba de entre los dedos. Las manos vacías
empezaron a temblarle y se agachó entre las butacas alumbrándose con la llama del
encendedor. La música siguió, épica, mientras desfilaba el reparto de actores secundarios
y la gente recogía los pilotos. Entonces Bertoldi vio que el cerrojo de la valija había cedido.
El tubo de dentífrico rodaba por la pendiente del pasillo y la ajada foto de Carlos Gardel
desaparecía bajo un manto de billetes flamantes, desparramados a los pies del público.
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En ese momento, el cine que estaba al otro lado de la calle abrió sus puertas y la
gente empezó a salir abriendo los paraguas. De pronto hubo un revuelo y todos
regresaron corriendo a la sala. El teniente pensó que tal vez se le presentaba una buena
oportunidad para conseguir un abrigo que le cubriera el uniforme, de modo que cruzó la
calle y se mezcló con la gente. A medida que advertían la presencia de un militar blanco,
los nativos se apartaban para dejarlo pasar. Tindemann corrió la cortina y se encontró con
la gente parada sobre las butacas. Los negros habían dejado libre el pasillo donde Bertoldi
estaba de rodillas y hablaba solo. Con una mano tiraba de la valija desvencijada y con la
otra recogía los billetes como si juntara hongos. A veces se metía bajo una butaca y volvía
con un puñado de dólares flamantes que depositaba sobre una bandera celeste y blanca.
Los nativos seguían sus movimientos con un respetuoso asombro. De vez en
cuando un chico se agachaba, tomaba uno de los billetes y se lo alcanzaba, como quien
rinde su primer examen de cortesía en público.
El teniente Tindemann nunca había visto semejante cantidad de dinero y de
inmediato sospechó que las cartas del Foreign Office y los dólares desparramados en el
piso del cine, estaban estrechamente relacionados. Retrocedió para que Bertoldi no lo
viera, recogió un piloto azul olvidado en una butaca y se abrió paso entre la gente que se
amontonaba en las puertas.
El impermeable le iba un poco chico, pero servía para taparle el uniforme. Se quitó
la gorra, cruzó la calle y fue a refugiarse bajo la marquesina de una farmacia. Desde allí vio
pasar un Austin de la embajada británica, conducido por el capitán Standford que miraba
hacia uno y otro lado por las ventanillas abiertas. Tindemann concluyó que a esa altura
todas las embajadas del Pacto de Varsovia estarían vigiladas y que lo mejor que podía
hacer era entrar al hotel. Pero antes quería saber a dónde se dirigía el argentino con el
dinero.
Encendió un cigarrillo y esperó recostado en la pared. Al rato vio salir al cónsul,
seguido por una multitud, como si encabezara una procesión. Caminaba doblado, con la
valija apretada contra el pecho y a ratos se daba vuelta y hacía gestos para alejar a los
curiosos. El teniente esperó a que pasaran a su lado, desplegó el paraguas y se unió a la
caravana que dobló la esquina en silencio, como hipnotizada
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Apoyándose en las paredes, O'Connell se alejó del bulevar para no encontrarse con
las patrullas de los sublevados. Se reprochaba el individualismo, la ceguera y la
incredulidad que le habían impedido advertir la maduración ideológica de las masas
explotadas de Bongwutsi. Había estado a punto de pagar el error con su vida y hasta que
no aclarara su situación sería considerado un blanco más, un enemigo del pueblo.
La lluvia empezaba a despabilarlo, pero todavía no podía pronunciar una palabra.
Tenía la lengua insensible y se dijo que debería explicarse por escrito ante el comandante.
Buscó en el bolsillo interior del smoking y encontró la lapicera con que Bertoldi había
dibujado el plano de la embajada. Si Quomo había establecido su cuartel de operaciones
en el consulado argentino, lo más prudente sería presentarse ante él con un parte de lo
sucedido para evitar cualquier confusión.
Llegó a la plaza del mercado, cubierta por una laguna pestilente, y vio que la
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estatua del Emperador seguía en su lugar, por lo que dedujo que los rebeldes no tenían
aún el control de la ciudad.
Cruzó a la recova y entrevió, en la penumbra, a los mendigos que dormían como si
no pasara nada. Tomó por una calle lateral y caminó con el agua a los tobillos. Buscaba un
bar para sentarse a escribir su informe. Desde la esquina divisó la luz roja de un farol a
kerosene y supuso que se trataba de una boite o un club nocturno. Se acercó por la vereda,
chorreando agua por las botamangas y cuando iba a saltar sobre una alcantarilla vio
aparecer, al fondo de la calle, una columna que marchaba detrás de un hombre que
parecía conducirla a los gritos.
O'Connell se agachó y fue a ocultarse en un corredor. Desde allí podía verlos
avanzar en la oscuridad: el que los mandaba tenía una valija y hablaba un idioma que el
irlandés no podía comprender. Parecía enojado y a cada rato se detenía para arengar a sus
seguidores. O'Connell se dijo que la voz le resultaba conocida y esperó a que el hombre
pasara bajo una luz para estar seguro de que se trataba del cónsul Bertoldi.
La fila que lo seguía era larga y ordenada y los negros parecían dispuestos a
acompañarlo hasta el propio infierno. Pero lo que más sorprendió al irlandés fue que con
ellos desfilaba también el militar soviético que un rato antes lo había arrojado por la
ventana. Por un momento estuvo tentado de darse a conocer, pero lo detuvo la certeza de
que si el ruso estaba allí, el cónsul había caído en una trampa.
Los vio descender hacia el puerto y conjeturó que Bertoldi se disponía a atacar el
arsenal de la marina. Notó, con cierto orgullo, que el argentino se había puesto su
sombrero, y pensó que en la valija llevaría las armas y los explosivos con los que él había
hecho las campañas de diecisiete sublevaciones.
Ahora le aparecía con toda claridad que los soviéticos se disponían, como siempre,
a copar la insurrección. ¿Había aceptado Quomo una alianza táctica o se trataba de una
decisión del propio Bertoldi al calor de la lucha? De cualquier manera, O'Connell
reconoció que el cónsul había ocultado muy bien sus planes y se sintió el más estúpido de
los mortales al comprobar que estaba quedándose al margen de la revolución.
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En un primer momento, el cónsul temió que los nativos le arrebataran la plata, pero
enseguida comprendió que estaban tan impresionados que no alcanzaban a distinguir
entre la película que acababan de ver y la realidad que hallaron al encenderse las luces.
Al ver que lo seguían, pensó que iban a conformarse con acompañarlo por las calles
del centro, pero pese a sus advertencias entraron detrás de él por los pasajes más angostos
y oscuros. Sin la manija, la maleta le parecía doblemente pesada y difícil de llevar. Tenía
que ir a la parada de ómnibus, pero antes debía sacarse de encima a los negros. Varias
veces les preguntó qué demonios querían, y como no obtuvo respuesta, se conformó con
insultarlos en español hasta que llegaron a la plazoleta del arsenal. Bertoldi aprovechó la
luz para sentarse en un banco, junto al mástil, y arreglar la manija destartalada. Los negros
formaron un semicírculo y se quedaron mirándolo, mudos, como si esperaran que les
hiciera un discurso. El teniente Tindemann se ocultó detrás de un árbol, a espaldas del
cónsul. El argentino se dijo que tenía que alejar a esa multitud antes de que la policía se
acercara a curiosear. Entreabrió la valija y tomó al azar algunos billetes de cien. Los miró
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con pena, les arrancó las fajas selladas por el banco y los lanzó al aire como papel picado.
Los nativos saltaron como sacudidos por una corriente eléctrica. Los que lograban atrapar
un billete corrían calle arriba perseguidos por los que habían tenido menos suerte. Los
demás, enredados en el amontonamiento, se debatían y peleaban, pero cuando el billete se
rompía trataban de ponerse de acuerdo para ir a recomponerlo al mismo bar. Los
marineros que custodiaban el arsenal oyeron el griterío y se acercaron al lugar dando
voces de alerta y preparando las armas.
Dos papeles de cien, que no habían terminado de despegarse, planearon hasta los
pies del teniente Tindemann. Los negros que llegaban corriendo tras ellos se frenaron a
tiempo para evitar el paraguazo del soviético y se quedaron mirándolo con envidia.
Tindemann se agacho, tomó los doscientos dólares y los guardó diciéndose que tal vez
serían tan falsos como las libras que le había quitado al correo del Foreign Office.
El cónsul aprovechó la confusión para levantar la valija y deslizarse por la
escalerilla de un barco cargado con plantas de tabaco que despedían un olor penetrante y
dulzón. Mientras se escondía, escuchó los balazos que los guardias tiraban al aire y
recordó, por un instante, su entrada triunfal a la zona de exclusión.
Los nativos se desbandaron y corrieron a refugiarse en la oscuridad. Algunos chicos
quedaron en medio de la plazoleta, llorando, y las mujeres volvieron a buscarlos. El
teniente Tindemann se arrojó al suelo, reptó por los canteros, entre las flores, y antes de
esconderse detrás de la base del mástil recogió otro billete que flotaba sobre un charco.
Había perdido la gorra y cuando se apartó el mechón de pelo embarrado que le cubría la
frente, se dio cuenta de que era la primera vez que se encontraba bajo fuego.
Los guardias lanzaron otra salva de advertencia y los negros que se habían
escondido detrás de los árboles se dispersaron por el puerto. El cónsul, oculto entre las
hojas de tabaco, contó el tiempo que faltaba para la salida del ómnibus. Calculó que habría
perdido tres o cuatro mil dólares para alejar a los negros, pero lo que más le preocupaba
era la posibilidad de que se corriera la voz y salieran a buscarlo por toda la ciudad.
Al ver que los guardias de marina volvían a sus puestos, el teniente Tindemann fue
a recoger la gorra y el paraguas y se fijó si el cónsul seguía por allí. Sabía que con la valija a
cuestas no podía llegar demasiado lejos. Se acercó al farol y sacó del bolsillo todos los
billetes que había juntado esa noche. Tanto las libras como los dólares le parecieron falsos,
pero bien fabricados, y pensó que quizás no hiciera falta agregarlos a su informe.
Por la ruta de la costa apareció el Austin de Standford y por la avenida un coche de
la policía. Ambos se cruzaron en la plaza y el patrullero fue a detenerse frente a la, guardia
del arsenal. El teniente se aplastó contra el césped y vio a dos negros de uniforme que
bajaban del auto con grandes linternas. Pensó que sería embarazoso para un oficial del
Ejército Rojo tener que explicar por qué estaba chapuceando en el barro a esa hora de la
noche. Buscó una vía de escape y se deslizó hacia el muelle, donde se topó con la
escalerilla de un barco del que llegaba un dulce aroma a tabaco fresco.
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La claridad de la luna recortaba los picos de las montañas e insinuaba los contornos
de los bosques. El Boeing volaba a tres mil metros cuando el sultán indicó la proximidad
del Kilimanjaro. Quomo lo situó en el radar y giró el timón a la izquierda. Lauri aplastó la
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cara contra una ventanilla y la cumbre nevada le pareció un gigantesco helado de crema.
