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LA CÓLERA DE
LOS JUSTOS Y EL FIN DE LOS TIEMPOS
Resumen En este texto, los tafures son pensados como la expresión más extrema
y chocante de los anhelos de un tiempo y un lugar (la Edad Media
europea) que espera y desea el cumplimiento de las promesas que se
encuentran en las profecías que anuncian el inminente fin de los tiem-
pos (la llegada del reino de Dios y la hermandad entre todos los seres
humanos), pero que no olvida que la consumación de los tiempos será
precedida por una guerra sangrienta y cruel: Dios exige eliminar de
manera implacable a los malvados y los tafures obedecen, asesinan y
devoran, de manera cruel, a los enemigos del Creador con la intención de
salvar sus almas y colaborar con la llegada del reino. Ésta es la paradoja
sobre la que se reflexiona en este escrito.
Abstract In this text the Tafurs are thought out as the most extreme and shock-
ing expression of the desires of a time and a place (the european mid-
dle age) who waits and wishes the fulfillment of the promises found in
the prophecies that announce the inminent end of times (the coming
of God´s kingdom and the brotherhood among all human beings),
but who does not forget that the consummation of the ages will be
preceded by a bloody and cruel war: God demands the relentless elimi-
nation of the wicked and the Tafurs obey, murder and devour, cruelly,
the enemies of the Creator with the intention of saving their souls and
collaborating with the arrival of the kingdom. This is the paradox that
is thought in this writing.
*
Departamento de Filosofía, Universidad Autónoma del Estado de Morelos, México.
22 FILÓSOFOS NOVOHISPANOS
Palabras clave
Apocalipsis, presente y futuro, profecía, espera, guerra, Tafur
Keywords
Book of Revelation, present and future, prophecy, delay, war, Tafur
L
a Europa de la Edad Media tiene fe y esperanza: cree
en las profecías que anuncian el fin de los tiempos y
espera que el tiempo que falta para que Dios cumpla
su promesa sea el menor posible. La fe y la esperanza en el fin hacen que los
europeos vivan con la mirada fija en el porvenir: el fin del mundo, de este
mundo, obsesiona a los habitantes de Europa. Los católicos buscan las se-
ñales que han de anunciar la fecha del final y la aparición, en la tierra, de un
Anticristo que se ha de rodear de hordas de seguidores y que, a pesar de
que no puede vencer a Dios y sus ejércitos, viene a traer terror, sufrimiento
y muerte, y a recibir castigo, dolor y escarmiento.
Los hechos revelados por los profetas describen un tiempo en el que la
venganza y el asesinato son las paradójicas hazañas que los servidores de
Dios han de emprender para que, de una vez por todas, las promesas se
cumplan: todas las atrocidades detalladas en las profecías son el preludio
ineludible para la llegada del reino celestial que ha de sustituir las “condi-
ciones difíciles y conflictivas, resultantes del enfrentamiento permanente,
sobre la faz de la Tierra, así como en el ser humano mismo, entre el bien y
el mal”:1 la batalla entre el bien y el mal se ha de resolver, de una vez y para
siempre, en esta última guerra; la masacre marca el comienzo de la salvación.
Para una parte muy significativa de la población europea, la matanza
que precede al fin de los tiempos es carnal y terrenal, pese a los intentos del
1
Jean Flori, “Introducción”, El islam y el fin de los tiempos. La interpretación profética de
las invasiones musulmanas en la Cristiandad medieval, Madrid, Akal, 2010, p. 6.
clero por matizar la cercanía del final y por suavizar lo concreto de la masa-
cre con una lectura “espiritual” de las profecías escatológicas, en la que mu-
chos de los acontecimientos profetizados ya se han cumplido en el tiempo
presente gracias a la Iglesia y su ministerio, así como por los sacramentos
que administra. Esta lectura que los teólogos usan para discutir el cómpu-
to de años con el que se ha de medir el milenio y el inicio del fin no logra
calmar a muchos de los que esperan, y choca frontalmente con la ansiedad
con la que el final se aguarda: muchos católicos viven convencidos de la cer-
canía del fin de los tiempos y de “su realización ‘histórica’ y no solamente
‘espiritual’”;2 la guerra del fin de los tiempos no sucederá en las almas de los
creyentes: destruirá los cuerpos.
