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Saber aceptar el fracaso D.

La semana pasada estuve media tarde jugando con los hijos de un amigo al juego de “pon el rabo”. Seguro que todos vosotros lo habéis
hecho miles de veces en vuestras casas: se dibuja en un papel o en una cartulina la figura de un burro o un perro sin rabo. Y luego, en un
papel aparte, se dibuja un rabo en cuyo extremo se coloca un poco de goma. Y ya no hace falta mas que jugar. Basta con que, luego, por
turno y a ciegas, se vaya poniendo el rabo donde se cree mejor, después de que los otros contendientes hayan podido cambiar de posición
la cartulina. Es fácil imaginarse que el rabo suele aparecer en la boca, en la panza en las orejas del burro, o a medio metro de él. Y eso es
todo. Gana el que lo ponga en el sitio más absurdo. Y lo bueno son las carcajadas con que los jugadores, inclusive el que lo hace, reciben
los disparates de ese rabo volante.
Y una tontería así nos lleno mucho rato. Pero hubo algo que me obligo a pensar. ¡No logramos que Ivón jugase!. Ivón tiene ocho años y
es un crío extraordinariamente inteligente, el primero en todo. Extraordinariamente simpático normalmente. Pero no logramos que
aquella tarde participase del juego. Estuvo allí, todo el rato, mirando, un poco pálido y tembloroso con los ojos saliéndosele de las orbitas
de ganas de jugar, pero con un miedo, incluso un pánico, que le impedía hacerlo. Por mas que le insistimos, no hubo manera. Era el
miedo a fracasar. El pánico a hacer el ridículo. Le explicamos que aquello era un juego y que lo bueno era hacerlo mal, pero él, en su
interior, no pensaba que, al reírnos lo hiciéramos porque el disparate nos hiciera gracia, sino que nos reíamos de la persona que acababa
de cometerlo. ¡Y él no se exponía a que nos riéramos de él! Algo más poderoso que sus deseos de participar en el juego le paralizaba a la
hora de hacerlo.
Su madre me explico después que Ivón es así en todo. Que era un ganador nato y que cuando no estaba seguro de triunfar en algo, era
incapaz de intentarlo y que prefería un suspenso a solo un notable. O sobresaliente o nada, ese parecía ser el lema de su vida.
La verdad es que en la realidad existen no pocos tipos de este” Don Perfecto” que es Ivón en pequeñito. Gentes que, sin dudas por sus
altas capacidades, han nacido triunfando y no pueden ni hacerse a la idea de la vida puede venir con la rebaja. Luego, claro, cuando les
llega el topetazo, se vienen a los suelos y tal vez no se levanten mas.
Y hay “Perfectos y Perfectas” de todas las categorías: Desde la superguapa que fracasa en su primera aventura amorosa y acaba
maldiciendo a toda la humanidad, hasta el opositor que tira los trastos en el primer suspenso, tras una carrera brillantísima. El otro y la
otra, en lugar de entender que el fracaso es parte connatural y sustancial de la vida, se dedican, a partir de él, a maldecir de la injusticia de
este mundo.
Pero la realidad es bien distinta. El otro día me decía un amigo que “aquel que habiendo hecho diez proyectos consigue llevar a buen
puerto tres, debe considerarse afortunado”. Y es cierto. La vida nunca fue tan competida como hoy y lo normal es que uno reciba mas
batacazos que aplausos.
Los escritores lo sabemos hoy muy bien: si proyectas diez libros, diez novelas o diez obras de teatro, lo normal es que cinco no lleguen ni
a empezarse; que de las que empiezas, dos o tres las deseches tú mismo porque no estas satisfecho del trabajo; que otro par de ellas se
escriban pero nunca lleguen a publicarse o estrenarse, y que esa ultima que, por fin, ve la luz aun tenga un 80 por 100 de probabilidades
de no venderse prácticamente nada. Yo –y perdón por el autoejemplo- tengo una novela soñada hace veinte años, que la empecé a escribir
hace cinco y que abandone en el folio cien, porque me estaba resultando muy amarga. Volví a tomarla dos años después, y yendo por el
folio ciento cincuenta me di cuenta de que estaba saliendo lentísima, que con tantos folios escritos, aun no había ni presentado a los
personajes, con lo que amenazaba ser mas larga que el “Quijote”. Y ahí sigue esperando. Lo más probable es que lo haga por toda la
eternidad. Y tuve durante muchos años un gran block al que llamaba el “libro de los sueños” y en el que cada pagina era un esquema de
una novela o una pieza teatral, todas con su titulo y todo. Por ahora voy teniendo los días tan llenos que, en este momento, por no saber,
no sé ni donde tengo el famoso block. Y ¿voy a amargarme por los sueños perdidos? ¿Voy a renunciar a mi tarea de mañana porque la de
ayer me dejo decepcionado?
Ya sabéis: yo prefiero a” Don Posible” que a “Don Perfecto”. Y creo que de todos los fracasos, el mayor, sin duda, es no hacer algo por
temor a fracasar.

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