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Historia Universal Siglo veintiuno Volumen 7 LA FORMACION DEL IMPERIO ROMANO El mundo mediterrdneo en la Edad Antigua, III Compilado por Pierre Grimal historia Espafta universal Argentina siglo Kl VOLUMEN COMPILADO POR Pierre Grimal El autor y compilador de este volumen nacié en 1912. Fue profesor en la Escuela Francesa de Roma (1935-37) y en las Universidades de Caen y de Burdeos (1941-1952). Es profesor de literatura latina y cultura romana en Ja Sorbona. Como autor es conocido por sus obras: Le siécle des Scipions (1935), La civilisation romaine (1960), A la recherche de UItalie antique (1961). Obras traducidas al castellano: Diccionario de mitologia griega y romana, Barcelona, Labor, 1965. Las ciudades romanas, Barcelona, Vergara, 1956. siglo veintiuno de espana editores, s.a. siglo veintiuno de argentina editores' Todos los derechos reservados. Prohibida la reproduccién total © parcial de esta obra por cualquier procedimiento (ya sea grafico, electrénico, dptico, quimico, mecnico, fotocopia, etc.) y el almacenamiento o transmisién de sus contenidos en soportes magnéticos, sonoros, visuales o de cualquier otro tipo sin permiso expreso del editor. Primera edicién, febrero de 1973 Décima edicidn, noviembre de 2002 © SIGLO XXI DE ESPANA EDITORES S.A. Principe de Vergara 78, 28006 Madrid Primera edicién en aleman, 1966 © FISCHER BUCHEREI K. G., Frankfurt am Main Titulo original: Der Aufbau des Rémischen Reiches. Die Mittelmeerwelt im Altertum IT DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY ISBN: 84-323-0118-3 (O. C.) ISBN: 84-323-0168-X (Vol. 7) Esta edicién de 1.000 ejemplares se imprimié en A.B.R.N. Producciones Grdficas $.R.L., Wenceslao Villafafie 468, Buenos Aires, Argentina, en noviembre de 2002 Impreso en Argentina Printed in Argentina Indice 1. LA EPOCA DE LAS GRANDES uiconeumeres DE ROMA (202-129 a. de C.) .. woe tee eee oe I, ROMA AL FINALIZAR LA SEGUNDA GUERRA PUNICA, 2—a) La literatura nacional, 3.—2) Nevio, 3.—6) Ennio y Terencio, 4.—b) La crisis religiosa, 6—c) Or- ganizacién del Estado, 8.—a«) La nueva aristocracia, 8.—8) Los poderes del pueblo; los Comicios, 9.—1) Las Magistraturas, 12.—é) El Senado, 13.—II. Los ASUNTOS DE ORIENTE, 14.—a) La situacién de los reinos, 14.—b) La segunda guerra de Macedonia, 16.—a) Sus causas, 16—8) La intervencién romana, 21-1) La Grecia libre, 23.—c) La guerra contra Antioco III, 25.—a) El poderio de Antioco, 25.—) Las intrigas de los etolios, 29.—y) Las hostilida- des, 29d) La paz somana en Oriente, 33.—III. EVOLUCION INTERIOR DE ROMA A LO-LARGO DEL SI- GLO U, 35.—a) El helenismo en Roma, 35.—e) Su fuerza, 35.—8) Catén, 36.—b) El Imperio de Roma, 38—2) Su definicién juridica, 38—8) La evolucién dentro de Italia, 39.—IV. EVOLUCION DE LAS FUERZAS + EN ORIENTE, 41.—a) El problema griego, 41—b) La situaci6n en Oriente después de Apamea, 41.—c) La tercera guerra de Macedonia, 43.—d) El nuevo equi- librio, 48—a) El ay Bpoge de Delos y la economia mediterrénea, 48-78) tecia hasta Ja destruccién de Corinto, 50-1) La suerte de los reinos, 55.—§ 1. Pérgamo, 55. 2. Egipto, 56.—§ 3. El reino de los Seléucidas, 58.—V. LA CONQUISTA DEL OCCIDENTE, 61.—a) La pacificacién de 1a Italia del Notte, 62.—b) Los asuntos de Espafia, 63.—2) Espafia antes, de los romanos, 65.—§ 1. El reino de ‘Tarteso, 65.—§ 2. Los iberos, 66.—§ 3. Los celtas, 70.—§ 4. Los celti- betos, 71.—8) Las luchas contta Roma, 73. LA AGONIA DE LA REPUBLICA (133-49 a. de C.) I, LOS FACTORES DE LA CRISIS, 80.—a) Importancia del dinero en Ja sociedad romana, 81.—b) Las trans- formaciones materiales de la Urbs, 83.—c) La vida intelectual, 88—d) La evolucién del Derecho, 91—II. LA CRISIS DE LOS GRACOS, 95.—a) Tiberio Graco, vI 96.—a) El hombre y 1a doctrina politica, 96.—8) El tribunado de Tiberio, 99.—1) De Tibetio a Cayo, 102.—b) Cayo Graco, 103.—«) Los asuntos de Asia, 104.—8) La politica de Cayo, 105.—III. DE Los GRa- COS A SILA, 108.—a) La guerra de Yugurta, 110.—b) Primacia y fracaso de C. Mario, 114.—c) La guerra de los aliados, 115.—a) La guerra civil, 118.—«) Los datos del problema, 118—8) Mitridates y la crisis de Oriente, 119.—7) Sila marcha sobre Roma, 122.—3) La vuelta de Sila y la dictadura; las reformas, 123.—t) El final de la dictadura, 127—IV. LA REPUBLICA EMPLAZADA, 128.—a) Lépido y Sertorio, 128—b) Las guerras contra Mitridates, 130—c) Los proble- mas interiores, 132—a) Sertorio, 132—8) Espar- taco, 133—7) El proceso de Verres, 135.—8) La rogatio de Gabinio, 136.—e) El asunto de Catilina, 137—%) La vuelta de Pompeyo, 143.—y)El primer triunvirato, 144—d) La conquista de. la Galia, 149.—a) La Galia en el momento de -la conquista, 149.—8) Los factores de unidad, 154.—7) Estado polftico y social, 157—3) Las campafias de César, 160.—§ 1. La guerra de los helvecios, 160.—§ 2. Las campafias del 57 al 52, 161—§ 3. La‘ rebelién del 52, 165.—V. HACIA LA GUERRA CIVIL, 166. DE LA DICTADURA AL PRINCIPADO (49 a. de C.- 14.d.deC.) . I, EL TRIUNF de Pompeyo, 171 —b) César, * duefio del mundo, 177.—c) La oposicién a César, 182.—~II. ROMA A LA MUERTE DE CESAR, 183.—a) La vida literaria, 183.—a) Desarrollo de la prosa, 1848) La elo- cuencia, 187.—7) Cicerén, 188—%) El poema de Lucrecio, 190.—e)Nuevo florecimiento del alejandri- nismo, 192.—b) La religién, 193.—III. DE CESAR A AUGUSTO, 196.—-a) La intervencién de_ Octavio, 198.—b) El segundo ttiunvirato, 199.—a). El proble- ma de los veteranos, 201.—8) La paz de Brindisi, 202—1) Del tratado de Tarento a la batalla de Ac- cio, , 204.—§ 1. Antonio en Oriente, 206.—§ 2. La ruptura entre Antonio y Octavio, 207—c) Octavio, duefio del mundo, 209.—«) La reorganizacién del poder, 209.—8) El nombre de Augusto, 212.—;) La dinastfa, 213.—%) La crisis del 23 a. de C., 214.—2) La moral, 218—IV. EL IMPERIO DE ROMA, 221—a) Las provincias orientales, 222—b) Las pro- vincias occidentales, 225—c) El culto de Augusto, 228d) Los problemas de politica exterior, 229.—a) Los germanos, 230.—§ 1. Introduccién, 230.—§ 2. Fundamentos filolégicos y noticias etnogrdficas de la Antigiiedad, 231.—§ 3. Fuentes arqueoldgicas, 235.—§ 4. Cultura, 246,—8) Getas y dacios, El de- sarrollo de los dacios en los siglos I y II antes de nuestra era. Dacios y romanos en el tiempo de Augusto, 251—1) La Europa sudoriental en tiempo de los escitas, 266.—5) El mundo de los pattos, 279.4) La biisqueda de Jas fronteras naturales del Imperio, 298.—V. EL «SIGLO DE AUGUSTO», 302. NNOTAS 0.0 coe cee cen ee cee tee cee cee cee cee cee see tee wee BIBLIOGRAFIA o.. 0... cee cee ee cee cee cee tee tte tee nee INDICE ALFABETICO ... INDICE DE FIGURAS ... 305 326 334 . 354 vit COLABORADORES DE ESTE VOLUMEN Prof. Dr. D. Berciu (Universidad de Bucarest) Capitulo 3 IV d 8 Prof. Richard N. Frye (Universidad de Harvard) Capitulo 3 IV dé Prof. Dr. Pierre Grimal (Sorbona, Paris) Capitulos ‘1, 2, 3 I, II, III, IV a, b, ¢, dge y V Prof. Dr. Georg Kossack (Universidad de Kiel) Capitulo 3 IV d « Tamara Talbot Rice (Edimburgo) Capitulo 3 IV d TRADUCTORES Ignacio Ruiz Alcain: capitulo 1. I Marcial Sudrez: capitulos 1. ILV, 2. I-V, 3. I-IV d, 3. IV d B- 3 Wde Antén Dieterich: captiulo 3. IV d a DISENO DE CUBIERTA Julio Silva 1. La época de las grandes conquistas de Roma (202-129 a. de C.) La derrota de Cartago en Zama no sdlo marcaba el fin del Imperio de los Barcas en el Mediterréneo occidental, sino el colapso ‘general del poderio ptinico. Las escasas tentativas que, con objeto de reformar el gobierno de Cartago y devolverle alguna firmeza, realizara Anibal', no prosperaron, y aun él tuvo que refugiarse en Oriente*, Roma permitird a su vieja enemiga subsistir medio siglo mds, pero con Ja expresa condicién de que renuncie a recobrarse*, Semejante abatimiento de Cartago dejaba por todo Occidente un gran vacfo que el helenismo no se hallaba ya en disposicién de ocupar: una de las consecuen- cias de la segunda guerra pinica habia sido precisamente el aniquilamiento ‘politico de todo vestigio de poder griego en Si- cilia, Siracusa habia cometido el error de abandonar la politica de Hierén II, y se habia situado a destiempo de parte de Cat- tago‘; también Tarento se habia comprometido en forma itre- parable. Lo que quedaba del helenismo occidental tendré en adelante que integrarse en la potencia romana. Roma es Ja capital indiscutida de Occidente; es a ella a quien ha de inoumbir Ja responsabilidad de rematar su pacificaci6n frente a la tota- lidad de los barbaros: ligures, celtas de Italia septentrional y de las Galias, iberos de Espafia e, inmediatamente, ntmidas de Africa. Y a su alrededor se agrupardn, animados con dife- rentes propésitos, los pueblos «civilizados», que habrién de reconocer su hegemonfa efectiva, Pero Ja politica de Anibal presentaba ademds otra consecuen- cia. Las intrigas del cartaginés habian precipitado el enfrenta- miento —inevitable, desde luego, a un plazo mds o menos cor- to— entre Roma y el teino de Macedonia, y ensefiado a los romanos que sus miras hacia Oriente no podian limitarse a las orillas italianas de los mares Jénico y Adridtico. La desaparicién de Cartago como potencia econédmica dejaba a Roma, y en ge- neral a los «italianos», directamente en presencia del mundo oriental; era como si una pantalla protectora, la que formaba el comercio cartaginés, se hubiera desvanecido en forma repen- tina. En Oriente, Roma tendria que habérselas con aliados, «clientes» y enemigos propios; aun antes de que sus armas hubiesen hallado ocasién real de intervenir, su solo nombre ya 1 comenzaba a suscitar opciones y reagrupamientos politicos dife- rentes*. Y precisamente porque en Oriente el mundo griego se encontraba ya profundamente dividido —sin que ésta o aqué- Ila de las anteriores monarquias hubiese logrado imponer su he- gemonia— es por lo que, también en este campo, Roma se verd llamada a desempefiar el papel de drbitro y, a continuacién, de amo. La decadencia de Cartago no fue, sin duda, la dnica ni, quizds, la principal de las causas de la evoluciéa que condujo a que Roma extendiese su imperio por Oriente; pero si uno de sus factores determinantes, y, en cualquier caso, lo que Ja hizo posible al comenzar este siglo II anterior a nuestra