Los europeos esperan y anhelan la llegada del final; esperan y anhelan
participar en la guerra del fin de los tiempos: “la espera escatológica […]
formaba parte del universo mental de los hombres de estos tiempos”,3 lo
cual los coloca en una realidad tensionada entre un presente difícil, sufrido,
de miseria y explotación y un extraño futuro fuera del tiempo, en el que
todas las promesas de igualdad que escuchan desde los púlpitos se han de
cumplir: los ejércitos del fin de los tiempos continúan con sus actividades
diarias, pero velan las armas mientras esperan el inminente inicio de la
consumación para ayudar a Dios en la guerra final.
2
J. Flori, El año mil: falsos terrores y auténticas tensiones (trad. Anabel Carrasco Man-
chado), Madrid, Akal, 2010, p. 164
3
Ibidem, p. 167.
4
Cfr. Yves Delhoysie y Georges Lapierre, “Introducción al milenarismo”, El incendio
milenarista, Logroño, Pepitas de Calabaza, 2008, p. 9.
contra la iglesia católica porque el reproche que lanzan para que lo escuchen
los habitantes de Europa expone la paradoja que oculta el poder católico y
sobre la que se construye el arbitraje de la Iglesia y, hasta cierto punto, el
orden medieval: “La religión constituía a la vez el pensamiento de la separa-
ción y el de la redención, el de la supresión de la separación”.5
La defensa de la fuerza de la sola gracia que hacen los milenaristas plan-
tea una enmienda al orden de cosas, ya que muestra que el orden católico
se organiza en un espacio tensionado por una contradicción que el clero no
puede resolver: la iglesia se revela, gracias a esta crítica, como el paradóji-
co encargado de gestionar la separación, al mismo tiempo que sanciona las
prácticas que, supuestamente, han de eliminarla; la existencia de la organi-
zación se encuentra ligada al mantenimiento de la escisión que han prome-
tido eliminar.
La separación es la base del escándalo que denuncian los profetas:
para que haya iglesia, debe haber mediación, es decir, se debe incumplir la
promesa de la llegada del Reino que elimina(rá) la separación entre Dios y
el ser humano y se ha de mantener al ser humano en la expectativa, en la
espera de la llegada de la redención que elimina(rá) la desconexión de manera
efectiva. Los milenaristas se rebelan contra el escandaloso incumplimiento
y predican contra la Iglesia, porque abominan de unas prácticas que se
descubren como falsas, ineficaces, incapaces de cumplir lo que prometen,
y desesperan por el aplazamiento del cual los sacramentos son síntoma y,
hasta cierto punto, razón: mantener el sacramento es mantener la espera,
posponer la llegada del reino de Dios y conservar un mundo en el que las
promesas de comunidad y salvación son fantasías irrealizables. “Una teoría
semejante desemboca en la crítica efectiva de los fundamentos del orden
social, ya que anuncia el fin inmediato de la separación entre el hombre
y su esencia […] El Sacramento instituía la mediación entre Dios y el
hombre, sin suprimir por ello la separación. El Espíritu, por fin, suprime la
separación para realizar la unión indiferenciada del hombre y su esencia.”6
La llegada del reino del espíritu en el que la gracia de Dios cae(rá) so-
bre todos los habitantes de la tierra hace innecesarias y contraproducentes
las estructuras religiosas y el mundo que sustentan. El mundo en el que la
promesa se ha cumplido es una realidad sin mediaciones ni esperas, en
la que el ser humano, por fin, se reconcilia con aquello que es y con una co-
munidad que, ahora sí, ha de cumplir las características que le atribuye el
mensaje cristiano. “Ya no padecerán hambre, ya no padecerán sed, no caerá
sobre ellos el sol, ni ningún bochorno, porque el cordero que está en medio
5
Ibidem, p. 12.