Un rayo cayó sobre las montañas más bajas. El Katar no se llevaba bien con la
computadora, y al caer la noche cerrada habían perdido el curso del Nilo. También él se
había quedado absorto con el espectáculo y despertó a Chemir para que no se lo perdiera.
—La otra vez nos estrellamos cerca de ahí —dijo el rengo mientras se despabilaba.
—¿También vinieron en avión? —preguntó Lauri.
—Con un Cessna chico. Había que bajar por todas partes a cargar combustible.
Cuando pasábamos por acá se plantó una turbina y caímos sobre un cafetal. Estuvimos
tres meses en la selva.
—Dos —dijo Quomo—; hasta que nos encontró un helicóptero cubano.
—A mí se me hizo más largo —dijo Chemir—. Cuando llegamos, los chinos habían
copado la revolución.
—¿Cómo remontaron eso? —preguntó El Katar.
—Los cubanos nos dieron una mano con la gente que tenían en Angola —dijo
Quomo—. En ese tiempo los yanquis apoyaban a los maoístas que nos querían meter la
Revolución Cultural a garrotazos. Les leían el Libro Rojo a los campesinos, pero lo que para
ellos es una cosa, para nosotros es otra, y había que discutir cada palabra para saber si
quería decir lo que parecía que decía. Eso los desacreditó mucho y les dimos una paliza
inolvidable en el norte.
—¿Usted estuvo en China? —preguntó Lauri.
—Seis meses —dijo Quomo.
—Yo fui embajador en Pekín —dijo el sultán—. ¿Qué hacía usted allí?
—Me entrenaba en la Revolución Cultural.
—Acaba de decir que la combatió en Bongwutsi.
—Pero primero aprendí cómo hacerla, en Shangai.
—Usted es desconcertante —dijo el sultán.
—Tal vez. Fíjese si ya retomamos el Nilo.
—No doy pie con bola con la computadora.
—Vea eso usted, Lauri.
El argentino hizo un gesto al sultán para que le hiciera lugar y se agachó frente a la
pantalla.
—Si acabamos de pasar el Kilimanjaro tenemos que estar en Tanzania. ¿Cuál es la
posición de Bongwutsi respecto de Dar-es-Salaam?
—Unos dos mil trescientos kilómetros al suroeste.
—Acá está la coordenada. No es tan difícil, agregue tres grados y seis minutos.
—Si lo hubiéramos tenido a usted la otra vez, el Cessna no se nos venía abajo, ni los
rusos me fusilaban tan fácilmente.
—Al fin me reconoce algo. Olvídese del Nilo. En un rato más vamos a estar sobre el
lago Tanganica.
—Ahí ya me ubico —dijo Quomo—. Tengan preparados los morteros y las
granadas frente a las puertas de emergencia.
—¿Seguimos bajando? —preguntó El Katar.
—Hasta doscientos metros. Ajústense los cinturones porque vamos a volar a ras del
agua.
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párpados para que la lluvia no le golpeara los ojos. Lo que más le molestaba era la risa
grosera de Mister Burnett, que saltaba a su lado, salpicándole la cara con el barro de los
zapatos. Cuando vio a Monsieur Daladieu inclinado sobre él, comprendió que había
recibido un balazo y encomendó su alma al Señor. El francés pedía una ambulancia a los
gritos, pero nadie le entendía y el commendatore Tacchi, antes de desmayarse, tuvo que
soplarle la palabra en inglés.
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La calle del consulado estaba silenciosa y vacía. O'Connell advirtió que Bertoldi
había retirado la bandera antes de ponerse a la cabeza de las masas de Bongwutsi, y
concluyó que su plan era izarla en el mástil de la embajada británica en el momento de la
victoria. La casa, a oscuras, parecía abandonada, y era claro que Quomo no se encontraba
allí. O'Connell pensó, entonces, que el argentino podría haberle dejado un mensaje, o
alguna clave que lo condujera hasta el cuartel general del comandante.
Dio la vuelta por el baldío, entre los charcos, y tropezó con los restos de la radio del
cónsul, esparcidos entre el pasto. Forzó la ventana y al entrar al dormitorio aspiró un olor
a naftalina que lo hizo arrugar la nariz. Prendió una vela que encontró sobre la mesa de
luz y se sentó en la cama a descansar un momento. Se secó la cara con la sábana y trató de
articular algún sonido, pero su lengua estaba como anestesiada. Al fin, convencido de que
el soviético le había envenenado la sangre, O'Connell fue al despacho dispuesto a escribir
su informe de situación.
Se quitó el smoking y los zapatos y se puso la ropa con la que había llegado a
Bongwutsi. Tomó unas hojas de papel y escribió las primeras líneas con algunos tropiezos
en la ortografía. De pronto notó que en la pared faltaba la foto del hombre de mirada
melancólica; también estaba vacío el marco donde había visto la foto de Estela y el irlandés
dedujo que Bertoldi había partido a la guerra con todos sus parientes a cuestas. Nunca se
le hubiera ocurrido pensar que ese hombre triste, de apariencia timorata, ocultara una
firme convicción revolucionaria. Pero desde chico, cuando su madre lo llevaba a las citas y
a las reuniones de comando, O'Connell estaba acostumbrado a encontrar los personajes
más extraños y contradictorios. Recordó a algunos pobres de espíritu que luego se
convirtieron en militantes ejemplares, y supuso que el cónsul, exasperado por la agresión
británica contra sus islas, se había unido a último momento a las tropas de Quomo. Buscó
en vano un mensaje o la señal de una cita, y cuando oyó gritos en el sótano se dijo que
quizá el francés podía darle noticias sobre el paradero de Quomo. Buscó la linterna en el
bolso y abrió la tapa de madera. Desde abajo le llegó un olor a comida rancia y
excrementos agusanados.
El agente Jean Bouvard estaba verde como un musgo y tan flaco que el pantalón se
le había caído sobre los zapatos. Tenía los ojos desorbitados y rojos, y repetía un balbuceo
metálico y deshilvanado. A sus pies había un plato con una mezcla de porotos y cáscaras
de banana, y más allá la palangana inmunda rodeada de moscas. O'Connell se indignó al
comprobar que Bertoldi no había cumplido la orden de lavar al prisionero y fue al baño a
buscar un balde y una esponja. En una repisa encontró el jabón en polvo que usaba
Bertoldi y lo mezcló con el agua hasta que obtuvo una mezcla espumosa y gris.
Cuando se acercó a Bouvard le vio una mirada que podía ser de odio o de
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resignación. Le volcó la mitad del balde sobre la cabeza y le tiró la otra mitad contra las
piernas desnudas. El francés lo escupió, y aunque no dio en el blanco, O'Connell renunció
a la idea de pasarle la esponja. Quiso pedirle disculpas, pero sus labios se movieron en
falso, como en las cintas mudas.
—Voy a matarlo —murmuró el francés y de su boca salía un gran globo, como si
soplara un chicle—. Le juro que aunque tenga que seguirlo hasta el fin del mundo voy a
cortarlo en pedazos.
O'Connell se dijo que tenía que hablar con ese hombre de cualquier modo. Sólo
sabía escribir unas pocas palabras en francés, así que intentó hacerse entender por gestos.
Dejó la linterna sobre un peldaño de la escalera y levantó las manos pidiendo
atención. Luego, con la punta de un dedo se tocó primero el pecho y después los labios, y
retrocedió unos pasos para situarse en el haz de luz. Bouvard seguía insultándolo, pero en
su cara empezaba a pintarse la curiosidad. El irlandés hizo el ademán de sostener un
paraguas, se señaló el cuello e imitó el movimiento de una jeringa. Luego dibujó una
ventana en el aire y juntó los dedos para describir un semicírculo que la atravesara hacia
abajo. Bouvard redobló las maldiciones y amenazas por lo que O'Connell supo que no
había logrado transmitir la idea con precisión. Volvió a levantar los brazos pidiendo
silencio, y el prisionero, cubierto de espuma, le dedicó una mirada cansada. La luz
empezaba a vacilar. El irlandés se llevó las manos a la cintura, flexionó las rodillas, y
empezó a bailar como un mujik. Los saltos sobre un solo pie, con las rodillas dobladas, le
hacían doler la espalda, pero quería ser claro y concluyó el mensaje con los brazos abiertos
y la cabeza tumbada sobre el pecho. Cuando levantó la vista encontró a Bouvard con la
boca abierta de asombro y la frente estragada por los tics. El moho había desaparecido de
su cara salpicada de grumos de jabón y con la mano libre se tironeaba los pelos del pecho
como un mono. Sonreía con una mueca extraviada, cerrando un ojo.
— Ya lo tengo… —dijo en un hilo de voz—: El acorazado Potemkin de Eisenstein…
O'Connell lo miró, desconcertado. El francés asentía con una sonrisa y se refregaba
la mano libre con la otra, atada a una viga. Al irlandés le pareció inútil seguir contándole
su historia y encaró la cuestión que más le interesaba. Trazó un signo de interrogación en
el espacio y Bouvard asintió, entusiasmado. O'Connell apuntó el dedo hacia arriba para
señalar el consulado y caminó unos pasos abatido, como lo hacía Bertoldi.
—Sin aliento, de Godard —dijo el francés y se quedó esperando la confirmación.
El irlandés movió la cabeza, resignado, y decidió llevarlo al despacho para
explicarle mejor. La soga se había hinchado con la humedad y le costó desatarlo. Mientras
subían por la escalera, Bouvard probó con otras películas y exigió que antes de comenzar
con la mímica, el irlandés le indicara cuántas palabras tenía el título.
O'Connell lo acomodó en un sillón, tomó un papel y escribió Pas de cinèma. Y más
abajo Veritè. No sabía si la ortografía era correcta, pero supuso que le serviría de ayuda.
Bouvard echó un vistazo al papel y luego lo interrogó con la mirada. El irlandés encendió
dos velas más y se puso a trotar alrededor del escritorio, golpeándose los labios con la
mano derecha. Luego hizo el gesto de estirar un arco y disparar una flecha. Antes de que
Bouvard pudiera responder, volvió a señalar en el papel la palabra Verité.
—Los negros —dijo el francés y pidió un vaso de agua. O'Connell lo aprobó y le
dedicó un aplauso. Calculó que el prisionero no estaba en condiciones de escaparse y fue a
buscar el agua. Mientras el otro bebía, se paró cerca de las velas y repitió la corrida, ahora
con el puño en alto.
—Negros comunistas —dedujo Bouvard.
O'Connell asintió, contento. La afirmación no le parecía exacta, pero no era el
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hacia el lugar donde estaba escondido Bertoldi cuando de repente se detuvo y levantó un
pedazo de soga del piso.
En ese instante el cónsul vio llegar al capitán Standford y supuso que iba a asistir a
una cita secreta. Sin embargo el teniente Tindemann se oculto detrás de la cabina, lanzó la
cuerda al cuello del bitánico, le apoyó una rodilla en la espalda y tiró con toda su fuerza.