era. I. ROMA AL FINALIZAR LA SEGUNDA GUERRA PUNICA La larga crisis por la que Roma habia atravesado a lo largo de més de quince afios —en cuyo transcurso su existencia mis- ma se habia visto gravemente amenazada—, no habia dejado de provocar profundas transformaciones materiales, politicas y es- pirituales, tanto en el seno de la ciudad como en sus relacio- nes con los aliados de !a Confederacién. Es una Roma nueva Ja que después de Zama aborda su nueva misién, que probable- mente atin no entrevé: la conquista del mundo. Seria dema- siado simplista aducir que la maquina bélica aprestada contra Anibal se encontraba a partir de este momento sin empleo, y que los romanos, por el impetu adquitido, quisieron Hevar ca- da vez més lejos sus victorids. Porque aquella terrible méquina habia sido concebida y organizada con vistas a la defensa fren- te a un agresor que Jlevaba la guerra a Italia; contra un cjército formado de auxiliares, mercenarios y aventureros de todo ori- gen, Roma habia alzado en armas al pueblo romano junto con sus aliados, y no es facil que una fuerza semejante pueda ser desviada de su primitiva misién al concluir su tarea. Sin cm- bargo, ¢s cierto que, en el curso de Ja lucha contra Anibal, Ro- ma habia adquirido a un mismo tiempo el habito terrible de guerrear y el no menos peligroso de vencer. Resulta facil ima- ginar Ja exaltacién que se apoderé de los inimos, la fe de Roma en su destino, en su invulnerabilidad, sentimientos todos que ha- brian de animar durante siglos la politica de Roma, y que, en gtan medida, permiten explicarla. a) La literatura nacional. a) Nevio No se trata, ciertamente, de un azar si Roma vio sutgir, una tras otra, dos epopeyas nacionales: el Bellu: Punicum de Nevio y los Anales de Ennio. Nevio, oriundo de Campania, pertenecia a la primera generacién de poetas romanos y habia ptoducido sus primeras obras poco después que Livio André- nico’; pero es probable que la redaccién de su epopeya date de finales de su vida y sea contempordnea de la guerra de Ani- bal’. Los Anales de Ennio son muy poco posteriores a la obra de Nevio, al menos por lo que se refiere a su comienzo, pues el poeta continud su redaccidn a manera de ctdénica hasta su muerte, acaecida en el 169. Si Ennio es el testigo de los pri- meros éxitos de Oriente, Nevio, por su parte, afirma su fe en los momentos sombrios de la guerra y por ello resulta mucho més precioso su testimonio sobre el estado de dnimo contem- porineo de Metauro y anterior a Zama. Aunque el Bellu Punicun: no se ‘nos ha conservado y tan sélo poscemos escasos fragmentos (de los que ninguino supera jamds los tres versos), el ingcenio de los fildlogos nos permite entrever el espiritu que lo animaba. En primer lugar, una inten- sa fe religiosa; no tanto, quizd, en la verdad material de los mitos tradicionales —que en Roma son, a pesar de todo, «su- perestructuras» importadas— como en lo eficaz del rito y, con mayor gencralidad, en la realidad de lo divino*. Antes que Virgilio, vinculaba Nevio el destino de Roma a Ja voluntad de los dioses; antes que aquél, también, trataba de explicar en un vasto episodio etioldgico el antagonismo profundo de Cartago y Roma, situando en presencia el uno del otro a Eneas y Dido, f{undadores ambos, él de Roma y ella de Cartago. A esta pri- mera parte del poema, consagrada al aspecto divino y mitico de los acontecimientos que habfan jalonado !a mds reciente histo- tia de Roma, sucedia una «crénica» de !a primera guerra puni- ca, en la que Nevio habia participado personalmente como sol- dado. El relato que nos deja parece hacerse a propésito seco y desnudo, semejante a los elogia que se grababan en una o dos lineas sobre las tumbas de los jefes romanos. Contempla- mos ya el nacimiento de un estilo «romano», hecho de sobrie- dad, de un vigor casi brutal, opuesto a la opulencia y pintotes- cos adornos de la epopeya helenistica de la época, que Nevio conocia sin lugar a dudas. Roma se enfrenta a Oriente para afirmar su originalidad propia, con aqueila disposicién para la gloria que hemos dicho era uno de los méviles profundos que 3 animaban a los espfritus contempordneos’*. En esta forma, la accién se sitia por entero en un doble registro: en lo alto, dioses y héroes cuyas aventuras determinan simbélicamente la historia humana; debajo, ésta desenvuelve su drama con sus episodios heroicos, pero también con su rutina prosaica, con sus reveses y sus éxitos, que sdlo adquieren sentido en relacién con el registro divino. El Bellum Punicum fue compuesto sin duda poco antes de la ‘batalla de Metauro. Sefiala el instante en que la esperanza comienza a renacer en el dnimo romano. Quizés contribuyera a ello el mostrar que nada podia interrumpir el «contacto» entre Roma y sus dioses; que el pasado constituia la firme garantia del presente y del inmediato futuro. Y tal testimonio resultaba inapreciable a una ciudad que comenzaba a inquietarse por la persistencia de sus reveses y se preguntaba si no tendria que revisar sus relaciones con la divinidad". El poeta acudia a tranquilizarla. 8) Ennio y Terencio Una generacién después, Ennio representa una actitud espi- ritual muy distinta. Roma ya no se encuentra cercada, hostigada por un enemigo temible; se ha convertido en la primera poten- cia de Occidente. No experimenta ya la misma necesidad de recogetse en su intimidad y encontrar su- salvacién en la fe en Jas tradiciones propias; puede acoger mds generosamente a un helenismo del que en parte provenia"' y del que se habia visto aislada un momento por la guerra de Anibal. Un hecho nos lo demuestra. Cuando, a su vez, Ennio se decide a escribir una epopeya nacional, no recurre ya al viejo metro «sa‘urnio», uti- lizado por Livio y Nevio, sino que adapta, mejor o peor, el hexdmetro homérico a la lengua latina. Mds atin, se pretende reencarnacién de Homero asegurando, al iniciar sus Anales, que el viejo poeta se habia metamorfoseado primeramente en pavo real para posteriormente convertirse en Ennio mismo. Este extrafio prdélogo sugiere que el poeta —como por otras fuentes conocemos— era un adepto del pitagorismo, que admi- tia la transmigracién de las almas; pero asimismo nos demues- tra que Ennio se inspiraba en Calimaco, quien parece que en este caso si fue su modelo”. Con Ennio, vuelve de nuevo a ser Roma una «colonia» del alejandrinismo. Es probable que el origen de Ennio (habia nacido en Rudias, no lejos de Tarento) sea lo que explique, al menos en parte, tanto el pitagorismo del poeta —ya que Tarento se habia mantenido durante largo tiem- po como el centro desde el que dicha doctrina se habia pro- 4 yectado sobre, Italia—, como la singular sensibilidad que mani- fiesta para la influencia griega. Pero ese origen no explica que Roma entera se reconociese en su obra hasta el punto de consi- derar posteriormente a Ennio como «padre» de la poesia na- cional. Idéntica oposicién a la que advertimos entre el espiritu de Nevio y el de Ennio, se patentiza al comparar el teatro de Plauto con el de Terencio. Plauto es sensiblemente contempo- réneo de Nevio (ciertamente unos afios mds joven); en cuanto a Terencio, es mds joven que Ennio. Sus comedias, en numero ‘inicamente de seis, se compusieron tras de la muerte de éste “, pero a su vez testimonian un claro netorno al helenismo. Plauto nos deja de la vida griega —como se sabe, adopta intri- gas y personajes de la nueva’ comedia— un cardcter de in- moralidad al que opone, al menos implicitamente, la austeridad y sentido moral de los romanos. Por el contratio, Terencio pa- rece no sdlo haber observado més de cetca a sus modelos grie- gos y sactificado menos que su predecesor a las tradiciones po- pulares de la «farsa» italiana, sino mostrar interés por el signi- ficado filoséfico de las obras imitadas, en lugat de obtener de ellas exclusivamente una trama y algunas situaciones bufas. En él, por ejemplo, es donde se aprecia con mayor claridad el con- flicto de generaciones que no podia dejar de producitse entre unos padres que seguian siendo «romanos a la antigua» y- sus hijos, a quienes la evolucién econdémica de Ja ciudad, en que la conquista acumulaba riquezas cada dia més considerables, y el conocimiento, ademds, cada vez mds exacto de la «paideia» he- Iénica dificilmente preparaban para aceptar el ideario tradicio- nal. El sacrificio absoluto del individuo al Estado, indispensable en la crisis que Roma acababa de atravesar, podia, con razén, parecer una exigencia monstruosa en la nueva Roma, victoriosa y conquistadora. Por el contrario, el helenismo en su forma «moderna», 6 decir, el ejemplo contemporéneo ofrecido por el pensamiento y Ja civilizacién del mundo helenistico, tenia como efecto exaltar el valor y los derechos del individuo. Como hemos visto, hacia largo tiempo que las presiones ejercidas por Ja ciudad se habfan aflojado; y se ha afirmado repetidas veces, con razén, que el mundo helenistico contemplé el triunfo del individuo tanto en las aventuras polfticas como en las doctrinas filosdficas —si pue- de decirse que :las grandes escuelas helenisticas, las de mayor nimero de adeptos, hayan mostrado a los hombres el camino pata conseguir, cada uno para si y por el propio esfuerzo, la «vida feliz»". El «pitagorismo» de Ennio es una muestra 5 de ese valor vinculado a Ja persona que ni la muette misma con- sigue aniquilar: el alma de excepcién perduta y se impone. En esta época se difunden por Italia y Roma ideas cuyo por- tavoz resulta ser Ennio en dos poemas de los que apenas co- nocemos sino el nombre, pero cuyo sentido adivinamos: son Epicarmo y Evémero. Exponia el primero, en forma de «re- velacién» andloga a la que inauguraba los Anales, una doctri- na fisica que el poeta coloca en boca de Pitagoras, pero que en realidad parece mds bien una sintesis bastante heteréclita, en que se mezclaban elementos pitagorizantes a otros estoicos y platénicos. Ennio ensefia aqui a los romanos que el alma hu- mana no es sino una particula ignea que proviene del sol, y que Jupiter no es otro que un elemento, el aire, cuyas transforma- ciones explican la mayoria de los fendémenos imeteoroldgicos. Evémero» completaba esta doctrina que tendia a liberar al in- dividuo de la «tirania» de Ia religién oficial: las divinidades son presentadas como simples mortales a los que la gratitud de sus contemporéneos habria divinizado”. En esta torma, el uni- verso se explica sin necesidad de recurrir a las dicionales; la teologia «racional» efecttia su apari ignorando la teologia «politica», que mantiene las viejas creen- cias por su utilidad prdctica™, pero a la que los cspititus cul- tivados no conceden mayor justificacién. b) La crisis religiosa Es asi como se perfila en Roma Jo que se acostumbra a denominar la crisis de la religién tradicional, y su ocaso. Pero conviene establecer ciertas consideraciones: el tan desacreditado Panteén tradicional, gagota en realidad el sentir y la actividad teligiosos de la ciudad? No se puede olvidar que la personali- dad de tales divinidades es en gran parte extrafia a Roma; que encierran dentro de s{ élementos heterogéneos, y que parece cierto que tuvieron como objeto sobre todo servir de base a Jos ritos. Cuando a lo largo del siglo II la ciudad necesita au- mentar la eficacia de su religién, no es tanto a nuevas personas divinas a lo que se acude, como a prdcticas inéditas (sactificios excepcionales, lectisternios, etc.). Los Libros Sibilinos consulta- dos en tales ocasiones no son sino recopilaciones de férmulas afines”; y asimismo se instala a las divinidades extranjeras, como Cibeles y la Gran Madre de Pesinunte, con el clero y las ceremonias originarias®. Y lo que se aplica a la religién ofi- cial, se aplica igualmente a la devocién privada. El comienzo 6 del siglo II es la época en que se desarrolla, con una rapidez inquietante para las autoridades, la religién de Liber Pater, 0 con mayor exactitud, una forma mistica de dicha religién. Hay que sefialar que este cultivo va dirigido a uno de los dioses oficiales del panteén romano, el asociado a Cetes y Libera en el vecino templo del Aventino”; pero el dios de estas Bacana- les —tal es la denominacién de las ceremonias e igualmente la de los fieles de la nueva religién— no posee de hecho sino escasos rasgos comunes con aquél. Liber Pater, viejo demonio de la fecundidad masculina honrado en el Lacio desde tiempos in- niemoriales —con un culto félico”-—, proporcionaba una referen- cia cémoda a la que vincular las practicas orgidsticas, originarias sin duda de la Italia meridional’ (o quizds, segun otros, del mundo etrusco). El texto de un senadoconsulto Iegado hasta nosotros es lo que nos permite conjeturar lo que este asunto representé”. En el 186, una denuncia revelé a los magistrados que los devotos de Baco tenian por costumbre reunirse en todas las ciudades italianas, y en la misma Roma, con motivo de ceremonias en que se enttegaban a ptdcticas inmorales, y aun criminales; se decfa que los sacrificios humanos eran, en tal ocasidn, frecuen- tes™, Los magistrados, alettados por esta denuncia, intervinie- ron, y el Senado decreté que las asociaciones de bacantes que- daban prohibidas bajo pena de muerte. No obstante, Ja celebra- cién misma del culto seguia siendo permitida con !a condicién de que ello no diese lugar a reuniones nocturnas ni a la cons- tituci6n de asociaciones (collegia). Sean cuales fueran los fines reales de la represién —que parece fue despiadada—, deseo de poner fin a prdacticas escandalosas, de conservar el control de los cultos y, en general, de la vida religiosa o, quizds, también de prevenir la formacién de una vasta organizacién cuyas acti- vidades podian adquirir cardcter politico, el asunto patentiza una tendencia profunda de la sensibilidad romana a una patti- cipacién de lo divino més directa para cada uno de lus fieles; es decir, en este aspecto, como en los anteriores, la afirmacién de la persona. Las prohibiciones formuladas por el Senado, las persecuciones policfacas no impidieron poz mucho tiempo que la religién dionisiaca continuara sus progtesos™, y, tras sus pa- sos, legarén a Roma nuevas religiones que acabarin por adqui- rir una importancia superior a la de los cultos oficiales; pero para ello habrd que esperar atin un siglo. c) Organizacién del Estado La guerra de Anibal ha modificado sensiblemente si no las instituciones mismas de Roma, si al menos su funcién y los usos politicos, cuya importancia ha sido siempre tan grande como las leyes escritas. La sociedad ya no se ordena segin pla- nos idénticos a los anteriores; son abolidas diferencias en: trance de desaparecer, mientras que comienzan a formarse otras que anuncian ya el estadio social y politico de los ultimos tiempos de !a Repiblica. a) La nueva aristocracia A comienzos del siglo III, hacia mucho tiempo que la oposicién entre la plebe y los patricios habia dejado de cons- tituir uno de los problemas esenciales del Estado. Las dos clases siguen subsistiendo, separadas por la ley, pero sus diferen- cias son menos juridicas que sociales y sobre todo teligiosas. La plebe tiene acceso a cualquier magistratuta”: se trata de una conquista consolidada, y nadie pensaria ponerla a prueba. Pero una diferencia mds sutil ha sustituido a la antigua oposicién: la «plebe», que comparte el poder con las viejas familias patricias, no es una masa inorgdénica comparable en absoluto al «demos» de las democracias helénicas; en realidad, la parte de la plebe que puede beneficiarse del acceso a las magistraturas tuende a asemejarse al patriciado. Gentes plebeyas se asoctan con rancias gentes patricias, y el juego politico queda en sus manos sin que puedan intervenir personalidades aisladas. Observamos, pot ejem- plo, que los consulados (tnicas magistraturas de las que nos hallamos bastante bien informados gracias a los Fastos que se nos han conservado™), se mantienen en el circulo-de unas po- cas familias. A lo largo de siglo IV, es decir, en el curso del siglo en que los romanos prosiguieron la conquista de pais samnita y del sur de Italia, se habia visto, en esta torma, ingresar en el rango de gentes consulates a los Junii, los Fului, los Decii y Jos Curii, familias de las que algunas sdlo habian liegado a ser romanas en fecha reciente; por ejemplo, los Decii, con toda probabilidad oriundos de Campania”, 0 !os Falvii, que, a su vez, provenian seguramente de Tuisculo, lo mismo que los Curii (lo que ya no es tan seguro™). ia nueva aristocracia romana se hallaba abierta, en consecuencia, no sdélo a los més ilustres de los plebeyos de Roma, sino también a los més afeotos y leales de los aliados provinciales, cuyos servicios se veian asi recompensados. Parece incitiso que los senadores acogian en su 8 seno mds facilmente a los nobles provincianos que a Jos ple- beyos de rancio origen romano: las tradiciones aristocraticas de las naciones conquistadas se asemejaban con mayor facilidad a aquellas que eran del gusto de los patricios romanos. Los patricios tan sdélo conservaban ciertos privilegios reli- giosos: el de suministrar los sacerdotes de algunos -colegios ™. En realidad, la principal diferencia establecida entre las clases sociales era la de la riqueza, tendencia apreciable ya en Ja clasi- ficacién «serviana»: los més ricos de los ciudadanos eran quie- nes posefan el poder. Pero serfa erréneo pensat que la ri- queza constitufa una calificacién incondicional. Sabemos que Ia fortuna de los senadores debia consistir en bienes raices y que el orden senatorial se habfa visto obligado a prohibir cualquier actividad comercial (desde le ley Claudia, en 218”). Los trafi- cantes, banqueros, comerciantes empefiados en operaciones de ul- tramar, prestamistas de toda laya, podian, al contrario, poseer una fortuna igual al census senatorial; no por ello dejaban de estar excluidos de las magistraturas formando Ja clase de los caba- Heros. La constitucién romana (si se puede sin cierto anacto- nismo utilizar tal término) no se reduce a la aplicac’dn de unos simples principios: la tradicién, la préctica, limitan -9s derechos tedricos de los ciudadanos, y no es exacto calificar 1 esta orga- nizacién de «plutocrdtica», ya que se establecen distinciones en- tre las distintas formas de riqueza; no es més legitimo consi- derarla como una «aristocracia», ya que, en la ley y a menudo en los hechos, elementos extrafios a la aristocracia existente (a su vez, heterogénea) se ven Iamados a integrarse. 8) Los poderes ‘del pueblo; los Comicios Ademés, el principio aristocrético se ve amenazado, de he- cho, en una nueva forma. Las asambleas del pueblo, numero- sas, variadas, conservan, también ellas, una fraccién considerable de poder, y en numerosos conflictos entre el Senado y el pueblo es el ultimo el que prevalece, incluso por los cauces legales. La situacién exacta del simple ciudadano (el que no perte- nece al otden senatorial, bien porque no posea el censo reque- tido, bien porque carezca de parentesco alguno con las familias nobles, o bien, finalmente, porque ningin mcrito personal’ le permita salir de semejante aislamiento) tesulta diffcil de pre- cisar, y los testimonios de los historiadores antiguos no siem- pre son de fiar. Puede admitirse que el principio fundamental sebre el que reposa la «libertad» es el «derecho de apelacién» (ius provocationis), que autoriza a cualquier ciudadano romano a apelar ante una asamblea civica (en la prdctica, un tribunal 9 con jurado) de toda decisién capital (que le concierna) toma- da por un magistrado. Este derecho, suspendido en un tiempo por los decenviros a mediados del siglo V. a. de C.