6
Ibidem, p. 21.
del trono los pastoreará, y los conducirá a fuentes de agua de vida, y enjua-
gará el Dios todas las lágrimas de sus ojos” (Ap 7: 16 y 17)
La predicación milenarista contra la separación critica la imperfección
de una comunidad que difícilmente se puede denominar así mientras
la promesa siga sin cumplirse: la comunidad cristiana que atacan los
milenaristas es imperfecta, “en la medida en que busca su verdad fuera de
sí”,7 es decir, en una promesa de felicidad separada, fuera del mundo y que
para los creyentes de la iglesia oficial sólo es posible entrever en mediaciones
sacramentales que nunca eliminan la escisión: el reino de Dios, la comunidad
perfecta, siempre está por venir, por lo que la existencia concreta y real de
la colectividad deviene un estado de espera en el que los miembros del
colectivo proyectan e imaginan la felicidad por venir.
La frustración por el aplazamiento de la promesa que los milenaris-
tas han convertido en un clamor contra el orden medieval también pa-
rece ser la base de una literatura “fantástica” que se recibe “como un bál-
samo para el malestar que atenazaba la Europa de la época”:8 en Europa
empiezan a aparecer escritos en los que, para consuelo de las frustraciones
de los creyentes, se cuenta cómo los gozos del reino de Dios se disfrutan
aquí y ahora, en este mundo. Algunos de estos textos son las cartas que el
preste Juan, fabuloso gobernante cristiano de la India, escribe al empera-
dor bizantino Manuel Comneno o (según otra versión) a Federico, empe-
rador del Sacro Imperio. En ellas, el preste hace una recapitulación de los
portentos que se esconden en sus vastos dominios y describe una realidad
que poco tiene que ver con la que sufre la mayoría de los habitantes de la
Europa cristiana de los siglos xi y xii.
El preste Juan cuenta cómo las tierras sobre las que gobierna están
pobladas por infinidad de animales y, también, de fantásticas criaturas que
en Europa sólo se conocen por historias y leyendas; explica cómo mantienen
encerradas a las naciones caníbales que servirán al Anticristo en la guerra del
fin de los tiempos, pero que no duda en utilizarlas como vanguardia de sus
ejércitos en la lucha contra sus enemigos; habla de tierras por las que fluyen
la leche y la miel y en las cuales los venenos pierden su poder; describe islas
en las que Dios hace llover el maná por lo que sus habitantes “no aran,
no siembran, no recogen la mies ni alteran la tierra en modo alguno para
obtener de ella sus mejores frutos”:9 viven rodeados por la abundancia y
sacian su hambre sin necesidad de trabajar para ello: el oro y las piedras
preciosas abundan en esas tierras y aquellos que consumen el maná viven
7
Ibidem, p. 29.
8
Javier Martín Lalanda, “Introducción”, La carta del Preste Juan, Madrid, Siruela,
2004, p. 9.
9
Ibidem, p. 93.
hasta los 500 años; cuenta cómo los desiertos que se encuentran en sus
dominios son, en realidad, “océanos de arena” que están llenos de sabrosos
peces; habla de planicies llenas de piedras que curan las enfermedades de los
cristianos o de aquellos que quieren serlo; presume de su generosidad para
con los extranjeros y recalca cómo en las tierras en las que él gobierna no
hay pobres: “nuestros hombres tienen todo tipo de riquezas”;10 afirma que
en su reino las armas y las herramientas están hechas de plata y dice que en
el palacio en el que vive “comen a diario treinta mil hombres, además de los
que entran y salen”11 a los cuales sirven la comida reyes, duques y condes
bajo un tejado de ébano y alrededor de una mesa de esmeraldas y amatista
que impide que los comensales se emborrachen; explica cómo su padre
construyó un palacio en el que por gracia de Dios nadie sufre hambre,
sed o enfermedad porque todo aquel que entrase en él “saldrá tan saciado
de él como si hubiese comido cien viandas o tan sano como si no hubiera
tenido enfermedad alguna en su vida”:12 el fabuloso imperio cristiano de la
India que se describe en las cartas que firma el preste excita la imaginación
de cualquiera que padezca penurias y escasez, hasta tal punto que se puede
confundir con el reino prometido, pero tampoco elimina los sufrimientos
de los menesterosos.
