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La revolución apacible del alfabeto

Aprendemos a leer y escribir en la infancia, nos parece un conocimiento al alcance de cualquiera.


Sin embargo, existen 6700.000 alfabetos en España.
Leemos más que nunca. Estamos cercados por carteles, rótulos,
publicidad, pantallas, documentos. Las calles rebosan palabras, desde los grafitis de las paredes
hasta los anuncios luminosos.

Hoy asumimos que, a nuestro alrededor, la inmensa mayoría de la gente lee y escribe. Detrás de
esta situación hay una larguísima ruta de siglos. Igual que la informática, la escritura fue al principio
el coto cerrado de unos pocos expertos. Sucesivas simplificaciones han permitido que millones de
personas
utilicen esas herramientas en su vida cotidiana. Para esta progresión —que en el caso de los
ordenadores se ha cumplido en solo unas décadas—, hicieron falta miles de años en la historia de la
escritura. La rapidez de los cambios no es uno de los rasgos distintivos del pasado remoto.

Hace seis mil años, aparecieron los primeros signos escritos en Mesopotamia. Tiempo después, y de
forma independiente, la escritura nació también en Egipto, la India y China. El arte de escribir tuvo,
según las teorías más recientes, un origen práctico: las listas de propiedades.

La escritura vino a resolver un problema de propietarios ricos y


administradores palaciegos, que necesitaban hacer anotaciones porque les resultaba difícil llevar la
contabilidad de modo oral.
Somos seres económicos y simbólicos. Empezamos escribiendo inventarios, y después invenciones
(primero las cuentas; a continuación los cuentos)
Los primeros apuntes eran dibujos esquemáticos (una cabeza de buey, un árbol, una jarra de
aceite, un hombrecillo).
Al principio, imprimían esas formas en la arcilla con pequeños sellos y más tarde las trazaban con
cálamos. Los dibujos tenían que ser sencillos y siempre los mismos, para que se pudieran aprender y
descifrar. El siguiente paso fue dibujar ideas abstractas.

El número de signos no dejaba de aumentar, sobrecargando la memoria. La solución fue una de las
mayores genialidades humanas, original, sencilla y de incalculables consecuencias:
Dejar de dibujar las cosas y las ideas, que son infinitas, para empezar a dibujar los sonidos de las
palabras, que son un repertorio limitado. Así, a través de sucesivas simplificaciones, llegaron a las
letras. Combinando letras hemos conseguido la más perfecta partitura del lenguaje, y la más
duradera. Pero las
letras nunca han dejado atrás su pasado de dibujos esquemáticos. Nuestra «D» representaba en
origen una puerta, la «M» el movimiento del agua, la «N» era una serpiente y la «O» un ojo.

Los primitivos sistemas eran verdaderos laberintos de símbolos. Mezclaban dibujos figurativos
—pictogramas e ideogramas—, signos fonéticos y marcas diferenciadoras que ayudaban a resolver
ambigüedades. Dominar la escritura exigía conocer hasta un millar de símbolos y sus complicadas
combinaciones.

— estaba solo al alcance de una selecta minoría de escribas que ejercían un oficio privilegiado y
secreto.

La consecuencia de ese sistema de enseñanza fue que, durante muchos siglos, la escritura dio voz
solo al poder establecido.
La invención del alfabeto derribó muros y abrió puertas para que muchas personas, y no solo un
cónclave de iniciados, pudieran acceder al pensamiento escrito.
Simplificación: Retuvieron únicamente los signos que representaban las consonantes simples, la
arquitectura básica de las palabras.

Atrás quedaron las escrituras antiguas que exigían una agotadora carga para la memoria y una larga
especialización al alcance solo de mentes privilegiadas. Usar menos de treinta letras para
representar todas las palabras de la lengua le parecería un método muy tosco a un escriba egipcio,
acostumbrado a emplear centenares de signos.

La simplificada escritura alfabética liberaba al comerciante del poder del escriba. Gracias a ella, cada
uno podía llevar sus propios registros y dirigir sus negocios. La onda expansiva del invento no afectó
solo a los mercaderes, alcanzó también a muchos que, fuera de los círculos del gobierno.

Pudieron por primera vez acceder a las historias de la tradición por escrito, distanciarse de su
embrujo oral y empezar a dudar de ellas. Así nacieron el espíritu crítico y la literatura escrita. Ciertos
individuos se atrevieron a dejar huella de sus sentimientos, sus
incredulidades y su propia visión de la vida. Los libros se convirtieron poco a poco en vehículo de
expresión individual.

Los griegos adoptaron la escritura fenicia en completa libertad, sin imposición alguna. Acomodaron el
invento a sus necesidades y, al lento compás de un cambio deseado.

La novela Me alegraría de otra muerte, del escritor nigeriano Chinua Achebe, reflexiona sobre ese
conflictivo amor a las letras invasoras.
Al mismo tiempo presentien con dolor que, en manos de colones ese mágico instrumo los despojaría
de su propio pasado. Su universo indígena se desmonora:
«El símbolo del poder blanco era la palabra escrita. Una vez, antes de irse a Inglaterra, Obi había
oído hablar con profunda emoción sobre los misterios de la palabra escrita a un pariente analfabeto».

El arte de la escritura era un símbolo de poder.

A partir del modelo fenicio, él inventó, para su lengua griega, el primer alfabeto de la historia sin
ambigüedades —tan preciso como una partitura—.
Comenzó por adaptar en torno a quince signos fenicios consonánticos en su mismo orden, con un
nombre parecido (aleph, bet, gimel… se convirtieron en «alfa», «beta», «gamma»…). Tomó letras
que no eran útiles para su lengua, las llamadas consonantes débiles, y usó sus signos para las cinco
vocales que
como mínimo se requerían.

Se difundió en Europa un alfabeto mejorado, con todas las ventajas del hallazgo fenicio y un nuevo
avance añadido: la lectura dejó de estar sujeta a conjetura y, por tanto, se volvió todavía más
accesible.

Gracias al alfabeto la escritura cambio de manos.

Una nueva época estaba empezando. El alfabeto sacó la escritura fuera de la atmósfera cerrada de
los almacenes de palacio, y la hizo bailar, beber y sucumbir al deseo.

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