*, habia sido restablecido al finalizar el régimen decenviral, en el curso del célebre consulado de Valerio y Horacio (445-444 a. de C.), y no se habia vuelto a tocar desde entonces*; pero los demés derechos en posesién del ciudadano romano estén mucho me- nos claros. No es tan seguro, por ejemplo, que la segunda ley atri- buida a estos mismos cénsules (cuyo nombre no deja de inquie- tar a Jos paladines de la hipercritica por lo mucho que* recuer- da el de los primeros cénsules de la Reptiblica) se remonte efectivamente a esta fecha, por lo audaz que nos patece. Si cteemos a Tito Livio, fue, en efecto, presentada ante los co- micios centuriados en el 444 una ley con objeto de hacer pre- ceptivas para el cuerpo entero de los ciudadanos las decisio- nes tomadas por la plebe en la asamblea de tribus*. Se con- cibe con dificultad que semejante autoridad haya podido re- conocérsele a la plebe cuando las prerrogativas de los patricios permanecian casi intactas. Por otra patte, nos encontramos una ley andloga en otras dos ocasiones: primero, en el 339%, en que la misma disposicién va provista de una cléusula que no figuraba en la ley del 444 (obligatoriedad, pata cualquier medida presentada a los comicios por tribus, de la aprobacién previa del Senado”); mds tarde, en el 287, una wiltima «se- cesién» de Ja plebe, reunida en el Janfculo, ocasioné la vota- cién de la lex Hortensia, que repite los términos de la lex Valeria Horatia del 339™. Gayo subraya que tan sdlo a partir de la lex Valeria Horatia puede hablarse de igualdad total en- tre los patricios y la plebe. Es, pues, ptobable, o que la lex Valeria Horatia es un «doblete» apécrifo por completo; o que sdélo concedfa validez a los plebiscitos en algunos casos; 0, también, que las decisiones quedaban pendientes, tras la vo- tacién, de la aprobacidn del Senado, lo que conferfa a los Pa- dres derecho de veto absoluto. Las asambleas «populares» constituyen un complejo siste- ma, que no se vio establecido en una ocasién Unica, sino que, sobre aquél, fueron superponiéndose sucesivas creaciones, de las que cada una responde a una situacién social diferente. Los antiguos comicios curiados se mantienen”, pero sdlo po- seen ya unas pocas atribuciones, siendo ia principal la de votar una lex de imperio a beneficio de los cénsules y pretores del afio en curso, y también Ia de registrar las adopciones. Pero estos comicios sdlo se componen ya de treinta lictores, cada 10 uno de los cuales representa a una curia, y de tres augures. Los comicios centuriados forman una asamblea de cardcter esencialmente militar. Aunque gtan parte de sus tradicionales atribuciones se hayan trasladado a los comicios por tribus, conservan algunas de importancia, como Ja eleccién de los més altos magistrados (cénsules, pretores y censores) y la votacién de las decisiones relativas a las relaciones exteriores (declara- «16n de guerra, firma de tratados); también conservan ios co- micios centuriados competencia juridica para el caso de que sea el mismo pueblo quien ejerza el «derecho de apelacién»; es el caso prtincipalmente en las acusaciones de «alta traicién» (per- duellio®. Los comicios centuriados celebran sesién en el Campo de Marte, es decir extra pomoerium, lo que resulta natural al tratarse de una asamblea de naturaleza militar. En tales comicios, la influencia preponderante esté garantizada para las primeras centurias, es decir las que reunian a los ciudada- nos més ricos y a la vez de mds edad, puesto que las centurias de caballeros, que votaban en primer lugar, se hallaban com- puestes de seniores y de iuniorves, y los seniores disfruta- ban en ellas de una autoridad indiscutida. i Los comicios por tribus tenfan distinto origen; son una ampliacién del Concilium plebis, la asamblea plebeya, de la que naturalmente quedaban excluidos los patricios. Pero estos ulti- mos cbtuvieron que se les integrase en esta asamblea plebcya, que desde entonces abarcd a todos los ciudadanos, pero dentro del marco de las tribus. Existian, a comienzos del siglo II, treinta y cinco tribus (desde 241, fecha en que se crearon las dos iltimas, la Quirina y la Velina), entre las que se distri- buian Jos ciudadanos de cualquier condicién social o religiosa. Tales tribus no eran sino divisiones territoriales, en las quc, en principio, se inscribian los ciudadanos por su lugar de resi- dencia. Habia cuatro tribus urbanas (que respondian a las cua- tro regiones de Ja ciudad), y lo eran nisticas las demas, cuyo niimeto y extensién variaron a medida que ctecia el territorio romano “', Observamos que la influencia dominante correspon- dia a las tribus misticas, es decir, en Ja prictica, a Ins propic- tarios de tierras, que podian contar con su propia «clientela» local. Se planteaba un delicado problema con Ja inscripcién de los nuevos ciudadanos, y, en particular, con los libertos: ¢ha- bia que repartirlos entre las tribus risticas segtin el lugar de residencia de su antiguo amo, o agrupatlos en las tibus ur- banas? Exceptuados algunos raros momentos, la segunda solu- cién prevalecié con mayor frecuencia. Cuando los libertos (0 sus hijos) son distribuidos por tribus rurales, ello significa que il los grandes propietarios tratan de incrementar su influencia”?. Pero Ia medida presentaba algunos inconvenientes al aumentar al mismo tiempo el peso del voto de Jos ciudadanos nuevos. Por este motivo es por lo que la mayorfa de Jas veces se les apifia dentro de las tribus urbanas, y, a veces, dentro de una sola". Tales manipulaciones eran atribucién de los censores, quienes a este respecto disponian de una potestad casi discre- cional °. En efecto, en los comicios por tribus, lo mismo que en los ceri los, 1a decision se obtenia por mayorfia de tribus; es decir, que cada tribu representaba tan sdlo un voto, cualquiera que fuese el ntimero de electores inscritos. En esta forma, re- sultaba sencillo disminuir o aumentar el peso electoral de esta o aquella categoria de ciudadanos que interesaba, median- te el reparto entre varias tribus 0, al contrario, agrupdndolos dentro de un pequefio mimero, Aqui tampoco bastan las ins- tituciones para definir un «régimen» politico: todo depende de su empleo, y, segiin la época, Roma tendié a convertirse en auténtica democracia, o se aparté de ella para asemejarse mu- cho més a una aristocracia oligdérquica. +) Las Magistraturas A medida que estas diferentes asambleas se yuxtaponian dentro del Estado, se repartian sus atribuciones, sin que se- mejante reparto nos sea conocido atin con claridad. Los comi- cios por tribus se vieron atribuir, en esta forma, 1a eleccién de los cuestores y la de los ediles curules, mientras que los centuriados conservaban la eleccién de los magistradus con impe- rium (y, ademés, de los censores); el Concilium pleois, por su parte, conservaba la designacién de los tribunos y ediles de la plebe, como en Ja época de su creacién. Se observa, pues, que los plebeyos eligen en total, bien por si mismos o asocia- dos a los patricios, un numero de magistrados superior al ele- gido por estos ultimos. Pero, de hecho, como hemos sefialado ya, la costumbre viene a frenar lo que podriamos Ilegar a considerar tendencias democraticas. Y, ademds, la costumbre se vio reforzada y codificada desde un principio en las leyes. La eleccién de magistrados se hallaba sujeta.a una reglamen- taci6n cuyos pormenores no wonocemos con precisién, pero cuya existencia parece segura en la época inmediatamente an- terior al plebiscito votado en el 180 a. de C., a iniciativa del tribuno L. Vilio. Esta ley determinaba, segdn nos cuenta Tito Livio, «la edad en que se podria pretender y desempeftar cada magistratuta» “; también hacia obligatorio el desempefio de la 12 pretura antes del consulado (con Jo que no venfa sino a refor- zat una prdctica anterior), e imponia un intervalo de un par de afios fntegros entre cada dos magistraturas consecutivas*. Asi- mismo, se fijaban Iimites de edad: no se podfa Iegar a cénsul sin haber alcanzado la edad de cuarenta y dos afios y, en con- secuencia, un pretor no podfa tener menos de 39 aftos, y un edil curul, menos de 36. No parece, al menos por los ejempla- res de carreras publicas que se han podido reconstruir, que la cuestura haya sido condicién indispensable para ser elegido edil. De ello se deduce que eran los jévenes que apenas tetminaban su servicio militar (con una dutacién de 10 ajios, premisa ne- cesatia para ingtesar en la carrera honoriffica*) quienes asu- mian dicha magistratura. Esta codificacién tenfa como resul- tado reglamentar y limitar el acceso a las magistraturas, y cons- tituir un auténtico cuerpo de magistrados 0, si se prefiere, de administradores, militares y civiles, en que dificimente podian inttoducirse intrusos. Se comprende cémo esta nueva nobleza (nobilitas) se definia y se constituia dentro del Estado: elegida por el pueblo, en la prdctica no proviene de él; constituye una auténtica casta, de gran estabilidad, cuyos micmbros deben to- dos rendir cuentas, segiin la ley, ante las asambleas que les han delegado, mds, de hecho, ante el conjunto de sus iguales, es decir, el Senado. 8) El Senado El Senado, considerado e! «concilium» del Estado, y por tanto, su cerebro, su junta rectora, habia dirigido la Republica en la guerra contra Anibal; al acabar la guerra, los ciudadanos conservaron el hdbito de encomendarse a él en Ia direccién de la politica”. Se encontré asf, durante Ja mayor parte del si- glo II, realizada en Ja prdctica la armonia entre los érdenes («concordia ordinum»), que se mostraré a las generaciones su- cesivas como un ideal inaccesible. Las unicas luchas politicas de alguna gravedad no se produjeron sino dentro del Senado, entre facciones rivales“; la masa del pueblo apenas se preo- cupa de intervenir, aunque tedricamente esté en su derecho. Finalmente, cuando se planteen problemas de mayor gravedad, no sera por iniciativa directa del pueblo. sino de las clases acomodadas, especialmente de los caballeros, que habfan comen- zado a afirmarse a mediados de siglo, y cuyas querellas con el Senado provocarfan una crisis de una gravedad sin precedentes a finales del siglo y del régimen republicano” 3 Il, LOS ASUNTOS DEL ORIENTE a) La situacién de los reinos En este momento, cuando la segunda guerra punica ter- mina, se plantean urgentes problemas. Hay que liquidar las secuelas exteriores de la guerra contra Cartago y de su «ane- xo», la primera guerra de Macedonia. En el mismo Oriente, la situacién politica alrededor del Egeo obligari muy pronto a Roma a intervenir. El equilibrio entre las tres grandes potencias helenisticas (Macedonia, Reino seléucida y Egipto), realizado en la practica y imantenido, mal que bien, en el curso del siglo, estaba a punto de romperse. La decadencia de Egipto, el restablecimien- to imprevisto de un gran Imperio seléucida, la ambicién del tey de Macedonia, Filipo V, eran tres causas cuyos efectos tendian a confundirse en detrimento de 1a paz. La batalla de Rafia, en el 2175, parecia