El reino del preste está ubicado en una geografía distante y fantástica
que lo hace absolutamente lejano: la espera se transforma en una lejanía
insalvable, por lo que el cristiano medieval sigue esperando la salvación;
ya sea en el mundo lejano que describe Juan, ya sea en el escatológico
reino celestial del que hablan los profetas. “En esta forma religiosa de la
comunidad se consumaba la escisión entre el sujeto y el objeto: entre ambos
se interponía un mundo […] Los cristianos de los siglos xi y xiii habían
buscado en una tierra sacra la reconciliación entre su subjetividad doliente
y la representación objetiva del Reino de Dios, pero su pasión no pudo
consumarse. La conciencia de los hombres de esa época siguió dominada
por la espera.”13
La imposibilidad de cerrar la herida, de eliminar las miserias y atroci-
dades del mundo y de traer al aquí y al ahora lo prometido por Dios, hace
que muchos cristianos europeos imaginen y deseen la salvación y vivan y
se relacionen crispados por una tensión que une, de manera contradictoria,
el anhelo y la impotencia. La comunidad de los creyentes se construye so-
bre el cimiento que proporciona la irónica espera sin fin de un tiempo final
10
Ibidem, p. 97.
11
Ibidem, p. 100.
12
Ibidem, p. 102.
13
Y. Delhoysie y G. Lapierre, “El milenarismo y la caída del mundo cristiano”, en op.
cit., p. 50.
14
Cfr. Joannis Cassiani en Giorgio Agamben, “El demonio meridiano”, Estancias. La
palabra y el fantasma en la cultura occidental, Valencia, Pre-Textos, 2006, pp. 24, 25 y 26.
15
Ibidem, p. 30.
16
Ibidem., p. 31.
17
Hannah Arendt, “Caritas y cupiditas”, El concepto de amor en San Agustín, Madrid,
Encuentro, 2001, pp. 45 y 46.
18
Ibidem, p. 46.
19
Ibidem, p. 48.
20
H. Arendt, “El orden del amor”, op. cit., p. 58.
traño tiempo por llegar que no está sometido a la corrupción del tiempo: el odio
al presente es la forma concreta del amor del cristiano obsesionado con el
futuro de salvación. “Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. Has de
ser frío o caliente. Y porque eres tibio, ni frío ni caliente, te voy a vomitar
de mi boca” (Ap 3; 15 y 16).
La Europa cristiana que se llena de predicadores furiosos y mensajes
apocalípticos en los que se profetiza la inminencia del fin, en la que los
clérigos se desesperan encerrados en monasterios y abadías, en la que el
dolor y la muerte conforman la cotidianidad de la mayoría de la población,
vive, espera y odia convencida de la cercanía del fin, incluso deseosa del
final; pobreza, guerras y enfermedades muestran la fragilidad del mundo
y son las realidades cotidianas gracias a las cuales “los ojos del pueblo
llano podían empezar a ver, incluso en las circunstancias más comunes,
indicadores de la ira divina o de la furia diabólica”.21
Los europeos ven las señales: un cometa cuya cola tiene forma de espada
atraviesa los cielos; nubes color sangre chocan con gran estruendo; jinetes
celestiales cabalgan veloces en la visión que describe un sacerdote llamado
Sigerio; una multitud de seres etéreos lucha por entrar en una ciudad que
aparece en el Cielo; una mujer da a luz a un bebé que habla tras dos años de
embarazo; el emperador Carlomagno vuelve de entre los muertos y recorre
Europa dispuesto a guiar a los fieles hacia Jerusalén:22 la vida cotidiana se
llena de eventos maravillosos que muestran a los cristianos de la Europa
medieval la inminencia, incluso la simultaneidad de lo profetizado en el
libro escrito por Juan de Patmos; los prodigios que admiran los europeos
parecen ser algunas de las razones que transforman, en una población
cansada de esperar y que está muy atenta a los sermones de los milenaristas,
la conciencia de la espera y la experiencia del tiempo.
El creyente que ve y obedece las señales de la consumación de los
tiempos deja de experimentar el presente como un punto en una línea que
no tiene (un) fin y que, por lo tanto, aplaza y obliga a esperar lo por venir.
Para aquel que cree en las señales el presente ya no se vive como el tiempo
de la espera, porque la espera ha terminado.