Standford dejó escapar un bufido, disparó el revólver para cualquier parte y respondió
con un talonazo que dio en la entrepierna del ruso. Desde su refugio, Bertoldi los vio
moverse como borrachos. El inglés, con la soga al cuello, anduvo un par de pasos a la
deriva y derribó un tambor vacío. Tindemann estaba agachado cerca del timón haciendo
flexiones con la boca abierta y las manos bajo la bragueta.
El primero en recuperarse fue Standford, que había perdido el arma. Levantó el
tambor y lo lanzó contra el soviético que trataba de alcanzar el paraguas. Lo que Bertoldi
podía ver y escuchar era más confuso que en las películas, pero de inmediato tomó partido
por el adversario del británico. Cuando escuchó el ruido que hizo el tambor contra la
cabeza de Tindemann, sintió una vaga decepción, y todo lo que pudo hacer por él fue
apartar el revólver que había quedado en el piso. Standford se había librado de la soga y
fue a golpear otra vez al ruso, que trataba de levantarse tomándose de la borda. La patada
dio en los riñones de Tindemann que, al doblarse hacia atrás, perdió la gorra y el paquete
de cartas que había capturado en la oficina de la OTAN. El inglés se distrajo un momento,
sorprendido por el bulto que fue a parar a sus pies. Su primer reflejo fue la curiosidad y se
agachó a mirar. El teniente aprovechó la distracción para alcanzarlo con un zapatazo en la
canilla derecha. Standford hizo lo posible por sostenerse, pero luego de dar algunos saltos
en una pierna, se desmoronó sobre las plantas de tabaco.
El agua arrastró el paquete hasta donde estaba el cónsul. El ruso y el inglés hacían
grandes esfuerzos por reanudar el combate, pero la falta de entrenamiento y el vino de la
embajada parecían pesarles demasiado. Bertoldi tomó el paquete y la gorra del teniente
para arrojarlos hacia otro lado y vio un papel doblado en cuatro y sucio de tinta, que
asomaba de un sobre. Con un sobresalto, reconoció su propia escritura, apretada y
confusa. Sus dedos se crisparon sobre el papel al tiempo que levantaba la gorra del
teniente Tindemann. Entonces descubrió, encima de la visera, la severa estrella roja del
ejército soviético.
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La tropa del Boeing se inclinó hacia el río como si hiciera una reverencia. Quomo se
afirmó en el comando y lo movió hasta que consiguió corregir el ángulo de aterrizaje. A la
distancia vio dos luces solitarias y tuvo el presentimiento de que se trataba de una balsa de
troncos que bajaba por el río. Apuntó la nariz del avión en dirección de los destellos y lo
dejó planear. El sultán estabilizó el timón de cola y vio desfilar por el visor los primeros
árboles. La confianza en la victoria y el silbido de las turbinas le daban una sensación de
paz y beatitud.
El choque de un ala contra el agua lo sacó del asiento y le hizo dar la cabeza contra
el vidrio. La mole de acero crujió y todo el instrumental se despegó del fuselaje como el
revoque de una pared. Quomo quiso aferrarse al comando, pero salió despedido con el
resto del tablero. El avión zigzagueó un rato y luego se puso a brincar sobre el río como
una piedra arrojada desde la costa. El agua se sacudió como desbaratada por un ciclón y el
primer remolino se tragó la balsa de las luces y los cocodrilos que dormían en las orillas.
En la bodega, Lauri dejó de pensar en el desembarco del Gramma y trató de permanecer
encogido entre dos cajones de armas que se habían trabado contra el paragolpes del Rolls
Royce. Chemir hacía volteretas aferrado a una ametralladora checoslovaca y no atinaba a
protegerse de los golpes.
Cuando empezó a salir humo del techo, Quomo mojó un pañuelo y se lo acercó a la
nariz como lo había hecho en tantos otros incendios. El sultán se golpeó la cabeza varias
veces y en la rodada perdió el turbante con la piedra preciosa. En los cursos para
emergencias no le habían dado una sola lección que hubiera podido serle útil esa noche.
Recordó que antes de interrumpir las reuniones para retirarse a orar, el coronel Kadafi
solía decir que la fe movía montañas siempre y cuando los hombres empujaran con todas
sus fuerzas. Sintió, entonces, que había cumplido con su deber y no le importó perder el
avión, ni se preocupó de cubrirse la cabeza maltrecha. Por momentos pensaba que debía
encontrar una manera de comunicarse con Trípoli y pedir nuevas instrucciones. En el
enredo de cuerpos, cables y restos de la computadora, Quomo alcanzó a ver que el sultán
sonreía y movía los labios como si dijera una plegaria. El Boeing, enloquecido, estrelló un
ala en las rocas de la orilla, se incendió y salió catapultado contra la corriente. Entonces
Quomo ordenó abandonar el aparato antes de que lo ganaran las llamas, y buscó algún
objeto capaz de romper el parabrisas. Había perdido la pistola, pero cuando vio que El
Katar recuperaba la suya se dijo que no les sería difícil salir. Estaba seguro de que Chemir
y Lauri estarían en sus puestos junto a las ametralladoras, pero no tenía idea de si el avión
se detendría frente al arsenal, como él esperaba.
Ni bien el aparato frenó su carrera, Quomo se puso de pie y gritó al sultán que
disparara contra el visor. Desde el piso, el árabe hizo fuego varias veces y los restos del
vidrio se esparcieron en la oscuridad. El fuego empezaba a ganar la cabina y el fuselaje
rugía enfriado por las olas y la lluvia. El sultán saltó al agua de pie, y la túnica se le abrió
como un paracaídas. Quomo se sentó un instante sobre la trompa del avión y se ató los
zapatos al cuello antes de zambullirse.
Nadó sin rumbo, hasta que pudo aferrarse a las raíces de un tronco derrumbado.
Entonces se dio vuelta y miró a su alrededor. El fuego envolvía al avión y se levantaba
hacia el cielo encapotado. Aspiró profundamente y sintió por fin, el entrañable olor de su
selva. Reconoció uno por uno los cantos de los pájaros que revoloteaban en la oscuridad, y
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los rugidos de los animales en desbandada. El agua que lo mecía entre las ramas era tan
cálida y ligera como en los tiempos en que atravesaba el río con un atado de ropa sobre la
cabeza para llegar impecable a la fiesta. La primera explosión se produjo en una turbina y
Chemir se zambulló por un hueco abierto bajo el ala. Lauri fue detrás de él apartando
lianas y arbustos que traía la corriente. Oyó que alguien llamaba desde la orilla y avanzó a
ciegas guiado por los silbidos. Cuando hizo pie, gritó hasta que volvió a oír la señal.
Eludió una fila de juncos y fue a reunirse con los negros en una playa de piedras. Chemir,
cubierto de hollín y hojas amarillentas, lloraba entre los brazos de Quomo y le estrujaba la
camisa empapada.
— ¡Volvimos, Michel! —sollozaba— . ¡Volvimos! —y no atinaba a decir otra cosa.
Quomo le puso una mano sobre la cabeza y Lauri vio en su mirada un fulgor que
no conocía.
—Ya estamos —susurró —, ya estamos en casa.
En la otra orilla, el fuego había ganado el follaje y podía verse brotar la llovizna de
las nubes.
—¿Dónde está el sultán? —preguntó Quomo y buscó con la mirada en el río.
En ese momento el avión estalló y la fuerza del viento los arrojó contra el bosque.
Pedazos de acero encendido pasaron sobre sus cabezas y fueron a perderse entre la
espesura. El paisaje se iluminó y entonces vieron al sultán que salía del agua, catapultado
como un corcho de champagne. Chemir se acercó a la costa arrastrando la pierna y le hizo
señas.
— ¡Acá! ¡Bienvenido a Bongwutsi, camarada! —gritó y silbó imitando a Quomo.
El sultán se aproximó, encorvado, trastabillando, una mano conservaba la pistola,
pero parecía más pequeño con la cabeza descubierta.
—Impresionante —dijo—. Nunca en mi vida había visto tantos árboles juntos.
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El cónsul se quedó un momento tirando el tratando de leer entre las líneas que se
disolvían bajo la lluvia, mientras el teniente Tindemann y el capitán Standford seguían
peleando en cubierta. Se preguntó por qué las cartas estaban en manos de un oficial
soviético, y como no encontró una explicación valedera pensó que algo grave estaba
sucediendo y que lo más prudente sería arrojarlas al lago para que nadie más pudiera
encontrarlas. Pero era tan incómoda su posición, acurrucado entre los fardos de tabaco,
que cuando lanzó el paquete hacia la borda éste golpeó contra un hombro del teniente
Tindemann y cayó a los pies del coronel Standford.
Aterrorizado, Bertoldi tomó la maleta y se precipitó hacia la escalerilla del barco
tratando de divisar si los negros no lo esperaban en la plaza del arsenal. En ese momento
oyó una explosión y sintió que la tierra temblaba. Cuando llegó al muelle vio que el
arsenal empezaba a derrumbarse y los soldados corrían despavoridos por la plaza. En
pocos minutos sólo quedaron ruinas y una polvareda espesa. Los fardos de tabaco entre
los que había estado oculto Bertoldi cayeron al muelle, y el teniente Tindemann quedó
tirado en el piso como si lo hubiera volteado un rayo. Standford se arrojó del barco y
desapareció entre las bolsas de café y las maderas amontonadas en el puerto. El cielo
empezó a iluminarse y un viento caliente empujó los árboles. En el centro empezó a sonar
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una sirena de bomberos y la gente salió a las calles con las radios para enterarse de lo que
había sucedido. El cónsul tuvo el presentimiento de que esa mañana no habría ómnibus
para Tanzania y empezó a atravesar la plaza sobre escombros, armas desparramadas y
heridos que se quejaban. Iba a tomar por la ruta de la costanera cuando vio aparecer el
camión de la municipalidad. Kiko y los dos peones bajaron a mirar el desastre de la plaza
y enseguida se pusieron a recoger las armas esparcidas por el suelo. El cónsul los oyó
gritar en su idioma y vio que se apuraban a echar en la caja todo lo que hallaban a mano.
Se dijo que esa era la última oportunidad que se le presentaba para alejarse de allí. Los
observó mientras levantaban fusiles y municiones y se demoró un momento para no tener
que ayudarles. Cuando oyó la sirena que se acercaba por la avenida, levantó la valija y
corrió hacia el Chevrolet gritando el nombre de Kiko.