haber terminado, definitivamente, la larga querella entre Seléucidas y Lagidas, con- solidada la seguridad de Egipto contra las empresas de los primeros y confirmado el dominio de los Ptolomeos sobre Ce- lesiria. Pero lo que puede Ilamarse el «milagro de Rafia», al- canzado gracias a la energia de Sosibio, habia sido pagado a muy caro precio por Ja dinastia. La conviccién de las poblacio- nes indigenas de haber salvado a sus reyes contra Jos invaso- res dio origen a una situacién nueva. El poder real perdid prestigio, lo que implicé un entusiasmo nacionalista, que termi- né en la secesién de la Tebaida, donde se instalé, por algin tiempo, un feino independiente’; mientras que, mas arriba, también en el curso del Nilo, la regién de Filas caia en manos del etiope Hergdémenes*. Ptolomeo Filopdtor era incapaz de hacer frente a aquellas crisis renovadas, y Sosibio tenia que contar con otro favorito del rey, un tal Agatocles, que domina- ba al rey con Ja complicidad de su hermana, Agatoclea, que era la amante de Filopdtor. Cuando éste murid”, Agatocles y Sosibio consiguieron ocultar su desaparicién durante el tiempo necesatio para hacer asesinar a Ja reina Arsinoe, que era muy popular™, y falsifi- car el testamento del rey. Mientras tanto, muerto Sosibio, se hizo cargo de Ja regencia Agatocles, en nombre del hijo de FilopStor, todavia menor de edad. Pero esta regencia no duré mucho tiempo. El gobernador de Pelusa, Tlepdlemo, muy que- tido de sus soldados, logré, con el concurso de éstos, derribar a Agatocles y tomar el poder®. En tales condiciones, en un 4 reino donde todo dependia directamente del scberano, no era posible mantener una politica firme y, sobre todo, defender las . Posesiones lejanas, como Lisimaquia, en la Tracia, Tera, Sa- mos, las ciudades aliadas del Asia Menor o de Caria. El des- tino de la propia Celesiria podfa ser replanteedo. - Frente a un Egipto tan debilitado, el seléucida Antfoco IIL se habia propuesto restaurar el poder que por herencia le co- rrespondia. En primer lugar, se dirigié contra su primo Aqueo%, que, tras haber sido fiel a la dinastia y reconquistado, al servicio del rey, los tertitorios indebidamente ocupados por Atalo de Pérgamo, habia cefiido la diadema por su propia de- cisién. A comienzos del afio 216, Antioco inicié las operacio- nes contra él. Ayudado por Atalo, pudo encerrarlo en Sardes, su capital, y, después de un asedio de dos afios, le hizo pri- sionero y le dio muerte entre suplicios. Era un primer fracaso para Egipto, que apoyaba oficialmente a Aqueo, aunque no habfa podido enviarle ayuda a tiempo. La muerte de‘ Aqueo implicéd el final del Reino seléucida disidente de Asia Menor, donde: no quedan ya, frente a Antioco, més que el reino de Pétgamo y, més al norte, el de Bitinia, donde reina Prusias. Pero, mientras Pérgamo se mantiene en la amistad de Antioco, Prusias es tradicionalmente hostil a los Atdlidas y dirige sus mitadas hacia Macedonia. idado Aqueo, Antioco, a finales del 212, organiza una in contra Ja satrapia de Atmenia, que actuaba como potencia independiente y se negaba a pagar el tributo. Una campafia basté para hacerle entrar en razén, y Antfoco prosi- guid después su marcha hacia el Oriente. Atacando, en primer términos, el Reino de los partos®, obligé, en el 209, a Arsa- ces III a reconocer su soberania. Al afio siguiente, penetra por {fa fuerza en Bactriana. Pero las condiciones de la guerra eran duras en aquellos lejanos paises, y, dos afios después, el rey acepté un compromiso: Eutidemo, que reinaba sobre el pais, consetvarfa su titulo de rey y concertarfa con él una alianza perpetua “, Durante su viaje de tegreso, Antfoco, imitando, en cierto modo, a Alejandro, tomé la ruta del Sur, atravesé pacifica- mente Ja Arabia y, de nuevo ya en su Reino, tomd el nombre de Grande —que sus stibditos no le prodigaron—. Era el afio en. que Escipién abandonaba Sicilia para Mevar Ja guerra al Africa y: en que el Senado ratificaba la paz de Fénice con el rey de Macedonia (204 a. de C.). En aquel momento iba a estallar en Oriente una guerra general, preludio de la segunda guerra de Macedonia. 15 b) La segunda guetra de Macedonia a) Sus causas Sin embargo, no fue Antioco, a pesar de sus éxitos, el que desancadend Ia guerra. La iniciativa partié de Filipo V, y eso fue lo que provocé, finalmente, la intervencién de Rema. Si las hostilidades se hubieran desencadenado sdlo entre Antioco y Egipto, en torno al problema sitio, cl Senado no habria tenido motivo alguno para intervenir. Pero, después de la primera guerra de Macedonia, el Senado desconfiaba de! aliado de Anibal, del rey que habia enviado, en ayuda de Car- tago, un contingente a Zama“. Tal vez la perspectiva romana es entonces mezquina, falseada por el recuerdo del peligro que Ja segunda guerra piinica hizo correr a su poderio, pero no por eso dejaba de ser muy natural. El Senado podia pregun- tarse si Filipo V no estaba destinado a convertirse en un nuevo Pirro. Peto habia més. La primera guetta de Macedonia habia comprometido a Roma, mucho antes, en los asuntos orientales. El pueblo romano estaba aliado al rey de Pérgamo, y, ante el peligro, Atalo estaba autorizado a apelar a la fides de Roma. El origen de esta alianza entre Pérgamo y Roma permanece bastante oscuro. Sdélo sabemos que, desde el 220, Atalo man- tenia relaciones, amistosas con los etolivus y que, en el 211, éstos fueron incluidos, bajo tal concopto, en el tratado que uniéd a Roma con los etolios contra Filipo V. Cuando Egina fue tomada por los aliados, Atalo compté, por 30 talentos, a los etolios el territorio de que formaba parte, e hizo de ella una base para su flota. Y fue, precisamente, en Egina donde se encontré, en él 208, con el general romano Sulpicio Galba, encargado de las operaciones contra Filipo. Finalmente, la paz de Fénice habia restablecido para Atalo el statu quo en Asia, liberéndole, por un momento, de la amenaza que consti- tufa Prusias. Mientras se concertaba Ja paz de Fénice, el Senado habia enviado al rey de Pérgamo una embajada solemne, con un singular requerimiento: que se entregase a sus enviados una «piedra sagrada» que, en Pesinunte, se crefa que representaba a la diosa Cibeles, llamada también la Gran Madre y asimilada a Ja antigua y oscura Rea, «madre de los dioses». El Senado actuaba por consejo del ordculo de Delfos y también de acuer- do con una respuesta dada por los Libros Sibilinos. Nos es dificil penetrar el sentido exacto de tal solicitud. La diosa tenia por adoradores a los galos (los gélatas), establecidos en 16 el pais de Pesinunte. ¢Se trata de una evocatio diri los galos de la Cisalpina, que habian hecho causa comin con Anibal y seguian siendo temibles? Es posible, pero se adivinan razones més profundas. Para Roma, Frigia sigue siendo como una metrdépoli religiosa. La leyenda de los origenes troyanos es més fuerte que nunca®, y, de otro lado, se puede sospechar que una parte, al menos, de los senadores, los que consideran que los intereses de Roma y de sus aliados italianos eran sufi- cientemente poderosos en Ia cuenca del Egeo para que la di- plomacia de Roma tuviera que asegurarse apoyos en ella, ha- bfan encontrado aquel medio de estrechar unos lazos ya esta- Dlecidos ‘en el curso de Ja guerra. Atalo no quiso negarse, y la piedra sagrada fue transportada, con gran pompa, desde Pesi- nunte (en tertitorio galo, pero, sin duda, con el acuerdo de los galatas“) hasta el mar, y, desde alli, a Roma, donde fue instalada sobre el Palatino, en el propio interior del pomoerium, indicio seguro de que la diosa no era considerada como una extranjera “, Lo que permite pensar que los intereses econédmicos de los itali desempefiaron un papel en aquel estrechamiento de la alianza con Pérgamo, ante el peligro presentado por Filipo V, es que Ja Reptiblica rodia, que se encontraba también en el campo opuesto a Filipo, recurriéd a Pérgamo, a pesar de sus pasadas dificultades con Atalo“, una vez que el rey de Mace- donia descubrié su intencién de dominar la cuenca del Egeo Yodo ocutri6 como si Rodas, Pérgamo, y después, con algin tetraso, Roma, se unieran para mantener la libertad de trdfico sobre las rutas maritimas de Oriente. Después de Fénice, la posicién de Macedonia era mejor que nunca, desde el tiempo de Gonatas. En la propia Grecia, Ate- nas, sin duda, era independiente desde el 229”, pero tan de- bilitada que ya no tenfa importancia militar alguna. En cam- bio, Filipo mantenfa guarniciones en la Acrocorinto y en Cal- cis. Les etolios estaban humillados y débiles. Ciertamente, los aqueos, enorgullecidos por el éxito que Jes habia valido, en Mantinea, 1a habilidad tdctica del megalopolitano Filopemen”, Parecian menos dispuestos que poco tiempo antes a aceptar el patrocinio del rey“, pero siguieron siendo, oficialmente, sus aliados, y, sobre todo, su atencién se centraba en Esparta, donde Nabis, habiendo usurpado el poder, proseguia la realizacién de una revolucién social®. Todas las ciudades, en todas las re- giones, sufrian la repercusién de las dificultades econdémicas en que habian acabado hundiéndolas tantas guerras, una poli- tica incoherente y unos conflictos de clases, de todo lo cual 17 xe (SP Frodudwy¥INOGISA VISWYHL euner eq Z fy Ng Italia y el mundo griego Fig. 1. se aptovechaba, habilmente, Filipo, presentdndose, aqui y alld, como defensor de los pobres”. El Egeo, al fin, tras el ocaso de los Ptolomeds, petmanecia sin «protector», Esta funcién, que en otro tiempo habia desempeiiado Go- natas, al menos por un momento, Filipo !a ambicionaba para él. Desde antes de Fénice, habia comenzado a construir una flota y, al mismo tiempo, alentaba las actividades de los pizatas cretenses contra Jos rodios, que gatantizaban la policia del mar. Rodas era para Filipo el primer obstdculo, el primer adversario que debia abatir. Encargé a dos de sus lugartenientes que hi- cieran 2 Rodas una guerra solapada: Dicearco, un aventurero etolio, hacia la visita sanitaria, por cuenta de Filipo, a los na- vios en el mar Egeo”, mientras que Herdclides, un desterra- do tarentino, recibia la misién de incendiar Ja flota rodis en el puerto mismo —misién en Ia que fracasé ”. A la muerte de Filopator, Egipto, muy