21
Jay Rubenstein, “Lunas ensangrentadas y estrellas fulgurantes: el pueblo responde”,
Los ejércitos del Cielo. La primera cruzada y la búsqueda del apocalipsis, Barcelona, Ediciones
de Presente y Pasado, 2012, p. 69.
22
Cfr. ibidem, p. 67.
23
Patxi Lanceros, “Introducción. La revelación del fin y la imagen del día”, Apocalipsis
o Libro de la Revelación, Madrid, Abada, 2018, pp. 13 y 14.
24
Ibidem, p. 52.
25
Ibidem, p. 55.
26
Ibidem, p. 70.
27
Idem.
28
Cit. en J. Rubenstein, “Los rugidos de la multitud”, op. cit., p. 50.
objetivo de promover el prestigio del Vaticano entre los cristianos del orien-
te; los nobles y caballeros de la Europa occidental van a ayudar a lograr ese
objetivo y, además, son libres de repartirse las tierras y riquezas arrebatadas
a los infieles.29
Las entrevistas del papa con los nobles guerreros son parte del plan
del Vaticano para reorganizar el equilibrio de poder en Europa y Tierra
Santa; pero, de una manera que probablemente nadie puede anticipar, las
palabras de Urbano tienen efectos imprevistos en una parte de la población
europea: la predicación de la cruzada libera “en las masas esperanzas y odios
que se expresarían en maneras muy distintas de las esperadas por la política
papal”.30
El pueblo de Europa recibe la llamada a la guerra santa multiplicada
y transformada. Al mismo tiempo que el papa se encarga de difundir la
importancia de la cruzada en entrevistas con los nobles y mientras los
obispos exhortan desde los púlpitos de las iglesias, otras voces repiten el
mensaje: las de un grupo de hombres que, a pesar de no tener ningún aval
oficial para la predicación, repiten, muy a su manera y de forma entusiasta,
el mandato papal: los prophetae hablan; ascetas milagreros con gran prestigio
entre el pueblo llaman a la guerra contra los infieles.31
El pueblo responde al mensaje de los predicadores y se alista para partir
hacia tierra santa de manera masiva: alterados por las señales y cansados de
esperar el fin, actúan, se convierten en la vanguardia de la Cristiandad en
su guerra contra el islam y forman el ejército de los pobres, un ejército que
poco tiene que ver con la imagen y los objetivos que el Santo Padre tiene de
y para las tropas que han de partir desde Europa.
El ejército que el papa había soñado debía estar compuesto por los caballeros
y sus vasallos, todos ellos preparados para la guerra y debidamente pertrecha-
dos […] Las bandas reunidas por los prophetae, en cambio, estaban formadas
por gente cuya falta de preparación militar sólo era igualada por su temeri-
dad. No tenían ninguna razón para esperar y sí muchas para apresurarse. Casi
todos eran pobres y provenían de aquellas regiones en las que su destino era
la inseguridad perpetua.32
29
Cfr. Norman Cohn, “Los pobres en las primeras cruzadas”, En pos del Milenio…
30
Ibidem, p. 78.
31
Ibidem, p. 80.
32
Ibidem, p. 81.
33
Ibidem, p. 84.
34
Cfr. María Serena Mazzi, “Las condiciones materiales”, Los viajeros medievales, Ma-
drid, Antonio Machado Libros, 2018, p. 141.
35
J. Rubenstein, op. cit., p. 69.
36
G. Agamben, “Cuarta jornada: Apóstolos”, El tiempo que resta. Comentario a la carta a
los Romanos, Madrid, Trotta, 2006, p. 72.
37
Idem.
38
Ibidem, pp. 72 y 73.
39
Y. Delhoysie y G. Lapierre, “El milenarismo y la caída del mundo cristiano”, en op.
cit., p. 50.
Cfr. Amin Maalouf, “Capítulo 1. Llegan los frany”, Las Cruzadas vistas por los árabes,
40
42
Raúl de Caen, cit. en ibidem, p. 75.
43
Ibidem, p. 76.
44
Alberto de Aquisgrán, cit. en idem.
cólera, y será torturado con fuego y azufre ante los santos ángeles y ante el
cordero” (Ap 14, 9 y 10).