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Mister Burnett esperó junto al teléfono, sin saber por qué. Un par de veces estuvo a
punto de llamar a Londres, pero temía que le preguntaran por las celebraciones del día de
la reina. Subió a las habitaciones de Daisy y se detuvo a mirar la biblioteca y la sala de
música. Había libros sobre la mesa de luz, encima del piano y hasta en el baño. Mister
Burnett se preguntó si las lecturas no habrían envenenado el alma de su esposa, que nunca
había conocido las miserias de la vida. Recorrió unas páginas al azar y lo sorprendió que
los versos estuvieran escritos en español. El nombre de Borges le decía algo y supuso que
quizás Daisy, que siempre había sido reticente en sus confidencias, estaría estudiando
otras lenguas para matar el aburrimiento. En el dormitorio encontró los cajones de la
cómoda revueltos y la colección del Times Literary Supplement por el suelo. Sobre una silla
había un corpiño abandonado y cuando lo miró de cerca le pareció que no correspondía a
la redondez de los pechos de Daisy. En verdad, cuando lo pensó, mientras recorría el
ribete de encaje con los dedos, se dio cuenta de que no recordaba con claridad las formas
de su mujer, aun cuando no conocía otras, y las que solía ver en la publicidad de las
revistas se le confundían y deformaban en la memoria. ¿Cuándo había hecho el amor por
última vez con Daisy? ¿Antes o después de que ella se entregara al embajador Tacchi? Sin
duda antes, porque la guerra lo había absorbido y la preocupación no lo dejaba dormir en
paz. Miró la cama, enorme y sólida, y trató de recordar las escasas noches en que Daisy no
ponía música y él venía a golpear la puerta de la habitación con dos copas de licor. Una la
bebía mientras ella se quitaba el maquillaje y otra al final, cuando Daisy se quedaba
mirándolo en silencio, con los ojos muy abiertos, como si quisiera preguntarle algo que él
no sabría responder.
Apoyó una rodilla sobre la colcha, dejó la pistola encima de una montaña de libros
y empezó a quitarse la ropa mojada. Sus mejillas coloradas habían empezado a inflamarse
y oyó que se le escapaba un carraspeo ronco y nervioso. En el espejo de la cómoda se vio la
barriga blanca y pecosa y desvió la mirada hacia una estampa japonesa que nunca había
comprendido. Se dejó caer boca arriba y se quedó unos minutos mirando el techo,
tironeado por la ansiedad, un poco avergonzado, rehaciendo formas escamoteadas por la
memoria, sacudido por el atrevimiento del italiano y el descaro de Daisy, hasta que todo
se diluyó a su alrededor y cerró los ojos mientras se iba lejos, violentamente, a su
juventud, a Liverpool, al perfume fresco de un parque olvidado.
Tomó aliento con el pecho agitado por un vago sentimiento de angustia y mientras
volteaba la cabeza hacia la ventana vio el resplandor que salía del río y le pareció que todo
temblaba a su alrededor. Se levantó de un salto y corrió al baño, pero cuando abrió la
ducha se encontró con que no salía ni una gota de agua. Parado en la oscuridad, desnudo,
con una mano enchastrada y las piernas vacilantes, oyó el viento que sacudía los vidrios y
se colaba por la claraboya del baño, y pensó que en un instante el mundo había cambiado
de Dios o de rumbo y que ahora sí, de una vez por todas, podía salir a remontar las
cometas chinas y las estrellas de cinco puntas.
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marcas en los troncos para orientarse cuando desapareciera el resplandor del incendio.
Mientras se abría paso en el follaje, el comandante se preguntó si O'Connell tendría
suficientes conocimientos de estrategia para sostener la ocupación del aeropuerto hasta su
llegada. A lo lejos oyó el bramido de un elefante seguido por miles de cantos, como si la
selva empezara a salir de su letargo. Cerró los ojos y le pareció que escuchaba crecer los
arbustos a su alrededor.
Se echó boca arriba y recordó la primera vez que su padre lo llevó a través de la
selva, escapando de una patrulla inglesa. Un insecto zumbó a su alrededor y fue a
enredársele en el pelo. Un cosquilleo le corrió por la nuca y lo sintió en todo el cuerpo
hasta que se quedó dormido.
Se despertaron a medianoche y Quomo envió a Chemir a recoger cocos y dátiles
maduros. El comandante sacudió las ropas contra un tronco para sacarles la tierra seca y
Lauri vio, por primera vez en su vida, un gorila de pelo amarillo. Estaba sentado sobre la
rama más gruesa de un árbol, brillando por el resplandor que llegaba del río, y cada tanto
hacía sonar un timbre. Al principio, Lauri no distinguió ese sonido de otros que salían de
la espesura, pero luego oyó con claridad el ring-ring que llegaba desde arriba. Levantó la
vista y encontró la mirada del animal, que estaba envuelto en un enjambre de moscas.
Tocaba un timbre metálico y luego se llevaba una mano a la oreja, como si intentara
capturar la melodía. Lauri retrocedió unos metros sin perderlo de vista y después corrió a
buscar a los otros.
—¿Dónde está? —preguntó Quomo. Lauri señaló el lugar y los cuatro se acercaron
en silencio. Al verlos llegar, el gorila chilló, dio unos saltos sobre la rama y se abrazó al
tronco más grueso.
—Ese no es de acá —comentó Quomo.
—Nguena —dijo Chemir.
—Sí, ¿pero qué hace aquí? —preguntó Quomo.
El mono bajó del árbol agarrado de una liana. Parecía intimidado y se movió
lentamente hasta esconderse detrás de un matorral. Quomo gritó algo que Lauri no
entendió y luego agregó un discurso imperativo. Desde la maleza llegó otra vez el sonido
del timbre. El sultán soltó una risita nerviosa y siguió, deslumbrado, los movimientos del
comandante. Quomo apartó los juncos y tendió una mano en dirección del gorila.
Estuvieron mirándose un rato, juntando las narices como si se olfatearan. Nadie atinó a
moverse hasta que Quomo se sentó en el suelo y el animal lo imitó como si estuviera
dispuesto a escucharlo. Lauri se recostó contra un árbol de flores marchitas y buscó, en
vano, los cigarrillos que había perdido en el río. El sultán se había quedado con la boca
abierta, atónito, envuelto en la túnica arrugada y sucia. El gorila dio un grito largo, pero
no parecía enojado. Quomo se golpeó el pecho con los puños y le habló en un tono manso,
persuasivo. Las moscas daban vueltas alrededor del animal y cada tanto se paraban sobre
su nariz húmeda. Por entre el follaje bajaban hilos de agua que le perdían en la tierra
reseca. El gorila rubio miró caer la lluvia y se distrajo un momento. Quomo extendió un
brazo, recogí un poco de agua en la mano y se lavó la cara. El mono movió la cabeza,
sorprendido, e hizo lo mismo. Una lagaña larga y azulada le salía de un ojo. Quomo
asintió, dijo algo en voz baja, y repitió el gesto con los dedos abiertos. El gorila dudó un
instante pero volvió a imitarlo y dejó caer el timbre redondo y cromado. Quomo lo recogió
cuidadosamente, mientras el mono miraba a los dos blancos con curiosidad. Al rato se dio
cuenta de que le habían quitado el juguete y lanzó un rugido amenazador; saco las uñas,
tomó a Quomo de un brazo y lo sacudió como una palmera. El comandante protestó a los
gritos y cuando pudo juntar las manos hizo sonar el timbre varias veces hasta que el gorila
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Cuando Kiko vio correr al cónsul tropezando con la valija entre los escombros, ya
estaba enterado de que un rato antes había estado repartiendo dinero en la plaza del
arsenal. No bien oyó la noticia en el bar, salió a buscar el camión y arrancó en dirección del
puerto. El ventarrón que venía del río le recordó otro día y otra gente que ya no estaba allí.
Al llegar a la plaza bajó del camión y ordenó a les dos peones que buscaran a Bertoldi
entre los restos del arsenal. Cuando encontró las armas y las municiones, tuvo la idea de
cargarlos en el camión por si alguna vez le hacían falta. Al apartar los restos de una letrina
para liberar un mortero flamante, el peón al que le faltaba una oreja encontró las piernas
del teniente Tindemann que asomaban bajo unos fardos de tabaco. Kiko se ilusionó un
momento pensando que habían hallado al cónsul, pero cuando tiraron de las botas vieron
aparecer el maltratado uniforme del Ejército Rojo.
Kiko, que a la caída de Quomo había pasado seis meses preso de los soviéticos por
infantilismo ultraizquierdista, reconoció inmediatamente las insignias y mandó que lo
abandonaran allí. Cargaron las últimas armas y se disponían a dejar el lugar, cuando el
peón de una sola oreja preguntó si no quedaría en Bongwutsi alguien capaz de dar algo a
cambio de un oficial ruso. Kiko ya había puesto en marcha el Chevrolet, pero al oír la
pregunta de su compañero se le ocurrió que podía llamar a algún amigo y consultarlo
sobre el valor de canje actual de un agregado militar soviético.
El de una sola oreja saltó de la cabina, fue a ver si el blanco estaba vivo todavía, y
volvió a guiar a Kiko para que hiciera retroceder el camión hasta donde estaba el teniente.
Los peones lo echaron a la caja y en el momento en que iban a alejarse hacia los suburbios,
el cónsul Bertoldi llegó corriendo entre las ruinas, llamando a Kiko y haciendo señas
desesperadas.
El chofer fingió no reconocerlo y lo alumbró con una linterna en el momento en que
Bertoldi se golpeaba el pecho con la mano desocupada y decía con la poca fuerza que le
quedaba:
—¡Amigo! ¡Esperar amigo!
Kiko bajó la luz y quiso tomar la valija. El cónsul, casi sin darse cuenta, la hizo a un
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Estela, de sus papeles inútiles, con tres negros que lo habían llevado a una emboscada. La
baranda se volcó con un ruido de bisagras mal aceitadas y antes de que Bertoldi pudiera
echarse atrás, el cuerpo del teniente Tindemann se desplomó sobre su cabeza.
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La marcha a través de la selva fue lenta y dificultosa. El sultán, que tenía los pies
planos, apenas podía caminar en la oscuridad, entre el follaje, por las lagunas y las
hondonadas que el gorila rubio atravesaba tocando timbre como un poseído. Al cabo de
una hora se detuvieron a descansar. Quomo llamó al mono y estuvieron dando saltos y
vueltas carnero bajo la lluvia hasta que quedaron enchastrados y malolientes. Lauri los
observaba, sentado bajo un arbusto, recordando las películas de Tarzán que veía por
televisión. Nunca había estado en la selva, pero, no se sentía más extranjero allí que en las
ciudades de Europa por las que había deambulado en busca de refugio. Le hubiera
gustado hablar de eso con Quomo, pero el comandante seguía jugando con el gorila, le
mostraba una serpiente que tenía apretada en un puño y entre carcajadas amenazaba con
metérsela en la boca. El mono la miraba debatirse, mostrar la larga lengua negra, y
retrocedía haciendo gestos de disgusto y tapándose los ojos. Chemir estaba acostado sobre
un lecho de hojas frescas y sonreía como un padre que mira jugar a sus hijos. Los
moscardones volaban desorientados por la lluvia y los sapos saltaban entre la hierba
mojada. El sultán se había retirado a rezar una plegaria al borde de un arroyo de aguas
cristalinas bordeado de flores y árboles enanos.
Cuando estaba agachado, invocando al Todopoderoso, advirtió que varios gorilas
lo miraban, extrañados, desde la otra orilla. Molesto, dio por terminada la oración y volvió
a donde estaban sus compañeros. Quomo le mostró la serpiente y El Katar la comparó con
la Viuda Azul del desierto, que el coronel Kadafi citaba siempre para simbolizar el pecado
y la maldad del imperialismo.