pronto privado de Sosibio, se convertia en una presa facil, que codiciaban simul- téneamente Antfoco y Filipo. Agatocles, durante su tegencia, enviaba una embajada al Seléucida para recordarle Jos tratados existentes entre sus paises. Al mismo tiempo, hacia pedir, a Filipo la mano de su hija para desposatla con el joven Ptolo- meo V. Fero estas precauciones eran muy insuficientes. Un tratado secreto, concertado entre Filipo y Antfoco, repartia de antemano_los despojos de Egipto. Al parecer, Antioco obtenfa, ademés de la Celesiria, el propio Egipto; Filipo se hacia pro- meter las posesiones exteriores en el Egeo, asi como Cirene, considerada tradicionalmente una extensién de Ja Grecia insu- Jar hacia el Occidente”. Se puede pensar, con M. Holleaux", que Filipo, al pro- yectar equel reparto, no era més sincero quz Antioco, poco deseoso, sin duda, de entregar al macedonio los tertitorios egip- cios de Caria y las ciudades de Asia Menor, clientes de los Ptolomeos; tal vez, por su parte, Filipo deseaba mantener la integridad del Reino ldgida, cuyo duefio era su futuro yerno. Es ifcito pensar también que las tropas enviadas por Mace- donia a Cartago aquel afio™ tenfan, en caso de victoria, una misién muy concreta: la de tomar la Citenaica por Ja espalda. Es muy dificil determinar las intenciones reales de un- principe que ciertamente, como en otro tiempo Pirro, moditicaba su estrategia segin las circunstancias y tenia, probablemente, va- rias polfiicas «de recambio». De todos modos, Filipo tenia necesidad, en aquellos fina- Jes del afio 203, de asegusarse, por lo menos, Ia neutralidad de Antioco, mientras trataba de alcanzar sus primeros objetivos. 19 La ofensiva que desencadendé en la primavera del 202 (el mis- mo afto de Zama) no se dirigié contra las posesiones egipcias, sino contra ciudades libres o aliadas a potencias con las que él estaba en paz. Tomé, sucesivamente, Lisimaquia|, Calcedo- nia, sobre el Bésforo, Cios, que habia resistido durante mucho tiempo a Prusias de. Bitinia —Filipo entregé la ciudad a su aliado, pero después de haberla saqueado e incendi: _ A continuacién, se apoderé de Tasos, mediante una traicién, y vendié a sus habitantes como esclavos. Esta conducta provocé una viva indignacién en el mundo gtiego. A finales del verano, se formé contra él una coalicién que agrupaba, en torno a Rodas, a Bizancio, Cicico, Qufos y Cos. En la primavera del afio 201, comenzaron Jas opéraciones navales. Fi- lipo se propuso someter las islas una tras otra. En Samos, que era egipoia, se hallaba fondeada una flota pesada, de la que se apoderdé, Es, sin duda, en este momento, cuando Atalo I se alié con. los rodios, por temor a Jas consecuencias de una victoria de Filipo, que no habria dejado de lanzar contra él a Prusias. La flota de Pérgamo, unida a la de Rodas, libré batalla contra Filipo ante Quios, con un resultado indeciso”. Atalo se volvié a Pérgamo, y la flota rodia continud sola su estadia ante Mileto. Un éxito local de Filipo contra ella la obli- g6 a romper contacto, pero se rehizo en el Sur. Filipo lo apro- veché para desembarcar en Mileto, y se dirigié, apresuradamente, contra Pérgamo, que no pudo tomar. En desquite, asolé el pais todo alrededor”. Pero, como Atalo habia tenido la previsién de reunir en el interior de Jas murallas todo el grano disponible del campo, las tropas de Filipo no tardaron en verse acosadas por el hambre, y se retiraron sin haber conseguido nada, a fin de invernar en Caria, donde: aguantaron el bloqueo enemigo. Filipo se encontraba en una situacién incémoda, pero los coa- ligados sabian que su potencia militar no se habia debilitado, y temian al porvenir. Asi, a finales del verano del 201, una emba. jada de Pérgamo y de Rodas, acompajiada de otta ateniense, que acudfa también a quejarse de Filipo”, legs a Roma para pedir la ayuda del Senado. Ante sus quejas, los senadores dudaban: unos pensaban que la paz era un bien precioso; que Filipo, sin duda, se conducia muy mal en Grecia, pero que obscivaba la paz de Fénice y que‘una guerra en Oriente seria dificil e in- cierta, Otros, mas clarividentes, mejor informados también por Jas comunicaciones privadas que les hacfan los segotiatores cuyos navios surcaban el Egeo, eran conscientes de las ambiciones del rey. Ninguna potencia debfa lograr, en Oriente, la preponderan- cia absoluta. E, incluso si Filipo no conseguia eliminar a Antfoco 20 —que, a su regreso de Bactriana, se ptesentaba como un nuevo Alejandro—, 1a coalicién que los dos principes podrian formar amenazatia mas gravemente atin los intereses romanos. Cabe pen- sar también que Ja consideracién de la suerte que esperaba a Egipto tuvo su parte en los calculos de ios pattidarios de 1a in- tervencién. Roma estaba acostumbrada a un cierto equilibrio en Oriente, y sus buenas relaciones con Alejandro la hacfan espe- cialmente sensible a una posible ruptura de aquel equilibrio. A esto podian afiadirse razones més sentimentales: el respeto que les merecia el pasado de Atenas; el recuerdo del homenaje rendido en otro tiempo por las ciudades griegas a Roma, en los Juegos Ist- micos del 229”; el deseo de aparecer, contra la arbitrariedad de un tey, como el recurso natural del derecho y de la libertad, y, en fin, la vanidosa satisfaccién de convertirse, una vez vencida Cartago, en’ el drbitro del mundo —seduccién a la que, tras una victoria claramente conseguida, han resistido muy pocos pueblos en el curso de Ja historia, 8) La intervencién romana Los senadores acabaron decidiendo 1a intervencién. Tres embajadores fueron encargados de Ilevar a Filipo un ultimatum: C. Caudio Nerdén, el vencedor de Metauro; P. Sempronio Tu- ditano, que habfa concertado la paz de Fénice y conocfa bien los asuntos de Oriente, y, por ultimo, el mas joven, M. Emilio Lépido, que pertenecia al grupo de los «filohelenos». Esta dele- gacién se encontraba en Grecia en el momento en que Filipo, habiendo escapado al bloqueo en Caria, habia Ievado la guerra a la costa de Ia Tracia, sometiendo ciudad tras ciudad, y po- niendo, finalmente, sitio a Abidos, que cra una ciudad libre. Allf fue donde Lépido le abordé y te notificé Ia voluntad de Roma: conceder una reparacién a Atalo y a Rodas, y abstenerse de emprender guerra alguna contra estados griegos indepen- dientes. Estas condiciones no eran desconocidas para Filipo; la misién romana las habfa proclamado, en cierto modo, por todas partes, en Grecia, y, como Filipo no habia cesado en sus hostilidades, sino que, por el contrario, habia enviado a un lu- garteniente para que asolase el Atica, Lépido no hacia més que notificarle, oficialmente, el estado de guerra. Por aquel mismo tiempo (pero la cronologia es aqui oscura), los partidarios de la intervencién, batidos por primera vez en los comicios, consiguie- ron; tras una segunda deliberacién, hacer decretar el envio de un cuerpo expedicionario contra el rey (¢primavera del 200?). Aquel ajio, la campafia no fue mds que un reconocimiento, dirigido por P. Sulpicio Galba, a partir de la base de Apolonia, 21 mientras una débil vanguardia inquietaba al rey, que sitiaba a Atenas". Algunos éxitos en el valle del Asopo valieron a los romanos la adhesién de los pueblos hasta entonces vacilantes. Pe- ro ni los etolios ni los aqueos se decidfan a entrar en la guerra. Al afio siguiente, el ejército de Filipo y el de P. Sulpicio Galba libraron una batalla en regla en Otolobo, en el valle me- dio del Erigén, cuyo resultado fue desfavorable a Filipo®. Pero Sulpicio,, por una razén que se desconoce, se replegd, en el otofio, sobre Apolonia. Esta tregua permitié al rey contener la invasién de barbaros sobre sus fronteras scptentrionales y tam- bién dirigirse contra los etolios, que, avandonando, al fin, su in- actividad, asolaban la Tesalia. Pero, en el mar, la campafia iba peor para Filipo, que no habia podido impedir que la flota de Atalo, ayudada por una escuadra romana, ocupase bases impor- tantes, como Oreos, en Ja euccada septentrional del canal de Eubea. A comienzos del 198, Filipo decidié orientar su esfuerzo con- tra los romanos. Ordené su ejército sobre el Aoos, ante la plaza fuerte de Antigonia, a fin de cortar a las legiones la ruta de la Tesalia. Frente a él, el cdnsul ‘Vilio: se mostraba vacitante; las tropas eran poco seguras, los veteranos del ejército de Africa, que se encontraban alli, reclamaban su licencia, y ‘Vilio: no tenfa au- toridad para mantenerles en la disciplina. Tal vez esto explique por qué fue sustituido, muy pronto, por T. Quinto Flaminio. Acaso los «filohelenos», en el Senado, prefirieron confiar la di- reccién de aquella guerra, que era la suya, a un joven patticio que compartia sus ideas, antes que dejarla en manos de Vilio, hombre nuevo y, sin duda, poco inclinado a correr lo que él consideraba una aventura en tierra extranjera. La Iegada de Flaminio valié a los romanos nuevas simpatias. El cénsul hablaba griego —lo que nada tenia de extraordinario para un romano—, pero lo hablaba como hombre cultivado. Supo presentar a las ciudades los argumentos mAs eficaces, dirigiéndose a la aristocracia y ofreciéndose como campeén del orden social. A peticién: de los etolios, Flaminio y el rey celebraron una con- ferencia, a orillas del Aoos. Una vez més, el romano pidié a Filipo que se abstuviera de toda accién en Grecia. Filipo se negé y tompid las negociaciones, Entonces, siguiendo las indicaciones de un noble etolio, Flaminio logté levar a cabo un movimiento envolvente, desbordando el frente macedénico™. Filipo tuvo que replegarse, no sin pérdidas, perseguido por los romanos. Tomé posiciones en la regién de Tempe, mientras Flaminio ocupaba la Fécide y la Hélade, donde se establecié. 