Los tafures, las bandas de cruzados que persiguen a los supervivientes
de la masacre de Maarat, son los supervivientes de la cruzada del pueblo que
tras la masacre de Civitot se han organizado como grupos de vagabundos
que recorren Siria y Palestina y que “descalzos, melenudos, vestidos con
sacos, cubiertos de mugre y de llagas (sobreviven) comiendo raíces, hier-
ba y en ocasiones los cuerpos asados de sus enemigos”;45 armados con he-
rramientas porque son demasiado pobres para comprar armas, devastan las
regiones por las que pasan y hacen temblar a los musulmanes que los de-
nominan “demonios vivientes”: hasta los cronistas cristianos que alaban las
hazañas de príncipes y caballeros hablan de ellos con desprecio por mucho
que reconozcan su efectividad en la batalla;46 como los pueblos caníba-
les que sirven al preste Juan cuando así lo dispone el fabuloso gobernante,
los tafures son una fuerza formidable, pero en la que no se puede confiar; su
ferocidad no parece respetar a nadie fuera de la comunidad tafur.
La fidelidad de los vagabundos caníbales no es hacia los nobles que di-
rigen la cruzada: ellos tienen un rey, le roi Tafur, que vela para que sus súb-
ditos cumplan las reglas de la comunidad. Los tafures deben mantenerse en
pobreza estricta: el monarca vagabundo inspecciona a sus hombres en bus-
ca de dinero y expulsa a cualquiera al que se le encuentre alguna moneda;
mantenerse en la pobreza es la garantía de contar con la ayuda de Dios en
la conquista de Jerusalén: “los más pobres la conquistarán: es un signo que
mostrará claramente que el señor no confía en los presuntuosos y carentes
de fe.”47 A pesar de la fe que depositan en el amor de Dios hacia los pobres
no critican los saqueos de las ciudades o pueblos conquistados por el ejér-
cito cruzado, es más, curiosamente, suelen ser los participantes más entu-
siastas; se llevan todas las riquezas que pueden cargar, violan a las mujeres
y asesinan indiscriminadamente: los pobres y harapientos tafures se lanzan
al pillaje animados por el mismo rey que vigila que sus soldados no posean
una sola moneda: “¿Dónde están los pobres que desean riqueza?, ¡que ven-
gan conmigo!... Pues hoy, con la ayuda de Dios, conquistaré lo suficiente
para cargar muchos mulos”.48
La paradoja es notable. Los estrictos defensores de la extrema pobre-
za se lanzan coléricos a la vez que jubilosos a satisfacer su lujuria, su sed de
sangre y su deseo de riqueza. La santidad de la que presume el rey tafur, la
cercanía con la que creen que Dios honra a los vagabundos que marchan
45
N. Cohn, op. cit., p. 85.
46
Cfr. idem.
47
Ibidem, p. 86.
48
Ibidem, p. 87.
49
Ibidem, p. 86.
50
G. Agamben, “Desnudez”, Desnudez, Barcelona, Anagrama, 2011, p. 80.
Una de las consecuencias del nexo teológico que en nuestra cultura une es-
trechamente naturaleza y gracia, desnudez y vestido es, en efecto, que la des-
nudez no es un estado, sino un acontecimiento. Como oscuro presupuesto
de la adición de un vestido o repentino resultado de sus sustracción, don
inesperado o pérdida imprevista, ésta pertenece al tiempo y a la historia, no
al ser y a la forma. Es decir, en la experiencia que de ella podemos tener,
la desnudez es siempre desnudamiento y puesta al desnudo, nunca forma y
posesión estable.51
El tiempo del Apocalipsis, el tiempo del final, acaba con el tiempo y, por
lo tanto, con la historia en la que la gracia puede ser donada o perdida y di-
vide, de manera radical, a aquellos que gozan del vestido de la gracia de los
que han sido desnudados, despojados de toda dignidad, abandonados por
Dios. En la doctrina apocalíptica que guía a los tafures, la gracia que Dios
les ha concedido —están convencidos— convierte todos sus asesinatos en
santos, sus violaciones en puras y su canibalismo en moral, justos castigos
que caen sobre unas víctimas que ya no son tales; los malvados seguidores
del Anticristo, es decir, todos aquellos que son cazados y devorados por los
cruzados caníbales, no sufren ningún daño o tropelía: Dios los hace mere-
cedores de cualquier acción que, bajo la apariencia de la atrocidad, esconde
una expresión de la justicia divina: de la sangrienta justicia que se descri-
be en las profecías apocalípticas y que exige el asesinato de los enemigos de
Dios por parte de los justos, coléricos y caníbales soldados peregrinos. La
gracia que santifica la masacre acompaña a los tafures en su lucha contra las
huestes del anticristo. “Y me dice: ‘No selles las palabras de profecía de este
libro, pues el momento se acerca. Que el injusto sea injusto todavía, el su-
cio se ensucie todavía, y el justo haga justicia todavía, y el santo se santifique
todavía’”. (Ap 22, 10 y 11)
El sermón del papa en Clermont, las predicaciones de los profetas, las
señales que seducen a los europeos al llenar con la presencia de Dios la tris-
te cotidianidad, las promesas incumplidas, la espera y el aburrimiento que
ofuscan a los monjes, la alegría colérica con la que los guerreros/peregrinos
se dirigen a liberar Jerusalén de manos de los musulmanes, son algunos de
los ingredientes que perturban el cerrado y aparentemente inmóvil orden
medieval.