—¿Qué quiere de mí el coronel? —preguntó Quomo casi al pasar.
—Que les complique la vida a los aliados.
El comandante asintió, dejó la víbora, y ordenó proseguir la marcha. Chemir
repartió algunas frutas y cruzaron el arroyo a paso lento. Luego se internaron en una selva
cerrada y ciega, apenas guiados por el sonido del timbre. Al atardecer desembocaron en
una vasta sabana ondulante donde podía verse la lluvia golpeando la hierba. Por el
descampado deambulaban decenas de gorilas empapados que parecían haber perdido la
orientación. Giraban en redondo, con los brazos colgando como tallos marchitos. Algunos
se detenían un momento, se golpeaban el pecho, lanzaban largos gemidos y seguían su
camino al azar.
El mono rubio tomó a Quomo de un brazo, lo arrastró unos metros y lo levantó de
las piernas mientras daba gritos que parecían de entusiasmo. A lo lejos, diluida por la
cortina de agua, el comandante vio la silueta negra de una locomotora a vapor.
— ¡El tren! —gritó—. ¡Allá está!
Enganchados a la máquina había tres vagones de pasajeros y uno con carbón para
la caldera.
—¿Eso funciona? —preguntó Lauri.
Quomo se volvió hacia el gorila rubio y empezó a darle instrucciones con muecas,
ademanes y palabras incomprensibles. El animal parecía nervioso, saltaba de un pie a otro
y se rascaba la cabeza embarrada. Varios gorilas se habían acercado y seguían la charla con
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una atención crispada. En la cara de Quomo había huellas de cansancio, pero su mirada
era serena.
—Hay que apurarse —dijo—. O'Connell nos está esperando.
Subieron por una barranca y encontraron dos hombres durmiendo en calzoncillos
bajó la locomotora. La ropa estaba secándose cerca de la caldera, junto al retrato del
Emperador. Chemir se agachó a despertarlos y les habló en su lengua.
—¿Perdieron el safari? —preguntó el más viejo, que parecía ser el maquinista.
También Quomo les habló en su idioma y los hombres parecían impresionados. El
maquinista se pasaba la mano por el cuello y no dejaba de decir que sí con la cabeza.
—Yo creí que lo habían fusilado —dijo para que lo oyeran los blancos.
—Lo fusilaron —confirmó Lauri—, pero ahí lo tiene.
—El comandante Quomo… —dijo el más joven, y fue a ponerse la blusa de
ferroviario. No parecía del todo convencido.
Quomo bajó por el terraplén e hizo señas en dirección del descampado donde
estaban reunidos los monos. El sultán preguntó si había un radiotransmisor o un telégrafo
a bordo y el maquinista negó, asombrado.
—¿Así que ése es Quomo? Se hizo famoso en el ferrocarril, le aseguro. En aquel
tiempo los trenes iban donde querían los pasajeros…
—Siempre es así —dijo Lauri.
—No crea —dijo el maquinista—Cuando este hombre estuvo en el gobierno había
que hacer una asamblea por cada salida y eso era un lío.
—¿Qué decidían?
—El rumbo del tren. Quomo abolió los horarios y los destinos fijos porque decía
que el orden es contrarrevolucionario. Entonces la gente compraba boleto único,
organizaba una asamblea y después íbamos para el lado que decidía la mayoría. Yo tuve
que manejar más de cien veces hasta Uganda.
—¿Por qué iban tanto Uganda?
—Para escapar del comunismo. Claro, en la frontera nos mandaban de vuelta, pero
mucha gente conseguía pasar. ¿Usted está seguro de que este hombre es Quomo?
—Seguro —dijo el sultán— ¿Cuánta gente en armas hay en Bongwutsi?
—¿En armas?
—Sublevada.
—Cuando yo salí no vi a nadie. La radio no dijo nada.
—¿Usted va a tomar las armas?
—¿Cuándo?
—Ahora, cuando lleguemos. Quomo va a hacer la revolución.
—¿Otra vez? No sé si me voy a atrever a decírselo, pero eso no es bueno para el
ferrocarril.
Lauri tenía ganas de fumar y estaba cansado. Bajó el terraplén y vio a Chemir que
estaba escribiendo en una labia algo que copiaba de un papel. Por el otro lado llegaba una
fila de gorilas conducidos por el rubio. Quomo les indicaba que subieran al tren.
—¿Qué hace? —le gritó Lauri.
—Vamos a entrar a Bongwutsi con un ejército de monos.
—¿Y el proletariado?
—No sé cómo hacían ustedes, Lauri, pero aquí hay que arreglarse con lo que hay.
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Desde la puerta de su atelier, Mister Burnett oyó los gritos de los diplomáticos que
corrían a ponerse a salvo del ventarrón. El cielo era un gran arco iris de fuegos y nubes y
sólo el Primer Ministro sabía lo que significaba ese estremecimiento en las entrañas de
Bongwutsi. El coronel Yustinov pasó por el sendero de lajas levantándose los pantalones,
tambaleante, cubierto de crema y chocolate, hablando solo. Más allá, el teniente Wilson
trataba de ordenar la retirada de los invitados hacia el bulevar con algunos guardias que
habían tomado y fumado demasiado y no parecían serle de mucha utilidad.
El Primer Ministro se acercó a Mister Burnett, que estaba remontando la estrella de
cinco puntas, envuelto en una salida de baño, y le dijo que Quomo había regresado y que
necesitaría de los soldados británicos para hacer frente a una nueva revolución. El
embajador le respondió con una carcajada y se fue corriendo, dándole hilo al barrilete que
ya volaba por encima de la arboleda. "Pónganle música, pónganle música", gritaba, hasta
que se perdió en la oscuridad.
El teniente Wilson quería llevar a Monsieur Daladieu ante el agente Jean Bouvard,
porque no había entendido bien lo que éste le había contado y dudaba de que estuviera en
su sano juicio. Pero el embajador de Francia se había ido en la ambulancia con el
commendatore Tacchi para certificar que el honor de Mister Burnett estaba a salvo y de
paso comunicar los últimos acontecimientos al Quai d'Orsay. En medio de la confusión,
algunos diplomáticos se quejaban de haber perdido a sus mujeres, y el Primer Ministro
gritaba que era necesario salir a patrullar la ciudad. El teniente Wilson, desbordado, pidió
que le trajeran un jeep para ir a encender personalmente los fuegos artificiales. Quería
hacer la cuenta de la tropa que le quedaba e impartir las primeras órdenes de represión.
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Junto al teniente Tindemann, cayeron del camión algunos fusiles y un obús que
había servido en la guerra de Vietnam. Bertoldi miró a los negros y pensó que estaba
perdido. En unas pocas horas había pasado de la euforia de la partida a la convicción de la
muerte. Lamentó (y creyó que ése era el último sentimiento de su vida) no haber pasado la
noche en el Sheraton con la adolescente casi desnuda. Pero también tuvo tiempo de
recordar los blanquísimos pechos de Daisy, el aire ausente de Estela y su triunfal entrada
al bulevar de las embajadas. No intentó escapar: apenas se movió para abrazar la valija, y
se sentó en el pasto. Kiko se agachó a su lado y le pasó un brazo sobre los hombros.
—Acá tiene —dijo—, dejarle todo esto. Un ruso y algunas armas siempre ser útiles
cuando uno estar en guerras.
Bertoldi levantó la vista y encontró una cara amable, de ojos compasivos.
—¿Y ahora para qué los quiero? —dijo en voz baja y empezó a sollozar como el día
que le robaron la billetera.
Kiko le dio unas palmadas suaves en la espalda y le sacó la valija sin esfuerzo, como
quien le quita el reloj a un muerto.
El ruso los miraba sin entender, preguntándose si debía seguir con su misión o
regresar a la embajada para pedir instrucciones.
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De repente, por el camino de tierra, vio aparecer al correo del Foreign Office y más
atrás, al capitán Standford que llevaba una pistola. Rápidamente se agachó, tomó primer
fusil que encontró al alcance de la mano, y O'Connell se precipitó hacia ellos con el puño
levantado, le disparó apoyándose en el hombro del cónsul argentino. En un instante todos
estuvieron de cara al suelo y Standford empezó a descargar su pistola contra los que se
arrastraban detrás del Camión.
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El tren avanzaba lentamente entre las colinas. Los monos miraban por las
ventanillas como si nunca hubieran visto la selva y de vez en cuando se escuchaba un grito
destemplado, o un largo bostezo. Lauri se había encerrado en el baño y Quomo estaba
sentado junto al gorila rubio, con la mirada puesta en un punto fijo, como si estuviera
pensando. El sultán, que no podía dormir, fue hasta la máquina, donde los negros
discutían y se pasaban una botella. Cuando lo vieron acercarse dejaron de hablar y uno de
ellos empezó a hojear una revista. El Katar notó que habían sacado el retrato del
Emperador y en su lugar habían pegado un póster de John Travolta. Les dirigió una
sonrisa y señaló la botella.
—¿Desalcoholizado? —preguntó.
Los negros se miraron entre ellos y el fogonero respondió como por obligación.
—Grapa —dijo, y siguió mirando la revista.
—Pero sin alcohol —insistió el sultán.
El maquinista le alcanzó la botella y con un gesto lo invitó a probar. El Katar sintió
que el líquido le quemaba el estómago y le remontaba el ánimo y eso lo convenció de que,
como decía el coronel, el mundo sería un día de los negros. Iba a decirles que todavía no
podía superar el disgusto de haber perdido el Rolls Royce, pero temió que no lo
comprendieran. Cuando insistió en ponerlo en la bodega del Boeing, pensaba que sería
mucho más digno y fotogénico tomar el palacio imperial con un Rolls que con un jeep
cualquiera.
Apuró otro trago y devolvió la botella con un gesto de satisfacción. El resplandor
del avión incendiado se estaba apagando y la lluvia entraba por las ventanillas de la
locomotora. El maquinista le miró la ropa hecha añicos y señaló el vagón de los gorilas.
—El comandante —dijo—, ¿habrá cambiado de idea?
—No creo —dijo el sultán—. Todo esto será una gran destilería y va a haber trabajo
para todos.
—Destilería no está mal —dijo el maquinista—, siempre que no empiece otra vez
con el sorteo de parejas.
—¿Sorteo? —preguntó El Katar, y pensó en las asambleas populares del desierto.
—El que hacía con la lotería. Al final es peor que andar necesitado.
—¿Quomo rifaba mujeres?
—Mujeres y hombres, obligatorio para mayores de catorce y menores de setenta.
Uno se pasaba la semana esperando la jugada y después le tocaba cada cosa que mucha
gente prefería cumplir los treinta días de cárcel. Yo nunca tuve suerte con las mujeres.
—¿Cómo lo hacían?
—Con el número de documento y un bolillero en cada barrio, como para el servicio
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militar. A mi mujer le tocaron dos muchachos jóvenes y una senegalesa gordita, pero a mí
me salía cada cosa terrible. El comandante lo llamaba socialismo sexual, o algo así. Los
rusos terminaron con eso.