22 Realizado este cambio de posiciones, se reanudé la lucha di- plomatica. Flaminio traté de atraerse a las ciudades del Pelopd- neso con Ja esperanza de tomar Acrocorinto. La Liga aquea voté (por una débil mayorfa) la guerra contra Filipo, pero Corin- to se defendié con tanta energia que fue imposible tomarla, Fi- lipo, por su parte, traté de negociar con Roma. Se abrié una nueva conferencia, sobre la costa del golfo Maliaco (no lejos de las Termépilas), en presencia de los aliados de Roma“. Ante las exigencias de los griegos y de Atalo, Filipo y Flaminio deci- dieron recurrir al Senado. Mientras se esperaba el regreso de la embajada macedénica, se concerté una tregua de dos meses, Tal vez Filipo sélo habfa tratado de ganar tiempo, pues, cuando los senadores preguntaron a Filocles, que era el jefe de la delegacién, si Filipo estaba decidido a evacuar las tres plazas que retenfa (Calcis, Corinto y Demetriade) en la propia Grecia, Filocles res- pondié que él no tenia instrucciones.. Las negociaciones, enton- ces, se interumpieron. Al mismo tiempo, se acordaba la prérroga del perfodo de mando de Flaminio. El encuentro decisivo tuvo lugar cerca de Escotusa, ‘sobre una linea de colinas Mamadas «Las Cabezas de Petro» (Cinocé- falos), en el mes de junio del 197. El choque se produjo por sorpresa, y las dos partes tuvieron que improvisar, una téctica. Una carga de la falange rompiéd el frente romano, pero un con- traataque lanzado por Flaminio, con sus elefantes, dispersé la formacién enemiga. Las tropas romanas, mds flexibles, mejor ar- ticuladas supieron sacar més partido de un terreno diffcil, im- propio para la maniobra de unidades tan compactas como la falange ®. Es initil hablar de una supetioridad de la legién so- bre la falange; la victoria correspondié a aquél de los dos adver- sarios cuya téctica se adapté mejor al terreno de Cinocéfalos, que ninguno de ellos habia elegido. Sin ejército, sin reservas, abandonado de sus ultimos aliados, Filipo tuvo que pedir Ja paz. Las condiciones del Senado le fue- ron comunicadas a comienzos del 196: las guarniciones debian retirarse de Jas ciudades griegas, y el rey no debia disponer més que de cinco navios de guerra y 5.000 soldados*. Era el final del imperio macedénico. En los Juegos Istmicos de aquel afio, Flaminio proclamé que Grecia era independiente”. 1) La Grecia libre. En realidad, los romanos se enconttaban bastante incémodos con lo que no podian considerar como una conquista, pues la mayoria de las ciudades griegas y las dos grandes ligas se ha- bfan unido libremente a ellos en la guerra. Tampoco. tenfan 23 la intencién de favorecer el imperialismo de los etolios, mds indiscreto y ruidoso que nunca. Al parecer, los senadores pen- saron que podfa restauratse un mundo griego formado por un conjunto de ciudades libres, incapaces de transformatse en una gtan potencia imperialista. Lo que revela su decisién de decla- rar «libres» a las ciudades de Ja propia Grecia y del Asia®. Ningin rey, ‘en el futuro, deberfa ampliar sus estados a costa de los helenos (y, menos que ninguno, Antfoco, el mds inquie- tante). EI principio de la «libertad» no era nuevo; habia servido de arma diplomdtica a los Diddocos”; pero el recuerdo de una Grecia libre no habia muerto, sino que se ofrecia como un ideal embellecido por Ja lejanfa. La palabra misma no carecia de sen- tido: al principio, las ciudades griegas gozaban, en el interior de los reinos, de una muy amplia autonomfa™, y los reyes, duran- te mucho tiempo, habian tratado de no ejercer presiones dema- siado directas y visibles sobre los gobiernos locales. Pero las cos- tumbres polfticas habian cambiado en el curso del siglo III, des- de Gonatas", y especialmente en Grecia. Los métodos de Filipo eran brutales. Reafirmar la libertad de las ciudades equivalia, en aquellas condiciones, a reconocer uno de los valores esencia- les del helenismo, aunque, en la prdctica, su aplicaci6n habia de resultar dificil. ¢Era posible, en realidad, volver al tiempo anterior a Que ronea? Las ciudades griegas no podian vivir en la independen- cia y en el respeto reciproco, que era la condicién necesaria, més que al precio de profundas transformaciones interiores. Era preciso que sus regimenes politicos no fuesen violentos antago- nistas los unos de los otros. Y la primera experiencia de la Gre- cia «libre» fue, como eta de esperar, un conflicto que surgié en el Peloponeso, en torno a Esparta. Durante su ofensiva diplomatica en el Peloponeso antes de Cinocéfalos, Flaminio se habfa visto obligado a reconocer oficial- mente a Nabis y a su régimen, e incluso a abandonatle Argos, que entonces, a pesar de todas las presiones, habia permanecido fiel a Filipo”. En el arreglo general, ¢debian los argivos que- dar sometidos a Esparta? Flaminio planted la cuestién a los re- presentantes de todas las ciudades, reunidos en Corinto, los cua- les respondiecon, undnimemente, que era necesatio hacer la gue- tra a Nabis. Un ejército formado por contingentes Mlegados de toda Grecia inicié las operaciones al lado de los romanos. Nabis, encerrado en Esparta, tuvo que negooiar. Flaminio se contenté con suprimir el imperialismo espartano; el régimen de la ciudad 24 permanecia invariable, y la ciudad misma, libre e independiente de ta Liga aquea. En el 194, cuando Flaminio retird las tropas romanas de las tres antiguas plazas que Filipo J!amaba los «hierros» de Grecia, Acrocorinto, Calcis y Demetrfade, no quedaba ya ningin soldado romano en el pais, definitivamente liberado. Sin embazgo, a pe- sat de las manifestaciones de alegria, subsistfan ciertos rencores contra Roma por parte de los etolios, decepcionados en sus am- biciones. Muchos de los reproches formulados contra Roma eran injustos, pero, mds que de agravios conctetos, se trataba de la conviccién de que, a pesar de todo, aquella libertad no eta mas que una apatiencia, pues una Grecia donde no se podia ya se- guit haciendo el juego tradicional (y mortal) de las alianzas, de Jas coaliciones y de las guerras, no era verdaderamente indepen- diente. Y, profundizando més atin, cabe preguntaise si una Gre- cia arruinada, acostumbrada, desde hacfa mds de un siglo, a ser cliente de los reyes, deseaba, en verdad, en su gtan mayoria y en la vida cotidiana, un régimen que la privaba de las genero- sidades principescas de las cuales vivia. Los problemas sociales que’ se plantean entonces anuncian los que Roma conocer4 dos © tres generaciones después®. Los romanos, y el propio Flami- nio, a pesar de su gran comprensién de las cosas gtiegas, no podian alcanzar a entender, de pronto, una situacién de la que ellos atin no tenfan experiencia y que las instituciones de su Republica, por ctra parte, eran incapaces de remediar. La ima- ginacién politica de los senadores, ni aun Ja de los més ardien- tes filohelenos, no estuvo ni podia estar a la altura de las in- tenciones de que aquellos problemas surgian, y que se alimenta- ban, sobre todo, del recuerdo de un pasado un tanto lejano, c) La guerra contra Antioco II «) El poderio de Antioco Mientras Filipo, animado por su acuetdo con Antioco, se lanzaba a la aventura que acabé conduciéndole al desastre, el Seléucida habfa emprendido la ofensiva contra Egipto. Pero alli Jos acontecimientos se habfan desarrollado de un modo dife- tente, y, tras algunas vicisitudes, Antfoco se habia alzado con la victoria. En un primer ataque, en el 201, el ejército de Antioco habia Uegado facilmente a Gaza. Después, la resistencia de la ciudad Je habia detenido. Aprovech4ndose de aquel descanso, los mer- cenarios del desterrado etalio Escopas, al servicio de Egipto, ha- 25 bfan reconquistado Palestina. A consecuencia de ello, Antfoco, volviendo con numerosas fuerzas, habia derrotado a Escopas en Panion™, y le habia sitiado después en Sidén, a donde habia ido a refugiarse. Sidén tuvo que capitulat, en la primavera del 199 (en el momento en que Sulpicio y Filipo se enfrentaban en el valle del Asopo). El resto del aiio fue empleado por An- tioco en reconquistar Ja Palestina, y la Celesiria fue también reconquistada, Estaba todavia Antioco entregado a su campajia contra Esco- pas, cuando los embajadores romanos enviados por el Senado pa- ta levantar a los griegos contra Filipo® se presentaron a él al final de su periplo. Aliados de los Ptolomeos, los romanos ofre- cian su mediacién, pero no querian imponer la paz a cualquier precio. Lo que deseaban, sobre todo, era impedir que la coalicién formada entre Filipo y Antfoco Megase a ser efectiva. Ignoramos Jo que sucedié en el curso de la entrevista de los legati y del rey. Probablemente, los romanos tuvieron que contentarse con la promesa de que Antfoco se limitaria a recuperar de su adver- sario las provincias perdidas después de Rafia (lo que, en fin, eta legitimo), pero sin atacar al propio Egipto. Pudieron creer que Antioco, por atencién a Roma, renunciaba a las intenciones que le habian animado unos afios antes (0 que se le habfan atri- buido), y, de paso por Alejandra, a su regreso, tenfan derecho a asegurar a los consejeros del joven Ptolomeo que habian salva- guardado el patrimonio de! rey-nifio”, Lo cierto es que Antio- co, una vez reconquistada la Celesiria, puso fin alli a su cam- Pafia, y se volvié hacia el Asia Menor. En aquella regién, quedaban por reconquistar las posesiones seléucidas, y, especialmente, el Reino de Pérgamo, desgajado del Imperio, en otro tiempo, por un rebelde”. En la primavera del 198 (incluso antes de haber terminado la paciticacién de la Celesiria), Antioco habia organizado una expedicién contra Pér- gamo, mientras Atalo ayudaba a los romanos contra Filipo. Atalo pidié ayuda a los romanos, que obtuvieron de Antioco que tetirase sus tropas™. Pero, al afio siguiente, Antioco reanudé su ofensiva hacia el Norte, aunque siguiendo otro plan. Esta vez, su objetivo ya no era Pérgamo, sino las partes de su «herencia» ocupadas, tanto por Egipto, como por Macedonia. Partiendo de Antioquia, tomé la ruta de Sardes, cubriendo su avance terres- tre con una flota de cien navios que segufa la costa. Franqueé el Tauro, pero, cuando estuvo en Cilicia, los romanos Je advir- tieron que no permitirian que su flota siguiese adelante. Mien- tras se parlamentaba, Filipo fue vencido en Cinocéfalos, y los romanos, al no temer ya que Antioco fuese en ayuda de su 26 aliado, levantaton su prohibicién. Antfoco, entonces, continud ocupando, una tras otra, las ciudades que habian pertenecido a los Ptolomeos, aunque no sin tomar Ja precaucién de dejar algu- nas de ellas'a los etolios, que, desde siempre, havian deseado ampliar sus bases territoriales en Asia. De igual modo, tespetaba también los estados de Pérgamo, en los que reinaba