El llamado del papa se asume como el inicio de un tiempo apocalíptico
en el que las “certezas” de miles de personas que viven convencidas de la
necesidad de esperar sufren un impacto devastador: la guerra profetizada tras
la que, ahora sí, las promesas de hermanamiento e igualdad que se repiten
en sermones y predicaciones se cumplirán ha comenzado; la comunidad
51
Ibidem, p. 87.
prometida deja de ser una aspiración para ser algo que se ve al alcance de la
mano: mano que debe matar antes de vivir en paz.
La conciencia del fin de los tiempos transforma un presente que se
ha sentido como un punto en una línea abstracta e interminable, como
un momento que sólo se entiende por la tensión del recuerdo de lo que
se fue y la expectativa de lo que vendrá, en una fracción de tiempo, en un
segmento que adquiere sentido por el evento que lo acaba: la guerra del fin
de los tiempos.
La fracción de tiempo que se cerrará con los eventos predichos por
profetas y predicadores se convierte en el tiempo de la guerra de Dios: el
tiempo se llena de sentido por la doble resta que Dios ordena; la resta de los
días hasta el fin de los días y la resta a la que hay que someter al pueblo de
Dios para eliminar a los malvados.
El número de los días previos al fin parece disminuir en la misma
medida en que el número de los inicuos asesinados aumenta: los cadáveres
de los seguidores del Anticristo muestran la efectividad de las acciones que
dan sentido al calendario del Apocalipsis; el tiempo del final es tiempo de
obedecer y de hacer, tiempo de matar, tiempo de ayudar a Dios a impartir
justicia.
El fin del tiempo y de la historia es el segmento en el que la misericordia
y el arrepentimiento dejan de tener sentido. La elección es definitiva en un
mundo en guerra, lleno de la gracia y la cólera de Dios y en el que los se-
cuaces del Anticristo están condenados, hagan lo que hagan, y el ejército divino
es invencible e inmune al pecado y la desviación de la voluntad, haga lo que
haga: la gracia de Dios está de su lado, siempre y en cualquier circunstancia,
por lo que las leyes y los mandamientos ya no aplican en ellos.
Para los fervorosos creyentes que luchan contra los musulmanes camino
a Jerusalén, los justos que sirven a Dios en la guerra del final de los tiempos
no están sujetos a los dilemas de la voluntad y la elección: la obediencia los
libera de la posibilidad del error y el pecado, y la llegada del final los libera
de la inquietud del porvenir; las atrocidades que escandalizan a los cronistas
cristianos que relatan los hechos de la Cruzada no son tales en las mentes
y los corazones de los coléricos soldados de Dios. Ellos tienen fe: el mundo
apocalíptico es un mundo sin porvenir en el que la justicia no llega gracias
a la compasión y la misericordia; la justicia la traen aquellos que matan a
mayor gloria de Dios, aquellos que eliminan a las huestes (culpables) del
Anticristo. En el tiempo del final no hay futuro; y, si no hay futuro, ¿cómo
puede haber pecado?