—En Libia hubiera sido mal visto —dijo el sultán.
—En cualquier parte. Al comandante le tocaban lindas mujeres porque siempre
tuvo suerte en el juego pero yo le aseguro que muchas veces tuve ganas de dar parte de
enfermo.
—¿Lo quiere el pueblo?
—¿A Quomo? Cuando lo fusilaron hubo tres meses de duelo y eso que estaba
prohibido nombrarlo. Todavía hay gente que tiene su foto enterrada en el patio. A la
noche, con el apagón, la sacan y le prenden una vela.
—¿Usted lo hace?
—No, en el ferrocarril no es muy popular. Los ingleses eran mejores con los trenes:
ahora ya casi no funcionan.
—Ya se van a usar de nuevo —el sultán señaló la botella—. Van a tener que llevar
tanques y tanques de esto hasta el puerto.
—Puede ser, pero si Quomo llega al gobierno nos van a cerrar todas las aduanas. ¿A
dónde van ahora con esos monos?
—A tomar el palacio imperial.
— ¡Eso no me lo quiero perder! Dicen que el trono es de oro macizo.
—Venga con nosotros, entonces.
—No, si va a estar el Emperador seguro que lo pasan por televisión.
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—Caminar por vías tres kilómetros —señaló la dirección por donde había huido
Bertoldi.
—¿Caminar?
—Puesto de señaleros. No poder entrar con camión.
—Vamos directamente a la embajada soviética, entonces. ¿Qué hay en la radio a
esta hora?
—Pura música yanqui. Porquerías.
—Póngala igual. Un poco de rock no nos va a venir mal.
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Al ver aparecer el tren en la curva, el cónsul saltó a un costado de las vías y estuvo a
punto de rodar por el terraplén, arrastrado por el peso de la valija. Pero enseguida advirtió
que la locomotora avanzaba muy lentamente envuelta en el vapor, despidiendo un humo
denso que se diluía en la negrura de las nubes. Parado en la oscuridad Bertoldi leyó el
cartel amarrado a la trompa de la máquina:
Vio monos asomados por las ventanillas y encima de los techos y pensó que el calor
y los disgustos lo hacían ver fantasmas; pero cuando pasó el furgón de cola, cargado de
carbón, lo corrió y subió de un salto. Estaba ahogado por el calor y se dejó caer sobre el
piso tiznado, pensando obsesivamente que debía llegar a tiempo para alcanzar el ómnibus
a Tanzania.
¿Lo sabría la patria? ¿Se enteraría algún día de lo que hacía por ella? ¿Su nombre
estaría alguna vez en los libros? Por las dudas, al llegar a Suiza tomaría una secretaria para
dictarle sus memorias y luego las enviaría a la cancillería de Buenos Aires.
A través del vidrio vio a un negro desharrapado que se paseaba dando gritos entre
los asientos ocupados por los monos y descartó que ese mamarracho pudiera ser el
dictador Quomo. Luego cayó en la cuenta de que los gorilas viajaban de la selva hacia la
ciudad y no a la inversa, corno sucedía siempre, y esa comprobación lo dejó desconcertado
e inquieto.
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También Lenin había ido en tren hacia la revolución. Lauri lo estaba pensando
mientras Quomo abría las puertas de los vagones, iba y venía hablándoles a los monos,
sacudiéndolos cuando se dormían o se ponían a arrancarse los parásitos con aire distraído.
Chemir y el sultán vigilaban al maquinista y al fogonero para que no los llevaran por una
vía muerta: tenían orden de detenerse en el puesto de los señaleros donde había un
teléfono de campaña. Lauri, colgado del pasamanos, miraba hacia la flaca luz de la
locomotora y trataba de adivinar las siluetas que se desvanecían entre las sombras. Por un
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instante le pareció ver a un hombre con una valija que cruzaba los rieles, pero lo atribuyó
al cansancio que le excitaba la imaginación. Justo antes de una curva, distinguió un poste
con una caja pintada de rojo y dio la voz de alerta. El maquinista frenó despacio, como si
temiera que el tren se desarmara en pedazos. El sultán saltó al terraplén y corrió como si
llegara a un oasis. Quomo y Lauri se acercaron con una linterna y lo encontraron
golpeando la caja con una piedra.
—Abra eso o me quedo sin discurso —dijo Quomo.
El argentino apartó al sultán y miró su reloj. Trataba de calcular qué hora sería en
Buenos Aires. Pidió alambre y una pinza al fogonero y trabajó cinco minutos mientras los
otros seguían sus movimientos con ansiedad. Por fin la cerradura cedió y un aparato negro
y antiguo apareció a la vista de todos. El sultán se abalanzó sobre el tubo, se lo llevó a la
oreja y sacudió la horquilla con una mueca de disgusto.
—Mudo —dijo, y se lo pasó a Quomo.
—¿Puede arreglar esa cosa también? —preguntó el comandante con una sonrisa de
complicidad.
Lauri dijo que lo intentaría y pidió un destornillador. Todos se quedaron mirándolo
como si esperaran un milagro. Sin advertirlo, habían formado una cola disciplinada, como
si esperaran frente a una cabina pública.
Al rato, el argentino avisó que la operadora estaba en línea. El Katar le arrebató el
teléfono y pidió un largo número de Trípoli mientras les hacía señas de que lo dejaran
solo. De repente, su cara se iluminó y empezó a hablar en árabe, bajando la voz, mirando
furtivamente a su alrededor.
Quomo se alejó por la vía y señaló a Lauri una torre cemento más allá de la curva.
—Ahí están las antenas de radio y televisión —dijo—Vamos a tirar el cable del
teléfono hasta allá.
—¿Qué hubiera hecho si no se tropezaba conmigo?
—Me hubiera casado con Florentine y andaría por los casinos del mundo.
— ¿Sabe que usted se parece a Lenin?
—Trato de serle fiel. Ahora conecte ese cable y va a ver cómo este país salta de la
cama y sale a cambiar la historia.
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rollo de cable al hombro. Oyó que gritaba "pruebe ahora" y concluyó que se trataba de un
extranjero. Quomo se paseaba por las vías sosteniendo el teléfono en una mano, como un
micrófono, y decía frases cortas que el cónsul no alcanzaba a comprender. Desde la
locomotora, uno de los ferroviarios gritó " ¡se escucha, comandante, se escucha!", y el otro
blanco, que tenía la túnica puesta como un poncho, salió corriendo a contraluz, levantando
pedregullo, bendiciendo a Dios. El cónsul no entendía bien lo que estaba sucediendo, pero
cuando los negros levantaron el volumen de la radio y la voz de Quomo se entrelazó con
los bramidos de Steve Wonder y con las baterías de The Police, se dio cuenta de que el
dictador estaba entrando en cadena por todas las emisoras de Bongwutsi.
El de la túnica pidió al maquinista que silenciara la locomotora. En un instante sólo
quedó el repiqueteo de la lluvia sobre los techos de los vagones. De espaldas al faro,
encerrado por una aureola de moscones y mariposas desconcertados por la luz, Quomo se
sentó sobre una baliza y empezó a hablar en su idioma. Al principio la voz era amable, casi
musical, y Bertoldi, que la escuchaba amplificada por el transistor de los ferroviarios,
pensó que explicaba algo, o que hablaba al oído de las mujeres que escuchaban las novelas
de trasnoche. Después el tono se hizo más rápido y las consonantes se entrechocaron como
piedras. Las pausas eran agónicas y parecía que rogaba y exigía a la vez, que ordenaba y
persuadía. Los monos empezaron a bajar del tren, embelesados. Algunos rugían mirando
al cielo. El cónsul vio que Quomo se paraba y hacía gestos breves, precisos, como si
dirigiera una orquesta ante un auditorio anhelante. El árabe estaba frente a la radio con la
boca abierta, como un idiota iluminado. Las caras de los negros se torcían de sorpresa y se
enderezaban de felicidad.
Al final, Quomo arrastró las vocales, las retorció, las hizo vibrar con un punteo de
respiración acelerada, y levantó el puño con tanto convencimiento que Bertoldi, sin darse
cuenta, se enderezó para imitarlo. Alguien vivó al comandante y a la revolución, y los
monos empezaron a saltar hasta que los durmientes de las vías temblaron y el pito de la
locomotora sacudió la larga noche de Bongwutsi.
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El teniente Tindemann detestaba la voz de Steve Wonder, así que ordenó a Kiko
que pusiera cualquier otra cosa. El negro pasó por un radioteatro británico, un noticiero
sobre las actividades del Emperador y se detuvo en Jacques Brel, que cantaba Comment
tuer l'amant de sa femme. O'Connell frunció el ceño frente al fusil que, apuntaba y siguió
recapacitando sobre la actitud del ruso que todavía llevaba consigo las cartas de Bertoldi.
No creía que lo fusilara por su cuenta, sin consultar primero a Quomo, o al menos al
cónsul Bertoldi, que se había puesto a salvo durante el combate. De todos modos le
pareció prudente aclarar su situación y decidió entregar al soviético el informe que le
había escrito a Quomo antes de salir del consulado. Le pidió atención empujándolo con el
codo y señaló el crucifijo hueco que llevaba colgado del cuello. Al principio, Tindemann
creyó que el otro quería encomendarse a Dios, pero cuando lo vio abrir la cruz y sacar un
papel doblado, pensó que esa noche estaba de parabienes. O'Connell desdobló el
documento y lo entregó al representante del Ejército Rojo.
El teniente leyó dificultosamente, pero entendió que un tal O'Connell había
quedado al margen de la revolución al ser sorprendido por los soviéticos en la fiesta de la
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las Malvinas.
Aunque no era diestro en materia de discursos, lo alivió pensar que alguien, al fin,
le prestaría atención después de haber sido calumniado, despreciado y prácticamente
arrojado en brazos de los comunistas. Así lo dijo, de pie, apenas protegido por el panamá
y el impermeable roto por todas partes. Anunció que hablaba desde algún lugar del
Imperio donde había puesto a salvo el pabellón nacional y, llevado por el ritmo sofocante
de su relato, afirmó que ningún inglés pisaría nunca tierra argentina, ni entraría en el reino
de los cielos. Sostenía el teléfono como si estuviera en una cabina pública y por momentos
su voz se entrecortaba por la emoción, sobre todo cuando evocó el triunfo de Liniers y
anunció que la armada argentina hundiría a la flota real como si fuera un cucurucho de
papel. Al final le pareció adecuado recordar que su bandera nunca había sido atada al
carro triunfal de ningún vencedor de la tierra, y antes de colgar el teléfono dio tres vivas a
Dios y a la patria amenazada.
Cuando terminó de hablar se encontró otra vez solo en la vía que cortaba la selva,
con el estómago vacío y el espíritu decaído. Tomó la valija y se internó por el sendero de
un obraje pensando que ahora sí el mundo sabía de él y por lo tanto a nadie se le ocurriría
pensar que estaba huyendo.