Eumenes II, tras la muerte de Atalo II, al que una crisis de hemiplejia habia patalizado, en plena asamblea, en Tebas”. Instalado en Efeso (una antigua ciudad ptolemaica), se contentd, durante algiin tiempo, con hacer reconocer su soberania a las ciudades libres, que no hacfan esfuerzo alguno por libratse de ella (el estatuto de «ciudad libre» dentro del Reino seléucida no tenia nada en comin con el de ciudad-siibdito en el de Filipo). Sin embargo, dos de ellas, Esmirna y Lémpsaco, se negaron a rendirle home- naje, por lo que Antfoco envié a sus tropas contra ambas. Y asi fue como en el momento en que Flaminio proclamaba en Co. tinto la libertad de las ciudades griegas, dos de ellas, las ame- nazadas por las tropas de Antfoco, reclamaron de los romanos el beneficio de aquella «liberacién» ™. La reclamacién de Esmirna y de Lépmsaco planteaba a los romanos, es decir, a Flaminio y a los comisarios que Je asistfan, el problema de las ciudades asidticas. No teniendo ya motivos pata tratar con’ miramientos al rey, y obligados también por la Idgica de su politica, no podfan menos de pedir a Antfoco que dejase en paz a las ciudades griegas, desde entonces auténomas bajo la proteccién de Roma. Ademés, le prohibian que pasase a Europa, a lo que no podria renunciar si proseguia la reconquis- ta de las antiguas posesiones seléucidas "'. Antfoco no hizo caso de aquella prohibici6n —tal vez habia comenzado ya las operaciones—, y, en el verano del 196, se apo- deré de Sestos, en la orilla europea del estrecho. Haciendo re- construir Lisimaquia, desierta y medio en ruinas, afirmaba su deseo de permanecer en la Tracia. Alli se le presenté una dele- gacién romana, sugiriéndole que el Senado deseaba verle regre- sar al Asia. Antioco se negé a obedecer. Al hacerle observar los romanos que ellos representaban los intereses de Ptolomeo V, él les revel6 que acababa de desposar a su hija, Cleopatra, con Ptolomeo V'. En cuanto a las otras ciudades, Lampsaco y Esmirna, recusaba el atbitraje de los romanos y se remitia al de Rodas. “Aquellas declaraciones eran muy hébiles. Roma ya no tenia pretexto para intervenir en el Asia Menor, y la‘opinién publica, cada vez mds hostil a la ingerencia romana, veia con satisfaccién que los «barbaros» eran excluidos de los asuntos helénicos. An- 27 tfoco era ahora el mds grande rey de Oriente, el tinico cuya po- tencia estaba a la altura de Roma. Sus alianzas, basadas, como en el tiempo de los Diddocos, en matrimonios™, se extendian a toda Asia y, desde el 194, también a Egipto. Aparentemente respetuoso con los derechos de Roma, 41 queria set respetado. En el curso del invierno 194-193, hubo de establecerse, entre los romanos y él, un verdadero reparto. del mundo: el Senado ofte- cid a sus embajadores que le dejarian las manos libres en Asia, si él evacuaba la Tracia'*. Pero ios embajadores no tenfan atri- buciones para responder, y se perdié la oportunidad. Por otra parte, el Senado no era undnime acerca de la cuestién. Escipién y sus amigos pensaban que, un dia w otro, la guerra contra An- tioco era inevitable". Y se convencieron més atin al ver que Anibal, expulsado de Cartago por sus adversatios politicos, se refugiaba cerca de él (en el 195), y, si ha de tenerse en cuenta Ja tradicién, trataba de implicar a Antfoco en una guerra con- tra Roma, Pero otros, en Roma, creian que era posible una entente, y que bastarfa, pata asegurarse la paz, con mantener una Grecia libre entre Occidente y Asia. Con este objeto, Fla- minio se dedicé, durante !os ultimos meses de su proconsulado, a creat en los estados griegos una opinién favorable a Roma, y a ganarse, personalmente, el mayor niimero posible de «clientes», tanto por el agradecimiento como tratando, por todos los me- dios, de aumentar su prestigio. Puede ironizarse sobre la «vani- dad» de Flaminio y su avidez de gloria. Pero, ¢es posible detet- minar Ia parte de cdlculo consciente, e incluso de instinto poli- tico, en aquella actitud, ante un mundo todavia mds sensible al prestigio de un jefe que a su fuerza, y en el que la gloria era uno de los valores mds universalmente reconacidos? ". Flaminio, al buscar aquella popularidad, dotaba a la potencia romana de aquel aspecto humano, regio, que era el tinico que podia entusiasmar a los espiritus y a los corazones, y, sin duda, creyé que aquello bastaria para atraer hacia Roma a ia «élite» de los gtiegos y para apartar a las multitudes de la seduccién que sobte ellas ejercia Antioco. Pero toda gloria suscita la invidia, y los etolios se encatgaron del papel de calumniadores. Ellos, que habian sido los prime- ros en llamar a los romanos a Grecia, se habian convertido en sus enemigos irreconciliables, porque los que ellos querian uti- lizar como instrumentos se habian hecho duefios, 0, por lo me- nos, 4rbitros. Asf, también ahora fueron los primeros en volver- se hacia Antfoco, tratando de provocar su intervencién en Grecia. 8) Las intrigas de los etolios Cuando las legiones abandonaron Grecia, los etolios ofre- cieron su alianza, simulténeamente, a Antioco (que no respon- did), a Filipo (que la rechazé) y a Nabis (que la acep‘d). Provocando revueltas contra los aqueos en las antiguas plazas espartanas que hab{an sido devueltas a la Liga, se apoderaba de ellas, pero fracasé ante Giteo. Inmediatamente, los aqueos dieron 1a alarma a Roma, que, en la primavera del 192, envid una flota contra Nabis. Flaminio, que vefa comprometida toda su labor por las intrigas de los etolios, se trasladé, personal- mente, al Peloponeso, para mantener la paz; pero no pudo prevenir a Filopemen, que habia iniciado la campafia sin es- perar a los romanos. A pesar de una derrota en el mar, Fi- lopemen: venciéd a Nabis en campo abietto y le cercéd en Esparta. En este momento, Flaminio consiguié imponer una tre- gua; pero, mientras él abandonaba el Peloponeso, un agente eto- lio, Alaxdmeno, ‘con el pretexto de facilitar tropas a Nabis, se gané Ia confianza de éste y Je asesind. Ea la confusién que de ello se siguié, los aqueos se apoderaron.de la ciudad y la obl? garon a entrar en su Liga™. Este fracaso en Laconia fue compensado, pata los etolios, por un éxito en Demetriade, donde ocuparon la ciudad. Se apre- suraron a ofrecer su posesién a Antfoco, y, aunque Ja estacién iba ya avanzada, éste cedié a Ja tentacién y desembarcé en Te- salia con 10.000 hombres y 500 jinetes. Durante todo el invierno, se mantuvo una lucha abierta en todas las ciudades, entre los partidarios del rey y Jos de los ro- manos. Antfoco se habia convertido en el estratego de la Liga etolia, y sus nuevos aliados le habfan prometido en todas las ciudades un movimiento popular en favor suyo, que no Legé a producirse. La mayoria de las ciudades negociaba con los dos bandos. Cansado, Antioco trat6é de ocupar Calcis por la fuerza —la segunda base que Je seria necesaria para la invasién que él ptoyectaba para la primavera. Durante aquella operacién, un lugarteniente del rey, Menipo, se apoderé de una tropa de 500 romanos que habian buscado refugio en .Delio, en un asilo sa- grado. Los romanos declararon que el rey habfa creado un es- tado de guerra, y que ellos actuaban en consecuencia ”. 1) Las bhostilidades. Al lado de Roma se alinearon Filipo V y:Ptolomeo. El primero no perdonaba a Antfoco sus vacilaciones durante la se- gunda guerra de Macedonia, ni su prisa por anexionarse ciuda- des hasta entonces sometidas a Macedonia, ni ciertos gestos 29 inamistosos"*, el segundo, por fidelidad a la alianza toma- na. La propia Cartago —-sin duda, para demostrar su insoli- daridad con Anibal, que se habia convertido en consejero de Antioco— ofrecid trigo, navios y dinero'’. Era evidente que el mundo creia en la victoria de Roma. Eumenes, de acuerdo con la tradicién de Pérgamo, se unié a los romanos. * éCudles eran las intenciones de Antioco? Los historiadores antiguos nos relatan las conversaciones, acerca de diversos as- pectos, celebradas por los consejeros del rey, pero, ¢hasta qué punto no nos hallamos ante una amplificacién retérica? E] nom- bre de Anibal inquieta. Se nos dice que el vencido de Zama era hostil a todo desembarco en Grecia, y que é1 habria deseado ponerse al mando de una invasidn de Italia, por el Norte o por Sicilia, para provocar una sublevacién general, mientras Cartago, declarando la guerra a Roma, serviria de base a Antioco'. Sin embargo, Anibal hubo. de ser disuadido de una estrategia tan gtandiosa por los mentis del pasado: la fidelidad de las ciudades etruscas, su propia impopularidad en Cattago y su experiencia de Ja fuerza romana. Este plan no es, probablemente, mds que una invencién de historiador. En todo caso, puede admitirse que el rey y su consejero habian pensado en una maniobra de di- versién en Occidente '?. Antfoco no pensaba, seguramente, en ani- quilar el poderfo romano. El incidente de Delio no habia sido premeditado. El rey se enorgullecfa, sin duda, de evitar Ja gue- rta; volviendo contra Roma la estrategia de ésta, él creia que podria poner entre Roma y él la barrera de una Grecia «libera- da» —pero por él. Habia creido que su sola presencia haria que las ciudades abandonasen a Roma, y habia sufrido una de: cepcién: A partir de entonces, es probable que fuese arrastrado por las circunstancias, por las intrigas que se desplegaban a su alrededor, y dirigié la guerra segdn las necesidades del momento. Cuando Anibal, en Calcis'", insistié para que el rey ocupase las costas de Iliria y amenazase a Italia con un desembatco, mien- tras él, por su parte, reunia a sus antiguos aliados, Antioco pre- firié permanecer en Grecia y se propuso conquistar la Tesalia. Y esta conquista, proseguida durante todo el invierno, atin no estaba terminada en la primavera. En aquel momento, se dirigié contra la Acarnania, por consejo de Jos etolios, peto alli no pudo tomar més que una sola ciudad, y los acarnanos le opusieron una tenaz resistencia, mientras uno de Jos cénsules del aiio, M. Acilio Glabridn, un «filoheleno», desembarcaba por la fuer- za en Apolonia. Glabrién puso rumbo, sin tardanza, hacia el Este, donde unié sus fuerzas a las de Filipo V, que ya habia comenzado a expul- 30

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