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El teniente Wilson recorrió con el jeep la rampa de los fuegos de artificio, saludado
por una docena de soldados que esperaban la orden de encender la cohetería. En ese
momento la voz de Quomo apareció por la radio, y aunque el militar no comprendió una
sola palabra de lo que decía, se dio cuenta de que la sublevación estaba en marcha. Estaba
convencido de que algo había fallado en los planes del Estado Mayor y que el capitán
Standford había sido eliminado por los soviéticos para quebrar el sistema de defensa
conjunta con las fuerzas armadas del Emperador. El agente Jean Bouvard, que no había
querido ridiculizarse poniéndose los pantalones cortos de la tropa británica, esperaba en
piyama, bajo la rampa, masticando un sandwich de pollo y rumiando la decisión de
cambiar de bando para evitar la humillación y la cárcel. Cuando escuchó el discurso de
Quomo, se preparó para entregarse a los soviéticos y se preguntó qué podía ofrecerles a
cambio de una tranquila granja en Ucrania.
Wilson, que tenía las rodillas sucias y las medias caídas, le pidió disculpas por
haber puesto en duda la veracidad de su relato y lo invitó a hacer frente a la revolución
junto a los soldados de Su Majestad. Bouvard echó un vistazo a su alrededor, observó a los
galeses borrachos y a los escoceses fumados, y dijo que prefería ponerse a disposición de
su embajador.
Estaba débil y sin ánimo y rogó al teniente que lo acercara al bulevar: calculaba que
el ofrecimiento de una lista completa de agentes lituanos que trabajaban también para la
CÍA podría tentar al Kremlin.
El inglés asintió y ordenó a un sargento que lanzara las bengalas al cielo. En ese
momento, desde la radio del jeep, les llegó la voz temblorosa del cónsul Bertoldi que
declaraba solemnemente haber puesto a salvo el honor de los argentinos.
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Kiko ordenó a los peones que encerraran al ruso en la caja del camión y entregó a
O'Connell de paquete de cartas y el informe que había recogido del suelo. El negro al que
le faltaba una oreja tomó el fusil y disparó al aire hasta que se le terminaron las balas. El
irlandés dio gracias a Dios por devolverle la palabra y preguntó a Kiko si conocía cuál era
el grado de compromiso que Quomo había pactado con los soviéticos. El chofer lo
ignoraba y propuso mantener como rehén al teniente Tindemann para hacer frente a
cualquier imprevisto. Luego señaló el paquete y quiso saber por qué se lo disputaba tanta
gente.
—Desbordes del corazón —dijo O'Connell y volvieron a la cabina—. Nunca tenga
amantes inglesas, y si las tiene no les escriba.
—Kiko nunca escribir —dijo el chofer y puso en marcha el motor. Uno de los
peones subió a la caja y el otro se paró en el estribo con una ametralladora al hombro.
—Una vez ingleses querer hacerme escribir rendición y no. Otra vez, rusos decirme
entregar bandera roja y no.
Se apoyó un pulgar en el pecho:
—Siempre preso —siguió—. Ahora trabajar en cuadrilla municipal con nombre
cambiado.
—¿Cuántos alzamientos lleva? — preguntó el irlandés.
—Todos los que tomarme desprevenido. ¿Buscar comandante?
—Vamos. Estoy ansioso por verlo de nuevo. Lástima que no me mandó la plata,
que si no ya tenía comprado el arsenal y lo recibía con una salva de veintiún cañonazos.
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a salvo. Los monos invadieron la explanada de carga y empezaron a dar vuelta los
camiones y los carros repletos de mercadería. De pronto, en el cielo estalló una bengala
amarilla y luego una estrella blanca, y enseguida miles de petardos rojos y azules, hasta
que la ciudad se encendió como si fuera mediodía y por las bocacalles llegó un calor de
horno y un ruido de tambores: los primeros harapientos aparecieron blandiendo palos,
hachas y machetes, y Quomo trepó hasta lo más alto de un farol vociferando, con las venas
hinchadas, mientras señalaba con un brazo las torres del palacio imperial.
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Desde lo alto de una cuesta, por entre las escobillas del limpiaparabrisas, O'Connell
vio al cónsul Bertoldi que corría a ocultarse detrás de una hilera de bananeros. Iba cubierto
por el panamá y arrastraba una valija. Kiko apretaba el acelerador a fondo, pero el
Chevrolet se había quedado sin resuello y una humareda blanca subía desde el capó. El
irlandés tomó la linterna y se arrojó del camión en marcha. Tropezó, pero consiguió
enderezarse y se internó en la selva detrás del argentino. De vez en cuando cantaba un
sapo y los insectos se movían en remolino alrededor de la luz. O'Connell llamó al cónsul
por su nombre y lo sorprendió escucharse de nuevo la voz que sonaba áspera y un poco
excedida. Caminó unos minutos en círculo, tomando como eje un árbol agujereado por las
termitas, y volvió a llamar a Bertoldi en todos los tonos de cordialidad que le vinieron a
los labios. Entendía bien por qué el argentino se ocultaba de él y se puso a explicar en
detalle las causas que lo habían privado de la voz y de participar en la insurrección. Al
rato, mientras charlaba a solas y alumbraba entre el follaje, sintió que le picaba la nariz y
empezó a estornudar otra vez. Se preguntó cuál sería la planta que le resultaba tan dañina
y empezó a apartar hojas y matorrales hasta que encontró al cónsul acurrucado contra la
valija, ente dos tallos nudosos atiborrados de flores blancas. El argentino cerraba los ojos y
se apretaba las orejas como si esperara un estallido. Una mosca gorda y azulada le
caminaba por la nariz e iba a escarbar en las pestañas abundantes. O'Connell lo observó,
perplejo, con el pañuelo en la mano, y entre un estornudo y otro le preguntó si la
explicación le había resultado satisfactoria. Bertoldi abrió los ojos lentamente; la mosca se
espantó y quedó dando vueltas entre los dos hombres hasta que O'Connell se agachó para
mirar al cónsul de frente y demostrarle que estaba diciendo la pura verdad.
—Tengo sus cartas, por si no me cree.
—¿Mis cartas?
—Un paquete grande. No sé para qué escribía tanto; no hay nada que no pueda
decirse en dos palabras.
—Aquí adentro hay una bandera —el cónsul señaló la valija temblando—. Cuando
esté muerto cúbrame con ella.
—Está bien. Me emocionó con el discurso, le aseguro ¿Dónde está Quomo?
—En el tren, con los monos. ¿En serio estuve bien?
O'Connell encendió un cigarrillo y lo puso en los labios del cónsul.
—Demoledor. Hace tiempo que nadie puteaba tanto a los ingleses.
—Yo lo único que quería era salir de acá — dijo Bertoldi en un hilo de voz.
—Va a salir hombre, ya se lo dije. En el avión del Emperador.
Dos lagrimones largos corrieron por las mejillas encarbonadas del cónsul.
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O'Connell lo tomó de la nuca y lo atrajo contra un hombro. El cigarrillo cayó sobre las
hojas mojadas.
—Ya estamos cerca, compañero. Vamos, que el comandante está esperando.
—¿Entonces me perdona…?
—Quédese con el sombrero si le gusta tanto, hombre —el irlandés levantó el
cigarrillo y le dio una pitada—. Déme que le llevo la valija.
—No me quería rendir, ¿sabe?, no les quería dar el gusto.
— ¡Cómo se iba a rendir!
El cónsul se refregó la cara con la manga del impermeable y sacó la botella. Estaba
tan tiznado como Al Johnson.
—No se imagina las que pasé por esa valija… —dijo y se puso de pie.
—Ya me va a contar. Venga que le doy las cartas.
O'Connell caminó adelante, con la maleta, hasta que salieron de la selva. Al otro
lado de la ruta esperaba el Chevrolet con los faros encendidos. Cuando lo vio llegar, Kiko
hizo sonar la bocina y gritó, alborozado:
— ¡Hombre de Falkland traer plata! ¡Festejar, festejar!
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Apretado entre O'Connell y Kiko, con los pies sobre la valija que el irlandés había
dejado en el piso de la cabina, el cónsul pensaba en el futuro. No estaba seguro de tener el
coraje de soportar la entrega de su bandera, ni de mirar a los ojos a Mister Burnett después
de lo que había dicho por radio. Tal vez lo metieran en la cárcel, o en un sótano de la
embajada británica. Se arrepintió mil veces de haber sido tan imprudente, aunque estaba
secretamente orgulloso de haber defendido públicamente la causa argentina.
Ya no podía irse a Tanzania, porque ni siquiera tenía dinero para el ómnibus y aún
si O'Connell le facilitaba algunos billetes falsos, tarde o temprano terminaría trabajando
con los negros en un aserradero o en una represa. Lo atormentaba la idea de volver a su
casa derrotado, de ir a correr detrás del commendatore Tacchi para pedirle unas libras, o
peor todavía, confesarle que nunca había sido cónsul y tener que implorarle un empleo de
mayordomo en la embajada. Por un momento pensó que si los comunistas triunfaban,
todos los blancos correrían una suerte horrible, sirviendo en las casas de los negros o
barriendo las calles, como las mujeres de Rusia. Aunque quizá, se dijo, su amistad con
O'Connell lo pusiera a cubierto de esas bajezas. ¿Por qué todas las desgracias le habían
caído juntas? El no había querido abandonar a Estela: tarde o temprano se las hubiera
ingeniado para llevarla a Córdoba y sepultarla allí, en la falda de una montaña, como ella
se lo había pedido. En realidad ya no recordaba si le había pedido eso u otra cosa, pero
estaba demasiado confuso y no quería correr el riesgo de incumplir una promesa. Los
comunistas le ofrecían llevarlo a Buenos Aires en el avión del Emperador, pero primero
tenían que tomar el poder y el cónsul dudaba de que lo consiguieran con gente como Kiko
y el de la oreja cortada, que un rato antes habían querido robarle el dinero. De pronto
estaba riéndose solo: se acordaba de los negros que lo abandonaron a su suerte con el
gorila, en el medio de la calle, y trataba de imaginarlos haciendo una revolución, aun una
revolución comunista. Vio que O'Connell se reía con él, a su lado, y le daba palmadas en la
espalda. Al fin de cuentas, pensó, había protegido el dinero, había pasado una noche
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terrible para que los otros no se apoderaran de la valija y los subversivos tendrían que
reconocérselo de alguna manera.
Estaban entrando a la ciudad por la costanera cuando el cielo se llenó de luces de
colores, y oyeron, a lo lejos, un repiqueteo de disparos y las explosiones de bombas y
cohetes.
— ¡Ese es Quomo! —dijo O'Connell y sus ojos bizcos se enderezaron de júbilo
mientras abrazaba al cónsul.
Kiko empezó a tocar la bocina y apretó el acelerador a fondo. Atrás, en la caja, los
otros negros daban alaridos y disparaban al aire. Bertoldi no supo si ponerse contento o
encomendarse nuevamente a Dios, que lo tenía abandonado desde hacía tanto tiempo.
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Cuando el viento paró de golpe, la estrella de cinco puntas de Mister Burnett perdió
la elegancia del vuelo y se precipitó más allá de la plaza del arsenal. Mientras corría a
buscarla, mascullando maldiciones, ajustándose el cordón de la salida de baño, el inglés
vio a los monos que invadían el bulevar y escuchó el breve tiroteo hasta que cayó la
guardia de su embajada. Comprendió, entonces, que el teniente Wilson estaba en lo cierto
y que el dictador Michel Quomo había vuelto a Bongwutsi aprovechando que sus tropas
estaban desembarcando en las Falkland.
Se deslizó por una calle lateral, y al ver a los negros alborotados, comprendió que
no podría volver a su residencia. Pensó refugiarse en la fortaleza del coronel Yustinov,
pero la turba había tomado la calle y no le sería posible llegar hasta allí a menos que el
ejército del Emperador iniciara la contraofensiva. Al entrar al barrio del consulado
argentino, se preguntó si a pesar de todo Bertoldi lo dejaría pasar la noche en su casa y
lamentó otra vez haberse olvidado de dar la orden de que le pagaran el sueldo. Golpeó a
la puerta con la intención de disculparse y observó el imperdonable descuido en que
estaba sumido el jardín. Como nadie salió a atenderlo, Mister Burnett imaginó que el
cónsul, espantado por la irrupción de los revolucionarios, había abandonado la casa.
Atravesó la esquina y vio que los soldados de la zona de exclusión estaban
rindiéndose al enemigo, de manera que se dirigió hacia el lago con la esperanza de
embarcar en el yate de Mister Fitzgerald o en la lancha de Herr Hoffmann.
Cuando llegó a la plaza, encontró el arsenal destrozado y esperó un descuido de los
últimos monos que merodeaban por el lugar para cruzar hasta la orilla del lago. Caminó
por la playa, temblando de inquietud bajo el estallido de las bengalas, observando los
árboles volteados por el ventarrón, atisbando los movimientos de los barcos que salían del
puerto, hasta que un fulgor espléndido apareció ante él. A dos pasos de la orilla,
deslizándose como un cisne majestuoso al compás de las olas, flotaba el Rolls Royce Silver
Shadow que había sido del sultán El Katar. Entonces, con la respiración entrecortada por
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el júbilo, Mister Burnett comprobó una vez más que Su Majestad Serenísima no
abandonaba nunca a sus mejores súbditos.
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menos solo, besó el sol de la bandera y prosiguió la ceremonia con un fervor que le salía
del alma. Estuvieron mirándose a los ojos, midiéndose, mientras dos emociones diferentes
y profundas los ganaban en aquel jardín arrebatado al imperio británico.
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Lauri se preguntaba quién podría ser ese argentino desolado y triunfal, envuelto en
un impermeable tiznado, con los dedos de los pies asomando por los agujeros de las botas,
que cantaba a grito pelado al pie del mástil. Le extrañó que fuera un funcionario de los
militares porque un negro le había dicho que cuando tenía dinero lo repartía entre los
pobres. Advirtió con qué envidiable convicción entonaba el O juremos con gloria morir del
final, y se dispuso a preguntarle si era él quién había hablado por radio después de
Quomo. Antes de que Lauri pudiera decir algo, sin darse un momento de respiro el
hombre ya estaba cantando otra vez Oíd mortales el grito sagrado y tiraba de la cuerda
mientras la bandera ganaba altura sobre un fondo de destellos y explosiones fugaces.
Cuando la enseña llegó al tope, Lauri sintió una rara emoción. Aunque Quomo le había
encargado izar la enseña del proletariado internacional, pensó que no tenía derecho a
arriar la otra que lejos de allí había sido deshonrada por los británicos. Dejó que su
compatriota terminara con el Himno y vio cómo se agachaba rápidamente a cerrar la valija
azul, bastante maltrecha, que tenía a su lado.
—¿Así que usted es mi cónsul? —dijo.
—¿Con quién tengo el gusto? —respondió secamente Bertoldi y miró la bandera
roja que el joven llevaba hacia el mástil.
Lauri le dijo su nombre y lo miró a los ojos.
—¿Es el cónsul o no es el cónsul?
—No, qué voy a ser. . . Yo soy Bertoldi, el empleado.
—Me pareció escuchar. . .
—Entendió mal. El cónsul es Santiago Acosta y se borró hace tiempo. Oiga, ¿no
pensará colgar esa cosa al lado de nuestra invicta bandera?
—Lamento informarle que ya ha dejado de ser invicta.
—¿Qué me quiere decir?
—Que los militares se rindieron.
Bertoldi lo vio tirar de la cuerda y estuvo a punto de golpear a ese hombre que
parecía un linyera, pero se dijo que el gesto sería inútil porque las fuerzas de los
comunistas eran superiores.
—¿Usted es el que hizo el discurso por radio? — preguntó Lauri—. Le aseguro que
tuvo momentos conmovedores.
—Dígalo si alguna vez vuelve a la patria. No agregue ni quite nada, cuéntelo nada
más.
—¿Eso de que nunca pudo bailar en el Sheraton también?
—¿Dije eso? No, puede olvidar esa parte, estaba bastante alterado, imagínese.
Lauri ató la bandera roja debajo de la celeste y blanca y las izó juntas. Bertoldi miró
a los costados.
—Me está poniendo en un compromiso, che. Déjeme decirle que no es de buen
argentino reverenciar otra bandera.
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Cuando le palmeó la espalda, Lauri notó que estaba flaco como un espárrago y al respirar
hacía un ruido de cañería atascada.
—Viva la Argentina, compatriota—dijo Bertoldi.
—Hasta la victoria siempre —dijo Lauri.
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Quomo ordenó a Kiko y al gorila rubio que condujeran las columnas hacia el
palacio imperial. El irlandés parecía dispuesto a destruir todas las embajadas y disparaba
como un poseído desde el techo del camión. El peón de la oreja cortada acarreaba baldes
de agua para enfriar la ametralladora, y el otro insertaba los cartuchos subido al capó
mientras un grupo de monos observaba la escena tapándose los oídos. Cuando
terminaban de demoler una fachada, avanzaban el Chevrolet unos metros y empezaban
con la siguiente. Cuando le tocó el turno a la de los Estados Unidos, el sultán El Katar
esperó a que el frente estuviera en ruinas y luego pidió un alto el fuego para ir a tomar
algunos rehenes por si el ejército lanzaba un contraataque. Quomo lo miró quemar la
bandera de las barras y las estrellas y luego subir la escalinata con aire arrogante y un
tanto inexperto. Ya nadie respondía los tiros y las calles se llenaban de gente que hacía
fogatas y bailaba.
Lauri vio alejarse al cónsul que levantaba un puño cada vez que se cruzaba con un
negro y volvió sobre sus pasos. En el salón de fiestas de la embajada británica los gorilas
ocupaban las mesas del banquete y vaciaban las fuentes de plata y las botellas de
champagne. Alguien había puesto en marcha el generador de electricidad y una sinfonía
de Mozart daba un aspecto solemne a los pesados movimientos de los comensales. Lauri
cerró los ojos unos instantes y cuando los abrió encontró la misma escena, apenas
modificada por camareros que entraban con trinchantes de carne asada y montañas de
ensaladas y postres helados. El argentino pensó que tal vez Quomo había soñado todo eso
con tanta intensidad que nadie podría escapar de ese espacio estrecho e inasible en el que
todo era verosímil todavía. Mientras se acercaba al bulevar, volvió a escuchar el minué
inconcluso en medio del tam-tam de los negros y la metralla obsesiva de O'Connell. Al
otro lado de la calle, trepado a la estatua del Almirante Wellington, Quomo daba
instrucciones y llamaba a las primeras asambleas. Kiko y Chemir llegaron con el jeep que
había sido del teniente Wilson y el comandante saltó sobre la cabina descubierta. Lauri
corrió para alcanzarlos temiendo que ya se hubieran olvidado de él. Chemir se inclinó y le
tendió una mano para ayudarlo a subir.
— ¡Avísenle al irlandés! —gritó Quomo—: ¡Vamos al palacio!
Kiko manejó entre la multitud que arrancaba estatuas y se llevaba a los caídos.
—Ahora el enemigo va a ganarnos muchas batallas y por mucho tiempo —dijo
Queme—. Espero que O'Connell haya gastado bien la plata. Vamos a tener que resistir
hasta que los tiempos cambien y los blancos vuelvan a creer en algo.
—¿Por qué se pone pesimista ahora? Ganamos, ¿no?
—Sí, pero no es suficiente, Lauri. Todavía nos quedan por hacer muchas cosas más:
sublevar las Malvinas, hacer cornudo al príncipe de Gales, desalcoholizar el whisky,
vender Play Boy en Teherán, desmoralizar a los japoneses, sacarles a los pobres el orgullo
de ser pobres…
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Parado a un costado de la ruta, el cónsul se preguntó qué hacer ahora que el último
ómnibus había pasado. Porque estaba seguro de que los comunistas no dejarían partir
ningún otro transporte por el que la gente pudiera escapar al extranjero. ¿Entregar la plata
y volver al consulado a esperar que O'Connell cumpliera su promesa de facilitarle el avión
del Emperador? En ese caso fortalecería a los revolucionarios y cuando llegara a Buenos
Aires los militares lo pondrían preso por complicidad con la subversión. Algo le decía que
de un momento a otro por esa ruta desfilarían los primeros coches huyendo hacia
Tanzania o Uganda y no se equivocaba. Sólo que ninguno parecía dispuesto a detenerse
para recogerlo. Quizá no tenía el aspecto adecuado para hacer dedo a esa hora, o tal vez
nadie estaba dispuesto a cargar una valija más en el baúl. Los autos iban repletos y a toda
velocidad, sin prender las luces porque los fuegos de artificio no habían acabado todavía.
Bertoldi ocultó la valija detrás de unos arbustos y apretó bajo el brazo el paquete con las
cartas a Daisy. Pasaron varios coches más y también un autobús fuera de línea, y como
nadie hacía caso a sus señas fue a ponerse en el medio del pavimento, con los brazos y las
piernas abiertos, calculando la distancia para arrojarse a un lado sí el conductor no frenaba
a tiempo. Desde allí vio venir, entre las ondulaciones del camino, un auto que le parecía
conocer desde siempre porque sólo había uno así en Bongwutsi. El Rolls reflejaba en su
trompa cromada los colores de1 las últimas bengalas que volaban sobre la ciudad.
Bertoldi corrió a la banquina y fue a esconderse detrás del arbusto donde estaba la
valija: tenía miedo de que el inglés lo hubiera visto izar la bandera en el mástil de la
embajada. Se quedó encogido mirando al suelo, un poro avergonzado. Había cumplido
con su deber de argentino, pensó, pero ahora volvía a ser un hombre solo, abandonado,
que tenia que cruzar la frontera por cualquier medio. No le quedaba mucho tiempo; metió
la mano en el bolsillo del impermeable mientras avanzaba, receloso, hacia el asfalto.
Cuando el Rolls apareció en la cuesta, a treinta metros, y pudo distinguir a Mister Burnett
al volante, se paró sobre la línea que señalaba el medio del camino y empezó a abitar el
pañuelo.
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